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4. La realización

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Abreviaturas

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4. La realización

Cuarenta años más tarde, el poder de los jesuitas era aún más amplio y estaba asentado. Gozaban del apoyo incondicional de Felipe III y de un gran prestigio en la sociedad peninsular. No es de extrañar, pues, que en el Perú el Virrey fuera pariente de Francisco de Borja, y en Lima, el arzobispo Lobo Guerrero también les fuera muy adicto. El virrey Esquilache, movido por la campaña de la Extirpación que se inició en la segunda década del siglo XVII (Duviols, 1971: 263; 2002: 41), fundó efectivamente los dos colegios proyectados por Toledo, al mismo tiempo que la casa de reclusión de Santa Cruz, en el Cercado de Lima. El colegio limeño se llamaría del Príncipe. Según Arriaga: «Llamase este collegio del Principe, no tanto por avelle dado principio el Principe de Esquilache, quanto por avelle puesto debaxo la proteccion y amparo de su Alteza del Principe nuestro Señor D. Philippe, que viva largos, y felices años, y tiene por Patron en el cielo a B. P. Francisco de Borja como se contiene en sus constituciones». (1920: 167) El del Cuzco quedaría conocido como de San Borja hasta la expulsión de los jesuitas. En este arranque, el Virrey ordenó también fundar otros colegios «el uno en la ciudad de La Plata, el otro en el Cuzco, y el otro en Quito» (AGI, Lima: 39). Recibió la total aprobación del rey Felipe III en una carta del 21 de junio de 1621, quien además lamenta «la omision morosa que en [la fundación] a avido» (AGI, Lima: 305). El contexto en que los jesuitas aceptaron encargarse de los dos colegios, en la segunda década del siglo XVII, difiere mucho del de la época de Toledo. En cuarenta años se habían establecido en el país, ganando la voluntad de muchos en la alta sociedad peruana. Ya tenían el control de los estudios superiores de una buena parte de la juventud española y criolla, principalmente en sus tres casas de Lima, y en el colegio de San Bernardo en el Cuzco. El número de los obreros de indios7 había crecido, y entre ellos se contaban ahora criollos. En Juli tenían una doctrina que servía de ejemplo para otras iniciativas y a donde enviaban a los recién llegados de España a aprender la lengua aimara. Los colegios de caciques podían ofrecerles la misma posibilidad. «Porque es cierto que con el tratado y comunicacion de los indios se aprende facilmente y en las ciudades con la comunicacion de los Españoles, o nunca o muy dificilmente se puede aprender —escribe el padre Vásquez, en su carta de 1637—». (MP II: 876)

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7 Así llamaban dentro de la compañía a los jesuitas que se dedicaban a la evangelización de los indios, esencialmente misioneros.

La educación de las elites indígenas en el Perú colonial

Las misiones volantes después de conocer cierta decadencia a fines del siglo XVI (Maldavsky, 2000: 172), se reiniciaron con la campaña de extirpación, bajo la forma de visitas. El número de jesuitas era entonces suficiente para contemplar además la dirección de colegios de caciques. El virrey Esquilache fue quien obró con diligencia para fundarlos, retomando la tentativa abortada de Toledo. Estaba emparentado con San Francisco de Borja por los enlaces matrimoniales de los linajes de Sayri Tupa y los de Loyola y Borja (Dean, 1999: 112; 2002: 177; Cahill, 2003b: 13). Por tanto, podía contar con la colaboración de la Compañía y ella con su apoyo. Escribía al Rey en abril de 1620: «Aunque todos los yndios son bautizados es sin duda por falta de enseñanza y exemplo de sus curas, estan la mayor parte en su antigua infidelidad, cometiendo muchos y graves pecados assi de ydolatria como de echicerias supersticiones y trato con el demonio que se les aparece muy de ordinario […] en cuyo remedio se hicieron las misiones de la Compañía [...] también se an echo los seminarios y reclusion que en otra carta doy quenta a VM». (AGI, Lima: 39, Gobierno eclesiástico 26) Es relevante que colegio y casa de reclusión estén asociados siempre en los primeros documentos de fundación. De las visitas resultaba que los maestros en errores eran los viejos «hechiceros» y «dogmatizadores», que transmitían sus creencias y ritos, y deshacían la obra de los visitadores tan pronto como estos se marchaban del pueblo. Por tanto, para erradicar definitivamente la idolatría, era necesario apartar a los dogmatizadores de la comunidad y castigarlos, al mismo tiempo que educar a los hijos de caciques en la verdadera religión, apartándolos también de su comunidad, y recogiéndolos en un colegio, bajo la vigilancia de los jesuitas. La importancia que cobró la Extirpación bajo el impulso del arzobispo Lobo Guerrero, la implicación en ella de la Compañía y el cambio de actitud de ésta para con la institución de los colegios de hijos de caciques, vencieron las oposiciones, aunque se manifestaron con cierto empeño, sobre todo en el Cuzco. El príncipe de Esquilache, atento a realizar el proyecto, mandó una carta a todos los gobernadores para persuadirlos a mandar a sus hijos al colegio: «Y me deis aviso con brevedad de los hijos que tienen todos los de ese distrito y de los que no tuvieren, me advirtais que personas tienen derecho de sucederles en los cacicazgos y de su edad, y si son casados o solteros, y su capacidad y cuales son de temple frio, templado o caliente y de las demas circunstancias que os pareciere convenir para que mejor se acierte, y lo mismo de las segundas personas y de los repartimientos de que su Magestad se terna de vos servido y yo estimare el cuydado que en ello pusieredes [...]». (MP II: 574)

Siendo las donaciones irrecuperables, como las rentas que el virrey Toledo había asignado, puesto que eran —entonces— definitivamente del colegio de San Felipe, se planteaba otra vez la cuestión de la financiación de estos colegios. Se planteaba tanto más que la Corona no tenía dinero y no quedaban tributos vacantes. Las deudas de la caja real alcanzaban treinta mil pesos, se habían empeñado los «vacos» y suplido «de otros», lo que significa que el dinero fue tomado prestado de otros censos. En realidad la Corona venía pidiendo repetidos préstamos a las cajas de comunidad desde 1587, con un rédito de 25 000 al millar, o sea de un 4 % mientras que el 5 % era lo corriente (Lohmann, 1957). El ejemplo más patente fue cuando el conde de Chinchón recogió la totalidad de los fondos depositados en las cajas de comunidad en 1631 (RAHC, 1951: 193; Glave: 1989: 258). El virrey Esquilache puso en la realización de los colegios la misma tenacidad que su antecesor Toledo. Ya en 1616 escribía al Rey un alegato en favor de su fundación y en 1618 escribía otra vez que las fábricas de la casa de reclusión y el acondicionamiento del colegio de caciques estaban muy adelantados y que se había enviado por los hijos de los caciques (AGI, Lima: 39). En un primer tiempo, como medida urgente, buscó un préstamo para pagar los gastos (Inca: 783). El documento publicado no especifica de dónde se sacó el dinero pero lo más verosímil es que fuese de los censos de indios. La situación financiera de la Corona era catastrófica, y al no competir tales gastos a la Compañía, se resolvió sacar el dinero de las cajas de censos de comunidad, ya no prestado sino otorgado a título de renta. En la sociedad colonial peruana, la Iglesia como el resto de los pudientes se resistía a pagar. La financiación de los colegios de caciques siempre fue un problema. La Corona mucho tiempo se resistió oficialmente a que pagaran las comunidades indígenas. En Quito, fray Luis Lopez de Solís tuvo que sacar dinero de las cajas de comunidad, lo que le permitió excepcionalmente el Consejo de Indias, mostrándose a la vez muy contrario a ello (El Alaoui, 1998: 315). En 1598, el Rey escribió al obispo —que acababa de recoger entre tres y cuatro mil pesos de unas comunidades para ayudar a la fundación de un colegio de caciques «junto al seminario de españoles»— que de aquí adelante «no se tome nada de las comunidades de los dichos indios aunque ellos lo den de su voluntad» (AGI, Quito: 209, L 1, fol. 125v). Sacar una parte del dinero de comunidades fue lo que pidieron también los obispos de Popayán y Cuzco en un memorial común que escribieron en 1603 sobre las causas del malestar de los naturales: «también se les podia aplicar algo de las cajas de comunidades y destas a los colegios de caciques y a los de los obispos pues entrambos son de tanto provecho de los indios pretendiendo en ambos tengan curas y caciques buenos [...]». (Lissón Chávez, 1943-1947, IV: 495)

La educación de las elites indígenas en el Perú colonial

Por tanto entre 1581, fecha de la última disposición del virrey Toledo y 1619, cuando se fundaron los colegios, la situación había evolucionado. Poco a poco, el dinero de las comunidades vino a ser la solución, pese a los principios de amparo y protección de los indios que había intentado mantener el Consejo de Indias. Ante la constante negativa de la Corona, de la Iglesia y de los encomenderos a participar, no quedaba otro remedio que quitar a los indios las sumas necesarias para la educación de sus caciques. Sin embargo, algunas conciencias se resistieron a ello. Uno de los oidores de la Real Audiencia, Don Francisco de Alfaro, y el fiscal Cristóbal Cacho de Santillana propusieron que los encomenderos pagasen la mitad de los gastos «por la obligacion que tienen de darles Doctrina [...]» (Inca: 787). Esta lógica cristiana no podía ser del gusto de los encomenderos en su mayoría, ni obtener la aprobación de los otros oidores. Huelga decir que no la obtuvo. Los otros cuatro funcionarios de la Audiencia propusieron que solo las comunidades cuyos hijos de caciques fuesen al colegio pagaran de sus censos su sustento. Si no tenían censos se sacaría de los bienes de la caja de comunidad «lo que bastare para poner a censo» y si fuese necesario se tomaría de lo principal de estos bienes (Inca: 786). Las disposiciones definitivas, sin embargo, establecían que los gastos se repartieran de los réditos de los censos y en los bienes de comunidad del distrito del arzobispado de Lima «sin distincion de si hay o no colegiales o presos de algunos repartimientos, por cuanto estan espuestos, el colegio y reclusion, para en todo tiempo recibirlos si los hubiera». Así se garantizaba el pago de los gastos, supliendo unos repartimientos a otros, y el Virrey añade: «Por cuanto a todos los repartimientos y pueblos del Arzobispado se debe considerar que son un cuerpo y república [de] cuyo beneficio común y universal se enderezca el fruto que de ella se espera en nuestro Señor que ha de resaltar, y porque no hay otra parte de donde se pueda suplir». (Inca: 786) El Rey aprobó esta provisión el 17 de marzo de 1619, y en julio, Esquilache señaló cuota para el gasto ordinario de la comida, que fue para cada uno de los caciques dos reales y medio cada día «que vienen a ser ciento y catorce patacones por un año» (Inca: 788). El Virrey pasó a fundar el de Cuzco. Pero se marchó a España, y la casualidad quiso que muriera el rey Felipe III, coincidiendo con la ausencia de virrey en el Perú. El cambio de monarca, el Real Acuerdo que siguió la partida de Esquilache y el nuevo virrey marqués de Guadalcazar, menos partidario de los colegios de caciques, contribuyeron a paralizar el colegio de San Borja.

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