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3. El caso de Quito

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Abreviaturas

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La educación de las elites indígenas en el Perú colonial

seminario de San Martín «para que sean maestros de sus lenguas a los Padres de nuestra Compañía». Este detalle muestra que los jesuitas, como lo hicieran los franciscanos antes, utilizaban el latín como lengua mediadora entre el castellano y las lenguas nativas que estaban aprendiendo. Los indios podían explicar mejor la gramática de su lengua con los instrumentos que les facilitaba la gramática de la lengua latina. También lo confirma Pérez de Rivas. Siguieron los colegios jesuitas hasta la expulsión más bien como escuelas elementales (Gonzalbo, 1990: 221) con alumnos españoles pobres, mestizos y otros indios.

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3. El caso de Quito

En 1597 el obispo de Quito, López de Solís, escribía al Rey para pedirle que encargara el colegio de caciques que había fundado en 1594 (El Alaoui, 1998: 313) a los jesuitas que tenían un seminario de españoles. Lo había fundado en una casa pequeña y con fondos de las comunidades, lo que suscitó la reprobación del Rey (AGI, Quito, 209, I: 125). Tres años más tarde los jesuitas tomaban posesión de una casa más grande. El deseo del obispo era incorporar el seminario de los hijos de caciques al de españoles «de suerte que puedan comunicar a tiempos y aprovechar de una mesma iglesia y ejercicios y enseñados de los mismos religiosos [...]» No debió de realizarse a pesar de sus reiteradas cartas, puesto que reanudaba su petición en 1604 (AGI, Quito, 76: 61). Las cartas tanto del obispo como de Arriaga dejaban entender que la realización era eminente en 1597, algunos estudios lo dejan por asentado pero no existe ningún documento que dé fe de su funcionamiento. Queda por elucidar lo que pasó exactamente entonces. En 1634 los mismos jesuitas pedían por la pluma de su procurador general Francisco de Fuentes que se fundara un colegio en Quito, «como le ay en Lima». El Rey dirigiéndose a la Audiencia de Quito, después de resumir la petición del procurador, escribía lo siguiente: « [...] y haviendose visto por los de mi Consejo de las yndias porque quiero saber lo que acerca de lo sobredicho ay: y passa y lo que convendrá proveer en el casso referido, os mando me enviéys Relación sobre ello con vuestro parecer». (AGI, Quito, 212, L. 6: fol. 66v, 67r) Una copia de esta carta fue también dirigida al obispo de Quito y otra al cabildo eclesiástico. Tanta precaución después de tantas tentativas muestra las claras reticencias del Rey y del Consejo de Indias. En Quito como en México los jesuitas llegaron después de las experiencias franciscanas que se ilustraron particularmente a partir de 1551 con fray Jodoco Ricke y Francisco Morales. Por aquellas fechas, el colegio de Tlatelolco todavía funcionaba y servía de modelo, pero pronto iba a decaer lentamente. En Quito

se repitió la misma ambición de dar una enseñanza superior a los indios que mostraban habilidad para ello. El virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, tan favorable a los colegios de caciques, encontró una financiación con los tributos de una encomienda y hasta con la venta de un esclavo negro en subasta. A él debe el colegio su nombre de San Andrés (Hartmann, 1981: 109; Moreno, 1998: 270). Se abrió a mediados del siglo XVI después de una experiencia bastante exitosa en el convento de San Francisco donde acudieron, entre otros, dos hijos de Atahuallpa, y recibió a algunos descendientes quiteños de los incas (Moreno, 1998: 276; Fernández Rueda, 2005: 138). La financiación fue garantizada al principio por el Virrey, pero luego en la década de los 60 fue retirada por el licenciado Castro (Moreno, 1998: 282) y el colegio decayó por desavenencias entre el obispo de la Peña y los franciscanos (Moreno, 1998: 284). En San Andrés se enseñaba el latín a la vez que el castellano y el quechua para favorecer la catequización de los indios. El ejemplo de Diego Lobato de Sosa que formaba parte de la elite quiteña inca, y destacó como buen predicador, y clérigo presbítero, así como otros indios clérigos (Moreno, 1998: 280-81; Fernández Rueda, 2005: 144) no bastó para mantener el colegio de San Andrés. Como en México los principios fueron portadores de esperanzas, los indios salidos de San Andrés se convirtieron en los maestros de la generación siguiente. Igual que en México, varios colegiales se ilustraron como cristianos cultos pero la sociedad colonial en buena parte —y ciertos miembros del clero, incluyendo al obispo— se opusieron a la educación superior de los indios, hasta lograr, en 1581 que renunciasen los franciscanos al colegio bajo el pretexto de que los indios ahora ya estaban convertidos y civilizados. La educación de los caciques por tanto se haría en adelante sobre todo en los conventos o con los medios arriba citados. No se volvería a mencionar la existencia efectiva en Quito de un colegio específicamente reservado a los hijos de caciques, como lo serían —por lo menos oficialmente— los de Lima y Cuzco que sobrevivirían, mal que bien, hasta la Independencia y son el objeto esencial de este estudio.

La educación de las elites indígenas en el Perú colonial Capítulo 3 Fundación de los colegios de hijos de caciques en el Perú. Del proyecto a su realización

El proyecto de fundar colegios de caciques nació en el Perú, como en las otras tierras colonizadas por España, inmediatamente después de la Conquista, y fue objeto de múltiples iniciativas. Fray Vicente de Valverde, primer obispo del Cuzco, en un memorial sin fecha, pedía ya: «Que los hijos de los caciques y señores siendo pequeños estén cierto tiempo en las casas de los religiosos hasta que sean enseñados para que ellos enseñen a los otros en sus pueblos y que en los pueblos de los christianos aya, junto a la iglesia una casa que sea como escuela adonde estén y residan tambien los hijos de los caciques y que aya una persona particular que los adoctrine y enseñe allí, porque sería posible que ubiese tantos que no se pudiesen tener en los monasterios». (Lissón Chávez, 1943-1947, I: 20) Para ello, obtuvo del Rey, ya en 1535, la autorización de fundar un colegio, cerca de la iglesia catedral (Armas, 1953: 284). Se trataba entonces, como en la Nueva España de formar un clero indígena que supliera la falta de doctrineros y misioneros españoles. En junio de 1540, el Rey quiso cerciorarse de la aplicación de su cédula. Mandó al licenciado Vaca de Castro: «[...] que vea una çedula que se dio para que el Gobernador del Piru, con parescer del ouispo, haga una casa como escuela donde los hijos de caçiques sean enseñados en las cosas de nuestra sancta fee». (Lohmann Villena, 1946; cédula en AGI, Lima: 566, L. 4)

Las guerras civiles que asolaron la tierra durante más de diez años impidieron toda iniciativa de tipo administrativo hasta 1549, fecha en que otras cédulas reales ordenaron que se librasen 1 000 ducados al arzobispo Loaysa para este efecto (Armas, 1953: 286, n. 67). En 1550, el arzobispo destinó una casa junto al hospital limeño de naturales, para que allí se acogiese y enseñase a leer y escribir a los hijos de los caciques y principales (Egaña, 1964: 52). Por ese entonces empezaba la experiencia franciscana en Quito. También en 1552, fray Tomas de San Martín, primer obispo de Charcas, obtuvo licencia real para hacer un estudio general a su costa donde se criasen y fuesen doctrinados los hijos de los principales de aquel reino y otras personas «para que cobrasen habilidad y saliesen a predicar la fe catolica». Gozaría este estudio de idénticos privilegios y franquicias que el de Salamanca (Barnadas, 1973: 277). A principios de la década de los cincuenta, todavía se contemplaba, pues, la posibilidad de que los caciques, bien educados, pudieran convertirse en doctrineros de sus indios; pero el primer concilio limeño de 1552 pronto prohibió la ordenación de indios. Otra cédula real de 1553 mandó a la Audiencia de Lima hacer lo necesario para llevar a buen término el proyecto de fundar colegios en el reino del Perú. En ella, el Rey se decía informado —tal vez por el virrey Antonio de Mendoza, recién llegado del Perú— de que: «en algunas provincias y ciudades principales de esta tierra se comienzan a hazer colegios para recoger los hijos de caciques y principales de ella para los doctrinar y enseñar las cosas de Nuestra santa fee catolica». (AGI, Lima: 567, L. 7) En realidad, si se multiplicaban las intenciones e iniciativas, a la fecha solo el colegio de San Juan Evangelista de Quito funcionaba como tal. Esta cédula revela que 65 años antes de que se inaugurara el primer colegio real de caciques en Lima, la Corona consideraba que la tarea se había iniciado y que no se veían obstáculos a su realización. Además no se trataba entonces solo de dos, sino de varios planteles. ¿Cómo explicar que tanto tiempo pasara sin resultados? La lentitud de la administración colonial es conocida, las distancias no favorecían una ejecución inmediata de las órdenes reales. Sin embargo, merece la pena considerar las diferentes etapas que marcan este periodo. Se debe tomar en cuenta que el poder virreinal quedó vacante durante varios años —entre 1552 y 1556 y en 1564—. La organización del reino del Perú sería obra de su quinto Virrey, que llegó en 1569. Francisco de Toledo, consciente de la necesidad de extirpar las «persistentes idolatrías» y de la influencia de los caciques sobre los indios del común, decidió poner en marcha la fundación de colegios reales donde fuesen educados «en cristiandad y policía». Sin embargo, ya no se mencionaba que, una vez educados, saliesen a predicar, sino que solo serían el buen ejemplo para sus indios. En su littera annua de 1571, el padre Gómez

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escribía al general Borja que «se decía» que el Virrey tenía el proyecto de enviar a los hijos de caciques de todo el distrito de Lima a la escuela de los jesuitas en el Cercado (MP I: 416). Entonces todavía no se trataba de crear un colegio real. Los jesuitas en su casa del Cercado educaron efectivamente a futuros caciques (ARSI, Peru: 23, fol.112) y hasta hubo un intento de incorporar a la nobleza indígena, al principio, en el estudio de San Pablo (Martín, 2001: 55). También en el Cuzco la Compañía lograba éxitos educativos con los descendientes de la nobleza incaica —muchos de ellos mestizos— lo que se puede comprobar con la carta que escribieron estos al Papa, en latín, en 1582 (Marzal, 1988: 322; Ares Queija, 1997: 52). Sin embargo, las informaciones remitidas al Rey por el Virrey apuntaban a institucionalizar estos colegios. El Virrey recibió del monarca una respuesta fechada el 2 de diciembre de 1573, que daba la orden de fundarlos (Inca: 781). Por aquellos años, Francisco de Toledo todavía mantenía buenas relaciones con la Compañía de Jesús y, confiando en su excelente reputación de educadores, pensó encargarles la dirección de los colegios. Felipe II, también ferviente partidario de los jesuitas, aprobó la decisión de su Virrey en otra carta del 6 de enero de 1576. Éste trabajó entonces con el provincial de la Compañía en la fundación de dos colegios, uno en Lima y otro en el Cuzco —por razones de distancias y de salud de los colegiales—, y el proyecto avanzó hasta la elaboración de un reglamento preciso, entre 1576 y 1577, según Egaña (MP II: 457). Este reglamento (MP II: 457-461) estipulaba en 15 puntos, la edad de los niños que debían ser admitidos, lo que aprenderían, las exigencias de policía y disciplina, y estipulaba que de ninguna manera se consintiera «que vayan a sus tierras por el tiempo que estuvieren en el collegio, si no fuese alguna causa forçosa, con parecer del superior, y por breve tiempo». Por lo demás se inspiraba en muchos puntos de los reglamentos de los otros colegios jesuitas. Con las firmas de los padres Plaza y Acosta, el reglamento fue mandado a Roma donde el general lo rectificó y lo mandó de vuelta al Perú, aprovechando para ello el viaje de Baltasar Piñas. El general Mercuriano insistía en que la Compañía no debía encargarse de lo temporal. Además, en sus respuestas a los padres peruanos, asoma cierta reticencia hacia el proyecto. Cuando se presentó una donación que permitía fundar un colegio para un mínimo de doce caciques, con una renta de mil pesos en plata corriente, su reacción fue la siguiente: «admítese el peso del collegio de los caciques y sacar los mill pesos de la renta del collegio para la sustentación dellos, aunque se desea que el collegio fuese libre deste peso, si buenamente fuese a esto inducido el fundador. Roma 25/9/78». (MP II: 414)

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