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El silencio de la luna. José Emilio Pacheco y sus relaciones con Colombia

n POR RODOLFO RAMÍREZ SOTO

I

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El 20 de mayo de 1996 estaban en Bogotá, reunidos en la Casa de Poesía Silva, José Agustín Goytisolo, Eugenio Montejo, Darío Jaramillo Agudelo y María Mercedes Carranza. Rosario Ferré debía acompañarlos pero su salud no se lo permitió. Ante su ausencia debían deliberar y decidir entonces por rigurosa mayoría el libro ganador del «Premio de Poesía José Asunción Silva», cuyo fallo se haría público el 24 de mayo, día en que se conmemorarían los cien años de la muerte del poeta bogotano.

El premio convocó a los mejores libros de poesía publicados entre 1990 y 1995. Poetas de 24 países respondieron al llamado y en definitiva 956 libros se postularon a este premio que llegó a ser considerado, así se puede leer en una nota realizada por la redacción del semanario Proceso de México, el más importante de América Latina. «Luego de un minucioso y ponderado trabajo de selección», tal como reza en el acta de premiación, el jurado «decidió otorgar por unanimidad el Premio al libro titulado El silencio de la luna, del poeta mexicano José Emilio Pacheco».

De esta manera, grata y sorpresiva, se daba continuidad a cuarenta años de intensas e importantes relaciones entre el poeta y Colombia. La primera amistad que tuvo con un colombiano se dio a sus 18 años cuando Antonio Montaña –autor de La fauna social colombiana, entre varios otros libros de gran interés– tuvo que salir corriendo del país y exiliarse en México por andar pegando letreritos en

Portadas de distintas ediciones de El silencio de la luna. La del centro corresponde a la publicada por la Casa de Poesía Silva y la editorial Era con motivo del Premio Casa Silva de 1996.

José Emilio Pacheco recorriendo las calles del barrio La Candelaria, en Bogotá, en 1996. Acá junto a la imagen de José Asunció Silva autoría del artista Jorge Olave. Foto: Revista Casa Silva.

las calles y componiendo coplas, que luego cantaba, en contra de la dictadura de Rojas Pinilla. Montaña, de 25 años por aquel entonces, se reunía con Pacheco y Fernando del Paso para participar de unas tertulias en las que el colombiano, cuenta en una entrevista José Emilio, terminaba recomendándoles lecturas a sus colegas mexicanos.

En 1960, a sus 21 años, José Emilio Pacheco se conocerá con Álvaro Mutis, quien llegaba a México procedente de Bruselas y contaba ya con 37 años. En el adiós que se le hizo a Álvaro Mutis, el 24 de septiembre de 2013, Pacheco pronunciará unas palabras en las que cuenta cómo fue su relación: «Durante mucho tiempo fuimos muy amigos. Más [una relación de] amigo-discípulo. Nos invitaba a comer, porque éramos muy pobres, al poeta Francisco Cervantes, a Ignacio Solares y a mí. Fue una persona fundamental para mi vida. Yo lo considero un maestro». Esas visitas a Mutis ampliaron el vínculo con Colombia, de hecho será Mutis quien le presente la obra de Gabriel García Márquez al regalarle un ejemplar de La hojarasca.

Dos cosas más pasarán en 1960 que siguen estrechando esta particular relación entre el poeta y nuestro país. Hará la presentación, en el Ateneo Español, del poeta colombiano Fernando Charry Lara, presentación en la que nace la amistad entre los dos poetas. Y todos los poemas de su primer libro Los elementos de la noche serán publicados por vez primera en la revista Nivel. La revista Nivel fue fundada en México por el poeta colombiano Germán Pardo García –quien en 1981 fuera postulado como aspirante al Premio Nobel de Literatura–, y en sus más de trescientos números, publicados entre 1959 y 1989, tuvieron cabida los más importantes intelectuales latinoamericanos. Pardo García morirá el 23 de agosto de 1991 en Ciudad de México, y trece días antes Pacheco escribía lo siguiente en un texto titulado «Conversación en Pornotopía»:

Li ith: Nuestra época será definida como aquella en la que todo el mundo piensa en el sexo todo el tiempo, excepto durante el acto mismo, cuando la mente tiende a divagar. Caín: ¿Quién dijo eso? Li ith: Howard Nemerov. Un poeta que acaba de morir. Caín: En mi vida oí hablar de él. Li ith: Claro, los poetas son las otras víctimas del nuevo orden. Ya viste cómo terminó hace poco Gabriel Celaya que en su momento fue aclamado y célebre.

Aquí más cerca, ¿qué se ha hecho para ayudar a don Germán Pardo García? Eduardo Camacho Suárez denunció hace ya varias semanas las condiciones intolerables en que don Germán agoniza en su departamento modestísimo. ¿Alguien se ha movido por él? Y durante cuántos años el poeta colombiano pagó de su dinero la revista Nivel para difundir y homenajear a cientos de escritores que hoy corresponden a su generosidad con la mayor ingratitud. Caín: Es que ya nadie lee poesía. Ni siquiera los poetas.

Siendo estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la una , y gracias al poeta Jaime García Terrés, José Emilio Pacheco empezó a trabajar como secretario de redacción de la prestigiosa Revista Universidad de México. Desempeñándose en este trabajo entra en contacto, debido a los intercambios de la revista, con la revista colombiana Mito. Del intercambio entre publicaciones se pasó a la correspondencia, y el cultivo de la amistad, con su director: Jorge Gaitán Durán. Esta relación epistolar dio lugar a una infausta anécdota; cuenta José Emilio Pacheco que, producto de los azares del correo, el 21 de junio de 1962 recibió en sus manos un ejemplar dedicado de Si mañana despierto, el último libro de Gaitán Durán, quien moriría precisamente ese mismo día en un accidente aéreo.

Doce años después de haber conocido a Antonio Montaña, José Emilio Pacheco viaja, en 1969, por primera vez a la capital de Colombia. En una visita a la emblemática Librería Buchholz conocerá a Nicolás Suescún –quien por aquellos días dirigía la sede centro de la librería y se encargaba además de la dirección de la revista Eco, revista que trataba de recoger el legado dejado por Mito–, Suescún le presentará a su vez a Juan Gustavo Cobo Borda y este último se convertirá en, según palabras del propio Pacheco, «mi alimentador de libros colombianos». Desde aquel encuentro, y durante casi dos décadas, José Emilio colaborará periódicamente con la revista Eco.

En 1980 el poeta decide hacer una recopilación de toda su obra poética publicada hasta el momento, la cual presentará bajo el título general de Tarde o temprano. En este primer compendio se reúnen los libros: Los elementos de la noche; El reposo del fuego;

No me preguntes cómo pasa el tiempo; Irás y no volverás; Islas a la deriva; Desde entonces y Aproximaciones –en 2009 se publicará la última edición, realizada en vida de José Emilio Pacheco, de Tarde o temprano. En ella se reúnen todos los poemarios que el poeta publicó entre 1958 y 2009, todos revisados y corregidos–. El 6 de mayo de 1988 su viejo amigo, a quien Pacheco presentó veintiocho años atrás en el Ateneo Español, será el poeta encargado de dar a conocer al público colombiano, en la Casa de Poesía Silva, esta primera versión de Tarde o temprano. En las palabras de introducción a la primera lectura de poemas de José Emilio Pacheco en Colombia, Fernando Charry Lara dirá que el proyecto nace debido a que Pacheco «No se resignó cómodamente a la idea de que la página terminada no debe ser vuelta a tocar jamás. Lejos de aceptar la posibilidad de que existe alguna vez un “texto definitivo”, ha dicho: “mientras viva seguiré corrigiéndome”».

PACHECO «NO SE RESIGNÓ CÓMODAMENTE A LA IDEA DE QUE LA PÁGINA TERMINADA NO DEBE SER VUELTA A TOCAR JAMÁS. LEJOS DE ACEPTAR LA POSIBILIDAD DE QUE EXISTE ALGUNA VEZ UN “TEXTO DEFINITIVO”, HA DICHO: “MIENTRAS VIVA SEGUIRÉ CORRIGIÉNDOME”».

En esta nueva visita a Bogotá, José Emilio, además de compartir sus poemas, conocerá a María Mercedes Carranza y conocerá también, en detalle, el modelo y manera de operar de la Casa de Poesía Silva. «Volví a México con deseos de hacer algo parecido. Di una batalla para que la casa de López Velarde se convirtiera en una como la de Silva». Cuatro años después, en 1992, tras la propuesta de Pacheco y por iniciativa de Alejandro Aura, director del Instituto de Cultura de Ciudad de México, se funda y empieza a operar la Casa del Poeta Ramón López Velarde bajo la dirección del poeta David Huerta, hijo del gran poeta mexicano Efraín Huerta.

La siguiente visita de José Emilio Pacheco a Bogotá es en 1996. Viene para recibir, el jueves 30 de mayo en la Casa de Poesía Silva, el «Premio de Poesía José Asunción Silva». Se completan así cuarenta años de su primer contacto con Colombia.

«Con ningún otro país latinoamericano he tenido relación tan larga, con tantas generaciones de poetas, narradores y ensayistas. Para mi actividad han sido claves los colombianos».

II

El silencio de la luna fue publicado en México por Ediciones Era en 1994. Tras el premio, Ediciones Era y la Casa de Poesía Silva adelantaron en conjunto el proceso editorial de la segunda edición del libro, que constó de dos mil ejemplares. Al día de hoy, contando ediciones y reimpresiones de la obra –donde se destacan dos realizadas en España por la prestigiosa Editorial Pre-textos en 2002 y 2009–, se han impreso aproximadamente más de diez mil ejemplares del libro, lo que resulta ser una cantidad admirable si tenemos en cuenta que hablamos de un libro de poesía y de un autor contemporáneo. Datos que parecen dar la razón a lo expresado por Darío Jaramillo Agudelo cuando escribió, en la contratapa del libro, que el «premio Silva es el reconocimiento a un clásico de nuestra época”.

El libro está dedicado a doña Carmen Berny Abreu, madre del poeta, y en sus 175 páginas reúne poemas escritos entre 1985 y 1993. Los poemas se presentan divididos en cuatro partes: “Ley de ex

tranjería”, “A largo plazo”, “Sobre las olas” y “Circo de noche”. En su momento el libro sorprendió por la variedad de recursos que en él se integran, lo que generó cierto recelo entre sus reseñistas en Colombia dada la importancia, y el monto, del premio con el que había sido distinguido.

Por ejemplo, Víctor López Rache en una reseña tibia, de esas que dicen lo uno pero también lo otro –publicada en el Magazín Dominical Nº 721, en marzo de 1997—, trae a colación la décima estrofa del poema con el que inicia la segunda parte del libro para decir que: «Al leer versos de esta clase, se podría alegar descuido con la imagen, la palabra, el ritmo; pero quizá sea el estilo conveniente para poetizar el fax, la pulga, los utensilios domésticos, en fin, las preocupaciones del hombre actual con su entorno». Como él no puede, o no quiere, comprometerse con una decisión respecto del libro, la deja entonces en manos del porvenir y finaliza su reseña diciendo que el «futuro dirá si El silencio de la luna fue la emoción discreta de un poeta reconocido por su tiempo, o un libro clásico que recogió experiencias de ciudades, épocas y culturas».

De otro lado Carlos Sánchez Lozano, en una reseña que, esta sí, da gusto leer por lo precisa y la puesta en contexto que hace del libro dentro de la obra del poeta –publicada en El Malpensante Nº 3, de marzo-abril de 1997–, le critica al libro cuatro puntos que lo caracterizan: «el abuso del Yo lírico, el prosaísmo y la pérdida del elemento rítmico, el intertextualismo recurrente y la ausencia de la ambigüedad poética». Elementos que utiliza para dar fe de su afirmación al respecto del libro: «es decepcionante, y cuando Pacheco dijo en algún lado que todo libro de poesía es un fracaso nuevo, entendemos su anotación».

Los ejemplos citados muestran los límites extremos que fijan una postura general en la que se mueven las reseñas sobre El silencio de la luna que se escribieron en Colombia: la del escepticismo y puesta en duda de la calidad del libro. Pero, ¿qué fue lo que decepcionó tanto a los reseñistas? Básicamente que no encontraron, por lo menos no con la constancia que ellos querían, esa poesía considerada culta fundada más que nada en los recursos estilísticos y llena de alusiones a personajes o leyendas de la

La poeta María

Mercedes Carranza, directora de la Casa de

Poesía Silva, presenta al poeta José Emilio Pacheco con ocasión de la lectura de poemas por el premio que le fue otorgado en 1996. Foto: Revista Casa Silva.

mitología clásica. La poesía, en últimas, que siempre nos ha gustado a los colombianos. La que se apega al canon.

«Uno ve lo que quiere ver», así dice la sabiduría popular, y como los reseñistas no encontraron lo que estaban buscando entonces no se preocuparon por entender lo que habían encontrado. No lo vieron. Y lo que se encuentra en El silencio de la luna es algo que desde siempre ha sido notorio en la poesía de José Emilio Pacheco, y que se concreta en su ejercicio de recopilación de Tarde o temprano, el deseo consciente por alejarse de una poesía rígida, divorciada del lenguaje cotidiano y enfocada en personajes que no resultan cercanos a nosotros hoy en día. Para hacer efectivo este alejamiento, Pacheco trabaja constantemente –y vuelve una y otra vez a sus libros para hacer los ajustes del caso– en la elaboración de una poesía en la que no es clara la división entre verso y prosa y más bien busca encontrar la que sería, como se lee en un ensayo suyo titulado justamente así, “La poética y la poesía del prosaísmo”. Así entonces los puntos que Sánchez Lozano señala como debilidades del libro son justamente los que sustentan la nueva poética en la que trabaja José Emilio.

Pasemos a revisarlos:

1. «el abuso del Yo lírico»: el señor

Carlos Sánchez considera un abuso el reiterado uso de un sujeto ficticio, que emplea la primera persona gramatical, porque lo malentiende como la voz del propio poeta remitiéndonos a sus experiencias particulares que no llegan a ser universales. No obstante, resulta evidente en el libro que pocos son los poemas en los que habla el poeta y muchos más los textos poéticos en los que este crea un personaje que le da voz a un ser abatido, o radical, o simplemente a una reflexión, con la clara intención de que sea el lector, al apropiarse del texto, quien termine meditando y tomando una decisión al respecto de lo leído. Solo así podemos entender un poema como “Obediencia debida”:

Dispare, me dijeron. Obedecí. Siempre he sido obediente. Por obediencia conquisté un alto rango.

Es una inmensa dicha hacer fuego. Desde luego lo siento por los caídos.

No soy un hombre bueno ni un hombre malo. Me limito a cumplir las órdenes. Pienso que es por el bien de todos.

Salvo que tercamente alguien quiera pensar que fue José Emilio Pacheco quien efectivamente disparó tras la orden, lo que el texto nos presenta es un personaje ficticio que actuó de una manera determinada ante una situación particular común a nuestros tiempos. Y nos traspasa una serie de preguntas: ¿estamos de acuerdo con la manera de tal proceder?, ¿haríamos nosotros lo mismo?, etcétera. Planteamientos que hacen que sea el lector quien dé término al texto poético tras contestarse los interrogantes que el poema despertó en él. De allí que sea tan importante en la poética de Pacheco el empleo de este recurso. Un hombre ancestral, de los que no podían hablar, es quien habla en “Prehistoria”; un lobo, no José Emilio, el que lo hace “En la república de los lobos”; y en general en los textos de El silencio de la luna aparecen varias personificaciones de seres humanos reflexionando, o haciéndonos ver de manera nueva, eventos y objetos que son cotidianos a todos nosotros, como en “Anversidad”, donde el pretexto para la reflexión será una simple moneda.

2. «el prosaísmo y la pérdida del elemento rítmico»:

como ya lo mencioné anteriormente, esta característica en la poesía de Pacheco se debe a su búsqueda personal de poner la musicalidad del verso en función del tono coloquial de una conversación. Lo que no le hace perder el elemento rítmico sino que le da una nueva manera de sonar a sus poemas, una más cercana a nosotros quizá, y al uso que hace del lenguaje en los mismos. En el siguiente fragmento del poema titulado “Las jaulas” se puede apreciar lo enunciado:

La inmensa paradoja es que se ha hecho justicia: a nadie en el reparto de los males se le negó su rebanada.

3.

4. La musicalidad de los versos se sustenta en la repetición de la letra a en cada uno de ellos. Pero su música pasa a un segundo plano porque le ponemos más atención a lo que el personaje nos está diciendo directamente a nosotros. Sin embargo, podemos hacer el siguiente ejercicio para resaltarla:

La _____sa para__ja __ ___ __ ha ____ ____cia: a na___ __ __ __par__ __ ___ ma___ __ __ ____ __ __banada.

Al resaltar así los enlaces sonoros notamos claramente la rima interna del primer verso y la asonante entre el primero y el tercero. Música entonces sí tiene esta poesía, pero toda ella está en función del contenido de los poemas.

«el intertextualismo recurrente»: teniendo en cuenta que el libro lo conforman más de cien poemas, resulta curioso que se le llame recurrente al hecho de que ocho resulten ser poemas glosados, y tres o cuatro más hagan alusión a personajes, o textos, históricos o literarios. Una cantidad tan reducida más parece una particularidad del libro que una recurrencia. Un guiño del autor al lector para recordarle que los poemas no son dictados por musas sino constructos del lenguaje que pueden nacer en el Libro primero de los reyes; la nota de un diario como Excélsior; en la Patrología Latina; en el Diccionario de uso del español de la señora María Moliner; en The Random House Dictionary; en la Guía de la Ciudad de México o en las palabras del sermón pronunciado por el padre Antonio Olivera el 2 de noviembre de 1691 en Ciudad de México. La poesía está en todas partes y cualquiera de nosotros es capaz de reconocerla en el más inesperado de los lugares, parece que eso dijera Pacheco con esta señal.

«la ausencia de la ambigüedad poética»: finalmente se le reclama al libro el tratamiento directo de sus temas. En los anteriores ítems he mostrado cómo la construcción de personajes y la musicalidad envuelta en la cotidianidad del

lenguaje dan fe del tratamiento poético, y no directo, de sus asuntos. Ahora bien, la cuarta parte del libro: “Circo de noche”, es en la que se revela con más nitidez este tratamiento pues precisamente el circo se convertirá aquí en la gran metáfora de nuestra sociedad y nosotros, los lectores, nos vemos así obligados a convertirnos en alguno de los personajes que actúan en el circo o en parte del público que asiste a observar la función. Todo depende del papel que reconozcamos que desempeñamos en este ordenamiento social que Pacheco critica acá tajantemente.

Así pues, cuando en esta parte final del libro leemos el poema “Las pulgas”, Pacheco no se refiere al insecto con imágenes descuidadas ni tampoco lo está poetizando per se –cosa que López Rache nos dice que podríamos alegarle o admirarle al texto– sino que lo emplea para establecer el símil con el ser humano: «aquí en esta prisión los divertimos / con nuestro desempeño casi humano». Una comparación que le permite miniaturizar a los seres humanos y observarlos tras un «vidrio de aumento» para verlos desvivirse por complacer por un instante a “El Gran Entrenador” y aun así terminar aplastados pues «Las Pulgas no contamos ante El Señor”. Torpe resulta entonces, por decir lo menos, que se le reclame al libro ausencia de ambigüedad poética.

Por último, quisiera resaltar una particularidad del libro que se hace notoria veintitrés años después de su primera publicación y que lo emparenta con los grandes libros clásicos: su condición de atemporalidad. Hoy en día poemas como “Limpieza étnica”

adquieren una inusitada intensidad debido al contexto histórico que los rodea:

Dijimos: nunca más. Y ahora, monstruosa, Se repite la historia.

Un texto como “El ilusionista”, donde un viejo mago se aferra a su puesto porque no quiere perder el poder y termina siendo echado a patadas para ser reemplazado por un joven mago que al conocer el poder no quiere ya perder su puesto, describe perfectamente la situación política que hoy en día atraviesan varias naciones vecinas a Colombia. Y Colombia misma, por supuesto, pero quizá sea en “Armisticio” donde hoy en día nos caiga el agrio guante a los colombianos, pues en él leemos al respecto de dos grupos que, tras haber combatido mucho tiempo, firman la paz. Lamentablemente al llegar a casa los excombatientes de los dos bandos van a descubrir que ahora es la sociedad civil quien no les da cabida y no quiere saber de ellos:

Todo nos separa. Ya no tenemos de qué hablar. Donde hubo afecto hay resentimiento, rabia donde existió la gratitud. Los mismos a quienes creímos conocer de toda la vida se han vuelto extraños. Qué desprecio en sus ojos y cuánto odio en sus caras. Los nuestros son los otros ahora. Cambia de nombre el enemigo. El campo de batalla se traslada.

En fin, El silencio de la luna es uno de esos buenos libros que cada vez que uno lo lee nuevas cosas tiene para decir. Si lo ve por ahí no pierda la oportunidad de leerlo.

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