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por Fernando Linero

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Eduardo Varela

Eduardo Varela

Raúl Gómez Jattin o el exilio de la razón

n MARGARITO CUÉLLAR

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A los exilios políticos y a los grandes éxodos de la humanidad, por motivos de guerra o discriminación racial, habrá que sumar la frágil frontera que derriba los muros interiores del ser humano y lo confinan a un territorio en el que todo fluye a la espera de un mañana que no existe, convirtiéndolo en exiliado de la razón.

Antes de la Revolución francesa, durante el período iluminista, todas las personas asociales eran confinadas en un mismo sitio: enfermos mentales, prostitutas y delincuentes de toda índole estaban unidos por la lógica de la marginación.

Nos ocupamos en este trabajo de un poeta cuya obra literaria, por lo demás luminosa en varios sentidos, oscila entre el objeto de culto y el exilio de la razón. El colombiano Raúl Gómez Jattin (1945- 1997) se suma a la tradición de exiliados de la razón y suicidas que, a lo largo y ancho de la historia, han construido su propia nave de los locos y se han lanzado desde los abismos luminosos sin paracaídas.

Si atendemos a un sentido de la poesía en el que los hilos de la realidad configuran una trama de luz y sombras, donde la lógica es desmontada a imagen y semejanza de un gigantesco andamio sobre el cual el mundo es dibujado y desdibujado, entonces todos estamos locos. ¿No creamos acaso, diariamente, nuestro propio manicomio? ¿No elevamos los muros de nuestra cárcel? Hemos creado un ejército de custodios, dispuestos a disparar contra nosotros mismos en el momento en que traicionemos los ideales de una sociedad que nos empuja a hacer dinero como único fin. Una legión de enfermeros nos colocará la camisa de fuerza en el instante en que, aún despiertos, nos tomemos la libertad del sueño. Ya Hölderlin afirmaba que «la poesía es un juego peligroso».

La historia se ha encargado de que la nave de los locos se desplace por los océanos en busca de quien quiera abordarla. Tripulantes célebres han sido el sufrimiento de Baudelaire, el suicidio de Nerval, el silencio apabullante de Rimbaud, el humor sórdido de Lautréamont, el colorido de Van Gogh, el trajinar de Antonin Artaud, la cabeza de Silvia Plath, las olas de Alfonsina Storni y las de Concha Urquiza, el autoexilio de Hölderlin, las enfermedades de Nietszche, la hipocondría de Edgar Allan Poe, la bala de Verlaine que hirió a Rimbaud, los aquelarres de Blake y su mujer, la ebriedad de Li Bai.

En algo acertaba Platón: «Todo aquel que se atreve a escribir poesía sin estar poseído por el delirio que este arte exige, creyendo que puede ser poeta tan sólo por escribir de acuerdo con determinados recursos técnicos, estará muy lejos de ser un verdadero poeta. Pues la poesía de los letrados siempre será eclipsada por aquella que destila locura divina».

RAÚL GÓMEZ JATTIN O LOS HIJOS DEL ESPLENDOR

Raúl Gómez Jattin es un poeta que se mantiene en la raíz del mito. Esta raíz empezó a dar sus brotes en vida, debido a sus múltiples escándalos y a la elección de una existencia en soledad y lejos, o cerca, según se vea, de las camisas de fuerza que la sociedad le supo confeccionar. Paralelo a ello su obra ha ido creciendo, al grado que hoy en día, por lo menos en Colombia, es uno de esos poetas que son objeto de culto por quienes ven en su vida y su obra un signo de rebeldía con el cual se identifican. Más allá de la reivindicación, el ninguneo, la idealización, el mito y la satanización, Gómez Jattin es un poeta que ha dejado una obra importante y que se empieza a estudiar cada vez con mayor profundidad.

Daniel García Helder ha dicho que Raúl Gómez Jattin es un clásico de la poesía latinoamericana, no por su difusión, los premios o las ediciones agotadas, sino por la perfección literaria que alcanza, lo mismo en el idioma –se trate de sus retratos de familia o de textos sentimentales y eróticos– que en los temas en los que la naturaleza y la historia se perfilan a través de un canto en el que el sarcasmo, el humor sórdido y la crítica aguda a la razón le dan vigencia a su obra.

La mayor parte de esta está contenida en el volumen Poesía, 1980-1989, publicado por la editorial Norma. Ahí están sus libros Poemas (1980), Retratos (1980-1986), Amanecer en el valle del Sinú (1983-1986), Del amor (1982-1987) e Hijos del tiempo (1989). Y también está en El esplendor de la mariposa (1993), considerada su «obra siquiátrica».

Cartagena, paradisíaca ciudad de la Costa Atlántica colombiana, debió haber visto al poeta Gómez Jattin como un apestado. En esta parte de Colombia, el mar, el esplendor y la alegría parecen contrastar con la atmósfera de violencia que prevalece en ese país desde hace décadas. En las calles de esa ciudad amurallada nació y vivió sus últimos años el poeta Gómez Jattin, mejor dicho, el fantasma del poeta; para muchos un indigente desdentado que la madrugada del 22 de mayo de 1997, una semana antes de cumplir 52 años, decide bañarse, vestirse bien y tirarse a las ruedas de un autobús.

Una hora por lo menos estuvo desangrándose en el asfalto de la avenida Santander.

Pasó sus últimos meses con un aspecto sucio, la sonrisa sin dientes, el pelo amarillo, dando tumbos entre la amabilidad y la agresividad, temblando de frío bajo el intenso sol, delirando y hablando con él mismo o con sus fantasmas. La libertad que le daba la indigencia lo condenaba a la lástima.

La misma sociedad que lo rechazó develó, meses después de su muerte, una placa en la plaza San Diego, en la que se inscribe el siguiente texto de Gómez Jattin: «Pájaros hay que habitan árboles venidos del paraíso, una fuente dice, con voz de agua, que el tiempo del nuevo amor se acerca».

Los hospitales y las calles de Cartagena fueron la última morada del poeta. La ciudad fue su paraíso y su infierno. Aunque quizá su descenso a los desfiladeros se había iniciado 30 años antes cuando, siendo estudiante en la Universidad Externado, se entrega a los rituales del consumo compulsivo de marihuana, cocaína, bazuco y hongos alucinógenos.

De esta época es el texto siguiente: «Un probable Constantino Cavafis a los 19 / Esta noche asistirá a tres ceremonias peligrosas: / El amor entre hombres / Fumar marihuana / Y escribir poemas…”.

Sin duda el intento más serio en la búsqueda de una rehabilitación se dio tres años antes de su muerte,

cuando se internó en el Hospital Psiquiátrico de La Habana. No sólo regresó eufórico de Cuba, sino que reconocía que no necesitaba la droga para escribir. Fue sólo un relámpago. Al poco tiempo las cárceles y los hospitales fueron de nuevo su itinerario, y otra vez la marihuana y los alucinógenos encendieron los ánimos de su poesía. Retomaba el camino al abismo, del que sólo emergía a través de sus textos, de los cuales brota una rabia desgarrada, un amargo reclamo a una sociedad de la que se siente víctima infeliz y que lo confina a un mundo de soledad, locura y miseria. «En vez de abogado respetable / marihuano conocido… […] / En vez de hijos / unos menesterosos poemas...», escribe.

El poeta se debatió siempre entre la desmesura de un mundo racional-instrumental, ideado para la producción de dinero y que condena a quien se niega a convertirse en persona «útil». El poeta X-504, Jaime Jaramillo Escobar, se refería a Gómez Jattin como «la única cosa vital, grande, oxigenada, robusta, libre, natural y bella que tenemos aquí: lo único con fuerza joven, originalidad, audacia, libertad y novedad que se encuentra en el bazar de la poesía colombiana».

Poeta en estado puro, mítico en estado salvaje, un marginado, un suicidado de la sociedad, así lo describió Darío Jaramillo Agudelo.

La poesía de Gómez Jattin se erige en llamarada en un país donde el culto a la muerte parece reivin

dicarse a diario. De hecho, en libros como Hijos del tiempo la muerte es el hilo conductor. Gómez Jattin aprendió pronto a sacarle provecho a su locura. No pocas veces la frontera entre lucidez y extravío fueron parte de una comedia humana: «En cambio a mí me toca hacerme el loco. Cuando estoy en la mala, me hago el loco, me arrebato, y los amigos me llevan a una clínica, me dan comida, me pagan un tratamiento, los médicos me regalan dinero, escribo un libro, me lo publican y lo vendo».

El trabajo poético de Gómez Jattin apunta hacia cuatro estaciones:

El lenguaje popular y el clásico se entrelazan. La brevedad del poema intensifica su contenido.

El lenguaje sintético y descarnado es reducido a su expresión mínima.

Una simbología individual forjada en la exploración hedonista.

«Gracias señor / por hacerme débil / loco/ infantil / Gracias por estas cárceles / que me liberan…», escribe en uno de los textos del libro Del amor, donde la muerte es la hermana de los escalofríos y la poesía la única compañera a cuyos cuchillos hay que acostumbrarse.

«En medio del tumulto y la música de acordeones», el poeta se dispone a apostar toda su alcancía a la victoria; la intención, al menos en el discurso poético, es construir un disfraz de carnaval con lo ganado.

La poesía es su confesionario, su catarsis: «En las clínicas mentales lo peor son las monjas / más violentas que agujas hipodérmicas / que la fiebre y la locura / la monja es una energúmena quieta». El ángel, vanidad hecha carne y plumas de placer, es en la poesía de Gómez Jattin la «bestia negligente estúpida y cegada / de vuelo de paloma y vozarrón de trueno».

Poesía con una sexualidad que desborda autoerotismo, zoofilia, bisexualidad, un canto desparpajado cuyo inocente desenfado va del humor al lirismo y del amor a la amargura. Él mismo es uno de sus retratos: «Si quieres saber de Raúl / que habita estas prisiones / lee estos duros versos / nacidos de la desolación / poemas amargos / poemas simples y soñados / crecidos como crece la hierba / entre el pavimento de las calles».

Poco antes de aquel terrible final en que la muerte que lo perseguía y acosaba desde hacía tiempo orillara al poeta a dar el salto definitivo a la oscuridad, escribió: «Estoy prisionero en una cárcel de salud, y me encuentro no marchito, me encuentro alegre, como una mariposa acabada de nacer. ¡Oh, quien fuera hipsila que dejó la crisálida! ¡Vuelo hacia la muerte!».

NOTAS SOBRE AMANECER EN EL VALLE DEL SINÚ

Amanecer en el Valle del Sinú es uno de los libros más breves de Raúl Gómez Jattin, y, por qué no, el más luminoso, el más conversacional, aunque también me parece un capítulo intermedio en ese corto volumen que es su vida y su poesía.

Al igual que Hijos del tiempo, contiene apenas 22 poemas, y al menos al principio expone un tema conversacional mediante el cual, en un tono sencillo, a veces informal, se dirige a quienes de alguna manera pudieran considerarse sus maestros en el arte de la poesía: Jaime Jaramillo Escobar, Álvaro Mutis y Octavio Paz. El tono de los textos es reflexivo y de reconocimiento, entre el halago y el agradecimiento.

Estamos ante poemas íntimos, confesionales, como casi toda su obra. La vida, el tiempo, el espejo como metáfora. En esta, como en su obra total, los puntos en la poesía de Gómez Jattin se unen a los extremos: por un lado la angustia, la depresión, el fantasma de la locura; por el otro la ternura, el paisaje, la salvación, como en el poema «El adolescente»: «Llegó abril / con sus aguas escasas / colocando diamantes en cada hoja / El mes de los árboles aún sedientos / El mes de la enredadera que trepa el muro».

El amor se hace presente desde la adversidad como en «El peor enemigo». El diálogo con su yo interno, su mejor amigo al que apenas conoce, como sucede en el poema «De contrabando».

Hay almas que se acostumbran a la desgracia, a la desmesura, a flagelación. Pizarnik, Plath, Gómez Jattin. El entorno se vuelve gris. Pese a que el poeta, en este caso Raúl, se vuelve áspero, intransitable. En los momentos en que la luz hace ver los claroscuros del camino, el poeta es los otros: la abuela, el

padre muerto. No hay retroceso, el desasosiego, la desolación, las ruinas lo van orillando a desprenderse de todo, menos de la palabra, red de signos que lo mantienen en pie. El ser y su naturaleza autodestructiva terminan minando su lucidez.

A veces parece dejar el poema a medias. No porque tuviera prisa, es que el camino se acortaba. De ahí que en Amanecer en el Valle del Sinú asume la defensa de todo lo que encierre la semilla de la locura. El poeta es consciente de su convicción y la del mundo que le rodea, pero no hay salida: «Voy de hospital en cárcel en conocidos inhóspitos / como ellos Almas con cara de hipodérmica / y lecho de caridad Entregándole mi compañía / a cambio de un hueso infame de alimento». ¿En qué momento el poeta se convierte en mendigo de su propia ciudad? El amanecer de un valle singular parece contradecir el deseo del poeta por iluminar la noche. Fracasa en su intento, pues la luz se le niega. Con Hölderlin, sabe que el esplendor de la naturaleza embellece los días, que el año brota con sus estaciones, aunque la antes lejana y oscura pregunta de la duda tiene pocas respuestas. 

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