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José Emilio Pacheco en la Isla de Utopía

Foto toma da de internet.

n POR MARGARITO CUÉLLAR

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Hacer un retrato de José Emilio Pacheco requiere de cierta destreza. Los trazos se bifurcan. A veces dibujan al autor de Los elementos de la noche y No me preguntes cómo pasa el tiempo, libros que, si México tuviera memoria, serían piedra angular de la poesía mexicana.

Otro trazo apunta a su presencia escurridiza, en apariencia nerviosa e insegura previo a enfrentarse a su público. Parecía un momento cruel la hora de responder por su obra ante los lectores. Y si es poco decir que JEP le devolvió a las palabras amistad y generosidad su verdadero valor, también lo es el hecho de que fue y sigue siendo un autor privilegiado y apapachado por su público.

Pacheco ironiza el asedio, al que le tenía pavor. «Maestro, usted no me conoce, soy Fulana de Tal, mis padres me leían sus poemas en la cuna», imita la voz de una estudiante de secundaria empeñada en leerle poemas. Me lo dijo José Emilio, entre risas de angustia, mientras daba rodeos enormes para que olvidara la entrevista que pretendía hacerle. «Ya sabes que me aterran las entrevistas y que la modestia me impide hablar de mí mismo y de mi obra».

En los breves encuentros que tuve con JEP lo vi aterrado ante la gente, las preguntas del público y los intrépidos que se lanzaban al ruedo y le mostraban sus textos. ¿Cómo dibujar a ese JEP que parecía aspirar a la invisibilidad?

Los lectores que en la década de 1980 asistíamos con embeleso a las páginas de La sangre de Medusa (1958) nos asombraba la madurez literaria de su autor. Al menos yo, que lo adopté como maestro, creía, y sigo pensando, que La sangre de Medusa y No me preguntes cómo pasa el tiempo contenían los rasgos de una literatura que, alcance la forma de cuento, crónica, novela, poema, ensayo

o aproximación literaria, es un llamado de atención al deterioro ético, al desastre ambiental y a la desmemoria, y el ideario de una visión pesimista y apocalípticamente esperanzadora.

Pacheco tenía poco más de 20 años de publicar cuando dijo en un foro de escritores en París: «...si se hubiera dedicado a otra actividad, estaría tramitando su jubilación, su asilo de ancianos, su sepulcro». Lo dijo en tercera persona, como si fuera el relator de un extraño. Con la certeza de quien ha tenido «el pudor de no abusar de la primera persona» y la modestia de ser «el más viejo de los aprendices, decano de los principiantes»; el que «cada vez que emprende el más sencillo de los textos comienza de nuevo»; el que «desdeña la locura del éxito, la publicidad, el renombre y padece la demencia anacrónica de querer escribir bien».

Pacheco es un autor que, pese a su obsesión por registrar un pesimismo siempre renovado, se reafirma en Oscar Wilde convencido de que «no vale la pena ningún mapa que no incluya la isla de Utopía».

Otro trazo nos permite algunas constantes en su obra: la infancia y la adolescencia desde la fugacidad, el olvido, la nostalgia y el recuerdo como hilos conductores. El naufragio, la caída, la derrota y el holocausto, símbolos de un mundo decadente, y la fantasía como elemento integrador, sobre todo en sus cuentos. Presencia de humor fino y sarcástico. Reclamo al poder, a la corrupción, la depredación y la barbarie.

Para decirlo en voz del Carlitos, el personaje de Las batallas en el desierto: «Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Ya a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia».

Con Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis, JEP es la conciencia crítica del fin del siglo xx. La devastación, la denuncia, la parodia y hasta la ridiculez de una nación son la médula de su obra.

JEP fue un devorador de libros y del entorno urbano. «Desde niño he frecuentado la lectura de Quevedo y la música de Brahms. Mucho deben mis versos a la pintura de Rufino Tamayo [...] En el afán de encontrarme he transitado, en forma exigua, por muchos géneros literarios [...]», respondió a finales de la década de 1950 a una pregunta de Emmanuel Carballo.

Cómo olvidar las ráfagas aforísticas de JEP durante un encuentro de escritores en Monterrey en abril de 1993. Compartimos algunas:

El siglo xx puede ser el mejor o el peor de la historia, pero ha sido el más breve; empezó en 1914 y terminó en 1991. * El desastre mexicano de los 90: cierre de librerías, fin de las editoriales, paulatina desaparición del libro de bolsillo. * De las crisis ecológicas a los límites del apocalipsis, las fábricas de papel figuran entre las más contaminantes. * Por cada librería cerrada abren cinco videos. * ¿Se debe leer por obligación lo que en principio debería hacerse por placer? * La literatura, en el amplio sentido del término, es un gran misterio. * Volvemos a la era de los cuadernícolas. * No se puede ser autoritario para cancelar la imaginación de las generaciones futuras. * Las letras de rock hicieron legible la poesía.

Foto: Charol Gualteros, B iblioteca J.G. Cobo Borda.

Insisto: hacer el retrato de José Emilio Pacheco es tarea imposible. Se escabulle entre la desmemoria de un país y la presencia ausente que se impone.

Un martes de junio de 2009 recibí una llamada de JEP en la redacción de M Semanal en la Ciudad de México. Lo intentó días antes al hotel Virreyes, al celular, a la revista misma. Yo le había enviado dos mensajes por correo electrónico. En el primero daba mis coordenadas en la ciudad de México; en el segundo le comentaba que lo vi en el homenaje a Ramón Xirau en Bellas Artes, pero que mi timidez y el asedio de sus admiradores impidieron acercarme. Enzia Verduchi, entonces titular de Literatura del inba, traía cara de consternación porque a Pacheco no lo dejaban en paz.

En ambos correos le comentaba que sería bueno que tuviera una charla con M Semanal. Que ya sé que pocas veces concede entrevistas y que su modestia le impide hablar de sí mismo y de su obra. Que no sería una entrevista más sino una charla sobre la Ciudad de México, su ciudad.

Mientras me da instrucciones en detalle para llegar de a su casa de Reynosa 63, colonia Hipódromo Condesa, más me enreda; sobre todo porque las calles y los lugares que menciona me son desconocidos y mi cabeza no los registra, por más esfuerzo que hago. —¿Cuál es la estación del Metro más cercana? –le pregunto. —Patriotismo. Sales hacia Chaperol, intenta cruzar Circuito Interior, lo cual es una verdadera hazaña. Me gustaría que nos viéramos en otro lugar, pero esta ciudad se vuelve cada vez más complicada –me dijo un tanto agitado.

Me sigue explicando: Centro Cultural Bella Época, Tamaulipas, Salvador Alvarado, un edificio grande, Hospital San José de la Montaña, viernes 13 de febrero, para variar, 9 a. m.

Alejandro González me hizo un plano en mi libreta un día antes. Ese día me desperté a las seis de la mañana. Nada comentamos en la charla-desayuno, yo llevaba diez preguntas en la manga de la camisa.

Me habló de un libro de poemas que llevaba trabajando durante más de diez años: Como la lluvia. Bromeó con los comentarios de alguno de sus lectores: «Maestro, usted no me conoce, soy Fulana de tal, mis padres me leían sus poemas en la cuna». Esa vez mencionó también un poema recién publicado en una revista de Puerto Rico. —Estoy tan mal –dice sin dejar de reír– que mandé el df y le puse Bajo la lluvia, en vez de Como la lluvia. Es algo pavoroso. 

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