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Capítulo 4. La administración de los colegios
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial Capítulo 4 La administración de los colegios
Los dos colegios de caciques tenían una administración propia y diferente. El del Príncipe se agregaba a la casa de los jesuitas del Cercado1. Los colegiales vivían adentro aunque con separación2 . Un solo rector administraba la residencia y el colegio de caciques. En los catálogos de la Compañía y en las cuentas, declaraba la renta que «da[ba] el Rey», sin más. El colegio del Príncipe no era, pues, objeto de una contabilidad separada. En cambio, San Borja era totalmente independiente de la casa colegio del Cuzco. En los catálogos trienales de la Compañía, siempre está presentado aparte, como «colegio seminario de caziques». Tenía su propia casa, su propio rector y sus propias cuentas. Adquiría bienes que se administraban de manera autónoma. No aparece en la contabilidad del colegio grande antes de la segunda mitad del siglo XVIII, y entonces solo por su participación en un mismo obraje. Desde el punto de vista administrativo, los dos colegios no tenían en común otra cosa que su dependencia de las cajas de censos de los indios. Desde el principio, el virrey Esquilache, que obró para fundar estos colegios y elaboró sus constituciones, era consciente de las dificultades que tal modo de financiación iba a presentar. En una carta al Rey, escribe que no le remite la distribución de lo que cabe a las comunidades:
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1 La casa fue residencia hasta 1654, cuando se volvió colegio. 2 «[…] cazicorum qui intra claustra nostra tametsi competente separatione dejunt» (ARSI, Peru: 6).
«porque se entiende que ay muchos censos sin dueños, y porque es quenta larga, y pendiente de algunas diligencias que se an de haçer y ser inbencible la remision de la gente desta tierra». (AGI, Lima: 39) Las constituciones asentaban que solo los hijos primogénitos de los caciques principales y segundas personas habían de recibir la beca. Los gastos de sus alimentos y vestidos, así como los salarios de los padres, del médico y del barbero, se sacarían de los censos y bienes de comunidad de los indios «que están a cargo del administrador de los censos del districto de esta ciudad». Esto era, por tanto, lo que llamaban renta del Rey. Los vestidos de colegiales, bandas y escudos así como los vestidos ordinarios, zapatos y medias, constituían una cuenta aparte de los alimentos, como los salarios del médico, del barbero, y otros gastos extraordinarios. El rector debía presentarla al Virrey, quien daría la libranza al administrador de los censos (Inca: 788-789). A estos gastos se añadían 600 pesos de a nueve reales cada año, o sea 200 pesos cada tercio* para el mantenimiento del padre y de los dos hermanos: «Porque ya que la Compañia no interesa en el trabajo que en esto se le da, mas que el servicio de Dios y de su magestad y el bien de almas conforme su instituto, no conviene cargar a la casa del Cercado donde se ha agregado el dicho colegio, el sustento de un padre sacerdote y dos hermanos [...] el un hermano para que le enseñe a leer y escribir y lo demas necesario, y el otro para que cuide del sustento, comida y vestido de los dichos colegiales, y el Padre para que cuide de todo, y en especial de su bien espiritual, que es el efecto a que todo esto se endereza [...]». (Inca: 788-789) Este punto concernía sobre todo al colegio del Cercado que, en aquella fecha (1619), era el único que funcionaba. Sin embargo podía aplicarse a los dos planteles, y no dejaba de suscitar oposiciones. Cuando el Real Acuerdo que siguió la partida del virrey Esquilache a España se apresuró a reducir los gastos, los oidores denunciaron, en un auto del 15 de marzo de 1622, el doble estipendio del rector, puesto que entonces la Compañía poseía la doctrina del Cercado, y el religioso que la tenía a cargo cobraba el sínodo, siendo a la vez doctrinero y rector del colegio del Príncipe. Consideraron que no se habían de pagar los 200 pesos del padre, pero que los dos hermanos en cambio, sí podían cobrar los suyos por haber sido añadidos a la casa del Cercado, expresamente para la enseñanza y mantenimiento de los caciques. Más tarde, en 1662 se redujo a un solo hermano y a 225 pesos «aplicados a la manutención del Religioso que se destine a su enseñanza y cuidado, el que parece por ahora bastante atendido el corto número de caciques que acuden al colegio» (Inca: 791). Que el rector aceptara ser pagado por la educación de los futuros caciques suponía que se aplicaba lo acordado por el general Borja cuando se trató de
aceptar las doctrinas de Huarochirí en 1570. Vargas Ugarte resume así el problema y su solución: «La cura de almas exigía la residencia y más después del concilio de Trento y el Instituto de la Compañía nos quiere libres de esta obligación, el oficio de cura lleva anexo el recibir estipendios u obvenciones por la administración de los sacramentos y ceremonias del culto y nuestro Instituto nos manda ejercer gratuitamente los ministerios con los prójimos. En tercer lugar, el cura está obligado en justicia a atender a sus feligreses y nosotros debemos hacerlo solo por caridad, con lo cual se evitan escrúpulos de conciencia. Por último, el cura no puede menos de depender del Ordinario del lugar y, por lo general, debe ser estable, todo lo cual impediría la libre disposición de los súbditos por parte de su superior regular». (Vargas Ugarte, 1963: 62) Francisco de Borja admitió por fin las doctrinas con tal que el estipendio solo se hubiera de recibir del Rey o de los encomenderos. No había de pasar a manos del cura sino de su superior. No debían pedir limosnas a los indios ni trabajos personales, si no era por un salario. Los curatos no se habrían de proveer por oposiciones sino por nombramiento que haría el patrón o propuesta del superior regular. Con todas estas salvedades, se admitieron las doctrinas de Huarochirí y del Cercado. En el caso del colegio de caciques del Príncipe, el rector recibía el sínodo como cura de la doctrina, pero el salario propuesto por el virrey Esquilache, si bien oficialmente lo daba el Rey, en realidad eran los indios, puesto que, como se ha visto, se sacaba de las cajas de sus comunidades. Pero éstas no fueron las consideraciones de la Real Audiencia, para quien más bien se quitaba este dinero de la bolsa de los vecinos y encomenderos, ni de la Compañía, que no vacilaba en declarar caciques que no lo eran, para sacar más de dichas cajas, con el pretexto de educar a una mayoría de niños pobres, en gran parte españoles. Que no pasara por las manos del cura fue una disposición que se tomó al principio y no pudo mantenerse por las dificultades que conocieron. Muy pronto el rector fue quien trató con los jueces de censos. Además, la Real Audiencia, al mismo tiempo solicitada por la petición de don Antonio de Cartagena, en nombre de los encomenderos y vecinos del Cuzco mandó suspender el colegio de San Borja, que se acababa de fundar, pidiendo que se vendiese o alquilase la casa comprada para este efecto (véase doc. 3 en anexo). En julio de 1622, el padre Frías Herrán logró que un decreto real mandase sobreseer la orden. Sorprende y es de notar la rapidez con la que obtuvo satisfacción del Rey: el auto del Real Acuerdo lleva la fecha de 29 de abril y el decreto se recibió en Lima el 13 de julio (RAHC, 1951: 219).