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5. Frecuentación del colegio del Príncipe
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
Con lo cual, en 1817, el colegio se encontraba con los mismos problemas que el rector Bordanave no había podido resolver treinta años antes. Notemos de paso que el refectorio y cocina de los caciques les son propios, mientras que las constituciones preveían que comieran en común con los alumnos de latinidad. Por tanto no se puede decir que haya mejorado, ni mucho menos, la condición de vida de los hijos de caciques en su colegio después de 1767.
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5. Frecuentación del colegio del Príncipe
Entre 1767 y 1771, el colegio del Cercado fue dirigido por el licenciado Joseph de Mosquera, cura interino de la parroquia, quien en 1768 declara a la caja de censos tres hijos de caciques en el primer tercio y dos «que al presente se hallan en él» (ANC, Fondos varios: vol. 63, fol. 35). Este corto número de caciques corresponde al que declarara en 1763 el rector Manuel de Pro. En 1777, cuando el juez de la caja de censos le pide justificaciones, Bordanave declara que los colegiales son diez, lo que representa una mejora. Este número se mantiene más o menos hasta 1779, pero a partir de entonces va bajando cada año: 8 en 1780, 7 en los dos años siguientes; 6 en 1783 y solo 5 en el último tercio. Varían las cifras según si los documentos indican el número óptimo del año o no. Así en 1787 se dan las cifras de 7 y 5 y en los tres años siguientes declara tan solo 5 colegiales. En abril de 1782 se recibió a Fernando Thupa Amaru4 «hijo del atrevido José Gabriel Thupa Amaru», a quien el visitador Areche trajo a Lima después de tenerlo preso en su casa. El Virrey «compadecido de él lo puso en este colegio». Pero el mes de febrero del año siguiente le prendieron de nuevo con su hermano Andrés «por haber intentado nueva sublevación» (Inca: 821). También prendieron a Vicente Ninavilca quince días más tarde por la misma razón (AGN, Temporalidades: leg. 171). La acusación es falsa, o estos colegiales tenían cierta libertad de acción dentro del mismo colegio. En 1783, el superintendente general de la Real Hacienda del Perú, Jorge Escobedo, con vistas a su gran reforma, después de pedir información al protector del colegio y a la caja de censos, escribe que los colegiales «nunca exceden de diez y al presente son solo siete» (AGI, Lima: 1001, doc. 331). En realidad el mismo año, José Gálvez escribía al Virrey del Perú que el Rey, para evitar los daños de la rebelión pasada, mandaba «con muy estrecho encargo para su practica que con ningún motivo se provean cacicazgos» (AGI, Lima: 870). Tal decreto, lógicamente acarreaba la extinción del colegio, lo que no ocurrió.
4 A partir del siglo XVIII, por la influencia del Inca Garcilaso de la Vega la grafía es sistemáticamente Tupac y no Thupa, o Thopa que sería la correcta (Itier, com. pers.). También se encuentra la forma Túpac.
Por lo que sabemos de las condiciones de vida en el Príncipe, no se debe extrañar la pérdida de alumnos. El nuevo plantel, las declaraciones del Virrey, pudieron atraer al principio a algunos colegiales más, pero pronto el reducido número indica de nuevo el poco entusiasmo de los caciques. Es posible que Bordanave haya declarado más alumnos de la cuenta desde el principio, pero parece más verosímil que mientras esperaba la recompensa de sus méritos hizo lo necesario para cumplir aparentemente con su deber, prefiriendo declarar gastos virtuales y que, promovido a canónigo en 1784, ya no le importaba tanto merecer el título de «celosisimo Director digno de las mayores gracias del publico» (AGI, Lima: 1001). Además contaba con la complicidad y colusión de los protectores, al mismo tiempo que con el poco peso de las protestas de los caciques. Quiso la casualidad que uno de los funcionarios, al cabo de 21 años de rectorado, cumpliera con su deber de visita. Entonces se dio a conocer públicamente la realidad del colegio del Príncipe. Para descargo de Bordanave se debe considerar que la poca colaboración de la caja de censos y de la administración de Temporalidades, también metidas en asuntos de corrupción, no le facilitaba la tarea. En adelante no mejoraría el número de caciques legítimos, puesto que muchos ingresos se deben a dispensas por «la escasez en que se halla el colegio de colegiales» (Inca: 824). Se admiten niños «por los servicios de su padre», o sea por la lealtad que manifestaron a la Corona en la rebelión de Thupa Amaru, en las entradas a los infieles, hasta en el oficio de maestros del colegio. Se admiten también colegiales que no son hijos legítimos de caciques o sobrinos de caciques sin descendencia. Finalmente, el ritmo de las dispensas que se mencionan a partir de 1777 se acelera a partir de 1797 hasta ser ya la mayoría en 1802. Este mismo año se recibe a don Manuel Contreras y García, «hijo natural de Fray Matías Contreras antes de ser religioso Terciario y profeso de la sagrada orden de Predicadores». Fray Matías era descendiente de los caciques de la parcialidad de Amotape y primo del entonces cacique gobernador. Es pues un ejemplo del posible acceso de los caciques a las órdenes regulares a fines del siglo XVIII. También muestra la inclinación de las familias cacicales a que sus hijos sigan carreras eclesiásticas, más rentables que los decaídos cacicazgos. Su hijo, a pesar de su notoria ilegitimidad, se benefició de una beca de merced del colegio. A partir de 1799 sube de nuevo el número de colegiales, sin exceder 12, en 1803. Tales dispensas llegaron a ser la norma, reflejo de la situación en que se encontraban los caciques descendientes de los señores naturales, progresivamente sustituidos por caciques advenedizos (O’Phelan, 1995: 29), reflejo también de la fractura producida por la gran rebelión, y de la programada desaparición de los caciques. Los caciques gobernadores legítimos ya no tenían ningún interés en mandar a sus hijos al colegio, a pesar de la posibilidad que se les ofrecía de