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11. El uniforme, cuestión clave
11. El uniforme, cuestión clave
La importancia del vestido en la época virreinal es manifiesta, tanto en lo que atañe a la sociedad criolla como a las elites indígenas. Siempre ha habido una relación estrecha entre el vestir y la identidad: el traje dice antes que la palabra quién es uno, qué lugar ocupa en la sociedad y aún más en la sociedad colonial, que solo podía imaginarse a sí misma dentro de un esquema esencialmente jerárquico. Según María Rostworowski, cada región del Perú antiguo se vestía con el traje similar al que había llevado su huaca* (1999: 286), lo que hacía del vestido la expresión a la vez de una identidad y de un sentimiento religioso. Los incas respetaron la manera de vestir y peinarse de cada etnia; prohibían cualquier cambio, y según Betanzos, el inca se vestía al uso de la provincia donde se hallaba cuando visitaba su imperio, lo que marcaba simbólicamente una pertenencia recíproca. Estos usos y prohibiciones que tenían por fin esencial el control de la población, ponen de manifiesto el vínculo que existe entre vestido y poder. Por tanto se entiende que la cuestión del vestuario haya sido de importancia también durante la colonia tanto para los descendientes de los incas y otros curacas como para los españoles. Vestir a lo español era para las elites indígenas una manera de marcar su integración a la sociedad de los dominantes, pero no era del gusto de todos. Declaraba el obispo de Cuzco, Fernando de Vera: «Para que el indio sea bueno a de calzar ojotas, que son como zapatos a su uso, y en mudando de traje o sabiendo mas de lo que ha menester para salvarse es mal cacique y peor gobernador». (AGI, Lima: 305) Los caciques educados en los colegios, que habían aprendido a llevar zapatos, no escapaban de este juicio muy compartido. La conjunción del traje y del saber no es tan arbitraria como podría parecer en aquella sociedad que valoraba las apariencias. Podía tener un valor político. Los romanos vistieron a los hijos de las mejores familias vencidas de Hispania con el hábito de los patricios, los franciscanos en Nueva España vistieron a los hijos de los caciques con vestido talar. Unos y otros garantizaban con ello la alianza de las elites conquistadas. La cuestión del uniforme en el Perú iba a ser reveladora del lugar que se reservaba a los caciques en la sociedad colonial. Las castas, las clases sociales y el género ordenaban esa sociedad en una complejidad de preeminencias que podían ser objeto de violencias y largos procesos. Al mismo tiempo, y por la misma razón, el vestido era uno de los factores de transgresión más utilizados14 .Cuando Huaman Poma establece la jerarquía de los caciques, insiste en la indumentaria. Solo otorga el privilegio de vestirse como español al cacique principal, cabeza de una provincia, y a su segunda persona.
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14 En este censo toda desviación está mencionada. Por ejemplo: «Zapatero soltero: es mestizo aunque ande en hábito de indio por ser pobre o más frecuente: quitado el cabello y vestido en hábito de espanol» (Cook, 1971: 60).
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
«Ha de vestirse como español pero se diferencie, que no se quite los cabellos que se lo corte al oído traiga camisa, cuello, jubón y calza botas y su camiseta y capa, sombrero y su espada alabarda y otras armas como señor y principal [...]». (1936: 741-44) La segunda persona, según el famoso cronista, debe diferenciarse del cacique principal solo por un detalle: «que no traiga capa sino su manta y camiseta natural» (Huaman Poma, 1936: 758). Vestirse como español era, por tanto, el mayor privilegio. Según se va bajando en la jerarquía de los caciques disminuyen los atributos españoles de la indumentaria y aumentan los indígenas15 . Ser colegial en Lima o en el Cuzco implicaba, antes que nada, llevar el uniforme de su colegio, como se nota en la carta que el arzobispo Toribio de Mogrovejo mandó al Rey donde menciona que «el virrey don Martín Enriquez fundó otro colegio de niños en abito de colegiales con sus habitos de buriel y becas coloradas». La fundación de un colegio suponía por tanto que en sus constituciones estuviese puntualizado el uniforme que iban a llevar los alumnos, ya que pertenecer a un colegio era considerado como un honor y los colegiales debían, cuando salían a la calle, hacerlo «en cuerpo de colegio». Esto se verificaba cuando había fiestas, lo que era frecuente, sobre todo en las ciudades donde se solía celebrar con mucho boato al nuevo Rey, al nuevo Virrey, al nacimiento del príncipe heredero; sin las numerosas fiestas religiosas que marcaban el calendario, en particular las fiestas dedicadas a la Virgen María y a su inmaculada concepción, que se fueron multiplicando durante el siglo XVII(Alaperrine, 2001). Entonces los colegiales participaban de las procesiones según su rango de preeminencia, y asistían a las corridas desde el lugar que les estaba destinado en la plaza, según el mismo criterio. Toda la ciudad podía verlos pasar o estar allí sentados todos vestidos de la misma manera, «en cuerpo de colegio». También en el siglo XVIII, los colegiales salían por la ciudad a graduarse en la Universidad o a concurrir allí en certámenes poéticos. Por tanto se entiende que definir el vestido que iban a traer los alumnos de un colegio, fuera una de las primeras preocupaciones de sus fundadores. Este vestido representante, pues, del colegio ante el público y sobre todo la aristocracia de la ciudad, debería reflejar los valores morales que se suponía respetaba y transmitía la educación allí proporcionada. Así de las universidades. Cuando funda la Universidad de San Marcos destinada a la educación de la elite española y criolla, el virrey Toledo, después de consultar a los visitadores, decreta que el vestido no ha de ser costoso ni lujoso «para que siendo honesto y moderado y conforme al estado y profesion de cada uno […] y de la decencia y ávito exterior se infiera y colija el ávito interior […]». En
15 Véanse los dibujos de las páginas 741,743, 745, 747, 749, 751 y 753, en Nueva Coronica y Buen Gobierno.
otras palabras, el hábito de los estudiantes de San Marcos tenía que reflejar las lecciones de humildad y castidad que oirían los futuros licenciados: «sean sotanas y manteos de clérigos con su bonete, todo de paño negro sin que las puedan traer de terciopelo o otra seda acuchillada».En cuanto a San Martín: «Vistieron los colegiales mantos que llaman opas de estameña parda los gramaticos y de paño de Castilla del mismo color los theologos, canonistas, philosofos, y todos becas de grana o escarlata, traje que se tomo del insigne colegio que llaman del Arzobispo [Salamanca] salvo que aqui no se usaron roscas con su pabellon». (Barrasa, s. f.; BNP, Jesuitas: ms I 563, fol. 280) Por tanto también la calidad de las telas —el paño siendo más noble que la estameña— establecía una jerarquía entre los gramáticos y los otros. Cuando se trató de fundar los colegios de caciques se planteó la misma cuestión del vestido ¿Cómo definirlo? o sea ¿cómo definir el lugar ocupado por los caciques en la sociedad virreinal? En un primer tiempo los oidores de la Audiencia, consultados sobre las constituciones, pensaron unánimes que los colegiales no debían cambiar sus trajes, sino solo llevar la insignia del colegio. Tal parecer ofrecía la ventaja de reducir los gastos que se habían de otorgar a cada niño y por consiguiente al presupuesto de cada colegio, objeto de preocupación de los oidores. En efecto reducirlo, significaba gravar menos las cajas de comunidades donde los encomenderos y vecinos tenían sus intereses. Además, semejante posición encontraba un eco en los consejos del visitador Plaza, años antes, cuando el virrey Toledo estaba a punto de realizar el proyecto: «Cuanto al sustento y vestido no conviene sacarles mucho de su natural por no hacerles regalados y viciosos, y porque no los extrañen los suyos aunque en la policia y limpieza y buen modo en su mismo natural es acertado instruirles con cuidado». (MP II: 459) El visitador, por otra parte, recomendaba que se tratara a los jóvenes caciques con respeto, pero aquí consideraba que vestirlos o alimentarlos a la española sería inmoral en la medida en que sería hacerles caer en la tentación del pecado de orgullo al identificarse con los españoles. Se ve claramente la zanja infranqueable que separaba, en las mentes de la época, la república de los indios de la de los españoles, aún cuando en la realidad de las vivencias no sucediera siempre así. Según Plaza, los caciques no debían apartarse demasiado de los suyos, lo que se presenta como una cuerda reflexión política en favor de los indios del común y de su evangelización, pero también era una manera de afirmar la inferioridad de sus jefes étnicos. Si la indumentaria de los estudiantes de San Marcos les recordaba que debían ser vivos ejemplos e inclinarse hacia el puro ideal cristiano con sus vestidos decentes
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sin exceso, la de los caciques debía recordarles su subordinación, que siempre se les sospechaba de flaqueza moral y que debían ser protegidos del pecado —como los menores de edad— ante el derecho español. En pocas palabras si los vestidos simbolizaban el objeto de los estudios, los uniformes de los españoles marcaban una aspiración a lo positivo, a un lugar privilegiado en la sociedad, mientras que el traje tradicional de los otros quedaba en lo negativo. El Rey no siguió el parecer de los oidores y en las constituciones definitivas de los colegios otorgó también un uniforme a los futuros caciques que sería el mismo en el colegio del Príncipe del Cercado y en San Borja del Cuzco. «Y asi mismo ordeno e mando que el hábito que han de traer los colegiales, especialmente cuando han de salir en público, sea manta, camiseta y calzones y medias verdes y sombrero negro y todo el dicho vestido sea de algodón o lana, y una banda de tafetán carmesí de Castilla atravesada del hombro derecho que caiga debajo del brazo izquierdo con un escudo de plata de las armas reales».(Inca: 789) El llevar uniforme era, para los caciques, el reconocimiento público de su estatus de colegiales. Como los de San Martín en Lima, o los de San Bernardo en Cuzco, se les conocería en la ciudad como los alumnos del Príncipe o de San Borja. Pero mirándolo bien, también se les conocería como colegiales diferentes. En efecto, la corta manta distaba mucho de ser la hopa, el manto talar de paño fino que llevaban con prestancia los colegiales españoles —a quienes estaba prohibido salir a la calle de corto—. La manta era, con la camiseta (el uncu), una de las piezas del traje indígena. Cuando en 1631, después de la interrupción debida a la oposición de los encomenderos y vecinos, se estableció de nuevo el colegio de San Borja retomando las constituciones anteriores, se precisó que el vestido había de ser: «camiseta calzones y forronuelo [ferreruelo] de xergueta o paño verde en la forma que lo han acostumbrado [...]» Se nota de paso que la jergueta es una tela grosera que no aparecía en las constituciones de Esquilache. En cuanto a la palabra ferrehuelo que remite a una pieza de la indumentaria española, no vale aquí como tal, sino como manta, ya que se precisa que había de ser de la forma tradicional de los indios. La voluntad de que los vestidos que cubrían el tronco fuesen indígenas es evidente. En cambio, las medias, los zapatos y el sombrero pertenecían a la indumentaria europea, pero aún con la sola diferencia que los estudiantes españoles llevaban bonete y no sombrero. El bonete cuadrado de cuatro esquinas para afuera, les distinguía en la ciudad como letrados, privilegiados entre los privilegiados. Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española, recuerda que en tiempos antiguos el bonete era signo de libertad y que el refrán «el bonete y el almete hacen casas de copete» significa que las letras y las armas hacen las casas ilustres. El sombrero tenía su importancia en las costumbres de la corte y de las ciudades: quitarse el sombrero era una obligación que marcaba el
respeto de la jerarquía; no conllevaba los mismos símbolos que el bonete, aún si era un elemento europeo. En cuanto a la manta, tal vez venga al caso señalar que esta pieza indispensable de la indumentaria indígena, que podía distinguir por la calidad de su tejido al cacique del indio del común, vino a desempeñar un papel importante durante la colonia, en las ceremonias rituales de toma de posesión de las encomiendas. Simbólicamente el encomendero, en signo de apropiación, quitaba la manta al cacique del repartimiento y se la restituía (MP II: 731). La manta era entonces el atributo del vasallaje del cacique, de un poder arrebatado y restituído a merced del vencedor extranjero, símbolo por tanto de la ruptura que se había producido con la Conquista. El manto y el bonete debían anunciar el empaque de los futuros licenciados y doctores, la manta y el sombrero mostraban que la ambición de los estudios era mucho más reducida. Aprender a leer, escribir, contar, la doctrina cristiana y los cantos de la Iglesia, tales fueron los límites de los objetivos oficialmente proclamados por esta educación en el siglo XVII. Otro detalle también revelador: las constituciones precisan que los vestidos han de ser de lana o de algodón, ambos materiales indígenas por excelencia, ya que en las cuentas aparece el término chamelote al respecto, o sea un tejido de lana de llama. Sola excepción: la beca cuya importancia es manifiesta ya que marcaba la pertenencia de los caciques a la Corona, y que tenía que ser de tafetán de Castilla; la de los colegiales españoles era de paño y terciopelo bordado. El virrey Esquilache dio directivas muy precisas en lo que atañe a las becas de los caciques, para que sus propias armas figurasen por debajo de las del Rey: «[…] un escudo de plata de las armas reales con castillo y león, y debajo las mías del tamaño y forma que está señalado y al presente se trae […]». (Inca: 789) Así mostraba su compromiso y empeño en este proyecto. No deja de ser significativo que en las descripciones de la indumentaria de los colegiales, la sola beca ocupe más espacio que las demás piezas del vestido. En realidad también las bandas eran distintas en la medida en que las armas no estaban bordadas con hilos de oro y plata sobre terciopelo, como las de otros colegios, sino que eran independientes y se fijaban sobre el tafetán. En parte español y en parte indígena, el uniforme de los jóvenes caciques reflejaba su futura condición de bisagra entre la administración colonial y los indios. Cuando el virrey Esquilache dejó el Perú el 18 de abril de 1621, el Real Acuerdo tomó las riendas del poder, como de costumbre, hasta la llegada, el 25 de julio de 1622, del nuevo virrey, Marqués de Guadalcazar —es decir más de un año y tres meses—. Los oidores entonces se apresuraron a revisar las constituciones de los colegios de caciques, reduciendo sus presupuestos y la primera medida fue
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suprimir el uniforme. En adelante el colegio no vestiría a los alumnos, los padres tendrían que dar: «Un vestido cada año en la forma que lo acostumbran a estar en su tierra y con medias y sombreros y zapatos». (MP II: 731) Los complementos que permiten entonces distinguir los colegiales de los indios del común son por tanto, los atributos de la policía cristiana: medias, zapatos y sombrero. Piernas desnudas y pies descalzos eran considerados como propios de los bárbaros y no se podían tolerar en quienes iban a ser los vectores de la evangelización. En cuanto al sombrero ya hemos evocado su papel en la cortesía y respeto de las jerarquías. El examen de las cuentas de los establecimientos revela que los jóvenes gastaban muchos pares de zapatos: a fines del siglo XVIII el colegio del Príncipe pagaba regularmente cinco pares al mes y sin embargo los alumnos eran muy pocos (no pasaban de cinco según lo que se deduce de las cuentas remitidas por el rector a la administración de las cajas de comunidad, pero se puede suponer que las cuentas incluían los zapatos de los maestros). Otro punto de referencia es el colegio de Chillán en Chile, que pagaba cuatro pares de zapatos al año a cada alumno. Antes de la colonización también los nobles se distinguían de la masa por el calzado, ya que llevaban ojotas, como se puede apreciar en los dibujos de Huaman Poma. En el largo proceso que intentó Gerónimo de Limaylla contra su primo por el cacicazgo de Lurinhuanca, en la segunda parte del siglo XVI, su madre declara haberle tenido muy joven y por prueba de que su padre, el futuro cacique gobernador, también lo era, dice que entonces todavía llevaba ojotas y manta. Esto supone que en las familias principales indígenas, el vestir a la española era propio de los mayores de edad y de los casados, y el traje tradicional de los niños y jóvenes. El doctor Acuña en 1622 critica las restricciones impuestas por el Real Acuerdo, en una carta dirigida al Rey, y opina que la diferencia de gasto no justifica que se renuncie al uniforme: «Y ahora ordena la Audiencia que la insignia sola sea la banda y escudo y el color del vestido el que quisiere cada uno, y como la diferencia del gasto es tan poco parece que lucirán más vistiendo todos de un color, y ellos son de condición que se inclinan y aficionan a cosas semejantes». (MP II: 518) Este último punto, en realidad, era lo más importante, ya que bajo el pretexto de los ahorros se trataba de abatir las presunciones de los caciques que, como los españoles y criollos, «se inclinaban y aficionaban» a los privilegios. Los blancos rechazaban tajantemente esa posible identificación en la medida en que cuestionaba su superioridad.