5€ Julio - Agosto 2023
nº 876
ESPECIAL
Javier Marías (Madrid, 1951-2022) Juan Villoro, Alexis Grohmann, Manuel Rodríguez Rivero, Gonzalo Torné, Juan Gabriel Vásquez, Luis Antonio de Villena, Miguel Marías, Julia Altares, Karina Sainz Borgo, Juan Cruz, Benjamín Prado, Margaret Jull Costa, Valerie Miles, Barbara Epler y Wendy Lesser 1
DOSSIER
Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Coordina Andreu Navarra Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión Solana e Hijos, A.G.,S.A.U. San Alfonso, 26 CP28917-La Fortuna, Leganés, Madrid
CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: Fotografía de portada Riccardo Musacchio / Rosebud2
www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401
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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €
SUMARIO 4
ESPECIAL
JAVIER MARÍAS
JAVIER MARÍAS. IN MEMORIAM
EPLER Y WENDY 44 BARBARA LESSER: «A MARTINI PLEASE,
EXTRA DRY. EN LIMUSINA CON JAVIER MARÍAS CANTANDO ELVIS EN NUEVA YORK»
por Luis Antonio de Villena
MARÍAS, 6 JAVIER UNA AMISTAD LITERARIA por Juan Villoro
LITERATURA COMO 12 LA TERRITORIO DE SUPREMA
Coordinada por Valerie Miles
50 PACO ROBLES, EDITOR DEL MESA REVUELTA
QUIJOTE
LIBERTAD
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por Alexis Grohmann
CONTAR SIN DECIRLO TODO (A PROPÓSITO DEL ÚLTIMO MARÍAS) por Manuel Rodríguez Rivero
A FAVOR Y EN CONTRA DEL GRAN ESTILO por Gonzalo Torné
24 EN LOS PLIEGUES DEL TIEMPO MARÍAS Y EL CINE: 28 JAVIER LA NARRACIÓN VISUAL por Juan Gabriel Vásquez
EN JAVIER MARÍAS por Miguel Marías
JAVIER MARÍAS, 32 PARA GRACIAS A JAVIER MARÍAS
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por Julia Altares
JAVIER MARÍAS Y LA DEUDA IMPAGABLE por Karina Sainz Borgo
38 JM 40 JAVIER MARÍAS Y SU SOMBRA 42 POSFACIO DE LA TRADUCTORA por Juan Cruz
por Benjamín Prado
por Margaret Jull Costa
por Eduardo Ruiz Sosa
54 EN BUSCA DEL FUEGO 58 AEROLITOS por Jacobo Iglesias
por Carlos Edmundo de Ory
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BIBLIOTECA
LITERATURA INFANTIL. Nadal Suau DERROCHE Begoña Méndez METATURISMO O LA BÚSQUEDA DEL LUGAR PROPIO Eduardo Laporte PELOS DE PUNTA A CÁMARA LENTA Fran G. Matute EL RUNRÚN DE UNA PÍCARA Carmen G. de la Cueva TENEMOS QUE HABLAR DE TANTAS Rebeca García Nieto TOMAR LAS RIENDAS Mey Zamora EN EL CORAZÓN SILENCIOSO Y TURBULENTO DE LAS MUJERES Margarita Leoz EL AÑO QUE MURIÓ JOHN WAYNE Julio César Galán NUEVAS EPÍSTOLAS DE OTROS BÁRBAROS LATINIZADOS Martín Rodríguez-Gaona ¡TE VAS A MORIR DE HAMBRE! Manuel Alberca EL PRÍNCIPE DE LOS CUENTOS Carlos Barbáchano
DOSSIER
Javier Marías. In Memoriam Javier de fachada altiva e intimidad jubilosa. Javier del desprecio del mundo (de este mundo) y del calor generoso de la amistad y el arte. Javier del don de lenguas, del querido inglés y el español, sobre todo. Javier del fracasado amor y los amores mansos, Javier del triunfo no esperado y aceptado en secreto, dadivoso en ayudas y dadivoso en cartas, amigo de ilustres perdedores -el Gawsworth de Redonda- y de nombres de lujo como bandera amiga. Javier del humilde orgullo y la humildad sin timbres. Amigo de los libros, de las charlas enormes en el Palace postrero, amigo de la risa y del desprecio al necio (y a las necias) y sobre todo, Javier -y es lo que no perdonanamigo de lo excelso, del «citius, altius, fortius».
Por Luis Antonio de Villena
Fotografía de Lisbeth Salas
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ESPECIAL
Javier Marías Javier Marías. In Memoriam por Luis Antonio de Villena
Javier Marías, una amistad literaria por Juan Villoro
La literatura como territorio de suprema libertad por Alexis Grohmann
Contar sin decirlo todo (a propósito del último Marías) por Manuel Rodríguez Rivero
A favor y en contra del Gran Estilo por Gonzalo Torné
En los pliegues del tiempo por Juan Gabriel Vásquez
Javier Marías y el cine: la narración visual en Javier Marías por Miguel Marías
Para Javier Marías, gracias a Javier Marías por Julia Altares
Javier Marías y la deuda impagable por Karina Sainz Borgo
JM por Juan Cruz
Javier Marías y su sombra por Benjamín Prado
Posfacio de la traductora por Margaret Jull Costa
Barbara Epler y Wendy Lesser: «A martini please, extra dry. En limusina con Javier Marías cantando Elvis en Nueva York» Coordinada por Valerie Miles 5
DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
JAVIER MARÍAS: UNA AMISTAD LITERARIA por Juan Villoro
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a literatura ha sido descrita como el oficio más solitario del mundo. Sólo en parte la expresión es cierta. A pesar de la evidente originalidad de su obra, Borges juzgaba que no hay escrituras individuales. Las más variadas influencias de un idioma y una época confluyen en los textos; incluso quien escribe contra la tradición confirma su importancia en forma crítica. Por más aislado que sea el trabajo literario, cuando un libro empieza a circular el novelista descubre, con cambiantes dosis de asombro, envidia o rara fascinación, que existen los colegas. No es fácil que los autores congenien entre sí. Adiestrados a estar solos, recelan de quienes de manera diferente se dedican a lo mismo. García Márquez comentaba que la mayoría de los escritores viven conforme a la ilusión de ser los únicos en el mundo; a tal grado, que cuando conoció a Julio Cortázar se sorprendió de descubrir a alguien que se interesaba en los demás. La difícil convivencia del gremio merece la descripción que el grupo Contemporáneos encontró para sí mismo en el México del siglo XX. Se trata de un «archipiélago de soledades». Abundan los testimonios al respecto. En su novela La disciplina de la vanidad, el peruano Iván Thays disecciona a autores que confunden el narcisismo con la singularidad y en las crónicas de Egos revueltos el español Juan Cruz ofrece divertidos ejemplos del protagonismo al que sucumben quienes viven de poner su nombre en las portadas. Es mucho lo que se puede decir de los misántropos que de pronto se ven obligados a coexistir. Con todo, la amistad entre autores es posible. En la mayoría de los casos, las afinidades se descubren de manera casual y a medida que prosperan se alejan del entorno literario. En 2022, sostuve un diálogo con David Trueba en Málaga cuyo tema fue, precisamente, la amistad. En esa ocasión comenté que, a diferencia del amor, la amistad no tiene que ser dicha; es raro que alguien pida que le declares o confirmes tu amistad. Trueba perfeccionó la idea, señalando que cuando dos amigos se encuentran a tomar algo, no hablan del afecto
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que se tienen; se limitan a pronunciar la frase que los une: «¿Qué pedimos?» Durante un cuarto de siglo sostuve con Javier Marías mi única amistad exclusivamente literaria. Su padre y el mío eran filósofos, ambos vivimos por un tiempo en Barcelona, amábamos el fútbol, compartíamos gustos cinematográficos y habíamos traducido a autores del siglo XVIII. Sin embargo, esas similitudes no nos llevaron al terreno de las confidencias. Como en una trama de Henry James, las emociones y el afecto se expresaron en forma indirecta, a través de la compartida pasión por la escritura y las necesidades del oficio. En una de sus últimas cartas, Javier elogió la decisión de Kundera de no asistir a actos públicos. Lamentaba no poder ser tan estricto. Aunque había ganado fama de ermitaño, se definía de esta manera: «Relativo aislamiento, sí, sólo relativo. Qué más quisiera yo que llegar un día a los excesos de Salinger. Creo ser educado, y eso es terrible para lograr que a uno lo dejen en paz del todo… Pero no aguanto más la compañía colectiva (la individual es otra cosa, y depende de quién y quién) de mis colegas y de los que los rodean». Marías profesaba un deseo militante de ser dejado en paz, pero fue un extraordinario testigo de los otros. No se limitaba a descifrarlos como el protagonista de Tu rostro mañana; se servía de la distancia en el trato para valorarlos y quererlos a través de una cuidadosa observación. Rara vez expresaba de manera obvia sus afectos, pero procuraba que los detalles y los hechos hablaran en su nombre. Lo conocí en 1990, gracias a la ensayista Mercedes Monmany. Ella debía reunirse con él y un periodista italiano de La Repubblica en el Museo Chicote, y tuvo la generosidad de añadirme a la cita. Yo había leído El hombre sentimental con el interés que despierta un elegante ejercicio de estilo. Conocía su excepcional traducción de Tristram Shandy y el aparato de notas que, por sí mismo, podía garantizarle un destacado puesto en la literatura. Sin embargo, entonces yo tenía la superstición de que todo encuentro con autores debe arrojar claves personales. No me bastaba saber qué leían, quería conocer el dato decisivo,
El escritorio donde trabajaba Javier Marías. Fotografía cedida por la familia.
tal vez incómodo, el talento secreto o el vicio oculto. Nada de eso asomaría en el contenido temple del escritor de Chamberí. Javier había pasado largas temporadas en Venecia y tenía un oído excepcional para los idiomas. Me sorprendió la fluidez con que hablaba italiano y la pericia con que se movía en esa literatura (ponderó con lujo de detalle a Carlo Emilio Gadda y lamentó que fuera tan difícil traducirlo). También me sorprendió que no hiciera preguntas a los demás ni se interesara mayormente en ellos. Guió la conversación con la solvencia de quien imparte una clase. No me pareció pedante, porque su tono era el de una agradable tertulia, pero creí entender que vivía para sus propios intereses, encapsulado en su mundo; una persona inteligente y evasiva, de reservada cordialidad. Poco después, leí Todas las almas, donde describe con agudo humor las cenas de high table en las que los académicos de Oxford se conducen con estudiada cortesía; conversan durante unos minutos con su interlocutor del lado derecho y, cuando el reloj lo indica, se dirigen al interlocutor del lado izquierdo. El novelista se burlaba de esa conducta, pero en mi primer encuentro sentí que la imitaba. Sin duda, esto habla más de mí que de él. Los poetas rusos sellaban su amistad con intensidad eslava, intercambiando sus camisas. Los mexicanos no llegamos a ese exceso, pero un encuentro normal termina con abrazos y promesas de espléndidos encuentros que no necesariamente ocurrirán.
En el ritual de despedida, la persona que horas antes era un extraño recibe un trato de amigo del alma que se debe más a la dinámica del jolgorio que a un afecto real. «Mucho gusto», dijo Javier al despedir nuestro primer encuentro, y me tendió la mano. En términos mexicanos, eso implicaba no volver a verse. Como tantos, admiré las novelas Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, y reconocí en ellas la aguda percepción de quien conoce a los demás al grado de temerles. Un ejemplo maestro es la escena en la que una mujer invita a cenar a su departamento a un amigo que aún no se manifiesta como pretendiente. Avanzada la noche, el hijo de ella, que duerme en un cuarto contiguo, despierta y se aproxima a la reunión. Por la mirada del niño, el convidado entiende su auténtico papel en esa casa: el chico lo mira con apremio, temeroso de que le robe el afecto de la madre. Sólo entonces, advierte la cercanía que ha establecido con la madre. Este juego de perspectivas emocionales genera una sorprendente tensión y revela la perspicacia psicológica del novelista. También como lector, Marías descubrió la inquietante vida oculta de los autores. Uno de sus libros más personales es Vidas escritas, pues dice mucho de su mirada. Ahí aborda a diversos autores como si fueran personajes literarios. Al comienzo del libro, señala que ninguno de sus retratados es un ser perfecto; se trata de «individuos calamitosos» cuya personalidad se forjó gracias a errores, padecimientos, azares o caprichos.
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DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
Marías presta especial atención a las relaciones peligrosas que establecen los colegas, y que pueden llegar a extremos singulares. Turgeniev y Tolstoi se retaron a duelo una y otra vez hasta que depusieron su enemistad, no por llegar a un acuerdo, sino por rutinario cansancio; la generosa Edith Warton pidió que sus regalías fueran ingresadas en secreto a la cuenta de Henry James, cuya admirable prosa no conquistaba suficientes lectores; Nabokov leía a sus contemporáneos por el irrenunciable placer de detestarlos… A partir de Corazón tan blanco, Marías tuvo el extraño privilegio de que sus libros se vendieran bien. Sorprendido de recibir un dinero inesperado, decidió destinar una parte significativa de sus ganancias a tareas filantrópicas. Algunos de esos gestos son muy conocidos. Ofreció primas al equipo de fútbol Numancia, por el que tenía apego desde la niñez, y patrocinó el Premio Reino de Redonda, único en su género, para celebrar a escritores y cineastas de otras lenguas. Menos conocidas son las pruebas de generosidad que daba a sus colegas. En 1995 me hice cargo del suplemento La Jornada Semanal y le pedí que colaborara con nosotros. Aceptó enviarnos una columna con una condición difícil de rechazar: no quería pago alguno. Su única exigencia fue que le enviáramos ejemplares de los trabajos publicados. Como el correo mexicano pertenece a la zona de las hipótesis, nuestros envíos no siempre le llegaban. Esto activó
Algunos objetos personales de Javier Marías. Fotografía cedida por la familia.
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otro aspecto de su carácter: la queja respetuosa. No depuso su generosidad, pero protestó por nuestra informalidad con largas frases en las que las cláusulas subordinadas demostraban que era educado y que tenía razón. Cuando publicó Negra espalda del tiempo, en 1998, surgió una pequeña controversia en el mundo literario mexicano. Previamente, Marías había publicado la antología Cuentos únicos para reunir a autores que sólo en una ocasión escribieron un estupendo relato de miedo. ¿Por qué se habían limitado a lograr ese one hit wonder? La publicación de la antología lo llevó a trabar correspondencia con dos lectores mexicanos a los que dedicó un pasaje en Negra espalda del tiempo: Sergio González Rodríguez y Rafael Muñoz Saldaña. Ambos le habían escrito en relación con uno de los autores incluidos en la antología, Wilfrid Ewart, que, según comenta Marías en Negra espalda, «murió la noche del Año Viejo de 1922, para ser exactos, en la sofocante oscuridad de la ciudad de México». Los corresponsales mexicanos le aportaron datos sobre ese inglés errabundo. González Rodríguez era un autor establecido, pero Rafael Muñoz Saldaña parecía tan inubicable como Ewart. Pregunté por él en la república de las letras y nadie pudo decirme nada. Internet era entonces incipiente y tampoco ahí di con el joven que Marías describía como un lector sagaz que tenía un proyecto literario «de lo más insensato y del que lo disuadí en seguida para que no perdiera el tiempo de mala manera». González
Rodríguez y yo sospechamos que se trataba de un personaje ficticio, un juego de espectros al interior de la trama. Escribí una columna al respecto y, para mi sorpresa, recibí una carta de Muñoz Saldaña, muy inteligente y bien escrita, en la que se negaba a ensayar la vana tentativa de acreditar su existencia, pero se conformaba con decirme que no era ficticio. Agradecí la misiva y escribí otra columna sobre el tema, corrigiendo mis conjeturas previas. A Marías le entusiasmó el desdoblamiento de su novela y la forma en que un autor casi fantasma, Wilfrid Ewart, animaba discusiones en el país donde había muerto. Presenté Negra espalda del tiempo en México, en compañía de Carmen Boullosa. En la inevitable cena que siguió al acto, Marías eligió un tema de conversación que lo define bastante bien. Pidió a cada uno de los comensales que relatara su peor vejamen literario. Cuando llegó su turno, contó que en una ocasión fue invitado a dar una charla en una ciudad de provincia y el presentador tuvo a bien decir: «Hubiésemos querido traer a tal autor o tal otro, pero ninguno aceptó, y tuvimos que conformarnos con Javier Marías». Agregó que, en el fondo, todos somos autores fantasmas a sueldo de una causa que ignoramos. Al regresar a España, me envió el libro Gentleman Spies, de John Fisher, que trata de agentes dobles de la corona británica, muchos de ellos formados en Oxford y Cambridge. Así prolongaba la conversación sobre las duplicidades que despierta la literatura. Además de narrar el fatal destino de Ewart, Negra espalda del tiempo también se ocupa de John Gasworth, el escritor que fue Rey de Redonda y que había aparecido en Todas las almas. Cuando el propio Marías asumió ese reinado, actuó con un placer fantasioso que me hizo pensar en su gusto por los juegos, los cromos de los años cincuenta y sesenta y los soldados en miniatura que custodiaban sus libreros. No es casual que en Salvajes y sentimentales definiera al fútbol como «la recuperación semanal de la infancia». Dueño de una notable erudición, procuraba mantener contacto con sus ilusiones infantiles. De ahí que pasara largas temporadas en Soria, donde habían transcurrido días felices de su niñez, o que se interesara en los cuentos de terror que despiertan en los niños el delicioso pánico que sólo se supera con el atrevimiento de llegar al desenlace. El Reino de Redonda le deparó los placeres pueriles de diseñar una moneda, una bandera y una corte, es decir, de jugar a sus anchas y beneficiar a los demás con premios reales y nombramientos imaginarios. El mío fue Duque de Nochevieja, en alusión a Ewart y a la forma en que murió en México en el Año Viejo de 1922. La escena tenía un modo cómico de ser trágica. El escritor salió al balcón de su hotel para ver los fuegos artificiales que estallaban en
la noche del 31 de diciembre, sin saber que la alegría mexicana también se expresaba con disparos. Una bala perdida le dio en el ojo y lo mató en el acto. Curiosamente, Ewart era tuerto. Esa cavidad ocular sólo sirvió para alojar el tiro de muerte. No sin ironía, Javier me asignó un nombre que aludía a los corrosivos festejos de mi tierra. A partir de entonces nos comunicamos para pensar en posibles premiados para el Reino de Redonda. Compartió mi entusiasmo por celebrar a J. M. Coetzee y a Alice Munro antes de que la Academia sueca se fijara en ellos y, tiempo después, me instó a que pensara en un cineasta, pues la mayoría de las candidaturas eran literarias y el premio también había sido pensado para honrar al cine. Cuando propuse a Lars von Trier, depuso su respetuosa actitud ante las opiniones ajenas y dedicó media hora a especular con esmero sobre mi mal gusto y las insulsas provocaciones del perturbado director danés. Al modo de Henry James, sólo exponía un tema si lo desarrollaba al máximo. Sus mensajes en la contestadora podían abarcar el casete entero. El 29 de junio de 1998, me encontraba en el estadio de Montpelier, viendo el partido Alemania-México. Él ignoraba que yo había sido enviado al Mundial de Francia por el periódico La Jornada y llamó a mi casa para comentar el juego; al no encontrarme, dejó un dilatado mensaje en la contestadora. Como en otras ocasiones, México comenzó dando un partidazo hasta que se asustó con su propia fuerza y fue superado por el eficaz pragmatismo alemán. Javier aquilató el dolor que ese triunfo inminente convertido en repentina derrota podía causarle a los aficionados mexicanos. Al volver a México, me conmovió encontrar sus palabras, precisas al describir las acciones en la cancha y empáticas al entender la tristeza ajena. En 2001 me instalé con mi familia en Barcelona. Carecía de doble nacionalidad y permiso de trabajo, y disponía de un lapso de tres meses para regularizar mi situación, con los niños ya inscritos en el colegio. Fue un tiempo difícil, dedicado a buscar documentos para simular solvencia económica y a hacer colas de tres horas en las oficinas para migrantes de la calle Argentera. No le hablé de esto a Javier. Nuestro trato, como siempre, se limitaba a ocasionales conversaciones sobre temas del oficio. Sin embargo, de nuevo mostró su peculiar capacidad de interesarse en los demás e intuir en ellos cosas que no habían sido dichas. Una tarde habló por teléfono a mi departamento en Barcelona, que aún tenía más cajas que muebles. Mi esposa lo saludó en el tono alegre que se le da a un amigo de la familia, y él la trató de usted, con un formalismo que se debía menos a la frialdad que a un asentado rasgo de carácter. Marías conservaba ciertos protocolos, no para
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DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
alejarse de los demás, sino para entenderlos en una justa perspectiva, pero, claro está, no todo mundo lo sabía y sus palabras podían sentar como granizo. El novelista que parodió los rígidos usos de la corte en una escena protagonizada por un traductor que imagina malentendidos verbales que pueden causar conflictos de Estado, era menos juguetón en sus diálogos de circunstancia. Curiosamente, esa llamada era una extraordinaria señal de cercanía: «Estoy pensando en lo que significa mudarse a otro país», me dijo; «no tengo hijos ni sé lo que eso representa, pero imagino que es un momento difícil para ti». Muy en su estilo, no esperó a que yo me desahogara, detallando mis predicamentos, y añadió de prisa: «No me lo tomes a mal, pero te estoy enviando mil euros a cuenta de un prólogo que te pediré para Ediciones de Redonda; aún no sé de qué libro, pero eso ya lo veremos». Ese cheque en blanco fue el primer apoyo para quedarme en la Ciudad Condal. Poco después, Javier me pidió que escribiera la introducción a los cuentos celtas de W. B. Yeats que él había traducido. Cuando ya era un autor publicado, Javier compartió casa con su padre, Julián Marías. Tenía un enorme aprecio por el filósofo, cuya fama lo había convertido en «el joven Marías». Mi padre pertenecía a una rama diferente, por no decir contrapuesta, de la filosofía. Sin entrar en detalles, Javier se refería con admiración a la capacidad de los pensadores de discrepar. Debíamos atesorar los desacuerdos de nuestros padres. Las rencillas literarias podían ser divertidas, pero inevitablemente pertenecían a un orden vulgar. En cambio, las polémicas filosóficas aludían a la necesaria función del Otro. No es casual que Marías, madridista de corazón tan blanco, escribiera un excepcional elogio de F. C. Barcelona, celebrando la imprescindible necesidad del adversario para exhibir las propias virtudes. No se veía a sí mismo como «hombre de familia», pues no era el patriarca que ocupa la cabecera rodeado de su prole, pero tenía una fuerte consideración por los lazos familiares. Valoraba mucho las opiniones de su hermano Fernando, gran conocedor del cine y espléndido lector, que regresó de un viaje a México con las obras de Jorge Ibargüengoitia. Javier las leyó de un tirón y me pidió que hiciera una antología para Reino de Redonda. El resultado fue Revolución en el jardín, que se convirtió en un relativo bestseller de la editorial. El aprecio de Marías por los lazos de familia se extendía a ciertas figuras tutelares. Su amistad con Juan Benet era uno de sus mayores orgullos. Si alguien elogiaba a su maestro, él le enviaba una nota para darle las gracias, gesto insólito en el gremio. Sabía que yo había sido alumno de Augusto Monterroso. Por otras personas, me había
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enterado de que el cuento «El dinosaurio» le parecía un golpe de ingenio sin demasiada gracia, pero se abstenía de criticarlo en mi presencia porque no se permitía ofender a una persona que había formado a un amigo. Podía cuestionar mis gustos, pero no a mi maestro. Muy distinta era su actitud con nuestros contemporáneos. En una ocasión vio un programa nocturno de la Televisión Española en el que elogié a nuevas escritoras argentinas. Al día siguiente me criticó por apuntarme a una moda políticamente correcta. De nada sirvió que yo razonara mi entusiasmo. Mis argumentos no le parecieron pruebas de descargo sino signos de culpabilidad. Cada cierto tiempo, Javier requería de una discrepancia e incluso de una leve irritación en el trato. Tanto en Madrid como en Soria vivió frente a maravillosas plazas públicas que le provocaban grandes molestias. En esos sitios disponía de un excepcional mirador de la vida cotidiana que al mismo tiempo vulneraba la privacidad de la que era tan celoso. Las plazas son así, lugares de encuentro y de ruidos, conciertos, obras del ayuntamiento y vulgares verbenas. En vez de mudarse a una dirección más tranquila, Javier escribía artículos para protestar por las erróneas actividades que miraba desde su ventana. Corregir imaginariamente el mundo es un gesto literario y él transformó su columna semanal en una insistente ventanilla de quejas. Una paradoja del cascarrabias es que el enojo lo pone de buenas. Harold Pinter contaba que en una ocasión fue a un estreno de Beckett. La obra le pareció tan admirable como deprimente. Terminada la función, fue a cenar con el autor, que no había ido al teatro y estaba de excelente humor. Beckett se había desahogado tan satisfactoriamente por escrito que había transferido su malestar al público. Marías soltaba el vapor del descontento en sus artículos y en sus serenos pero puntillosos reclamos telefónicos. Seguramente, esto le permitía aceptar de buena gana otros azares de la vida. En una ocasión lo invité a participar en un ciclo sobre fútbol y cultura que coordiné para CaixaForum en Barcelona. Sabía de su renuencia a actuar en público y había preparado algunas frases para convencerlo, pero aceptó de inmediato participar en un «derby literario Real Madrid-Barcelona» con Enrique Vila-Matas. El periodista deportivo Ramon Besa moderó el encuentro. Se disponía a hacer la primera pregunta, cuando Javier lo interrumpió para decir que antes debían celebrar el tradicional intercambio de banderines. Se puso de pie y entregó a Vila-Matas un emblema del equipo merengue. «¿Y tú no tienes nada para mí?», preguntó. Ante la negativa de Vila-Matas exclamó como si hubiera anotado un gol: «¡Ya vemos cuál es el club señor!».
Marías tuvo amistades mucho más cercanas que la mía. Supongo que ellos lo alertaban sobre el daño que hacían el tabaco y la Coca-Cola, o le decían que gastaba demasiado en taxis. Yo era un amigo literario, distante, que provenía de un país revuelto que justificaba mi apodo de Nochevieja. Cuando un autor célebre fallece, abundan las personas que se atribuyen una familiaridad que acaso no tuvieron con él. En el cuento «Un amigo de Kafka», el protagonista, Jacques Kohn, asiste al Club de Escritores de Varsovia y cuenta historias del autor de El castillo a cambio de un zloty. Sin embargo, su verdadera recompensa es la de haber frecuentado a alguien que dio sentido a su vida. ¿Qué sería del limitado Kohn sin el inmenso Kafka? El género memorioso tiene esa condición vicaria. Marías afectaba y mejoraba la vida de los otros sin acercarse demasiado a ellos, con el minucioso sentido del orden y del juego con que acomodaba los soldados de plomo que custodiaban sus estanterías. Esas pequeñas tropas decían tanto del dueño de la casa como los libros que tenían a su resguardo. Varias veces aseguró que su destino se desvanecería para Fotografía cedida por la familia. convertirse en tinta y papel. Le gustaba pensar en su desenlace como una transfiguración literaria. Había vivido en diálogo con autores muertos y se disponía a incorporarse a esa eminente legión. Mis recuerdos están cargados de un afecto que rara vez me confió en forma directa, pero que supo transmitir a través de libros, referencias literarias y otros talismanes. No decía cosas íntimas, pero sus gestos las implicaban. Compartimos algo extraño e irrepetible: una amistad literaria. Además de los recuerdos, quedan las páginas en las que quiso fundirse. No hablo de letras, personajes o tramas, sino de tinta y papel: materia autónoma, que existe a su manera.
¡Leerlo es revivirlo! Al respecto, conviene recordar el epitafio de Stevenson que tradujo en forma admirable: Aquí yace donde quiso yacer; de vuelta del mar está el marinero, de vuelta del monte está el cazador. En cualquiera de sus libros, Javier Marías está de vuelta.
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DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
LA LITERATURA COMO TERRITORIO DE SUPREMA LIBERTAD por Alexis Grohmann
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o sé si la repentina ausencia es una manera fiable de medir la impronta de un autor, pero a estas alturas me parece tan fiable como cualquier otro método en apariencia más objetivo –¿pero cuál lo es de verdad?–; de ahí que no crea que sea ninguna exageración afirmar que la huella que ha dejado la ausencia de Javier Marías en el mundo de las letras españolas y también europeas al fallecer en septiembre de 2022 es –más que profunda– gigantesca. De un día para otro, la literatura y la sociedad españolas se han visto desprovistas de su escritor más destacado y europeo, con notable diferencia a mi modo de ver, y de uno de sus intelectuales y columnistas más originales e importantes. Y defino su importancia como intelectual y columnista en la medida en que sus intervenciones me parecían necesarias a la hora formular, representar y defender ciertos puntos de vista que en su ausencia quedan bien sin descubrirse, bien sin su mejor adalid. Lo que se echa de menos en conjunto, me atrevería a aseverar, es su voz, no exenta de humor, y su cosmovisión, su persona y su estilo, y aunque todo esto perdure en sus novelas y otras obras, lo hará ya sin posible enmienda y sin nuevas aportaciones. El presente texto lo guían una serie de preguntas que me fueron planteadas: ¿cuáles son los méritos más significativos de Javier Marías?; ¿cuál ha sido su aportación a la narrativa contemporánea?; ¿qué distingue su narrativa de la de otros autores?; ¿por qué estamos ante un autor singular? Procuraré contestarlas todas juntas, porque en realidad se trata de una única pregunta, centrándome en una serie de aspectos que me parecen los más destacados: los orígenes, el juego y la libertad, el estilo, y la cosmovisión concomitante. Los orígenes o el desparpajo literario Javier Marías renovó y modificó el devenir de la literatura española en el siglo XX y XXI con una voz, una mirada y unas narraciones singulares, a partir de la publicación de la primera de sus quince novelas en 1971. Alumno del liberal, laico y mixto Colegio Estudio y como hijo de Dolores Franco y Julián Marías, en un entorno familiar propicio, Javier Marías disfrutó de una educación progresista, cosmopolita, animada y de criterio ex-
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traordinariamente amplio. Durante los años más grises de la dictadura franquista, la literatura, el cine, los tebeos y la música constituían un verdadero refugio y eran los componentes principales que condicionarían el prisma de su cosmovisión y escritura, islas de libertad y juego en un país cuasiasfixiado por una dictadura de tendencias nacionalistas, españolistas, retrógradas y represivas que no dudaba en restringir, arrebatar o violentar libertades o vidas humanas. La literatura se convirtió pronto en un refugio de máxima libertad conquistada y ejercida lúdicamente, como miembro de toda una generación de escritores, artistas e intelectuales que crecía en un mundo culturalmente globalizado. La más temprana y clara expresión de todo esto lo constituyen la lúdica extraterritorialidad de sus primeros cuentos y novelas, escritas «desde la irresponsabilidad absoluta y la casi absoluta inocencia», como él mismo explicó en su famoso ensayo «Desde una novela no necesariamente castiza». Como se sabe, Los dominios del lobo (1971) y Travesía del horizonte (publicada en 1973 pero con fecha de 1972) son dos novelas denostadamente extraterritoriales e irónicamente entretenidas, cuya acción transcurre exclusivamente fuera de España, en países extranjeros y con personajes extranjeros. Son obras confesadamente imitativas, parodias, pastiches y homenajes metaficticios de modelos artísticos angloamericanos que ponen en evidencia el extravagante cosmopolitismo cultivado por muchos de sus coetáneos y los poetas novísimos en particular, y su bastante generalizado rechazo del realismo y de lo español y castizo. Como ha explicado muy lúcidamente Félix de Azúa en su Autobiografía de papel (obra que no me canso de citar respecto de esta cuestión, porque me parece la mejor historia cristalizada de la literatura española del siglo XX), esta actitud de Javier Marías y de sus coetáneos era ya inconscientemente posmoderna, síntoma de un cambio profundo que se estaba gestando, el de la sociedad de consumo, de la cultura de la democracia total o de la cultura de masas (Azúa 2013, 56-7). Sea como fuere, estas dos primeras novelas de Javier Marías me parecen de lo más originales, por su extravagante extraterritorialidad, por los modelos extranjeros imitados y parodiados, por la imaginación desbordante, por la influencia evidente
Javier Marías leyendo en una hamaca. Fotografía cedida por la familia.
del cine y de la literatura anglosajona con la que juegan, por la experimentación con la forma de la novela que entrañan, por su desparpajo literario. Si en estos orígenes se incluye también El monarca del tiempo, obra de 1978 que el autor presentó como novela, una mezcla de géneros literarios y de lo ficticio y lo verdadero y fruto de un narrador que cuenta cualquier situación como si fuera a la vez imaginaria y posible o improbable y real, como apuntaba muy acertadamente Elide Pittarello en el prólogo a la reedición de Reino de Redonda de esta obra, se verá claramente cuán lejos van estos juegos o experimentos con el género de la novela. La escritura de esta obra se alternó con la traducción de Tristram Shandy de Laurence Sterne. Javier Marías dedicó los 5 o 6 años que median entre la publicación de su segunda novela y la aparición de su tercera a la traducción, en concreto, a traducciones de literatura en lengua inglesa (prosa y poesía) al español. Escogía obras predilectas suyas de escritores de los que quería aprender el oficio de escribir; la traducción, por tanto, la concibió claramente como ejercicio literario, algo que incidiría en su prosa, en su estilo y también en su cosmovisión. La literatura como juego y ejercicio de libertad La literatura vista como juego es, por tanto, algo que queda bastante patente a través de sus primeras obras, un lúdico enmascaramiento voluntario que le sirvió de aprendizaje, en sus propias palabras, un ejercicio literario que, como la traducción, le afinó el instrumento. Y desde entonces su literatura empieza a jugar también con la realidad y la ficción como lo hace en cier-
ta manera El monarca del tiempo. Sus ficciones empiezan a contagiar e invadir la realidad y, a la vez, la realidad empírica se desliza en la ficción. Esto se agudizará no sólo con Todas las almas, novela en la que el autor le presta a su narrador tanto determinados elementos de su biografía como su propia voz o dicción habitual tal como se configura a través de una serie de textos no ficticios (cartas, artículos, ensayos) redactados durante su estancia en la Universidad de Oxford (voz que será a partir de entonces la de todos los sucesivos narradores mariescos), sino también en prácticamente todas las demás obras: muy notablemente en Negra espalda del tiempo, relato o «falsa novela» basada en los efectos de Todas las almas sobre la realidad empírica del autor, y también en Tu rostro mañana, Los enamoramientos (basada en un caso real vivido y contado al escritor por la persona que pasaría a inspirar el personaje de María Dolz) y en Así empieza lo malo (novela que no es sino trasunto no especialmente velado, para quienes lo conocieron, del mundo familiar de Juan Benet). Y no hay que olvidar los juegos genéricos, los experimentos con la forma de la novela que entrañan no sólo El monarca del tiempo, sino también Los dominios del lobo (y que se perpetúan en otras novelas posteriores, tales como Negra espalda del tiempo). La libertad se manifiesta mediante la indeterminación o experimentación genéricas y la frecuente combinación de géneros de escritura, además de a través de una escritura digresiva. Su primera novela es una obra episódica, como dije arriba, compuesta por once historias prácticamente independientes, cada una con su propia trama y unidad espaciotemporal, sólo tangencialmente relacionadas a través de algún que otro personaje que reaparece en más de una y mediante el territorio de 13
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unos ficticios EE.UU. de inspiración primordialmente cinematográfica. Los distintos relatos y sus oblicuas conexiones no forman una narración lineal y coherente, sino que subrayan, por un lado, la naturaleza casual y no causal del relato, la importancia del azar en la configuración de las historias y la índole episódica de la novela; y, por otro, permiten vislumbrar una contingente interconexión latente (de la obra y las vidas de los personajes). El monarca del tiempo, compuesta por tres relatos, una pieza teatral y un ensayo poco unidos entre sí, es una obra de género más que dudoso y vida bien precaria. En la solapa de la primera edición de Alfaguara fue presentada «prudentemente» como «libro», nos recuerda Elide Pittarello en su prólogo a la segunda edición un cuarto de siglo después, pero Marías habló de ella como su tercera «novela» (y sigue figurando como tal en su biografía), aunque a veces el propio autor puso en tela de juicio este hecho (por ejemplo, en el prólogo a la edición de 1995 de El siglo). Yo la excluí de mi estudio de las novelas de Marías al no constituir, a mi modo de ver, sensu stricto, una novela, por carecer de la mínima unidad de forma, argumento, personajes, acción o pensamiento que uno asociaría aun con una novela que pugna por ampliar la definición del término y porque, a diferencia de otras novelas reeditadas con cierta frecuencia, Marías optó por no rescatarla del pasado durante muchos años, resaltando su índole fragmentaria al publicar varias de sus partes por separado y como textos autónomos, en colecciones de cuentos y ensayos. Cuando se decidió a reeditar por fin este eslabón perdido en su editorial de Reino de Redonda, Marías acentuó la indeterminación genérica de la obra recordando en una contemporánea nota previa al texto que, aunque en su día la había presentado como novela, resultaba difícil catalogar el libro de ninguna forma ortodoxa: «si en verdad lo sería o no, dadas sus muy extrañas características, es algo que hoy me resulta indiferente y sobre lo que no discutiría con nadie ni tres segundos». Pero hay, además, múltiples ejemplos más de juegos literarios, otros casos de textos publicados con distintos “envoltorios” genéricos, exergos o paratextos diferentes, que hacen que sus lecturas sean divergentes en todos los casos, dictadas por el marco que condiciona o determina la naturaleza del texto (véanse, por ejemplo, muchos de los materiales que pasan a componer muchas páginas de Todas las almas o Negra espalda del tiempo, tales como los artículos sobre John Gawsworth –«El hombre que pudo ser rey», EL PAÍS, 23 de mayo de 1985– o Wilfred Ewart –«Recuerda que eres mortal», EL PAÍS, Suplemento Semanal, 24 de enero de 1993–, recogidos en Pasiones pasadas y Literatura y fantasma, respectivamente). Por no hablar del juego que supuso la creación de un cuento, «La canción de Lord Rendall», supuestamente traducido al inglés por Marías y atribuido a un escritor apócrifo, James Denham, e incluido con nota biográfica inventada en la colección Cuentos únicos de cuentos de terror o fantásticos de escritores británicos de entreguerras que no pasaron a la 14
historia de la literatura porque sólo acertaron en una ocasión, editada por Marías. Pero quizás el juego literario por excelencia es el escondite ontológico, que, entre otras cosas, supone la «falsa» novela Negra espalda del tiempo, con la que Javier Marías inaugura en 1998 prácticamente un nuevo género o subgénero de novela en España y, asimismo, en Europa (Negra espalda del tiempo anticipa, entre otras obras de índole afín, todas las novelas de W.G. Sebald, por ejemplo), que me atrevería a afirmar hoy día es uno de los dominantes y más practicados, junto con el de la novela negra: las obras, a menudo digresivas o errabundas, que son amalgamas de dos o más géneros de escritura (ficción, escritura autobiográfica, pseudoautobiográfica o biográfica, crónica, reportaje, ensayo, dietario, relato de viajes o cuento) en los que siempre prima de alguna forma la evidencia de lo real. La lista de tales obras publicadas desde 1998 es interminable, y Negra espalda del tiempo fue una precursora de ese filón de «falsas» novelas (el término es de Ramón Gómez de la Serna y lo usó Marías cuando presentó su obra) que, parafraseando de nuevo a Elide Pitterello, no entran en ninguno de los géneros consabidos y a la vez participan de todos, cuyas tramas se supeditan al devenir de unas narraciones a menudo digresivas que se disparan en muchas direcciones y son caracterizadas con frecuencia por un estilo errabundo o desenvuelto que da rienda suelta –y a menudo comenta metanarrativamente– los procesos de la imaginación creativa. Teniendo en cuenta todo esto, creo que se hace muy evidente el ejercicio de libertad que supone (o suponía) para Javier Marías la escritura de novelas, algo que ha reivindicado no sólo mediante su praxis, sino asimismo cuando recordaba en el epílogo a la edición de 1999 de Los dominios del lobo que «las más notables y perdurables obras dadas a la historia por ese género poco definible y mal definido siempre, son obras que se han apartado sin vacilaciones de la convención y ortodoxia a que se lo ha querido ceñir a menudo, para así acotarlo, restringirlo, empequeñecerlo y trivializarlo». Su empeño ha sido el contrario, una formidable lucha contra esa tendencia: hacer uso efectivo y osado de la flexibilidad y libertad del género de la novela, como han hecho las mejores obras de la literatura a su modo de ver. De ahí que a su literatura acabara distinguiéndola una jubilosa libertad, esa constante y gloriosa libertad narrativa que caracteriza todas sus obras, como apuntó también Fernando Savater. Cuanto más libre de verdad sea una novela, decía Marías, con más probabilidades contará de durar, y por eso no cesó nunca en su empeño por buscar y ejercer esta libertad, esta flexibilidad e impertinencia convencional y genérica de muchas de sus obras, la escritura desenvuelta y la disposición para contar a su manera, «lo que le venga en gana, como le venga en gana y en el orden en que le venga en gana», como dijo en ese epílogo a su primera novela. Parafraseando otras palabras suyas, se podría decir que Marías nunca cejó en su empeño por llegar allí donde las historias no imponen su ti-
ranía, como afirmó a propósito de las Novelas ejemplares de Cervantes, para él sin duda el escritor más libre. Estilo y mundo Y esa libertad, contar lo que le venga en gana, como le venga en gana y en el orden en que le venga en gana, se manifiesta por tanto no sólo en lo que se atreve a hacer Javier Marías en nombre del género de la novela, ampliando y renovándola, sino también en su prosa, en el como le venga en gana y en el orden en que le venga en gana, es decir, en su estilo que en su caso se podría describir como sumamente digresivo. Después de los entrenamientos y enmascaramientos voluntarios de sus primeras obras, y dispuesto a recuperar cierta grandilocuencia y extravagancia cuasi-barrocas en aras de la búsqueda de ese grand style que Juan Benet tanto echaba en falta en las letras españolas desde el siglo XVII, empieza un proceso de depuración de la escritura al servicio de unas facultades acrisoladas en el trayecto con las cuales ciertos aspectos formales logrados en un principio por la vía de la imitatio (incluyendo también la pose eduardiana del estilo digresivo de Travesía del horizonte) se van mutando en partes constituyentes de un estilo singular que se irá consolidando con cada nueva novela. El desinterés por la anticipación del trayecto de sus historias (lo que él llamó «errar con brújula») se extiende también al argumento, la forma y la estructura y da cuenta de la voluntad mariesca de instalarse en la esfera de la ambigüedad, una circunstancia que le permitirá vagar y divagar libremente y sin rumbo del todo fijo, configurando sus invenciones con poca premeditación. La incertidumbre radical, el estado que el narrador de El hombre sentimental (1986) llama «ese estado clemente de la incertidumbre», explica la predilección de sus narradores por el territorio de la hipótesis o la conjetura, frente a la certeza. Y esto precisamente permite así que en sus historias nazca todo un territorio que se somete a una minuciosa exploración. La invención y exploración de este territorio verdadero, ficticio o potencial es el mundo de sus novelas, en el que lo ausente se hace presente, lo irreal real y se encarna lo posible, mediante la mente imaginativa, errabunda, asociativa, supersticiosa, aforística de todos sus narradores que a menudo están instalados en estados poco normales, sean sueño, perturbación, malestar o encantamiento. Estados obsesivos y hasta enfermizos, presagiados por la obsesión primera a la que sucumben los sucesivos narradores de Travesía del horizonte, que devienen así una verdadera alegoría del acto de narrar y de la literatura vista como una especie de trastorno o desviación de la normalidad. Y este mundo se plasma a través de una primera persona y una cuasi-idéntica e inconfundible voz mariesca y el confinamiento del punto de vista a la mente desviada
de sus narradores y sus mundos casi fantasmagóricos que llega hasta su última novela, Tomás Nevinson (2021). Todas sus obras revelan un escepticismo profundo sobre la posibilidad de obtener un conocimiento verídico y exacto de la realidad explorada en la que, no obstante, sus narradores no dudan en adentrarse. De este modo también, se afianza un territorio de absoluta libertad narrativa, ya que los límites impuestos por lo real, lo actual o hasta lo posible se burlan, exceden o sobrepasan, pero sin sacrificar la verosimilitud. Y este territorio se moldea mediante una escritura digresiva cuya forma es el resultado de una visión muy particular, más bien singular. Su estilo nos sumerge en una mente que contempla el mundo en toda su complejidad, en toda su enmarañada interconexión, la red de interconexiones y relaciones que abarcan el mundo entero, y cuyo deseo es intentar penetrar, comprender y poner al descubierto la naturaleza o esencia de las cosas, razón por la cual los narradores a menudo detienen sus relatos para reflexionar sobre el significado de lo observado o escuchado, además de sobre el significado de determinadas palabras que se sopesan hasta dotarlas de un brillo novedoso o renovado y a menudo hasta de un significado del todo nuevo. Su estilo digresivo es el vehículo a través del cual buscan, como el narrador de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido, aprehender debajo de la materia, debajo de la experiencia, debajo de palabras incluso, algo distinto a su apariencia. De ahí que la literatura mariesca, como la proustiana o el arte en general, nos remite a las profundidades donde reside el ser incógnito de lo real. Y la frase, la oración y el estilo mariescos son complejos, digresivos y nada sencillos porque el universo que contemplan tampoco lo es. Y de este modo el lector sigue la labor de una mente en busca de una verdad, de una escritura y un pensamiento en movimiento, de una conciencia dilatada plasmada por una percepción y una atención aguzadas, especialmente durante unos momentos o ratos significativos e inmensamente amplificados en cada novela, en los que se expande su duración y se estira o hasta se detiene el tiempo. Durante tales momentos en especial, la conciencia se ensancha, nada queda fuera de su alcance, nada es irrelevante, y la realidad es experimentada, como en la música, como un conjunto, si no del todo armonioso, sí equilibrado, en el que pasado, presente y futuro se funden en una única totalidad variable. Y como no me he cansado de reiterar, de esta forma, la literatura de Javier Marías representa una expansión de la conciencia que inevitablemente ensancha también la conciencia del lector y logra que generaciones de lectores acabemos contemplando el mundo –y no sólo el mundo de sus novelas, sino los mundos de nuestra propia realidad empírica– a través de sus ojos.
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CONTAR SIN DECIRLO TODO (A PROPÓSITO DEL ÚLTIMO MARÍAS) por Manuel Rodríguez Rivero
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ras la muerte de Javier Marías el pasado septiembre, he vuelto a leer su novela, Tomás Nevinson (Alfaguara, marzo 2021, en adelante TN) y ¿Será buena persona el cocinero? (Alfaguara, febrero 2022), la última recopilación de sus artículos publicada en vida, con la misma superstición e interés con que uno escudriña las últimas palabras de un amigo fallecido, como si en ellas hubiera de transmitirse una destilación de su pensamiento, un mensaje postrero o, simplemente, un rosebud arcano que valiera la pena desentrañar. El propio Marías se refirió a TN, la última de sus 16 novelas, llamándola «especial»: y no sólo por su extensión y el esfuerzo que le supuso su lenta y compleja composición, sino porque en ella se concentran y se desarrollan con extraordinaria libertad y soltura todos sus ejes temáticos y estilísticos, además de buena parte de los motivos que han hecho sus obras tan reconocibles e irrepetibles, tan mariescas, si se me permite el término. Las grandes novelas que, como pensaba nuestro autor, constituyen, además de constructos de la imaginación, instancias privilegiadas del conocimiento del mundo y vehículos para la investigación moral y filosófica, no pertenecen a ningún género porque pueden transitar y fagocitarlos todos: eso es lo que hace con las suyas Marías, que organiza sus historias utilizando marcos y motivos que toma prestados del melodrama, del thriller, de los relatos tradicionales más o menos reelaborados y demás géneros «populares». En todo caso, nadie lee a Marías por sus tramas, que a lo largo de su trayectoria de narrador han ido adelgazándose hasta constituir meros telones de fondo de una acción que ocurre, primordialmente, en el interior de sus narradores. Así, por ejemplo, la trama de la trilogía Tu rostro mañana (Alfaguara, 2002-2007, 1.600 páginas) se desarrolla en poco más de siete días con sus noches, y el interés de lo que se nos cuenta no depende tanto de los «giros» de la acción, sino de su reflejo en la manera en que los procesa su narrador.
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Tomás Nevinson, el protagonista ya nos era conocido -y no solo de forma marginal- como el marido (generalmente ausente) de Berta Isla (Alfaguara, 2017), con la que TN forma, más que una continuación, un bloque narrativo «geminado». Básicamente, Nevinson pertenece a la misma estirpe de los narradores de Marías desde, al menos, Todas las almas (Anagrama, 1989): irresolutos, inseguros, hamletianos, enormemente influenciables y no del todo confiables en su visión de la realidad. En el caso de Nevinson, además, se exacerba la tendencia de esos personajes a no encontrarse del todo bien en ninguna parte: como el sujeto de «Anywhere Out of the World», el poema en prosa de título inglés de Baudelaire (1867), Tomás podría decir de sí mismo «siempre estaré bien donde no estoy, y ese asunto de la mudanza es uno que discuto sin cesar con mi alma». Ese deseo de estar siempre en otro lugar (por huida, cansancio o desafección) le cuadra perfectamente en su sobrevenida profesión, porque Nevinson, que habla perfectamente los dos idiomas en que fue educado (inglés y español) y tiene un especial don para fingir acentos y adaptarse a las distintas circunstancias nacionales, es, desde la época en que vivía con Berta Isla, una especie de espía, un tipo acostumbrado a la total clandestinidad (incluso con su mujer) que impone su oficio, a cambiar de identidad con frecuencia, y a llevar una vida itinerante para cumplimentar las misiones que se le exigen. Por eso se va siempre y abandona a Berta en Madrid, como una Penélope que tiene que hacerse cargo sola de los pequeños hijos del matrimonio y que, ignorante de las misiones de su marido, se lamenta en su «lecho afligido» de un destino que se le escapa y del que se siente totalmente excluida. En TN encontramos a un Nevinson cuarentón de vuelta en Madrid en 1994, «quemado» tras una ausencia de cerca de doce años en la que, según podemos deducir, ha tenido que llevar a cabo misiones secretas, y tal vez asesi-
nas (incluidas algunas con motivo de la Guerra de las Malvinas), que le han obligado a permanecer escondido en otra ciudad durante años. Su descanso dura poco, quizás porque, a pesar de todo, no se soporta viviendo una vida convencional, demasiado transparente. Bertram Tupra el turbio, enigmático y manipulador personaje (en el que encontramos rasgos del Fagin de Oliver Twist, del Iago de Otelo, del Humbert Humbert, de Lolita, del Naphta de La montaña mágica, o del profesor Moriarty de Sherlock Holmes), que lo había fichado mediante engaños en Berta Isla, y a quien conocemos desde Fiebre y lanza, primera parte de Tu rostro mañana, le convence para que acepte una última misión. Tupra, uno de los más acabados villanos de la novela española del siglo XXI, es, como Odiseo, polítropos, hombre de muchos recursos, y sabe cómo presionarle. Su misión consiste en establecerse en Ruán, una ciudad provinciana del noroeste de España «que existe y no existe o que es la mezcla de varias» y, tras adoptar la identidad del profesor Miguel Centurión, emplearse en descubrir cuál de las tres mujeres forasteras (Inés Marzán, Celia Bayo y María Viana) que se asentaron en la «muy noble y leal» ciudad después de 1987 esconde la identidad de una terrorista artífice de las tremendas masacres provocadas por ETA en aquel aciago año de plomo (atentados de Hipercor y de la Casa-cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza, entre otros). Como le sucedió a la Porcia de El mercader de Venecia ante los tres cofres (oro-plata-plomo), Nevinson-Centurión tiene que aprender a ver más allá de la inocua apariencia de esas tres vidas provincianas; su trabajo consiste en primer lugar en relacionarse con ellas, conocerlas, espiarlas, «leerlas» y, descartando a las otras dos, identificar a la responsable de aquellas, y, quizás, otras matanzas (también relacionadas con el IRA), para que él mismo o los miembros de su secreta organización (vagamente relacionada con agencias como el MI5 o MI6) puedan proceder a castigarla y ejecutarla («sacarla del cuadro», «darle pasaporte», lo llama Tupra), vengando sus crímenes. De esas mujeres con las que Centurión mantiene relaciones, digamos, accesorias, así como de Berta Isla, que sigue teniendo un papel fundamental en TN, Marías nos ha dejado estupendos retratos. Según Tupra (y Marías) el pasado es un intruso imposible de mantener a raya: lo sucedido invade el presente y acaba por salir, de ahí la necesidad y, en cierta medida, la imposibilidad de acabar del todo con él. El secreto, el fingimiento y la traición que, junto con la culpa, son temas esenciales del corpus mariesco- están siempre presentes, de ahí que, Nevinson llegue a preguntarse cuál es «su rostro verdadero». La búsqueda de la ignota Maddie Orúe O´Dea, probable nombre de la ahora «durmiente» terrorista hispano-irlandesa (o al revés) que, como el propio
«En todo caso, nadie lee a Marías por sus tramas, que a lo largo de su trayectoria de narrador han ido adelgazándose hasta constituir meros telones de fondo de una acción que ocurre, primordialmente, en el interior de sus narradores» Nevinson, es una experta en ambas lenguas y una maestra del ocultamiento, transcurre en Ruán, lo que le permite a Marías trazar un cuadro, a veces casi naturalista, de algunos aspectos de la comedia humana de provincias y de algunos de sus (imaginarios) lugares, incluyendo ese puente que divide en dos la ciudad y en el que no es difícil encontrar el recuerdo de aquel otro de Eliot (en Tierra baldía): «tal multitud fluía sobre el Puente de Londres, / que nunca hubiera creído que fueran tantos los que la muerte arrebatara/». La organización a la que pertenece ese Mefistófeles postmoderno que es Tupra, y para la que fue captado torticeramente Nevinson en su época de estudiante en Oxford, obtiene su eficacia de que, en puridad, no existe: nadie sabe nada de ella porque su naturaleza es el máximo secreto, la total impunidad, el estar más allá de la justicia para poder actuar allí donde el último recurso es la venganza: «nosotros hacemos pero no hacemos, Nevinson, o no hacemos lo que hacemos, o lo que hacemos nadie lo hace». La premisa de su actividad la refleja perfectamente una frase del general de la guardia civil Sáenz de Santamaría que Tupra hace suya con entusiasmo: «En la lucha contraterrorista, hay cosas que no se deben hacer. Si se hacen, no se deben decir. Si se dicen, hay que negarlas». En el fondo, el pensamiento que sostiene la actividad de Tupra y los suyos no se halla muy lejos del de los iusnaturalistas españoles del XVII con su convicción
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«La prosa torrencial de Marías-Nevinson, en la que alternan el “gran estilo” (en el sentido que daba Benet a la expresión) y las referencias a la “alta cultura” (Shakespeare, en primer lugar, pero también Bernhard, Faulkner, Henry James, Eliot y tantos otros), con el lenguaje y la cultura populares (el thriller, la novela de aventuras, James Bond) funciona como vehículo de exploración de la conciencia y del mundo, tanto en el tiempo actual de la ficción (los años de plomo, la guerra “irregular” contra el terrorismo), como en el de la composición del relato» de licet occidere tyrannum (es lícito matar al tirano), solo que en TN ese principio se extiende a los que perpetran crímenes políticos. Nevinson, y sus camaradas, funcionan como modernos «vigilantes» que previenen, evitan y vengan los crímenes en una comunidad a la que consideran una especie de fortaleza asediada por el mal. Y así le explica su trabajo a su reticente esposa Berta: «nosotros somos las atalayas, los fosos y los cortafuegos (…), los vigías, los centinelas que siempre estamos de guardia (…) Alguien tiene que estar atento para que el resto respire y descanse, alguien ha de detectar las amenazas y anticiparse». Alguien, en definitiva, tiene que hacer el trabajo sucio y del que es mejor no hablar. En TN Marías recurre a un notable conjunto de personajes secundarios, así como a una panoplia de tropos característicos y convenciones narrativas muy reconocibles para sus lectores. Los maridos de las mujeres investigadas se integran en el elenco de personajes (exclusivamente masculinos) ridículos, calamitosos, oportunistas y risibles (a menudo con rasgos surrealistas), cuyas peripecias le han servido siempre al autor para aliviar o romper las situaciones más tensas o graves por medio del recurso a la farsa; a diferencia de sus esposas, a las que el narrador trata con el mismo respeto y comprensión que George Cukor empleaba con sus protagonistas cinematográficas, los maridos son puras marionetas, personajes de
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vodevil (o astracán) construidos con trazos gruesos y escasos matices hacia los que el narrador, ahora confundido con el propio Marías, desprecia. Otros secundarios como Ruibérriz de Torres o la pizpireta Patricia Pérez Nuix provienen de Tu rostro mañana. TN cuenta con dos narradores necesarios que son las dos caras del protagonista: Nevinson cuenta en primera persona y Miguel Centurión, el profesor fingido, en tercera. Una vez más, el motivo del doble, tan caro a Marías, aparece en esta novela (un «thriller en cámara lenta» la ha definido un crítico británico) en la que ninguno de los personajes principales, salvo quizás Tupra (al que se le conocen al menos media docena de nombres o alias), se muestra sin fisuras, convencido de su papel y seguro de que para llevarlo a cabo está plenamente justificado el recurso a los mismos medios que aquellos a quienes persigue. Como sostiene ante sus acólitos, «estamos en una guerra». Pero en el tiempo en que Nevinson lleva a cabo su última acción ya es un espía cansado que ha dejado mucho atrás. No tiene remordimientos -no hay cabida para el arrepentimiento en ese oficio- pero ha visto demasiado y sigue sin poderse arraigar en ningún lugar. Ha pasado cuatro años en Ruán sin poder descubrir a la culpable, pero el asesinato de Miguel Ángel Blanco (13 de julio de 1997) y la ola de indignación popular suscitada mete prisa a Tupra y su gente, que redoblan la presión para que Tomás ace-
lere su investigación y descubra y elimine a la terrorista. Por supuesto, a esas alturas, Nevinson ya «sabe que sabe» quién es. Sólo le falta completar su tarea y apiolarla. Dije al principio que nadie lee las novelas de Marías por sus tramas, pero existen, aunque lo que las haga memorables sean cuestiones de otra naturaleza. Sus narradores -de los que podría decirse que son distintos avatares del mismo personaje- expresan su pensamiento mediante una prosa envolvente, morosa, meándrica e hipnótica en la que todo vuelve a decirse siempre de otra manera y que está trufada de ritornelli estratégicamente situados para avivar la memoria del lector y hacer patente una vez más algunas de las obsesiones de Marías: los peligros del decir (del contar y del escuchar y, por tanto, del enterarse), la dificultad de llegar a saber alguna vez la verdad (lo más cercano a lograrlo es la ficción), el retorno de lo que parecía acabado («nosotros» -dice Tupra- «sabemos que cuanto ha sido sigue siendo y que solo aguarda en letargo»). La prosa torrencial de Marías-Nevinson, en la que alternan el «gran estilo» (en el sentido que daba Benet a la expresión) y las referencias a la «alta cultura» (Shakespeare, en primer lugar, pero también Bernhard, Faulkner, Henry James, Eliot y tantos otros), con el lenguaje y la cultura populares (el thriller, la novela de aventuras, James Bond) funciona como vehículo de exploración de la conciencia y del mundo, tanto en el tiempo actual de la ficción (los años de plomo, la guerra «irregular» contra el terrorismo), como en el de la composición del relato. Nevinson, que escribe TN muchos años después de su vuelta a Madrid, tras su prolongada estancia en Ruán, lo utiliza oblicuamente para la reflexión sobre el mundo de hoy, los nuevos autoritarismos y la crítica de la vida cotidiana y las nuevas costumbres, reflejando temas y motivos que Marías trataba en sus artículos de prensa. Y el resultado, como ya ocurría en las últimas novelas del autor -y ese es un aspecto importante de su legado literario- es de un pesimismo sin afectación, a menudo elegíaco, que impregna su concepción del devenir de la historia, y para el que Blake acuñó la expresión esperar «sin esperanza» (y nuestro Ángel González «sin esperanza con convencimiento»).
Fotografía de Klaus Holsting.
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A FAVOR Y EN CONTRA DEL GRAN ESTILO por Gonzalo Torné
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ste texto tiene un aire tentativo y una inevitable atmósfera de precipitación. Tentativo porque es apenas un temprano abordaje a un autor recién muerto demasiado importante para mí para tratar de encapsularlo en un único texto, y al que debo volver, y volveré, vamos si volveré. Y precipitado porque así como existen escritores que se configuran como algo muy parecido a un gusto secreto, y ante los que tenemos la impresión de que si no hablamos nosotros
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nadie lo hará, y que la única oportunidad de que se nos escuche es cuando el impacto de la muerte abre un breve y urgente espacio de atención, hay otros de los que se va a seguir hablando durante décadas, y que su obra será abordada por personas sensibles y con entendederas, y no dudo que el autor de Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, es uno de ellos. Dentro de este acopio de artículos sobre Javier Marías me toca el más abstracto y quizás también el más decisivo de los asuntos: el del estilo. La respuesta al problema del estilo parece escondida a la vista de todos: pues si bien basta una página para reconocer la respiración sintáctica de la frase de Marías, hay algo de enigma en la manera cómo de su particular disposición derivan sus principales temas: el secreto, las instituciones narrativas, las vidas no recorridas, los escamoteos de la muerte, las búsquedas bibliográficas, las derivas semánticas, la aterradora fragilidad de la conciencia. ¿De dónde viene el estilo de Marías? La pregunta puede responderse por dos vías. La primera remite a la tradición literaria inglesa: la capacidad para detener el tiempo de Sterne, los vagabundeos entre los espectros de la memoria de Henry James, el gusto de George Eliot (y de su discípulo aventajado, Proust, el más inglés de los escritores franceses) por rematar casi cada párrafo en una idea, y el gusto por el aforismo sugestivo y enigmático de Shakespeare. Influencias que la página de Marías combina de manera inesperada e inaudita. (Inciso: escribo este texto de memoria, forzado por la distancia con mi biblioteca, y le pido al lector complicidad con unos argumentos más tentativos e impresionistas que apuntalados en ejemplos incontestables). Pero hay otra vía de exploración que consiste en entroncar el estilo de Marías con la operación que Benet llevó a cabo en La inspiración y el estilo, para presentarse a sí mismo como el renovador de la prosa española. Marías estudió con gran detenimiento el Gran Estilo que defendía Benet y que imitó con solvencia en El monarca del tiempo, un fárrago narrativo que le llevó a replantearse una
estrategia literaria cimentada hasta ese momento en el pastiche, y a convencerse de que seguir la estela de Benet conducía a un callejón sin salida donde agonizaban varios proyectos narrativos de sus coetáneos. ¿En qué consiste el Gran Estilo? Hay algo de artificioso en la insistencia de Benet en que el alto estilo del barroco se deshilachó con Cervantes y la entrada de la ficción en la taberna, empujando la novela española a siglos de literatura despeinada del que vendría a rescatarle la elevación conceptual y de pensamiento literario que arranca (o regresa) en Volverás a Región. Si se trata de la construcción consciente de un estilo y del alto vuelo del pensamiento el propio Cervantes, La Regenta y el proyecto completo de Valle-Inclán (bastante más de tres mil páginas de concienzuda concentración estilística y reflexión sobre la vida comunitaria) se interponen como duros obstáculos a las pretensiones de Benet, quien por momentos parece menos interesado en el «estilo» que en el rango social y de pensamiento donde se mueve la prosa. Pero aclarar este asunto nos llevaría demasiado lejos. Claro que si la recreación histórica de Benet es tan sugestiva como endeble la prosa que surge como resultado o ejemplo es incontestable. En el largo ciclo que abarca de Volverás a Región hasta Saúl ante Samuel, y que se prolonga en variaciones de tono menos exigentes en la inconclusa Herrumbrosas lanzas, Benet levanta a pulso el desconcertante monolito de su estilo. Despreciando la narración (por la que Benet parece sentir un asco casi somático), la psicología de los personajes y el diálogo ideado para que avance la trama, Benet acumula párrafo tras párrafo de prodigiosas descripciones que mezclan de manera nunca vista la precisión científica del dato con la personificación maliciosa de los elementos (vientos, tormentas, oleadas de calor). Considerado con algo de distancia el estilo de Benet parece afirmar el territorio a cuya descripción dedica tantos esfuerzos y los elementos que lo recorren y lo configuran (a menudo al erosionarlo) sobre sus habitantes pasajeros. El escenario cobra protagonismo y la historia pasa como una pesadilla sin asideros. Las generaciones se relevan como esas nubes que proyectan sobre el suelo sombras incapaces de arraigar. Una y otra vez tierra y clima afirman su superioridad sobre unos habitantes cuyas historias se ven deformadas por los espejismos de la memoria, reducidos a mitos complicados de descifrar o distorsionados por las leyendas. El azar, la suerte (cuantos juegos de naipes en las páginas de Benet), la parálisis y la repetición ciega contribuyen también a desustanciar unos personajes que le deben al territorio su sangre y su conciencia, y que una y otra vez aprenden la misma lec-
«¿De dónde viene el estilo de Marías? La pregunta puede responderse por dos vías. La primera remite a la tradición literaria inglesa: la capacidad para detener el tiempo de Sterne, los vagabundeos entre los espectros de la memoria de Henry James, el gusto de George Eliot (y de su discípulo aventajado, Proust, el más inglés de los escritores franceses) por rematar casi cada párrafo en una idea, y el gusto por el aforismo sugestivo y enigmático de Shakespeare» ción: que los hombres se envidian, se codician, se traicionan, depredan su mutua dependencia y al final se matan o se mueren. El recurso más espectacular de Benet para apuntalar esta visión invertida de la jerarquía entre el escenario y sus actores la encontramos en el manejo de un tiempo verbal hipotético, de manera que lo que se narra sobre la página no siempre es lo que pasó sino lo que pudo pasar o lo que directamente no ocurrió jamás. Benet nos cuenta
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DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
«Este carácter hipotético del Gran Estilo benetiano es un buen punto de partida para explorar el estilo de Marías, donde encontró la línea de fuga de la influencia del maestro para alterarlo e inclinarlo en el sentido de sus intereses. Lo que en Benet es hipótetico y subjuntivo en Marías se vuelve adversativo y confrontado. Donde Benet explora lo que no ocurrió ni se dijo aunque hubiese conducido al mismo desenlace, la frase de Marías proyecta con cada adversativa la sombra de lo que pudo ser de otra manera para compararlo al detalle e incrementar el significado y el valor a la fragilidad casi arbitraria de la existencia»
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lo que un personaje hubiese dicho de no haber callado, lo que hubiese hecho de no haber renunciado a actuar. A menudo para concluir que ambos caminos (o tres o cuatro) conducen al mismo agotamiento. ¿Qué más da que el viajero quiera o no llegar a Región, recorra o no el camino, se enfrente o no a sus inclemencias, si el escenario y sus posibilidades van permanecer inimitables, si en la frontera del territorio nos espera el disparo impersonal e inevitable del Numa? Este carácter hipotético del Gran Estilo benetiano es un buen punto de partida para explorar el estilo de Marías, donde encontró la línea de fuga de la influencia del maestro para alterarlo e inclinarlo en el sentido de sus intereses. Lo que en Benet es hipótetico y subjuntivo en Marías se vuelve adversativo y confrontado. Donde Benet explora lo que no ocurrió ni se dijo aunque hubiese conducido al mismo desenlace, la frase de Marías proyecta con cada adversativa la sombra de lo que pudo ser de otra manera para compararlo al detalle e incrementar el significado y el valor a la fragilidad casi arbitraria de la existencia. Del signo de Caín que domina el estilo de Benet, pasamos al agradecido temblor (casi piadoso) de que exista lo que existe y de que seamos lo que somos que caracteriza el estilo de Marías. Donde esa voz de Benet que narra desde el final del tiempo, como si nos hubiese visto morir a todos, nos dice que da igual una cosa que otra, que en los amplios esquemas de la geología todo se neutraliza en el mismo agotamiento impotente; la voz de Marías liga y contrasta lo que es con lo que se evitó para explorar la aterradora cantidad de posibilidades que mueren con cada decisión. O si lo preferís: que pasan a la negra espalda del tiempo, para que las exploren la memoria imaginada o la ficción. El paso de lo hipotético a lo adversativo altera también la forma de la narración. Benet alterna la descripción del territorio y de las malignas intervenciones del clima con el «comentario de estampas», una técnica que fue afinando hasta alcanzar en Saul ante Samuel un dominio prodigioso. Se trata de comentar una lámina de tiempo congelado, de explorar la disposición de una loncha de tiempo (como el salchichón que atrapado entre las páginas de un libro suelta despacio sus aceites y grasas, por recurrir a un ejemplo del autor) sucedido e hipotético, pero ya acabado para todo lo que no sea el morboso interés de su narrador. Marías, al concatenar lo que es y la sombra de lo que pudo ser y no fue dota a sus libros de una fluidez narrativa más ligera, aunque avance menos al ritmo de la trama que siguiendo los movimientos y vaivenes del pensamiento. El triunfo de lo adversativo en el estilo de Marías provoca un descenso del tono en relación a Benet: del movimiento inerte de la geografía, el escrutinio resbaladizo del mito y el comentario de lonchas de tiempo congelado
por la muerte quizás no sea justo decir que regresamos a la taberna (de la que el mejor Marías se mantiene alejado, ¡qué decepcionantes sus escenas de discoteca!) pero sí nos instalamos en el ámbito de las relaciones familiares: sus secretos, lealtades, fetichismos y adulterios. El estilo de Marías se abre al escrutinio de la moralidad cotidiana, que parece amoral en su independencia de los credos populares y las autoridades éticas que dominan de manera casi feroz la ficción española, que como señalaba Valle-Inclán prefiere reforzar el mecanismo de castigar el pecado y la vulneración de la honra con la sumisión privada y el desprecio público antes de examinar el espacio amorfo, complejo e inseguro de la moral privada: del hombre, ni héroe ni villano, cuya conciencia se juzga a sí misma como quien se mira en un espejo. En la medida que sus compañeros de generación prefirieron denunciar y ejemplificar (formas inferiores de la inteligencia moral) los movimientos de la conciencia, o distraerse entre los jardines de estatuas de la literatura sobre literatura, Marías estará bastante solo en su empresa, aunque nunca aislado. En paralelo a Marías, y siguiendo la estela de Iris Murdoch, Álvaro Pombo inicia una serie de novelas donde la corriente de un estilo majestuoso arrasJavier Marías posando junto a una estatua de Valle-Inclán. Fotografía cedida por la familia. tra materiales de procedencia variada que van de lo santo a lo obsceno, de lo noble a lo turulato, y tanto combatió: el escritor único, el favorito nacional al de las altas finanzas a los bajos fondos. Y está por entronNobel, el novelista liberado de cualquier escrutinio crícar adecuadamente este interés por el escrutinio amoral de tico, condenado a la celebración rutinaria de cada nuelas moralidades cotidianas con la empresa que emprendievo libro como una obra maestra. ¿Qué pasó con el estilo ron en Barcelona los poetas Gil de Biedma y Carlos Barral de Marías al final de Tu rostro mañana y después? Queda (pero también Castellet y Ferrater), decididos a forjar en sus por contrastar sus últimos libros con la oscura parábola diarios y memorias una prosa capaz de competir en claridad de Juan Benet según la cual el mayor peligro de un estilo con el registro civil mientras alcanza inflexiones muy compoderoso es quedar a su merced, no ser capaz de escapar plejas de la vida íntima y de sus imbricaciones con el espacio a sus mecanismos, depreciar los logros en manierismo. Es político y social. Una prosa que por momentos impresiona y un asunto doloroso y quizás desagradable que no empaña sosiega (en el contexto verboso de Valle o Cela, o del propio los principales triunfos de Marías, aunque quizás ofrece Benet, por no mencionar las angosturas descriptivas de Deindicios tenebrosos sobre nuestro sistema literario. Pero libes) como la irrupción de un adulto en la habitación. dejadme parafrasear a Macduff: «mañana hablaremos de Como también queda por examinar qué pasó con el gran decadencia como críticos, dejadnos celebrar hoy sus loestilo de Marías cuando se convirtió en lo que más temía gros como lectores».
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ESPECIAL JAVIER MARÍAS. SEGUNDA VUELTA
SEGUNDA VUELTA
En los pliegues del tiempo por Juan Gabriel Vásquez
Desde su publicación, hace puntualmente un cuarto de siglo, Negra espalda del tiempo tuvo para Javier Marías un lugar especial, pero no siempre por buenas razones. Sentía de alguna manera que la novela –la «falsa novela», como la llamó desde el principio– había provocado más malentendidos de los deseables, o que no había sido recibida como él hubiera querido que lo fuera, o que no había contado con el favor de los lectores como lo hicieron las dos novelas precedentes: Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí. «Yo lo aprecio especialmente», me dijo en cierta ocasión, durante una conversación pública, «pero es un libro quizá menos leído de lo que a mí me habría gustado». Es posible que tuviera razón. Los deslindes delicados entre ficción y realidad, la utilización de la novela para ajustar cuentas o debatir agravios, la renuncia a cualquier forma de trama, incluso la utilización deliberadamente ambigua de ilustraciones o documentos o fotografías que parecen aparecer como material probatorio, pero a veces llevan intenciones más inescrutables: sí, varios elementos de la novela pudieron desorientar a los lectores. (Yo recuerdo bien la maravillosa impresión de desconcierto que sentí ante esas imágenes. Se repitió al año siguiente, cuando leí Vértigo, de WG Sebald, en la traducción inglesa. Entre los híbridos maravillosos de Sebald y la novela de Marías hay un parentesco remoto, pero eso es tema de otra reflexión). Con el tiempo he llegado a la tímida convicción de que Marías fue el primer desorientado por su criatura impredecible, o el primero en conceder que se había adentrado en territo-
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rios nuevos y pantanosos, y su desorientación o su extrañeza se manifestaron de formas diversas. Los memoriosos recordarán, por ejemplo, que Marías les pidió disculpas a los periodistas por la decisión de no dar entrevistas sobre el libro: en Negra espalda del tiempo, explicó, se hablaba de cosas que el pudor aconsejaba escribir, pero no comentar en público. Los más memoriosos recordarán además que Marías llegó a entrever la posibilidad de que la novela tuviera más de un volumen: una segunda parte, como anunció en la novela misma, e incluso una tercera. Nada de eso ocurrió. Marías ya no volvió por estos terrenos. Sin embargo, Negra espalda del tiempo tiene un lugar crucial en su obra. Por una razón: sin esta falsa novela, acaso no habría tomado cuerpo la enorme novela verdadera que es Tu rostro mañana, la casa en la que Marías viviría durante una década. Hay misteriosas identidades entre las dos obras, o misteriosos lugares de contacto, o descubrimientos que hizo Marías en la primera y acabaron encarnando en el gran proyecto siguiente. No puedo no pensar, por ejemplo, en la preocupación esencial de Negra espalda del tiempo, columna vertebral de esta novela desvertebrada: la meditación constante sobre la influencia que tienen las historias contadas en las vidas vividas. Como bien saben sus lectores, Negra espalda del tiempo nace de Todas las almas, y su objetivo es explorar una serie de sucesos que tuvieron lugar como consecuencia de ese libro, pero la novela se abre cuestionando desde su segundo párrafo la posibilidad misma de hacerlo: la posibilidad de contar lo que ha pasado.
«Sin embargo, Negra espalda del tiempo tiene un lugar crucial en su obra. Por una razón: sin esta falsa novela, acaso no habría tomado cuerpo la enorme novela verdadera que es Tu rostro mañana, la casa en la que Marías viviría durante una década» Fotografía de Lisbeth Salas 25
ESPECIAL JAVIER MARÍAS. SEGUNDA VUELTA
Dice el narrador Javier Marías, que haremos bien en no identificar –o por lo menos no siempre– con el autor: «La vieja aspiración de cualquier cronista o superviviente, relatar lo ocurrido, dar cuenta de lo acaecido, dejar constancia de los hechos y delitos y hazañas, es una mera ilusión o quimera, o mejor dicho, la propia frase, ese propio concepto, son ya metafóricos y forman parte de la ficción. ‘Relatar lo ocurrido’ es inconcebible y vano, o bien sólo es posible como invención». No: relatar lo ocurrido, lo que todos creemos hacer todo el tiempo y sin descanso, no es en el fondo posible. Pero eso es, no obstante, lo que el narrador de la novela tratará de hacer: «Voy a relatar lo ocurrido o averiguado o tan sólo sabido –lo ocurrido en mi experiencia, o en mi fabulación, o en mi conocimiento, o es todo sólo conciencia que nunca cesa– a raíz de la escritura y divulgación de una novela, de una obra de ficción». Por supuesto, no se trata solamente de que el libro entero nazca de otro libro, ni de que los libros escritos tengan consecuencias en el mundo no escrito; se trata también de las muchas maneras en que narrar tiene consecuencias imprevisibles y a veces indeseables sobre lo narrado. Lo que sugiere Negra espalda del tiempo es que narrar es un acto de intervención (y, lo cual resulta más aterrador, de modificación) de lo narrado. No puedo evitarlo: Tu rostro mañana no me parece nada menos que la exacerbación de esta intuición bella y peligrosa. ¿Quién es Jacobo Deza, el narrador esforzado que está a cargo de las 1.600 páginas de la novela? Es un hombre que ha sido contratado por los servicios secretos británicos debido a su talento para observar a los demás y adivinar de qué serán capaces en el futuro. Cada persona cuenta una historia o la representa; cada persona es como un libro que Jacobo Deza debe leer e interpretar. Sus superiores le hacen preguntas acerca de la persona en cuestión, y él contesta como puede, a pesar de «lo que todos sabemos: que nadie puede estar seguro de nada, a no ser que haya hecho o haya tomado parte o haya sido testigo». Pero ésas no son respuestas que Deza se permita: nunca dice no lo sé, o cómo puedo saberlo.
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«Algo aventuraba siempre tratando de ser sincero, esto es, tratando de ver algo antes de decirlo, y evitando hablar por hablar tan sólo, o sólo porque de mí se esperase que hablara. Procuraba ponerme al menos en la situación o hipótesis a que me arrojaba cada pregunta de mis superiores o mis compañeros. Y lo más curioso o lo más aterrador era que en todas las ocasiones acababa por ver algo o por vislumbrarlo (quiero decir que no lo inventaba, no eran visiones ni astutas fábulas)». Su labor era insistir, seguir mirando, ir más allá, sostener la indagación, no detenerse donde otros se hubieran detenido, continuar observando y escuchando los relatos ajenos a pesar de que hacerlo sea a menudo perder el tiempo. Porque lo importante «está siempre ahí, en el tiempo perdido». Así lo dice Tupra, y remata con una frase que para Marías era la síntesis de muchas cosas: lo importante suele estar «allí donde uno diría que ya no puede haber nada». En 1996, dos años antes de la publicación de la falsa novela, apareció en la prensa de Alemania y de España un breve artículo titulado «La negra espalda de lo no venido». Era un encargo: se trataba de que un puñado de novelistas escogiera un verso predilecto, o una línea de prosa, e hiciera un comentario al respecto. Marías escogió, para sorpresa de nadie, un verso de Shakespeare: las palabras herméticas de Próspero en La tempestad: «What seest thou else in the dark backward and abysm of time?» O bien, en traducción libre: «¿Qué otra cosa ves en la negra espalda o abismo del tiempo?» Marías se pregunta en su artículo qué significa ese verso difícil. Y encuentra la clave, o una clave posible, en unos versos de Jorge Manrique: «Pues si vemos lo presente Cómo en un punto se es ido y acabado, Si juzgamos sabiamente, Daremos lo no venido Por pasado». «Lo que dice Manrique es bastante insólito», escribe Marías. «Lo no venido, esto es, lo no llegado, lo no sucedido, lo no existido, no debemos seguirlo esperando sino darlo ya por pasado. No
dice que debamos darlo por imposible, ni tampoco descartarlo u olvidarlo, no dice que no contemos con ello sino que lo demos por pasado, o lo que es lo mismo, por incorporado a nuestra vida y nuestro saber y nuestra experiencia. En otras palabras, por recordado. Y se me ocurre que quizá sea eso, lo que no viene y sin embargo es pasado, lo que discurra por aquella negra espalda y abismo del tiempo». Pensar en lo que hubiera podido suceder como si ya hubiera sucedido y formara parte de nuestro pasado: ¿no es eso lo que hacemos cuando escribimos ficciones, o aun cuando las leemos? A Marías nunca le gustó el uso del presente del indicativo como tiempo para narrar, pues le parecía que esa prosa conseguía difícilmente alzar el vuelo, pero a veces se me ocurre que la razón podía ser acaso distinta o por lo menos múltiple: el contrato tan extraño por el cual aceptamos que lo narrado le ocurrió al narrador (forma parte de su experiencia y su saber, y por lo tanto tiene la autoridad del testimonio), la convención del tiempo pretérito a la cual nos hemos acostumbrado aunque no sea más artificiosa que las alternativas, era inseparable para Marías de su concepción del hecho mismo de narrar, tan frágil, tan vulnerable. «Sobre la dificultad de contar»: así se titula su discurso de ingreso a la Real Academia Española. La ficción de Marías está orientada toda hacia el enfrentamiento con esas dificultades, esos retos; hacia la construcción de un espacio donde las cosas se puedan contar efectivamente y asuman una forma definitiva. «El novelista que inventa es el único facultado para contar cabalmente», dice Marías. Por eso son imprescindibles las ficciones: porque «necesitamos saber algo enteramente de vez en cuando, para fijarlo en la memoria sin peligro de rectificación». Me gusta que hable de fijar en la memoria asuntos que no han sucedido, hechos y personajes que pertenecen a la imaginación, pues no de otra cosa trata el poema de Manrique. Las ficciones, que fijan en la memoria lo no sucedido, nos permiten acaso conocerlo mejor de lo que conocemos lo sucedido en realidad. Escribir ficción (o leerla) es una pérdida de tiempo, una actividad redundante o superflua, a menos que en ella encontremos algo que no podamos encontrar en ninguna otra parte: si admitimos este reclamo sin duda excesivo, algún
esfuerzo habremos de hacer por identificar el ingrediente único, eso que Hermann Broch tenía en mente cuando decía que la única razón de ser de la novela es decir lo que sólo la novela puede decir. ¿Por qué es realmente necesaria la ficción? Vuelvo al discurso de Marías en la RAE: «Suele hablarse –yo mismo lo he hecho en otras ocasiones– de la parvedad de nuestras existencias reales, de la insuficiencia de limitarse a una sola vida y de cómo la literatura nos permite asomarnos a otras o incluso vivirlas vicariamente, o atisbar las nuestras posibles que descartamos o que quedaron fuera de nuestro alcance o no nos atrevimos a emprender. Como si precisáramos conocer lo improbable además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, además de lo que fue o lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos». Lo improbable, lo conjetural, lo hipotético, lo que nunca ocurrió: todo eso forma parte de nuestra experiencia, y necesitamos conocerlo igual que necesitamos conocer lo probado y lo ocurrido. Y sólo las ficciones pueden visitar el lugar donde todo aquello existe: la ficción es la memoria de lo que no ha ocurrido y sin embargo seguirá ocurriendo para siempre. «Es una maldición, el presente, no nos deja ver ni apreciar nada», dice Peter Wheeler en Fiebre y lanza. «A quién se le ocurriría que vivamos en él, nos jugó una mala pasada». Para Javier Marías, me atrevo a decir, la ficción es acaso la única forma de remediar esta broma cruel que nos han jugado. Ver lo que no ha ocurrido todavía, como Jacobo Deza, o dar lo no venido por pasado, como sugiere Jorge Manrique, son formas de abrir un espacio para que en él exista lo que no admite nuestro cruel presente, y la negra espalda del tiempo es el lugar donde dialogamos con nuestros muertos. Sólo por eso es imprescindible: ¿dónde más conseguiríamos algo semejante?
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DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
JAVIER MARÍAS Y EL CINE: LA NARRACIÓN VISUAL EN JAVIER MARÍAS por Miguel Marías
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aya por delante, como necesaria justificación previa de una osadía meramente fraternal, que no sólo no me tengo -aunque como tal me suelan catalogar- por un crítico cinematográfico, si acaso como un mero aficionado al cine que piensa y escribe sobre lo que le gusta o interesa, sino que nunca nadie me ha confundido, y menos aún yo mismo, con un crítico literario, práctica que no he intentado nunca; simplemente, soy desde chico un lector empedernido, atento y constante. Sentado esto, no se espere de mí un análisis del estilo o la evolución de mi hermano Javier como escritor, simplemente puedo intentar unas pinceladas acerca de la muy decisiva influencia del cine en su escritura, tal como yo la veo, habiendo leído cuanto ha escrito y visto, creo, cuanto cine ha visto (salvo las series televisivas que a él a veces le agradaban y que yo, por lo general, detesto). No es una revelación ni una novedad señalar que, por lo general, la aparición del cine ha tenido influencia en numerosos novelistas, desde los primeros años del siglo XX y en casi cualquier país. Aunque también es cierto que, para muchos de estos escritores –no necesariamente novelistas, también poetas (como Vachel Lindsay, un auténtico visionario cinematográfico ya en 1915 y 1922) o ensayistas (como Walter Benjamin)– fue más bien una novedad o una curiosidad que a menudo no entendieron bien y, con para mí decepcionante frecuencia, no les gustó demasiado (Franz Kafka, Joseph Roth). Si nos atenemos a los novelistas españoles que empezaron a escribir en los años 60 y 70, se trata de una influencia, reconocida o no, muy perceptible y generalizada, aunque a menudo un tanto superficial y en ocasiones, más bien mitómana. De ellos, algunos se revelaron como cinéfilos e incluso han escrito sobre cine, cuando no han participado como guionistas en películas totalmente ajenas a sus preocupaciones o en las adaptaciones de sus propias novelas. En el caso de Javier Marías, puedo dar fe de su entusiasmo por el cine desde muy pequeño, gusto compartido por casi toda la familia, y en particular por ciertas películas muy especiales y, en general, no cercanas a lo que hoy podríamos considerar como «su mundo literario». Pero también sé muy bien que no confundía cine y literatura, y que no compartía una extendida creencia que interpretaba el que sus novelas fueran, durante 28
la lectura, bastante visualizables para el lector, a poco que tuviese imaginación visual, como una prueba de que eran «muy cinematográficas» y, por tanto, fácilmente adaptables al cine. Yo pienso justamente lo contrario, pues son libros hechos de palabras y pensamientos, con pocas escenas «dramatizadas» (es decir, «teatrales»), con más reflexiones mentales que diálogos, y por ello de muy difícil concreción como guiones de cine, y muy poco adaptables con fidelidad. Engaña el que a menudo las novelas de Javier cuentan y describen una escena como si la estuviese contemplando en la pantalla, ya realizada. Lo malo es que ni existe aún esa película ni hay pantalla en la que verla más que la imaginación del autor que la escribe. Esta confusión ha dado pie, junto a su proclamada afición al cine, del que se ha ocupado en bastantes ocasiones en sus artículos periodísticos o que ha citado, lo mismo que numerosos libros, en sus novelas, a que se haya exagerado mucho la influencia del cine en su literatura, que yo circunscribiría a ciertas formas narrativas y a la administración del tiempo de la ficción, pese a tratarse de medios muy diferentes. Javier no solía rememorar o copiar u «homenajear» escenas o imágenes de sus películas preferidas. Por mucho que fuese John Ford uno de sus cineastas favoritos, no retorcía la trama ni la relativa verosimilitud de una novela para rememorar alguno de sus westerns ni sus películas irlandesas; aparte de sus frecuentes disquisiciones acerca de la figura del fantasma, no solía mencionar The Ghost and Mrs. Muir (1947) de Joseph L. Mankiewicz, ni The Life and Death of Colonel Blimp (1943) de Michael Powell & Emeric Pressburger, que eran dos de sus películas favoritas, cuando no venía a cuento. Tampoco se encontrará ningún episodio procedente o evocador de Singin’ in the Rain (Cantando bajo la lluvia, 1951/2) ni de A High Wind in Jamaica (Viento en las velas, 1965) de Alexander Mackendrick ni de The River (El río, 1951) de Jean Renoir. La influencia del cine es especialmente sensible en su primera obra publicada, Los dominios del lobo, basada, más allá de todo elemento autobiográfico o de la realidad social vivida, e incluso de cualquier lectura, en los Estados Unidos imaginados y coloreados muy fotogénicamente por el cine –en particular, el de los años 40 y 50– realizado en ese país y que se ha solido
Javier Marías y sus hermanos. Fotografía cedida por la familia.
calificar de «hollywoodense» pese a incluir películas filmadas en otros puntos del país y por productoras independientes o de escasos medios, y al hecho de que buena parte de los directores del cine americano procedieran de otros países. Era, sin duda, además del gusto personal, una vía rápida para eludir la pesada descripción minuciosa de una realidad circundante muy poco estimulante y fácilmente depresiva, en la que se ahogaba con masoquismo una -en el fondo, muy poco realista- vocación de hacer «realismo social». Algo tenía, además, de desafío manifiesto: dejaba claro que no le interesaba lo que había sido tendencia dominante y casi obligatoria durante al menos un par de decenios, y todavía entonces algunos –críticos o incluso colegas- se creían con derecho a exigir de los demás escritores. Si uno se pone a leer Los dominios del lobo (1971), se encontrará de pronto en la página 50 o 60, y sumergido en una trama veloz como la corriente de un río que se aproxima a una cascada, sin saber todavía apenas más que el nombre (y quizá su breve destino) de la multitud de personajes que han desfilado ya por esas páginas repletas de peripecias, giros y catástrofes, con un ritmo que no es ni siquiera el de las más trepidantes películas de aventuras y acción, sino más bien el impuesto por la práctica, entonces aún recordada aunque ya en vías de extinción, de un verdadero arte inconsciente, consistente en saber contar, rápidamente, resumiéndolos hasta sólo conservar lo
esencial y lo más sorprendente, los argumentos de las películas que alguno había visto y la mayoría de su amigos no, o aún no, y que conjugaban sabiamente la voluntad de despertar curiosidad y apetencia por ver la película narrada, la impaciencia por saber lo que ocurría a continuación y la de evitar destripar en exceso la intriga, aunque siempre fuera preciso desvelar, siquiera parcial o ambiguamente, incluso falseando algún detalle, algo del misterio, en ocasiones hasta alguna de sus claves, a veces astutamente camufladas o disimuladas por la gracia y la habilidad mayor o menor del narrador. Aclaro que este arte olvidado y perdido para siempre era práctica habitual, sobre todo, entre niños de unas generaciones anteriores no sólo a los DVDs y los vídeos, sino incluso a la televisión permanente, que, en consecuencia, sólo veían películas en las salas de cine, y que a menudo, en una tarde de sábado o domingo, contemplaban dos veces seguidas un programa doble azaroso, no elegido en su totalidad, compuesto por dos películas que podían no tener absolutamente nada en común, y que, además, podían haber empezado a contemplar cuando, según la hora de llegada, ya había pasado la exposición y presentación de personajes o había avanzado la trama hasta a la mitad de su metraje, dejando a elucidación posterior lo que de momento habíamos deducido hipotéticamente, a partir de los indicios detectados o fantasiosamente imaginados por cada espectador. 29
DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
Fotografía cedida por la familia.
Es así, a mi parecer, como discurre una primera influencia del cine, en las novelas primeras de Javier, y sobre todo, claro está, en Los dominios del lobo. En la siguiente, Travesía del horizonte, pesan ya, mucho más que el cine, y desde otra perspectiva, las novelas y relatos de Joseph Conrad, Henry James, Robert Louis Stevenson, Arthur Conan Doyle y Charles Dickens, quizá Nathaniel Hawthorne (¿o su relectura abreviada por Borges?), además de Julio Verne, Emilio Salgari, Hergé y Alexandre Dumas (se ha exagerado mucho la anglofilia atribuída a mi hermano). Luego, a medida que su escritura se hace más compleja, son otras las influencias del cine más predominantes. Para mi gusto personal, Los dominios del lobo, como Travesía del horizonte (1972) y El monarca del tiempo (1978), que son sus tres primeros libros publicados, se mantienen entre los más interesantes de mi hermano, sin duda menos «trascendentes» y menos «perfectos» que otros, pero muy amenos y divertidos como lecturas, llenos de giros inesperados (y sin duda, si se quiere, para otros arbitrarios o caprichosos), pero muy reveladores y muy característicos de los Franco, es decir, de la rama familiar de la que procedía nuestra madre, Dolores Franco Manera, y sospecho que quizá más de los Manera, muy dados a la inventiva no demasiado verosímil, a contar con gusto y fruición todo tipo de improbables peripecias personales o ajenas, a menudo improvisadas sobre la marcha, fundamentalmente adic30
tos al relato oral y a las sucesivas variantes y deformaciones que producen tanto su repetición como el paso de una persona a otra, y con una tendencia marcada a la hipérbole, la exageración y la caricatura, elementos ni cinematográficos ni literarios que detecto y reconozco en los escritos de Javier, y que asoman de vez en cuando en los libros más «serios» ulteriores, a veces como intermedios cómicos o acotaciones humorísticas o grotescas (a veces al mismo tiempo ominosas: pienso en el espadón de Tupra en el servicio de caballeros). Es probablemente de origen cinematográfico (pero pudiera haber sido, unos años más tarde, también televisivo) la repetida tendencia de las novelas de Javier a empezar por un hecho (en general violento o trágico) sorprendente a tan temprana hora, o por alguna afirmación o declaración o confesión muy radical o paradójica. Es algo muy antiguo, y que tiene por objeto captar la atención y la curiosidad del lector, lo mismo que la del espectador, cuanto antes. Son suficientemente conocidos varios comienzos de las novelas de Javier, sean dramáticos o intrigantes, casi siempre sorprendentes y que, por tanto, facilitan la tendencia de lectores y espectadores a deponer su incredulidad durante la narración que se inicia. Un destacado maestro en lograr esa acrecentada confianza en el que narra y esa improbable credulidad de los que dan la bienvenida a un relato ha sido, desde muy pronto, ya en los
años 20 del pasado siglo, el británico Alfred Hitchcock, otro de los creadores cinematográficos más admirados por Javier, y además uno de los más astutos, como demostró con creces, casi didácticamente, en el libro de entrevistas a que le sometió François Truffaut a comienzos y mediados de los años 60. Una de las mayores habilidades (y atrevimientos) de Hitchcock consistió en postponer o anticipar, según los casos, la información que suministraba, por un lado, a los personajes de sus narraciones y, por otro, a los espectadores, muy consciente de las diferentes reacciones que en estos últimos provoca la sincronía o disincronía entre sus respectivos conocimientos. Son juegos arriesgados, que pueden determinar el éxito o el fracaso de una película, o su incomprensión por parte de la crítica más academicista, pero que a Hitchcock le gustaba explorar con valentía. Otra de las virtudes esenciales de Hitchcock, además del virtuoso manejo de su personal concepto del suspense, que consideraba muy superior y de más duradero efecto que la sorpresa, forma máxima de crear tensión y de agudizar la atención del espectador, fue siempre su consideración del tiempo como una dimensión elástica, que en unas ocasiones se aceleraba vertiginosamente hacia un clímax mientras en otras parecía detenerse y gotear dilatándose al máximo. Dentro de los límites y las diferencias entre ambos medios – podemos leer más o menos lentamente, hacer pausas y dejar pasar días antes de adentrarnos en otro capítulo, mientras que el cine, hasta hace poco no se podía parar o acelerar -, imponía al espectador el ritmo deseado por sus creadores o artífices. Naturalmente, Javier ha tenido siempre una tendencia lógica, iba a decir que espontánea o «natural», a usar estos recursos: dónde colocar un acto, un suceso, una revelación, por un lado, y cuándo y por qué razones acelerar el ritmo y el impacto o, por el contrario, frenarlo hasta casi eternizar un instante. Hay varias ocasiones en que, en medio de una acción tan breve como limpiar una gota de sangre en un escalón transcurren un montón de páginas, porque el pensamiento es más veloz que cualquier acción, que el sonido, que la luz. Es algo que va mucho más allá de alusiones concretas o citas a cargo de uno u otro de los personajes -como puede haberlas, de vez en cuando, a alguna película de Mitchell Leisen o de Billy Wilder, a Sophia Loren o Jayne Mansfield-. Es más bien que yo me sorprendía, una vez más, leyendo el segundo volumen de Tu rostro mañana exactamente de la misma manera que veía una vez más North by Northwest (Con la muerte en los talones, 1959), Vértigo (De entre los muertos, 1958), The Man Who Knew Too Much (El hombre que sabía demasiado, 1955/6), Rear Window (La ventana indiscreta, 1954) o Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966). Es más, tanto en el Hitchcock más maduro como en las novelas de Javier a partir de El Siglo (1983) y El hombre sentimental (1986), y muy particularmente en las cuatro últimas, Los enamoramientos (2011), Así empieza lo malo (2014), Berta Isla (2017) y Tomás Nevinson (2021) esta técnica de creación del suspense ha pasado a centrarse progresivamente en lo que creo podría denominarse una tensión moral, que llega a un
«Es probablemente de origen cinematográfico (pero pudiera haber sido, unos años más tarde, también televisivo) la repetida tendencia de las novelas de Javier a empezar por un hecho (en general violento o trágico) sorprendente a tan temprana hora, o por alguna afirmación o declaración o confesión muy radical o paradójica» máximo en la resolución del dilema de cuál de las tres mujeres sospechosas debe escoger Nevinson como más probable culpable y ejecutarla o hacerla ejecutar. Miguel Marías P.D.- Tal vez sea oportuno añadir un párrafo acerca de la relación de Javier Marías con el cine real. Aparte de escribir con nuestro primo Ricardo Franco (1949-1998) el cortometraje Gospel (1969) y el largo El desastre de Annual (1970), Javier se negó a participar en la adaptación de sus escritos, encontrando latoso escribir con otra persona y muy aburrido tratar de pasar algo ya escrito a otro medio de expresión. Y no tuvo suerte: El último viaje de Robert Rylands (1996) de Gracia Querejeta, «adaptada» con su padre y productor Elías, le pareció un falseamiento de su novela Todas las almas, y pasarse años de juicios y recursos no le sirvió de nada: pese a ganar todos, en sus sucesivas ediciones «caseras» y emisiones televisivas, a despecho de lo sentenciado, se siguió anunciando con su nombre y el título de su novela. Y aceptó que Wayne Wang adaptase un relato corto suyo, Mientras ellas duermen, porque le habían gustado mucho dos películas neoyorkinas suyas, Smoke y Blue in the Face (ambas de 1995), pero la japonesa Onna ga nemuru toki (2016) le decepcionó. 31
DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
PARA JAVIER MARÍAS, GRACIAS A JAVIER MARÍAS por Julia Altares
L
o que voy a contar es cierto. O así lo ratifican mis recuerdos. Pero como Javier dice en el comienzo de Negra espalda del tiempo, su libro más autobiográfico: «Cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando». Aquí no trataré de contar una anécdota, o varias, sino el comienzo de una amistad
Tumba de Javier Marías. Fotografía cedida por la familia.
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que duró casi cuarenta años, y que fue para mí, y me atrevo a decir que también para Javier, uno de esos regalos que convierte tu vida en algo más valioso y afortunado. Ya no cuento con la ayuda de Javier, que era un portento extraordinario en la custodia de datos, memorias y vivencias, para contrastar mis recuerdos y además me pesa demasiado una reflexión, como tantas otras de las suyas, que cabalga por toda su literatura y que sin duda nos ha traspasado a muchos de sus lectores: «Relatar lo ocurrido es inconcebible y vano, o bien es sólo posible como invención». Quién sabe. Lo que sí es seguro es que estos recuerdos no transitarán por «la negra espalda del tiempo», sino por el rostro claro y luminoso de tiempos juveniles y joviales. Nos conocimos en el verano de 1986, en un caluroso mes de julio. Habían acabado las clases y varios compañeros de la facultad estábamos de celebración, entre ellos mi amiga Natalia García Prieto, a la que también uniría desde ese mismo día una buena amistad con Javier y su grupo. Y digo grupo, porque Javier y varios de sus amigos, entre los que estaban Agustín Díaz Yanes, Antonio Gasset, Tony Oliver, Eduardo Calvo, El doctor Charly, Edmundo Gil… era un verdadero «Grupo Salvaje», más que nada por la devoción que todos ellos profesaban a la película de Peckinpah. También porque las cenas con ellos, y a las que, desde el día del encuentro, nos unimos Natalia y yo, eran frecuentísimas -varios días a la semana- y estaban basadas en desternillantes pullas irónicas, rayanas en el absurdo y a veces malvadas, que se tiraban entre ellos o a personas conocidas por aquel entonces. Nadie quedaba previamente, pero todos íbamos apareciendo en un restaurante que se llamaba El Café, en la calle Belén, más o menos a la misma hora. Y las veladas se alargaban hasta altas horas de la madrugada generalmente entre risas y carcajadas y diversión, que es el estado general que más ha agradado y caracterizado a Javier a
lo largo de su vida. En aquellos años 80 y principios de los 90 sin duda. No en vano, Ride si sapis es el lema del Reino de Redonda, por orden expresa de su rey, Xavier I, eso sí, en el sentido literal de la expresión latina: «ríe si tienes juicio», que no en el del epigrama de Marcial, dedicado a una desdentada. La chanza siempre y reinando por encima de todo. Javier había regresado hacía un año de su estancia en Oxford, donde había ejercido como profesor, con toga, en la Subfacultad de español (cómico nombre; que llevara toga también, sobre todo porque la suya era de Cambridge) y estaba con las últimas pruebas de El hombre sentimental. Aunque ya había publicado tres libros, no era muy conocido como escritor, ni siquiera para unas filólogas hispánicas como nosotras. Y desde luego en aquellas veladas no se hablaba especialmente de literatura y él nunca ejerció de escritor. Javier aparecía ya desde entonces con su atuendo y su actitud elegantes y sobrios y atemporales, siempre igual, siempre con sus rutinas «salvadoras», como él decía, que nunca le abandonaron. O él a ellas. Camisa blanca o azul clara, azul oscura a partir de los 2000, chaqueta, pantalones vaqueros y una simpatía distante, no siempre entendida por los demás. Recuerdo que lo que más nos aproximó desde el primer momento fue el compartir casi al cien por cien nuestras filias y nuestras fobias, y reírnos de ellas. ¿Te cae bien tal artista o cantante?, ¿Te gusta este director de cine? ¿A esta persona no la darías de tortas? ¿Qué opinas del uso de tal o cual palabra? Celine Dion estuvo entre nuestros odios durante mucho tiempo. La palabras influenciar o explosionar también (malditos tiempos de ETA). Cary Grant, el mejor entre nuestros favoritos, como la palabra elucubrar… Y Tintín. Una de las señas de identidad de Javier ya por aquel entonces era su acertadísima capacidad como «descubridor de joyas desconocidas» a todos los que le tratábamos. Ese talento que atribuía a don Juan -Juan Benet- para con él y que admiraba tanto, lo ejercía él sin descanso, de la forma más natural. Y así me descubrió a escritoras, cantantes, pintores, actores y actrices: Janet Lewis, Ornella Vanoni, los mambos o las versiones alegres de Domenico Modugno a cargo de Dean Martin o Dino Martini, Chubby Checker y sus bailes anticuados (el hukclebuck por ejemplo), la canción mejicana «La golondrina», la más emocionante canción para una despedida, el pintor veneciano del siglo XVIII, Francesco Giusseppe Casanova, hermano pequeño de Giacomo, la película Laura o el Fantasma y la señora Muir… Piezas de música clásica y hasta las sevillanas bíblicas de Paco el Toronjo, con una letra inaudita… Pronto, las cenas grupales se empezaron a alternar con cenas más reducidas: Natalia y yo con él, o él y yo a solas. En aquellos tiempos, sólo podía quedar por la noche, porque no madrugaba jamás, necesitaba para despabilarse un largo baño, jamás ducha, y porque, según decía, su humor era pésimo hasta la hora de comer. Además tenía numero-
sas ocupaciones: iba un par de tardes a dar clase de Teoría de la traducción a la Universidad Complutense, un trabajo alimenticio que le aburría solemnemente por las intrigas entre colegas sobre todo, no porque la Traducción no fuera una de sus vocaciones más queridas. Y lo más importante: ya estaba embarcado en su siguiente novela, Todas las almas, que escribió prácticamente en su totalidad en Venecia. Nuestros restaurantes de referencia, siempre los mismos, eran Pinocchio de la calle Zurbano, Rugantino, a veces Archy… Reparo ahora en una clara tendencia hacia la comida italiana: él invariablemente pedía su prosciuto di Parma y su escalope a la milanesa, otra de sus rutinas, en este caso alimentaria. Sin duda una de nuestras filias compartidas era la lengua italiana, que ambos aprendimos casualmente en Venecia. Él por sus visitas frecuentes a la ciudad donde iba a encontrarse con su novia de entonces, Daniella Pittarello, yo porque iba a estudiar en los veranos a la Fondazione Cini. Nuestro barrio allí era el mismo, San Rocco, y nuestro barrio en Madrid también, Chamberí, pues entonces vivía con su padre, don Julián, en la calle Vallehermoso. Las calles recorridas a pie en nuestros paseos nocturnos, que terminaban al final de la Avenida de Reina Victoria, fueron el escenario de las primeras escenas de Mañana en la batalla piensa en mí, como los escenarios madrileños de Berta Isla son las inmediaciones de la Plaza de la Villa, donde vivió posteriormente, y las zonas peatonales por las que paseaba. Aunque Javier repitiera en numerosos artículos o entrevistas que su literatura no era autobiográfica en absoluto, sus novelas, a través de la voz y el pensamiento de sus narradores o a través de las descripciones de lugares o personajes, están llenas de detalles que había conocido o vivido de primera mano y que incorporaba a modo de guiños, sobre todo para los amigos. De la misma manera que los apellidos o los rasgos físicos de sus personajes respondían casi siempre a personas reales, a veces bastante identificables. Y esto se ha ido incrementando a lo largo del tiempo en todos sus escritos. Sin ir más lejos, los fragmentos de varios cuentos inacabados y paralelos que publicó en los últimos tiempos en El País semanal, y que quién sabe si no habrían confluido todos en una única y nueva novela, están plagados de personajes reales de su pasado, con rasgos cruzados o intercambiados o ligeramente amplificados, eso sí, pero perfectamente reconocibles para quienes habíamos formado parte de su vida. Además de sus descubrimientos, su círculo de amigos más literarios era apasionante: siempre su maestro Juan Benet, Vicente Molina Foix, Félix de Azúa, y en ocasiones más contadas, Guillermo Cabrera Infante y su mujer, Miriam Gómez -las imitaciones de Javier a ambos miembros de la pareja, en un perfecto cubano y fabulando las historias que ellos contaban con gran expresividad, son de las cosas más graciosas que he visto y oído en mi vida-. También Eduardo Mendoza,
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DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
Fernando Savater… Y el profesor Francisco Rico, quizá uno de los personajes más recurrentes de sus novelas, hasta el punto de que cuando escribía una nueva, mi primera pregunta era: ¿sale el profesor Rico? Era una broma que hacíamos, porque las escenas protagonizadas por él siempre resultaban cómicas y dignas de muchos comentarios y risas futuras. Hay otra cosa que siempre me chocó o divirtió de él, y que incluso me provocaba admiración, dada su dimensión como escritor internacionalmente reconocido y apreciado, y es que mientras escribía sus novelas, y yo tenía el gran privilegio de escuchar de su voz algunas de sus páginas aún no publicadas, escritas a máquina y con sus correcciones escritas a pluma azul, siempre le invadían las dudas: ¿la terminaré?, ¿la guardo ya en un cajón y se acabó?, ¿le interesará a alguien? Y aunque yo bromeaba con lo que consideraba una coquetería literaria más que otra cosa, esas dudas eran reales hasta que aquellas páginas no estaban publicadas. Después, yo me aplicaba para hacerle comentarios sobre los aspectos más profundos de sus reflexiones sin igual sobre el paso del tiempo, el sentido del secreto, las bondades o peligros de contar la verdad, los dilemas morales de sus personajes, la visión del mundo o de la existencia humana que plasmaba, la esencia de la muerte, la dificultad del amor, o incluso la belleza y la fuerza de su prosa o sus recurrencias estilísticas, pero él, después de agradecer someramente las loas y de quejarse de lo rápido que la había leído, pasaba a lo que verdaderamente le interesaba: ¿no te has reído con esto?, ¿no te parece cómica esta expresión? Como si toda la carga reflexiva o las intrigas urdidas ya no importaran. Y entonces revisábamos pormenorizadamente esa escena, repitiendo los diálo-
gos más humorísticos (¡qué tino y qué oído, como decimos los guionistas, tenía Javier para los diálogos!). Muchos años después, en la que ha sido su última novela, Tomás Nevinson, si de algo estaba orgulloso como escritor, es de haber plasmado, inventado, creado una ciudad absolutamente encantadora y agradable, por más que pasaran espantosos sucesos en ella, Ruán. Y así me lo hacía saber cada vez que hablábamos sobre la novela u otras cosas: ¿no te gustaría vivir en Ruán? Quizá lo más rotundo que puedo decir sobre el Javier de antes de su consagración definitiva con Corazón tan blanco, en 1992, y del Javier de siempre es que era genial y original. Como escritor sin duda, pero también como persona. Sin pretenderlo, sin el menor atisbo de fingimiento, simplemente era así. Sin duda la familia en la que creció, con unos padres de una gran altura intelectual (esta expresión le molestaría mucho y me la afearía) y al mismo tiempo una dedicación, sobre todo materna, al cultivo de unas mentes abiertas, críticas, creativas y con gran sentido común, la suya y las de sus hermanos, contribuyó en parte. Pero Javier superaba siempre cualquier expectativa. Escribía novelas desde precoz edad, y al mismo tiempo, su vida era como una novela. Le pasaban cosas chocantes, extraordinarias, azarosas, más propias de la ficción que de la realidad. Era un escritor, pero a la vez era un personaje o mejor dicho un fantasma, que le gustaban tanto, y bien habría merecido un capítulo en su libro Vidas escritas. Algunas de sus novelas generaban después azares novelescos paralelos, y al mismo tiempo realidades increíbles. Pasó, como es por todos conocido, tras la publicación de Todas las almas al inglés, y pasó también tras la publicación de Los enamoramientos. Pero eso no lo contó él y no lo contaré yo.
«Aunque Javier repitiera en numerosos artículos o entrevistas que su literatura no era autobiográfica en absoluto, sus novelas, a través de la voz y el pensamiento de sus narradores o a través de las descripciones de lugares o personajes, están llenas de detalles que había conocido o vivido de primera mano y que incorporaba a modo de guiños, sobre todo para los amigos»
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Imagen del programa Cerca de ti de RTVE.
¿Qué decir por ejemplo de cómo llegó a ser el rey Xavier I de Redonda, cuando él mismo dio todo lujo de detalles en Negra espalda del tiempo y en varios artículos? Desde 1994 empezaron sus contactos con libreros ingleses, con descendientes de reyes anteriores, las conspiraciones, las intrigas, a las que él no respondía en absoluto y es que el Reino de Redonda, como otras tantas cosas en su vida, le llegó sin que él lo buscara. Por mi parte sólo (con acento) recordar la algarabía y entusiasmo que me causó saber que unos acontecimientos extraños y extraordinarios le asaltaban y que Javier, con todo merecimiento, acabaría siendo el rey de un reino literario y fantasmal. Y también el honor que supuso para mí ser nombrada Embajadora de Redonda en España, o «De Wet» desde 1999. Creo que si me dio ese sobrenombre fue sobre todo por la comicidad de la escena en la que este personaje lunático y descarado y quizá tuerto se encuentra con el General Franco en el libro anteriormente citado. El culmen de nuestra amistad fue su decisión de dedicarme Corazón tan blanco. También me había dedicado Vidas escritas, como su falsa hermana. Eso parte de esas cosas chocantes que le pasaban a él y a los que le rodeábamos. Unos periodistas alemanes vinieron a entrevistarle y, curiosamente y sin explicación posible, dieron por hecho que yo era su hermana. Por supuestísimo no los sacamos de su error y así aparecí yo en la prensa alemana como la hermana de Javier Marías, que nunca tuvo hermanas aunque le hubiera gustado tenerlas. También aparece mi nombre en un
cuento de Mientras ellas duermen, precisamente el cuento que «coló» como del ficticio escritor James Ryan Dehnam en Cuentos únicos. Pero hay que reconocer que la de Corazón tan blanco, ese «Para Julia Altares, pese a Julia Altares», cuya traducción al japonés fue ni más ni menos que «A Julia Altares, contra ella» ha resultado, cuando menos, una dedicatoria misteriosa donde las haya. Y así lo seguirá siendo. No hay espacio aquí, aunque sí en mis recuerdos, para hablar de su gusto por los cigarrillos de clavo, o por los caramelos de violeta, o por mandar abultados sobres color cartón una o dos veces por semana con las noticias referidas a su obra o artículos que me pudieran interesar, o su obsesión por coleccionar soldaditos de plomo o cuadros del XVIII –su etapa como pujador en subastas de arte fue apasionante-. O de lo que nos gustó la serie Twin Peaks, o de cómo me permitió votar a Eric Rohmer, sin formar parte de la aristocracia redondina para el Premio de Redonda, o del autógrafo que me consiguió de Woody Allen en un ejemplar de Corazón tan blanco en inglés, o de las citas que daba con hora de llegada y estricta hora de salida, o de su maravillosa y sagrada biblioteca, o de su asimismo imponente videoteca… Y es una pena porque afianzarían mucho esa idea sobre su genialidad y originalidad. Mi querido Javier, cuando los dos seamos fantasmas, nos vemos en Ruán.
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DOSSIER JAVIER MARÍAS ESPECIAL
JAVIER MARÍAS Y LA DEUDA IMPAGABLE por Karina Sainz Borgo
S
i en la tragedia de Shakespeare los fantasmas atormentan a Ricardo III, en las novelas de Javier Marías son los hechos —la ausencia de certeza sobre ellos y la imposibilidad de enmendarlos— los que persiguen al que narra, al que escribe y a quien lee. Mañana en la batalla piensa en mí, su octava novela, es una de las muchas catedrales literarias que Marías construyó, piedra sobre piedra, como quien encuaderna en un edificio todos los le que antecedieron. Marías piensa a la vez que escribe, convierte en un ser vivo y poroso a quien lo lee. Sus libros contienen otros libros, como un tesoro que contiene otro tesoro.
Las manos de Javier Marías. Fotografía de Lisbeth Salas
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Lejos de cualquier beatería, voluntarismo o magisterio, su prosa tiene en quien lee el efecto del viento al rozar la superficie de los océanos: agita. Por eso, en la literatura de Javier Marías toda página es oleaje. Acerca y aleja a los escritores que lleva dentro. Quién puede resistirse en Berta Isla a esa ceniza que tizna la manga de los Cuatro cuartetos de T.S Eliot. Quién es capaz de hacer oídos sordos al vals Kupelwieser, de Schubert, que citó para enunciar la ausencia de Juan Benet. En todo cuanto cuenta Javier Marías siempre hay un enigma por despejar, una inmensa distancia por acortar. El espía, el doble, el ausente, el que miente, el que huye, el que regresa existen a través de una bitácora lectora que el propio Marías evoca.
Ya lo dice Bertram Tupra a Nevinson en Berta Isla: somos como el narrador en tercera persona de una novela, se ignora por qué sabe lo que sabe y por qué omite lo que omite. Ese es el principio que rige los libros de Marías. Aun ejerciendo de tales, sus narradores participan de la incertidumbre del lector, la propician. Su tercera persona es una membrana más dentro de la ficción: vacilan porque conducen al hallazgo a través de la deducción literaria. Si en su Corazón tan blanco bebía del Macbeth de Shakespeare, en Mañana en la batalla piensa en mí se convirtió en abrevadero de la tetralogía histórica isabelina para quienes no la habíamos leído ni entendido. Jugar con papel Ante la imposibilidad de contar, lo dijo en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Marías opta por el juego, por el lenguaje como trampantojo. En aquella ocasión, citó a Stevenson para iluminar esa clave: «No digáis de mí que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que huí del mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendimos / para jugar en casa, como un niño, con papel». En su biblioteca, Marías conservaba una colección de soldaditos de plomo y otras figuras: hombrecitos que leen apoyados sobre el canto de sus libros o viajeros minúsculos. Repartidos en sus estanterías, y como él mismo admitió, esas miniaturas metaforizaban la acción de escribir. Eran la recreación del juego mayor: el de quien se queda en casa, modificando el destino de otros en una historia, o cambiando de lugar las figurillas de su biblioteca. En las novelas de Javier Marías resuenan todos los estremecimientos: el sexo, la duda, la incertidumbre. Lo hace justamente por el peso del lenguaje como detonador y grieta en un gran vidrio. Por eso, para alguien que escribió tan intensamente sobre el engaño y el olvido como él, la muerte es un lugar definitivo desde donde ser leído. Su naturaleza como traductor lo convierte ante sus lectores en un tanteador e intérprete del mundo propio y ajeno. El Javier Marías escritor es un lector que excava, que arranca de una piedra la primera que alguien talló. Por eso en sus libros la soledad es perfecta, porque resume todas las que le antecedieron. Las sintetiza. Para mostrar a los personajes en toda su complejidad, Marías se valió de la capacidad de exprimir sentido de quienes leen dentro de sí mismos y a través de los demás. «No puedo dejar de existir mientras todas las otras cosas y las personas se quedan aquí y se quedan vivas y en la pantalla otra historia prosigue su curso» piensa Víctor Francés ante el cuerpo sin vida de Marta Téllez en Mañana en la batalla piensa en mí. Pocas veces un cuerpo que desfallece antes de darse a otro ha dado pie a tantas preguntas.
La ausencia Javier Marías, como Nabokov, repasa la zanja de lo vivido. Es un explorador de la memoria. Aseguraba que no hizo jamás una segunda versión de sus novelas, porque estas se rigen por el principio de la vida, en tanto aquello que sucedió o nos hicieron. Por eso en su literatura todo responde a la pulsión del que regresa sin avisar o se marcha. Del que miente, se oculta, persigue o es perseguido; del que no puede darse del todo a otro o del que jamás será posible saber algo. Esos mecanismos de ocultación se construyen en el sillar de sus lecturas y en el lenguaje como la mayor de las pesquisas. Es lo que ocurre con la narración de la historia Jaime Deza en la trilogía Tu rostro mañana. Supervivientes, cobardes, incompletos, borrosos, casi todos los seres de su obra tienen un aire de familia que se expresa en la «La canción de Lord Rendall», el relato de aquel que regresa de la guerra tras años de campaña y encuentra que ya nadie lo espera, el mismo que retoma en Los enamoramientos al citar El coronel Chabert, la novela corta de Balzac. Ambas historias están protagonizadas por seres que descubren que ya los han olvidado. La idea del ausente es casi una alegoría en su obra. Como Ulises, el primer viajero y el primer gran ausente. Todo en Javier Marías nos lee y nos conduce a leer a otros. Sus obsesiones son permutaciones de sus lecturas. Reino de Redonda Su naturaleza no es metaliteraria, porque la literatura forma parte orgánica de su creación novelística. En Corazón tan blanco, que escribió con 40 años y seis novelas ya publicadas, depuró los temas esenciales de su obra: el secreto; el camino de quienes intentan descubrirlo; la memoria y la reconstrucción de aquello que fue y el uso del lenguaje como una corriente que alimenta y robustece el cauce de sus novelas río. A eso se dedicó Javier Marías en sus libros: escribir hasta exprimir, llegar a la palidez de los cobardes por la vía de la acción narrativa. Son el producto acabadísimo de sus hallazgos como traductor, oficio con el que obtuvo el único premio Nacional que aceptó y le fue concedido por su versión de Tristram Shandy, de Laurence Sterne. Suyo es el cetro de Reino de Redonda, esa editorial que fundó en 2000 y a la que los lectores deben joyas traducidas por él como El espejo del mar, de Conrad o De vuelta del mar, de Stevenson. Sus novelas y las traducciones introdujeron a los asilvestrados en el complejo edificio de Shakespeare. Enseñó a leer y comprender la lentitud de las imágenes duraderas. Instruyó a los lectores en la belleza y el juego. Nos faltará a todos vida para pagar esa inmensa deuda.
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ESPECIAL JAVIER MARÍAS. PERFIL
JM Firmaba todas sus cartas con esas iniciales, JM. Era puntual y se acostaba tarde. Veía la televisión y era ordenado como el humo. Recibía en casa, a los periodistas, a los amigos, e invitaba a comer a éstos por cualquier razón, porque él cumpliera años o publicara nuevo libro o porque sí. Siempre iba con un libro de regalo, o con un objeto; iban envueltos, en todo caso, o en sobres elegantes, adecuados para llevárselos cómodamente. Esperaba siempre, no sólo porque viviera cerca del restaurante en el que citaba a los próximos, y a los que venían de fuera, sino porque ese era su compromiso con el tiempo, ser puntual. Las cartas eran siempre largas, prolijas, a no ser que fueran accidentales, sobre correcciones a artículos propios o por reprimendas sobre artículos ajenos que a él, por una razón u otra, le concernieran. No fue nunca maleducado en estos casos, sino preciso. La precisión de su escritura exigía precisión en los otros, pues consideraba que todo aquello que se saliera de la exactitud, en literatura, en la vida, era de mala educación. En el comentario de la vida cotidiana también era Fotografía de Asis Ayerbe
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preciso: lo que dañara a la vista, fueran decisiones políticas o desvíos literarios, tenían en él a un vigilante exhaustivo. En esas reuniones con otros, debidas a su trabajo de escritor o a su pasión por la amistad, era el que llevaba el ritmo de las conversaciones. Como algunos amigos suyos, como Jaime Salinas o como Guillermo Cabrera Infante, era de los que pasaban de un tema a otro con eficacia, sin énfasis, naturalmente. «A propósito, ¿qué sabes de…?» Un asunto político, por ejemplo, se liquidaba en poco tiempo, pues no era tan necesario repetir lo que ya había leído en los periódicos, y además escucharlo le aburría; pero en los asuntos de las personas, sobre todo si éstas eran de su propio oficio, la literatura, sí se entretenía más. Pues estaba al tanto de todo lo que se habría dicho de ellos, si eran amigos, y quería saber en abundancia sobre aquellos que, cercanos o lejanos, formaban parte, quizá, de sus bestias negras. En el ámbito telefónico era de gestión lenta. Llamaba, o hacía que le llamaras, o bien te emplazaba para ser llama-
do (en una dirección u otra) para abordar asuntos delicados que pudieran ser de interés mutuo. La conversación más larga que tuve al respecto se produjo poco antes de que cayera sobre él la terrible enfermedad que lo llevó al hospital y al fin de su vida, la peor noticia que yo mismo, y muchísimos otros amigos suyos, y parientes, lejanos y cercanos, de España y de cualquier parte del mundo. En aquel momento, quizá febrero de 2022, yo estaba en el centro cultural Galileo, antes de entrevistar a una actriz, y sonó su voz desde su teléfono, que siempre estuvo en modo desconocido.
Juanito!», me decía a veces cuando creía que yo desviaba el tiro de su interés para no dañar a ninguna de las partes.
Quería saber circunstancias personales de una reciente decisión profesional mía. Su delicadeza era igual a un interés, pues él jamás planteaba cuestiones que no tuvieran respuestas de variada intensidad. Pero al final su persuasión era igual de delicada que su interés, y tú terminabas diciéndole la verdad de lo que ocurría, o de lo que iba a ocurrir, con todo detalle.
Su exigencia era siempre equivalente a su calidad. Desde sus cubiertas a sus promociones, la opinión de Javier era inquisitiva pero noble, porque él mismo era editor (el editor de Reino de Redonda, por la que hizo más que lo que pudo, y ahí está, como una colección impar en la cultura editorial española) y sabía hasta qué punto el libro se debe, en última instancia, al mimo del editor tanto como a la prestancia del autor.
Hablar con él por teléfono exigía también atención, preparación y esmero, pues no había nada, de lo que ocurriera, de lo que él no estuviera enterado, a través de la prensa, de la televisión o de los amigos, que acudían (acudíamos) a él con las últimas nuevas, buenas o malas, para saber, sobre todo, qué sentía él a propósito de lo que fuera ocurriendo.
Supe de su gravedad por un amigo común. No me lo creí, no me lo creo. Este texto que estoy escribiendo en un día nublado del Madrid de primavera, mientras en el Retiro las manos de los escritores fluyen sobre las páginas de crédito abiertas a las dedicatorias, me está costando tanto como aquel día de septiembre me costó escribir sobre el imperioso advenimiento de su muerte. Hablar de él en pasado, como me pasó entonces, es ahora igualmente doloroso, como si un destino ruin lo hubiera arrebatado del sitio en el que se producía la alegría de su prosa semanal o anual, de sus artículos o de sus libros, de su elegancia y de su exigencia, de su personalidad singular, sin repetición posible.
Era un fiel ciudadano de la Villa de Madrid. Vivía en el centro mismo de la ciudad, frente al viejo ayuntamiento, y sentía como tal ciudadano los desastres que ocurrían en el municipio. Muchas veces se refirió a ello en sus artículos de los últimos tiempos en El País, y por ello y por lo que escribía recibía abundante correspondencia, que el diario publicaba a veces en las Cartas a la directora (pues en los últimos años fueron Soledad Gallego y Pepa Buena las directoras). Mientras estuve en el periódico que ellas dirigieron, y antes, pues me fui de allí 46 años después de mi temprano ingreso, me llamaba para interesarse por el criterio que se seguía para hacerlo aparecer como víctima en esa correspondencia. De vez en cuando supe responderle, pero a veces, naturalmente, él sabía más que yo de los motivos, así que no era raro que él terminara diciéndome qué sentido tenía esta o aquella carta concerniente a sus propias opiniones sobre el devenir español, sobre todo. En aquella conversación de febrero de 2022 se preguntaba, en efecto, por qué ahora abundaban tanto esas cartas que lo tenían a él como víctima. Yo le dije que eso era así siempre que alguien escribía textos polémicos e interesantes. «¡Ay
Fui uno de sus editores, en los últimos años de su extraordinaria carrera. Amaya Elezcano fue quien de veras se ocupó de su obra y de su cuidado, y fue con ella, y con todos, de un afecto enorme, de una elegancia emocionante, igual que pasó más tarde, con Pilar Reyes, y con todas las personas que se ocuparon de sus libros, de su promoción y de su extraordinario litigio con la publicación de su escritura.
Titulé entonces un artículo sobre él y su legado con un título de Juan carlos Onetti, deformado para la ocasión: Ocurrió el infierno tan temido. Es un infierno vivir sin Javier Marías, escribir su nombre y no saberlo cerca, respirando, escribiendo, mirando, es una herida que tardará en curarse, si es que se cura algún día, porque sin él la vida es peor, menos exigente y, en algunos renglones de lo que pasa, peor, mucho peor, muchísimo más desangelada.
por Juan Cruz Ruiz
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ESPECIAL JAVIER MARÍAS. PERFIL
JAVIER MARIAS
y su sombra Hay quien es «dos personas, una de ellas en sombra», se dice en Berta Isla, una de las novelas de la última etapa de Javier Marías, y él mismo tenía algo de eso, de personaje doble, a un lado el que se mostraba en público, especialmente en sus artículos, con su imagen de cascarrabias con poca paciencia para los necios y las necedades de nuestro tiempo lastrado por correcciones políticas y verdades del barquero; y al otro la persona siempre educada y con un gran sentido del humor de la que podíamos disfrutar quienes lo tratábamos en privado. Yo echo de menos a los dos, al escritor con una aguda visión crítica de la realidad siempre estimulante, tanto cuando compartías alguno de sus argumentos como cuando no era así, y al compañero de cenas, en restaurantes cercanos a su casa o alguna vez en esta misma, siempre ilustrativo en sus explicaciones, minucioso en sus citas e irónico a la vez que leal a la hora de hablar de amigos comunes. Javier, no sé bien si esa era la imagen que daba, aunque me temo que no, era ante todo una persona muy divertida, con un humor inteligente y a la que le gustaba reír casi tanto como fumar, esta última una Javier Marías de joven. Fotogrfía cedida por la familia.
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adicción que probablemente le costó la vida o, al menos, le permitió tomar un atajo a su muerte. Lejos de esa caricatura de tipo difícil, reconcentrado en su trabajo y casi inabordable, que es la que ha trascendido porque él supo construir ese muro a su alrededor, a Javier Marías le gustaba hablar de muchas cosas, por ejemplo de música o de fútbol. La primera de esas aficiones fue la que nos acercó en su momento, cuando tras una fiesta de la editorial que publicaba nuestras novelas, Alfaguara, hablamos de mi héroe Bob Dylan y él, siempre tan original, me aseguró que su disco favorito de este era Pat Garrett y Billy the Kid. «Pero hombre», le dije, «¿entonces lo que más te gusta del mejor letrista de la historia es un disco casi por completo instrumental?». Esa charla dio inicio a una de nuestras costumbres: la de regalarnos cosas, porque en nuestra primera cita a solas, poco después, le llevé una carta manuscrita de uno de los monarcas del Reino de Redonda y por lo tanto antecesor suyo, John Gawsworth, que le había comprado en una librería anticuaria de Londres y también unas grabaciones de coleccionista de esa obra, con canciones en su
día desechadas versiones diferentes de las editadas. Me correspondió unas semanas más tarde, dando un ejemplo de la generosidad que le caracterizaba, con una primera edición del libro Tarántula, el primero del futuro premio Nobel de literatura. ¿Lo hubiese ganado él también, de no haber fallecido tan pronto? Yo apostaría que sí. A Javier le gustaba charlar también de fútbol, aunque me riñese medio en broma por mi doble militancia en ese terreno, donde uno es a partes iguales merengue y del Athletic de Bilbao: «Eres un espía doble, es decir, un doble traidor», me decía él, que sabía de qué hablaba porque leyó muchas y ha escrito algunas fantásticas novelas sobre ese mundo lleno de espejismos y dobles identidades de los servicios secretos. Era enternecedor que alguna vez te llamase en verano para jugar a hacer la alineación del Real Madrid de la siguiente temporada, contando con los nuevos fichajes que se hicieran ese verano. Un día me llamó para preguntarme si me apetecía ir a su casa a ver la grabación íntegra de la famosa final de la Copa de Europa contra el Eintriach de Frankfurt, y allí estuvimos, tomando unas bandejas de canapés que había encargado y viendo ese siete a tres de 1960, los tres goles de Di Stéfano y los cuatro de Puskas. Cuando unos meses después fui a Budapest, le hice una foto a la tumba de este último, que está en la catedral, y se la mandé. Los ritos hay que cumplirlos. Recuerdo que esa misma noche del vídeo del partido, de pronto empezó a sonar un fax, que para entonces era ya un aparato que no usaba casi nadie, y resultó que quien lo enviaba era Francis Ford Coppola, el director de las tres partes de El padrino, de Apocalypse now y de una película menos reputada y que me gustaba a mí más que a él: Peggy Sue se casó. Él era más partidario de La conversación. Normalmente, esas citas, que repetíamos a menudo por aquella época, eran en un local cercano a su domicilio, que él frecuentaba y donde, a los postres, se pedía siempre, mientras te hablaba de su insomnio, un café solo y una Coca Cola: «Como me cuesta dormir, leo los periódicos y algunas revistas a esa hora», decía, antes de seguir la conversación sobre algún libro, escritor o conocido de ambos. Con el tiempo, me otorgó un cargo diplomático en el Reino de Redonda que ostento con honor: embajador ante el propio Real Madrid, con el apodo de «Netzer», un centrocampista alemán llegado en los años setenta al equipo y que a los dos nos había entusiasmado en tiempos; pero un día le disgustó verme en la televisión junto a un colega que lo había atacado, y me castigó añadiendo a mi cargo una palabra amenazante: «provisional». La relación con Marías, a quien siempre había admirado y un poco temido, por la fama que lo precedía y las leyendas que le llegaban a uno sobre su carácter supuestamente irascible y maniático, se había estrechado tras la publicación de su obra Negra espalda del tiempo, en 1998, un libro que me había deslumbrado y del que había escrito y dicho cosas que a
él le agradaron. No hay libro suyo, literalmente, que me haya disgustado y hay muchos que me fascinan, pero ese es mi predilecto. Alguna vez me echó en cara, una vez más medio de verdad y medio de mentira, que algún título suyo posterior «no parecía haberme agradado tanto». Miro algunos de ellos ahora, en su casi totalidad dedicados por él con su hermosa «letra de poeta inglés de entreguerras», como solía decirle, y la sensación de desamparo y pérdida es inevitable. Tratando de pisar a la vez en el territorio fronterizo entre el rocanrol y la escritura, cuando, en el año 2003 publiqué el libro de cuentos Jamás saldré vivo de este mundo, se me ocurrió que el volumen tuviera artistas invitados, como ocurre en los discos, y pensé en cuatro primeros espadas: Juan Marsé, Almudena Grandes, Enrique Vila-Matas y el propio Javier Marías, que colaboraron, cada uno de una forma distinta, en cuatro relatos. Con él, que me siguió el juego sin dudarlo, fue una experiencia magnífica: yo iba imaginando y redactando escenas, lo llamaba y él me decía cómo las continuaría él. Así lo hicimos. Pensar hoy que, de esos cuatro amigos y maestros, tres ya no están aquí, y dos de ellos se han ido de forma tan prematura, es terrible. Mi Javier Marías es un hombre leal, inteligente, mordaz, divertido, indómito, dulce con quien quería y duro cuando tocaba; educado y un punto distante, con esos modales un poco antiguos de los que presumía; siempre dispuesto a la broma pero con poca paciencia para las tonterías; sarcástico con los enemigos –que le salían por todas partes a causa de su bendita costumbre de decir lo que pensaba y de no atenerse a las reglas de la corrección política– y defensor a ultranza de los amigos; es alguien que iba por libre, a su bola, que se consideraba extranjero en una era que ya no le parecía suya y de la que le desagradaban la zafiedad y el embrutecimiento que se extendían por sociedades vendidas al dinero y dominadas por la hipocresía, a las que con tanto brío combatía en sus artículos; un lector al que le agradaba sobremanera hablar de poesía, al menos conmigo, y una persona más nostálgica de lo que pueda parecer, un ser muy apegado a la infancia, a su padre filósofo, a los soldaditos que compartían espacio con los libros en sus estanterías… Y en lo que se refiere a su obra, un auténtico número uno, dueño de un estilo propio, de una personalidad avasalladora. Después de Negra espalda del tiempo, la trilogía Tu rostro mañana, obras inmediatamente anteriores como Mañana en la batalla piensa en mí y más recientes, entre ellas la pareja que forman Berta Isla y Tomás Nevinson… están entre las cosas que yo me llevaría a una isla desierta: son extraordinarias y él es un creador único.
por Benjamín Prado
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ESPECIAL JAVIER MARÍAS. PERFIL
Posfacio de la traductora Después de treinta años traduciendo al mismo autor, su pérdida te hace sentir como una viuda. Porque nuestra relación era una suerte de matrimonio, salvo que no estaba casada con la persona, estaba casada con la voz, con su manera de utilizar el lenguaje y, claro, con el mundo de ficción que había creado. Ahora que Javier se ha marchado, se me hace raro pensar que ya no llegarán más novelas de 680 páginas a mi puerta, ya no llegará esa voz, tan familiar, para transportarme una vez más a ese mundo y a esa manera de escribir. Como ocurre con tantas cosas en la vida, fue la casualidad la que me llevó a convertirme en la traductora de Javier. En 1991, me escribió Guido Waldman, de Harvill, para preguntarme si estaría interesada en traducir una novela de un autor español. La novela era Todas las almas (All Souls en inglés), y el autor era Javier. Era su sexta novela y mi sexta traducción de una novela. Ya me había enfrentado a algunos textos bastante difíciles, pero aquella sería la primera vez que traduciría a un autor con un dominio completo del inglés –algo que me hacía sentir a la vez confianza y cierta angustia–. Javier me pidió que le enviara el borrador final y lo leyó minuciosamente. Y, aunque es cierto que localizó varias cosas que o bien había entendido mal (ciertamente, era un poco novata), o donde se podía, en su opinión, utilizar otra palabra más adecuada, siempre dejó cla42
Fotografía de Asis Ayerbe
ro que yo, como hablante nativa y como traductora de la obra, tendría la última palabra –otro ejemplo más de como Javier era meticuloso y generoso a la vez–. Nunca volvió a solicitar una lectura completa de la traducción, y, aunque quiero pensar que no lo hizo por tener ya confianza en mi trabajo, sospecho que se debía a lo ocupado que estaba (por aquel entonces ya había muchas traducciones de su obra en marcha), pero siempre sacó tiempo para contestar a mis preguntas y para compartir conmigo las dudas de sus otros traductores. En aquel momento no podía imaginarme, claro, que treinta años después seguiría traduciendo su magnífica prosa. Todas las almas supuso mi primer encuentro, como traductora, con unas oraciones tan largas (y estas se volvieron, creo, más largas con los años), pero me lancé felizmente a la tarea, traduciéndolas una a una y puliendo cada oración antes de pasar a la siguiente. Las oraciones largas de Javier suelen llamar la atención de los lectores, como si fueran una rareza o una especie de obstáculo que hubiera que sortear o un problema con el que hubiera que lidiar o –sacrilegio– una estructura que hubiera que trocear en oraciones más cortas. Dicen que a la lengua inglesa no le sientan bien las oraciones largas, pero la verdad es que no es cierto. Puede que a los escritores modernos no les gusten, pero el inglés es un idioma que puede
presumir de una flexibilidad maravillosa, y en él tienen cabida, sin problema alguno, oraciones largas, con la ayuda de comas, punto y coma y guiones. Una oración larga puede presentar una idea o una emoción e investigar sus recovecos y contradicciones, y en los libros de Javier las ideas y las emociones son elementos centrales, su intención es ponerlas bajo la lupa para examinarlas. Escuchemos este fragmento de Tomás Nevinson: «Pero esa reflexión no suprime el recuerdo de haber visto cómo se le escapaba la vida por el boquete que uno abría y cómo le salía la sangre, de haber asistido a su pánico y a su final impotencia, o a su sorpresa inicial al saberse herido y figurarse (porque uno siempre se lo figura tan sólo, como si aún no hubiera llegado) que aquel era el día de su acabamiento. Uno capta en su mirada un atisbo de incredulidad o de negación desesperada, uno cree percibir que el agonizante alcanza a pensar algo que se parecerá mucho a esto: ‘No, no puede estar ocurriendo, no es posible que ya no vaya a ver ni a oír nada ni a proferir más palabra, que esta cabeza que aún funciona se pare o se apague, esta que aún está llena y me atormenta; que ya no vaya a levantarme ni a mover un dedo siquiera y que me lancen a una fosa o a un río o a un barranco o a un lago, o que me quemen como a leña sólo que sin su grato olor boscoso, y que mi cuerpo despida una pestilente humareda, oleré a carne abrasada si es que todavía yo soy yo para entonces». Esa única oración te transporta en un viaje breve a través de las cabezas del asesino y de la víctima, y a la vez a través de la idea de lo que significa estar vivo, lo que significa ser un individuo. La longitud de la oración y el ritmo (por eso he dicho «Escuchemos») forman parte de la exploración. Una prosa más compartimentada causaría un efecto muy distinto. Javier se recreaba en el lenguaje, ya fuera a través de un uso poético, prosaico o directamente popular. Empleaba toda la gama del español, y eso hace que traducirlo al inglés sea una gozada, precisamente porque te exige exprimir todas las posibilidades de tu propio idioma. Aquí, por ejemplo, escuchamos al maravillosamente grotesco Folcuino en una de sus escabrosas diatribas: «Hoy he conseguido que Gausi me lama la mano —decía (Gausi era un constructor muy conocido que operaba en Castilla y León, Asturias y Cantabria)—, y a Valderas ya lo llevo con correa por donde me da la gana, es increíble lo que lo he amansado —Valderas era su superior, el alcalde—: aquí echas una meada, aquí nos paramos, aquí te aflojo para que te creas libre, aquí hay que apretar el paso, y si necesitas cagar, pues te aguantas, Valderas, alcalde. El único que me preocupa un poco es Peporro, todavía no está en la cazuela y por detrás hace sus putaditas. Pero como le hago regalitos caros y al final se los embolsa, pronto se bajará los pantalones y me ofrecerá la chorra para que se la acaricie con una pluma o le dé con una fusta, lo que se me antoje. Bueno, eso me digo».
El humor y la filosofía del absurdo son dos hilos que recorren su obra. En cada novela hay personajes y episodios cómicos y, al igual que hiciera uno de sus grandes héroes literarios, Shakespeare, Javier podía pasar sin esfuerzo de la comedia a la tragedia y al revés. Como se puede ver en los agradecimientos al final de este libro (era la primera vez que incluía una lista así), su trabajo también está repleto de referencias literarias, especialmente de Shakespeare (en especial de Ricardo III y Macbeth, dos obras que están llenas de engaños y traidores y asesinos y su culpa) y de autores como T. S. Eliot, Balzac, Conrad, Dumas y muchos otros. También hay muchas referencias a sus otras novelas, a ciertos giros e incluso a ciertos personajes de novelas anteriores que reaparecen, también hay personajes de algún relato corto que se cuelan en la novela para ocupar un lugar sustancial. Sin embargo, en esta novela y en Berta Isla, suele citarse a sí mismo mal a propósito, o bien ofrece una versión inexacta de una cita utilizada con anterioridad en el texto, y, al hacerlo, puede que lleve demasiado lejos al narrador no fiable, o por lo menos para el gusto de la pobre traductora que siempre quiere que las cosas estén «bien». Sus temas se mantuvieron iguales a lo largo de sus carrera: la mentira, el engaño, la traición y la culpa, y, como dice en su novela, el tema del pasado como «un intruso imposible de mantener a raya». En los últimos libros, el pasado convoca inevitablemente a la Guerra Civil Española y a la Segunda Guerra Mundial; las guerras que dejaron la huella más profunda en sus dos «países», ya que, aun siendo Javier profundamente español, también estaba tan inmerso en las literaturas británica y norteamericana (hay que tener en cuenta que tradujo Tristam Shandy de Sterne, así como la obra ensayística Religio Medici de Thomas Browne y varios cuentos de Conrad, Stevenson y Hardy) que, como el propio Tomás Nevinson, tenía dos culturas. Y luego está Oxford, que marcó mucho a Javier durante los dos años que pasó dando clase en la universidad, y esta ciudad y su universidad son presencias constantes en sus novelas desde Todas las almas en adelante. Pero, sobre todo, a Javier le fascinaba la gente, con todas sus complejidades y contradicciones. Con razón abundan en su escritura palabras como «quizás», «puede que» y «posiblemente», así como sinónimos, cuasisinónimos y antónimos, siempre con la función de subrayar lo imposible que resulta acotar la mente humana. Como dice en su novela: «La literatura permite ver a la gente de veras, aunque sea gente que no existe o que con suerte existirá para siempre, por eso nunca perderá su prestigio del todo». Y el trabajo de Javier, indudablemente, nunca perderá su prestigio.
por Margaret Jull Costa 43
ESPECIAL JAVIER MARÍAS. CORRESPONDENCIAS
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Fotografía de Nina Subin
Fotografía de Nina Subin
Fotografía de Bengt Carlsson
Valerie Miles
Barbara Epler
Wendy Lesser
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Es la presidente y editora de New Directions, editorial independiente fundada en 1936 que publica unas 35 novedades al año y mantiene vivas 1.200 obras de su fondo. Ha tenido la fortuna de colaborar con magníficos colegas y con grandes traductores de escritores tan esenciales como W.G. Sebald, Laszlo Krasznahorkhai, César Aira, Inger Christensen, Octavio Paz, Fleur Jaeggy, Yoel Hoffmann, Roberto Bolaño, Takashi Hiraide, Robert Walser, Eliot Weinberger y Yoko Tawada.
Es fundadora y editora de The Threepenny Review. Ha escrito una novela y doce obras de ensayo; entre sus libros más recientes destacan Scandinavian Noir, Why I Read y You Say to Brick: The Life of Louis Kahn, que obtuvo el Premio Marfield y el Premio PEN-USA de Investigación de No Ficción. Ha recibido subvenciones y becas de la Academia Americana en Berlín, el Centro Cullman para Académicos y Escritores, la Fundación Guggenheim, la Academia Sueca y otras muchas instituciones. Actualmente divide su tiempo entre Berkeley (California) y Nueva York.
CORRESPONDENCIAS
Barbara Epler y Wendy Lesser: «A MARTINI PLEASE, EXTRA DRY. EN LIMUSINA CON JAVIER MARÍAS CANTANDO ELVIS EN NUEVA YORK» Coordinado por Valerie Miles
VALERIE MILES Sabemos que hoy en día, la consolidación de la obra de un escritor a nivel internacional pasa por Nueva York. Para que esta obra cruce fronteras lingüísticas y culturales y encuentre un público lector, requiere de una comunidad de profesionales volcada hasta un nivel muy personal. Barbara, a través de la legendaria editorial New Directions que presides y tras haber editado más de una docena de sus obras, y Wendy, como editora de la prestigiosa revista literaria Threepenny Review, la primera en tratar con seriedad la obra de Javier Marías, fuisteis claves para este proceso de internacionalización. Incluso las dos habéis enfrentado, cada una a su manera y de forma ejemplar, los desafíos tanto económicos como humanos que representó, por ejemplo, la publicación de su monumental trilogía, Tu rostro mañana. Con prisa pero sin pausa, y martinis mediante, me gustaría explorar en este intercambio epistolar algunos de vuestros recuerdos del autor de Corazón tan blanco: Wendy, sobre la recepción crítica inicial de su obra; Barbara, lo que supuso para el equipo de New Directions descubrir y volcarse por entero a la obra de Javier durante tantos años.
BARBARA EPLER Querida Wendy: He estado pensando mucho en Javier, y como siempre cuando alguien de pronto deja este mundo, me digo que ojalá le hubiese enviado algún libro delicioso, algo que le hubiera gustado (una primera edición de una obra de New Directions o una nueva pero rescatada. Creo que le habría gustado El Conde Luna de Alexander Lernet-Holenia).
Pero últimamente no le había enviado nada a Javier. Supongo que nunca aprenderé a mantenerme al tanto de lo que le ocurre a todo el mundo; no me evitaré sufrir estas punzadas de remordimiento, aunque en este caso llegan demasiado tarde y son casi reconfortantes: se sienten como los remordimientos que pululan por tantos de sus libros...
No recuerdo exactamente cómo empezamos tú y yo a compartir nuestro interés en Javier, pero fue hace mucho tiempo. ¿Te acuerdas? Creo que le envié a Javier por fax (de qué otro modo podía haber sido) un artículo muy bello de Margaret Drabble sobre su obra y que publicaste en Threepenny Review: ¿es así o estoy alucinando? ¿O quizás era sobre el Reino de Redonda? ¿No terminó Margaret Drabble como duquesa de Redonda o 45
ESPECIAL JAVIER MARÍAS. CORRESPONDENCIAS
algo parecido? ¿La nombraron caballero o condesa? Acabé siendo recadera de Redonda. Uno de mis primeros encargos fue localizar a Ray Bradbury cuando obtuvo el Premio Reino de Redonda. Di con su agente para avisarle de que su autor había ganado algo de pasta y que lo habían nombrado duque (quedó clarísimo para ellos que yo era una chiflada). Por aquel entonces, hacia 1999 creo, Javier quería comunicar la noticia de Redonda publicando un anuncio que pregonara a su nuevo duque. Le sorprendió lo mucho que costaba sacar un anuncio en The New York Times y The New York Review of Books: de hecho, estaba horrorizado, lo cual de algún modo me resultó útil, teniendo en cuenta que ND puede permitirse muy pocos anuncios. En cualquier caso, no accedí a la nobleza, aunque estuve al servicio de Su Majestad. ¿Ayudaste a Javier en su reino, Wendy?¿Eres duquesa? Recuérdame cómo conociste a Javier.
WENDY LESSER Querida Barbara, efectivamente, conocí a Javier gracias al artículo de Margaret Drabble. Ocurrió así: conocí brevemente a Margaret Drabble cuando pronunció un discurso de homenaje en la Academia Americana de Artes y Letras, en Nueva York, en 1996 o 1997. Como soy una editora emprendedora (los pobres no podemos sobrevivir de otra manera, ¿verdad?), me acerqué justo después de la charla y le pregunté si podía publicarlo en The Threepenny Review. Creo que le arrebaté el borrador de las manos, pero puede ser que esté exagerando. Quedó contenta con la edición del artículo, así que en cuanto tuvo listo
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un nuevo ensayo literario –que resultó ser uno sobre Javier, titulado «A Dandy Style» [Un estilo dandi]– me lo envió. Threepenny lo publicó en diciembre de 2000. Margaret había leído toda su obra, o buena parte de ella, cuando fue jurado del Premio Dublín/ IMPAC el año que se lo concedieron a Javier. Así que redactó su sentencia favorable en ese ensayo. Margaret estaba tan entusiasmada que empecé a leer los libros de Javier por gusto, antes de que se publicara el ensayo. Primero leí Todas las almas (creo que todo el mundo de habla inglesa empieza con este), luego Corazón tan blanco (que sigue siendo mi favorito) y después Mañana en la batalla piensa en mí. Me encantaron, pero, curiosamente no me pareció en absoluto el escritor que Margaret Drabble había retratado. Es decir, a ella le parecía muy español, casi machista, es decir, muy dandified, estilo pavo real macho, como da a entender su título. Mientras que a mí me parecía un escritor hondamente interesado en cómo los hombres y las mujeres se relacionan entre sí –desde ambos lados del pasillo– y se fijaba en las cosas con una minuciosidad que no relaciono con los hombres machistas. Pero como su artículo era tan positivo, entendí que a Javier le gustaría igualmente, y le envié por correo el número de la revista por medio de su editor estadounidense, que eras tú. Tal vez abriste el sobre y le enviaste por fax ese único artículo. Pero sé que envié la revista entera, porque quería invitarlo a colaborar. Debió de responder casi de inmediato, porque en otoño de 2001 –es decir, sólo nueve meses después de que apareciera el artículo de Drabble– ya habíamos publicado «Gualta», un relato traducido por Margaret Jull Costa. (Parece que hay muchas Margarets en
esta historia: es responsabilidad de los británicos, me parece). Y al año siguiente empezamos a publicar sus escritos a menudo, siempre traducidos por MJC, sobre todo lo que escribía para El País. Hasta su muerte, publicamos sesenta y siete artículos en The Threepenny Review, más que ningún otro escritor en toda nuestra historia. En cuanto a Redonda, yo también era una cortesana de poca monta. Si acaso. Desde luego que no era noble, pero me escribía de vez en cuando sobre el Reino y, por supuesto, he leído las novelas (¿o era sólo una novela?) en que menciona al Reino y su historia. Creo que empezaste a enviarme sus libros desde el momento que empezó a publicar en New Directions, incluso antes de mudarme a Nueva York y que estableciéramos nuestra costumbre de tomarnos unos martinis juntas. Nos conocimos en persona gracias a que somos dos editoras de Javier, aunque no tengo claro cuándo ocurrió. ¿Lo recuerdas tú? ¿Recuerdas cuándo conociste en persona a Javier? Sólo nos reunimos dos veces, así que me han quedado grabadas. Y en mi próxima carta te contaré cómo fue que Elizabeth Tallent reseñó la serie Tu rostro mañana para Threepenny.
BARBARA EPLER «Conocí» a Javier por primera vez a finales de los noventa, por fax, como probablemente conoció a buena parte de la humanidad. No lo conocí en persona hasta después de publicar varios libros, allá por 2005. Fui a Madrid: a una guarida de soltero en la Plaza de la Villa 1, un rincón de la vieja España. Javier había explicado de antemano a su portera, una adusta dragona de edad avanzada, que su
«Acabé siendo recadera de Redonda. Uno de mis primeros encargos fue localizar a Ray Bradbury cuando obtuvo el Premio Reino de Redonda. Di con su agente para avisarle de que su autor había ganado algo de pasta y que lo habían nombrado duque (quedó clarísimo para ellos que yo era una chiflada)» editora estadounidense venía de visita a ver su biblioteca. (Aquella espléndida biblioteca era una especie de escenografía –para una obra de teatro sobre un León de las letras– y supe aquella tarde que la gravitas de Javier siempre se describe con una ceja alzada). Y de golpe me parecieron tan graciosos los lamentos de algunos críticos afirmando que Javier no era lo bastante «español»; probablemente por su anglofilia. A mí me parecía muy, pero que muy español: España parece existir en la historia, su pasado está tan presente, y Javier acarreaba siglos en su actitud. Y bien puede ser que fuera un progresista comprometido, pero personalmente también era el Rey de Redonda, ceja alzada y todo: Javier era muy soberano. Pero su Majestad también era muy grata compañía, lo cual puede ser el caso de mucha gente de la realeza, no tengo idea. Nos reímos mucho, coincidimos y discrepamos sobre libros, películas, arte y música, durante una larga y tardía cena en una maravillosa taberna antigua, de piedra y techos bajos, donde todo el mundo lo conocía. Puedo verlo cuando pidió un taxi y le dio instrucciones al conductor, amenazándole en broma con lo que pasaría si no me llevaba sana y salva al hotel, y recuerdo que me dijo adiós con la mano; su forma de saludar también era como un rey.
La siguiente ocasión fue a finales de 2009, en el bar del hotel Gramercy Park: acababa de llegar para la promoción del tercer volumen de Tu rostro mañana (el duodécimo libro que publicamos) y quise darle la bienvenida y entregarle mil dólares por sus derechos que él pensaba usar para comprar libros raros. Aquella fue una visita extraordinaria: era venerado, algo poco común en estas tierras. (Se había negado a venir para presentar sus libros anteriores porque Bush era presidente: años más tarde me dijo que estaba muy enfadado con nosotros y que nunca vendría porque Trump había ensuciado la Casa Blanca). En todos los actos no cabía ni un alfiler: su conversación en la Biblioteca Pública de la ciudad con Paul Holdengraber, su lectura y charla en el 92nd Street Y. Pero lo que más recuerdo –en la visita entre bastidores a los tesoros de la biblioteca que Paul diseñaba en torno a las pasiones de los escritores invitados– es a Javier señalando, mientras acariciaba una primera edición de Tristram Shandy, que su propio ejemplar estaba firmado. Y lo veo en el 92nd Street Y, en el encuentro que Bernard Schwartz solía organizar con estudiantes de institutos públicos de la ciudad antes de la presentación formal: Javier se esforzaba en motivar y alentar a los jóvenes, pero al mismo tiempo, no sabía muy bien qué hacer con un trozo de pizza fría en el plato de papel que sostenía tan delicadamente: quería
que los niños se relajaran y disfrutaran del manjar, pero él no podía estirarse lo suficiente como para comerlo. (Me apiadé de él y cambié su plato de papel por un vaso de agua, dejándolo a un lado, pero no demasiado cerca). Nuestros amigos Margo y Anthony Viscusi organizaron una fiesta, y recuerdo cómo sonreía de alivio cuando Margo le trajo un cenicero, asegurando que le gustaría fumar. También recuerdo el almuerzo convocado por Ben Sonnenberg (el maravilloso editor fundador de la revista Grand Street y devoto de la obra de Javier: «¡Soy un adicto!»). Javier se sintió como en casa al instante (de nuevo con un cenicero puesto ipso facto), hablando con Ben y Robert Silvers y Michael Wood y otras cabezas. Pero mis dos escenas favoritas se remontan a la parte trasera de una limusina (cortesía de Yale), de camino a New Haven. El conductor tenía instrucciones de llevarnos primero a una calle cercana al campus: Javier tenía muchos deseos de ver la casa donde su familia había vivido cuando él tenía cuatro años y su padre, huyendo de Franco, trajo a la familia a Estados Unidos. Condujimos despacio por aquella calle frondosa, Javier escudriñaba las casas porque no sabía el número exacto, pero enseguida la encontró y estaba muy conmovido.
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ESPECIAL JAVIER MARÍAS. CORRESPONDENCIAS
Nos detuvimos, bajamos, y pisó el césped como si estuviese entrando en un sueño. Me quedé junto al coche y vi que en aquel momento, para él, todo el viaje había merecido la pena. Absorto, miraba también hacia arriba, y empezó a dar vueltas por la casa. Eso me puso nerviosa, y pensé que sería mejor acompañarle, ya que no parece tanto un allanamiento si hay dos personas juntas. Estaba avanzando hacia él cuando se abrió la puerta principal y un hombre, en un tono no precisamente amable, le preguntó: «¿Qué se le ofrece?». Le expliqué que Javier era español y estaba allí para impartir una conferencia en la universidad y que, de niño, había vivido en aquella casa. El hombre se tranquilizó y Javier señaló las ventanas de su habitación y charlaron un rato. Y aunque lo invitó a entrar, Javier lo rehusó, pues quería mantener sus recuerdos
intactos. Volvió al coche muy contento y dejó escapar un largo suspiro... Pero antes, aún en la autopista, le pregunté a Javier si conocía la canción de Elvis Presley, Poison Ivy League [La liga de hiedra venenosa, que alude a la élite de las universidades estadounidenses más prestigiosas, conocida como «La liga de la hiedra»]. Negó rotundamente la existencia de tal canción. Grazné: «Necesitarás un océano / de loción de calamina / Poison Ivy League / Poison Ivy League…». Su negación se intensificó: «¡No! ¡Conozco todas las canciones de Elvis! Te lo estás inventando». Pero le aseguré que era cierto, que tal canción existía, y que en ese mismo momento nos encontrabamos de camino hasta un ejemplar de la liga de la hiedra venenosa.
«¡No! ¡Yo conocería esa canción!». Saqué mi teléfono, sabiendo que no le gustaba nada el teléfono, pero rebusqué en YouTube el fragmento de una película de Elvis en la que canta la canción. Javier se quedó boquiabierto mirando el teléfono. «No», murmuró, mientras Elvis cantaba. Pero pidió volver a verlo y dijo ah sí… ¡Sí! Se había equivocado pero estaba contento: pocos escritores supuestamente altivos se alegrarían tanto de equivocarse. Luego, tras una pausa, me pidió ponerlo una vez más. Al recordar momentos como aquel echo mucho de menos a Javier. Creo que voy a releer uno de sus libros: ¿tú también recurres a eso?
«Javier tenía muchos deseos de ver la casa donde su familia había vivido cuando él tenía cuatro años y su padre, huyendo de Franco, trajo a la familia a Estados Unidos. Condujimos despacio por aquella calle frondosa, Javier escudriñaba las casas porque no sabía el número exacto, pero enseguida la encontró y estaba muy conmovido. Nos detuvimos, bajamos, y pisó el césped como si estuviese entrando en un sueño. Me quedé junto al coche y vi que en aquel momento, para él, todo el viaje había merecido la pena. Absorto, miraba también hacia arriba, y empezó a dar vueltas por la casa» 48
WENDY LESSER ¡Qué fascinantes son tus recuerdos con Javier! Ojalá hubiera podido verle in situ en España, pero las dos veces que visité Madrid él estuvo de viaje. Así que mis dos únicos encuentros con él fueron breves y en Nueva York. Recuerdo aquella fiesta de Margo Una semana o diez días después, leí en El País el artículo que había escrito sobre nuestro encuentro neoyorquino. Expresaba su consmiseración por la pobre Wendy Lesser, una amiga editora con la que había quedado para tomar un café el día de las elecciones en Nueva York. Como indicaba en la columna, la pobre criatura había sido abandonada temporalmente por su marido, que se encontraba en Sicilia (¡increíble que se acordara de ese detalle!), y se vio obligada a ver las elecciones con unos amigos. Pero lo que más compasión le produjo fue mi alegre certidumbre de que Hillary ganaría y, por tanto, mi sorpresa y consternación ante el resultado. (Creo que intercambiamos unos mensajes a la mañana siguiente de las elecciones, pero estaba tan conmocionada que no lo tengo claro). Sabía que nunca más vendría a Estados Unidos mientras Trump estuviera en el poder; a su lado George W. pareciera un gatito. Y, efectivamente, nunca volvió. En mi carta anterior, prometí contarte la historia de la reseña que escribió Elizabeth Tallent sobre Tu rostro mañana. Pues Elizabeth es una de mis mejores y más fieles escritoras en Threepenny: la publico desde su primer cuento en nuestras páginas, en 1980, cuando ella, yo y la revista éramos jóvenes. Es sobre todo narradora, pero también es una crítica magnífica. Como sabía de su afición por Javier Marías y que siempre había querido escribir algo sobre su narrativa y Javier tenía mucho interés en que se comentara su obra, le pregunté a Elizabeth si quería ocuparse de los tres gruesos volúmenes, y aceptó. El luminoso, inteligente resultado, «Carressing Repetitions» [Acariciando las repeticiones],
salió en nuestro número de invierno de 2012, y todo el mundo quedó satisfecho. Me preguntas si he tenido la tentación de releerlo ahora que ya no está, y la extraña respuesta es: no. He estado esperando la traducción de su último libro, Tomás Nevinson, que se publica estos días. Sin duda lo leeré en cuanto tenga un ejemplar en las manos, aunque será una lectura algo triste sabiendo que es el último. Javier era uno de los pocos escritores vivos cuyos libros esperaba como agua de mayo; también de los pocos cuya obra he leído completa. (Incluso volví a leer Dominios del lobo en español, ya que esa primera novela nunca se tradujo al inglés, al menos que yo sepa). Pero por alguna razón nunca se me ha ocurrido releer sus libros. Quizá sea porque aún están muy presentes. (Pero también lo están las novelas de Henry James, y releo las mejores cada cinco o diez años). Lo más probable es que relaciono su lectura con una sensación de suspense: era un gran estilista, sí, pero también sabía cómo construir una trama –y unos personajes– de forma que una quería saber cómo acababa todo. Ahora sé cómo acaba todo, así que ese impulso ha desaparecido. Quizás puede tener algo que ver con la manera en que escribía (o afirmaba que escribía en una entrevista tras otra): corrigiendo cada página hasta quedar satisfecho y pasar a la siguiente. Nunca miraba atrás, y supongo que yo tampoco jamás lo haré.
BARBARA EPLER Querida Wendy, me parece muy interesante que no sientas la tentación de releer a Javier. Como mencionas a Henry James, y acabo de releer Lo que Masie sabía, te digo que nunca se me había ocurrido antes, pero curiosamente uno me recuerda al otro. Marías y James comparten, aunque sea de maneras tan distintas, esa capacidad que Hitchcock afirmaba sobre el arte del cine: el poder de putting the audience through it.
Lo cierto es que fue especialmente difícil perder a un autor así de New Directions, para todo el equipo y para mí en particular, porque me encariñé mucho con Javier como persona (habría sido difícil no encariñarse con él: era tan único, divertido y encantador). Sin duda nunca hay un mejor momento para sufrir un plantón, pero fue especialmente doloroso después de editar esmeradamente los cientos y cientos de páginas de los tres robustos volúmenes de Tu rostro mañana. Al editarlo, a menudo me venía a la cabeza el comentario de Javier que, como su ídolo Laurence Sterne, progresaba a la vez que retrocedía. Y allí estaba yo mascullando, sí, sí, ¡pero progresemos, eh! Así que cuando fracasé en mis intentos de persuadirlo de que permaneciera en la editorial, de repente me encontré enfadada como una mujer en alguno de los romances fallidos de las novelas de Marías. Ay, ay. Y luego, para colmo, no tardé mucho en aburrirme de esta actitud malhumorada y pataleante mía, también muy en la línea de un personaje femenino de Marías, en beneficio del héroe: fue bastante cómico, pero al final pudimos limar nuestras asperezas. Y debo añadir que Javier intentó no ser mezquino: cuando se marchó para publicar nuevas novelas (y también se llevó Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí, sus bestsellers del fondo, es cierto) al menos no se llevó el fondo entero: seguimos publicando algunos libros suyos estupendos. Javier tenía un don extraordinario para hacer exactamente lo que quería y, de alguna manera, evitar ser un canalla... Fue un orgullo publicar todas esas obras y todavía sonrío al pensar en su asombro por la Poison Ivy League de Elvis... ¡Gracias por pasear conmigo por el camino de los recuerdos, Wendy!
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PACO ROBLES, EDITOR DEL QUIJOTE (1957-2023) por Eduardo Ruiz Sosa
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onocemos que el año de publicación de la primera parte del Quijote es 1605. Sin embargo, su edición e impresión data de diciembre de 1604. Quizá sea la primera de una larga lista de coincidencias en una trama que nos lleva de aquel Francisco de Robles, editor del libro de Cervantes, a nuestro Paco Robles, nuestro editor, con Olga Martínez, de lo que podríamos llamar, no un reino, sino una república editorial: Candaya. La coincidencia está en que el primer libro de Candaya, Contra la vida quieta, la poesía reunida del paraguayo Elvio Romero, salió de la imprenta en diciembre de 2003; sin embargo, durante mucho tiempo, la confusión sobre la fecha de origen de la editorial se volvió un curioso y recurrente equívoco. ¿En qué año nos mudamos a Les Gunyoles?, Cuando el Miqui tenía tantos años; ¿Cuándo llegamos a Arenys?, ¿En qué momento fue el primer viaje a Guatemala? A lo largo de muchas conversaciones, el origen de Candaya se situaba en el año 2004, cuando se sucedieron las primeras presentaciones, la salida al mundo de ese primer libro.
Me está costando mucho escribir este texto, hilar con claridad una serie de ideas que puedan hacer un justo homenaje a Paco Robles. Algo por dentro sigue temblando. El primer párrafo, frío seguramente, lleva escrito algunas semanas, incompleto, sin que me diga nada sobre lo que el Paco ha significado para mí, sin que pueda decir a nadie lo que Paco ha significado para tantos. Me costó casi un año escribir sobre mi madre después de su muerte. No será este mi texto sobre el Paco, quizás apenas un primer esbozo. Pero entonces pienso que a veces uno escribe cosas desde antes, desde un pasado lejano, que prefiguran el amor y la admiración, que no son predicciones sino deseos, o búsquedas que toman la forma de un relato que en un principio pensamos que tenía que ver con ciertos
Paco Robles, leyendo. Foto cedida por Candaya. 50
asuntos bien definidos pero que, luego, con el tiempo, se nos revelan. Todavía no lo conocía yo al Paco cuando perfilé los contornos vivos de un personaje que se llama Eliot Román, que vivió en Órabá hacia los años setenta, que fue miembro activo de los Enfermos (Enfermos de rebeldía, de revolución, Enfermos de libros) y que enterraba y desenterraba libros subversivos y los llevaba entre la ropa de aquí para allá diciendo algo así como «Vengo lleno de biblioteca». La literatura no inventa el futuro, nos lo descubre: así veía yo al Paco (y así veo a la Olga también, con sus bolsos rebosantes de ejemplares, con la cabeza habitada por los libros que han publicado, con la voz siempre dispuesta a hablar de sus libros, porque son de ella y son del Paco), así lo veo todavía: lleno de libros siempre, por dentro y por fuera, en cajas atiborradas en el coche cuando íbamos a alguna feria o a alguna ruta, en el garaje de Les Gunyoles, entre las manos, a su lado en la mesa de un bar en la arena de una playa; y lo veo al Paco diciendo algo así como «Vengo lleno de libros», o mejor: «Vengo lleno de Candaya». Algo por dentro de él era, en esencia, literatura. Lo recuerdo caminando de la mano de la Olga en el huerto de Calixto y Melibea en Salamanca, el año pasado: los recuerdo y me parece que aquello era como leer, como si leyeran caminando. El Paco era capaz de lanzarse a lo más hondo, a lo más escondido de un texto apenas germinal, durante horas y días, durante madrugadas enteras, hablando a través del teléfono o ahí mismo, delante de uno, al otro lado de la mesa, para desenterrar el libro que hay dentro del libro que uno construye a golpe de balbuceos, para arrancar párrafos y líneas como si fueran piedras y raíces y así escuchar el pulso, el pálpito de lo que uno quiere decir y no sabe todavía cómo. Creo que es importante decir esto: dos momentos fundamentales de la literatura de habla hispana del siglo XXI son responsabilidad de Paco y Olga, de una editorial pequeña que fundaron dos profesores de instituto y que fue creciendo con los años: el primero, la publicación de Nocilla dream en 2006, que abrió puertas para una generación de autores y que fue decisivo en un importante proceso de transformación literaria en España, que trajo una forma particular de pensar la literatura que hoy en día es parte incuestionable del panorama. Fueron ellos quienes tuvieron esa visión. Luego, diez años después, porque así son las coincidencias, porque a todo le buscamos sentido, el asidero que necesitamos para no ir más allá, más abajo; diez años después, decía, Candaya publicó Nefando, y el
«Me costó casi un año escribir sobre mi madre después de su muerte. No será este mi texto sobre el Paco, quizás apenas un primer esbozo. Pero entonces pienso que a veces uno escribe cosas desde antes, desde un pasado lejano, que prefiguran el amor y la admiración, que no son predicciones sino deseos, o búsquedas que toman la forma de un relato que en un principio pensamos que tenía que ver con ciertos asuntos bien definidos pero que, luego, con el tiempo, se nos revelan» ambiente, ahora a mayor escala, volvió a cambiar: no digo que ese libro o esta editorial sean responsables del intenso movimiento de autoras latinoamericanas que en los últimos tiempos nos han sacudido, pero es justo reconocer que la publicación de Nefando, primero, y de Mandíbula, después, el trabajo que ellos pusieron en visibilizar estos, y otros libros, fue decisivo para que hoy en día se sigan caminos que antes no eran tan transitados. Escribo lo anterior y no sé si de verdad es tan importante. Para Paco y Olga la edición es mucho más que eso. Nunca los he escuchado decir algo como lo escrito
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«Veo su fotografía, la que ilustra este texto, que acompañó a la Olga durante los 16 días de la feria del libro de Madrid este año: tiene en las manos un libro abierto al que una luz intensa, que entra por la ventana que está detrás de él, difumina el texto. Con dificultad, asomándose mucho, tanto que uno casi está ahí, con él, se ven apenas las sombras de algunas palabras, el último párrafo de la página. Me gustaría saber qué libro lee, a qué palabras se asomaba entonces»
en el párrafo anterior. Siempre ha sido hablar de libros y lectores, de libros y autores, de lo que se siente leer tal o cual cosa. Y han tenido el tino de provocar coincidencias, de modificar rumbos, de forjar vínculos entre los otros. La fórmula del mercado no era la del Paco (Esto es el mercado, decía a lo lejos, a través del cable del teléfono, la última vez que escuché su voz), ni es tampoco la fórmula de la Olga; lo suyo, su secreto, es otro. Les debo el lazo con tantos amigos a través de sus libros: Álex, Laureano, Aitor, Diego, Ernesto, Daniela,
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Fernanda, Agustín, Luis, Dani, Patricia, Juan, Miguel, Olivia, Tomás, Alejandro, Mónica, Gustavo, Sara, Mario, Cristina Falcón, Garriga Vela, Bruno, Carlos, Jorge. No escribo más nombres, no terminaría. No nombro a los otros, a los que nos acompañan y nos leen, porque sería entonces pasar una lista muy larga. Estoy sentado en el local de Candaya mientras termino de escribir esto, desde hace días, desde la noche anterior en casa, y miro las fotografías de los autores, sus rostros, y me parece que cada uno, desde donde está, echa un vistazo a algún lugar buscando al Paco. Como si estuviéramos perdidos. Otra coincidencia, otra curiosidad para no irme más lejos, para no perderme más, ahí donde señalan esos ojos que me rodean: se sabe también que aquel Francisco de Robles incitó a Cervantes a la escritura de la segunda parte del Quijote; algo así fue lo que sucedió cuando Paco y Olga recuperaron del silencio al poeta venezolano Pepe Barroeta, luego de más de diez años de no escribir. ¿A cuántos de nosotros nos han recuperado de ese silencio? Lo veo al Paco recorriendo la casa de mi abuela materna, en Culiacán, una casa que ya se iba quedando en un resto, en algo que se venía abajo, rescatando de aquel desastre retazos que guardó como fotografías; y luego lo veo, con Olga y Miguel Serrano, al pie de la cama de ella, mi abuela que a veces me reconocía y a veces no, escuchándola con atención, como si en ese escucharla pudiera salvar algo también. Fue el propio Paco el que me contó de la coincidencia del nombre con el editor del Quijote. Bromeábamos sobre eso, y sobre los antepasados, sobre ese palacete en el que vivió durante un año en la infancia, cuando recién llegada la familia a Barcelona, al Poblenou, desde Jerez de la Frontera, la abuela reclamó que se habían quedado muy solas en el pueblo y pidió que le mandaran a un niño. Le tocó a él. Así que volvió al campo y al poco tiempo se vio viviendo en aquel palacete en el que trabajaba su tía. Siempre recordábamos la anécdota del escupitajo: él quería salir a la calle a jugar con los otros niños, y la abuela escupía en el suelo caliente de Andalucía: Vuelve antes de que se seque, era la orden. Siempre que pienso en esa historia intento imaginar el gesto del Paco, la mirada, esa sonrisa con la mitad de la boca, una cierta tristeza, una ironía profunda. Hasta ahí, a un centenar de metros, rastreé yo los orígenes del apellido de mi madre: Ponce. Éramos vecinos, Paco, le decía yo, aunque el origen de la familia sea más lejano, de una imposible colindancia. Pero nos hacía reír esa especie de aristocracia absurda que nunca llegó a tocarnos.
Reír con el Paco es una de las cosas que más he echado de menos desde que no está aquí. ¿Qué es lo que tiene la risa que nos aproxima con tanta fuerza a los otros? Hago un esfuerzo por recordar las cosas sobre las que reíamos, los chistes repetidos que nos contábamos una y otra vez, las anécdotas de viajes y encuentros y lugares y gente. Veo su fotografía, la que ilustra este texto, que acompañó a la Olga durante los 16 días de la feria del libro de Madrid este año: tiene en las manos un libro abierto al que una luz intensa, que entra por la ventana que está detrás de él, difumina el texto. Con dificultad, asomándose mucho, tanto que uno casi está ahí, con él, se ven apenas las sombras de algunas palabras, el último párrafo de la página. Me gustaría saber qué libro lee, a qué palabras se asomaba entonces. No sé qué significado tendría para mí. No es una foto reciente. Sé cuál es el último libro que leyó el Paco. Pero de alguna manera ahora todo es un símbolo, todo es una revelación, todo tiene una hondura en la que encuentro indispensable adentrarme. Francisco de Robles, el editor de aquel Quijote, murió en 1623. 400 años después, nosotros hemos perdido a nuestro Paco Robles, el editor de nuestros Quijotes. Y es normal esta sensación de zozobra, de naufragio, de cientos de brújulas con el norte perdido, de voces que se siguen quebrando. Pienso en unos versos que Juarroz le dedicó a Antonio Porchia tras su muerte: «Hemos amado tantas cosas juntos/que es difícil amarlas separados». Es verdad que pienso en el Paco cuando pienso en esos versos. Pienso en otras personas, también, que residen en la distancia del morirse. Pero pienso también, y sobre todo, en Olga. Pienso en ti, Olga. Que en cada palabra dicha sobre el Paco, aquí o donde sea, también estás tú. Que los ojos de las fotografías en el local de Candaya, y los ojos del Paco en su retrato recién colocado, también te buscan a ti. A ti te buscamos para no perdernos más. Ser Pierre Menard y llegar al Quijote a través de las experiencias de Pierre Menard, escribió Borges en aquel cuento que todos conocemos y que, aquí, también, como las coincidencias de nuestro Paco con aquel otro Francisco de Robles, sirve para el título, sí, y para que este texto parezca algo más que una costura deshilachada de algunos recuerdos míos sobre el Paco, apenas un puñado, porque no da el tiempo, pero sobre todo porque no doy yo. Todavía no, y sin embargo, hoy, 21 de junio de 2023, a poco más de un mes de los primeros seis sin el Paco, vuelvo a creer, como me ha pasado en otras ocasiones, en la necesidad de nombrar a los que no están, repetir sus nombres siempre
que sea posible. Lo recuerdo al Paco en un viaje por Mallorca, con un descapotable sin capota; lo recuerdo atento, en Culiacán, escuchando leer a los escritores más jóvenes; lo recuerdo buscando siempre las terrazas de los bares; lo recuerdo la primera vez que hablé con él y con Olga, en Besalú; lo recuerdo grabándome mientras yo inflaba a pulmón un colchón hinchable en Madrid; lo recuerdo el último día que lo vi, en el Poblenou, su barrio de Barcelona. Lo recuerdo a Paco Robles. Lo recuerdo a Paco Robles. Lo recuerdo a Paco Robles.
«Lo recuerdo al Paco en un viaje por Mallorca, con un descapotable sin capota; lo recuerdo atento, en Culiacán, escuchando leer a los escritores más jóvenes; lo recuerdo buscando siempre las terrazas de los bares; lo recuerdo la primera vez que hablé con él y con Olga, en Besalú; lo recuerdo grabándome mientras yo inflaba a pulmón un colchón hinchable en Madrid; lo recuerdo el último día que lo vi, en el Poblenou, su barrio de Barcelona»
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EN BUSCA DEL FUEGO por Jacobo Iglesias
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n el principio fue el fuego. Y a su alrededor surgieron las historias y los cuentos. Vladimir Propp —que dedicó toda su vida a estudiar el origen y la estructura del cuento ruso— afirmó que el folclore es la matriz de la literatura. Walter Benjamin sostenía que la experiencia que se transmite de boca en boca es la fuente de la que han bebido todos los narradores. Según esto, Prometeo también nos regaló a Shakespeare y al Quijote. Y ese atrevimiento mereció un castigo a la altura de un obsequio singular que nos sacaría doblemente de las tinieblas: el fuego y la Literatura. Desde entonces, el lugar del fuego ha sido siempre el lugar de las historias: la cocina, el brasero, la lareira, el filandón. Allí donde hay rescoldos hubo cuentos. Y es en esos lugares donde se forma el oído de Luis Landero para la narración: alrededor del fuego. El de Luis Landero es un caso singular de nuestras letras: jamás ha escrito un libro de cuentos, y sin embargo es uno de los mejores cuentistas de este país. Sus libros de memorias —El balcón en invierno y El huerto de Emerson— así lo demuestran. Luis Landero nació en 1948 en Alburquerque, un pueblo extremeño donde el idioma se hace fronterizo. A los doce años emigró a Madrid cuando la España del interior comenzaba a vaciarse. La de Landero fue una de esas familias que durante los años 60 abandonaron la vida del pueblo y el trabajo en el campo para bregar sobre el asfalto de Madrid. Y pareciera que sus memorias se hayan vaciado también de todo artificio para ofrecernos el esqueleto de la narración, una prosa libre de mañas literarias, algo que fluye limpio, sin efectismos: un traje al que no se le ven las costuras. Las memorias de Landero parecen no estar atadas a más sumisiones literarias que a las del simple arte —o artesanía— de contar. Landero narra los episodios de su biografía con la fuerza de un autor anónimo. Y es en esa aparente sencillez donde está su complejidad. ***
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«Desde entonces, el lugar del fuego ha sido siempre el lugar de las historias: la cocina, el brasero, la lareira, el filandón. Allí donde hay rescoldos hubo cuentos. Y es en esos lugares donde se forma el oído de Luis Landero para la narración: alrededor del fuego»
Pero las memorias de Landero comenzaron, en realidad, muchos años atrás con el que ahora podríamos considerar el primer volumen de una trilogía: Entre líneas: el cuento o la vida. Un hermoso libro con dos voces narradoras que pasó más o menos desapercibido a principios de siglo, y en donde ya está el tono y la semilla de estos otros dos volúmenes. Al igual que ya ocurría en aquella primera entrega, Landero construye los relatos que conforman sus memorias a la manera oral. No quiere literaturizarlos demasiado sino preservar esa oralidad de la que nacen. Escritas como un ensartado de historias o una ristra de cuentos, Landero nos narra diversos episodios de su vida: sus primeros trabajos —o sus primeros amos—, sus primeras lecturas, su paso por la farándula como guitarrista flamenco, su infancia campesina o los personajes que poblaban el pueblo y el campo en una España y un mundo que ya no existe. ¿Qué otra cosa es una vida sino un ensartado de las historias, de los cuentos que nos han ido haciendo cambiar? En varios de esos capítulos asistimos a los primeros trabajos de un joven Landero. Esos episodios nos conectan con el Lazarillo hasta el punto de que en ocasiones Landero parece querer narrarnos cómo llegó a la cumbre de toda buena fortuna, que para él es haber podido dedicarse a escribir sus libros cada mañana. En uno de ellos, su padre lo saca repentinamente de la escuela para colocarlo de aprendiz en un taller mecánico. Al principio todo marcha bien, pero al cabo de unos meses, el amo, al igual que el ciego, descubre las tretas del mozo Landero, que miente, da rodeos innecesarios cuando tiene que salir a hacer recados o se detiene por el camino a jugar y fumar en las salas de
billares. Así las cosas, la calabazada no tarda en llegar, primero en forma de despido y después en la alargada sombra del cinturón paterno. Y de esta guisa el pícaro Landero pareció despertar, como Lázaro, de la simpleza en la que estaba dormido. En otro de estos episodios o tratados sobre sus primeros amos, Landero comienza a trabajar de chico para todo en unas famosas mantequerías del barrio de Salamanca; y como quiera que su familia no creía la variedad de manjares que allí se elaboraban —hojaldres, canapés, pasteles, conservas exóticas— Landero comenzó a sustraer algunas piezas para que su madre y su hermana pudieran verlo y saborearlo, hasta que el amo de aquel ultramarinos de nuevo descubrió todo el entuerto. *** La figura del padre atraviesa El balcón en invierno de lado a lado. Landero logra que esa figura —oscura y autoritaria— sobrevuele todo el volumen tal y como esta sobrevolaba la casa aunque no estuviera en ella. De esa tensión nacen algunas de las mejores páginas del libro. Landero logra acercarse a ese universal que es la siempre compleja relación entre padre e hijo, el intercambio de roles que se sucede, y como solo el paso del tiempo puede hacer comprender a este las acciones que nunca entendió de aquel. La congoja del autor por no haber entendido —o no haber tenido la oportunidad de entender— eso a tiempo es uno de los puntos fuertes de El balcón en invierno y ese spleen atraviesa todo el libro.
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Podríamos decir que El huerto de Emerson es una continuación de El balcón en invierno. Algunos capítulos tienen un tono más ensayístico, que no logra perder la oralidad. En este segundo volumen Landero nos vuelve a hablar de alguno de sus antiguos amos, de su universo familiar, del pueblo y del mundo campesino, pero también nos regala algunos consejos de escritura, nos recuerda sus preferencias como lector o incluso nos deja un testamento de estilo en forma de plegaria. Se le ha reprochado a ambos volúmenes la ausencia de una estructura, pero tal vez sea esa forma —esa no estructura— la que más le convenga al libro, que se desarrolla tal y como lo haría una reunión frente al brasero, en la que el autor se dispone a contar algunas historias que brotan del manantial de su memoria sin un orden preestablecido. Otro de los highlights de estas memorias es su vocabulario. A lo largo de los textos nos encontramos con
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viejos sustantivos —trocha, albarda, pedernal, pelliza, dril, azuela, recovero, chiscón, escudilla, farcia— o antiguos verbos ya consumidos por la llegada de la técnica —aventar, amollecer, aguachinar, hatear, chiscar, tizonear, aguzar, desbravar, chiflar, uncir, enjaezar—. Lejos de ser un mero alarde, con ello el autor pretende varias cosas. En primer lugar, devolvernos al tiempo y al espacio de la narración para traernos el alma de un hombre y un idioma en una época y un lugar: el miajón del castellano. En segundo lugar, Landero emplea un modo de narrar en desuso y un vocabulario en desuso para narrar algo que ya no existe. Hay palabras en desuso igual que hay vidas y modos de vida en desuso. *** Walter Benjamin —en su ensayo El narrador— nos recordaba que si bien el arte de narrar ha sido siempre
una facultad inherente al ser humano, este estaba tocando a su fin debido al empobrecimiento de la experiencia que había derivado del «monstruoso despliegue de la técnica». Al decaer la experiencia decayó también la narración oral y nuestra facultad de intercambiar historias. Por tanto, Benjamin diferenciaba entre narración —mundo artesanal— y novela —mundo de la técnica—. Por lo demás, la narración de historias siempre ha dependido del auditorio al que se dirige, mientras que la novela se concibió para ser libro y consumirse individualmente. La llegada de la técnica rompió, pues, con la tradición oral. Para Benjamin toda narración verdaderamente genuina ha de estar «rodeada de un halo de arcaísmo como si se tratara de una historia que se ha venido contando desde siempre y para siempre». Y a este tipo de escritores es lo que él llamaría «el gran narrador». La novela —prosigue Benjamin— «se diferencia de todas las demás formas de literatura en prosa porque no proviene de la tradición oral ni se integra en ella. Pero sobre todo se diferencia frente al narrar. El narrador toma lo que narra de la experiencia, la suya propia o la referida. Y la convierte a su vez en experiencia de aquellos que escuchan su historia». Bejamin advertía que con la llegada de la técnica se había perdido el «don de estar a la escucha», y que había desaparecido la comunidad de los que tienen «el oído alerta». Y concluía que «narrar historias siempre ha sido el arte de volver a narrarlas, y este arte se pierde si las historias ya no se retienen… Así se deshace hoy el don de narrar, algo que se constituyó hace milenios, en el círculo de las formas más antiguas de artesanía».
«Walter Benjamin —en su ensayo El narrador— nos recordaba que si bien el arte de narrar ha sido siempre una facultad inherente al ser humano, este estaba tocando a su fin debido al empobrecimiento de la experiencia que había derivado del “monstruoso despliegue de la técnica”»
A ese antiguo círculo de artesanos pertenece Luis Landero: tal vez uno de nuestros últimos narradores en el sentido que empleaba Benjamin. De esos que todavía tienen «el oído alerta» y dominan «la artesanía de narrar». La autobiografía de Landero nos deja, pues, una prosa y unas historias que parten —y nos hacen partir— en busca del fuego del que nacen. O lo que es igual: en busca de sí misma y de nosotros mismos.
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AEROLITOS ( * Selección realizada por la editorial Firmamento a partir de la edición de Aerolitos completos) por Carlos Edmundo de Ory
Sin previo silencio las palabras no suenan. Mi patria es el aire que respiro. Se dice que la noche de sus bodas las muchachas de Japón queman sus juguetes. En el mar no hay libros. Todos los niños sueñan con subirse a un caballo. Lo que no vemos: el viento, el silencio, el pensamiento. El pianista polaco Wladyslaw Szpilman muere a los 88 años, como teclas tiene el piano. A los cinco sentidos, añadir más, más, más. Tristeza, suelta el trapo de la risa. La risa es la campanada del cuerpo. Dos cosas serias de la vida: el amor, la risa. La risa es el sexo del alma. Venari lavari ludere ridere hoc est vivere (Grecia, Roma). Non ridere… (Spinoza). Desconfío de los hombres que no ríen. Alguien ha muerto riendo a carcajadas. Renuncia a todo menos a tu risa. Sólo lo extraño me es familiar. La utopía es la dignidad de la acción condenada. Tenemos que leernos poemas por teléfono.
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Carlos Edmundo de Ory en Pont Alexandre III, París, en 1962. Foto de Lütfi Ozkök
¡Escritores, escoged!: el estilo o la Revolución. A mí me gustan los que titubean, no aquellos que hablan con desparpajo. Los camiones en la noche llenos de personalidad. No seas esclavo del lenguaje, ni de los dioses, ni de los hombres. Pasaremos como aves dormidas. Los pájaros son pensamientos perfectos. Sé poeta un instante y hombre todos los días. La imaginación, esa esponja del infinito. El cosmos no oye la campana de la iglesia llamando a oraciones. En cambio, oye el zumbido de un mosquito y el roer de un ratón. Para mí, todo es paisaje y nostalgia de paisaje. Una mano de bofetadas a quien da consejos que nadie le ha pedido. Lujo fúnebre: una tumba al sol. En el silencio de mi bibliocama. Visito al viento en traje de etiqueta. Las palabras marchan hacia el silencio.
la fiesta magnífica de la luna nuestra tierra es un planeta muerto.
Soy ateo y religioso. Y más ateo que religioso. Y más religioso que ateo.
El ocio es vital. El silencio es acto. Recomiendo ocio y silencio.
Nunca he conocido otra alegría que la alegría del delirio.
Las flores no conocen la desesperación.
Se habla como se pisa el suelo; las palabras, como las suelas de los zapatos, se gastan; se habla mucho como se anda mucho: no se llega a ningún sitio. Los pies desnudos, quietos, sobre la arena, equivalen a la boca cerrada, muda, sobre el silencio.
Cuando el cartero me trae una carta yo quiero al cartero por su generosidad anónima más que a la persona que me escribe.
Está leyendo, pero no está pensando en lo que lee. Está pensando en lo que leyó.
Me preguntaron: «¿Qué nos enseña tu obra?». Respondí: «Nada. Yo sólo os dejaré atmósfera, como los pesebres de vacas y las bodegas». Interrumpo un poema para cagar.
«Aquel que sabe no habla», dice Lao-Tsé. Como yo no sé, hablo. Pensar en los genios de la humanidad no a través de su celebridad, sino a través de su anonimato. Bajo
Últimas palabras que pronunció Locke: «Basta». Últimas palabras de Rabelais: «Bajad el telón. Se acabó la comedia». Últimas palabras de Lord Byron: «¡Ahora, a descansar!».
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BIBLIOTECA
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BI BLIO TECA
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Literatura infantil Alejandro Zambra
Literatura infantil Anagrama 232 páginas
Converso con un amigo escritor sobre la paternidad. En los últimos días, algunos compañeros de generación, padres recientes, me habían hablado de su nuevo estatus con ligera ansiedad, advirtiéndome de los peligros y renuncias que conlleva. «Piénsatelo bien», me deslizó uno de ellos. Mi amigo escritor, que roza los setenta, lo ve de otro modo: «Entiendes mejor todo, y te entiendes mejor, cuando tienes hijos». Doy vueltas al asunto a menudo desde hace unos meses. En paralelo a mis cábalas, la industria editorial española lleva algunos años explotando la fórmula de los libros sobre los progenitores del autor o autora, y este 2023 insinúa una corriente alternativa, la del libro sobre (o en torno) al hijo, que está un poco menos visto. En cualquier caso, ¿por qué ha crecido el interés por estos temas? Cuando empecé a preguntármelo, apostaba por alguna respuesta intrincada que relacionara la institución familiar con las crisis de las distintas instituciones sociales y políticas, o con la conflictividad del encuentro entre conciencia individual y entorno, o… Y no digo que sean hipótesis descabella-
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das. Sin embargo, cada vez tiendo más a creer que volvemos la vista hacia estos vínculos complicadísimos como respuesta al colapso de ciertas palabras nobles a manos del cinismo ambiental. En este contexto, la deriva de Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) en sus dos últimos libros resulta de lo más valiosa. No es que Zambra hubiera sido nunca un autor cínico o carente de registros emotivos, ni mucho menos; ahora bien, su particular atención a las posibilidades estructurales de los textos y una simpática bribonería en el tono que lo caracterizaba no nos habían preparado para Poeta chileno, una novela formalmente moderada cuyo mayor atractivo reside en el emocionante retrato de los vínculos afectivos, sin rastro de parapetos irónicos (otra cosa es la ironía aplicada al mundo literario). Ahora, Literatura infantil amaga con un regreso a las arquitecturas heterodoxas (¿Es ensayo o narrativa? ¿Todavía puede afirmarse de una obra que es «fragmentaria», o ya da demasiada pereza…?), una cuestión técnica que no aspira a esconder la verdadera naturaleza del conjunto, emotiva y amorosa,
tierna, incluso vulnerable. Con este díptico, Zambra ha optado por explorar un camino riesgoso para cualquier autor de esos a los que catalogamos de «literarios»: el del despojamiento. Lo valioso es que se trata de un desafío consciente. Literatura infantil aglutina distintas piezas que van desde un diario de crianza hasta relatos de extensión media, pasando por páginas (probablemente) memorialistas o algunos poemas. Su unidad y coherencia en tanto que «libro» quedan garantizadas gracias a los temas, el tono y el estilo, aunque quizás los viejos lectores de Zambra sospecharemos que la supuesta condición «inclasificable» de esta mezcolanza no tiene la misma carga intencional de obras como Facsímil, que era una verdadera filigrana nacida para subvertir la lógica de unos moldes textuales espantosos (los que generan las instituciones). Aquí, por el contrario, la flexibilidad con que el autor concibe el conjunto parece responder más bien al puro instinto y al descaro lúdico, sin mayor misterio. Y está bien así, puesto que lo más significativo del libro se
asienta en otros aspectos (en caso de querer sobreinterpretar la estructura escogida, yo optaría por fantasear con que la dispersión representa la rutina de un padre obligado a arrancar minutos de escritura a las demandas del niño; aunque lo dudo). Yo no sé si, como dice mi amigo, la paternidad contribuye a entender(te) mejor; sin duda, a Zambra lo invita a meditar con especial esmero acerca de la memoria y el tiempo, que son los caladeros de la identidad. Literatura infantil arranca con unos apuntes de dietario repartidos durante el primer año de vida del hijo. Son muy bellos, también muy humildes. Su voz suena deslumbrada por un milagro. El principio reza («rezar» no es palabra vana) así: «Contigo en brazos, por primera vez aíslo, en la pared, la sombra que formamos juntos. Tienes veinte minutos de vida». Una síntesis del tema central, perfecta en su sencillez: el acontecimiento recluye al narrador en el interior de su nueva realidad, lo diluye en la existencia del hijo, lo proyecta en modo fantasmagórico, exacerba su noción del tiempo… Y, sin embargo, también multiplica su pulsión de vida, animando cada detalle de cada segundo. Pronto, el libro comienza a subvertir las expectativas que él mismo ha generado. El dietario queda suspendido en el día 365 para dar paso a otras latitudes que irán contrastando y dialogando simultáneamente entre sí. Literatura infantil ya no enfoca sólo al padre Zambra y a su hijo, sino que acoge un relato en registro menor acerca de la amistad infantil, numerosas reflexiones sobre la pasión futbolística como alivio sentimental de la masculinidad latinoamericana, los amigos con o sin críos, lo cotidiano en el hogar… Y, por supuesto, tarde o temprano entra en escena el padre del autor, multiplicando el juego de espejos, la perspectiva de fuga de los dilemas, su carga de responsabilidad y deuda. Si las páginas dedicadas al hijo son hermosas, hay fragmentos consagrados al padre especialmente conmovedores, sobre
todo porque precisan de muy escasos recursos para sonar a verdad y lograr que reconozcamos la mezcla de agradecimiento y desconcierto que experimenta Zambra ante la figura de un hombre que fue Dios y luego, un hombre. Y ya que la casualidad me ha regalado estos días un pasadizo que conecta a dos grandes autores, seguro que el lector agradecerá que cruce ahora dos citas. Una es de Juan Villoro en La figura del mundo (novedad de 2023): «Escribir se convirtió [desde joven] en una permanente carta al padre». La otra es de Literatura infantil: «Últimamente siento que escribo para él, que soy el corresponsal de mi hijo, que escribo despachos para mi hijo, en vivo y en directo desde un tiempo que olvidará, desde los años borrados». En el cruce de ambas se asienta buena parte de los rasgos que definen el libro que nos ocupa. Con todo, Zambra sigue siendo un escritor eminentemente preocupado por la misma escritura entendida como arte y oficio, por sus límites y raíces, sus vericuetos y motivaciones. Estas inquietudes, digamos, más ¿sofisticadas? asoman con frecuencia en las páginas que nos ocupan, si bien contagiadas del giro luminoso y feliz que atraviesa el volumen. En uno de los relatos, el lenguaje escatológico, las palabrotas, acechan como territorio prohibido al niño y también como último reducto de la verdad pronunciable, un lugar en el que tejer complicidades entre él y los adultos, un rito de paso. Dispersas aquí y allá, abundan las reflexiones sobre estrategia narrativa, lectura, géneros… Pero lo más hermoso de la mirada que el autor ensaya en torno a la paternidad, lo más esperanzador, emerge cuando tanto él como nosotros aprendemos a verla como una nueva oportunidad creativa. Ser padre, descubre Zambra, consiste en renovar la potencia de tu imaginación, compartir nuevos lenguajes y códigos, narrar sin descanso… E incluso aprender francés a toda prisa, por mencionar otro pasaje emocionante del libro. A fin de cuentas,
viene a decirnos, ¿no es infantil toda literatura? ¿No es un asomarse libre a un mundo que deseamos nuevo de la mano de nuestros protectores? Por lo demás, la indudable amabilidad de Poeta chileno y Literatura infantil, ese despojamiento más allá de la mueca inteligente/autoconsciente, está lejos de constituir un movimiento cómodo en la trayectoria de Zambra. En las entrevistas que concedió a su paso por España, el autor insistió en el descrédito injusto que lo sentimental padece en el ámbito de la literatura «seria». Tiene razón, aunque quepa matizar que ese prejuicio nació de causas justificadas: a menudo, lo sentimental ha sido la tumba de la honestidad narrativa. Pese a ello, si el desafío que Zambra se impone actualmente es el de encontrar la fórmula que recupere la legitimidad artística/intelectual de la ternura o del amor experimentado sin sospechas, yo estoy dentrísimo, partiendo del convencimiento de que la causa es pertinente y transformadora. Otra cosa es que el camino no esté exento de peligros. Al hacerlo tan bonito, tan consolador y cálido, Zambra se expone a ser malinterpretado como mainstream, conservador o ecuménico (y a lo peor, también se expone a caer de verdad en tales casillas). Es decir, asume un reto. Un reto sin desperdicio que será fascinante de observar para un crítico como el que escribe estas líneas. De momento, no hay que temer: Literatura infantil exhibe una prosa limpia, suave, casi diría «clásica», al servicio de ideas y situaciones pequeñas, minucias de amor privado, universal y, a su manera, política y estéticamente transformador. Aunque lo acechen sombras como la violencia latinoamericana o la certeza de la muerte, al libro lo dominan el sol y el optimismo, también una lenta aceptación de lo finito. Es amable y próximo, y es, de nuevo, puro Zambra.
por Nadal Suau
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Derroche María Sonia Cristoff
Derroche Editorial Random House 256 páginas
Para empezar, una confesión: con frecuencia sueño que prendo hogueras en mi centro de trabajo y elucubro estrategias de rebeldía contra el tedio cotidiano de mi ocupación tan digna y tan bien remunerada; imagino esas cosas porque muchas veces, no siempre, me siento atrapada y banalizada, porque no es extraño que piense que vendo mi tiempo y mi alegría a cambio de un sueldo decente. En Derroche mis inocuas ensoñaciones se hacen carne en los protagonistas; a través de una prosa cruda y demoledora, ácida y resplandeciente que todo lo rasga y lo ilumina, la escritora argentina María Sonia Cristoff (Trelew, 1965) acude en nuestra ayuda para dar salida a la frustración laboral, a la adultez sumisa y adocenada, a las vidas consagradas a llegar a fin de mes o a labrarse una carrera. La tesis (terrible por certera) de esta novela es que no solo los trabajos mal pagados o precarios esclavizan y embrutecen, sino que también los trabajos disfrazados de nobles, serios y respetables son abusivos y extraen de nuestros cuerpos el deseo de estar vivos. En nombre del éxito y del recono-
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cimiento nos dejamos explotar, aceptamos horarios absurdos y extenuantes, nos dejamos abusar por entidades y grupos empresariales que han convertido el trabajo en un averno insufrible: un estilo de vida fundado en la obediencia y la dedicación completa, una estafa, una artimaña para producir tristeza y robarnos la curiosidad y el hambre, las ganas de gritar y de inventar nuevos ritos y nuevos lazos comunes capaces de devolvernos los deseos de amar y de perder el tiempo en amistades y en juegos totalmente improductivos. Por ejemplo, ahí está Lucrecia en su camino hacia el éxito profesional, mírenla en el departamento de comunicación de una universidad de Buenos Aires. Editora. Encadenada a la mesa de su despacho. Horas interminables de trabajo de escritorio. Cumplidora. Agotada. Agobiada. Ella misma convertida en su propia bestia de carga. El mal de Lucre es también el nuestro, eso que la sociedad ha dado en llamar «el malestar contemporáneo», eso que, en palabras de Cristoff, es «un conglomerado de humillaciones que el eufemismo de época llama cansancio». Así se las gasta la escritora ar-
gentina, así escribe: con un cuchillo en la boca y líquido inflamable entre las manos. Tras ganar el Ricardo Rojas de novela en 2021 (cuyo premio consiste en un sueldo vitalicio), la autora se animó a redactar su carta de dimisión para la universidad donde impartía clases de escritura. De igual modo Lucrecia, trasunto sin duda de Cristoff, redacta su renuncia laboral tras recibir la herencia de su tía abuela Vita; en su misiva leemos: «Denuncio confabulación para convertir trabajos en infiernos insostenibles», escribe, y también: «Denuncio confabulación para convertir vidas en dedicaciones a tiempo completo. Denuncio extractivismo vital. Denuncio cosificación, estandarización, estupidización, banalización». Derroche es exactamente lo que parece: una alucinación libertaria, una utopía anarquista corrosiva y embarrada que mitiga el sufrimiento de las almas y los cuerpos consagrados al trabajo, esa máquina asesina a la que nos entregamos a cambio de un dinero que permita sustentarnos. María Sonia Cristoff, que nada tiene de ingenua ni de optimista, sabe que el sueño de una renuncia
laboral masiva y universal no va a producirse nunca: esa rebeldía exige un colchón económico que muchos ni siquiera podemos imaginar. Por eso, para hacer más liviana la paradoja insalvable de dinero y libertad, inventa para nosotros esta fábula alegato contra el mito del trabajo y en favor de la vida como despilfarro; esa es su utopía: cuerpos, como los nuestros, que están exhaustos y dicen basta. La novela, escrita desde la furia y la ironía, es molesta y escuece como un sarpullido. Sin embargo, pese a la mala baba, la autora también convoca la ternura y el amor, la compasión y los lazos comunitarios porque Derroche es una sátira incómoda y perversa sobre el mundo laboral, sí, pero es, sobre todo, una defensa encendida de las vidas que se alzan en rabia y en desconsuelo, que desisten y que huyen hacia otros modos de vida; una dimisión pequeña «que no por ínfima será inocua, que no por acotada será solitaria, que no por extraña será improbable» y que Cristoff se encarga de hacer visible. Ahí está Vita, mírenla, es la tía lejana y casi imposible con la que todos soñamos. La vieja soltera que vive perdida en un pueblo de La Pampa, la mujer generosa que al morir le deja a Lucre una fortuna porque quiere liberarla de la servidumbre del trabajo asalariado. Hija de anarquistas militantes, Vita, desde muy chica comprende que no quiere convertirse en una proletaria quejosa ni ofrecer su vida a ninguna causa, como hicieron sus padres. Ellos, que apostaron sus vidas íntegras por la lucha de ideales e hicieron del trabajo fuerza motora del cambio, son cada vez más pobres y miserables; cada vez más solos y perseguidos, fracasan en el intento de ofrecerle a su hija un mundo mejor. Los padres de Vita, editores de una publicación libertaria, pasan de la euforia al desencuentro con otras corrientes anarquistas, hasta que el conflicto intelectual da paso al enfrentamiento armado, bombas, traiciones y atentados adentro del movimiento. Y un día su padre no vuelve ya más a casa.
Todo eso vive Vita; entonces, no es extraño que reniegue de las vidas sacrificadas y ejemplares. Lo que ella quiere es dinero, el dinero suficiente para conservar las ganas de mantenerse con vida. «Hedonismo constitutivo contra el orden establecido», sentenciaron sus padres, una vitalidad que casi pierde en sus años de trabajo en una correduría. Entonces, a punto de enfermar de artrosis por rabia, de entumecimiento por rabia, Vita se planta: «basta de cucarachaje» anota en sus diarios. Y así es como inicia su particular venganza. Contra el asco y la pobreza, contra el insomnio y los jefes babosos, el negocio de la extorsión. Prácticas ilegales de chantaje emocional que le permiten ver dentro de las almas humanas, que rasgan el velo de las vidas admirables y descubre bajo ellas un inmenso desconsuelo, una enorme flaqueza. De esas actividades turbias contra ricos poderosos procede el dinero de Lucre. Una herencia que tendrá que desenterrar con un pico y una pala siguiendo las instrucciones que Vita ha dejado encriptadas en su ordenador. En su vuelta a La Pampa, la sobrina aletargada poco a poco se despierta, se quita la mansedumbre, aprende a caminar, a gozar del cielo abierto, a asumir imprevistos, a retozar en el barro, a tumbarse sobre el pasto, a salirse de las normas del orden de lo correcto, a divertirse, a extraviarse. Y lo hace, sobre todo, de la mano de «Más Chancho Serás Vos», un grupo de rock pampeano anarquista y multiespecie, y de Bardo, un jabalí gordo y feliz que le enseña las delicias de la mugre y de los bosques, del sonido y del fulgor de un árbol en la noche. En las cartas y diarios que su tía le dejó, Lucrecia descubre el poder del amor como vínculo secreto y operación de riesgo, más allá de los yugos tradicionales: la familia, el marido, correveidiles y chismes, el moralismo pacato de la clase burguesa. El amor en la novela es un lazo invisible que nos liga a los otros, un rito comunitario que restituye alaridos libertarios y ancestrales, la ternura que no puede
banalizarse en un like, las caricias imposibles de ser espectacularizadas. Derroche es una enmienda a la totalidad contra el imperio del dinero y del trabajo, una utopía salvífica y llena de mala baba, una novela cuyo eje y sustento es una furia feliz que invita al vagabundeo, que alerta contra el peligro de ser mercantilizados, que defiende sin vergüenza la pereza y el ocio, ese tiempo improductivo, ese jardín de delicias sin dioses jefes ni amos. Así deberían ser nuestras vidas porque lo otro es la muerte, un magma de humillación, injusticia y sometimiento. Mujeres, soldados, profesionales del emprendimiento o del crecimiento personal: nadie se sustrae de la explotación, nadie se salva del hurto del mundo como encantamiento. No en vano, en la novela, un minero decide morir sepultado entre escombros: «pongamos entonces que quiero morir enterrado vivo. Y acá no hay épica, sino réplica». Eso es Derroche: una respuesta bruta contra todos los abusos que aboga por celebrar la vida y despilfarrarla. Como caminadora compulsiva que es, Cristoff nos propone salir de nuestras tumbas doradas, deambular a la deriva, tomar desvíos, no ir nunca a ningún sitio, divertirse porque sí. Así es como se debilita al enemigo: con vitalidad salvaje. Así es como está construida esta novela, a través de un tránsito constante de géneros literarios y de personajes. Diario, crónica, canción pop o alegato; monólogo interior, narración omnisciente, mail o mensaje de voz. Todo rezuma esa increíble alegría de quien se entrega al camino. No seremos místicos ni bufones, tampoco chanchos salvajes, no presentaremos nuestra acta de dimisión ante nuestros superiores, pero leemos Derroche con una dicha esencial arrancada del adentro de esa mina devastada que son nuestros cuerpos y nuestras almas.
por Begoña Méndez
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Metaturismo o la búsqueda del lugar propio Aitor Romero Ortega
El arte de escribir de pie Candaya 155 páginas
El título del libro, El arte de escribir de pie, puede dar lugar a equívocos. Como si en esas bien aprovechadas 155 páginas se encontrara un recorrido sobre distintas técnicas de escritura, a saber, la que practicaba el Hemingway que escribía de pie en su Finca Vigía de La Habana, para canalizar así su energía al escribir y no irse por las ramas. Formas de mitigar el exceso de fuerza, como la que practicaba Dorothy Parker al trasegar una botella de ginebra antes de sentarse a escribir. Buscaba la calma, no la confusión. El título de Aitor Romero Ortega (Barcelona, 1985) hace alusión a esa escritura propia del flâneur moderno, aquel que va redactando con los ojos (la vista es un órgano de la escritura, dice Juan José Millás) mientras merodea por tal o cual lugar. Contribuye así al buen momento editorial que vive el tema de la errancia más o menos poética y escrutadora del paisaje urbano, del que cabría destacar el reciente Caminantes (Gatopardo), de Edgardo Scott. Un texto, en cualquier caso, que atesora en tan pocas páginas un buen
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puñado de virtudes y algún que otro hallazgo y que completa el anterior título del autor en Candaya, Fantasmas de la ciudad (2018), en el que se recrea en clave de ficción la relación de lugares de memoria como Turín o Bosnia o sus puentes. Lugares bañados de aura benjaminiana que configuran esa «Europa personal» que Romero Ortega trata de reconstruir por amor al arte, es decir, por tratar de entender esos lugares siempre misteriosos, pero también por amor propio, es decir, para reconstruirse a sí mismo o tratar de juntar las distintas piezas que conforman su identidad. Todo ello a través de un modus operandi que se apoya en la observación, en la curiosidad, en la apertura al otro que sugeriría Kapuściński, y en la posibilidad de tumbar las certezas propias para cambiarlas por otras mejores. Pero no en un ejercicio de veletismo o de relativismo gaseoso, sino en una praxis de humildad intelectual que es la actitud que le enseñó al autor su propia madre, fallecida durante la redacción de estos capítulos viajeros y latente motor de los mismos.
Jugar con los géneros Si bien los ectoplasmas urbanos del libro anterior se ubicaban en el terreno de la ficción, con el empleo de alter egos para hablar del yo (ese Unai Guerrero que se aloja en el hotel Torino de Roma mientras piensa en el Pavese suicida que se aloja en el hotel Roma de Turín), en este caso hablaríamos de no ficción. Claro que en Fantasmas de la ciudad se habla con tal rigor de cronista que el empleo de la ficción podía dejar un leve regusto a artificio, algo que en El arte de escribir de pie queda subsanado en pos de un bien incontestable: una narrativa en la que uno se adentra sin pensar en los géneros para disfrutar, sin más, de una lectura estimulante. Porque Aitor Romero Ortega logra eso de hacer fácil lo difícil y uno se deja llevar por las distintas invitaciones al viaje (Roma, Barcelona, Tánger, Benidorm, Irlanda del Norte, Madrid, Lisboa, etc.) sin saber bien a qué carta literaria atenerse. Pero en las antípodas del popurrí de géneros, del refrito de voces, como si el tema estuviera antes que el género y el autor se hiciera a un lado para dejar,
en cada caso, que la fuerza narrativa hiciera su trabajo. Hay autores de brújula y autores de mapa, pero también autores que dejan la última palabra al texto y obedecen con buen tino. Así, la sensación es lúdica, placentera, impredecible, en un jugar con los géneros narrativos que nos recuerda a la libertad expresiva de un autor, Álex Chico, que comparte con Romero lugar de nacimiento, editorial y generación. Y el gusto por hibridar los géneros, no en vano Chico se muestra fuerte en lo que denomina ensayo-ficción, puesta en práctica en la trilogía que comenzó con Un final para Benjamin Walter y que comparte mirada, tono, intereses, con la de Romero. Prueba de ese amor por el juego lo encontramos en el inicio de Fantasmas… y ese prólogo «inventado» donde ya se habla de la ciudad como «artefacto narrativo de primer orden», algo que en el siguiente libro se certifica con una cita de Eduardo Ruiz Sosa: «La ciudad es una ficción del deseo y la memoria. Solo existe la experiencia». Asumida la imposibilidad de acotar y definir la ciudad, ni siquiera desde ese mirador 360º que los locales llaman Collserola (o los búnkeres del Carmelo, lugar cada vez más frecuentado para disfrutar de esa vista totalizante), queda la literatura para inventarla. En este caso, en las recientes páginas andarinas, Romero Ortega se sirve de la crónica al uso de lugares, con la mirada atenta al detalle como le cuadra a un paseante que puede ser solitario o no, ya que son muchos los capítulos en los que aparece R., su pareja, aportando ese toque de literatura de diarios que nos hace pensar en un Salón de pasos perdidos en una mínima expresión. Está la mirada ensayística, la pincelada histórica, didáctica, el comentario musical (destaca el tratamiento del “himno” irlandés Danny Boy), pero también la pulsión autobiográfica, como en la entrada sobre Barcelona (en mi opinión, una de las mejores del libro, junto con la de Benidorm), que transita también hacia la memoria de duelo por la madre, falleci-
da en Barcelona mientras la ciudad ardía con las revueltas del procés. Se abre el texto entonces a una intimidad no por inesperada mal acogida. Al revés, son gotas confesionales que rompen con la mirada a menudo volcada hacia afuera del cronista y nos cuelan en la particular luz intensa que antecede a la muerte. Un registro íntimo en el que se repasa la vinculación del protagonista con su ciudad natal, y lo privado y lo público avanzan de la mano en esta fase narrativa que se caracteriza por la sensación de extrañeza; de hecho, así se titula ese texto dedicado a su ciudad natal: «Extranjero en el Eixample». Extranjería de un catalán de padre gallego y madre de orígenes vascos algo dispersos, pero también una extranjería de cuna, la de quien se crio en un barrio burgués (Sarrià), pero sabiéndose clase-media y por tanto alguien ajeno al pegamento social de los ocho apellidos catalanes más burgueses. Y extranjería ante unos sucesos, los del procés desbocado de octubre de 2019 por su «aire viciado de nihilismo y desesperación». Una sensación de no pertenencia de la que quizá brotara el germen del escritor que busca, a través del viaje y la literatura, esa habitación propia, ese centro de gravedad permanente battiatiano. Él mismo lo afirma en el capítulo de sus problemas con el Eixample: «La literatura es la búsqueda de un lugar propio». El metaturismo o la distancia adecuada De ahí que se viaje para hacer patria íntima, para atesorar una experiencia, un bagaje, para encontrar lo inesperado, para abrazar la clave que te saque de tu propio dogmatismo. Y para añadir cierto riesgo a nuestro insatisfactorio bienestar, razón por la cual también leemos con parecido afán de aventura. Y ahí residiría la clásica dicotomía entre viajero y turista que Aitor Romero Ortega trata con las debidas reservas y evitando la tentación de la superioridad estética. Así se puede entender la última de las entregas, la dedicada a Benidorm, ciu-
dad cada vez más presente en literaturas varias (novelas de Esther García Llovet, entradas diarísticas de Iñaki Uriarte…), y que debería figurar en una futura antología de textos sobre la ciudad. A menudo denostada por la contundencia de sus edificaciones, la Benidorm que describe Ortega es más amable, atravesado él quizá por una suerte de síndrome de Estocolmo o de seducción antiesnob que le llevaría a halagarla a contracorriente de la doxa mayoritaria, que diría Barthes. Benidorm como un espacio en verdad igualitario, desclasado, antielitista, donde sacar a pasear nuestra versión más libre en una «rueda infinita del placer y la felicidad provisoria». Un lugar en el que todos parecen encontrar su papel. No sólo los residentes, sino también los jubilados de paso o los borrachos británicos que copan los karaokes y los toros mecánicos. También lo hace el propio autor, que viaja, en soledad esta vez, para disfrazarse de «metaturista», es decir, como alguien que se complace en la observación de la felicidad ajena, «con un punto de asombro y de incredulidad». Como el espectador de espectadores del Equipo Crónica, Romero Ortega deviene espectador de turistas, superando así el reduccionista debate entre viajeros y turistas, pues la mayoría somos un poco de ambos. Incluso, buscando la pertenencia en el viaje, en la lectura, en la escritura, ese metaturismo nos invita también al placer de no ser de nadie, de ningún lugar, para disfrutar simplemente de la facultad del asombro. Quien se acerque a estas páginas inspiradas también se contagiará de esa feliz y nueva condición; como una metalectura que trasciende los géneros, las etiquetas y las naciones, pero que al mismo tiempo nos une a algo profundo que todos compartimos. De modo tan asombroso a como Danny Boy consigue, durante los tres minutos que dura esa bella canción, reconciliar a las dos comunidades enfrentadas que pueblan Irlanda del Norte.
por Eduardo Laporte
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Pelos de punta a cámara lenta Marta Sanz
Persianas metálicas bajan de golpe Anagrama 272 páginas
No resulta fácil reseñar Persianas metálicas bajan de golpe, la aplastante última novela de Marta Sanz (Madrid, 1967), un brillantísimo texto (diríamos incluso que genialoide) que, se aborde por donde se aborde, será siempre más inteligente que el crítico o lector, cualquier crítico o lector. Quedarán así en el aire numerosas claves tras una primera lectura, por muy atenta que esta haya sido. Y será aquí fundamental leer con paciencia, sin prisas, «a cámara lenta», saboreando cada frase, pues a ello invita su elocuente cadencia, su fascinante sonoridad. Persianas metálicas bajan de golpe aguanta de este modo, con con(s)ciencia de clase, la categoría de novela poética, pues no parece que haya duda de que el compromiso con el lenguaje que aquí se proyecta es el mismo que Sanz proyecta en su poesía. Parece además que haya en este compromiso cierto posicionamiento ético en tanto que escritora que considera (el uso que se le dé a) dicho lenguaje el alma misma del estilo literario, y en esto podrían establecerse diversos paralelismos con la obra del último y más desatado
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Rodrigo Fresán, por citar un autor con una propuesta literaria totalmente distinta a la que ahora nos ocupa. Pero, insisto, para acceder a las profundidades de la alambicada estructura narrativa sobre la que se sostiene Persianas metálicas bajan de golpe sería necesario una lectura más metódica, más fría, más académica, que la que aquí podamos realizar. Le ocurría igual, por cierto, a otra maravilla reciente, la novela Terroristas modernos (Candaya, 2017) de Cristina Morales, a cuyo centro de gravitación no se puede llegar simplemente leyendo sus páginas. Lo anterior, que conste, no tiene nada que ver con la experimentación formal, ni siquiera con la complejización de los mensajes. «Que no entre aquí quien no sea geómetra», podía leerse en el friso de la academia de Platón. «Que le den al espectador medio», sentenció, en palabras (más contemporáneas), el gran guionista de nuestro tiempo David Simon. Y por ahí pensamos que van los tiros. Se trata esta de una postura estética (narrativa) que Sanz, tras haber alcanzado cierta consagración (entiéndase mediática), parece haber
asumido con todas sus consecuencias. Ya en su anterior novela, la también brillantísima pequeñas mujeres rojas (2020), había enseñado la patita por debajo de la puerta, al obligar al lector, casi a modo de mantra, a leer despacio. Había pues en ella, y ahora aún más en esta, una clara voluntad de radicalización. Tratemos al menos de entender con qué propósito. Empecemos por comentar lo evidente, lo que a primera vista podría resultar una excentricidad por parte de Marta Sanz, esto es, el hecho de que Persianas metálicas bajan de golpe transcurra en un futuro dominado por un Ingeniero Jefe, blanco varón, que todo lo vigila a través de drones con entidad sensorial suficiente como para «cuidar» de los habitantes de Land in Blue (Rapsodia), seres ciertamente a la deriva, tristes y a su manera robotizados. En su Subestrato conviven no obstante algunos últimos descarriados que han preferido eludir las «comodidades» asépticas del presente por las incomodidades «libertarias» del pasado. Y en el centro de este frío entramado social, las vidas de una mujer y sus dos hijas
van a sobrevivir al recuerdo gracias a dos drones obnubilados por su tremebunda historia familiar, verdadero corazón de la novela. Curiosamente, el que esta novela contenga entre sus páginas una distopía no la hace una obra futurista. Al menos no así de primeras y en cualquier caso no una al uso. Algo parecido le ocurría a un clásico distópico como Dudo Errante (1980), de Russell Hoban, una obra, por cierto, en la que se reflexionaba como en ninguna otra sobre la degradación del lenguaje y los estragos que ello provocaba en la comprensión lectora. La cuestión es que en la novela de Sanz, según se quiera ver, los drones funcionan como cualquier (falso) narrador omnisciente (en este caso múltiple), figura clásica aceptada desde hace eones por mor del pacto de ficción. Lo que vemos a través de sus cámaras, lo que leemos a través de sus relatos, es para colmo una realidad vintage, tanto para nuestros ojos de lector casual como para los suyos de vigilante experto. Se produce ahí de hecho un interesante conflicto metanarrativo entre lo que estos drones (con sentimientos, con personalidad) son capaces de aprehender de las distintas capas de realidad que visionan, a veces directamente, otras vía grabaciones almacenadas por el sistema. El mundo que observan es además uno que funciona a primera vista al revés, aquí sí al menos desde nuestra perspectiva presente: los viejos se quejan cada mañana de tener que levantarse para ir a trabajar, de tener que ponerse el mono azul, mientras que los niños se encuentran encerrados en residencias viendo todo el día la televisión. Aunque quizás, de nuevo según se mire, sea justo eso lo que esté pasando ahora. Algo similar ocurre con los cementerios, descritos en la novela como museos… Y es con estas nada obvias contradicciones cómo Sanz va soltando, sutilmente, sus cargas de profundidad, ya marca de la casa. Que los drones se «enamoren» de las personas que vigilan (no casualmente mujeres) nos ha retrotraído
además a un bonito recuerdo de infancia, el visionado de la película Nuestros maravillosos aliados (1987), de Matthew Robbins. Piensa uno ahora que si aquella cinta amable, de ciencia ficción familiar (producida a más inri por Steven Spielberg), la hubiera escrito Philip K. Dick o William S. Burroughs, bien podrían haber parido algo parecido a Persianas metálicas bajan de golpe. La cultura popular, como vestigio del mundo cotidiano, es de hecho en esta novela un elemento esencial, no solo por la fascinación que genera en los drones (esas telenovelas…) sino en la manera en que sus texturas impregnan el texto que leemos. Y así, por arriba, el Ingeniero Jefe que todo lo (aparentemente) controla, puede ser leído como un trasunto del mago de Oz; y por abajo, esto es, en el Subestrato de Land in Blue (Rapsodia), todo parece formar parte de una novela de Raymond Chandler. Sorpresivamente, no hay exploitation en Persianas metálicas bajan de golpe, una novela que rebosa originalidad. El mundo futuro que envuelve la narrativa no se presenta dependiente, en ningún momento, de manidas estéticas cinematográficas asumidas por el consciente colectivo. Y no solo estamos ante un mundo propio, sino que se trata de un mundo eminentemente literario. Lo anterior no quita para que la autora deslice continuamente guiños a los lectores más atentos. Más de uno querrá así ver algún que otro paralelismo entre el emotivo despiece de cierto dron y la icónica (e inevitable) «muerte» de HAL 9000. A ningún lector de Sanz, en cualquier caso, le extrañará que se tire aquí de este tipo de referencias, algunas directas, otras veladas (¿es la frase final un homenaje a Kurt Vonnegut Jr.?), pues su literatura ha estado siempre construida sobre ellas. Ahí está su Arturo Zarco, el más célebre detective gay de la literatura española, protagonista entre otras de Black, black, black (Anagrama, 2010) y Un buen detective no se casa jamás (Anagrama, 2012) y;
ahí está su fantaseada Daniela Astor, actriz del mejor fantaterror patrio, protagonista de los años «del destape» en la magistral Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013). Quede constancia con esto de que Persianas metálicas bajan de golpe es puro Marta Sanz, es quizás el texto más salvajemente martasanz de todos los firmados hasta el momento. Y es, entre otras, una novela salvaje porque para adentrarse en ella hay que hacerlo a machetazos. Estamos así ante un texto que se lee constantemente desde la incertidumbre, desde la mirada del que tantea, sin saber bien del todo hacia dónde va, y es así como acaba uno sepultado, inexorablemente, en más y más capas de realidad superpuesta. La reveladora luz al final del túnel la encenderá, cómo no, la autora, única conocedora de los pasillos del alambicado artefacto que ha construido, mostrándonos claramente la salida a este laberinto familiar de emociones a través de un sumidero noir maravilloso, onírico y barroco, excesivo y sanguinolento, una fiesta carnavalesca de la imaginación insólita desde luego en el marco de la obra de Marta Sanz, que con esta impactante e inesperada novela da un golpe fortísimo sobre la mesa de novedades avisándonos, con lo más radical de su propuesta, que el grisú ya se ha escapado.
por Fran G. Matute
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El runrún de una pícara Greta García
Sólo quería bailar Tránsito 200 páginas
Lo único que quería Pili en esta vida era bailar. A los siete años aprendió a bailar sevillanas como casi todas las niñas andaluzas nacidas entre los ochenta y los noventa que acudíamos por las tardes a la academia del barrio o del pueblo para saber movernos en la feria. Con la mano que sube y baja y coge la manzana y se lleva la fruta a la boca comenzó la vocación de una niña distinta, aguda, inteligente y resuelta que quería ganarse la vida con el baile. Solo quería bailar (Tránsito, 2023) es la primera novela de la artista y payasa Greta García
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(Sevilla, 1992), un monólogo incendiario, escatológico y cómico atravesado por la clase y el género. Pili es como uno de esos pícaros del Siglo de Oro, una antiheroína que acaba en la cárcel por prender fuego a una institución que prometía salvarle la vida aunque fuera momentáneamente. Por primera vez, una bailarina tiene algo más que cuerpo, tiene voz, una voz osada y muy fresca. Hay algo en este libro de esa novela picaresca tan nuestra y también algo de Cristina Morales —danza, cuerpo, cuerpo, precariedad, crítica a las instituciones, desparpajo y poca vergüenza—, pero, sobre todo, hay mucha experiencia, dolor y frustración. Como sevillana es extraño ver la lengua que escucho cada día, la que hablo y en la que me muevo expuesta así, por escrito, sin sutilezas ni pantomimas, un dialecto, el andaluz, en su versión más oral, mezclada y expuesta con naturalidad. Como ocurría con La lozana andaluza, la lengua de Pili está conformada al sonido de sus orejas: «La putá de mis pies es que tengo los deos mu largos, parecen los deos de una mano pequeña. Recuerdo mis primeras puntas, las más anhelás de la historia, con las que por fin me convertiría en bailarina de verdá y giraría y volaría como las bailarinas de verdá». Las puntas de Pili le estaban tan grandes que la profesora se rio en su cara a carcajada limpia porque en lugar de puntas parecía que llevaba «unah canoah en loh pie». Y ella se rio como el resto de las niñas, para no desentonar, para encajar porque lo importante en la vida era encajar, pero, en el fondo, aquel episodio fue tan solo el principio de una sucesión de momentos tragicómicos que el lector acompaña con risa, sí, porque no se puede negar la maestría de García para el humor, y de ahí la pena también, una pena honda que lo embarga todo y que permite emocionarse con Pili y enfadarse con el mundo. Pili viene de donde viene y quizá esa sea la clave para entender su
aciago destino en la prisión de Alcalá de Guadaira: la precariedad, la clase media-baja, el barrio humilde del que nunca podrá salir porque el ascensor social que promete cambiar de planta a las niñas que se esfuerzan mucho, no funciona para ellas: «Lo único que tenía que hacer era meterme en la web de la Agencia a las doce de la noche, subir mi deneí escaneao, el título de la obra que iba a realizar y una declaración responsable. Hola, soy Pili y soy responsable». Pili lo intenta y lo vuelve a intentar y fracasa sin remedio. Y un día, un día como cualquier otro en el que está al borde como tantas y tantos artistas y gente de este país —invisibles, impotentes, apenas un número en la estadística— , sin saber cómo pagarán el alquiler y las facturas del mes que viene, solos en el mundo —porque Pili está muy sola, sin amigas, sin amor, sin caricias, ninguneada por su compañero de piso, acosada por uno de sus jefes, —, decide irse a la Agencia que está en el Estadio Olímpico, en el desierto distópico de la Expo del 92 y, disfrazada de limpiadora, rociarlo todo con gasolina. Greta García ha escrito un profundo y brillante monólogo dramático para una Pili que podríamos ser cualquiera de nosotras. Que no cese nunca su runrún en nuestra memoria: «A las que sienten un bicho dentro, que están hartas, jartas o lo que sea, que se venguen, que la venganza es crema pastelera. Que yo por lo menos lo intenté y si toas lo intentáramos, conseguiríamos grandes cosas. Que hice caso a mi corazón, a mi odio, y por un rato fui feliz».
por Carmen G. de la Cueva
Tenemos que hablar de tantas Dahlia de la Cerda
Perras de reserva Sexto Piso 140 páginas
—Estoy harta de los mexicanos que hablan y se comportan como si todo esto fuera Pedro Páramo. 2666, Roberto Bolaño
Uno de los relatos de Perras de reserva, primer libro de Dahlia de la Cerda, se desarrolla en el mismo territorio en el que Bolaño basó su Santa Teresa, y mientras lo leía me he acordado de esa
frase que el chileno puso en boca de Azucena Esquivel Plata, diputada del PRI que contacta con un investigador privado para que encuentre a su amiga desaparecida. Esquivel está harta de esa masculinidad, culturalmente aceptada, que no valora en absoluto la vida, sobre todo cuando se trata de la de una mujer. Bolaño partió de Huesos en el desierto, del periodista Sergio González Rodríguez, para «La parte de los crímenes». En ese libro se sugerían distintas hipótesis para explicar los feminicidios en la zona de Ciudad Juárez, algunas tenían que ver con hombres poderosos. En «La sonrisa», de la Cerda plantea otra posibilidad: «Yo había oído muchas cosas, que usaban a las morras para hacer pornografía sádica o ritos satánicos para gringos aburridos. (…) no eran gabachos, eran vatos mexicanos, podría ser tu primo o mi papá, normales, no juniors ni extranjeros». Esta idea de que se convive a diario con quienes ejercen la violencia contra las mujeres atraviesa Perras de reserva de principio a fin. Es importante para la autora que los lectores se identifiquen y empaticen con los personajes. Para ello, los relatos, escritos en primera persona, interpelan directamente al lector. Más que de hacer literatura, hay detrás de este libro una voluntad de visibilizar las distintas formas de violencia de las que son víctimas las mexicanas, incluyendo en este muestrario la transfobia. La activista que hay en la autora está muy presente en el libro. Eso se nota en la inclusión de algún relato, como «Perejil y Coca-Cola», sobre el aborto en casa, prescindible desde el punto de vista literario. Otros relatos, como «Lentejuelas», si bien más logrados, no dejan de ser previsibles. Con todo, Perras de reserva es más que un panfleto. Con frecuencia, de la Cerda elude hábilmente el cliché y no olvida otros problemas que afectan a los mexicanos (p. ej., «Que Dios nos perdone» transcurre en una colonia donde sus habitantes viven en condiciones insalubres). El trabajo de la auto-
ra para reproducir la manera de hablar de las distintas clases sociales, desde la menos pudiente a la más acomodada, me parece muy destacable. Tampoco olvida que, aunque muchas mujeres son víctimas de violencia, otras tantas son capaces de ejercerla si están en posición de poder. Hay, además, algunos aspectos formales del libro que me parecen valiosos, como la idea de que unos relatos sean una especie de spinoff de otros. Otra apuesta que funciona bien es el frecuente uso del bathos, o «paso repentino de lo sublime a lo prosaico», como lo definió Martin Amis. La frivolidad más absoluta, a lo American Psycho, y el humor negro conviven alegremente con la crueldad más abyecta, mostrando a la perfección el mundo en que vivimos. La yuxtaposición de frivolidades («Mientras escribo esto te stalkeo en Face») con datos reales hace que el relato que cierra el volumen, «La Huesera», sea sencillamente sobrecogedor. El título alude a una historia que aparece en Chicas muertas, de Selva Almada. El enfoque, el tono, es desde luego muy distinto, pero el propósito es el mismo: intentar que todas esas mujeres cuyos asesinatos quedaron impunes no caigan en el olvido. Es importante no reducir todo a una estadística, pero también lo es recordar los datos de vez en cuando: entre diez y once mujeres son asesinadas en México cada día, la tasa de impunidad supera el 95%. Contaba Cristina Rivera Garza que cuando su hermana fue asesinada en 1990, nadie hablaba del caso, y solo a raíz de la publicación del magnífico El invencible verano de Liliana muchos pudieron llorarla por fin. Tenemos que hablar de Liliana. Tenemos que hablar de Julia o de Claudia, la mujer asesinada en el último relato de Perras de reserva. Tenemos que hablar de tantas. Para poder llorarlas, y para tener que hablar cada vez de menos. Para no tener que hablar de ninguna.
por Rebeca García Nieto
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Tomar las riendas Marta San Miguel
Antes del salto Libros del Asteroide 192 páginas
La trayectoria de las personas tiene puntos de inflexión que marcan la historia personal y le imprimen un sello especial. Hay quien nació en un país y se crio en otro, quien vivió un momento histórico excepcional, quien sufrió una pérdida a destiempo, quien conoció lugares y seres poco comunes, quien se lanzó a la aventura, quien sobrevivió a hecatombes, quien alcanzó metas impensables… hay un sinfín de quienes y de acciones, de existencias hechas de retazos, todas únicas y susceptibles de ser contadas.
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Marta San Miguel (Santander, 1981) ha plasmado una al construir un relato de vida en su primera novela, Antes del salto. Con ingredientes personales y familiares, la escritora y periodista, autora de los poemarios Meridiano y El tiempo vertical, nos regala una delicada y atractiva historia. Una mujer, que trabaja en un periódico, casada y con dos hijos, se traslada a Lisboa para pasar un año. El trabajo del marido les ha llevado a dejar su casa en el norte de España e instalarse en la ciudad lusa donde tendrán que adaptar sus rutinas. Los personajes que habitan este libro son Marido, Mayor y Pequeño, que resultan tan específicos como genéricos. Se suman dos más, del pasado, que lo impregna todo: el caballo Quessant, que la protagonista montaba de pequeña; y la madre ya fallecida que revive cuando se pone un vestido, elige qué película ver, subraya un libro o ve florecer un árbol («la ausencia tiene esos destellos»). Estamos ante la narración de un tiempo cercano, contemporáneo, donde se entremezcla el presente, lo novedoso e inmediato, con el pasado y sus marcas. Las páginas de este libro recogen las ausencias, las pérdidas y de qué manera las metabolizamos mientras la vida sigue, siempre. La pasión de la protagonista por el mundo equino y por Quessant en particular confiere a la novela una impronta original y mágica –hay algo fascinante en la imagen de un caballo, imponente, soberbio, y en la relación con quien lo monta-. Quien cuenta este relato se mueve por el texto como una amazona que cautiva con su elegancia. El caballo como personaje y como metáfora funciona en este libro desde el mismo título. En las primeras páginas vemos a una niña en entrenos y competiciones montada sobre el magnífico animal, sentimos de cerca como acompasan sus ritmos. El zumbido del corazón en las sienes, el miedo inicial, se transforma en serenidad y libertad
cuando galopan en sintonía, cuando se cuidan y protegen. Ese aprendizaje a lomos de Quessant le servirá a la mujer adulta para afrontar riesgos, para saltar a lo desconocido: los meses por venir de la familia en la capital portuguesa. Cabalgar y tomar las riendas. La maternidad circula por este libro: cuando busca un nuevo colegio para sus hijos, cuando los contempla dormidos o mientras juegan a fútbol en la calle, cuando les lee cuentos o rememora historias… Una madre que es hija y que alberga lecciones de lo vivido, la maternidad como legado. También será memoria Lisboa en el futuro. La autora describe la ciudad desde la cotidianidad –la vibración del edificio con los camiones de reparto, el sonido del tranvía, los trabajadores que rehabilitan un inmueble cercano-, una ciudad que palpita. La conocía a través de la escritura de Pessoa y de Muñoz Molina con quien comparte mirada. Marta San Miguel ha creado un relato íntimo, que nos habla de la vida mientras transcurre, de lo que llevamos siempre con nosotros aunque olvidemos ponerlo en la maleta –como la foto de Quessant-, de los retos, de esos saltos que aparecen en el circuito de la existencia y también de cerrar capítulos («Los finales dan miedo. Temo lo que se termina»). Explica el libro que Miguel Ángel, cuando esculpió la figura del David, deformó las medidas en aras a que la perspectiva funcionara y se viera bien desde lejos. «Lo mismo –apunta- que hace nuestra memoria para dar sentido a lo que somos». Esta novela es un ejercicio de memoria modelado con precisión. En pocas páginas consigue erigir un relato, poético y sentido, que parece pequeño pero que no lo es.
por Mey Zamora
En el corazón silencioso y turbulento de las mujeres Natàlia Cerezo
Y pasaron tantos años Rata 152 páginas
Natàlia Cerezo (Castellar del Vallès, 1985) pasó de escribir para ella misma a ganar el Premio El Ojo Crítico de RNE de Narrativa en 2018 con su primera publicación, el libro de cuentos En las ciudades escondidas (Rata, 2018). De estos relatos, a la vez poderosos y delicados, plagados de niños y adolescentes que
añoran demasiado pronto un paraíso perdido, la crítica destacó su «prosa limpia y extremadamente pulida». A su libro de cuentos le ha sucedido la novela corta Y pasaron tantos años (Rata, 2021). Ambas obras fueron escritas en origen en catalán y traducidas posteriormente al castellano por la autora. Enmarcada entre mitades de los años treinta y comienzos de los sesenta en localizaciones precisas de Cataluña (Barcelona, Premià de Mar, el Vallès Occidental), la novela relata en primera persona la adolescencia y juventud de Caterina, sus recuerdos de infancia en una masía remota antes de trasladarse a un pueblo del cinturón industrial de Barcelona -gris y crepuscular, con reminiscencias del Milán o el Turín obreros de las películas neorrealistas italianas-, donde se empleará en una de aquellas fábricas textiles tan prósperas gracias a las largas y durísimas jornadas laborales de sus trabajadoras. En ese lugar Caterina traba amistad con otra muchacha, ve por primera vez el mar y conoce a Gustau, con quien se casa y tiene hijos casi sin darse cuenta, por inercia. La cita que inaugura la novela pertenece a La plaza del diamante: «Y aquella pizca de cosa de nada que había vivido tanto tiempo encerrada dentro era mi juventud que se escapaba como un grito que no sabía bien lo que era». Y es que la historia de Caterina posee ciertos puntos en común con la de la Colometa de Mercè Rodoreda: los años de posguerra caracterizados por las estrecheces económicas, la miseria moral y las cicatrices soterradas pero aún supurantes de la contienda; una protagonista frágil y obstinada al mismo tiempo, que pugna por una felicidad cada vez más quimérica conforme los años de la infancia se alejan; el pozo del matrimonio donde la identidad femenina se asfixia; el fatalismo de una existencia angosta. La voz de Caterina recuerda también a la Andrea de Carmen Laforet -ingenua y deseosa de abrirse a un mundo que todavía no comprende demasiado bien-, a la Ginia de El bello vera-
no; pertenece a esa «estirpe [femenina] desgraciada e infeliz con muchos siglos de esclavitud a sus espaldas», que tan lúcidamente dibujó Natalia Ginzburg en A propósito de las mujeres. Como todas esas plumas, Natàlia Cerezo posee una sobresaliente finura para contar las turbulencias del corazón de las mujeres, en especial en esa edad brumosa en la que la infancia ha quedado atrás y se empieza a poseer un pasado, pero el ámbito de los adultos se revela todavía un jeroglífico imposible de desencriptar. Entre lo que su escritura dice y lo que calla, la novela progresa en capítulos breves donde quedan patentes las brechas dolorosas que separan universos irreconciliables, como la ya mencionada entre la juventud y la adultez. Progresa sin hacer ruido, como el fluir de un torrente, uno silencioso a la par que incontrolable. Los hechos narrados se enlazan a menudo a través de la conjunción «y», lo que imprime un ritmo de concatenación copulativa a los acontecimientos, en lugar de la lógica -y racional- relación causa-efecto. Así es como ve Caterina la vida, sus reveses y decepciones: una sucesión de episodios inevitables, que, sin embargo, sorprenden y conmueven al lector mediante una técnica narrativa de máxima contención. Los útiles de Natàlia Cerezo no son las tramas sino las emociones que desea transmitir a través de su estilo intimista, sencillo, clásico, impregnado de una nostalgia arrebatadora («aquel armario todavía olía a la tienda, a papel y a chicle, a juguetes»). Según ha declarado la autora, esta novela es la culminación de muchos intentos por dar forma literaria a las historias que le narraba su abuela Carme. Solo ellas dos conocían cuánto de realidad o de ficción habita en sus páginas. Pero eso ya no es importante. Lo verdaderamente valioso permanece: la belleza y la verdad que transmite su escritura.
por Margarita Leoz
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El año que murió John Wayne Juan Gracia Armendáriz
El año que murió John Wayne Pre-textos 164 páginas
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Es difícil saltarse el orden de este cuerpo de relatos. Es complicado por su unidad, por su trabazón, por su intensidad narrativa, la cual se debe a la unión de estados de ánimos, a personajes totalmente perfilados en su brevedad de acciones, a asuntos tan bien radiografiados como la violencia, a impulsos que van tejiendo el tapiz de la trama o a como esas introspecciones rozan los márgenes de la vida para potenciarla. Y es que la cercanía de la vida del autor y de algunas narraciones se juntan en textos como el último,
titulado del mismo modo que el libro, en homónima simbiosis. Si este relato resulta el más personal, el aumento de elementos fabuladores aleja, en algunos momentos, lo autobiográfico de lo ficcional. Como dice el propio autor: «En este relato he mezclado lo testimonial, los datos y hechos concretos que sucedieron, no solamente de mi familia sino del entorno de ese año 1980, […]». Siempre tenemos expectativas con el futuro, pero pocas con el pasado; algo que en este cierre se soluciona con el reverso de los recuerdos y con la libertad de una sapiencia que conoce del tema. Es inevitable no proseguir con la lectura de esta novela de relatos o novela en catorce movimientos, sujetos con vetas testimoniales hechas de profundidad estética; que se fortalecen y se expanden según se avanza. Y cuyas acciones y circunstancias nos arrojan fuera de la linealidad, la planicie o los tallerismos. Todo se engrandece a través de hechos irreales que se hacen más verídicos o viceversa (con y por el armazón estructural, entre otras razones). El acoso escolar que se llena de esperanza al igual que las metáforas de la figura paterna con ese John Wayne que nos espera al final del libro y cuya narración refleja un gran manejo de las herramientas creativas. Si el autor ha calificado a estos tapices narrativos como desafiantes e intensos, no se equivocaba. Esa intensidad viene por el propio desarrollo de las acciones, por la unidad temática y tonal, además de por la redondez de saber cerrarlos. Si vamos pasando por el camino de las páginas, entramos en «El año del búfalo» y enseguida aparece uno de los ejes creadores: «Sigo a mi padre. […]»; cuya figura hace conscientes algunas fortalezas con sus contrarios; y que tiene su eco, por ejemplo y aquí, en la presencia del director. Temores, peleas, homenajes, deseos y, sobre todo, esperanza. Narraciones que quedan la puerta entreabierta. Y entramos en «Nuevo Mundo», en su lenguaje ágil, certero, estructurador; en quien perfila la realidad y nos presenta reales: «Cuando papá enloquecía se encerraba en el salón, […]». Asimismo, las referencias
estadounidenses se incardinan aquí y allá, esta vez y desde esta narración en Arizona…Otra de las entradas que hay que señalar es el arco de edad en que se encuadran los relatos: desde 1979, año de la muerte de John Wayne, pasando por la muerte de Franco hasta completar la Transición. En esta galería de fechas van pasando otros ríos relatores: «Hendrix o las virtudes de María», con esa cita de Antonio Escohotado que abre la trama por medio de esa caritativa distribución de un «sacramento». Como lectores nos atrapan esas circunstancias latientes porque sostienen nuestra contemplación con el habitual latigazo poético de su estilo. En este relato se alarga la narración para imprimirle profundidad a los personajes y para ampliar el paisaje de la violencia. Otra forma de barbarie es la que se da en «Cocodrilo», en el que se expone la maldad hacia la vejez, hacia la enfermedad, hacia uno mismo. Y van pasando las historias con sus cierres, exclusiones, miserias; con sus parricidios, pederastia, drogas… y llegamos al marco final, a ese hacer las cosas como en un sueño, a las preguntas inevitables: «¿Debía disparar», al entendimiento de lo que se conoció o de lo que queda en el silencio. Juan Gracia Armendáriz traza un gran círculo de fabulaciones perturbadoras en donde los ajustes de cuentas perfilan una forma de conocimiento; en donde la sugerencia marca las relaciones con la lengua en cuanto a suceso distanciado, en cuanto a conciencia que agranda su mirada.
por Julio César Galán
Nuevas epístolas de otros bárbaros latinizados Edgardo Dobry
Celebración a través de la poesía americana Trampa Ediciones 271 páginas
Pese a su título, Celebración a través de la poesía americana no pretende un acercamiento historicista o exhaustivo a un fenómeno múltiple (y quizá inabarcable) como la poesía del continente americano. Edgardo Dobry examina casos y síntomas ante el caos y el desmantelamiento político propio del fin de siglo, respuestas para una orfandad crítica e institucional. Así, su lectura propone una mirada alternativa a la tradición más que
una ampliación del canon. Con este fin, a lo largo de quince ensayos en los que las agudas intuiciones y las profusas citas dialogan y se complementan, el autor establece los vasos comunicantes de cierta poesía argentina contemporánea, por lo que el pensamiento europeo (Wölfflin, Jakobson y Derrida, entre otros) permite hallar paralelos e iluminar distintas poéticas americanas (Whitman, Darío y Parra asoman como algunos de sus nombres clave). El primer capítulo «Pensar en poesía» propone una introducción que es a la vez un resumen de aproximaciones teóricas, señalando las aportaciones de la lingüística (el estructuralismo) y la filosofía (la deconstrucción), entre otras; pero mostrando interés por una perspectiva que asume a la poesía como género, evadiendo sus sucesivas defunciones desde Hölderlin. En esta línea se ubicaría el ejercicio de poetas-críticos como Eliot, Borges y el propio Dobry. La tesis central de Celebración plantea la preponderancia de la oda en la poesía americana, a diferencia de la europea, en la que priman la épica, en un inicio, y luego la elegía. Aquello respondería a una necesidad de cantar el presente, brindando la posibilidad de abarcar tanto un nuevo escenario como a un nuevo sujeto poético (la figura de Whitman como parteaguas). Desde esta perspectiva, Juan L. Ortiz y Leónidas Lamborghini serían los poetas argentinos más decisivos en la segunda mitad del siglo XX, pues ambos representan una alternativa con respecto al enfoque patricio que dominó la cultura hasta el desborde social de Juan Domingo Perón. Así, estos poetas de la provincia o del proletariado constituirían una reacción frente a propuestas cimentadas en la alta cultura eurocéntrica, como en Borges, e incluso frente a la modernización internacional de Cortázar. Mediante tal giro, que es seña tanto de una mutación político-social como de cierto escepticismo (por el fracaso del proyecto ilustrado), las clases medias proletarias o empobrecidas se manifiestan, con elocuencia y convicción, en contra del decoro clásico y del pudor burgués. En consecuencia, Juan L. Ortiz, desde una peculiar sofisticación provinciana,
aporta un escape a la alienación de la gran ciudad y la reputación de lo moderno, mientras Leónidas Lamborghini reivindica y construye el orgullo del bárbaro, con un lenguaje fragmentado, no exento de melodrama y vulgaridad. Estos rasgos serían parte de un descentramiento, proceso que esboza un retrato cada vez más fidedigno de lo americano. Desde dichas coordenadas, todos los poetas estudiados aportan matices para una tradición que es simultáneamente periférica y autónoma, siguiendo el panamericanismo del enfoque. Desfilan así Lezama con la confluencia de la historia y el mito; Haroldo de Campos y el nacimiento adulto de las letras americanas (por la antropofagia del «mal salvaje»); Juan José Saer, con las relaciones entre el verso y la ficcionalidad de la prosa; etc. Mas también Celebración recuerda que la importancia de lo europeo, su inevitabilidad para la cultura del nuevo mundo, radica en el crucial e irrenunciable influjo del barroco y de la modernidad; un proceso que Dobry denomina como de descomposición y recomposición (a partir de variaciones de «Una carroña» de Baudelaire) y de un pliegue americano (el barroco a través de visiones de Góngora, Maravall, Lezama, Sarduy, Lacan y Deleuze, potenciados por la sangre y el espectro de lo indígena). De este modo, se sustenta la simultaneidad del pasado y del presente. Una práctica complementaria a la utopía, que permite reconocer en una pléyade de voces las coincidencias y las irradiaciones de una realidad siempre inestable, abierta y en proceso. Así, esta versión de la poesía americana escribe su explícita tensión entre lo indeterminado y lo denotativo, frontera que atisba mediante la superación de la mímesis, la preceptiva y la temática: aquellos viejos fantasmas de un orden que nunca existió y que ya resulta imposible, incluso como nostalgia. Pareciera que lo único factible de encomio desde lo postnacional y lo postilustrado (el regreso de Abya Yala) estaría cerca de lo antes considerado teratológico: cantos a la anomalía como entorno e identidad sociopolítica.
por Martín Rodríguez-Gaona
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¡Te vas a morir de hambre! Alejandro Lámbarry
Jorge Ibargüengoitia: un escritor entre ruinas. Biografía literaria, Universidad de Guanajato. Akademia 154 páginas
Detrás de Jorge Ibargüengoitia y de su impronunciable apellido se esconde uno de los escritores de culto más secreto de la literatura mexicana. Y sin embargo su obra tiene un grupo de lectores devotos, que forman una «iglesia» muy bien avenida y una minoritaria feligresía. El profesor Alejandro Lámbarry se cuenta entre sus fervorosos, y la prueba es este ensayo biográfico dedicado al escritor mexicano. 76
No es la primera vez que Lámbarry se enfrenta a un trabajo de este tipo. Hace unos años dedicó a Augusto Monterroso una documentada y reveladora biografía, con el título de Augusto Monterroso, en busca del dinosaurio, que fue reseñada en estas mismas páginas (Cuadernos Hispanoamericanos, 841-842). Lámbarry muestra querencia por los territorios literarios menos transitados; en este caso, por dos escritores de estéticas diferentes, unidos en su marginalidad, que es el lugar donde debe estar cualquier crítico literario auténtico y sin prejuicios canónicos. Ibargüengoitia y Monterroso se relacionan por vasos comunicantes: el humor, la parodia, la autoparodia, el común amor a los géneros «menores», el cuestionamiento de las fronteras entre géneros y por una común manera fragmentaria y antiengolada de entender la autobiografía. Lámbarry aborda el estudio de la obra de Ibargüengoitia desde un punto de vista biográfico, otro de los márgenes de la crítica literaria actual, que es, por lo general, menospreciada por la crítica académica más ortodoxa. Como ya hiciera en la biografía de Monterroso, ha consultado el archivo personal del escritor, que se encuentra depositado en la Biblioteca de la Universidad de Princeton, ha viajado a los lugares más importantes de su derrotero vital (Guanajuato, Coyoacán, San Miguel de Allende, California, etc.) y entrevistado a los familiares y testigos más cercanos al autor. Ibargüengoitia murió en 1983, con 55 años, en el accidente aéreo de Mejorada del Campo (Madrid), cerca del aeropuerto de Barajas, en el que fallecieron también, entre otros, el escritor peruano Manuel Scorza y el crítico literario Ángel Rama. Hijo de la oligarquía terrateniente de Guanajuato, su destino profesional estaba orientado a ejercer como ingeniero de minas, estudios que abandonaría, o a regentar y explotar la hacienda agrícola familiar, que vendería. Pero la literatura, y una temprana pasión por el teatro (escribió numerosas piezas que casi nunca llegarían a las tablas), le apartaron de una vida previsiblemente
más cómoda de la que las letras podrían ofrecerle. Por eso, como una salmodia insistente el entorno familiar le repetiría la frase que he elegido para titular esta reseña: «¡Te vas a morir de hambre!» No pareció importarle la aciaga profecía de la familia, y se entregó a la creación literaria. En España la obra de Ibargüengoitia no ha tenido la difusión y los lectores que, posiblemente, hubiese merecido, oscurecida por los grandes nombres del boom y por su propia opción personal, al margen de las directrices hegemónicas. Sin duda alguna, su libro más leído ha sido Las muertas (1977), una «novela negra» basada en unos macabros hechos reales, una precursora nonfiction en español, que supo dar forma artística e intensidad novelística a los conocidos asesinatos de prostitutas, referidos por la prensa mexicana. Su obra mezcla con acierto la alta y la baja cultura en unos años en que esto se consideraba poco menos que anatema. Buena parte de su obra se caracteriza por rebatir, como conceptos irreconciliables, la oposición entre arte y entretenimiento. En palabras de Lámbarry, hizo una literatura sencilla y clara en apariencia para resultar entretenido sin ser superficial. Si en su teatro utilizó el humor corrosivo, la irrisión paródica y la crítica para ridiculizar a la «gente de provincia», a los hacendados, una clase social bien conocida por él, en Los relámpagos de agosto (1964) pasó del mismo modo por el tamiz del humor y por la parodia la «novela de la Revolución» para mostrar lo que de deleznable había en los hombres que dirigían los procesos revolucionarios de América Latina. Esta obra le colocaría en una posición difícil frente a los sectores más intransigentes de izquierda, que le consideraron como un vil reaccionario. Hoy su obra, con todo lo que ha llovido estos años, se nos presenta con una visión crítica adelantada a su tiempo, y sobre todo un hermoso ejercicio de libertad literaria. O de libertad a secas.
por Manuel Alberca
El príncipe de los cuentos Alfonso Hernández-Catá
El alma de los muertos Selección y prólogo de Juan Pérez de Ayala. Cuadernos de Obra Fundamental. Fundación Santander 245 páginas
Así llamaba Saínz de Robles a Alfonso Hernández-Catá (1885-1940). No le faltó razón pues estamos, y esta cuidada antología lo demuestra, ante uno de los más admirables narradores del pasado siglo. A Hernández-Catá lo nacieron en Aldeávila de la Ribera, Salamanca. Y uso la acertada fórmula de Clarín («me nacieron en Zamora») que cuadra a la perfección con este cubanísimo santiaguero al que llevaron a nacer en el pueblo de su padre, militar español destinado
en Cuba, entonces en Madrid, por esos azares vinculados al funcionariado. Apenas un año después el padre vuelve a Santiago y el primero de los 11 hijos de este teniente coronel español casado con criolla cubana pasará toda su infancia y primera juventud en la ciudad que consideraba su patria. El propio marco en que Alfonso viene al mundo es ya absolutamente novelesco. El padre de la madre, conocido nacionalista, es fusilado por los españoles a poco de dar su consentimiento al matrimonio de su hija con el militar español. Algunos de los mejores cuentos del escritor, profundo antimilitarista, se desarrollarán en la guerra hispano-cubana. Ese arraigado antimilitarismo se refuerza tras su estancia en el Colegio de Huérfanos Militares de Toledo, en el que lo interna la viuda cuando apenas contaba con 16 años pero del que pronto huye para refugiarse en la cálida bohemia madrileña de comienzos de siglo. Muy pronto su firma comienza a aparecer en la prensa, parece que apadrinado por su admirado Galdós. Su adaptabilidad, su vital optimismo le abren muchas puertas, entre ellas las de la diplomacia: en pocos años pasa de la bohemia madrileña al cuerpo diplomático cubano que lo acoge en su segundo regreso a la isla, ya casado con la hermana de su íntimo amigo Alberto Insúa, futuro colaborador de sus exitosas obras teatrales. Hernández-Catá será un ejemplo más del poderoso binomio diplomacia y literatura que promoverá Iberoamérica a lo largo del siglo XX. Brasil es la pionera y lamentablemente será en Brasil cuando en plenitud de la vida hallará la muerte al estrellarse el vuelo que lo llevaba de Río a Sao Paulo para dar una conferencia siendo embajador de Cuba en el país carioca. Diecisiete relatos conforman la primera parte de la antología, la muerte planeando sobre casi todos ellos. A veces la muerte es el bálsamo que redime una vida sin sentido, otras la esperanza de un futuro más propicio, producto de una obsesión, muerte en vida a quien da la muerte o a quien mutilan para siempre, desgarrador final que frustra
una ilusión o castiga una conducta. No crea el lector que la omnipresencia de la muerte ensombrece, por así decirlo, la vitalidad narrativa de los relatos, repletos de luminosidad y aciertos; a veces, por el contrario, la proximidad de la muerte, redobla la fraternidad de quienes se ven enfrentados por la arbitrariedad de las guerras, tal como sucede en el magistral relato ‘Cimientos’, donde el marino español y el miliciano mambí refuerzan su humanidad en medio del absurdo bélico. La guerra de Cuba y la Primera Guerra Mundial jalonan varios relatos y demuestran la vacuidad, el horror y la injusticia de las contiendas; cómo la carne de cañón, quienes mueren, son la gente pobre, los trabajadores, obligados a matar para no morir acribillados por las balas ajenas o incluso por las propias. La brillantez, la precisión, la modernidad en fin de estos relatos es admirable. Dos a modo de ejemplo, aunque me quede corto. ‘Los muebles’ nos relata, en tiempo real y memoria viva, un viaje en tren introduciéndonos en el departamento donde se cuenta, con todo lujo de detalles, la obsesión por un viejo armario que desemboca en la locura. Las pausas de ese monólogo, un tanto intimidatorias, le sirven al narrador para detallar con realismo cinegético los paisajes que van desfilando por la ventanilla. ‘Casa de novela’, carece de acción. Un observador da cuenta de lo que sucede en la casa de enfrente: la vida cotidiana de la familia que la habita; pero intuye que esa aparente normalidad esconde la tragedia y esta reventará en el momento más inesperado. La antología se completa con unas interesantes semblanzas, bestiario y haikus, con el broche de una adenda que recoge la inolvidable despedida de Gabriela Mistral a su querido y admirado compañero en las letras y la diplomacia, ejemplo vivo del mejor Iberoamericanismo.
por Carlos Barbáchano 77
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Carta al director Barcelona. 2 de junio de 2023. He leído con estupefacción el artículo de Diego Zúñiga “Generosos y mezquinos”, en el que comenta mi columna “La literatura argentina pasa del antagonismo a la generosidad” (Infobae; 24/3/2023), en cuyo final cuento una historia real sobre Hebe Uhart y su participación como jurado en la edición del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez de 2016. En su texto, Zúñiga afirma lo siguiente: “Vuelvo a Carrión y a la mezquindad y al cierre de su columna, donde cuenta una dudosa historia de Hebe Uhart, en la que la representa justamente como una escritora mezquina, cuando creo que son muchos los escritores y escritoras que podrían compartir una serie de historias marcadas por su generosidad y su entusiasmo por libros escritos por gente muchísimo más joven que ella, generosidad y entusiasmo que no tenían una cuota de cálculo. En realidad, lo mezquino y lamentable es que Carrión convoque el nombre de una escritora extraordinaria cuya vida estuvo marcada por la mezquindad de un campo literario que sólo terminó por reconocerla cuando ya tenía más de 70 años. La mezquindad de hablar de alguien que ya lleva varios años muerta y, por lo tanto, no tiene cómo desmentir esa infame calumnia.”. No se trata de una “historia dudosa”. No se trata de un “chisme” ni de una “calumnia”, es decir, de una “afirmación falsa, hecha maliciosamente para causar daño”, sino de un hecho. No se trata de “una presentación” como “persona mezquina”, sino de un comportamiento concreto en un momento determinado de su vida. La persona que me lo relató y que fue testigo presencial de las palabras de Uhart, a quien preferí mantener en el anonimato, me autoriza ahora, a causa de esta difamación, a publicar su nombre: es Consuelo Gaitán, entonces directora de la Biblioteca Nacional de Colombia e impulsora del Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez. Pero me temo que al autor de este artículo no le interesan los datos. Podría haber aprovechado el espacio que le daba Cuadernos hispanoamericanos para compartir historias de la generosidad de Uhart, pero ha preferido no hacerlo. Él sabrá por qué. Atentamente, Jorge Carrión
DOSSIER
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