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La educación de las elites indígenas en el Perú colonial Conclusión

La historia de la educación de los caciques es la de una confrontación constante de dos elites, donde la reivindicación de dignidad, de integración de unos, se opone al sentimiento de superioridad y al recelo de los otros, donde también el discurso de la Corona pocas veces coincide con las obras de los virreyes y la Audiencia. La salvación de las almas como motor de la expansión del cristianismo y la limpieza de sangre como criterio de nobleza fueron los dos ejes principales que mantuvieron la sociedad colonial en la dependencia de la Iglesia y en una jerarquía omnipresente. Los caciques se adaptaron a lo uno y a lo otro, ya que supieron legar a la Iglesia gran parte de sus fortunas para fundar capellanías, comprar imágenes de santos, edificar capillas y aún iglesias (Gisbert, 1980: fig. 194). También los descendientes de los incas supieron establecer genealogías, más o menos falsificadas, para probar su limpieza de sangre. Los colegios de caciques tardaron mucho en funcionar en el Perú. El supuesto fracaso de las experiencias de Nueva España y Quito solo pudo servir de argumento a los que se oponían a las fundaciones. No basta, en sí, para explicar su retraso. El colegio de Tlatelolco no sobrevivió a la epidemia que se llevó a gran número de sus maestros y estudiantes pero hubiera podido reconstituirse si se hubieran juntado entonces las voluntades de las autoridades políticas y eclesiásticas. El de Quito no sobrevivió a las querellas entre el obispo y los franciscanos, no porque los caciques no aprendían nada ahí. Las elites indígenas dieron múltiples pruebas de su aptitud a seguir estudios superiores tanto en Nueva España como en Perú.

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México conserva bastantes pruebas de la importancia que cobró la enseñanza del latín entre los indios (Lesbre, 2005). En el Perú escasean: solo queda la carta que los descendientes de los incas escribieron al Papa, pero varios documentos autógrafos revelan que los caciques instruidos manejaban bien la escritura y se habían adaptado a la cultura del libro. El caso es que, para fundar un colegio que les fuera específicamente dedicado, la mejor coyuntura era la conjunción de los tres arbitrios del Virrey, del obispo y de la orden religiosa a la que se encargaba. Fue el caso del virrey Mendoza con el obispo Zumárraga y los franciscanos. Fue también el caso del príncipe de Esquilache con el obispo Lobo Guerrero y los jesuitas. Al Virrey, quien representaba la Corona, incumbía asignar la financiación del proyecto, lo que podía afectar —y afectaba— los intereses económicos de españoles y criollos. Antonio de Mendoza tanto en México como en Quito otorgó las rentas de encomiendas vacantes —hasta completó con sus propios bienes—. Lo mismo hizo Francisco de Toledo sin poder realizar la fundación. Al obispo le tocaba dar la aprobación de la autoridad eclesiástica y a las ordenes religiosas organizar la enseñanza. Para que siguiera funcionando un colegio ya fundado, hacía falta que siguiera también la financiación y la armonía entre Virrey, obispo y orden religiosa, lo que en las sociedades conflictivas de la América colonial no se podía conseguir tan fácilmente. Por otra parte, lo que pudo hacerse en materia de financiación bajo el reinado de Carlos V, no se repitió con sus sucesores. La Corona por su política europea necesitaba cada vez más de los fondos de América. Por esto, hay que tener en cuenta el momento en que se plantea la fundación de un colegio. El impulso de los primeros tiempos, tanto en Nueva España como en Quito, dio resultados óptimos porque «a la sazón, no había tantos sacerdotes que en [los repartimientos] pudiesen residir como agora» —dice Fray Reginaldo de Lizárraga, al evocar el colegio de Quito 44 años después (1987: 153)—. Con el aumento de los doctrineros y la disminución de la población indígena ya no hacía falta formar un clero indígena. En el Perú, la única causa de la fundación de los dos colegios de caciques fue la importancia que se dio a la extirpación de las idolatrías, en la segunda década del siglo XVII. Además, cabe decir que el corto tiempo de estancia de los virreyes no favorecía la duración de lo establecido. Los que sí persistían, eran los intereses políticos y económicos de los dirigentes y la división entre los pro indígenas y los otros. Cuando, por fin, se fundaron los dos colegios peruanos, la prioridad no significaba lo mismo para la Corona que para los caciques concernidos. Donde el Rey veía solamente el descargo de su conciencia, una medida de extirpación necesaria, los caciques querían ver un reconocimiento de su nobleza y la esperanza de igualarse

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con las elites dominantes. Las constituciones aprobadas por el monarca les garantizaban ser tratados como nobles, pero el hiato que existía entre la Corona y la administración colonial hizo que la realidad fuera muy diferente y pronto se dieron cuenta de que no podría cumplirse lo que el Inca Garcilaso de la Vega preconizaba desde sus lejanas tierras andaluzas: en la jerarquía del Perú virreinal, no había lugar para dos elites. Las repetidas batallas sobre el tema del uniforme revelan claramente, hasta el siglo XIX, que los indios no podían ser colegiales como los otros. Los sucesivos proyectos hasta la fundación efectiva de los dos planteles muestran una evolución de la postura de los gobernantes, en el sentido de una restricción. La cuestión económica, por estar siempre en el centro de las gestiones y decisiones, es un hilo conductor en la historia de estos colegios, que disimula, en realidad, el rechazo de los caciques como elite. Hasta el virrey Toledo, el modo de financiación que se había encontrado, para los proyectos que no se realizaron, era el mismo que el de los colegios de españoles: los tributos de encomiendas «vacas». Pero después, con la solución de las cajas de censos, no solo se hacía una diferencia con los otros colegios, sino que se abría la puerta a las complicaciones administrativas y a la corrupción; ambiente siempre en detrimento de los indios. El que se utilizara los fondos reservados a los caciques para fundar un colegio de españoles, las constantes dificultades para cobrar lo debido, mostraban que los intereses económicos en juego servían de pretexto a esta discriminación que entonces pocos cuestionaban. Otra restricción humillante para los caciques es la evolución de su estatus dentro de los colegios. El virrey Toledo pensó juntar a indios y españoles en un mismo establecimiento, lo que sostuvieron también los obispos Toribio de Mogrovejo, en Lima, y López de Solís, en Quito, pero que no se volvió a plantear después. Entonces se trataba de juntar —aunque separadamente—, en un mismo lugar, a colegiales distinguidos. Bajo la dirección de los jesuitas, los colegios fueron oficialmente solo de caciques, pero en la realidad pronto se convirtieron en escuelas de primeras letras para una multitud de pupilos, lo que significaba bajar el nivel de los estudios y abatir a los caciques. Paradójicamente, estos colegios en su versión oficial, pronto iban a significar un decaimiento de la instrucción de unos jóvenes que antes se beneficiaban, en número reducido, de la enseñanza de los mismos jesuitas en su colegio de Lima o en su casa del Cercado. Las trabas que se pusieron para aplazar la fundación de los dos colegios, el abandono material e intelectual —en particular el de la enseñanza del latín— que sufrieron algunos años después estas instituciones, manifiestan con toda claridad el poco interés efectivo de los gobernantes para la educación de los caciques. Sin embargo, por ser del Rey, estos colegios tenían importancia, formal y oficialmente. Las armas reales esculpidas encima de la puerta de la casa e

incrustadas en las bandas de los uniformes lo prueban, así como la preeminencia, tan valorada en aquella sociedad, de sus rectores. Estas representaciones públicas manifestaban y recordaban constantemente el poder y dominio del Rey. Pero las armas esculpidas en piedra en el Cuzco también ostentaban la mascapaicha* como una promesa de igualdad: los caciques, si desconfiaban de la administración colonial, podían considerar que el Rey era su verdadero interlocutor, y por esto se dirigieron directamente a él cuando pudieron, intentando dar su parecer como súbditos iguales a los españoles. Las cédulas reales que fundaron los dos colegios prometían un respeto de la condición de los caciques, reduciendo el privilegio de ser colegial a los hijos primogénitos y segundas personas, otorgándoles un uniforme, un trato especial en caso de enfermedad, y el virrey Esquilache se comprometía personalmente a tratarlos como hijos suyos. Después, las cédulas reales a partir de 1691 prometieron la igualdad en los empleos eclesiásticos, militares o administrativos, pero la realidad era muy diferente: tuvieron que esperar hasta la segunda mitad del siglo XVIII para que oficialmente se les aceptara en los puestos más subalternos, las doctrinas más pobres y aisladas, salvo contadas excepciones. A lo largo de los dos siglos de existencia de estos colegios, el discurso oficial de la Corona seguía siendo el mismo, lleno de promesas de igualdad. La realidad, también seguía siendo la misma para los caciques, llena de decepción, como lo evidencia el último espejismo del colegio de Granada. Las excepciones fueron los descendientes de la nobleza inca que gozaron del prestigio y de la protección que les conferían sus lazos con los jesuitas, sobre todo en el siglo XVIII. Estas pocas familias aprovecharon en el Cuzco la enseñanza de la Compañía y supieron orientarse en la vía eclesiástica cuando los cacicazgos decaían. Hubo en esta ciudad un acuerdo entre la Compañía y los nobles incas, aún si estos no mandaban siempre a sus hijos primogénitos a San Borja. En cuanto a los otros caciques, los que creyeron en la posibilidad de una verdadera educación que les integrara en la sociedad colonial, pronto vieron sus esperanzas frustradas. Las cédulas reales solo se aplicaron en las primeras décadas en Lima. Los obstáculos que pusieron los jueces de censos, la política educativa que se llevó con la intromisión de españoles, y la voluntad de mezclar los caciques con otros indios pobres, participaron de su abatimiento. Los jesuitas, a imitación del poder, no reconocieron otra elite indígena que la de los descendientes de los incas, a la que educaron, en parte, en Cuzco. Para el poder monárquico este reconocimiento se limitaba a las apariencias. La ceremonia de recepción del nuevo virrey, que describe con asombro el viajero francés Frézier en 1716, lo ilustra perfectamente. El descendiente de los incas, Ampuero, recibía al Virrey desde un balcón bajo palio, y éste, al pasar delante, ordenaba hacer tres genuflexiones, como reverencias, a su caballo amaestrado (Frézier, 1716: 249). De ahí no pasaba la igualdad de prestigio de la nobleza inca con la española.

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En cuanto a los padres de la Compañía, por un lado se querían al servicio de los más desvalidos. Por ello prefirieron que los niños españoles y otros compartieran su enseñanza evangelizadora en los planteles que se habían destinado a los caciques. Como gran parte de los vecinos, no hacían diferencia entre estos y los indios del común, humillación que hería gravemente a los caciques y que basta para explicar su defección. Por otro lado, los jesuitas se encontraban muy cerca de la alta sociedad colonial. Preparaban a los hijos de las elites españolas y criollas a graduarse en la universidad en los colegios de San Pablo, San Martín, y San Bernardo. También estaban involucrados en lo que se jugaba económica y políticamente por las limosnas (Armas Medina, 1966: 710) y donaciones que, la mayoría de las veces, se hacían, o se desviaban, a favor de la elite española y criolla. Los ejemplos de la fundación del colegio de San Martín y la de San Felipe lo atestiguan. Si al principio, algunos cumplieron con su papel, dando la mejor educación posible a los futuros caciques, obrando con mucha abnegación para que siguiera funcionando en el Cuzco, incluso contra el aviso de Roma; también desde el principio, la Compañía se reservó la posibilidad de adaptarse a otra política. Su educación selectiva se limitó a los nobles del Cuzco. Contentándose con la catequización, obró ad majorem dei gloriam, por la educación de las masas, en detrimento de las elites indígenas, anticipando en la práctica las ideas de un Escobedo, que preconizaría, después de la rebelión de Thupa Amaru, la supresión de los colegios de caciques y la multiplicación de las escuelas de indios del común (AGI, Lima: 1085). Esta política selectiva de los jesuitas se realizó desde la tercera década del siglo XVII, negando a la república de los indios lo que sí dispensaba a la de los españoles y sirviendo, de esta manera, los designios del poder colonial que buscaba debilitar los poderes locales. El deterioro de los estudios acompaña, efectivamente, la pérdida progresiva de poder de los caciques, su disminución y la intromisión de caciques advenedizos. Sin embargo, con la expulsión de los jesuitas no cambió la realidad sino a peor. Siguió la corrupción de los funcionarios, y la infraestructura económica, que antes aseguraba cierto bienestar material a los colegiales, fue desmantelada. Intentar referir la historia de la educación de los caciques es sacar a luz los resortes del poder colonial en general y el de España en particular. Uno de ellos es mantener a los dominados en un estado de inferioridad, postergando constantemente las medidas en su favor, desoyendo su palabra y opinión, negándoles las virtudes que se les predica. Mantener la inferioridad de los vencidos es una garantía de guardar el poder que todos los estados coloniales practicaron. Lo que caracteriza la colonización española es que se hizo en nombre de la salvación de almas encomendadas al Rey, y que aquello era la única justificación en derecho de la ocupación de la tierra. La educación de los caciques pasaba no solo por su

conversión sino por su aptitud para convertir a sus indios y luego a mantenerlos en el respeto de la fe cristiana. Una vez lograda esta aptitud con el dominio de la lectura, la gramática y algo de la necesaria teología ¿cómo impedir que aprendieran más, que se igualaran a los españoles? En esto se centraban los temores de las elites coloniales y de buena parte del clero. La condición de neófitos de los indios fue un argumento que, apoyándose en San Pablo, podía en los primeros tiempos recibirse, pero que perduró largo tiempo a riesgo de la paradoja. Su incapacidad para guardar la castidad fue otro argumento que venía pegado a la representación del indio desde los albores de la Conquista, y era el más fuerte porque se aplicaba en nombre de la moral cristiana. Si los frailes españoles no resistían la tentación de forzar a las indias y no se contaban los hijos de curas en las doctrinas, eran accidentes circunstanciales, lamentables casos aislados que había que denunciar como tales, mientras que la misma debilidad en el indio era consustancial a su ser, «son vicios a los que están consagrados por naturaleza» (Acosta, 1984: 543). Para esos neófitos y lujuriosos por naturaleza, una educación superior carecía de objeto, cuanto más les confortaría en otro pecado mortal, la soberbia: Noli altum sapere sed time seguía intimando San Pablo desde los púlpitos. Otro rasgo que es propio de la dominación colonial es achacar a los dominados los fracasos de su propia política. De los acontecimientos de 1780 se sacó la conclusión de que había que suprimir los colegios de caciques, a pesar de que muchos de los educados en San Borja se declararon leales a la Corona. En vez de tomarlo en cuenta, y considerar que estos habían sido precisamente los que habían sido reconocidos e integrados a la carrera eclesiástica (O’Phelan, 1995: 64; Estenssoro, 2003: 514), predominó la sempiterna opinión según la cual un cacique educado era, por antonomasia, un hereje o un rebelde en potencia. En cuanto al fracaso de los colegios, se imputaba a la poca capacidad intelectual de los caciques peruanos, nunca a las condiciones pésimas en que estudiaban. Esta opinión perduró más allá de la colonia y se refleja en las obras de varios historiadores del siglo XX, entre los cuales el padre Echanove que escribe: «Tanto en Julí como en Santiago del Cercado, se quiso aplicar desde el primer momento el criterio ignaciano de la formación de selectos [...] de modo general, puede decirse que este plan ambicioso y de reales posibilidades en cualquier pueblo medianamente civilizado, fracasó rotundamente entre los indios de sudamericanos». (1956: 502) Esto supone la adhesión a una jerarquía de los pueblos tal como se la representaban los jesuitas del siglo XVI. El hecho es que el imaginario colonial siguió predominando largo tiempo sobre la realidad de las aptitudes del indio.

A pesar de todo se mantuvieron los colegios de caciques, aún sin caciques, mientras duró la monarquía ¿Por inercia? ¿Por desinterés? ¿Para no perder la posibilidad de sacar dinero de las cajas de censos? ¿Por ser una institución Real? Tal vez por todas estas razones a la vez y porque a pesar del tiempo y de la evolución de las ideas no era tan fácil deshacer lo que se había hecho en descargo de la Real conciencia.

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