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José Emilio Pacheco, el fantasma de la evocación
n POR FERNANDO LINERO MONTES
La poesía es la sombra de la memoria / pero será materia del olvido. J. E. P.
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José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. Foto: Archivo diario La J ornada de México / Arturo C am pos Cedillo.
Le vi fugazmente en 1996 en el patio de la Casa Silva, cuando a este aún no le habían cercenado las flores. Había venido a recibir el hoy desaparecido premio de la Casa que ese año le fue otorgado. Poco sabía de su maravillosa poesía y menos de su eminente talante personal. Sus amigos reconocían en él la calidez de un hombre generoso.
No obstante su legado sea muy amplio, pues abarca técnicas narrativas, periodísticas, mitos, fábulas, alegorías, sonetos, octavas, haikus, poemas en prosa, etcétera, que son mundos literarios que permanecen en su rica obra, en esta breve nota homenaje sólo habré de referirme a su poesía: esa presencia misteriosa en la vida de cualquier hombre. Nicolás Guillén, refiriéndose a su trabajo periodístico, dijo: «Aunque sus crónicas describen la realidad de la época en los terrenos social e histórico, escribe como poeta, no como historiador».
Pacheco nos confiesa que la poesía siempre estuvo presente en su vida, desde la lejana mañana en la que asistió en
el Palacio de Bellas Artes a una adaptación musicalizada del Quijote de la Mancha dirigida por Salvador Novo. Tenía ocho años y nos cuenta que en esa oportunidad sintió por primera vez el vértigo de la emoción poética, aturdimiento que nunca le abandonó.Con una de las obras poéticas más importantes de la literatura hispana de los últimos tiempos, es considerado por algunos el gran romántico del siglo xxi. La crítica lo sitúa dentro del grupo de poetas del post boom (Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Juan García Ponce, Huberto Batis, Sergio Pitol, José de la Colina, Salvador Elizondo, Carlos Monsiváis, entre otros) que practicó una poesía, en su momento, renovadora y en contra del protocolo riguroso de las estéticas decimonónicas. Esta generación juzgaba el cercano pasado como algo que es inminente transformar desde la fuente.
Es inevitable referirse a Pacheco sin abordar espacios ya transitados por otros. Esto se lo atribuyo a la extrema nitidez de su propuesta, en la que los elementos que la constituyen aparecen ante nuestros ojos sin velos que los cubran.
Su poesía examina el tiempo –su tema cardinal– con una visión que nos recuerda inevitablemente a Bachelard y a Barthes; el tiempo que se trasfigura en una experiencia en la que el hablante y el lector renacen en el momento de la coincidencia; el tiempo que son las resonancias del pasado surgiendo del poema; que es lo mismo que pasa, ese trasegar día tras día:
Esa niña que habita en el recuerdo de una anciana, muerta hace medio siglo, es en la foto nieta de su nieto, la vida no vivida, el futuro total… (“Edades”)
–el tiempo entero es muda mutación. Celebremos el paso de los años. El que fui en otro mundo repite sus palabras ante un teatro sin nadie–. (De Irás y no volverás)
Pero también explora la naturaleza y las cosas cotidianas:
Inmateriales astros intangibles; infinitos planetas en desplome. (“Copos de nieve sobre Wivenhoe”)
Entre tanto guijarro de la orilla no sabe el mar en donde deshacerse. (“El mar sigue adelante”)
De sus labios no mana sangre: brota la noche y enluta al mar y desvanece la tierra, muy lentamente, mientras el pulpo se muere. (“El pulpo”)
Le abatía un estremecimiento recóndito ante las brutalidades y diferencias de la sociedad, le preocupaban los perjuicios que el gran desastre político ha producido al progreso de la civilización, porque era portador de ese malestar radical que sólo experimentan los poetas saturados de entereza ética:
No quiero nada para mí: sólo anhelo lo posible imposible: un mundo sin víctimas. (“Fin de siglo”)
Y el viento era otra vez la libertad que en vano intentamos fijar en las banderas. (“Idilio”)
Su conciencia de la temporalidad nos interroga acerca de la pasión con que investimos o desnudamos el uso de las palabras. Escribir para él es reescribir, así las cosas los poemas no acaban de escribirse nunca. La poesía tiene el compromiso de resignificar el lenguaje. Todo cambia permanentemente y ello nos obliga a replantear la realidad para que la vida no haga agua.
En la certidumbre de que los acontecimientos humanos más básicos y las cosas más triviales están conectados con el universo y sus orígenes, su lenguaje, desprovisto de enredos, sin un propósito expreso, acaso de manera inconsciente, sondea la búsqueda de sentido; persiste en ello como requisito esencial contra ese mundo mentirosamente invariable y compacto: la religión, la tradición, el control social, etcétera. Sabe que discurrimos en un territorio inseguro en el que no hay principios universales ni situaciones inequívocas desde los cuales resistir a lo real.
No tenemos raíces en la tierra. No estaremos en ella para siempre: sólo un instante breve. (“Tarde o temprano”)
En la ignorancia a medias de un idioma ya que el dominio es imposible, las palabras demuestran estar hechas de la esencia del mundo y la poesía. (“Tierra de nadie”)
De su compromiso nos dice: «Mi objetivo es la vida y en la literatura es tratar, dentro de mis limitaciones, de escribir lo mejor posible. Todas mis ambiciones también están dentro de la literatura. Tengo una ambición muy clara, que es una locura, casi como querer ser famoso o poderoso y es la de querer escribir bien» (en entrevista concedida a Elena Poniatowska, para el diario La Jornada, junio de 2009).
Piezas breves –casi aforismos– con meditación sin engaños, de una serena sutileza en la voz que confirma el oficio rebelde de la poesía, su desengaño y su atemporalidad. Lo dolorosamente anómalo y puntual mora en sus médulas. Composiciones que testimonian su función subversiva y esa contrariedad ante la impotencia que produce el no ganar trascendencia en una zona donde no hay valores categóricos perpetuos ni indelebles. Cantos que saben que la poesía no logrará ampararnos –pues por sí sola ella no lleva al engrandecimiento del hombre–, que perciben que la riqueza de la realidad lo supera todo: profusión en hechos elegantes, en exquisitas interrelaciones en la maquinaria sutil del devenir.
Las perspectivas que tenemos de poder seguir existiendo en el siglo más violento de la historia humana no son claras; en medio de un mundo donde el conocimiento está en favor de la muerte; vulgarizado, mediatizado y de nuevo amenazado con la hecatombe, es inevitable el arribo a predios de una conciencia moral que tiene como artículo de fe no creer en nada. Frente a ello sólo queda la ironía, la fina burla, la introspección y agudeza sosegadas que Pacheco supo ver en todo eso donde detuvo su mirada.
Es cierto que su visión del hombre es un tanto desencantada, pero acaso por eso escribió una poesía que se deja entender,
carente de artificios, sin filigranas, con un tono coloquial, conversacional, antirretórico. Para él la aventura humana es asunto de primer orden para la configuración del poema: «Llamo poesía a ese lugar del encuentro con la experiencia ajena. El lector, la lectora harán o no el poema que tan sólo he esbozado».Afirmaba que «la única manera de hacerle preguntas a un autor es leyéndolo, así como la única manera de aprender a escribir es escribiendo». Una y otra vez insistió en que la poesía tenía que ser un «objeto verbal bien hecho, que honre al idioma en que está escrita y que diga algo significativo acerca de una realidad común a todos nosotros pero vista desde una perspectiva única».
Tiene claro que no hay reglas precisas ni parámetros estéticos incondicionales, que todo está inmerso en el enorme interrogante de significados sociales y culturales, que el camino es a través de la lúdica entre lo existente y lo imaginario. Se sabe «el miserable héroe que escapó del combate / y apoyado en su escudo mira arder la derrota» (“Éxodo”):
Mientras escribo llega el crepúsculo cerca de mí los gritos que no han cesado no me dejan cerrar los ojos. (“Fin de siglo”)
José Emilio Pacheco. Foto: Archivo diario La
J ornada de México.