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Ganaderos de verano
En el pueblo de Senet, entre Vilaller i la entrada al Valle de Aran, un grupo de jóvenes trabajan para mantener el espíritu de los Pirineos ágil, vivo, informando y orientando a los excursionistas y “urbanitas” que pasan por allí, buscando caminos, rutas y mapas del territorio que les rodea. Están en la Serradora, uno de los centros de información del Parque Nacional de Aigüestortes i Estany de Sant Maurici. En el mismo pueblo de Senet, un ganadero de toda la vida, Albert, sube cada semana al Estany de Besiberri, a los pies de la cumbre del mismo nombre, a llevar la sal que su ganado bovino necesita. Son los pastos de verano, donde la hierba es fresca y buena, pero donde no abundan las sales minerales. Este verano he tenido el privilegio de poderle acompañar, en esta parte importante de su oficio. A las nueve y media de la mañana ya estamos listos para partir. Las mochilas con agua, el bocadillo para el almuerzo y la fruta o los frutos secos que nos darán energía durante el camino. Yo como soy novata, llevo una botella de un litro y medio de agua. Montse, vecina del pueblo y una experta montañera, me recomienda que la próxima vez coja una botella más pequeña, pues la podré llenar en el río, a medio camino del Estany de Besiberri. Escucho con atención mientras me pregunto si mis tripas tarraconenses aguantaran la pureza del agua de estos ríos. El guía del Parque, Jordi, con Albert, reparten las bolsas de sal entre las mochilas disponibles y empiezan a caminar por la pista, de momento fácil, hasta que llegamos a una senda que empieza a subir casi vertical y que nos ahorra las curvas de la pista pedregosa. Es el momento de mover las piernas, se agradece la sombra de los árboles y las explicaciones de Jordi hacen más agradable el camino. Vamos caminando y observando las hojas y los troncos de los árboles vivos y muertos. Imaginamos como respira el bosque y el frágil equilibrio de las diferentes especies, luchando sólo con nosotros, los depredadores de dos patas, que nos creemos los dueños de todo ¡como siempre! Compartir este espacio es una forma de oxigenar los pulmones, respirar las olores que se van despertando a medida que vamos ganado altitud, y abriendo la consciencia al sistema natural, regido por unas leyes sencillas, antiguas y respetuosas. Para mí, es como detenerse en el tiempo durante unas horas y sumergirme en otro ritmo, poner un pie delante del otro “!pasos cortos! – me dice el guía – ¡respirando ¡” guardando la energía para el tramo final que tiene una fuerte pendiente. En medio, un bosque de hadas, con una alfombra de hojas húmedas de la noche anterior. Las hayas, con rincones secretos en sus troncos donde viven animales, que quizás ahora duermen. Las rocas, como viejas islas cubiertas de musgo; una cascada preciosa, a las diez de la mañana, miles de gotas saltando delante de nosotros, bajo el sol deslumbrante… Somos un grupo de ocho persones, y Roli, el perro de Albert. Cuatro de nosotros estamos más unidos a esta tierra pero también vienen con nosotros un matrimonio de Madrid con sus dos hijos gemelos que caminan como auténticos campeones, infatigables... ¡y si se quejan es para decir que se aburren! Curiosa la energía de los niños. Cuando llegamos a la cresta, el valle de Besiberri se abre delante de nuestros ojos: un lago de color verde, precioso, rodeado de piedras y al fondo un pequeño bosque de árboles que todavía se ven pequeños. Es una imagen privilegiada que impacta en los ojos, palpitando con la respiración que se recupera de los últimos tramos. Nos quedamos en silencio, mirándolo todo, con la boca medio abierta; son las doce del mediodía, y ahora hemos de encontrar las vacas de Albert, para darles la sal que necesitan. Vamos bajando hacia el lago, poco a poco, por el canchal y tenemos que ser prudentes para no sufrir ninguna torcedura de pie. Siguiendo los caminos repletos de hierbas, como terciopelo y mirando de cerca el agua clara del lago, donde se mueven pequeños grupos de peces que a todos los niños les gustaría pescar.
Valle de Besiberri
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ganaderos de verano
Nos adelantan grupos de jóvenes, cargados con mochilas más grandes... “estos van al refugio, mañana subirán a la cima del Besiberri” nos dice el guía. La gente que te encuentras en la montaña tiene una mirada diferente, saludas con complicidad y sigues tu camino, de nuevo concentrándote en tus pasos, la vista clavada en el horizonte, donde tienes tu objetivo, tu motivación. Llegamos al otro lado del lago y las vacas de Albert se ven a lo lejos, cerca de la cima. Ellas tienen todo el territorio del valle, suben y bajan, el movimiento tranquilo de los pastos de verano. Empieza a llamarlas, para que bajen. Me sorprende el grito ancestral que sale de ese hombre con los pies bien clavados en el suelo. Sale de lo más profundo de sus entrañas y rebota en las paredes del valle, con un eco que me llega. De repente, soy consciente de la transcendencia que tienen las cosas que se transmiten de padres a hijos, y que continúan su camino sin tener en cuenta el tiempo, en un valle, a dos mil metros de altitud. En este momento, me siento muy agradecida de haber hecho esta excursión. El valle nos acoge y nos rodea, refrescamos los pies en un riachuelo que baja del Estanyet de Besiberri. Entre los gritos del ganadero y las piernas ágiles del guía, consiguen hacer bajar las vacas y mientras Albert va poniendo, sobre las piedras planas, pequeños montones de sal que las lenguas de los animales no tardaran en consumir vorazmente. Nosotros también tenemos hambre, y buscamos la sombra de los pinos en el Pletiu de la Obaga, cerca del lago. Descansamos y disfrutamos del silencio, la tranquilidad
del viento suave, la conversación centrada en la comida, compartiendo la bota de vino de Albert, las peras de Montroig del Camp y el plátano, que nos dará energía para el descenso. Nada es más importante que el momento presente, sólo nos queda despedirnos del valle de Besiberri antes de iniciar el descenso. Entonces me doy cuenta del desnivel que hemos subido; delante nuestro hay una escalera bien empinada de rocas y arboles bajos, los pinos negros. Todavía tardaremos un rato en llegar a los caminos más sombreados, donde podremos descansar del sol que cae sobre nuestras cabezas. Son las cinco de la tarde cuando llegamos al punto de partida, el refugio de Conangles, cansados, agotados, todavía con las imágenes inmensas en la retina, ¡resoplando! A mí me ha costado más bajar que subir. Pero eso, dicen, es normal en la montaña. Pienso en Albert, en sus piernas incansables que cada semana hacen esta ruta, tranquilamente, para cuidar su ganado y comprobar como están, su alimentación, como crecen. Para él es algo cotidiano vivir entre estas cimas, caminos y sensaciones, que para mí han sido una oportunidad única. El trabajo ya está hecho, la experiencia vívida, el valle conocido y conquistado, la vista agradecida, el corazón contento y las piernas y los pies destrozados ¡pero ha sido fantástico! Sílvia Rovira Martínez Verano de 2012