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Miguel Giusti
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Curioso título el que lleva este seminario. “Batallas por la memoria” es una metáfora guerrera, bélica, que parece obligarnos a concebir la memoria como un botín. Podría ser hasta una contradicción performativa. Porque querer batallar por la memoria es como querer lo contrario de lo que esperamos de ella: queremos despojarla de las versiones interesadas que la vienen tergiversando, y lo hacemos imponiendo victoriosamente una versión interesada más.
No es el ruido de las armas el que ha servido en la historia por lo general como escenario metafórico para la reflexión sobre la memoria, sino el silencio de la escucha, la atención silenciosa a las voces que nos ayudan a recuperarla. Este fue el caso, por lo pronto, de Hesíodo, poeta religioso griego que es una de las fuentes de nuestra comprensión y hasta de nuestro lenguaje sobre la memoria. Hesíodo no se concibe a sí mismo como autor, sino como mensajero: legitima su aparición en escena anunciando que ha sido inspirado por las musas (recordemos, por cierto, que las musas son hijas de Zeus y de Mnemosyne, la Memoria). Su voz, su poesía, están al servicio de un mensaje que viene de los dioses, y ¡ya vemos qué dioses! Lo que motiva su aparición es nada más y nada menos que un litigio, un desentimiento violento entre campesinos, algo que los propios griegos llaman “hybris”, es decir, una transgresión del orden, del orden social en este caso, una temeraria desmesura humana. Y lo que Hesíodo cree es que ha recibido la misión divina de dar a los hombres impíos una voz poética de alerta sobre su conducta, pues ella se aleja de la mesura, de la justicia, que Zeus ha instaurado en el cosmos. Hesíodo dice, literalmente, que los hombres “olvidan” el sentido divino de la mesura -“olvido” se dice en griego “lethe”. Y que su misión consiste en “hacerles recordar” -en griego: practicar la “anámnesis”, la rememoración. Los hombres deben “dejar de olvidar”. Esta reveladora expresión, “dejar de olvidar”, “no olvidar”, es lo que en griego se dice “a-letheia” y que se traducirá luego al latín y al castellano como “verdad”. Nuestra palabra “verdad” carga consigo esta historia: ella es la negación del olvido. Su rostro positivo es la memoria. Recordárnoslo constantemente, es la misión del poeta.
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En el escenario metafórico de Hesíodo hay, sin embargo, no pocos malentendidos, ellos también reveladores. ¿Cómo distinguir allí lo que viene realmente de los dioses y lo que viene del poeta? Y, sobre todo, ¿cómo caracterizar más precisamente la mesura impuesta por Zeus? En una palabra, ¿cuál es la memoria que merece el nombre de tal? Estas son preguntas que se hace Platón en relación con Hesíodo, y que lo llevan a afirmar: “Soy amigo de los poetas, pero soy más amigo de la verdad” (es decir, soy más amigo de una memoria más convincente). La filosofía de Platón es heredera de la constelación poética griega. Es una filosofía de la anámnesis, de la reminiscencia. Pero, lo que la diferencia sustancialmente de la visión de Hesíodo es que ha traído, como dice el propio Sócrates, “el cielo a la tierra”, es decir, que ha convertido la memoria en un asunto del diálogo entre los seres humanos. Ya no hay dioses legitimantes, ni mensajeros o relatos privilegiados. La memoria está ahora en nuestras manos o, mejor dicho: en nuestras voces. La palabra, el logos, de todos debe ser escuchado para poder forjar solidariamente la medida paradigmática de la memoria. Aristóteles condensa esta intención en una sentencia ya legendaria de su Metafísica: “Entre todos decimos verdad”.
Por el peso de estos orígenes, y por el valor intrínseco que la memoria tiene para la vida humana, la filosofía ha hecho de la rememoración una de sus tareas centrales. Hay filósofos en los que esta intención es explícita y elocuente, como Platón, Hegel o Heidegger. Y hay también épocas en las que los litigios se multiplican y se repiten, haciendo más urgente la demanda por una memoria dialogada que reinstaure la armonía en la sociedad. En esos casos, el interés por la memoria vuelve a despertarse con intensidad, y se propaga contagiosamente entre todas las corrientes de la filosofía. Ése es precisamente el escenario, ya no metafórico, de la filosofía de fines del siglo XX. Litigios atroces, y en abundancia, se han producido en ese siglo, todos ellos en nombre de alguna ideología, alguna utopía, algún relato. O acaso en nombre de la razón misma. La conciencia de la gravedad de esta hybris, de esta insólita desmesura humana, ha llevado a muchos filósofos del fin de siglo a ofrecer una interpretación retrospectiva de los trágicos vaivenes de nuestra cultura, a darnos una voz filosófica de alerta sobre las motivaciones ocultas y los peligros de la repetición, en una palabra, se han empeñado en “hacernos recordar” para que “no olvidemos”. Modernos y posmodernos, universalistas y culturalistas, comunitaristas y liberales, constructivistas y desconstruccionistas: todos ellos, pese a las diferencias que los separan, parecen estar contagiados de la misma preocupación por reacomodar las piezas de nuestra memoria como humanidad.
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Un eco de esta pluralidad de voces de la filosofía política contemporánea, así como de sus reminiscencias griegas, lo hallamos en el texto de Guillermo Nugent. Nugent es también de la opinión, por lo pronto, de que “la memoria como tal nunca es objeto de la batalla”. La memoria es más bien posterior a las batallas o, más precisamente aún, son las batallas, como en el caso de la violencia política reciente o en el de los dramas de Shakespeare citados, las que reclaman o demandan el trabajo de la memoria. ¡Difícil imaginar, además, que se llegue batallando “al suave pueblo de la memoria”!
La metáfora es hermosa, acaso excesivamente bucólica, pero no concuerda luego necesariamente con su desarrollo. Porque la tesis central que Nugent quiere defender es que no debemos permitir que la memoria se convierta en un sucedáneo de la justicia, es decir, que debemos atar los recuerdos, los testimonios, a procesos judiciales que esclarezcan los hechos y asignen responsabilidades. En principio, no habría nada que objetar a esta pretensión, salvo que, en esa lectura, tanto la memoria como la justicia se restringen excesivamente. La justicia no tiene solo una dimensión penal, y la memoria es bastante más que la reparación del daño. Vimos precisamente en Hesíodo que la memoria no es otra cosa que el relato sobre la justicia, pero no de una justicia penal, sino de la justa proporción que da sentido al acuerdo de nuestra convivencia. Y a ese acuerdo no se va a llegar en los tribunales, por más esfuerzos que hagamos, justos también ellos, por hacer comparecer allí a los responsables.
Es impactante la reflexión que hace Nugent sobre el duelo de las madres - en la tragedia griega, en los dramas de Shakespeare y en el Valle del Apurímac. Las madres se aferran al duelo y asocian a él su indignación. No quieren resignarse al olvido porque “los huesos están aún en la superficie”. La dignidad moral de su protesta exige ante todo, no solamente, pero sí ante todo, que se les preste oídos. Como señala el propio Nugent, ellas deben “poder llevar la voz al escenario”.
No llega a entenderse, por eso, el desdén con el que Marita Hamann parece referirse a los testimonios de las víctimas en las audiencias públicas de la Comisión de la Verdad. Se entiende, por supuesto, que la escenificación de las audiencias pone en juego una trama compleja de encubrimientos y simulaciones, pero nada de ello hace prescindible el testimonio de quienes han sido obligados no solo a sufrir, sino a callar, y que encuentran ahora la ocasión de hablar, de llevar su voz al escenario. La escucha de la voz de las víctimas, que son simbólicamente las madres de las que habla Nugent, es un deber moral de primer orden, más aún en el contexto de una memoria
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colectiva por elaborar o procesar, y nada hace pensar que la Comisión esté restringiendo su papel a registrar esos testimonios o a identificarlos con la verdad. El duelo de las madres debe convertirse primero en el duelo de todos, es decir, en un reconocimiento colectivo de responsabilidad por el gran litigio nacional, con el fin de que la memoria pueda luego reconstruirse sobre la base del respeto de quienes más han sufrido su desarticulación.
Lo más interesante de la contribución de Marita Hamann me parece la incorporación al debate de las tesis del psicoanálisis. Porque el psicoanálisis ha logrado detectar, así lo leemos en su texto, una “curiosa dialéctica” entre la memoria y el olvido, un mecanismo de repetición que revela y encubre a la vez experiencias reprimidas de nuestro pasado, que, por añadidura, se expresan de modo inesperado en el logos, en el habla. El psicoanálisis ha iluminado una veta oculta, una forma sofisticada de olvido, que nos obliga a ser más cautelosos, más perspicaces, en la comprensión de nuestra memoria. Como en el caso de Hesíodo, aunque con otro lenguaje, es el litigio, la ruptura de lo simbólico, lo que desata la pregunta por la verdad. Y, como en el caso de Platón, la búsqueda de la verdad, la recuperación del olvido, se convierte en un asunto de todos, a través de la escucha del logos fragmentado y fragmentario. Hasta aquella tesis de Lacan según la cual la verdad tendría estructura de ficción podría ser suscrita por Platón, él más que nadie un narrador de mitos sobre la curiosa dialéctica entre la memoria y el olvido.
De un estilo muy diferente es la contribución de Gisèle Velarde. En su texto no aparecen los pliegues ni las sospechas de las posiciones anteriores, sino una tesis más directa, a saber, que la existencia de prejuicios raciales es un obstáculo para la formación de la identidad nacional. Velarde da varios ejemplos del modo como puede verificarse esta tesis y trata luego de analizarla con la ayuda de la teoría de los juicios según Hannah Arendt. En líneas generales, estoy lejos de pensar que esa tesis sea falsa. Pero temo que se trata, en realidad, de una tautología. Porque si admitimos que en nuestra sociedad proliferan estereotipos despectivos sobre la relación entre los grupos étnicos, entonces no es necesario ya concluir que se esté obstaculizando la definición de una identidad nacional. Lo que se echa de menos en el texto es una explicación de por qué surgen esos prejuicios, y otra también sobre lo que habríamos de entender por “identidad nacional”.
La propia Gisèle Velarde pone sus cartas sobre la mesa cuando, al pasar a la parte más propositiva, nos dice que los prejuicios deben ser reemplazados por los “juicios”. No obstante, lo que parece entenderse aquí por “juicios” es la posibilidad de adoptar un punto de vista neutral, ilustra-
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do, que se coloque por encima de todas las posiciones parciales, o, como leemos, “que pase revista a todas las opiniones posibles” con el fin de obtener una “mentalidad ensanchada”. Al margen de que una actitud como esa me parece ilusoria, me pregunto qué quedaría en tal caso de la “identidad nacional”. En sentido estricto, si todos los peruanos tuviésemos “juicios”, y ya no “prejuicios”, entonces seríamos todos capaces de adoptar una posición equidistante y universal, es decir, seríamos perfectos cosmopolitas y, por consiguiente, ya no peruanos.
Obligado a restringir mi comentario a pocas páginas, debo reconocer que he tocado solo algunos puntos de los trabajos presentados, y que seguramente no les hago verdadera justicia. Me pareció oportuno tratar de vincular sus ideas centrales a una reflexión más amplia sobre el sentido originario de la memoria, y sobre los litigios que suelen reclamarla. Cuanto mayores y más graves sean los litigios de nuestra vida social, como lo han sido en el siglo que terminó y como lo han sido igualmente en la cruenta historia peruana de las últimas décadas, más necesario es el procesamiento de nuestro olvido. Y más indispensable es que hagamos todos el ejercicio de escuchar las voces, especialmente las voces silenciadas, para que entre todos podamos decir verdad. Una verdad dialogada que reinstaure la memoria de la justicia.
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II.
Memorias populares y de élite
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