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PANORÁMICA DE LOS CICLOS CLAUSTRALES PINTADOS EN LIMA VIRREINAL: SIGLOS XVII Y XVIII

en convertir a la plaza San Martín como el nuevo centro de la ciudad. Eso ocurrió en el contexto de las celebraciones del Centenario de la Independencia Nacional.

En julio de 1921, a pocos días de las celebraciones, un incendio destruyó un sector del Palacio de Gobierno. Situación parecida ocurrió con el antiguo Palacio Municipal cuando en 1923 otro siniestro destruyó sus estructuras, esto obligó al traslado temporal de la Municipalidad a los ambientes del Palacio de la Exposición, mientras se realizaban los trabajos de reconstrucción del nuevo edificio. En 1924 fue inaugurado el nuevo palacio arzobispal diseñado por Ricardo de la Jaxa Malachowski en estilo neocolonial. En 1925 fueron demolidos los escombros incendiados del edificio de la municipalidad, en su lugar se planeaba construir un centro de convenciones y exposiciones, incluso se había propuesto trasladar la sede municipal frente a la Plaza San Martín. Muchos de estos proyectos quedaron paralizados después de la crisis a fines de la década de 1920. Luego de la caída del régimen de Augusto B. Leguía no se volvieron a realizar obras importantes hasta la década de 1930. El 18 de enero de 1935 Lima cumplió 400 años de fundación española. En este contexto, frente al indigenismo promovido por el gobierno de Augusto B. Leguía, se encontraba presente una ideología hispanista frente al pasado que pretendía recuperar la esencia española de la ciudad. En este contexto el gran acto simbólico, fue la inauguración del monumento a Francisco Pizarro en el atrio de la Catedral, obra del escultor norteamericano Charles Cary Rumsey.

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Desde entonces los proyectos de reconstrucción de la Plaza Mayor estuvieron influenciados y condicionados a seguir el estilo neocolonial, justificando esto con la búsqueda de armonía de las construcciones ya existentes en la plaza. En 1938 se inauguró el nuevo palacio de Gobierno obra iniciada por Claudio Sahut y finalizada por Ricardo Jaxa Malachowski en estilo renacimiento español con influencia neocolonial30 .

En 1939 se convocó un concurso para la plaza y los edificios de la Plaza Mayor. A este concurso se presentaron los más notables arquitectos peruanos de la época, quienes adoptaron en sus propuestas el estilo neocolonial. El primer premio del concurso de 1939 fue otorgado a José Álvarez Calderón y Emilio Harth-Terré por su diseño del entorno de la plaza con edificios con balcones, portales y un mirador inspirados en el neocolonial. En 1944 fue inaugurado el nuevo palacio municipal, el cual sirvió de modelo a los otros edificios de la plaza. En 1947 se inició la construcción de los edificios del portal de botoneros, siendo concluida recién en 1952. Todas estas construcciones fueron muy criticadas por algunos arquitectos que consideraban a estos edificios una “falsificación histórica”, pues para la construcción de estos habían sido destruidos los edificios originales. Un hecho importante que afectó la fisonomía de la plaza fue el terremoto ocurrido en Lima en 1940, que si bien no afectó los nuevos edificios, dañó las portadas y los campanarios de la Catedral de Lima. Las reparaciones fueron dirigidas por Emilio Harth-Terré lográndose la reconstrucción de las portadas del Sagrario y la calle Judíos, ambas modificadas a partir de 1870. + En 1951 se planificó la construcción de dos plazuelas en las esquinas de la Plaza Mayor: las plazuelas Castilla y Pizarro. Solo se construyó la plazuela Pizarro, a donde se trasladó el monumento de Francisco Pizarro en 1952.

Desde entonces, la Plaza de Armas no sufrió modificaciones en su planta hasta el año 1996 cuando se inició el ensanchamiento de su octágono. El nuevo diseño fue realizado por el arquitecto Javier Artadi, bajo la supervisión de Prolima y el Instituto Metropolitano de Planificación. Fue una obra de la gestión del alcalde Alberto Andrade.

La remodelación de la Plaza Mayor se inició en agosto de 1996 e incluía la colocación de 72 bancas, 8 postes de fierro ornamental de 16 metros y 40 faroles de pie. Asimismo se colocó una réplica del ángel de la fama en la cúspide de la pila, obra del escultor José Miguel Arenas Cabrera. La inauguración de la plaza se realizó el 23 de enero de 1997. Se decidió para entonces recuperar la antigua denominación de Plaza Mayor.

Estudiar la evolución de la Plaza Mayor significa entender los cambios sociales y culturales vividos en la ciudad. Refleja los anhelos y proyectos de sus autoridades para controlar y apropiarse de un espacio representativo de poder.

30. Ministerio de Fomento 1938: XII.

Antonio Holguera Cabrera

El claustro, tipología arquitectónica funcional en la estructura constructiva de los monasterios limeños, desempeñó durante los siglos del Barroco un papel emblemático como recinto místico que ofrecía al devoto un amplio abanico de sugerencias sagradas traducidas artísticamente mediante monumentales ciclos pictóricos1 . Su elaboración recordaba los sucesos milagrosos protagonizados por los santos fundadores de las órdenes religiosas cuyo culto fue un eficaz vehículo para facilitar el complejo proceso de evangelización en los virreinatos americanos. El Concilio de Trento (1545-1563) manifestó su convicción de que la pintura era el mecanismo idóneo para afianzar las verdades eclesiásticas en una población mayormente analfabeta empleando imágenes comprensibles. Lima vivió al calor de un clima intensamente espiritual que debió generar una constante emulación entre las congregaciones. Así pues, los ciclos conservados constituyen uno de los géneros más brillantes del arte virreinal, configurando auténticos hitos expresivos que ilustran la evolución del gusto en Los Reyes, espacio cosmopolita que participó progresivamente de las corrientes estilísticas metropolitanas.

Iniciando la centuria decimoséptima, el surgimiento de las grandes casas conventuales, contribuyó a la recepción gradual de los primeros brotes naturalistas. En el convento de Santo Domingo, tras la conclusión de su claustro mayor en 1606, fray Miguel de Aguirre, provincial general de la orden, encomendó a Sevilla un conjunto centrado en la vida del santo titular constituido por cuarenta y un lienzos (1608) que no llegaron a completarse. Actualmente el cenobio dominico custodia treinta y seis ejemplares distribuidos en dos grupos, uno de veintidós piezas, que recayó en Miguel Güelles y Domingo Carro, jóvenes artífices relacionados con las Indias a través del activo comercio transatlántico, y un segundo, con las catorce restantes, cuyo autor fue Diego de Aguilera (1661)2 . El sector más numeroso y antiguo, basado en estampas romanistas de Rafael Sadeler (1560-1628) y Theodoor Galle (1571-1633), según dibujos de Pieter de Jode (1606-1674) se trata de una didáctica secuencia centrada en pequeños milagros y penitencias que insisten en el poder taumatúrgico de su protagonista. Las plasmaciones presentan un mismo soporte y método preparatorio, anunciando un lenguaje de transición que combinaba los aportes venecianos (acentuadas perspectivas arquitectónicas, cielos nubosos, bosques y follajes densos, ruinas inconclusas, etc.) con vigorosas anatomías de impronta clasicista y eventuales alusiones a la cotidianeidad del momento. Los detalles de bodegón intercalados en la narración y los estudios fisonómicos informan de una aproximación veraz a la realidad. En cambio, los añadidos de Aguilera, construidos sobre la reelaboración de unos grabados flamencos ideados por Jan Nys, Peter Jode y Teodor Galle (1611), responden a un lenguaje ajustado al naciente idioma americano, tendiéndose a una estética de tintes medievales, adecuados a un imaginario social que exaltaba la idea de belleza mística.

La novedosa lección artística y las pautas decorativas señaladas fueron rápidamente asimiladas pocas décadas

1. BONET CORREA, Antonio: Monasterios Iberoamericanos. Madrid, El Viso, 2001; SEBASTIÁN LÓPEZ, Santiago: “Iconografía del claustro barroco en Portugal, España e Iberoamérica”, Tiempos de América, nº 12, 2005, pp. 29-39 y RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso: “Ciclos pintados de la vida de los santos fundadores. Origen, localización y uso en los conventos de España e Hispanoamérica”, en La imagen religiosa en la Monarquía hispánica: Usos y espacios. Madrid, Casa de Velázquez, 2008, pp. 3-21. / 2. STASTNY, Francisco: Redescubramos Lima: Conjunto Monumental de Santo Domingo. Lima, BCP, 1998 y HALCÓN, Fátima: “El pintor Juan de Uceda: sus relaciones artísticas con Sevilla y Lima”, Laboratorio de Arte, nº 15, 2002, pp. 373-381. / 3. ESTABRIDIS CÁRDENAS, Ricardo: Pintura mural en el claustro de San Francisco de Lima: Estudio iconográfico y estilístico. Sevilla, Universidad de Sevilla, 1982.

después en el suntuoso claustro de San Francisco. La galería baja, ornamentada con brillantes zócalos alicatados de origen sevillano y cuatro retablos adosados en las esquinas, incluía treinta paños, efectuados al temple, que reflejaban los episodios vitales más significativos del «Poverello»3. El afortunado hallazgo se produjo en 1974 coincidiendo con labores de restauración, revelando tres sectores deteriorados que generaron una animada polémica. Los fragmentos, fechados en torno a 1635-1640, evidencian la actuación de pintores manieristas que apostaron por un excelente dibujo, atrevidos escorzos y un colorido suave. Conviene destacar las representaciones que colindan con la sala «de profundis» debido al alto grado de conservación y la calidad presente en sucesos concretos, despuntando «La visión triunfal en el carro de fuego» y «La visión en la Porciúncula», atribuida al sevillano Leonardo Jaramillo, quien supo adecuarse a las influencias italianas manteniendo los repertorios adquiridos en la península durante su formación. El resultado es una composición híbrida donde abundan los tipos humanos, humildes y sencillos, denotando un ojo observador preciso y sensible, que parece ir dejando atrás el carácter aristocrático de la tendencia italianista4 .

Llegados al último tercio del seiscientos asistimos a la eclosión de las distintas escuelas regionales en el virreinato peruano en sintonía con un trabajo sostenido, generado gracias al surgimiento de una nueva generación de artistas criollos que respondieron enteramente a tradiciones propias. En la ciudad del Rímac esta situación quedó demostrada cuando se convocó a cuatro célebres individuos para sustituir los murales dañados en el terremoto de 1656. Según refiere el cronista fray Juan de Benavides, la renovación estuvo a cargo en 1671 de autores “escogidos por los mejores”, en

4. STASTNY, Francisco: “Un muralista sevillano en Lima”, en Estudios de Arte Colonial, vol. 1. Lima, MALI e IFEA, 2013, pp. 213-227. / 5. HART-TERRÉ, Emilio y MÁRQUEZ ABANTO, Alberto: “Pintura y pintores en Lima Virreinal”, Revista del ANP, tomo XXVII, entrega 1 y 2, 1963, pp. 104-218; 148. / 6. MESA, José de y GISBERT, Teresa: Historia de la

un contexto reconstructivo liderado por fray Luis Zervela: Francisco de Escobar, Diego de Aguilera, Pedro Fernández de Noriega y Andrés de Liévana5. El comitente otorgó la dirección de los treinta y nueve ejemplares a Escobar y le proporcionó como motivo inspirador dieciocho estampas correspondientes a una serie de Philippe Galle (1587).

Ambos factores explican la coherencia y fluidez narrativa de un conjunto ecléctico y cosmopolita que situaba a Los Reyes en pie de igualdad con respecto a las grandes urbes europeas, siendo, consecuentemente, elogiado en la literatura contemporánea. La sorprendente soltura técnica sugiere un medio permeable a las novedades metropolitanas que no renuncia a una tradición acumulada. Pero a diferencia de los cuadros importados ahora nos situamos ante composiciones agitadas con anatomías notablemente trazadas, a lo que podría sumarse la complejidad de los escenarios arquitectónicos o los frondosos paisajes de recuerdo flamenco, conjugados con un claroscurismo matizado y una cierta calidez cromática. Significativa es la introducción del autorretrato de Francisco Escobar en la «Profecía de la venida de San Francisco», ataviado como un hidalgo y sentado orgullosamente ante el caballete para reforzar el estatus liberal de su oficio mientras representa a san Francisco con el propósito de que las generaciones futuras pudieran identificarlo. Alcanzado el siglo XVIII, y especialmente tras el destructor seísmo de 1746, Lima empezó a incorporarse a la dinámica del progreso apoyándose en el despotismo ilustrado borbónico. La aceptación de dicho sistema gubernamental desembocó en el recibimiento escalonado de los estilos internacionales, primero el rococó francés y posteriormente los aportes neoclásicos, desencadenantes de un intenso proceso iconoclasta. Al mismo tiempo, el período comprendido entre 1700-1730 constituyó la consolidación triunfal de la pintura andina que iba ingresando en los espacios limeños más prestigiosos mediante un proceso de invasión mercantil. Atendiendo a estas circunstancias el Reverendo Padre fray Fernando de Luna y Virúes, Prior del convento cuzqueño durante el provincialato de fray Roque de Irarrázabal y Andía, envió al noviciado agustino instalado en la capital peruana, hacia 1745, una serie hagiográfica sobre su santo fundador. El ingente encargo, que contó con el pincel de Basilio Pacheco y su taller en pleno apogeo creativo, recrea libremente las láminas de Schelte Adamsz. Bolswert (Amberes, 1624). Las intervenciones de mejor factura se concentran en el tramo aledaño al templo y recogen «La muerte del santo», «El árbol genealógico», y «San Agustín meditando sobre la Trinidad». Mención aparte merece el «Entierro de San Agustín», escena final ambientada en una versión realista y lograda de la Plaza Mayor cuzqueña. Delante del sobrio cortejo fúnebre, localizamos un posible autorretrato de Pacheco, hombre maduro y cubierto con una amplia capa que, dispuesto en actitud orante, proclama al espectador el reconocimiento profesional obtenido en vida6 .

Para culminar este sucinto recorrido citaremos el engalanamiento del solemne claustro mercedario, última gran empresa de este género emprendida en la ciudad. A partir de 1783, Julián Jayo, José Joaquín Bermejo, Juan de Mata Coronado y Manuel Paz, todos integrantes de una brillante generación que sucedió a Cristóbal Lozano, comenzaron su elaboración respetando las indicaciones del Padre Gabriel García Cabello y Sañudo, quien suministró estampas de Juan Federico Greuter, siguiendo los dibujos preparatorios de Jusepe Martínez, contenidas en un libro dedicado a la vida de San Pedro Nolasco (1627)7. El lapso de una década, al concluirse los trabajos en 1792, atestigua las palpables diferencias que es posible percibir entre las diferentes telas, si bien la mayoría de los hechos se emplazan en hábiles perspectivas arquitectónicas, acudiendo a las tonalidades claras rosadas y celestes, típicas de una paleta renovada que iba dejando atrás su antigua afinidad con el tenebrismo8. Entre la selección de cuadros más logrados, debido a “la habilidad del dibujo, grato colorido y naturalismo de personajes y animales”9, figuran «San Pedro Nolasco en las faldas del Monserrat» (Bermejo, h. 1785-1790), «San Pedro Nolasco suda sangre» (Juan de Mata Coronado, h. 1790-1792) y «La aparición de la Virgen en el coro de Barcelona», (h. 1785-1790), donde Jayo dibuja delicados estados emocionales en los rostros de los monjes que irrumpen en la elegante sillería coral atraídos por la música celestial.

pintura cuzqueña, vol. 1. Lima, Fundación Augusto N. Wiese y Banco Wiese Ltdo., 1982, pp. 201-203 y MACCORMACK, Sabine: “Poetics of representation in Viceregal Perú: a walk round the Clositer of San Agustín in Lima”, en The Arts of South America, 1492-1850. Denver, Denver Art Museum, 2010, pp. 89-118. / 7. RODRÍGUEZ G. DE CEBALLOS, Alfonso: “Ciclos pintados de la vida…”, op. cit., p. 12 y SCHENONE, Héctor: Iconografía del arte colonial: Los santos, vol. II. Buenos Aires, Fundación Tarea, 1992, pp. 644-660. / 8. WUFFARDEN, Luis Eduardo: “Ilustración versus tradiciones locales, 17501825”, en Pintura en Hispanoamérica, 1550-1820. Madrid, El Viso, 2014, pp. 365-401; 376. / 9. BERNALES BALLESTEROS, Jorge: “La pintura en Lima durante el virreinato”, en Pintura en el Virreinato del Perú. Lima, BCP, 1989, pp. 31-107; 60 y ADANAQUÉ VELÁSQUEZ, Raúl: “Julián Jayo: pintor limeño”, Revista Sequilao, nº 3, 1993, pp. 73-77.

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