IX CERTAMEN
DE RELATO CORTO
GUINEA ESCRIBE
PREMIO LITERARIO FUNDACIÓN MARTÍNEZ HERMANOS
IX Certamen de relato corto Guinea Escribe 2024
Premio Literario Fundación Martínez Hermanos
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Créditos
Corrección de estilo y texto: Grimaldo Eko Ndjoli
Maquetación: Eyi Nguema Mangue
Ilustraciones: coordinado por Virgilio Flores Esono
Coordinación: CCEBata y CCEMalabo
Biblioteca Digital de la AECID (BIDA): http://bibliotecadigital.aecid.es
NIPO impreso: 109-24-054-7
NIPO en línea: 109-24-055-2
Catálogo general de publicaciones oficiales: http://cpage.mpr.gob.es
Nota previa
“La Fundación Martínez Hermanos otorga el Premio Literario Fundación Martínez Hermanos como parte del Certamen de relato corto Guinea Escribe”.
Creada en 2013, la Fundación tiene como objetivo promover el desarrollo social a través de diversas áreas. Entre las que se encuentran la educación y la cultura, así como fomentar cambios de actitud y de valores que supongan un mayor compromiso de todos en la mejora de la sociedad ecuatoguineana.
Esta publicación ha sido posible gracias a la Cooperación Española a través de los Centros Culturales de Bata y Malabo, dependientes de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). El contenido de esta publicación no refleja necesariamente la postura de la AECID.
Edición no venal
ÍNDICE
GUINEA ESCRIBE IX
PRÓLOGO
Las mujeres ecuatoguineanas escriben, y escriben bien. Prueba de ello es que en esta edición del Certamen de Relato Corto Guinea Escribe, Premio Literario Fundación Martínez Hermanos tengamos tantas ganadoras. No se trata de las ganadoras de un certamen para mujeres, ni de una sección reservada para promocionar la literatura femenina: estas son las obras elegidas por un jurado diverso, disperso e imparcial. Por lo tanto, querido lector o querida lectora, lo que viene a continuación no son “cosas de mujeres”; sino “Historias para Todos”, relatos capaces de entretener a cualquier amante de la lectura.
Cada uno de los relatos contenidos en este libro es único a su manera. Con sutileza y brevedad, abordan las creencias de los ecuatoguineanos y sus consecuencias, la vida antes y después de nacer, la familia, la violencia doméstica, el amor y el terror. En estas páginas que se leen en menos de una hora, tenemos una excelente muestra de la literatura ecuatoguineana actual. La autora de Esa Malignidad, consciente o no, hace una irónica crítica sutil al alcance que pueden tener la ignorancia y las creencias sin fundamento en la vida de las
personas; invitándonos a reflexionar sobre nuestras conductas discriminatorias y los juicios de moral que emitimos constantemente como sociedad. Soy Mujer es un recordatorio de que nos hace falta redoblar esfuerzos contra la desigualdad y la violencia de género en nuestra sociedad. Para los amantes del terror, está Todo en un Mes. El Despertar de Bora nos vuelve a recordar lo importante que es apreciar lo que ya tenemos. Con Desperdicio de Sueños Rotos puede que le encontremos sentido a nuestra existencia en la Tierra.
Volviendo a las mujeres ecuatoguineanas como escritoras, además de María Nsué Angüe, Raquel Ilombe y Trinidad Morgades, existieron otras escritoras o aspirantes a escritoras en Guinea Ecuatorial durante las generaciones pasadas. Desafortunadamente, el trabajo de muchas se perdió con el tiempo, pero los nombres de aquellas que resultaron ganadoras en algún que otro certamen literario se encuentran en la lista de publicaciones de lo que fue el Centro Cultural Hispano Guineano, así mismo fueron recuperadas sus voces en la publicación de los Centros Culturales de España en Bata y Malabo, Letras femeninas en el viejo patio (2020). Al igual que las premiadas en esta edición, estas predecesoras dieron sus primeros pasos como
escritoras, pero por varias razones o circunstancias, abandonaron el hábito de escribir. Es precisamente por eso que para estas seis jóvenes noveles no basta con haber ganado esta edición del Guinea Escribe. Esperemos que no se encuentren con los mismos obstáculos que sus predecesoras anónimas; y en caso de que así fuera, que puedan superarlos y que sigan deleitando al público con trabajos de calidad.
Junto con las mujeres, están los que escriben poemas y relatos en las universidades, en las salas de los institutos de enseñanza primaria, secundaria y bachillerato. Pese a que algunos de estos son talentosos y tienen obras que cautivarían a los lectores, siguen siendo la gran porción sumergida del iceberg literario en territorio ecuatoguineano. El anonimato de muchos escritores jóvenes en Guinea Ecuatorial se debe a que no cuentan con suficientes recursos para imprimir sus obras con alguna editorial europea y anunciarlas con bombo y platillo como están haciendo los autoproclamados “escritores super ventas”.
Esta edición no sólo tiene de especial el que casi haya formado una antología. También está el hecho de que nuestras ganadoras son escritoras noveles que apenas se están dando a conocer, y esto es una particularidad del “Certamen de relato corto Guinea
Escribe, Premio Literario Fundación Martínez Hermanos” organizado por los Centros Culturales de España en Bata y Malabo. El rango de edad establecido en sus bases (entre 15 y 25 años) lo convierte en un espacio exclusivo para la generación actual de escritores. No me atrevo a decir que sería injusto poner a nuestros escritores “noveles” a competir con los escritores consagrados, puesto que algunos de estos chicos ya resultaron ganadores en certámenes más grandes como el Certamen 12 de octubre organizado igualmente por los Centros Culturales de España en Bata y Malabo, o el Miguel de Cervantes organizado por la Academia Ecuatoguineana de la Lengua Española. Lo que sí es cierto es que necesitan más espacios y promoción.
Puedo decir con toda sinceridad que los minutos que toma leer esta pequeña recopilación son más que merecidos.
Juliana MBENGONO Escritora
Noviembre 2024
ESA MALIGNIDAD
Emilia NZANG EWORO NCHAMA
GUINEA ESCRIBE IX
Fue que la vomité, nada más recibirla y colocarla junto al paladar, la expulsé, la escupí, o quizá la expectoré. Vomité el cuerpo de Dios con apenas cinco años.
Fui reprendido por aquello, golpeado. A los siete días el padre introdujo la ostia en mi boquita y repitió la letanía, “Cuerpo de Cristo”. Comprimí los labios y lo retuve. Di la vuelta y, en el pasillo, frente a todos, me sobrevino la arcada y volví a escupirlo. Los golpes aumentaron, así como las amenazas y amonestaciones por la burla impía.
Fue a la quinta o sexta vez que lo escuché por primera vez, cuando los lloros, palizas, súplicas y pavores se entremezclaron con el traje de los domingos, las misas y los sacerdotes, fue entonces cuando escuché por vez primera la palabra posesión. Para entonces, la pía bancada no iba a escuchar el sermón, ni a limpiar los pecados, únicamente había ojos para el aterrado chiquillo que caminaba tembloroso para recibir la ostia, la Forma Consagrada, la purificante comunión con el Creador, aquella fina circunferencia de pan que inexorablemente yo vomitaba, una y otra vez, por más esfuerzos que hacía, por más que apretaba la mandíbula, finalmente la náusea llegaba y la oblea terminaba siendo lanzada contra el suelo ante mi
aterrada mirada y la exclamación de sorpresa de los estupefactos presentes.
Yo rezaba, rezaba entre paliza y paliza, suplicaba a Dios que me ayudara, lo hacía entre las amenazas e insultos de progenitores y familiares, le rogaba al Señor que evitara que cometiera aquel sacrilegio, pero el Salvador no hizo nada, quizá ofendido por la desfachatez de un crío, me dejó solo y no me socorrió.
Llegué a desear la muerte cuando era arrastrado hacia la iglesia para que, esta vez sí, demostrara a todos que todo era una chiquillada y que los golpes y castigos me habían convencido de dejar de ejecutar tan atea acción. Pero no hubo suerte, ni una sola vez la hubo, la arcada, el vómito, la expectoración de la delicada lámina de pan continuó. Y así, las devotas voces y los fervorosos susurros, dejaron de usar el término travesura para utilizar el de posesión.
Los religiosos feligreses señalaron, primero como velado rumor y al poco como manifiesto clamor, que Satán había poseído mi inocente cuerpo con la insana intención de roer mi alma y aterrar a la comunidad con mis paganos gestos. Y no fue esta la precipitada opinión de un supersticioso vulgo, sino que fueron los hombres ordenados para celebrar el sacrificio de la misa, los sacerdotes, los que detectaron en mi blasfemo comportamiento al
comulgar la indudable presencia del Maligno. Con sus voces calmas y sus ademanes templados señalaron, más allá de cualquier duda razonable, que mi aversión por lo sagrado demostraba que Lucifer había elegido mi virginal organismo para alojarse. No había otra explicación para mis sacrílegos actos, no en un niño tan pequeño y miembro de una familia tan cristiana. Sin duda el Maligno había elegido, con la sorna que le caracterizaba, al más inmaculado de los miembros de la congregación para demostrar su poder y hacer visible su presencia, recordando a todos la permanente amenaza del pecado como opción del libre albedrío.
Mi cuerpo se convirtió en el campo de batalla donde se citaron el bien y el mal, y así los iluminados hijos de Dios procedieron, bajo la protección de la Cruz, a combatir a Satanás con la forma del exorcismo.
Las vejaciones, torturas y maltratos que mi poseída forma sufrió fueron incontables; jamás pensé que echaría de menos los golpes y amenazas sufridas antes de saber lo de mi posesión diabólica. No recuerdo el dolor, ni el miedo, ni el terror, no lo recuerdo porque lo mismo que la pituitaria con el olor, el organismo se satura, llega un momento en que se blinda y, para poder seguir funcionando, deja de sentir, deja de oler, y así, cuando el sufrimiento se
convierte en la única sensación y no tiene nada con lo que compararse u oponerse, dejas de sentir. No hubo suerte por parte del ejército cristiano, y por más tiempo y dureza que las huestes creyentes emplearon sobre mi pequeño cuerpo fueron incapaces de desterrar a Lucifer de mi interior. Una y otra vez, tras docenas de intentos, el Diablo continuaba escupiendo la Sagrada Forma cada vez que era llamado a comulgar, era esa su retadora manera de subrayar su poder sobre la debilidad humana ratificando su tenaz determinación a devorar las almas de los sobrecogidos feligreses. Era yo el elegido por el Anticristo para demostrar su superioridad sobre los seguidores de Jesús, era mi pequeña persona la escogida por el mal para rubricar la hegemonía sobre el bien, era mi indefenso ser la fortaleza en la que se atrincheraba el demonio, y desde la cual, hostigaría a los piadosos creyentes. Así lo entendió la buena gente cristiana y así lo ratificaron los tocados con hábito tras reconocer su derrota. Unos, de viva voz, y otros, con su silencio, corroboraron que algo maligno había en mí, en mi origen, algo maléfico en mi naturaleza, en mi constitución, en mi ADN, algo pecaminoso y perverso que había hecho imposible arrancarme a Satán, algo corrompido en mi esencia que hacía a Satanás invulnerable en mi organismo, por eso mi
elección por parte del Maligno y de ahí la derrota de los discípulos de Cristo, ¿qué otra explicación cabría si no?
Y así fui apartado, dejado, observado con recelo por muchos y con miedo por la mayoría. No fui tocado ni palpado ni siquiera rozado. No fui acariciado ni golpeado, simplemente fui repudiado. Cuanto ser debiera haberme querido o, al menos, haberme cuidado, se desentendió. Nadie de mi sangre me quiso, nadie quiso ser señalado como el progenitor del poseído, como la madre del embrujado, como el pariente del endemoniado. Nadie quiso ser mi amigo, ni siquiera mi compañero o colega. No hubo hombros junto al mío, ni brazos que me sujetaran, no hubo besos consoladores ni palmadas de ánimo, no hubo consejos ni ayudas, diría que hasta las mascotas me rehuían. Las miradas furtivas, los cambios de acera, los sobresaltos al percibirme fueron la constante mientras mi cuerpo se endurecía y crecía en reformatorios y correccionales. Y en todo ese tiempo sólo Lucifer estuvo conmigo, él jamás me abandonó.
Ahora, aquí, en el viejo barrio, junto a los parroquianos, junto a los creyentes y los píos, junto a los temerosos de Dios y los honrados ciudadanos camino o, más que caminar, troto.
Son las calles oscuras y la noche fría la mejor manta para cubrirme, son las aceras sucias y los muros garabateados la mejor alcoba, son las sonrisas de la puta y los vistazos del camello la mejor de las conversaciones, es el yonqui y su oscilación, el borracho y su inconsciencia, la indigente y sus harapos, la más noble de las amistades. Y soy yo, junto con mi negro gabán, el que salta y se hace sombra tras la farola moribunda, el que surge y desaparece tras la calleja orinada, el que desbarata el silencio con el ordinario taconear para, al instante, levitar como pisada de gato. Soy yo el que te ve. Para él todo ha terminado, Dios no está aquí, no está con él, y si lo está no interviene, me deja hacer. El cura se protege tras la ostentosa puerta de madera que cierra el piso heredado de su adinerada familia, cree que no debe blindarla puesto que todos le conocen y nadie daña al representante del Señor. Se equivoca. Satán está aquí, y él no teme al Creador. Y así la puerta es fácilmente forzada por las manos expertas y la condición maléfica. Y el pasillo oscuro y el silencio cristiano son violados por la figura del Maligno que camina por las estancias en la seguridad de que el sacerdote está solo, porque para eso el diablo ha observado, vigilado y, finalmente, decidido visitar al exorcista.
Podría haber sido silencioso, podría no haberse enterado; un corte en la garganta y todo hubiera terminado entre estertores agónicos e insonoros, pero a Satanás, a mí, me gusta la teatralidad, como a él, de manera que considero justo su despertar, su asistencia al acto en plenas facultades, su total atención de una manera consciente y lúcida.
Lo primero que hago es presentarme, soy el Maligno, aquel a quien fustigó en el cuerpo de un niño y a quien no pudo derrotar. Ahora percibo el miedo, huelo el terror, ese olor inconfundible que me retrotrae a la infancia. La sorpresa, la incredulidad y, finalmente, el dolor. Sí. Todo, absolutamente todo, como en la tierna niñez, salvo por una cosa, es el ungido el que padece, es el clérigo el destinatario del sufrimiento. Soy yo, el ángel caído, el que repite la oración exorcizadora mecánicamente como si de un mantra budista se tratara, la oración rememorada, aprendida de tanto escucharla y, mientras la pronuncio, los cortes surgen aquí y allá. Podría gritar, pero, ¿con qué lengua? Podría pelear, pero ¿con qué dedos? Podría, quizá, intentar escapar, pero, ¿cómo vería sin ojos?
He aquí el poder del mal que se hace cuerpo entre heridas laceradas y ríos de sangre. He aquí la ira de la bestia dibujando sanguinolentos pentagramas sobre las sábanas carmesíes. He aquí el
infierno y su amo invocando el apocalipsis sobre el ya irreconocible representante de Cristo. Y así el alma no puede liberarse, encerrada aún en el cuerpo torturado al que no se deja morir. Es esto maldad, una maldad pura, esencial, una maldad más allá de la animalidad, una maldad únicamente humana, mi maldad.
Son horas, muchas horas, pero no son los minutos los que miden el tiempo sino los gritos, son los chillidos ahogados los que contabilizo y sumo antes de que mis pezuñas hollen la calle y mi cornuda figura abandone el edificio. Es ahora que camino cubierto de espanto. Es la resonancia de mis pasos, el estrépito del que toca las trompetas del fin del mundo en la noche oscura como boca de lobo. Es mi sombra de serpenteante rabo la que cubre el sucio adoquinado un instante antes de que la pisen los cuatro jinetes y sus pestes.
Así el rabioso perro ladra, pero deja de hacerlo cuando mi enfundada figura surge tras la roída esquina. Y es la rata la que se esconde en la alcantarilla y el murciélago el que cambia de luminaria. Son las bestias irracionales las que me reconocen y asienten. Y es entre los hombres que los caídos y pecadores me reverencian y ceden el paso, así el matón detiene la calada junto con el parpadeo y el proxeneta interrumpe la conversación apagando
la sonrisa y el traficante aparta la mirada persignándose mentalmente. Soy yo, Lucifer, y mi palabra es fuego, son mis manos ardientes teas y mi saliva, lava incandescente. Cuídate de mí.
La pareja no ha escuchado nada, yace en la cama bajo el crucifijo colgado, seguros de que la cruz habrá de salvarles y protegerlos de todo mal.
Las imágenes de santos y los cuadros del Redentor no les avisan, nadie interrumpe su sueño para advertirles de que el señor de los malditos ha forzado su puerta y violado su cristiano hogar.
La somnolencia se torna pesadilla con la facilidad con la que la sangre se torna vino o la carne pan ácimo, y, en el tránsito, la voz del averno les anuncia la presencia de Satanás sobre sus yacentes figuras. Un Satanás con el rostro maduro del que fuera su primogénito, aquel al que vejaron, golpearon y abandonaron, aquel del que se apartaron para no ser infectados, está aquí, junto a sus pústulas y eczemas dispuesto a devolverles tanto amor.
Es el crujir de los huesos fracturándose bajo los golpes o quizá el chasquido de los sellos del libro rompiéndose a manos del cordero disfrazado de macho cabrío. Es el horror de la mujer de cuyo útero surgió la maldad amamantada que ahora la hiere y lastima. Es el pánico del progenitor varón que ve como su genética musculada y crecida ya no aguanta
los golpes entre infantiles lloros, sino que es él el que infringe el más duro de los correctivos. Soy Lucifer, mamá. Soy Luzbel, papá.
No hay dios ni amuleto en la estancia que evite que las lacrimosas pupilas observen su propio cuerpo quebrado o el ajeno horriblemente deformado. Es la cólera del más básico de los instintos, la venganza, modelada con aspecto humano la que brota con la violencia del golpe, con la ira de la patada, con la furia del cabezazo. Es la carne golpeando a la carne, es el músculo dañando al músculo, es el hueso quebrando el hueso, es la palabra de Dios invocando el ojo por ojo, el diente por diente. Es lo parido que daña a aquello que le dio vida para dañarlo. Es tal el horror, tal el pánico, tan grande el sufrimiento devuelto, restituido, que el tiempo se alarga en aquel cuarto fusionando la agonía de los creyentes y el rencoroso orgasmo del caído, mientras éste mira a los cielos retando al mismísimo Creador y a su legión de ángeles justos.
No hay tiempo ni medida cuando el dolor se causa o se padece, pero sé de su duración por la amenaza del amanecer cuando surjo del domicilio paterno. El frío me abraza con recelo y la soledad camina un paso tras de mí atemorizada. No emito sonido, ni produzco olor, soy el maldito, aquel que mata lo que le dio la vida. Desde el paraíso o el
Edén, desde el Olimpo o el nirvana, desde el cielo o el más elevado de los vergeles no hay ojo divino que no observe atemorizado el paso cadencioso de la criatura de Dios y escuche mi mascullar. Soy el pecado, los hombres lo detectaron en mí y me señalaron. Soy el Maligno, los representantes de Dios en la tierra lo revelaron y me marcaron. Soy el anticristo, el mismo Dios en el que creía y al que rezaba lo admitió y me ignoró. Así caminó sobre la Tierra a la espera de sentarme en el trono del infierno para lacerar las almas de cuantos me tocaron.
Es ahora que me diluyo por entre alcantarillas como sucio vertido, que pego mi cuerpo a las sombrías tapias para parecer tosca mancha, que me introduzco en malolientes pasadizos simulando ser plaga. Es ahora que camino en las sombras y huyo de la purificadora luz, que piso la basura de callejas alejándome de la pulcritud de las avenidas, que me cruzo sólo con nefandos y me oculto de los inmaculados ciudadanos temerosos de Dios. Es ahora que pienso quién soy y lo que acabo de hacer. He matado y torturado, y me he regocijado en ello. No sólo he hecho el mal, sino que he disfrutado con ello y no siento arrepentimiento alguno. He dañado a mis padres y a los sirvientes de Cristo. No imagino mayor maldad, ni pecado más grave. No
concibo un ser que tenga una sentencia más evidente el día del Juicio Final, y sin embargo, no todo es tan evidente.
Cuando llegue el día en el que Dios juzgue las almas en el instante en que se separan del cuerpo, y yo sea llamado, diré que no soy culpable, que no soy responsable de los pecados que se me imputan, que fui poseído, suplantado, que mi cuerpo fue ocupado por el mismísimo Satanás y mi noble y pura naturaleza mutada por la corrompida condición del Ángel de las Tinieblas y que, por tanto, es a él, al Maligno, al que hay que pedir cuentas por mis actos. Y, para reforzar mi alegato, haré llamar a cuantos beatos poblaban la iglesia cuando vomitaba la ostia consagrada y les haré repetir lo que dijeron y pensaron. Y, del mismo modo, citaré a los hombres de Dios para que, con sus alzacuellos y cruces, corroboren la infalible conclusión de posesión diabólica que emitieron en vida sobre mi persona. A todos ellos, incluidos padres y familiares, les haré ratificar frente al Altísimo sus sentencias sobre mi condición demoníaca. Así, resultará evidente hasta para el más torpe entendimiento, que yo no era dueño de mi voluntad y, por tanto, no responsable de mis actos. ¿De qué otro modo se entendería si no que la piadosa comunidad de ciudadanos cristianos insultara y rechazara a un niño de cinco años si no
fuera porque insultaban y rechazaban a satán?
¿Cómo se comprendería si no que los inmaculados representantes del Señor en la Tierra castigaran el cuerpo y la mente de un pequeño si no estuvieran, mediante exorcismo, castigando al propio Diablo?
¿De qué manera se podría entender si no que amantísimos padres y afectivos familiares golpearan y abandonaran a una criatura de su sangre si no fuera por su misericordiosa intención de alejarse de Satanás? Tanta gente no puede estar equivocada, y de estarlo el Todopoderoso se vería obligado a condenar sus almas, almas que le han sido fieles, almas que corresponden a sus seguidores. Sí, sólo habrá una sentencia posible en ese Juicio Universal, el de inocente.
Sonrío. Sonrío sentado en un oscuro rincón de esa marginal barriada que los hombres buenos construyen para almacenar a los malos llamándolo gueto. Ahora, aquí, bajo la lluvia, sonrío por la ironía que sustenta el mundo y porque yo sé algo que nadie más sabe. Lo que sé, lo sé desde hace poco tiempo, no más de veinticuatro horas. Siempre estuve seguro de mi condición de poseído, convencido de que Satanás ocupaba mi cuerpo y guiaba mis actos. Todos a cuantos conocía desde que tengo uso de razón así me lo aseguraron con palabras o acciones, ¿por qué habría de dudar? Sin embargo, la vida está
cargada de sarcasmo y no es sino una broma pesada. Y así, una noche igual que todas las noches, apoyas tu codo en la barra de un infecto garito y tu hombro, junto al de un borracho anónimo mientras te nutres de corrosivo alcohol, el parroquiano habla como han hablado miles antes que él, y tú oyes, pero no escuchas, puesto que no son más que historias beodas de perdedores que en nada te atañen, sin embargo, en esta ocasión, por azar, por casualidad, una de las frases inconexas que el alcoholizado compañero pronuncia eriza tu vello y detiene el flujo de tu torrente sanguíneo. Y así, le haces repetirla una y otra vez. El que fuera profesor de historia medieval y ahora es un andrajo ojeroso y cirrótico dice que en época medieval se quemaba a los celíacos puesto que su intolerancia al gluten les llevaba a vomitar la ostia al comulgar, y eso era entendido como prueba de demonización.
Soy celíaco y eso ha matado a mis padres y al sacerdote. Curioso. Mientras fui Lucifer no les dañé en la seguridad de entender su proceder, pero al conocer la verdad y saberme soberano, el deseo de venganza me ha saturado. Resulta sarcástico que no les causara daño bajo mi condición satánica y sí bajo mi condición humana. Y esto me hace pensar en que si yo fuera Dios, quizá dejaría de temer al diablo para cuidarme del homo sapiens sapiens.
DESPERDICIO DE SUEÑOS ROTOS
Esther OBONO MEÑAN NNEMKUM
GUINEA ESCRIBE IX
Me aterró la manera en que me arrebataron de mi madre. Mientras oía sus desgarradores gritos (sí, podía reconocer su voz), había estado tanto tiempo en mi hogar dentro de ella que podía reconocerla con los ojos cerrados, aunque en parte es porque nunca la he visto en persona, escuchaba su voz todo el tiempo ¡y cómo hablaba! No me dejaba dormir, su voz se volvió un arma de tortura cuando se me formaron los oídos.
Pero comparando la forma en que me sacaron de ella, su voz era el cielo ¿aquí es donde empieza el sufrimiento del ser humano? Dicen que la madre se lleva la peor parte del parto, ¡pero es que no recuerdan lo aterrador que es nacer! Si de la noche a la mañana se levantaran en un lugar tétrico, con gente desconocida alrededor mientras su madre está gritando, dudo que se rieran tanto.
Traté de quejarme, pero de mi boca no salían palabras entendibles si no un llanto.
¡Está llorando! Es una buena señal dijo el hombre que me tenía en brazos.
¿En qué mente retorcida cabía que si un bebé lloraba era algo bueno?… ¡monstruos! Con razón se quejaban aquellos que volvían.
Es un niño.
Me limpiaron antes de entregarme a una mujer sudorosa que estaba jadeando, supuse que era mi
madre, por eso me calmé. Sus ojos estaban llenos de lágrimas pero estaba sonriendo, ¡menuda contradicción!
Bienvenido al mundo, Fructuoso Mbá dijo ella . Parecía feliz.
Tal vez lloraba por el nombre tan feo que se veía obligada a ponerme.
Soy tu mamá.
Ya me había dado cuenta.
Una de las mujeres presentes me tomó de nuevo en brazos, parecía revisarme. Me quedé dormido, estaba cansado, era mi primera vez en el exterior, mi primera vez respirando aire, mi primera vez junto a otras personas; demasiadas experiencias nuevas para mí.
¡Qué niño tan feo! exclamó una voz masculina.
“Fea tu opinión” pensé molesto mientras abría mis ojos, ¡vaya forma de despertar a un recién nacido! Me había dormido por unos minutos y acabé despertándome en una sala diferente y en brazos de otro desconocido. ¿Era este ser joven y horripilante mi padre? Me habían enseñado que todo bebé tenía
un padre y una madre y esperaba que este ser no lo fuera, ya me había empezado a caer mal.
¿Por qué estás enojado? ¡Deja de poner mala cara! dijo una mujer mayor que tampoco conocía, pero me sonreía tanto que me incomodaba. No podía pensar en sonreír si me despertaban con insultos y gritos, así que me puse a llorar.
¿Qué le pasa? preguntó preocupada mi madre.
¿Qué tonterías estás haciendo? Los hombres no lloran dijo el joven desconocido, pero continué llorando . Escucha lo que te digo ¡eh!, que soy tu tío; no me faltes al respeto.
Tiene hambre aseguró la anciana . Entrégale a su madre.
Sin rechistar, mi “querido tío” me devolvió a mi madre, así que supuse que esa anciana era mi abuela; no me calmé a la primera esta vez, seguía enojado, hasta que ella (mi madre) se sacó una parte de su cuerpo y me lo puso en la boca. Al principio, no entendía, pero poco a poco empezó a gustarme lo que estaba probando.
Tienes suerte de que el niño toma leche de pecho, porque si no fuera así, ten por seguro que moriría de hambre ya que no tengo ni 100 FCFA para manteneros a los dos, apenas puedo pagar el hospital dijo la anciana; se la notaba disgustada.
Lo siento dijo mi madre con una voz casi no perceptible.
Pedir disculpas no arregla nada, Silvia. Dinero, necesitamos dinero continuó la anciana , y el inútil de tu novio ni viene a ver a su hijo ni nada. ¿Qué espera? ¿Que le llevemos a su casa el bebé? ¡Qué cómodo, eh!
Mamá, no es el momento ni el lugar, por favor dijo disgustado mi tío . Acaba de parir, lo que menos necesita ahora son reproches. Por un momento mi enojo hacia él se había calmado, le agradecí por defender a mi mamá y, sobre todo, por haber conseguido que se callaran; necesitaba dormir. * * *
Con el tiempo me empecé a acostumbrar a mi nuevo hogar. Al final, mi padre no vino a verme, así que mi abuela le reprochó a mi madre la situación durante horas, como si de ella dependieran las acciones de los demás. No me gustaba verla triste, así que yo también me puse a llorar por la incomodidad que se vivía, otras veces, intentaba sonreír para animarla, pero solo funcionaba por unos minutos; después seguía llorando, culpabilizándose de la situación.
¡Mi amiga del alma! entró exaltada una muchacha al dormitorio donde me encontraba con mi madre. Era su mejor amiga, ya había venido el día anterior, era una persona muy ruidosa.
Hola, Pilar. ¿Qué has traído a tu bebé hoy? preguntó mi madre sonriendo o, al menos, lo intentaba.
¡Ay, Silvia, no me hagas eso! Sabes que no tengo dinero ahora se quejó ella mientras me tomaba en brazos y me acunaba. Ruidosa y pobre, qué buena madrina eligió mi madre, aunque no la culpo, si no sabe elegir un nombre, ¿cómo podría elegir una buena madrina?
¿Qué tal todo aquí en casa?
Más o menos suspiró . Mamá no deja de culparme de la irresponsabilidad de Pedro; fue un buen novio, ¿cómo iba a saber yo que sería un mal padre? ¿Acaso la culpo yo de mis errores?
Eres menor de edad Silvia, es normal que se altere por esta situación, te has quedado embarazada a temprana edad, has pausado tus estudios y ahora ella tiene que cuidar de ti y de tu hijo, no es poca cosa.
Sé que cometí un error y lo estoy pagando, pero que ella también me entienda, ya tengo a mi conciencia en mi contra, no la quiero de enemiga; es mi madre.
No deberías ser la única que sufre por esto…
No te preocupes, ya me enteré de que mi hermano le fue a dar una paliza a Pedro por no querer cuidar de su hijo; no arregla nada, pero de cierta forma me alivia un poco…
¡Pero no digas esas cosas delante del niño! comentó Pilar riéndose.
Que no se preocupe por mí, cada vez me va cayendo mejor mi tío.
Estuvieron riéndose un rato hasta que entró mi abuela y me quitó de los brazos de mi madrina pobre. Se detuvieron las risas.
¿No sabéis hacer otra cosa que charlar? les reprochó enfadada el niño ya tiene que bañarse y no le atendéis, ¡pobre niño! Si dependiera de vosotras, no sobreviviría.
Salió del cuarto y me llevó a la cocina, donde empezó a desvestirme para darme un baño, cosa que, más bien, parecía una excusa, la verdad.
No la entiendo se decía a sí misma mi abuela , ¿cómo puede estar tan feliz en una situación como esta?, ¿acaso no se da cuenta de que acaba de malgastar su vida? ¿No conoce mi historia?
Todo lo que he sufrido para poder criarlos, ¿por qué tuvo que cometer el mismo error que yo? Tiene que tener conciencia de sus acciones y consecuencias, pero parece que no escucha ni le importa…
“Ninguna de las dos escucha a la otra”, pensé.
“O, tal vez, no usan las palabras correctas” dijo una voz que parecía responder a mis pensamientos.
¿Qué? ¿Puede oírme?
“¿Quién eres?
“Tu padre”.
“¿Pedro Esono?” pregunté sorprendido y la voz se burló de mi comentario. Yo escuchaba la voz, pero parecía que mi abuela no, seguía con su tarea de limpiarme innecesariamente.
“Vine a hablar contigo porque te noto un poco perdido, así que vine a recordarte las instrucciones”.
“¿Nos conocemos?”
“Es a mí a quien veis antes de bajar a la tierra, yo te hice”.
De pronto me acordé. Antes de nacer estaba en un bello lugar con otros niños, sin pleitos ni quejas, sólo me divertía…
“¿Hice algo malo? ¿Por qué me sacaste de mi hogar?”
“Tú me lo pediste. No lo recuerdas, es normal. La leche hace que te olvides de tu pasado hasta que llegas a un punto en que ya no sabes ni quién eres ni cuál era el propósito de tu venida a este mundo”.
“¿Cuál es mi propósito?” Me pregunté curioso sobre cómo iba a ser capaz de dejar un lugar tan hermoso para entrar en una familia pobre y con problemas.
“Eres un joven talentoso e inteligente, Gabriel, supiste de la situación de la mujer que es tu madre, ella también bajó con un propósito, pero fracasó y tú viniste a ayudarla para enderezar su camino, no será fácil, pero te dejaré las herramientas para que lo consigas, depende de ti lograrlo aunque no lo recuerdes”.
Las palabras de la voz me dejaron pensando y, mientras escuchaba los lloriqueos de mi madre por otra noche consecutiva, me preguntaba si había sido valiente o estúpido bajar al mundo. Es cierto que ella necesitaba ayuda, pero ¿yo era el indicado? ¿Qué vi en ese momento que me convenció de venir a ayudarla?
…Eres una estúpida… eres una estúpida se decía mi madre así misma llorando . ¿Dónde está esta inteligencia de la que tanto te halagaban en clase si no eres capaz de tomar buenas decisiones? Pero llorar no sirve de nada, ya tienes un hijo, Silvia, debes hacerte responsable.
Ella me tomó en brazos, yo me hacía el dormido, me gustaba la sensación de sus abrazos y caricias.
Debo aprender a hacerme responsable de mis actos, sin importar las consecuencias sonrió . Para empezar, te cambiaré ese horrible nombre, da igual que así se llamará mi abuelo; tu nuevo nombre será Gabriel, porque eres mi ángel, te amo, voy a hacer todo lo posible para cuidar siempre de ti.
“Yo también te amo mamá por eso vine a cuidarte”.
SOY MUJER
Beatriz MBASOGO NGUEMA ADA
GUINEA ESCRIBE IX
Amor, eso que muchas bocas pronuncian, pero que pocos corazones sienten.
Retraída al borde de la cabecera de la cama estaba sumergida en mis cavilaciones recreando el momento de felicidad exquisita, aunque breve, que viví en los brazos de Carmelo. Fruto de las sensuales y tentadoras temperaturas de invierno, donde los deseos carnales cobran vida adhiriéndose al contacto físico. Recuerdo que rozó su mentón con la piel desnuda de mis hombros descubiertos, deslizó sus manos en mis senos y me beso con intenso fervor desencadenando una explosión química que encendió mis impulsos lascivos; silencié mi cordura y caí postrada en los dominios de un felino hambriento que devoraba su presa más fresca.
“Y en las intensas penumbras de la noche, recorrimos un mapa de fantasías llenas de misterios donde cada caricia desenroscaba pasiones nuevas, con el aire vibrando en la intimidad, la piel erizada, la mirada seductora y penetrante que encendía fuego a mis entrañas, susurros entrelazados, latidos que palpitaban al ritmo del compás, gemidos que no hacían paz, sin límites ni tabú en un duelo prohibido donde la victoria te llena de sudor placentero. La sintonía de nuestros cuerpos se dejó llevar en este momento; le había entregado mi virginidad a mi primer y único amor”.
Nací y crecí sometida a los estatutos de un hombre dictador e intransigente. Mi padre: un señor muy esbelto de constitución alta, piernas arqueadas, hombros anchos, tez morena y mirada penetrante. No lucía una enorme barriga cervecera a pesar de su decrépita edad. Casado desde hacía 30 años con mi madre; una mujer mestiza muy hermosa de ojos azules, melena rizada, sumisa y tradicionalista. Años después, prescindí de la privacidad de mis padres aprendiendo como neófita, a desenvolverme en una ciudad de la que fui privada mientras vivía exiliada en las mazmorras de mi padre. Aparentemente, todo iba bien, pero sentía que un antídoto insólito debía sazonar mi vida; un compañero sentimental. Pero me había sobrevalorado tanto por la influencia que mis padres habían ejercido en mi desarrollo. Ya que, por defecto, una mujer inteligente y de bello parecer tiende a sobrevalorarse en una sociedad en la que se pregona la estupidez por las calles, en las mentes jubilosas llenas de necedad que se vanaglorian de sus imperfecciones y en aquella sociedad encajan mejor aquellos que son de menos valía. Pasaba el tiempo y nadie había logrado llamar mi atención, hasta que en las cálidas temperaturas de enero apareció un caballero abstruso que indudablemente, cavó en el desértico sendero de mis
emociones, un manantial de aguas dulces del que sólo él podía saciarse. Fue así como en la inmadura juventud, sensaciones nuevas se anegaron a mi obstinado y hermético corazón inmaculado, ascendiendo eufórica a la cúspide de la pasión, absorta por el deleite de un amor inmaduro. Al azar, me lancé a la experiencia aterrizando en un terreno ignoto a mis acostumbrados sentires, siendo cautivada con palabras lisonjeras que me enroscaron en un ovillo de nostalgia. Lo que iba a ser un devaneo efímero, se convirtió en un amor obstinado y me casé con un joven abogado muy apuesto de constitución alta y modales corteses que desprendía un aura dominante mientras sonreía con suficiencia. Así me enamoré de su carácter apacible y su sonrisa aparente cuando las aceleradas pulsaciones de mi pecho silenciaron el ´´NO´´ y contribuyeron a un ´´SI´´ dejándome convencer por las simuladas agudezas del amor. Nuestros primeros meses como cónyuges se consumieron con delicada satisfacción donde las frecuentes veladas nocturnas eran un ritual mágico lleno de placeres extasiados. En las mañanas me levantaba apreciando el despertar del sol y el aroma matutino me restregaba que debía concebir. En silencio codiciaba la sensación de ser madre, ya que solo podía serlo en
mis sueños porque en esta dimensión se me fue denegado.
Carmelo y yo anhelábamos procrear, pero pasaban los meses, los años y, tras una década de intentos fallidos, nuestros ánimos fallecieron en la trayectoria. Era estéril y no podía concederle una descendencia a mi esposo, y el fuego que se encendió cuando un día me dijo: “tienes una linda voz al cantar, y bonita al hablar”, se fueron apagando y mis atenciones no lograban atizar sus llamas. Como un niño rechazando un videojuego o una prenda pasada de temporada, se aburrió de mis besos, mis caricias y mis abrazos, buscando cobijo en los brazos de otras mujeres.
Ya todos sabemos que un hombre casado o soltero, de gran fortuna y de bello parecer, es atractivo a los ojos de cualquier joven casadera; esta verdad está tan arraigada que ya nadie se asombraría de que contrajese matrimonio con una segunda, tercera o cuarta esposa. La unión que iba a ser un tándem, se convirtió en un tridente cuando Carmelo se desposó por segunda vez con una mujer más joven y menos inteligente.
El hombre mal encarado que yacía semanas atrás en mis aposentos, había desaparecido y en su
reemplazo había renacido uno más meloso privándome de su presencia.
Mística, la nueva mujer de Carmelo, se convirtió en su huevo dorado siendo la anfitriona que recibía sus atenciones; esta mujer sórdida se entregó a la ardua tarea de acechar mis pasos con miradas serpenteantes y tiraderas ofensivas haciéndome sentir irrelevante.
A pocos meses de casados, se quedó embarazada y dio a luz a unos gemelos muy hermosos; y la llegada de estas dos criaturas fue un himno de júbilo que resonó por el vecindario. Al rato de llegar al mundo los gemelos, volvió a quedarse embarazada y nueve meses después, la vida les regaló una niña, seguido de otro niño, culminando con la expedición cuando alcanzó cuatros hijos.
Mi único consuelo era Dulce, mi sobrina, bajo cuya responsabilidad me dejó mi hermana cuando se fue a España. Ella era la niña que tanto quise tener, pero no era la que mi marido deseaba.
En las noches hundía mis lágrimas en la almohada y, al cubrirme con las sábanas, resucitaba la atmósfera tediosa que cubría la piel desnuda de mi alma silenciando los insistentes ruegos y cadenciosos sollozos que clamaba mi corazón y silenciaba. Mi cuerpo abrigado tiritaba de frío, sin hallar consuelo porque las manos que me auparon del charco, habían
silenciado su custodio encontrando goce en otra alcoba. Nunca había experimentado un silencio tan ruidoso. Cuando la nostalgia me servía en un pedestal amargo, me acordaba de lo felices que fuimos mientras era cortejada por un joven que me encontraba atractiva y perfecta. Hasta encontraba una extraña felicidad en los días en que el bosque agreste de Ebibeyín parecía un jardín de capullos a la espera de nuestros besos para completar su eclosión. Las aves que entonaban melodías místicas que resucitaban mis pasiones dormidas, ahora infundían terror y desamparo para tristeza de mi alma. Todo el gusto por la naturaleza se desvaneció a causa de la desdichada esterilidad que me llegó de sopetón mortificando mi existencia.
Mi relación con Mística no fue amena y nuestras disyuntivas fueron cada vez más en aumento por causa de su hostilidad. Un sábado, después de presenciar una diluvial atmósfera alborada, la tormenta bramó y se formaron estanques de aguas en el patio, cuando sus hijos se posicionaron en su escena de juego amenizando un partido de futbol, les pedí que se retirasen, pero por rebeldía y terquedad ignoraron mis órdenes. Dulce, que salía de la abacería a hacer un recado, fue por un balonazo lanzado por uno de los gemelos,
consiguiendo que se manchara su vestido magenta. Adoptando un rostro airado, Dulce le propinó dos bofetadas y el niño se dirigió a la casa de su madre como un perrito herido.
Estos alaridos sobresaltaron a Mística, que estaba en su cocina preparando lo que debía ser la cena de esa noche. Jadeante y vigorosa, salió al encuentro como perra reclamando los derechos de su hijo, irrumpió en mi cocina sin ánimos de entablar una conversación. Primero me fulminó con la mirada y se dirigió hacia Dulce devolviéndole la misma ración de bofetadas que había recibido su hijo y un extra de dos coscorrones. Tras ver eso, la eché de mi casa en un arrebato de enojo. Pero, por desgracia, no le tenía afición al silencio y sacó a relucir su desagradable don con las palabras. Eres una desgraciada y amargada, por eso Carmelo volvió a casarse. Poca mujer que no sirve para nada… ¡maldita estéril!
Una persona parca en palabras no era rival para otra lenguaraz. Discutir con ella era un desgaste inútil de energía. Por cotilleo, los gritos de Mística atrajeron la atención del vecindario que se agolpó hechizado por los insultos que emanaban de sus labios. Estaba a punto de retirarme cuando pronunció la fatídica ¡maldita estéril!
Ya no pude contenerme. Fue repentino, instantáneo. Voltee la cabeza porque “maldita estéril” fue la estaca que vino a colmar la mota de paciencia que reservaba en mi pecho. Y, con ímpetu, le propiné cuatro bofetadas consecutivas, la alcé como un saco de arroz y la lancé al suelo, arqueé la espalda mientras hundía su cara en un charco de agua. Cuando agarré de sus rastas, sentí cómo se le arrancaba el pelo pegado a las trenzas y contuve una sonrisa maléfica de satisfacción, asegurándome de que esta paliza haría mella en su rostro. Los vecinos disfrutaron del combate por buen tiempo hasta que una cuñada nuestra me sujetó del brazo y me condujo a mi cocina. Vejada, Mística salió del suelo precipitada como una exhalación.
A la noche llegó Carmelo, quien se dirigió primero a la casa su favorita y después a la mía. Aprensiva en un dilema, me encontró recostada en el dormitorio con la mirada en el vacío y me saludó con un puño, que fue a posarse en mi ojo izquierdo. Cuando agarró, airado, mi pelo, descubrió que lo que llevaba puesto, era una peluca. Furioso de perder su objetivo, tiró del cinturón que llevaba y me azotó con latigazos por todo el cuerpo. Usé mis manos de escudo para protegerme la cara. Mientras retrocedía, tropecé y me caí de espaldas al suelo. Empezó a golpearme con la punta de sus botines por todas
partes y en los costados. Después, perdí el conocimiento.
No sé cuánto tiempo transcurrió desde la última vez que me sabía consciente. Solo me veo despertando en la sala de urgencias del hospital General de Bata.
Mi sobrina estaba sentada en un taburete junto a la cama con la cabeza gacha y las lágrimas deslizándose de sus regordetes ojos marrones. Con la voz entrecortada como un disco rayado, rompió el silencio.
Ma ma mamá con indeseada tristeza desbordante se acercó, me apartó un mechón de pelo que me cubría las cejas y lo colocó detrás de la oreja, entrelazó sus dedos con los míos y recostó su cabeza en mi pecho.
Volteé la cabeza para ver si había otro acompañante con ella y me llevé una enorme decepción al percatarme de que estaba sola. Entonces, entendí que en mi matrimonio era la tercera pata de la gallina que no hacía falta. Recordé lo devota que le fui a mi matrimonio. Había sido la mujer que amaba, pero no podía concebir y decidió buscar a la mujer que necesitaba. Pero la necesidad se convirtió en amor sin importar las imperfecciones de su esencia. Si la necesidad podía hacerle feliz poblando su morada al darle
descendencia, el amor pasaría al raíl contrario donde el poco cariño que le quedaba, se lo donaba como paga de su presencia.
Soy mujer y el hecho de concebir o no, no me hace ser menos mujer.
EL DESPERTAR DE BORA
Anastasia Carmen ABOGO ASUMU EZUGU
GUINEA ESCRIBE IX
Dicen que, a veces, los cambios pueden suponer grandes ventajas, oportunidades para descubrir y explorar nuevas sendas, sin duda, un nuevo comienzo como diría mi madre, y yo, al igual que ella y un mayor porcentaje de la población mundial, soy partidaria de este tipo de pensamiento positivo, aunque he de reconocer que los cambios me asustan un poco, pero más me asusta adaptarme a ellos.
Desde que tengo memoria llevo escuchando un montón de experiencias de gente que se ha mudado de un lugar tras otro. En el instituto, mis compañeros no paraban de hablar de lo geniales que eran los lugares a los que se habían estado mudando con sus familias a lo largo de los años y en lo maravillosa que era la gente a la que habían conocido y, sinceramente, ya empezaba a hartarme de escuchar lo perfectas y divertidas que eran sus vidas en comparación con la mía, que parecía ser monótona y aburrida como para llamar la atención, hasta que en una tarde, mis padres me sorprendieron con una noticia que cambiaría mi vida por completo. Desde que mis padres y yo nos mudamos a ese pequeño y aburrido pueblo, la relación entre nosotros no ha hecho más que enfriarse; estoy descargando mi mal humor en ellos y, de vez en cuando, hago un comentario sarcástico cada vez que intentan pintar
como algo bueno el hecho de habernos mudado a este pueblucho. Sé que ellos quieren lo mejor para mí y que están haciendo su mayor esfuerzo para adaptarse a este nuevo cambio, porque ellos, al igual que yo, lo han dejado todo atrás e incluso más que yo, para rehacer nuestras vidas. También sé que me estoy comportando como una niña caprichosa y egoísta al pagar con ellos la frustración que siento desde que llegamos aquí, pero no puedo evitar tener este tipo de sentimientos, no puedo evitar estar cabreada con toda la humanidad. ¿Por qué parece ser que soy la única a la que le suceden cosas malas?
¡Odio este lugar! ¡Ojalá desaparezcan todos y me dejen vivir por mi cuenta! Grito desde lo más profundo de mi ser cada vez que siento que todo se me echa encima, eso me ayuda a sentirme mejor por unos instantes, pero si lo pienso detenidamente, dudo mucho que pueda disfrutar viviendo en un mundo siendo consciente de que soy la única especie superviviente, sería demasiado solitario y aburrido.
Todas las mañanas me levanto de madrugada, hago un poco de ejercicio que mi vida se haya vuelto mucho más aburrida de lo que era antes no significa que deba descuidar mi aspecto físico, eso jamás ; repaso mis apuntes de clase, me dedico a los quehaceres domésticos, plancho mi horrible uniforme que consiste en una falda lisada corta de
color negro y una camiseta blanca con botones y mi nombre bordado con hilo negro en la parte izquierda de mi pecho, Bora mi nombre es bastante peculiar teniendo en cuenta que no es propio de nuestra cultura sino que es de origen asiático, ya que, al parecer, mi madre ama «la riqueza cultural coreana» y como súper fanática que es y amante de los colores, me puso ese nombre que en español significa «púrpura», un gesto muy adorable de su parte; sin embargo, a mí no me hace mucha gracia, y no es porque odie mi nombre, al contrario, me encanta que sea más original que el gran porcentaje de nombres que tiene la mayoría de la gente de nuestra sociedad. Lo que odio más bien, es que desde que llegué a este instituto mi nombre no deja de ser el motivo de muchas burlas por parte de algunos de mis compañeros que, en ocasiones, parecen más infantes que adolescentes de diecisiete años a punto de acabar su último año de instituto, un paso más cerca de convertirse en universitarios adultos. Y pensar que de aquí a un par de meses llegará el gran día de la graduación, me siento más estresada. Me doy una ducha refrescante, me pongo el uniforme y, finalmente, me preparo el desayuno y como sola, prácticamente es así todos los días debido a que mis padres no suelen ser muy madrugadores como yo. A eso se reduce mi aburrida ysolitaria rutina.
Me despierto con un leve dolor de cabeza y me froto perezosamente los ojos, los cuáles abro lentamente para cerciorarme del lugar en el que me encuentro. Con la mirada fija en el techo, me incorporo de la cama, después la bajo para escanearlo todo a mi alrededor; estoy sentada en una cama con sábanas color morado con una fragancia floral y es realmente cómoda, entonces me doy cuenta de que estoy en mi habitación, la misma habitación en la que llevo durmiendo desde hace un par de semanas. Estando ya completamente despierta, piso con mis pies descalzos el frío suelo cubierto por unas baldosas de un tono gris muy pálido que se esparcen por toda la estancia; hoy hace más frío de lo normal y eso que estoy bastante abrigada. Me estrujo a mí misma mientras camino hacia la mesa de mi escritorio para coger mi móvil y ver la hora, son poco más de las tres de la mañana, ¿tanto he dormido?
Lo último que recuerdo es haber entrado a mi habitación hecha una furia y después tirarme a la cama, no sé en qué momento me he sumido en el sueño. Con frustración sacudo mi cabeza y, al instante, me quedo quieta y callada para después darme la vuelta lentamente; no se escucha ningún tipo de ruido o sonidos que se producen durante la
noche... es bastante sospechoso, pero, no obstante, me armo de valor y doy unos pasos muy sigilosos hacia la puerta para así activar el interruptor que se encuentra en la pared contigua; pulso varias veces el interruptor y no hay rastro de electricidad, la calefacción tampoco funciona y en cuestión de segundos mis alarmas se disparan. ¿Qué diablos está sucediendo? Maldigo para mis adentros. Me dirijo rápidamente a la habitación de mis padres y, al llegar al lugar, me llevo una gran sorpresa: la habitación está vacía, no hay rastro de mis padres por ningún lado; siento como si mi corazón estuviese a punto de salirse de mi pecho y quebrarse en mil pedazos que no creo poder recomponer. Una parte de mí intenta convencerse de que todo esto forma parte de una broma pesada, que nada de esto es real, pero, ¿cómo no creer que no es real si no veo a mis padres apareciendo desde algún punto de la habitación gritándome con caras sonrientes que es parte de una broma? ¿Acaso al pedir con tanta insistencia que desapareciese todo el mundo mi deseo se ha hecho realidad? Fui tan egoísta que sólo pensé en mí sin importar lo que les sucediera a los demás. Con la esperanza de que mis padres se encuentran fuera, salgo disparada de su habitación dirigiéndome a las escaleras, las cuáles bajo a toda velocidad sin importarme el hecho de que podría
tropezarme y hacerme daño; en el transcurso me caigo de bruces torciéndome el tobillo en el acto. Permanezco boca abajo un par de minutos, después me arrastró por el suelo hasta dar con una pared y recostarme en ella para tomar aire; sin embargo, no puedo ignorar cómo palpita de dolor la zona de mi entrecejo y mi nariz que aterrizó en el suelo hace tan sólo unos minutos ni el terrible dolor que se produce en mi tobillo derecho, duele bastante. Gimo mientras me retuerzo de dolor en el suelo y de mi nariz empieza a brotar sangre; creo que me la he roto. A duras penas, me limpio la nariz con el dorso de mi mano derecha y me pongo de pie cojeando hasta llegar a la puerta principal, no me molesto en mirarme al espejo incrustado en la pared, seguramente debo de tener un aspecto tan deplorable y terrorífico que asustaría a cualquiera. Dejo la puerta abierta de par en par y caminó con dificultad y fuerzo mi vista al frente, después por los lados; no visualizo a mis padres, y es entonces cuando asimilo que todos han desaparecido. Camino sin rumbo fijo porque sé que no necesito voltear para saber que nadie aparecerá en la entrada principal esperándome con una gran sonrisa en la cara, esos días quedaron en el pasado, en el olvido; ya nada volverá a ser como antes, ahora ésta es mi nueva realidad.
Me permito gritar libremente, vocifero hasta no poder más porque sé que nadie me oirá, todos se han desvanecido por mi culpa, nunca podré perdonarme por ello. Ya no me quedan lágrimas para llorar ni fuerzas para mantenerme en pie y, en un abrir cerrar de ojos, me derrumbo a mitad del camino y poco a poco mis párpados comienzan a cerrarse, sumiéndose en una profunda oscuridad que de seguro me lleva al abismo.
Me despierto sobresaltada y me incorporo de la cama a una velocidad increíble, siento una fina capa de sudor cubrir mi frente e instintivamente me palpo la frente con una mano y con la otra el tobillo para comprobar que todo está bien y, afortunadamente, todo está en su lugar; sin embargo, el alivio que siento es sustituido por el terror y, sin pensarlo ni una milésima de segundo, me voy corriendo directamente hacia la habitación de mis padres. En el trayecto, las lágrimas se me acumulan tanto en los ojos que mi visión se vuelve un poco borrosa. Para cuando llego a su habitación, estoy jadeando, por tanto, me inclino para tomar aire, después alzo mi vista hacia al frente y les veo durmiendo plácidamente abrazados. Me invade una gran felicidad que me hace derramar lágrimas como si fueran cascadas; poco después, detallo la estancia y mis ojos parecen a punto de salirse de su órbita
porque no pueden creer lo que están viendo, me tapo la boca con las manos, pero se me escapa un sollozo.
¡Oh Dios mío! ¡Es la antigua habitación de mis padres! Eso significa que... seguimos viviendo en nuestro antiguo, pero acogedor hogar en donde he pasado mis hasta ahora diecisiete años de vida. Eso quiere decir que la mudanza, el distanciamiento con mis padres, mi rutina diaria, el nuevo instituto, la desaparición de mis padres, la caída... ¿todo fue parte de una pesadilla? Pero, se sentía muy real, de verdad. Estoy tan pletórica que no me importa que mis padres se despierten ahora y me confundan con un ladrón o un asesino en serie. Y, con esto en mente, sonrío y me deslizo por la pared cerrando mis ojos.
TODO EN UN MES
María del Carmen EPATA OPO
GUINEA ESCRIBE IX
Amaneció el 9 de mayo, la madre de Celia cumplía 43 años de edad, un sol radiante iluminaba el barrio e incitaba una gran fiesta. Jeremías, su marido le deseó feliz cumpleaños con un beso en la frente y el desayuno en la cama. Todos empezaron a planear la fiesta sorpresa de la madre, incluso Celia, pero la diferencia estaba en que ella preparaba la despedida de su madre de este mundo. Mientras mamá se iba a trabajar, los demás preparaban la fiesta repartiéndose las tareas: Jeremías, el padre, se encargaba de arreglar el jardín para la fiesta (cortar el césped, regar las flores, podar los arbustos...etc.) mientras le decía a Lily, la pequeña de la casa, dónde colocar los diferentes adornos, entre globos de colores y guirnaldas de papel. Celia estaba en la cocina preparando los aperitivos para la fiesta, pero dejando la tarta para el final, pues tendría un ingrediente secreto. Acabó de preparar los entrantes y se sentó en un taburete de la cocina mirando por la ventana cómo el viento rozaba las hojas de los árboles del jardín mientras unas voces en su cabeza le decían: "Celia, casi está hecho, pronto acabaremos con esto". Ella asintió y de repente su padre entró en la cocina. Oye, Celia, ¿has acabado con esto? En vez de estar ahí sentada deberías preparar la tarta de tu madre; están a punto de llegar los invitados.
El padre salía de la cocina cuando Celia se levantó cabreada y cogió su móvil, mientras hacía una llamada, volvió su padre y le gritó: ¡A ver si te pones algo más colorido! Te pasas la vida vestida de negro, esto es un cumpleaños no un funeral; seguro te vistes así por el color de tu alma su padre se fue.
Celia se quedó sola y pensó en que su padre tenía mucha razón, se vestía de negro por el estado de su alma, un alma oscura que cada vez odiaba más su existencia.
Esto, en realidad, sí es un funeral; pero tú aún no te has dado cuenta pensó ella.
Salió de casa en busca de su ingrediente secreto para la tarta, pero cuando salió por la puerta, ya no era la misma Celia; se había transformado en lo que era por dentro: oscura.
Los demás estaban entusiasmados con la fiesta.
Romy, el hermano menor, llamaba ansioso a los invitados para confirmar su asistencia, Lily acababa de decorar el jardín junto con Marcos, el mayor, y el padre.
Celia estaba ya en el aparcamiento de la empresa de su madre, estaba a punto de llamarla por el móvil cuando se le vino un pensamiento: debería dejar esto antes de que pase algo más. Pensó ella,
pero sus voces ahogaban su razón y tecleaba sin saber a su madre:
Mamá, estoy abajo, ¿te acercas?
Sí, mi amor. Ahora bajo, pero ¿qué haces aquí?, ¿pasa algo?
Nada, mamá. Sólo, baja, ¿vale? Respondió ella sin dar más detalles.
Esperaba ansiosa a su madre en aquel aparcamiento oscuro y frío, no quería hacerlo, pero su voluntad no contaba; tenía que cumplir con lo que su alma la empujaba a hacer.
Después de esperar un buen rato, apareció su madre saliendo del ascensor.
Hola, Celia, ¿qué ocurre? preguntó su madre al alcanzar a la joven en medio del parking.
Nada, mamá... Sólo sígueme.
Se pusieron a caminar hacia la entrada del aparcamiento y Celia caminaba con la cabeza gacha y sin decir palabra... Sólo murmuraba y su madre no alcanzaba a oír lo que decía.
Hija... ¿estás bien? Te noto fría y distante la detuvo su madre tomándola del hombro.
No te preocupes, mamá, lo sabrás pronto, sólo... ten paciencia y sube al coche, ¿vale?
Celia sabía lo que le sobrevenía a su madre y no podía hacer nada para impedirlo, pues su voluntad
estaba corrompida por su alma oscura y sedienta de sangre.
La madre de Celia subió al coche y se puso el cinturón, estaba ilusionadísima por su cumpleaños.
Seguro que tu padre te mandó a por mí para darme una fiesta sorpresa. Tú eres muy buena actriz, no se te ve nada ilusionada... Estás igual de fría e indiferente que siempre hablaba su madre mientras Celia no apartaba la mirada de la carretera y no dejaba de pensar en lo que estaba a punto de pasar.
Llegaron a un viejo prado solitario y Celia le dijo a su madre que bajara del auto, ella lo hizo encantada e ilusionada pensando que tras los árboles encontraría a su marido y a sus hijos con toda la gente que la quiere dispuestos a gritar: ¡sorpresa!
Pero no. Celia se bajó del vehículo, fue al maletero y sacó una pala, cuchillos de todo tipo y bolsas de plástico. Miró a su alrededor y, al asegurarse de que nadie estaba merodeando, pegó un grito, pues su madre se había alejado.
¡Maribel! Vuelve aquí inmediatamente.
Su madre se asustó, ya que había oído a su hija llamarla por su nombre y eso era extraño en ella. Lamentablemente, ya no era Celia la que se encontraba con ella en aquel bosque, sino con la
parte oscura de su hija, que había tomado control sobre la joven.
Paso a paso se acercaba a la madre y ésta la miraba fijamente preguntándose qué le pasaba, pero no se atrevía a dirigirse a ella directamente porque parecía poseída. A medida que el alter ego de Celia se acercaba a su madre, ésta daba pasos hacia atrás exigiendo que se detuviera, que no se acercara o gritaría.
Puedes gritar todo lo que quieras, ¿por qué crees que te he traído aquí? Nadie te podrá escuchar, nadie vendrá en tu ayuda, ni siquiera encontrarán tus huesos. Al oír eso, la madre se dio cuenta de que no era un juego ni una sorpresa de cumpleaños y echó a correr con todas sus fuerzas llorando por haber perdido a su hija de una manera tan penosa, pero no pudo llegar tan lejos, la edad, el calzado y el vestuario que llevaba no le daban mucha agilidad en esa situación, así que cayó presa de la maldad del alter ego de Celia quien la destripó viva y cortó en pedazos, triturándola para llevar a cabo su crueldad inicial: ser parte de una tarta de cumpleaños en la que la cumpleañera era el relleno y la masa. Como era de esperar, Celia volvió a casa con su botín y preparó la tarta con los trozos de su madre. Se podía notar su carne en la corteza y para decorarla mejor, la recubrió de una crema de uva esponjosa.
Vuestra madre ya debería de haber vuelto del trabajo, sus invitados ya están llegando decía Jeremías, su padre, realmente preocupado.
Sí, ya debería estar aquí recalcó Marcos.
¿Le habrá pasado algo? dijo Romy.
Ya tengo hambre gruñó la pequeña Lily.
Celia permanecía sentada en un taburete pegada al móvil.
Eh, Celia... ¿Tú no sabes nada de mamá? preguntó Marcos sacándole un auricular.
Celia simplemente levantó la mirada y negó con la cabeza volviendo a su móvil.
Horas después, sin noticias de su mujer, Jeremías procedió a disculparse de los invitados ofreciéndoles comida y bebida para que disfrutaran. Los invitados comieron y bebieron hasta quedarse saciados y se despidieron del anfitrión deseando feliz cumpleaños a Maribel, aunque ella no estuviera presente.
Pasaron unos minutos y tocaron a la puerta, eran dos agentes de policía anunciando la muerte de la ama de casa. Mientras el padre hablaba con los agentes, Romy y Lily estaban tragándose la tarta sin saber que se estaban comiendo... a su propia madre. Celia los miraba y, por primera, vez esbozó una disimulada sonrisa de triunfo. Era la primera en caer
ante la perversidad del alter ego de Celia, ser oscuro como el mismísimo diablo.
Pasaron unos días, era el 17 de mayo, cumpleaños del padre y todos se levantaron un poco indispuestos por la inexplicable muerte de Maribel, la madre. Jeremías, que ahora era viudo, no estaba dispuesto para celebraciones, tenía un mal presentimiento relacionado con su difunta esposa, el hecho de que hubiera muerto el día de su cumpleaños le tenía desconcertado.
Marcos le encontró en su despacho y le deseó feliz cumpleaños.
¿Feliz? De estar aquí tu madre sí que sería feliz dijo él triste y descompuesto.
Sé que no es el momento, pero hace un momento llamaron de tu oficina para desearte feliz día y algunos de tus compañeros se pusieron de acuerdo para venir a hacerte compañía en tu día, planean hacerte una barbacoa en la piscina le dijo Marcos.
Muy bien, dile a tu hermana que ayude a prepararlo todo, cuando lleguen mis compañeros, me avisas. Quiero que se acabe este día cuanto antes respondió su padre entre suspiros.
Marcos fue escaleras arriba al cuarto de Celia, quien estaba en su zona oscura haciendo sus cosas.
Hermana... Papá quiere que preparemos una barbacoa porque vendrán sus compañeros a hacerle compañía por su cumpleaños, ¿me ayudas a preparar la zona de la piscina?
Al momento su mente empezó a maquinar un plan para su próxima víctima: Jeremías.
Claro, te ayudaré dijo ella levantándose con una sonrisa ydejando los auriculares en la cama. Los dos salieron al patio trasero de la casa y se pusieron a preparar el lugar: limpiaron las sillas, prepararon la mesa, sacaron las sombrillas y hamacas para la piscina... etc. Después, Celia se fue a la cocina a preparar los aperitivos y la carne de barbacoa mientras Marcos acababa lo del patio y explicaba a su padre todos los detalles.
Aprovechando que estaba sola, el alter ego de la joven hizo su aparición, pero esta vez se iba a quedar por ahí hasta el final de la función. Ya tenía esa mirada de pirada cuando los invitados llegaron y, aprovechando que estaban en el salón, Celia o, mejor dicho, su alter ego, se fue al cobertizo y buscó un bote de ácido que su padre utilizaba para el jardín, fue a la piscina y lo vertió todo en el agua, que se volvió tan corrosiva que podía chamuscar un cuerpo en menos de 10 segundos.
Seguro que mi querido papi querrá zambullirse el primero y será el último pensó ella mientras se alejaba del escenario.
Marcos y Romy habían estado sirviendo a los invitados dentro cuando entró Celia y dijo: Señores, gracias por venir por motivo del cumpleaños de Jeremías, mi padre, un hombre íntegro y leal. ¿Nos harían el favor de acompañarnos al jardín trasero para seguir disfrutando de esta velada?
Los invitados asintieron y, en medio de un rato de jaleo, todos estaban en la zona de la piscina entre bailes, cotilleos y carne asada a la barbacoa, se respiraba un ambiente agradable hasta que Jeremías se sentó en una esquina. Marcos y Celia fueron a su encuentro.
Papá... ¿Estás bien? preguntó Marcos.
Si... Descuida, sólo que... Daría lo que fuera porque vuestra madre estuviera aquí. La echo mucho de menos, ¿sabéis? Su padre se sentía muy afligido, pero en ese momento no era su hija Celia quien estaba a su lado, sino un ser tétrico que había anulado la voluntad de su hija e iba a por su segunda víctima.