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BREVE ANTOLOGÍA DE INVITADOS INTERNACIONALES A LAS IX JORNADAS DE POESÍA
IX IX
JORNADAS DE POESÍA
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UNIVERSITARIAS CIUDAD DE BOGOTÁ JORNADAS DE POESÍA UNIVERSITARIAS CIUDAD DE BOGOTÁ
Breve antología
de invitados a las ix jornadas Universitarias de Poesía
POR MOTIVOS DE ESPACIO, PRESENTAMOS AQUÍ UNA ESCUETA MUESTRA DE TRES DE LOS POETAS INTERNACIONALES INVITADOS. DE LOS DEMÁS PARTICIPANTES AL EVENTO PUEDEN LEERSE POEMAS EN EDICIONES ANTERIORES DE ULRIKA O EN LA PÁGINA WWW.POESIABOGOTA.ORG
Héctor Freire [Buenos Aires, Argentina, 1953]
Camino a Epidauro
El espíritu es una cosa que dura. Henri Bergson
Cada pedazo de tierra es una construcción en ruinas que no se repetirá nunca, una escritura cifrada detrás de la cual plantas y animales se encuentran por primera y última vez.
Sólo la abundancia verbal para el saber sin nombre de las piedras, mientras los Tholos de Asklepios* son el primer reflejo de la eternidad en el tiempo, el silencio como aura: color marfil y oro, fruto abundante entre los dientes de Artemisa.
Impasibles, los insectos se han detenido en el follaje y sólo los árboles parecen estar vivos:
“Dionisio ha sido domesticado por la mirada de Apolo”.
Ahora, la sombra disminuye y los mismos árboles conforman un único punto ante el vacío ficticio de las manchas de sol del otoño. Brillan negros y blancuzcos, a la vez son frágiles y ricos en movimientos que apenas se perciben. Ningún sonido revela la proximidad de una presencia, y a su alrededor parece duplicarse el silencio del mediodía. En ese instante de lamento sonriente, el porvenir es traicionado:
—“Grecia es un fósil saturado de sol”–
Ahora reluce la niebla y tiende un velo palpitante sobre la lejanía. Hay cambio e intercambio; en Epidauro nada permanece y nada desaparece por completo. –“¿Y qué otra cosa necesita este paisaje?”–Se disipó el día. Se escucha un sonido desde la oscuridad. Es la hora en que “la vida paga el óbolo de la hoja de olivo”.**
A lo lejos, entre los cipreses y los almendros, mujeres de negro parecen flotar inmóviles.
*Antiguo templo de Esculapio. **de un verso del poema “Lacónico” de O. Elytis.
Pintura
En su zoología de intimidad, el gato de Hokusai destaca el impudor que pretende evitar, la infinitud de aquello que los humanos ignoramos. Quizás por eso, su ocio nos resulta demasiado trabajoso. En ese “vacío pictórico” –inservible a efectos descriptivos–se ajusta el contenido de su imagen: una humilde silueta recortada que elimina cuanto sobra. Por un instante ese signo de mesura nos hace olvidar la violencia del mundo.
Álex Chico [Plasencia, España, 1980]
Primer momento
Lo más extraño del viaje es no saber hacia dónde se regresa.
Acaso diría Walter Benjamín que en esos lugares parece haber pasado todo lo que aún nos espera.
Instante
Ciertos lugares conservan el paso de los que se detienen, y deciden –al cabo–observar lo que les rodea. Sin más interés que el de permanecer allí por algún tiempo. Esos territorios en donde el instante pretende ser perpetuo, cercado por un bosque. En esos lugares se aprende a decir: lo desconozco. De ahí su condición inabarcable: siempre quedarán sujetos a una duda. Un espacio –un lugar– que acaba por no saberse si existió, y logrará percutir en la distancia. Donde no ha ocurrido nada y sin embargo se logra no haber sido nunca.
Desde el balcón
a Efi Cubero
Me pregunto si basta con mirar una plaza, observando la calle desde una ventana. Si para sobrevivir, sólo se requiere un poco de armonía, y no resulta necesario contribuir al mundo con interminables y tediosas relaciones.
Me pregunto si alguien puede permanecer siempre solo, ocupando el mismo espacio en silencio, distinguiendo la gente en la distancia, y evitando nuevamente el saludo. Me pregunto si no es posible continuar con una existencia anónima, conformada de percepciones lejanas y mirar hacia uno mismo como un ser satisfecho.
Me pregunto si se puede vivir mirando la calle y al mismo tiempo no pensar en nada.
La parada del autobús
a mis padres
Iniciarás una nueva semana y continuarás así el ritual de tus días. Seguirás la costumbre de levantarte temprano y abandonar con torpeza la habitación. Sabrás, ya desde el comienzo, que tu primera despedida se produjo al cruzar el umbral de una casa. Bajarás a la calle en compañía de tu madre y esperarás, aún con sueño, la llegada de dos autobuses con rutas similares. La alegría consistirá entonces
en abrir bien los ojos, porque se ha visto, a lo lejos, los números 43 o 44.
Buscarás un hueco y convertirás ese espacio en una humilde y meritoria conquista. Con suerte, quizás logres sentarte. Mirarás con sosiego la extraña mecánica de una ciudad durante las primeras horas de la mañana. Su movimiento, calculado hasta el extremo. Su ordenación perversa y, a la vez, admirable.
No conocerás a nadie. En ese rincón del autobús serás consciente del exiguo espacio que ocupamos en el mundo. Un universo aterradoramente minúsculo, pero un universo al fin y al cabo. No conocerás a nadie y sin embargo aquellos viajeros, efímeros y somnolientos, te serán para siempre familiares.
El trayecto será largo y aun así llegarás pronto al colegio (recuerdas parte de su ruta: Rambla de Guipúzcoa, Bac de Roda, calle Mallorca, avenida de Roma…). Aprenderás a construir un territorio a partir de unas pocas calles. Apenas sabías que todo lugar encierra en sí otros lugares.
Recibirás más lecciones de esos viajes. Comprenderás, por ejemplo, que un refugio no se encuentra en un espacio remoto, sino en el hueco que has podido ocupar en un vagón de metro o en un autobús lleno de gente. Comprenderás que para aislarse no se requiere un paisaje desierto. Basta con saberse solo entre otros semejantes con los que nunca hablas. De las horas en el colegio recordarás una tarde. Fuera llovía y la lección avanzaba. Alguien recitaba en voz alta el nombre de los planetas, que por entonces eran nueve. Retendrás esa tarde porque aprendiste uno de los pocos versos que todavía sabes de memoria: monotonía de lluvia tras los cristales.
Allí, pegado a la ventana, siguiendo el curso de las gotas, lograrás imaginarte en otro lugar. Habrás iniciado, sin saberlo, esa costumbre tuya de estar siempre en otra parte. En una fuente de Montjuïc, mientras miras a la cámara. En el parque de la Ciutadella, que en aquel momento te parecía inmenso. En las pistas de tenis que improvisaste con tu padre. En las vías de la estación de Francia y en las palabras que leías al abandonarla (Sí, Barcelona és bona…).
Estarás en otro lugar, porque a media tarde dejarás el centro. Volverás al margen. El regreso bajo tierra será, en el fondo, similar: cambiar de línea, acortar el trayecto con algún juego recién inventado, repetirte a ti mismo unas cuantas palabras por el simple placer de recordarlas.
Así pasarás tus primeros años, en esos trayectos en los que, aún hoy, intentas encontrarte.
Acabas de escribir el poema más largo de tu vida.
José Javier Villarreal [Tijuana, Baja California, 1959]
Sin título iv
Sé que me está viendo desde el infierno de sus ojos, que su fino puñal atraviesa todos los días mi corazón y que afuera, detrás de la puerta, me espera con su terrible desnudez. Sé también que puedo reconocerla en las manos apretadas del demente, en la voz de la vieja prostituta que se empeña en ser hermosa, en esa muchacha turbada por el ángel del deseo. A veces la descubro en el rostro iluminado de la noche, en el vaso con agua que el hombre se lleva a la boca, en el disparo, en el cuerpo que cae en medio de la calle. Pero ahora sé que se tiende en el hueco de mi cama, que es quien cuida de la tranquilidad de mis sueños, quien prepara el desayuno y me despide en la puerta con un beso.
Elegía frente al mar
A Genaro Saúl Reyes
Bajo esta soledad he construido mi casa, he llenado mis noches con la rabia del océano y me he puesto a contar las heridas de mi cuerpo. En esta casa de cuartos vacíos donde las palomas son apenas un recuerdo contemplo el cadáver de mis días, la ruina polvorienta de mis sueños. Fui el náufrago que imaginó llegar a tierra, el homicida que esperó la presencia de la víctima; la víctima que nunca conoció al verdugo. Este día el remordimiento crece, es la sombra que cubre las paredes de la casa, el silencio agudo que perfora mis oídos. Este día soy la sucia mañana que lo cubre todo, el mar encabritado que inunda la sonrisa de los niños, el hombre de la playa que camina contra el viento. Soy el miedo que perfora el cuerpo de la tarde, el llanto de las mujeres que alimentaron mi deseo, aquel que no vuelve la mirada atrás para encontrarse. No sacudo el árbol para que la desesperación caiga, para que el fruto ya maduro se pudra entre mis piernas y el grito surja a romper la calma de la muerte. No, me quedo sentado a contemplar la noche, a esperar los fantasmas que pueblan mi vida, a cerrar las puertas, a clausurar las ventanas. Me quedo en esta casa de habitaciones vacías.
La sequía ha sido tremenda y el verano ha alcanzado temperaturas muy altas; las bayas y los hongos escasean y los osos buscan prepararse para su largo periodo de hibernación; tienen que acumular grandes reservas de grasa en sus cuerpos para intentar ese sueño tan largo que los arrulle y los mantenga fuera de este mundo. Pero ellos, llegado el momento, la hora justa, quieren despertar, estirar sus pesados y rígidos cuerpos; mas el verano y la extrema sequía han diezmado sus alimentos naturales y ellos deben acumular grandes cantidades de grasa para dormir ese sueño tan largo que deberá terminar con la llegada de la primavera. Los osos pardos de Siberia, en su búsqueda por encontrar alimento, han dado con profanar tumbas y devorar cadáveres de viejos, niños y enfermos, de jóvenes accidentados, de hombres y mujeres sorprendidos por la muerte; quizás, incluso, de algunos amantes sorprendidos por la nota roja del periódico local. Los osos –es un hecho- tienen que prepararse para su largo periodo de hibernación, siempre lo hacen y, a sus ojos, no hay razón para dejar de hacerlo. La nota apareció hoy en las noticias de la internet; como ves esta mañana desperté pensando en ti.
Podría hacer e ex eri ento que un ensayista o aco ro one: hacerme pasar por un poeta danés. En ese caso, ya siéndolo, tendría que desconocer mi pasaporte, mi visa y mi credencial de elector, o al menos fingir que estos documentos, tan importantes, también sufrieran una transformación. Mi pasaporte dejaría de ser verde y tendría, forzosamente, una corona; mi visa se me escurriría como agua entre los dedos en el estacionamiento de un gran centro comercial un día que hiciera mucho calor; esto ocurriría en alguna ciudad fronteriza de Texas. Mi credencial de elector ya no me serviría para ejercer mi voto; un tedio inesperado, pero implacable, caería sobre mí y ya no me interesarían las elecciones del primero de julio, obviamente, porque el país dejaría de ser el mío. Este es el punto que me interesa destacar de todo esto. Al convertirme en un poeta danés un reino aparecería y otro se borraría. Las tortugas seguirían, aparentemente, siendo tortugas: animales verdes, pequeños y frágiles, con patitas y colita y un caparazón que más bien parece un adorno que un escudo anti motines, de esos que usan los policías tanto en Dinamarca como en México. Los perros continuarían ladrando como siempre, pero yo los escucharía de otra manera; ese es el punto: el mundo estaría aquí, seguiría aquí, pero yo lo percibiría de otra manera, serían otros los colores, los aromas, los sabores; las texturas guardarían otra relación con la yema de mis dedos, mis oídos se ofuscarían ante la confusión de vocablos daneses y castellanos. No sabría cómo conducirme, cuándo hablar o callar, estrechar una mano o saludar a la distancia. Creo que los daneses no saludan de beso, tampoco se abrazan al encontrarse o despedirse (esto en realidad no lo sé, pero se ha de esclarecer con el paso del tiempo); mientras tanto sigo con la incomodidad del fingimiento, con ese saco demasiado grande de pretender ser lo que no soy o hacer de cuenta. El mundo que deberá seguir siendo el mismo ya no lo será. Las tortugas sólo fueron un ejemplo, pero ¿y todo lo demás? Supongamos que llego a casa en taxi, porque se dice que hay poetas daneses que no saben manejar, que nunca han tenido la necesidad de aprender; no es porque sean flojos o faltos de reflejos; se debe al excelente sistema de transporte que ellos poseen y nosotros no (aún no me he transformado del todo). Llego a casa y no me reconoces, esperas a uno y llega otro (aquí la relación con la Odisea es tan obvia, pero algo así sucedería); ¿dejarías de amarme y, poco a poco, te enamorarías del poeta danés? ¿Yo mismo sabría cómo comportarme? También se dice que los daneses duermen en camas separadas. ¿Las diferencias culturales serían un obstáculo o una seducción? Ahora recuerdo que tuve una amiga que se casó con un danés, jamás volví a saber de ella, se fue a Dinamarca; quizá yo tendría también que irme a Dinamarca y aprender árabe o turco, irme a esos países donde los pasaportes se extravían, las visas son tan estimadas y los ciudadanos se plantean seriamente, y con algo de temor, sus comicios presidenciales. El mundo sería el mismo, pero no me sabría igual. Lo que más me preocupa –de todo este ejercicio propuesto por el ensayista polaco– es que llegaras a enamorarte del poeta danés.
Mis ies no son los pies de Jesucristo, no caminaron sobre la superficie de las aguas, no fueron lavados por María Magdalena. Mis pies no son los pies de Jesucristo, no quedaron grabados en una trágica y dolorosa imagen. Pero mis pies (que no son los pies de Jesucristo) fueron besados por tus labios.