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UN VIRREY PERUANO PARA NUEVA ESPAÑA: DON JUAN VÁZQUEZ DE ACUÑA Y BEJARANO, MARQUÉS DE CASA FUERTE

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3. Los Trece de la Isla del Gallo, mosaico (foto de D. Giannoni). Basílica Catedral de Lima. 4. Santo Toribio de Mogrovejo. Santo de la Iglesia Católica y segundo Arzobispo de Lima. Misionero y organizador de la Iglesia católica en el virreinato del Perú. Retrato del s. XVII. matrimonio con Luisa de Garay y Monniz de Perestrello, hermana de Antonio de Garay, vecino encomendero de Huánuco, siendo hijos ambos de Francisco de Garay, Adelantado, gobernador y capitán general de las provincias del Panuco, uno de los más célebres conquistadores de Nueva España, pariente de Juan de Garay, fundador de Buenos Aires, y de Ana Monniz de Perestrello. De Diego de Agüero y Sandoval y Luisa de Garay hay amplia descendencia.

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Uno de los más conspicuos fundadores de Lima fue Jerónimo de Aliaga, nacido en Segovia en 1508. Su casa, hoy visitable como testimonio de una época que ya no volverá, está en el actual Jirón de la Unión y sigue en propiedad de la familia Aliaga, y concretamente de Gonzalo de Aliaga y Ascenzo, conde de San Juan de Lurigancho. Allí, don Jerónimo, contador de Su Majestad en los territorios de Nueva Castilla, recibió de Francisco Pizarro el antiguo templo del cacique Taulichusco para edificar esa mansión. Un famoso grupo de compañeros de Francisco Pizarro fue el llamado de los Trece de la Fama o Trece de la Isla del Gallo. Eran éstos Nicolás de Ribera, el Viejo, del que ya he hablado; Pedro de Halcón, nacido en Cazalla de la Sierra, Andalucía, pero que no llegó a Lima después del curioso episodio de su enamoramiento de la cacica Capullana; Alonso Briceño, natural de Benavente, Zamora, que fue regidor de Jauja pero que tampoco llegó a Lima; Pedro de Candia, natural de Creta, primer alcalde ordinario del Cuzco; Antón de Carrión, natural de Carrión de los Condes, Palencia, que tampoco llegó a fundar Lima; Francisco de Cuéllar, natural de la villa segoviana del mismo nombre, que no llegó a Lima; Pedro García de Jarén, natural de Castropol, Asturias, instalado en Panamá; Alonso de Molina, nacido en Úbeda, Jaén, Andalucía, fallecido en 1531 por lo que tampoco llegó a Lima; Cristóbal de Peralta, nacido en Baeza, también en la actual provincia de Jaén, Andalucía, que sí fue regidor perpetuo de la Ciudad de los Reyes desde el 19 de marzo de 1535, aunque murió en Arequipa; Domingo de Soraluce, natural de Vergara, Guipúzcoa, que sí estuvo en Lima a poco de fundada la ciudad pero murió camino de España en 1536; Juan de la Torre y Díaz Chacón, natural de Villagarcía de la Torre, Badajoz, fundador y primer alcalde de Arequipa; Martín de Paz, cuyo origen se desconoce, y Gonzalo Martín de Trujillo, natural de Trujillo y fallecido en la Isla Gorgona, frente a la actual Colombia, en 1527, por lo que tampoco estuvo en la fundación de Lima. Por tanto, sólo algunos de los Trece de la Fama permanecieron en el Perú y sólo fueron fundadores de Lima el ya citado Nicolás de Ribera el Viejo y Cristóbal de Peralta, ambos andaluces.

Su Católica Majestad, consciente de la necesidad de evangelizar el Nuevo Mundo, no podía dejar de enviar a Indias, en los primeros viajes, un buen número de religiosos y sacerdotes que fundarían conventos y hospitales y erigirían iglesias a lo largo y ancho de la geografía americana. Por eso hemos de considerarles también parte de la fundación de ciudades como Lima, ya que estuvieron desde primera hora acompañando a los conquistadores y ocupándose con caridad de los naturales, de los criollos y de los peninsulares. Los dominicos Juan de Olías, Alfonso de Montenegro o Tomás de San Martín, los franciscanos Juan de los Santos, Marcos de Niza, Jodocko Ricke, Pedro Gosseal o Pedro Rodeñas, llegaron muy pronto al Perú, lo mismo que los mercedarios que arribaron, aunque en menor número, en 1534. Los agustinos llegaron más tarde, en 1551, y los jesuitas llegaron al Perú después, en 1568. Todos ellos y sus hermanos de hábito hicieron en su mayor parte, una labor ejemplar que nunca es demasiado subrayar y encomiar.

Todos estos fundadores de Lima y otros más anónimos, pero no menos meritorios, dejaron casa y familia, su “patria chica”, para extender los territorios de la Corona y convertir así el Imperio Español en una variopinta geografía donde no se ponía el sol y donde se hablaba la elegante lengua de Cervantes. Muy pronto, en 1541, se fundó la diócesis limense; dos años más tarde la Real Audiencia; en 1551 la Universidad de San Marcos y en 1584 la primera imprenta. La Religión, la Justicia, el Saber, y siempre el Arte. Éstas y otras maravillas hicieron de Lima, a mérito de sus fundadores, la Perla del Pacífico.

Manuel Ramos Medina

Don Juan Vázquez de Acuña y Bejarano, Marqués de Casa Fuerte, fue el trigésimo séptimo virrey de la Nueva España de 1722 a 1734, uno de los más largos períodos de gobierno. A diferencia de todos los demás, su origen criollo lo distinguió pues fue una excepción en los gobiernos virreinales de la monarquía española.

En el siglo XVII el rey Felipe IV ocupó el gobierno virreinal don Lope Díez de Aux y Armendáriz, Marqués de Cadreita (1635-1640), también nacido en el Virreinato del Perú, en la ciudad de Quito. Se destacó por haber gobernado con honestidad, valor y dedicación. Fue hijo de un destacado funcionario español quien ocupó cargo en las Reales Audiencias de Quito, Charcas y Santa Fe de Bogotá. Su madre, Juana de Saavedra y Recalde, natural de Sevilla. Ambos, el marqués de Casa Fuerte y el Marqués de Cadreita fueron los únicos criollos que ocuparon tan distinguidos cargos.

El marqués de Casa fuerte, se distinguió por su condición criolla, su acertada dirección en los negocios públicos y la absoluta prudencia que constantemente mostró en diversos asuntos que le otorgaron una imagen que permaneció en el aprecio de los que frecuentaban su memoria. Reportó muchos beneficios a la corona durante su administración lo que fueron documentados debidamente. Y así trascendió en el medio político como en ejemplo de la templanza y el símbolo del buen gobierno.

Contamos con documentación para conocer que su educación fue sumamente esmerada. Su padre, Juan Vázquez Acuña Astudillo (1592-1658), corregidor de Quito, murió sin haberlo conocido después de haberse caído de un caballo; su madre doña Margarita Bejarano de Marquina, natural de Potosí y casada con el general en 1643, aprovechó la buena posición que había heredado y se trasladó con sus hijos a España. Tuvo además de Juan, a José, Diego, Íñigo y Josefa, los tres varones caballeros nobles. Éste último hermano fue Marqués de Escalona y Mayordomo de la Reina Mariana, segunda esposa de Felipe IV y madre de Carlos II. Íñigo introdujo al joven Juan de 13 años como paje en la corte del Rey hasta los 21, edad en que abrazó la carrera de las armas. Pronto sus aptitudes marciales fueron reconocidas. Mandó compañías de infantería y caballería. Se desempeñó como

2. Plazuela de San Francisco: Capilla del Milagro y Casa de Pilatos

maestro de campo, coronel de un tercio y de dragones, para ser finalmente ascendido a general de batalla y artillería. En todos los puestos le fue señalado su enérgico, pero no excesivo, don de mando que le ayudó a ganarse la estimación de sus subalternos.

A la muerte del rey Carlos II los pretendientes se lanzaron a la batalla por el trono, y don Juan Vázquez de Acuña se distinguió como soldado al servicio del futuro Felipe V, durante y después de la Guerra de Sucesión (1701-1713) y el conflicto por el cambio de soberanía de los territorios italianos luego de la firma del Tratado de Utrecht (17131714). Por sus servicios fue distinguido con las condecoraciones de la Cruz de Santiago y la Cruz de Alcántara, los más altos reconocimientos de la época. Fue nombrado en 1715 gobernador de las fortalezas de Mesina, en el ángulo nordeste de la isla de Sicilia; pasó casi de inmediato a Aragón en calidad de virrey (1715-1717) y luego a Mallorca (1717-1722) donde aseguró la influencia hispana en la zona de las Baleares, constantemente amenazada por flotas de otras potencias. Los resultados de su gobierno tanto en Aragón como en las islas, le acreditaron para ostentar otro mucho más prestigioso, virrey de la Nueva España (1722-1735). Se trasladó del puerto de Cádiz a mediados del mes de agosto. Don Juan Vázquez de Acuña y Bejarano llegó a la Nueva España y tomó posesión de su cargo como virrey el 15 de octubre entre la pública aceptación de los súbditos. Tenía buena fama y recomendación, pues el hecho de haber nacido en América y ser criollo le valió casi de inmediato el aprecio de los novohispanos, constantemente en competencia con los españoles por los cargos más altos. Consciente de ello, siguió su instinto moderado inspirado en las lecturas de Baltasar Gracián, quien recomendaba un arte de prudencia a ejecutar en todas las gestiones públicas en contraposición a la epidemia maquiavelista que justamente señalaba lo contrario. Su agudo sentido de la estrategia militar, carácter enérgico y dotes administrativas, le hicieron merecedor de toda la confianza no sólo de Su Majestad, sino de los habitantes de Nueva España que vieron en él un alma piadosa, caritativa e inclinada a lo razonablemente justo. Los historiadores dicen que deseó ganarse de inmediato el favor de los gobernados a través de eficaces decisiones que lo diferenciaron de su más inmediato antecesor (El Duque de Arión, juzgado luego en España por su gobierno arbitrario y desproporcionado) y que recordaba a las gentilezas propias de los virreyes del siglo XVI.

La biografía de Don Juan Vázquez de Acuña es una larga memoria que está compuesta de recuerdos muchas veces contrapuestos. Del Marqués de Casa Fuerte contamos con documentación resguardada en el Archivo General de la Nación México. Todo indica que era poseedor de un talante gallardo acentuado por su gesto ligeramente adusto, ojos perspicaces y un rictus pocas veces eufórico, porque para él la seriedad no sólo era solemnidad forzosa en los oficios divinos, sino continúa costumbre honorable en la vida cotidiana. Llama la atención que se mantuvo en soltería, quizá por su propensión a una religiosidad profunda donde el matrimonio no fue su opción. Trataba de no frecuentar la vida de la corte. Sólo toleraba lo socialmente digno de una recepción en el Palacio Virreinal y sostenía pláticas con algún sopor para alejar a los oportunistas deseosos de aprovecharse de la cercanía con el virrey.

Es bien sabido que no otorgaba recomendaciones, ni recibía regalos, ni ostentaba tanto como merecía, sino muy al contrario, gustaba de cosas sencillas como salir a pasear por las calles de la ciudad de México sin otra compañía que su escudero, con quien recorría por largo tiempo la Alameda conocido espacio de esparcimiento de la sociedad capitalina, las ermitas, los acueductos y las orillas del lago. Asistía puntualmente a las celebraciones dominicales en Catedral, gustaba de la compañía de sus amigos franciscanos y jesuitas, a quienes reiteraba su aprecio y reconocía sus labores intelectuales, religiosas y entrega a la prédica del evangelio.

En sus largos paseos reconoció la suciedad que inundaba la capital. Detestaba el olor que molestaba su olfato cuando salía de palacio a causa del muladar en que se había convertido la Plaza Mayor con su fuente de aguas verdes y putrefactas. Procuró su saneamiento y mejora de la limpieza por el puro decoro público. También vigilaba y seguía las constantes inundaciones que azotaban a la ciudad, por lo cual se trasladó personalmente a supervisar los trabajos en el desagüe de Huehuetoca que ya llevaban casi un siglo sin que pudieran concluirse. Como máxima autoridad verificó los procesos de la plata en el Real de Pachuca, para que fuera debidamente quintada y así controlar mejor su exportación a España.

La Ciudad de México fue una constante en sus disposiciones, ya que consideraba que la ciudad capital de un virreinato debía estar en condiciones para sufragar sus gastos y fomentar la urbanidad en su interior. Comenzó con los mercaderes. Bien sabido era que éstos colocaban sus locales para la venta de todo tipo de artículos importados o manufacturas hechas en Nueva España. El desorden del comercio y la arbitrariedad en la distribución, desde la perspectiva del marqués, fomentaban todo género de abusos que los inclinaron al exceso, el descrédito y la pública reprobación de sus prácticas. Para ordenarlos, por ejemplo, consideró que era buena idea acomodar a todos los plateros en una calle, precisamente la que conducía al Convento Grande de San Francisco de México. Y lo mismo hizo con los demás oficios que pronto encontraron calles cuyos oficios terminaron dándoles perdurables nombres, algunos de ellos, pocos, aún se conservan.

Para elevar la calidad de vida de los habitantes de la ciudad, reguló las peleas de gallos y los juegos de naipes, pues esa

clase de diversiones públicas generalmente eran mal vistas por las apuestas y desgracias que ocasionaban entre los aficionados. También fundó la Casa de Niños Expósitos, destinada a resguardar a los infantes procreados fuera del matrimonio que, luego de nacidos, eran literalmente echados a la calle donde se encontraban a merced de los perros y fauna nociva que los devoraban vivos. Este aspecto de su sensibilidad también fue notorio en las visitas personales ejecutadas a los obrajes, ingenios azucareros y pequeñas tiendas manufactureras donde se aseguraba que a los indios, negros y demás castas laborantes se les concediera un buen trato, y los dueños, patrones y capataces no se excedieran en sus malos tratos. Asimismo pidió a los que ejercían una profesión, lo realizaran con esmero. Fue el marqués quien inició con la Sala del Crimen y a todos los encargados de impartir justicia, mandando que trataran bien a los litigantes, abreviaran los procedimientos y emitieran sus fallos en la menor cantidad de tiempo posible.

Preocupado por la buena sociabilidad, también mandó que a su virreinato no se trasladara individuo casado sin su cónyuge. Para los solteros, otorgaba el permiso sin problema, pero en caso de no guardar esa condición, ordenó que se abstuvieran, pues se contaban muchos casos de peninsulares que para el escándalo público llegaban a estar doblemente casados tanto en América como en Europa. En este mismo tenor, para reforzar las buenas costumbres mediante la fe, logró que el Papa, con la anuencia del Rey, aprobara la fundación de la Colegiata de Guadalupe, a la cual se le destinaron ocho mil pesos anuales para su mantenimiento.

Casi al final de su mandato, presenció la fundación de dos instituciones destacadas en la vida virreinal del siglo XVIII que por su significado y honda huella, aún son símbolos de la evangelización y la cultura. En 1731 se fundó en el Colegio de Propaganda Fide de San Fernando, el tercero después del de la Santa Cruz de Querétaro (1683) y el de Guadalupe Zacatecas (1707), donde formaron a los misioneros franciscanos encargados de la evangelización del septentrión, tierras habitadas por indios nómadas o seminómadas que no habían sido evangelizados y menos bautizados. En 1732, vio con beneplácito que las diligencias de los grandes comerciantes ricos de origen vasco don Francisco Echeveste, Ambrosio de Meave y Manuel de Aldaco finalmente concluían con la instauración del Colegio de las Vizcaínas, escuela dedicada a la educación de niñas vascas, cuyas actividades no se han interrumpido desde entonces hasta el día de hoy.

Conforme avanzaba el tiempo, las finanzas novohispanas mejoraban notablemente. Al ver que su antecesor había dejado un desequilibrio financiero decidió tomar en sus propias manos la administración del arrendamiento de las rentas reales. Su experiencia en Europa le había dejado bastante claro que una fuente de ingresos constante y sana sostendría sus operaciones al interior, y desde luego, al exterior. Esto tomó especial relevancia cuando en 1724 la paz nuevamente fue amenazada por el rompimiento de hostilidades entre España e Inglaterra, la abdicación sorpresiva de Felipe V a favor de su hijo Luis I, la muerte de éste y la vuelta al trono de su padre, las campañas de exploración hacia el norte novohispano y las batallas que sostuvieron en las costas del golfo de México contra los ingleses.

El Marqués de Casa Fuerte puso especial empeño en la reducción de los indios del Nayarit, asunto que concretó en 1725, año en que se fundó el Nuevo Toledo, jurisdicción que rara vez aparece entre las nominaciones de los historiadores dedicados al estudio de la Nueva España. También se ocupó de hacer frente a las pequeñas colonias extranjeras que se habían asentado en el sur de Yucatán. Con el pretexto de explotar el palo de Campeche y otras maderas, los anglosajones se habían instalado sin permiso alguno. Tanto en tierras campechanas como en el norte del virreinato, en lo que fueron las antiguas trece colonias, el argumento de la ocupación se fundaba en que su majestad británica otorgaba patentes para que se instalaran en tierras donde no reinara príncipe cristiano. Y tanto ahí como en otros lados de América donde no había llegado la influencia española, los ingleses decidieron aprovechar y fundar factorías. No obstante el virrey se encargó de echar temporalmente a los ingleses de Belice.

Preocupado por este motivo, miró hacia el norte. Al principio de su mandato había recibido los desalentadores informes del Marqués de San Miguel de Aguayo, gobernador del reino de Coahuila, que había organizado una expedición hacia Texas (1719-1722), en vista de lo cual decidió mandar la suya propia. Para ello designó al ge-

Biombo del Palo Volador. (Anónimo, h. 1690). Oleo sobre tela, Madrid. Museo de América .

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