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Alonso, el arte de no callar

POR NESTOR FENOGLIO

Sobre El arte de callar, de Rodolfo Alonso (Alción Editora, Córdoba, 2003, 112 pp.).

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Portada de El arte de callar de Rodolfo Alonso. Una lectura desprevenida (a veces, acaso la mejor lectura) de El arte de callar puede llevarnos hacia la antesala del silencio, una especie de despedida de un poeta que, como Rodolfo Alonso, fue construyendo una obra coherente, sólida y sin fisuras, en épocas en que la coherencia no abunda. Hay, desde luego, a poco de andar, preguntas por lo que fue y ya nunca será (el viejo ubi sunt aquí redefinido con elegancia y estilo, cualidades propias de este autor), mirada hacia atrás, reflexión y posición tomada sobre todo: un dulce asentamiento sobre el verso, el peso del disfrute maduro de la palabra, ni puro ímpetu ni fuego fatuo. «... ¿Y adónde se quedaron / tanta pasión y fuego, / tanto ardor, tanto vuelo / provocador y propio? / ¿Qué los hizo dejar / de ser y, antes, ser?...».

Abundando en esa primera y tentadora y también correcta lectura, la cita que abre el libro recoge ese conocido (y sabio) proverbio árabe que dice: «Si lo que tienes que decir no es más bello que el silencio, no lo digas». Sin embargo, Alonso no va hacia el silencio, sino que lo instaura como el agonista con quien dialogará a lo largo de todo el libro. El silencio será uno de los extremos hacia el que tiende la poesía y «lo que tiene que decir» el poeta es algo «bello», más bello que el silencio, si cabe. Alonso asume el reto.

La lectura prevenida, en consecuencia, alude a lo que en realidad es todo El arte de callar: un enorme y lúcido tratado de arte poética (Alonso coparticipa de esa generación que, desde Poesía Buenos Aires, hizo de la reflexión sobre el propio hacer poético y de la traducción de los mejores autores de diversas lenguas sus banderas más celebradas), una manera de bucear en la experiencia poética, de indagar sin ingenuidad pero sin malicia en, parafraseando al título de la obra, el arte de decir.

Así, equidistante entre la palabra y el silencio, entre decir y no hacerlo, Alonso abre polos antagónicos: hacia el silencio, versos despojados, limpios, desolados a veces, exactos si se permite el término, versos cortos que instauran una construcción vertical y que son una marca registrada de este autor, capaz de

forjar «naturalmente» una respiración que no es «natural» y que en un poeta menos hábil sería un apurado jadeo; y hacia el sonido, hacia la palabra, la búsqueda (la búsqueda, aún la búsqueda, empecinadamente la búsqueda, un modo de hacer y de ser más que un programa) tanto temática como métrica, la búsqueda que lo hace ir del tango hacia Gauguin, de la mujer al ser nacional, de Jonathan Swift a Wittgenstein, un recorrido «occidental», muy lejano a cualquier noción de «silencio», contrapuesta, si se quiere, a ese arte de callar aludido en el título.

Alonso tiene ya la suficiente sabiduría, la vital y la artística (escindan ustedes, si quieren), como para entender que esa búsqueda es el canto mismo y que incluye la posibilidad fundante del silencio. En lo personal, celebro esa impronta capaz de eludir la clausura: Alonso tiene obra hecha y quienes formulamos crítica literaria tendemos a trabajar con clichés. Esos clichés determinarían para esta etapa de Alonso una madurez en el trabajo del verso y la estrofa (que existe, qué duda cabe) y el apurado cierre o coronación de ideas ya conocidas y expuestas. Alonso desoye juvenil y felizmente el prolijo comentario que lo querría de esta u otra manera. Alonso busca. Alonso arriesga.

La comparación del poeta con el ave no es nueva pero nada lo es en arte (la formulación de dos o tres preguntas, una y otra vez) y Alonso la convoca para discurrir sobre la oposición callar-decir que da razón a este libro. Dice en el medular «Dulce pájaro, ¿cantas?»: «Dulce pájaro, ¿cantas / todavía, entre ruinas, / tu propia lengua viva, / tu lengua universal?...». Y también: «...¿No ironizas, tú, eterno, / no parodias, no mimas, / sordo cantor intenso / asediado en tu rama?...». Y también, lúcidamente: «...¿Te arriesgas o te adaptas?...». Y, abundando: «...¿Era cantar un arte / o era un don, una gracia?...».

La paradoja es en Alonso honesta y está más y mejor planteada que resuelta. La búsqueda es una de las claves: «...Al color libre / y salvaje huí...», dice en «Gauguin recuerda a Francia en Mururoa». La misma búsqueda que le hace decir en «El peso de tu paso» (es constante en todo el libro el juego con las palabras: hay notorias aliteraciones en «Poderes de la lluvia», por ejemplo, se lee: «...Rodando en la quebrada / roncan las rocas madres. ...»), que «...Somos lo que sabemos / ver, lo que nos hace ver, / siendo somos lo sido, / seremos lo que sé, / lo que sé ser: ser sed».

Alonso tiene sed de decir y de callar y por eso no extraña que el último poema, el que además no casualmente da el nombre al volumen, abra con la palabra no y cierre con la palabra sí. En esa oscilación pendular, en esa a veces ligera y a veces dramática oposición, en ese difícil arte de (no-sí) callar, está, nada menos, la poesía. 

Rodolfo Alonso. Foto: Bernardino Ávila/ Página 12.com.ar.

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