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Convertir a los naturales: el II Concilio de Lima

Convertir a los naturales: el II Concilio de Lima

En 1564, por una Real Cédula con fecha 12 de julio, Felipe II ordenó que se aplicaran los decretos tridentinos a la Iglesia indiana22. La recepción de la doctrina de Trento en las dos grandes áreas de la dominación española tuvo lugar de forma dispar: el Concilio provincial mexicano pudo reunirse con mayor rapidez que el Concilio de la provincia peruana, pero el retraso de la reunión del Concilio peruano se reveló útil para llevar a cabo con mayor detenimiento la fase preparatoria, como ha subrayado Willi Henkel23 . El arzobispo de Lima, el dominico Jerónimo de Loayza, había convocado en 1566 un concilio en Lima al fin de estudiar la mejor forma de facilitar la adopción de los decretos tridentinos conforme a las directrices de la Corona24. Este concilio provincial, que duró desde el 2 de marzo de 1567 hasta finales de enero de 1568, fue considerado como una continuación ideal del primero, que se clausuró en 1551 y había planteado con fuerza la relevante cuestión de la práctica evangelizadora y de las condiciones de los indígenas en el virreinato25 . Tomaron parte del Concilio cuatro de los seis obispos residentes en el virreinato (tres de las nuevas sedes —Cuzco, Nicaragua y Santiago de Chile— seguían vacantes); además de Loayza (Lima), participaron los dominicos fray Domingo de Santo Tomás (Charcas) y fray Pedro de la Peña (Quito), y el franciscano fray Antonio de San Miguel (La Imperial). En representación de la diócesis del Cuzco participó el licenciado Francisco Toscano, archidiácono. Los representantes de las cuatro órdenes que había en el virreinato también tomaron parte con sus provinciales: fray Pedro de Toro por los dominicos; fray Juan del Campo por los franciscanos; fray Miguel de Orenes por los mercedarios y fray Juan de San Pedro por los agustinos. Participaron, además, como asesores, varios religiosos: fray Diego de Medellín, fray Juan de Roa, fray Francisco de la Cruz, fray Juan Vega

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22 Cf. Juan Villegas, Aplicación del Concilio de Trento en Hispanoamérica, 1564-1600: provincia eclesiástica del Perú, Montevideo, 1975. 23 Willi Henkel, «L’evangelizzazione nel II e III concilio provinciale di Lima», en Luciano Vaccaro (ed.), L’Europa e l’evangelizzazione del Nuovo Mondo, Milán, 1995, pp. 329-343. Cf. Villegas, Aplicación del Concilio de Trento, cit. 24 Los decretos del II Concilio Limense se pueden consultar en Francisco Mateos, «Segundo Concilio Provincial Limense (1567)», Missionalia Hispanica, 20 (1950), pp. 209-296; y en Rubén Vargas Ugarte (ed.), Concilios Limenses (1551-1772), I, Lima, 1951, p. 101 y ss., con un análisis puntual. 25 Una visión del conjunto en José Dammert Bellido, «El II Concilio Provincial Limense de 1567», Revista Teológica Limense, 10/3 (1976), pp. 243-250 y Josep-Ignasi Saranyana et al., Teología en América Latina. Desde los orígenes a la Guerra de Sucesión (1493-1715), I, Fráncfort-Madrid, 1999, pp. 141-143.

y fray Melchor Ordóñez. En representación de las autoridades civiles asistieron: el canónigo Cristóbal Sánchez, por el cabildo cuzqueño; el licenciado Bartolomé Martínez, por el cabildo de Lima; y, por último, Juan de Andueza, por el cabildo de La Plata. La presencia de las autoridades civiles demuestra la amplia participación de los distintos componentes sociales en la labor de reelaboración doctrinal, situación que luego cambiaría con la política vertical y regalista actuada por Toledo. Los llamamientos a una mayor disciplina y a una actividad pastoral más enérgica contenidos en los decretos tridentinos, en muchos sentidos parecían subrayar las exigencias de la Iglesia americana, en particular la peruana, que tuvo que afrontar problemas complejos causados por la interacción con el mundo indígena. La exhortación dirigida a obispos y sacerdotes para que intensificaran la actividad pastoral fundamental, es decir, la catequesis y la enseñanza de la «doctrina» cristiana tenía, pues, aplicación en dos registros distintos, el de los españoles residentes en los nuevos dominios y el de las poblaciones indígenas. Por esta necesidad, el II Concilio de Lima, como ya hiciera el Concilio que se había celebrado en 1551, promulgó unos decretos que se referían a los unos y a los otros: su relevancia se deduce de la redacción y de la promulgación de las 132 constituciones dedicadas a los españoles y de las 122 correspondientes a los indios y a sus evangelizadores, con las que se transmitían tanto disposiciones dogmáticas y disciplinarias como cuestiones estrictamente relativas a las misiones. En las constituciones para los indios se afirmaba la necesidad de ofrecer a los nativos una doctrina diferente de la de los «adultos en la fe», considerándolos como neófitos en la fe cristiana; por tanto, tenían que ser catequizados siguiendo sus necesidades específicas de fieles y preservándolos de posibles daños causados por los sacerdotes indignos que vivían una vida de moral dudosa26. Es evidente que el control sobre un clero indisciplinado y heterogéneo, como el de la provincia peruana, ofrecía muchos motivos para una labor correctiva que fuera desempeñada por la cúpula eclesiástica o, como pensó el virrey Toledo, por el Estado.

26 Vargas Ugarte, Concilios, cit., p. 159; Juan Guillermo Durán, El Catecismo del III Concilio Provincial de Lima y sus complementos pastorales (1584-1585). Estudio preliminar, textos, notas, Buenos Aires, 1982; además, Willi Henkel, «Catechismi nel periodo coloniale dell’America Latina spagnola» en Willi Henkel et al., Chiesa locale e inculturazione nella missione, Boloña-Roma, 1987, pp. 179-185. El rol y la importancia del padre José de Acosta se demostró fundamental para el Concilio, cf. Carlos Baciero, «Acosta y el Catecismo Limense: una nueva pedagogía», en Luciano Pereña et al., Inculturación del indio, Salamanca, 1988, pp. 201-262; Luigi Guarnieri Calò Carducci, Nuovo mondo e ordine politico. La Compagnia di Gesù in Perù e l’attività di José de Acosta, Rimini, 1997.

Siempre teniendo en cuenta las constituciones para los indios, es interesante constatar la plena conciencia de la necesidad de una adaptación cultural que se debía cumplir de parte de los evangelizadores en relación con los nativos27 . En este ámbito cobraron mucho relieve la uniformidad de la catequesis, según los principios del catecismo limeño, y la adquisición por parte de los misioneros de una herramienta cultural indispensable como era el hablar en los idiomas de los nativos28. La necesidad de uniformar la enseñanza doctrinal para evitar confusiones entre los indios llevó a pensar en redactar un único catecismo, que en realidad pudo concluirse solo en los primeros años de la década de 1580 con el III Concilio Limense29. La relevancia de la cuestión ha impulsado a algunos historiadores a realizar un estudio profundo sobre la redacción y la utilización de este nuevo instrumento30. Y precisamente en estos años se desarrolló el principio según el cual había que remover todo culto pagano, sobre todo los relacionados con la adoración de los ídolos y de los lugares y objetos de culto tradicionales31 . Por tanto, se planificó una campaña para la extirpación de la denominada idolatría que tomó forma concretamente con el encargo que el virrey Toledo dio a Cristóbal de Albornoz. La definición del concepto mismo de idolatría, como se desprende del estudio llevado a cabo por Pierre Duviols, se convirtió en objeto de atención y condujo a interpretaciones discordantes, como las de José de Acosta, Garcilaso y otros32 . Procedían, pues, paralelamente la aculturación y la evangelización de los nativos y la campaña para que abandonaran sus cultos. En este último ámbito, además de la lucha contra la idolatría, se dio importancia a la administración de los sacramentos entre los indios, a las doctrinas y a los doctrineros, así como a la organización de escuelas y a la fundación de iglesias y hospitales.

27 Recordamos a Pierre Duviols, que ha destacado en sus estudios el intento de defensa de los neófitos respecto de los cultos no cristianos (definidos idólatras), mientras Pedro Borges ha tocado más los aspectos doctrinales y culturales, Íd., «Evangelización y civilización en América», en Luciano Pereña Vicente (ed.), Doctrina christiana y catecismo para instrucción de los indios, CHP, XXVI-1, 1985, pp. 229-262. 28 Este aspecto volverá a ser tratado por el III Concilio Limense, cf. Enrique T. Bartra (ed.), Tercer Concilio Limense, 1582-1583. Versión castellana original de los decretos con el sumario del Segundo Concilio Limense, Lima, 1982, p. 63. 29 Vargas Ugarte, Concilios, cit., p. 160 y ss. 30 Durán, El Catecismo del III Concilio Provincial de Lima y sus complementos pastorales, cit.; Henkel, «Catechismi nel periodo coloniale dell’America Latina spagnola», cit., pp. 179-185. 31 Pedro Borges, Métodos misionales en la cristianización de América, siglo XVI, Madrid, 1960, p. 291 y ss. 32 Duviols, La lutte, cit., pp. 21-28.

Los decretos del Concilio Limense reflejan la preocupación de la Iglesia y de las autoridades civiles por el mejoramiento de las condiciones de los indígenas y su educación. En lo que respecta a la parte española del mundo colonial, los aspectos tratados hay que relacionarlos con los acontecimientos europeos, sobre todo con la reforma protestante y su difusión, que es la clave para poder entenderlos. Fue confirmada, así, la validez de los concilios ecuménicos y en particular del que se celebró en Trento; se renovó la obediencia al Papa y se declaró necesario el consentimiento de la Iglesia para la interpretación de la Sagrada Escritura33 . Había cierta vigilancia para evitar la difusión de las doctrinas consideradas protestantes; la prédica de la palabra de Dios era la tarea fundamental del obispo y de los sacerdotes, mientras que se prohibía la prédica por parte de los laicos. Se afirmaba la necesidad de que los religiosos llevaran una vida auténticamente cristiana, su prédica debía desarrollarse con una actitud humilde y modesta y era necesario que poseyeran la capacidad de dirigirse a los fieles con un lenguaje adecuado (esta sensibilidad es considerada indispensable para comunicar tanto con los españoles como con los indios)34 . Las constituciones destinadas a los españoles reflejan las preocupaciones por las divisiones internas de la sociedad criolla, a la que se exhortó para que llevara una convivencia pacífica en el respeto de los principios de hermandad cristianos. Este tipo de llamamientos da fe de la permanencia de las fracturas causadas por las guerras civiles, que no resultan ser una preocupación solo para el virrey, sino que eran percibidas como una realidad tangible también por el Episcopado del virreinato. Los obispos, los provinciales de las cuatro órdenes y los distintos procuradores que asistieron al Concilio demostraron mucho interés, ya sea por la república de españoles, con las inevitables referencias a la encomienda, como por la condición indígena. Cada uno de los obispos tenía que redactar un compendio de la doctrina cristiana, en espera de que al virreinato llegaran los primeros ejemplares del catecismo tridentino, publicado en Roma en setiembre de 1566. El compendio lo utilizarían todos los religiosos de las distintas diócesis, los que tenían que dedicarse también al aprendizaje de la lengua indígena. El tiempo de residencia obligatoria para los sacerdotes en las parroquias aumentó a seis años; además, para alejarse de la sede de pertenencia, se necesitaba un permiso especial. Por otro lado, había que evitar la injerencia de la elite criolla

33 Villegas, Aplicación, cit., p. 77, y para Europa cf. Prosperi, Il Concilio di Trento, cit., y su bibliografía. 34 Vargas Ugarte, Concilios, cit., pp. 102-140.

en la elección de estos religiosos mediante la supresión del procedimiento habitual de designación. De hecho, la Hacienda Real se hacía cargo de los gastos de viaje de los religiosos; sin embargo —explica Fernando de Montesinos—, a muchos de ellos, ya que su misión era evangelizar a los indios dentro del sistema de las encomiendas, los elegían los propios encomenderos, quienes luego sometían las candidaturas al parecer del obispo para su ratificación oficial. Esta situación coincidía con la primera forma de evangelización, estrechamente asociada con la institución de la encomienda, por lo que, entre otras cosas, el mantenimiento de los sacerdotes corría a cargo del encomendero (aunque en la práctica quienes pagaban los gastos eran los indios a quienes se les había asignado ese determinado sacerdote)35 . A los encomenderos que hubiesen intentado influir en la elección del obispo en lo referente al sacerdote destinado a su encomienda, o que lo hubiesen destituido sin el permiso del obispo, se les amenazaba con la excomunión. De esta forma se esperaba atajar una mala costumbre que, además de limitar las prerrogativas de la Iglesia, acababa influyendo en la evangelización de los indios. Siguiendo en esta misma línea, se adoptó la costumbre de inscribir a los indígenas en el registro parroquial, mientras que cada dos meses el párroco realizaba una visita a toda su comunidad. Es interesante notar que los registros reflejaban las complejas estructuras que todavía existían en esta época de transición: en efecto, estaban ordenados según el nombre de los curacas «por el orden de su gentilidad»; despúes de los curacas se inscribían los padres de familia con la indicación de los hijos y la parcialidad a la que pertenecían, así como la transcripción de sus parentescos. Este sistema de registro, que ponía en evidencia el respeto por las estructuras indígenas anteriores a la conquista, constituyó la base a partir de la cual se realizaría el futuro censo toledano, tanto en el plano sistemático como en el práctico. También en Nueva Castilla la visita pastoral, que estaba en plena concordancia con los dictámenes tridentinos, se convertía en uno de los principales deberes de los obispos que tenían que vigilar la administración de los sacramentos. Uno de los aspectos a los que se dio mayor relevancia fue la confesión, que se realizaba directamente en la lengua de los indios, sin la mediación de los intérpretes36 .

35 Montesinos, Anales, cit., I, pp. 272-273. 36 En particular, sobre la confesión y la confirmación, cf. Federico R. Aznar Gil, «La capacidad e idoneidad canónica de los indios para recibir los sacramentos en la fuentes canónicas indianas del siglo XVI», en Íd., Evangelización en América, Salamanca, 1988, pp. 194-200 y 215-223. Para una referencia comparativa, véase la importante obra de Adriano Prosperi, Tribunali della coscienza, Turín, 1996.

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