7 minute read

por Joaquín Mattos Omar

Next Article
Eduardo Varela

Eduardo Varela

RAÚL GÓMEZ JATTIN : la consciencia de la locura

n ENZIA VERDUCHI

Advertisement

Dino Campana

En La vida fácil, Alda Merini declara: «A quien me pregunta cómo acabé en un manicomio, ahora puedo darle una respuesta: había encontrado a un hombre que comprendía mi necesidad de vivir». Y ese hombre fue el narrador Giorgio Manganelli, su primer marido, quien la recluyó y la visitó durante catorce años en el psiquiátrico, tiempo en el que permaneció en un total silencio literario. Posteriormente, su enfermedad mental fue tema toral y fuente constante de inspiración de sus versos. Ya recuperada, escribía con lucidez y, como señala Ma

Señores habitantes

Tranquilos que sólo a mí suelo hacer daño Raúl Gómez Jattin, «Conjuro»

ría Corti, «a pesar de que los fantasmas que recitan y protagonizan en el teatro de su mente provienen, a menudo, de los lugares frecuentados durante la locura».

A los 33 años de edad, Dino Campana fue internado en el manicomio de Castel Pulci, en la provincia de Florencia. A los 34 años Alda Merini fue recluida por primera vez en el psiquiátrico Paolo Pini de Milán. A los 35 años, Raúl Gómez Jattin publicó su primer libro Poemas (1980). Y los últimos 36 años de su vida Friedrich Hörderlin vivió su insania a orillas del río Neckar, en Tubinga.

A diferencia de Merini, quien en su clarividencia volvía sobre sus propios pasos por los pasillos y recovecos de un pasado oscuro y doloroso, Gómez Jattin, según Carlos Monsiváis, «revisó a diario la bitácora de su autodestrucción». Así, desde sus primeros poemas, observamos el despunte y el registro de su esquizofrenia:

Pero la Ira tiembla en sus entrañas Ira de ceguera y soberbia Ira de sentirse poco Ira de desleírse como una fruta podrida Ira torpe del que padece una locura que no es de su medida. («Ira infame»)

Raúl Gómez Jattin estuvo consciente, hasta que su consciencia se diluyó, nunca perdió «el contacto mental con la realidad. Un loco no puede crear. Y yo tan lúcido que hasta loco fui». Con lucidez aborda «el juego de la locura» y dicho juego le fue útil para crear poemas audaces y disruptivos sobre su homosexualidad, bisexualidad, masturbación, zoofilia y drogadicción, desbordando así las márgenes de la contenida tradición poética colombiana. Versos que lo han definido como poeta maldito y lo han convertido en un poeta de culto, pero que fueron confeccionados –como indica Darío Jaramillo– en pleno dominio de su oficio:

Me enfurece que se venda la imagen pública del poeta loco. La realidad era más dura. Si se quiere, un loco que antes de enloquecerse, fue poeta: la locura no es un delirio creativo; la locura es triste. Aquel pobre individuo que incendiaba cuartos de hotel o se desnudaba donde no se usa o que agredía al amigo generoso, ese Raúl que deambuló por Bogotá y Cartagena cerrándose puertas, no era el mismo individuo que compuso el Tríptico cereteano en intervalos de lucidez y de decencia con él mismo y con el mundo.

La poesía es producto de la lucidez, lucidez que llega a versar sobre zonas oscuras del alma y del cuerpo. En cuanto fue poeta –y mientras lo fue– logró tender puentes de amistad. Y no porque estuviera escribiendo poesía, sino porque mientras la escribía era un individuo que se amaba a sí mismo, que no se hacía detrimento ni se infligía heridas y porque, también, lograba con el reconocimiento a su poesía una autoestima que lo volvía un ser divertido y grato cuando estaba lúcido. […]

Me enfurece que se asocie a la poesía con aquella dolorosa miseria de Gómez Jattin descalzo, en paños menores, dispuesto a golpear a sus mejores amigos, a gritar salvajemente a la directora de la biblioteca o al profesor de historia por deudas imaginarias. Mentiras: entonces no escribía poemas. Sufría y –con él– sufríamos muchos, él a su manera desgarradora, nosotros con la solidaridad humana ante el deterioro de ese ángel brutal e inconsciente y dañino que antes, en épocas de sosiego, en intervalos de paz, en un vano intento de salvación personal, escribió hermosos poemas. («El transgresor inocente», Revista Casa Silva, núm. 11, 1998)

Respecto a la escritura, Hernán Bravo Varela, en su ensayo «Raúl Gómez Jattin: nuevo elogio de la locura», observa:

En Los últimos pasos del poeta Raúl Gómez Jattin, Vladimir Marinovich Posso confiesa que le había llamado la atención la inusual estructura de la poesía de su biografiado «porque partía la línea sin rima, sin lógica, sin ilación, sin descanso, sin una pausa respiratoria. [...] Entonces me hice a la idea de un poeta más preocupado por el torrente de imágenes así truncadas en una línea, sin signos de puntuación, que por […] la utilización de modelos tradicionales de escribir poesía». Pero falta algo más: la total correspondencia que Gómez Jattin estableció entre fondo y forma, entre la circunstancia y los medios para transmitirla. Como bien supo el surrealismo, la locura poética, expresada en un «torrente de imágenes así truncadas», puede renunciar a la sintaxis y la puntuación sin perder discernimiento. Así, cada poema de Gómez Jattin es un artefacto de ideas que confecciona oscuros objetos del deseo, una «máquina de cantar» (Antonio Machado) que

Raúl Gómez Jattin.

Foto: Fred López, en el libro Arde Raúl.

articula el discurso gutural del desquiciado, el gemido de dolor, el jadeo amoroso y, por ende, la experiencia alucinante que rodea a sus galimatías. (Los orillados, col. Pértiga, unam, 2009. p. 65)

A la puntual reflexión de Bravo Varela sobre «la total correspondencia que Gómez Jattin estableció entre fondo y forma», debemos considerar el estilo del poeta cartagenero, el cual instauró desde su primer libro. Esa «inusual estructura» que anota Marinovich, «el torrente de imágenes así truncadas en una línea, sin signos de puntuación», la encontramos a lo largo de su obra.

En esa escritura de imágenes vertiginosas, de ritmo galopante y música insidiosa de Gómez Jattin; en ese lenguaje «desenfadadamente humano: vigoroso, desnudo, preciso», como hace notar Rafael del Castillo; hallo un maridaje con lo Cantos órficos de Dino Campana y en ambas propuestas se encuentra «una lucidez que implica deshacernos por un momento de toda camisa de fuerza».

Antes de que Friedrich Nietzsche se lanzara al cuello de un caballo exhausto para protegerlo del maltrato del cochero, en la Piazza Carlo Alberto de Turín, y le pidiera a la bestia perdón en nombre de la humanidad; antes de que la incoherencia y la blasfemia se apoderaran de su mente para luego orillarlo al silencio durante una década; Nietzsche formuló una de las propuestas de pensamiento más vigorosas en la historia. «¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! ¡Y lo hemos matado nosotros!» (La ciencia jovial: La Gaya Scienza, 1882).

Raúl Gómez Jattin, en una larga entrevista para la televisión, en 1995, le comentó a su gran amiga, la artista plástica Bibiana Vélez:

Mi dios es una imaginación de dios, no de una fe. Ojalá existiera dios, sería mejor, habría alguna esperanza; pero hay tanto mal en el mundo… Tampoco creo en el diablo, ese mejor que ni exista. Para mí, la divinidad brota de toda la naturaleza, brota de lo mejor de los hombres, brota de animales, plantas y minerales… Yo he sufrido, por eso digo que no he visto al diablo sino como una alucinación. (Imaginario, dirigido por Roberto Triana Arenas, Colcultura, Colombia, 1995)

Esa divinidad que «brota de toda la naturaleza» Gómez Jattin la celebró con ternura y llaneza en Tríptico cereteano y Amanecer en el Valle del Sinú. Ahí el poeta es un «panteísta exuberante, vital y dionisiaco, que cantó y bailó en las riberas del río Sinú transformando a todos los seres, desde la gallina al hombre,

Alda Merini. Foto: milanoguida.com

en dioses» (Milcíades Arévalo). Un dios para sí mismo que, al igual de Hörderlin, se preguntaba: «¿Serás capaz de escucharme, de comprenderme, si te hablo de mi larga y enfermiza tristeza?». Raúl, «El Dios que adora» la profusa belleza del Caribe colombiano:

Soy un dios en mi pueblo y mi valle No porque me adoren Sino porque yo lo hago […] Porque amo a quien ama […] Porque amo los pájaros y la lluvia y su intemperie […] Porque mi madre me abandonó cuando precisamente más la necesitaba Porque cuando estoy enfermo voy al hospital de caridad Porque sobre todo respeto solo al que lo hace conmigo Al que trabaja cada día un pan amargo y solitario y disputado como estos versos míos que le robo a la muerte

Raúl Gómez Jattin, quien en su paso por hospitales y clínicas psiquiátricas de Bogotá y Cartagena, entre los arrebatos y el vaivén de una mente que oscilaba en claroscuros, quien vio «al diablo como una alucinación», en El esplendor de la mariposa (1993) y en especial en El libro de la locura (2000), extenuado, optó por llegar a un acuerdo con su «imaginación de dios»:

El encierro es brutal sin embargo aquí me acoge la comodidad de un pan y un lecho. No tengo nada de que quejarme y aunque hubiera tampoco lo haría. ¿Si no me quejo de tener un Dios terrible en las entrañas porque me dolería de mi encierro?

Alda Merini, hacia el final, se cuestiona y se contesta: «¿Qué me falta? Me faltaría el morir, pues ya gocé de todo el infierno de la vida». Así Raúl Gómez Jattin, el más libre, transparente e indomable poeta colombiano de fines del siglo xx .

This article is from: