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11. La fractura de 1780

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Abreviaturas

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La educación de las elites indígenas en el Perú colonial

posible cuando haya dinero. En vista del expediente, el fiscal contestó, en 1805, explicando que no se podía disponer de los fondos de la caja de comunidades porque habían pasado a las cajas reales. Añadió sin embargo que los colegiales que no habían recibido uniforme a su ingreso recibirían uno verde en cuanto se dispusiera de las cantidades necesarias. En la misma, les amonestaba y recordaba que las leyes y ordenanzas del reino les obligaban a pasar por la protectoría general «asteniendose de recurrir al cabildo de naturales para semejantes pretensiones a quien su ministerio no conoce por parte, y está obligado al mismo tiempo a consultarse con la misma protectoria» (AGN, Temporalidades; Colegios: L 171). Por fin, al año siguiente vino la aceptación: el uniforme sería «en la forma que acostumbraban», palabras que también acostumbraban oír los caciques desde hacía dos siglos. Los colegiales del Príncipe se habían quedado once años sin uniforme, once años de lucha entre el procurador de naturales y el rector por una parte, el juez de la caja de censos y el fiscal de la Audiencia por otra, lo que en realidad era una lucha entre indios y españoles, dominantes y dominados. Se trataba de decidir entre un vestuario que ponía de realce la diferencia entre unos y otros, y otro que incluía en el estatus de colegiales, sin distinción, a los que lo llevaban. Ahí estaba, por supuesto, el riñón del asunto, y no en los pretextos de falta de dinero que se daban. En esa sociedad donde los colegios desempeñaban el papel importante de portavoces de las controversias y rivalidades de las órdenes religiosas, que como lo señaló Barreda Laos (1964: 132) invalidaban el pensamiento y la vida intelectual del virreinato, había sin embargo entre ellos un terreno común, y era la oposición a que los indios pudiesen igualarlos, siquiera en la apariencia. No facilitarles el uniforme durante tanto tiempo significaba, por parte de la administración, negarles un lugar de representación en la ciudad, al mismo tiempo que la posibilidad de concurrir en la Universidad, por lo tanto de graduarse. Era por cierto manifestar un desprecio que estaba a la medida de las ambiciones de los caciques. A medida que transcurre el tiempo, disponemos de más documentos, lo que pudo permitir este análisis de la situación a fines del siglo XVIII. Pero queda patente que aquello no era novedad, aún cuando nuestra información para el siglo anterior no abundara tanto en detalles.

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11. La fractura de 1780

La rebelión de Thupa Amaru ha sido ampliamente estudiada, así como sus consecuencias nefastas para la mayoría de los caciques y benéficas para los que se mostraron leales (O’Phelan, 1988; 1995; 1997). Estos eran los más nobles, que

habían sido reconocidos como tales y obtenido grados militares o universitarios, condecoraciones y beneficios honoríficos. Pero con pretexto de que muchos caciques habían mostrado su capacidad de movilización de las masas contra la Corona, se contempló la posibilidad de acabar con el sistema cacical y se puso en tela de juicio la utilidad de estos colegios. No era nada nueva esta idea, hemos visto que repetidamente fue sugerida al Rey, con los mismos pretextos del peligro de rebelión que representaba un cacique educado, y sin embargo sobrevivió la institución. Lo que nos lleva a preguntar: ¿tuvieron los colegios de caciques un papel particular en las rebeliones? Parece extremadamente difícil establecer con toda certeza una relación entre la educación recibida en los colegios de caciques y las rebeliones, y dentro de ellos, la influencia de los jesuitas. Esto por los siguientes motivos: los colegios de caciques no fueron los únicos lugares educativos; entre los ex colegiales hubo caciques rebeldes y caciques leales a la Corona; y por fin, carecemos de fuentes seguras con datos precisos para todos los individuos. La generación de los actores de la gran rebelión fue educada en parte por los jesuitas, pero no fue el caso de los más jóvenes. Quien tenía veinte o veinticinco años en 1780 no había sido alumno de ellos, o muy poco tiempo. Es cierto que la mezcla de criollos y nobles indígenas ofreció a los colegiales de San Borja la oportunidad de convivir y dialogar (O’Phelan, 1995: 32). Sin embargo, lo que era posible en el Cuzco para una minoría de caciques privilegiados no lo era en Lima, donde la aún más reducida minoría no podía valerse de unos títulos de nobleza confirmados. En Lima, bajo el rectorado de los jesuitas, y aún después, muchos hijos de los caciques tradicionales ya no se educaban en el colegio del Príncipe. Por tanto se puede considerar que los efectos de la educación en este colegio fueron mínimos en el siglo XVIII. Lo cierto es que la gran rebelión estalló y se expandió en el Alto Perú, pero que la convivencia en San Borja y la educación recibida no impidieron la fractura entre los caciques. Carecemos de datos precisos, para evaluar en qué proporción, unos se mostraron leales a la Corona y otros, entre ellos, tal vez el líder, fueron rebeldes. Por esto el designio de suprimir los colegios, que se presenta a la vez como un castigo y una medida de prevención, resulta más bien de un análisis político con miras a suprimir los cacicazgos y reducir todos los indios a un mismo estatus de dominados. El informe de Escobedo a José Gálvez, en 1784, sobre el colegio del Príncipe, ilustra bien la postura de la administración colonial al respecto. El visitador general declara haberse informado con el ministro protector del colegio y con el juez de la caja de censos. Se apoya en las nuevas reglas de 1763 que, como lo hemos visto, se hicieron con el solo fin de frenar los abusos de los jesuitas que declaraban a las cajas de censos más colegiales de los legítimos.

La educación de las elites indígenas en el Perú colonial

Pero Escobedo parece ignorarlo. Por esto insiste en el hecho de que solo los hijos primogénitos de los caciques gozaban del privilegio de un colegio costeado por esta caja. Sabemos que en la realidad el colegio, salvo los primeros años de su funcionamiento, nunca les fue exclusivamente reservado, ni con los jesuitas, ni con los directores seglares que les sucedieron. Sin embargo, Escobedo considera exorbitante tal exclusividad. Denuncia, como otros antes, que el dinero de la comunidad se emplee para la educación de solo los hijos primogénitos de caciques, en detrimento de los demás, pero añade otro argumento en su diatriba contra los caciques: son los que, por ser reservados, menos contribuyen a la hacienda real. Esta carta además dice claramente que el estado no tiene ningún interés en cultivar la inteligencia de los indios: «Considero que mas necesitamos de sus brazos que de sus talentos, y que no conviene darles educacion que les sirva de adquirir conocimientos y habitos de vida delicada, que los distraigan de los trabajos rusticos a que deben estar perpetuamente contraídos». (AGI, Lima: 1001) Le parece contraproducente que los caciques vayan a Lima a educarse, donde adquieren precisamente «hábitos de vida delicada». Pero sin preguntarse dónde está la frontera entre estos hábitos y la policía cristiana tan recomendada, ni dónde empieza el apetito de lecturas de quien ha aprendido a leer. Sempiternas cegueras de los políticos coloniales sobre educación. En cuanto a los principios de respeto de la nobleza de los caciques que se encuentran en las constituciones de 1618 y se repiten en el auto de 1763, si bien, a su juicio, podían valer en la perspectiva de suprimir la idolatría, ahora la política, «governada de la experiencia», no puede seguir haciendo esta distinción de los caciques, ni aceptar el principio de que ellos nacieron para gobernar a los demás. En realidad, todas estas reflexiones apuntan a un solo objeto: abatir a los caciques en sus pretensiones intolerables de igualar a los españoles. La experiencia referida, es evidentemente la pasada rebelión, que según él, mostró el uso que hacían los indios de la lectura y escritura. Escobedo no saca ninguna lección de la lealtad que manifestaron los nobles indios que precisamente habían recibido cierto reconocimiento de la Corona, ni la menciona. Tampoco se pregunta por qué son tan pocos los caciques que se benefician del Colegio del Príncipe. Los argumentos del «anónimo» de Yucay o de un Bartolomé Álvarez en el siglo XVI se veían confortados por la «experiencia» dos siglos más tarde, pero sobre todo queda manifiesto que el deterioro del sistema cacical es lo que le permite hablar así. Los caciques ya no representan ninguna amenaza, una vez aplastada la rebelión, tampoco representan la autoridad tradicional que estuvo al origen de la fundación de los colegios, puesto que cada vez más eran sustituidos por caciques advenedizos (O’Phelan, 1997). Escobedo razona como

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