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Por la poesía Poemas y otros textos
Robinson Quintero Ossa
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Converso con el hombre que siempre va conmigo. Antonio Machado ¿Quién se ha puesto de veras a cantar en la noche y a estas horas? Giovanni Quessep ¡Salud a cuantos me leyeren! Mario Rivero
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A l lec t or
Los escritos contenidos en Por la poesía pertenecen a los libros Invitados del viento. Poemas reunidos (Editorial Universidad de Antioquia, 2020), El lector que releyó a Eugenio Montejo. Arte poética de la lectura (2020), Libro de los enemigos (2013) y 13 entrevistas a 13 poemas colombianos [y una conversación imaginaria] (2008). El Instituto Caro y Cuervo y el Festival Internacional de Poesía de Bogotá publican este cuaderno en homenaje a la obra de Robinson Quintero Ossa.
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Daniel García Helder Como Ricardo, el soñador incorregible de Rubén Darío, que recorría de arriba abajo Valparaíso en busca de cuadros y a la pesca de impresiones que luego, por la noche, disponía sobre una mesa de disección “como pétalos de distintas flores mezclados en una bandeja”, el protagonista de la poesía de Robinson Quintero es también un poeta que da “largos y frecuentes paseos solitarios / por parques y arrabales silenciosos”. Uno, lector, se siente tentado a llamar Robinson a este personaje, sin por eso confundirlo ingenuamente con el autor, como tampoco confundiría a Ricardo, el poeta empedernido, con Darío, el poeta por antonomasia, más allá de las congruencias biográficas que llegaran a intuirse en ambos casos. La jornada de este Robinson, lo mismo que la de Ricardo, está prácticamente absorbida por el desempeño de su oficio. Empieza apenas se levanta. Sin mayores preámbulos que una salutación al nuevo día, más un gesto apotropaico para ahuyentar los pensamientos aflictivos, el poeta se dispone enseguida a limpiar y afinar su instrumento, las palabras. Está en eso todavía cuando lo vemos abrir la puerta de entrada para volver a las calles (volver, no salir, porque, como dice el Transeúnte de Rogelio Echavarría, “las calles, más que la casa, son el hogar de uno”). Y lo vemos caminar sin apuro por las aceras, los baldíos, los puentes, a veces silbando, o no cantando, o pateando una piedra, a lo Keats. Casi siempre solo, o acompañado de su perro, o con su doble. El pensamiento constante de la poesía establece una continuidad entre el espacio doméstico y el exterior, invirtiendo o mixturando el sentido de salir y de volver, de adentro y de afuera. “De poner los ojos en una rata nace una música de ideas –escribe Darío–, y aun de ver la ropa lavada
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que tiende la madre en la aldea. Cada paso en la existencia da nacimiento a una lírica expansión. El poeta interpreta el tiempo, el número, el espacio. Siempre está en él el pensamiento. Las apariencias se expresan, se entrelazan las alegorías. ¿Es prosa, es verso? El ritmo impera. Y hay verso y prosa, o solo verso, según Mallarmé.” Los temas, las ideas e imágenes, el tono y el ritmo de los poemas de Robinson derivan del cuerpo que se desplaza por sus propios medios a través de la escenografía urbana. El poema puede asumir la forma de un paseo rutinario, un vagar distraído o un dar vueltas a determinado asunto, igual que un filósofo por su jardín. En ese sentido, el ritmo de los versos y las líneas de prosa se rigen menos por las leyes métricas que por el paso, las pulsaciones y la respiración, como ilustra toda una serie de prosopopeyas: los versos andan, la frase respira, el poema camina, late. Estos poemas contienen numerosas fórmulas de acercamiento entre el mundo de la palabra poética y todo lo que concierne al acto de caminar. La serie de significantes que refieren al primer término (oficio, fraseo, oración, escribir, tónica, palabra precisa, forma, letras, leer, papel, página, libro, cuaderno, etc.) converge con la otra no menos larga que alude al segundo (andar, pasar, correr, rondar, merodear, vagar, dar vueltas, etc.). No es extraño que de esa convergencia resulten proposiciones que apuntan a un arte poética mixta, como “El poema pasea según quien lo camina”, o a cierto modus operandi del poeta; por ejemplo: “Mientras camina, dice la palabra en voz alta, la lleva al paso, templa su melodía”. En uno de sus paseos habituales, el poeta corta al paso una brizna de hierba. La sustrae del pastizal, donde llevaba una vida anodina, y se la lleva a su casa, donde, colocada en un jarrón sobre su mesa de trabajo, se carga de sentido y de misterio. No ya un surtido de pétalos de distintos colores con que el poeta modernista decoraba sus sonetos y nocturnos sino una simple hebra de pasto, sin perfume ni apariencia llamativa: el poeta moderno no necesita gran cosa para celebrar el mundo en un poema. Como observó con claridad Mario Rivero –otro poeta de las calles–, el procedimiento de la poesía de Robinson consiste en condensar ideas y experiencias concretas “en poemas de una sencilla formulación”. Esos poemas están escritos en “un lenguaje sobrio, sin ningún decorativismo”, pero “con presencia eficaz de la palabra justa”. Es decir, una poesía que podría tener su emblema heráldico en la brizna de hierba: simplicidad formal, soltura, precisión lingüística. El fraseo, discretamente elegante,
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es tan llano, tan poco artificioso, que los poemas –salvo cuando están en prosa– prescinden completamente de puntos y comas sin por eso causar la más mínima ambigüedad no buscada. La clave tonal de esta poesía, podría decirse, es la cordialidad. En ese concepto caben la calidez de los enunciados, la gracia natural de los cortes de verso, el tono medio y el tempo de la introspección melódica, más algo que, ilustrado en los detalles, determina toda la obra, como un signo ascendente. En efecto, los personajes complementarios que se cruzan en el camino del protagonista parecieran rodearse, por el poder de su atención afectiva, de cierto halo sobrenatural, mágico o mitológico. Un signo que los eleva por un momento del plano de lo cotidiano. Si el poeta va al peluquero o al dentista, la visita se enmarca en un escenario vagamente alegórico, de resonancias literarias: un dios sostiene el pulso del mortal que mueve las tijeras, el odontólogo es un Virgilio que le tiende la mano en la boca del infierno. El proveedor de bareta deja, a su muerte, el vacío de un médico, un músico, un mago. El que pasa corriendo por el bosque casi tiene alas en los pies, como Mercurio. El trote del perro es tan grácil y melodioso como los versos de Esenin. Los carpinteros de ataúdes colombianos, “con los rostros sucios de aserrín” y todo, ¡cantan! Estos ejemplos no agotan las figuraciones de signo ascendente ni la galería de personajes fugaces que integran además los choferes y pasajeros de buses, las muchachas que barren la acera en levantadora, el linotipista, la vendedora de frituras, alguien que lee en un parque, el lustrabotas y las mujeres que reposan con “sus cabellos recogidos como canastos de astromelias”. Cuando el poeta sale de cacería, estos personajes y los escenarios en que se mueven son presa de su penetración sensible. Los objetos o personas tienden a ser captados en su ser más genérico: el atleta, el que pasa, las muchachas… Ni siquiera el perro tiene raza definida ni nombre de pila. Despojados de todos sus rasgos particulares, el poeta les restituye para el caso uno o dos: la manera de respirar o de mirar, barrer en levantadora, andar ligero como un bailarín ruso… Pero si el poema camina mientras que el poeta da vueltas por los parques y baldíos, recorre los arrabales o discute con su doble cuestiones de autoría, la poesía, en cambio, es un viaje. La diferencia parece de grado, no de naturaleza. Ya el primer libro de Robinson adelantaba desde el título, De viaje, este motivo, uno de los más constantes de su poesía (junto al de la poesía misma y al ir/estar de paso).
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Esta antología concentra en sendas secciones poemas sobre las dos grandes modalidades del viaje, la temporal y la espacial. “Caramanta”, la primera, representa un viaje en el tiempo. Su vehículo no es el verso, como en los viajes y paseos espaciales, sino la prosa. Sin embargo, la diferencia rítmica y estilística que hay entre las líneas de prosa y los versos libres, así como entre los párrafos y las estrofas, es la que puede haber entre una respiración más serena y otra un poco más agitada. En efecto, esta primera sección –inspirada obertura proustiana del libro– está compuesta por una serie de prosas breves de carácter evocativo. Como en un ensueño a la hora de la siesta, el poeta regresa a su pueblo natal, un pueblo encaramado en las montañas antioqueñas que casi no figura en los mapas, como si su existencia se asentara menos en el espacio que en el tiempo. No se trata entonces de una regresión telúrica: el poeta no va vestido de ruana sino con la misma chaqueta de jean azul lavado que usa en la ciudad. No regresa para ver cuánto cambiaron la plaza, las casas y los habitantes, ni mucho menos vuelve vencido a la casita de los viejos, como en el tango de Julio Sosa. Ahora es un fantasma o, mejor, la sombra del futuro que se proyecta sobre sus años de infancia. Y en Caramanta todo sigue siendo como era entonces; las escenas, los paisajes y las personas habrían quedado en animación suspendida. Tras los pasos que dio un día, la sombra recorre los altos caminos, llama a los pájaros y los árboles por sus nombres, proyecta en el cielo claro la silueta de los cerros, las cascadas y corrientes que bajan entre fincas, cercas y alambrados, los charcos de agua brillosa, los senderos en pendiente que llevan al corazón del pueblo. “Cimas de elogio –resume–: pastos y cielos.” Pero, tanto o más que el exterior luminoso, lo que se abre a su memoria son los espacios solariegos de la casa natal. La sombra ronda los corredores y dormitorios en penumbra, el cuarto de baño, la cocina, el sótano, el balcón, la terraza. Se esconde detrás de las cortinas, espía por las hendijas de una persiana. Reconoce la mesa diaria del comedor, las alfombras, los umbrales, la sombra de las tejas, la alberca, los muros del jardín. El elenco de este ensueño está formado por los integrantes de una familia, entre vivos, moribundos y los que parecen mirar y escuchar todo desde sus mudos retratos. Una anciana habla del agua en una palabra perdida. Los niños siguen jugando mientras detrás de una puerta se escucha la tos del abuelo. Los hermanos conversan de una cama a otra hasta quedarse dormidos. Al alba, mujeres alucinadas se peinan con agujas
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cuando llegan del matadero los reclamos angustiosos de un novillo. Probablemente, en esta serie de poemas en prosa se encuentren los pasajes más confidenciales, misteriosos y sensuales de la poesía de Robinson. Si no es una tía que se deja entrever cuando se baña, son las hermanas que danzan con transparencias, como en un posible cuadro de Delvaux: Ya casi medianoche, en la alcoba de puertas entornadas –sin que crean ser vistas–, las hermanas bailan con las batas blancas de tiras azules, las batas de finos prenses que rodean sus cinturas, las suaves telas que insinúan sus hombros y sus pechos.
Los poemas sobre la otra modalidad del viaje, o viaje propiamente dicho, están concentrados en la segunda sección: “La poesía es un viaje”. No se trata de viajes imaginarios, intercontinentales ni exóticos sino de los que tienen su emblema en los buses de larga distancia, esos que atraviesan los valles y platanales y pasan entre las montañas por cornisas que sortean barrancos y precipicios. El punto de vista del poeta puede colocarse afuera y al margen del bus, en sentido perpendicular a la dirección de la marcha, como si estuviera en un parador perdido de la carretera, o bien ubicarse, como el de cualquier pasajero, en un asiento pegado a la ventanilla. En el primer caso, el poeta observa los buses que no sabe de dónde vienen ni a dónde van, o los camiones que transportan ganado del campo a la ciudad por las autopistas del altiplano. En el segundo, “fija con devoción la mirada” en un objeto exterior: por ejemplo, una de esas cruces rústicas que levantan en el descampado los colegas de un chofer muerto en un accidente. El poema deviene de pronto oración por esas cosas abandonadas y generalmente desapercibidas pero que ahora, por medio de esta acción que realiza el poeta desde la comodidad de su asiento, alcanzan el plano de los enunciados (“la poesía hace suyo lo anónimo del mundo”). En un giro más fantasioso, el poeta puede incluso ponerse la máscara del chofer o, mejor, poseerlo como un ventrílocuo. Este desdoblamiento en tercer grado, del autor en poeta y del poeta en chofer, pareciera operar cierta liberación lírica. Dada la amplitud panorámica del parabrisas, el tono consigue elevarse del promedio hasta alcanzar el del canto elegíaco: Ante mí veo lo que un día se borrará para siempre: colinas de altos pastos rojos un río de brillantes peñascos una montaña escasa de luz y otra cumbre más distante donde ya es la noche
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La obsesión del poeta, naturalmente, es el poema: el poema como cifra de una vivencia, de unas ideas e imágenes asociadas a la experiencia del tránsito, y el poema como entidad estética, artefacto hecho de palabras que aspiran –por medio de su resolución formal y plenitud de sentido– a grabarse en la memoria de los lectores más afines. En el prólogo a 13 entrevistas a 13 poemas colombianos [y una conversación imaginaria], Robinson sostiene, apoyándose en Borges, que los poetas alcanzan el reconocimiento de los lectores no por la extensión de su obra poética sino por seis o siete poemas memorables. Algo parecido señalaba Gottfried Benn en un ensayo: “Ningún poeta, aun entre los más grandes de nuestro tiempo, ha dejado más de seis u ocho poemas perfectos; los otros pueden ser interesantes desde el punto de vista de la biografía o de la evolución del autor; pero iluminados con luz propia, en paz consigo mismos, llenos de una fascinación duradera hay pocos. Y a cambio de esta media docena de poemas, los treinta, los cincuenta años de ascesis, de dolor, de lucha”. A Robinson no se le escapan las paradojas que encierra este tipo de razonamiento, pero aun así lo extrema al mínimo: “Sucede muchas veces –dice– que a un escritor le baste un solo poema, magnífico, para que su nombre perdure en el elogio de los lectores, mientras que a otro no le alcanza una amplia y esmerada bibliografía”. Y más adelante concluye: “Son los poemas excepcionales los que mejor hablan de sus autores, y son las palabras impresas en el papel las que permanecen”. La dialéctica que alienta el proceso de la poesía de Robinson se entabla entre la búsqueda consciente y constante de una combinación verbal que se aproxime lo más posible a cierta idea de poema perfecto, o simplemente logrado, y la sensación casi onírica de que “los versos viven en constante fuga”, como si el poema no se dejara atrapar a voluntad sino que se diera solo, en el momento menos pensado, ya casi hecho, como un recuerdo involuntario: Un poema es lo que no esperas Es muchas veces menos que silbar una calle Y no es muy distinto del sol que se para en medio del cielo
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De Caramanta
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La tempestad Voces que cuentan historias en torno a una mesa de comedor, junto a una imprecisa luz, hasta la alta noche sin dormir. Distingo entre ellas –muy medida en la penumbra– a la más serena: voz de suaves acentos que dice sus hablas más claras.
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El miedo 1 Para el miedo que cierra la noche, la memoria de la lejanía, y para el aguacero del zarzo, la fábula del pájaro de tres alas. Para el silbido de los fantasmas, la cruz de sábila y sombra, y para el silencio de las puertas, la música aduendada y la ventana. Para la intemperie oscura, la imagen del guayacán de flores blancas. 2 Al alba, cuando me olvido al sueño, espantan murmullos tras las ventanas, alucinan mujeres peinando sus cabellos con agujas. Al alba, la ventana miedosa mira el amanecer, el silencio que la vigila de los pájaros. Los que viven en los retratos se ahorcan con la luz de las hendijas.
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Cimas Para Milcíades Arévalo En un cuento corto de andanza, por días más claros que el agua más clara de las fincas, voy yo, la cabeza en alto, el paso firme sobre las tramas de la hierba, saltando cercas y alambrados, trepando lomas hasta las trochas de los voladeros –cuando se distinguen abajo, sobre la anchura de las corrientes, los charcos de aguas brillosas, y en la pendiente, los senderos de Caramanta–, voy en este cuento corto de andanza hacia donde alcanza el empinado el firmamento, lejos de sombras y nublados, para sentarme en las salientes de las cumbres, para hablar la luz más alta de las cordilleras. Cimas de elogio: pastos y cielos.
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De la infancia El abuelo enfermó en un cuarto oscuro y estrecho del que no salía. El parlante de un transistor Sony de pilas, bien pegado a su oreja, le traía las noticias del mundo. El dormitorio tenía una ventana con sus cortinas siempre corridas, la cama, una silla incómoda –destinada a las visitas–, y el mueble donde la lucecita del radio titilaba día y noche junto al velador. Su comida enfriaba en las bandejas antes de ser probada, y en el cobertor, la bajo alfombra y alrededor de las patas de la cama, las migajas caídas. Cuando aceptaba compañía, hablaba poco; después el silencio fruncía su gesto, daba el morro a la gente y se dormía. Su cara permanecía siempre hinchada de agua, y su vientre hinchado de agua, y las plantas de sus pies y sus manos. La abuela le mojaba las comisuras resecas y cuarteadas con un trozo de hielo y el abuelo chupaba la escarcha con la prisa de un niño. Desde entonces no meditó el balcón, ni paseó los corredores, ni subió a las terrazas. Se hacinó en su pieza donde, tosegoso, asfixiaba, pedía ayuda malhumorado y se quejaba con frecuencia del fuerte ardor de sus orinas. Se entregó a la medianoche interminable, acompañado apenas por las voces de los locutores de radio y mirando un punto fijo en el techo boca arriba con los ojos cada vez más ciegos.
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Después de su muerte, el dormitorio permaneció cerrado, visitado apenas por la abuela que entraba con sigilo para asearlo y demoraba sacando trastos viejos. Los niños seguíamos jugando en los corredores y a veces oíamos desde la pieza cancelada quejas, toses, el verter del orín en una bacinilla y el ruido de una onda radial mal sintonizada, como si el abuelo siguiera allí, anunciándonos que la infancia aún no había terminado.
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Espejería En la noche peina el espejo, le alarga los cabellos, una y otra vez le alarga los cabellos. Acodado sobre el tocador, absorto en el reflejo, el niño se pregunta cuánto tiempo más demorará alisando el pelo, cuánto tiempo más quitando por las puntas las horquillas. Sueño tiene en los párpados, sueño tiene en los ojos que no están en su rostro.
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Aparición En una pausa de la conversación en la cocina, alguien señaló que una sombra pasó por la puerta hacia los cuartos. Todos nos contemplamos en la media luz, azorados por la imagen de un espanto desandando corredores y piezas. “Tal vez equivocó el camino, tal vez saltó por los muros del patio”, dice la madre después de avistar en la oscuridad. Yo temo que todavía acecha por los bajos de las camas, por los guardados de los armarios o en los retiros de las puertas. Hacia los cuartos de la casa, con la penumbra de la tarde, buscando no sé qué escondite, pasó una sombra.
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La noticia En la sala apenas en luces está la noticia como una visita que llegó de lejos sin avisar. Nadie la esperó venida con la oscuridad, lluviosa de intemperie, interrumpiendo el sueño. Nadie la predijo llegando en mitad de la noche, sin aire en las palabras, trayendo su recado. Alguien llora en la penumbra que desvela, alguien prende de pronto todas las luces de la casa.
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Bañista La tía desnuda en el baño, por la puerta entreabierta, se muestra, y yo no debería permanecer ante la hendija. Pero en el chorro sus nalgas brillan en un extremo de lo blanco y, mientras las mece, ciñe el agua. Por los corredores de la casa merodea alguien –tal vez me sorprenda–. Pero en el baño la tía se descubre para que vea cómo abunda, en la luz de la entrepierna, el vello. De pronto me apunta con sus ojos: prueba que sigo, tras la puerta, mirando.
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La anciana Primero desconoció las voces más cercanas, los rostros seguidos en la luz. Después erró el camino a los patios, y si iba en sentido al comedor tomaba el camino a las albercas, de donde volvía perdida en entresijos. Habló del agua, que le supo limpia, en una palabra perdida. Tras los muros, en los balcones, por las ventanas, en las alcobas oscuras donde se dicen los nombres de los muertos, olvidó las horas, barajó los días con las noches. Y confundió los olores, así que al aroma de las siemprevivas en las vasijas le asignaba el del laurel. Y erró también los sabores, que desaprobaba con sus comisuras resecas. Al mediodía o en la alta noche, las mujeres gritaban: “¡Madre, otra vez se hizo encima!” Y el trajín aprisa por la casa.
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Caballo No conozco el nombre del caballo que monto, el que me lleva muy veloz en el paso, suelto de riendas, deslumbrado por la niebla. ¿A dónde vamos por las pasturas de las fincas, sin freno en el galope, dejando atrás la noche, pasando de largo por el alba? No conozco el nombre del caballo que monto. Lo llamaré “Sueño”.
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Baile Ya casi medianoche, en la alcoba de puertas entornadas –sin que crean ser vistas–, las hermanas bailan con las batas blancas de tiras azules, las batas de finos prenses que rodean sus cinturas, las suaves telas que insinúan sus hombros y sus pechos. Las prendas bordadas con menudas filigranas que las ciñen y desciñen, que las transparentan.
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Cantina 1 Tal vez es su dejo en los tonos bajos o su estilo de apagar la voz en los altos, tal vez es la forma en que trama, como hablada, con la melodía la letra, o en las frases cortas, su timbre suave, casi en reposo, lo que me lleva de ronda, lo que me pierde en la noche. 2 Me desvela, venida con el rumor de la calle, medio cantada en la ventana, la canción de la cantina. Otra vez en la alta noche, en los párpados cerrados, su melodía de ronda. Un hombre canta, un hombre repite su letrilla en dos por cuatro por las sombras.
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Desvelo El hermano yace del otro lado de la cama. Alta noche y con la luz apagada, hablamos mientras llega el sueño. La madre ha puesto en orden las cosas que compartimos: cobijas, almohadas, las cortinas descorridas. Muy pronto, uno de los dos dejará la casa. ¿Cuál primero? Esta noche el hermano descansa del otro lado de la cama y, ceñidos los dos por la misma sábana, calentados por la misma manta, estamos desvelados bajo el mismo techo. (Ya crecimos: es preferible envejecer por separado, lo más distantes posible). Uno de los dos dejará la casa. ¿Cuál primero? Siento de pronto cómo oprime su sien la almohada; su cara medio oculta por la cobija es sueño y sombra. No tiene todavía el rostro pálido el orificio de la bala en su frente. Todavía hablamos mientras llega el sueño.
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Vacío De noche, a solas en el cuarto, una palabra cada vez, intentaba llenarlo.
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De La poesía es un viaje
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Canción del chofer en el parabrisas Ante mí veo lo que un día se borrará para siempre: colinas de altos pastos rojos un río de brillantes peñascos una montaña escasa de luz y otra cumbre más distante donde ya es la noche Un cielo color granate y un viento que entra con sus pájaros en el crepúsculo también de viaje El temblor de los platanales en la carretera las aguas estancadas en las zanjas los abismos por los desfiladeros El oscuro sonido que se hace debajo de los árboles y la última luz viva de la tarde todo en viaje hacia la noche Ante mí veo lo que un día se borrará para siempre
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Los pastizales Hacia las autopistas del altiplano, por parajes sucios de lluvia y de neblina, suben los camiones de ganado después de recorrer las rápidas planicies de los valles. Conducen desde las ferias de los pueblos hasta los mataderos de la ciudad las reses marcadas para el sacrificio. De día y de noche trepan morosamente la cuesta, sus carpas azotadas por los ventarrones de la montaña y sus carrozas sacudidas por los resaltos del pavimento: los novillos, en el encierro sofocante, se empujan, se atropellan contra los barrotes de las jaulas, escarban el cisco maloliente y, tal vez excitados por las fragancias que llegan del campo, embisten con sus astas las compuertas.
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Derrumbe Nadie lo predijo Nadie lo esperó Allí tapando la carretera estaba ese brusco desacomodo de la naturaleza Un momento antes el autobús rodaba entre curvas y rectas cerca cada vez más cerca del arribo Y apareció ese alud como una giba más de la montaña Y quienes iban de afán y quienes no recurrieron a la paciencia esa virtud que nadie aprende Y los que no cambiaron palabras hasta entonces se hablaron Y los que no cruzaron miradas se reconocieron
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Y como si el azar les tuviera una maravilla hace tiempo oculta unos cogieron frutos de los árboles otros tiraron guijarros a la espesura y lavaron sus manos en las corrientes Escalaron las peladas colinas gozaron la sombra de los árboles y contemplaron desde el mirador los calvos peñascos por los desfiladeros …… Pero el tiempo que detenido es sopor irritó los ánimos Los niños lloraron los ancianos –destemplados de rostros– rabiaron desde sus sueños Cada kilómetro no recorrido se hizo precioso Y unos apartaron la tierra otros desplazaron las rocas hasta las cunetas y removieron la maleza y los troncos Rellenaron los baches con piedras destaparon las acequias y abrieron surcos en el pantano Porque el asunto es moverse errar remontar la distancia ser uno mismo lejanía
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Nadie desea dar la vuelta: el regreso es también erosión
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Carretera a la costa
¡La he vuelto a hallar! ¿Qué? ¡La eternidad! A. Rimbaud
Partimos en un Ford 70 trompiamarillo carrocería Pájaro Azul lleno de viajeros Mi padre va al volante yo a su lado Verás el mar –me decía– De niño la travesía demoraba dos días por carreteras destapadas largos desvíos y de trasbordo en trasbordo Los choferes regresaban con los rostros atezados por el sol y sucios de polvo Yo quería recorrer esa lejanía Cordilleras había visto
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valles llanuras pero nunca el mar …… Recuerdo el paso por un alto nublado y después bajadas de miedo parajes polvorientos ríos torrentosos y nombres de pueblos apenas entreoídos Son escenas ahora borrosas y distantes Este bus viene desde más allá del tiempo …… Mi padre va al volante yo a su lado Verás el mar –me decía– Recorrimos largas rectas bordeando las serranías y las ciénagas el horizonte reverberante de espejismos el clima ardiente de las rancherías el sonido por los majaguales las primeras estrellas un rumor una espuma oscura y de pronto la noche y en su oleaje un nombre
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Cruces Acostumbran los choferes en los barrancos de las carreteras levantar una cruz humilde para mostrar a los viajeros el lugar donde murió uno de ellos Son cruces abandonadas a las que en vez de flores cercan la maleza el lodo y la piedra Cruces ante las cuales nadie se arrodilla para orar y dejar un ramo piadoso en memoria de quien no fue héroe en incontables viajes A veces alguien –porque la poesía hace suyo lo anónimo del mundo– fija con atención la mirada y escribe estas palabras esta oración
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Cementerio de carros Cada día el gancho de la grúa descarga otro… En la intemperie junto a la chatarra empieza el lento deterioro Un fuerte olor a herrumbre impregna las latas La pintura tostada por el sol se resquebraja La maleza invade trepa se extiende sobre las gomas y el metal Allí un parabrisas una cabrilla una palanca una bocina Los vestigios de la larga travesía
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Descarga otro más el gancho de la grúa… Los niños juegan a veces entre estos escombros planean rutas sueñan viajan…
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De El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse
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El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse: saludar el día espantar los pájaros amargos limpiar las palabras regarlas y vigilar que no mientan No reproches su caminar ausente su diligencia en nada esa forma de cantar
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Hombre que pasa El hombre que pasa y es solo una mirada ¿de qué lugar viene qué amigos frecuenta por cuántos hijos ríe de cuántos muertos vuelve? El hombre que pasa y es solo un gesto ¿qué oficio desempeña qué moral defiende a qué edad marcha en este intrincado camino de mañana? Yo lo veo seguir sin saludarme sin despedirse confundiéndose entre la gente después de ser yo para él lo mismo: el hombre que pasa y es solo una mirada
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Peluquero Solo ante un dios inclina uno la cabeza y cierra confiado los ojos Solo ante un dios entrega uno sus pensamientos indefenso y sin miedo El poema es el oficio de las manos de un hombre Un dios sostiene firme el pulso del peluquero
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Hormigas Descansen descansen laboriosas Toda la jornada debajo de la mesa han cargado rumbo al escondrijo las migas de mi comida ¿A qué tanto afán? Les diría: cosechen ahora vendrán días de escasez Pero el poema es azaroso –llevará tiempo– y otras migajas rodarán al piso junto al papel hecho trizas No apuren pues obreras Tengan alegre recreo Que yo como otra hormiga –solitaria– seguiré mi tarea
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hasta que no caigan más de mi mesa estos versos
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Sin amor Camino por los baldíos de la ciudad me complazco con el ruido de las hojas silbo a los pájaros espanto a las palomas Sin amor canto en medio del mundo como en el centro de un solar antiguo traigo otra vez a casa mis afanes miro desde mi ventana las horas permanezco persevero doy de comer a las palabras
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Poesía en el cuarto Una leve brizna de hierba me acompaña solo ella para la noche suspendida en un jarrón sobre la mesa Miro su verde pelusa el frágil tallo que se balancea su misterio sin perfume sin ostentación que nada diría en el tramado de los pastizales Sin embargo vela conmigo lleva la fatigosa soledad liviana esta leve brizna de hierba suspendida en un jarrón sobre la mesa
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Trabajan tanto los carpinteros de ataúdes en mi país A mañana y tarde en día laboral y festivo sin vísperas miden trazan cortan Sin importar para quién sin importar si es el propio cofres lisos unos y ásperos otros Como peones al mando del más severo Señor taponan pulen empañetan aprisa En las noches oímos sus garlopas que alisan
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tabla a tabla sus martillos que oprimen clavo a clavo Con las manos llenas de polvo con los rostros sucios de aserrín cantan: ¿son más los de arriba? ¿son más los de abajo? De sol a sol trabajan los carpinteros de ataúdes en mi país
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La vendedora de frituras A Ligia, en esa esquina de La Candelaria Inundando la esquina con el olor de sus guisos se anuncia en las noches. Sabe que en ese olor que se expande está su sustento y por eso atiza la llama, una y otra vez, para que el humo pregone por el barrio la sazón de sus frituras. Ella hace cuentas, repasa en la cabeza y, mientras doran las carnes sobre los carbones, espera paciente, espera a todos, espera a uno. A veces la acera es un confluir de gente, y entre corrillos y risas la vendedora suma la ganancia del día. Pero esta noche la lluvia cae, nadie llega a rodear su fogón, y en la esquina desolada solo se ve a la mujer que, cerca del resplandor de los carbones, calienta sus manos frías.
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Autorretrato El lápiz del poeta se asoma por el bolsillo roto Viene de las calles de la lluvia y espera Se cuelga de la chaqueta raída y está listo para el canto ¿Cuánto tiempo más seguirá vagando sin gorjeo? Ocioso y gastado asoma su punta Mira el día gris sin canciones
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De El poeta da una vuelta a su casa
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Pasa un atleta El manejo sostenido del aire es importante a la hora de intentar el verso –los versos viven en constante fuga– En su trote con el tono el fraseo no debe sufrir ahogos: hay que saber correr la melodía Es necesario además mantener el ritmo –el ritmo es la respiración– sostener el pulso hasta el apunte final Pero lo primero es estar listo a forzar la marcha cuando menos se espera y donde menos se piensa: el poema no hace calistenia corre de pronto Largos y frecuentes paseos solitarios por parques y arrabales silenciosos dan gran fuerza y firme aspiración Así al momento de enunciar no faltará el aliento y se podrá tomar nota y admirar en cualquier paso del camino
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Pintura con pájaro Todo el color del lienzo es nieve. Nieve sobre las cumbres, por las colinas, en los bajos tejados de la casa solitaria. En el camino que se curva y que nadie recorre, nieve. Y en el recodo de un río, un árbol pelado de hojas sostiene apenas sus varas. Y sobre una de las varas una pequeña mancha roja.
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El poeta da una vuelta a su perro 1 Las patas de mi perro están hechas de un arte grácil: su belleza es el aire de la forma. Las patas de mi perro son hermosas como este poema que escribo, si este poema que escribo llega a ser tan hermoso como las patas de mi perro: las patas de mi perro cantan; mi poema, a veces, late. Las patas de mi perro son como versos de Esenin: pasea en su andar, si se escucha bien, una melodía. 2 Tiene mi perro un estilo de pasear que lo distingue, un paso fluido que despierta la admiración de la gente, un ir plácido por las aceras que da gusto mirarlo, un vagar distraído que dan ganas de seguir su rastro; su andar pisa entre más firme más suelto, su trote queda en el aire después de que pasa, su correteo da vueltas en redondo y pone a girar las calles. Se escucha, en lo que escribo, su paso. Con quiebres de gozque, sin lazo de atar, va mi perro en su paseo de olores. 3 El poema camina según el perro que lo pasee. Mi poema, por ejemplo, apenas puede poner su paso, difícilmente encuentra su cadencia, su estilo propio de andar la calle, si sale de ronda con mi perro. Son las patas de mi fiel amigo las que ponen el ritmo, el movimiento que le da porte a la
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forma, son las patas de mi perro caminero las que marcan los acentos y las pausas, las que dejan su rastro en la andadura del verso. Escuchen, escuchen bien: pisa mi perro la melodía que me escribe.
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El poeta da una vuelta a su doble Frágil perseguidor que eres tú mismo. José Emilio Pacheco Mi doble va un paso adelante de mí y no un paso atrás como acostumbran otros dobles: que alguien siempre a tus espaldas te lleve la contraria es inquietante pero no es menos amenazador que lo haga cortando el frente Es el pasatiempo de mi doble coparme la vista obligarme a mirar sobre su hombro: si corro aprisa para adelantarlo corre antes si freno y doy vuelta atrás para que siga de largo
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él frena y da vuelta atrás primero Me escondo en la saliente del muro para despistarlo doy tres vueltas para perderlo pero mi doble un paso adelante siempre va: perseguido ineludible que soy yo mismo que rehace cuando apenas hago que emborrona cuando apenas escribo
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Almacén Para Néstor López Arizmendi Sentado en una silla, al fondo del taller, fuma el cigarrillo del descanso el linotipista. Mira un libro de gastadas tapas y de dudosas tintas que parece entretenerlo. Y pienso, mientras diviso a través del ventanal la media luz del almacén, que tal vez soñó en su juventud ser un sensible hombre de letras, pero el largo horario, la misma linotipia de los días mermó su elocuencia, y hoy, de esa firme vocación, queda apenas algún mal trazado verso. Antes de que se esfume en espirales de humo, antes de que cierre sus puertas el centenario local –me digo–, graba en imborrables líneas el retrato del linotipista.
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Tirado debajo de un árbol 1 Tirado debajo de un árbol recuerdo que, de muchacho, recostado a árboles azuzados de sol, era manía seguir el rumbo de las aves en el cielo. Los viejos, rodeados de perros que les hacían fiestas, movían hilos invisibles en sus manos. Las mujeres sesteaban sus cabellos recogidos como canastos de astromelias. Hermoso era caminar y comer con los amigos, orinar caliente sobre hojas amanecidas. 2 Tirado debajo de un árbol recuerdo el pino y sus ramas ásperas y fragantes. Cuando era niño, mi techo no fue el cielo sino el abundante follaje de un pino. Lejanías divisadas desde su alta copa: no fui mucho más lejos. 3 Tirado debajo de un árbol recuerdo que, cuando era niño, con la oreja pegada a la tierra, escuchaba lo que pronunciaba la hondura, pero no podía contarlo con palabras. Las nubes soltaban la lluvia, la vastedad se descontaba en pájaros, pero yo demoraba asombrado en el habla y el abandono. Con la oreja pegada a la tierra escucho, todavía escucho, pero no puedo contarlo con palabras.
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El poeta da vueltas y vueltas Leído de una sentada sobre la mesa de mi cuarto dejé La tarde de un escritor de Peter Handke Después de leer caminar es seguir leyendo Los carboneros hacen la luz En los árboles opuestos tres pichones pican el mijo –pican el mijo como yo lo leído–: cuenta Handke en un pasaje de su relato que en cierto momento se acordó de un sueño que tuvo: un libro igual que un barco que pone velas está lleno de signos pero apenas despierta los signos desaparecen ……
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Y doy vuelta a otra esquina como quien da vuelta a otra página: caminar es seguir leyendo: Me sentí –cuenta Handke– como aquel legendario pintor chino que desaparece en el cuadro… Los carboneros ya son sombra En los árboles opuestos tres pichones repican el mijo –repican el mijo como yo lo leído– ¿Qué horas son? En la calle es azul la noche y a la vuelta de la esquina la casa no está Se hizo tan tarde que hay luz todavía
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El poeta da una vuelta al jardín El fantasma limpia de hojas sucias el jardín. Donde la tierra es húmeda barre el ramaje escurrido y hace con él un montón junto a la tapia; donde la hierba es alta, arrastra malezas flojas y espartos y hace con ellos otro montón junto al estanque. Y así, con el resto de la hojarasca, tan reseca que cruje, hace otra pila junto a la baranda, pequeña, aunque más indócil. Tal vez no le alcance la noche para juntar en un solo cerro todas las hojas.
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De El lector que releyó a Eugenio Montejo. Arte poética de la lectura (Fragmentos)
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1 “Siento en el poema unas cosas. Me atrevo”. Buscaba en las repisas de mi biblioteca Los largos oficios inservibles de Eduardo Chirinos, con la idea de releer una semblanza sobre José Watanabe, cuya escritura tanto estimo, cuando de pronto apareció en la hilera de lomos El azul de la tierra de Eugenio Montejo, publicado en Bogotá en 1997 por la editorial Norma. El ejemplar –precisé en ese momento– lo había prestado, pero no recordaba a qué persona, como tampoco recordaba la situación en que esta lo había devuelto a los anaqueles. Los libros van y vienen, es difícil seguir la pista de sus travesías; las bibliotecas no conocen el sosiego, se dice. Al respecto agrego que muchos de los volúmenes que más admiro, en los que dejé muestras de mi curiosidad y estudio, están en las repisas de amigos que jamás tuvieron la gentileza –como era su obligación– de devolverlos. Igual pasa, debo confesarlo, con títulos notables e inconseguibles que, siendo ajenos, los tengo en mis armarios. Tomé el libro y eché un vistazo a sus páginas. En ese momento descubrí que su último lector –ese de quien desconocía su identidad– había cometido el abuso de rayar y subrayar los poemas con lápiz, añadiendo numerosas notas manuscritas y recreaciones de los versos, sin respetar que el tomito le era ajeno y que se le había entregado con sus carillas limpiamente impresas, sin sucios trazados sobrepuestos. Su indiscreción y porfía me molestó. Ante el extenso emborronado no evité pensar en una inolvidable referencia de Emerson, leída en una revista sobre manías y otras obsesiones de lectores, titulada Leer y Releer (número 73, página
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20): “No cabe duda de que la biblioteca de un hombre es una de sus más reservadas habitaciones; y he podido observar que los lectores más delicados tienen mucha prudencia en enseñar a los forasteros sus libros”. En la página de la portadilla, dirigidas a mí –con grafía no tan embrollada como para no ser legible–, desprendido de escrúpulos y justificando su acto, el lector había dejado escritas las siguientes palabras: “Perdóname esto que no es soberbia. Siento en el poema unas cosas. Me atrevo”. Y entre paréntesis: “Luego lo borro”. La nota aparecía sin firma y sin fecha y ningún otro dato asomaba señales sobre la identidad de su autor. El asunto me tomó por sorpresa. ¿Quién se dirigía a mí con tal confianza y al mismo tiempo con tal sigilo, poniéndome ante el reto de descubrir su nombre? ¿Quién me incitaba a leer con ojos más críticos y menos entregados la poesía de Eugenio Montejo? Puse ojo en los poemas: algunos mostraban signos de interrogación y admiración; otros, en sus litorales o por los interlineados, exclamaciones de disgusto o aprobación, y algunas piezas indicaciones sobre versos y estrofas que el lector consideraba prescindibles. El velado crítico había hecho una lectura morosa y sus apuntes lo mostraban como un inquieto impertinente. Por ejemplo, en la página 13 de El azul de la tierra, en el poema “Orfeo”, que abre la antología, puso con su lápiz una señal de aceptación a la primera parte, la que dice: Orfeo, lo que de él queda (si queda), lo que aún puede cantar en la tierra, ¿a qué piedra, a cuál animal enternece? Orfeo en la noche, en esta noche (su lira, su grabador, su casete), ¿para quién mira, ausculta las estrellas? Orfeo, lo que en él sueña (si sueña), la palabra de tanto destino, ¿quién la recibe ahora de rodillas? Y a la segunda sección, la que reza: Solo, con su perfil de mármol, pasa por nuestro siglo tronchado y derruido bajo la estatua rota de una fábula. Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
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ante todas las puertas. Aquí se queda, aquí planta su casa y paga su condena porque nosotros somos el Infierno, un signo de interrogación, como si dudara de la pertinencia de algunos versos, en especial del que dice siglo tronchado y derruido, que califica con una palabra a secas: “literatura”. Les cuento, apreciados lectores, que en mis varias lecturas de “Orfeo” nunca supuse que el poema pudiera terminar con los versos la palabra de tanto destino, / ¿quién la recibe ahora de rodillas?, descartando las líneas restantes. Esta era una vuelta de tuerca inesperada. Atendí la sugerencia del intérprete y releí, desprevenido, su invención. La recortada pieza tenía sentido y belleza; para nada parecían hacer falta los siete versos que le seguían. En “Orfeo” no había un poema, había dos poemas (los veía, uno y otro, contrastados). Y tal vez más de dos –me dije–, según el instinto del lector que se asomara a su impresión. Mi interés por adentrarme en el significado de las numerosas marcaciones aumentó. Los comentarios sobre los modos de componer de Eugenio Montejo mostraban, en principio, algo de suficiencia y tino. No parecía ser nuestro anónimo comentarista un lector indiferente o despistado, limitado o perezoso: mientras echaba ojo a las planas de El azul de la tierra era difícil seguir el decir del autor sin que se atravesara el decir de sus notas. Su atrevimiento me tramó por completo. Sin duda estaba frente a un apuntador singular, para nada inmaduro ni dominable y en ningún momento dispuesto a asumir su oficio de lector como secundario, ni el rol del escritor como principal. Su figura incógnita tras las grafías y el carácter y decisión de sus valoraciones lo hacían un personaje intrigante y enigmático que excedía en intuición a otros usuarios de obras de poesía. ¿Quién podía estar tras los trazos de correcciones y apuntes? ¿Un crítico literario, un estudioso de poemas, un editor, un joven poeta, un poeta ya entendido, un lector con fino instinto? Tal vez –me dije–, descifrando el carácter de los subrayados, proyectando sus complacencias de lectura, coligiendo sus gustos de composición, descubriría en algún momento la identidad del artífice. Entonces, en lugar de insistir en la búsqueda de Los largos oficios inservibles para releer las páginas que dedica Eduardo Chirinos al admirado José Watanabe, me incliné por ese otro oficio, quizás también inservible,
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de repasar con detenimiento, con mirada advertida, junto a los poemas de El azul de la tierra, las tachaduras acusadas en sus líneas y los comentarios inscritos en sus márgenes, escribiendo en mi cuaderno de notas mis propias impresiones como tercero en la conversación. Era mi respuesta decidida, mi réplica impostergable a quien, incógnito y desafiante, dejando expuestas sus revisiones y retoques, proponía un diálogo abierto acerca de la invención del poeta venezolano sobre las mismísimas páginas que la imprimían.
3 “El lector infrecuente” y “El lector en la sombra” Reflexiono sobre los apuntes de lectura que rebosan las páginas de los libros y vienen a mi memoria las palabras de George Steiner acerca de lo que significa leer bien, escritas en su sereno y lúcido ensayo “El lector infrecuente”, que estudié en un sobrio cuadernillo publicado por la universidad central de mi ciudad, ya citado en estas planas, titulado Leer y Releer (2004, número 35). En el ensayo, en la página 12, Steiner sostiene que leer bien es “contestar al texto, ser equivalente al texto, es embarcarse en un intercambio total”, bien sea corrigiendo y enmendando errores tipográficos, o bien subrayando y poniendo notas marginales al impreso, pues en “cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta”. Añade Steiner que, provisto de un lápiz, quien replica al texto afirma su personalidad y, consciente o no, abre un diálogo furtivo, abierto en el tiempo. Después, imagino yo, esa réplica escrita en el borde de una página, esa discreta opinión, vuelve con el libro al retiro sosegado de los estantes, permanece oculta por días, meses, años, posiblemente décadas, hasta que un día otro pretendiente pide el título en consulta y, ojeando, la percata. Entonces pasa que, o dimite de contestar a ella por cualquier razón –porque le disgusta la intromisión del anterior usuario, porque le resulta vacuo ripostar a una acotación precaria o porque no encontró qué ripostar– o, como dice Steiner, responde y se embarca en una reciprocidad íntegra. Las notas manuscritas que se encuentran en los libros provocan en los buenos lectores una irreprimible curiosidad. No digo nada nuevo: un
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lector toma un ejemplar salpicado de apuntes y de inmediato se pregunta por el talante de quien los cometió y por las razones que lo llevaron a destacar o desestimar un párrafo, un renglón o una palabra. Se pregunta, suscitado por la imaginación, por ejemplo, cuál es la posible vocación del anotador, cuáles son sus gustos de escritura, qué lo inspiró a rayar. Para el que lee, las marcaciones son aviso, además, de la experiencia bibliográfica de ese desconocido apuntador, de su instinto de pensamiento y de la holgura de su ánimo al momento de consultar. Así mismo, las glosas al margen provocan en quien repara en ellas –muchos escritores y leedores lo han manifestado– un irrefrenable deseo de responder a ese comentario que el lector dejó manuscrito, bien para el autor del libro o para quienes siguen en la fila de lectura, bien para ambos. Es una tentación inevitable que seduce a asentir o contradecir con convencidos o hipotéticos argumentos lo que otro especula. En la página 20 de “El lector infrecuente” lo dejó escrito Steiner: un buen lector “es un hombre que lee con lápiz”. Esa misma excitación por conversar sobre los litorales de las planas me asaltó cuando descifré las marcaciones en El azul de la tierra de Eugenio Montejo. Fue un deseo instintivo, ansioso por rayar su argumento alrededor de la tipografía. Es más: sospeché que el libro me esperaba de antemano, apretado entre los colmados anaqueles, para cumplir con mi papel predestinado: hacer parte de ese “intercambio total” de que habló Steiner, unirme a ese diálogo abierto en el tiempo sin otro interés que el de responder con sensibilidad y criterio a quienes manuscribieron, cautivados por el mismo deseo irresistible, con emoción y razonamiento. En mis cavilaciones llevé el asunto del “intercambio total” a otro escenario. Pensé, ya no en la reacción del usuario que tropieza con un libro anotado, sino en la resistencia del escritor que descubre un ejemplar de su obra señalado a lápiz por un lector perspicaz. Me dije: tal vez el autor de marras examinaría detenidamente cada insinuación tomándosela para sí con la mayor cautela, reparando también en aquello que el sigiloso visitante dejó sin retoques. Deduje en ese instante que de pronto, empujado por la contrariedad –retomando la hipótesis de Steiner–, en el antedicho escritor también latiría, y con fuerza, por más que quisiera desplantar la crítica adversa, el deseo de escribir un libro en respuesta a las glosas de su comentador. En estas distracciones llegaron a mi retentiva de consultor de catas literarias las señales de Fabio Morábito en “Subrayar libros”, páginas de
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El idioma materno (2014). Vale la pena atenderlas: Un día tuve que pedir un libro mío en una biblioteca universitaria para verificar un dato. Descubrí que el ejemplar estaba profusamente subrayado. La cosa me halagó, por supuesto, pues los subrayados son la evidencia de una lectura acuciosa y apasionada. Muy pronto, sin embargo, me invadió una sensación ambigua que se tornó francamente fastidiosa. No estaba de acuerdo con los subrayados. Mi anónimo lector había pasado por alto pasajes que me parecían muy remarcables, y resaltado en cambio líneas meramente operativas, inertes. Me hallé en pugna con mi propio libro […] aquel que hubiera querido escribir y que, solo ahora me daba cuenta, había escrito a medias.
La despojada confesión del poeta mexicano, que encontré en mi bandeja de WhatsApp (oro puro en un sumidero de recados), documenta el hecho de que los que subrayan escriben otro texto dentro del libro que leen, “fundan una república autónoma” […] y, como concluye Morábito, se convierten en “un segundo autor”. Similares estas abstracciones a las que presenta Antonio Muñoz Molina en su ensayo “La sombra del lector”, del que me enteré en 21 ensayos, una selección de la ya recitada revista Leer y Releer (2015). En la página 72 de esta compilación, el escritor español perfila la figura del “interrogador impertinente”, del leedor que, mientras descifra una novela, cuestiona de continuo a su autor sobre distintos asuntos de la composición, imagina parecidos entre los personajes de la obra y los de la biografía del creador y supone, por ejemplo, diferentes resoluciones para la trama, distintos caracteres para las fichas del reparto, hasta armar su propia novela. Menciono esto último porque en el caso del comentarista de El azul de la tierra su “sombra de lector” se extendía de manera parecida sobre los poemas de Eugenio Montejo. Este, al igual que el “interrogador impertinente” descrito por Muñoz Molina, mientras descifraba los versos del poeta venezolano, consciente o inadvertido, suprimía renglones, trastocaba estrofas, imaginaba nuevas líneas, distintas resoluciones, hasta inventar su propio libro de versos. ¿Quién era el “interrogador impertinente”?
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12 “El otro” Leyendo el poema “El otro”, en la página 33 de El azul de la tierra, repensé en el otro, en el personaje que estampó en los arrabales de los textos sus sugerencias. Una nueva pregunta surtió: “El otro” ¿era hombre o mujer? ¿O alguien de sexo indefinido? Las marcaciones no translucían un carácter especial. En ningún momento las notas dejaban entrever un género inconfundible. Los ademanes de las grafías no daban claridades a la pregunta. Recordé entonces un comentario del poeta Jaime Jaramillo Escobar sobre las diferencias de género en poesía, suscrito en El primer libro del poeta (2017) de R. Quintero, el ya citado autor homónimo de quien esto escribe: En poesía no hay distinciones de género. Si de los poetas machos se dice que tienen algo de femenino, las mujeres poetas también podrían tener algo de masculinidad. Parece lógico.
La literatura es este juego de alusiones: una cita trae la remembranza de otra, y así sucesivamente, como un espejo refleja a otro, y así este a uno tercero. Después de citar a Jaime Jaramillo Escobar, la memoria ligó el caso del poeta estadounidense Kenneth Rexroth (1905-1982). Referiré tal curioso sumario –un afamado suceso de excentricidad literaria– porque su inesperado desenlace me enseñó una lección que comparto: no siempre es posible descubrir el sexo de un escritor de poesía, o de un recreador de poemas, dilucidando la forma y el contenido de sus composiciones o recomposiciones. Paso entonces a contar. En mi juventud sentí gran predilección por el libro de una misteriosa poetisa japonesa, Los poemas de amor de Marichiko, trasladados de su lengua original al inglés por Kenneth Rexroth, una de las grandes voces de la literatura estadounidense del siglo xx, experto traductor de bardos griegos y latinos, y preferentemente japoneses y chinos; entre estos últimos, mujeres. La lectura de Marichiko me animó a investigar más páginas sobre su vida y su obra y pude constatar que, en 1978, Rexroth dio a conocer la traducción de sus versos, describiendo en su prólogo un breve perfil de la autora: “Marichiko es el seudónimo con que firma una mujer contemporánea japonesa que vive cerca del templo Marishi-ben, en Kyoto”.
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En esas páginas Rexroth añade, precisando su existencia: Marichiko me escribe, ahora que estoy trabajando en sus poemas, sobre una nota que publiqué acerca de ella en One Hundred More Poems from the Japanese: Aunque Marichi es el Shakti, o poder del dios hindú del sol, ella también es la Prajna, o sabiduría de Dainichi Nyorai. Dainichi significa el gran sol, pero solo lo es en un sentido metafórico, el iluminador de la mezcla infinita de infinitos universos…
Después de la aparición de Los poemas de amor de Marichiko, la crítica consideró la obra como una excelente muestra de la pasión recordada, un poco las mismas sensaciones que percibí terminada la consulta de los “sabios” textos. Digamos que sus escenas figuran una historia amorosa, con todos los estados de ánimo que por hábito depara este sentimiento: el gozo del encuentro, la incertidumbre de la realización del deseo, el disfrute de este y, luego, su pérdida y evocación. Muestro aquí, copiado de mi cartera de profesor de letras, uno de los poemas, que el lector puede consultar también en <http://inutilesmisterios.blogspot.com/2014/04/lospoemas-de-amor-de-marichiko.html>: Porque sueño contigo cada noche mis días de soledad son solo sueño. La semblanza de Marichiko por Rexroth, las supuestas cartas de la poetisa dirigidas a este, todo eso anticipado por el poeta estadounidense en el prólogo a Los poemas de amor de Marichiko me llevó a entender que la autora era un personaje real y no una invención de papel. Sin embargo, y aquí viene el reverso de la historia, años después, en mis consultas de docente literario me topé, leyendo un artículo aparecido en el argentino Diario de Poesía –cuyas referencias no puedo ahora precisar–, con la verdadera trama detrás de este sumario truculento. La fina escritora era un personaje inexistente o, dicho de otro modo, complementario. Marichiko era en realidad un heterónimo del escritor norteamericano, un curioso desdoblamiento de personalidad literaria. Resumiendo: no había tal espléndida poetisa oriental, no había tal traductor ni, en principio, tales textos
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originales en lengua nipona (Rexroth, para hacer más creíble su artificio, su excentricidad literaria, había urdido la treta de escribir los poemas de Marichiko originalmente en japonés para luego reescribirlos en –o transcribirlos a– su lengua madre). No fue fácil para mí, como supongo que no lo fue para muchos lectores afectos al inusual libro, asimilar el insólito. Me tomó por sorpresa conocer que un poeta de 73 años –la edad que tenía Rexroth cuando escribió Los poemas de Marichiko– me hubiera transmitido, sin que en sus palabras dejara entrever sobreimpostaciones o sobreactuados, la pasión y el dolor de un romance de juventud con las sugerencias de una sensibilidad femenina. ¿Qué hizo que en ningún momento de mi lectura develara la oculta ficción? Tal vez el hecho de que –retomando las palabras de Jaime Jaramillo Escobar– en mucha poesía es difícil definir el género del autor. La historia de Rexroth y de su heterónimo femenino –como dejé dicho– me dejó una lección clara: si buscaba definir el sexo del relector de El azul de la tierra, guiado por el carácter y sensibilidad de sus apuntes, corría el riesgo de caer en un craso error. ¿Cómo asignar a signos de exclamación e interrogación, glosas, rayas, círculos, llamados de cuidado y asteriscos, un calificativo? No había tampoco, en cada concepto, insinuaciones de género sino más bien un pensamiento total, esencial. Escucha bien, estimado lector: el grito del tordo, ya en camino a casa, grito final de quien no espera ya otro verano, ¿es de pájaro o de pájara? No lo sabemos. Presumimos, apenas, que es de dolor.
23 El filósofo leyendo Le Philosophe lisant, Jean-Baptiste Chardin, 1734. Esta pintura inspiró a George Steiner la escritura del ensayo “El lector infrecuente”. De seguro, muchos la conocen. Destaca, en un interior doméstico del siglo xviii, a un hombre con capa y sombrero de pieles en lo que parece ser el salón de lectura de su casa, sentado a una mesa, curioso en los pliegos de un mamotreto. Decoran la escena, además del grueso infolio, un cálamo o pluma de escribir y un reloj de arena: el libro simboliza la memoria y el conocimiento, el cálamo la respuesta del lector a lo leído y el reloj de arena el tiempo y su paradoja: la transitoriedad del lector frente a la perdurabili-
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dad de la escritura. Del cuadro fluyen un sereno silencio y una calmada intimidad: alegoría de la lectura como un evento sosegado y solitario. El ensayo de Steiner, con el cuadro de Chardin de fondo, compara las ceremonias de consulta de un bibliógrafo del siglo xviii con las de uno del siglo xx y medita sobre la posible decadencia que, de una época a otra, ha tenido el “acto clásico de la lectura” que representa El filósofo leyendo. Afirma Steiner que en nuestros días es difícil encontrar el silencio y la soledad que permiten una lectura compenetrada, el destiempo necesario que consiente una consulta detenida y profunda, la honestidad y la creatividad del lector que contesta bien al texto. Lamenta el pensador francés que, en nuestros días, llenos de dogmatismos vacíos, el acto de la buena lectura todavía se deje a la custodia de los supremos expertos. Pensando en el lector de la pintura de Chardin pensé en el lector que releyó a Eugenio Montejo. De súbito pinté un probable cuadro de su acto de lectura. Nada diferente de Le Philosophe lisant; solo cambian los ambientes: el lector infrecuente quizás en traje informal, la luz de una lámpara de nochero o el visaje de la ventana sombreando un ambiente propicio, un reloj marcando la fracción de la deshora y la antología de liviano lomo de Eugenio Montejo con sus páginas abiertas. La habitación estrecha y la mesa de escritorio podrían bastarle a su distracción, si mantiene distantes el bullicio de la vecindad y el visitante inoportuno. Y, finalmente, en el cuadro imaginado por mí, en su mano el lápiz tajado de punta, listo a consignar al margen su nota cautelosa y prevenida. El cuadro de Chardin y el de nuestro relector me sugieren la exposición de otro cuadro. En este estoy yo, que leo con atención las numerosas marcaciones sobre las esquinas de El azul de la tierra. Se advierte mi habitación con escritorio y ventana, la luz del lado izquierdo del ojo nítida sobre las planicies de las páginas, mi reloj de repisa perdiendo el tiempo, y el silencio y la privacidad marcando distancia con el estrépito. También destaca mi cuaderno de apuntes, su pequeño mazo de hojas abierto, y a un lado el lapicero, listo a glosar su mina negra sobre la blanca extensión de las planas. Soy otro lector infrecuente, curioso y paciente, dudoso y desconfiado, presto a replicar, a sumar mi texto, como pide Steiner, a las “grandes contrabibliotecas formadas por las notas marginales y por las notas marginales de las notas marginales que sucesivas generaciones de auténticos lectores escribieron”.
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De Libro de los enemigos (Fragmentos)
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I Para comenzar En las bandejas del sistema de información de la biblioteca central de mi ciudad, en la sección Libros Satíricos y Humorísticos, descubrí una obrita que sedujo poderosamente mi atención: Libro de los enemigos, de Ramón Quintanas. La reacción al título fue inmediata porque trajo a la memoria otro volumen que leí en mi juventud y que me produjo agradables momentos de lectura, el Libro de los amigos, de Henry Miller; este, claro está, de sentido y compostura contrarios al de marras. En la pantalla del computador, la ficha analítica de la obra describía su contenido sumando los siguientes caracteres: “Antología del odio. Colección de textos memorables escritos por los poetas en sus disputas (poemas, cartas, diarios, notas, etc.), antecedidos de un ensayo que expone la tesis de la influencia por reacción a la enemistad literaria. 72 páginas”. Conseguí el ejemplar en las estanterías. Publicado por un sello editorial sin prestigio alguno, la portada mostraba un dibujo del siglo xvii, sin señales del dibujante, que representaba el duelo de dos espadachines cuyos floretes, en las puntas, concluían en plumillas entintadas de rojo sangre. Pasando la carátula y una sobria portadilla, en la página de epígrafes, dos citas daban al lector un adelanto esclarecedor del contenido de lo que seguía. La primera, un dístico de Catulo (84-54 a. C.), rezaba: Odio y amo. ¿Por qué es así, me preguntas? No lo sé, pero siento que es así y me atormento.
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La segunda, de Lope de Vega, decía: Yo nací en dos extremos que son amar y aborrecer; no he tenido medio jamás. Lo que sigue en el Libro de los enemigos es un controvertido prólogo, escrito a modo de ensayo, en que Ramón Quintanas resalta los motivos que tuvo en cuenta para emprender una compilación de tan biliosa naturaleza. Con párrafos precisos en conceptos y estilo –de vez en cuando interrumpidos por versos que ilustran sus polémicas conjeturas–, su autor estudia el fenómeno del odio como potente incitador de escritura y como ascendiente literario, poniendo énfasis en lo que llama la influencia por reacción a la enemistad. Quintanas piensa que los estados del odio son distintos en carácter e intensidad y cita, para ilustrar su idea, el Diccionario del uso del español de María Moliner: Odio (Del lat. “Odium”; “Despertar, Inspirar, levantar odios. Cobrar, Coger, Tomar, Sentir, Tener; a, por”) m. Sentimiento violento de repulsión hacia alguien, acompañado de deseo de causarle o de que le ocurra algún daño. Se usa también hiperbólicamente: “No me explico su odio a este cuadro”. Repugnancia violenta hacia una cosa, que hace que no se pueda soportar: “El odio a la mentira”.
Para ilustrar la repugnancia a la “mentira”, por ejemplo, Quintanas cita el siguiente poema anónimo en lengua griega dedicado a la falsa apariencia de un magistrado, sin ciencia en el oficio: A un magistrado indigno de serlo Hasta alcanzar los honores la fortuna te ha elevado, pero ha sido por mostrarte que hacerlo todo le es llano, hasta lo más imposible, hasta hacerte magistrado. (Traducción de Ángel Lasso de la Vega)
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En fin, el asunto del odio como potente incitador de escritura y como ascendiente literario me pareció en principio repasado, de trasunto ya obvio. Sin embargo, su tentativa de mostrar la ascendencia que tiene en la creación la aversión a una persona, cosa o conducta –en todos los grados que esta tiene–, y, en especial, su intención de estudiar esa ascendencia en el caso de la hostilidad entre colegas de letras, atrapó mi curiosidad. Tal vez Quintanas miró donde ningún otro intérprete había mirado, me dije. El buen tono del prólogo, los poemas de su antología del odio y las notas que los comentan terminaron por sumergirme en el libro…
II Quintanas y su tesis La tesis central de Quintanas sostiene que el odio contenido en un poema injurioso influye en la escritura del texto que contrapuntea la ofensa, es decir, que la aversión del poeta que ofende alcanza predominio en la inventiva del poeta ofendido, y que en la fenomenología de esa reacción es notable un tipo de supremacía que no ha sido suficientemente estudiada ni definida: la influencia por reacción a la enemistad literaria. Añade que ese predominio puede transmitirse no solo por razón de un poema o de una prosa, que el poeta que escribe su injuria puede ser influido por el repudio que le excitó la lectura de una obra contraria a su gusto, repudio que se extiende al autor; o, sencillamente, por la ojeriza personal. Quintanas enmarca su tentativa en una variada reflexión sobre el tema del odio como inspirador de escritura. Para él, este es fecunda causa de creación tanto como lo ha sido el amor, a contravía de lo que habitualmente se cree y enseña en cofradías ultracristianas y de similares índoles. El odio como la envidia, el malhumor, la inconsistencia, la intriga, la vanidad, la mentira, el desacato, la malevolencia, etc. (ese largo etcétera que son nuestras emociones lóbregas y mezquinas), están en nosotros fortaleciendo emociones y pensamientos como los fortalecen las pasiones más claras y elevadas. Contrario a lo que por hábito se piensa, buen número de piezas literarias de todos tiempos ascendió por el empeño que puso la inquina en levantar su gravedad cargante: la inquina al trato humano, a la frivolidad, a la ingratitud, a la envidia, a la usura, a la doble moral,
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a la vileza, a la inmundicia, a la obligación nupcial, al deber político y al compromiso literario, etcétera.
[…] No parece procedente, entonces, poner en duda que la malquerencia recibida de un cofrade de oficio pueda encauzar certeramente, con sentido y belleza, la composición de una pieza literaria, al igual que en distintas circunstancias lo hace el afecto y otras de sus parejas pasiones. El odio es válido y es inspirador (pp. 89-90).
Quintanas transcribe, para avivar sus consideraciones, una frase del escritor estadounidense Kenneth Rexroth, tomada del Diccionario de frases injuriosas (1992), de Colin Jarman, traducidas por M. Rosemberg y D. Samoilovich para Diario de Poesía de Buenos Aires: “El noventa por ciento de los peores seres humanos que conozco son poetas”. Para el ensayista, sentimientos como la antipatía y la hostilidad se manifiestan en el artista de modo más sensible y punible que en el hombre que no es artista, con signos más patéticos y reveladores: El poeta, más que nuestro semejante, es nuestro desemejante: el no convenido, si se quiere el ángel caído, el principio apartado, la marginalidad. Por eso está más expuesto al resentimiento y al ánimo que denigra y cuestiona. El poeta es un niño grandulón (H. L. Mencken), resabiado de su propio destino (y desconfiado del ajeno). Asoma a su ministerio casi siempre como advenedizo, y mantiene durante el ejercicio de su oficio ese aire de extrañamiento. La prueba de esto puede estar en el hecho de que ningún niño sueña cuando sea adulto ser poeta (no pasa por su cabeza; la poesía nada sabe de la poesía) sino bombero, médico, policía, aviador, ingeniero, astronauta; ¿qué niño sueña escribir versos? El poeta no elige el oficio; el oficio elige por él. Este escribe versos cuando los sueños más altos, los más apreciados, se desmoronan. Y a ese nuevo ideal, que en principio fue forma callada, por lo bajo, se aferra como única posibilidad de distinción, como niño rabioso, inocente y al mismo tiempo culpable. La poesía es el vino del diablo (p. 90).
Transcribo otro poema en que el odio, mezclado con burla, es potente incitador de escritura, según Quintanas: en este caso, el odio que manifiesta un poeta por el mal gusto, por el arte de mal estilo. El texto es de Paladas de Alejandría (s. iv d. C.):
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un mal actor Un actor nada bueno, cierto día vio a Menandro en sus sueños. El poeta airado así le dijo: es inhumano tu proceder, amigo; bien pudieras sorprenderme agradándome. Responde: ¿Por qué así me destrozas sin clemencia? ¿Cuándo yo mal alguno, miserable, te he ocasionado, que vengar debieras? (Traducción de Ángel Lasso de la Vega)
III Un pensamiento de Víctor Hugo La frase de Víctor Hugo (1802-1885) que señala que “cuanto más pequeño es el corazón más odio alberga” pierde valor si observamos con detención los poemas escritos por numerosos poetas, impulsados por la aversión para contradecir, insultar o poner por debajo a sus contendientes en sus polémicas literarias y personales. La frase de Hugo transmite una conseja ingenua; traslucida por un idealismo excesivo, parece desconocer que llanezas y asperezas conviven en el alma humana, unas y otras aportando su manantial revelador y sorprendente. Llama la atención que, por la misma época en que Hugo dejó escrita su frase sobre el odio, ya un contemporáneo suyo, Charles Baudelaire (1821-1867), más avisado, daba luces sobre este y otros oscuros sentimientos del hombre cuando descifró en los poemas de las Flores del mal (1857) las incontinencias de los pecados capitales cristianos. Necio es pues afirmar que “pequeño” fue el corazón de Luis de Góngora, de Francisco de Quevedo o Marco Valerio Marcial, de José Asunción Silva o Pablo Neruda, cuando sostenían con colegas de letras de su época querellas de alto tenor y furia extrema, llenas de ingenio y tenaz ironía. ¿Es pequeño un corazón que da cabida tanto a la amistad como a la discordia? (p. 91).
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Un pensamiento de Alphonse Daudet Quintanas medita, junto a la de Víctor Hugo, sentencias del mismo espesor, dándoles otra vuelta de tuerca a sus sentidos. Así, con la máxima “El odio es la cólera de los débiles” del escritor francés Alphonse Daudet (1840-1897): Un escritor que responde a los agravios recibidos de su contendiente con inteligencia y estilo y, además, con la ineludible malquerencia que exige toda refriega, toda urgencia de defensa y ataque, comete más que un acto propio de espíritus débiles un acto conveniente a espíritus osados. En la agresión al contendor su resentimiento vale tanto como la defensa de su amor propio (llámese esto dignidad, autoestima, orgullo, conciencia de superioridad), aunque esa defensa le signifique desvelos, iras, desazón, paranoia, malhumor, impaciencia, agresión a sí mismo (p. 92).
IV Sobre el odio como arte El prologuista aproxima una categórica conclusión: el poeta, como cualquier otra persona que aspire a obtener valía y poder, debe aprender junto al arte de su lenguaje, el arte de soportar odio y de dar odio. Quintanas, sin embargo, hace una aclaración en el quinto párrafo del prólogo: La antipatía que recibe un poeta mediante un texto insultante llega en verdad a ser influencia fecunda cuando este descarga su molesta respuesta en una composición que es pieza artística memorable; cuando el sentimiento de aversión por el contendiente supera la mera ojeriza personal y pasa a ser, gracias al arte de la escritura, composición que transmite al lector un conocimiento emocionado de las alteraciones del ser humano, pues este, leyendo al poeta, se lee a sí mismo. La trifulca es el nudo que, desenrollado, deviene poema si imaginación, pasión y discernimiento trascienden la anécdota de la escaramuza. Lo contrario, la burla equívoca, la crítica ramplona y el espumarajo mezquino –modales que proliferan también en las tundas de escritores– es meollo de comportamientos enfermizos y de seres sin imaginación, de roñosas diatribas en las que no sobresalen los hombres gentiles. La insidia, movida sin forma y sutileza, promueve textos mediocres y hombres ruines (p. 92).
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VI “Respuesta” de Luis Cernuda Quintanas copia un poema del libro Desolación de la quimera, de Luis Cernuda (1902-1963): “Respuesta” –se supone que escrito como defensa a los ardides críticos de su enemigo hostil, el poeta Emilio Prados–, a fin de demostrar cómo, desde denigraciones admirables como el desaire y la ironía, el poeta español desendemonia un estado de furia extrema obrando una pequeña joya de odio: Lo cretino, en ti, no excluye lo ruin. Lo ruin, en tu sino, no excluye lo cretino. Así que eres, en fin, tan cretino como ruin. Después de esto, el prologuista allega otra conclusión importante: Todo pensamiento abominable, si se plasma en poesía, se vuelve puro. Así, el odio no es un sentimiento que se imprime en el poema; es sencillamente el aliento que impulsa su escritura. El odio antecede al texto, como el boceto al arte final. El acto de la escritura limpia por dentro, exorciza, da linimento a la estima, aunque el resorte activador haya sido el aborrecimiento o cualquier otro de sus malhumorados cortesanos (p. 93).
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De 13 entrevistas a 13 poemas colombianos [y una conversación imaginaria] (Fragmentos)
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Alguien se salva por escuchar al ruiseñor Giovanni Quessep ¿Dónde escuchó por primera vez el canto del ruiseñor? Escuché por primera vez el canto del ruiseñor en la campiña toscana, cerca de Asís. Cursaba mis estudios de Lectura Dantis y Arte del Renacimiento Italiano en la Universidad de Perugia, hermosísima ciudad etrusca, y como desde el parque situado sobre la roca Paulina, lugar donde se refugiaban los papas durante las guerras entre las ciudades-Estado de la Península, se divisaba la ciudad de san Francisco, fui a ver sus reliquias, los frescos de Giotto y todo Asís. Entonces oí un canto ya entrado el crepúsculo. Quedé en suspenso, y un amigo chileno-hebreo me dijo: es el ruiseñor. El encantamiento fue inmediato: música pura y elevación perpetua. Luego llenó la campiña un concierto inexpresable.
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Canción del que fabrica los espejos Juan Manuel Roca Hay palabras que devuelven una imagen inmediata: son espejos. Le menciono algunas y le pregunto: ¿cada una de ellas, qué reflejos le devuelven? Rosa: La palabra rosa me habla de la perdición de Rilke, y de muchas novias reconquistadas. Caballo: Un emisario de la armonía. Paraguas: Abierto, la floración del invierno; cerrado y colgado del brazo, un murciélago dormido. Sueño: Una parcela donde siempre es posible lo imposible. Tren: Vehículo que sirve para que, tras una suma de kilómetros, la palabra brazo pueda convertirse en la palabra abrazo. Lezama: Leo o escucho estas seis letras y se me aparece la imagen de un brujo. De alguien capaz de inaugurar, en mitad de la calle Trocadero, una rumorosa catarata. Viento: El vocablo siempre me remite a la palabra y al concepto de libertad. Envidio al viento, que es anarquista, alguien por fin sin patria, sin Estado, sin familia, sin propiedad, sin amos ni fronteras. Poema: La posibilidad de tener entre las manos, y al mismo tiempo, el pasaporte, la visa y la expedición al milagro.
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Colegiala desnuda Jotamario Arbeláez ¿Cuáles son esos escritores cuya literatura erótica más disfruta y cuáles de sus libros recomendaría consultar a los lectores de esta entrevista? Para empezar, el marqués de Sade. Lo malo que tiene como escritor lo tiene de bueno como erotómano. La filosofía en el tocador y Las 120 jornadas de Sodoma son monumentos erguidos a la sexualidad llevada al extremo. Apollinaire, en Las once mil vergas, le sigue el juego. Mi vida secreta, firmada por Walter y atribuida a H. Spencer Sabe; Mi vida y mis amores, de Frank Harris; algunas obras de Restif de la Bretonne y, sobre todo, La novela de la lujuria, de autor anónimo, constituyen mis libros de cabecera –con los que tranco la pata de mi cama cuando cojea–, alternando con la Biblia, Vidas de los santos y un Manual de continencia.
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El doble Raúl Henao Raúl, ¿quién es el doble de “El doble”? ¿Lo sabe usted? Yo soy otro; el “doble” soy yo.
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El gato Horacio Benavides Horacio, ¿cómo apareció “El gato”? Si mal no recuerdo, andaba buscando un caballo, y el caballo por ninguna parte. De pronto apareció el gato; no se me apareció a mí, pues el mí no existe para el gato, simplemente apareció. Como desde los tiempos de mis estudios de pintura tengo la costumbre de cargar un cuaderno para hacer trazos, intenté un retrato. El animal se movía, parecía fluir, se agazapaba, fingía un salto sobre la presa. Había trazado unas cuantas líneas cuando el gato desapareció, de tal manera que lo que logré fue un boceto. Tal vez sucedió de otra manera; mi memoria es frágil. Una noche escuché un tas tas tas en la ventana de mi casa. Cuando la abrí, vi al gato; traía algo en la boca; un ratón, pensé. Era el poema.
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El transeúnte Rogelio Echavarría ¿Cree que “El transeúnte” y sus demás poemas les han ayudado a sus lectores a sobrellevar el pesado trabajo de cada día? La poesía es útil en el mismo sentido que es útil una oración. La obra de arte no la hace uno por enorgullecerse de algo sino por rezar. Un poema es una oración y una oración es una petición, un llamado a una solidaridad celestial.
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J. A. S. Juan Gustavo Cobo Borda Usted ha representado a Colombia en distintas embajadas en el exterior. ¿Cree que Silva tenía las cualidades apropiadas para desempeñarse como diplomático? Pienso que sí. El carácter básico de la diplomacia es brillar por la ausencia en el trabajo, estar en todos lados sin que nadie se dé cuenta. Silva era perfecto para eso porque él podía adoptar todas las posturas, todas las máscaras. Él podía conversar de diferentes cosas. Estoy seguro que los médicos vivían fascinados con él, porque sabía de medicina, sabía de Charcot, uno de los precursores lejanos de Freud, quien estudiaba la mente a través de la electricidad. Es perfecto para un diplomático que tenga nociones generales, y vagas, sobre todo, y que no sepa nada en el fondo. Uno de los papeles del poeta es ser amateur en todo, no tener jamás un título o una especialización, a no ser la de perder el tiempo o, mejor, la de saber perder el tiempo.
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Kampeones Miguel Méndez Camacho Si tuviera que hacer la alineación de los 11 poetas que debemos leer, ¿cuáles serían sus titulares? Borges, Neruda, Vallejo, Conrad, Hemingway, García Márquez, Cortázar, Rulfo, Sábato, Quevedo, Miguel Hernández (el pastor de cabras). Y, si me lo permite, de suplentes, Marguerite Yourcenar, Elena Poniatowska, Anaïs Nin, Cristina Peri Rossi y Alejandra Pizarnik, no porque sean de menor calidad sino por sus enemistades con el fútbol.
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La tarde Meira Delmar Meira, las últimas líneas de “La tarde” dicen: “Alguien, que no conozco, / abre secretamente los jazmines / y cierra una a una las palabras”. ¿Qué le sugirió esos versos? La hora misma, la del final del día. El sol se fue, el ocaso pierde sus tonos fuertes; el rojo, el amarillo, se vuelven grises porque ya el astro se perdió detrás del horizonte. Ese instante me sugirió escribir “alguien, que no conozco, / abre secretamente los jazmines / y cierra una a una las palabras”: ya el poema no puede seguir; ahí queda. Sin escribirla, le pongo la palabra fin.
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Motivos del día Mario Rivero Mario, ¿cuáles palabras le gustaban más cuando era muchacho? Putarrona. Rojo. Azul. Amigo. Muchacha. Tiempo. Lluvia; me encanta la lluvia. Mis poemas son un aguacero. Uno se siente menos desamparado cuando oye llover en la noche; es como música. Amo la lluvia, dentro y fuera de la casa. Cuando llueve harto, a veces me provoca salir dando alaridos, mojándome. La lluvia es una muchacha traviesa. Me gusta también la palabra viento, y nunca he querido saber de dónde viene ni para dónde va. A mí me encanta el viento cuando entra por las ventanas y canta en el patio y los materos. La palabra viento me recuerda la muerte; pienso que la muerte viene enredada en el viento.
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Poema de amor, 13 Darío Jaramillo Agudelo “Pero no olvides, especialmente entonces, / cuando llegue el amor y te calcine, / que primero y siempre está tu soledad / y luego, nada / y después, si ha de llegar, está el amor”. ¿Qué sentido quiso trasmitir con estas líneas que finalizan “Poema de amor, 13”? Mostrar que, por muy enamorado que estuviera, no dejaba de estar solo. Y que, por muy solo que me sintiera, también podía estar enamorado.
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Roberto Páramo Álvaro Rodríguez Torres Supongamos que “Roberto Páramo” es el primer poema que lee un lector X de Álvaro Rodríguez Torres. ¿Considera que el texto cumplirá con la misión de seducirlo y de provocarlo a leer más versos suyos? Ibn Gabirol seduce. Dante seduce. La buena poesía siempre seduce. Ojalá la mía en algún momento de la vida del verso seduzca; sería un honor. Bueno, pienso que “Roberto Páramo” es una buena puerta de ingreso para alguien que quiera visitar por primera vez la casa desolada de mi poesía.
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Ruego a Nzamé Jaime Jaramillo Escobar ¿Puede hacerme un breve listado de las palabras que cree usted que son las más sabias? Escepticismo, duda, desconfianza, reserva, precaución, malicia, cautela, curiosidad, reflexión, estudio, paciencia, calma, soledad, concentración, voluntad, exploración, audacia, rebeldía.
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Olvidados dioses hablan José Manuel Arango José Manuel, ¿pensó alguna vez que el poema que empieza con el verso “los hombres se echan a las calles…” podría serle útil a alguien? Naturalmente, la poesía no tiene otra finalidad que ella misma, como decía Baudelaire. Un poema no es útil, como un cuadro no es unos zuecos. Aquí tal vez habría que distinguir utilidad de eficacia. La poesía es eficaz, nos cambia, nos enseña a ser –o, mejor, a no ser–.
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Robinson Quintero Ossa (Foto archivo particular 2018)
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Vida de hoja Caramanta, Antioquia, 1959. Poeta, ensayista y periodista literario. Licenciado en Comunicación Social y Periodismo por la Universidad Externado de Colombia. Libros de poemas: De viaje (1994), Hay que cantar (1998), La poesía es un viaje (2004), El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse (2006), Los días son dioses –antología– (2013) y El poeta da una vuelta a su casa (2017), Premio Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus 2016. Textos de investigación literaria: Colombia en la poesía colombiana: los poemas cuentan la historia (2010), Premio Literaturas del Bicentenario del Ministerio de Cultura 2010. Obras de ensayo: “Un panorama de las tres últimas décadas” para el libro Historia de la poesía colombiana (2009), junto a Luis Germán Sierra; Libro de los enemigos (2013), Premio de Ensayo Alcaldía de Medellín, 2012, y El lector que releyó a Eugenio Montejo. Arte poética de la lectura (2020), Beca para la publicación de libros de autores colombianos del Ministerio de Cultura 2020. Libros de periodismo literario: 13 entrevistas a 13 poemas colombianos [y una conversación imaginaria] (2008, 2014), El país imaginado: 37 poetas responden (2012) y El primer libro del poeta (2017). Libro de lúdicas literarias: La máquina de cantar: colección de juegos literarios del profesor Rubén Quirogas (2015). Como cantante, en 2018, publicó junto al poeta y pianista Fernando Linero, Bar 2 Tango (11 tangos inéditos colombianos). En 2020, la Universidad de Antioquia publicó su poesía reunida con el título Invitados del viento.
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Sobre el aut or Los temas, las ideas e imágenes, el tono y el ritmo de los poemas de Robinson derivan del cuerpo que se desplaza por sus propios medios a través de la escenografía urbana. El poema puede asumir la forma de un paseo rutinario, un vagar distraído o un dar vueltas a determinado asunto, igual que un filósofo por su jardín. Daniel García Helder El tono de conversación de sus poemas [ofrece] un sabor coloquial que, con todo y lo coloquial, tiene su música, una música sin estridencias, susurrada, una música que está al servicio de lo que dice. […] Hay aquí oficio y conciencia del oficio. Darío Jaramillo Agudelo Los textos siguientes confirman la poética que Robinson Quintero Ossa viene desarrollando desde su primer trabajo: búsqueda de una esencia individual plenamente auténtica; unidad formal; afinamiento de la percepción externa e interior, y, fundamentalmente, un lenguaje sobrio, sin ningún decorativismo. Mario Rivero La figura del padre orienta La poesía es un viaje: son los viajes que el padre emprendió, en camión, en carro, por las carreteras de Colombia, los que le revelan más que la Naturaleza misma, con mayúscula, los simples paisajes y sus moradores […] Un recorrido válido por la geografía colombiana, pero mejor aún por el carácter del hijo, quien en este viaje iniciático descubre el mundo y, ante todo, una manera de mirarlo. Juan Gustavo Cobo Borda
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Leyendo Los días son dioses de Robinson Quintero Ossa encuentro otra figura del poema: “Una leve brizna de hierba me acompaña / suspendida en un jarrón sobre la mesa”. Son dos líneas que se remontan a las jarchas del siglo xi y que nos dicen que las palabras pueden nombrar con suficiencia […] Su poesía actualiza el remoto tópico del canto. Julio Ortega Son muchos los poemas memorables cuyo preciso dibujo me acompaña […] Pero, siendo extraordinarios, ganan al ser leídos dentro del conjunto del libro, pensado realmente como una secuencia que crea una atmósfera común. En esta discreta capacidad constructiva y en la intención de hacer poemas al servicio de un mundo propio que desde varias perspectivas ensancha y perfila su coherencia interna es donde se ve a un verdadero poeta. Francisco José Cruz A un libro de poesía se le pide fuerza, verdad, densidad, sentimiento, y eso lo tiene El poeta da una vuelta a su casa. El autor se destaca por el oficio, la seriedad y la nobleza para encarar temas de una experiencia personal. Ramón Cote Baraibar Tal vez los poemas de Robinson Quintero Ossa son una buena muestra de una poesía que se sale de ese patrón de lo tradicional para volver sobre la imagen osada, libre dentro de la andanza creativa para hacer del poema una aventura de múltiples búsquedas y encuentros. Ya uno de sus poemas resume esto: “La poesía es lo que no esperas”. Armando Romero Quintero Ossa parece heredero de las visiones más jubilosas y cotidianas del mejor José Manuel Arango o del mejor Quessep. Casi como morder una fruta jugosa. Sus textos son entusiastas sin excesos y observadores atentos de las sorpresas que esconde el paso de la vida de todos los días. Nicolás Morales. Revista Arcadia Este libro [La poesía es un viaje] pertenece a una tradición nada desdeñable en la poesía colombiana. Desde Juan de Castellanos y su pormenorizado inventario en las Elegías de varones ilustres de Indias, pasando por Aurelio Arturo, Álvaro Mutis y otros más, hasta llegar a José Manuel Arango […] Se inscribe pues, Quintero Ossa, en esa tradición que tanto ha dado a nuestras letras. Fernando Herrera Gómez
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En este libro existe una voz que, de principio a fin, sopesa su lenguaje. Sobre todo, en un mundo de intuiciones naturales, interiores, personales. Hay un hilo evocador que tiene su centro más importante en el silencio que late con la propiedad de la expresión, signo inconfundible de la conciencia del texto […] Allí se hace importante esta poesía: en su desnuda belleza. Luis Germán Sierra Robinson Quintero: reflejos, atisbos, estados de ánimo, gestos, palabras, la deriva del tiempo, la otredad de lo común y corriente. Sin prisa, poda lo que ocurre. Condensa lo que mira y lo que habla. Gustavo Adolfo Garcés Fíjate lo que son las cosas: busqué en mi biblioteca y encontré La poesía es un viaje entre una sección de libros que me enviaron el año pasado de la Universidad Nacional de Colombia. Entre sorprendido y contento me puse a leerlo y encontré ahí ecos arturianos y esenianos. Jorge Bustamante García Quintero Ossa ha logrado un trabajo de atmósfera fresca y elemental que no por ello pierde densidad ni deja de ser grata para el lector de poesía. […] Alguien que nos advierte que las naranjas no pierden su llamarada, que un perro está contento porque amaneció, que invoca y elogia a los choferes y a los parabrisas […] Alguien, en fin, que entiende la inexorable esencia viajera del poema. Ignacio Ramírez. El Tiempo Vemos a través del viaje poético de Robinson Quintero Ossa una manera de ver nuestros paisajes. Y nos vemos a nosotros mismos con los ojos pegados a las ventanas de sus poemas, hasta que terminamos siendo observados por ellos. Jineth Ardila Robinson Quintero Ossa sabe que la poesía es pasar de la “gravedad a la gracia”, alcanzar la música dentro del poema: los buenos lectores de poesía, estoy muy segura de ello, mantendrán una vital experiencia al leer sus poemas. Aleyda Quevedo Nuestros poetas, y lo afirmo sin egoísmo alguno, han permanecido, son una presencia fuerte; siempre regresamos a sus palabras, pero otras veces el misterio de la escritura reclama otras voces, otras compañías, otras definiciones. Por esa razón he buscado la poesía de Robinson Quintero Ossa. Víctor Bustamante
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Contenido Prólogo 9 De Caramanta La tempestad 17 El miedo 18 Cimas 19 De la infancia 20 Espejería 22 Aparición 23 La noticia 24 Bañista 25 La anciana 26 Caballo 27 Baile 28 Los borrachos 29 Desvelo 30 Vacío 31 De La poesía es un viaje 33 Canción del chofer en el parabrisas 35 Los pastizales 36 Derrumbe 37 Carretera a la costa 40
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Cruces 42 Cementerio de carros 43 De El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse 45 El poeta es quien más tiene que hacer al levantarse 47 Hombre que pasa 48 Peluquero 49 Hormigas 50 Sin amor 52 Poesía en el cuarto 53 Trabajan tanto los carpinteros de ataúdes en mi país 54 La vendedora de frituras 56 Autorretrato 57 De El poeta da una vuelta a su casa 59 Pasa un atleta 61 Pintura con pájaro 62 El poeta da una vuelta a su perro 63 El poeta da una vuelta a su doble 65 Almacén 67 Tirado debajo de un árbol 68 El poeta da vueltas y vueltas 69 El poeta da una vuelta al jardín 71 De El lector que releyó a Eugenio Montejo. Arte poética de la lectura 1 3 12 21
“Siento en el poema unas cosas. Me atrevo”. “El lector infrecuente” y “El lector en la sombra” “El otro” El filósofo leyendo
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De Libro de los enemigos 85 I Para comenzar II Quintanas y su tesis
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III Un pensamiento de Víctor Hugo Un pensamiento de Alphonse Daudet IV Sobre el odio como arte VI “Respuesta” de Luis Cernuda De 13 entrevistas a 13 poemas colombianos [y una conversación imaginaria]
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Alguien se salva por escuchar al ruiseñor Giovanni Quessep 97 Canción del que fabrica los espejos Juan Manuel Roca
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Colegiala desnuda Jotamario Arbeláez
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El doble Raúl Henao
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El gato Horacio Benavides
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El transeúnte Rogelio Echavarría
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J. A. S. Juan Gustavo Cobo Borda
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Kampeones Miguel Méndez Camacho
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La tarde Meira Delmar
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Motivos del día Mario Rivero
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Poema de amor, 13 Darío Jaramillo Agudelo
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Roberto Páramo Álvaro Rodríguez Torres
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Olvidados dioses hablan José Manuel Arango
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Sobre el autor
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En la Imprenta Patriótica del Instituto Caro y Cuervo, en Yerbabuena, en mayo de 2021, se terminó de imprimir este homenaje al escritor Robinson Quintero Ossa que le tributan el XXIX Festival Internacional de Poesía de Bogotá y la revista de poesía Ulrika.
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