EL LEGADO POÉTICO DE RAÚL GÓMEZ JATTIN
Raúl Gómez Jattin
o el exilio de la razón n MARGARITO CUÉLLAR
A los exilios políticos y a los grandes éxodos de la humanidad, por motivos de guerra o discriminación racial, habrá que sumar la frágil frontera que derriba los muros interiores del ser humano y lo confinan a un territorio en el que todo fluye a la espera de un mañana que no existe, convirtiéndolo en exiliado de la razón. Antes de la Revolución francesa, durante el período iluminista, todas las personas asociales eran confinadas en un mismo sitio: enfermos mentales, prostitutas y delincuentes de toda índole estaban unidos por la lógica de la marginación. Nos ocupamos en este trabajo de un poeta cuya obra literaria, por lo demás luminosa en varios sentidos, oscila entre el objeto de culto y el exilio de la razón. El colombiano Raúl Gómez Jattin (19451997) se suma a la tradición de exiliados de la razón y suicidas que, a lo largo y ancho de la historia, han construido su propia nave de los locos y se han lanzado desde los abismos luminosos sin paracaídas. Si atendemos a un sentido de la poesía en el que los hilos de la realidad configuran una trama de luz y sombras, donde la lógica es desmontada a imagen y semejanza de un gigantesco andamio sobre el cual el mundo es dibujado y desdibujado, entonces todos estamos locos. ¿No creamos acaso, diariamente, nuestro propio manicomio? ¿No elevamos los muros de nuestra cárcel? Hemos creado 14
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un ejército de custodios, dispuestos a disparar contra nosotros mismos en el momento en que traicionemos los ideales de una sociedad que nos empuja a hacer dinero como único fin. Una legión de enfermeros nos colocará la camisa de fuerza en el instante en que, aún despiertos, nos tomemos la libertad del sueño. Ya Hölderlin afirmaba que «la poesía es un juego peligroso». La historia se ha encargado de que la nave de los locos se desplace por los océanos en busca de quien quiera abordarla. Tripulantes célebres han sido el sufrimiento de Baudelaire, el suicidio de Nerval, el silencio apabullante de Rimbaud, el humor sórdido de Lautréamont, el colorido de Van Gogh, el trajinar de Antonin Artaud, la cabeza de Silvia Plath, las olas de Alfonsina Storni y las de Concha Urquiza, el autoexilio de Hölderlin, las enfermedades de Nietszche, la hipocondría de Edgar Allan Poe, la bala de Verlaine que hirió a Rimbaud, los aquelarres de Blake y su mujer, la ebriedad de Li Bai. En algo acertaba Platón: «Todo aquel que se atreve a escribir poesía sin estar poseído por el delirio que este arte exige, creyendo que puede ser poeta tan sólo por escribir de acuerdo con determinados recursos técnicos, estará muy lejos de ser un verdadero poeta. Pues la poesía de los letrados siempre será eclipsada por aquella que destila locura divina».