Pocoserio 05

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Año 1 Número 5 México D.F. Octubre MMXIV


EDITORIAL

L

a muerte, destino inevitable de toda existencia. Antes que apelar a la supuesta valentía (tan mexicana) sobre la que radica tomar la muerte a broma, quisiera hablar de la muerte desde las diferentes connotaciones que le añadimos todos los días. La soledad puede ser entendida como una muerte, el abandono puede ser una muerte, la pérdida de objetivos, la desaparición… muertes cotidianas que intentamos evadir algunos, sobrellevar otros. Esta edición de Pocoserio es diferente por varias cosas: la larguísima ausencia, la primera adición de una reseña cinematográfica, la aparición de muchas plumas y lentes nuevas; pero, sobre todo: la no intencional coordinación en cuanto al tema de la revista. La muerte está en el aire, para bien o para mal, pero nos persigue… y nos alcanzará.

Colaboradores pocoserios: Aldo Pineda Alejandro Barranco Carmen Catalán Damián Alvarado Diana Ruiz Eduardo Arzate

Geovani Pacheco Kai Larissa Mariana Balbuena Valeria Rodríguez y Quique Cruz

No es mi intención ser pesimista, pero si de algo nos sirve tener a la muerte tan presente es para poder celebrar la vida en toda su magnitud, con toda su belleza y con toda su miseria. Adelante una celebración a la vida y a la muerte; no hay más. Que empiece la fiesta. EL EDITOR OCTUBRE 2014


Poema Número 7 Kai Larissa

Por la noche comienza el mismo sueño que de costumbre tengo repetitivamente, uno tras otro humano veo incendiados, corriendo y gritando; helándome la piel, haciéndome llorar de tan cruda agonía cuando los veo correr desesperados por un aliento de vida oportuna. Detengo la escena para poder ver a través del cristal. Mientras ellos arden, otros bailan y ríen dentro del café, ¿cómo alguien puede ser tan feliz, mientras otros sufren? La agonía me toma del brazo y me conduce a su cuarto... Acostado en mi cama, despierto, rendido a la gravedad, rendido al dolor, libre de mis pensamientos... desperté agitada y solitaria... observando la terrible mano... no era más que esa repetitiva pesadilla que me invade momentáneamente la cordura; de no actuar a tal situación de manera eficaz y abrupta, no siento mi cuerpo ando torpemente estúpida, sin sentido. La inmovilidad llega a mí. Yo tirada sobre las cobijas calientes aún triste, aún con lágrimas, aún sin alguien que me tranquilice el profundo dolor de mi alma, aún con ese terror de la muerte; no consuelo mi triste esencia… dispuesta a parar todo este dolor que me consume. Nace la única pregunta filosófica que tiene valor en mi vida, ¿tendré el valor suficiente para suicidarme? Me levanto, abro la ventana, subo y quedo en la orilla, dispuesta a romper mi último aliento... levanto la mirada y observo la Luna. Nunca la había visto tan grande, tan luminosa, tan llena de vida... surgió una extraña brisa en una noche sin nubes. ¿Por qué hay burbujas en el viento? ... hecho un vistazo a suelo y veo a una niña vestida de blanco jugando con su botella de jabón, tan inocente, tan feliz, tan desprotegida... ¿Quién la dejaría salir a estas horas de la noche? Decido ir tras ella y brindarle protección. Tomo mi abrigo y bajo descalza, abro la puerta y me sorprendo... un cuerpo en el suelo, su bata blanca llena de sangre... ¿por qué está ahí?.... Ella ya no tenía vida, ella era diferente, ella no era la misma. De ella ya no había nada. Me arrodillé junto a ella, abrazándola y llorándola. ¿Por qué tuvo que irse de esa manera de mi vida?, pude haberle dado mis cuidados, pude haberle dado mi vida; habría hecho todo por tenerla. Mas ella no estaba. Alguna vez había escuchado que el cuerpo en esencia misma tiene un peso estable y definido. Al morir, el alma que cuyo peso distingue a la piel no es el mismo, se reduce... mi vida, todo se parte nada queda... todo terminó. Y mi valentía vuelve por morir, ya nada queda aquí para mí.


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A la mexicana

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Geovani Pacheco

Corrió todo lo que pudo para alejarse del lugar. A pesar de que sus compañeros pidieron mantenerse juntos, Ayotzin huyó despavorido. Tenía motivos para mantenerse a salvo y alejarse de cualquier peligro. Hacía dos meses que había nacido su hija; no podía darse el lujo de dejar a su criatura sin padre a tan temprana edad. Ayotzin corrió en cuanto escuchó los primeros disparos. No quiso saber si aquellos hombres disparaban al aire o directamente al grupo de personas entre las que se hallaba él. Salió del camino y se introdujo en los matorrales que estaban junto al sendero. Se agazapó y se mantuvo así mientras los disparos atronadores y feroces se incrustaban ya en corteza de árbol, ya en metal de automóvil, ya en piedras, ya en tierra… ya en piel. Ayotzin se resguardaba de los disparos entre las hierbas y los árboles. No echó a correr por evitar alguna bala perdida. Su corazón latía muy rápido. Su cuerpo temblaba y una sensación nauseabunda se apropió de él. Sintió que de un momento a otro perdería la conciencia. Por un momento ya no supo dónde se hallaba ni qué sucedía. Los disparos comenzaron a cesar cuando recordó que su vida corría peligro. Quiso levantarse y correr sin detenerse, pero no pudo, su cuerpo no respondía. Un temor insospechado se había apoderado de él. A pocos metros escuchó pasos y oyó a una voz decir: “el cabrón corrió en esta dirección”.

Ayotzin no se movió. No corrió. Continuó agazapado hasta que dos hombres con uniforme lo encontraron completamente ileso. Esa fue la última vez que Ayotzin fue visto con vida. Al día siguiente apareció muerto y con severas marcas de tortura. No había cometido ningún tipo de crimen en toda su vida. ¿Por qué le mataron entonces? Su único error: ser estudiante y haber asistido, junto con sus compañeros, a solicitar apoyo económico para su institución educativa en aquél maldito municipio. Pero tal vez su error más grave fue haber asistido un día en que el “Alcalde” del lugar daría su glorioso informe de gobierno…


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Un niño sin niñez Damián Alvarado

Yo sólo me estaba divirtiendo, sólo disfrutaba del momento. No hacía ningún mal, no molestaba ni al de atrás, yo me la estaba pasando genial. Papá, no entiendo por qué me pegaste. Me senté en el suelo a llorar y tú no me consolaste sólo ahí me dejaste. No entiendo por qué me pegaste, papá aun no logro comprender por qué tu mano me tuvo que atender, no logro comprender.

Si no te agradaba lo que estaba haciendo pudiste decírmelo. Pero no entiendo, del porque me hayas pegado No soy un animal, pues a ellos tampoco se les debe de pegar, soy un niño y solo quiero disfrutar. Soy el fruto con la unión de mi mamá. Papá, por qué no logras comprender. Que me gusta saltar, por qué me tuviste que pegar La gente me veía y al principio reía pero después, ellos te voltearon a ver porque no entendían del porque acaso no lo querías ver.

Papá, yo estaba contento y ahora, solo me falta el aliento pues estoy sollozando pero aún así te quiero Papá, algún día creceré y yo mismo te matare a ver si así logras comprender que sólo me tenias que querer.


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Crítica: La dictadura perfecta

Mariana Balbuena

Un país en donde el Primer Mandatario no tiene ni la menor idea de qué hace ocupando ese cargo; en el que la silla presidencial parece la presea de una carrera de obstáculos (en la que se vale absolutamente todo); un lugar donde la televisión posee una hegemonía casi divina en los pensamientos del pueblo, y en el que aquellos que buscan la justicia son vistos como entes “peligrosos”: México, una nación a la que el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa, definió como una “Dictadura perfecta”, y esta misma frase le da título a la pelí-

cula más reciente del director Luis Estrada, que al menos en sus dos primeros días en cartelera ha abarrotado las salas. Desde el estreno de La ley de Herodes (1999), este cineasta dejó en claro cuál sería su línea argumentativa, la sátira política y el afán de denuncia en torno al sistema político mexicano, que deja mucho que desear en materia de legalidad y moralidad. Así, La Dictadura perfecta, mantiene los valores de este autor, quien, como se diría coloquialmente “no deja títere con cabeza”, al ridiculizar la figura presidencial, a los políticos, a la principal televisora mexicana y a sus televidentes. En esta directriz, este filme relata el anhelo imperante del gobernador “Carmelo Vargas” por alcanzar la Presidencia, y para hacerlo se apoya en la televisión, pues sólo ésta tiene la capacidad suficiente para posicionarlo, pese a que su carrera es carente de logros, pero exacerbada en excesos. De esta manera, Estrada se vale de hechos y escándalos reconocidos de nuestros políticos, que de ninguna forma pueden resultar extraños a quienes asistan a ver esta cinta. Corrupción, sexo, violencia, palabras altisonantes, descaro, cinismo… podríamos continuar con todas las posibles palabras que califican acertadamente lo que vemos en nuestra dictadura Estradista, que además de “perfecta”, resulta “perversa”, pues nos violenta de formas inimaginables, y parece que se regocija en nuestro sufrimiento. Pero no tiene caso enlistar infinitamente, ya que estos vocablos y cientos más, son los que


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nos rodean, sin la magistral necesidad de que nos lo proyecten en el cine. Si bien, el filme de Luis Estrada no es un llamado al levantamiento social, ¿y en serio, habrá quien todavía crea que basta con el celuloide para despertar a este pueblo?; sí es una perfecta sátira, que ocasiona en el espectador la risa nerviosa, de encontrar cómico algo que está viviendo, y que quién sabe por cuánto tiempo más se va a perpetuar. Finalmente, si hay algo en lo que debemos poner atención, y que Estrada alerta perfectamente en La Dictadura perfecta, es en los personajes televisivos, sobre todo aquellos que acaparan minutos enteros de transmisión, mostrándonos sus logros, sus “baños de pueblo”, y hasta sus novias. Además, siempre resultan loables los trabajos críticos y contestatarios, más aún, aquellos que pese a la censura y la poca difusión, logran atraer a un público ávido de reírse de todo lo que, en gran medida, le genera tanto malestar.



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Mi padre y yo nunca tuvimos una relación muy afectiva, estoy seguro de que lo amaba y él a mí, pero nunca fuimos muy adeptos a demostrárnoslo. Siempre me trató de una manera fría y distante. Recuerdo la vez en la que me enseñaba a andar en bicicleta: apenas le habíamos quitado las ruedas entrenadoras al vehículo y yo tenía miedo a caerme. Me encarreró y después me soltó, sintiendo que no tenía control alguno sobre la bicicleta y, presa del miedo, apreté ambos frenos. Salí despedido hacia adelante. Para mi fortuna mi madre me había hecho ponerme el casco, las coderas y las rodilleras, así que no me paso nada grave, pero deje tres dientes en el pavimento ese día. Mi padre no se inmutó al ver el accidente, se tomó su tiempo en caminar hacia donde yo estaba llorando desconsoladamente, me levantó y me dijo: “No llores, no te paso nada”, a pesar de verme la cara toda manchada de sangre a causa de mis ahora perdidos dientes. Ese es uno de varios ejemplos de la manera en la que me trataba mi padre, pero, como ya dije, yo sé que me amaba. Todas las noches, entre sueños, escuchaba pasos que subían la escalera y se acercaban a mi cuarto, escuchaba como abrían la puerta y alguien se sentaba a mi lado, era mi padre que, como cada noche, me decía “buenas noches, hijo”, me daba un beso en la frente y se iba tan rápido como había llegado. Ahora tengo veinte años, y mi padre sigue haciendo eso cada noche, le he pedido en vano que deje de hacerlo, parece que no me escucha; le digo que se detenga, que me asusta, pero todas las noches, como desde hace veinte años, se sienta al lado mío, me da las buenas noches y me da un beso en la frente… parece no importarle que yo ya tenga veinte años y el cinco de muerto.


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Ella se sentaba todos los días en aquella triste y vieja banca, de aquel triste y viejo parque. Pero no había sido así siempre: cuando ella era niña y no se enfrascaba en tardes de café, cigarrillos y cuadernos, solía ir a aquel lugar para jugar con el amor de su vida, que por supuesto nunca supo lo que ella sentía. Un chico con dos años más que ella, ojos verdes y el pensamiento en las nubes; tenía sueños y metas ya a los nueve años. Sabía perfectamente lo que quería, así como ella, tan pequeña, frágil y sentimental, lo que quería era a él.

Pero el destino, la vida, Dios o quien haya sido que los separó fue cruel. Él se mudó mucho antes de que ella juntara el valor para decir lo que sentía, y ya jamás pudo hacerlo, se perdió el contacto y nunca más volvió a saber de él. Ahora, ella contaba los cuarenta años de edad y solía volver todas las tardes a ese lugar desde hace un año, ¿por qué? Ni ella misma lo sabía, tal vez buscaba algún recuerdo, un sentimiento perdido o simplemente una fuente de inspiración. Era una escritora reconocida, había escrito un sinfín de obras de amor, un sentimiento que, a pesar de haber estado en su corazón, jamás pudo palpar. Pero aquella tarde era diferente. Esa tarde el sol había salido con más intensidad que nunca y por primera vez un sentimiento positivo se apoderó de su corazón, hoy iba a encontrar ese algo que llevaba meses buscando, aunque seguía sin saber el porqué. Se calzó unas zapatillas bajas color marrón, vestido de flores que contrastaba, tomó una sombrilla para cubrirse mientras caminaba y se colgó el bolso donde descansaba su libreta con una historia inconclusa. Con paso decidido, pero nervioso, abrió la puerta y se encaminó hacia aquellos árboles que podía ver desde su casa. En el camino encontró lo de siempre, niños riendo y corriendo en las calles, personas paseando a sus mascotas, parejas caminando de la mano, vendedoras de flores y amas de casa camino a quién sabe dónde con bolsas del mandado. El día parecía perfecto para todos. Llegó a la banca donde siempre se sentaba, reposó la sombrilla a su lado y esperó.


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Mientras lo hacía, podría ver desde su posición un par de columpios, los mismos que solía usar de niña con el amor de su vida, una sonrisa se dibujó en sus labios y, olvidando en la banca sus pertenencias, se sentó en uno de los columpios y se meció. La sensación era como podía recordarla, la suave caricia de una brisa cálida y el cosquilleo en el estómago conforme aumentaba la velocidad, todo era igual a cuando ella tenía siete años. De pronto paró un rato y observo sus manos, unas arrugas empezaban a adornarlas, subió las manos a su rostro donde notó líneas en los ojos que poco a poco se marcaban más, recordó su reflejo de esta mañana; unas ojeras rodeaban sus ojos desde que había decidido ser escritora, pero ahora aumentaban. Todo eso por un momento, por ese momento no le importó como le seguro importaría a cualquier mujer, ese día ella se sentía plena y feliz. Las ojeras eran recuerdos de historias que había creado y las arrugas marcaban caminos que había recorrido, tal vez tenía rayos plateados en el cabello, pero eso también le recordaba el tiempo que había pasado haciendo lo que amaba. Volvió a su lugar en la banca y sacó su cuaderno, donde después de un par de garabatos tenía la idea perfecta de cómo terminar su nueva historia. Sus manos llevaban magistralmente el bolígrafo mientras recorría el papel, estaba tan enfrascada en su escritura que no notó cómo un hombre se sentó junto a ella. Para cuando terminó de escribir su idea, levantó la mirada y se encontró con un par de ojos verdes, sonrientes. ─Hola... ─Hola... ─¿Me recuerdas?─ los ojos de ella se iluminaron al recordar la sonrisa pícara que ahora lo saludaba. ─Jamás te olvidaría─ se lanzó a sus brazos y no lo soltó jamás.


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Desperté sin saber dónde estaba o cómo es que había legado ahí; la primera sensación que tuve fue la textura del asfalto en contacto con mis dedos, la segunda fue un dolor agudo en la espalda baja, era como un puñado de agujas de 10cms entrando en mí cada que me movía. Así que permanecí sin moverme unos minutos, hasta que casi dejé de sentir los pinchazos. Me incorporé un poco y di un vistazo; me encontraba en un callejón húmedo y con un olor tan penetrante a orines que me hizo toser. Hubiera querido salir corriendo, pero mis piernas entumecidas tuvieron otra opinión. Me arrastré hacia la pared más cercana de lo que parecía un viejo y deshabitado edificio de departamentos; una rata se asomó por un momento desde una chorreante bolsa de basura sólo para entrar un instante después.

La verdad es que desde ahí me era muy difícil adivinar en qué zona de la ciudad me encontraba, pero pude darme cuenta de que el sol se ocultaba lentamente entre algunos edificios. Sólo quería salir de ahí. Entre las comisuras de los ladrillos intenté sostenerme y levantarme, intenté ayudarles un poco a mis piernas. Me tomó más de diez minutos llegar a mantenerme de pie. Al dar el primer paso el dolor bajo mi espalda contraatacó con tanta fuerza que volví a caer, ni siquiera me dio tiempo de agarrarme de la ventana, de alguna de sus protecciones. Caí como un bebé al que se le sostiene el cuerpo erguido y luego simplemente se le deja a su suerte. El dolor fue tanto que arañé el piso y algunas lágrimas terminaron en el asfalto. El olor me hizo toser, la frustración me hizo enfurecer. Hubiera querido gritar por ayuda, llorar tan amargamente que le ablandara el corazón a la ciudad… pero no hice nada. Una nueva ola de agujas se clavó en mi espalda, ni siquiera sé si emití algún sonido antes de quedarme inconsciente.


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Despierto, pero ya no estoy en el callejón de los orines y los ladrillos resbalosos. La oscuridad lo inunda todo, menos las luces tímidas de los faroles altísimos. Me levanto casi sin dificultad y sigo las luces a paso lento. Ni siquiera puedo ver dónde inicia y dónde termina la calle, el piso que iluminan los faroles se siente como una banqueta eterna y sin divisiones. Después de varios minutos escucho un susurro, no sé si es dentro o fuera de mi cabeza; me detengo de golpe y busco con la mirada, sólo un viento frío acaricia mi antebrazo. Al rato de seguir el sendero indefinible, invisible, alcanzo a ver un auto acercarse hacia mí; su acabado en negro resplandece intermitente gracias al rebote de la luz que después de su toldo no encuentra nada más. El auto se acerca mucho, pero pasa de largo a mi lado, no puedo ver si alguien lo conduce. Pasos después el fenómeno se repite. Un auto, tal vez el mismo, me lanza la brisa con olor a aceite en la cara. Luego otra vez, y otra. Los autos cada vez se acercan más. Uno me golpea con el espejo, el siguiente me arrolla de lleno, mis piernas explotan. Reboto en la banqueta infinita antes de ver una figura monstruosa acercarse. Es una mole de melena oscura que bufa frente a mí. Su aliento es de alcantarilla, mi cabello ondea y choca contra sus dientes amarillos, ensarrados. La bestia abre las fauces y me muerde un costado, no puedo sentir nada. Ya se ha comido casi todo…

Despierto. Estoy en una cama con el cuerpo ileso; la ventana me deja ver casi toda la ciudad en este amanecer. Me muevo sin querer hacerlo, me visto, me baño, desayuno, salgo. ¿Cuál es mi nombre? ¿Hacia dónde voy? ¿Quiénes son mis padres? ¿Dónde está mi casa? ¿Quién soy?


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Estos capitalinos y sus máquinas modernas. Los adormece lo moderno, los tiene viviendo fuera de sí, babeando por lo nuevo, luego por lo más nuevo luego por algo más nuevo, nunca es suficientemente nuevo. Olvidaron la tierra, porque no tienen tierra, olvidaron el aire, porque se envenenan, olvidaron el cielo y lo tienen negado, olvidaron la noche porque no sabrían diferenciar. Olvidaron cómo comer, la hora de comer, olvidaron cuándo ducharse, cuándo beber, cuánto y qué beber, olvidaron el pasado, anda ciegos por decisión, en el mejor de los casos por ignorancia, andan ciegos. Olvidaron incluso cómo sepultar a un hombre, esto no puede llamarse entierro, olvidaron la tierra, no tienen tierra, no pueden enterrar y no lo hacen. Olvidaron el cielo, ya nunca más verá el cielo porque su cripta es su cárcel, dura, oscura, fría, diminuta. Ahí, ni la naturaleza misma podrá alcanzarlo. Ni la lluvia lo tocará, ni el viento vendrá por él, ni la noche podrá encontrarlo, ni nosotros verlo nunca más, está muerto.

Texto: Alejandro Barranco Foto: Eduardo Arzate


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Colaboradores pocoserios Aldo Pineda

Alejandro Barranco

Este muchacho tiene el superpoder de menospreciar sus contribuciones a Pocoserio. Pero lo hemos visto crecer… y estamos orgullosos :’)

Segunda contribución, y prueba de la buena mano que tiene la revista a la hora de hacer “contrataciones”. Ojalá que sea la segunda de muchas.

Carmen Catalán

Damián Alvarado

Reparte su tiempo entre el teatro y la biología con tal habilidad que hasta le da tiempo de escribir cuentos cursis y mandárnoslos. #Cosi

Primera contribución a la revista. Sabemos poco de este joven escritor, nos convenció que en Facebook se haga llamar Kakaroto. #Respect

Diana Ruiz

Eduardo Arzate

Dicen por ahí que vive con el editor, dicen que es becaria del Colmex y del periódico Más Por Más. Dicen tantas cosas por ahí.

Pinta paredes, pinta cuerpos y a veces hasta hace teatro. Si se lo encuentran en la UAMI no le hagan comentarios burlones sobre sus botas, las ama.

Geovani Pacheco

Kai Larissa

La indignación sobre el caso Ayotzinapa lo turbó tanto que huyó al bello municipio de Tecámac en busca de calma. Ojalá tenga suerte.

Cuentan que es un espíritu errante que atraviesa la UAMI con un solo patín, nadie sabe cómo lo hace, es como una leyenda que además escribe.

Mariana Balbuena

Valeria Rodríguez

Conseguimos sacarla de la polémica buñueliana y traerla a la pocoseriedad. Pionera además por ser nuestra primera reseña de cine. :D

Sus innumerables viajes a Texcoco son el pretexto perfecto para sus fotos, el cielo su modelo principal. Mantiene una pelea a muerte contra #LaTesis.

Quique Cruz Los rumores de su muerte fueron ciertos, los de su resurrección exageraron. Le gusta decirle “trabajo” a su servicio social, le gusta decirle “tesis” a su tesina. Naco.


“Para mentiras las de la realidad promete todo pero nada te da, yo nunca de mentí más que por verte reír.” Joaquín Sabina https://www.youtube.com/watch?v=v_6hzFIJ9RU

Pocoserio, Año 1 Número 1 Fecha de publicación: 29 de octubre de 2014. Revista bimestral editada y publicada por sí misma. This work is licensed under the Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 2.5 México License. To view a copy of this license, visit http:// creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/mx/ or send a letter to Creative Commons, 444 Castro Street, Suite 900, Mountain View, California, 94041, USA. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Escrita, editada y publicada en México. Los personajes y situaciones representadas en esta publica-ción, son eso: una representación. Cualquier relación con la realidad es mera coincidencia. No se ponga usted punk. “Baila rica nena, sabrosito, baila rica nena, más pegadito . Me gusta chichi, me gusta chacha, yo quiero que me des, que me des papaya. Estás en tu casa tan triste y tan sola, nada que hacer y estas picándote la cola, yo te recomiendo pa-

ra tu calentura que vayas a la tienda por un bote de pintura, consigas un mango, el mango de un hacha y luego te la ensartes en la cucaracha…”


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