es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia
Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com
Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB
Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com
De venta en librerías: distribuye Maidhisa
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Emiliano Monge por Aroa Moreno
Los días y los trabajos (o el diario de Raúl Ruiz) por Gonzalo Maier
Sylvia Molloy, imperdible, inolvidable por Florencia del Campo
CORRESPONDENCIAS
Sergio Waisman y Esther Allen, «El espacio el genius loci en la traducción» por Valerie Miles
UNA PÁGINA
«Venus rompe rocío en el borde de todo», dijo Lisa Robertson por Berta García Faet
ESPECIAL
JOSÉ DONOSO
El país de Donoso por Álvaro Bisama
José Donoso: Fuera de lugar por Rafael Gumucio
DOSSIER APUNTES SOBRE JORGE IBARGÜENGOITIA
Diario de a bordo. La venganza de Jorge Ibargüengoitia por Alexandra Saavedra Galindo
«Te lo digo chana, para que entiendas Juana», dicen que dijo Jorge Ibargüengoitia. Diez apuntes sobre su obra por Astrid López Méndez
Ibargüengoitia y el fusil por Ana Negri
La violencia contra las mujeres vista por un hombre del siglo XX por Sylvia Georgina Estrada
MESA REVUELTA
Rumbo a la FIL.
Viajar a la Feria del Libro de Guadalajara por Clara Obligado
Literatura americana en español por Jeffrey Lawrence
Eloy, de Carlos Droguett. Una poética de la intensidad por Carlos Franz
Cuéntame tu vida por María Negroni
BIBLIOTECA
Después de todo. Rodrigo Fresán
Arqueología de las voces.
Marta Rojo Cervera
El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. Ivana Romero
Orquesta. Antonio Rivero Taravillo
La escala de las cosas. Juan Manuel Zaragoza
Que no parezca arte. Diego Sánchez Aguilar
Maraña. Guillermo Espinosa Estrada
Autorretrato literario con disculpas.
Eduardo Laporte
Soy Harold. Javier Sinay
Dejar de mirarse el ombligo.
Fco. Javier Sancho Mas
A cuento del estilo. Jaime Priede
Emiliano Monge
«Me gusta la frustración que genera estar siendo derrotado por el lenguaje constantemente»
por Aroa Moreno
Fotografía de Oswaldo Ruiz
Cuando crees que reconoces su escritura, cambia radicalmente de estrategia. Para Emiliano Monge, escribir es, cada vez, empujar sus propios límites más y más allá. Una batalla cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Y, aunque esquiva la palabra obra, así como todas las acepciones de la palabra carrera para referirse a su trabajo, sus libros sostienen una coherencia que los atraviesa del primero al último: altas dosis de valentía y una destreza total con la palabra, puesta a favor de lo que narra, de lo que evoca, de la realidad que transforma en páginas, qué otra cosa que la vida, lo más crudo de México. Lo de todos.
Anda con una imagen últimamente para explicarse: un pulpo. Una cabeza con un cerebro central y sus ocho brazos. Y a su vez, esos tentáculos tienen, cada uno, un complejo sistema de neuronas. Dice que los brazos serían las novelas. Dependen, de forma aislada, de un mismo pensamiento, el suyo —inteligencia, experiencia, lecturas, la intuición—, pero claro que reaccionan entre sí. Algo como eso.
Monge nació en Ciudad de México en 1978 y vive hoy entre ese caos infinito de la capital y una casa en el campo en el valle de Morelos, a medio camino entre Tepotzlán y Amatlán. Se ha convertido, cuenta, en habitante del planeta de la bipolaridad: «según el día, me rodean el ruido o el silencio, los motores de los coches o los de las chicharras, la prisa o la lentitud, el frenesí o la pausa, la excitación o el tedio». Yo lo imagino paseando temprano con sus perros, Corcho, Mora, Hule, Alambre, Sombra, Chimichanga y Mayate. Evocando, cuando está lejos de la ciudad, el lugar en que nació y creció, donde estudió Ciencias Políticas, y esto lo dice él, añorándola como una posibilidad y un puñado de recuerdos.
Fue a los dieciséis o diecisiete años, con Los demonios, de Fiòdor Dostoyevski, cuando quedó atrapado por el lenguaje. Desde entonces, juega a que en todas sus novelas aparezca una frase del autor ruso: «Tan inesperado como inevitable». Algo hubo en esas palabras que le advirtieron sobre lo que iba a significar escribir. O vivir, quién sabe. Le rinde homenaje. Después, descubrió que Dostoyevski copió esa frase, a su vez, de otro autor, un americano muy amigo de Walt Whitman, no confiesa a quién. No es el único juego que hay en sus libros en los que se guiña un ojo a sí mismo, a los que escribieron antes y a los lectores más atentos. Cada línea y estructura interna tiene su peso. Toda palabra, una profundidad. Me dice: ve la neurosis. Y me señala las páginas y, entonces, claro que la veo.
Y fue durante el movimiento estudiantil que llevó a casi un año de huelga a la UNAM, durante los años 1999 y 2000, cuando comenzó a escribir. Desde que aquel joven estudiante emprendiera la escritura ha publicado dos colecciones de relatos y siete novelas. El cielo árido
fue galardonada con el Premio Jaén de Novela y Las tierras arrasadas con el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska que otorga el Gobierno de la Ciudad de México. Dos de ellas, No contar todo y Justo antes del final, toman como material literario a su familia paterna y materna, respectivamente. Pero el ejercicio literario es tan artesano y excepcional que al lector le va a dar igual de dónde proceda la trama. Las demás, abordan de distintas formas la violencia, las migraciones, la distopía de un posible mundo arrasado, la desaparición.
Tiene Emiliano Monge algo inapresable. Algo que se presiente en los estratos más hondos de sus novelas y en él mismo. Que, a veces, cubre con sentido del humor, tanto cuando escribe como en la conversación, intentando la huida de lo emocional. «Qué desilusión y qué coraje, Emiliano. Me cae que arruinaste el momento, con lo bonita, para colmo, que se había puesto la tarde», le dice ese personaje que es su padre al personaje Emiliano en No contar todo. En un correo que nos enviamos a mitad del verano, le pregunto, como primera inmersión, en qué momento de su vida se siente, y me responde que menuda cachetada sin advertencia, con lo tranquilos que andábamos. Y se me escapa. Con lo bonita que se había puesto la tarde. Lo recojo en la boca de metro de Tribunal, en el centro de Madrid, un sábado de mediados de septiembre de 2024, y lo saco de la ciudad. Hablamos cerca de cuatro horas en la cocina de mi casa. Él no se acuerda, pero le explico por qué, para mí, es un privilegio entrevistarle. Aparte de la posibilidad de asistir en presente a la lectura de un escritor coetáneo enorme, en el año 2012, lo vi de lejos, y esta lectora que jamás lo hace se acercó a decirle cuánto le había gustado El cielo árido (Random House, 2012), una novela espiral que cruza la biografía discontinua y salvaje de un hombre, inolvidable Germán Alcántara Carnero, en un paisaje violento y estéril. A él le dio vergüenza mi acercamiento; a mí también. De eso hace algunas vidas. Me cuenta que la última escritura le ha dejado muy tranquilo. Y es cierto que lo parece. Leo en voz alta una frase del poeta chileno Raúl Zurita que subrayé la noche anterior. Me dice que acaba de verlo en un festival en Querétaro y que compró el libro que está hoy sobre mi mesa y que, justamente, esa frase, le hizo pensar en Los vivos (Random House, 2024), su última novela. A mí también. Es esta: «Todo lo que escuchamos y decimos es la grandiosa reinterpretación que los vivos hacen de la sinfonía que han ejecutado los muertos». Así sea.
La última vez que nos vimos, me dijiste que, cuando fueras viejito, Los vivos sería la única novela de la que no te arrepentirías. ¿Por qué?
Avergonzar, dije. Y tampoco tengo claro por qué lo dije, porque no tengo claro por qué lo siento. Tie-
ne que ver con una renuncia, creo, con renunciar a formas que imponen el pensamiento y ciertas obsesiones. Tiene que ver con sentir que, por una vez, no queda la sensación de que había otro modo. ¿Sabes qué me pasa? Que puse todo lo que tengo en este libro. No sé qué forma tiene eso, pero sé que hice un ejercicio de escribir con todo el cuerpo, la parte física y la otra. Por más que sea racional, por más que las ideas estén ahí, renuncié a encontrar respuestas. La literatura es solo una manera de reconstruir la misma pregunta, de darle otra forma, una forma nueva a una pregunta hecha un millón de veces, esta vez me aferré como nunca a esa reconstrucción. No fue difícil de escribir, pero fue dolorosísimo de escribir. Hablando solo de la forma, del estilo o de la arquitectura de la novela, siento que en este libro cristalizaron muchas cosas que había estado buscando en otros libros y que no habían llegado a su lugar, así como siento que conseguí mantener fuera cosas que, otras veces, se me colaron por aquí o por allá.
Para mí siempre ha sido importantísima la frontera entre la palabra y el silencio. Siempre he estado jugando con eso, siempre he estado buscando ahí, y creo que nunca me acerqué tanto. Ni siquiera en No contar todo, en la parte de la entrevista en la que están las preguntas y no las respuestas. Siento que ahora, de veras, encontré un lugar donde se puede sentir que esta novela se escribió ahí, justo ahí, donde están los niños que jalan de la cuerda, unos hacia un lado, los otros hacia el otro.
¿En el equilibrio?
O en el desequilibrio total. Donde se vence o donde se hace el equilibrio.
¿Cómo se escribe algo delicado con un asunto presente y brutal?
No hay nada más brutal que desproveer a alguien de su lugar. No hay nada más brutal, también, que imponerles un hueco así a los que se quedan. La desaparición es un vórtice que succiona y que no deja de llevarse cosas, a todas horas, todos los días. No lo pensamos, pero el derecho al duelo es el derecho más humano de todos. El duelo se hereda, igual que la posibilidad del duelo. Y esa herencia es una herencia de dolor y de silencio. Un silencio que está presente en todo y que es bastante inexpugnable. Las ciencias sociales y el periodismo no pueden asomarse ahí, a ese espacio. Ni la física cuántica. La literatura y el arte pueden tratar de hacerlo, tratar de ser nuestros sentidos dentro de ese silencio, que ese hueco, ese vacío. Hace una semana fue la primera vez que hablé del libro. Estaba firmando y vi que había una señora que esperaba, pero no estaba en la fila. Estaba parada con su bastón y con el libro. Cuando acabó la fila se acercó y empezó a hablar y se rompió. Me contó que su hija estaba desaparecida. Me quería dar las gracias porque no podía creer que con algo tan doloroso se pudiera haber escrito algo hermoso. Yo me paré y me derrumbé con ella. Luego, un rato después, sentí que ya. Que con que a una intimidad un libro pueda darle algo, todo está bien. Pero esto no lo escribas, esto te lo cuento a ti. La cosa es que, igual, es más bien por esto por lo que te dije que de Los vivos no me voy a arrepentir, igual es por esto que no me voy a avergonzar.
Lo tengo que contar.
¿Por qué descartaste hacer una crónica?
Creo que no lo descarté, nunca me lo planteé. No es lo que yo quería hacer. Cuando terminé Las tierras, en 2014, quise escribir sobre los desaparecidos y no encontraba la forma. No sabía cómo. La
Fotografía de Oswaldo Ruiz
literatura tiene la obligación de poner distancia con un tema que tendría que ser primera plana, la noticia con la que abren los periódicos. Yo estaba buscando esa distancia. Cómo afrontar el tema, desde dónde, cómo meterme en algo que es noticia, que es presente, pero con las herramientas de la literatura. Buscaba y no encontraba. Un día, en una conferencia de otro tema completamente distinto, el panelista terminó diciendo «los vivos». Esa frase me sacó todo lo que yo había pensado durante esos años. Me dije: es una novela de aparecidos. Para hablar de la desaparición, tenía que hablar de la aparición. Al día siguiente, me puse a escribir. Tenía la certeza de que ya tenía algo, pero sin saber muy bien qué. Eso nunca me pasa. Yo escribo casi siempre cuando siento que tengo algo claro, por ejemplo, un narrador. En una novela mía pueden cambiar muchas cosas, pero el narrador, no. Y esta novela tuvo hasta cuatro narradores en primera persona, cada uno de los personajes principales, pues, contaba su parte de la historia. Pero no me acababa de cuadrar. Entonces apareció la necesidad de silencio en la historia del niño, la necesidad de que él, el niño, no hablara. Eso trajo al narrador, que venía a contar solo la historia del niño, pero que después se fue comiendo el resto de la novela y de las voces. Y dije adiós a las mil páginas que pensaba escribir y dije adiós a los discursos en primera persona y dije adiós a querer contar cien historias. De algún modo, ahora me doy cuenta de que lo más complejo de la escritura de este libro sucedió antes de que fuera siquiera un libro posible, en esos años en que estuve pensando cómo abordar el tema.
Y acabó siendo tu novela más corta.
Porque además había una suerte de pulsión por escribir esta novela. Yo te puedo explicar, quiero decir, todo lo que he dicho que pasó en el proceso de escritura es aquello que fue pensado. Pero no te puedo explicar todo lo que fue intuición, eso es muy difícil racionalmente. Y la intuición es fundamental en la escritura. Así que además de lo dicho, hubo otras razones que la volvieron mi novela más corta. Sentí que tenía que ser como un animal frágil, no sé muy bien por qué, pero eso intuía y a eso me agarré todos los días, a que debía ser como un esqueleto de un pajarito o de un ratón. Que fuera los huesos de algo. Por más que sea compleja o que sea una novela de ideas.
También pasó algo que apenas entiendo ahora, que me haces hablar. En todos esos años, aunque no encontraba la forma, hablé con muchos familiares
«No hay nada más brutal que desproveer a alguien de su lugar. No hay nada más brutal, también, que imponerles un hueco así a los que se quedan. La desaparición es un vórtice que succiona y que no deja de llevarse cosas, a todas horas, todos los días. No lo pensamos, pero el derecho al duelo es el derecho más humano de todos. El duelo se hereda, igual que la posibilidad del duelo. Y esa herencia es una herencia de dolor y de silencio»
de desaparecidos, y digo familiares, aunque hubo de todo: amantes, amigos, parejas, mucha gente. Si vives en un país como México, estás en contacto con muchas víctimas de la violencia. Hay un punto, cuando estás entrevistando a alguien, en que hay un desborde del testimonio y sienten necesidad de hablar sin parar, pero con los familiares de desaparecidos esto no pasa. Hay una contención del discurso muy cabrona. Hasta ese derecho se les quitó. No hay elocuencia, son testimonios asediados. El lenguaje está atrapado. Pensé: tiene que ser una novela de frases y párrafos cortos. Quería honrar la forma del testimonio. Lo dice Enrique Díaz Álvarez en La palabra que aparece, uno tiene que ser muy responsable con el testimonio porque es lo único que tenemos, es nuestra propia historia. La literatura tiene que honrar más allá de lo que se dice.
Todos los periodistas cometen el error de preguntarles a los familiares de desaparecidos
cuál era su color favorito. Y ellos dicen: cuál es. O cuántos años tenían: tenía, no, tiene. Por eso, no hay pasado en la novela. Los personajes aparecen sin recuerdos. Debía partir de un presente que no tuviera nada atrás. Es, otra vez, lo que trato de entender de esta situación espantosa que es negarle la posibilidad del duelo a la gente. Cualquier cosa que se diga de más es acercarse a entrever si están vivos o no. Cuánta gente se sabe que no están vivos. Pero tampoco tienes la certeza de que estén muertos. El desaparecido no está ni vivo ni muerto. Por eso el tiempo es otro carril del libro. El tiempo solo tiene sentido para los que estamos vivos o estamos muertos. Si no estás ni vivo ni muerto, cómo transcurre, ¿es lineal o no? La novela tensa esa idea del tiempo.
¿Piensas en quienes te van a leer?
No. Hace poco, en Ecuador, iban a leer el poeta venezolano Igor Barreto y el peruano Mario Montalbetti, dos poetas descomunales a los que admiro mucho. Le preguntaron a Montalbetti que quién le gustaría que leyera sus libros. Él respondió: a mí me gustaría que me leyeran Shakespeare, Vallejo. Y yo pensé, qué pedante. Pero al instante dijo: la cosa es quién es para mí Shakespeare, quién es para mí Vallejo. Y ellos son el lenguaje. Para mí, dijo, esos poetas que me gustaría que me leyeran son el lenguaje, entonces me gustaría que me leyera el lenguaje. Así que yo le escribo al lenguaje.
Escuchándolo, pensé que ese lector en el que los escritores pensamos alguna vez es, tal cual, el lenguaje. Y que uno sólo puede escribirle a ese lector. Por eso mi novela es también para el lenguaje. Y la ventaja de ese lector, el lenguaje, es que cualquier historia se le puede contar de un modo distinto, de hecho, la única obligación con ese lector es, precisamente, buscar ese modo distinto. Si lo piensas así, hay muchas más posibilidades para la escritura de las que podemos concebir. Pero también hay muchas más posibilidades para la lectura, porque de algún modo el lector debe aceptar que a quien está leyendo, además de a un escritor, es al lenguaje.
Luego, claro, está la historia, no sólo la forma. Con respecto a esta, aunque no pensaba en un lector, me decía, me repetía todo el tiempo: tienes que hacer literatura, no pienses solo en la tragedia social. Pero, como me pasó con Las tierras, apenas acabé, empezó la incomodidad de hablar de literatura. Siento que lo primero que tengo que decir, cuando hablo de Los vivos, es: Vivo en un país en el que cada día desaparecen ocho o diez personas. El Estado ha abandonado a los familiares de los desaparecidos. Piensa, si no,
cómo se ha llegado a un punto en el que se ha creado el oficio de varillero. Ese hombre o mujer que clava una varilla en la tierra para olerla y saber si ahí hay cuerpos o no, si ahí hay o no una fosa común. Implica que nadie les está ayudando, que no hay ni dinero para escarbar en todos lados. Ve la brutalidad de eso.
Más allá del lector, ¿cómo se produce la transformación de algo tan íntimo y solitario como es escribir en una lectura que debe apelar a la emoción compartida o colectiva?
Te tienes que convencer de que va a pasar. Que lo que escribes puede conectar. Aunque te estés engañando. Te debes engañar muy bien. Porque escribir demanda eso, que te engañes y engañes al mundo, que tomes el control de todo… obsesivamente. Por eso, uno de los problemas de terminar un libro es que te quedas con un vacío enorme. Y qué hace uno entonces con esa necesidad de control, dónde la pones, si no es dentro de esa burbuja en la que te metiste y que fue creciendo hasta ser un mundo en sí mismo. Porque no hay manera de controlar lo que está afuera, que es, también, lo que pasa después de que terminas. Y hay que entenderlo. Aunque cuesta mucho. La primera vez que publicas crees que puedes. Y vas aprendiendo con madrazos que no, que ya no hay nada que controlar. Pero si no creyeras que va a conectar con alguien, no escribirías. Hay una parte de escribir en la que hay que ser muy crédulo, muy ingenuo, para descartar el mundo y meterte ahí. Yo sé que, entre proyecto y proyecto, puedo ser una persona horrible, seca, cortante, furiosa, amarga. La escritura es como mi ancla. Y me fui haciendo consciente. Un día le decía a mi pareja, oye, perdón, sé que ando de un humor insoportable. Y ella se rio y me dijo, lo prefiero, porque por lo menos estás. Qué horror, pensé. Si no puedes controlar eso en un espacio íntimo, cómo vas a controlar lo otro.
Se han cumplido diez años de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, con ese lema: «Vivos se los llevaron, vivos los queremos». Pero también pienso en otras búsquedas anteriores, como las madres de la plaza de Mayo que siguen gritando: Nuestros hijos viven. Viven en la lucha, viven en los sueños. O en la gente que se reúne aquí para pedir atención a la memoria de la Guerra Civil y la dictadura: Fosas cerradas, heridas abiertas. Me hablas de España, de Sudamérica, pero lo que ha cambiado es que antes estaba claro quién era el desaparecedor, la serpiente del Estado: el Gobierno, el ejército, la policía. Ahora, en esta fase del necrocapitalismo, es una serpiente de mil cabezas. Hace desaparecer el Estado, desaparece el crimen organi-
zado, desaparece el narcotráfico, desaparece la trata de personas. Es decir, el neoliberalismo ha multiplicado la desaparición, la ha cotidianizado. No desaparece el perseguido o alguien por sus ideas políticas, no es alguien que está luchando contra algo. Ahora, desaparece el adolescente que fue a comprar un refresco a la tienda. Es aterrador. Es la banalidad del capital, la banalidad del mal cotidiano
Qué va a pasar dentro de tres o cuatro décadas. Cómo vamos a ver, a recordar, a relacionarnos con todo esto, si es que estamos aquí y no hemos terminado de destrozar el planeta. Cómo se van a relacionar las sociedades con su pasado, con esta memoria suya. Qué huellas quedarán. 2666, de Roberto Bolaño, tiene veinte años y es una novela que ya trata, en parte, sobre la desaparición.
¿Cómo se gesta un tema dentro de ti? ¿Cómo reconoces que eso es, y no otra cosa, sobre lo que vas a escribir?
Porque cada vez empiezo a pasar más tiempo en esa historia y esa historia empieza a comerse a la vida cotidiana. Te cuentan algo y tú estás en ese otro espacio, en esa burbuja que decía. Y esa burbuja empieza a crecer. Entonces ya estás dentro de la novela, aunque no estés tecleando. Pero en mi caso me cuesta pensar en un denominador común. Cada libro, cada historia se impuso de un modo distinto. El últi-
mo gatillo llegó de forma diferente. A veces tienes la entrada por el tema, a veces tienes claro el narrador. Nunca tengo clara la escena de la que voy a partir, pero sí a la que voy a llegar, por ejemplo. Empieza a rondar y a veces es pura neurosis. Es cuando te dices: qué estoy haciendo. Cuando sabes que debiste esperar un poco más pero ya no podías vencer a la necesidad de meterte ahí, aunque no tuvieras claras cosas que hubiera sido bueno tener claro antes. Pero es que, si no, nunca habrías empezado.
En Justo antes del final y en No contar todo, las historias estaban. Eran, por lo tanto, una búsqueda de otra cosa. Otras veces, solo tienes clara la forma, y la historia se va construyendo en la escritura. Eso me pasa mucho. Muchas veces, no puedo hacer avanzar la historia si no es escribiendo, si no estoy sentado. Escribir es una forma de pensar y yo pienso mejor cuando estoy escribiendo. Estoy seguro. Igual que estoy seguro de que nuestros libros deben ser, siempre, más inteligentes que nosotros. Me hice una estructura previa en El cielo árido y me resultó necesaria hacerla en Tejer la oscuridad, y esa es la más compleja que he hecho. Pero soy disperso y mis estructuras son móviles. Tengo tres o cuatro libretas donde voy apuntando cosas. Luego no sé dónde están. Pero, de algún modo, siempre están claras en mi cabeza, si antes las anoté por ahí.
Fotografía de Oswaldo Ruiz
«Cada libro, cada historia se impuso de un modo distinto.
El último gatillo llegó de forma diferente. A veces tienes la entrada por el tema, a veces tienes claro el narrador. Nunca tengo clara la escena de la que voy a partir, pero sí a la que voy a llegar, por ejemplo. Empieza a rondar y a veces es pura neurosis. Es cuando te dices: qué estoy haciendo»
Yo no creo en los talleres ni en las escuelas, pero sí creo en hablar con escritores y escritoras. En esas pláticas con amigos se aprenden muchas cosas sobre el proceso del otro. A mí me han dado dos grandes consejos. Una vez, me encontré a Margo Glantz en la Feria del Guadalajara, en una de las primeras veces que fui, y me dijo que le había gustado mucho mi libro Arrastrar esa sombra. Pero, al final, me dijo: «Solo quiero que entiendas una cosa, Emiliano, no todo tiene que ser perfecto». Una de las mejores cosas que he oído en mi vida. «Bájale», me dijo. Se refería a mi obsesión por intentar que cada frase tuviera que quedar perfecta. El otro consejo me lo dio Sada: «Lo único que los escritores tienen que tener claro antes de empezar a escribir es cuánto dura la historia». ¿Dura una semana, un mes, un año? Parece ridículo, pero es fundamental. Las tierras, 24 horas. El cielo árido, cien años.
¿Cómo luchas entre la belleza de tu escritura y lo que cuentas? ¿Has sentido alguna vez que traicionabas la brutalidad de lo real?
No. Siento exactamente lo opuesto. Creo que lo que debe ser erradicado es la pornomiseria. La literatura sin literatura. Hay un fenómeno que tenemos que terminar de entender: se dejaron de vender periódicos. Y mucha gente, lo que encontraba en las noticias, en la nota roja, lo busca ahora en las librerías. Y lo encuentra ahí. Todos esos libros inmediatos, de supuesta actualidad, de lo difícil que es la vida, no tienen literatura. Y están en todos lados. No digo que no deban existir. Pero hay un abandono de la literatura. Creen que es un valor hacerlo así: sin narrador, sin trabajo por el lenguaje.
Todo esto da pie al efectismo y a la puerilidad. Juan José Saer tenía razón al responder a Vargas Llosa cuando este dice que la literatura no puede ser política porque se vuelve panfletaria. Saer le responde que no sea menso, que la política o lo político no está tanto en la historia como en el lenguaje, que todo escritor hace
un acto político cuando decide con qué lenguaje va a escribir. Con qué palabras. Y a eso no se puede renunciar. Se puede ser consciente o no, pero no se puede renunciar. Cuando eres consciente, tienes una posición ante el lenguaje. Mostrar el horror o el dolor tal y como es no corresponde a la literatura ni al arte, en la literatura y el arte nada debe ser «como es». La literatura tiene que hacer un trabajo distinto, debe permitir que la atención que no se fija en lo que está normalizado vuelva a fijarse porque todo nos resulta distinto. El lenguaje para hablar del horror puede ser bello, por ejemplo. Para que así miremos las cosas distinto. No sé si es bello el lenguaje de mi última novela, claro. Pero sí sé que hay una apelación, que hay un intento de destapar una sensibilidad que no se despierta con la mera repetición o recreación de lo real, un intento de ser parte del lenguaje y de que el lenguaje sea parte del lector. Es un problema que tenemos los escritores. Puedes vivir una vida entera enamorado o habiendo sido picado por la lengua. Todos, de chiquitos, oímos hablar a los papás, a los hermanos, a los maestros, y queremos hablar. Nos divierte. Contamos historias. Pero los que van a ser lectores toda su vida, y ya no digamos los escritores, hay un momento en el que ya no pensamos «qué dice aquí», sino «cómo dice esto». Ahí te vas a la mierda. Quedaste atrapado en el lenguaje.
Cuando acabas un capítulo de novela o un artículo, ¿no tienes la sensación de que algo se cierra de una forma extraña, que eso sucede casi solo? No te preguntas: ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Te sigue sorprendiendo. Uno se asombra mucho cuando entra en el proceso de corrección. Cuando estás leyéndote, te dices, esto tendría que ser así. Y lo cambias y piensas que deberás hacer cambios más adelante, en consecuencia. Pero sigues y resulta que ya habías hecho esos supuestos cambios. Entonces es que había algo que te era obvio, antes de que lo vieras.
Resulta, pues, que, en cierto punto de la corrección, todo está mucho más cerrado desde antes de que esté cerrado. Eso es asombroso, sí. Pero eso también es lo que vuelve imposible explicar lo de la intuición, que decíamos hace rato. Si intentas explicar esos asombros, el que está escuchando puede pensar que estás loco, eres un pretencioso cualquiera o eres un pendejo. Pero hay una parte que es así, eso pasa. El asunto es que hay cosas que se conectan en el libro antes de que se conecten en el escritor. Porque un libro se vuelve parte de la mente del escritor, pero también es una mente, en cierto punto, que el escritor mira. Pasan cosas ahí que luego pasan en uno.
¿No es eso de lo mejor de escribir?
Yo no soy de los que cree que escribir es un gozo. Es una pesadilla. Es muy jodido escribir. Tiene sus momentos de alegría. Cuando resuelves algo que llevas días sin resolver. Son absurdos, por ejemplo, los corajes que uno hace cuando está trabajando y se va la luz y no habías guardado. Absurdos porque solo implican tiempo. De algún modo, aunque piensas que tienes que volver a escribir un pasaje y temes que no saldrá como había salido, sale exactamente igual. Quiero decir, llegas al punto en el que estabas, una y otra vez.
Pero claro, estás todo el tiempo peleando con tus propios límites, intentando empujarlos un milímetro. Tiene que ser un conflicto la escritura, contigo mismo, con las palabras, con la historia que quieres contar. Esos pequeños momentos de gozo lo valen todo, si no, no escribiríamos.
Yo no reconozco cuando algo está bien, lo que me digo es: lo resolví. Yo no creo en la inspiración, ni en las musas ni en esas tonterías. Lo que pasa con los que creen en eso es que no saben ver o dimensionar todo el trabajo que han puesto en los días que consideran malos. Cuando logras hacer avanzar algo no es porque ese día estés inspirado, es que llevas un mes pensando en cómo resolverlo. Le dicen inspiración al instante en que se cristaliza todo el tiempo en que estuviste trabajando.
Eres un escritor de oficio entonces, ¿pero qué me dices de esta palabra horrible: talento?
Qué complicado. Si tienes o no talento lo tiene que decir alguien más. Descartes decía que lo más parecido a los escritores eran las bestias de carga. Sí siento eso. Escribir es arrastrar, cargar, levantar y empujar y, además, me gusta que sea eso. Me gusta el cuerpo a cuerpo con el lenguaje. Me gusta la frustración que genera estar siendo derrotado por el
lenguaje constantemente y me gusta la frustración que genera que la historia no avance. Y desviarte y decir: tengo que regresar. Yo corrijo un millón de veces. Trabajo mucho sobre la corrección. Hay proyectos en los que he gozado más en la escritura y en otros la corrección. Es horrible, trabajo en capas. No soy capaz de volver a un punto a la mitad, vuelvo al principio. Si me abres una página y la empiezo a leer, me la sé. Es una memoria que está necesariamente conectada con el proceso de la escritura.
Entre todos tus libros, hay dos que son distintos en el punto de partida. Son No contar todo y Justo antes del final, donde cuentas la historia familiar de las ramas paterna y materna. ¿En qué se diferencia escribir una ficción pura de narrar una historia que aborda a tu propia familia?
Creo que no hay procesos más distintos. Pienso mucho en la escultura, mi padre es escultor y crecí cerca de la escultura. Hay dos modos fundamentales de trabajar. O quitas o pones. O partes de la nada, de un alambre y le vas sumando plastilina y le vas sumando y sumando y vas generando una forma que solo intuías hasta llegar a ella. O haces el proceso inverso. Partes de un bloque de granito y le vas quitando y quitando hasta llegar a esa misma forma. Yo tengo la sensación de que cuando trabajas con materiales biográficos es la última opción y cuando no trabajas con ese material es la otra. En los dos casos puedes perseguir lo mismo, pero en sentidos inversos.
Por otro lado, es como agarrar algo del mundo y revolcarlo en tu barro o agarrar algo de tu interior y sacarlo a que se revuelque en el lodo de afuera. En ese proceso de entrar o salir y mezclarse con otro sistema es donde empieza la literatura. Son procesos no tan distintos, pero exigen cosas distintas. En uno el cuerpo busca respuestas en la historia y en el otro busca respuestas en la forma. Pero exigen lo mismo, me parece. Exigen que conectes y desconectes cosas similares. Así como en Las tierras traté de que no me comiera el dolor de lo que estaba escribiendo, en un libro como No contar todo tienes que tratar de que no te coma el temor a hacer daño. Como el tiburón, que antes de morder cierra los ojos.
¿Hizo daño?
Traté de ser cuidadoso. Siempre he pensado que, para los que hemos trabajado con materiales biográficos, es fácil caer en la trama maniquea de decir que lo que importa es la literatura, que no hay nada peor en el mundo que la censura y que uno no puede auto-
censurarse. Y es verdad que parece muy cierto. Pero hay algo peor que la censura y es la delación. La única figura peor que la del censor es la del delator. Por supuesto que hay un cuidado de no infligir un daño innecesario. No puede uno olvidar que la necesidad de esto es la necesidad de la novela. Pensé que en No contar todo había aprendido la lección. A mi padre se le dañaron relaciones con otras personas. Eso no fui capaz de preverlo. Cuidé mi relación con otras personas, pero no pensé en su relación con otras personas. No había sido capaz de imaginar que eso podía pasar. Y con esa lección a cuestas pensé que no iba a volver a pasar con Justo antes del final y fue mucho peor. Mi papá tiene un chiste muy bueno que dice: «Quién iba a decirnos que los traficantes sinaloenses son más tolerantes que los católicos poblanos». A mi mamá se le fracturaron relaciones. Es muy difícil explicarle a alguien que no lee lo que es una novela. Explícale a
alguien que la persona que está ahí no es su mamá, que es un personaje. Que lo que en teoría dicen esas protagonistas que él cree que son mi mamá y su tía no lo dijeron mi mamá y su tía, sino unos personajes, que no grabé y transcribí. En algún momento, eso me afectó. Luego me encontré a Horacio Castellanos Moya y le conté, porque me acababa de pasar, y él se rio y me dijo: Uno también escribe para eso, para joder a los imbéciles.
¿Volverás a escribir con material biográfico?
Bueno, ni tú ni yo sabemos qué vaya a pasar en la vida. Pero yo siento que con lo autobiográfico terminé. No me llama. No me atrae.
¿Eres consciente de las referencias que están sobre ti cuando escribes?
Todos somos conscientes de las referencias que llenan nuestro trabajo, creo. Luego, están las que otros ven y uno no: me dicen que si esta novela tiene de Rulfo o de Ibargüengoitia, por Las muertas. Los vivos y Las muertas. Yo he leído muchas veces Pedro Páramo. Ahora hace mucho que no lo leo. Pero en Pedro Páramo están muertos y aquí están vivos. Así que no lo veo así. Pero también están las referencias que uno no ve y que, cuando te las mencionan, te hacen sentido: el otro día, por ejemplo, un periodista me dijo: Está claro lo de Borges y El Aleph aquí, con ese contra Aleph. Me dice: ese vacío lleno de vacíos donde están todos los vacíos. Obviamente, me lo dijo y me estalló en la cara la escena de la que me hablaba, que escribí sin pensar en Borges. Increíble, ¿no? Cómo uno no es consciente de que hay una referencia tan potente y obvia. No sé ni cómo explicarlo. Es absurdo pensar que no escribes con ecos inconscientes.
Tienes cuarenta y seis años, cuando miras hacia atrás, ¿sientes que hubo momentos que fueron un punto y aparte en tu vida?
La enfermedad, primero, de chico. Después, sin duda, la UNAM, la huelga. Eso me cambió la vida. Fue un milagro individualmente. En mitad de la carrera de Ciencia Política, se abrió un vacío. La huelga duró un año. Ahí fue cuando la escritura se me metió. Me puse a escribir. La vida me abrió un paréntesis. Cambió mi forma de leer, cambió mi forma de escribir. Luego, por supuesto, cambiar de país y, después, decidir volver a México.
Cuando escribiste Las tierras arrasadas decías que la migración era la gran tragedia del siglo XXI. ¿Sigues pensando lo mismo?
Fotografía de Oswaldo Ruiz
«No sé si es bello el lenguaje de mi última novela, claro. Pero sí sé que hay una apelación, que hay un intento de destapar una sensibilidad que no se despierta con la mera repetición o recreación de lo real, un intento de ser parte del lenguaje y de que el lenguaje sea parte del lector. Es un problema que tenemos los escritores. Puedes vivir una vida entera enamorado o habiendo sido picado por la lengua»
No la migración, sino lo que le da lugar, que es lo mismo que da lugar a la desaparición. La enorme desigualdad e impunidad que hay en el tercer mundo. La desigualdad y la impunidad son el caldo de cultivo perfecto para la migración, para la violencia, para la desaparición. Sigo pensándolo. Tener que dejar todo para sobrevivir. La idea idiota del sueño americano acabó hace mucho. Ya ni siquiera es perseguir un sueño, es huir de una realidad. Los sueños pueden llegar después románticamente para algunos. Pero no hay una sola frontera entre el tercer y el primer mundo que no sea testigo de una crisis humanitaria. El Mediterráneo, el cuerno de África, México y Estados Unidos, el sureste asiático. En todos esos lugares hay unas cifras de desapariciones brutales.
Europa y Estados Unidos atraviesan un momento complicado con la llegada de la extrema derecha a los gobiernos y el auge de esas ideas. La xenofobia se ha disparado como discurso contra los migrantes. ¿Seguimos sin hacernos cargo de que esa desigualdad es consecuencia de nuestras formas de vida?
Es muy fácil convertir al otro en el chivo expiatorio de todo el malestar, la incomodidad, de la desigualdad, cuando lo que lo genera es el sistema. Es el populismo. No es solo que la migración sea consecuencia del estado en que está el tercer mundo, que tiene que ver con el estado en el que está el primer mundo. Sino también con lo que el primer mundo hace en el tercer mundo y de lo que ya hizo. Y eso sigue sucediendo. Ahora hay una discusión muy interesante y muy seria sobre, por ejemplo, si las cuotas con respecto al calentamiento global pueden asignarse igual a los países del primer y tercer mundo. Porque los países del tercer mundo para poder alcanzar el mismo nivel tendrían que contaminar mucho más. Es ese mismo mecanismo de condenarlos a soñar con algo que no se les va a permitir ser. Y eso habla de cómo
se han vaciado y arrasado y despojado los territorios. Consecuencia de ese despojo es que la gente tenga que escapar. Las migraciones ya no son migraciones de una o dos personas de un pueblo, son diásporas. Comunidades enteras se van para poder sobrevivir como comunidades, no solo como individuos. Y crece el miedo al otro. De odiar al diferente. Es más fácil hacer un juicio sobre aquel que no se nos parece que sobre aquel que se nos parece porque implica hacer un juicio sobre nosotros mismos. Y es lo que rehúyen las sociedades que se suponen superiores a otras.
«Llenaré tu vacío contigo». Es una frase de Los vivos.
Por qué nunca has escrito poesía.
Y tú cómo sabes que no la he escrito.
Es verdad, no lo sé.
Esa frase que me acabas de decir, yo no soy capaz de verla sin todo lo que hay antes y lo que hay después. A esa frase solo llegué por todo lo demás. No puedo crearla sin lo demás. Lo he intentado, aunque ya no, la poesía. No puedo. Es una sensibilidad distinta.
¿Vas sin cuaderno?
Siempre. Voy sin cuaderno por la vida. El poeta, no.
Cuando se marcha, por supuesto, abruptamente, siento ganas de lo mejor que puede darle un escritor a otro, ponerme a escribir lo mío, pero cojo una tiza y, en una pizarra, anoto la frase que le dijo Margo Glantz: «Relájate, no todo tiene que ser perfecto. Bájale». Aunque él diga que es uno de los mejores consejos que le han dado nunca, me quedo pensando que, en el fondo, no le hizo tanto caso.
SEGUNDA VUELTA
Los días y los trabajos (o el diario de Raúl Ruiz)
por Gonzalo Maier
El libro interminable debe ser mi género favorito. Su taxonomía es caprichosa y no apunta necesariamente a los libros gordos o divididos en varios tomos, que se acurrucan uno al lado del otro, sino a los que no se terminan. O mejor: a los que conviene no terminar, es decir, a los que se leen de a pedazos. Esos a los que se vuelve por un par de páginas, quizás un capítulo, y luego se dejan reposando. ¿Hasta cuándo? Quién sabe. Su lectura, vista de cerca, es un mantra destinado a repetirse sin un final en el horizonte, pero tampoco –y puede que esto sea aún más importante– sin un comienzo del todo claro. Nadie los apura.
Ejemplos hay montones: los ensayos de Montaigne, los delirios de Rabelais, los cómics de Calvin y Hobbes o la poesía completa de Cecilia Pavón. A ellos vuelvo una y otra vez como quien va a misa. Me pongo mi mejor tenida y abro el libro. Ese gesto tiene algo de ceremonia y otro poco de fiesta, a fin de cuentas los buenos momentos deben ser breves para ser realmente buenos. O más que breves, excepcionales.
Desde hace un par de años, me he pillado haciendo esto mismo con las mil trescientas páginas de Diario. Notas, recuerdos y secuencias de cosas vistas, de Raúl Ruiz, escritor chileno por excelencia, que ha sido secuestrado por el cine, pero que vale la pena empezar a leer como un escritor a secas y no solo como uno colado, que es como tratan a los directores o a los artistas que de pronto comienzan a escribir. De hecho, puede que todo sea una gran confusión y Ruiz no haya sido ni un director de cine ni un escritor colado, sino un lector muy sofisticado.
La idea no es mía, eso sí; él mismo la sugiere entre las páginas de su diario: «mis películas son notas a pie de página de los libros que leo durante la filmación», escribe, y diría que lo mismo se podría extender a su textos, y entre de ellos, y quizás por sobre todo, al diario, que no es un diario de lecturas, sino el diario de un lector. La distinción, como verán, no es menor.
No sé si vale la pena presentar a Raúl Ruiz, tal como se ha hecho tantas veces, pero para fines ilustrativos recordaré que filmó más o menos ciento veinte películas, que escribió novelas, cuentos, poemas, obras de teatro y ensayos; que cultivaba un bigote republicano y que tenía una de esas inteligencias efervescentes e incontrolables. Era una especie de genio para responder entrevistas, un poco al modo de Jorge Luis Borges y, otro poco, al de Roberto Bolaño, dos tipos muy dados a cultivar la entrevista como un género literario nacido en el siglo XX y hoy medio sepultado entre redes sociales y comunicados de prensa.
El diario de Ruiz –dos tomos que vienen dentro de una caja amarilla con la foto de él sobre una silla, ya mayor, esperando algo– ha tenido solo una edición, que estuvo a cargo del poeta Bruno Cuneo, que con el paso de los años terminó aprendiendo a descifrar la caligrafía de Ruiz y transcribió los cuadernos. Fue publicado por la Universidad Diego Portales en 2017 y se consigue sin mucho problema (tampoco exageremos) en las librerías chilenas. Pese a la salud de su circulación, también es un libro que cae en la categoría de los que si no se compran cuando están disponibles es posible que no se pueda encontrar en mucho tiempo. Algo parecido sucedió con el Umbral, de Juan Emar, que con sus tres mil páginas nunca volvió a ser publicado e incluso con textos como La nueva novela, de Juan Luis Martínez, o en algún sentido el Borges, de Bioy Casares, que los transforma en empresas caras y de largo aliento. Con los diarios de Silvia Plath y de Alejandro Rossi, a todo esto, me pasó lo mismo: «no los voy a leer ahora, pero si no los compro ahora, no los tendré nunca», me dije frente a los estantes de una librería, justo antes de sacar la tarjeta de crédito. El diario de Ruiz, casi como todo diario que se precie, tenía un aura de leyenda. Cuando aún estaba vivo, varias veces contó que lo estaba escribiendo, pero con él era difícil tomarse las cosas de un modo literal. Tal como con el diario de Ricardo Piglia o con el de José Donoso, el misterio –o la latencia– en torno a su escritura era parte
«El diario de Ruiz, casi como todo diario que se precie, tenía un aura de leyenda. Cuando aún estaba vivo, varias veces contó que lo estaba escribiendo, pero con él era difícil tomarse las cosas de un modo literal. Tal como con el diario de Ricardo Piglia o con el de José Donoso, el misterio –o la latencia– en torno a su escritura era parte fundamental de la misma. Un dietarista será siempre un infiltrado de la literatura en la vida. Un espía dispuesto a cobrar venganza en un futuro, sin ningún apuro, cuando ya no quede nadie para contradecirlo. Escribir un diario es jugar con el tiempo y la memoria. A fin de cuentas, lo único que tenemos»
Fuente: wikicommons
«Chile, ya se ve, era un fantasma para Ruiz. Pero no uno grande y escandaloso que se pasea con cadenas por los pasillos de un hospital, sino una de esas presencias discretas pero persistentes. Una aparición doméstica, literalmente. Alguna vez, en una entrevista de fines del siglo pasado, decía que gracias a que quemó las naves y decidió superar a Chile, darlo por terminado, podía volver sin problema a filmar o a imaginar lo que se le viniera en gana. La paradoja de Hernán Cortés, decía él»
fundamental de la misma. Un dietarista será siempre un infiltrado de la literatura en la vida. Un espía dispuesto a cobrar venganza en un futuro, sin ningún apuro, cuando ya no quede nadie para contradecirlo. Escribir un diario es jugar con el tiempo y la memoria. A fin de cuentas, lo único que tenemos.
«Algo que hermana a todos los diarios que he leído es ‘el gusto a poco’. No hay tiempo para explayarse y está el deber de realidad», escribe Ruiz en los cuadernos manuscritos que terminaron dando forma al libro. Así, de entrada, deja en claro que el suyo se sumará a la tradición de los diarios de lo cotidiano, escritos muchas veces en ese estado de tránsito permanente que se constata en las barras de los cafés o en las mesitas desplegables de los aviones. Los temas son los mismos que impone la realidad más mundana: gente, comidas, reuniones, plata, cine, ideas. Estos dos últimos, por cierto, con la velocidad y la belleza de los flashazos que aparecen de repente, sin mucha forma, y que, con un poco de suerte, se verán refle-
jados mucho más tarde en libros como Poéticas del cine o en películas como Klimt. Hay otros más cotidianos, claro, pero igual de hermosos: «Necesito comer chocolate para olvidar que ayer me robaron el auto». O «el avión se salió de pista, pero alcanzó a frenar. Excelente pretexto para tomarme un whiskey». Una más: «Me vi y parecía un mal actor haciendo de viejo».
Ruiz, como debiera ir quedando más o menos claro, era un tipo con una debilidad evidente por la paradoja y la ironía. Un conversador de esos que inventaban hipótesis y tesis sobre la marcha como si fuera un deporte o una disciplina olímpica: «quizás por eso la única actividad intelectual del chileno sea acumular muchos conocimientos, a condición de que no sirvan para nada. Apenas comienzan a servir, dejan de ser creíbles», escribía en el diario. Lo de recién es una coquetería, por cierto, que en su caso sería más que cuestionable, pero creo que sirve de ejemplo para indicar por dónde van los tiros.
La principal pregunta que aparece al abrir un diario, y sobre todo uno tan grande y trabajado (va de 1993 a 2010, casi un mes antes de morir) es vieja, repetida y también se la hace el mismo Ruiz: «¿es un diario, desde el comienzo, un texto para ser publicado?». Él mismo responde: «Pienso que sí. Si no, ¿para qué escribirlo? Pero con una salvedad: la presunción de inocencia, el principio de privacidad». Ruiz efectivamente sabe que escribe un diario que alguna vez y en algún momento saldrá tibio de las imprentas, en cajas y con destino a las librerías. ¿Qué se hace con esa certeza? Yo tampoco lo sé, pero imagino que una de las grandes fuerzas ocultas de un diario es su estatuto imposible entre un texto privado, acaso íntimo, y al mismo tiempo público. Entre la intuición de que algún día será publicado y la convicción de que no será pronto y que, en ese intersticio, habrá tiempo para corregir y borrar y editar a gusto, aun cuando no siempre sea así. Otra anotación en el camino, a propósito de esto mismo: «Ayer, Valeria leyó el diario. Me sentí molesto porque se puso a interpretarlo. Todo diario es una confesión, aunque no diga nada»
Valeria es Valeria Sarmiento, su mujer de toda vida y también cineasta. De paso, el nombre más repetido en el diario, que, como todo diario, ya intuía Ruiz, se revela en cada detalle como si una biografía fuera la suma de una infinidad de intereses e ideas en apariencia menores e inconexas. Él, por ejemplo, lee Los grandes filósofos de la Edad Media, de Luciano de Crescenzo –«una broma de unas doscientas páginas en las que despacha poco menos de un milenio de filosofía»–, trabaja con Isabelle Huppert y Catherine Deneuve, aconseja dormir una siesta y anotar el sueño en una libretita para luego filmarlo durante el rodaje que sea que esté llevando a cabo. Tiene un interés irremplazable por Abraham Abulafia y la cábala judía o cristiana, los restaurantes asiáticos; toma aviones, muchos, montones. De Santiago a Los Ángeles, luego a Londres y de vuelta a su casa en el barrio parisino de Belleville, donde llegó es-
capando del golpe militar. Gasta plata en libros. ¿Cuánta? En apariencia harta y sin ningún cargo de conciencia.
Ruiz, apenas llegó del exilio, comenzó a filmar en Francia y a construir una segunda parte para su carrera –a la rápida podría decir que la primera fue la chilena, la segunda precisamente la francesa y una tercera, después de los años 90, cuando iba y volvía entre París, Lisboa y Santiago, pese a que, como dice en el mismo diario, «un año en Chile bastaría para matarme».
Chile, ya se ve, era un fantasma para Ruiz. Pero no uno grande y escandaloso que se pasea con cadenas por los pasillos de un hospital, sino una de esas presencias discretas pero persistentes. Una aparición doméstica, literalmente. Alguna vez, en una entrevista de fines del siglo pasado, decía que gracias a que quemó las naves y decidió superar a Chile, darlo por terminado, podía volver sin problema a filmar o a imaginar lo que se le viniera en gana. La paradoja de Hernán Cortés, decía él.
Joaquín Edwards Bello, cronista y escritor excepcional, un observador agudo de la realidad –si es que existe la realidad y la agudeza– decía que los chilenos no eran más que personas equivocadas en el lugar equivocado. Ruiz, imagino, se habrá sentido a gusto con esa descripción y, por lo mismo, se transformó en otro exponente más de esa tradición oculta de filósofos o teóricos de lo chileno, que mientras más lejos están, mejor ven las cosas. En un sentido, pero solo en uno, su diario se entronca en esta misma escuela. En 2008, por ejemplo, escribía: «País de rincones. País de próspera tristeza y de terapias vacías (...) Todos son soldados. Todos son policías. No hay cárceles, el país es una cárcel. No hay delito de opinión, nadie tiene opinión». Una venganza digna de un diario póstumo, todo sea dicho, que siempre llega tarde y, por lo mismo, justo a tiempo. «Hablamos largamente con Valeria de la profunda deshonestidad de los chilenos», escribe a propósito de esto mismo. Ruiz intuye que en esa habla ladina o lateral, siempre llena de vacíos, hay un miedo a la verdad –no a una en particular, sino al concepto, a la idea– o incluso a decir las cosas por su nombre. Mal que mal, Ruiz alguna vez dijo que los chilenos hablaban como personajes de Samuel Beckett por esa tendencia a desplazar el verbo incansablemente, a no fijar muy bien quién es el sujeto que ejecuta la acción
o de qué se está hablando, un asunto –el mundo de jerarquías y luchas ocultas que se esconde en el habla– que aparece magistralmente retratado en varias de sus películas. El diario de Ruiz, al menos yo, lo leo como una forma de conversación todavía más desplazada que el sujeto en el habla chilena. Una conversación que nunca tuve, por decir algo. O mejor: que nunca presencié porque tampoco es que me guste mucho hablar con gente que no conozco. Una no-conversación, en otras palabras. O tal vez leo el diario como un acto de magia negra o de adivinanza. Más arriba, en una leve exageración, decía que me ponía mi mejor traje para leerlo, que en un sentido es cierto, pero creo que quería decir otra cosa: que abro el diario de Raúl Ruiz como quien se sienta frente a una bruja a buscar respuestas que solo se le pueden mendigar a los muertos o a las cartas del tarot. Lo leo, quiero decir, como el testimonio de una voz extrañamente erudita y cómica, como un puente entre la elegancia del campo chileno y la ironía de la cultura europea. Un fenómeno imposible y excepcional, construido a punta de pequeñas luces que de repente se prenden e iluminan los días, que siempre son tan parecidos.
Leer el diario de Ruiz sin método ni calendario se ha transformado en un placer con tintes sibaritas, como imagino que lo era Ruiz, tan dado a reunirse en restaurantes o a celebrar comidas en su casa, pese a terminar quejándose de sus niveles de glicemia. Hay una felicidad epicúrea en esa queja y en sus diarios. Una alegría por la vida buena y las ideas hermosas, que aparecen a propósito de cualquier cosa, como cuando apunta: “fumando un puro, instrumento filosófico por excelencia: todo se vuelve humo y nada”.
Sylvia Molloy,
imperdible, inolvidable
Desde la infancia, hacerle regalos a mi madre fue traumático: nada le gustaba. Es evidente que en esa época quien ponía el dinero para comprarlos era mi padre. Incluso era él mismo, muchas veces, quien los elegía. Sus hijas aún éramos pequeñas, no sabíamos mucho si lo normal era regalar un par de aros, un tenedor, un imperdible o un helado. Quizá un electrodoméstico. Todo vale lo mismo en la infancia. Solo quieres regalar, en algún punto, porque amas. Mi madre, cada vez, despreció los regalos; no hubo uno solo que le gustara.
El único regalo que recuerdo haberle hecho yo de adulta a mi madre, que ya estaba enferma de cáncer, fue un libro de Sylvia Molloy. Desarticulaciones. Su padre, mi abuelo, ya había muerto de Alzheimer, si se muere de eso, de olvidarlo todo, quizá solo rescatar algún retazo de la infancia. Desarticulaciones es un libro breve, como tantos de la autora, que narra la historia de una mujer que acompaña a su amiga enferma de Alzheimer. Es una
novela; frente a tantas obras de no ficción publicadas por la autora, esta nos propone ese código de lectura. Yo no hacía mucho que había descubierto a Molloy; quizá trabajando de librera, quizá de otra forma, quién sabe, lo he olvidado. Mi madre leyó la sinopsis del libro, supongo que de la contraportada, y casi me tiró el regalo por la cabeza. Luego dijo: «¡¿Cómo se te ocurre regalarme una cosa así, ahora, que estoy enferma?!». Quise contarle que Molloy era mi escritora favorita, y que el libro era mucho más que una historia sobre la enfermedad. Pero no tuve lenguaje.
Se lo dediqué, estaba firmado por mí su ejemplar. Cuando murió, me lo traje a España. De todas las cosas que tenía mi madre, me traje las que cabían en una maleta. De todos sus libros, que incluían la obra completa de Freud y Lacan, me traje solo Desarticulaciones, finito, como una plancha de metal. Hace poco me acerqué a mi biblioteca para agarrarlo y releerlo, quizá solo hojearlo. No estaba. Saqué todo, revolví todo, moví todo. Lo bus-
Sylvia Molloy en un estudio de arte en los años 1950. Fuente: wikicommons
qué por días, semanas. El libro no está. Y no puedo recordar dónde lo vi por última vez, y no puedo recordar dónde lo dejé. Tampoco lo que decía la dedicatoria. Solo me resta acordarme de que lo perdí. Una memoria de la pérdida, de la que quizá nunca me olvide.
Todo esto que cuento para hablar de Sylvia Molloy son los temas literarios en Sylvia Molloy: la madre, el olvido, la memoria, la casa, los objetos, la enfermedad, los vínculos, la familia, el desarraigo, la extranjeridad. Suena a los temas universales, a los temas de siempre, y sin embargo, hay una exclusividad prodigiosa en la autora argentina, fallecida hace poco, en 2022. A todos esos temas los atraviesa, casi como una lanza oblicua, un flechazo inevitable, una grieta sobe concreto, la lengua. La autora hace con la lengua no solo su trabajo, para acabar siendo una de las voces más importantes de la literatura argentina, sino también un tema central. Es fondo y forma. Su biografía impregna su escritura: hija de padre irlandés y madre con orígenes franceses, vive entre lenguas, y de esa idea sale, precisamente, Vivir entre lenguas , pero quizá también todos los demás libros suyos sin excepción. Ella misma hace una vida entre países y entre lenguas: estudia en La Soborna; se muda a Estados Unidos donde, entre otros desempeños académicos, funda la maestría en escritura creativa en NYU. Nace en Argentina y muere en Estados Unidos. Y cuando ve la palabra «hay», nunca sabe si es del verbo haber, o si es «heno».
En un artículo titulado «Desde lejos: la escritura a la intemperie» la autora comentó uno de los relatos incluidos en Varia imaginación , que se titula «Casa tomada» (es curioso, porque luego en su último libro, Animalia , la autora incluirá otro texto también titulado «Casa tomada», pero de contenido diferente, aunque siempre en su línea), que trata sobre la casa de su infancia, y luego expresó: «Lo que me interesa principalmente es la escritura que resulta del traslado; o mejor, la escritura como traslado, como traducción; la escritura desde un lugar que no es del todo propio y sin duda no lo será nunca, un lugar donde subsiste siempre un resto de extranjería y de extrañeza, donde se aprende una lengua nueva pero se escribe en la lengua que se trajo, y donde, si por azar uno oye hablar en castellano en la calle, uno se siente interpelado y se da la vuelta: me están hablando. A mí». Esto es lo que atravesó la vida y obra de la autora: el afuera.
Es también en Varia imaginación donde aparece el relato «Levantar la casa». Allí la autora cuenta cómo la madre decide desarmar la casa tras la muerte del padre y cambiar esa casa por otra, por un departamento. Las tres mujeres —ella, su hermana y su madre— organizan los objetos en pilas para ejecutar la mudanza. Ese ejer-
cicio de catalogación (lo que es para tirar, para regalar, para mudar, para vender…) es un acto de memoria, pero también de pasaje al olvido. En la novela El común olvido, el protagonista, homosexual, como en varias de las novelas que la autora propone, en una narrativa siempre atenta al colectivo LGBTIQ+ al que ella misma pertenecía, viaja a Argentina desde Estados Unidos, donde reside ahora (todos elementos biográficos de la autora) a buscar pistas de su padre, aunque termina rastreando más la historia de la madre. La muerte del padre, entonces, y ese viaje (real o simbólico) hacia los orígenes; la posibilidad de enterrar a nuestros muertos, que incluye siempre una acción sobre los objetos, y por tanto, sobre la memoria (y el olvido); la madre. Todo eso es una constante en la narrativa de Molloy. Leo en El común olvido: «Decía mi madre […] que la memoria es un don elusivo, a menudo infernal. Cuando trato de acordarme de ella, no logro detener una imagen fija sino un torbellino de figuras superpuestas […]. Es más fácil recordar objetos que fueron suyos […] que recordar a mi madre». Pero algo la recuerda en ese Vivir entre lenguas, aunque algo también olvida (siempre las dos caras): «Recuerdo que cuando yo era muy chica mi madre tomaba clases de inglés con una inglesa del barrio cuyo nombre he olvidado […]. No sé cuándo dejó de tomar esas clases. Sí sé que la libreta desapareció y mi madre siguió monolingüe, como quien sigue padeciendo algún mal incurable».
Hay un documental precioso sobre Sylvia Molloy que se llama Retazos (como aquello que quizá se puede rescatar de la infancia en medio del olvido). Allí aparecen retazos, eso, de sus libros. Y sobre todo, la vemos en su casa de Estados Unidos con sus gatos encima, o en los muebles, en los ambientes o alrededor. Esas escenas son las que su último libro, Animalia, publicado el mismo año de su muerte, nos regala justo a tiempo. Otro libro finito como una plancha de metal, pero lleno de amor y mascotas, de casas, lengua, territorio, cuerpo y enfermedad. Lo escribió durante la pandemia y durante su cáncer, en medio de la causa de todos y de la propia. Eso es Molloy: lo individual y lo colectivo, como la memoria.
He olvidado aquellos objetos que le regalamos a mi madre y que ella ha despreciado —¿unos aros, ¿un microondas?, ¿un imperdible?...—, pero sé que fueron suyos. Supongo que es más fácil perder la memoria que perder a la madre.
por Florencia del Campo
Fotografía cedida por el autor
Sergio Waisman
Valerie Miles
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
ha traducido al inglés libros de Ricardo Piglia, Juan José Saer, Mariano Azuela, Juana Manuela Gorriti y Leopoldo Lugones y ha sido becario de la National Endowment for the Arts de los EE.UU. Es autor del ensayo Borges y la traducción y de las novelas Irse y El encargo . En colaboración con Yaki Setton ha traducido la siguiente poesía: al inglés El paisaje interior de la argentina Mirta Rosenberg; y, al castellano, La velocidad de las tinieblas de la estadounidense Muriel Rukeyser, y Subir, caer, planear de la estadounidense CD Wright. Trabaja como profesor de literatura latinoamericana en la George Washington University en Washington, DC.
Fotografía cedida por la autora
Esther Allen
Profesora de City University of New York, Esther Allen ha sido becaria de, entre otros, la National Endowment for the Arts estadounidense y la Fundación Guggenheim. Su traducción de Zama de Antonio Di Benedetto ganó el National Translation Award en 2017. Colaboró con PEN Internacional y el Instituto Ramón Llull en To Be Translated or Not To Be (2007), publicado en inglés, alemán, y catalán. Su traducción de Los suicidas de Antonio Di Benedetto sale en enero 2025 con New York Review Books. Su sitio personal es estherallen.com.
Fotografía cedida por el autor
CORRESPONDENCIAS
Sergio Waisman y Esther Allen,
«El
espacio –el genius loci– en la traducción»
por Valerie Miles
Valerie Miles
El traductor literario no solo actúa como un puente entre lenguas y culturas, sino que a menudo desempeña un rol crucial en la curaduría de obras literarias para editores. Gracias a su conocimiento de las tendencias literarias, el traductor puede identificar textos que por su calidad estilística, originalidad y relevancia temática, merecen ser publicados en una nueva lengua. Por lo que el traductor se convierte en un asesor clave para las editoriales. Este papel de intermediario cultural le da al traductor un papel clave en la selección de autores y libros que consiguen un público internacional. Así, su criterio no solo enriquece los catálogos editoriales, sino que también amplía el horizonte literario de los lectores. Exploramos este papel con las experiencias de dos traductores de mucho prestigio en el ambiente estadounidense.
Sergio Waisman
Querida Esther, ¿Qué tal? ¿Cómo va el semestre en Nueva York? Yo bien, con mucho laburo en la universidad, pero contento porque ya casi está listo un libro de poesía de C.D. Wright que estoy traduciendo con Yaki Setton, que tendría que salir este año.
La última vez que te vi estabas terminando la traducción de Los suicidas de Antonio di Benedetto y me quedé con ganas de preguntarte, ¿cómo llegaste a traducir a este autor, y cómo fue el proceso de presentarle a Di Benedetto a la editorial NYRB? Por otro lado, lo que realmente me da curiosidad ahora, es ¿cómo llegaste a la traducción literaria? ¿Fue con un autor en particular?
En mi caso, siento que tuve muchísima suerte porque empecé directamente con Ricardo Piglia. A comienzos de la década de 1990, mientras estaba haciendo un
MFA en Escritura Creativa en inglés en la Universidad de Colorado en Boulder, uno de mis profesores observó que yo escribía en inglés, pero que cuando hablábamos sobre lo que leíamos, solía mencionar autores latinoamericanos y me propuso traducir. En ese entonces no había (o yo desconocía) cursos y programas de traducción en los EE. UU. Estoy seguro de que me hubieran ayudado y mi impresión es que ha sido sumamente importante el desarrollo de estos programas universitarios; ¿vos qué pensás al respecto?
Mi formación como traductor literario, como te contaba, fue más que nada una cuestión de iniciativa propia. Para ver si podía traducir, fui a la biblioteca y me senté a traducir. Hice una traducción de «Las ruinas circulares» de Borges y después comparé mi versión con las que había publicadas. Pensé, no está mal, en algunos aspectos prefería mis soluciones, en otras veía los giros de los
«Mi formación como traductor literario, como te contaba, fue más que nada una cuestión de iniciativa propia. Para ver si podía traducir, fui a la biblioteca y me senté a traducir. Hice una traducción de “Las ruinas circulares” de Borges y después comparé mi versión con las que había publicadas. Pensé, no está mal, en algunos aspectos prefería mis soluciones, en otras veía los giros de los otros traductores y me gustaban más que los míos. Y también pensé: yo podría hacer esto: es difícil, por momentos me había resultado prácticamente imposible, pero la tarea salió bien y, sentado allí, me di cuenta de que, si bien en otro contexto y con material completamente diferente, como hijo de exiliados había estado traduciendo casi toda mi vida»
otros traductores y me gustaban más que los míos. Y también pensé: yo podría hacer esto: es difícil, por momentos me había resultado prácticamente imposible, pero la tarea salió bien y, sentado allí, me di cuenta de que, si bien en otro contexto y con material completamente diferente, como hijo de exiliados había estado traduciendo casi toda mi vida.
Después de este ejercicio volví a hablar con mi profesor y él me ayudó a compilar una lista de escritores argentinos que todavía no habían sido traducidos, o que recién empezaban a ser traducidos al inglés. Fui otra vez a la biblioteca, me puse a leer y armé mi propio pequeño ranking. Primero en mi lista estaba Ricardo Piglia. El próximo paso fue empezar a colocar el trabajo. Traduje «La loca y el relato del crimen» y envié mi traducción a una revista en Nueva York, donde saldría publicada unos meses más tarde. Le escribí una carta a Piglia en Buenos Aires para presentarme; le conté mi entusiasmo por traducirlo y las buenas noticias de la traducción que saldría en Nueva York, e incluí una copia de mi versión del relato. En su respuesta por fax, Piglia me dijo estaba muy contento con la traducción y la iniciativa. De ahí entablamos un diálogo y una colaboración que se extendería por más de veinte años. Traduje mi primer libro, Nombre falso y así entré, de un modo fortuito e inesperado, al mundo de la traducción literaria. Ya más que suficiente para una primera carta. Un fuerte abrazo, Sergio
Esther Allen
Querido Sergio, ¡Pero qué historia de origen extraordinaria me cuentas! Con la ayuda de un profesor compusiste una lista de los autores argentinos que había que traducir, escogiste tu número uno, Piglia, y trabajaste con él durante más de veinte años. Mientras tanto, el ya difunto William Weaver, traductor al inglés de Umberto Eco, Italo Calvino y otros italianos del siglo XX, decía que nunca en su carrera logró convencer una casa editorial que publicara algún libro que quería traducir. Era uno de los traductores más renombrados y exitosos de su tiempo y sin embargo no podía dar entrada a la obra de un autor nuevo de su elección personal. Viendo el inglés desde fuera, como argentino, sabías desde el principio que es un idioma que resiste la traducción y al que se traduce muy poco. Por mi parte, tardé bastante en aprender esa verdad tan cardinal. En 19891990, viví un año en Ciudad de México con una beca Fulbright y leí Oficio de tinieblas de Rosario Castellanos. Cuando supe que ese gran clásico publicado en 1962 nunca se había traducido al inglés, tal pasmo me hizo
entender mejor la envergadura de lo que hace un traductor, que es tu punto de partida y la norma entre los jóvenes traductores de ahora. En 1997 salió mi traducción de la novela de Castellanos con el título The Book of Lamentations, y está todavía disponible en la serie de Penguin Modern Classics.
Encontré la obra de Di Benedetto en 2005 cuando me invitaron a una «Semana de editores y traductores» durante la Feria del Libro Buenos Aires. Otra vez sentí el mismo pasmo: ¿cómo podía ser que casi no se había traducido al inglés la obra de un autor tan admirado por figuras como el mismísimo Piglia y por la unanimidad de editores y autores a quienes conocí durante esta semana memorable? Ha sido una tarea de 20 años traducir los tres libros de su Trilogía de espera. The Suicides está por salir en enero, y ahora me pregunto cuál será mi próximo gran proyecto de traducción.
Me alegra mucho saber que con Yaki Setton estás traduciendo la obra de C.D. Wright, poeta magnífica a quién tuve la suerte de conocer. Con Yaki estás desarrollando varios proyectos; ¿cómo llegaron a colaborar? Fue un inmenso placer teneros en mi clase de Baruch College el año pasado. Traducen juntos en dos sentidos: del inglés al español como en el caso de Wright, y del español al inglés, como hicieron con Mirta Rosenberg, cuyo Interior Landscape salió con Ugly Duckling el año pasado. Para ti, ¿traducir del inglés al español es distinto que al revés? ¿O tu proceso sigue igual en las dos direcciones? Ya con este primer intercambio la correspondencia me parece muy bien lanzada, y te mando un abrazo fuerte, Esther.
Sergio Waisman
Me gusta tu historia de origen como traductora, es interesante conocer la variedad de modos que hay para llegar a esta fascinante labor. Me impresiona particularmente lo que contás, con asombro y en más de una ocasión, que grandes autores e importantísimos textos no habían sido traducidos al inglés. Ese aspecto del traductor como explorador (que va descubriendo el mundo a través de sus lecturas) y, a la vez, la tremenda importancia de leer en múltiples tradiciones. Con respecto a tu última pregunta, para mí traducir del inglés al español es diferente que traducir en la otra dirección. Es curioso, porque mi proceso de trabajo es casi el mismo en ambos casos, pero hay tantas diferencias entre los idiomas que encuentro que siempre estoy tomando decisiones de otro orden. Además, para mí hay una carga emotiva—no sé cómo más decirlo— que cambia con la dirección de lenguas. Cuando tra-
duzco del español al inglés siento entusiasmo al estar contribuyendo a que un poco más de esta literatura exista en el ámbito angloparlante. Hay una responsabilidad —que es a la vez una oportunidad— que para mí se convierte en una suerte de encargo para aprender todo lo que pueda sobre el contexto originario y traer lo máximo posible de esa otra realidad a lo que será un nuevo contexto.
Por otro lado, hay algo extraño para mí: el inglés es la lengua de la mayoría de mi formación (yo tenía 9 años cuando nos fuimos definitivamente de la Argentina), pero nunca me olvido por completo de que el inglés es mi segunda lengua y sé que los textos sobre la traducción suelen señalar que las mejores traducciones son las que se hacen hacia la lengua nativa. Pero yo escribo mejor en inglés. Traducir del español al inglés es, para mí, una forma de intentar recrear una casa perdida, a través de la traducción, en otra lengua, adquirida y apropiada.
Traducir del inglés al español, en cambio, o escribir en castellano me suele crear un efecto de retorno. Como si estuviera volviendo a esa casa perdida a través de la escritura, o de la traducción. Sé que es una ilusión y que es, en cualquier caso, fugaz.
Estos comentarios suenan más como confesiones psicoanalíticas de un traductor extraviado que como revelaciones de un practicante o perspicacias de un teórico. Cierro esta carta, entonces, con algunas preguntas para ti, sobre otro de tus proyectos que tanto me encantan: tu trabajo con José Martí: ¿Cómo fue traducir su narrativa, una de las prosas más finas de fines del XIX? Y ¿cómo fue traducir sus versos, qué Martí mismo denominó como «sencillos»? Finalmente, ¿cómo enfrentas traducir un escritor que es una figura tan grande para Cuba y, de hecho, para las Américas en general?
Esther Allen
Cómo te envidio esa capacidad para la traducción «ambidiestra». También lo tiene mi amigo Anton Hur, que traduce con igual maestría del coreano al inglés y del inglés al coreano. En mis cursos de traducción español-inglés en Baruch, siempre trabajamos en dos sentidos. En las traducciones que hacemos en grupo, cada estudiante pone algo distinto, dependiendo de dónde creció, el lugar de origen de la familia —Ecuador, Venezuela, República Dominicana, Colombia, México, Uruguay, Estados Unidos, otros países— y la relación personal que tiene con los idiomas que traducimos y con otros, también. Pero hay pocos que son capaces de traducir en dos sentidos con igual fluidez.
En mi caso, pasé toda mi juventud en territorios antiguos del imperio español —las Islas Filipinas, donde mi familia vivía como misioneros durante cinco años, y al sur de California—. Había clases de español obligatorias en la escuela, pero la enseñanza era muy mala; sólo aprendí a comunicarme cuando tenía quince años y trabajaba todo un verano con un grupo de chicanos en un campo de fresas. Y te confieso que no me siento capaz de hacer bien una traducción literaria al español. Transmitir la información básica de una oración, sí, a lo mejor. Pero una buena traducción es mucho más compleja, como tú y Valerie Miles, la gran patrocinadora de nuestra correspondencia, saben mejor que nadie.
En cuanto a Martí: vivo en un barrio que el poeta cubano conoció muy bien durante sus quince años en Nueva York, a unos pasos del hotel donde tuvo una famosa pelea con los generales Gómez y Maceo. La ciudad que describe en su periodismo entonces, es aún reconocible todavía en la que conozco. Y a pesar de toda la distancia que me separa de este revolucionario del XIX que escribió una prosa muy densa y compleja y llena de referencias que ahora quedan oscuras, es esa identidad de espacio, de lugar, que me ayuda a entrar en su obra. Y que, a la vez, me ayuda a ver con otros ojos —suyos— a esa ciudad mía de Nueva York, que, aunque nunca perteneció al imperio español, tiene un pasado hispano profundo —y un presente hispano extraordinario.
Lo que no he podido tener con Martí es la conexión personal que tú tenías con Piglia, como traductor de novelas suyas, como amigo, y como colega, investigador, y autor de novelas también. Ya que han pasado unos años desde que se nos fue, ¿cómo evalúas el papel que tuvo Piglia en tu vida y obra, aparte de haberte ayudado a lanzarte a la traducción?
Sergio Waisman
Te agradezco la pregunta y te cuento. Piglia presentó mi primera novela, Irse, cuando la publiqué en la Argentina en el 2010 y mi segunda novela, El encargo, surgió directamente de una serie de conversaciones que grabamos a lo largo de los años. Al principio las grabaciones contenían mis preguntas a él sobre lo que estaba traduciendo, pero en un momento empezamos a incorporar la idea de una novela hablada entre escritor y traductor. La novela tendría un personaje mío (Iván) y un personaje de Piglia (Renzi, al principio) y nosotros íbamos conversando sobre la trama; luego, usando la transcripción de esas conversaciones, yo escribía borradores, se los enviaba a Piglia y volvíamos a hablar para avanzar con
la colaboración. Hacia el final, cuando fue evidente que Piglia no podría terminar la novela a cuatro manos (por cuestiones de salud), decidí reescribirla para que fuera de mi autoría, manteniendo lo más posible el espíritu y el contenido de la colaboración.
Una vez, hablando por teléfono sobre el proyecto, Piglia me dijo: «No se puede escribir con alguien, pero se puede escribir para alguien». Sonaba como algo que yo debería haber sabido, pero no llegaba a entender. Se escribe para alguien, anticipando que ese otro te leerá, pensé, y, a la vez, responderá con una escritura que uno seguirá leyendo, y así en adelante. La escritura como un diálogo que se extiende a lo largo del tiempo, un desplazamiento constante que juega con las expectativas y la postergación. Pero en algunos casos también se escribe por alguien y el caso ejemplar sería el del traductor: el traductor escribe un texto por (para decir lo mismo que) otro.
Además, Piglia me dejó una lección extraordinaria sobre la vida, sobre la relación entre la vida y la escritura. Recuerdo la última vez que lo vi en su casa en la calle Malabia, él estaba muy afectado por la ELA (esclerosis) y sólo podía comunicarse utilizando los ojos. Su ayudante Luisa me dijo que tendría que disculparlo, que estaba muy cansado ese día, que ya había trabajado 9 horas. Eran las 3 de la tarde. Piglia se apuraba para terminar los Diarios de Emilio Renzi con el tiempo que le quedaba. Sentí una tristeza demoledora y, a la vez, una inspiración inimaginable. Hasta el último momento, el valor de la literatura era todo para él.
Yo, de mi parte, admiro la variedad y diversidad de autores que has traducido, desde Rosario Castellanos hasta Borges y José Manuel Prieto, entre otros. Y también has traducido del francés. Decís que en el caso de Martí es la «identidad de espacio, de lugar», asociado con Nueva York, lo que te ayuda a entrar a su obra; ¿cómo es tu asociación con el espacio y el lugar en el caso de otros autores que has traducido? Y ¿cómo es tu proceso cuando traduces a un autor que viene de un «lugar» desconocido para ti? ¿Cuánta investigación hacés para cada traducción?
Qué lindo intercambiar estas cartas contigo sobre la traducción.
Esther Allen
Es muy conmovedor la dedicación literaria feroz que viste en Piglia durante sus últimos días.
Gracias por esa pregunta fascinante sobre el lugar, el espacio —el genius loci— en la traducción. Mi amiga y
maestra Edith Grossman decía que parte de la atracción del ejercicio de la traducción para ella era que se podía hacer en casa. No lo veo así, y tampoco lo ven así la nueva generación de traductores que están cambiando el mundo, gente como Paige Aniyah Morris, originaria de New Jersey que vive desde hace tiempo en Seúl y es una de las traductoras al inglés de Han Kang, que acaba de ganarse el Premio Nobel.
Traduje Zama, que tiene lugar en Paraguay, sin haber ido a Paraguay. Pero la verdad es que el autor, Antonio Di Benedetto, nunca había estado en Paraguay cuando escribió la novela. A la hora de traducir El silenciero, sentía una gran necesidad de ir a Mendoza, la ciudad donde nació y pasó la mayor parte de su vida Di Benedetto, y donde tienen lugar las dos últimas novelas de la Trilogía de la espera, aunque no la nombran. Gracias a una invitación de la Universidad Nacional de Cuyo pude visitar Mendoza en 2018. El viaje impactó mis traducciones de varias maneras.
Para darte sólo un ejemplo, en las novelas se habla varias veces de «acequias». Si no hubiera visitado la ciudad, habría probablemente traducido esta palabra como «gutter» o «ditch». Una vez en Mendoza, me di cuenta que sus acequias son muy distintas, estudiadas por expertos en control y provisión de aguas del mundo entero. Aún en las zonas urbanas son como mini-canales que hay que atravesar sobre puentes. Fueron obra de los Huarpes, el pueblo originario de la zona. Cuando llegaron los españoles mil años después, reconocieron el valor de esa infraestructura agrícola que se parecía a obras que conocían en España, heredadas de los romanos y de la colonización musulmana. De hecho, «acequia» viene del árabe «al-sāqiyah», que significa «el que lleva agua». Por eso estaban entre los pocos aspectos de la cultura indígena que los colonizadores no destruyeron. Y la palabra acequia existe también en inglés. En Nueva México y Colorado hay acequias construidas por los españoles hace 400 años. En las novelas, las acequias no son más que un detalle mínimo del lugar que habitan los personajes. Pero como resultado del viaje a Mendoza, mis traducciones incorporan esta palabra, con todas sus profundas continuidades lingüísticas, geográficas, políticas, históricas.
Esta correspondencia ha sido una continuación muy linda de los muchos años de intercambio, conversación, colaboración y amistad entre nosotros. Ha sido un verdadero placer.
«Encontré la obra de Di Benedetto en 2005 cuando me invitaron a una “Semana de editores y traductores” durante la Feria del Libro Buenos Aires. Otra vez sentí el mismo pasmo: ¿cómo podía ser que casi no se había traducido al inglés la obra de un autor tan admirado por figuras como el mismísimo Piglia y por la unanimidad de editores y autores a quienes conocí durante esta semana memorable?
Ha sido una tarea de 20 años traducir los tres libros de su Trilogía de espera. The Suicides está por salir en enero, y ahora me pregunto cuál será mi próximo gran proyecto de traducción»
«Venus rompe rocío en el borde de todo», dijo Lisa Robertson
Algunas líneas sobre el deseo
IILa segunda cosa que sé sobre el deseo sexual (la primera es esta https://cuadernoshispanoamericanos.com/venus-rompe-rocio-en-el-borde-de-tododijo-lisa-robertson-algunas-lineas-sobre-el-deseo/ ) es que, en la muy útil habilidad de saber dejarse llevar no ya por él sino por el placer, a menudo no importa sólo el tú: importa el yo. A mí, cuando ha pesado mucho mi yo, no ha solido irme tan bien aquellas noches. Pero ha habido excepciones. Y me he fijado en que, en la vida y en la literatura, para muchas personas su yo es fundamental.
No lo digo en el sentido de que la mayoría de nosotros necesitamos sentirnos deseados para disfrutar del sexo. Tampoco lo digo en el sentido de: ¿a quién no le ha excitado una persona al enterarnos de que nosotros le excitamos a esa persona? (Persona que, si no supiéramos que nosotros a ella le excitamos muchísimo, no nos excitaría nada.) (Quizás la sexualidad femenina patriarcalizada pueda reducirse a esta piruteante filia.) Lo digo en el sentido de que hay quien necesita, para disfrutar, sentirse deseado de una determinada manera: una que reafirme su identidad, que confirme estar percibiendo a ese yo tal y como ese yo quiere ser percibido. Cualquier glitch en ese espejo puede ser fatal. Y desencadenar la muerte de la excitación.
Sobre la primera cosa que dije que sabía no tengo muchas referencias: es algo que he comentado en cenas con amigas, con el resultado de mucho vaya ¿en serio? Creo que no es muy popular mi experiencia de que el deseo verdadero es una cosa que existe diferenciada de otras cosas (aunque todas ellas sean permeables) y que no es habitual.
(La metáfora del chute de azúcar vs. la búsqueda tenaz de un trocito de Fengli Su de la primera entrega de esta serie no la suelo sacar a relucir, porque no
está lograda. Cuando he sentido este deseo y he sido correspondida y el fuego se ha encendido, no he encontrado muchas palabras para contarlo, mucho menos metáforas. La del pastelillo Fengli Su se me hace graciosa... Pero, como casi todas, es cuadrada y te quedas con hambre.)
En cambio sobre la segunda cosa sí tengo hilos de los que tirar: José Donoso, Sabina Urraca, Sara Torres... Y una persona bastante lianta (a ella es a quien más le convencería la metáfora del Fengli Su) apodada, por sus gestas, la Celestina. Otro día hablaré de la Celestina. Ahora hablaré de las demás.
los calzones y cómo te quito el sostén…». Ahí es cuando Manuela consigue correrse: «Yo soñaba mis senos acariciados, y algo sucedía mientras ella me decía sí, mijita...».
He ahí un caso en el que el yo no desea al tú por las cualidades del tú, sino por la imagen que ese tú le devuelve al yo de ese yo. Manuela disfruta del sexo con una mujer que no le atrae tan pronto cuando esa mujer reconoce a la Manuela como mujer. Algo que tanto Pancho como el resto de hombres le niegan.
A quien le parezca incomprensible, ¿qué le puedo decir? Creo que, a un nivel subterráneo, o bien intermitentemente, y trasvasando sentidos, todos, todas somos la Manuela.
Parece ser, por lo que he oído de sus diarios (que no he ni hojeado; esta frase es provisional), que José Donoso era bastante homófobo. Autohomófobo, parece. Bueno, por suerte no son pocas las obras de arte que logran ser mejores que sus artífices, y la novela El lugar sin límites (1966) debe de ser una de ellas.
Me interesa detenerme nada más que en un instante de su historia. La Manuela, la protagonista, es una mujer trans. Está perdidamente enamorada de Pancho, el prototípico macho-machote que se acuesta con hombres o mujeres trans, y jura y perjura que él es el más macho-machote del lugar. La Manuela lo idolatra. Él a veces tiene sexo con ella, a veces la maltrata. A veces participa (y a veces es él también la víctima) de las agresiones de los otros hombres del pueblo contra la Manuela.
Donoso se deleita en describir los entresijos del deseo masoquista o resignado o confuso de la Manuela por Pancho. Nos deja muy claro que la sufriente y grotesca Manuela (porque es así es como la caracteriza; titilaría triste aquí su homofobia, autohomofobia, transfobia, desazón) está loca por los hombres. Como cualquier mujer heterosexual, o más. Es más: en varias ocasiones Donoso se demora en narrar cómo la Manuela siente un rechazo visceral contra las vulvas.
En el sexo y en toda la vida.
En cuanto a Sabina Urraca y Sara Torres...
[CONTINUARÁ]
En una escena memorable, la Manuela se acuesta con una mujer, la Japonesa Grande. Consigue excitarse sexualmente con ella e incluso llegar al orgasmo. A pesar de su asco —enfatizadísimo— por la genitalidad femenina, se calienta y disfruta. ¿Qué ha pasado? Ha pasado que durante el sexo la Japonesa le ha hablado, le ha susurrado. Le ha dicho: «no, no, tú eres la mujer, Manuela, yo soy la macha, ves cómo te estoy bajando por Berta García Faet
Fuente: Wikicommons
Especial José Donoso
El país de Donoso por Álvaro Bisama
José Donoso: Fuera de lugar por Rafael Gumucio
El país de Donoso
por Álvaro Bisama
UUn hecho policial te hizo volver a pensar en José Donoso (1924-1996). Fue en abril, cuando en una calle de Ñuñoa apareció un cuerpo dentro de una maleta. Si al principio se pensó que era un crimen narco o un ajuste de cuentas, luego las informaciones se volvieron más extrañas. El cadáver correspondía al de una mujer y había sido dejado ahí por una amiga suya, con la que compartía un vínculo afectivo y que lo mantuvo insepulto en una de sus viviendas durante un año hasta que tuvo que deshacerse de él porque venía a verla una hija desde Europa. La fallecida tenía 59 años y su amiga, 80. Más: decían ser monjas y se presentaban así ante el mundo aunque era una mentira. Habitantes de un fantasía, se entendían a sí mismas como religiosas consagradas de un culto personal que solo las incluía a ellas, algo acaso dibujado desde una intimidad asfixiada que era la fuerza de gravedad de propio mundo secreto. Que las cámaras registraran en la calle a la mayor vestida con su hábito negro cargando los restos de su amiga en una maleta de viaje, para después botarlo como basura, solo aumentaba la extrañeza del caso y funcionaba como otra postal de lo insondable del mismo. Esto se parece a la literatura de José Donoso, pensaste, cuando se conoció la resolución de todo, como si él o su escritura volviesen ahí a pesar de que no tuviesen relación alguna. Nada raro. La historia de las falsas monjas se abría a una trama de obsesión y olvido, a un relato real de criaturas que vivían para inventar un lenguaje privado mientras habitaban en un recodo invisible del paisaje, en una de esas zonas donde la realidad se rompe o se hunde, como si se derritiese. Por supuesto, aquella ilusión se acomodaba de modo insólito y perfecto a la efeméride del centenario de su nacimiento. El siglo de Donoso, el país de Donoso, anotaste en alguna parte y todo te pareció extraño pero también clarísimo, como si los ecos del Boom o la novela chilena, o de esa biblioteca interminable suya, retornaran al presente como restos de un naufragio.
Pero ¿qué había naufragado? ¿Donoso? ¿Chile? ¿los restos de esa rive gauche que definía los códigos de conducta de los escritores latinoamericanos y la idea de la literatura que ellos tenían? No lo tenías claro. O quizás sí. Donoso había fallecido a finales de 1996, luego de unos últimos años donde vivió de modo frágil pero también convertido en una figura tutelar, rodeado de homenajes
y discípulos. Esa imagen siempre te pareció engañosa, acaso una ilusión terminal y beatífica pues sabías que había tenido que quitar por presión familiar fragmentos de Confesiones sobre la memoria de mi tribu, la autobiografía que había publicado ese mismo año, por lo que ese texto, que era más bien breve y cuidado, palidecía ante la magnitud o la ambición de sus novelas. No podía explicar nada, salvo disparar la intuición que bajo la claridad de su prosa y la ligereza algo agria de la deriva del recuerdo yacía un amasijo de tachaduras, de posibilidades y explicaciones suspendidas. Más tarde, Correr el tupido velo (2009), el libro donde su hija Pilar contaba la vida familiar usando sus diarios, convertía muchos de esos silencios en preguntas. Muchas de ellas estaban demasiado cerca del hueso o del nervio como para no resultar conmovedoras y permitían que ese relato personal de desamparo y soledad pudiera también leerse como una explicación de las coordenadas de su literatura.
Pero esas coordenadas estaban destinadas a difuminarse, porque ¿cuántos Donosos existían?, ¿cuántos podías contar? Maestro de la entropía, se trataba del arquitecto de puros universos rotos. En algunas ocasiones, hacía bailar el estilo para eso. En otras, se elevaba sobre la trama para ofrecer una metáfora que era un punto de no retorno (para la tradición, para ese ese realismo criollista que aún parecía enquistado en ella) como la que encarnaba Manuela de El lugar sin límites (1996), que brillaba como el centro de un cosmos que implosionaba en la provincia chilena, presentándose como un pozo de deseo y violencia. Así, lo donosiano existía antes que como un estilo o una respiración de la prosa; y era más bien como un tono que cruzaba sus obras y tramas diversas. Era algo que invadía y llenaba de desasosiego libros como Coronación (1957) y Este Domingo (1966), novelas realistas que podían leerse como escenas terminales de la fronda aristocrática del XIX chileno, convirtiendo las viejas mansiones señoriales en edificios asfixiados, puros espacios determinados por la vejez y la ruina. O usaba el folclore chileno y la tradición campesina como detonantes de las formas de la perversión mientras inventaba su propio gótico latinoamericano en El obsceno pájaro de la noche (1970), donde la figura central era el imbunche, esa criatura de la mitología de Chile que cuidaba la cueva de los brujos y a quien luego
«Pero esas coordenadas estaban destinadas a difuminarse, porque ¿cuántos Donosos existían?, ¿cuántos podías contar? Maestro de la entropía, se trataba del arquitecto de puros universos rotos. En algunas ocasiones, hacía bailar el estilo para eso. En otras, se elevaba sobre la trama para ofrecer una metáfora que era un punto de no retorno (para la tradición, para ese ese realismo criollista que aún parecía enquistado en ella) como la que encarnaba Manuela de El lugar sin límites (1996), que brillaba como el centro de un cosmos que implosionaba en la provincia chilena, presentándose como un pozo de deseo y violencia. Así, lo donosiano existía antes que como un estilo o una respiración de la prosa; y era más bien como un tono que cruzaba sus obras y tramas diversas»
de ser raptado de bebé, le habían cosido los agujeros del cuerpo, descoyuntado una pierna y condenado a una vida de servidumbre como sicario asesino suyo. Había más ahí: en esa novela los monstruos edificaban países privados al modo de utopías, mientras bebían té inglés en jardines señoriales haciendo de la deformidad una nueva belleza, como si fuesen los habitantes de un poema de Amado Nervo filmado por Tod Browning o Buñuel. O, como sucedería más tarde en Casa de campo (1977): la alegoría política que contaba la historia de Chile era resuelta en la fábula hipertrofiada de un fin de semana familiar, haciendo de los códigos de cierta Belle Époque (y, con eso, de todo el arsenal de cursilerías tan caro al modernismo) un despliegue de violencia enfermiza. Pero no se trataba solo de esa novela sino quizás de su obra completa. Lo sabes: leer a Donoso siempre consistió en moverse entre planos que, como dijo alguna vez Sarduy, «dialogan en un mismo exterior, que se responden y completan, que se exaltan y definen uno al otro: esa interacción de texturas lingüísticas, de discursos, esa danza,
esa parodia es la escritura». Sus novelas no afirman, no militan, no consuelan. No funcionan como la exhibición de un caso que puede explicar el funcionamiento o la condena de un país como Conversación en La Catedral; o desplegar el exotismo pop de Cien años de soledad o el plano del ex D.F mexicano como La región más transparente. De hecho su efecto es el contrario: el hundir al lector en la incertidumbre de un lenguaje cuya fragilidad es proporcional a su soledad.
Donoso escribe sobre casas y cuerpos como si fuesen intercambiables. Casas como cuerpos, cuerpos como casas. Nada raro ahí; las casas existieron desde siempre como un tropo insomne dentro de la literatura chilena, algo que servía para narrar de lo público cifrándolo desde lo privado. O sea, la política como una colección de gestos íntimos; como los mohínes de un coqueteo en un salón o los rumores de una habitación que podía ser la república completa. Pasaba con Martín Rivas (1862), que era una historia de las instituciones a pesar de que parecía un libro sobre un muchacho perdido en las mansiones, herido
«Era posible reconocer ahí un mapa de Chile o de Latinoamérica o al modo de un país imaginario: una nación y un tiempo construidos desde el daño. Por eso, recordaste, Donoso te permitía explicar lo real. Así, entre la exquisitez y la mugre, entre la frivolidad y lo abyecto, entre la ausencia de épica y el festín de los cuerpos en consunción, el realismo quedaba corto y la idea de lo fantástico deshacía para sí toda jerarquía o prescripción de manual, ofreciéndose como una galería de seres deformados y lugares arrasados»
museo, otro parque temático sobre su lugar en la historia del mundo. Gabriela Mistral, más astuta, supo huir de ese lugar con tristeza y malicia: en un poema póstumo se presenta como una fantasma que prefiere dormir en jardines y huertas.
Donoso es más corrosivo. Ahora mismo se te ocurre que, antes que las novelas de sus compañeros chilenos y de sus amigos del Boom, su literatura estaba más bien cerca del teatro de la crueldad que Enrique Lihn ejecutaba en «La pieza oscura» (1963), ese poema de Enrique Lihn donde unos niños perdidos en las habitaciones de una casa donde todo orden desaparecía; y donde el hablante sostenía de sí y los otros: «Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas/ dulcemente abrumado de imposibles presagios /y no he cumplido aún toda mi edad/ni llegaré a cumplirla como él/ de una sola vez y para siempre».
de amor y listo para lanzarse a una revolución; se entendía como un crimen de alcoba en Casa Grande (1908) de Orrego Luco. Entre medio brillaba desde el fondo de A. De Gilbert (1889) de Darío, donde detallaba lo que había encontrado en las habitaciones y la biblioteca fabulosa de su amigo Pedro Balmaceda Toro, que quedaban al interior de La Moneda, porque Pedro era el hijo del presidente. Por supuesto, con Neruda no hay ni asomo de confusión; Confieso que he vivido (1974) es otra de sus residencias
Porque en la literatura de Donoso la casa permanece pero es casi un escombro, algo (¿un símbolo?¿el avatar de una pesadilla?) que toma la forma de un hospicio /orfanato habitado por figuras alucinadas, un edificio abandonado, una pensión que se traga la luz, los salones y dormitorios de una mansión que se vuelven calabozos y cuartos de tortura. Por esos lugares, por esas habitaciones sin aire, el lector se encuentra con cuerpos cosidos y metidos en sacos, mendigos sin lengua, niños torturados por sirvientes, ancianas delirantes por un acervo aristocrático que en realidad es una corona de mugre, pero también de espacios que funcionan como agujeros negros, de edificios que devoran toda voluntad. Ahí los personajes y los cuerpos están sometidos a una mutación y un cambio permanente. El extrañamiento los define. Ninguna identidad es fija. Nada (ni los personajes, las historias, los ambientes) existe sin que se lo destruya o por lo menos se lo someta a examen. Ahí, el tiempo no puede sino estar descoyuntado. De este modo, el caserón de Coronación encuentra su correlato en los delirios del solterón Andrés y su abuela Elisa, como si la vejez y la extinción del clan fuesen lo mismo. Sucede algo parecido en Este Domingo, cuando Álvaro sigue el avance de los lunares sobre su piel y la de los otros, todos habitantes de una nación de siluetas sometidas por el deseo, donde la piel existe como un alfabeto oculto, en la penumbra de lo que no puede ser narrado. Esto también define a El lugar sin límites, pero llega al paroxismo en El obsceno pájaro de la noche donde el Mudito y Humberto no se pueden pensarse sin el falso encanto de hora del protagonizada por freaks del fundo de La Rinconada y las monjas y asiladas de la Casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba, todas rodeadas de una orla de vírgenes y santos de yeso quebrados. Ahí, el cuerpo del personaje del Mudito, cosido, quebrado, vuelto un imbunche, parece extenderse como un paisaje
imposible, haciendo de la escritura (y el estilo de Donoso) otro cuerpo clausurado, zurcido con palabras torcidas, otra galería o pasillo o patio lleno de objetos destrozados. Más tarde, en Casa de Campo, el poema de Lihn reaparece y explota para que su autor trate de entender el golpe de estado de 1973, creciendo hacia dentro en un suerte de laberinto interminable que también consume todo pues de nuevo, la casa -que puede ser Chile o la idea de la historia de Chile que tiene Donoso- parece convertirse en el personaje central, algo que rompe y abusa de los personajes, de esos niños que se han quedado solos, abandonados en el tiempo congelado del trauma. Por supuesto, hay otros paisajes: los cuartos sombríos de «Sueños de mala muerte», la arquitectura de la burguesía catalana como el anhelo de una vida posible para el escritor fracasado de El jardín de al lado (1981); y el edificio abandonado de «Los habitantes de una ruina inconclusa» ocupado por una secta de indigentes mutilados.
Piensas, entonces, que la novela es la casa en permanente construcción de Donoso, su cuerpo mutante. Los dos volúmenes de sus diarios, Diarios tempranos. Donoso in progress 1950-1965 (2016) y Diarios centrales. A Season in Hell 1966-1980 (2023), editados por Cecilia García-Huidobro, testifican aquello. En esos volúmenes asistimos a la narración de la transformación permanente del novelista a través de los años y los cambios de locaciones vitales. Material explosivo, compuesto con los fragmentos y pistas que va anotando para sí para tratar de registrar los aspectos más complejos o banales de su escritura, y los escombros y aciertos de sus lecturas, funcionan como una guía de sus tradiciones y rupturas privadas, una indagación dolorosa sobre las posibilidades de la ficción como una zona de peligro y de la novela como un territorio habitado en permanente sospecha pero también -o justamente por eso- como sinónimo de la metamorfosis, de la literatura como un imposible.
Entonces, te das cuenta que el centenario restaura la obra de José Donoso. La efeméride lo hace existir en un campo expandido. Si antes Donoso era un autor complejo de retratar, ahora es aún más inquietante. Ya dejó ser un clásico. Antes fue un escritor realista, luego un autor que prefiguraba lo queer, un maestro rodeado de aprendices; ahora también es una estrella del weird y el autor de esa obra brutal, secreta y gigantesca que son sus diarios. Ahí se presenta desde la soledad terrible de su oficio. Retrato hecho de imágenes múltiples de sí, se comporta como un enigma y la idea que tenemos de él y su obra se extiende y cambia. Su recuerdo, que es el lugar que ocupa en nuestro imaginario, se modifica y se sacude una y otra vez. Con esos límites desdibujados y zurcidos una y otra vez, el género de la novela es sólo uno de los aspectos de su escritura, una zona extrema cuya lectura crece una y otra
vez hacia otros lugares: la lectura de la tradición, la confesión personal, la crónica de una vida familiar tan compleja como inverosímil, muchas veces. O sea, más pliegues dentro de pliegues. Más enigmas dentro de preguntas. La contradicción como un flujo del ánimo. La neurosis como método posible. Todas esas imágenes e ideas acerca de él y su literatura él se superponen y se mezclan ahora mismo; comparecen en su centenario porque unen el pasado con el futuro, a los fantasmas de la biblioteca de la República con lo que resulta ilegible o invisible para ella. Por eso te acordaste de él cuando leíste sobre esas mujeres que fingían ser monjas. Era posible reconocer ahí un mapa de Chile o de Latinoamérica o al modo de un país imaginario: una nación y un tiempo construidos desde el daño. Por eso, recordaste, Donoso te permitía explicar lo real. Así, entre la exquisitez y la mugre, entre la frivolidad y lo abyecto, entre la ausencia de épica y el festín de los cuerpos en consunción, el realismo quedaba corto y la idea de lo fantástico deshacía para sí toda jerarquía o prescripción de manual, ofreciéndose como una galería de seres deformados y lugares arrasados. Antes, aquello existía al borde de lo indecible. Ahora, las piezas oscuras prefiguran una forma del futuro. Ahí toda prosa es imbunche, hecha de cuerpos, historias y lugares hechos de parálisis y de fuga, puros espectros en un tránsito que no los libera sino que los clausura. Ese lugar, que es el país de Donoso, las palabras son cáscaras casi vaciadas de todo sentido que no sea el de dibujar una ciudadanía que solo puede ser reconocida como una casa arruinada o una mueca deformada.
José Donoso: Fuera de lugar
por Rafael Gumucio
N¿No habrá sido José Donoso «el escritor» del Boom? Esta declaración no equivale a desmerecer la obra de Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, o Carlos Fuentes o menos aun Julio Cortázar, sino de subrayar el carácter único de la figura de Donoso, un carácter único que se basa en cumplir cabal y trágicamente, a veces, con la ambición, con la misión, con la maldición que el Boom planteó como el centro de su búsqueda: dedicarse, arriesgando familia, patria, cordura, importancia social, total y completamente solo a la escritura de ficción.
Esa forma de vivir y asumir la narrativa como una pasión exclusiva y excluyente en que los males del mundo y los desórdenes políticos solo te tocan a través de las palabras, solo José Donoso, y José Donoso solo, la llevó hasta el extremo de instalarse en un pueblo desértico en el altiplano aragonés a escribir y solo escribir en inviernos siberianos y veranos africanos. Cerca del único desierto de Europa se dedicó a escribir libros llenos de monstruos locales, monstruos chilenos que eran también peruanos, mexicanos, españoles. Que eran antes de todo, vemos al leer la parte central de sus incesantes diarios («A Season in the Hell 1966-1980», ediciones de UDP 2023), demonios personales.
José Donoso, que planificó cuidadosamente la publicación de sus diarios, conservados en Princeton y Iowa, no esconde nada del cóctel de paranoias, pastillas para dormir, envidias, terrores, pero también lecturas, amistades, que conformaron el trasfondo de su obra. Obra de los que los diarios cierran y ponen en juego, porque en ellos hay mucho más que el taller de un escritor, sino también una forma de entender y entenderse en la literatura misma. Ensayos críticos resumidos en apurados informes de lecturas, cartas por escribir o resúmenes de llamadas por teléfono. Un tesoro de ideas sobre escritores y sobre escritura en forma de proyectos y más proyectos de libro por escribir que nunca termina del todo de empezar.
Los fragmentos de «Diarios Centrales: A Season in the hell» fueron escritos, como nos anuncia desde la portada, entre 1966 y 1980, años en que José Donoso vivió integralmente fuera de Chile, principalmente en España. No sorprende entonces que Chile, mirado con una distancia que le había costado años encontrar, sea uno de los sujetos obsesivos de sus diarios. No deja de impresionar sin embargo hasta
qué punto un escritor que en ese mismo momento estaba consiguiendo en un ámbito más amplio el éxito y renombre buscado, sigue atado no solo a su país sino a su familia, a su madre, a su padre, a sus hermanos, a sus sobrinos que van construyendo y reconstruyendo con lucidez pero con no poca fantasía en un mapa pantanoso de afectos y sospechas siempre en la frontera de la ficción.
«Nacer literato en Chile es como nacer albino», decía Joaquín Edwards Bello. Donoso, en los años que estos diarios relatan, parece haber abandonado esa maldición, y es «albino» con otros de su especie, nada menos que cerca de Barcelona, la capital de la edición en español en su momento de mayor esplendor. A pesar de frecuentar los círculos más exclusivos del mundo de la literatura y la edición en castellano y en inglés, vuelve a su adolescencia chilena, su homosexualidad en pasillo de cines, el esnobismo siempre defraudado, el desprecio de los críticos chilenos. Así el diario de Donoso es el diario de quien se escapó de la cárcel y sin embargo no deja de ir a dormir toda la noche a su celda. Una celda que no está donde solía estar porque en estos años de autoexilio la unidad popular intenta en Chile la revolución con «empanadas y vino tinto», esta que la dictadura muy luego ahoga en un baño de tortura y silencio.
Lejos de cualquier entusiasmo revolucionario pero asqueado desde el primer minuto por una dictadura que encarnaba mucha de las fantasías de poder y sumisión que predecían sus libros, la única manera de volver a la patria que le queda a Donoso, es escribir. José Donoso mira a la sociedad chilena y su clase alta sin ninguna ilusión, pero tampoco se hace la ilusión de no tener ninguna. En una época en que todos fingían corajes que no tenían, Donoso tiene el coraje de confesar sus debilidades, obsesiones, manías, esnobismo, y convertirlo en literatura. Metamorfosis que no deja de cobrar un precio que Donoso paga en hospitales, psiquiatras, traiciones imaginarias o reales que le cuesta cada vez algún pedazo de su estómago y semanas de auténtica locura.
Es esa somatización de cualquier inquietud o problema intelectual, lo que convierte este diario en una experiencia tan dolorosa como fascinante. Así, la historia de su úlcera es la historia de Chile y la historia de sus novelas y la historia de su matrimonio. Para Donoso todo es una
historia personal, concepto que le pide prestado a Alone para intitular su «La historia personal del boom». Aunque lo que lo separa del resto de los escritores del boom es justamente su dificultad para mantener una relación personal intensa, de estas ambiguas y paranoicas que solían ser las suyas, con sus figuras principales: hombres de familia hondamente patriarcales, triunfadores natos la mayoría de ellos con los que no conseguía del todo practicar las metamorfosis, endiosamiento y degradaciones brutales que sí podía ejercer con sus amigos chilenos.
El brillo mundano que envuelve el Boom repugna y a la vez fascina a Donoso que quiere ser uno de ellos, pero sabe a cada instante que no lo será nunca del todo. Los escritores del boom podían haber sido embajadores, o diputados, o guionistas o galanes de cine, mientras José Donoso solo podía ser José Donoso; un chileno que piensa en inglés, un bisexual que intenta la posibilidad de una familia normal, un realista que no se niega casi nunca al delirio, vecino de Buñuel en mucho más de un sentido, pero siempre a punto de terminar un guion para Antonioni. En una visita a Madrid se le avisa que Juan Carlos Onetti y Juan Benet quieren iniciar una relación al menos epistolar con él. No hay rastro que lo hicieran, anota Cecilia García Huidobro, quien asumió la hercúlea misión de editar este libro deliberadamente laberíntico. Uno no puede evitar lamentar esta falta de comunicación con los dos escritores que en lengua castellana comparten el tipo de obsesión inescapable por la provincia y por el lenguaje en que contarla y el desprecio por el poder, todo el poder, incluido el del prestigio literario.
Educado para ser uno más de los miembros de Bloomsbury, le tocó ser parte del Boom y antes nacer en el Santiago de Chile, al final del final del mundo. Es esa contradicción también reflejada en la novela corta «Tiempo perdido» de Cuatro para Delfina, en que un grupo de decadentes bohemios de Santiago arrastran los nombres de los personajes de Proust por bares de mala muerte del centro de Santiago.
Contemporáneo del estructuralismo, el movimiento de liberación homosexual, la revolución cubana y chilena, Donoso siguió enraizado en la obra de los pioneros de principios del siglo XX, Proust, James, Woolf, lo que singularmente le permite una justa distancia con las modas que los circundan. Sus raíces están en la revolución estilística que precedió todas las otras, lo que le impide ser un nostálgico reaccionario, pero no puede dejar de saber que detrás de la barba que se dejó crecer al mismo tiempo que el resto de boom hay una cara pálida y resfriada que nunca subirá ni bajará de ninguna sierra maestra.
Uno no puede evitar también al leer los diarios de Donoso, pensar en Proust, uno de los autores de cabecera de Donoso. Quizás también un hermano mayor en las lides de la hipersensibilidad social. Pero ni Proust, ni James, otros de sus modelos literarios también especialistas en leer gestos y frases al pasar como desdenes y conspiraciones, tuvieron que hacer cuentas y más cuentas para llegar a fin de mes. Ni James, ni Proust tuvieron que preocuparse del flujo menstrual de las esposas con que no se casaron, ni su consumo de whisky, ni de la educación de la hija que tampoco tuvieron. Donoso, educado para algún salón andrógino de especialistas en Schubert, le toca nacer en Santiago de Chile.
Donoso se sitúa entonces en estas vibrantes páginas al mismo tiempo en el lugar mismo donde debía estar, donde «las papas queman» se diría en Chile, pero al mismo tiempo perpetuamente desplazado. Hombre de su tiempo y al mismo tiempo de otro tiempo, esa incomodidad esencial lo hace singularmente contemporáneo para lectores que lo sabemos perfectamente suspendido fuera del continuo de la historia.
Donoso, testigo de una época heroica de las letras hispánicas, nos devuelve así toda la parcialidad y la ambigüedad que nos falta para entenderla en toda su magnitud. Esta, entre muchas razones, hace de la lectura de este grueso, pero apasionante volumen, una lectura urgente.
Fuente: wikicommons
Dossier Apuntes sobre Jorge Ibargüengoitia
Diario de a bordo.
La venganza de Jorge Ibargüengoitia por Alexandra Saavedra Galindo
«Te lo digo chana, para que entiendas Juana», dicen que dijo Jorge Ibargüengoitia
Diez apuntes sobre su obra por Astrid López Méndez
Ibargüengoitia y el fusil por Ana Negri
La violencia contra las mujeres vista por un hombre del siglo XX por Sylvia Georgina Estrada
Dossier coordinado por Alexandra Saavedra Galindo
Diario de a bordo. La venganza de Jorge Ibargüengoitia
por Alexandra Saavedra Galindo
EEn ¿Olvida usted su equipaje? (1997), el cuarto libro que reúne los artículos que Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928 – Mejorada del Campo, 1983) escribió para el diario el Excélsior, hay un texto que lleva por título: «Diario de a bordo. La venganza de Hernán Cortés». Encontrado casi por azar, mientras viajo en el metro de Madrid, el artículo llama mi atención porque conozco bien el estilo sarcástico y mordaz del autor mexicano, y presiento que voy a disfrutar de un par de páginas llenas de irónicas reflexiones sobre las cosas que separan o hermanan a España y México, países que han sido mi hogar durante los últimos veinte años. Pero, aunque el artículo no aborda sarcásticamente la tensión que vincula a estos países, su contenido no deja de ser trágicamente irónico, pues se trata de un texto, algo premonitorio, en el que el autor exhibe su talento para identificar, mediante una sustitución del término médico de la «diarrea del viajero», conocida popularmente como la venganza de Moctezuma, por su impopular versión paródica, «La venganza de Hernán Cortés», un problema que le permitirá hacer una aguda lectura de la sociedad de la época.
«Diario de a bordo. La venganza Hernán de Cortés» se publicó el 21 de octubre de 1973, diez años antes del funesto accidente aéreo que ocurrió el 27 de noviembre de 1983 en Mejorada del Campo y en el que falleció Ibargüengoitia. Allí se relata un vuelo de Ciudad de México a Madrid que estuvo a punto de no despegar por un fallo mecánico de la aeronave. Antes de que el vuelo se retrasara treinta y seis horas, y antes de que Ibargüengoitia y su esposa, junto con el resto de los viajeros, se vieran obligados a desembarcar, el autor alcanzó a revisar, para luego describirle al lector, la tarjeta de seguridad del avión: un «folleto especial que tiene diagramas, un avión igual al que estamos adentro, que ha caído al mar». Leo con cuidado la descripción que hace del folleto y me estremezco
al apreciar el minucioso conocimiento del que da cuenta sobre el protocolo que se debe seguir si la aeronave en la que se viaja tiene que hacer un amerizaje forzoso. Pienso en lo paradójico que resulta que la tarjeta de aquel viaje, o aquella con la que hace su relato, no informara nada sobre los protocolos de actuación en otro tipo de incidentes aéreos. Me detengo en la línea en la que comenta que «cuando siente uno que el avión se va a caer debe acurrucarse en el asiento», y me pregunto si acaso él, aquel 27 de noviembre, tuvo tiempo de acurrucase en el asiento. Por un momento, el artículo y el título me parecen una broma de mal gusto o un mal chiste. ¿Son un mal chiste? No, estoy segura de que no lo son. De alguna manera termino pensando que, de una coincidencia como esta, la de un autor que escribe sobre un accidente aéreo y que, años más tarde, fallece en un accidente aéreo, él hubiera hecho literatura. He llegado a mi estación, hago transbordo en la populosa Avenida de América.
IITuve la suerte de conocer y leer las primeras obras de Jorge Ibargüengoitia en Colombia, unos años antes de empezar mis estudios universitarios, pero pasé mucho tiempo sin interesarme demasiado por la nacionalidad del autor ni conocer apenas información sobre su vida. Lo leía, como he comentado en otras ocasiones, pensando que podía ser un autor colombiano, aunque su apellido me señalaba su extranjería. Pero ¿cómo no iba a ser colombiano el autor de una obra como Maten al león (1969), esa novela en la que el viejo gobernante de la caribeña isla Arepa, tras veinte años en el poder, intenta crear una ley que le permita instaurar una presidencia vitalicia? Los nombres podían ser otros, pero esa novela plasmaba el carácter y las ambiciones de los personajes políticos que gobernaban mi país en ese momento. ¡Ibargüengoitia tenía que ser colombiano! Lo curioso es que
ahora, visto con la distancia del tiempo, podríamos asignarle más de una nacionalidad y su relato podría leerse en clave de crónica de la actualidad política de no menos de media docena de países.
Con Los relámpagos de agosto (1964), la segunda novela que leí de él, descubrí que era mexicano, pero también descubrí que tenía un interés particular por retratar, con tono de tragicomedia, la farsa del poder político, la desmitificación de las historias nacionales, y conocí su habilidad para cuestionar la manipulación y deformación de las figuras y los relatos históricos. En sus novelas, pero también en los cuentos que componen La ley de Herodes (1967), pude apreciar agudas reflexiones, en clave de ficción, sobre la sociedad mexicana, y empecé a notar que parte de su estilo consistía en eludir el uso de las formas aleccionadoras o moralizantes de gran parte de la literatura de aquella y de esta época. Su escritura, como recuerda Astrid López Méndez en los diez apuntes sobre su obra que se incluyen en este dossier, estaba vinculada a una extraordinaria capacidad de atención y observación del mundo que lo rodeaba. Pues, para Ibargüengoitia, una «forma de tomarse en serio los hechos estimula la ironía que desata el sentido del humor. Ante la superficialidad de lo solemne, eligió el entendimiento profundo desde la fabulación».
Pero no fue sino hasta que leí las obras de teatro, reunidas en dos tomos publicados en 1989 por Joaquín Mortiz, obras como Susana y los jóvenes (1953), Llegó Margó (1956), El loco amor viene (1957) o El tesoro perdido (1957), que para mí fue claro que los detalles formales sobre los que se cimienta el funcionamiento del resto de sus textos derivan de su formación como dramaturgo. Como señala Ana Negri en «Ibargüengoitia y el fusil», en sus obras teatrales ya se encuentran todas las cualidades propias de su escritura, «esa precisión del ritmo y la forma casi desenfadada tan característica de su estilo». También están ahí ya los temas que lo obsesionarán durante décadas, y en los que trabajó desde diferentes perspectivas: la hipocresía, las apariencias, el poder, los estereotipos de clase, «expresiones o situaciones frecuentes en la vida de la población mexicana para revelar el engaño, la verdad que subyace a esa danza de apariencias que bailamos todos».
«Como señala Ana Negri en “Ibargüengoitia y el fusil”, en sus obras teatrales ya se encuentran todas las cualidades propias de su escritura, “esa precisión del ritmo y la forma casi desenfadada tan característica de su estilo”. También están ahí ya los temas que lo obsesionarán durante décadas, y en los que trabajó desde diferentes perspectivas: la hipocresía, las apariencias, el poder, los estereotipos de clase, “expresiones o situaciones frecuentes en la vida de la población mexicana para revelar el engaño, la verdad que subyace a esa danza de apariencias que bailamos todos”»
Observó y narró con habilidad los vicios y costumbres de todas las clases sociales y, especialmente, a través de sus colaboraciones periodísticas, dejó un legado que para muchos lectores ha sido como un mapa de ruta para transitar mejor por la contradictoria idiosincrasia mexicana. Instrucciones para vivir en México (1990), que leí unos meses antes de irme a vivir allí, me advirtió de la infame y naturalizada burocracia de sus instituciones, de los regalos que elaboran los niños para el día de las madres y de los festejos correspondientes que se organizan en las escuelas y restaurantes el 10 de mayo, del bullicio, el caos y el azar de la ciudad, de la siempre sospechosa amabilidad de sus habitantes, así como del oportunismo con el que, todavía ahora, se toman deci-
siones en la política, la universidad y el mundo literario, anécdotas que bien podrían haber sido motivo de varios capítulos del Lazarillo de Tormes o del Quijote. La obra de Ibargüengoitia sintetiza la historia de un país que, como todos, se aferra a sus glorias y esconde bajo la alfombra las derrotas, un país en el que el rico tiene poder, tranquilidad y beneficios, y quien no es rico agacha la cabeza y trabaja. Sus artículos me hablaban de un lugar en el que la escena que se describe en «Los cruzados de la causa. Cultura para los pobres» pudo haber ocurrido la semana pasada. Un funcionario del Gobierno le cuenta al escritor el proyecto de llevar conciertos de música clásica a los barrios más humildes de la ciudad con el fin de formar una generación de músicos de altas ambiciones estéticas, imbuidos de una gran conciencia social; eso sí, no habría que pagar a los músicos, porque el proyecto les permitirá «foguearse ante un público desconocido». Todo eso que caracteriza al mexicano se condensa en su obra: el orgullo por el memorable pasado prehispánico, pasando por la representación y manipulación de los festejos patrios del periodo revolucionario, o la conformación e instauración de unas peculiares costumbres políticas, el uso del poder mínimo, insignificante, del burócrata de turno o, en fin, las absurdas lecciones estilísticas y morales que algunos intelectuales se precian de divulgar en las aulas universitarias. Teatro, novelas, obra periodística y cuentos escritos por un digno heredero de las técnicas y el estilo de Cervantes, me digo, mientras cruzo de manera apresurada por la inclemente y desierta Plaza de España. Todo ese drama, el de México y también el del resto del mundo, revestido por la seria lectura crítica que hizo a través del humor y del absurdo. III
A propósito de su reedición en España, he vuelto a leer Dos crímenes (1979) y Las muertas (1977), pero también he repasado ¿Olvida usted su equipaje?, del que tomo la idea para el título que llevan estás páginas. Tras la lectura no puedo contener el impulso de comentar, en cuanto tengo oportunidad, con amigos y compañeros de trabajo, lo impresionantemente actual que me resulta toda la obra de Ibargüengoitia. No se trata solo de la penetrante mirada que tuvo sobre México, ni se trata de la termodinámica de su humor, sino de su capacidad de atender y entender los problemas y preocupaciones del más diverso orden mundial.
Escribo este texto cuando el documental que encabeza la lista de popularidad, en una famosa plataforma de contenido audiovisual, es el que revisa la historia de un portal web a través del que funcionaba una red de explotación sexual en la Ciudad de México en la época en la que yo todavía residía allí. Escribo este texto mientras llegan a España las noticias sobre el juicio de Gisèle Pellicot contra sus abusadores, decenas de hombres «normales» que agredían sexualmente a una mujer drogada, vulnerable e indefensa en Francia, y me estremezco con la revictimización de una sobreviviente que debe defenderse de sus agresores en una sociedad que se esfuerza más en hallar maneras de excusar a los culpables que en asegurar el ejercicio de la justicia. Escribo este texto después de hablar en clase sobre la impunidad con la que, a diario, decenas de mujeres desaparecen en México, mientras Tenancingo, ese pequeño pero famoso pueblo de Tlaxcala, sigue creciendo gracias al dinero que familias enteras obtienen a través de la trata y explotación de seres humanos, mientras las autoridades policiales, políticas y la «Se renueva mi incomodidad sobre el lugar común de leer su obra poniendo el énfasis en el humor y la parodia, pues yo creo que hay que ponerlo en el drama, y que el humor, la derrota del inteligente, en cualquier caso, hace parte de una forma engañosa con la que se ha vengado de todos para sobrevivir al accidente aéreo. Pienso que hay otra manera de narrar la tragedia y que él la conocía. Una equilibrada oscilación entre la risa y el horror que solo pudo conseguir un hombre que, como afirmó Joy Laville, llevaba un sol adentro»
sociedad en general, conocedoras del delito, guardan un silencio cómplice. Escribo este texto mientras Israel sigue bombardeando Palestina, mientras enfrentamos una crisis inmobiliaria que se vincula, entre otras cosas, con la especulación y los alquileres de pisos turísticos. Escribo mientras vuelve a discutirse sobre las emisiones contaminantes de los automóviles y se anulan las zonas de bajas emisiones en Madrid. Escribo mientras escucho noticias sobre temas que, casi de forma premonitoria, fueron abordados por Jorge Ibargüengoitia. Temas, ideas y reflexiones que no pocos de sus lectores y críticos siempre han insistido en leer solo en clave de humor, cuando lo que sostiene su obra es una respetuosa atención a la tragedia, una especie de advertencia, heredada de las tragedias clásicas, sobre los horrores de la humanidad.
Para escribir Las muertas, recuerda Sylvia Georgina Estrada, Ibargüengoitia tomó como referencia el caso «Las Poquianchis». Los archivos y la investigación sobre el modus operandi de varios prostíbulos que funcionaron en México durante los años cincuenta, y en los que se cometieron un sinnúmero de crímenes, se convirtieron en la materia prima con la que Ibargüengoitia retrató «el machismo, la misoginia, la violencia y el desdén por la vida de las mujeres que han sacudido a la sociedad mexicana a lo largo de su historia». La periodista subraya la manera en la que «el autor muestra cómo esa brutalidad se normaliza, se ve y se ignora desde las altas esferas políticas, pasando por las autoridades judiciales y la policía, hasta los vecinos y tenderos que se hacían de la vista gorda ante este un grupo de mujeres encerradas y las familias que vendían a sus hijas para sobrevivir». Siguiendo la estructura de una novela policiaca en la que el lector conoce las declaraciones y el contenido de los expedientes que componen el caso, el escritor guanajuatense abre las puertas a una reflexión sobre la impunidad y las condiciones sociales y culturales de una sociedad que normaliza la violencia feminicida. Es el relato de una tragedia que se sigue repitiendo, sin apenas cambios, cincuenta años después. Me pregunto entonces si debemos quedarnos aferrados a la idea de pensar que la relevancia de la obra de Ibargüengoitia se halla en el uso del humor cuando quizás se halla en el drama, pues, como comenta en Jorge Ibargüengoitia: La transgresión por la ironía (1989) Ana Rosa Domenella, en Las muertas la realidad irrumpe en todo, una realidad que va perdiendo los rasgos lúdicos o amablemente irónicos para tornarse sombría, grotesca y amenazadora.
Mi peregrinación en metro me deja caminando por el Paseo de Colombia, en el Retiro, y vuelvo a pensar en el interés que puede tener hoy la obra de Ibargüengoitia. Insisto, no deja de sorprenderme que en sus colaboraciones periodísticas se hable del conflicto entre Israel y Palestina, de los estragos del turismo desmedido, de los peligrosos nacio-
nalismos, del futuro de los autos eléctricos, del transporte público o de la falta de presupuesto e interés político para invertir en la cultura, los museos, la ciencia y el arte, como si esos artículos en los que el autor reflexiona sobre estos temas se hubieran escrito tan solo unas semanas atrás. Se renueva mi incomodidad sobre el lugar común de leer su obra poniendo el énfasis en el humor y la parodia, pues yo creo que hay que ponerlo en el drama, y que el humor, la derrota del inteligente, en cualquier caso, hace parte de una forma engañosa con la que se ha vengado de todos para sobrevivir al accidente aéreo. Pienso que hay otra manera de narrar la tragedia y que él la conocía. Una equilibrada oscilación entre la risa y el horror que solo pudo conseguir un hombre que, como afirmó Joy Laville, llevaba un sol adentro.
Bajo la sombra de un árbol en el Paseo de México, y mientras le doy la espalda a la Puerta de Alcalá, a unos metros del ahuehuete mexicano que es fama que se plantó en tiempos de Felipe IV, me aventuro a leer las últimas páginas de Estas ruinas que ves (1975). No me cabe duda de que, en los libros, los acontecimientos narrados pueden tener la apariencia más sencilla o insignificante, pero solo un gran escritor consigue convertirlos en gran literatura, y Jorge Ibargüengoitia fue uno de los más grandes escritores de la lengua española.
«Te lo digo chana, para que entiendas Juana», dicen que dijo Jorge Ibargüengoitia. Diez apuntes sobre su obra
por Astrid López Méndez
HHablar del sentido del humor en la obra de Jorge Ibargüengoitia es ya un lugar común. Su nombre aparece en las conversaciones cuando es necesaria una referencia que evoque su anomalía, en especial frente a la solemnidad que suele señalarse para algunas obras de literatura mexicana contemporánea. Aun así, la añoranza de esa escritura no es sólo por su facilidad para provocar una carcajada, sino por la posibilidad de que la literatura pueda remover otros sitios todavía más comunes y farragosos, como lo son el de la política y la violencia. Fue como si su muerte intempestiva hubiera entrecortado una tradición que todavía requiere de algunas suturas para llegar hasta su obra y volver, al presente, con toda su complejidad.
Al comienzo de Instrucciones para vivir en México , en «Jorge Ibargüengoitia dice de sí mismo», se encuentran algunas pistas que se conectan con el resto de su trabajo literario y que quizá sirven para mirarlo desde ese y otros ángulos, en una especie de prisma que por momentos arroja la luz hacia nosotros.
1. No hay intermediarios
A los lectores, según Ibargüengoitia, se llega sólo a través de la escritura. No es que no exista nada más, pero quienes se asomarán a los libros estarán atentos simplemente a las páginas. Este anuncio pareciera una oposición radical a los caminos hacia los lectores que hoy se intentan mantener a través de métodos intensivos de publicidad y mercadotecnia, pero no, su énfasis advierte en qué plano debería hallarse la atención de quien escribe, a pesar de cualquier distracción que in -
tente alejarlo de ese fin. Asimismo, a pesar de que se refiere una y otra vez a los lectores, los libera y se libera de ese deseo frenético por complacerlos, dado que la voluntad que los rige no está bajo su control y puede que al final no lean una sola página. No es poca cosa, frente a la inmediatez que rige nuestros tiempos, se anticipa en esa misma dirección, aunque en un carril que le permite mantener su propio ritmo para la escritura.
2. Personajes imaginarios I
Para Ibargüengoitia, la escritura pública no es sinónimo de publicar un texto. La diferencia entre la escritura pública y la íntima radica en que la primera se refiere a cómo los materiales públicos se transforman en literatura. En su caso, una vez que se habían adquirido ciertos compromisos con la realidad, estos debían romperse. Los hechos sobre los que escribe son «reales y conocidos», pero los personajes habitan el mundo de la imaginación; es decir, no siguen las mismas reglas. Si sus años preparándose como ingeniero le permitieron encontrarse con las reglas de la escritura desde la forma, su oficio de periodista posibilitó un acercamiento minucioso a los detalles, desde el carácter inexpresivo de los documentos hasta los trayectos para entender las contradicciones y giros inesperados de la vida de sus personajes.
La realidad se constituye de toda clase de reglas, y la relación entre unas y otras no es estática, sino que se produce bajo condiciones particulares, muchas veces carentes de sentido o de utilidad. Eso, lejos de ser un problema, se convirtió en el recurso predilecto de
Ibargüengoitia. Las risas que provocan sus textos son evidencia del registro que hace de los hechos: sean de principios de la vida independiente de México, del periodo posrevolucionario, de la vida moderna o de la violencia, que parece habitar el futuro, el suyo y el que nos precederá. Su forma de tomarse en serio los hechos estimula la ironía que desata el sentido del humor. Ante la superficialidad de lo solemne, eligió el entendimiento profundo desde la fabulación.
3. Los años difíciles
Dudo mucho que haya escritores que en su biografía carezcan de un apartado para los años difíciles. Para Ibargüengoitia, los suyos comenzaron cuando se dio cuenta de que en México no era posible vivir únicamente de las becas para escribir. Si bien ganó todas las que se ofertaban en su época, después acumuló deudas, pasó de trabajo en trabajo y escribió seis obras de teatro que nadie quiso montar. Su pesar era una aflicción económica y de reconocimiento que, aunque no lo mantuvo lejos de la escritura, estuvo a punto. En casa, su madre y el resto de las mujeres que lo criaron le pedían que se volviera ingeniero, pero no hizo caso. Fue su llegada a la novela lo que marcaría una nueva etapa para su vida como escritor, en 1964, cuando tenía 36 años, al publicar Los relámpagos de agosto , la sátira de un general de la Revolución mexicana.
4. Dos tendencias
Para Ibargüengoitia, su escritura se dividía en «dos tendencias»: la pública y la íntima. Es curioso que la humorística la tuviera clasificada dentro de la íntima solamente, porque en la pública, donde se encontraban , además de su primera novela, Maten al león (1969), Las muertas (1977) y Los pasos de López (1982), es donde su construcción irónica se encuentra más depurada. En Las muertas , por ejemplo, resulta difícil no considerar la complejidad de las mujeres que están a cargo del burdel, aun si a todas luces son culpables. El sentido del humor es una herramienta que permite escarbar las profundidades de los personajes, mostrar gradualmente la violencia y el abuso, así como hacer evidente el terreno de lo absurdo de la racionalidad burocrática y estatal. Por otro lado, en su escritura íntima, humorística y hasta sexual, ubica estos tres libros: La ley de Herodes (1967), Estas ruinas que ves (1974) y Dos crímenes (1979), los cuales comparten con sus obras de artículos periodísticos, como Instrucciones para vivir en México
Fuente: wikicommons
(1990), publicado de manera póstuma, una ruta más áspera, si bien directa, al humor. La burla, que no tiene límites de ningún tipo, ofrece la voz desparpajada del autor, bajo la cual entra igual el político en turno, el vecino molestón o las desgracias propias. Por momentos, el influjo del presente lo vuelve casi ajeno, chocante, pero imaginar esta obra en el contexto en que fue escrita y publicada la hace todavía más relevante, considerando lo convulso de los años, en particular a finales de la década de 1960 y de inicios de 1970.
5. Sin ofender a nadie
Ibargüengoitia es insistente en tomar distancia. Habla de sus problemas en el mundo del teatro como un aprendizaje amargo: entre ser un hombre poco sociable y las formas tan diferentes de recepción que podían tener sus obras, todo lo que debía enfrentarse para que su trabajo fuera montado en el teatro y los pocos obstáculos que encontraba con la novela. Con Relámpagos de agosto , por ejemplo, obtuvo el premio Casa de las Américas en 1964 y gracias a eso se publicó en México al siguiente año. Mientras que sus obras teatrales, además
de la indiferencia, le supusieron encuentros desafortunados con varios miembros del mundo vinculado al arte dramático. No obstante, el teatro le abrió la puerta a la novela, donde le fue muy fácil transformar lo huraño en una especie de protección contra posibles destierros. De nuevo, los senderos de la ironía transformados en literatura, con todo el lodazal de las relaciones humanas, permitiéndose ser complejas y contradictorias.
6. Escritura pública
En las cartas de Cortés previas al ataque final a Tenochtitlán, pese a los fundamentos que deja plasmados sobre la guerra y la política, pese a la destrucción, prevalece en el texto la belleza de sus «mezquitas» y de sus «ídolos». En ellos conviven todos y sorprende, a la distancia, la claridad con la que pueden apreciarse sus «hermosos edificios», sus «muy buenos aposentos», las «torres muy altas y bien obradas». Cómo se ha acomodado la política o la guerra desde entonces, sobre todo en la literatura, es un asunto de muchas puntas. El método directo, franco y despiadado de Cortés es impopular en por lo menos dos sentidos para los que Ibargüengoitia intentó encontrar un equilibrio.
Por un lado, el desprecio a la política, lo cual ha desencadenado, en ocasiones, un desconocimiento de sus aspectos más básicos, como si a través de una mirada superficial o nula se pudiera relegar su existencia. En el caso de Ibargüengoitia, su historia familiar, relacionada con generales y políticos del estado de Guanajuato, modificó su visión en años donde las demandas populares de apertura llevaron a represiones del Estado de forma sistemática. Su inclinación por la sátira llevó, al mismo tiempo, ese conocimiento. Por otro lado, el segundo sentido tiene que ver con el lado opuesto: el exceso de la política, que produce otra variante de ceguera, otra proximidad que necesita marcar distancia. Para el guanajuatense, una vez más, es la construcción de la ironía la que le permite entrar y salir para evitar y, al mismo tiempo, evidenciar, las dos caras de una moneda que se apresuran a jugar desde los extremos.
7. El deseo
En la tendencia íntima de su escritura, Ibargüengoitia aborda con lo sexual otro de los temas de la literatura mexicana al que todavía le faltan varios giros. Además de lo carnal o de lo erótico, las distintas capas del placer y del deseo suelen manifestarse como una caricaturización de las relaciones, apegadas a normas con sedimen -
tos restrictivos o castrantes. En el caso de Ibargüengoitia, si bien se podría argumentar algo en contra de sus personajes femeninos, existe una insistencia por la exploración más allá de toda sexualidad violentada. El influjo del Estado y de la Iglesia se mantienen en su pensamiento para llegar a esos sitios que todavía hoy son un tema tabú o con leyes que persiguen a quienes no se apegan a esa moralidad compartida, como los derechos de la comunidad LGBT+ o la ausencia del aborto libre en su estado natal, Guanajuato.
8. Personajes imaginarios II
Ibargüengoitia siempre escribió desde donde quiso. Estaba tan preocupado por la realidad como por las comas, pero ni una ni las otras se encontraban rodeadas por armazones inquebrantables: se mantuvieron como categorías porosas y a la vez constantes. La duda formó parte de su mecanismo de observación: sin estar preocupado porque su escritura cumpliera a cabalidad con ciertos requisitos de su época o de cualquiera. Su literatura fue popular por este mecanismo, el cual también se manifestaba en su sentido del humor.
9. La provincia
Aunque no sea intencional, en México, el uso de la palabra «provincia» denota una condición de menosprecio y extranjería. Hay alguien que llega y no es de ahí, hay alguien que se marcha y, con el tiempo, pierde su lugar. Para Ibargüengoitia, esta angustia de la pertenencia no se resuelve, por lo que sólo queda abrazar la ambigüedad. En su caso, siempre fue y no de Guanajuato, fue y no de Ciudad de México, fue y no de París. Su rechazo a los esencialismos hizo más evidente que, en este tema, era necesario un reajuste para decir, con el menor grado posible de extrañeza: Yo que soy de aquí y también de allá.
10. Escritor para siempre
En los años más difíciles, cuando parecía que nada funcionaba como debería, se encuentra un ínfimo recuerdo del que nadie pudo despojarlo: el momento donde Ibargüengoitia confirma su recorrido hacia la escritura. Fue en el teatro, ya que había decidido volver a estudiar, después de haber abandonado, casi antes de graduarse, la Facultad de Ingeniería. Su maestro, el dramaturgo Rodolfo Usigli, elogió su capacidad para los diálogos y le auguró un futuro brillante en ese género.
Como se ha mencionado, eso no sucedió, pero esa promesa de la escritura se mantuvo.
Con la muerte repentina de Ibargüengoitia, en 1986, hubo por mucho tiempo un vacío en la vena humorística mexicana que poco a poco se ha ido recuperando. Entre las preocupaciones por lo que debería contener o no un género literario, las modificaciones del mercado, así como las funciones de los escritores en el siglo xxi, la combinación de variables para la escritura se ha modificado mucho desde entonces. Para el despliegue de la escritura popular y pública del guanajuatense, aunque con dificultades por su época, tuvo la suerte de que sus decisiones de forma y de estilo pudieran abocarse a lugares poco comunes de la literatura mexicana. La simpleza con la que pasa de los hechos reales a los imaginarios, y viceversa, carece de fórmulas. Su familiaridad es la de una broma pesada que tiene todo puesto para ser contada y, una vez que se ha dicho, provoca una herida que es curada de inmediato —sin alarmas, sin agitación entrecortada—, cuya risa vuelve cada vez que recuerdas lo que se contó.
Ibargüengoitia y el fusil
por Ana Negri
UU na posibilidad aterradora
Esa noche, reflexionando, descubrí una posibilidad aterradora: la de que mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, no fueran en realidad mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, sino una banda de ladrones disfrazados de mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, que tenían por finalidad secuestrarnos y quitarnos nuestras propiedades.
Este fragmento forma parte de «Las dos y cuarto», ensayo en el que Jorge Ibargüengoitia nos cuenta el universo que lo rodeaba de niño y la forma en que comienza su carrera literaria. La «posibilidad aterradora», como él la llama, surge luego de ver en el cine una película en la que un grupo de estafadores se hacía pasar por la familia del mayordomo para entrar a vivir en la casa de una anciana y despojarla de sus pertenencias. ¿Cómo no va a ser aterrador creer que se está siendo víctima de una estafa durante días, como dice el autor que sucedió, en su propia casa? ¿Cómo no temer a ese grupo de seres malintencionados y la idea de que descubran que él conoce la verdad? ¿Cómo no quedar atrapado en ese juego de apariencias? Y, sobre todo, ¿cómo no sentir terror ante la idea de que lo que vemos frente a nosotros no sea lo que aparenta?
El episodio no es ni de cerca parte central del ensayo, pero la forma en la que está enunciado me llamó la atención. La duplicación de personajes de la primera parte parece innecesaria: «que mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia, no fueran en realidad mi tío Fede, mi tía Hortensia, mi primo Fede y mi prima Hortensia». Supongo que la intención era reproducir la forma de hablar de un niño de menos de siete años que todavía no domina la posibilidad de sin -
tetizar para referir un asunto, pero al desarrollar los elementos y presentarlos en toda su extensión, Ibargüengoitia logra que la materialidad de la escritura (la letra escrita, quiero decir) dé cuerpo a lo que de otro modo hubiera sido sólo una idea: que aunque dos entidades parezcan iguales, pueden no ser lo mismo. Si insistimos con la síntesis podríamos resumir: las apariencias engañan.
Derrotar a lo aterrador
En el mismo ensayo, Ibargüengoitia afirma que la llegada de sus parientes norteños (repite de nuevo la enunciación completa de cada uno con sus nombres) fue «un gran estímulo» para su carrera literaria. Me atrevo a pensar que esa consideración no sólo se debía a que su tía Hortensia leía en voz alta lo que él escribía, como apunta en el texto, sino también a que junto con su parentela, se instaló también la fascinación por el poder de las apariencias y la suspicacia frente a lo que se presenta como realidad.
«Era yo un gran fusilador», 1 dice el autor sobre sí mismo y los textos que escribió en esa misma etapa. Más allá de un texto escrito en tres hojas, cocido por su madre y con apariencia de periódico que después vendió a su tía Margó por un centavo, lo que hacía, según su propio ensayo, era tomar como modelo obras que le gustaban para, a partir de ellos, crear sus propios textos —a manera, imagino, de reescrituras o versiones de los primeros.
Entre otros ejemplos, describe después su mayor éxito de esos años: Las dos y cuarto , basada en Las dos y cuarto . Al respecto dice: «La novela original comenzaba: “Estaba yo sentado en la sala de espera del bufete Hartmann, Hartmann & Cadbury...” La que yo escribí comenzaba: “Estaba yo sentado en la sala de espera del
1. La segunda acepción de “fusilar”, en el Diccionario del español de México de El Colegio de México indica: Fusilarse prnl (Popular) Plagiar, copiar o imitar un original sin citar el nombre del autor: “Se fusilaron cinco páginas del libro”, “Se fusilaron su poema y lo publicaron con otro nombre”.
bufete, Hartmann, Hartmann & Cadbury...”». Aquel niño había encontrado la manera de invertir los roles: ¿cómo vencer al terror que habitó con él por varios días con la llegada de su parentela? Fusilándolo. Me he extendido en hablar sobre Las dos y cuarto porque intuyo que, a través de él, Ibargüengoitia no sólo comparte lo que considera que fueron sus inicios en la creación literaria, sino también, me parece, la clave de ese juego de apariencias que lo obsesionará por el resto de su vida y que estaría presente en gran parte de su escritura.
La cultura del disfraz
«Como México no hay dos», decimos hasta el hartazgo. Esta expresión, que Ibargüengoitia llama alabatoria —porque, en efecto, surge con ese fin— a mí me gusta entenderla no sólo como una forma más del nacionalismo a ultranza que elogia su país de manera incondicional, sino también como una puerta abierta a la crítica de ese país tan extraordinario como escalofriante; que puede presentarse con rasgos hilarantes, aunque muchas veces resulte desolador. La multiplicidad de facetas que México es capaz de presentar es mucho mayor que las que responden a esos pocos adjetivos que he elegido para dar cuenta del contraste; lo importante es destacar que en esa constante oscilación de talantes puede resultar cuando menos desgastante recorrer sus calles, entender expresiones particulares del habla, descifrar los códigos o lidiar con la idiosincrasia de sus habitantes; en suma, llegar a buen puerto sin una guía en mano o, cuando menos, con el apoyo de algunas advertencias previas. En las columnas de opinión que publicaba semana a semana, Ibargüengoitia dejó una carta de navegación para transitar esa realidad caótica mexicana en la que las normas no son más que simulacros, apariencias que esconden un funcionamiento social corrupto y absurdo, y las palabras suelen enmascarar las verdaderas intenciones o malestares de la gente. La publicación más conocida que recopila los artículos que escribió para el periódico Excelsior , Instrucciones para vivir en México (1994), no podría llevar un mejor título. En ese compendio, México aparece como una versión extendida y más compleja (diría, también, más siniestra) de esa banda de impostores que el autor vio en una película y que tanto lo impresionó de niño. En cada uno de los artículos, Ibargüengoitia aísla, con ojo clínico, situaciones en las que los mexicanos no tenemos más opción que adaptarnos a la burocracia, a la corrupción y a las normas sociales implícitas para poder com -
pletar un trámite, cumplir con algún compromiso profesional o sólo para mantener cierta aceptación dentro de la sociedad a la que pertenecemos o de la que deberíamos formar parte. Desde las páginas de uno de los periódicos más vendidos del país en aquellos años, el escritor guanajuatense le devolvía a la sociedad mexicana su reflejo despojado de disfraz. La farsa cotidiana a la que la población de ese incopiable [ sic ] país estaba habituada era desenmascarada a cuenta gotas, semana a semana, por aquel que a temprana edad aprendió a fusilar textos para no ser estafado. Un ejemplo admirable aparece en el artículo «La hospitalidad mexicana», en el que disecciona el gesto de supuesta generosidad que implica la sustitución de la expresión «mi casa», por la de «la casa de usted». Explica Ibargüengoitia:
la expresión «la casa de usted» a la que se anteponen los adjetivos «pobre» o «humilde», se usa, en la mayoría de los casos, en un contexto que nada tiene
que ver con una invitación. Se usa por ejemplo, en la narrativa:
—Cuando salí de la humilde casa de usted estaba lloviendo a cántaros.
—En la pobre casa de usted tenemos tres perros.
Cuando hay invitación, es en términos tan vagos que queda invalidada:
—Un día de éstos, cuando haya oportunidad, quiero que venga usted a su humilde casa a probar un molito que hace mi mujer.
Cuando alguien nos dice esto ya sabemos que el molito se va a quedar platicado.
Hasta ahí, la disección es meramente orientativa. Expone los usos y modos de empleo frecuentes alertando al incauto de posibles malosentendidos. Es en la segunda parte de la exposición donde se revela la mera formalidad de la expresión. Dice el guanajuatense:
Es posible que el término que nos ocupa no se use en invitaciones por las confusiones a que podría dar lugar. Si decimos, por ejemplo:
—¿Qué le parece si esta noche cenamos en su humilde casa?
Corremos el riesgo de que la persona a quien estamos invitando tan amablemente, nos conteste:
—¿En mi casa? ¡Ni hablar!
O bien:
—Mire, señor, mi casa es humilde, pero no tanto como la de usted.
Que es ya el colmo de la confusión, porque no sabemos si el que nos dice eso está insultándonos, o siendo ultracortés.
El juego de apariencias es llevado al paroxismo por Ibargüengoitia en esa pantomima especular de casas y pertenencias que, sin embargo, parecen retratos fieles de conversaciones posibles de nuestro querido país. No sé si es necesario subrayar la llamativa cercanía que estas situaciones mantienen con la lógica infantil de la casa usurpada por una banda de ladrones, pero tal vez sí valga que señale que el escritor expone, en simultáneo, la farsa que suponen esas convenciones y el absurdo que implican cuando se les observa por fuera del pacto cultural que supone.
Ibargüengoitia recupera modos, expresiones o situaciones frecuentes en la vida de la población mexicana
para revelar el engaño, la verdad que subyace a esa danza de apariencias que bailamos todos. Pero antes de hacerlo desde el papel prensa, lo intentó desde el teatro.
El cuerpo del fusil
La carrera literaria de Ibargüengoitia, después de aquellas obras de la infancia, partió por la dramaturgia. ¿Llama la atención que se haya decantado por la dramaturgia en un primer momento y no por la narrativa? Sí y no. Sí, si contemplamos llanamente ese inicio infantil como escritor de «novelas», según la propia descripción del autor; no, si en vez de contemplar el producto de aquellas exploraciones infantiles, atendemos al mecanismo que lo convirtió en «un gran fusilador».
Luego de tratar de cumplir con las expectativas familiares que le auguraban un gran futuro como ingeniero, Ibargüengoitia dejó la carrera, regresó a Guanajuato y fue allá que pudo asistir a la puesta en escena de Rosalba y los Llaveros , escrita por Emilio Carballido y dirigida por Salvador Novo. Pasaron sólo tres meses luego de aquella experiencia que lo impresionó hondamente y lo siguiente fue su inscripción en la Facultad de Filosofía y Letras donde, como parte de una evaluación final para la clase que cursaba con su maestro y mentor Rodolfo Usigli, compuso su primera pieza teatral: Susana y los jóvenes
Me interesa ese inicio por varias razones. En principio, porque lo que vio representado en el Teatro Juárez fue una obra en la que se exponen los conflictos de las familias mexicanas de clase media de aquellos años, atrapadas por las normas de la moral y el deber ser. Es decir, el joven —que en ese momento parecía haberse resignado a ser agrónomo— vio materializarse frente a él una realidad que le era familiar y que, a través de la puesta en escena, revelaba los secretos incómodos, los silencios y apariencias a los que obligaba la necesidad de cumplir con las buenas costumbres con las que tanto hostigaban a las juventudes de la época. Imagino que aquel muchacho habrá pensado en la dramaturgia como la posibilidad de llevar al extremo ese juego tan suyo del fusil de textos y que la posibilidad de fusilarse la realidad se le habrá antojado fascinante.
Volviendo a Susana y los jóvenes : ¿no es muy evidente desde el título el mecanismo del fusil? No lo digo sugiriendo que estemos ante un plagio de la obra de Carballido, sino porque la estructura del título es idéntica a la que lo convenció de atender su vocación artística: el nombre de una mujer, la conjunción copulativa «y», y
un sustantivo plural —que en el caso de Carballido juega con el nombre de la familia— con el artículo correspondiente. De alguna manera, Ibargüengoitia vuelve al juego de «Las dos y cuarto», tan bien recibido en su casa familiar, para iniciar, ahora profesionalmente, su carrera literaria. Cabe señalar que, así como su tía Hortensia celebró Las dos y cuarto , Usigli respondió de manera entusiasta y con elogios la obra del joven dramaturgo. Vale también apuntar, aunque de manera más breve, algunas similitudes entre Rosalba y los Llaveros y Susana y los jóvenes . En primer lugar, ambas obras trabajan sobre los problemas de las familias mexicanas y el sometimiento a las mentadas buenas costumbres por encima de los deseos y voluntades de sus integrantes. En segundo lugar, tanto Rosalba como Susana dan voz no sólo a sus sueños y frustraciones, sino a los de toda una generación que anhela algo más que la vida ordinaria pautada por las normas y convenciones de su época y clase social. En ambos casos, las protagonistas son el vehículo para exponer las contradicciones del mundo en que viven, un mundo lleno de máscaras donde los personajes se empeñan en mantener una apariencia que no hace sino construir una realidad paralela que podría no cruzarse jamás con la de los deseos e ideales genuinos de los involucrados.
No parece haber registro de Las dos y cuarto de Ibargüengoitia como para compararla con Las dos y cuarto que en su momento leyó aquel niño de seis años, pero me atrevo a suponer que más allá de las primeras líneas que quedaron registradas en «Las dos y cuarto», los textos creados se apartaban del modelo para permitirle a aquel niño construir su propio escrito. Precisamente como en el caso de Susana y los jóvenes.
Una realidad que oculta lo que el teatro revela
A excepción de «La conspiración vendida», una obra escolar que sólo fue publicada de manera póstuma, casi todo el teatro de Ibargüengoitia apunta a mostrar la realidad de la sociedad mexicana de la época desde entornos familiares y por medio de un teatro realista bastante conservador. Sin embargo, su última obra, El atentado arriesga por otras vertientes de la realidad mexicana —la historia y la política— y desde otras propuestas teatrales.
En sus obras previas, el mecanismo del fusil que vimos antes parece tener vía directa. Sobre el escenario se representan escenas aceptadas en los parámetros de la verosimilitud y es el diálogo el que, desde el humor y con ironía, revela el juego de apariencias sociales.
«La carrera literaria de Ibargüengoitia, después de aquellas obras de la infancia, partió por la dramaturgia. ¿Llama la atención que se haya decantado por la dramaturgia en un primer momento y no por la narrativa? Sí y
no. Sí, si contemplamos llanamente ese inicio infantil como escritor de
“novelas”, según la propia descripción del autor; no, si en vez de contemplar el producto de aquellas exploraciones infantiles, atendemos al mecanismo que lo convirtió en “un gran fusilador”»
«A excepción de “La conspiración vendida”, una obra escolar que sólo fue publicada de manera póstuma, casi todo el teatro de Ibargüengoitia apunta a mostrar la realidad de la sociedad mexicana de la época desde
entornos familiares y por medio de un teatro realista bastante conservador. Sin embargo, su última obra, El atentado arriesga por otras vertientes de la realidad mexicana
—la
historia y la política— y desde otras propuestas teatrales»
En El atentado , en cambio, el dramaturgo integra las propuestas del teatro brechtiano del exabrupto para explorar otras estrategias, propias de un teatro más experimental. Así, por ejemplo, está indicado que los mismos tres actores hacen el papel de tres diputados, tres manifestantes, de tres periodistas y, al final, de tres policías encubiertos. Estos cambian de rol según detalles puntuales: con sombreros tejanos y bigotes retorcidos los diputados; sin bigotes los manifestantes; con cámaras y libretas los periodistas, y de bigotazo y pistolones los de la policía secreta. Incorporó también proyecciones para establecer espacios, indicar el paso del tiempo o añadir otras indicaciones específicas, lo que en su momento fue muy novedoso y llamativo.
La sola inserción de estos recursos, que no responden al realismo que promovía Usigli y que Ibargüengoitia había seguido hasta entonces, parecería indicar el abandono de la posibilidad de fusilarse la realidad con un puesta en escena. Y, en ese caso, es curioso que justo cuando decide abordar un episodio de la historia nacional, a saber, el magnicidio de Álvaro Obregón en 1928, Ibargüengoitia decida no empeñarse en reflejar la realidad. Me inclino a pensar que el autor entendió que la realidad estaba ya muy maquillada por discursos y pruebas manipuladas como para que su reflejo diera cuenta de alguna verdad y decidió distorsionar esa supuesta realidad para, al menos, revelar lo que hay detrás de las apariencias. Como resultado, los políticos en El atentado son figuras grotescas que actúan bajo una serie de máscaras y disfraces, justo como en la anécdota de su infancia, cuando cree que sus parientes no son más que impostores disfrazados.
Estaba yo alejado del bullicio de la gran ciudad, dedicado al cultivo de la tierra que tanto quiero y de la que tanto me cuesta separarme, cuando llegó hasta mí una comisión de legisladores para invitarme a regresar a la palestra política. Rechacé la invitación, señores. Más tarde ocurrieron sucesos que me hicieron recapacitar, comprendí que mi lugar sigue estando en la línea de fuego y que no tengo derecho a negarle a la Patria mi cooperación cuando la necesita.
Las palabras son de Borges (i.e., parodia de Obregón) y con ellas, Ibargüengoitia hace evidente el descaro cotidiano de los gobernantes para mostrar la farsa que sostiene la política mexicana. En el juicio contra el asesino, Pepe (i.e., Toral), el guanajuatense reproduce de manera textual, aunque bien editadas, partes de la defensa y del acusador, para resaltar la grandilocuencia de los discursos, lo maniqueo de los argumentos
Si bien cambian nombres y algunos detalles de la historia en El atentado , la esencia sigue ahí: un acto de traición política donde los involucrados no son villanos o héroes como se ha querido simplificar, sino un reflejo de las aberraciones y mezquindades que constituyen el poder en México. El mecanismo del fusil, entonces, volvió a dar frutos, revelando la verdadera cara de la política mexicana; sin embargo, luego de escribir El atentado , Ibargüengoitia decidió no seguir haciendo teatro.
La revancha
En paralelo a su creación como dramaturgo, Ibargüengoitia tenía una sección de crítica teatral en la Revista de la Universidad de México ( RUM ). Es decir que hacía teatro, iba al teatro y escribía sobre teatro. Aun así sus obras seguían sin llegar a los escenarios; en el mejor de los casos, eran recibidas sin el menor entusiasmo tanto por la crítica como por el público asistente.
En una de sus notas de la RUM menciona que sus obras están « a) inéditas b) editadas en libros carísimos junto con otras nueve que no me interesan; c) publicadas en revistas agotadas, desaparecidas o no catalogadas».
Dos años más tarde, luego de una polémica con Carlos Monsiváis desatada por una reseña negativa de Landrú , de Alfonso Reyes, Ibargüengoitia se harta y decide dejar el teatro, tanto la crítica como la dramaturgia; podríamos pensar que deja, incluso, de asistir como espectador porque anuncia en su último artículo de crítica teatral para la RUM : «ya me cansé de tener que ir al teatro (actividad que he llegado a detestar), escribir artículos de seis páginas y entregarlos el día veinte de cada mes». 2
El siguiente paso en su carrera fueron las notas de opinión para el Excélsior de las que hablé antes y la adaptación de El atentado a narrativa, lo que resultó en la novela Los relámpagos de agosto . A partir del éxito prolongado que tuvo su publicación, el autor declara años más tarde para Vuelta :
el medio de comunicación adecuado para un hombre insociable como yo es la prosa narrativa: no tiene uno que convencer a actores ni a empresarios, se llega directo al lector, sin intermediarios, en silencio, por medio de hojas escritas que el otro lee cuando
quiere, como quiere, de un tirón o en ratitos y si no quiere no las lee, sin ofender a nadie —en el comercio de libros no hay nada comparable a los ronquidos en la noche de estreno—.
Si bien en un principio Ibargüengoitia se acercó al teatro como escritor y se fascinó por darle cuerpo a sus creaciones, parecería que esos mismos cuerpos más tarde se volvieron contra él. Así fue, por ejemplo, como cuando en el estreno de Susana y los jóvenes , el padre de la actriz que interpretaba a Susana «entró en escena exabrupto con la mejor intención de llevarse a su hija, que estaba “prostituyéndose en las tablas”». Siendo un arte en gran parte colectivo, el teatro hacía inevitable que las apariencias y restricciones que tanto buscó fusilar de la sociedad mexicana arremetieran contra él cuando menos lo esperaba. Por suerte encontró en la prosa la manera de guarecerse y dejar sólo el cuerpo del texto, por si acaso alguien decide fusilarlo.
2. «Teatro libro de oro del teatro mexicano o la vida apasionada de don Marcelino Menéndez y Pelayo», RUM, julio de 1962.
La violencia contra las mujeres vista por un hombre del siglo XX
por Sylvia Georgina Estrada
EEn las páginas 184 y 185, justo al cierre de la novela Las muertas (Editorial Joaquín Mortiz, 1977) de Jorge Ibargüengoitia se reproduce la fotografía grupal de veintiuna mujeres. Los rostros se han borrado y, donde deberían estar los ojos, la nariz, los labios carnosos, aparece un número. No todas las mujeres tienen el privilegio de ese número, nada más hay once a las que corresponden nombres y apodos. En el caso de las chicas marcadas con los dígitos diez y once solo hay una escueta descripción: «las dos mujeres que mató Teófilo Pinto».
Ibargüengoitia, como el resto de los mexicanos, quedó impactado cuando se dio a conocer la existencia de
«Las Poquianchis» y sus crímenes. Corría el año 1964 y una mujer, Catalina Ortega, se presentó en la comandancia de la Policía Judicial de León, Guanajuato, para denunciar a sus patronas, las hermanas González Valenzuela. La mujer relató que huyó de un burdel en el que las prostitutas sufrían hambre y maltrato físico. También dijo que algunas de las jóvenes habían muerto. La policía resolvió ir al pueblo donde estaba el cabaret, San Francisco del Rincón, y lo que encontraron conmocionó primero a Guanajuato, después a México y, cuando las páginas de los diarios sensacionalistas comenzaron a ser devoradas por los lectores, los cables comenzaron a llegar a las agencias internacionales.
Mujeres desnutridas, torturadas, muertas a golpes. La cifra de víctimas se ha perdido entre las exageraciones de la nota amarillista y los malos registros de los ministerios públicos. Las hermanas María de Jesús, Delfina y María Luisa González Valenzuela fueron capturadas, llevadas a juicio y sentenciadas a una condena de cuarenta años por lenocinio, secuestro y homicidio calificado. Antes del juicio, una turba de gente embravecida intentó sin éxito lincharlas.
«Las poquianchis» se convirtieron en las asesinas seriales más mediáticas del México del siglo veinte. Una muestra del horror que enfrentaron miles de mujeres atrapadas en las redes de trata de personas. La mayoría de las veces, el modus operandi de varios prostíbulos que funcionaron durante los años cincuenta y sesenta en el Bajío mexicano era el mismo: buscar adolescentes de entre doce y catorce años; si estaban solas e indefensas se las secuestraba, si no, se le decía a los padres o parientes que las iban a contratar como sirvientas de casas elegantes. En este último caso, los familiares recibían dinero a cambio de las niñas. «Las Poquianchis» eran la punta del iceberg.
Estas jóvenes prostitutas sin nombres, sin rostros, sin historias, forman parte de lo que Ibargüengoitia narra en Las muertas. Pero el escritor ve los dos lados de la moneda. Con su genio crítico y satírico, que supo retratar distintos rasgos de la realidad mexicana, plantea varias cuestiones: ¿por qué fue posible que existieran «Las Poquianchis»?, ¿cómo se construyó el pacto de silencio entre la policía y los prostíbulos?, ¿por qué decenas de familia dejaron que
sus hijas se marcharan con mujeres desconocidas a cambio de dinero y vagas promesas?, ¿qué condiciones sociales, políticas y culturales permitieron que decenas de mujeres fueran secuestradas, prostituidas con engaños, asesinadas y olvidadas durante varios lustros, en total impunidad?, Las muertas es el libro que más tiempo le costó a Ibargüengoitia y, a juzgar por algunas de las cartas que le dirigió a su esposa, Joy Laville, también el que implicó más esfuerzo. El proceso duró trece años y tuvo cuatro borradores. El primero de ellos se tituló «El libro de Las Poquianchis» y se escribió en 1965. El detonante para su escritura fue que Ibargüengoitia accedió durante cerca de diez horas, «de contrabando», al expediente del caso, pues sólo los abogados defensores podían acceder legalmente a estos documentos. Así lo relata Alejandro Lambarry en su artículo «Manuscritos, inéditos, cuadernos y correspondencia: la creación de Las muertas de Jorge Ibargüengoitia», publicado en Nueva Revista de Filología Hispánica y que se puede leer en la biblioteca digital JSTOR.
Tener acceso al expediente fue determinante para la forma en que el guanajuatense abordó la escritura de Las muertas . Si en el primer borrador trató de construir un texto de no ficción con los nombres reales de víctimas y victimarias, a lo largo de los años se dio cuenta de
que no funcionaba. Había demasiados huecos en la historia. En cada publicación amarillista aumentaba el número de cadáveres, que pasaron de dieciséis a treinta, a cincuenta y luego a cien. Incluso hoy, al teclear en Google «número de mujeres asesinadas por Las Poquianchis», el motor de búsqueda arroja, en primer lugar, la siguiente información: «El número confirmado de víctimas es de 91, pero se cree que pudieron matar a más de 150 personas, lo que las convierte en las asesinas seriales más prolíficas registradas en la historia de México». De acuerdo con lo registrado en el expediente judicial, la policía encontró seis cuerpos. Ibargüengoitia llegó a visitar los lugares del crimen: el burdel de Lagos de Moreno y la casa de San Francisco del Rincón, donde varias mujeres estuvieron encerradas por meses.
Después de ese primer borrador decidió crear una historia de ficción, relatándola con el formato de una crónica novelada. El libro, que el autor finalizó en 1976, durante su estancia en el International Writing Program de la Universidad de Iowa, inicia con el siguiente epígrafe: «Algunos de los acontecimientos que aquí se narran son reales. Todos los personajes son imaginarios».
Así que las hermanas González Valenzuela se convirtieron en las hermanas Baladro -palabra inventada con un fuer«Estas jóvenes prostitutas sin nombres, sin rostros, sin historias, forman parte de lo que Ibargüengoitia narra en Las muertas. Pero el escritor ve los dos lados de la moneda. Con su genio crítico y satírico, que supo retratar distintos rasgos de la realidad mexicana, plantea varias cuestiones: ¿por qué fue posible que existieran “Las Poquianchis”?, ¿cómo se construyó el pacto de silencio entre la policía y los prostíbulos?, ¿por qué decenas de familia dejaron que sus hijas se marcharan con mujeres desconocidas a cambio de dinero y vagas promesas?, ¿qué condiciones sociales, políticas y culturales permitieron que decenas de mujeres fueran secuestradas, prostituidas con engaños, asesinadas y olvidadas durante varios lustros, en total impunidad?»
«El término “feminicidio” comenzó a utilizarse en México apenas en el siglo XXI (el delito de feminicidio se incorporó al Código Penal en 2012), pero su origen viene de un libro publicado por John Corry en 1801 para hacer referencia al asesinato de una mujer y más tarde, en 1976, el vocablo fue utilizado por la socióloga estadounidense Diana Russell en el Tribunal Internacional de Delitos contra la Mujer. En el vocabulario de Ibargüengoitia no existía esta palabra, pero para los lectores actuales de Las muertas sigue estando presente y, de manera intensa, la sensación de que la historia narrada continúa sucediendo, de una u otra forma, en México: una serie de feminicidios conocidos, permitidos y avalados por un sistema corrupto, patriarcal y machista»
te sonido, inconfundible, como si fuera una voz de alerta-, el estado de Guanajuato en el Estado del Plan de Abajo y la foto grupal de las madrotas y las mujeres del burdel en una imagen sin rostros.
Ibargüengoitia fue uno de los pocos escritores mexicanos del siglo xx en poner la violencia hacia las mujeres como tema central de un libro. Las muertas retrata el machismo, la misoginia, la violencia y el desdén por la vida de las mujeres que han sacudido a la sociedad mexicana a lo largo de su historia. El autor muestra cómo esa brutalidad se normaliza, se ve y se ignora desde las altas esferas políticas, pasando por las autoridades judiciales y la policía, hasta los vecinos y tenderos que hacían la vista gorda ante este un grupo de mujeres encerradas y las familias que vendían a sus hijas para sobrevivir.
En el apéndice número seis de la novela, titulado «El libro de Arcángela», el autor hace un apunte de la corrupción de los funcionarios mexicanos. En esa página se consigna que existe un enorme cuaderno con algunos de los registros financieros de los burdeles: «La tercera parte del libro se intitula entregas. Es lo que paga Arcángela a las autoridades para estar en paz con el municipio. Por ejemplo, diez pesos
diarios a las policías que estaban en el turno en la cuadra, sesenta al Presidente Municipal, sesenta al inspector de policía, etc.».
En el cuento «La mujer sentada» (1947), de Sergio Magaña, el autor relata cómo una joven de dieciséis años es obligada por su familia a casarse con el viejo y rico cacique de un pueblo agrícola, que suponemos está ubicado en la provincia mexicana. A la chica le gusta otro joven de su edad, así que en la víspera de la boda les confiesa a su padre y a su prometido que ya no puede casarse, pues ya tuvo relaciones sexuales con un muchacho. El novio pide justicia, así que la mujer es asesinada de forma salvaje y cruel y es puesta a la vista de todo el pueblo para que quede claro el escarmiento. La gente sólo mira y calla. La justicia la dictan el dinero y el poder. Una mujer es un artículo de cambio. El relato causó polémica cuando fue publicado porque se decía que la brutalidad que retrata no correspondía a la sociedad mexicana. Hoy, tras los casos de las muertas de Juárez que han convertido a la ciudad fronteriza en un enorme cementerio donde se han asesinado a más de dos mil trescientas mujeres en tres décadas (según lo consignó El País en un reportaje publicado en enero de 2022), sabemos que estaban en un error.
A través de la ficción, Ibargüengoitia otorga nombre e historia a algunas de las mujeres que pasaron por los burdeles de «Las Poquianchis», personajes complejos que tejen relaciones de amistad, amor o poder. Las madrotas no son estos seres malvados cuasi demoniacos que muestran los periódicos, sino mujeres que sufren por un hijo muerto, por un novio díscolo o por la humillación a la que las somete el rechazo de los hombres de poder, que primero toman su dinero y después las desconocen.
El término «feminicidio» comenzó a utilizarse en México apenas en el siglo xxi (el delito de feminicidio se incorporó al Código Penal en 2012), pero su origen viene de un libro publicado por John Corry en 1801 para hacer referencia al asesinato de una mujer y más tarde, en 1976, el vocablo fue utilizado por la socióloga estadounidense Diana Russell en el Tribunal Internacional de Delitos contra la Mujer. En el vocabulario de Ibargüengoitia no existía esta palabra, pero para los lectores actuales de Las muertas sigue estando presente y, de manera intensa, la sensación de que la historia narrada continúa sucediendo, de una u otra forma, en México: una serie de feminicidios conocidos, permitidos y avalados por un sistema corrupto, patriarcal y machista.
Tras volver a leer Las muertas me parece muy clara la relación entre la escritura de Ibargüengoitia con una parte de la literatura latinoamericana actual. No sólo por el tema, sino también por el uso de materiales como archivos y expedientes, visitas al lugar de los hechos y, en general, el empleo de herramientas periodísticas como recurso narrativo, ejemplo de ello puede ser Señas particulares (Secretaría de Cultura del Distrito Federal / Lectorum, 2002), de Josefina Estrada, en donde la autora lee expedientes, observa cadáveres y entrevista a familiares de fallecidos, enterradores, periodistas de nota roja y personal del Servicio Médico Forense del entonces Distrito Federal (Semefo). La escritora ofrece una crónica sobre la investigación de casos de personas que murieron por causa violenta o desconocida en la capital mexicana.
Desde la ficción, llama la atención novelas como Cometierra (Sigilo, 2016), de Dolores Reyes, en donde la protagonista tiene un extraño poder: puede saber qué ha pasado con las personas desaparecidas al comer la tierra que ha estado cerca de ellas. La mayoría de los casos que enfrenta Cometierra son los de mujeres asesinadas, así que la adolescente les da voz a estas muertas, que tienen la oportunidad de contar su historia. Durante una entrevista para el diario mexicano El Universal, la escritora argentina afirmó que en esta novela narra «desde la tristeza, del dolor, de la desolación que significa para las mujeres todas estas vidas de otras mujeres arrancadas de esta forma».
En esa misma línea, también se encuentra la novela Los Divinos (Alfaguara, 2018), de Laura Restrepo, basada en el feminicidio de una niña de siete años a manos de un hombre adinerado de treinta y ocho. Obra en la que explora cómo un
grupo rico y privilegiado de Colombia se relaciona de manera violenta con su entorno femenino, amparados por su estatus y una sociedad que se hace de la vista gorda ante sus excesos. En el terreno de la no ficción destaca Chicas Muertas (Penguin Random House, 2014), de Selva Almada, una crónica que rastrea los asesinatos impunes de tres jóvenes en pequeñas ciudades agrícolas de Argentina, y en la que la autora habla con exnovios, hermanos, padres y amigos de estas mujeres para que sus historias no se olviden, pues la justicia hace mucho tiempo que dejó de recordarlas.
Sin duda, uno de los libros recientes más notables sobre el tema es El Invencible Verano de Liliana (Penguin Random House, 2021), de Cristina Rivera Garza, una obra, cruzada por archivos, diarios y expedientes, en que la autora narra el feminicidio de su hermana Liliana, sucedido el 16 de julio de 1990, así como el periplo de la familia para conseguir justicia. En su ensayo ¿De qué hablamos cuando hablamos de feminicidio?, Rivera Garza apunta que: «para hablar de feminicidios hay que vérsela con ese otro lenguaje que descubre los modos de la violencia y reclama para sí, y para todas, el cumplimiento cabal de la justicia y la transformación radical de lo que nos rodea y nos constituye. Nada más, pero tampoco nada menos».
Cuando leí por primera vez a Ibargüengoitia cursaba el primero o segundo año de la carrera de Comunicación, y de inmediato me sentí conectada con su forma de narrar, ágil, ingeniosa, llena de humor, también con su manera de retratar los vicios de la sociedad mexicana, muchos de los cuales siguen vigentes. Empecé con Dos crímenes, luego seguí con Estas ruinas que ves, Los relámpagos de agosto, pero Las muertas fue la novela que me provocó más desasosiego, pesadumbre y admiración debido a su conexión con el periodismo, en distintos niveles. Desde la estructura de la novela hasta la sátira que realiza el autor del diario amarillista Alarma!, que convirtió las acciones de «Las Poquianchis» en una suerte de novela folletinesca, publicada entre enero y febrero de 1964. En un pasaje, el autor relata que: «Los periodistas y el público en general hubieran querido encontrar más cadáveres. Ese interés afectó la comprensión de la historia». Y añade una escena en la que vemos al inspector asignado al caso llevar a los hombres acusados de cómplices al cabaret en el que se hallaron algunos de los cuerpos. Así que durante «tres días enteros» los hombres cavaron hoyos por todos lados sin ningún éxito.
Hoy, que sigo leyendo a Ibargüengoitia con el mismo asombro, vuelvo a Las muertas y observo esa foto en blanco y negro de veintiuna mujeres que miran a la cámara, ya no veo los números, sólo las historias. Hace sesenta años un país entero se estremeció con las acciones de «Las Poquianchis», Ese horror sigue presente, miles de mujeres desaparecen, mueren, se olvidan. Por eso estas historias siguen aquí, a la espera de que la violencia deje de ser parte de nosotros.
Mesa revuelta
Rumbo a la FIL.
Viajar a la Feria del Libro de Guadalajara por Clara Obligado
Literatura americana en español por Jeffrey Lawrence
Roque Dalton: pobrecito poeta que era yo por Sergio Ramírez
Eloy, de Carlos Droguett. Una poética de la intensidad por Carlos Franz
Cuéntame tu vida por María Negroni
Rumbo a la FIL. Viajar a la Feria del Libro de Guadalajara
por Clara Obligado
He ido a la Feria de Guadalajara varias veces, y puedo decir que, de las Ferias que conozco, es la que más me gusta. Hay, en mi apreciación, razones objetivas y también subjetivas. Hay, posiblemente, justicia e injusticia a la vez, pero desde mi primer viaje, hace ya unos cuantos años, he vuelto siempre a Madrid con la maleta llena de libros y la agenda con direcciones y contactos de nuevos amigos.
Si no me equivoco, en mi primer viaje, que fue infernal, sólo estuve allá dos o tres días y volé haciendo escala en Los Ángeles. Como hacía escala en EE.UU., me cortaron el pasaporte (sí, en Barajas, con una tijera), y tuve que correr desesperada por el aeropuerto para conseguir un documento nuevo. Soy fóbica con los viajes, le tengo miedo al avión, así que a punto estuve de quedarme en casa pero, a último momento (no me extiendo con la aventura), el trámite se solucionó, y llegué agotada a Guadalajara. Mi primer aprendizaje fue, por lo tanto, no viajar nunca haciendo una escala en Estados Unidos.
Así, pues, llegué agotada, pero en ningún momento me arrepentí. Mi cometido, entonces, era presentar un número de la revista «Sólo cuento» que yo había coordinado desde Madrid, con cuentistas españoles. La revista estaba dirigida por Rosa Beltrán, a quien yo no conocía y, como eso era todo lo que tenía que hacer, pude disfrutar de la Feria y de mis tres días como si fuera una visitante.
La FIL de Guadalajara, hay que decirlo, es gigantesca, un auténtico monstruo. Es enorme, difusa, y la maravilla es que funcione bien. Como no tenía demasiada tarea, me dediqué a escuchar todas las charlas que me interesaban, y pude ver cómo los mexicanos hacían magia y pasaban del caos absoluto a un orden impresionante. En medio de la confusión sonaba un timbre y, de manera absolutamente puntual, lo que antes era una masa informe se convertía en una serie de actividades magníficamente planteadas donde pude disfrutar de la magia de los mexicanos. No recuerdo bien qué oí, pero todo era bueno, bien fundamentado, serio, perfectamente organizado. Mi anfitriona pasaba de mesa en mesa con una soltura envidiable y desarrollaba distintos temas como si se hubiera doctorado en todos ellos. Esa, la calidad de las charlas, su riqueza de perspectivas, fue mi primera sorpresa. La segunda fue mi rápida amistad con Rosa Beltrán, el único contacto que tenía en la Feria, con la que pasé tres días conversando y tejí un vínculo que aún perdura. En el hotel, situado frente
a la Feria, nos encontrábamos para intercambiar ideas, y de allí, de estas conversaciones informales, surgió un volumen de microficción que publicó la Universidad Nacional Autónoma de México, La aldea de F. , un peculiar homenaje a Arreola que coordiné y prologué, con cuatro autoras residentes en España. La última sorpresa de ese día fue un viaje breve a Tlaquepaque, un pueblecito turístico pero lleno de encanto, donde escuché a las primeras «mariachas» de mi vida y compré esa artesanía que, de tan hermosa, me produce crisis de ansiedad. Allí también, creo, yo, que soy casi abstemia, aprendí a beber tequila con sangrita, buena costumbre mexicana que tampoco he abandonado.
En este mismo viaje me presentaron a un muchacho joven, bastante tímido, con el que empaticé en el acto, en parte porque compartíamos editorial, en parte, también, porque su libro, El jardín japonés, me había encantado. Antonio Ortuño y yo seguimos encontrándonos en otras ferias y en otros ámbitos, lo presenté en la Feria del Libro de Madrid cuando ganó el premio Ribera del Duero, leí sus otros libros y su amistad fue otro de los regalos de aquella Feria.
Hubo más encuentros en México, pero se me mezclan un poco. En uno escuché, por fin, y tan lejos, el filandón de José María Merino, Juan Pedro Aparicio y Luis Mateo Díez, creo que en esa ocasión me habían invitado como autora argentina y tuve que llegar hasta México para asistir a lo que en España hacía tiempo que tenía ganas de escuchar. Entonces sentí ese «tan lejos, pero tan cerca», propio de las grandes Ferias.
Para no confundir momentos e historias, voy a recordar ahora mi último viaje que fue, creo, hace dos años. En esa ocasión me habían invitado, no como argentina, ni como española, sino como europea. Era una invitación curiosa: el plantel, por llamarlo de alguna manera, estaba constituído por escritores y escritoras cuyo origen no coincidía con el país de residencia. Así como yo era la representante de España, otro autor, Mohamed Mbougar Sarr, nacido en Senegal, representaba a Francia. De pronto comprendí que estaba frente a una idea genial, que la coordinación de la Feria estaba enfrentando un tema importante tantas veces soslayado, no tenía una visión tradicional de la vieja Europa sino que la ponía en el mapa literario tal y como era ahora, con sus riquezas y contradicciones, un continente de migrantes, de los que estábamos desplazados y a la vez llamados a modificar las historias y el idioma, y de eso, de esos cambios, de esas tensiones, íbamos a hablar. El debate, y el encuentro con Moha -
med, Premio Goncourt reciente, fue un auténtico regalo. No sólo coincidimos en muchos puntos de vista, sino que además presenté su novela, La más recóndita vida de los hombres publicada en España por Anagrama y que pronto saldría en Argentina. Allí conversé con él y, aprovechando el encuentro, pudimos organizar un largo reportaje para periódicos argentinos del que todavía me enorgullezco.
Podría contar muchas más de esta Feria siempre fecunda. Como, por ejemplo, el hecho de que lleven a los autores a compartir charlas con chavales en los colegios, que haya actividades dirigidas a ellos o que, por el hecho de residir en el mismo hotel, los desayunos en el bar sean un punto de encuentro. Allí, por ejemplo, Martín Kohan me puso al día sobre la situación en Argentina, o me encontré con mi querida Socorro Venegas, con quien siempre conversamos sobre vida y literatura, me encontré también, cómo no, con mi editor de Madrid, Juan Casamayor, y comimos reflexionando sobre nuestra América Latina, sobre la comunidad del cuento, entre las risas y las ironías, que tanto me divierten y que con tanto acierto practican los mexicanos, intercambiamos ideas más serias también, sobre el dolor de un país. Cada vez que voy a la Feria de Guadalajara vuelvo con ideas para escribir, nuevos amigos, y una percepción ampliada de lo que se hace en otras literaturas en castellano. Aunque me cuesta mucho organizar el viaje, que es largo, aunque debo desplazar otros compromisos, siempre que me invitan a Guadalajara digo que sí, y empiezo en el acto a escribirle a los amigos para ver qué hay de nuevo, que me recomiendan ver, en dónde nos encontramos.
Literatura americana en español
por Jeffrey Lawrence
Afinales del 2011 viajé a Hong Kong a visitar a mi hermano, que llevaba ocho meses viviendo en la isla que hoy pertenece a China pero que por más de ciento treinta años era colonia inglesa. Al volver a Estados Unidos, yo tenía que dar uno de los dos exámenes que exigían para avanzar en el doctorado en literatura comparada que cursaba por ese entonces, y como el examen consistía en responder a varias preguntas sobre las letras hispánicas desde el Siglo de Oro hasta la actualidad, terminé llevando una maleta entera de libros en español. Durante la primera semana del viaje, mientras mi hermano asistía a las últimas reuniones de trabajo que le quedaban antes de las vacaciones, yo iba a un café cercano a su apartamento para leer los últimos tres libros que me quedaban de la lista de textos obligatorios para el examen. En algún momento, supongo que por la extraña combinación de agotamiento y exaltación inducida por no haber hecho más que engullir textos clásicos durante seis meses, me entraron ganas de despejarme de ese ejercicio académico con un proyecto más creativo. Empecé a escribir los comienzos de una novela sobre un estadounidense (como yo) que aprende español en la secundaria, hace estancias largas en distintos países hispanohablantes, y termina consagrando su vida al estudio de la literatura latinoamericana. Para mi propio asombro, las oraciones iniciales de la novela me salieron en español y no en inglés. Terminada esa semana, guardé el texto en una carpeta llamada “Novela”, y no lo volví a tocar hasta el 2018, cuando, habiendo finalizado ya el doctorado y conseguido una plaza fija en la academia norteamericana, decidí dedicar el año sabático que la universidad me otorgaba como beneficio laboral para redactar un borrador completo de la novela. Seis años más tarde, y después de numerosas revisiones, la novela fue publicada bajo el título El americano por Chatos Inhumanos, una editorial independiente radicada en Nueva York que se especializa en literatura en español escrita en Estados Unidos.
A lo largo de los trece años de vida de El americano, desde su primera concepción en el 2011 hasta estos últimos meses posterior a su publicación en marzo del 2024, he vuelto una y otra vez sobre la misma interrogante: ¿Por qué opté por escribir la novela en español, siendo yo un angloparlante sin raíces hispanas que nunca vivió de forma prolongada en ningún país hispanohablante? Durante años, cuando se me planteaba esa pregunta, solía contestar con razones personales: Que me enganchó la tradición latinoamericana desde el día en que empecé a leer El laberinto de la soledad en español durante mi primera estadía en México a los dieciocho años. Que me tocó la suerte de que tuve a Ricardo Piglia como profesor, de que muchos de mis amigos del doctorado eran es-
«Saavedra y otros críticos contemporáneos suelen describir el español como un “idioma de la resistencia” en Estados Unidos, y es cierto que mucha de la narrativa publicada en español en el país sufre una doble marginalización, ignorada tanto por el mainstream cultural anglo en Estados Unidos como por el mainstream cultural hispano en España y América Latina»
critores latinoamericanos o españoles, de que me resultaba más fácil imaginarme escribiendo para esos amigos que para una industria gringa cuyas reglas yo desconocía por completo. Incluso, y esto lo digo en serio, que el bilingüismo inglés-cantonés que yo escuchaba en ese café de Hong Kong en el 2011 me recordaba el bilingüismo inglés-español que era mi día a día en los cafés de Nueva Jersey y Nueva York, y por algún motivo extraño me activó el deseo de hablar en mi segunda lengua, como si de ese modo pudiera escapar de mi apariencia de turista anglo monolingüe y buscar una secreta filiación con los comensales chinos que brincaban animadamente de un idioma al otro.
Si bien hay algo de verdad en esas respuestas, con el paso del tiempo me he visto obligado a reconocer que mi elección de escribir en español no sólo respondía a mis propias necesidades como autor sino también a un desplazamiento geográfico en el campo literario hispanoamericano a principios del siglo XXI. Lo que se ha vivido en Estados Unidos en las últimas décadas es una auténtica explosión de escritura en español, y no sólo de escritura. Han comenzado a proliferar las ferias de libro en español (en Nueva York, en Chicago, en Miami, en Los Ángeles), los programas de escritura creativa en español (NYU, Iowa, Houston, El Paso), los sellos editoriales dedicados a la literatura en español (Suburbano Ediciones, Ars Communis, El Beisman Press, Sudaquia Editores, Chatos Inhumanos). La crítica literaria no ha desatendido este fenómeno. Por ejemplo, en un artículo del 2014, la narradora chilena Soledad Marambio bautizó a Nueva York como «la nueva república de las letras latinoamericanas», una frase a la que hizo eco Claudia Salazar Jiménez en un ensayo en Cuadernos del 2022 al describir la nueva infraestructura literaria que surge en la ciudad a partir del 2007 con la fundación de la Maestría en Escritura Creativa en español en NYU por parte de la escritora y académica argentina Sylvia Molloy. Casi todos
los espacios de NYC que mencionan Marambio y Salazar Jiménez también han sido claves para mi educación sentimental en el mundo de habla hispana: las librerías McNally Jackson, Word Up, y Barco de papel, el King Juan Carlos Center de NYU y el Instituto Cervantes en el Upper West, las docenas de bares y cafeterías por Washington Square Park en los que nos reuníamos colegas y amigos para hablar de literatura argentina, mexicana, puertorriqueña, española. El protagonista de mi novela cultiva su relación con el español yendo a distintas geografías latinoamericanas, pero hace tiempo que Nueva York es el centro de mi vida literaria tanto en mi segundo como en mi primer idioma.
En los últimos años, se estila hablar del auge en la literatura en español al norte del Río Bravo como el «New Latino Boom», un término acuñado en redes en el 2017 por la crítica Naida Saavedra y luego teorizada en su libro #NewLatinoBoom: Cartografía de la narrativa en español de EEUU (2020). El libro de Saavedra hace un recorrido por las principales ciudades en que se ha desarrollado la infraestructura de tal boom—Chicago, Nueva York, y Miami—y perfila a sus principales gestores (escritores, editores, libreros, etc.). A nivel argumentativo, el gran aporte de Saavedra es el haber puntualizado que lo que distingue esta nueva fase de la literatura norteamericana en español es que todas las etapas de la producción literaria—es decir, composición, edición, publicación, distribución, promoción, y estudio—se están efectuando en Estados Unidos. «Ahora los autores latinoamericanos radicados aquí no tienen que mirar exclusivamente hacia España, México o Argentina para publicar sus obras», afirma Saavedra, «Esto es trascendente: existe una puerta abierta hacia la publicación en español en este país». Y en efecto, #NewLatinoBoom ha arrojado luz sobre una serie de escritor-editores valiosos que llevan múltiples décadas en Estados Unidos y han publicado la mayoría de sus libros en el país: Pedro Medina León, Maya Piña,
Oswaldo Estrada, Antonio Díaz Oliva, Melanie Márquez Adams, Ulises González y Pablo Brescia, por mencionar solo algunos de los más destacados. En mi caso también la red de editoriales en español en el país ha sido determinante. No sólo ha abierto una puerta hacia la publicación sino también me ha permitido visibilizar mi novela en un campo de acción en que mucha gente comparte mis preocupaciones centrales sobre los conflictos y afinidades entre el inglés y el español, la mezcla de españoles que se produce en los ámbitos culturales norteamericanos, el modo en que los sujetos de distintos lugares de las Américas viven la hegemonía geopolítica gringa, y—por supuesto—sobre los avatares de la literatura en español en Estados Unidos. Sin embargo, donde el concepto del New Latino Boom pierde un poco de coherencia es en su insistencia en construir una firme línea divisoria entre los autores que estudia Saavedra, en su mayoría «inmigrantes que han llegado aquí siendo adultos», y los muchos otros escritores que están escribiendo en español desde Estados Unidos hoy en día. Primero, porque algunos de los autores que más han marcado el campo literario en español en la zona de Nueva York a principios del siglo actual—por ejemplo, Diamela Eltit en el MFA en escritura creativa en NYU, o Piglia en Princeton—no vivían en el país sino más bien hacían estancias largas allá. Segundo, porque la lista de escritores de habla hispana que sí viven en Estados Unidos pero que publican en América Latina o España sigue siendo muy amplia e influyente: Cristina Rivera Garza, Edmundo Paz Soldán, Lina Meruane, Yuri Herrera, Rita Indiana, Eduardo Lago, Claudia Salazar Jiménez, Álvaro Enrigue, Liliana Colanzi, Rodrigo Hasbún, y Horacio Castellanos Moya, entre muchos otros. Los temas de estos escritores son enormemente diversos entre sí, y la crítica suele vincularlos más con sus países de ori-
gen (México, Bolivia, Chile, etc.) que con Estados Unidos. Saavedra y otros críticos contemporáneos suelen describir el español como un «idioma de la resistencia» en Estados Unidos, y es cierto que mucha de la narrativa publicada en español en el país sufre una doble marginalización, ignorada tanto por el mainstream cultural anglo en Estados Unidos como por el mainstream cultural hispano en España y América Latina. Dicho eso, es difícil sostener que toda la literatura en español producida en Estados Unidos sea resistente, pues vivir en Gringolandia no ha impedido que estos últimos escritores entren al canon hispanoamericano contemporáneo, y la mayoría de los que publican «afuera» (y varios de los que publican «adentro») ocupan cargos académicos con condiciones laborales que difícilmente se consiguen en las universidades latinoamericanas. Considero que cuanto más se potencie la narrativa en español en Estados Unidos, menos sentido tendrá referirse a ella globalmente como una literatura de resistencia. Sería más adecuado hablar de una multiplicidad de apuestas estéticas, filiaciones literarias, y estrategias editoriales, una de las cuales es—sin duda—la de negarse a escribir en inglés para llegar directamente al público hispanohablante.
La idea de la multiplicidad me resulta aún más ineludible a la hora de elaborar en términos concretos mi propia relación con esta nueva fase de literatura escrita en español desde Estados Unidos. En casi todos los acercamientos que existen sobre ella, se presume una isometría entre lengua y raza. Desde la célebre antología de 2000 de Paz Soldán y Alberto Fuguet (Se habla español: voces latinas en USA) hasta el New Latino Boom, pasando por la «nueva escritura latina» propuesta por Debra Castillo y la literatura «latinounidense» avalada por Eliana Rivero, los que escriben en español en suelo norteamericano son definidos por antonomasia como «latinos» o «hispanos». Ni siquiera se contempla la posibilidad de que un estadounidense «no latino» participe en la construcción de tal tradición. Y sin embargo, en los mismos años en que ha surgido el New Latino Boom delineado por Saavedra, también se ha creado un pequeño boom de literatura en español escrita por autores norteamericanos sin ascendencia hispana, entre los cuales podemos ubicar a Tanya Huntington, Kurt Hackbarth, Jennifer Croft, o Lawrence Schimel. Aunque todos ellos han publicado sus obras en América Latina o España, mantienen vínculos estrechos con el mundo cultural norteamericano y tienen una trayectoria que, como la mía, los entrelaza con la infraestructura transnacional que ha fomentado el New Latino Boom.
La precursora de esta tradición de literatura gringa en español es sin duda Anna Kazumi Stahl, la escritora japonesa-norteamericana que se mudó a Argentina a mediados de los años noventa y publicó el libro de cuentos Catastrofes naturales (1997) con Sudamericana y la novela Flores de un solo día (2002) con Seix Barral. La novela de Kazumi Stahl fue finalista para el Rómulo Gallegos, y en su momento Piglia la elogió con palabras contundentes: «Una escritora norteamericana que se decide a escribir en español es un gran acontecimiento en la literatura contemporánea. Esa decisión encierra una poética de la extrañeza que este libro concentra con maestría y lleva al límite». Cuando me topé con este comentario hace unos años, todavía sin haber leído a Kazumi Stahl y después de haber recorrido Buenos Aires largamente en busca de un ejemplar de Flores de solo día , mi propia ignorancia se me hizo reveladora. Si yo desconocía la obra de Kazumi Stahl, siendo exalumno de Piglia, ¿quién más la tendría en su radar? Lo que a él le pareció un gran acontecimiento en el 2002 hoy figura poco en el consciente colectivo argentino. Ahora que he leído los dos libros de Kazumi Stahl, que indagan con inteligencia y sutileza sobre el lenguaje, la migración, y la herencia cultural, me resulta difícil no asociar algo de ese olvido a que ella difícilmente se acomoda en las categorías de la literatura argentina, latinoamericana, o incluso latinounidense.
¿Cómo situamos entonces esa literatura gringa en español que se está empezando a producir dentro y fuera de Estados Unidos? ¿Debe definirse exclusivamente por el lugar de procedencia de sus autores? ¿O también importa el público al que está dirigida? Estas dudas se remiten a otra más general: ¿Cómo categorizamos culturalmente a la población estadounidense que habla español como segunda lengua? Todavía no existe estadísticas claras sobre ella, pero según el censo oficial de Estados Unidos del 2020, de los 42 millones de personas que hablan español en Estados Unidos en su entorno doméstico, más de 6 millones lo hacen sin definirse como hispanos. El informe anual del Instituto Cervantes en el 2023 («El español: una lengua viva») indica que más de 8 millones de estadounidenses pueden ser considerados estudiantes de español. Puedo afirmar sin lugar a duda que yo no estaría escribiendo este artículo si la pequeña secundaria a la que yo asistí en Utah no hubiera tenido una secuencia robusta de clases en la lengua de Cervantes, García Márquez, y Mariana Enríquez. Y como podrá constatar cualquiera que haya pasado por la academia norteamericana, los campos latinoamericanos y «peninsulares» están repletos de sujetos bilingües sin ascendencia hispana cuyas vidas también han sido moldeadas por el creciente poder del español en Estados Unidos. Si
hasta ahora la crítica literaria no ha querido ocuparse de ellos, la literatura latinoamericana lleva décadas contemplándonos con atención. Pensemos en Steve Ratliff, el viajero yanqui en Prisión perpetua (1988) de Piglia al que el joven Emilio Renzi le roba historias para convertirse en escritor. O en Bárbara Patterson, la mal hablada gabacha en Los detectives salvajes (1998) de Bolaño que llega al DF para estudiar la obra de Juan Rulfo y termina incorporándose al grupo de los real visceralistas. O en Paul Kamáck, el ingeniero norteamericano en Nadie me verá llora (1999) de Cristina Rivera Garza que termina esfumándose en el horizonte mexicano de modo parecido al del gringo viejo de Gringo viejo (1985) de Carlos Fuentes, uno de los muchos prototipos para estos personajes en la narrativa hispanoamericana actual.
El común denominador de todos los escritores, críticos, y personajes que he mencionado hasta aquí no son sus raíces ni su lugar de nacimiento sino su uso literario de un mismo idioma, el español. No hay que ser un defensor de la lengua castellana para entender que su fuerza, riqueza, y diversidad a nivel internacional es el factor que aglutina a varias corrientes literarias en varios continentes a día de hoy, entre ellas el New Latino Boom y la literatura gringa en español. En el último apartado de la introducción a Se habla español, Paz Soldán y Fuguet aventuran una hipótesis que de algún modo socava la etiqueta de «voces latinas» con la que organizan la misma antología: «quizás esta fusión que está ocurriendo no tiene tanto que ver con la raza o la geografía sino, en efecto, con el idioma». La percepción me parece potente, aunque yo matizaría diciendo que por supuesto que la raza y la geografía son elementos claves en la literatura en español en Estados Unidos, sólo que son elementos que se expresan mediante una lengua específica, como siempre pasa cuando se trata de literatura. Comencé este ensayo con la anécdota sobre el nacimiento de mi novela en un café de Hong Kong justamente porque creo que en esa escena se condensaban muchos de los elementos que nos atañen actualmente en los debates sobre la literatura en español en Estados Unidos: el desplazamiento geográfico, el bilingüismo y la hibridez lingüística, el legado cultural del colonialismo, las siempre peleadas políticas de la lengua. Al reflexionar sobre esa escena ahora, no puedo sino pensar que si fue el español y no el inglés que me salió en ese momento para escribir, era menos por una veleidad mía que por el cambio de fuerzas en la literatura global que estamos presenciando en tiempo real. Desde esta perspectiva, la decisión de escribir en mi segundo idioma no me hace ni más ni menos resistente, pero sí me hace partícipe en una tradición literaria que no deja de crecer.
Roque Dalton: pobrecito poeta que era yo
por Sergio Ramírez
En su cuento Apocalipsis de Solentiname, escrito en 1976, Julio Cortázar relata que al proyectar una noche en París las diapositivas de las fotos que ha tomado durante su viaje a Centroamérica, en lugar de los cuadros inocentes de colores encendidos de los pintores primitivistas de la comunidad de Ernesto Cardenal en Solentiname, cada vez que oprime el botón aparecen escenas imprevistas de la brutal represión que entonces reina en América Latina, cundida de dictaduras militares.
Y más imprevisto aún, entre esas imágenes de horror aparece Roque Dalton, «un muchacho flaco mirando hacia la izquierda donde un grupo confuso, cinco o seis muy juntos le apuntaban con fusiles y pistolas; el muchacho de cara larga y un mechón cayéndole en la frente morena los miraba, una mano alzada a medias, la otra a lo mejor en el bolsillo del pantalón, era como si les estuviera diciendo algo sin apuro, casi displicentemente, y aunque la foto era borrosa yo sentí y supe y vi que el muchacho era Roque Dalton, y entonces sí apreté el botón como si con eso pudiera salvarlo de la infamia de esa muerte…».
Roque Dalton (1935-1975), poeta y novelista, es el más importante escritor de El Salvador en el siglo veinte. Tenía fama de feo y se preciaba de ello, basta ver en las fotos su quijada pronunciada y su rostro que parece el de un boxeador castigado de manera inmisericorde en el cuadrilátero.
Un feo de gracia inagotable, e imaginación desbordada no sólo en sus libros sino en su vida, inventor leyendas que él mismo echaba a rodar como aquella de que sus tíos abuelos eran los célebres hermanos Bob, Bill, Grat y Emmett Dalton, que en los años dorados del far west formaban una banda de célebres malhechores, asaltantes de trenes y de bancos, cuyas cabezas habían sido puesta a precio en carteles pegados en todas las cantinas y garitos desde Kansas hasta Oklahoma.
Su fantasioso parentesco con los hermanos Dalton se inspiraba en el hecho de que su padre era un tal Winnal Dalton, un aventurero tejano dicen unos, un millonario dice otros, que por alguna razón recaló en El Salvador donde se enredó en amores con una enfermera llamada María García, a la que conoció porque le suturó las heridas resultantes de una pendencia con el millonario Benjamín Bloom, cuyo nombre lleva el hospital infantil de San Salvador. Winnal Dalton nunca quiso reconocer a Roque, que de todas maneras tomó su apellido.
Dos veces durante su vida de militante juvenil comunista cayó en manos de los sicarios de la casta militar, y las dos veces fue condenado a muerte. La primera vez en 1960 iban ya a matarlo cuando un golpe de estado depuso al coronel José María Lemus, presidente de turno, y la segunda vez en 1964, el propio día de Cristo Rey, ocurrió
Fuente: wikicommons
un terremoto en San Salvador que derrumbó las paredes de su celda de la Penitenciaría Central, y escapó entre la polvareda, sacudiéndose la cal y los cascajos.
Gabriela Mistral había bautizado a El Salvador como «el pulgarcito de América» por su exiguo tamaño. Roque tituló Historias prohibidas de Pulgarcito su libro de poesía que publicó en 1973, dos años antes de su asesinato. Allí aparece su celebrado Poema de Amor dedicado a los salvadoreños desarraigados y trashumantes, un sucedáneo del himno nacional y con mucha mejor letra:
…los eternos indocumentados, los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo, los primeros en sacar el cuchillo, los tristes más tristes del mundo, mis compatriotas, mis hermanos…
El Salvador tiene un poco más de 21 mil kilómetros de superficie, donde viven más de 6 millones de personas, a razón de 350 habitantes por kilómetro cuadrado, un verdadero hacinamiento que ha obligado, junto con la pobreza endémica, a la emigración hacia Estados Unidos de más de 3 millones de salvadoreños.
En los tiempos en que Roque se hizo poeta y se hizo comunista, Pulgarcito se hallaba dominado por catorce familias oligárquicas, un número mítico y a la vez simbólico, familias endogámicas dueñas de las plantaciones de café, de los bancos y de las industrias, que se hacían construir palacetes victorianos y en algunos casos castillos medievales con fosos donde reptaban caimanes verdaderos, mejor que perros guardianes. Para mayor comodidad habían delegado el poder político en los militares, algunos de ellos tan conspicuos como el general Maximiliano Hernández Martínez, un teósofo daba conferencias por radio acerca de los flujos magnéticos y la transmigración de las almas, y que no vaciló en ordenar en 1932 el ametrallamiento de 30.000 indígenas encerrados por el ejército en la plaza de Izalco, como ganado en un corral.
Bajo estas circunstancias, ser poeta y ser militante no era nada raro, como lo fueron todos los escritores salvadoreños de la generación de Roque surgida en los años cincuenta.
Cuando la lucha armada se desencadenó surgieron diversas fracciones guerrilleras que se disputaban entre ellas la primacía de la razón ideológica, y los juegos sectarios de las células que sostenían sus reuniones nocturnas en las instalaciones de la Universidad Nacional se volvieron letales cuando las armas de fuego sustituyeron a los mimeógrafos de imprimir volantes. Es así que Roque fue asesinado el sábado 10 de mayo de 1975,
«Roque Dalton (1935-1975), poeta y novelista, es el más importante escritor de El Salvador en el siglo veinte. Tenía fama de feo y se preciaba de ello, basta ver en las fotos su quijada pronunciada y su rostro que parece el de un boxeador castigado de manera inmisericorde en el cuadrilátero»
cuatro días antes de cumplir cuarenta años, no a manos de las fuerzas represivas de la dictadura militar de turno, sino de sus compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). La extraña acusación era que Roque actuaba como doble agente de los servicios secretos cubanos, y de la CIA.
Su memorable novela autobiográfica Pobrecito poeta que era yo, se publicó en Costa Rica bajo el sello de la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA) en 1976, un año después de su asesinato, con un texto al final de Julio Cortázar, Una muerte monstruosa.
La atmósfera de la novela es la de San Salvador de mediados del siglo veinte, y sus personajes los poetas que ensayan sus primera armas en la literatura y en la vida, entregadas a largas peroratas en los bares, pláticas de las que surgen como pompas de jabón las eternas preguntas sobre el dilema entre el arte y la vida, la acción revolucionaria y la indiferencia estética, los que se condenan y arden entre las llamas de la vida burguesa, y los que se salvan porque son capaces de abrazar la causa, conformidad o renuncia a la conformidad; y rodeando sus pláticas sin fin, entre café y ron, el paisaje del país congelado en su miseria, en la opresión secular, en su pobreza espiritual, en la mediocridad del poder, todo el discurso narrativo dividido en distintas estancias:
«Roque fue un escritor compuesto de varias partes, como un modelo para armar, entre ellas su parte de convicción en la necesidad de la lucha armada: “Cuando usted tenga el ejemplo de la primera revolución socialista hecha por la ‘vía pacífica’ le ruego que me llame por teléfono. Si no me encuentra en casa, me deja un recado urgente con mi hijo menor…”, dice en uno de sus epigramas»
El prólogo, titulado Los Blasfemos del bar del mediodía Álvaro y Arturo (un día común).
Roberto (conferencia de prensa).
Mario (la destrucción. Diario).
Un intermezzo: Apendicular (Documentos, opiniones, comentarios en off).
Y finalmente José (La luz del túnel)
Una novela experimental en todo sentido, que se aventura a explorar distintos espacios de lenguaje, empezando por el lenguaje oral, y que busca una estructura capaz de englobar la vida cotidiana de San Salvador y retratar un tiempo histórico dominado por los sueños y la incertidumbre.
Roque fue un escritor compuesto de varias partes, como un modelo para armar, entre ellas su parte de convicción en la necesidad de la lucha armada: «Cuando usted tenga el ejemplo de la primera revolución socialista hecha por la “vía pacífica»” le ruego que me llame por teléfono. Si no me encuentra en casa, me deja un recado urgente con mi hijo menor…», dice en uno de sus epigramas.
Su parte de ortodoxia, que lo llevó a escribir Un libro rojo para Lenin, mixtura entre poemas de acentos nerudianos, reflexiones teóricas y citas aleccionadoras del propio Lenin, en homenaje a cuyo centenario la Casa de América de Cuba publicó el libro en 1970, y que va dedicado, además, a Fidel Castro, «el primer leninista de América».
Tiene también su parte de iconoclasta irreverente, con lo que sacaba de quicio a los jerarcas de la línea soviética embalsamados en vida, como en Taberna y otros lugares, poemas escritos en Praga en 1966; en ese libro, sus epigramas llenos de gracia comparten páginas con un conversatorio delirante entre jóvenes parroquianos cosmopolitas de la taberna U Flekú, que siempre están hablando del marxismo con insolencia desfachatada, burlándose solapadamente de los más sagrados principios ideológicos mientras beben cerveza negra de barril y tratan de hacerse oír por encima de la música festiva
de las polcas; no pocos revolucionarios latinos entre ellos, porque era un tiempo en que para llegar a La Habana desde cualquier parte de América, había que hacerlo a través de Praga. Poemas como éste, por ejemplo, Sobre dolores de cabeza:
…Y es que el dolor de cabeza de los comunistas se supone histórico, es decir que no cede ante las tabletas analgésicas sino sólo ante la realización del Paraíso en la tierra.
Así es la cosa.
Un poeta con su parte etérea, mal dotado para imponerse entre los aprendices de brujo que reverenciaban al becerro de papel de los manuales marxista-leninistas. Y con su parte de padre de familia amoroso, casado muy joven, y con su parte de bohemio errante y mujeriego. Y un poeta, en fin, con su parte de ingenuo como para creer que servía para la lucha armada y por eso regresó en secreto a El Salvador donde lo esperaba su suerte disfrazada de espanto.
Roque volvió clandestino a San Salvador el 24 de diciembre de 1973. El poeta Alfonso Quijada Urías, compañero suyo de generación, dice que fue «el retorno de Gulliver» al país de los enanos. Ya vemos qué clase de hilos de plomo eran aquellos con los que lo ataron. Se trató de una fecha escogida seguramente adrede, porque en la víspera de Navidad la vigilancia policíaca se relaja, y lo hizo, por supuesto, con un pasaporte falso que le permitió pasar sin sobresaltos los trámites de migración en el aeropuerto internacional de Ilopango, sometido antes en La Habana a una cirugía cosmética por los mismos especialistas que cambiaron la fisionomía del Che Guevara cuando partió hacia Bolivia.
En los meses previos había recibido en Cuba entrenamiento militar. Cortázar recuerda que una noche fue testigo silencioso de una animada discusión entre Roque
y Fidel Castro sobre armas de guerra. «Una metralleta invisible pasaba de las manos del uno a las del otro…las diferencias entre el corpachón de Fidel y la figura esmirriada y flexible de Roque nos causaba un regocijo infinito».
Y entonces lo mataron. La trama de su asesinato parece sacada de las páginas de El señor de las moscas de William Golding. Lo declararon bajo arresto en una casa de seguridad del barrio Santa Anita de San Salvador, junto con el obrero Armando Arteaga, y ambos fueron sometidos a juicio sumario. El seudónimo de Arteaga era Pancho, el de Roque «tío Julio» porque los bisoños guerrilleros del ERP lo veían como un viejo.
En el juicio fueron exhibidas como pruebas capítulos y párrafos de libros de Roque, o poemas suyos, en los que los jueces guerrilleros veían sesgos evidentes de su traición, o de sus debilidades ideológicas pequeño burguesas. Hasta sus bromas fueron usadas como prueba, y se le señaló también «su irresponsable bohemia».
No se sabe si una vez dictada la sentencia de muerte el poeta y el obrero fueron ejecutados allí mismo en la casa del barrio Santa Anita, o los llevaron al Playón, un páramo de lava petrificada del volcán San Salvador en Quezaltepeque, al norte de la capital, donde los escuadrones de la muerte de la policía del régimen botaban cadáveres de prisioneros asesinados en las cárceles. Las versiones difieren según los nebulosos testigos que recuerdan a medias.
Otro asegura que le inyectaron un somnífero antes de dispararle a quemarropa, piedad o cobardía, con lo que Roque habría muerto mientras dormía, pero también existe la versión de que sus verdugos lo tomaron por sorpresa y uno de ellos le dio un tiro en la nuca, al estilo de las ejecuciones de prisioneros en las ergástulas de la KGB en la Unión Soviética, como en la novela Oscuridad a mediodía de Arthur Koestler.
Sus hijos, que se han empeñado en averiguar las circunstancias del crimen, creen que realmente los prisioneros fueron llevados a la colada de la lava del volcán, y tras ser asesinados, sus cuerpos fueron apresuradamente enterrados en una fosa de poca profundidad, atrayendo antes de que amaneciera a los animales carroñeros que empezaron a devorarlos.
En los días siguientes apareció en alguna pared de uno de los pasillos de la universidad un comunicado me-
canografiado, suscrito por el Estado Mayor del fantasmal Ejército Revolucionario del Pueblo y escrito en prosa perdularia, dando una justificación oficial al asesinato:
«El Ejército Revolucionario del Pueblo fue objeto de infiltración enemiga por medio del salvadoreño Roque Dalton, quien militó durante algún tiempo en nuestra organización revolucionaria y quien estaba colaborando con los aparatos secretos del enemigo. La labor traidora que realizó Roque Dalton en el seno de nuestra organización costó a nuestra organización y a nuestro pueblo la vida de dos de sus mejores combatientes Armando y Mauricio y el fracaso de algunas acciones militares revolucionarias. Roque Dalton fue detectado, capturado y fusilado por las fuerzas del E.R.P. Existen innumerables pruebas de su labor traidora en el seno de nuestra organización…».
Años más tarde, ya pasada la larga guerra de los años ochenta librada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), al que se integró el ERP, el crimen fue justificado con cínica frialdad como «un error político ideológico», algo así como un daño colateral.
Roque había escrito un poema que se llama Alta hora de la noche, un verdadero epitafio para su tumba desconocida:
…No pronuncies mi nombre cuando sepas que he muerto desde la oscura tierra vendría por tu voz.
No pronuncies mi nombre, no pronuncies mi nombre, Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre…
Fuente: wikicommons
Eloy, de Carlos Droguett. Una poética de la intensidad
por Carlos Franz
Hace un tiempo, conversando con un amigo que también es novelista, recordamos Eloy. Al hacerlo ambos caímos en una confusión reveladora. Mi amigo elogió este libro por tratarse, según dijo, de un estupendo flujo de conciencia joyceano sostenido a lo largo de casi doscientas páginas. Por mi parte yo, que todavía no releía esta novela, asentí muy convencido porque eso es lo que recordaba: un flujo o más bien, un aluvión de conciencia.
Ahora, tras releer Eloy en una nueva edición (Lastarria & de Mora, 2024), comprobé que ambos estábamos equivocados. Eloy es narrado por una tercera persona omnisciente que adopta el punto de vista del bandido protagonista empleando el estilo indirecto libre. En ocasiones, ese narrador omnisciente cede la palabra al criminal perseguido para que hable en primera persona o en segunda, e incluso deja que otros personajes se expresen de igual modo. Que mi amigo y yo lo recordáramos sólo como un monologo interior se debió, sin duda, a la naturalidad pasmosa con la que Droguett emplea esos recursos literarios sofisticados.
Cualquier novelista sabe lo difícil que es sostener un estilo indirecto libre, más aún si este trasmite un flujo de conciencia a menudo descoyuntado e incoherente, cercano a la escritura automática surrealista. Es una apuesta narrativa de mucha exigencia técnica. Como toda apuesta subida, ella exige un precio alto que Droguett paga sacrificando, hasta cierto punto, la inteligibilidad del argumento. Así, por ejemplo, el tiempo sicológico de la novela, que gira en círculos espirales, funciona muy bien ligando el presente de esa última noche del bandido con los raccontos intercalados. Sufrimos con sus angustias retrospectivas que agravan su confusión actual. Pero esta confusión se extiende al tiempo cronológico dificultando que este último actúe como medio de contraste y orientación del lector.
La estructura de Eloy evoca un cuadro cubista. El montaje narrativo opera mediante quiebres bruscos que en lugar de fundir o traslapar las escenas las entrechocan. Este montaje forma un objeto literario poliédrico que, sin embargo, no es abstracto, sino que resulta sumamente atmosférico y sensorial gracias a la admirable prosa de Droguett. No obstante, el autor paga esos lujos verbales incurriendo en reiteraciones que, a veces, atascan la máquina narrativa.
Asumo que Droguett sabía que sacrificaba la narratividad en el altar de su prosa brillante y exaltada. Es más, creo que propiciaba esa inmolación y la gozaba. Sospecho que ese sacrificio aliviaba la tensión neurótica entre el periodista, el novelista y el poeta. La huida de Eloy es también una escapatoria de Droguett. En esta y en otras novelas Droguett huye de las pretensiones objetivas de la crónica periodística, deja atrás la llanura de las novelas narrativas convencionales y se pierde en el bosque de la subjetividad poética.
Se ha dicho mucho que las obras de Droguett respiran por la herida de una rabia doliente. En las primeras líneas de 60 muertos en la escalera (1953), en lo que podría interpretarse como un Arte poética, escribió: «recordemos mucho,
demasiado, rabiosamente, antes de olvidar un poco». Además, por propia confesión sabemos que Droguett se puso bajo el ala airada de Dostoievsky, el de Crimen y castigo y el de Memorias del subsuelo. Por mi parte, en su prosa y temperamento atisbo una afinidad con el novelista más rabioso y torrencial entre los europeos de su época: Céline. Droguett podría ser un Céline chileno, sin el argot. Además de motivación y tema, su rabia es una perspectiva estética.
Digresión: otros tendrán que estudiar, y quizás ya lo han hecho, la inquietante frecuencia de la rabia como móvil en la literatura chilena. Droguett es de la estirpe del poeta iracundo Pablo de Rokha. Lafourcade, su enemigo, también fue, a menudo, un furibundo. Wacquez y Oses han rabiado con estilo. Una ira similar reaparece en algunos narradores chilenos más jóvenes, como Leonart, Bisama, o Labatut. Bolaño sería el representante máximo de esa «escuela chilena» que emplea la rabia como palanca para precipitar la imaginación.
Droguett cristaliza su rabia en una poética de la intensidad. La palabra odio asoma unas 45 veces en Eloy. Es casi exactamente la misma frecuencia de la palabra amor. Parece un equilibrio, pero no. En Eloy el amor es un «compadre» del odio: «…tan cercano el amor al odio, son vecinos y compadres, viven juntos y se salpican y se comunican, […] están ahí, uno al lado del otro, sufragándose y alimentándose de una misma gente, devoradores industriosos de carne humana el amor y el odio…» (p. 117).
Ese odio, esa rabia, intensifican la expresión verbal, pero también estrechan la visión de mundo que ofrece el texto. El amor y el odio igualados no se distinguen bien entre sí.
Droguett sacrifica la precisión narrativa –no hablo de la precisión del lenguaje, que es otra cosa– en aras de una intensidad siempre acrecentada. Esta intensificación continua es su aliada y su enemiga. En esa búsqueda descubre sus imágenes poéticas más luminosas, pero también esa intensidad genera proliferaciones que lo obligan a reescribir.
Droguett escribía y terminaba sus libros muy rápido. Quizás por eso después debía corregir mucho sus textos. La mayor parte de los escritores corrigen sus obras desbastándolas, eliminando lo que sobra. Para Droguett la corrección se transformaba, irresistiblemente, en ampliaciones e intensificaciones que enseguida exigían nuevas correcciones que devenían en más intensificaciones y así ad infinitum
Droguett corrigió Eloy incansablemente después de su publicación original (Seix Barral, 1960). La versión definitiva, que ahora aparece, amplía ese texto primitivo casi en un tercio. La mayor parte de esas ampliaciones intensifica el texto agregando descripción y adjetivos. En un sólo párrafo de la página 20 el autor añadió los siguientes epítetos: bárbaramente, deseados, radiosos, puro y leal (odio); un cuerpo que era «pobre», se transformó en un cuerpo «miserable»; una mujer que aguardaba durante semanas esperando que su viejo se moviera «un poco», ahora se pasa «las semanas y los meses esperando que el viejo se moviera por fin un trecho por el mundo».
«Debo haber sido enorme y peligroso galopando por estos campos», decía Eloy en la versión original (p. 158). En la versión definitiva esa autoimagen exaltada crece aún más: «Debo haber sido fabuloso y peligroso…». (p. 163). Lo que ya era enorme se vuelve algo aún mayor y más impreciso: fabuloso.
Droguett no corregía sus textos para precisar el relato, sino para intensificarlo. En este orgulloso ejercicio de cargar y recargar las tintas fue fiel al arte poética de Pablo de Rokha: «Todo este arte está fundado en las exageraciones. […] Veo a muchos nombres jóvenes […] asesinarse en sus posibilidades de grandeza debido a un exceso: el exceso de gusto, de medida, de cuidado». De Rokha predicaba un exceso contrario, la exageración. Y Droguett lo siguió por ese camino.
Como otras estéticas del exceso la poética de la intensidad de Droguett se embriaga con su propia exaltación. El artista exagerado busca un santo grial: la grandeza. Su riesgo da la medida de su valentía, pues sabe que la exaltación puede conducir a la extenuación del lector.
William Faulkner, cuyas ambiciones y oscuridades poéticas influenciaron las de Droguett, aseguró que a los escritores «hay que juzgarnos en la medida de nuestro espléndido fracaso en la realización de lo imposible». («I rate us on the basis of our splendid failure to do the impossible»).
Eloy apunta su carabina muy alto y le dispara al cielo varias veces. El suyo, como el de Droguett, es un fracaso en la realización de lo imposible. Un espléndido fracaso de esos que sólo alcanzan los mejores escritores.
[Una versión más extensa de este texto fue leída en una presentación de la nueva edición de Eloy, realizada en la Universidad Complutense de Madrid, en septiembre de 2024]
Cuéntame tu vida
por María Negroni
Ya conocemos a Anne Carson. Sabemos de su destreza para descomponer el color, para acentuarlo, para ir hacia el trazo inconcluso, superponer una historia a otra historia, de preferencia una historia proveniente del mundo clásico. Sabemos de su predilección por las cajas que encierran libros que son sepulcros, como NOX. De su talento para derogar fronteras de todo tipo incluidas, sobre todo, las que separan los géneros literarios y así permitir que el ensayo se contamine de poesía, la poesía de narración, y la narración de poesía o ensayo.
Su primer libro se llamó Charlas breves. En él, como no podía ser de otro modo, ya está todo anunciado: la desconfianza ante la norma, el impulso de saltar al vacío sin ninguna red, casi sin palabras, sin imágenes, sin más fin que el de quedarse con la ausencia en las manos.
El texto «Eras de Yves Klein», publicado en forma de separata, esta vez en una caja azul de plástico flexible llamada FLOAT, reincide en estos procedimientos y, si cabe, los agudiza.
Se trata a simple vista de un inventario de 79 frases breves (todas comienzan con el sintagma «La era de…») que registran hechos, momentos, en la vida de ese artista emblemático del siglo XX que fue Yves Klein.
Y, sin embargo, estamos lejos de una intención biográfica. A Carson le interesa otra cosa. Se diría que pone toda su batería de recursos al servicio de un desmoronamiento. (Lo que se desmorona es el género «biografía»).
Las pistas falsas, el humor que siempre trabaja como un ácido, la mezcla incongruente de informaciones «serias» y datos «banales», genera en la lectura el convencimiento último de lo absurdo de cualquier vida humana.
La parodia es siempre un esfuerzo desesperado y desesperante por impedir cualquier intento estabilizador, cualquier petrificación, priorizando lo deshilachado, incluso lo contradictorio, los puntos que no se conectan, acaso porque lo único que interesa es la muerte, la muerte que se borra a sí misma a medida que se escribe.
Nada sublime, ni siquiera admirable, queda en pie.
Se diría que Carson ha intervenido un retrato de artista para caricaturizarlo o más bien, para desacralizar lo que aún pudiera quedar del aura que ha protegido durante tanto tiempo a la institución del arte.
No niego que por momentos aflore la honda vulnerabilidad del artista o que se nos lo muestre en su cariz más entrañable («La era de eludir las problemáticas del arte, la de domesticar al astuto ego, la de la insana necesidad de ser admirado, la era de las múltiples voces que zumban en el interior de uno, la era de hacer un mito de sí mismo»).
Pero ni siquiera en esos momentos de aparente conciencia, el efecto se modifica, porque de inmediato el tono sarcástico vuelve para corroer cualquier buena intención
(«La era de las inyecciones de calcio y las anfetaminas, la era de escribir con la mano izquierda, la de solicitar el ingreso al instituto Kodokan de judo, la de ser consentido por la tía Rosa o la de casarse con la novia.»)
Hacemos listas, escribió Roberto Calasso, porque no queremos morir. También Anne Carson hilvana aquí una lista. Una lista incongruente, como todas las listas, donde cada enunciación completa y desmiente a la anterior. Su método es certero: una figura deforme y acaso más real por eso, nos muestra «su máscara satánica que ríe». El retrato podría haberlo pintado Francis Bacon.
Eras of Yves Klein
The Era of Having Famous Painter Parents
The Era of Bypassing the Problematics of Art
The Era of Learning to Write with Left Hand
The Era of the Irish Journal
The Era of Doing Rosicrucian Exercises Every Night After Supper and Mailing Them to California The Next Day
The Era of Taming the Cunning Ego
The Era of Transfiguring the Physical Body Atom by Atom Into a Creature Able to Float At Ease Through Silken Space
The Era of Adopting a Satanic Laugh Mask
The Era of Many Voices Humming in One’s Innermost
The Era of Applying to the Kodokan Institute of Judo
The Era of Calcium Injections and Amphetamines
The Era of the Fourth Black Belt (Bluff Arranged by Aunt Rose)
The Era of Being Spoiled by Aunt Rose
The Era of the Insane Need to be Admired
The Era of Covering Up Rosicrucian Beliefs with the Vocabulary of Phenomenology So As Not To Be Ridiculed by Paris Intelligentsia
The Era of the Deciding That Line Is Jealous Of Colour Line Is A Tourist In Space
The Era of the Blue Obsession
The Era of Making a Myth of Oneself
The Era of Patenting International Klein Blue (henceforth IKB)
The Era of the End of Gravity and Beginning of Levitation
The Era of One-Minute Fire Paintings
The Era of Distinguishing Common Gold from the Gold of the Philosophers
The Era of Being Flattered by Camus
The Era of Drinking the Cocktails of the Void and Urinating Blue for a Week
The Era of Being Not Really Free in This World
The Era of Realizing Rosicrucianism Is A Waste of Time and Switching to Bachelard
The Era of Pricking Up One’s Ears at the Door of the Devouring Sky
The Era of Deciding What To Do About Fire Seize It Or Throw Oneself In
The Era of the Tragical Technique with Girls
The Era of the Huge Sponge Reliefs
The Era of No One Knowing the Dangers of Synthetic Resins or of Working Twelve Hours a Day Without a Mask
The Era of Travelling to Cascia and Leaving Four Gold Ingots for Saint Rita
The Era of Writing Letters to Eisenhower and Kruschev Announcing the End of the Government of France
The Era of Proposing Plans for a City Built of Compressed Air Currents
The Era of Asking Aunt Rose for a Citroën
The Era of Filling Pages of One’s Notebook with the Word “Humility”
The Era of Ego Clashes with One’s Friends
The Era of Realizing That One’s Myth Has to Be Carried All The Way (Sacrifice)
The Era of Having None of the Qualities Expected in a Painter of Monochromes Like Quietude or Balance
The Era of Feeling One’s Inner World Contract to a Single Texture
The Era of Removing All One’s Works from the Gallery and Informing Buyers That Henceforth the Paintings Are Immaterial (But May Be Purchased With a Material Cheque)
The Era of Standing on the Bank of the Seine Selling Tickets To The Other Side Of The Sky in Return for a Quantity of Gold Which is Thrown Straight Into the River
The Era of Speaking of One’s “System” and “Prophetic Basis” to Fewer and Fewer People
The Era of Meeting Bachelard Being Judged Crazy and Being Asked to Leave his Apartment
The Era of Giving a Lecture at the Sorbonne On The Evolution of Art Towards the Immaterial and Proposing to Reclimatize All of France
The Era of the Works Called Monogold
The Era of the Voyeur Who With a Wave of the Hand Directs Naked Girls to Smear Themselves with Blue Paint and Press Against Sheets of Paper While He Maintains a Clean Distance
The Era of Putting a Canvas Out in the Rain
The Era (cont’d) of Asking Aunt Rose for Money
The Era of Abandoning Judo
The Era of Losing Inner Balance
The Era of Being Considered Paranoid by One’s Friends
The Era of Return To That Old Dream of Flying
The Era of the Famous Photograph (Leaping Out A Second Story Window) That Shows A Montage Line Along the Ledge Beneath One’s Feet
The Era of No One Believing One’s Leap
The Era of Staging a Second Leap with Nets and Photographers and a Dozen Judokas To Catch One
The Era of Not Realizing How Poignant One Is With One’s Falsity and Longings
The Era of Dimanche The Newspaper of a Single Day¡ A Fake Distributed To Paris Newsstands One Sunday Morning and Filled with Texts Written on Sleepless Nights to Avoid Being Torn Apart by Despair
The Era of Fire Walls and Fire Fountains and Painting with Fire
The Era of Needing More and More of a Crowd Around One Friends Girls Servants
The Era of (at last!) An Exhibition in New York (Castelli 1961) Coinciding With the First Manned Space Flight
The Era of Scathing Reviews in New York
The Era of Decking a New York Art Critic with Judo Blows
The Era of Shooting Sharks in San Francisco Bay With a Rifle
The Era of Giving Up Paint and Working with Sweat or Blood of the Models Menstrual Blood Being Most Powerful
The Era of A Young Klein Imitator in Japan Leaping Out a Window To His Death
The Era of Deciding Blood Imprints Are Diabolical and Burning Them
The Era of Marrying One’s Girlfriend
The Era of Allowing an Italian Director to Make a Film of One’s Life and Work Which the Director Turns into a Grotesque Comedy (Mondo Cane) and Exhibits at Cannes
The Era (cont’d) of Terrible Tantrums and White Face
The Era of Sudden Pain in the Heart
The Era of Paying All One’s Bills Answering All One’s Letters and Choosing A Name For One’s Unborn Son
The Era of Suddenly Changing Art Dealers
The Era of a Mysterious Knock on the Door at 3 AM
The Era of the Decision to Make Only Immaterial Works from Now On
The Era of the Heart Attack in Late Afternoon
The Era of One’s Friends’ Suspicion That One Had Arranged to Vanish Not Actually Died
The Era of Being Eulogized by People Who All Quote Mallarmé
The Era of Various Views On What One Would Have Done Had One Lived Longer
La era de tener padres pintores famosos
La era de eludir las problemáticas del arte
La era de aprender a escribir con la mano izquierda
La era del diario irlandés
La era de hacer ejercicios rosacruces todas las noches después de cenar y enviarlos por correo a California al día siguiente
La era de domesticar al astuto ego
La era de transfigurar el cuerpo físico átomo por átomo en una criatura capaz de flotar a sus anchas en el espacio de seda
La era de adoptar una máscara satánica que ríe
La era de múltiples voces que zumban en el interior de uno
La era de solicitar ingreso al Instituto Kodokan de Judo
La era de las inyecciones de calcio y las anfetaminas
La era del cuarto cinturón negro (bluff con arreglos de la tía Rosa)
La era de ser consentido por la tía Rosa
La era de la insana necesidad de ser admirado
La era de encubrir las creencias rosacruces con el vocabulario de la fenomenología para no ser ridiculizado por la intelligentsia parisina
La era de decidir que la línea es celosa del color la línea es un turista en el espacio
La era de la obsesión azul
La era de hacer un mito de uno mismo
La era de patentar el internacional azul Klein (en adelante IKB)
La era del fin de la gravedad y del comienzo de la levitación
Las eras de Yves Klein
La era de las pinturas de fuego de un minuto
La era de distinguir el oro común del oro de los filósofos
La era de ser adulado por Camus
La era de beber cócteles de vacío y orinar azul por una semana
La era de no ser realmente libre en este mundo
La era de darse cuenta de que el rosacrucismo es una pérdida de tiempo y pasarse a Bachelard
La era de aguzar los oídos en la puerta del cielo devorador
La era de decidir qué hacer con el fuego: robarlo o arrojarse dentro
La era de la técnica trágica con las chicas
La era de los enormes relieves esponjosos
La era de ignorar los peligros de las resinas sintéticas o de trabajar doce horas al día sin mascarilla
La era de viajar a Cascia y dejarle cuatro lingotes de oro a Santa Rita
La era de escribir cartas a Eisenhower y Kruschev anunciando el fin del gobierno de Francia
La era de proponer planes para una ciudad construida con corrientes de aire comprimido
La era de pedirle un Citroën a la tía Rosa
La era de llenar las páginas de nuestro cuaderno con la palabra humildad
La era de los choques del ego con los amigos
La era de comprender que el propio mito debe ser llevado hasta el final (sacrificio)
La era de no tener ninguna de las cualidades que se esperan de un pintor de monocromos como quietud o equilibrio
La era de sentir que el mundo interior se limita a una sola textura
La era de retirar todas las obras de la galería e informar a los compradores que de ahora en adelante los cuadros serán inmateriales (pero pueden comprarse con un cheque material)
La era de pararse a la orilla del Sena vendiendo entradas para El Otro Lado Del Cielo a cambio de una cantidad de oro que se arrojará directamente al río
La era de hablar del propio “sistema” y “sustento profético” a menos y menos personas
La era de conocer a Bachelard cuando lo declaran loco y de ser invitado a abandonar su departamento
La era de dar una conferencia en la Sorbona sobre la evolución del arte hacia lo inmaterial y de proponer la reclimatización de toda Francia
La era de las obras llamadas Monocromos Dorados
La era del voyeur que con un gesto de la mano ordena a chicas desnudas que se embadurnen con pintura azul y se presionen contra hojas de papel mientras él mantiene una distancia prudencial
La era del lienzo bajo la lluvia
La era (ininterrumpida) de pedir dinero a la tía Rosa
La era de abandonar el judo
La era de perder el equilibrio interior
La era de ser considerado paranoico por los amigos
La era de volver al viejo sueño de volar
La era de la famosa fotografía (saltando desde la ventana de un segundo piso) que muestra una línea de montaje a lo largo de la cornisa bajo los pies
La era del descrédito general de ese salto
La era de organizar un segundo salto con redes, fotógrafos y una docena de judokas que te atrapen
La era de no darse cuenta de lo conmovedor que es uno con su falsedad y sus anhelos
La era de Dimanche periódico de un solo día falso diario distribuido en los kioscos de París un domingo por la mañana y lleno de textos escritos en noches de insomnio para evitar ser destruido por la angustia
La era de los muros de fuego las fuentes de fuego y pintar con fuego
La era de necesitar más y más de una multitud alrededor amigos chicas sirvientes
La era de (¡por fin!) una exposición en Nueva York (Castelli 1961) coincidiendo con el primer vuelo espacial tripulado
La era de las críticas demoledoras en Nueva York
La era de los golpes de judo a un crítico de arte neoyorquino
La era de disparar a tiburones con un rifle en la bahía de San Francisco
La era de renunciar a la pintura y trabajar con el sudor o la sangre de las modelos
la sangre menstrual es la más poderosa
La era de un joven imitador de Klein en Japón que salta por una ventana y muere
La era de considerar las huellas de sangre diabólicas y quemarlas
La era de casarse con la novia
La era de permitir que un director italiano haga una película sobre la vida y obra de uno que el director convierte en una comedia grotesca (Mondo Cane) y la exhibe en Cannes
La era (ininterrumpida) de los berrinches terribles y la cara blanca
La era del dolor repentino en el corazón
La era de pagar todas las facturas contestar todas las cartas y elegir un nombre para el hijo no nacido
La era del cambio repentino de marchants
La era de una misteriosa llamada a la puerta a las 3 de la madrugada
La era de la decisión de hacer sólo obras inmateriales a partir de ahora
La era del infarto al atardecer
La era de la sospecha de los amigos de que uno ha planeado desaparecer y no ha muerto en realidad
La era de los elogios de gente que cita a Mallarmé
La era de las conjeturas sobre lo que uno habría hecho si hubiera vivido más tiempo
Traducción María Negroni – Federico Barea
Bibli
Después de todo
Martín Caparrós
Antes que nada
Random House
660 páginas
Lógica paradójica: a la hora de la más auténtica verdad, sólo se puede hacer memoria deshaciendo el pasado. Ese pasado que —según William Faulkner— ni siquiera es pasado porque nunca pasa, porque no deja de pasar, porque está pasando todo el tiempo y todos los tiempos. Así, el pasado es cada vez más grande y ancho y largo mientras que el efímero presente es instantáneamente asimilado por lo que ya fue y el futuro nunca pasa porque nunca llega. Pensaba en ello este pasado agosto releyendo la autobiografía como flâneur dublinés La alquimia
del tiempo de John Banville (donde se postula el que no recordamos sino que inventamos; y que así en verdad imaginamos el pasado porque, al vivir una determinada experiencia no hacemos otra cosa que crear un inexacto «modelo» que es lo que finalmente implantamos en nuestras memorias); el Quemar los días de James Salter (volumen al que Salter insistió en no definirlo como memoir total sino como selectiva recollection ); y el ensayo Then, Again: The Art of Time in Memoir de Sven Birkerts —también autor de un manual de instrucciones para la mejor comprensión/admiración del Habla, memoria de Vladimir Nabokov, acaso tótem/monolito insuperable del género— donde, de entrada, se postula: «La memoria comienza no con el evento a recordar en sí sino con la intuición de un posible significado del mismo: con el hecho misterioso de que la vida a veces puede liberarse más allá del caos de la continencia y convertirse en historia». Y por historia , claro, Birkerts se refiere, por encima de todo, a algo digno de ser contado, historiado.
Y releía todo esto al costado de algo que leía por primera vez -y que no sólo no desentonaba en calidad y temática y arte y talento con lo anterior de los antes mencionados- sino que, además, me permitía y obligaba a volver a hacerme una pregunta que ya me había hecho tantas veces. Y la pregunta era y es y seguramente será esta: ¿cómo harán para recordar, cómo recordarán, aquellos que no son escritores? Es decir: cómo organizar y volver interesante a todo ese magma pretérito y omnipresente si no se cuenta — por gaje del oficio o (de)formación profesional— con una vocación y un ansia de narrar, de narrarse. Misterio insondable para mí... Y, quién sabe, tal vez todos esos -evocando
al azar, sin orden ni ritmo, sin pensar en cómo se escribiría- sean más afortunados que uno y que tantos. Esos que escriben casi automáticamente obligados a descubrir —o creer que se descubre mientras se inventa— la trama en el tapiz en el que se han bordado los cuentos que acabarán tejiendo la novela de toda una vida.
Y lo que leía por primera vez -en presente y junto a lo anterior, que traía desde el pasado- fue todo por lo que pasó y pasa Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) en su Antes que nada. Libro a arrimar no sólo a los ya citados más arriba sino, también, al Stop-Time de Frank Conroy o el A consciencia de John Updike o el Desventuras de un fanático del deporte de Fred Exley. Un/otro título modélico a la vez que singular y único en lo suyo. Exacta y más que honesta autobiografía (que no aspira a lo total y a la exactitud y comprobación irrebatible de las biografías a cargo de segundo y terceros asumiendo a su tipo/tema como muñeco ventrílocuo), memoir y no memoir, journal nómade más que diario sedentario y, por último y no en último lugar: obra maestra en su especial especie. Aquí, el tránsito más que movido de una existencia luminosa (en más de un momento encandiladora) ensombrecida por el retorcido twist que se perdonaría a una ficción pero que se hace insoportable a este lado del asunto: una actual enfermedad inmovilizante que no pregunta antes y por lo que no tiene respuesta y que —paradójica lógica de nuevo— es la que funciona como movilizador disparador de todo. De un libro presentándose, una y otra vez, en segmentos/interludios acompañando a fragmentos/ interludios de muertes que no fueron pero que preanuncian el debut/ despedida de la muerte a estrenar por primera y última vez.
Y la primera de estas variaciones sobre el aria mortal versa y acontece en 1963 y nos muestra y demuestra al pequeño Caparrós de seis años en el asiento trasero de un auto ignorando todo lo que se sucede al otro lado de la ventanilla con vistas a lo porteño y lluvioso pero muy concentrado en lo que sucede en la cálida Malasia de Sandokán & Co. De pronto, accidente y todo gira y todos gritan y al niño Martín —¿mecanismo de defensa?— lo único que le preocupa es no perder el hilo ni extraviar la oración y página de lo que le cuenta Salgari. Todos sobreviven y salen como pueden de los hierros retorcidos del coche y se abrazan y lloran y ahí está ese libro volador, aterrizado en el barro, y en cuya portada se lee el título A la conquista de un imperio. Y, claro, nada es casual y todo —como postulaba E. M. Forster— consiste en el «only connect» prosa y pasión- encuentra un sentido y dirección si se es escritor. Y es justo ahí y entonces, cuando Caparrós zarpa a la conquista de su propio imperio: «Había empezado a leer y leía, leía sin parar. Creo que todo lo demás, en esos días, era contingente, casi una molestia. Tenía cinco o seis años. Entonces sí, leer era estar en otra parte, ser otro, vivir vidas lejanas. En esos días, cuando leía las aventuras de Sandokán en la Malasia me subía a esos veleros frágiles, peleaba contra maharajás que cabalgaban elefantes, comía perro en fondas de Malaca. Leer era vivir, entonces. De esa mañana saqué un mito: mi iniciación a la lectura, mi opción por la lectura. Si leer te distrae tan cerca de la muerte, pensé mucho después, leer vale la pena. Ahora, cerca, escribo».
Ahí y entonces y ahora, Caparrós descubre/redescubre varias cosas: la letra como esperanto existencial, la idea del extranjero como verda -
«Así, leerlas temblando —gran mérito: leyéndolas se siente una gran y muy reflexiva tristeza pero jamás esas minúsculas y automáticas penitas— por la suerte de su autor y por la suerte de que las haya escrito y que se sumen a la obra y vida de quien siempre se supo “un privilegiado”»
dera e ilimitada patria y consciencia de que a partir de entonces, sobreviviente, ya tiene algo digno de ser contado. Algo que —se comprende, feliz a la vez que conmovido, a las pocas páginas— su lector también experimentará: centrifugado como en un coche que da vueltas sobre sí mismo y ante el ocurrente y constante frenesí de una vida envidiable que no se tiene ni se tendrá pero que, sí, se puede compartir y gozar y sufrir leyéndola.
Y el título de este libro conquistador e imperial (para el que su autor alguna vez sopesó la opción/ alternativa, por consolador a la vez que un tanto mentiroso por todos los motivos correctos, de Ya pasó ) es, a su vez, una más que atendible advertencia. Así,
Antes que nada : Caparrós leyéndose y escribiéndose —en esa habladora y memoriosa y nabokoviana «breve grieta de luz entre dos inmensidades»— desde algún lado entre lo que pasó y lo que dejará de pasar: esa «nada» que aspira a un más auto-judicial que auto-ficcional «nada más que la verdad» entendiendo a la verdad como, Nabokov redux, un «montaje sistemático de
recuerdos personales» y el «seguimiento de tramas temáticas».
¿Y qué es lo que monta y recuerda Caparrós en Antes que nada? De nuevo: no sólo la puesta en marcha de una vocación sino su ejemplar mantenimiento y los beneficios y complicaciones de la acumulación de kilómetros y millas a veces por decisión propia y meditada y a veces apenas con tiempo para razonarla porque —como en las aventuras de aquellos tigrecillos malasios— los acontecimientos siempre se precipitan. Precipitación que no impide ahora la reposada contemplación de lo que rodea y acorrala ya desde la juventud estudiantil y militante hasta las malinterpretadas maduras implicaciones en pos de un mundo menos inmundo. Entre uno y otro extremo, después, todo ese antes : la persona y el personaje; la historia y la histeria, las idas y vueltas, los desatinos y los destinos (con Argentina y España y Francia como mosqueteril trío al que siempre se vuelve porque, como D’Artagnan; Caparrós nunca abandona del todo para uno y uno para todo); el fútbol y lo poco deportivo, los familiares y los conocidos (con más
«La respuesta: una vida es este libro. Una vida que se lee como alguna vez se leyó a Salgari: como a una aventura que obliga (incluso a aquellos que conocen más o menos de cerca a su “héroe”) a preguntarse constantemente un expectante “¿Qué pasará después?” No creo que haya elogio mayor para una memoir o journal o recollection o autobiografía. O autohistoria»
de un nombre propio en actitud un tanto impropia); los periódicos y las revistas y la radio y la televisión; los premios públicos y los castigos íntimos; el mundo famélico y el cuerpo sediento; el amor y el sexo (y el amor sexual y el sexo amoroso); el padre y el hijo; los sueños y los insomnios; la vida literaria y las muertes literales; los primeros dichos y las últimas palabras. Y, claro, la génesis de sus greatest hits ( Larga distancia, La voluntad, El interior, El hambre, Ñamérica ) así como de sus apoteósicos apocalipsis (ese La historia al que Caparrós entiende como aquel en el que «hay más literatura que en la gran mayoría de los libros que se publican en estos tiempos –todos juntos. Por supuesto, no la ha leído casi nadie» y que, previa apuesta con sus editores, de tanto en tanto consigue reeditar a cambio de otro éxito de ventas). Y una y otra vez, razonando acerca de las dos caras de su moneda profesional: la inimaginable no-ficción y la imaginativa ficción —¿cuál es Jekyll, cuál es Hyde?— cuyos rasgos se funden: «Me pasé tantos años diciendo que no había diferencia entre escribir ficción y no ficción para decir que no encaraba distinto la prosa de una y otra, que no era más ambicioso o disruptivo cuando escribía novelas que crónicas, que
a menudo desarmaba y rearmaba más mi estilo en una historia real que en alguna ‘inventada’. Hasta que, hace no mucho, me di cuenta de que decía una tontería: hay una diferencia radical entre escribir ficción y no ficción; para mí, por lo menos. Cuando escribo una crónica, una parte importante del trabajo sucede en el campo: el lugar, las personas, el tema del que estoy escribiendo. En esas situaciones, en ese paso previo se me va armando la escritura, tomo notas que a menudo son párrafos o páginas y cuando llego a la computadora lo que tengo que hacer es ordenarlas, completarlas y editarlas: buena parte del trabajo ya fue hecho. En cambio cuando escribo una novela me siento en esta misma silla y tengo, si acaso, un par de ideas, pero todo el trabajo de composición y de escritura se hace aquí, aquí la invento, aquí la escribo. En un caso el escritorio aporta la terminación; en el otro, todo o casi todo. Es muy distinto estar aquí sabiendo qué debo hacer, haciendo artesanía, que sentarme a ver qué se me ocurre, a ver qué sale. En ese aspecto la diferencia es absoluta. Y me pregunto, de tanto en tanto, cuando he agotado mis temas de conversación, si soy un buen escritor. No me lo pregunto tanto porque sé que no tengo
respuesta: todo está en saber con quién me comparo, con qué ambición me mido. Yo sé que escribo mejor que miles y miles. El problema no es ese: lo es, si acaso, esas docenas que lo hacen mejor».
La solución (o si se quiere el consuelo) a ese problema, pienso, es que nadie salvo Caparrós podría escribir —sea este lo que sea— un libro como Antes que nada y en cuyo soundtrack (que lo tiene) cabría añadirse un remix/remasterizado de aquel himno de Violeta Parra retitulándolo como «Muchísimas gracias a la vida». Enfrentado a sí mismo, Caparrós propone y dispone de un sabio modus operandi para operarse y extirparse/trasplantarse/injertarse a sí mismo que explica así: «¿Unas memorias deberían ser el intento de recordar todo lo que uno ha tratado de olvidar a lo largo de su vida? ¿O, en cambio, la tentativa de juntar todo lo que uno había jurado recordar? ¿O una sabia mezcla de ambos elementos? ¿Y, en tal caso, cómo se mide la sabiduría de las proporciones? (...) Así que en algún momento pensé que quizá valiera la pena construir unas memorias a la manera crónica: reporteando, entrevistando a personas — parientes, amigos, enemigos, viejos conocidos— que pudieran contarme historias de mi vida, y trabajar
con eso, amalgamarlo en un relato. Entonces recordé la cantidad de veces que he escuchado a personas contando situaciones que me involucraban y que no recordaba en absoluto; cuántas, incluso, que sabía que no podían ser ciertas. Así que no. No digo que mis recuerdos sean precisos; digo que son míos, y que cada cual se arma los recuerdos que quiere. Eso es, supongo, una memoria, e incluso unas memorias. Y, de todos modos, no sé para qué sirven. A veces creo que para crear un relato tolerable, amable de uno mismo, para creer que uno ha sido en el pasado lo que no consigue ser en el presente, lo que no puede proyectar en el futuro. A veces me resulta difícil no creer que es puro narcisismo trasnochado, perdida la esperanza. Y no querría y me digo que no es mi caso –aunque es probable que lo sea. Pero me digo que lo que quiero es dejar un boceto del mundo donde estuve; es verdad y es, por supuesto, mentira cochina: no estoy haciendo una historia de la humanidad en las últimas décadas, estoy usando esa historia para ponerme en el medio de la escena y contarme como si importara. Aceptarán —supongo, aceptarán— que a mí pueda importarme; hablarles –como lo estoy haciendo— a “ustedes” es otra forma de desmentir lo que acabo de decir o de decirles. Para eso, también, sirven las memorias. Pero escribir unas memorias es como inocularte –con perdón–un virus autoinmune: cuanto más te metés en ellas más te parece que tiene sentido hacerlas, este no-tema se constituye más y más en tema –no temas, anatema». Sin que esto, de nuevo, implique desentenderse de El Tema que surca todo el libro y que aporta tramos que van de la ferocidad al candor, de la calidez al escalofrío, con todo el cerebro y de todo co -
razón: el presente viaje de una enfermedad por el propio cuerpo, por aquello que aqueja y de lo que Caparrós se queja con un ejemplar y casi épico estoicismo y una prosa magnífica rebosante de hallazgos ante la pérdida que convierte a Antes que nada en uno de los libros más subrayables primero y citables después de los que yo tenga memoria (y de ahí la disculpable/ agradecible profusión de encomillados en esta reseña, pienso). Así, leerlas temblando —gran mérito: leyéndolas se siente una gran y muy reflexiva tristeza pero jamás esas minúsculas y automáticas penitas— por la suerte de su autor y por la suerte de que las haya escrito y que se sumen a la obra y vida de quien siempre se supo «un privilegiado. Ahora dejé de serlo, pero eso no lo vuelve retroactivo. O, por lo menos, no debería volverlo. Me cuento historias: que tuve una muy buena vida, que hice más que muchos aunque menos que yo, que la pasé muy bien, que quise y me quise y me quisieron. Pero nada de eso sirve –termina de servir– para justificar este final un poco bruto (...) Y la pregunta, que siempre es la misma: ¿qué importa contar de una vida? O, dicho en serio: ¿una vida, qué carajo sería?».
La respuesta: una vida es este libro. Una vida que se lee como alguna vez se leyó a Salgari: como a una aventura que obliga (incluso a aquellos que conocen más o menos de cerca a su «héroe») a preguntarse constantemente un expectante «¿Qué pasará después?» No creo que haya elogio mayor para una memoir o journal o recollection o autobiografía. O autohistoria. Algo que casi concluye con una alephiana numerosa y enumerativa recopilación de lo vivido y lo vívido: una suerte de diorama existencial contemplado por alguien quien estudió His -
toria y se licenció en la Universidad de París pero dice que, casi enseguida, entendió que no sería historiador. Alguien que aquí y ahora prefiere hacer práctica de la teoría y entenderse lo mejor que puede y que se pueda como prócer y patriota de su propia saga y nación. Así, en el magistral y emocionante Antes que nada y después de todo, por fin, el historiador Martín Caparrós se nos presenta y, sí, lógicamente y paradójicamente, se vuelve histórico con otro libro —no La historia sino Su historia, que ya no pasó, que sí pasa llamado a ser y acudiendo a hacer Historia.
Después de todo.
por Rodrigo Fresán
Arqueología de las voces
Marta Barrio No volverán tus ojos a mirarme
Tusquets
384 páginas
Empieza con una imagen: «Bajo esta tierra hay pozos sagrados, anzuelos de bronce y damas romanas sin cabeza esculpidas en mármol». O bien: bajo capas y capas de memoria, bajo metros de relaciones sedimentadas durante décadas, bajo los secretos que guardan los que ya no pueden hablar, está el tesoro. El tesoro, para la Marta Barrio arqueóloga, es la historia de amor de sus abuelos, Álvaro y Marisa. Pero también los contornos de una personalidad, la de su abuela, casi borrada en el presente de la novela por el alzhéimer que la hace prácticamente inalcanzable.
Bajo la tierra de No volverán tus ojos a mirarme (Tusquets), cuando finalmente se excava, no hay pozos sagrados, anzuelos de bronce y damas romanas sin cabeza esculpidas en mármol. Pero hay otras cosas, el resultado de un ejercicio de arqueología de las voces. De la propia y de las ajenas.
«Hazlo todo como si ella te contemplase»
Claro que está la historia de amor, que parece diálogo, conversación. Pero es un diálogo del que solo escuchamos una parte, como quien oye a alguien hablar por teléfono en el autobús y construye respuestas ficticias que sitúa al otro extremo de la línea. Por eso, la historia está a medio contar. Marta Barrio arma su novela sobre las cartas que su abuelo, Álvaro, envió a su abuela, Marisa, antes de casarse, entre 1949 y 1955. Salvo en un caso, no hay respuesta de ella, que sí existió pero no se conserva. En el momento de la narración, además, Marisa ha pasado de protagonista a testigo muda de su propia historia y la idea de la autora es que conozcamos a la abuela de la narradora, encamada, asustada, sin habla ni movimiento, a través de los ojos y las palabras de los demás. Que su retrato deje de ser eso, un retrato, y cobre vida a través de esas palabras que su prometido le escribía.
Pero ese fin no se consigue, al menos no del todo, y no es solo porque falten en el texto las respuestas de ella. La voz de Álvaro es tan potente que en realidad es él quien despierta el interés del lector. No es el hallazgo arqueológico que se buscaba, pero es un hallazgo. No hay una pareja protagonista, sino una voz protagonista. Es la voz de un hombre que escribe en su diario, antes de conseguir que su «amada» sea «novia», la frase «hazlo todo como si ella te contemplase». Que
se prepara para el fracaso hablando consigo mismo con ironía: «Si ella no me quiere, no me casaré nunca. Me iré lejos, a Suiza o a Canadá y construiré puentes sobre ríos helados, bordeados de inmensos bosques de abetos. En las horas de descanso tocaré la guitarra, escribiré y esquiaré por las montañas».
Pero ella sí que le quiere, y antes de casarse pasan años de servicio militar y de noviazgo. En sus sucesivos destinos, le escribe. Como si ella le contemplase, carta tras carta, Álvaro entabla un diálogo y, ante los lectores, hace también las veces de interlocutor. «Muchas veces escribo la carta mientras voy leyendo la tuya y así cuando me preguntas algo te contesto enseguida y parece como si en realidad estuviéramos hablando», confiesa. La conversación escrita parece volverse a veces oral de tan natural como resulta: «¿Te gustó Anna Karenina? ¿Qué tal van nuestros manteles?». El Álvaro de las cartas está ávido de conversación: recrimina a veces a Marisa su brevedad en las respuestas, o que tarde en contestar, y le propone todo tipo de charlas por todo tipo de medios: «Vamos a intentar hablar a distancia: a ver si nos sale. El martes a las 9 en punto de la noche miras a la estrella más brillante del cielo y háblame un poco que yo haré lo mismo, como si estuviéramos en nuestro mirador del Hipódromo. ¿Quieres?». Marta Barrio, arqueóloga que quita capa tras capa, deja para el final la primera de estas cartas a su Isa, toda una invitación a ese diálogo de toda una vida: «Como puedes imaginarte, no me disgustará nada que me escribieras».
Un peluche llamado Onésimo Redondo
Pero Marisa no responde, ni desde el pasado, porque sus cartas se han perdido, ni desde el presente de la narración que la mantiene en silencio. De ella no se conoce apenas
nada a través de las cartas, solo se intuye. Para completar los huecos, la narradora-protagonista recurre a un tercer personaje. Mercedes, ya anciana, es la tía abuela de la narradora, que, falla en su intención de dar una idea de una Marisa que resulte vívida a los ojos del lector, pero sí dibuja con claridad una España gris, la España de la Sección Femenina, la Formación del Espíritu Nacional y el NO-DO. De nuevo, el hallazgo arqueológico es imprevisto.
Mercedes, propietaria de un bar restaurante, con la familia de la sobrina en casa, es la tía, la abuela o la tía abuela de muchos. Mercedes, que le cuenta a su sobrina nieta el día en que conoció «levemente» a Franco, que recuerda que cosió un peluche en clase de costura y lo llamó Onésimo Redondo -«como se llamaba la granja escuela esa y un falangista que no sé quién era»-, a veces, distrae de la pareja protagonista con su saber de la vida- «no quieras ir tan rápido que vas a envejecer antes de tiempo»- y con su particular sentido del humor- «yo era menos monógama, yo era de pluriempleo»-, pero es una distracción afortunada.
«Supongo que ser madre es tener miedo»
Pero la decisión que toma Marta Barrio es que el hilo narrativo no lo cosa Mercedes, ni Álvaro, ni siquiera Marisa. La narradora es una adolescente, trasunto de la propia autora, que se usa a sí misma como arqueóloga, aunque no encuentra lo que busca cuando cava. La voz de esa preadolescente no llega a ser creíble, aunque (o precisamente porque) deja sentencias sobre la vida, la dependencia o la familia que suenan a verdad adulta. Ningún adulto puede pensar como un niño y es muy difícil que un escritor adulto recupere la voz de la infancia. Dice la niña apoda -
da Vozdevieja en la novela de Elisa Victoria, «la palabra Tata tiene un significado ambiguo y tierno muy concreto. Creo que es menos que abuela pero más que tía, y sin duda más que vecina. Si me viera sola ante un problema inesperado su casa sería la primera a la que acudiría». Dice el Tambu de Malaherba , de Manuel Jabois, «bien sabe Dios que es más peligrosa la pena que el odio, porque el odio puede destruir lo que odias, pero la pena lo destruye todo». Dice la narradora sin nombre de Panza de burro , de Andrea Abreu, «a la altura del cruce vi la forma del cuerpo de Isora al final del camino. Era verla allá, al final de la carretera, justo en el rasante, donde el camino se volvía casi vertical, y me golpeaba una alegría intensa. Como meterse en el mar después de muchos años». Son voces bellas, pero no son voces infantiles.
La de la protagonista de No volverán tus ojos a mirarme tiene el problema añadido de que, en teoría, está escribiendo un diario. La voz de la narradora, pues, es puro presente, no hay lugar a dudas: no es una voz adulta que se pone en la piel de una niña, sino que es niña en el tiempo de la narración. Una niña que no se expresa como tal. «Supongo que ser madre es tener miedo», escribe, por ejemplo, en su diario la protagonista, que solo resulta verosímil al hablar de su primer beso. Sobre la complicidad que observa entre su madre y su tía abuela, apunta que «ellas a veces se entienden sin palabras, están conectadas por una profunda corriente submarina, la de la sangre y los miedos en común».
No es que dé igual, pero casi. Porque el ejercicio de arqueología se ha hecho cuando ya se ha dado, en el subsuelo, por casualidad, con el hallazgo que merece armar una excavación masiva. Marta Barrio sabe que las cartas de sus abuelos tienen una potencial vida literaria, que pueden ser una suerte de cofre del tesoro al-
rededor del cual se puede armar una narración que hable sobre la pérdida de la inocencia, el amor, la familia y los cuidados. Es en esa estructura en la que la expedición que va a excavar alrededor del tesoro se pierde, pero casi, casi, no importa, porque es un perderse dulce, como las olas del mar de las que habla obsesivamente la protagonista. Hay suertes en ese desvío, como una imagen muy vívida de la España de aquellos años, o voces como la de Mercedes. También callejones sin salida, como el diario de la protagonista o la historia de su perra. Pero ahí, en el centro, sigue el tesoro: esa escritura del abuelo de Marta Barrio, de Álvaro, de un hombre al que es fácil imaginar escribiendo deprisa, con una media sonrisa, a veces rasgando con furia un papel del que usa todo el espacio disponible para decirle a la mujer a la que quiere todo lo que no cabe en una carta.
por Marta Rojo Cervera
El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia
Patricio Pron
El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia
Anagrama 240 páginas
El narrador vuela desde Alemania hacia Argentina. Llega a su ciudad natal. Atraviesa el pasillo de un hospital, se sienta frente a su padre, que quizás muera. «Un tiempo antes había intentado hacer una lista de las cosas que recordaba de mí mismo y de mis padres como una manera de que la memoria, que había comenzado ya a perder, no me impidiese recordar un par de cosas que quería conservar para que yo no fuera alguien que huye de él mismo y al mismo tiempo un desconocido», es-
cribe al comienzo de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. En esa frase, que intenta ser quirúrgica pero en la cual habita el temblor de lo indecible, emerge la necesidad de hacer lo único que el narrador puede hacer entonces: escribir. No tanto para exponer el yo –este es un libro donde el «yo» camina hacia el abismo, se repliega, transita cierto pudor imposible– sino para indagar el «nosotros» que subyace en el protagonista y en sus padres como experiencia personal y política. Esa indagación es la que articula este libro. Publicado por primera vez en 2011, la reedición de El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, a cargo de Anagrama, no hace otra cosa que darle mayor espesura a los interrogantes planteados en aquel momento inicial. En un país desgarrado por la dictadura en los años setenta, los padres de quien narra debieron, en tanto militantes, atravesar la desaparición y el asesinato de muchos de sus compañeros y amigos. El hijo, por su parte, tuvo que asumir el desencanto y el cinismo generacional que vinieron después. Ninguno de los miembros de esta familia encontró el modo de desandar el camino para tender puentes. Pero lo han intentado. En consecuencia, este libro no es un puente, exactamente: es su imposibilidad. También por eso resulta inquietante y hermoso de una manera dolorosa. Y sobre todo, verdadero. Con el tipo de verdad opaca donde la literatura no pretende parecerse a la vida sino a sí misma.
Patricio Pron nació en Rosario, Argentina, en 1975 (en el libro la ciudad aparece mencionada como «*osario», un poco en chiste, un poco como balbuceo o como alegoría de aquellos huesos enterrados que la escritura exhuma). Dueño de un talento precoz, comenzó a publicar a fines de los noventa. A partir de entonces, su trabajo fue premiado en diversas oportunidades (recibió
el Juan Rulfo de relato en 2004, por ejemplo). Pron dejó Argentina cuando era muy joven, se mudó a Alemania, obtuvo un doctorado en Filología Románica por la Universidad Georg-August de Götingen, se mudó a Madrid, donde vive actualmente. A lo largo de su obra, es posible advertir una meticulosa construcción de la lengua, que va modulando una voz en apariencia muy sobria, pero habitada por la presencia fantasmática de sus diversas vidas y geografías. En ella late aún, casi imperceptible, cierto rastro de origen que en este libro encuentra su cauce. Es decir, el barrio Tablada, en la zona sur de Rosario (un barrio popular, de raigambre peronista, como parte de una ciudad enclavada en el corazón de la pampa gringa, al igual que El Trébol, un pueblo distante a unos 150 kilómetros de Rosario y otro de los epicentros del libro).
Él mismo mencionó estos datos en una entrevista que le hicieron en Rosario en 2023, cuando se celebró la Semana del Autor, que en esa edición fue en su honor. Allí estuvieron sus padres, Graciela «Yaya» Hinny y Rubén «Chacho» Pron. Cualquier periodista que haya transitado las redacciones de los diarios que nacieron y murieron o sobreviven en Rosario en los últimos treinta años, seguramente se encontró con Yaya y Chacho, los tuvo como referencia o mentores. Y es que ambos son parte de la historia del periodismo gráfico de la ciudad, como también cuenta el libro. A lo largo del tiempo, el escritor ha logrado tener un vínculo más templado con ese origen. Para eso, realizó un tránsito paciente a través de sus propias perplejidades. Sabe, sin embargo, que la escritura no necesariamente consiste en un ejercicio de honestidad brutal sino en la construcción de una filigrana mucho más sutil, como la que trazan las gotas de lluvia contra los vidrios. «Lo que yo vengo a contar fue verdadero pero no necesariamente verosímil.
Se ha dicho que en literatura lo bello es verdadero pero lo verdadero en la literatura es sólo lo verosímil, y entre lo verosímil y lo verdadero hay una distancia enorme», advierte Pron en un tramo de esta novela (así la califica él) que ha sido considerada por otros como «autoficción», «novela de no ficción» e incluso más recientemente, «true crime».
En esos días de 2008, el forzoso reencuentro con la casa y la vida familiares le permite revisitar ambas cosas (la casa y la vida) como un explorador silencioso que puede andar a sus anchas porque nadie lo está mirando (la familia está ocupada en otras cosas). Así descubre una carpeta y una serie de archivos y advierte que su padre buscaba pistas sobre un hombre asesinado por entonces en El Trébol, el lugar donde el narrador pasó las vacaciones en su infancia, donde vivían sus abuelos paternos, donde el padre escondió a la madre en la época de la dictadura, temeroso de no salir con vida. La víctima se llamaba Alberto Burdisso, habitante sin aspiraciones («un tonto faulkneriano», lo define el narrador) de un pueblo de llanura que de repente es encontrado adentro de un aljibe en un asesinato aberrante que el padre del narrador busca reconstruir con recortes periodísticos, apuntes, mapas, que son como un rompecabezas para su hijo.
El hilo conduce a Alicia Raquel Burdisso, hermana de Alberto, detenida y desaparecida en 1977 por la dictadura militar, muy lejos de El Trébol, en Tucumán, al norte del país. El hijo descubre que su padre y ella eran amigos, que ella también fue periodista y fue quien alentó al padre a militar. La novela deviene, entonces, en una delicada arquitectura de simetrías entre el padre y los Burdisso, entre el hijo y el padre, entre los dos y el silencio y la muerte.
«Alguien alguna vez había afirmado que los hijos serían la retaguardia de los jóvenes que en la década de
1970 habían peleado una guerra y la habían perdido y yo pensé también en ese mandato y en cómo ejecutarlo, y pensé que una buena forma era escribiendo algún día acerca de todo lo que nos había sucedido a mis padres y a mí y esperando que alguien se sintiera interpelado y comenzase también sus pesquisas acerca de un tiempo que no parecía haber acabado para algunos de nosotros», se lee en un tramo.
Al modo del Angelus Novus de Walter Benjamin, esas preguntas están impelidas hacia atrás pero la tempestad las empuja, inconteniblemente, hacia el futuro. Esto las actualiza de manera constante y las pone en un diálogo con el presente si bien Pron pensó que una historia demasiado local, deliberadamente descoyuntada en ciertas zonas, no iba a ser bien recibida. Por el contrario, el libro fue traducido a más de diez idiomas y encontró eco en países diversos también atravesados por el horror, como España, Uruguay, Chile o Alemania.
El escritor incluyó un epílogo en la primera edición, ahora corregido y ampliado, donde relata que tras leer la novela, su padre (que no murió) le envió un archivo con varias aclaraciones, disponible en la web. («Escuché decir a alguien que era inventado, parte de la obra», apunta Pron hijo sobre ese archivo. Hay en esa observación una sutil humorada porque cualquiera que lo conozca, sabe que Pron padre ejerce con total dignidad ese lugar común que indica «de tal palo, tal astilla»). En la escritura paterna (didáctica, precisa, obsesiva por los detalles) se advierten rasgos parecidos a esos que Patricio transformó en un estilo propio. El padre admite que le hubiera gustado escribir una novela pero nunca pudo hacerlo. Polemiza con el hijo sobre la lucha armada, sobre sus convicciones, sobre los libros que leyeron ambos: «No puedo –no pude– leer la novela como el producto de una
maquinación intelectual. (…) Yo en particular la leí como si todo el texto fuera una larga carta. (…). Y veo que en ella pudiste cruzar un puente que a mí me resulta difícil atravesar», confiesa.
En ese espíritu que sigue subiendo, en la fragilidad de la escritura o la lluvia o ambas cosas, existe un espacio de encuentro donde el padre y el hijo pueden abismarse por el futuro con la vista vuelta hacia el pasado. Cada quien, sin embargo, habita un lugar distinto. El encuentro nunca es posible porque siempre está siendo. En esa herida del gerundio, Pron decide detenerse y escribir, indagar a tientas un presente continuo, donde la historia no es lineal sino cíclica. Todo esto determina que personas de diversas geografías encuentren en este libro, ayer y hoy, un terreno común. También, una intemperie compartida.
por Ivana Romero
Orquesta
Miqui Otero Orquesta
Alfaguara
282 páginas
De entre los nuevos narradores españoles dados a conocer en la segunda década del siglo XXI, Miqui Otero (Barcelona, 1980) es uno de los más reconocidos por la crítica. Hilo musical (2010) tuvo una excelente acogida. Siguieron La cápsula del tiempo (2012), Rayos (2016) y Simón (2020). La que ahora publica, Orquesta (2024), alcanza el póquer, baza que se puede calificar de póquer de ases dada la calidad sostenida en cada uno de los libros, patente en la última de estas novelas: una construcción rica, compleja, polifónica.
Para empezar, la trama se desarrolla en una única noche de fiesta en un pueblo gallego de nombre inventado pero trasunto de aquel al que Otero ha ido recurrentemente verano tras verano porque de él procede su familia. Esa concentración
temporal (un poco Ulises) ya denota una voluntad de construcción narrativa exigente, a la que ayudan, además, las voces narrativas del relato: de un lado, la Música (sí, la música que suena o ha sonado, omnisciente de todo cuanto sucede en su presencia) y, de otro, un conjunto de voces en las que los diferentes personajes van dando su versión de los hechos desde sus respectivos ángulos, en un despliegue polifónico que podría equivaler, por ejemplo, al de Mientras agonizo, de William Faulkner. En cuanto al confiar la narración (o parte de ella) a un objeto inanimado o una realidad no física (aunque la Música sea cosa de ondas sonoras y vibraciones), es un recurso infrecuente. Lo empleó Elena Garro en la fenomenal Los recuerdos del porvenir, donde es una piedra que conoce todo sobre su pueblo la que desgrana la historia. ¿Sería forzar demasiado la lectura si se afirma que en el capítulo V de Orquesta, por su parte, se hallan ecos de Rulfo y Cortázar, o al menos de concomitancias con ellos? Otro elemento decisivo en Orquesta es la inclusión entre los personajes de un tal Miguel, novelista con cuatro obras ya a sus espaldas, que es trasunto o encarnación directa del propio autor, y no solo en el presente sino en un entrelazado de peripecias en el que el hoy y el ayer se enredan, y que engloban el dominio casi feudal de un conde sobre los lugareños, las relaciones de pareja y las infidelidades de estos, los desajustes entre las generaciones, los conflictos entre ciudad y pueblo, las represiones sexuales, el maquis de fondo… Además, aquí y allá, afloran elementos del folklore y los mitos gallegos y Otero recicla anécdotas, sucesos, letras de canciones y versos. Por ejemplo, los de «María Soliña», de Celso Emilio Ferreiro (no extraña que la editorial no haya podido contactar con él, como declara en una nota de la página de créditos, pues para esto haría falta un médium o la varias veces citada Santa
Compaña, dado que el poeta murió en 1979), o la incorporación de un breve relato o demostración mágico-científica sobre la formación de los planetas y el universo que en realidad es de la juventud de Álvaro Cunqueiro (en su Mondoñedo Otero tiene familia). En un pertinente epílogo (quizá sobre la bibliografía), aclara este punto y varios otros. Otero tiene una gran capacidad, afinada en la escucha, para replicar en la página el lenguaje oral de unos y de otros (aunque raro es que no se echen, como sería natural, parrafadas en gallego), y también de poetizar la voz de la Música, dotada de una gran inclinación a lo metafórico. Como botón de muestra, el comienzo del capítulo 3 (en arábigo, que las intervenciones de los personajes «de carne y hueso» con las que se alternan ostentan números romanos): «A veces soy unas gafas de sol de montura blanca en el baúl de los recuerdos o una trenca de tergal que pasó de la percha del recibidor al baúl de los disfraces. Las canciones son esas prendas de ropa que alguien vistió hace medio siglo y que ahora se pone otro. Quizá entonces eran solemnes y ahora dan risa: viajan en el tiempo con nuevos arreglos».
Los personajes de Orquesta son precisamente esta, cada cual tocando el instrumento suyo en diferentes solos armonizados por la Música, que en algunas ocasiones requiere de estas voces complementarias, pues: «No creáis que lo sé todo de esta historia, porque en algunas de sus escenas no sonaban canciones». El compás se confunde con el correr del tiempo, y los diferentes planos temporales se superponen en este palimpsesto coral con el que Miqui Otero firma una de sus mejores obras.
por Antonio Rivero Taravillo
La escala de las cosas
Fernando Broncano
La escala de las cosas
Delirio
360 páginas
Fernando Broncano, Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Carlos III de Madrid y autor de este libro, es, posiblemente, uno de los filósofos más interesantes de este país. En la obra de Broncano podemos encontrar, si se quiere, dos etapas: una primera, marcada por una mayor proximidad a las formas y cuestiones de la llamada «filosofía analítica» (véase, por ejemplo, el volumen editado en 1995 titulado La mente humana); y una segunda en la que, influido por la «filosofía continental» y la mejor crítica cultural (véase, por ejemplo, Puntos ciegos. Ignorancia pública y conocimiento privado, publicado por Lengua de Trapo en 1995)–, consigue ofrecer una originalísima aproximación a los problemas que le ocupan. El libro que me dispongo a reseñar, el último del autor hasta el momento, tiene por título La escala de las cosas. Humanismo y cultura material. Me gustaría hace un pequeño comentario sobre la edición. Esta es, sin duda, ex-
celente y cuidada, pero se echa de menos una bibliografía final. En un libro con un aparato crítico tan vasto como este, esta ayudaría al lector a situarse en el texto con mayor facilidad. El libro se divide en tres partes, tituladas todas ellas de forma similar: «La escala de agencia»; «La escala de la piel»; «La escala de las cosas». Cada una de ellas recoge temas que ya han sido tratados en la obra previa de Broncano (la capacidad de agencia, la experiencia, la cultura material), pero resituadas alrededor del tema principal del libro: la indagación sobre el lugar de lo humano en el mundo. Una indagación que tiene un claro hilo conductor: el rechazo a todo determinismo tecnológico o, dicho de otra forma, la firme convicción en la capacidad humana de tomar las riendas de su destino, si bien para ello es necesario repensar esa «capacidad»:
Una teoría de la cultura material debe atender a otras maneras de entender lo humano y la relación con las demás especies vivas, debe, en definitiva, reconstruir el humanismo (p. 18)
Esta reconstrucción del humanismo parte de una tesis que está en consonancia con los nuevos tiempos (el tránsito al Antropoceno está presente de forma clara y palpable en el texto), pero que no deja de ser arriesgada: […] la tesis de este libro es que lo material constituye al cuerpo y la mente, es un dominio donde aparecen los sentidos que ordenan lo real de forma paralela a las palabras y los conceptos. Es, en el sentido hegeliano […] un medio, es decir, el reino de la mediación entre cuerpos y almas, entre personas e historias (p.15)
La reivindicación de lo material de Broncano es, por tanto, la reivindicación de una nueva comprensión de qué nos hace humanos en un mundo mucho más complejo, en el que el pa-
pel de lo material no es el esperado, sino que conforma ese «reino de la mediación» que lo hace imprescindible para definirnos como «humanos». Esta apuesta materialista por la humanidad tiene como consecuencia un rechazo frontal al pesimismo y la desesperación que implican la creencia de que nuestras capacidades no son suficientes para garantizar un futuro. Si Fisher nos dijo aquello de que «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo» (citando a Jameson), Broncano se esfuerza por hacernos ver que «difícil» no es lo mismo que «imposible».
Cada una de las partes en que se divide el libro apoyan y apuntalan este rechazo al determinismo y la defensa de la capacidad del ser humano para cambiar su destino, en lo que es una apuesta abierta y contundente. Creo que este es, sin duda, el gran mérito de este libro, que se apoya, como no puede ser de otra forma, en la profunda erudición de Broncano, que le permite reunir en el mismo texto a Bruno Latour, Jacques Derrida, Donna Haraway, Gloria Anzaldúa, John Dewey, Spinoza, Wendy Brown, Marvin Harris o Cicerón, por citar a algunos.
Fernando Broncano es uno de nuestros grandes pensadores y, con este libro, así lo confirma. Su capacidad para hilar con claridad argumentos complejos, su manejo de un caudal de saberes tan amplio y su capacidad para proponer siempre alternativas inteligentes y bien meditadas hace que sus libros de madurez sean lecturas imprescindibles. Pero este, tal vez, lo sea más que ningún otro.
por Juan Manuel Zaragoza
Que no parezca arte
Pedro Juan Gutiérrez Mecánica popular
Anagrama
176 páginas
Tengo la indemostrable teoría de que en todo libro se incluye, bien de forma explícita, bien de forma implícita y tangencial, algún fragmento en que el autor justifica su estilo. He elegido estas palabras con las que el narrador comenta los gustos artísticos de Carlitos, el personaje recurrente que aparece en muchos de los relatos de este libro, porque creo que en ellas se resume la poética de Mecánica popular:
«Con el tiempo supo que en arte le atraía todo lo mal hecho, lo naíf, lo bruto. Es decir, todo lo que tomaba distancia y eludía las convenciones y las modas y lo agradable y académico. Prefería siempre aquello que no parecía arte».
sarrolló una tendencia a lo bruto, una huída de lo agradable que se concretaba en unas narraciones que mostraban (con cierta tendencia al feísmo), la miseria, el sexo y la picaresca en los difíciles años noventa en el barrio de Centro Habana. Ahora, en su último libro de relatos, Pedro Juan Gutiérrez cambia esa época y ese barrio por el tiempo y los espacios de su infancia. Mecánica popular se ambienta en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta en su localidad natal, Matanzas, pero también en Pinar del Río y La Habana. Tal vez ese viaje atrás en el tiempo hace que renuncie a aquel feísmo, pero persiste en su intención de que no parezca arte, esta vez a través de lo mal hecho, lo no académico y lo naíf.
Leído como libro de relatos, el lector advertirá que los cuentos huyen de la tradicional y académica perfección de una trama cerrada y “perfecta”. Cada relato es apenas un apunte, una estampa, una anécdota en la que el argumento es siempre secundario respecto a los elementos principales que sostienen la narración: el personaje y el espacio.
Creo que el mayor acierto de este libro reside en la elección de un narrador en tercera persona que mantiene una distancia neutra respecto a los personajes y los hechos narrados. Pero no es una distancia fría y analítica, sino que incluye una gran dosis de compasión y de respeto por todos los caracteres retratados. En cierto modo, pese a la eterna comparación con Bukowski (que, en este libro, es más incorrecta que nunca), a quien más puede recordar este narrador compasivo es a Chéjov.
Hay algo de universal en esos personajes y en sus motivaciones, que viene acompañado de ese carácter naíf que Pedro Juan Gutiérrez quiere imponer sobre su obra. Así, pese a los convulsos acontecimientos que en esas tres décadas acontecieron en Cuba, la política aparece siempre en segundo plano, desenfocada, como algo pasajero, algo que determina la vida de la gente (de ahí las menciones al miedo, la cárcel, el exilio…), pero del modo en que lo haría un fenómeno natural, sobre el que no mereciera la pena detenerse a analizar.
Ese narrador descarta, además, la nostalgia. La mirada no funciona desde el presente hacia el pasado (excepto en el último párrafo del libro), sino que, periodísticamente, nos describe a esos seres humanos absolutamente únicos y sus acciones como si todo estuviera sucediendo en ese instante; de hecho, son raras las referencias temporales explícitas. Estos personajes parecen estar absolutamente vivos, no ser literarios, pues no cumplen ninguna función de “representar” nada, más allá de su presencia, de dejar constancia de su existir. Esta galería de personajes (nunca esta tópica expresión tuvo más sentido que en Mecánica popular) retrata la vida en la Cuba de aquellas décadas, marcada por unas existencias casi siempre precarias (tanto económica como emocionalmente), solitarias; es un mosaico de gente que, simplemente, sin que parezca arte, literatura o artificio, busca sobrevivir, de la manera más sencilla posible.
En las obras que lo hicieron famoso, especialmente en Trilogía sucia de La Habana y El rey de La Habana, ya de- por Diego Sánchez Aguilar
Pero este libro también puede leerse como novela fragmentaria protagonizada por un personaje llamado Carlitos (y su familia) que aparece en casi todos los relatos. Atendiendo a ese personaje recurrente, y al hecho de que los años y lugares de las acciones coinciden con los de la infancia del autor, podría pensarse incluso que Mecánica popular sería el intento de Pedro Juan Gutiérrez de hacer mal una bildungsroman; porque en esta pseudonovela de aprendizaje no hay ni construcción ni aprendizaje. El autor solo nos entrega instantes, fragmentos, pequeñas acciones (poco espectaculares o dramáticas) que protagoniza o contempla ese niño-adolescente-joven que se muestra fascinado por el sexo, por las diferencias sociales, y que mantiene siempre una tendencia al egoísmo amable, a la ensoñación y la eterna ambición de ser diferente, independiente, con sueños de grandeza encauzados a través de la arquitectura o el periodismo.
Nayeli García Sánchez Araneae
Editorial Barrett
160 páginas
El sello editorial Barrett invitó a la librería Lata peinada a participar en su iniciativa «Editora por un libro», emisión 2023. El resultado de esta colaboración fue el lanzamiento de la novela Araneae, el debut literario de Nayeli García Sánchez (Ciudad de México, 1989). El volumen inicia con fichas biográficas de la autora, Lata peinada y Atenea Castillo Baizabal, la diseñadora de portada, y con dos breves prólogos de los editores invitados. Ahí esbozan conclusiones de la novela que me desconciertan, pero antes que polemizar con una librería, prefiero abordar el texto.
madre, una auténtica viuda negra, lo «mató» en vida. Una mañana, por curiosidad, pone el nombre de su padre en el buscador de Google y descubre que lleva cuatro años muerto. Esto la empuja a desplazarse a Irapuato, lugar de nacimiento del difunto, para tratar de averiguar algo de él y, por ende, de ella. El viaje es un poco absurdo, ya que el señor Bocanegra había dejado la ciudad en su juventud y poco de él podría sobrevivir ahí, pero Natalia se empecina en realizarlo a pesar de las sensatas recomendaciones de su mamá y de su pareja. Al final, por una casualidad un tanto inverosímil, entiende que su familia no es la de ese desconocido que le dio la vida, sino la que ha podido construir en su relación con las arañas.
Araneae (Arañas, en latín) es una novela de obvias resonancias rulfianas –«Estoy en Irapuato porque leí en internet que mi padre había muerto»–, cuya tentativa es delimitar la silueta de un fantasma recopilando un archivo. A más documentación, menor vacío y, por ende, un mayor conocimiento de ella misma:
Una de mis razones para este viaje era hacerme un archivo sobre mi papá. Lo que fuera, los boletos de autobús, la nota de bienvenida, las envolturas de los chocolates, los avisos de «Se busca perro». Era mi manera de amueblar mi espacio emocional. Quería sustituir lo faltante. Poner el sonido de los carros en una avenida en Irapuato donde debería estar su voz. El olor a pasto recién cortado de la terminal de autobuses en lugar de su humor corporal. Era eso: ponerle límites al cuerpo de mi papá. Comprimir su infinita lejanía para poder visitarlo cada tanto. Necesitamos dibujarles fronteras a los muertos porque es insoportable que habiten todo… Si logro reunir a mi papá en un puñado de documentos, quizás pueda aplacar la incertidumbre, acariciarle el lomo a la pregunta de quién soy.
misma y se transforma –o, en términos arácnidos, «cambia de piel»– en la adulta que estaba destinada a convertirse.
No tengo prejuicio alguno contra los viejos relatos, a final de cuentas siempre estamos narrando las mismas historias; pero estas se repiten con fortuna cuando echan mano de un lenguaje revitalizado o cuando son capaces de renovar las formas, y este no es el caso de Araneae. La prosa de García Sánchez llega a ser descuidada, en ocasiones inconsecuente e, incluso, confusa, y aunque esto parezca justificarse con la avasalladora personalidad de la narradora –«Lo único que tengo son mis propias palabras. Nada más que un flujo indómito de ideas, conversaciones, recuerdos que organizo y vuelvo a ordenar en distintas carpetas, archiveros mentales repletos de repeticiones»–, lo cierto es que su estilo no logra articular una propuesta estética definida. Este mismo «flujo indómito» provoca que la narración «se enrede», tal como el pelo de la protagonista, quien acepta que «igual me pasa con las ideas, con los recuerdos». No digo que lo caótico y enmarañado carezca, en sí mismo, de una poética –los nudos pueden ser una propuesta estética–, pero el texto tendría que proporcionarnos las claves para comprender su propio embrollo, y eso no sucede aquí.
Araneae tiene, por supuesto, sus hallazgos. El sueño donde Natalia mata a su madre a golpes es particularmente plástico, con una estética de anime que García Sánchez bien podría explorar; y la emulación onomatopéyica de la alerta sísmica –uno de los sonidos más estresantes en el paisaje sonoro de la Ciudad de México– me provocó taquicardia de solo leerla. No dudo que, como toda araña tejedora, García Sánchez ya esté urdiendo un nuevo y más cuidado libro.
Natalia García Sánchez, una joven bióloga con inclinación por la aracnología, está buscando algún rastro de su papá, el profesor David Bocanegra García. Nunca vivió con él y solo lo vio una vez de pequeña porque su por Guillermo Espinosa Estrada
Como puede observarse se trata de un texto convencional: cuenta el viaje de una joven de 24 años que, en su trayecto, descubre algo sobre ella
Maraña
Autorretrato literario con disculpas
Tania Padilla Presente
Sr. Scott
141 páginas
¿Hay que pedir perdón por escribir de uno mismo? La autora de Presente, Tania Padilla (Córdoba, 1985) lo hará al final del libro y da pie a esa duda, a ese debate. De hecho, en los primeros compases del libro lo bautiza como «ensayito, egocéntrico desahogo, esbozo egoliterario o engendro palabresco». Quizá hubiera debido añadir «de auto-ayuda», pues, como reconoce Padilla en el tramo final, «escribir estas líneas ha sido como una terapia complementaria a la medicación».
decepción del lector curioso: «Quiero escribir algo que nadie quiera publicar». ¿Debería pedir también disculpas por esa ‘publicidad engañosa’? Porque luego reconocerá que no llegó tan lejos y, citando a Kallifatides, dice que el sótano no es la parte más representativa de esa casa. ¿Y si en ese sótano se ocultara un cementerio visigodo?
Este «esbozo egoliterario» surge como vía de escape al atasco previo de la escritora. Y ese planteamiento resulta interesante, el de por qué algunas historias se quedan sin gasolina, como el relato que la autora tenía previsto construir a partir de relación epistolar con la División Azul de fondo. De la necesidad de escribir con libertad y sobre algo que le entusiasme, surge este texto escrito en apenas dos meses que, si bien presenta la frescura y la autenticidad de lo que se disfruta escribiendo, se diría que cumple un objetivo, el de aliviar a la autora, pero a ratos parece que no tuviera del todo en cuenta al lector. Que surgiera y brotara ajeno a él, a ella, y entraran ganas de, haciendo un juego de palabras con el título, clamar un espontáneo: «Lector X, ¡presente!».
Tania Padilla no se reconoce dentro ese «boom de las escritoras españolas» que señaló el pasado abril la escritora Aloma Rodríguez en un controvertido artículo de El Mundo en el denunciaba que el mercado «premiaba» sobre todo, hoy, a mujeres. Aunque Rodríguez bien pudiera haberse fijado en el Presente de Padilla por los elementos que comparte con otras autoras: exhibición del trauma, alusión al recurso de los barbitúricos (a lo Ottessa Moshfegh o una Almudena Sánchez cuyo Fármaco es tildado de «ramplón» en el texto de Padilla) y tener algo de «autora con carácter», como según ese editor «pasado de copas», es decir, deslenguado, es lo que busca ahora el mercado editorial.
ese mercado ahora favorable a cierta literatura femenina que señala el citado editor borrachín. Es más, se lamenta Padilla de no haber publicado tanto como le gustaría, de haber sufrido rechazos editoriales descorazonadores y de no haber catado los laureles de un reconocimiento que, cercana a los cuarenta años, se toma su tiempo.
Es ahí donde mejor resiste Presente, cuyo título es un guiño al término en su acepción de regalo, y una reivindicación del «aquí y ahora» que llega con la meditación que también defiende la autora. El aspecto confesional es lo que aporta mayor valor al libro, sobre todo la parte de las dudas sobre el poliamor, la omnipresencia de unos celos atávicos que parecen más fuertes que las ideas, que la cultura, o los problemas de una infancia en la que se veía «incapaz de aglutinar encanto».
Estos puntos fuertes del texto quedan algo desaprovechados al no contar un hilo conductor claro, un punto ciego (que diría Cercas), o una evolución desplegada, como la que proponía Aixa de la Cruz es su muy sugerente Cambiar de idea.
Así, esos temas expuestos (La universidad, Los viajes, La meditación, El deporte) se pueden ver más como pretextos para escribir, para proseguir el autorretrato, el «ego-céntrico desahogo», y no tanto como un abordaje de lo que quizá late de fondo: las instrucciones de uso, parafraseando a Perec, de su propia vida. O, en otras palabras, su hoja de ruta hacia la salvación, la propia supervivencia emocional. Y todo camino que transita por lo esencial nos interpela a todos.
Y a la meditación, uno de los hábitos de la narradora de los que también se da cuenta en este texto que incumple una de las promesas que se ofrecen en la primera página para por Eduardo Laporte
Dicho esto, la autora no es precisamente alguien que acapare premios o que haya sido beneficiada por
Soy
Harold Norse, poeta beatnik, escritor de memorias, activista del movimiento gay y discípulo de William Carlos Williams, inspira en la narradora una sensación («el burbujeo caliente de la sangre») y eso es lo que ella quiere traducir y transmitir. Y lo logra, no sabemos si con el poema pero sí podemos decir que con el recuento de sus días. En este diario no hay fechas; es más bien un cuaderno de notas. Y lo que la narradora traslada de la realidad al papel es una viñeta detrás de otra sin demasiada conexión pero con el mismo tono, la misma voz un poco misteriosa y muy elegante, la misma habilidad con las palabras.
plejidad de la vida de una persona. El arte de una voz, ahí está el truco de Demarziani: en escribir eligiendo las palabras adecuadas para traducir (o simular, si acaso hay algo de ficción en Soy Harold) las experiencias adecuadas. A fin de cuentas, es como dijo el crítico literario V.S. Pritchett: «El mérito está en el arte. No te dan puntos por vivir» (lo cita Vivian Gornick en La situación y la historia).
Muchos otros escritores aparecen en Soy Harold: Allen Ginsberg, Tomás Eloy Martínez, Thomas Mann, Kafka, Barthes, un autor con cierto renombre que en una fiesta le pregunta a la narradora si alguna vez se ha masturbado durante una hora y media sin parar, etcétera. Demarziani los invoca como si rezara a santos paganos; los trae para complejizar sus ideas sobre traducción y escritura. «Vos escribiste un diario», pone, «porque Piglia escribió un diario y Piglia escribió un diario porque Cesare Pavese escribió un diario». Soy Harold es, también, una declaración de amor a los diarios y a los cuadernos de notas.
Pero volviendo a la pregunta de Joan Didion, por fin llegamos a leer cómo se responde a sí misma: «… y ¿acaso no merece la pena recordar eso? ¿Acaso la señora Minnie S. Brooks no me ayuda a recordar quién soy? ¿Y acaso la señora de Lou Fox no me ayuda a recordar quién no soy?». Los cuadernos de notas se escriben para ir hacia adentro de uno mismo. No sabemos por qué la traductora de Soy Harold escribe su diario, pero quizás lo haga para encontrar algún sentido en el caos de su vida. Una vida no diferente a otras. Un caos no diferente a otros.
En «Sobre tener un cuaderno de notas» (un texto del libro Los que sueñan el sueño dorado), Joan Didion se pregunta para qué anotamos nuestras experiencias trascendentes (e intrascendentes) en diarios o libretas. Antes de responder, dice: «La gente que toma notas en cuadernos íntimos es una especie distinta». Daniela Demarziani pertenece a esa otra especie. Demarziani nació en 1984 en Buenos Aires, es traductora, ha trabajado como editora para sellos de España y de Argentina, y ahora publica Soy Harold, un diario sobre la traducción de un poema de Harold Norse titulado «Hotel Nirvana», pero también un diarios sobre los momentos finales de una agonía amorosa, y sobre la escritura como medio de vida. O como modo de vida. por Javier Sinay
Ella lo llama «diario». Dice que desconoce cómo selecciona las palabras que se escriben en él. Pero sabe algo sobre el género porque Demarziani trabajó con Ricardo Piglia durante el proceso de corrección de sus diarios. Aquellos, los de Emilio Renzi (el alter ego de Piglia), dejaron una marca en la literatura publicada en los últimos años. Se destacan por su valor como testimonio y por su valor como narración. Afirma Didion: «A veces me engaño a mí misma sobre las razones por las que tengo un cuaderno de notas, me imagino que conservar todo lo que uno observa es reflejo de cierta virtud ahorrativa». ¿Será por eso que hay gente que quiere capturar lo vivido y hacerlo parte de lo leído? Ahorrar, capturar, traducir: verbos amigos entre sí. El género de los diarios vive una época de auge: es quizás la gran red «asocial». Soy Harold se lee gracias al arte de una voz: encuentra en la selección de sus notas (sus entradas) una trama que quizás sea difícil de explicar porque pareciera que no está allí, porque en el fluir de los días pasan muchas cosas, pero cuando comienzan a repetirse algunas (como, por ejemplo, los encuentros casuales con César Aira en el barrio de Flores, en Buenos Aires), Demarziani logra construir subtramas que son como parte de un ovillo del que podemos tirar para desenredar la com-
Harold
Demarziani
Dejar de mirarse el ombligo
VV.AA
Nuevas Emergencias
Candaya
256 páginas
Esto no se hace solo. Olvidémonos del concepto o la imagen de escribir como un acto solitario. Pensémoslo pues como un acto comunitario. Es lo que defiende Mónica Ojeda en el prólogo de esta nueva colección de relatos que publica Candaya y que nos enseña muestras del talento de autores que se han formado en el Máster de Creación Literaria, codirigido por el escritor Jorge Carrión en el programa de la Universitat Pompeu i Fabra y la Barcelona School of Management (UPF-BSM).
oportunidades de publicación. Mónica Ojeda, exalumna y ahora profesora, es una de sus mejores ejemplos. Por ello, estas Nuevas emergencias, que se publican una década después de la primera colección de relatos de estudiantes del máster, merecen el ojo de los scout y de los amantes de relatos.
Aquí hay diecisiete historias de sendos autores y autoras de ambos lados del Atlántico. Entre ellos, descubriremos algunos habituales del género, como el español Matías Candeira, con sus dotes conocidas para el relato fantástico, así como autores que gozan del reconocimiento de premios y traducciones, o con novelas incipientes que obtuvieron elogios de la crítica y el público, como la chilena Paulina Flores, que se dio a conocer con Isla decepción, publicada por Seix Barral, o la argentina Carla Pravisani, autora de Mierda, entre otras.
Algunos de los relatos miran hacia temas actuales: el cambio climático, la desigualdad, la homofobia o «los dilemas del género». El estilo de la mayoría cuadra bien en una colección de taller o de máster porque suelen responder a fórmulas efectivas.
Hay ausencias significativas en la procedencia geográfica de las autoras y autores (no hay nadie de Centroamérica, si se exceptúa a Pravisani, que radica en Costa Rica). Sobresalen autores de México, Argentina, Chile y España.
voz alta sus propias ideas. «Todo lo importante en realidad está pasando en el texto de los otros».
Entre los libros de cuentos y autores de referencia, Schweblin cita a cuatro con los que trabaja: Tobías Wolff, Esta es nuestra historia, por las decisiones sobre los puntos de vista, la construcción de la tensión subterránea, los diálogos y los finales; Elizabeth Strout y su Olive Kitterige, por la construcción de un personaje con el que se logre identificar el lector por muy nefasto que aquel sea; Antonio Di Benedetto, El juicio de dios, por el cruce de géneros y la capacidad de producir extrañamiento sin hacer que el lector se pierda; y finalmente, Amy Hempel, Cuentos completos, a la que llama «mujer maravilla» por conjugar lo experimental con lo clásico, una mezcla, dice, de «Danilo Kis con Raymond Carver».
Recuerda Ojeda en el prólogo que «lo que separa un cuento decente de un buen cuento es la capacidad de concentrar sentidos y lo que separa un buen cuento de un gran cuento es la de invocar las cualidades de lo inmenso». En este sentido, la muestra de Nuevas emergencias puede dar a la lectora o lector que los acoja buenos ratos, pero quizá coincida en echar en falta audacia, eso que uno esperaría en autores emergentes.
Sin embargo, vale la pena navegar por algunos de estos relatos y encontrarse con esas cualidades de lo inmenso que hay detrás de los gestos, como en la historia «Eres buena y los sabes», de Paulina Flores, donde una sonrisa y la la falta de ella al final de un diálogo, o de una mano que acaricia la cabeza de alguien como un rastrillo dicen mucho más que cualquier explicación argumental. Uno puede salir de este libro pensando que no existe ya otro modo de escribir que no sea pasando por un máster, con el sentido de esa comunidad de Ojeda, o en esas cocinas de Schweblin, pero en realidad, lo que nos dice es que, con talleres o no, el acto de escribir consiste en alzar la mirada, aunque sea hacia el espejo.
El máster de la UPF, como se le conoce, es una mina de talentos, demostrada con nombres a los que, sin duda, el programa, ha ayudado a desarrollar y pulir su labor literaria además de espolear las por Fco. Javier Sancho Mas
Esta vitrina de relatos favorece una lectura ágil, y cuenta con un atractivo epílogo: la entrevista de Jorge Carrión con Samanta Schweblin, sostenida por mail. En ella, la autora de Siete casas vacías, que es también profesora del máster, nos da algunas pautas de su visión del cuento. Recomienda Schweblin, de principio a fin, apartar la mirada de nuestra propia escritura, dejar de mirarnos el ombligo, y ponerla en el espejo del lector. La autora es una convencida de la capacidad de los talleres literarios, de los que mamó prácticamente en su Buenos Aires natal, donde muchos escritores los imparten en las cocinas de sus casas. Ahora, que ella es quien los da en Berlín, todavía le sirven para seguir aprendiendo y cuestionándose en
A cuento del estilo
Ricardo Menéndez Salmón
Los muebles del mundo
Seix Barral
272 páginas
Dispersos hasta ahora en ediciones difíciles de localizar, los cuentos que integran Los muebles del mundo tienen una nueva vida en la que se les reconoce la misma ambición, dominio de la elipsis y maestría en el tratamiento artístico del lenguaje que comentaba de sus novelas. Aunque a simple vista parezca una paradoja, esto ocurre porque no hay evolución en su narrativa, como tampoco la hay, por ejemplo, en la de Eloy Tizón. Se podría decir que son escritores inspirados, pero lo que son desde el inicio, desde su primer libro, no viene del aire que respiran sino de cómo lo respiran. Cada cuento incluido en Los muebles del mundo tiene una fecha al pie que lo remite a su primera publicación y que sitúa a buena parte de ellos en zona de aprendizaje, pero bien podría ser el libro escrito por RMS después de Horda (2021). Es difícil escribir mejor de lo que está escrito un relato como «Las noches de la condesa Bruni», por ejemplo, que data de 2006, o ser más certero en el tratamiento de un tema tan complejo como la doble identidad de lo que está hecho en «Los caballos azules», que data de 2003.
bras: «Lamentos», «Aleluyas» e «Iluminaciones», con siete cuentos en cada una de ellas.
El conjunto nos interpela desde perspectivas diversas en el tiempo y el espacio que los enmarca. Una comedia humana a base de fragmentos de vidas dispares que se complementan más allá del tiempo y la cartografía. Comedia en el sentido que le dio Dante al término por lo que tiene de viaje del alma humana y en el sentido que le dio Balzac de «retrato» exterior, a pie de calle, pero desde la perspectiva de un escritor europeo del siglo XXI que indaga en la identidad, el amor, la muerte, el poder del arte y las diferentes vidas que vivimos en el tramo de una sola mediante secuencias de vidas ajenas que transcurren en el Renacimiento italiano, la Rusia del XIX, la Alemania nazi, las dos Américas, el palacio bostoniano, el adosado, tu casa, la mía. En la apuesta van piezas maestras propiciadas por una imagen perturbadora que se intuye como desencadenante, los caballos que se hunden en el hielo hipnotizados por la música, el hombre en llamas que en silencio corre hacia la piscina, la pareja que se grita sin lenguaje, desde el amor más puro que nos remite al origen de lo humano, la amanecida de unos músicos de jazz en una playa, un vestido rojo extendido en la hierba, una mirada una noche en la Toscana. Los muebles del mundo es un homenaje al orador, al portador de la antorcha que nos reúne en torno al fuego.
Sidney Lumet decía que «estilo» es la palabra peor usada después de «amor», pero no encuentro otra forma de verificar lo que me sugiere la narrativa de Ricardo Menéndez Salmón que haciendo referencia al estilo. Si hay algo perceptible como principio abarcador en su narrativa es un alto concepto del estilo. Una novela suya es reconocible por ambición conceptual, elipsis y depuración verbal que eleva el lenguaje a una categoría artística difícilmente imitable. Hay en ello un proceso de elaboración arduo, pero no costoso, seguramente placentero. Se trata de una escritura elaborada que no se permite ningún descuido, alumbrada con la intensidad de un respeto honesto y entregado al arte de narrar. por Jaime Priede
Los muebles del mundo es un engranaje meditado desde un título ajeno a cada uno de los relatos, pero sintonizado con la imagen de portada, el óleo sobre lienzo titulado Cluster por su autor, el pintor fotorrealista neozelandés Jeremy Geddes. La pintura muestra un conglomerado, como una pelota escolar hecha con papeles retorcidos, formada por hombres vestidos con idéntica camiseta y pantalón de pijama. La irónica cita de Foster Wallace que abre el conjunto termina de redondear la idea: «Estamos tan presentes que ya hemos perdido todo significado. Somos medioambientales. Los muebles del mundo». El libro adquiere un sentido pleno y unitario desde la portada. Si avanzamos, un eco lejano de Dante, una estructura tripartita, ordena los cuentos bajo tres pala-
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