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1. Las cacicas
Lima: 566). La regla era que mujeres particulares, buenas cristianas, viudas de preferencia, se encargasen de la educación de las niñas en la fe, lo que excluía en la mayoría de los casos que aprendiesen a leer y escribir. Cuando el virrey Toledo mandó a ejecutar a Túpac Amaru, desterró a sus hijos varones a Lima, donde el arzobispo los recogió y educó (Armas, 1953: 285); pero Mama Huaco, su hija que tenía tres años entonces, fue encomendada a una viuda respetable del Cuzco, Teresa de Vargas (Alaperrine, 1995; 2002: 15). Se nota que también aquí son mujeres ancianas las que educan a las niñas con la diferencia que se trata de indias «de más satisfacción» y no se menciona fuera del catecismo otro aprendizaje que hilar y tejer. Huaman Poma, por su parte, exigía que las mujeres e hijas de los caciques principales aprendieran latín como los varones (1989: 740). Criticaba que: «don Francisco de Toledo mandó en sus hordenansas que los d[ic]hos muchachos de la d[ich]a dotrina entrasen a la dotrina de edad de cuatro años y que saliese[n] de seys años y no declara muchachas cino muchachos, ni doncellas […]». (1989: 446) Para él también importaba que las mujeres fuesen buenas cristianas. Las hijas de los caciques principales, como sus hermanos, o heredaban el título, o solo eran mujeres principales que se casarían con hombres principales pero cuya descendencia podía, en ciertos casos, recibir el cacicazgo. Para ello hacía falta que el primogénito no tuviera hijo varón. La aplicación de la ley española y las tradiciones locales variaban según el lugar y el tiempo como se ha visto en el capítulo anterior.
1. Las cacicas
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Antes de la Conquista, la función cacical podía ser asumida por mujeres en ciertas regiones. Algunos de entre los primeros cronistas dan cuenta de ello en particular en la costa donde se toparon con las llamadas capullanas (Trujillo, 1970: 45; Ruíz, 1953: 354). También las hubo en la sierra central, en Jauja (Silverblatt, 1987: 18), y en el sur, pero no sabemos nada sobre la educación que recibían. Solórzano Pereira confirma que en el siglo XVII la costumbre seguía en algunas provincias, particularmente «en las que llaman de los Llanos» (Solorzano, 1736, L. II, cap. XXVII: 20-21, 200a). Algunos documentos de archivos, en particular los del departamento de La Libertad, también muestran que entre 1605 y 1784 hubo bastantes cacicas. Los trabajos de María Rostworowski (1962; 1986) han demostrado además, que antiguamente las mujeres cacicas tenían un poder real y poseían bienes propios. Con la colonización, este poder fue reducido en la medida en que la mujer solo poseía el título y era el marido quien gobernaba
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
(Rostworowski, 1986: 15; Thompson, 1998: 177). El problema de la sucesión de los cacicazgos es bien conocido, aunque complejo. Alimentó gran parte de los procesos entre indígenas durante la colonia. Como el cacicazgo fue asimilado por el derecho español al mayorazgo, y al mismo tiempo las cédulas reales recomendaban respetar las tradiciones locales (Díaz, 1977: 164-165), teóricamente las mujeres no podían ser excluidas puesto que tanto en España como en ciertas provincias del Perú el derecho las aceptaba. Sin embargo, la mayoría de las veces, cuando había litigio entre un hombre y una mujer por el título, ganaba el hombre. Huaman Poma establece una jerarquía en materia de sucesión posible donde pone de realce la legitimidad de las mujeres y las admite a falta de varón: «[…] que sea lexitimo o natural o uastardo, si no tiene legitimo lo sea natural, ci no tiene natural uastardo le gobierne y si [no] le pucieren gobernador a lexitimo o lexitima hija o natural hija o vastarda, le gobierne un principal o mandoncillo tributario […]». (1989: fol. 454) Pero rechaza las alianzas de las mujeres principales con castas bajas: con negros cautivos y horros1 e indios tributarios. En estos casos la mujer se rebaja a la condición de su marido, mientras que si se casa con indio principal «sale a mas alto grado la casta y señorio y merece mas honrra ella porque el hombre haze la casta que no la mujer» (1989: fol. 454). Solórzano y Pereira, por su parte, no ve ninguna razón legal para la exclusión de las mujeres pero nota que la Audiencia de Lima la practica apoyándose en las ordenanzas de Toledo: «Y asi vi algunas veces poner en duda si las hembras de mejor grado y línea excluirán a los varones que son más remotos ; y mirado lo regular de los mayorazgos, llano es que los excluyen según la resolución de Molina y de otros infinitos que tratan de esta materia ; pero en las ordenanzas de Don Francisco, veo que siempre llama varones y que parece que los quiere preferir y prefiere, por no tener por aptas a las mujeres para estos cargos, de que por razón del sexo, y de otros aspectos de honestidad y conveniencia las suele excluir el derecho y sólo por esta causa y en esta conformidad lo vi juzgar muchas veces en la Real Audiencia de Lima». (Solorzano, 1736, L. II, cap. XXVII: 20-21, 200a) Por tanto los litigios entre hombres y mujeres eran corrientes, defendiéndose ellas con poca esperanza de ser oídas, puesto que en la mente de los españoles, no solo eran inferiores sino que la «honestidad» —concepto nuevo para las mujeres indígenas— les cortaba el paso. Sin embargo, hubo casos excepcionales como
1 «Horro: el que aviendo sido esclavo alcançó libertad de su señor» (Covarrubias, 1987 [1611]).
el de María Puiconsoli, quien obtuvo el cacicazgo de Lambayeque en 1645 con el apoyo de su padre, en un proceso donde daba prueba de que era heredera legítima en línea directa del señor natural, cuya hija había sido eliminada en 1593 (Lohmann, 1969). Pero en Lambayeque también hubo el caso contrario de Nicolas Ñuque y Celo. Se quejaba de que su bisabuelo prefiriera a su hija mayor para el cacicazgo. Apoyado en un privilegio que la colonización había vuelto consuetudinario, pretendía reparar esta «injusticia» tres generaciones más tarde (AAL, Papeles importantes: leg. X, exp. 33 A). La mayoría de veces, cuando una mujer ganaba su título de cacica contra otro solicitante masculino, un hombre —marido o futuro marido— pesaba en la decisión porque en la realidad la mujer solo gozaba del título, siendo el marido el que gobernaba. Por esto las cacicas eran muy solicitadas y se solían casar muy jóvenes. Entre muchos ejemplos, es de citar el caso de dos hermanitas de once y ocho años. La mayor, Feliciana Díaz de Barrionuevo, es heredera de la huaranga* de Llicuychos de Caxabamba en 1677. En un documento conservado en la Biblioteca Nacional, pide el título en nombre de las dos —más vale precaverse en aquellos tiempos de fuerte mortalidad infantil— contra la pretensión de su tío. La ley, en efecto, obligaba a las hijas menores a reclamar el título a la muerte del padre so pena de perderlo. Jerónimo López, gobernador interino y curador de las niñas, es quien firma el documento en nombre de Feliciana. El proceso dura cuatro años y en 1680, Feliciana aparece como mujer de Diego López, posiblemente el hermano o hijo del curador, que llanamente declara: «Y yo, en su nombre [de mi mujer] para administración y gobierno del cacicazgo cuya posición pretendo como su marido [...]». (BNP, Manuscritos: B 443) En 1681 el corregidor otorga el título a Feliciana. Esta victoria femenina que en realidad resultó de una lucha entre dos hombres se debió, por supuesto, al partido que representaba la niña. También Bernardino Manco Guala, que anhelaba poseer el cacicazgo de Lurinhuanca, tomó la precaución de casarse con la hija menor del cacique, pero la mala suerte quiso que muriera la niña a los diez años, y tuvo que encontrar otras soluciones. Poco a poco el acceso al cacicazgo por vía de matrimonio facilitó la intrusión de hombres que no pertenecían a un linaje cacical. Mestizos y hasta españoles lograron así ejercer un poder que la ley les negaba (Thompson, 1998: 178). Cuando recurría a la justicia, una mujer —cacica o no—, tenía que manifestar la autorización y el poder del marido. Así Juana Corilla, cacica principal del valle de Chincha, heredera de doña Isabel Canchilla, ve su petición rechazada: «porque la dicha doña Juana que es mujer cassada con Diego Lorenzo mestizo no tiene licencia ni poder de dicho marido». (BNP, Manuscritos: B 1051)
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Sin embargo, presenta al tribunal la provisión real que le da derecho de hacerlo. Una viuda tenía que volver a casarse para conservar el título, lo que acarreaba disputas en la familia si había hijo varón, como fue el caso de María de la Trinidad, cacica del pueblo de Santa Lucía de Moche, que presentó en 1626 una denuncia contra su propio hijo por haber querido matarla a ella y a su segundo marido (ARLL, Causas Criminales). Pero también hubo excepciones de viudas que siguieron mandando solas (Lohman, 1969: 104). María Josepha Guaman Chumbi es también un ejemplo excepcional en la medida en que se defiende sola ante la justicia. Dice ser cacica, segunda persona del pueblo de Chiclayo, viuda de don Sebastián Limo, cacique y segunda persona del pueblo de Lambayeque. En 1674 firma con letra segura una demanda contra el albacea de su marido y no vacila en atacar al corregidor. Pide que se ejecute el testamento del difunto y declara que el corregidor vendió sus alhajas, aparentemente con la complicidad del albacea: «por berme pobre viuda sin amparo alguno no hizo caso alguno de mis ruegos y lagrimas» (ARLL, Causas Criminales). Es evidente que el matrimonio juntaba dos cacicazgos «segundas personas» y representaba cierta fortuna. Es de notar que esta mujer, como hija de cacique y futura heredera del título había recibido la educación necesaria para poder defender sus derechos. Por otra parte, el marido de una cacica no podía gobernar sin que su mujer diera prueba a las autoridades de su matrimonio y de la capacidad de ambos. Es, por lo menos, lo que se deduce del expediente de María Llacxsachumbi: «[...] cacica de los llacuaces del pueblo de la Asención de Mito para que se confirme en la posesión de dicho cacicazgo a su marido don Diego Clemente Ticsihuaman. Dice que haviéndose declarado pretender el d[ic]ho cacicazgo se le despachó el título que presenta y se nombró por gobernador a don F[rancis]co Llocllacachi su deudo en el entretanto que la sobred[ic]ha tomara estado y al presente tiene hedad y capacidad y se casó con don Diego Clemente indio principal hijo legítimo del d[ic]ho F[rancis]co Llocllacachi […] tiene más de 25 años y es capaz y suficiente para gobernar». (BNP, Manuscritos: 1629). Como Feliciana, esta cacica se casó con un pariente del gobernador interino. Declara tener capacidad como su marido, pero es posible que la palabra no tenga exactamente el mismo sentido para uno y otra. Él escribe y firma mientras que ella no firma ningún documento. Tal vez porque baste que lo haga él, tal vez porque ella no sepa. En este caso su capacidad solo significaría que es sana y tiene los requisitos para ser una buena esposa de cacique.
Más tarde, en 1766, cuando Tomassa Thito Condemaita, firma como cacica un certificado para que el rector de San Borja reciba a Tomas Chalco de colegial, lo hace de su puño y letra. En una época aún más tardía, a fines del siglo XVIII, la rebelión de Túpac Amaru reveló cacicas de mucho valor y fama, el caso de María Theresa Choquehuanca merece ser evocado. Hija del cacique Diego Choquehuanca, colegial de San Borja que luchó contra el rebelde (O’Phelan, 1997: 32, 35), obtuvo el título de cacica de Azángaro por falta de heredero masculino. Uno de sus hermanos —que fue colegial de San Martín— murió en 1764 en un accidente2 y el otro gozaba de una prebenda de la catedral de Charcas. Se había casado con el sargento mayor don Nicolás de la Camana. El caso de María Theresa es excepcional por varias razones: es una de las escasas mujeres indias, con Mama Huaco Coya, en mandar una probanza al Rey. Por otra parte aún si evoca largamente su noble estirpe y los méritos de su padre, también evoca los suyos, su lealtad a la Corona, los sacrificios y trabajos que padeció durante la guerra civil, y sobre todo cómo cumplió con su cargo de gobernadora de Azángaro «con espíritu varonil y no obstante su sexo» (AGI, Secretaria de guerra: 1618, exp. 28, fol. 117). Con esta probanza aparece una mujer que se impone bajo el personaje de la cacica. Es evidente, por la calidad de su letra y expresión que ha recibido una buena formación, probablemente en un convento del Cuzco. Entre las diferentes cacicas que se encuentran en los archivos, algunas muestran en documentos autógrafos que sabían leer y escribir con soltura mientras que otras no. Valgan tres ejemplos: el de la cacica de Cao y Chócope, en el valle de Chicama, María Juana cuya demanda se hace «en su voz» por un vecino de la ciudad (ARLL, Corregimiento; Causas Ordinarias) y el de otra cacica, Bernarda Lorenza Llacsacondor «heredera forzosa» de su suegra doña Gregoria Llacsacondor, cacica principal de la provincia de Guamachuco. Cuando recibe su título, el marido es quien lo firma y en cuanto a Gregoria, su madre, también cacica «no firmo [su testamento] porque dixo no saber». El cacicazgo parece bastante importante y no obstante las dos mujeres que reciben sucesivamente el título no saben escribir (ADCJ, Corregimiento: leg. 110). Varios puntos en este ejemplo merecen un comentario: es relevante que Gregoria cacica, hija de cacique no haya dado más educación a su hija. Esto supone que no le daba importancia y aceptaba el papel únicamente representativo y honorífico que le atribuía su título. Otro detalle notable es que sus tres hijos —dos habían muerto— se llamaban como ella, Llacxsacondor, sobrenombre de su padre cacique. Esta permanencia muestra que los caciques establecían un posible vínculo entre el apellido y la sucesión en el cacicazgo.
2 No firmó su testamento «por la gravedad del accidente» (AGN, Testamentos: protoc. 488).
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No se puede deducir de los documentos estudiados ninguna evolución con el tiempo en la educación, en un sentido u otro. Por ejemplo, María de la Trinidad escribe y firma en 1626 de su puño y letra, mientras que en 1784 Juana Yupanqui, cacica y bisnieta de cacique que se dice descendiente de los incas, no sabe firmar (ARLL, Corregimiento; Causas Ordinarias). Estos dos casos distan mucho de ser aislados. Es de suponer que la educación de doña Juana, como la de otras cacicas, fue esencialmente oral y tradicional, ella sabría sentarse en duho y tiana*, recibir la obediencia de los caciques subalternos, conocería sus derechos pero en lo que tocaba a la relación con la administración, la posibilidad de defenderse, quedaba en manos de su marido. El analfabetismo de ciertas cacicas parece ser prueba de la poca importancia que se otorgaba a todas. La educación dependía sobre todo de la voluntad paterna. Dos casos muestran que para ciertos caciques, la suerte y educación de sus hijas eran dignas de atención. Uno es el testamento de don Juan Guainamallqui, que declara en 1533 que en caso de que su hijo Rodrigo no tuviera descendencia masculina, su voluntad es que su hija natural, Mariana, herede el título, y le deja, entre otras cosas, un vestido de cacique: «Y tiene una pieza de ropa de cacique esquinada de cumbe que es camiseta y manta todo lo que mando a la d[ic]ha mi hija». Es de suponer que este vestido de hombre, no lo llevaría ella sino el marido cuando se casase si heredaba el título de su hermano. También deja don Juan un vestido de cacique a su mujer. Los vestidos en general tenían un gran valor económico, puesto que aún gastados figuran en los testamentos. Los de caciques más todavía. Dejar un vestido de cacique a un heredero es dejarle un objeto de valor pero también supone que algún día pueda ser utilizado. Vista la mortalidad elevada, el cacique preocupado de conservar el cacicazgo dentro de su linaje debía formular varias hipótesis. Ahora bien, en el expediente que se conserva en el Archivo Arzobispal de Lima, hay una carta escrita y firmada por doña Mariana que reclama su herencia, cuya expresión y letra firme supone una educación más que primaria (AAL, Testamentos: 21, 5 A). Tres décadas más tarde, otra hermana de don Rodrigo, bastarda, reclama el cacicazgo considerándose heredera contra Francisco de Vergara (García, 1994: 376). Su padre la había asentado en su testamento, la primera y más favorecida entre sus cinco hijas bastardas, dejándole 50 ovejas, doce vacas «de vientre» y un platillo de plata. Sin embargo no le dejaba ningún vestido de cacique. Según la ley española, su condición de bastarda la alejaba definitivamente del título pero es muy posible que ella se valiera entonces de la tradición para considerarse más legítima que el cacique oficialmente nombrado. El otro ejemplo es el de la hermana menor de Gerónimo Limaylla que, como testigo en el proceso de su hermano, declara que su padre le había dicho, cuando se fue con el fraile a Huaura, que del mismo modo que él se iba en compañía