es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia
Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com
Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB
Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com
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Literatura
Los
canalla,
Las herederas. Apuntes iniciales para una cartografía de la narrativa judía contemporánea en español por David Aliaga
vigencia de lo kafkiano en la literatura en español del presente siglo
Memoria de la escritura
BIBLIOTECA
Cómo escribir sobre los muertos.
Lorena Amaro
Sonrisas y lágrimas.
Antonio Rivero Taravillo
Desolación, duelo y desconsuelo.
Manuel Alberca
Un huracán llamado Elena Garro.
Raquel Garzón
Un detective de imágenes narrativas.
José Ángel Barrueco
El otro lado del espejo.
Juan Ángel Juristo
Metafísicas cotidianas.
Diego Sánchez Aguilar
Inacabada.
Diego Gándara
La maestra rural.
Sergio Galarza
Quijotismo filosófico.
Javier Moreno
El zoo de los prodigios.
David Manjón
Traer de regreso a los animales.
Jesús Cano Reyes
Literatura versus tema
Sucede en todas partes: en las mesas de novedades, en la programación de las ferias y festivales literarios, y en todos los demás mercados editoriales: la pregunta acerca del tema de un libro —que es al fin y al cabo una pregunta sobre cómo reclamar interés añadido para un texto— ha superado a la inquietud por los logros formales de una obra, pese a que la eficacia y la profundidad de cualquier asunto abordado en una novela dependa en exclusiva de la excelencia de sus decisiones más artesanales.
Es una contradicción que parece ir en aumento. Si la escritura de un libro ya es en sí la negación de que todo lo dicho en cientos de páginas pueda resumirse en un molde acotado, y que la escritura es por tanto una manera de pensar distinta a la simple reflexión abstracta, toda su complejidad y toda su riqueza queda anulada al tratar de incorporarla a alguno de esos temas previos que se presentan como máquinas de etiquetar del mismo modo propuestas que no guardan relación alguna entre ellas. Quizá esta sea, también, una de las razones por la que pueda existir una cierta resistencia hacia algunos textos escritos en primera persona, una crítica que a su vez correría el riesgo de catalogar un conjunto de libros muy diversos como meros testimonios , cuando hay una amplia experimentación y aportación literaria en cantidad de obras con ese carácter autorreferencial, tal como se trató de explicar en el dossier de esta revista titulado Experimentos con la vida y coordinado por Carlos Pardo.
Nada de esto pretender negar la necesidad de que algunos libros exploren conflictos que antes eran silenciados. Al contrario. Se trata justamente de señalar cómo ese proceso de organización de los libros por su tema, de reducción a grupos homogéneos y bien dife-
renciados, puede volver inocentes algunos de estos discursos, pues faltos de la contundencia del artefacto literario, sí pueden resultar tan planos y previsibles que convierte su lectura en una experiencia poco relevante.
Basta con echar la vista atrás, cuando algunos de estos temas no lo eran, o aún peor: cuando eran temas prohibidos, y sus autores hacían esfuerzos de ingenio para hacer posibles libros que sí ponían sobre el tablero realidades que podían agitar el pensamiento de una época. Es lo que ocurre, por ejemplo, con novelas como El lugar sin límites , del chileno José Donoso; o La vida perra de Juanita Narboni , del español Ángel Vázquez. En ambos casos, estos libros publicados en la década de los sesenta o los setenta del pasado siglo, los autores proyectan su angustia personal por su identificación u orientación sexual en las mujeres o travestis que protagonizan sus relatos, y la prueba del horror de ese vida enclaustrada, del ocultamiento íntimo que sufrieron, es la intensidad de unas obras atrevidas y novedosas, incapaces de ninguna simplificación, y en que la vanguardia literaria se presenta como el único mecanismo válido para trasladar ideas que todavía también eran difíciles de ser escuchadas. Leyéndolos, resulta evidente el sentido último de la creación literaria: decir las cosas de otra manera, sintetizar un impulso verdaderamente genuino de acuerdo a las casillas de un tema prexistente, hubiera sido imposible, y la literatura y sus posibilidades más sutiles fue el único lenguaje que les permitió hablar con una honestidad que les estaba vedada en el idioma más común y limitado al que estaban obligados cuando abandonaban la escritura de sus libros.
Aludir a la necesidad de las formas en la literatura no es, por tanto, negar la importancia de ningún tema,
sino justamente recordar el cuidado que merecen: no por frivolidad ni por sofisticación, sino porque sin una escritura que supere el señuelo de un tema previo, no habrá otra aportación que un libro más añadido a unas categorías ya digeridas por el mercado editorial.
O dicho de otro modo: cualquier tema logra serlo por primera vez porque hay una invención de la escritura, una manera de pensar nueva y que no ha sido aún etiquetada, y es en esa libertad y esa audacia y esa atención a la artesanía de los textos cuando lejos de perderse en arabescos o ejercicios ornamentales los libros aspiran a decirnos algo con algún tipo de efecto .
Javier Serena Director Cuadernos Hispanoamericanos
María Sonia Cristoff
«Me gusta hacerme preguntas de ensayista y responderlas con la forma narrativa»
por Jesús Cano Reyes
Fotografía de Caro Pierri
Nacida en la ciudad de Trelew, en la Patagonia, María Sonia Cristoff lleva dos décadas construyendo pieza por pieza uno de los proyectos narrativos más singulares dentro y fuera de la literatura argentina. Sus libros, como artefactos que se recrean en el extrañamiento y en la encrucijada, que celebran la condición de extranjería en cualquiera de los géneros convencionales, participan al mismo tiempo de la narrativa, el ensayo y la conjunción de elementos dispares que enriquecen el relato al tiempo que lo sabotean, o que lo enriquecen precisamente porque lo sabotean. Su obra presenta la convicción de que no se puede seguir escribiendo en el siglo XXI como se hacía en el XIX, de que la literatura no debería descansar sobre lo ya hecho sino persistir siempre en la búsqueda de nuevos modos de contar. Con esos presupuestos, otros autores desembocarían en textos de experimentalismos solipsistas o alardes de originalidad, pero la literatura de Cristoff no es solo sorprendente sino legible, no titubea en la crítica incisiva y a la vez es verdaderamente disfrutable.
La idea de la literatura entendida como una forma de exploración y desplazamiento, como una herramienta de desestabilización, se traslada al contenido de sus obras. El viaje y el movimiento han estado en el centro de sus reflexiones, desde las antologías que ha editado (como Acento extranjero: dieciocho relatos de viajeros en la Argentina, de 2000, o Pasaje a Oriente. Narrativas de viajes de escritores argentinos, de 2009) y desde su primer libro, Falsa calma (2005), que es la crónica de un regreso a la Patagonia y de una serie de caminatas por sus pueblos olvidados. Ocurre lo mismo en su siguiente libro, Desubicados (2006), donde una mujer deambula por el zoológico de Buenos Aires y encuentra una complicidad con los animales cautivos, y por supuesto en Bajo influencia (2010), que narra la relación que van tejiendo durante sus paseos por la ciudad Tonia, una adicta al trabajo, y Cecilio, una suerte de artista paseante. Mara, la protagonista de Inclúyanme afuera (2014), también se fuga de su vida urbana para refugiarse en el silencio de un pueblo. Tampoco pueden dejar de caminar los personajes de Mal de época (2017): un hombre misterioso que regresa a su país y Albert Dadas, un obrero francés del XIX y un pionero de la manía deambulatoria. Y en su último libro hasta la fecha, Derroche (2022), Vita idea su plan contra la burguesía local durante sus caminatas nocturnas.
El impulso del tránsito no puede deslindarse de otras preocupaciones que atraviesan a su vez la obra de Cristoff, como son el tema del trabajo, la pregunta por la condición y la práctica del arte y las vidas de los animales. Todos estos asuntos son desgranados en el diálogo que se reproduce en estas páginas y que de algún modo es la continuación natural de dos conversaciones que mantuvimos –por supuesto, paseando– en 2023: la primera en el barrio madrileño de Malasaña y la segunda en el barrio bonaerense de San Telmo. En esta ocasión, la entrevista tiene lugar a la distancia, gracias a una videollamada que nos conecta de una ciudad a otra.
Es una lástima que esta no pueda ser una conversación peripatética porque a los dos nos gusta mucho caminar. La caminata es algo que recorre tu obra: aparece en Falsa calma , reaparece con el artista caminante de Bajo influencia y llega hasta tu última novela, Derroche , pero, sobre todo, es un asunto central en Mal de época , que está centrada en la manía deambulatoria de Albert Dadas. La deriva de los personajes, los paseos por la ciudad que instalan una nueva mirada y cuestionan las dinámicas del capitalismo… ¿De qué manera funciona esto en tu obra?
Creo que, en mi escritura, la idea de la caminata tiene más que ver con una manifestación de la neurosis contemporánea, del malestar de época, que con la mirada decimonónica y romántica del flâneur , que tal vez es la primera asociación que surge frente al término. Los dos libros míos en
los que reconozco más claramente un abordaje del tema de la caminata son Mal de época y Falsa calma . En este último, en el que recorro pueblos fantasma de la Patagonia, pueblos aisladísimos que por eso mismo se vuelven tenebrosos, al borde de lo gótico, hay un capítulo armado como una serie de caminatas que ahí llamo «circulaciones», y que en realidad eran paseos que yo hacía durante esas estadías como para soportar el encierro, como para no enloquecer yo también; eso de llamarlas circulaciones era un modo de confesar que daba vueltas en círculos como un guiño a quien lee, como diciéndole que no estaba segura de lograr abstenerme de esa locura que zumbaba por ahí. Caminar entonces para intentar sacarme de encima el agobio que me daba circular por esos lugares, escuchar esas historias. Eso realmente me
«En mi escritura, la idea de la caminata tiene más que ver con una manifestación de la neurosis contemporánea, del malestar de época, que con la mirada decimonónica y romántica del flâneur, que tal vez es la primera asociación que surge frente al término. Los dos libros míos en los que reconozco más claramente un abordaje del tema de la caminata son Mal de época y Falsa calma. En este último, en el que recorro pueblos fantasma de la Patagonia, pueblos aisladísimos que por eso mismo se vuelven tenebrosos, al borde de lo gótico, hay un capítulo armado como una serie de caminatas que ahí llamo «circulaciones», y que en realidad eran paseos que yo hacía durante esas estadías como para soportar el encierro, como para no enloquecer yo también»
pasó estando ahí, viviendo en esos lugares aislados, y después pensé que, además, era una buena experiencia para armar la voz narradora de Falsa calma , para armar su personaje.
Pero volviendo a la locura, y sobre todo a la caminata, esos dos ejes vuelven a juntarse en Mal de época , el libro en el cual la caminata, me parece, está más específicamente tematizada a partir de la historia de Albert Dadas, un francés del siglo diecinueve a partir del cual se le dio nombre al desorden mental que se manifiesta como un deseo irrefrenable de salir a caminar y no parar, realmente no parar. Dromomanía se llama, o manía ambulatoria. Descubrí el caso en una nota al pie de Mad travelers , un ensayo de Ian Hacking que estaba leyendo mientras preparaba una novela mía anterior, Bajo influencia , donde también, ahora que lo pienso, la caminata es un eje central, porque ahí un personaje se propone hacer de sus caminatas ociosas una obra de arte fácilmente insertable en el mercado para evitar la conminación familiar a buscarse un trabajo de oficina. Caminar entonces, también ahí, como una forma de evitar el encierro, en ese caso oficinesco, al precio que fuera. Algo parecido, aun -
que en una clave menos cínica, o menos irónica, le pasaba a este Albert Dadas que descubrí en la nota al pie, y que inmediatamente me fascinó por ser alguien que venía con los inicios de la psiquiatría en el siglo XIX, y que sobre todo me fascinó porque no era un poeta ni nada parecido, no era un privilegiado de ningún tipo sino un trabajador de una empresa de gas en Bordeaux, alguien saturado por la rutina laboral, por las presiones familiares de dedicarse al mismo trabajo que había tenido su padre y que tenían sus hermanos, por la casa matrimonial con adornos en el living, en fin, todos esos clásicos de la cultura, alguien que por momentos se rayaba con todo eso y se iba caminando, desaparecía durante días o meses. Hasta Bélgica e incluso Rusia llegó en sus deambulares, siempre siguiendo un impulso que a mí me parece muy próximo al de los personajes centrales de muchos de mis libros, al de casi todos diría, seres que suelen estar a contrapelo de la situación que les toca, siempre buscando la manera de armar alguna huida o algún sabotaje. Por eso tomé para Mal de época esa historia como material documental, por ese rasgo de Dadas de ir a contrapelo de las imposiciones sociales y cultura -
les, por eso de hacer de la caminata una especie de portazo, una declaración de que ya no se aguantan más ciertas cosas. La caminata como una forma de activismo, te diría.
La caminata desemboca en una resistencia frente al sistema, entonces, y ahí aparece otra de las preocupaciones de tu obra: la explotación laboral y la tiranía de la productividad. Es el tema central en Derroche , con la referencia a los textos anarquistas, la lista de accidentes laborales y el personaje de Vita, que habla de «la fantasía nociva del rendimiento»; y además en Bajo influencia , el personaje de Tonia está agobiada por el exceso de trabajo; y en Falsa calma la enajenación de esos personajes con los que la narradora se va encontrando está directamente ligada al desamparo laboral en el que los han dejado las privatizaciones petroleras de los años noventa en la Argentina. El trabajo es el mal de nuestro tiempo y parecería que la literatura no lo aborda con tanta frecuencia como debería…
A mí me pasa que no puedo concebir un personaje si no sé de qué trabaja, es decir cuáles son sus condiciones materiales de existencia, cuáles
sus campos de acción y de batalla, cuáles sus desvelos y obsesiones. El trabajo es, además, la gran pasión contemporánea, lo que habla bastante mal de nuestras pasiones, por cierto, y sobre todo de nuestros tiempos; es algo de lo que nadie puede escapar y, si lo hace, habitualmente es de un modo falso, ilusorio o siniestro, en el sentido de explotador. Por eso armé así a Vita, personaje central en Derroche . Quería una heroína contemporánea, alguien que, sin ser rica, encontrara la manera de evitar el yugo laboral, y que la encontrara de un modo heroico, es decir, sin recurrir ni a las rentas ni a la timba financiera ni la destrucción del planeta, por ejemplo, es decir, sin volvérseme antipática porque si no se me desarmaba como heroína. Así fue que di con ese sistema inventado por ella de montar performances para satisfacer los deseos de los burgueses del pueblo de La Pampa en el que vive, para después pasar a extorsionarlos. No es una tía buena, claro, pero sí heroica, porque no solo logra evitar el sometimiento laboral sino que gana dinero montando números que subyacentemente son una crítica a las taras burguesas. La adoro. En Derroche me di dos gustos,
Fotografía de Caro Pierri
te confie so: por un lado armar un par de personajes así, porque ese legado de Vita lo recoge luego el chancho jabalí al que ella crio desde pequeñito, y por el otro lado escribir una novela que terminara bien. Con Mal de época, la novela previa, había ido tan al fondo de la negrura, que en esta, aun con todo el contenido crítico que tiene, quería una historia que terminara bien. Y que manejara un tono satírico, de guiño cómplice, esperanzador, una especie de llamado a la insurrección colectiva.
Porque sin duda en paralelo a los trabajos alienantes están los trabajos que amamos, los generadores de identidad, de comunidad y también de modos de la insurrección. David Graeber habla de ellos en un libro que me fascina, Trabajos de mierda, donde distingue bien aquellos trabajos que son generadores de sometimiento, tanto de la especie humana como de otras, esos trabajos que en Derroche aparecen como artífices del extractivismo vital contemporáneo, de aquellos que son todo lo contrario, y donde señala la paradoja de que los primeros están bien pagos mientras los segundos no. Entre esta segunda serie, la de los trabajos que queremos, digamos, Graeber ubica a los enfermeros, los maestros, y los escritores de canciones de rock. De literatura en general, agregaría yo, aun sabiendo que es un sintagma como para discutir un buen rato. Y bienvenida la discusión. Hoy ya nadie discute, todo el mundo vocifera.
Ahora que mencionas esos extractivismos que arrasan el planeta, es imposible no pensar en el papel que ocupa en tu obra la reflexión sobre los animales y sobre el pacto de convivencia que establecemos con ellos. Están los animales del zoo en Desubicados , con quienes la protagonista reconoce una suerte de empatía, además de las historias de animales rebeldes contra el sistema que ella misma invoca como consuelo; están los caballos embalsamados en Inclúyanme afuera ; está el guaicurú Frito en Mal de época y está Bardo, el maravilloso jabalí en Derroche , que precisamente compone canciones de rock. En estas dos últimas novelas al menos los animales son los héroes y hay algo luminoso y vitalista asociado a ellos.
Fotografía de Gabriel Díaz
Mirá, yo nací en Trelew, una ciudad de la Patagonia, pero mi abuelo, un campesino búlgaro que emigró ahí entre las dos guerras, escapando del hambre, con el tiempo logró tener una chacra, y yo me crie entre esos mundos. Hablo de eso en el principio de Falsa calma. Por un lado, estaba la ciudad y, por otro lado, estaba el campo, esa Pequeña Bulgaria, con otro idioma, con los telares de mi abuela, con los olores distintos de la comida, las frutas sacadas directamente de los árboles, etcétera. Otra escenografía completamente diferente, con algún dejo de utopía. Yo de niña adoraba ir a jugar a un camino larguísimo flanqueado por álamos a ambos lados, y esconder por ahí muñecos que al día siguiente iba a rescatar como una exploradora en terra incógnita. Tenía muchísimos otros juegos: era también un terreno muy proclive al crecimiento de la imaginación, te diría. Obviamente ahí había muchísimos animales: el caballo, los perros, las gallinas, un puñado de ovejas: yo circulaba con y entre ellos, eran parte de mi vida, sus vidas y sus muertes me afectaban, me conmovían. Al no ser una granja de gran producción, los animales no entraban en esa zona de cosificación extrema típica de esos lugares y hasta tenían sus nombres. El tema de pensar las vidas humanas muy próximas a los animales, entonces, es para mí algo muy incorporado, forma parte de mi cosmovisión, incluso a pesar de la cantidad de años de vida urbana que tengo al día de hoy. El abordaje que hago en Desubicados (un ensayo narrativo en el cual una narradora agobiada pasa veinticuatro horas de tormento en un zoológico en el que siente que en ese sistema opresivo, que a su vez remite a tantos otros, los animales son sus cómplices) es para mí entonces una idea muy intuitiva, que surge antes siquiera de ponerme a pensarla, una idea muy ligada a ese yacimiento tan potente como desconocido a partir del cual escribimos quienes escribimos. Tal vez porque ocupa ese lugar en mi experiencia y en mi sensibilidad y en mi escritura (porque hay experiencias que, aunque atravesadas, no nos marcan en absoluto a la hora de escribir, eso lo explicó maravillosamente bien Henry James en «El arte de la ficción»), celebro que en los últimos años el tema se haya convertido en uno de los ejes de discusión del presente. Que no es lo mismo que ser un tema de agenda, aunque se los suele confundir. Las discusiones del presente se convierten en temas de agenda cuando quien escribe solo reproduce las máximas de época, los imperativos de la moda: la diferencia entre una cosa y otra para mí está en el abordaje. De las agendas hay que huir, claro está. Pero no de las
discusiones sobre el presente: de hecho, es una de las razones por las que escribo, me interesa discutir con el presente sin por eso dejar que el presente me imponga su doxa. Por eso últimamente me molesta que, en paralelo a estas bienvenidas discusiones sobre lo animal, sobre la convivencia interespecie, surja también una especie de «animalómetro», como una policía que llega para imponer una nueva doxa, para certificar cuánto y cómo de bien co«Creo que sí, que es cierto lo que decís, la mala versión de los paratextos conduce a un aumento de la mala autoficción, pero no por eso creo que toda autoficción sea mala. En esa línea, de hecho, hay textos extraordinarios como los de Annie Ernaux, entre los cuales para mí Memoria de chica es insuperable, o como Autobiografía del algodón, de Cristina Rivera Garza, o El vestido blanco, de Nathalie Léger, o El corazón del daño de María Negroni, o El trabajo de los ojos de Mercedes Halfon, o Nueve noches de Bernardo Carvalho, y tantos otros»
nociste a los animales, cómo debés aproximarte a ellos y cómo no, etcétera. A ver, a ver. Me interesa la discusión, insisto, por eso no me gusta la policía literaria. Y, además, mal que nos pese, estos nuevos requisitos del programa para hablar de lo animal y de otras especies, simplifiquémoslo así, son también tremendamente antropocéntricos: quienes hacen lecturas policíacas deberían saberlo. Entonces, me parece perfecto que la literatura aborde estas cuestiones, pero también me parece crucial dejar que ahí se armen los entramados y asociaciones libres y eclosiones y contradicciones que justamente hacen de la literatura un discurso que expande sentidos, que nos enfrenta a lo ambivalente, lo insoportable, que cuestiona de modos diversos: la literatura no puede ser un discurso ejemplar, que reproduzca la moral de la doxa, aun de la progresista. Qué aburrimiento, qué tirria. Al menos en mi caso, que escribo para olvidarme de la doxa, del lugar común y, fundamentalmente, para no aburrirme.
Ahora que mencionas eso, ¿cómo te relacionas con ese ser social en el que te conviertes, cuando no estás escribiendo, durante las interacciones con el campo literario?
A veces el oficio (o el trabajo, buen tema de discusión) me enfrenta a una pertenencia un poco compleja. Cuando me veo demasiado cerca de la parafernalia de los festivales y las fotos, me pongo un poco arisca, me digo que el arte tendría que ser otra cosa, pero no por eso estoy postulando ni apoyando las versiones contemporáneas de las torres de marfil, para nada. El tema es que ahora a quienes escribimos se nos empuja a participar del espectáculo permanentemente: en ferias, sí, pero si lográs quedarte en tu casa también en el videíto, en el posteo, en la cosita. En fin, estamos obligados a una generación constante de performances y de paratextos, a eso voy. Y como por lo general quienes escribimos no somos dramaturgos ni nada parecido, generalmente nos convertimos en personajes previsibles y aburridísimos. Cuanto más «originales» nos creamos, peor. En fin. Y los paratextos asociados: todo un tema. Creo que, tan entrado ya el siglo XXI, tan extendido el uso de redes, tan naturalizado el espectáculo, quienes escribimos deberíamos tener más en cuenta el hecho de que ciertos paratextos, ciertos discursos nuestros (en charlas, en entrevistas, en videítos, en lecturas y etcéteras) se adosan a nuestras novelas, nuestros ensayos, nuestra poesía, nuestra obra, digamos, y entonces prestar un poco más de atención al asunto. Muchas veces descarto leer a determinados autores
precisamente por lo que leo en esos paratextos, por lo que veo en esas performances. Hay como una cosa muy actual de plegarse a mucho de todo eso, pero a la vez muy anacrónica, muy del siglo XX, muy de pensar esas performances y paratextos separados de la obra, porque de otro modo no se entiende que le hagan tan mal a sus escritos. En fin. Que hay que barrer con la falsa espontaneidad en la literatura lo sabemos ya hace rato, Calvino lo dijo tan bien, ahora lo que hay que hacer es barrer la espontaneidad con estas otras formas asociadas a la escritura también: guardarse más, pensarlo más. Eso es lo que propongo. Porque resulta que esos espacios paratextuales pueden ser muy buenas plataformas para discutir la práctica literaria, para ver cuáles son sus rumbos, sus batallas, para plantearse algún que otro sabotaje al sistema en vez de plegarse alegremente a los imperativos del sistema, de la industria, en vez de hacerles el juego permanentemente. Insisto: no por eso estoy defendiendo el ostracismo elitista, ni mucho menos cayendo en la inocencia de pensar que se puede pertenecer al mundo literario sin estar inmerso en el mercado; lo que propongo es que circulemos ahí, claro que sí, pero sin perder el sentido crítico, sin abandonar la lucidez de la sospecha, sin ejercer formas de la pertenencia a contrapelo, sin subirnos acríticamente a todos los trenes. Usar esos lugares de enunciación para ejercer algunas de las microrresistencias de las que habla De Certeau, inventarnos tácticas de desacato, cuanto más sutiles mejor.
Esos paratextos de los que hablas orbitan con frecuencia en torno al yo de los escritores. ¿Crees que todo eso retroalimenta en cierto modo la hipertrofia que ha experimentado la literatura del yo en estos últimos años, generando textos sin voluntad de estilo en detrimento de la literatura de la imaginación?
Creo que sí, que es cierto lo que decís, la mala versión de los paratextos conduce a un aumento de la mala autoficción, pero no por eso creo que toda autoficción sea mala. En esa línea, de hecho, hay textos extraordinarios como los de Annie Ernaux, entre los cuales para mí Memoria de chic a es insuperable, o como Autobiografía del algodón , de Cristina Rivera Garza, o El vestido blanco , de Nathalie Léger, o El corazón del daño de María Negroni, o El trabajo de los ojos de Mercedes Halfon, o Nueve noches de Bernardo Carvalho, y tantos otros. Textos que hacen de la experiencia personal un puntapié para después cobrar una dimensión narrativa o ensayística tremendamente potente, riquísima, textos que además salen de la órbita de lo priva -
do para abrirse a lo colectivo. Para eso es necesario algo que en todos esos textos se ve, que es un trabajo profundo con la forma, es decir con la distancia, es decir con la dicha de crear un artefacto que vaya más allá de nosotros, que nos sorprenda, que no nos haga caso, que sea un libro que no dominamos del todo, que nos haga entrar en capas insospechadas. Además de ser necesario un gran trabajo con el psicoanalista, claro, como para no tratar de resolver en un libro lo que debe ser resuelto en otro lado. Gran parte de esa distancia para mí necesaria para que haya literatura tiene que ver con el abordaje que hagamos de la experiencia propia: en el seminario de no ficción que imparto a alumnos de Maestría, les digo siempre que cuiden de que la experiencia personal no funcione como un alud, una especie de memoria intrusiva que nos va dictando al oído qué decir: a esa mala versión de la experiencia hay que contrarrestarla trabajando la forma por un lado y, por el otro, entregándose a indagaciones que vayan más allá de la experiencia empobrecedora de papá-mamá y demás cercos burgueses.
Entonces es una cuestión de reflexionar sobre la forma y de someter a ella la posible experiencia biográfica. En ese sentido, tu obra piensa mucho la forma y a partir de eso has enarbolado esa poética híbrida (la «narrativa mula», como la llamaste en un artículo publicado en esta revista en julio de 2024). Un libro tuyo como Desubicados, por ejemplo, está a medio camino del ensayo y de la novela. En general, toda tu obra tiene algo de collage de materiales heterogéneos, de trabajo entre la ficción y el material documental. ¿Cómo llegaste, en tu evolución como escritora, a la poética que defiendes ahora? He llegado hasta aquí pensando mucho la «forma novela», te diría. Mirá, yo estudié en la Facultad de Letras en Buenos Aires, que siempre tuvo una orientación de lo más experimental, donde leíamos todo el tiempo los textos más raros del siglo XX, que todos sabemos que fueron muchos y divinos, pero después ocurría que yo me ponía a escribir y me encontraba con que me salía la estructura tradicional,
el personaje, el nudo, el desenlace. Cómo puede ser, me preguntaba, ¿acaso eso de la forma tradicional de la novela nos viene con la leche materna? Tengo tres novelas escritas antes de Falsa calma, todas sin publicar porque en el fondo me parecía que respondían a ese esquema. Busqué mucho tiempo una alternativa, y en ese punto para mí dejar entrar lo documental fue una revelación. Además, yo tuve un encuentro con lo documental muy literario, porque en un momento dado, harta de que las novelas me salieran así, de tener que trabajar de profesora en colegios secundarios y muchas otras cosas que me resultaban agobiantes, decidí que no valía la pena y rompí con todo. Tenía treinta años recién cumplidos, me fui al sur más sur de la Argentina, al medio de la Tierra del Fuego, y comencé a trabajar de traductora con los diarios ma-
Fotografía de Caro Pierri
«A mí me pasa que me seduce mucho una historia no ficcional y me meto en ella por completo, y me voy
enganchando
con muchas de
sus
derivas,
pero después tengo que tomar distancia y preguntarme qué función cumple cada elemento que voy encontrando en ese constructo llamado novela que estoy armando. En realidad, la propia forma del libro me va diciendo lo que necesita, lo que cumple y lo que no cumple ninguna función: el artefacto mismo
que
voy creando
empieza
a tomar decisiones y a imponer sus reglas,
esa es una
de las bellezas de escribir»
nuscritos de un viajero inglés que había vivido allí. En paralelo, me puse a leer relatos de viajeros que había en esa biblioteca medio vetusta de la estancia en la que vivía y trabajaba, y ese encuentro con esos materiales documentales, con ese archivo, fue una experiencia extraordinaria, que me deparó más de uno de esos momentos «satori» de iluminación. Entonces pensé que, teniendo en cuenta el hecho de que siempre leí muchísimo para escribir mis libros, materiales concretos que giran alrededor de los temas o personajes o tópicos sobre los que voy escribiendo, lo que iba a hacer era incorporar algo de ese material documental a la escritura, como revelando las bambalinas, como abriéndola a voces de otros, como interrumpiendo la trama cerradita que tanto reclama el mercado y las instituciones legitimadoras, como sacando a la literatura del pedestal de los terrenos idealizados de la imaginación pura y el misterio, y entonces se fue armando una poética a partir de ahí, una línea que va tomando entonaciones y combinaciones distintas en cada uno de mis libros, pero que en el fondo siempre tiene algo de persecución de alguna pregunta o serie de preguntas, de componente ensayístico. Me gusta hacerme preguntas de ensayista y responderlas con la forma narrativa, eso es lo cierto. Narrar y pensar son dos cosas que para mí van unidas.
¿Cómo haces entonces durante el proceso de escritura para encontrar el equilibrio entre el archivo y la invención? Porque el archivo es infinito y con tu pasión
podrías no terminar nunca de documentarte. Hay un punto en el que tienes que cerrar ese proceso y permitir a la imaginación rellenar los huecos.
¡Ese es el gran tema! ¿Cuándo parar? ¿Cómo hacer para que el documento no termine provocando también un alud como el que mencionaba antes? Porque ocurre que un caso particular te va llevando a otro y a otro. A mí me pasa que me seduce mucho una historia no ficcional y me meto en ella por completo, y me voy enganchando con muchas de sus derivas, pero después tengo que tomar distancia y preguntarme qué función cumple cada elemento que voy encontrando en ese constructo llamado novela que estoy armando. En realidad, la propia forma del libro me va diciendo lo que necesita, lo que cumple y lo que no cumple ninguna función: el artefacto mismo que voy creando empieza a tomar decisiones y a imponer sus reglas, esa es una de las bellezas de escribir. Puede haber un personaje secundario que encontré en el proceso de documentación y que me vuelve loca, que me encanta, pero después, cuando intento introducirlo, el artefacto me lo escupe. Eso es lo bueno de crear un texto, recordar que es algo con vida propia y no un simple apéndice de una misma.
Frente a las novelas acomodadas y a los lectores acomodados, y sobre todo frente a una industria acomodada, los textos que experimentan, que buscan y se arriesgan, quedan con frecuencia arrinconados en
los cajones de sastre, catalogados como perversiones para raros. No en vano se habla ahora de la novela literaria, y lo que hasta hace poco hubiera sido un pleonasmo parece en buena medida un oxímoron, viendo la mayoría de textos que son sancionados como interesantes. Yo no sé si esto pasa igual en otros ámbitos artísticos fuera de la literatura…
Me parece un fenómeno ligado a la cara más antipática de las redes, que es la que pone a la cantidad como valor supremo. No es raro que hoy alguien elogie a otro alguien usando como argumento el número de seguidores que tiene, y esto hablando dentro del terreno literario. No solo elogie: elija para su catálogo, selecciones para el festival, para la mesa redonda, para el premio, etcétera. Está claro que las poéticas que van por el lado de la búsqueda, de la experimentación, y las autoras y autores con menos ganas de plegarse al espectáculo, claramente quedan relegadas cuando ese criterio se impone. Así fue siempre, de hecho, solo que la cantidad no tenía el mismo prestigio, es más, no tenía ninguno, era precisamente lo que había que evitar, y entonces algunas figuras legitimadoras dentro del ámbito iban contra eso, tenían más argumentos para apostar a otra cosa (sin dejar de pensar que en algún momento esa otra cosa podía ser un boom, claro, no estoy idealizando ninguna situación, solamente apoyando algunas apuestas).
Tengo la impresión de que muchas de esas figuras están hoy un poco anonadadas por la presión de época, por el imperativo del rédito económico inmediato, un poco debilitadas por esta última coartada del mercado para imponer otro de sus momentos triunfales. Por suerte no son todas, por suerte sigue habiendo quienes toman sus riesgos, quienes batallan contra el aplanamiento y la banalidad en la literatura.
Para terminar nuestra conversación de regreso a la literatura, quisiera preguntarte qué andas leyendo por placer y qué libros te han acompañado como lectora a lo largo de tu vida, esa balda de los libros más queridos, independientemente de que sean o no los más afines a tu poética.
Por puro placer últimamente no leo nada, la verdad, porque antes de llegar a eso se me imponen las pilas de cosas por leer ligadas a las clases que doy, los jurados en los que estoy, los textos a pedido que prometo, etcétera, lo cual para nada quiere decir que no encuentre placer entre esas lecturas. No es lo habitual, pero a veces me pasa. Y además, no sé si una escritora puede leer ya por puro placer, por-
que si no está haciendo esas cosas está leyendo por su proyecto: el placer aparece por esos pasadizos mientras una hace esas tantas cosas.
Y entre los libros más queridos, uy, son tantos, puedo nombrar algunos mientras seguramente me olvido de tantos otros, libros que para mí ya entran en categoría de clásicos, como Eisejuaz de Sara Gallardo, Pubis angelical de Manuel Puig, A contrapelo de J.K. Huysmans, Esto no es una novela de David Markson, Los anillos de Saturno de Sebald, Muerte en Persia de Annemarie Schwarzenbach, Cárcel de mujeres de María Carolina Geel, Un retrato para Dickens de Armonía Somers, Agua viva de Clarice Lispector, El zorro de arriba y el zorro de abajo de José María Arguedas.
Fotografía de Gabriel Díaz
SEGUNDA VUELTA
Diario de un canalla, Burdeos 1972, de Mario Levrero: amor y apuntes de la primera persona guardados en la nevera.
por
Juan Domingo Aguilar
E« del libro, y que tendrán una considerable influencia sobre su manera —y años después en la de muchos otros— de escribir. Textos que, a pesar del margen temporal que los separa, pueden y deben ser leídos como partes de una misma secuencia y en los que nos encontramos ante todos los símbolos y el imaginario que, de una manera u otra, aparecerán de manera continuada en sus libros de carácter más íntimo y auto confesional.
sto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida» escribe Mario Levrero en la página veinticinco de Diario de un canalla, una oración que resuena como un disparo en la noche y que funciona como mantra vital, como una apuesta clara por habitar el mundo de manera literaria. Escojo a propósito esta frase, porque desde la primera vez que la leí no he conseguido sacármela de la cabeza, porque de alguna manera podría servir como brújula para todos aquellos que alguna vez hemos sentido una obsesión parecida, ya sea a nivel poético o narrativo, con el hecho de volver, por mucho que nos alejemos, al mismo punto vital y literario y que va, de manera irremediable, ligada al deterioro de las relaciones humanas, el paso de los años y la manera de intentar narrar todo esto a través de la primera persona. Una oración que también parece una súplica de alguien resignado que reza sin ningún tipo de fe depositada en que las cosas cambien, limitándose a aceptar su vida como es: anecdótica.
Sé que lo habitual es citar la mítica La novela luminosa cuando se habla de Levrero por representar de manera paradigmática la personalidad literaria del autor, pero en este caso, quiero poner el foco en cómo todas las cuestiones que conforman el universo levreriano también aparecen de manera condensada en el que, para mí, es uno de los libros fundamentales de este genial autor que en algún momento extravió tanto el apellido Varlotta como las etiquetas para definir su obra: Diario de un canalla, Burdeos 1972, dos novelitas cortas que son fruto de dos grandes aventuras vitales de su protagonista, una por amor y otra por necesidad, como indica Marcial Souto en el prólogo
***
He escrito «auto confesional» y se me ha erizado un poco la piel por mi hipocondría, aspecto vital que comparto con Levrero, por mi miedo crónico a etiquetar cualquier tipo de obra que se aleje un mínimo del canon más ordinario establecido por la academia para definir los distintos «géneros». Tengo a mano el libro, la edición de Random House que se publicó en el año 2015 y que lleva, sobre la portada, la imagen de una máquina de escribir sobre la que se sitúan dos ojos, me gusta pensar que los de Antoinette, la amada pasajera por la que el protagonista del libro de Levrero se marcha de aventura hasta Burdeos dejándolo todo y —aunque sea momentáneamente— escapando de sus achaques y traumas, de sus fantasmas, hasta que pasan los primeros días tras haberse instalado en la ciudad francesa.
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La cronología y la vida son confusas. Siempre lo son. Sobre todo, si nos referimos a Jorge Mario Varlotta Le-
«Me interesan libros de algunos autores como Mercedes Halfon o Luis Chaves, en los que se plantea un pequeño viaje por un mapa geográfico familiar y en el que la ausencia, los vínculos afectivos, la música, los acentos y hasta lo político se mezclan conformando un único escenario posible: nuestra vida. Obras de autores claramente influenciados por la vertiente levreriana más íntima, por estos libros canallas que deslumbran y cuyos destellos se escapan antes de que podamos atraparlos, como los objetos perdidos que se esconden en antiguos galeones piratas en el fondo del mar»
vrero. Por eso hay quienes optan por dividir las obras levrerianas en varias trilogías, como la llamada «Trilogía luminosa», compuesta por varios libros con forma de diario escritos entre 1984 y 2001, abarcando títulos como Diario de un canalla, Burdeos 1972 o La novela luminosa, algo que facilitaría la comprensión de esta tendencia más íntima del autor uruguayo. Pero frente a autores como Mario Levrero es difícil establecer un criterio fijo a la hora de intentar clasificar su obra. Lo mismo ocurre con otros nombres como Felisberto Hernández o Armonía Somers, hermanados con Levrero en esa estética que podríamos denominar melancólica, pero al mismo tiempo outsider y rara, apuestas literarias bastante únicas y particulares. Islas dentro de la literatura pero que a su vez han funcionado como vaso conector con las generaciones posteriores. Autores ermitaños, situados fuera del mercado, en el margen, que van de lo micro a lo macro desde una perspectiva muy personal y que en nuestra cabeza imaginamos escondidos entre revistas en viejas librerías llenas de polvo o rodeados de una cierta neblina provocada, a veces, por esas nubes que bajan tanto que se sitúan casi sobre la playa y, otras, por los vapores de la nevera rota, mezcla de hielo y suciedad, que habita sus cocinas desde hace meses y que siempre olvidan arreglar.
su amigo Jaime Poniachik. Levrero descubriría que era capaz de tener una vida normal, incluso ordenada, con un sueldo decente y cumpliendo con un horario fijo de oficina. A esto hay que sumarle que sus coetáneos argentinos conocían y valoraban su obra más que en su país natal. Sin embargo, pese a su buena relación con Buenos Aires, arrastraba dos cargas que no le dejaron nunca tranquilo: la obsesión por las secuelas de la reciente operación a la que se había sometido y el comienzo de un libro para quitarse de encima el miedo a la muerte. La historia de Levrero en este punto es la de alguien que, tras cruzar un océano entero en busca del amor, persiguiéndolo como un detective por cada calle y dislocado por los efectos intensos y habituales que este hechizo ejerce en todos nosotros y, de manera especial, sobre los que escribimos, lo que encuentra es otra manera de narrar estas experiencias convirtiendo la propia escritura en un asunto de amor y odio hacia él y el propio oficio.
Es este momento el que me interesa, este instante preciso en el que quiero detenerme. Esa imagen de Levrero viviendo, por primera vez, cómodamente desde hace un par de años, pero sin apenas tiempo para escribir. Esta situación será la que tendrá como consecuencia que descubra el formato de diario para afrontar sus novelas, una solución que le permite transmitir cualquier cosa de manera más directa y fresca, sin parafernalia ni ornamento, como una conversación tú a tú con el lector y también con él mismo. Es de ahí, de ese factor en el que se unen la falta de tiempo y la marcada necesidad económica —algo que nunca está de más destacar en el ambiente literario donde se intenta, de cuando en cuando, vender como innovadores los libros más largos como si fuera un factor que no estuviera directa e históricamente relacionado con las posibilidades económicas— de donde sale Diario de un canalla como libro fundacional y también su apuesta posterior por este tipo de estructura, que seguirá creciendo hasta el Diario de la beca que sirve de larga introducción a La Novela Luminosa.
La cronología y el amor son confusos. Siempre lo son. Por eso, a pesar de que Jorge Varlotta detestaba viajar y alejarse de su barrio, después de su alocada aventura francesa con Antoinette, se muda a Buenos Aires en 1985 y empieza a trabajar en un par de revistas de crucigramas de
Pero entonces: ¿ante qué tipo de obra nos encontramos cuando abrimos este librito? ¿Por qué deberíamos leer Diario de un canalla, Burdeos 1972? ¿Hablamos de una
novela? ¿De crónica? ¿De relato de no ficción? ¿De un diario? Lo cierto es que nos da igual lo que sea, esa es la clave: Levrero difumina los límites entre los géneros y crea un discurso propio y libre de pretensión capaz de centrarse en aspectos ínfimos de su vida hasta convertirlos en universales y relevantes. Me gustan los libros que se centran en lo pequeño, que con muy poco son capaces de hacer mucho. Como las crónicas tan personales que hace Leila Guerriero o eso que escribe Gonzalo Maier y que denomina «cositas» en un tono irónico pero reivindicativo. Me interesan libros de algunos autores como Mercedes Halfon o Luis Chaves, en los que se plantea un pequeño viaje por un mapa geográfico familiar y en el que la ausencia, los vínculos afectivos, la música, los acentos y hasta lo político se mezclan conformando un único escenario posible: nuestra vida. Obras de autores claramente influenciados por la vertiente levreriana más íntima, por estos libros canallas que deslumbran y cuyos destellos se escapan antes de que podamos atraparlos, como los objetos perdidos que se esconden en antiguos galeones piratas en el fondo del mar.
Lo cierto es que tanto la poesía como la narrativa, aunque sea confesional o con un formato más fragmentario o de diario, conserva un alto grado de ficción, ya que todos ficcionamos cualquier acontecimiento desde el momento en que ordenamos el mundo con palabras. Desde que ponemos algo por escrito, se modifica su propia naturaleza en función de nuestro imaginario, nuestra herencia cultural y social, nuestro posicionamiento y nuestra visión del mundo. Del mismo modo que cuando recordamos, los recuerdos «verídicos» se mezclan con imágenes ficticias generadas por nuestra propia mente, ya que siempre que recordamos estamos, en parte, ficcionalizando sentimientos, apariencias y hechos. Imaginamos e inventamos partes de eso que algunos se empeñan en llamar «realidad».
Esta idea no es nueva, ni siquiera es mía, se la robo siempre que puedo a Enrique Vila-Matas, quien contestó en una entrevista que: «Nabokov dijo que la ficción es ficción y calificar a un relato de historia verídica es un insulto al arte y la verdad. «Realidad» es una palabra que debería escribirse siempre entre comillas». Vila-Matas, autor que, por cierto –y soy de los que cree con firmeza que en la literatura como en la vida no hay espacio para las casualidades– cita varias veces a Levrero en su libro Impón tu suerte (Círculo de tiza, 2018), catalogándolo como uno de esos escritores «que se la juegan», generando toda una genealogía simbólica de autores periféricos, arriesgados y solitarios y escogiendo para ello la frase con la que abría esta pieza: «empecé a detectar escritores que, al escribir, se la jugaban. Toda la vida los he detectado, y eso me ha ayudado a discernir entre artistas y no artistas. El último que detecté fue Mario Levrero: “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”». ***
Pero entonces, más allá de citas e intertextualidades, volvemos, como siempre, al mismo punto: ¿Por qué deberíamos leer todos a Mario Levrero? Porque es capaz de convencernos de que los aspectos más aburridos y normales de nuestra vida pueden convertirse en algo cargado de literatura, casi poético, como las manchas de grasa que brillan en las esquinas del microondas y que de lejos parecen perlas escondidas en el océano. Porque la a escritura de Levrero en Diario de un canalla y Burdeos 1972 es una escritura sobre la búsqueda del amor, sobre su ausencia y lo que ocurre entre medias, durante esos días grises en los que el protagonista de ambas historias permanece tumbado en la cama, mirando el techo, cargado de ansiedad y esperando que algo suceda. Una búsqueda romántica, en el mejor de los sentidos, que mezcla la neurosis con la necesidad de experimentar algún sentimiento intenso que nos arranque del tedio diario de mudanzas, falta de dinero y ventiladores que comprar cuando arrecia el calor en verano y casi no podemos respirar. Una búsqueda que tanto el personaje como el autor mantuvieron a lo largo de toda su vida, como demuestra la relación de Levrero con Alice Hoppe, a la que también conocemos como «La doctora» o su «Princesa», el gran amor de su vida, a la que siempre volvía después de cada momento de euforia desmedido. También mueren los lugares donde fuimos felices, escribió Julio Ramón Ribeyro, otro autor emparentado con Levrero por su perfil huraño y solitario, por difuminar los límites entre literatura y vida, pero quizá no mueran si esos lugares en realidad son personas, como el caso de Alice y todas las cartas que el autor uruguayo le escribió entre 1987 y 1989 y que expanden, todavía más, ese deseo por desbordar los géneros y que la literatura inunde hasta los elementos más rutinarios vinculados con la vida. ¿Por qué leer a Levrero? Una simple razón: porque está al alcance de pocos creerse insignificante y ser gigante, y todavía de menos, escribir de manera que parezca fácil hacerlo. ¿Por qué leer a Jorge Mario Varlotta Levrero? Porque su obra es pequeñita y única, pero al mismo tiempo universal, como una diminuta hormiga que se desvía del rumbo marcado por la fila, mientras que las demás cargan con un trozo de pan y avanzan seguras de su camino. Porque su escritura aborda lo irrelevante hasta convertirlo en algo trascendente: en una oda a todo lo que pasa cuando no pasa nada. Porque no nos fastidien más con el estilo ni con la estructura, por favor, dense cuenta de una vez de que algunos, en esto, nos jugamos la vida.
Los tenis de Emilio Renzi
y la ficción suprema
NA Roberto
adie los había visto: un par de tenis colgados de un cable de luz una calle antes de llegar al hotel. ¿Cuánto tiempo llevaban suspendidos en el aire? En México decir «colgó los tenis» significa que alguien ha muerto, una señal silenciosa de las bandas callejeras sobre el barrio. Era 2011, y Xalapa se había vuelto una ciudad peligrosa. El ejército patrullaba las calles—consecuencia directa de la guerra contra el narcotráfico que el presidente saliente, Felipe Calderón, había llevado hasta el último rincón del país—, mientras los narcotraficantes recorrían las avenidas en camionetas blindadas. Las balaceras, las desapariciones, los taxis incendiados y las decapitaciones eran parte del paisaje cotidiano. Nosotros éramos un pequeño grupo de amigos, estudiantes de lengua y literatura, inmersos en lecturas desordenadas, pasiones y placeres desbordados. Sentíamos una debilidad especial por ciertos autores, y nos resultaba
más gratificante pasar la noche en vela con un libro ajeno al programa académico, que seguir las lecturas impuestas por los profesores. Hablábamos de Roberto Bolaño y Joseph Conrad; de Jerzy Andrzejewski y Marina Svetaieva; de Fogwill, Silvina Ocampo, Anne Carson, Tomás Segovia, Virginia Woolf o Sylvia Plath, con gran devoción. Nos impulsaba ese apetito febril de la juventud: la necesidad no solo de leerlo todo, sino también de vivir de una manera más «literaria». De algún modo, construimos nuestra propia ficción en aquella ciudad. Seguramente no ocurrió así. La memoria tiende a revestir los recuerdos con una melancolía que transforma la realidad en nuestro relato particular.
Me inscribí como voluntario en aquella edición del Hay Festival para tener la oportunidad de estar cerca de escritores, porque en aquel entonces creíamos que estar cerca de ellos era como aproximarnos a su escritura. (Fue en otra emisión del festival donde comprendí que a veces es mejor no conocer a los escritores que admiras). Entre los invita-
dos recuerdo a Martín Caparrós, el padre Solalinde, Sergio Pitol, Margo Glantz, Alfredo Bryce Echenique, Mario Bellatin, Masoliver Ródenas, Cristina Fernández Cubas, Brian Niessen, Richard Ford y Rodrigo Rey Rosa. Yo me había apuntado como voluntario al festival para conocer a Ricardo Piglia (1941-2017).
Llegué a Respiración artificial y Formas breves gracias a Roberto Culebro, ensayista y poeta. Una noche, en la terraza de su apartamento, me mostró una conferencia en YouTube donde Piglia habla sobre Borges cuentista. Después, me prestó Formas breves, y así comenzó una complicidad que me unió más a la literatura argentina. El tiempo, la política y la vida interior son elementos inseparables de la idea de escritura en Piglia. Los relatos se entrecruzan y el discurso visible oculta una historia latente. Esa segunda historia, que palpita bajo la trama principal, se convierte en el centro de su visión: se trata de la vida y nuestra capacidad de narrarla como la ficción suprema.
En Respiración artificial (1980), Piglia, o Emilio Renzi, o Ricardo Emilio Piglia Renzi, articula la narrativa de un país en constante tensión y transformación. Tanto esta como sus novelas posteriores (La ciudad ausente, Plata quemada, Blanco nocturno y El camino de ida) no aspiran a ser novelas totales o una obra única e inamovible, sino proyectos en permanente construcción, como lo son también sus diarios. Se trata de una intervención cultural, casi quirúrgica, que expone los silencios impuestos por el poder y la ideología. La genealogía que más le interesa a Piglia está integrada por narradores como Roberto Arlt, Macedonio Fernández o Wiltod Gombrowicz, escritores incompletos, oscuros, oblicuos, con textos que escapan de las formas tradicionales.
En El último lector, por ejemplo, explora la figura del lector como cómplice, alguien que participa activamente en el desciframiento de lo no dicho. La literatura se convierte en una suerte de conspiración, donde cada detalle —como en la novela policial— es una pista hacia la verdad. El secreto para Piglia refleja las complejidades de lo humano. Lo inexplicado y lo silenciado conforman el trasfondo del relato, y allí el lector se juega su visión del mundo.
Roberto era el encargado de acompañarlo a dar un paseo por la ciudad. Nuestra tarea era seguir a los escritores como sombras. No recuerdo bien cómo sucedió, pero luego de insistirle que me llevara con ellos, con una resaca infernal y un entusiasmo desmedido, terminamos los dos en un taxi con Ricardo Piglia, que quería visitar librerías. La mayoría estaban cerradas u ocupadas vendiendo en las sedes del festival. Avergonzados, lo único que pudimos ofrecerle fue una librería de viejo, casi vacía, con pocos libros en las mesas: algunos ejemplares infantiles, best-sellers y textos escolares.
Durante el viaje de ida, le confesamos nuestra devoción por la literatura argentina. Sí, Arlt y Borges, pero también
Sarmiento, Saer y la poesía de Gianuzzi, Chejfec y Temperley. Deliberadamente, omitimos a Aira y Fogwill. Cuando mencionamos a Cortázar, como quien abre un cofre, Piglia nos ofreció una perla: «Bien mirado, Rayuela está influenciada por Los subterráneos de Jack Kerouac». El jazz, el amor imposible, la mujer idealizada, el vagabundeo por bares con amigos, la vida desenfrenada y angelical de una época. Nos pareció toda una revelación. «Alguien debería escribir un ensayo sobre los puentes que se tienden entre ambas novelas y toda una generación de lectores latinoamericanos», nos dijo. «Yo ya no lo haré, pero se los dejo a ustedes, muchachos».
La librería estaba prácticamente vacía. Piglia se perdió entre los estantes mientras Roberto y yo, nerviosos, cuchicheábamos por haberlo llevado a un lugar tan desangelado. Pasamos cerca de una hora buscando algo que pudiera interesarle, mientras él revisaba cada mesa con detenimiento. Al final, apareció con un libro en las manos: La historia de los Assasins. «Es la lectura perfecta para el avión de vuelta a Princeton», dijo. La portada era kitsch, negra, con una ilustración al estilo de los cómics de Conan. No recuerdo el autor, pero sí la fascinación con la que Piglia habló de los nizaríes, una secta medieval de Oriente Medio famosa por sus asesinatos selectivos. Comprendí entonces que, para Piglia, la literatura representaba un archivo, no como lugar estático, sino como construcción en movimiento, donde el escritor se entrega a la tarea de buscar y ensamblar las piezas sueltas.
De vuelta al hotel hablamos de Boca y River; sobre la situación en México y sobre literatura mexicana. Aunque la conversación era trivial, la forma en que Piglia se entregaba a la charla nos hacía sentir inmersos en un campo de fuerza donde la vida y su sentido estético se desplegaban. Roberto habló de Chejfec, y yo de Viel-Temperley. Le conté que había elegido Crawl en lugar de Hospital Británico para hacer mi tesis, porque me interesaba hablar un poeta místico contemporáneo. Piglia me dijo algo que decidió el rumbo de mi investigación aunque, para mi desgracia, ahora lo he olvidado. Tampoco he escrito el ensayo que vincule a Los subterráneos con Rayuela
Antes de llegar al hotel, vimos cómo un camión de la compañía eléctrica bajaba unos tenis que colgaban de unos cables de luz. «Ahí hay un relato» dijo. Eso fue todo. Al despedirnos nos abrazó: «Sos unos gauchos, chicos». Sé que la alegría con la que leía entonces, y lo que soy y pienso de la literatura, se lo debo a ese par de tenis suspendidos en el aire y a esa imagen latente de un hombre tratando de alcanzarlos , como si en ese gesto de querer bajarlos me estuviera invitando a seguir viviendo esta ficción suprema.
por José Pulido
Valerie Miles
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Javier Argüello
(1972) es escritor argentino, nacido en Chile y radicado en Barcelona. Sus novelas, cuentos y ensayos han sido traducidos a varios idiomas y han recibido diversos premios. Como investigador participa en foros multidisciplinares en los que estudia los cruces entre ciencias y humanidades, especialmente entre la física y la literatura, y el modo en que las historias que nos contamos construyen la realidad. Es autor de Siete cuentos imposibles (Lumen 2002), El mar de todos los muertos (Lumen 2008), La música del mundo (Galaxia Gutenberg 2011), A propósito de Majorana (Random House 2015), Ser Rojo (Random House, 2020), Cuatro cuentos cuánticos (Random House, 2024) y Los límites de la ciencia (Debate 2024). También se desempeña como periodista de viajes, dicta cursos y conferencias de divulgación, storytelling e historia de las ideas, y colabora habitualmente con el diario El País.
Lluís Nacenta
Lluís Nacenta es investigador en el campo de confluencia del arte y la ciencia. Licenciado en matemáticas por la Universidad Politécnica de Catalunya, en música por el Conservatorio del Liceo y doctorado por la Universidad Pompeu Fabra, con una tesis sobre la repetición musical, desarrolla su actividad profesional entre el comisariado, la gestión cultural, la docencia universitaria, la escritura y la música. Ha sido Coordinador de Másters y Postgrados de Eina, director de Hangar, Centro de Producción e Investigación de Artes Visuales. Actualmente coordina el Máster de Investigación en Diseño en Bau, Centro Universitario de Artes y Diseño de Barcelona y es docente en el Máster de Composición con Tecnologías de la Escuela Superior de Música de Catalunya. Desde 2011 es comisario del programa de Sónar+D que se desarrolla en el Pabellón Mies van der Rohe, y ha comisariado numerosas exposiciones. Como músico es activo en la escena de live coding, como parte del colectivo Toplap Barcelona.
Fotografía de Nina Subin
Fotografía de Lluis Salo de Cent
Fotografía cedida por el autor
CORRESPONDENCIAS
Javier Argüello y Lluís Nacenta:
«Mirando el tiempo: a mil trescientos años luz»
por Valerie Miles
Valerie Miles
En esta correspondencia abordamos temas candentes de nuestro tiempo: la literatura, la física cuántica y la filosofía de la ciencia. Aunque, evidentemente, no sin el fantasma de Borges pululando. La literatura nos da el objetivo perfecto por el que observar el mundo abstracto de la física cuántica, y viceversa, por el que ponderar el potencial narrativo de fenómenos como la dualidad onda-partícula y el principio de incertidumbre. ¿Puede la ficción salvar el abismo entre el determinismo científico y el espacio creativo y caótico de la experiencia humana? Invitamos a los lectores a reconsiderar cómo construimos significados en un universo que es explicable a través de ecuaciones y, al mismo tiempo, está vivo con incalculables posibilidades.
Javier Argüello. Barcelona.
Querido Lluis, parece que las lluvias por fin nos han dado una tregua. De todos modos, y con el aeropuerto cerrado, mi mujer se ha quedado varada en Florencia, con lo que aprovecho la soledad de la casa y de la noche para retomar nuestra interrumpida charla.
Yo no sé qué nombre hay que darle a esa nueva manera de abordar el mundo que posibilite burlar las restricciones del método científico para permitirnos volver a formar parte de la ecuación. Sí creo que mientras no lo consigamos la ecuación estará siempre incompleta. Las palabras al fin y al cabo no dejan de ser convenciones, y en ese sentido las que
tienen tanta carga como «ciencia» o como «Dios» es difícil que consigamos matizarlas. Pero creo que coincidimos en que, a casi cien años de la consolidación de la teoría cuántica en Solvay, y habiendo quedado demostrado que, al menos a nivel subatómico, la existencia de una realidad objetiva ya no resulta defendible, no podemos seguir jugando a que el universo se comporta como pretendía la ciencia positiva.
En ese sentido me parece que encontrar modos de ilustrar narrativamente algunas cuestiones atingentes a la realidad física puede representar un buen punto de partida. Al fin y al cabo, un artefacto narrativo, a diferencia de una ecuación, sólo funciona a partir del punto de vista escogido para narrarlo. Y
desde ahí es que quería compartir contigo una imagen con la que me encontré hace un tiempo atrás en el macizo del Jura, en Suiza, en los días posteriores a mi visita al acelerador de partículas del CERN.
Creo que te conté que luego de mi estancia en Ginebra me trasladé al valle de los relojes, la meca de la industria relojera suiza, para hacer un reportaje acerca de la historia de la medición del tiempo. Fue allí que, al salir de cenar en una de las granjas relojeras, los establecimientos rurales en los que tuvo lugar la génesis de la industria relojera suiza, me puse a mirar el cielo nocturno y me encontré pensando en esto que ya había pensado otras veces, como seguramente te ha ocurrido a ti y a muchas otras personas. Estaba yo mirando una de las estrellas de la constelación de Orión, y creí recordar que estaba a unos mil trescientos años luz de nosotros, es decir que lo que estaba mirando era la luz que esa estrella había emitido hacía mil trescientos años. Lo que estaba mirando, en realidad, era el pasado.
Esto como te digo, es algo que la mayoría de nosotros hemos pensado más de una vez. Lo que ocurrió esa noche, sin embargo, fue diferente. Allí recostado sobre la hierba de esa lejana montaña suiza -y probablemente influido por las charlas que había mantenido en los días previos con los investigadores del CERN- de pronto caí en la cuenta de que la estrella que estaba al lado de la que yo estaba mirando podía estar a dos mil años luz. Y la de más allá a tres mil. Y la otra a cinco mil. Y yo las estaba mirando a todas al mismo tiempo. Distintos
«Distintos instantes del pasado siendo observados por mí en un mismo y único momento. Distintos instantes del pasado desplegados en el espacio-tiempo»
instantes del pasado siendo observados por mí en un mismo y único momento. Distintos instantes del pasado desplegados en el espacio-tiempo.
Entonces caí en la cuenta de que lo que estaba mirando no era el pasado, sino el tiempo. El tiempo desplegado en el espacio. ¿Y cuál era el punto a partir del cual unos momentos eran más pasado que otros y desde el que se inauguraban las nociones mismas de espacio y de tiempo?
El ojo del que observaba.
Mi ojo, el ojo del que observaba, era el único lugar desde el que podían inaugurarse las nociones de espacio y de tiempo. Sin un ojo que observa no hay lugares ni momentos. El ojo del que observa, comprendí esa noche, es el único presente que jamás ha existido. Y se renueva y se actualiza cada vez que un ojo mira al cielo. Cada vez que eso ocurre -todas las veces que eso ocurre- se funda y se refunda otra vez el universo.
¿Cómo podríamos seguir defendiendo, pues, la existencia de una realidad independiente de la mirada del que la observa?
Espero que todo esté bien por ahí y que estos días estén siendo productivos en el avance de tu libro. A la espera de saber qué te parecen estas ocurrencias de escritor, te mando un fuerte abrazo, J.
Lluís Nacenta. Barcelona.
Querido Javier, ¡Qué alegría recibir tu misiva! Con el fango de Valencia y la victoria de Trump, bajo la nube negra de un absurdo espantosamente real, tus palabras me llegan como un bálsamo, como un espacio de escucha amistosa, de palabra viva, preñada (y sé que comprendes el alcance de la expresión) de todo el sentido del mundo.
¿Tu mujer pudo viajar de vuelta? ¿Tú no estabas por salir de viaje también? No puedo describir cuanta verdad y belleza descubro en la imagen que me cuentas (que no es una imagen, que es la historia entera del Cosmos), las estrellas llegando a tu retina, desde lugares distintos del espacio remoto y, sobre todo, desde momentos distintos del pasado,
en el cielo sobre el macizo del Jura, poco después de tu visita al CERN.
Mientras tu viajas, mi libro avanza bastante bien, no del todo exento, claro, del peso del deber. También ahí tus palabras son un bálsamo, la oportunidad de hacer un alto en el trabajo, y seguir pensando en lo mismo, pero con amenidad y entre amigos. Pienso ahora pues, en este espacio al que tú me invitas, en la urgencia, como dices, de volvernos a incluir en la ecuación, a nosotros, los que la pensamos y la escribimos, y en la verdad y la belleza del firmamento como imagen del tiempo.
¡Qué desproporción –se me ocurre ahora–entre nuestro humilde ojo y el Cosmos que se le muestra de golpe, no solo en su vastedad insondable, también en su vertiginosa antigüedad! ¿Como es posible que tanta luz haya cruzado tanto espacio solo para llegar hasta mí? Algo tiene que hilar mi ojo con el Cosmos ¿no te parece? como el Big Bang ejerciendo de horizonte inverso, o la paloma mensajera, que no viaja sino para volver a su palomar. Se me ocurre también que ese hilo, ese lazo de ida y vuelta, podría no ser otro que las palabras con las que me describes (y a la vez construyes) ese momento de rara lucidez.
Las palabras transitan los cambios de escala con una inmediatez y una impasibilidad que se me antojan cuánticas. Todo relato es una cosmovisión y, al mismo tiempo, una confesión íntima. Las palabras nombran el más recóndito de mis tabúes y la estrella ya apagada, pero cuya luz seguimos viendo, con la misma impasibilidad misteriosa, con la misma claridad incierta. Por eso los diccionarios no son analíticos, no explican las palabras grandes con otras más pequeñas, y así sucesivamente, hasta llegar al átomo verbal, sino que todas se explican las unas a las otras, en lazos de ida y vuelta tremendamente intricados y, sin embargo, verdaderamente esclarecedores.
Las palabras hilan nuestro ojo con el Cosmos… ¿qué piensas de algo así?
Hablas del relato, y lo comparto. Pero yo quiero hablarte también de la metáfora, de aquello que hace que las palabras digan más de lo que dicen. Y hablo de la metáfora, pero no quiero reducirla a lo literario, sino pensar en su asombrosa capacidad de nombrar con incierta claridad como una forma de conocimiento, incluso, sí, de conocimiento objetivo. Hablo de la
«Entonces caí en la cuenta de que lo que estaba mirando no era el pasado, sino el tiempo. El tiempo desplegado en el espacio. ¿Y cuál era el punto a partir del cual unos momentos eran más pasado que otros y desde el que se inauguraban las nociones mismas de espacio y de tiempo?»
objetividad como consenso, claro, ¿pero no es también un aspecto relevante de la objetividad científica?
Me parece que la incertidumbre lúcida de la metáfora es algo que la ciencia siempre ha tenido, pero que el tabú del positivismo (como lo llama Wolfgang Pauli en un pasaje memorable de tu libro) la sigue coartando en la física contemporánea.
Te escribo ya tarde en la noche, al cabo de un largo día de trabajo. De modo que te lanzo mis dudas así, confiado en que tus palabras me ayudarán a disiparlas. Solo en diálogo se alcanza la lucidez. La soledad se ofusca irremediablemente, ¡no importa cuánta razón al asista! ¿No es así, querido amigo? ¡Un abrazo! Lluís.
«Hablas del relato, y lo comparto. Pero yo quiero hablarte también de la metáfora, de aquello que hace que las palabras digan más de lo que dicen. Y hablo
de la metáfora, pero no quiero reducirla a lo literario, sino pensar en su asombrosa capacidad de nombrar con incierta claridad como una forma de conocimiento, incluso, sí, de conocimiento objetivo. Hablo de la objetividad
como
consenso,
claro, ¿pero no es también un aspecto relevante de la objetividad científica?»
Javier Argüello. Valparaíso (Chile).
Qué alegría recibir tu carta tan llena de palabras tan vivas -tan preñadas, para usar tu feliz expresión-. Nunca deja de sorprenderme el hecho de que se pueda sentir cuando las palabras escritas sobre el papel están vivas. Por más que hayan pasado trecientos años, se puede sentir cuando hay una voz detrás de las palabras, una voz que está queriendo -que está necesitando- decir algo, y que espera ser respondida. Como bien dices, el diálogo es sin duda la forma más elevada de pensamiento, porque las palabras propias, obligadas a moldear formas en los oídos del otro, se enriquecen con ese esfuerzo y con las que vienen de vuelta.
Mi mujer finalmente pudo volver a casa, y yo efectivamente al día siguiente partí para un congreso del otro lado del Atlántico desde donde hoy te escribo, con el océano Pacífico desplegado frente a la ventana de mi hotel y a punto de participar en un diálogo con el escritor chileno Rafael Gumucio acerca del futuro de las historias como sustento de la realidad.
Dices que me lanzas tus dudas confiando en que te ayudaré a disiparlas, pero intuyo que ambos sabemos que eso no es posible. Y que en el fondo tampoco es crucial, si lo que salimos a buscar no eran respuestas, sino simplemente hacer resonar nuestras preguntas en las del otro, como una onda que lanzamos al espacio esperando que rebote en
algún astro lejano para volver a nosotros salpicada de polvo de estrellas y con la noticia de que no estamos tan solos en el universo.
Me seduce la desproporción de la que hablas cuando comparas el espacio que ocupa un ojo humano respecto del que ocupa el universo. Y en ese sentido la mirada y las palabras que utilizamos para abarcar lo que esa mirada describe son quizá, y como bien dices, lo más humano que tenemos.
Me haces pensar en que antes de que se nos ocurriera que el mundo existe más allá de la mirada que lo funda, la mayoría de las tradiciones comulgaba con el poder creador de la palabra como gestadora del mundo. Incluso en nuestra propia civilización, en sus comienzos, la palabra estaba en el origen de todo lo que existe. Dice Borges que nuestra civilización occidental no es más que una larga conversación entre la Biblia y la Grecia clásica. La Grecia clásica afirmaba que las cosas del mundo no existían hasta que no eran nombradas. Y en la Biblia leemos la sentencia de que en el principio fue el verbo. Los dos pilares que fundan nuestra tradición otorgan a la palabra un papel fundacional. Durante unos dos mil años parecimos olvidarlo. Hoy -hace un siglo en realidad- la mitología cuántica parece haber venido a recordárnoslo. Tal vez esa esquiva partícula que no se encuentra en ningún sitio hasta que no es obligada a existir por el peso de nuestra mirada, no es más que una nueva manera, una nueva metáfora, para nombrar lo mismo.
Sí, de acuerdo, vamos a usar la palabra metáfora. Porque las palabras no basan su fuerza en los significados que esconden sino en las convicciones que las sustentan. Sin la condición del individuo que pone en juego su experiencia de ser en el mundo como aval de los significados que sus palabras evocan, las palabras en realidad no existen, no nombran nada. Son palabras vacías que nacen y mueren en la boca de quien las pronuncia porque no aspiran a servir de nexo con nada más elevado, con nada más noble que los simples significados que por sí solos son estériles. Es sólo en el piadoso intento de entrar en contacto con el otro que las palabras viven, como puente, como complicidad de comprobar en el diálogo la sorpresa y el azoramiento y el pavor de que haya alguien más -de que haya algo más- en el mundo. Y el compromiso y la esperanza de poder llegar a entrar en contacto con ese alguien a través de la palabra. No hablamos para decir cosas, sino para comprobar que hay otro ahí escuchando. Porque un punto suelto en el espacio no está cerca ni lejos de nada, ni siquiera construye un espacio. Se necesita de un segundo punto para empezar a trazar un camino de ida y vuelta.
Y es fácil confundir ese papel central que parecen tener -que parecemos tener- los individuos en la existencia de todas las cosas con un ombliguismo autorreferencial. Pero eso sólo es así si nos pensamos como entes separados los unos de los otros y respecto del universo. Si comprendemos que, por el contrario, la misma materia que dio forma a las estrellas es la que cayó en forma de lluvia cósmica sobre la tierra para dar forma a todo lo que hay en ella, incluidos nosotros mismos, entendemos que el que mira y el mirado no son cosas diferentes. Que cuando un ojo mira al cielo es el propio cielo el que
se está mirando. Entonces la distancia entre el tamaño de ese ojo y el del universo deja de medirse en escalas matemáticas o metafóricas, porque se descubre uno y el mismo. Y comprendemos que las respuestas no responden nada, que sólo valen las preguntas, y que sólo en la expresión de una existencia consciente puede existir la pregunta, porque es la capacidad de mirar el cielo y preguntarse por el cielo la que hace que el universo exista.
Y al mismo tiempo que te digo todo esto, y que me lo digo a mí mismo para ver si estoy de acuerdo, al mismo tiempo que te digo esto me invade de pronto la vertiginosa sospecha de que quizá evitamos esta certeza no por incapacidad o por incomprensión, sino porque nos llevaría a la soledad final, que es la soledad de la totalidad que no tiene otra totalidad a la cual hablarle. Y que, sin embargo, y aunque nadie la escuche, seguirá buscando las palabras que le permitan nombrar esa soledad, porque en el solo hecho de nombrarla ya se siente menos sola.
¿Será por eso que nos escribimos cartas? ¿Será por eso que nos encontramos tan acompañados mientras lo hacemos, por más que tú estés en el mediodía mediterráneo mientras yo veo amanecer en el sur del Pacífico?
Te deseo todo lo mejor con el avance de tu libro. Ya sabes que tienes al menos un lector deseoso de que esté terminado para poder conversar con sus páginas.
«Me parece que la incertidumbre lúcida de la metáfora es algo que la ciencia siempre ha tenido, pero que el tabú del positivismo (como lo llama Wolfgang Pauli en un pasaje memorable de tu libro) la sigue coartando en la física contemporánea»
« Dice Borges que nuestra civilización occidental no es más que una larga conversación entre la Biblia y la Grecia clásica. La Grecia clásica afirmaba que las cosas del mundo no existían hasta que no eran nombradas. Y en la Biblia leemos la sentencia de que en el principio fue el verbo. Los dos pilares que fundan nuestra tradición otorgan a la palabra un papel fundacional. Durante unos dos mil años parecimos olvidarlo. Hoy -hace un siglo en realidad- la mitología cuántica parece haber venido a recordárnoslo. Tal vez esa esquiva partícula que no se encuentra en ningún sitio hasta que no es obligada a existir por el peso de nuestra mirada, no es más que una nueva manera, una nueva metáfora, para nombrar lo mismo»
Lluís Nacenta. Barcelona.
¿Sabes que tu carta es muy musical? Creo que la has llenado de sonoridades, acaso sin quererlo, al hablar del individuo que pone en juego su experiencia de ser en el mundo como aval de los significados que sus palabras evocan. Ahí el cuerpo se hizo presente –y la voz, el nexo vibrante que lo cose a las historias–, los cuerpos, del que habla y del que escucha, del que explica y del que comprende, los cuerpos, al fin, de los que piensan al compás.
O acaso soy yo quien te escucho más que te leo, porque me rodea un silencio sepulcral, muy pronto en la mañana, antes de que mi compañera y mis hijos se despierten y la realidad vuelva a desplegarse, un día más.
¡Así que disculpa la brevedad de mis palabras! Te escribo furtivamente, antes de todo, en un tiempo robado, necesariamente breve, el tiempo de la lectura, del ensueño, de la confesión, pero también
de las ideas, y en el que a veces nos deslumbra, fugaz, un destello de verdad, ¿no te parece?
Y el trabajo, el reto, ¡la lucha! es que esa verdad vislumbrada informe la realidad, según esta vuelve y se despliega alrededor.
Javier, no puedo sentirme más cerca de lo que propones en tu última carta, del encadenamiento sucesivo de las preguntas, de hilo continuo de la conversación, del feedback loop , tan musical, de los cuerpos que de pronto, inesperadamente, concuerdan.
Pero me resisto a seguir conversando sin poner sobre la mesa, con sequedad, a plena luz del día, el problema de la objetividad. Me preocupa que nos lean los científicos y se digan «¡Ay los escritores, como nos embelesan con sus volutas de humo!», mientras intercambian miradas cómplices, cortantes, terriblemente inteligentes.
Porque la pregunta es sencilla y terriblemente difícil: ¿si la objetividad no es otra cosa que el consenso, como escapamos al relativismo, a ese relativismo que tan pronto se vuelve, como nos enseña la actualidad política, un poder paralizante, deprimente, irresponsable y destructor?
Y te tomo la palabra –¿cómo no hacerlo? ¿cómo no rendirse a tu pausada lucidez?– y no te pido que la respondas. Te pido más bien que me ayudes a cargar con la pregunta, a ver si con la cercanía, con la familiaridad, se va desentrañando y haciendo más clara. ¡Un gran abrazo!
Javier Argüello. Santiago de Chile.
Querido Lluís, en respuesta a tu aprensión respecto de lo que puedan pensar los científicos que lean este intercambio nuestro, permíteme recordar un pasaje de la conversación que te compartí hace un tiempo entre los premios Nobel de física Werner Heisenberg y Wolfgang Pauli: «Por lo que respecta a la ciencia, sin embargo, Niels hace muy bien en suscribir las exigencias de una meticulosa atención al detalle y a la claridad semántica que plantean los pragmatistas y los positivistas. Lo único que podemos objetar al positivismo son sus tabúes, pues si hemos de dejar de hablar, e incluso de pensar, acerca de ese otro tipo de conexiones más amplias que también están ahí, corremos el riesgo de quedarnos sin brújula, y por tanto en peligro de perdernos para siempre».
Lluís Nacenta. Tren Madrid – Barcelona.
Querido Javier, espero que sepamos leer estas palabras de Heisenberg, dirigidas a su amigo Pauli, mientras pensaban en Bohr, no como una manifestación de autoridad, sino como el testimonio de un profundo compromiso con la búsqueda (dialogada, como hacemos aquí humildemente) del conocimiento. ¡Tuyo siempre!
«Pero me resisto a seguir conversando sin poner sobre la mesa, con sequedad, a plena luz del día, el problema de la objetividad. Me preocupa que nos lean los científicos y se digan
“¡Ay los escritores, como nos embelesan con sus volutas de humo!”, mientras intercambian miradas cómplices, cortantes, terriblemente inteligentes»
«Venus rompe rocío en el borde de todo», dijo Lisa Robertson
Algunas líneas sobre el deseo
Continúo dándole vueltas al deseo.
(Aquí la primera vuelta https://cuadernoshispanoamericanos.com/venus-rompe-rocio-en-el-borde-de-todo-dijo-lisa-robertson-algunas-lineas-sobre-el-deseo/; aquí la segunda https://cuadernoshispanoamericanos. com/venus-rompe-rocio-en-el-borde-de-todo-dijo-lisarobertson-algunas-lineas-sobre-el-deseo-2/.)
¿Puede el deseo de un yo ser tan generoso —¿esa sería la palabra, generoso?— como para excluirse a sí mismo? ¿O como para apartarse del centro?
¿Qué poder es ese? Ella lo llama La Fuerza. Es difícil de definir: es algo así como que, en sus palabras, «Es como que me puede gustar quien yo quiera». Para mí La Fuerza es la habilidad de tener deseo sexual (de cualquier tipo, con tú y hasta sin tú) y de disfrutarlo.
A la Humana ese don se le va secando. El Predicador se lo va robando.
En un momento sucede esto: que la Humana liga con dos chicas. Se besa con una, pero Daniel las ve y (disimulando) se enfurece. Más tarde ejecutará su venganza: una noche se liará —y así se lo restregará en su cara a la Humana, de la cual lleva un tiempo pasando con alevosía negada— justo con esas dos chicas.
Hay una parte de la trama de El celo (2024) de Sabina Urraca que se espejea en una de La seducción (2024) de Sara Torres.
Tienen que ver con las terceras personas: esas que van a desestabilizar la línea recta destinada a unir al yo y al tú, al tú y al yo.
(A partir aquí: atención, spoilers.)
(A partir de aquí: ¿de verdad existen las líneas rectas?)
Lo que le pasa a Daniel no es lo que le pasa a mucha gente: que tenía celos de esas dos chicas, cuyos encantos tal vez podrían suponer desplazarle a él en la atención de la Humana. Lo que le pasa es que tiene envidia: de que la Humana sea deseada y desee. De La Fuerza.
En El Celo, la Humana tiene un poder. O lo tenía. Lo ha ido perdiendo en el sombrío transcurso de una relación de maltrato, con un tipo llamado Daniel. A medida que ella se vaya dando cuenta de la oscuridad de su vínculo y de este individuo, lo irá llamando para sí misma, con exactitud y desprecio, el Predicador. Porque se cree especial, porque es un `flipao´, porque se cree `iluminao’ y es un cantamañanas.
(No se insistirá nunca lo suficiente en el peligro mortal que entrañan los cantamañanas. Sobre todo cuando entra en juego la intimidad, el temblor inseguro que es todo yo. El pico de temblor inseguro que es el yo de una chica, la mente convulsa, las piernas que dudan hasta de si saben andar. Ver The Girls de Emma Cline, de 2016.)
Supongamos que Daniel lo pasó bien en ese encuentro sexual con esas dos chicas que, cuando se interesaron por la Humana y a la Humana les interesó ellas, a él no le interesaron desde lo erótico. Le interesaron después, hacia lo erótico, pero partiendo de otra pulsión: el rencor, el medirse, la competencia. Se trata entonces de un caso sangrante de deseo sexual en el que el yo desea a un tú (o dos túes, las dos chicas) por la imagen que esas dos chicas —y ante todo ella, la Humana: el público destinatario final de su proeza y su relato— le devuelven. Él las desea porque ellas desearon a la Humana, pero ahora ya no: ahora le desean a él. Más. Se mira en el espejito jadeante de sus rostros y ve a un hombre indomable.
¿Quién es el más guapo del reino?
Tú, cariño, claro que sí: tú.
(Entre paréntesis: el tema de la «cola vestigial» de Daniel es fascinante y daría para una reflexión sobre las metáforas, las metonimias y los desplazamientos del deseo. Resulta que Daniel nació con «una fístula en la zona de la rabadilla. A los catorce años, un bulto,
una molestia. (...) La cola vestigial había crecido hacia dentro en forma de quiste. (...) No le dejaron verlo. Su padre le había dicho que era sólo pelo enquistado, pura infección. Pero Daniel a veces soñaba con esa cola blanca y larga golpeando contra el suelo al ritmo de su día». Esa cola, a las lectoras, casi desde el principio nos inquieta. A la Humana la enamora: esa anomalía viene a insistir en lo único y extraño que es Daniel. Que a ella le parece un hermoso extraterrestre. A las lectoras nos parece la cola de una bestia mala. El rabo del diablo. Y algo parecido a eso —un «vampiro», un «poltergeist»— le terminará por parecer Daniel a la Humana. Y ciertas maneras de amar. Pero antes de llegar a eso nuestra protagonista pasará por grandes perturbaciones. Y una de esas perturbaciones —o paradojas— pasa por su deseo. Cuando aún está muy enamorada se atreve a compartir con él La Fuerza. Se masturba a su lado (La Fuerza es sin manos). Y su deseo se posa justamente ahí: «Daniel la miraba. La Humana cerró los ojos e invocó La Fuerza. No sabía si iba a ser capaz. La Fuerza era un secreto solitario. Nunca había sucedido para un público. Su respiración se fue agitando. (...) La imagen apareció antes de buscarla. Era la cola que él habría tenido si no se la hubiesen arrancado, un rabo largo de pelo blanco golpeando sus pezones una, dos, tres veces. Abrió los ojos y miró a Daniel, sentado en la cama. Pensaba que no funcionaría. Pero pasó. El cuerpo cediendo a oleadas, dejándose ir hasta que ya ni siquiera estaba en la realidad. Bañada en ese placer extraño, enviado desde no se sabe dónde».)
nunca. Pruebo a imaginarlas en la cama amplia de sábanas azul satinado. La escritora sobre Greta. La está follando fuerte y Greta cierra los ojos y abre los labios. (...) La folla, la frota. Agarrándola por las nalgas la invita a darse la vuelta y la lame por detrás. Es preciosa Greta, soy yo ahora sobre ella. Me dejo ir».
Pasa otro tiempo hasta que esta fantasía se cumple: es ahora la fotógrafa sobre Greta, se dejan llevar, se dejan ir.
Y aunque esto desordena un poco su mundo, no lo desordena tanto. La fotógrafa sigue deseando (¿amando?) a la escritora. Y viceversa. Y Greta está bien. Todas están bien.
(Me sorprendió leer ideas parecidas en Quelques mois dans ma vie. Octobre 2022 – mars 2023 de Michel Houellebecq.)
El contraste con Daniel el Predicador es abismal. El yo de la fotógrafa desea al tú de la escritora. Y el yo de la fotógrafa desea a ese otro posible tú de la escritora, Greta; como en una muñeca rusa, un deseo guarda dentro de sí más; no creo que la clave esté en el «deseo mimético» de René Girard. La imagen que ambas le devuelven es la de un yo que no hace mal ni siendo deseado ni deseando. No hay celos, no hay envidia; si los hubo, se desintegraron con la luz de la mañana, los cuerpos echados en la cama sintiendo amanecer, y el revoltijo.
En La seducción, la fotógrafa desea mucho a la escritora. Quizás esté enamorada, quizás mucho. Pero todo va (para ella) muy despacio, y parecen interponerse otros planes, desvíos, extras de mujeres que nadie le aclara si son amantes o amigas de la escritora.
Una de esas (tal vez) terceras personas es Greta. La fotógrafa teme que la escritora elija a Greta por encima de ella. Sufre de incertidumbre, celos.
Temprano en la historia asistimos a la masturbación apasionada de la fotógrafa, que como era de esperar fantasea con la escritora.
Pasa todavía un tiempo hasta que asistimos a otra escena masturbatoria. La fotógrafa sabe que la escritora y Greta están juntas, aunque no sabe qué estarán haciendo. Quizás necesita calmar la ansiedad con un orgasmo. Y lo que sucede es lo que no era tan de esperar: «Tengo el oído atento, pero no oigo ningún sonido llegar desde la otra habitación. ¿Ya descansan? ¿Lo hacen abrazadas? Si no me masturbo no voy a dormir
Esto es de lo poco que puedo contar. Me pregunto: ¿a veces sois como yo: buscadoras —encontradoras— de agujas (¡qué agujas!) en este onírico pajar que es el mundo, la primavera?
¿Somos la Manuela?
Dios, ¿somos Pancho?
¿Daniel?
¿La Humana?
¿En qué momento, antes, durante, después?
¿La fotógrafa?
¿Greta?
¿La escritora?
¿A qué edad?
¿Hasta cuándo?
¿Depende de con quién?
¿La primavera?
por Berta García Faet
Dossier Apuntes sobre Sergio Pitol
El emisario de la forma por César Tejeda
Una inestabilidad mayor por Daniel Saldaña París
El yo narrado por Olivia Teroba
Llegar a casa por Astrid López Méndez
Dossier coordinado por César Tejeda
El emisario de la forma
por César Tejeda
M1. Mito de origen
Hay una pregunta que los escritores, en entrevistas, conversaciones informales, deben responder tarde o temprano: «¿cómo descubriste tu vocación?». Las respuestas, a veces pensadas concienzudamente, otras dichas al vuelo, pueden revelar un pasado mítico, en el que circunstancias adversas o favorables desembocan en el noble acto de la escritura. Hay quienes aseguran haber descubierto su vocación por casualidad, y luego relatan cómo un día llegaron a una biblioteca persiguiendo una pelota de basquetbol, por decir algo. Hay otros que dicen que fue obra de un temperamento obstinado o caprichoso. E incluso hay quienes aseguran haberla aceptado como se acepta un don divino. Sergio Pitol (Puebla, 1933 – Xalapa, 2018), en esta arbitraria, ociosa tipología, correspondería al universo de los escritores con un mito de origen, llamémosle, fatalista: aquellos que aseguran que, en caso de no haber descubierto la literatura, hubieran, sencillamente, muerto: «Estoy seguro de que, si no hubiera leído a Verne, yo me hubiera consumido».
Dice Pitol: «Tuve una infancia muy dura: mis padres habían muerto cuando yo tenía 6 años; mi padre murió de meningitis y mi madre ahogada. También murió una hermanita a las dos semanas de la muerte de mi madre. Mi salud fue endeble. Contraje la malaria, una malaria persistente y consultiva, de la cual mucha gente no se libra, y yo creo que la lectura me salvó la vida». Sergio Pitol, que vivía en un insalubre ingenio azucarero de Veracruz llamado Potrero —«un nombre tan distante a la elegancia»—, recibió, de manos de sus tías, Dos años de vacaciones, de Verne, y El llamado de la selva, de Jack London. Dice que, con el paso del tiempo, Verne lo haría viajar al centro de la tierra y distraerse de las conversaciones de los adultos que lo rodeaban, conversaciones sobre lo que ocurría en Potrero y que a él le parecían obscenas, grises y terribles: «que se habían robado a la hija de no sé quién, y yo pensaba, “qué vida tan siniestra cuando el mundo permite aventuras audaces”». Es curioso. Podemos hacer a un lado si la literatura es, para algunos, un destino tan inevitable como la muerte. Lo que todos los escritores pueden elegir, en cambio, es el relato —el mito— que contarán el día que, consagrados o en ciernes, alguien les pregunte, «¿cómo descubriste tu
vocación?». ¿Por qué Pitol habrá elegido, alguna vez, a sus tías y a Verne en vez de a su abuela, Catalina Deméneghi?
2. Las fuerzas secretas de la razón
Sergio Pitol llegó a Barcelona una calurosa madrugada de junio de 1969. Desconocía la ciudad, pensaba trabajar en una traducción por dos semanas, entregársela a su editor, y luego seguir su camino a Polonia, primero, y a Inglaterra, después. Le dijo al taxista que lo llevara a un hotel barato, bien ubicado, un hotel, dijo, donde pudiera concentrarse en la traducción de Cosmos de Gombrovicz… o en sus diarios… o en su novela, pero lo dijo sonriente, como si el taxista fuera, ya no vamos a decir su amigo, su cómplice. Uno que lo había estado esperando, sólo a él, afuera de la estación de tren aquella medianoche de junio, inusualmente calurosa, a la que Pitol salió limpiándose el sudor de las manos en los pantalones. El taxista, claro, no aceptó la propuesta de conversación oblicua; más importante aún, no dijo qué razonamientos lo llevaron a elegir ese hotelucho en la calle de Ecudillers donde dejó al mexicano con sus velices cargados de libros y cuadernos de trabajo. Tenía acostumbrado Pitol, por entonces, trazar en su diario proyectos que reflejaban su interés por la escritura, y en él también anotó que Barcelona le parecía «ruidosa, ensordecedora y delirante en su hiperactividad»; por la ventana, por la puerta, se filtraban «todos los ruidos del barrio». Cómo podía suponer ese hombre de treinta y seis años que alguien —una voz autorizada en la materia— llegaría a decir que su Diario de Escudillers, a la postre publicado, no tendría nada que pedirle a otros libros de los bajos fondos barceloneses —como Diario de un Ladrón— y cómo iba a imaginar Sergio Pitol que Juegos florales, la novela que congelaba su instinto y atrofiaba su inspiración lingüística, haciéndolo sentir que estaba pagando un grave pecado que desconocía, sólo llegaría a ser terminada una década después.
Menos mal que tenía, vamos a decirlo así, un as de escritura bajo la manga. En su diario solía registrar un «tumulto de cápsulas temáticas» que pudieran convertirse en tramas. Y algunas de ellas, gracias a las fuerzas secretas de la razón, comenzaron a trenzarse. Quién sabe si las relecturas de Thomas Mann lo habían influido de algún modo; lo había
«Cómo podía suponer ese hombre de treinta y seis años que alguien —una voz autorizada en la materia— llegaría
a
decir
que su Diario de Escudillers, a la postre publicado, no tendría nada que pedirle a otros libros de los bajos fondos barceloneses —como Diario de un Ladrón— y cómo iba a imaginar Sergio Pitol que Juegos florales, la novela que congelaba su instinto y atrofiaba su inspiración lingüística,
pagando un grave
haciéndolo sentir que estaba
pecado que desconocía, sólo llegaría a ser terminada una década después»
influido, sin duda, un viaje que había hecho a Montenegro el año anterior después de un terremoto. Ciertas imágenes que vio lo hicieron imaginar el cuento de un malogrado escritor mexicano que moría en uno de sus constantes viajes. Poco después, cuando vio Rashomon de Kurosawa, se potenció una idea que estaría presente en sus novelas porvenir: «la difícil, o imposible, consecución de la verdad».
Allí estaba Kurosawa. Allí estaba La montaña mágica Allí estaban ciertas imágenes de Montenegro después de un terremoto. Sólo un escritor sabe, o puede llegar a saber, el cúmulo de azares, imprevistos, circunstancias que deben ocurrir para que de repente llegue a su cabeza la idea de algo que pueda convertirse, algún día, con suerte, en una novela: «A veces, esa primera incitación aflora y turba por un instante o durante varios días al eventual autor […]. Nadie puede prever el tiempo que tardará en madurar el estímulo inicial».
Allí estaba Barcelona donde se respiraba, cómo decirlo, «cierto reflujo del pasado anarco-libertario», y allí estaba, por último, Sergio Pitol, desempolvando una idea de novela y sintiéndose, en sus palabras, «el buen salvaje y el mal salvaje al mismo tiempo». Los tugurios que divisaba desde la ventana solían tentarlo y muchas noches cedió a la tentación; otras, se quedó en el hotelucho de Escudillers para «darle un llegue» a su novela. Lo escrito, cuando era indulgente consigo mismo, le parecía «una vacilada»; cuando no, «una estupidez mayúscula». El 27 de julio se le ocurrió que la «vacilada» o «estupidez mayúscula» podía ser titulada con un verso de Hamlet que, ese día, no pudo recordar cabalmente: «La música de una flauta» o algo así. El verano catalán duraba entonces, según Enrique Vila-Matas, una eternidad.
3. La primera muerte de Sergio Pitol
Sergio Pitol vivió muchas anécdotas en Barcelona, aquella ciudad a la que había llegado por una corta temporada, y en la que quedó atrapado por dos años y medio debido, en primer lugar, a la falta de recursos para seguir con su viaje y, en segundo, por las amistades de Beatriz de Moura y Carlos Barral, quienes lo invitaron a colaborar en sus respectivas editoriales, como director de una colección —Los Heterodoxos— en Tusquets, y como parte del consejo de lectura, en Seix Barral. En ese tiempo también tradujo libros de Lowry, James, Vittorini y Gombrovicz, entre otros: «Creo que el secreto del traductor es encontrar la respiración del autor al cual se traduce. Sin eso, aunque se conozcan las dos lenguas, se hará una traducción en un lenguaje muerto»
Pero de las anécdotas, o por lo menos de las registradas en sus diarios, mis favoritas son dos de naturaleza íntima. La primera: el 11 de septiembre de 1969, justo el día que logró dejar el hotelucho de Escudillers para instalarse en un departamento más cómodo, alguien —Francisco Zendejas— publicó en un periódico mexicano que Pitol había muerto. Amigos y familiares se echaron al suelo para llorar de rodillas la muerte de ese joven talentoso, que sólo había publicado dos libros de cuentos y una autobiografía, y que, en vez de seguir con su trayectoria literaria, se había empecinado en viajar de forma compulsiva. Luego, cuando habían llorado lo suficiente, se les ocurrió que la noticia podía ser falsa y lo buscaron para comprobarla.
A Pitol, para quien los barrios bajos barceloneses habían sido un dulce infierno, le tomó prolongados minutos constatar que estaba vivo, algunos días liberarse de la incómoda
y temible posibilidad de que la nota periodística contuviera algún vaticinio, y semanas decidir, en el simbólico caso de que una parte de sí mismo hubiera muerto, cuál de todas podría haber sido. No fue Pitol quien llegó a despejar la duda para la posteridad. Fue Max Aub, que en ese tiempo realizó un viaje a España después de 30 años de exilio y que, luego de comer con Pitol, escribió que le había parecido más ancho, más alto, más entero y más seguro que antes: los viajes, lejos de matarlo, le habían sentado bien. Quién sabe de dónde sacó Zendejas la noticia de la muerte de Pitol. El hecho, para bien o para mal, es que el escritor mexicano estaba vivo: había muerto, tal vez, el joven inseguro, incapaz de escribir una novela, solamente, pero el mismo Pitol no había terminado de enterarse.
4. Parezco Lezama
Dice Pitol que en Barcelona experimentó —o por lo menos se acercó— el estado de libertad: «Bajo un régimen autoritario por antonomasia, el de Franco, no permití que mi libertad interior se alterara». A la postre, llegaría a considerar que, de no haber vivido en esa ciudad bulliciosa y sustanciosa en los debates, no hubiera sido escritor; a finales de 1969, seguía manteniendo su propia literatura como algo secreto.
Hoy sabemos que Pitol, un defensor de las tramas, de las formas clásicas de la narrativa, llegó a sentirse intimidado por la «tiranía» de la revista francesa Tel Quel, que le parecía terrible, y los experimentalismos. Temía estar escribiendo una novela del siglo xix: «Si decías que te gustaban Dickens o Galdós, pensaban que eras un papanatas, un aldeano o un provocador». Tal vez por eso descarriló la escritura de esa novela que iba a titular con un verso de Hamlet y se entregó, inútilmente, a los experimentalismos que deleznaba.
De joven, a los 24 años, había hecho un pequeño viaje al entonces inaccesible pueblo de Tepoztlán, donde escribió su primer cuento en una casa donde no había luz eléctrica ni distracciones. Desde entonces había adquirido el hábito de no escribir en el lugar donde vivía, sobre todo si se trataba de una gran ciudad. Le pidió a Beatriz de Moura y a su esposo, el arquitecto Óscar Tusquets, que le prestaran una casa en Cadaqués donde se retiró para concentrarse en su escritura. Había planeado una novela —o más bien «texto», porque no tendría trama aparente— sobre Barcelona: tenía esa idea en la cabeza y no pensaba en nada más: un hombre perseguido que siente que Barcelona y su arquitectura son un gran vientre materno: «algo muy de carne que lo acoge y a la vez lo tritura».
Sabemos que, hacia finales de 1969 e inicios los setenta, Sergio Pitol sentía que por fin estaba saliendo de esa crisis total que incluso lo llevó a comer compulsivamente: «Parezco Lezama», le escribió, en una carta, a su amiga Myriam Acevedo. Las cosas iban mejor. Se sentía
entusiasmado por aquel proyecto experimental del que no quedó ningún registro, salvo, tal vez, la vaga idea del vientre que acoge y tritura: la autodestrucción como una de las posibilidades creativas. De Barcelona, ni sus luces. O, y me disculpo por el psicoanálisis ramplón: ¿Barcelona, en aquel proyecto, representaba la madre que acoge e impide la creación? Pitol pensaba que tenía una idea de escritura cuando lo que tenía, en realidad, era una vaga teoría de aquello que le estaba impidiendo escribir su novela.
5. Mitos de orígenes
Es común, o por lo menos puede pasar, que los autores adopten, cambien, reformulen sus mitos de origen, amparados en la ductilidad de la memoria, o amparados en que uno puede convertirse en escritor por diferentes motivos y hablar de sólo uno a la vez, o incluso amparados en que uno está en su derecho de decir lo que le venga en gana respecto a sus orígenes.
En una búsqueda no exhaustiva de mitos de origen de Sergio Pitol hallé otros, similares al anterior, con ligeras variaciones. Por ejemplo, en una entrevista, a propósito de El tañido de una flauta, dijo: «De vez en cuando había funciones de cine [en el Potrero], que eran grandes acontecimientos: ir allí, en aquella época que había una gran cantidad de películas que podían ser vistas por adultos, pero eran también el deleite de los niños […], me provocaba una gran felicidad. El cine de los treinta y de los cuarenta, los años de mi niñez y juventud, fue definitivo para que me convirtiera en escritor».
En un texto sobre los misterios de la creación artística, publicado en Cuadernos Hispanoamericanos en 1995, escribió un mito más: «la definición de mi destino, mi ser hacia y para la literatura, se lo debo a la Facultad de Derecho [de la UNAM], y concretamente a un maestro, don Manuel Martínez de Pedroso, catedrático de Teoría del Estado». El maestro, según Pitol, lo alentó a leer a Góngora, a Balzac, a Sófocles y a Dostoievski, y lo alentó, de igual modo, a aprender distintas lenguas, viajar y, sobre todo, vivir: «Disfrutaba de los relatos que le hacíamos, inventándole algunos detalles, exagerando otros, de nuestros recorridos nocturnos por un circuito de antros de los que parecía un milagro salir ilesos».
Poco tiempo después, en un viaje a Venezuela, el joven Pitol se entregaría a la escritura de sus primeros poemas de amor que pensó publicar tan pronto como regresara a México: «Mi ángel de la guardia me protegió y me salvó para la literatura. Perdí los poemas y, cuando volví a leerlos, treinta años más tarde, quedé petrificado; decir que eran deleznables sería elogiarlos. De haberlos publicado, lo más probable es que mi trato con las letras se hubiera resentido de manera mortal».
Con esas ideas, el escritor mexicano iba a complicar la naturaleza metamorfoseable de los mitos de origen —por lo menos del suyo— para siempre: no basta con que ciertos accidentes biográficos —felices o infelices— nos inclinen a la lectura, las narrativas audiovisuales y ni siquiera a la escritura. Hace falta, también, una epifanía de naturaleza interna, aún más accidental: el contacto con la intuición. En Barcelona, muchos años más tarde, comprendería que su compromiso con la escritura iba a ser posible sólo en la medida en que aceptara «que el instinto debía imponerse sobre cualquier otra mediación. Era el instinto quien determinaría la forma». ¿Qué le impedía acercarse a su instinto? Vamos a creer en todos los motivos que propiciaron que Pitol se convirtiera en escritor, o, con mayor precisión, en la clase de escritor en que se convirtió para nuestro deleite: sobrevive a la delicadeza infantil gracias a que sus tías le regalan un libro de Verne; rudimentarias carpas se levantan en Potrero para proyectar El libro de la selva; un abogado le da clases de Teoría del Estado por medio de Dostoievski; pierde sus más que deleznables poemas de amor; viaja a Montenegro después de un terremoto; un taxista lo lleva a un hotelucho que estimula sus sentidos. Es como ver seis monedas girando en el aire, esperando que todas caigan en la misma cara. Es, prácticamente, un milagro, pero, por algún motivo, si detenemos el tiempo, a estas alturas de la vida de Pitol, el milagro sigue sin consumarse. Hace falta algo. ¿Qué?
6. Catalina
La otra anécdota barcelonesa, de naturaleza íntima, que me conmueve, ocurrió en 1971, cuando la estancia de Sergio Pitol en España estaba por concluir. Iba a poner el punto final a esa novela que titularía con un verso de Hamlet, había conseguido domesticar su insaciable sed de promesas de amor —el amor entonces no lo halló, acaso ni siquiera lo buscaba— y se alejó del tabaco y del alcohol en la medida de lo posible. Todas las mañanas desayunaba en el mismo café, donde, por entonces, comenzaba a leerse en los periódicos el lenguaje amenazante del gobierno de Carrero Blanco y luego regresaba a su departamento donde exorcizaba aquel lenguaje periodístico con su propia escritura. Algo lo hacía intuir que era el momento de poner un punto final, también, a sus años catalanes, pero la intuición que lo obsesionaba era más abstracta, acaso una idea que apenas se dibujaba de manera oblicua en sus reflexiones literarias: que uno no busca la forma en la escritura, «sino que se abre a ella, la espera, la acepta, la combate». La forma, esa emisaria de la realidad, debía vencer el combate final; de otra forma, los textos estarían podridos. Confundido por sus propias ideas, Pitol decidió hacer a un lado la novela que titularía con un verso de Hamlet y retomó Juegos florales; volvió a quedarse paralizado. Encajonó, de nuevo, Juegos florales.
El 23 de abril de 1971 recibió la noticia de que su abuela, Catalina Deméneghi, estaba grave de salud. Habló con ella por teléfono y percibió en la voz de la nona deterioro y debilidad. Colgó el teléfono, lloró, vomitó y concluyó que el haberse entregado a una vida de viajero era lo mejor que pudo haber hecho por su nona, quien en su momento deseó que él fuera un próspero abogado y no un intento de escritor peleado con sus abstractas ideas sobre la forma: «Le he causado menos problemas y dolores viviendo lejos que si estuviera en México», concluyó.
El 3 junio se enteró de que doña Catalina, la mujer que lo adoptó cuando murieron sus padres y a quien profesó una admiración sagrada; la mujer que un día de Reyes le regaló veinte libros de «El tesoro de la juventud» y le dijo que tenía que leer uno de ellos; la mujer cuyas anécdotas lo hacían reír hasta revolcarse, cuyos relatos se le clavaron en alguna parte donde se quedaron incrustados hasta inspirarar sus primeros cuentos; la mujer que había visto por última vez mientras ella trataba de leer Ana Karenina, casi ciega, con una lupa, haciendo un esfuerzo por desentrañar el fatal destino de la heroína de la Rusia del xix; esa mujer, pues, había muerto.
El 24 de junio, en Cadaqués, mientras leía Las olas de Woolf, Sergio Pitol terminó su primera novela. «¿Piensas acaso que soy más fácil de tañer que una flauta», ese era el verso de Hamlet. La tituló: El tañido de una flauta.
Sólo en una entrevista que concedió a los 71 años dijo, escuetamente, «estoy seguro de que, si no hubiera tenido una abuela como ella, que contaba tantas historias que adornaba novelísticamente, y junto al ejercicio de la lectura en el que ella me inició, no sería escritor».
Una inestabilidad mayor
por Daniel Saldaña París
EEn el sótano de la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey, hay una bóveda con temperatura controlada en cuyo interior descansan algunos de los mayores secretos de la literatura latinoamericana del siglo XX. Están ahí los papeles personales, cuadernos, manuscritos y cartas de Reinaldo Arenas, Julio Cortázar, Rosario Ferré, Guillermo Cabrera Infante, Elena Garro, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ricardo Piglia, José Donoso, Enrique Lihn y Margo Glantz, entre muchos otros. Cualquiera puede sacar una credencial y solicitar acceso a esos archivos, entre los que tienen también diez cajas con todos los diarios y cuadernos de Sergio Pitol. En febrero de 2024 tomé el tren hasta Princeton, desde Penn Station, para ir a revisar los diarios de Pitol en la sala de consulta de las colecciones especiales de la biblioteca. No tenía ninguna razón para hacerlo, más allá de que llevo muchos años leyendo a Pitol y muchos años leyendo y escribiendo diarios personales. Tenía un día libre y un fetiche, que conservo, por los cuadernos, la marginalia, los apuntes incompletos y las marcas que la vida va dejando en los textos y en el papel. Como cualquiera que haya leído la Trilogía de la memoria de Pitol, estaba más o menos familiarizado con algunos fragmentos de sus diarios, los que él mismo decidió incluir ahí, pero tenía curiosidad por ver su escritura de puño y letra, entender cómo organizaba sus bitácoras y conocer qué tanto de lo que escribía ahí pasaba al libro sin correcciones.
A Pitol lo conocí una sola vez, en Bogotá, en una feria del libro en la que México era el país invitado. Él era el escritor más viejo de la delegación; yo, el más joven. Coincidimos en el lobby del Hotel Tequendama. La enfermedad que le fue carcomiendo el lenguaje ya era notable, pero todavía conversaba más o menos y fingía interés como hacen los escritores amables con los jóvenes impertinentes. Aquella vez en Bogotá cruzamos unas cuantas frases y luego alguien se incorporó al grupo, lo agarró de un codo y reclamó su atención. Pitol sonrió, me dirigió una mirada risueña y caminó rumbo a la calle. En Princeton, quince años más tarde, me dispuse a leer los diarios de Pitol como si quisiera retomar esa conversación interrumpida.
A las 10 am dejé en un casillero mis pertenencias personales, salvo mi laptop y un celular (está prohibido entrar al área de colecciones especiales con cuadernos o plumas).
Me lavé las manos por indicación de la bibliotecaria, me dieron acceso a la sala de lectura, elegí una mesa y pedí que me trajeran las primeras tres cajas de los diarios de Pitol. Mi intención era leer cuanto me fuera posible.
Sergio Pitol no era uno de esos diaristas obsesivos que escriben siempre en el mismo formato de cuaderno, con la misma tinta. El primer cuaderno, en orden cronológico, es una agenda médica en cuya portada se lee «Libro de Consultorio 1968». En el margen superior de cada página par se pueden leer anuncios de diferentes fármacos. Así, en una de las primeras páginas del diario, el encabezado reza: «Tiaminal B12. 500 mcg. Antineuríticos, antineurálgicos. Dosis media: 1 mL diario o en días alternos, intramuscular, profunda y lenta». Y más abajo, en la elegante manuscrita de Pitol: «Viva Dubček. Viva el Socialismo checo».
Más adelante usó agendas propiamente dichas, pero imponiendo su propia temporalidad a las fechas rígidas de la libreta: aunque el encabezado de la página dijera «5 de abril», Pitol anotaba debajo, por ejemplo, «28 de junio», escribiendo entradas que se extendían a lo largo de varias fechas, saltándose días y, a veces, semanas enteras de silencio. En otros momentos usó también cuadernos escolares en octavo y hasta libros de contabilidad para llevar su diario.
En los primeros cinco minutos de hojear aquellos volúmenes me di cuenta de lo absolutamente inútil que era mi proyecto: si leía entrada por entrada podía pasar un día entero con cada uno de los cuadernos. Eran alrededor de treinta estrictamente hablando, más otras miles de entradas que habían sido transcritas y capturadas digitalmente, además de los «cuadernos de trabajo», donde Pitol alternaba notas para sus libros y traducciones con algunas secuencias de entradas de diario propiamente dichas. Si quería darme una idea de la práctica diarística de Pitol, tenía que pedir una beca y dedicarme a ello de manera casi exclusiva durante al menos tres meses. Yo sólo tenía, de momento, un día. En vista de eso, renuncié a la lectura exhaustiva y me propuse leer de manera transversal, buscando fechas o periodos que me parecieran especialmente interesantes. Pero otra vez, la dimensión de la empresa, aunque más modesta, empezó a rebasarme muy rápido. Sólo en el primer cuaderno (de marzo de 1968 a diciembre de 1971) había suficiente material para varias tesis. En el verano del 68, Pitol (entonces agregado cultural de México en
Yugoslavia) reacciona horrorizado a la invasión soviética de Checoslovaquia y el fin de la Primavera de Praga, que tanta esperanza le había provocado a comienzos de año. Poco después, sufre una crisis de ansiedad mientras sigue a la distancia la escalada de violencia y represión estatal que finalmente desemboca en la matanza de Tlatelolco, el 2 de octubre. Estando en Belgrado, no entiende muy bien qué es lo que ha pasado, y le cuesta encontrar información fidedigna sobre la actuación del gobierno hasta que logra hablar con su gran amigo, Carlos Monsiváis, y con María Luisa La China Mendoza; ellos le explican la gravedad del crimen y, en consecuencia, Pitol toma la decisión (sopesada en el diario) de renunciar al cuerpo diplomático mexicano a manera de protesta. Eso lo deja un poco a la deriva: se plantea mudarse a Ginebra, a Portugal, pasar una temporada en Zagreb o escribirle a Margo Glantz a ver si lo ayuda a conseguir trabajo en Inglaterra. «Se me ocurre también ir a Belice. O un trabajo fijo en Madrid», escribe. Tiene 34 años, no sabe quedarse quieto y siente una «terrible incertidumbre» sobre sus «dotes de escritor».
Mientras decide a dónde ir, se enamora por primera vez en mucho tiempo: «de golpe se ve una cara y todos los demás dejan de existir». Cuando el diario entra en confidencias amorosas, sin embargo, Pitol abandona el castellano y se pasa al polaco, así que no entiendo un carajo. Sudoroso, hambriento, desesperado en la sala de consulta de las Colecciones Especiales de la Firestone Library, intento transcribir las entradas en polaco en Google Translate, a ver si le arranco algún secreto a aquellas páginas. Pero la letra de Pitol es confusa y no conozco la ortografía polaca, así que obtengo muy poco.
Lo que es claro es que ser homosexual podía costarle a Pitol la carrera diplomática si alguien, de casualidad, leía sus cuadernos. Años más tarde, ya retirado y en Xalapa, releerá sus diarios pluma en mano, tachando las partes donde por prudencia había escrito «ella» al referirse a un pretendiente y agregando, en una letra menos críptica, un «él» inequívoco. Este es el único acto posterior de revisión que pude rastrear en los diarios, y no me parece menor: volver sobre la propia vida para acabar, de una vez por todas, con ese miedo, remanente de otra época.
Después de recorrer media Europa, Pitol recala en Barcelona en 1969, por insistencia de Beatriz de Moura. «¡Qué rancho es España! ¡Qué enorme rancho! ¡Y qué lata los Donoso! Descubro que tengo poquísimos amigos aquí». Empieza a trabajar ahí en su mítica serie de Los Heterodoxos para Tusquets, traduce —de nuevo— a Witold Gombrowicz, malvive con trabajitos como freelance para varias editoriales.
Son años en los que bebe mucho alcohol, una tendencia que después moderaría hasta convertirse en el señor elegante y ascético que vivía encerrado en su casa de Xalapa.
«Lo que es claro es que ser homosexual podía costarle a Pitol la carrera diplomática
si alguien, de casualidad, leía sus cuadernos. Años más tarde, ya retirado y en Xalapa, releerá sus diarios pluma en mano, tachando las partes donde por prudencia había escrito “ella” al referirse a un pretendiente y agregando, en una letra menos críptica, un “él” inequívoco. Este es el único acto posterior de revisión que pude rastrear en los diarios, y no me parece menor: volver sobre la propia vida para acabar, de una vez por todas, con ese miedo, remanente de otra época»
Hacia las dos de la tarde, en el sótano de la biblioteca Firestone, el hambre me impedía concentrarme en la lectura. Hice una pausa para comer una ensalada a toda prisa: no quería perder ni cinco minutos antes de seguir descifrando la caligrafía de Pitol. Cuando volví a la sala de lectura, tomé un diario mucho más tardío, de la última etapa de su vida, cuando estaba ya instalado de nuevo en México, a principios de los años 1980.
Una lectura de los diarios de Pitol que sea fiel a la poética de su autor tendría que practicar esas discontinuidades. En El arte de la fuga, por ejemplo, ofrece fragmentos
dispersos de sus diarios entre 1980 y 1984 relativos a la concepción y composición de El desfile del amor. Más adelante, transcribe en totalidad las entradas que corresponden a los primeros meses de 1994, llenas de conversaciones, desplegados y reflexiones sobre el alzamiento zapatista de ese año. Pitol evitaba, a toda costa, la domesticidad aburrida del orden cronológico y la autorreferencialidad blanda. Por eso el diario de Pitol es mucho más que anécdota autobiográfica. Es, según escribe en El mago de Viena, «mi cantera, mi almacén, mi alcancía». En su Trilogía de la memoria el diario es una de las posibilidades del ensayo, y no sólo del ensayo personal autobiográfico, sino del ensayo de ideas y la crítica literaria, pues en Pitol hay una continuidad entre las lecturas y los viajes, las ciudades y los libros, los amigos y los autores releídos. 24 de julio de 1981. «Tuve una pesadilla desagradable anoche; otra hoy en la siesta de la tarde. Había muertos, había una capa subterránea de sexualidad, algo de mofa, de discriminación hacia mí, y larguísimas esperas llenas de incertidumbre». 8 de agosto de 1981: «Estoy intranquilo. Toda la semana estuve muy inquieto. Mal del estómago, con pesadillas atroces (en una vi cómo Luis, Monsi y yo caíamos en una celada y unos rancheros iban a acuchillarnos)».
Los periodos que Pitol pasa en la Ciudad de México tienen un aire opresivo. La ciudad letrada se le aparece como un lugar lleno de personajes desagradables, intrigas de salón, politiquería. Crítico por igual del autoritarismo soviético y de los intelectuales alineados con Estados Unidos, Pitol reclama un espacio de excepción y soledad creativa para sí mismo. «Cuando recuerdo la actitud de Vargas Llosa en Managua, más y más repugnante me resulta la actitud de los escritores ligados al imperialismo», escribe.
El antídoto lo encuentra siempre en la amistad y la lectura detenida que la traducción permite. Luis Prieto, Carlos Monsiváis, Mario Bellatin, Margo Glantz y Juan Villoro desfilan como salvadores, interlocutores y fuentes de inspiración en las páginas del diario (no sin los ocasionales desencuentros, en general por discrepancias políticas), lo mismo que la traducción de Virginia Woolf, la lectura del Oblomov de Goncharov o el diario de Kafka.
«En los últimos tiempos me ha ocurrido ser a menudo consciente de que tengo un pasado», escribe Pitol al comienzo de El arte de la fuga, y el diario es el recurso textual del que Pitol echa mano para presentar ese pasado en toda su complejidad. No impone un orden a sus recuerdos, sino que se permite saltar de una década a otra, pasando de la escritura retrospectiva al presente perpetuo del diario, de Roma a San Francisco a la Plaza Río de Janeiro en la Ciudad de México. El resultado es una novela, pues hemos convenido en llamar novela al espacio total de posibilidades que no distingue entre experiencia, alucinación o mito. Y es por eso que Pitol pertenece a esa estirpe secreta de diaristas que supieron subvertir la apariencia formulaica del género para ponerlo al servicio de una inestabilidad mayor. Otros dos autores latinoamericanos que usaron sus diarios personales para componer una novela total son Ricardo Piglia y Mario Levrero; la de Pitol es una búsqueda cercana a estos y, a la vez, personalísima. Sergio Pitol es un autor moderno en el sentido de que la historia de la composición de sus libros es una parte integral de los mismos. En su célebre ensayo «El diario íntimo y el relato», Maurice Blanchot imagina la posibilidad de un diario que consigne, solamente, el proceso de escritura de una novela, y luego llega a la conclusión de que ese diario de la escritura de, por ejemplo, En busca del tiempo perdido, es la novela misma. Es decir que, en la modernidad, el espacio entre los procesos y los resultados se anula, y el andamiaje expuesto de la obra es lo que nos permite, hipócritas lectores, la ilusión de una verdad extraliteraria. Pitol supo exhibir ese esqueleto de la obra no sólo en su Trilogía de la memoria, sino también en libros como Domar a la Divina Garza, donde una puesta en abismo nos ofrece el mundo de referencias teóricas y literarias que sostienen el ejercicio carnavalesco.
Leer los diarios de Pitol no es una experiencia fundamentalmente distinta de la de leer sus novelas. La misma
«Sergio Pitol es un autor moderno en el sentido de que la historia de la composición de sus libros es una parte integral de los mismos. En su célebre ensayo “El diario íntimo y el relato”, Maurice Blanchot imagina la posibilidad de un diario que consigne, solamente, el proceso de escritura de una novela, y luego llega a la conclusión de que ese diario de la escritura de, por ejemplo, En busca del tiempo perdido, es la novela misma. Es decir que, en la modernidad, el espacio entre los procesos y los resultados se anula, y el andamiaje expuesto de la obra es lo que nos permite, hipócritas lectores, la ilusión de una verdad extraliteraria. Pitol supo exhibir ese esqueleto de la obra no sólo en su Trilogía de la memoria, sino también en libros como Domar a la Divina Garza, donde una puesta en abismo nos ofrece el mundo de referencias teóricas y literarias que sostienen el ejercicio
vocación deambulatoria aparece ahí, la misma vigilancia crítica del Yo y sus aspavientos. Si acaso, los diarios de Pitol permiten asomarse un poco más a una malicia que, por conveniencia o entrenamiento diplomático, el autor dejó fuera de escena en su obra y su vida públicas. Junto a esa malicia, el peso de la sexualidad y la pulsión erótica, generalmente elididas con pudor en la obra pública, son la gran recompensa del lector de esos diarios. Por lo demás, lo cierto es que es si uno se ahorra el viaje a Princeton y se dedica a leer con atención la Trilogía de la memoria, encontrará más o menos el mismo tipo de escritura. Y es que Pitol supo exprimir sus diarios con ojo de editor y con la distancia que le permitió el paso del tiempo.
Febrero de 2024. Bibloteca Firestone. A las 4:45 me informaron que la división de Colecciones Especiales estaba a punto de cerrar. No había logrado leer ni siquiera una quinta parte de los diarios de Pitol, pero estaba decidido a regresar y proceder con método. Tomaría notas, sacaría fotos, pediría una beca especial de Princeton para pasar más tiempo en compañía de ese escritor amable pero esquivo que sólo
carnavalesco»
empezó a ser conocido en México a partir de sus cuarenta y cinco años, pero que para entonces había vivido en medio mundo, enamorándose y traduciendo y conversando con el pasado con un ojo siempre puesto en el presente.
En el tren de regreso a Nueva York escribí en mi propio cuaderno todas las impresiones que me había dejado la lectura de los diarios, y bosquejé una investigación más precisa para la próxima vez que fuera a Nueva Jersey. Pero nunca volví a la biblioteca, ni pasé ningún otro día hojeando los cuadernos de Sergio Pitol. La vida me impuso una mudanza, y luego otra, y luego otra más. Cuatro meses después, en Venecia, me acordé del comienzo de El arte de la fuga, cuando Pitol pierde sus lentes y recorre aquella ciudad sometido a las distorsiones de la miopía: «A medida que la niebla me velaba aún más la visión de palacios, plazas y puentes mi felicidad crecía», escribe. Con los diarios de Pitol me pasó lo mismo: son una ciudad que visité con prisas, sin lentes, recorriendo callejones y patios sin llegar a imaginar un mapa; una ciudad de Piranesi que caminé de noche y de la cual sólo me traje, como un souvenir idiota, estos apuntes.
El yo narrado
por Olivia Teroba
EExtenuada de dar servicios editoriales, estos últimos meses me he dedicado a dar talleres, algo que evitaba debido a lo complicado que me resulta tratar con otras personas, en general, pero más todavía en un rol tan cargado de responsabilidad como la docencia; una inclinación de mi persona cuyos orígenes pueden rastrearse adonde invariablemente lleva toda indagación autobiográfica, la infancia; periodo al que Sergio Pitol vuelve una y otra vez en su escritura.
Como toda actividad creativa a la que dedico mi tiempo, disfruto rumiar los talleres antes de su ejecución, preparar el material, conversar con mi pareja el contenido: si es demasiado o muy poco y si los ejercicios son claros o tendrán alguna complicación inesperada. Cuando acompaño la escritura de otras personas tengo la sensación de sostener en mis manos un animal tierno y delicado, al que cualquier movimiento brusco podría dañar, y la preparación me ocupa más tiempo del necesario.
En vez de conformarse en mi interior una dulce tranquilidad como fruto de estas manías anticipatorias, durante la sesión permanezco tensa, alerta a cada interacción con el grupo. Pienso con detenimiento lo que digo y dejo de decir. Me interesa impulsar y acompañar a los participantes, evitar a toda costa propiciar un entorno agresivo o violento, tan común en los sitios dedicados a la enseñanza de la escritura. Pero la condescendencia tampoco funciona. Hay que encontrar un equilibrio entre el rigor y la amabilidad: nunca quedo segura de lograrlo. Aunque aprendo un poco cada vez, no sé si mi formación en este ámbito concluya algún día, dudo que exista una meta a la cual llegar.
Todo esto me deja exhausta.
Hay varios supuestos cuando se brinda y toma un taller. El más básico, que de tan obvio suele pasar desapercibido: la noción de que lectura y escritura no son actos solipsistas; al contrario, encuentran ventajas con la compañía. Por otro lado, esto no implica que la escritura literaria sea un conocimiento que pueda enseñarse como se enseñan las tablas de multiplicar o la tabla periódica. Con todo y la existencia de decálogos, ars poéticas y manuales, la verdad es que no hay reglas a seguir en la escritura: se trata de una práctica más que de un método.
Entonces, ¿qué se enseña en los talleres? Hace poco escuché a la escritora Sylvia Aguilar Zéleny poner como
ejemplo del proceso creativo el documental Agnes by Varda, donde la cineasta cuenta su manera de hacer cine: «eres guiada por lo que filmas». Coincido en que este ejemplo ilustra cómo, cuando se está creando, podemos partir de un punto de vista o una noción, pero llegará invariablemente un momento donde nos dejaremos guiar por el instinto. Existe una base técnica que puede enseñarse, pero el momento de ejecución es personalísimo.
Lo que enseñamos son estrategias para profundizar en el entendimiento del acto creativo y revisar los escritos propios a través de una lectura minuciosa. Ponemos en palabras maneras de pensar y hacer aprendidas sobre la marcha, que no son indispensables para escribir, porque lo único indispensable es una herramienta (lápiz, papel, computadora) y la intención de hacerlo, pero sí pueden allanar el camino de la escritura, hacerlo menos intrincado y por lo mismo más disfrutable.
En el proceso de aprendizaje mutuo, recomendamos lecturas y guiamos ejercicios. Cada desencuentro es una pequeña victoria porque la intención se afina mediante la resta. En su conferencia sobre Borges, Piglia afirma que lo elemental para los escritores es acercarnos a lo que «queremos hacer» en la literatura. Para ello, es necesario saber antes «lo que no queremos hacer».
Decidí evitar el tema de mi infancia en este texto porque últimamente la escritura autobiográfica me ha traído más desencantos que satisfacciones. Durante mucho tiempo creí que podría servirme de mi vida para ejemplificar, para «mostrar en vez de decir», como aconseja Philip Lopate en su manual de escritura. Como recurso literario funcionó con sus altas y sus bajas; el resultado en mi vida personal fue un desastre estrepitoso. Hace un par de meses se publicó mi último libro, Dinero y escritura, el cual suscitó un embrollo familiar que, por temor a que las increpaciones se repitan, no voy a desarrollar aquí.
Una de las dudas más acuciantes en los talleres de escritura autobiográfica tiene que ver con las personas que participan en lo que se cuenta: ¿creerá mi familia que los estoy traicionando? ¿Revelar esta anécdota hará enfadar a mi tía? Por experiencia propia, podría responder que, si tus familiares se toman el tiempo de leerte, hay dos escenarios posibles: en el mejor de los casos, prefieren no hablar del tema o lanzar indirectas
pasivo-agresivas en las reuniones familiares. En el peor, toman tus palabras como una afrenta personal y responden en consecuencia.
¿Es necesario contar secretos de familia para escribir autobiografía? Es una pregunta tramposa desde su formulación. Vayamos al fondo del asunto: ¿qué es un secreto?, ¿por qué es un secreto?, ¿qué imagen quiere proyectar la persona en cuestión que se vería trastocada por el conocimiento público de dicha anécdota o por repetir palabras que en efecto pronunció? Para el filósofo José Luis Pardo, uno de los tantos términos que se confunden estos días es el de intimidad. Según su teoría, es un término «maltratado», es decir, que se entiende una cosa por otra y su sola mención evoca tantas connotaciones que para definirla hay que hacerlo primero en negativo; referirnos a lo que no es.
Pardo discurre largo y tendido para dejar claro que intimidad no se refiere a la sexualidad, ni a asuntos domésticos, ni a la interioridad secreta, etérea e innombrable que no podemos expresar siquiera a nosotros mismos. Otro término que queda fuera del campo semántico de la intimidad, y el filósofo se afana en hacer esta distinción, es la privacidad. El ámbito de lo privado es aquello que las normas sociales nos instan a ocultar a través de complejas relaciones que moralizan nuestros actos e incluso nuestro lenguaje. Por eso hay «buenas» y «malas» palabras. En este sentido, cuando decimos lo que no deberíamos decir, desafiamos las buenas costumbres.
En sus textos autobiográficos, Sergio Pitol evita hablar de su vida familiar o sentimental; apenas menciona alguna desavenencia con el clasismo de sus tías o se queja del estatismo y arribismo del medio literario mexicano. Lo que se sabe de la vida privada del narrador, ensayista, viajero, traductor y, antes que nada, lector voraz, lo sabemos por documentos extraliterarios, que no son parte del corpus de su obra. Con todo, después de leer la Trilogía de la memoria, queda la sensación de conocerlo de cerca, de haber compartido con él tardes enteras en cafés, algunos museos, de haber incursionado en sus sueños.
«Escribir es tomar decisiones», suelo anotar en el pizarrón o proyectar en una diapositiva color magenta al comenzar la primera sesión de alguno de mis talleres. Una frase con la ambigüedad de la magia antigua, pero lo suficientemente entendible para incitar una conversación grupal. Así como en la danza o en la gimnasia, en la escritura cada movimiento afecta el proceso entero. Escribir la vida propia es una decisión que se toma con conciencia de los riesgos que conlleva. El impulso suele ser tan poderoso como para enfrentar los reparos.
En mi escritura, busco romper la tradición del silencio que impone la sociedad machista y patriarcal donde crecí. En la escritura de Sergio Pitol vislumbramos una poie-
sis que genera un espacio propio. Tomando en cuenta que algunos de sus textos citan a Virginia Woolf, es muy probable que leyera Una habitación propia en la traducción de Borges. Este lugar que genera su proyecto creativo, en particular sus textos autobiográficos, desafía lo establecido de manera sutil, con una escritura evasiva, divergente, abierta a nuevas lecturas en el tiempo.
Pienso que Pitol, ausente por largos periodos del medio literario mexicano de su tiempo, expresaba de manera silenciosa su inconformidad con las jerarquías literarias, el chovinismo en la escritura, la masculinidad hegemónica como una forma de hacer y vivir la literatura. Su decisión de publicar la Trilogía de la memoria, los títulos de los textos que la conforman y hasta el orden en que se muestran (el final de El arte de la fuga es la crónica de una visita a un caracol zapatista) son gestos que lo sitúan a contracorriente. En un tiempo en que pensamos nuestra vida cotidiana y cada desplazamiento en función de su registro, en que conformamos nuestra identidad mediante cúmulos de imágenes, quizá pueda resultar complicado acercarse a estos escritos que describen recorridos que nunca
autobiográficos, Sergio Pitol evita hablar de su vida familiar o sentimental; apenas menciona alguna desavenencia con el clasismo de sus tías o se queja del estatismo y arribismo del medio literario mexicano. Lo que se sabe de la vida privada del narrador, ensayista, viajero, traductor y, antes que nada, lector voraz, lo sabemos por documentos extraliterarios, que no son parte del corpus de su obra. Con todo, después de leer la Trilogía de la memoria, queda la sensación de conocerlo de cerca, de haber compartido con él tardes enteras en cafés, algunos museos, de haber incursionado en sus sueños»
completan una ruta turística, que citan libros muy lejanos del canon y se detienen en tertulias con escritores y diplomáticos o en largas conversaciones con extraños durante el trayecto del tren.
Quizá el exceso de información nos incita a priorizar el ahora y leer el pasado desde la actualidad. Es verdad que si nos acercamos a Pitol pensando en el ensayo au«En sus textos
tobiográfico que abunda en estos días y que sigue el formato del op. ed., el género de columnas de opinión de los diarios estadounidenses, su lectura puede desconcertarnos. Si entramos a su obra con expectativas rigurosas en cuanto a forma y tema, nos sentiremos inconformes con la sensación de extravío, con la soltura para cambiar de una frase a otra de geografía, cronología y bibliografía.
Hay otra manera de acercarse a esta escritura: teniendo en mente que vivimos una crisis de la narración (Byung-Chul Han), que nos hace falta darle su lugar a un acto sencillo pero radical para cultivar el pensamiento: el de la escucha. La atención es un regalo. La escritura autobiográfica de Sergio Pitol conjuga el proceso esencial para que una narración exista, según Úrsula K. Le Guin. Escuchar, primero, después contar.
Tengo treinta y seis años y no conozco Europa ni Estados Unidos. No es una decisión consciente, tan solo las circunstancias no han sido favorables y yo tampoco me he esmerado en que ocurra. Todo parecía indicar que en 2020 me invitarían a España a presentar un libro, pero se canceló por la pandemia. He intentado entrar a programas de escritura en Estados Unidos y a residencias en España sin éxito. La idea de estas regiones me sigue pareciendo lejana.
En la época de Sergio Pitol, un viaje a Europa era un rito de iniciación para ser legitimado en el mundo literario mexicano. Como en el viaje del héroe (patriarcal), la épica del escritor del siglo XX consistió en conocer Barcelona, perderse en sus calles, hablar con otros escritores y volver a casa con el elixir prometido para recibir la gloria y la fama. Por fortuna para sus lectores, este no es el caso. No hubo un regreso triunfal, sino estancias prolongadas en el extranjero con regresos esporádicos. Su selección de países es irregular, casi azarosa: vivió en España, Polonia y Checoslovaquia, entre otros. Ahí instalado, se dedicó a mirar a la gente, los paisajes, las ciudades; a mirarse a sí mismo y rememorar el lugar de origen con la extrañeza del viajero, dispuesto a sorprenderse y deslumbrarse sin olvidar que el mundo es ancho y ajeno y no podrá agotarlo en su totalidad. Hay algo de derrota en entenderlo, pero también de belleza.
Hace casi quince años viajé a Bogotá por una semana; en realidad era una escala entre Buenos Aires y México que la aerolínea me permitió extender por un precio aceptable. Me quedé en casa de los padres de un amigo. Ellos trabajaban y tenían sus asuntos, así que me dediqué a pasear por mi cuenta. El parecido de Bogotá con la Ciudad de México me agobiaba. Quizá mi antipatía ante las grandes urbes proviene de la angustia de perderme, de desaparecer en un entorno donde no consigo
identificar la lógica que lo conforma. Visité el museo de El Oro, después el de Botero. Cerca, estaba el Fondo de Cultura Económica. Entré. Al ver los libros, sentí un cosquilleo en el estómago. Era como estar en casa. No compré nada: casi todo se conseguía en México. Salí para buscar algo de comer. Antes, pasé por el patio de la librería. Había una frase impresa en una lona que adornaba una de sus paredes: «Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas». Se me incendiaron las mejillas del entusiasmo: en aquella parada antes de volver a mi país tras un viaje de varios meses, se conformaba poco a poco la decisión de dedicarme de lleno a la escritura.
La voz que conocemos en La trilogía de la memoria se va definiendo, texto a texto, a partir de su encuentro con la otredad. Nos conduce por desplazamientos geográficos, por una variedad inabarcable de lecturas pero también de obras de arte, cine y música. Los momentos donde más inmersiva se vuelve su prosa, donde más nos conduce a otro espacio y tiempo, es cuando se deja guiar por alguna emoción, casi siempre el entusiasmo, la sorpresa, el esplendor del mundo lejos de casa. Lo que puede comunicarse, según José Luis Pardo, es la auténtica intimidad. Lo íntimo es nuestro pensar, nuestro sentir, las emociones que perduran en el tiempo, en la medida que podemos comunicarlas a nosotros mismos y a otros. La intimidad, entonces, tiene como característica fundamental su cualidad de generar una conversación.
Este compendio de textos autobiográficos no es un manual de escritura, pero nos muestra el proceso creativo con una transparencia que incita a hacer la prueba con creaciones propias. No es teoría literaria, pero hace estudios profundísimos de obras a donde difícilmente llegaríamos sin una introducción tan detallada. Es un libro de ensayos que encuentra lugar en una genealogía que remite a Montaigne, a Tabucchi, a Gombrowicz, porque discurre con la espontaneidad del paseo y con un itinerario que anhela agotar el mundo conocido por su autor.
¿Por qué sigo dando talleres si me cuesta tanto trabajo? Otra pregunta con trampa. Lo difícil no conlleva necesariamente sufrimiento. De hecho, hay belleza latente en obsequiarse a una misma el tiempo para entender, por ejemplo, una lectura compleja como los ensayos de Sergio Pitol; permitirse ir de referencia en referencia hasta encontrar alguna verdad insospechada. La frase que leí en aquella pared de una librería mexicana en Bogotá, es suya, por supuesto, y prosigue dentro del libro: «Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas».
Me parece que su escritura prefiere anteponer la suma a la resta: constituirse a partir del mundo exterior, de regiones lejanas, con todo y el costo que conlleva, porque
«En la época de Sergio Pitol, un viaje a Europa era un rito de iniciación para ser legitimado en el mundo literario mexicano. Como en el viaje del héroe (patriarcal), la épica del escritor del siglo XX consistió
en conocer
Barcelona, perderse en sus calles, hablar con otros escritores y volver a casa con el elixir prometido para recibir la gloria y la fama. Por fortuna para sus lectores, este no es el caso. No hubo
un regreso triunfal, sino estancias prolongadas en el extranjero con regresos esporádicos»
invariablemente todo viajero se encuentra a solas consigo mismo. En «Vindicación de la hipnosis», uno de sus textos más célebres, llegamos por fin a la infancia, pero no presenciamos el suceso que desencadenó todo, apenas nos enteramos de un atisbo. La evasión parece decirnos que la verdad no es siempre la que se piensa. No conocemos nombres ni gestos: pero sí a un niño que llora ante la muerte de su madre, un momento de vulnerabilidad absoluta. La fuga es un movimiento que nos regresa una y otra vez a la escritura misma, al acto de mostrar la intimidad con la confianza plena de que los lectores podremos intuirlo todo, hasta aquello que no dice.
Llegar a casa
por Astrid López Méndez
HHay ocasiones donde, hasta los más nómadas, quieren volver a casa. Con mucha suerte, la agitación y el impulso que lleva por años hacia el exterior adquiere otra forma. En el caso de Sergio Pitol, una forma literaria. He leído con asombro, desasosiego y hasta aburrimiento su trilogía de la memoria — El arte de la fuga (1996), El viaje (2001), El mago de Viena (2005)—, la cual, más allá de conjugar elementos de sus viajes, diarios y de lo que se le antoja en general, es el recorrido de un ánimo lúdico —necesario, contradictorio— que pone por encima la vida, la persigue, incluso cuando la pulsión de muerte juega a ocupar, en cada instante, un espacio mayor.
A menudo es difícil imaginar el destierro desde un mundo que, de manera categórica, exige ocupar un sitio único y definitivo, no sólo como anclaje geográfico sino como una experiencia vital aislada de cualquier cambio. No obstante, quizá sea todavía más complicado figurar ese destierro lejos de toda banalidad, acentuada en ocasiones por el deseo de sentirse fuera de un lugar y de sí mismo. Pareciera que hay en el acto de abandonar lo conocido una debilidad que no puede ser redimida ni portada con dignidad, exista o no siquiera el mínimo esfuerzo de hacerlo. Para Pitol, es posible que eso sea el abandono, pero no es lo único.
El arte de la fuga comienza en la memoria. No sólo porque, sabemos, es engañosa, también porque su composición tiene apenas unas pocas imágenes, en comparación con la suma de lo que podría ser una especie de totalidad de recuerdos. Se muestra un diminuto inventario de momentos maravillosos o, lo que tal vez es peor, de desgracias, como único representante, el cual, de acuerdo con Pitol, constituye la coronación de una farsa. No es extraño que esto suceda, al contrario, ya que la memoria se encuentra en el orden de lo falible y lo incompleto. Sus materias son en su mayoría oscuras e inaccesibles. La farsa es inevitable, y, a largo plazo, asfixiante.
Hay una crudeza de los recuerdos que los mantiene extravagantes, propios de un mundo chato, pero no se quedan sólo ahí, construyen un puente hacia la voluntad de reproducirlos, muchas veces de forma inconsciente, con tal de que prevalezca la chatura. El deseo de repetición que conllevan tiende algunas trampas alrededor de su existencia: incapaces de cuestionarse, parecen menos superficiales de lo que son. Así pues, Pitol supone que no hace falta esconder la extravagancia, sino acentuarla, resaltar sus cualidades y darle cuerpo y profundidad a la imagen. Por ejemplo, quizá fue en una cena en Portugal, en un desayuno en Praga o en una recepción en Barcelona, pero siempre había una pareja que parecía haber memorizado un guion, que se comportaba con plena confianza en lo que iba a suceder y, por lo tanto, insistía en que así ocurriera.
Por puro relajo, nos cuenta Pitol, un escritor, que ha asistido a una cita diplomática, realiza preguntas que
«El arte de la fuga comienza en la memoria. No sólo porque, sabemos, es engañosa, también porque su composición tiene apenas unas pocas imágenes, en comparación con la suma de lo que podría ser una especie de totalidad de recuerdos. Se muestra un diminuto inventario de momentos maravillosos o, lo que tal vez es peor, de desgracias, como único representante, el cual, de acuerdo con Pitol, constituye la coronación de una farsa. No es extraño que esto suceda, al contrario, ya que la memoria se encuentra en el orden de lo falible y lo incompleto. Sus materias son en su mayoría oscuras e inaccesibles. La farsa es inevitable, y, a largo plazo, asfixiante»
su interlocutora no quiere responder. Ella, para evitarlo, habla casi sin respirar sobre otro tema. El escritor está encantado y hace más preguntas antes de que la mujer se exaspere y vaya a otro rincón de la sala. A lo lejos, el marido se da cuenta de la candidez y la huida de su esposa y, con una curiosidad inusitada por sus actividades y andanzas, se acerca al escritor para saber más de su conversación, quien, igual, por puro relajo, decide seguir con el juego. Al parecer la esposa estaba contando, con precisión, la vida y obra de su escritor favorito, Joseph Conrad. La extrañeza del marido llega al máximo y pide, con calma e incredulidad, que le repita lo que acaba de decir, ante lo cual el escritor parafrasea los hechos. Sin más que la petición para que el escritor no diga tonterías, el marido se da la vuelta y, así como su esposa, desaparece.
La farsa queda al descubierto al llevar la extravagancia a las últimas consecuencias. Pitol encuentra en el escarnio una vía de destronamiento: no más coronas para los reyes, ni para los falsos ni para los verdaderos. Su pelea constante es contra la solemnidad, la sacralización y la autocomplacencia, a las cuales desprecia, a la par que mantiene una relación intensa con ellas por sus deberes laborales. Nada se le escapa: en su respuesta a esta tensión, como en el tercer elemento
de una farsa carnavalesca —después de la coronación y el destronamiento—, la sutileza está en la paliza final, donde ni él mismo sale indemne. La memoria es casi inexistente y, lo que queda de ella, es molido a palos. Esta destrucción permite construir de modo oblicuo las imágenes, presente a lo largo de su obra narrativa, mientras la fuga sigue su curso en los diarios y en las lecturas, ambos definitivos para la aparición de la forma literaria. En su trilogía se asoma el espíritu incansable de quien está convencido de querer leerlo todo. La acumulación es un gesto que se aleja con rapidez de la simple pretensión, porque ésta no transforma las lecturas en una carga, sino que va aligerando el peso de las contradicciones inherentes a la fuga. Asimismo, los registros de las páginas que va leyendo son un intento por entender otras formas literarias: sus detalles no están centrados en la trama o los personajes, sino en lo que ocurre con el lenguaje al trasminarlo de lo que esas escrituras tienen a la mano: desde la teoría o los temas más abstractos, a lo mundano, tanto o más importante que lo primero. Hay una preocupación insistente por el entristecimiento del lenguaje: por su cerrazón y parálisis.
En «Historia del guerrero y la cautiva», escribe Pitol, se halla «el mayor homenaje que pueda rendirse a la ci-
«Ni la memoria ni las lecturas ni la escritura son cura de nada, no porque no existan las heridas,
pero no responden a una suma o resta de esos tres elementos. Sus manifestaciones nos confunden. A veces, como si la herida lo abarcara todo y no hubiera nada más. Otras tantas, con la ilusión de que se ha ido. Unas y otras impredecibles y maleables, estirándose hasta
cegarnos, por demasiada luz o por su ausencia»
vilización», no en un sentido de progresión o de razón de Estado, sino en el milagro que ocurre al rendirse a lo que siempre se pensó como imposible, es decir, al milagro de la apertura. En el relato de Borges, la historia de Droctulft es la historia de cualquier guerrero, «con un afán utilitario, podríamos decir: saquear las ricas ciudades del Sur, y otro, más animal, más placentero y tal vez más intenso: destruirlas. Al contemplar Ravena, el guerrero cambia de bando y muere en defensa de la ciudad que había comenzado por atacar». No se sabe con exactitud qué lo hizo cambiar de opinión: los cipreses, el mármol, las estatuas, los templos, los jardines, qué del desorden de esa ciudad, pero sabe, ahora Pitol cita directamente a Borges, «que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada».
Las lecturas de Pitol son atentas, generosas, no sólo abren las palabras, sino el pensamiento, a la par que se complejizan y ramifican. Para muchos, es en la traducción, esa otra manera de leer, donde se despliega su trabajo más relevante, en especial con los polacos. Tan sólo en su antología de cuento contemporáneo reúne el trabajo de Zofia Nałkowska, Maria Dąbrowska, Bruno Schulz, Witold Gombrowicz y otros quince autores. Sin embargo, esta consideración tiene en el fondo un deseo de separación de cada una de las partes de su obra, como si no estuvieran unidas de forma inevitable: «Todo está en todas las cosas», como diría él mismo. El arte de la fuga es total: está en su narrativa, en sus diarios, en sus traducciones, en sus ensayos. «El surgimiento de la literatura [requiere] la creación de la forma a través del lenguaje», tal como se refiere a Víktor Shklovski para hablar de James Joyce, y así lo buscó Pitol en sus distintas variaciones.
Al lado de las salas de cine, en una mesa del café, una mujer bosteza frente a un libro de seiscientas cincuenta y dos páginas. Regresa muchas veces a las mismas líneas y levanta la vista, hay una pareja que discute porque el marido pidió café y no podrá dormir en la noche. La mujer vuelve a su lectura pero se distrae de nuevo, ahora con las palabras en ruso de una comensal que, al principio le resulta familiar, aunque no sabe de dónde. Se concentra en ella y logra descifrar que le está traduciendo a otra persona, tal vez una amiga, lo que decían los cuadros de Malevich. Las dos desean haber estado en un museo con más piezas en ruso, para aprovechar el viaje, pero no fue así. Se ríen porque su visita al tríptico de Max Beckmann fue un fracaso. Como las personas se atravesaban en todas direcciones, sólo pudieron observar unos minutos las obras y decidieron ir a otra sala. Por pura casualidad, las líneas en que la primera mujer estaba detenida, sin poder avanzar en su lectura, eran precisamente sobre el pintor alemán, y comenzó a leer en voz alta. Fue como si todas las personas que estábamos escuchando de pronto nos hubiéramos encontrado en el museo, con la intensidad, levedad y extrañeza de los cuadros, de las palabras de Pitol, o tal vez de ambos.
Después de todo, la escritura. Después de casi no entender nada, por fin la casa. A finales de 1988, Pitol regresó definitivamente, tenía cincuenta y cinco años. Primero llegó a Ciudad de México y, después de no encontrarse, en 1993 se instaló en Xalapa —en el estado de Veracruz, el mismo en el que se encontraba el ingenio el Potrero donde creció—. Ahí viviría hasta su muerte, en 2018, años en los que escribiría, entre
otras cosas, su trilogía. Entre farsa carnavalesca y fuga musical, se trata de «una composición a varias voces, escrita en contrapunto, cuyos elementos esenciales son la variación y el canon, es decir, la posibilidad de establecer una forma mecida entre la aventura y el orden, el instinto y la matemática, la gavota y el mambo».
El tránsito de Pitol fuera de México cubrió un cosmopolitismo dual. Antes de los años de la vida diplomática, su ruta estuvo llena de vicisitudes que pocas veces le dejaron tiempo suficiente para la escritura. Sobrevivía del pago de sus traducciones, no sólo del polaco, también del chino, húngaro, ruso, italiano e inglés. Hubo días de hambre y de mucha frustración. Al revisitar sus apuntes de Varsovia, cuando tenía treinta años, le aterraba regresar a México por los proyectos editoriales que eran postergados sistemáticamente, así como por la creciente sensación de que «el ejercicio de la literatura y las inevitables rencillas que de él se desprendían encubrían a menudo un marcado desprecio intelectual e insinuaban aspiraciones que poco o nada tenían que ver con las letras».
Además, agrega el Pitol de cincuenta y tantos, ese estado de frustración estaba relacionado con la manera en que su primer libro de cuentos había pasado desapercibido cuando se publicó, razón que le hizo dejar la escritura por muchos años. No es, por supuesto, una cuestión de victimización, tampoco de romantizar la escritura, sino acaso una colección de algunos de los cuestionamientos que rondan la imposibilidad del trabajo diario, preguntas a las que, tarde o temprano, cualquier escritor enfrentará una y otra vez, desde las más variadas condiciones. El lenguaje y por lo tanto la forma resienten esta volubilidad. La escritura, como la vida, igual se persigue.
Ni la memoria ni las lecturas ni la escritura son cura de nada, no porque no existan las heridas, pero no responden a una suma o resta de esos tres elementos. Sus manifestaciones nos confunden. A veces, como si la herida lo abarcara todo y no hubiera nada más. Otras tantas, con la ilusión de que se ha ido. Unas y otras impredecibles y maleables, estirándose hasta cegarnos, por demasiada luz o por su ausencia. Esa condición de unos y otros extremos, lejos de simplificarlas, las hace perfectas compañeras de la banalidad, de la farsa, del mundo chato. Se unen con el deseo de repetición para seguir habitándolo, aislados del resto de los mundos. El arte de la fuga es el arte de la distancia. El escarnio permite abrir el lenguaje al humor y, ya cargado de ironía, conoce la fabulación, forma en la que los puntos, finalmente, se conectan. Para Pitol, ese momento llegó, de modo involuntario, por medio de la hipnosis, al querer dejar el cigarro. La tarde del 14 de octubre
de 1991, gracias a la labor del doctor Federico Pérez del Castillo, el veracruzano se dio cuenta de que tenía un enorme temor por repetir el dolor bestial de haber perdido a su madre cuando era niño. Para evitarlo, había clausurado toda clase de experiencias por otras nuevas: «todo en mi vida no había sido sino una perpetua fuga». Fue como si lo que parecía incoherente e inexplicable de pronto se hubiera conectado.
En los mapas medievales, el paraíso se representaba como una casa. En ocasiones, era un dibujo como el que hacen los niños en la escuela y acaba en algunos refrigeradores de la cocina o en el lugar de trabajo. También se podía encontrar como una cama de yerba que compartían un hombre y una mujer, casi desnudos, con algunas hojas y ramas cubriéndoles algunas partes del cuerpo. Había igual otros que mezclaban ambos elementos, donde la casa se convertía en castillo y la pareja estaba de pie sobre el patio de yerba. Desde entonces, si bien han aparecido tantas posibles combinaciones —y dificultades— para tener una casa, todavía no se ha modificado la noción de que, quien tiene la fortuna de sentirse en una de ellas, se encuentra sin duda en el paraíso.
Quizá en el acto de recordar de forma recurrente está la casa. En sus apariciones, la construcción es acaso un holograma o un lugar común, pero, detrás de la conexión que se busca, está el genuino deseo de habitar el paraíso. Si miramos otras secciones de los mapas medievales, alcanzaremos a distinguir el resto de las uniones: con los ríos, las montañas, los árboles, otros castillos y hasta con el camino directo al infierno. Tal vez, la imagen aislada de la casa, como la que se repite de nosotros cuando sólo podemos vernos a través de un cristal roto, en pedazos, nos engaña. Qué pasaría, se pregunta Pitol, si todo este tiempo hubiéramos estado equivocados y, tan sólo por un instante, pese a todas las dificultades, lográramos unir cada uno de los puntos y llegar, dondequiera que estemos, a casa. Incluso en los mapas medievales, el paraíso estaba conectado con el resto de las partes.
Mesa revuelta
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Bowles y yo
por Rodrigo Rey Rosa
Hace 26 años ya que puse pie por primera vez en Tánger. «Se parece a Sicilia, con algo de Grecia y del sur de España también, sin los camellos», iba pensando, semidormido, con la cabeza pegada a la ventana vibrante de un viejo autobús escolar que me llevaba, junto con una cincuentena de estudiantes norteamericanos, del aeropuerto de Boukhalef a la Escuela Americana de Tánger en su dirección de la rue Cristophe Colomb, que hoy tiene el nombre milyunanochesco de Harrun er-Rachid. Alamedas de sauces, álamos y cipreses romanos se sucedían unas a otras a orillas del camino entre prados y colinas; las amapolas asomaban entre el trigo casi maduro, las adelfas anunciaban la humedad en los arroyos secos, y las palmas brillaban bajo el sol con el horizonte azul oscuro del Atlántico a lo lejos. No sé por qué, todo esto me causaba una sensación de bienestar, como si estuviera bajo el efecto de una droga, y ya en aquel somnoliento trayecto en ese autobús destartalado, después del vuelo desde Nueva York, Tánger parecía hacer una promesa de aventuras. La mayoría de los estudiantes eran neoyorquinos, pintores o fotógrafos en ciernes, pero en el grupo íbamos también algunos aspirantes a escritor que queríamos mostrar nuestro trabajo a un autor cuya imponente obra yo había comenzado a leer apenas tres o cuatro semanas antes de emprender aquel viaje, pero cuyo nombre los estudiantes pronunciaban con un respeto casi temeroso: Paul Bowles.
Norman Mailer, el viejo sabelotodo y cascarrabias, proclamaba en 1959, en su libro Advertisements for Myself : «Paul Bowles opened the world of Hip. He letin the murder, the drugs, the incest, the death of the Square.» Y el ácido Gore Vidal, nada fácil en sus preferencias, decía en su introducción a los Collected Stories , publicados en 1979: «Los cuentos de Paul Bowles están entre los mejores que hayan sido escritos por un norteamericano… Así como Webster vio la calavera debajo del cuero cabelludo, Bowles ha visto lo que se esconde detrás de nuestro cielo protector, un interminable flujo de estrellas tan parecidas a los átomos de los que estamos hechos que, al percibir esta terrible infinitud, experimentamos no solamente horror, sino también familiaridad».
Esa tarde, después de una ligera refacción en el comedor común de la escuela y el discurso inaugural de algún profesor, los estudiantes fuimos designados a nuestros dormitorios, y creo que todos dormimos. El sueño que tuve durante mi primera siesta tangerina me pareció un buen presagio, aunque no fue particularmente placentero. Fue un sueño claro, y un cuarto de siglo más tarde lo recuerdo vivamente. Fue un sueño del tipo que yo llamaría «de la presencia invisible», una clase de sueño que experimento con alguna frecuencia. Se trata de una escena estática. El soñador se encuentra en un cuarto idéntico al cuarto en el
«Una tarde dos
o tres
días después del aterrizaje, vimos
por primera vez a Paul Bowles. Venía acompañado de un marroquí alto, de cabeza redonda y erguida, un poco calvo. Atravesaban la gramilla de juegos que se extendía entre las aulas de la Escuela Americana y la residencia estudiantil, en uno de cuyos salones se llevaría a cabo el supuesto taller de escritura. A sus 70 años Bowles era un hombre delgado, con el pelo perfectamente blanco, y de su frente se levantaba un mechón rebelde que brillaba un poco bajo el sol de las tres»
que duerme. El sueño replica fielmente las circunstancias, la realidad del durmiente. Pero de pronto hay una incongruencia: sin llegar a ver o a oír nada extraño, el soñador sabe que no está solo en el cuarto. Hay alguien ahí, fuera de su campo de visión, en completo silencio. El soñador se siente observado. Quiere volverse, hacer frente a la presencia, que podría ser hostil. Le faltan fuerzas para darse la vuelta (duerme contra la pared), e intenta abrir los ojos, pero tampoco logra levantar los párpados. Entonces se da cuenta de que sueña. Quiere gritar, pero ningún sonido sale de su boca, se oyen a lo lejos las cigarras, el canto de un muecín, el silbar del viento. Por fin despierta, abre los ojos, se da la vuelta. El cuarto, en efecto, es idéntico al del sueño. No hay nadie ahí. Y sin embargo… Una tarde dos o tres días después del aterrizaje, vimos por primera vez a Paul Bowles. Venía acompañado de un marroquí alto, de cabeza redonda y erguida, un poco calvo. Atravesaban la gramilla de juegos que se extendía entre las aulas de la Escuela Americana y la residencia estudiantil, en uno de cuyos salones se llevaría a cabo el supuesto taller de escritura. A sus 70 años Bowles era un hombre delgado, con el pelo perfectamente blanco, y de su frente se levantaba un mechón rebelde que brillaba un poco bajo el sol de las tres. Los dos caminaban deprisa pero muy dignamente. No recuerdo el atuendo del marroquí, que era el chofer y hombre de confianza de Bowles. El norteamericano vestía en diferentes tonos de beige y blanco, y llevaba unos anteojos de sol, con montura de carey oscuro y lentes negros, que le daban un aire distante y moderno, y había en él una sequedad mineral, casi metálica, pienso hoy. Presentí con cierto descorazonamiento que mis primeros intentos narrativos con su tono arcaizante —un tono que sin
duda acusaba (o que yo quería que acusara) la influencia de Jorge Luis Borges— no podría gustarle a este «existencialista de línea dura» como había oído que se referían a Bowles mis colegas mayores.
Creo que fue durante la primera sesión, pero pudo ser una semana más tarde, cuando Bowles aclaró que él no se consideraba un maestro, y que no creía que se pudiera enseñar a escribir ficción a nadie. Si había accedido a dar este taller a pesar de su escepticismo, era porque el director de la escuela logró convencerlo de que había gente dispuesta a pagar dinero para que él leyera unos manuscritos y emitiera su opinión sobre ellos, y eso era todo lo que se proponía hacer. Y agregó que no lo habría hecho si no fuera porque en aquel momento ese dinero le caía muy bien, pues no era ni mucho menos un hombre rico. Alguien debió de preguntarle si no se había enriquecido con sus libros. Lo cierto es que Bowles aseguró que el éxito literario de un libro (la única clase de éxito que debía importarle a un escritor serio) no podía asegurar ganancias monetarias, y aunque los libros a veces daban para vivir, no solían enriquecer a la gente que los escribía. «Si alguno de ustedes está aquí porque cree que yo puedo enseñarle a escribir best-sellers para ganar dinero, está en el lugar equivocado», se sonrió.
Para nuestros discursos de presentación, nos pidió que incluyéramos, además el lugar de nacimiento y el tiempo que llevábamos de escribir en serio, a nuestros autores o libros favoritos. No recuerdo a qué autores mencioné además de Borges, pero sí recuerdo que a Bowles esto le llamó la atención. El que yo fuera guatemalteco, además, hizo que al terminar la clase se me acercara para decirme en español que él había viajado
por Guatemala y por México, y que si el inglés no era mi lengua materna, que escribiera en español, que él no tenía dificultad para leerlo. Borges era también un autor de su predilección, agregó, y lo leía en español. Como me enteraría más tarde, él había hecho la primera traducción de un cuento de Borges al inglés1
En la próxima sesión Bowles propuso que, en vez del salón de la residencia estudiantil, como lugar de reunión usáramos su apartamento, que estaba cerca de la escuela. Ahí podría ofrecernos una taza de té mientras discutíamos nuestro trabajo, nos dijo, y nadie se opuso a la idea. El chofer, que se llamaba Abdelouahaïd, podría llevar a los más viejos (la mayoría de mis colegas de taller rebasaban la cincuentena) de la escuela al inmueble Itesa; los más jóvenes podíamos ir a pie.
El inmueble Itesa —donde Bowles había vivido más de dos décadas y donde vivió hasta dos semanas antes de su muerte en 1999, a los 88 años— estaba en las faldas de una colina entre terrenos baldíos que recordaban el campo, con cabras y ovejas pastando aquí y allá, pero un campo amenazado por las casas y edificios que brotaban ya por todos lados como una plaga de hongos. Era un edificio de factura italiana con suaves y amplias escaleras de mármol que databa de los años 50. El apartamento de Bowles, a cuya puerta llamé por primera vez una tarde a inicios del temible y santo mes de Ramadán, estaba en el cuarto y último piso. Aunque ahora otros edificios han bloqueado las vistas, a principios de los 80 desde ahí podía verse todavía, hacia el norte, un retazo azul del estrecho de Gibraltar (un triángulo invertido que asomaba entre la colina del Marshan —cubierta de pequeñas casas marroquíes como cubos de Lego en diferentes tonos de blanco— y el Monteviejo, una ladera verde con los jardines de las residencias europeas) que los tangerinos llaman afectuosamente «la copa de champán». «Hay lugares en el mundo que contienen más magia que otros» —algo así escribió alguna vez Bowles. Sea como fuere, para mí aquel pequeño apartamento con sus cortinas espesas que casi siempre estaban corridas, sus alfombras bereberes, las paredes cubiertas de libros del suelo al techo, sus contados pero llamativos objetos de arte africano, la colección de tambores marroquíes y de qasbas (siempre disponibles por si algún jilali llegaba de visita y tenía ánimos para tocar un poco de música), el olor a incienso de sándalo combinado tal vez con el humo de kif o el aroma del té— este lugar contenía para mí más magia que cualquier otro que yo hubiera conocido hasta entonces.
Al principio hablamos con Paul sobre todo de las ficciones de Borges, acerca de Bioy (a quien yo no leía aún), y también sobre viajes por Centroamérica. No recuerdo que habláramos de mis escritos (afortunadamente) y
aunque Bowles había dejado de ser sólo un autor cuya obra yo admiraba y «un existencialista de línea dura», no creí que, más allá de estas agradables discusiones animadas por el kif y por el té, mis ejercicios narrativos pudieran gustarle. Cuando expresé mi deseo de conocer el interior de Marruecos —el Rif, en particular— Bowles me alentó. Me dijo que podía perderme algunas sesiones del taller, que él no creía que lo que se dijera del trabajo de los otros estudiantes tuviera interés para mí, sobre todo porque escribían en inglés y acerca de la vida en los Estados Unidos, y aun me prestó mapas del norte de Marruecos para el viaje. Así que yo me di por despedido, y debo decir que, con la simpleza de cualquier joven de 21 años, decidí que era mejor así. Al menos, conocería un poco del interior de Marruecos. Me propuse evitar, en adelante, los talleres de escritura en inglés.
Fui al Rif, caminé por entre los interminables campos de cannabis en la insegura región de Ketama, y regresé a Tánger satisfecho de mi pequeña aventura. Pocos días antes de regresar a Nueva York, Bowles me preguntó, con el modo formal que lo caracterizaba, si yo le permitiría que tradujera los cuentos, o más bien poemas en prosa, que le había ido entregando a lo largo del taller. Una editorial de Nueva York que se especializaba en extravaganzas acababa de pedirle un texto para incluirlo en su catálogo, pero él no tenía en ese momento nada que mandarles. Le parecía, me dijo, que si traducía mis escritos, la editorial tal vez querría publicarlos. Desde luego, contesté que tenía mi permiso, y quedamos en que él mandaría su traducción a mi dirección de Nueva York para que yo la revisara y, si me parecía bien, la entregaríamos a Red Ozier Press, la pequeña editorial de libros raros. Así comenzó nuestra larga colaboración —una colaboración necesariamente asimétrica, pues el que un maestro malgré lui tradujera los ejercicios de un principiante no podía equivaler a que éste tradujera los de aquél, por más esmero que el principiante pusiera en la tarea.
En 1998 pasé mi última temporada larga en Tánger. El rey Hassan II estaba por morir, y su hijo traería pronto muchos cambios —la mayoría de ellos puramente cosméticos. Pero también el mundo exterior había cambiado, y eso se reflejaba en la vida de la ciudad. Había mujeres policías en las calles, aparecían cada vez más barriadas nuevas de gente del interior, y se formaban guetos de inmigrantes de otras partes de África, que tenían que hacer en Tánger la última parada antes de lanzarse al asalto de la fortaleza europea. En efecto, la ciudad cambiaría a tal punto que, de la Tánger de los 80, hoy podría decirse lo que Bowles había escrito al comparar la ciudad que conoció en los años 30 con la que volvió a ver en los 50: «Lo único que queda es el viento».
1. «Las ruinas circulares»; «The Circular Ruins», View , Nueva York, enero, 1946.
Me alojé, como tantas veces durante los tres lustros que visité asiduamente la ciudad, en el hotel Atlas, un edificio Art Deco contemporáneo de Itesa, y allí comencé a escribir la única de mis novelas que se desarrolla en Tánger, La orilla africana. Era el invierno y la calefacción del Atlas seguía siendo deficiente, así que cuando fui invitado a pasar el resto de mi temporada en una casona europea del siglo XIX con grandes jardines en el Monteviejo —y con unas vistas sobre los acantilados que abarcaban ambas columnas de Hércules y la ciudad de Tarifa incrustada en la costa española—, me pude contar como el guatemalteco más afortunado en todo el continente africano.
Ya para entonces Paul se había convertido en un anciano descarnado en convalecencia crónica, aunque siempre lleno de ingenio, reducido a su dormitorio e incapaz de leer a causa de las cataratas. Su actividad estética se limitaba casi exclusivamente a escuchar música —la que a veces llegaba hasta su cuarto en forma de cantos de almuédanos que modulaban como cantadores de flamenco en los minaretes de tres o cuatro mezquitas cercanas, o tambores o solos de rhaita si era noche de Ramadán.
He aquí una lista de recuerdos —que anoto desordenadamente — de las cosas sobre las que hablamos en Itesa a lo largo de tantos años con Paul: La disciplina de los viajes. Conrad y el mar. Los sonidos de la selva y del desierto. Graham Greene, Norman Lewis, R.B. Cunninghame Grahame. Westermarck. Raymond Chandler, Patricia Highsmith. El fatalismo marroquí. Jane Bowles. Kafka, Ivy Compton-Burnett, Gertrude Stein, Flannery O’Connor, François Augiéras. La sensación de que el cuerpo es un estorbo. La muerte como idea de liberación final. Los efectos del kif. El talento inventivo de Mohammed Mrabet. Desventajas del alcohol. La escritura de ficción como sueño dirigido. El estilo como instrumento, no como fin. El acto físico de escribir — el poner la pluma sobre el papel— como rito propiciatorio o fuente de la presunta inspiración.
He extraviado el cuaderno, pero si no hubiera hecho la serie de trazos sobre un papel que es la descripción de un sueño al despertar aquella mañana, tal vez también habría perdido el recuerdo del sueño, uno de los últimos sueños que tuve en Tánger, y que intentaré contar aquí.
Dormía de nuevo en la magnífica casa con el jardín sobre el Estrecho, en el Monteviejo de Tánger. La dueña, Claude-Nathalie Thomas, la traductora al francés de Paul, me la había prestado en su ausencia, y yo estaba solo en la casa. Era invierno, y en mi dormitorio del segundo piso de la casa del camino de Sidi Mesmudi, había una pequeña chimenea, donde ardía alegremente un fuego de leña de olivos y eucaliptos. En el piso de abajo, en el vestíbulo y en el pequeño patio con techo de cristales, la luna llena del mes de noviembre del año 2000 iluminaba fríamente 98 cajas de cartón sobre un piso ajedrezado de mármol blan-
co y negro. Las cajas, numeradas todas con mi puño y letra, contenían los libros, cuadernos y papeles de la biblioteca y el escritorio de Paul Bowles, que había muerto un año antes, y que me dejó esta increíble herencia. Un día o dos más tarde, yo intentaría hacer pasar esas cajas de Tánger a tierra española, para lo que sería necesario burlar la vigilancia de los aduaneros a ambas orillas del estrecho. No debían llegar a sospechar que aquellos libros y papeles no eran sólo un montón de libros viejos y papeles garabateados, sino la biblioteca personal y el legado literario de un célebre autor. Una herencia, en fin. Y la opinión general era que una herencia legada en tierra musulmana por un nazrani norteamericano a uno guatemalteco no habría salido de Marruecos fácilmente.
Soñé que despertaba en esa casa, en el cuarto con chimenea, y un fuego ardía también en el sueño. Salí al corredor y miré abajo, al centro del patio. De pronto yo estaba abajo, sin que mediaran escaleras para mi descenso, entre las cajas de libros y papeles, que en el sueño estaban abiertas. Sobre la losa negra en forma circular que marcaba el centro del patio, había un busto metálico de tamaño natural sobre una base también metálica, el busto de Paul, un Paul anciano pero erguido, con el mechón de pelo sobre la frente y la mirada un poco altiva. Pero ahora las cajas de libros han comenzado a arder —y me doy cuenta de que se trata de una ceremonia crematoria. Pienso: «Claro, Paul pidió que lo cremaran». Ahora Abdelouahaïd, en cuya compañía yo había visto a Paul por primera vez 20 años antes, estaba a mi lado. Ambos admiramos las llamas, un poco incrédulos, con tristeza. Oímos un grito, un grito horrible de dolor. Proviene, inverosímilmente, del busto. Abdelouahaïd y yo nos miramos, y es él quien dice, aunque yo lo pensaba ya: «Es Paul, está ahí dentro. ¡Vamos a sacarlo!» Nos metemos por entre las cajas en llamas para llegar hasta donde está el busto, que humea y parece que comienza a derretirse. Abdelouahaïd ve (yo lo veo que ve) unos botones de metal en la nuca y la espalda del busto. Nos apresuramos a desabrocharlos. En el interior del busto, de pie, y, ahora que ha sido liberado, tambaleante, en su bata de pelo de camello, está un anciano y debilísimo Paul, el Paul de quien yo me había despedido por última vez, la víspera de su muerte en el Hospital Italiano, un año antes. Lo llevamos en volandas entre Abdelouahaïd y yo a través de las llamas y salimos al zaguán, desde donde ya se ve la noche tangerina llena de estrellas por encima de espectros de cipreses romanos, más allá de la gran puerta con arco morisco de la casona del Monteviejo, que está abierta de par en par.
*NOTA: Artículo publicado originalmente en Letra Internacional nº 93, Invierno 2006
Las herederas. Apuntes iniciales para una cartografía de la narrativa judía contemporánea en español
por David Aliaga
«¿Ningún autor español, entonces?», me preguntó una de las lectoras que se había acercado a la librería Wild Detectives, en Dallas. Le resultaba curioso, me dijo en uno de los corrillos que se formó al acabar el acto, que cuando otro de los asistentes había preguntado por mis influencias yo solo hubiese mencionado autores que escribían en francés, inglés o alemán: Patrick Modiano, mi querida maestra Ozick, Zweig y Kafka y Paul Celan. Todos, además, nacidos antes de 1945.
Entiendo que lo más natural, y hasta cierto punto inevitable, es que un escritor hunda sus raíces en la tierra que han abonado las generaciones de autores que han narrado antes en su lengua materna, y no tanto que no suceda así. Casi como avergonzado, recuerdo improvisar allí de pie una mención a Javier Marías, aclararle que la novela que estaba terminando entonces partía, un poco al menos, de una imagen que me había fascinado en un cuento de Villoro. Y es que, por supuesto, uno ha recorrido el itinerario canónico de la narrativa en español, desde El lazarillo de Tormes y el Quijote hasta Siete casas vacías o Técnicas de iluminación, pasando por Pedro Páramo, El aleph, Corazón tan blanco, Los detectives salvajes… Pero cuando busqué construirme como autor, y la cuestión identitaria judía y el propio lenguaje emergieron como los temas sobre los que me sentía concernido, fueron esos otros autores que mencioné en Dallas con los que me vi naturalmente llevado a entablar un diálogo, de cuyas obras se desprenden las mías como variaciones, o por emplear una expresión deleuziana de Andrea Jeftanovic, como «desvío». Que no mencionase autores en lengua española no obedecía a un absurdo esnobismo, me hubiese gustado concluir a tiempo para aclarárselo a la lectora tejana, sino a que en comparación con lo que ofrece la bibliografía en inglés o en alemán, lo judío apenas se había pensado en la lengua de Cervantes, Borges y Rulfo, y menos desde la ficción… al menos, hasta después de la Shoá.
No soy amante de los argumentos cuantitativos, pero en este caso, los registros demográficos resultan esclarecedores. Hasta 1900, la población judía de Latinoamérica era inferior a los 36 000 habitantes. En España, tras la expulsión a finales del siglo XV apenas había judíos a principios del siglo XX. La cuenta en los territorios germanófonos de Europa rozaba los 3 000 000. ¿Quién iba a contar el hecho hebraico en español, entonces? La modernidad judía se expresaba en ídish y en alemán, un poco en ladino, y también en inglés.
La violencia antisemita de principios del siglo pasado, más allá de cobrarse millones de vidas, forzó un vuelco migratorio que acercó a exiliados y supervivientes a las regiones de habla hispana. Censos recientes cifran en más de 500 000 habitantes la población judía de los países his-
panoamericanos, mientras que en España la comunidad es de unas 45 000 personas. Ese desplazamiento se ha ido reflejando inevitablemente en la producción literaria desde la segunda mitad del siglo, y pese a la preeminencia del inglés (en Estados Unidos viven más de 5 000 000 de judíos) y el hebreo (lengua oficial de Israel, donde viven más de 6 000 000), la producción cultural judía en español ha experimentado un notable florecimiento.
El comentario de la lectora dalasita me tuvo algún tiempo desenrollando este asunto. Fue entonces que me propuse leer y empezar a cartografiar la narrativa judía contemporánea en lengua española, que yo había desatendido un poco por lo reciente y lo escueto de la bibliografía y otro poco por mi ignorancia. Apenas empecé a curiosear en las librerías de Montevideo y Santiago, de Ciudad de México, de Barcelona, a pedir recomendaciones y pistas a amigos, descubrí que además del desplazamiento geográfico, también se había producido, más recientemente, uno de género. Por supuesto, sería inexcusable no citar a Eduardo Halfon, probablemente el autor en lengua española que más páginas ha dedicado a forcejear y tratar de desentrañar la experiencia de ser judío en las últimas décadas, y al añorado Sergio Chefjec, cuyos Lenta biografía y Los planetas resultan una muestra paradigmática del encuentro literario entre la lengua española, el contexto hispano y la problemática judía. Sin embargo, en el contexto de habla hispana y en nuestro tiempo, por lo reciente —en términos históricos— de su incorporación a un canon y a una tradición patriarcales, y sobre todo por lo sugerente de sus propuestas, resulta particularmente interesante atender a las escritoras que se están preocupando por abordar la complejidad de la experiencia de ser judío —o ser judía, que presenta singularidades adicionales— en la ficción literaria y que, por tanto, están hollando un nuevo tramo en ese itinerario de lecturas en el que me propuse adentrarme.
En tanto que no es una cuestión resuelta, ni con una respuesta unívoca, la conversación sobre la narrativa judía en español debería vertebrarse alrededor del interrogante fundamental sobre de qué hablamos cuando empleamos el sintagma «literatura judía». Y es que, a diferencia de otras denominaciones similares, en este caso no pueden marcarse sus contornos a partir de un criterio idiomático o estatal. La literatura judía es multilingüe y transfronteriza. Como sugiere Benjamin Schreier en su imprescindible ensayo The Impossible Jew (2015) habría que preguntarse qué hace que un texto se afirme judío. Lo interesante de partir de este interrogante, a mi modo de ver, es que las respuestas no servirían tanto para cerrar una definición de la categoría como para conocer mejor de dónde parte esa literatura y cómo es observada por las narradoras que la están moldeando.
«El
comentario de
la lectora dalasita
me tuvo algún tiempo desenrollando este asunto.
Fue entonces que me propuse leer y empezar a cartografiar la narrativa
judía contemporánea en lengua española, que yo había desatendido
un poco por lo reciente y lo escueto de la bibliografía y otro poco por mi ignorancia. Apenas empecé a curiosear en las librerías de Montevideo y Santiago, de Ciudad de México, de Barcelona, a pedir recomendaciones y pistas a amigos, descubrí que además del desplazamiento geográfico, también se había producido, más recientemente, uno de género»
«En tanto que no es una cuestión resuelta, ni con una
respuesta unívoca, la conversación sobre la narrativa judía en español debería vertebrarse alrededor del interrogante fundamental sobre de qué hablamos cuando empleamos el sintagma “literatura judía”. Y es que, a diferencia de otras denominaciones similares, en este caso no pueden marcarse sus contornos a partir de un criterio idiomático o estatal.
multilingüe y transfronteriza»
La filóloga y novelista Esther Bendahan (Tetuán, 1964) considera que el judaísmo de un texto parte del establecimiento de «un pacto» con esa condición identitaria por parte del escritor. «Yo creo que al igual que un español forma parte de la literatura española, aunque específicamente no lo desarrolle en su obra [un judío que escribe forma parte de la literatura judía]», opina. Esa sería una respuesta sencilla: si el autor es judío, sus textos lo son.
¿Pero qué sucede con una autora de ascendencia judía que rechaza ese pacto? El caso de Cynthia Rimsky (Santiago, 1962) pone en cuestión que la genealogía sea un criterio definitivo para responder al interrogante sobre la judeidad de una obra literaria. «No puedo negar que mi familia, hacia atrás, es judía. Eso me acompaña adónde vaya, pero no tengo relación de identificación o adscripción con el judaísmo. No soy una escritora judía», afirma. Tampoco Alicia Migdal (Montevideo, 1947) parece sentirse del todo cómoda con la proyección de la institucionalización de lo judío sobre sus textos. «Soy una judía suelta, nunca integrada en un colectivo religioso ni laico», explica. Pero la concepción que la novelista y poeta uruguaya tiene sobre su propia obra arroja nueva complejidad sobre este interrogante: «No me considero una escritora judía, ni una escritora intencionalmente femenina, ni feminista, pero, ¿cómo podría no ser todas esas cosas? Mis amigos poetas Edmundo damauchans y Victor Cunha me decían que yo escribía así porque era judía. Y tenían razón, aunque yo me negara entonces a lo que consideraba un reduccionismo».
Lo que me cuenta Migdal no provoca sino la reemergencia de una idea que ya me había sobrevenido cuando leí el ensayo de Schereier: que el propio texto, en algún
La literatura judía es
caso, podría contradecir a la aceptación o el rechazo por parte de su autor de ese pacto que mencionaba Bendahan. «Entiendo que la familia, el origen, aportan una influencia singular», invoca Bendahan a Harold Bloom para argumentar la influencia decisiva, inconsciente si se quiere, de la educación y el sustrato familiar en la conformación de una personalidad autoral, y que tal vez podría servir para explicar esos casos en los que la obra se rebela contra lo que el autor afirma. Y por ahí regreso a Rimsky, novelista que rechaza etiquetas pero a la que, aun cuando afirma rotundamente que no es una escritora judía, resulta complicado decidirse a excluir de esa categoría novelas como Poste restante (2011), que narra la búsqueda de una identidad familiar de una protagonista judía, o Los perplejos (2018), que gravita alrededor de la obra de Maimónides.
Tali Goldman (Buenos Aires, 1987), por su parte, sitúa el tema y la representación como argumento principal sobre la judeidad de su obra. Goldman encuentra que sus textos «pertenecen a la literatura judía en el sentido en que mis personajes los son. Sus conflictos siempre versan sobre la cuestión judía». La narradora y periodista porteña publicó en Larga distancia (2020) algunos relatos que exploraban a partir de la ficción problemáticas específicas de la mujer judía en nuestro tiempo, como «La doctora Venturini», que narra las visitas de una mujer ortodoxa a su ginecóloga y el descubrimiento de una sexualidad no reprimida, o «Las cuatro amapolas», que se ocupa de explorar el tabú sobre las identidades sexuales no normativas en el entorno judío.
La obra de Goldman, la más joven de las autoras con las que he venido conversando en los últimos meses para armar este dialogo-retrato collage sobre la na -
rrativa judía contemporánea en español, se singulariza tematológicamente por esa atención especial al lugar de la mujer en el contexto hebraico y sugiere un posible recorrido, que ya se ha iniciado en inglés, hebreo, alemán… Pero hay otros rasgos temáticos más asentados y en los que convergen la mayoría de obras que he venido leyendo en el último par de años: la otredad, el desarraigo, la pérdida.
«Hay un sentido de no pertenencia a muchas de estas categorías de nacionalidad o de “tipos de” que creo que es lo que hace que mi literatura sea muy judía», razona Julia Rendón Abrahamson (Quito, 1978). La autora publicó hace un par de años Lengua ajena (2022), sobre la experiencia de ser madre —esto es, de tener que entregar un legado— en situación de migrante. Migdal recuerda el temor de su madre a que alguien la llamase «judía de mierda», pero también la discriminación que como sefardí sentía en una comunidad mayoritariamente askenazí, o como laica en entornos más ortodoxos. «En muchos sentidos éramos extranjeras en el mundo familiar codificado de los otros judíos», me cuenta. Y entonces resulta complicado no pensar que distancia entre uno y el mundo que lo rodea, ese estar desubicado, la invocan ya los títulos de tantas de sus novelas: La casa de enfrente (1988), Muchachas de verano en días de marzo (1999), En un idioma extranjero (2008), El mar desde la orilla (2019)…
Rendón Abrahamson regresa sobre su argumento para continuar construyéndolo en lo que vamos conversando, y así llega le mención de «ese dolor antiguo de
este pueblo sin tierra con el que yo también cargo y que se transforma en narraciones que parten desde ese lugar, que se transforma, que sigo legando, reformulando, rehabitando». Esa herencia de un dolor derivado de la otredad también la menciona también la sefardí Myriam Moscona (Ciudad de México, 1955) como aliento de los primeros versos que escribió, en los que escucha aún hoy «la fuerza de lo que me precede, la realidad de un destino que comenzó a gestarse en los peores años de la humanidad».
El caso de Moscona resulta paradigmático por cuanto Tela de sevoya (2012) es una narración que se construye a partir de una herencia recibida, y al mismo tiempo está buscando recobrar fragmentos de esa heredad que fueron hurtados, sobre todo, por el nazismo. La recuperación y reconstrucción de una memoria truncada es tanto una posición ideológica como un tema, que animan y atraviesan la literatura judía posterior a la Shoá. Tomando una metáfora que le escuché en una ocasión a la estadounidense Nicole Krauss, ciertas escrituras israelitas toman forma de yahrzeit, están movidas por el imperativo ético de recordar y reparar el olvido. De los abuelos y de los padres que fueron asesinados en los campos del Reich de las cenizas, pero también de una lengua que fue herida de muerte con ellos. Tela de sevoya constituye una invaluable labor de rescate y rehabilitación como lengua poética de ese idioma que los judíos españoles llevaron consigo tras la expulsión, en la que hablaron y cantaron y versaron y publicaron periódicos en Sofía, Salónica o Estambul.
Esa forma de escribir en búsqueda de algo que le ha sido sustraído al que escribe ha estado marcada por todo cuanto la violencia antisemita ha sustraído históricamente al pueblo judío. Los nietos de las víctimas de la Shoá narran a sus abuelos asesinados, reconstruyen el shtetl arrasado o la lengua herida, pero también se canta todavía la añoranza o el dolor por la vieja Sefarad, por ejemplo. Con todo, existe una singularidad judía en esa escritura que parte de la admisión de una pérdida, que tiene que ver también con una pérdida metafísica que se encuentra en la génesis del judaísmo y que ha sido el centro de gravedad de su mística: el extravío del nombre de dios, la retirada de la luz del mundo (tzimtzum), el pedacito de carne que se le hurta al niño en el brit. Ser judío tiene que ver con la asunción de esa pérdida original, y eso se refleja en su escritura no solo de forma temática, sino procedimental.
Es Andrea Jeftanovic (Santiago, 1970), que también apunta el conflicto derivado de la otredad y la migración como tema de la ficción judía y «la resistencia a ser borrado» como motor, quien recoge el guante de la cuestión del proceso en esta conversación collage. «Estoy muy de acuerdo con que el texto que se inscribe en cierta tradición judía tiene que ver con su procedimiento», asiente. Y lo describe «como una interpretación del original, como hace cada chico o chica judía en su bar o bat mitzvá. Me pienso escribiendo una literatura menor, como lo define deleuze, que se inscribe como desvío en
una tradición dominante, que se debe traducir desde lo originales».
Esto que menciona Jeftanovic no puedo evitar verlo como una herencia talmúdica, que se desprende como expresión literaria del rechazo religioso a la idolatría, también a la que puede darse en la relación del lector con el texto. En la tradición rabínica todo escrito, palabra a palabra, está sujeto a discusión e interpretación incluso para quienes las consideran un dictado numinoso. Como me dijo en una ocasión un rabino, en el judaísmo solo hay una oración indiscutible, «Adonai eloheinu, Adonai ehad» («dios es nuestro señor, dios es uno»), pero si empiezas a leer el Génesis en hebreo, la tercera palabra, «elohim», expresa esa idea del dios único en plural. Esa concepción del texto como interpretación o nota al margen se complementa con lo que Rimsky trae a colación a propósito de cómo escribió Los perplejos interesada en «la experiencia de la interpretación, eso de que hay algo oculto en los textos a lo cual podrás acceder si lees profundamente, eso de que entre las letras escritas en tinta negra hay otras en tinta blanca que no son visibles», lo que nos lleva de lo talmúdico a lo cabalístico.
Esa forma de comprender el texto como indagación, como tensión, como asunción de una pérdida, se despliega con sublime esplendor en los cuentos de Esther Seligson (Ciudad de México, 1941-2010), cuya singular obra parecería que solo pudiese ser paradigma de sí misma y, al tiempo, no puedo evitar pensarla como ejemplo total
de un ejercicio judío de la escritura. Encontramos en su bibliografía piezas que podrían sonar hebraicas por el diálogo explícito que establece en ellas con interlocutores como el filósofo Martin Buber, al que en «Anunciación» (Isomorfismos, 1991) llama «el abuelo», o el poeta cabalístico Edmond Jabés, de cuyos versos parte «Eurídice» (Indicios y quimeras, 1988). Se aprecia en otras de sus narraciones ese dolor heredado y el imperativo de reconstruir memoria lacerada («Evocaciones», Tras la ventana un árbol, 1969), la permanente sensación de ser otro («Distinto mundo habitual», Luz de dos, 1978)… Pero es sobre todo esa sospecha sobre el propio lenguaje y sus estructuras, la indagación en los intersticios de la palabra escrita mientras se escribe que rige la prosa de Seligson la que conecta su narrativa con la lógica que rige el Talmud y la cábala.
Las conversaciones a partir de las que he ido dibujando estos primeros trazos del mapa de la narrativa judía actual en español que me propuse armarme fueron terminando en cada caso con el interrogante que me mordió en Dallas. ¿Con quiénes están dialogando? ¿de dónde parten sus novelas y relatos? Rimsky, que no es una escritora judía, menciona justamente a Edmond Jabés, también a Scholem Asch y Walter Benjamin («mi maestro»). Rendón Abrahamson escribió Lengua ajena en diálogo con Vivian Gornick, a la que también cita Tali Goldman, junto a la italiana Natalia Ginzburg. Moscona se dice alumbrada por Paul Celan, con quien aprecio que comparte esa cualidad de arqueóloga del lenguaje y la misión de arrebatárselo a los nazis, y menciona a Marcel Proust como «mi Virgilio», autor en el que también reconoce su genealogía Jeftanovic. Migdal remite a «los narradores judeoamericanos» que leyó «con fervor», entre los que Bendahan siente predilección por Philip Roth, Joshua Cohen y Jonathan Safran Foer.
La relación de nombres que componen este mosaico de influencias reproduce mi omisión hispanófona en dallas —aunque también les pido específicamente que me ayuden a ampliar el mapa que vengo armando y ahí me dirigen a Halfon y Chefjec, Margo Glantz, Ariana Harwicz, Gisella Heffes, Mario Szichman, Isaac Chocron, Angelina Muñiz Huberman…—. Más allá de que sus respuestas me tranquilicen a propósito de mi posible arrebato esnob, me sirven para constatar la intuición de que las raíces de la actual literatura hispanojudía se hunden irremediablemente en tierras extranjeras. Aunque esa respuesta tenga visos de ir transformándose, en tanto que en Halfon y Seligson, en Jeftanovic y Chefjec, en Moscona y Migdal encontramos quienes llegamos más tarde interlocutores en nuestra propia lengua a los que traducir, escribir notas al margen, negar…, de los que desviarse.
escritora mexicana de origen judío Margo Glantz. Fuente: wikicommons.
La
La vigencia de lo kafkiano en la literatura en español del presente siglo
por Elios Mendieta
Los últimos días de vida de Franz Kafka, ingresado en el sanatorio austriaco de Kierling, fueron un suplicio. Su tuberculosis empeoró cuando la primavera de 1924 llegaba a su fin, y le atacó la laringe. Se quedó sin habla y, al poco, falleció. Se apagó su voz, pero lo que resultaba por entonces inimaginable es que, trascurrido un siglo, en la contemporaneidad el escritor checo «hable» más que nunca, y lo haga a través de la escritura de tantos autores que han devorado e interiorizado su obra. Desde la llegada de las primeras traducciones de sus escritos al español en la misma década en que falleció, el eco de lo kafkiano –ya sea a través de la incorporación de sus códigos narrativos y temáticas, o por medio de la inclusión de intertextos–es rastreable en el trabajo de numerosos escritores, que han demostrado su capacidad para dialogar de forma original con un autor cuyo legado no pierde vigencia más de cien años después de su temprana muerte.
El propósito de este ensayo es recorrer la literatura hispánica del presente siglo para atender el modo en que diferentes creadores, tanto de España como en Latinoamérica, han incorporado las enseñanzas del escritor de Praga en sus narraciones; aproximarse a las muy singulares maneras en que, por decirlo con George Steiner, ese maestro muerto visita al artista en su taller interior en el momento en que confecciona una nueva obra. Como ocurre con los grandes autores de todos los tiempos, el término «kafkiano» ha sobrepasado su rol de adjetivo para erigirse como una categoría estética de enorme relevancia y magnitud.
Son numerosos los recovecos y posibilidades semánticas en que lo kafkiano cobra sentido, como recuerda uno de los grandes estudiosos en su obra, Leopoldo La Rubia, quien define esta categoría como universal en clave literaria, y que se presenta en aquellas narraciones donde se propician situaciones insólitas pero adscritas a un marco cotidiano, que se caracterizan por su carácter intricado, confuso y de difícil comprensión, las cuales, normalmente, suelen tener un final esquivo, y que generan –tanto en el personaje central como en el lector– una sensación amenazante y desasosegante, donde la angustia impera en la atmósfera que sobrevuela el texto. Se establece un juego dialéctico entre lo lógico y lo absurdo, entre lo verosímil y lo inverosímil, y la realidad se va transfigurando poco a poco, hasta casi disolverse los límites entre lo referencial y lo ficticio, de manera casi imperceptible, generándose una percepción de extrañamiento.
El imaginario de esta categoría estética es imposible de definir de forma unívoca. Las múltiples interpretaciones que permite lo kafkiano, más allá de ser un
«Todo ello ayuda a generar un potente imaginario polisémico y simbólico, que sitúa al escritor, en palabras de Manuel Vilas, como el más destacado e influyente del pasado siglo. El oscense es uno de los que más han incorporado
a Kafka en sus trabajos.
En España (2008), obra ya kafkiana desde su propia estructura, destaca un fragmento en el que reivindica
la importancia de Max Brod –amigo del autor, y que hizo público manuscritos que el escritor checo le había encargado destruir–, y sitúa a Kafka como el monarca absoluto de la literatura»
obstáculo, posibilitan que los escritores incorporen y actualicen en sus trabajos los temas y motivos planteados por el autor de El proceso (1914) o El castillo (1922) de muy diversas e interesantes maneras. Si bien, lo kafkiano sí ha dejado notables rasgos específicos: la imagen laberíntica de todo proceso burocrático, la hostilidad a la que ha de hacer frente el sujeto moderno en un mundo que emerge como incomprensible, el paulatino proceso de despersonalización y distorsión de la realidad y la osmosis que se produce entre el mundo referencial, onírico y lo fantástico, la inquietud existencial y la impotencia ante un panorama que se mueve entre lo angustioso y lo cómico –esa mezcla de lo horrible y lo cómico que refería Milan Kundera de su compatriota– o la sensación de estar a merced de un sistema, ya sea en su dimensión política, económica o social, que hace vulnerable al individuo y que impone sobre este su misterioso poder.
Todo ello ayuda a generar un potente imaginario polisémico y simbólico, que sitúa al escritor, en palabras de Manuel Vilas, como el más destacado e influyente del pasado siglo. El oscense es uno de los que más han incorporado a Kafka en sus trabajos. En España (2008), obra ya kafkiana desde su propia estructura, destaca un fragmento en el que reivindica la importancia de Max Brod –amigo del autor, y que hizo público manuscritos que el escritor checo le había encargado destruir–, y sitúa a Kafka como el monarca absoluto de
la literatura. Y es que Vilas es kafkiano ya en la propia concepción que tiene de la escritura: si el praguense se hizo con un apático empleo de oficina que le permitía invertir las restantes horas del día en construir su edificio literario, el aragonés ha puesto semejante obsesión y disciplina en leer a su maestro, y ello le ha llevado, como confiesa, a ser escritor. De hecho, en Zeta (2002) escribe, con gran comicidad, que le hubiese encantado que Kafka fuera de Teruel.
Lo kafkiano planea como una sombra recurrente en la trayectoria narrativa de Vilas, quien ha reivindicado también la contemporaneidad del autor en conferencias y columnas. No conviene olvidar su libro América (2017), donde, ya desde el título, rinde tributo a uno de los grandes trabajos publicados por Kafka en vida, también conocido como El desaparecido . En la homónima novela de Kafka, Karl –no usando aquí la inicial K.– es un emigrante que llega a la teórica tierra de las oportunidades pero que, como tantos otros personajes surgidos de su pluma, se enfrenta a numerosas desventuras que le superan. La experiencia es cada vez más agobiante, y sus vivencias rozan lo absurdo por momentos. Kafka nunca llegó a visitar Estados Unidos, y esto lo diferencia de Vilas, quien relata en América sus viajes por diferentes localizaciones del inmenso territorio, que retrata como el país del asombro, y es ahí donde el imaginario del escritor checo toma toda su potencia, recordando que su objetivo es zambullirse en la idio -
sincrasia norteamericana y confundir la literatura y la vida, a la manera kafkiana.
Otra trayectoria literaria inspirada en las enseñanzas del creador centroeuropeo es la de Samanta Schweblin. Así lo muestra ya el primer libro de relatos de la escritora argentina, El núcleo del disturbio (2002). En el relato «Hacia la alegre civilización de la capital», incluido en este libro, lo kafkiano se muestra en toda su contundencia por la situación experimentada por Gruner, sujeto que pretende comprar un billete de tren en una estación de provincias para viajar a la capital. No obstante, no puede adquirirlo porque el taquillero no
tiene cambio, y la situación se repite día a día, aumentándose la impotencia del protagonista. Lo intrincado y laberíntico de El castillo y la impotencia e incomprensión de El proceso resuenan en este texto. En la misma colección se incluye Matar a un perro , donde la autora es capaz de narrar la violencia como algo cotidiano, ya sea sufrida por un animal o un ser humano, generando un gran desasosiego en el lector.
En su obra, la fantasía tiene mucho que decir en la distorsión de lo real que propone, donde el terror es capaz de colarse en las zonas de confort, en la cotidianeidad del individuo y de su entorno familiar. En esta
misma revista, Schweblin se expresó al respecto de forma clara: «Creo que, incluso en las historias más realistas, la ficción siempre empieza cuando algo extraño o inesperado sucede». Es una fórmula muy kafkiana, en la que insiste en posteriores libros de cuentos, como Pájaros en la boca (2009) y Siete casas vacías (2015), pero también en su novelística. En Kentukis (2018) profundiza en dos temas tan propios de la literatura kafkiana como la incomunicación o la soledad. Sitúa la acción en un tiempo y espacio indeterminados, generando una mayor sensación de extrañeza e intranquilidad, donde emergen unos siniestros peluches animales, conectados a aplicaciones dirigidas por desconocidos ubicados en otro lugar del mundo. En esta novela son las nuevas tecnologías las que imponen su dominio –por medio de algo tan cómico y absurdo como es un peluche animal–, por lo que la alineación y la deshumanización propia de lo kafkiano es actualizada por Schweblin a los miedos e inquietudes del presente: el ser humano frente a un mundo que siente como amenazante, extraño y, en no pocas ocasiones, irracional.
Kafka es un referente a la hora de plantear cuentos que cuestionan la capacidad de distinguir de forma nítida la realidad y lo que es tergiversado por el potencial infinito de la imaginación, como exclama la escritora chilena Nona Fernández en La dimensión desconocida (2016). También la polifacética creadora ecuatoriana María Fernanda Ampuero, en el muy reciente Visceral (2024), defiende que las historias de terror existen porque son una hipérbole del miedo cotidiano y, por este motivo, recalca que tanto ella como otras compañeras de generación latinoamericanas –entre las que cita a su compatriota Mónica Ojeda o a la boliviana Liliana Colanzi– cuelan los monstruos, los fantasmas y otros designios sobrenaturales entre las grietas de lo real como símbolos para eviscerar los miedos y denunciar la violencia institucional y los traumas. Ampuero, en su relato «Sacrificios», incluido en el libro Sacrificios humanos (2021), relata la experiencia de una pareja que lleva perdida tres horas en el aparcamiento de ese no-lugar que es el centro comercial. El tiempo trascurre, los protagonistas se desesperan, pues tienen a sus hijos esperándoles en casa y se están quedando sin batería en los móviles, y la noche cae con su crudeza. Es una situación laberíntica, incomprensible e incómoda para la pareja, que parece atrapada sin motivos en un espacio limitado, como aquel grupo de burgueses en el salón de la muy kafkiana película El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel. Si bien, la esperanza llega para la pareja del relato de Ampuero cuando descubren que alguien se acerca, aunque esta
sensación no tarda en transformarse en terrorífica: lo que se aproxima es algo entre lo humano y lo animal, donde resaltan pezuñas o cuernos. Late aquí ese Gregor Samsa del más conocido de los relatos kafkianos , La metamorfosis (1912), quien una mañana se despertó transformado en un monstruoso insecto.
Siendo La metamorfosis el más notorio, no es el único escrito del checo donde se juega con la ambivalencia entre animales y humanos, y la literatura en español contemporánea ha sacado rédito de este motivo temático. La salvadoreña Claudia Hernández, en su cuento «Mediodía de frontera» –incluido en De fronteras (2007)– construye un narrador que se pronuncia desde la subjetividad de un perro. Con increíble normalidad, la autora construye un escenario donde no extraña a nadie que los animales hablen con los humanos; como en Kafka, lo referencial y racional parece tergiversarse desde una incomprensible calma. En el espejo de este cuento se vislumbra Investigaciones de un perro (1922), que trata de los esfuerzos filosóficos que acomete el can.
Sin abandonar esta vertiente de lo kafkiano, se puede referir la obra El animal sobre la piedra (2008), de Daniela Tarazona, también con inequívocos ecos de La metamorfosis . En la obra de Kafka, Samsa contempla horrorizado su transformación en insecto al inicio del relato, mientras que Irma, protagonista del relato de la mexicana, acepta de buen grado su transformación, como vía casi natural de superar el proceso de duelo que le había llevado a viajar. Paisano de Tarazona, Mario Bellatin también ha demostrado saber incorporar a su literatura las huellas de la categoría estética de lo kafkiano. Existen pruebas de ello en toda su obra, y también en la maestría con que suele utilizar la técnica de la disolución de la voz escritural. En buena parte de su obra, el extrañamiento gana peso como temática conforme la narración avanza.
En Jacobo el mutante (2002), el personaje bellatiniano que da nombre al texto se baña en un lago y emerge del agua convertido en una anciana. Jacobo podría ser Gregor, pero el escarabajo es sustituido por una achacosa señora mayor. En Underwood portátil modelo 1915 (2005) se puede ver en la máquina del título concomitancias con aquella que Kafka describiera en En la colonia penitenciaria (1919), ese aparato infernal que inscribía en el cuerpo del sujeto juzgado su penitencia. Y si los títulos ofrecen ya claves de interpretación, resulta muy paradigmático el elegido por el escritor mexicano-peruano para uno de sus últimos trabajos, Un kafkafarabeuf (2022).
Aunque la estética objeto de estudio sea rastreable por todo el territorio americano, quizás sea en Argentina donde ha dejado un mayor impacto. Al nombre
«Aunque la estética objeto de estudio sea rastreable por todo el territorio americano, quizás sea en Argentina donde ha dejado un mayor impacto. Al nombre de Schweblin se puede sumar el de Pablo Katchadjian. En esta misma revista, el crítico Vicente Luis Mora estudió lo kafkiano en la última novela del escritor y docente bonaerense, Una oportunidad (2022), aunque también se puede rastrear en trabajos como La libertad total (2013), una novela sin aparente narrador, con personajes que recorren pasadizos y túneles secretos. En definitiva, “Un mundo raro”, como expresa el personaje denominado como A –otro guiño más a ese agrimensor de El castillo–»
de Schweblin se puede sumar el de Pablo Katchadjian. En esta misma revista, el crítico Vicente Luis Mora estudió lo kafkiano en la última novela del escritor y docente bonaerense, Una oportunidad (2022), aunque también se puede rastrear en trabajos como La libertad total (2013), una novela sin aparente narrador, con personajes que recorren pasadizos y túneles secretos. En definitiva, «Un mundo raro», como expresa el personaje denominado como A –otro guiño más a ese agrimensor de El castillo –. Lo kafkiano tiene presencia en trabajos del también bonaerense Michel Nieva, en obras como La infancia del mundo (2023), o en novelas de la mendocina Fernanda García Lao, como Nación veneno (2020), con ecos de ese absurdo perfilado por Kafka, al que ha señalado en entrevistas como el maestro absoluto de la pesadilla.
De vuelta en España, se encuentran notables y muy dispares ejemplos de obras en que lo kafkiano se ha manifestado en el presente siglo, a través de la escritura de
autores de diferentes generaciones. De gran originalidad resulta el modo en que Sara Mesa incorpora la voz y los motivos del checo a su obra. En su ensayo Silencio administrativo (2020), iniciado con una cita de El proceso, la madrileña recoge la historia de una mujer impotente ante las enormes trabas para solicitar en la administración una ayuda a la que tiene derecho y el laberinto burocrático interminable que debe recorrer. Por su parte, en la ficcional Un amor (2020), el personaje de Nat, como Josef K., no parece entender nada, mientras busca adaptarse a la realidad de un pueblo cuyos habitantes le reciben con hostilidad. Mesa es una gran retratista de las atmósferas opresivas, de la soledad y la alienación a la que el ser humano parece sometido.
También Luis Landero ha recibido en numerosas ocasiones el marchamo de kafkiano. Sin ir más lejos, en la reciente Una historia ridícula (2022), el protagonista Marcial recurre en diversas ocasiones al proceso de metamorfosis para describir su estado tras conocer a
Pepita. Algo similar ocurre con la literatura de Enrique Vila-Matas. Autoproclamado en sus inicios literarios como un «kafkiano incipiente», en sus últimos trabajos también se puede rastrear la estética y técnica propia de su mentor. Sirva como ejemplo su última novela, Montevideo (2023), repleta de ambigüedad, en la que el protagonista se enfrenta a una serie de puertas y hoteles misteriosos, donde lo fantástico hace entrada de forma sigilosa para provocar la confusión en la percepción de lo que se presupone como real. Como escribe el narrador tras caminar por un laberíntico distrito: «En realidad, lo visible no es sino un resto de lo invisible». Y si lo fantástico entra en escena resulta obligatorio referir el trabajo de David Roas. El catedrático de Teoría de la Literatura de la Universidad Autónoma de Barcelona es uno de los grandes estudiosos del género fantástico, y sus aprendizajes teóricos los ha vertido también en gran parte de su creación literaria, bañada de elementos kafkianos. En la autoficcional La estrategia del koala (2013) se puede encontrar muchos rasgos de esta estética, como en los pasajes en que el protagonista se echa a un inseparable –y también improbable–compañero de viaje por las costas gallegas, como es el escarabajo Fiz. No obstante, es en sus cuentos donde se encuentran una mayor huella. El lector perspicaz encontrará el reflejo de los motivos literarios típicos del escritor de Praga, en muy distintas dimensiones, en Distorsiones (2010) –en relatos como «La casa ciega o «Silencio»–, en Invasión (2018) –en «Agua oscura» o «Simbiosis»– o en el muy reciente Niños (2022), tanto en «Ecos de Familia» como en «Zoltar Speaks». Roas defiende que la sombra de Kafka es muy alargada y que es muy perceptible, en sus diversas graduaciones, cuando se combina lo real con lo grotesco.
La nómina de escritores influidos por uno de los grandes de la literatura parece inacabable. Sería injusto no citar a Ricardo Menéndez Salmón. A diferencia de Prohaska, protagonista de Medusa (2013), Kafka no conoció los campos de exterminio, pero este sirve como inspiración para el ficcional Prohaska, obsesionado con la desaparición y la invisibilidad que fue testigo de todo el mal de siglo XX, y que filmó una película de inspiración kafkiana, Plaga , ambientada en la Nicaragua somocista. También en Horda (2021) se pueden rastrear concomitancias con Informe para una academia (1917), protagonizada por el mono Rotpeter.
Jon Bilbao, Juan Francisco Ferré, Agustín Fernández Mallo, Juan José Millás, Ana Fernández Castillo, Javier Tomeo, Felipe Hernández, Gonzalo Hidalgo Bayal o Julia Otxoa, entre tantos otros, también han coloreado de tintes kafkianos textos de muy distinta
naturaleza publicados en el presente siglo. Otros, a la manera de Kafka en América , especulan con un posible viaje del escritor del pasado siglo visto a lugares en que jamás estuvo, como hace Juan Eduardo Zúñiga en la ciudad de Madrid, o Iban Zaldua, que imagina al checo, años después de su muerte, en los territorios palestinos aún bajo mandato británico, antes de que el mundo estalle por los aires con la II Guerra Mundial. Para Theodor Adorno, la ficción kafkiana es una parábola cuya clave ha sido robada. Es el lector de su obra, como demuestran los escritores en español que incorporan la voz del checo a sus propuestas literarias contemporáneas, el que ha de seguir desentrañando los infinitos misterios de los textos de un autor que no ha perdido un ápice de actualidad, un siglo después de su fallecimiento. Se necesita, al menos, otro siglo más para seguir descifrando a un creador cuya literatura, como afirmó Borges, resulta inmortal y eterna.
Fuente: wikicommons
Memoria de la escritura
por Sergio Ramírez
Por qué se hace uno escritor, es un misterio que nunca llega a desentrañarse, aunque es posible examinar en retrospectiva los elementos que se tejieron para formar la atmósfera en que la necesidad de contar va surgiendo desde la infancia. Una atmósfera que tiene mucho que ver con lo que podríamos llamar el tiempo cultural en que toca a cada quien crecer. Y a mí me tocó la mitad del siglo veinte.
Primero están para mí los comics. Debo haber empezado a leer historietas muy temprano, porque mis primeras narraciones las escribí dibujando. En el piso de la tienda de abarrotes de mi padre en Masatepe, dibujaba con una tiza historias cinéticas, que seguían la línea de un argumento que iba creando a medida que avanzaba ladrillo a ladrillo, y que la empleada de la casa, la Mercedes Alborada de mi novela Un baile de máscaras iba borrando tras de mí con el lampazo, una suerte de arte efímero. Pero con la tiza en la mano, y la mejilla pegada al piso, ya estaba en mí la necesidad de contar.
Cuando el día no me alcanzaba para leer las historietas que alquilaba, o me prestaban, me las llevaba a la cama y cumplía mi oficio embozado bajo la sábana, alumbrando sus páginas coloridas con una lámpara de mano, para que mi madre no me recriminara por mi desvelo. Mi preferido era El Fantasma, en su trono de la cueva de la calavera en lo profundo de la selva, rodeado por su guardia de enanos Bandar, y también Mandrake el Mago, y El Llanero Solitario, y El Capitán Marvel, que volaba lo mismo que Supermán pero me resultaba más atractivo porque su otro yo no era un periodista tímido, sino un niño lisiado, voceador de periódicos en las calles de Buenos Aires, un canillita —porque esa historieta llegaba desde Argentina— que asumía su condición de héroe imbatible con sólo pronunciar la palabra mágica SHAZAM, formada por las iniciales de Sansón, Hércules, Atlas, Zeus, Apolo y Marte, si no recuerdo mal.
En el tejido de esa atmósfera entran también las radionovelas, o las novelas dramatizadas. Además de la entonces clásica El Derecho de Nacer, del prolífico autor cubano Félix B. Caignet, la Radio Mundial pasaba adaptaciones de libros clásicos, entre ellas Sandokán, el tigre de la Malasia, de modo que Emilio Salgari, siempre a la cabeza de la lista de primeras lecturas de los escritores, llegó a mí primero por el oído. Lo que más me fascinaba de la radio era el poder soberano de las voces, que se convertían en personajes por sí mismas, con autonomía de los rostros y figuras de los actores dueños de esas voces.
El Cuadro Dramático de Radio Mundial era dirigido por un viejo actor español que se había quedado perdido en Managua al disolverse la compañía teatral de la que formaba parte, en gira por Centroamérica. Su nombre era Mamerto Martínez. El Cuadro Dramático representaba también sketches humorísticos, y pedían a los radioes-
«El Cuadro Dramático representaba también sketches humorísticos, y pedían a los radioescuchas argumentos para ser escenificados. Yo envié uno. Tenía doce años.
Fue seleccionado, y me gané un premio que debía recoger en los estudios de la radio en Managua. Mi padre, envanecido por mi triunfo, me envió en busca de aquel premio, y entonces pude entrar al santuario de la Radio Mundial, y topándome en los pasillos con los míticos artistas del Cuadro Dramático, llegué a la oficina del director, quien me recibió con todo entusiasmo, y me alabó, porque no había enviado simplemente un argumento, sino un guion, con sus diálogos»
cuchas argumentos para ser escenificados. Yo envié uno. Tenía doce años. Fue seleccionado, y me gané un premio que debía recoger en los estudios de la radio en Managua. Mi padre, envanecido por mi triunfo, me envió en busca de aquel premio, y entonces pude entrar al santuario de la Radio Mundial, y topándome en los pasillos con los míticos artistas del Cuadro Dramático, llegué a la oficina del director, quien me recibió con todo entusiasmo, y me alabó, porque no había enviado simplemente un argumento, sino un guion, con sus diálogos. Y tras teclear rápidamente en su máquina, me entregó una orden para que recogiera dos botellas de ron Cañita en las oficinas de la fábrica de Licores Bell, que patrocinaba el programa —el ron más popular para entonces en las cantinas— no sin manifestarme lo apenado que se sentía por lo poco que el premio significaba. Fue el primer premio literario que recibí en mi vida.
Está el cine, quizás la más poderosa de mis influencias, y que fulgura en mis primeros recuerdos. En un patio, quizás antes de los cinco años, estoy sentado en el suelo viendo una película que se proyecta en una sábana colgada entre los árboles. Es un cine ambulante. Un asesino de gabán negro y sombrero, quizás mejor un ladrón, el pañuelo cubriéndole medio rostro, se acerca entre las sombras con una lámpara sorda en la mano, para abrir una caja fuerte. O la película en que el personaje principal era una mano cortada, que andaba sola apoyándose en los dedos, y estrangulaba a sus víctimas.
Después, en el Cine Darío, frente al parque central y a media cuadra de mi casa, empecé a fascinarme con los seriales de gánsteres que nunca botaban el sombrero por muy ruda que fuera la pelea, siempre bodegas sórdidas y estaciones abandonadas de ferrocarril por escenarios. Y los cuadros sobrantes de película, que podían proyectarse en rudimentarios aparatos, con un lente y una lámpara de mano, eran el mayor de los tesoros que disputaba con los otros niños.
Mi tío Ángel Mercado adquirió luego el único cine que para entonces funcionaba en Masatepe, ya cerrado el Cine Darío. Este otro quedaba también a media cuadra de mi casa. Don Juan Sánchez, el dueño, vivió hasta su muerte con su familia en el cuerpo principal de la casa, y de la cumbrera surgía, como un palomar, la caseta de proyección; el corredor de mediagua era el palco, y el inmenso patio, donde había un corral de vacas, la luneta. Se llamaba Cine Triunfo, y al comprárselo a la viuda mi tío Ángel lo bautizó Cine Club, e hizo embaldosar el patio.
El fulgor de la proyección iluminaba las palmeras reales, y sus penachos parecían arder en el temblor del reflejo de las imágenes. Las voces cavernosas saltaban desde los parlantes ocultos tras la pantalla de madera, voces de gigantes sobrenaturales a los que se oía hablar y llorar aún en los linderos del pueblo. El aire de la noche dispersaba por los aposentos el arpegio que anunciaba un beso, y en la lejanía podía entenderse el llanto de una
«Guardaba la copia a máquina de La condesa
Gamiani en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con libros tan dispares como
La madre, de Gorki, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila. De modo que mi lectura de La condesa Gamiani, que pasaba de mano en mano entre mis compañeros de la escuela, participó en mi iniciación en
el rito de la lectura, y en el de la sensualidad»
mujer, su voz doliente que reclamaba entre lágrimas, los pasos de alguien alejándose con premura por la oscuridad de una calle, un tropel de caballos, el rumor de una lluvia extranjera cayendo sobre los techos.
Yo pasaba mi vida dentro de la caseta, a la que se subía por una escalera vertical. Perseguía al proyeccionista, para que me permitiera estar presente a la hora temprana de devanar los rollos, porque siempre llegaban corridos de Managua; les ayudaba a abrir los cajoncitos de palo donde viajaban acomodados en sus latas, y después, a la hora de la función, a instalarlos en los aparatos.
Cuando el celuloide tostado de las viejas películas se trababa entre los dientes de la polea y el cuadro se quemaba en la pantalla, calcinado desde el centro como si le hubiera caído una gota de lava, los silbidos se transforman en el corral insurreccionado en una lluvia de piedras y semillas de mango disparadas contra la caseta. Me entrené entonces en el arte de desmontar el rollo, llevarlo a la devanadora, cortar el cuadro quemado, pegar la película con acetato, instalar de nuevo el rollo metiendo
en la oscuridad la película entre los dientes de la polea, ajustar los carbones y echar a andar el motor, todo en menos de un minuto.
Tenía doce años cuando mi tío Ángel se presentó a mi casa a proponerle a mi padre que me dejaran asumir el puesto de proyeccionista, porque había terminado por despedir al de planta, por borracho. Mi padre se negó rotundamente al principio. Ya me veía abandonando los estudios de secundaria que apenas empezaba, frustrándose así su sueño de verme un día abogado. Pero al fin se dejó convencer por mi tío Ángel: podía estudiar, y trabajar, así me haría una persona responsable desde niño; además, iba a ser como una distracción, si de todos modos yo vivía metido en la caseta. Y la extraña condición de mi padre, al aceptar, fue que yo no podía recibir ningún sueldo. Era una distracción, no un trabajo. Y más que una distracción, pienso ahora, un vicio. Y los vicios no se recompensan.
En aquella caseta de tablas, con sus ventanillas que se cerraban con postigos movibles clavados a un fiel para que el haz de luz de un aparato no estorbara al que lo reponía, yo tuve mi escuela de cine, y de escritor, porque la forma de narrar se emparentó desde entonces en mí con los encadenamientos, las disolvencias, los planos, los retrocesos en el tiempo, los diálogos.
Me asombra cuando, en medianoches de desvelo, repasando en la televisión los canales del cable me encuentro de pronto con escenas y rostros de aquellas películas, y puedo identificarlos al instante. Vi esos rostros y escenas innumerables veces, vigilando la corrección de la proyección, y listo a cambiar de aparato al final del rollo sin sobresaltos de la imagen. Y esas técnicas ingenuas, la forma de indicar el retroceso en el tiempo, por ejemplo, con una lluvia de hojas de otoño, o imágenes que se disuelven en el agua, o el vuelo apresurado de las páginas del calendario; las primeras planas de los periódicos que se acercan uno tras otro al primer plano, superpuestas al tren a toda máquina para anunciar las giras artísticas triunfales, me han seducido siempre, y las he usado en mi novela Margarita, está linda la mar
En el rango más amplio de las películas que se proyectaban estaban las mexicanas. Las de charros, las cabareteras con números de cantantes y bailarinas, los dramones lacrimógenos, las cómicas, y también los espléndidos churros que Luis Buñuel rodaba en México en su exilio.
El cine norteamericano era popular en los pequeños pueblos como Masatepe, a pesar de que las películas no se doblaban y se presentaban siempre con subtítulos, con lo que los espectadores, muchos de ellos analfabetas, se perdían el argumento. Pero pasaron por mis manos decenas de westerns, las películas del cine negro, y las musicales.
Y, también pasaron por mis manos, milagro de la sensibilidad de mi tío Ángel Mercado, las latas de Rashomon, Arroz amargo, Roma ciudad abierta, Ladrón de bicicletas, Las fresas salvajes, El salario del miedo, Cuando pasan las grullas, Muerte de un ciclista, Bienvenido míster Marshall Esas películas no iban seguramente a ningún otro pueblo como Masatepe; ningún dueño de cine se preocuparía en seleccionarlas, y yo las proyectaba con poco público. Pero fueron mi escuela.
En este tejido entra el hilo de la música popular, una banda sonora que mi oído recogió desde niño y que sigue viva en mi memoria, desde las primeras canciones que escuché en los gramófonos de manivela, en la radio, en las revistas musicales de las películas, la más vieja de todas quizás el bolero Dos gardenias, o el tango Por una cabeza; habituado a oír sonar los boletos y los tangos por todas partes y a todas horas del día, en las roconolas, en los talleres de zapatería y las carpinterías. A un ebanista que cantaba tangos mientras maqueaba ataúdes, terminaron apodándolo Canejo, fuerza canejo, sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar.
Sin olvidar que vengo de una familia de músicos, mi abuelo Lisandro director de la Orquesta Ramírez que formó con todos sus hijos, a cada uno un instrumento, violines, cello, flauta traversa, contrabajo, clarinete, saxofón, todos ellos compositores de valses, corridos y boleros. Músicos pobres y dispuestos siempre a reírse de sus propias desgracias con lo que tenían licencia para reírse de todo el mundo, una escuela abierta y permanente de humor que es parte también de esa atmósfera de mi escritura.
Y las primeras lecturas primeras, como las huellas de un camino que todavía no sabemos adónde habrá de llevarnos. El pequeño tomo de la editorial Aguilar con las poesías completas de Rubén Darío, empastado en cuero e impreso en papel biblia, como un misal, que me regalaron una vez las autoridades del Ministerio de Educación Pública porque participé en la eliminatoria nacional de un concurso escolar de declamación. Gracias a ese obsequio aprendí de memoria a Darío, y pude repetir sus poemas desde mis tiempos de estudiante, o contradecir a otros que se precian de conocerlos tan bien como yo, en justas de cantina, o en tertulias hasta el amanecer. Y a Darío siempre regreso con la misma fruición religiosa de aquellos entonces, una lectura sustancial en la que puedo descubrir siempre nuevas aristas, nuevas oquedades, nuevos misterios.
Al misma edad en que empecé como operador de cine, doña Zoila Monterrey, una hermosa señora de risa franca y agradable, consintió en abrirme las puertas de la vitrina en que guardaba sus libros, y así entré en la lectura de Los Miserables y Los Tres Mosqueteros, impresos a dos columnas en las ediciones de clásicos de la Editorial Sopena Argentina.
Pero el que mejor recuerdo era un libro clandestino, más bien un cuaderno mecanografiado con pastas de papel manila y cosido con hilo como los folios judiciales, que amenazaba deshacerse de tan manoseado. Su dueño era un lejano primo por parte de mi madre, llamado Marcos Guerrero, de pelo y barba rizada y ojos de fiebre, como un personaje de D.H. Lawrence, que hablaba arrastrando las palabras con deje algo ronco y cansino. Vivía solitario en una casa desastrada, sus gallos de pelea por única compañía, desde que su hermano Telémaco se había suicidado de un balazo en la cabeza.
Guardaba la copia a máquina de La condesa Gamiani en un cajón de pino, de esos de embalar jabón de lavar ropa, junto con libros tan dispares como La madre, de Gorki, Gog de Giovanni Papini, o Flor de Fango de Vargas Vila. De modo que mi lectura de La condesa Gamiani, que pasaba de mano en mano entre mis compañeros de la escuela, participó en mi iniciación en el rito de la lectura, y en el de la sensualidad.
Trataba de una condesa pervertida, muy refinada en sus juegos sexuales que solía ejecutar no sólo con hombres de cualquier calaña, criados o nobles, y con otras mujeres, sino también con animales, principalmente perros de caza. Sólo muchos años después, en mis correrías por tantas librerías, volví a encontrármelo: Gamiani: dos noches de pasión, y descubrí que su autor era Alfred de Musset.
Bibli
Cómo escribir sobre los muertos
Emiliano Monge Los vivos
Random House 248 páginas
Emiliano Monge (México, 1978) es un escritor que se caracteriza por una incesante exploración escritural. Sus libros no se parecen entre sí; ya sea interrogando al violento mundo del México de los dos mil o su propia anterioridad y pasado familiares, lo que vemos es a un autor inquieto, de esos cuya considerable ambición mantiene viva y con sentido la exploración y la discusión literaria. Nada de esto, sin embargo, obsta para pensar su último libro, y tratar de entender el procedimiento que esta vez orientó su trabajo, en exceso tenue y volátil, para abordar nada menos que la matanza generalizada, el caos, las pérdidas
irremisibles por las que atraviesa no solo el México contemporáneo, sino que se han convertido en la marca del siglo XXI. Sí, es una novela sobre y será inevitable que al leerla, muchos piensen en Juan Rulfo. Sin embargo, no se puede empezar por ahí, con el peligro de acabar también en ese aire a Comala que tiene todo hoy, esa deriva espectral contemporánea enunciada por Mark Fisher, esa que comienza con Juan Preciado y termina en todas partes, incluso en el hollywoodense y convencional Coco.
Por eso prefiero pensar esta novela desde otro lugar. Tal vez si para afrontar la actual literatura mexicana —y también la latinoamericana, si insistiéramos en conservar esa tradición fáustica y bolivariana—, lo primero que habría que tratar de entender es cómo se están vinculando lenguaje y política, quizás el mayor problema de las últimas tres décadas de la narrativa regional, atravesada en todo este tiempo por las ansias del mercado. La alianza descarada de la literatura de los años 90 con el capitalismo coaguló, como sabemos, en el prólogo de McOndo, escrito por los chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez en 1996, como también en las declaraciones y sobre todo las pretensiones de la literatura del Crack mexicano; dos movimientos que en palabras del cubano Jorge Fornet encarnaron la «lógica cultural del neoliberalismo latinoamericano», y que no temían entregarse al spanglish de la clase alta, ni al sueño de Miami. Tal vez no debamos olvidar la docilidad con que esos narradores —en su mayoría hombres, que, por lo demás, no se extrañaban jamás de la ausencia de escritoras, y hasta la justificaban— desistían de discutir en el terreno político, si bien estaban ocurriendo muchas cosas en su entorno. A despecho del coro que hacían para pregonar el fin de la historia y el triunfo del mercado y la globalización idiota, por esos mismos días autores como Pedro Lemebel, Diamela Eltit, Rodolfo Fogwill o Fernando
Vallejo eran capaces de sumergirse aún en los conflictos locales, con propuestas estéticas que perduran hasta hoy y que no se acobardaban para enfocar política y violencia.
Con lo que nos encontramos, en la escena actual, es con apuestas diferentes, aunque igualmente extremas: en un costado, libros feroces, por lo general feministas, libros que se escriben con la máxima literalidad de la sangre, los cuerpos, los desmembramientos, el canibalismo y la carne, porque , dicen, lo que antes no ha sido nombrado; y, en otro costado, libros como éste, de Monge, quien después de explorar varias veces —y muy efectivamente— los sótanos de las experiencias más atroces, la migración, el tráfico de cuerpos y los asesinatos, en novelas como (2015) o en los sardónicos cuentos de (2017), decide escribir sobre estos personajes que se llaman Hincapié, Vestigia, Herencia, Cienvenida, Lucía y Justo, como si ya desde los nombres se nos estuviera anunciando un enorme y elusivo juego metafórico (no es primera vez: recuerdo por ejemplo a la microcéfala y tragicómica Ana Agravia, del cuento «Todos nuestros odios»). Ellos conforman la trama de una familia malograda por la muerte, la desaparición y la aparición, en un ciclo sutil, escurridizo y poético: «No queda, por lo tanto, en esta historia, ninguna situación que aún haya que seguir. Acaso, lo que queda es un rumor, algo que fue y que ya no es, una huella. Y eso, una marca así, no puede ser tocada por la literatura», sentencia el narrador en el último capítulo del libro.
Hincapié y Vestigia son una pareja que ha perdido, por un accidente, a su hijo por venir. Vestigia y los demás trabajan en las tareas de excavación, rescate y reubicación de los «aparecidos» que todos los días encuentran en los lugares más diversos, personas que, de acuerdo con las pistas que deja el narrador, suponemos de regreso de la desaparición y la muerte, como es el caso de la propia Vestigia. De ahí que no se pueda asegurar si la historia de
su embarazo y su pérdida respondan a una vida anterior, o si la pérdida se debe a que simplemente esa gestación es imposible y siniestra (¿vuelve de la muerte y se embaraza?) o si es solo el recuerdo (¡o la anticipación!) de un fantasma. La temporalidad es uno de los factores en juego en la novela (¿qué pasó antes, qué pasó después?), como otras tantas sutilezas: ¿cuáles son los lugares donde los aparecidos desaparecieron? ¿Quiénes fueron? En esta verdadera alegoría de nuestra contemporaneidad (que me resisto a llamar «distopía»), los que retornan van a dar a una suerte de campo de concentración, de esos que hoy pueblan las costas europeas y las fronteras norteamericanas donde llegan los migrantes; los lugares vetados, como las carnicerías que en el siglo XIX se ponían en los extrarradios de las ciudades. Y es ahí, precisamente, donde trabaja Vestigia, reubicando a otros que , como ella. Es la presencia de un extraño niño mudo, niño mago, que conmueve a todos con solo presentarse ante ellos, el quiebre que moviliza todos los otros quiebres, búsquedas y desplazamientos de los personajes.
La trama, así puesta, es indudablemente atractiva. Capítulo aparte las sutilezas de Lucía, la doble de Vestigia, una compañera de trabajo interesada por la zoología, que habla de las conductas de los animales en finas imágenes, a lo largo de toda la novela: «”El petrel de las Bermudas, el celacanto, el autillo de Borneo” (…) “animales que volvieron de su propia extinción»; «“La tortuga gigante, el caballo caspio, el pecarí”, sigue Lucía experimentando al mismo tiempo un impulso motriz tan inesperado como aquellas palabras: “nunca se fueron, nosotros lo inventamos”». No se puede ignorar en estos pasajes cierto coqueteo con las teorías poshumanistas del norte global, para plantear, finalmente, algunas ideas sobre la extinción y la muerte, en que los animales no son, como podría pensarse, la metáfora de los humanos, sino al revés: «Nosotros somos su
metáfora». Su muerte y su extinción son las nuestras, las de todos: «Somos nuestros muertos, los sentimos y nos sienten, aunque no podamos comunicarnos porque olvidaron nuestra lengua y no conocemos la suya», direcciona la narración. Sí, el aleteo de estas palabras es de indudable belleza. Sin embargo, y éste parece ser el mayor problema de la novela, ¿son estas las palabras para decir sobre los muertos abandonados en las fosas anónimas que están por todo México y por todo el continente americano? ¿Esas fosas abiertas hoy en Gaza, o en el fondo del Mediterráneo? ¿No es un experimento como éste, de Monge, una involuntaria forma de embellecer la muerte y la ausencia, al levantar tan delicadamente el lenguaje que lo despega de sus hechos? ¿Puede este aleteo sutil remover políticamente a las y los lectores, confrontarnos con la muerte que presenciamos hoy?
El mayor riesgo de la alegoría, creo, es que en este tráfico de vivos y muertos, la lectura quede suspendida en una especie de punto cero, perdiendo finalmente de vista (espero se disculpe el oxímoron) la especificidad de la masacre. También la responsabilidad de los verdugos en la contingente y por lo mismo irremisible desaparición de cada persona. Y es que, de algún modo, se antepone la sofisticación de la voz narrativa a las experiencias narradas: «Y como esta historia, al final, también es de apariciones, aquí está de vuelta la voz intrusiva, para contarla». Esta voz es, no obstante, demasiado intangible —como delicadas son las imágenes ferales que obsesionan a Lucía, o incierto es el destino de Vestigia, portadora de ese nombre que remite a la huella y la ruina—. Por ello los distintos fragmentos de la novela no terminan de cuajar en una postura, ni permiten epifanías sobre la desaparición, la violencia y la muerte contemporáneas.
A diferencia de lo que ocurre en sus textos más sólidos, temo que en esta novela Monge, en su búsqueda de lú-
cida levedad, pudiera estar pecando de un excesivo esteticismo.
Hace ya varios años, y en una búsqueda similar a través de las posibilidades del lenguaje, el también mexicano Yuri Herrera reflexionaba en un texto titulado «Semántica del luminol» sobre las posibilidades de hacer frente a la necrocultura del narco: «Si los ciudadanos vamos a intervenir dentro de la batalla simbólica, la opción, más que simplemente negar el lenguaje que denota el inmenso poder del crimen organizado, es hurgar todas las capas debajo de él, rociarlo con luminol, ya no para ver la sangre, sino los mecanismos que la sangre oculta. Confrontar el lenguaje que excluye a todos aquellos que no participan del mercado de la violencia es ya comenzar a recuperar nuestros espacios, nombrándolos en función de la experiencia, y no de las agendas de las “partes en conflicto”». Desde luego que no es trabajo fácil: ¿cómo nombrar, sin repetir el lugar común o caer en el juego de la violencia? Sus propias novelas (2004), (2009), (2013)son un buen ejemplo de ello, como lo es, también, la historia de (2012)de Sara Uribe, en que la autora realiza un montaje de voces en torno a la clásica figura griega para actualizarla en México, en la búsqueda de un personaje llamado Tadeo. También Monge nos ha ofrecido fundamentales calas de la violencia en otras novelas y cuentos y es por ello un autor con una posición justamente ganada en el actual panorama latinoamericano. En este sentido, , más que un error en ese recorrido, es un texto de innegable belleza, que podríamos seguir discutiendo desde una perspectiva política, evitando la romantización del fantasma o del desaparecido, y propiciando, también, la valiente amplificación de las voces que cuentan, desde distintos rincones geográficos, la gran tragedia de nuestro tiempo.
por Lorena Amaro
Sonrisas y lágrimas
Juan Trejo Nela 1979
Tusquets
336 páginas
Juan Trejo (Barcelona, 1970) obtuvo con La máquina del porvenir el X Premio Tusquets de Novela en 2014. Antes había publicado El fin de la guerra fría (2008), y después La otra parte del mundo (2017) y La barrera del sonido (2019). Nela 1979 (2024), que se vincula con el libro que lo precede porque la voz narradora es la del propio Trejo, y los paisajes y circunstancias los suyos, no es en realidad una novela, sino la reconstrucción de la vida y la muerte (tal vez habría que hablar de «destrucción de la muerte», de un modo de neutralización de esta a través del rescate que concede la literatura) de la hermana mayor del autor. De hecho, retoma un episodio
apuntado en las primeras páginas de La barrera del sonido : «La mayor de mis hermanas siempre hab í a sido un elemento inc ó modo y disonante en la familia. Se fue de casa con solo diecis é is a ñ os, justo despu é s de la muerte de Franco, incapaz de adaptarse a la que se supon í a que ten í a que ser su vida. Mis padres no fueron capaces de asimilar su marcha, como no hab í an sido capaces de tratarla adecuadamente en su d í a a d í a. Tampoco pudieron gestionar su posterior problema con las adicciones. Pero ¿qui é n podr í a haberles culpado de ello en aquel tiempo? Una vez fuera de casa, la mayor de mis hermanas vivi ó en La Floresta, en mitad de la monta ñ a, a media hora de Barcelona, en G é nova y despu é s en Valencia. Iba dando noticias de vez en cuando, noticias sin duda adulteradas por la buena voluntad y el af á n de mantener en secreto su privacidad. Y un d í a, con solo veinti ú n a ñ os, entr ó por su propio pie en urgencias del Hospital General de Valencia y ya no volvi ó a salir».
Es una cita larga, pero sitúa sucintamente lo que Trejo desarrolla en Nela 1979 , hasta donde puede: el descubrimiento posterior de que su hermana Nela era adicta a la heroína y que su joven muerte tuvo que ver con esta droga. Los datos de que dispone son escasos, pues la familia dejó de hablar de Nela y su rastro pareció borrarse. Cuando comunicó a su madre la intención de investigar la vida de su hermana, aquella mostró su rechazo. ¿Para qué iba a desenterrarla? Mejor era que la dejara tranquila. Por lo tanto, el libro es al mismo tiempo la narración de la breve vida de la hermana y su relación con el narrador y el resto del núcleo familiar, al tiempo que la crónica de las pesquisas realizadas sobre ella, una quest del personaje al estilo, digamos, de En busca del barón Corvo. Un experimento biográfico de A. J. A Symons (aunque el ob -
jeto de atención de Trejo dé mucho menos de sí). También en la reconstrucción de unos sucesos oscuros que atañen a una hermana muerta muy joven recuerda a Cristina Rivera Garza y El invencible verano de Liliana . En cuanto a la muerte, en fin, de familiares por la heroína (o el sida que vino a continuación), ahí está Carla Simón con su película Verano 1993 , donde narra el fallecimiento de sus padres por la misma causa que Nela cuando ella era niña (la heroína en ambos casos, y en el segundo más concretamente por culpa de las jeringuillas infectadas que transmitían el virus para el cual entonces no había tratamiento).
Trejo justifica la narración, a fin de cuentas un suceso íntimo, en el hecho de que aparte de la historia de su familia es también el de toda una generación: la que se estrenaba en la democracia tras la muerte de Franco. Y efectivamente, fueron muchos los afectados por esta pandemia de la droga, y numerosas las familias afectadas, con recuerdos dolorosos causados por tantos descensos a los infiernos. Pero el autor dulcifica la situación cuando dice que los jóvenes de esa generación «después de atreverse a soñar durante un breve periodo de tiempo, tuvieron que afrontar la frustración y el desencanto de ver que las cosas no iban a cambiar del modo que ellos habían imaginado». Sí es más cierto que la heroína y el deseo de muchos de subirse al tren de la modernidad fue un cóctel peligroso, que acabó con una calamidad de grandes magnitudes, plaga con muchas víctimas concretas, como la Nela del título.
Nela (Manuela, pero la chica quiso recrearse a sí misma también en el nombre) es una rebelde que no acepta las reglas y que quiere hacerse adulta antes de tiempo para poner tierra de por medio con el colegio y el instituto, sus padres y el mundo al que estos sí ofrecen
sumisión y en el que no terminan de encajar del todo, procedentes de la rural Extremadura en una ciudad extraña, y ni en su salsa ya en el terruño abandonado ni a sus anchas todavía (más bien nunca) en la capital de una Cataluña no inhóspita pero sí en muchos aspectos impenetrable para emigrantes como ellos. Era una Barcelona muy adelantada y llena de energía que propiciaba diferentes iniciativas contraculturales. No obstante, no consta que Nela formara parte de esa efervescencia artística o literaria; su posición era más modesta: sobrevivir sin doblar la cerviz demasiado (sirviéndose de empleos para ir tirando) y gozar de esa suspensión de las diferentes constricciones que la droga le proporcionaba.
Tras un breve preámbulo, «Donde habita el olvido», el grueso de la narración lo ocupa la sección «El poderoso drama», que se abre, muchos años más tarde, con la visión de la película Sonrisas y lágrimas , a la que Nela llevó al narrador cuando este era niño y ella la muchacha que pronto entraría en la espiral de autodestrucción. Era la primera vez que Trejo fue al cine. Volver a verla en familia (y sin poder evitar el llanto) resultará decisivo en la voluntad de recuperar a la hermana y la familia (una familia que pasa dificultades, como la del celuloide) al instante anterior a que esta se hiciera añicos y el silencio o los eufemismos cubrieran, como una segunda mortaja, a la fallecida.
La tercera parte, «Tal vez porque sí» podría parecer superflua, pues se limita a qué pasó después de la muerte de la hermana, el triste corolario de cómo la familia cayó en un pozo anímico agudizado, después, por la decadencia mental de los padres, cada uno sumido en su propio proceso degenerativo. Bien es cierto que aporta nueva luz sobre el ingreso en un hospital por un fuerte dolor abdominal y sobre
el silencio, fomentado por la Ley de Protección de Datos que tantos obstáculos pone (por no decir que los pone todos) hoy a un investigador, a un biógrafo como lo es Trejo, luchador contra silencios. También ilumina la temporada que la muchacha pasó en Génova en compañía de su pareja italiana.
La prosa de Trejo es funcional en lo estilístico, sencilla y nada elaborada. Sin banalidades ni patetismos. A veces incurre en reiteraciones que no parecen animadas por un efecto poético de eco o rima de unos pasajes con otros. Solo en ocasiones se permite cierta capacidad metafórica, como cuando compara a Nela con una explosión de estrella distante ocurrida en un remoto pasado pero que «se hubiese negado obstinadamente a quedar borrada por el olvido». Para evitar este borrado, interroga a madre y hermanos, pregunta a quienes estuvieron « en el rollo» de la contracultura barcelonesa y su sarampión libertario, entre ellos Pepe Rivas y Xavier Moret. Pero siempre se encuentra con lo mismo: la información llega con cuentagotas y es tan insuficiente que el autor tiene, si no que inventar, sí que suponer o dar por bueno un relato que en el fondo solo puede partir de una argamasa de datos deslavazados y conjeturas. Entre los elementos de esa nueva sensibilidad (en Granada simultáneamente surgía el movimiento poético conocido como la Otra Sentimentalidad, en la que destacó el Luis García Montero que compuso, en pastiche manriqueño, unas «Coplas a la muerte de su colega», donde leemos «No dejó ningún tesoro, / dos jeringas en el suelo / sin sentido») están los libros de Carlos Castaneda, Lobsang Rampa, Hermann Hesse y William Burroughs, cuyo libro Yonqui Nela se inyectó en vena, quizá haciendo demasiado caso a la bravuconada de «empecé a pincharme cada vez que me apete -
cía» (como si fuera a voluntad lo que sabemos una dependencia de la que era, es, muy difícil desengancharse).
La narración alza más el vuelo cuando abandona el pretérito y utilizando el presente histórico el autor nos hace seguir los pasos de su hermana y se mete en su cabeza.
«A estas alturas, tengo claro que lo que deseo, más que desenterrar a Nela es darle la sepultura que merece, no dejarla tirada, apartada, en un rincón de la historia, sino precisamente cerrar su tumba y colocar encima una lápida en la que pueda leerse su verdadero nombre y el año de su muerte». Eso es exactamente Nela 1979 .
por Antonio Rivero Taravillo
Desolación, duelo y desconsuelo
Carme López Mercader
Duelo sin brújula
Reino de Redonda 128 páginas
Javier Marías murió el 11 de septiembre de 2022, justo nueve días antes del que iba a ser su septuagésimo primer cumpleaños. Dos años después, su viuda, Carme López Mercader, acaba de publicar Duelo sin brújula, cuyo título adelanta ya la deuda con el escritor, al tiempo que le rinde homenaje, porque, como es sabido, a Marías le gustaba definirse novelista con brújula, pero sin mapa. Lo que el lector se va a encontrar en realidad, y la autora lo advierte en la «Nota previa»: «No es ni siquiera un libro, sino una reflexión sobre el duelo y especialmente mi duelo por Javier». Pero es un libro auto/bio-
gráfico sobresaliente de una mujer a la deriva, perdida en el duelo. Autobiográfico, porque López Mercader cuenta con sobriedad y eficacia literaria un pasaje doloroso de su vida: la muerte y duelo de su marido. Y biográfico, en la medida que hace una semblanza íntima de Javier Marías y de su vida en pareja. En este sentido, es también un libro informativo y, hasta cierto punto, sorprendente, porque a Marías, después del relativo fracaso de Negra espalda del tiempo, le había dejado de interesar la biografía propia como materia literaria. De hecho, dejó dicho que no escribiría su autobiografía. Y lo cumplió. Una pena que algunos lamentaremos siempre. Aunque su obra esté salpicada de argumentos y hechos biográficos, personales y de su familia, de modo que se puede leer el conjunto de sus libros como una suerte de autobiografía diseminada o autorretrato del autor, le molestaba que otros metieran la nariz o la pluma en sus cosas... Nada que objetar. Estaba en su derecho. Como nos recuerda su mujer en un pasaje del libro: «La intimidad es sagrada».
Sin embargo, creo que el libro de su viuda le gustaría. Tal vez por razones íntimas que se nos pueden escapar a los extraños. Pero otras son evidentes: la autora ha escrito un emotivo recuerdo de su marido muerto, que reivindica de paso su lado más humano. Nos regala una impagable imagen privada y familiar del escritor en algunos pasajes entrañables. Nos lo presenta en la intimidad como un hombre cariñoso, generoso y divertido, frente a la imagen pública, que lo pintaba como vanidoso, distante y cascarrabias.
Como anticipa en la «Nota previa», la autora desmenuza todas las facetas y circunstancias de su dolor y analiza su duelo sin consuelo. Hace la crónica de este periodo interminable con una sinceridad que emociona, cuando confiesa que no puede ni
sabe salir del desfondamiento en el que se encuentra desde la desaparición del amado. El interés humano y la calidad literaria del relato vienen, por tanto, de la mano de la verdad y la valentía con las que escribe. El valor de su prosa se acrecienta por la ausencia de la retórica sentimental al uso, regateando las soluciones sentimentales estereotipadas que este tipo de escritos han gastado hasta el adocenamiento.
La literatura del duelo ha existido en todas las épocas y ha dado lugar a una variedad de registros que abarcan, en diferentes grados de intensidad, desde el lamento elegiaco inconsolable al ajuste de cuentas rencoroso, extremos que evita radicalmente este memorial. Por tanto, no es nuevo este tema en la historia literaria. Lo singular de nuestra época es que esta clase de escritos crece ahora de manera exponencial. Parece contradictorio, en principio, que estemos preocupados por la muerte, cuando vivimos en un constante y acelerado carpe diem, en un despreocupado mañana, frivolizándolo aparentemente todo. Sin embargo, posiblemente no sea tan contradictorio el desarrollo de esta clase de escritos, porque, desposeídos como estamos de las creencias religiosas y de las liturgias que obraban efectos balsámicos en los dolientes, estas escrituras cumplen una función similar a la del consuelo religioso. Es tan áspero e irreductible el dolor por el ausente, que lo que se pretende, como sucede en Duelo sin brújula, es tratar de comprender y pasar el duelo. De alguna manera, inconscientemente, confiamos en que la escritura sirva para aliviar la pena y, como parece deducirse de este texto, nos ayude a soportarla.
Ocurre que la muerte introduce de golpe lo real en este modelo de vida virtual, banal e impaciente que hemos construido. Irrumpe y trastoca violentamente nuestros frágiles principios y, ante esto, nuestro
modelo se tambalea. Por esta razón, evitamos mirar de frente la muerte, nos obstinamos en esconderla y diluirla hasta hacerla desaparecer de nuestro imaginario. Los rituales que se han impuesto en torno a la muerte así lo confirman: son cada vez más asépticos y escondidos. Sin embargo, la muerte sigue estando aquí, por más que queramos negarla y ocultarla. Paradójicamente estamos más indefensos ante ella y, por lo mismo, necesitados del consuelo balsámico que nos provee la literatura. En sintonía con esto, Carme López Mercader describe el desierto que dejó tras de sí la muerte de su esposo. Lo hace, como casi todos los afligidos por la muerte de un ser querido, con la tácita esperanza de encontrar consuelo. El golpe recibido es aún más rotundo en la medida que el mundo que habían creado y compartido juntos se derrumbó de pronto con la muerte. Todo lo que les había unido y sido motivo de exaltación y goce, pierde interés y sabor. Incluso los recuerdos, objetos e imágenes del ausente no sirven más que para aumentar el sufrimiento y la desolación.
Analizando cada una de las celdillas del duelo, López Mercader trata de comprender las pulsiones nefastas, que se apoderaron de ella en la muerte de Javier Marías. El relato del estado de postración y agotamiento, en que la enfermedad y la muerte la dejaron, quiere ser un estímulo para salir del socavón sentimental, en que la pérdida la ha sumido, pero los esfuerzos se demuestran vanos. No hay consuelo para una carga tan pesada que no se puede compartir desgraciadamente con nadie. En su desolación la doliente preferiría ser ignorada. No ser ni aconsejada ni consolada ni acompañada, porque, como clama con impotencia y desesperanza: «…hay gente que te quita soledad sin darte compañía».
En definitiva, para la viuda de Javier Marías, el duelo no tiene nada
bueno. Es intrínsecamente perverso. El padecimiento es absoluto e inhumano. Además, como queda apuntado arriba, el dolor no es divisible ni puede ser compartido. A la doliente le gustaría incluso negar su duelo o en su defecto volverse invisible, para que la dejen en paz. Los que pretenden ayudarla, comprenderla o protegerla quieren de hecho –viene a decir— hacer desaparecer la realidad de su duelo al conminarla a que pase página… En definitiva, la doliente tiene y quiere soportar su pena en soledad.
En algunas de los cuentos y novelas de Javier Marías, los muertos ocupan un lugar destacado en el mundo de los vivos, su presencia activa o sus apariciones fantasmales corroboran la creencia del narrador en una realidad extrasensorial o sobrenatural. Si creemos las propias declaraciones del novelista, así como el relato de su viuda, para Marías, todo esto no era solo un argumento literario de ficción o un divertido entretenimiento, sino que formaba parte también de su idiosincrasia o imaginario personal que creía firmemente que los fantasmas dejaban reconocibles vestigios y huellas continuas en la vida cotidiana de los vivos. Marías defendía y mantenía la conexión con el mundo de los muertos –dice la autora— y, aunque sin prisa por encontrarse con ellos, confiaba en ese encuentro. A este propósito recuerda la autora que una de las películas preferidas del escritor, como es sabido y él se encargó de comentar en diferentes ocasiones, fue El fantasma y la señora Muir, la celebrada película de Josep Mankiewicz. Frente a estas creencias de Javier Marías, su esposa confiesa que ella se mantuvo siempre incrédula y reticente; reacia a concederle la menor credibilidad a esta versión del más allá. Ni siquiera a la posibilidad de que Javier apareciese como fantasma le daba el menor crédito. Hasta que un día, un año y
cuatro meses después de su muerte, tuvo un sueño en el que…
Me abstengo de resumir o de comentar este pasaje. No quiero destripar la historia ni destruir la emoción que yo mismo he experimentado en la lectura. Solo diré que las cinco últimas páginas del libro suponen una vuelta de tuerca en el relato y una quiebra del escepticismo racionalista de la narradora. Toda la tensión y la línea mantenidas hasta entonces toman aquí un derrotero imprevisto, de corte maravilloso en la línea de la mejor literatura fantástica, en este caso radicalmente real.
Para los lectores y admiradores de la obra del escritor, este libro estimulará sin duda su curiosidad, porque les abre una rendija por la que poder imaginar a Marías en su faceta más íntima. Pero el mérito y el valor de Duelo sin brújula residen en la sinceridad con que cuenta la travesía de su duelo sin remisión ni consuelo. Carme López Mercader ha escrito un texto ejemplar. Quedará como una referencia de la literatura española del duelo.
por Manuel Alberca
Un huracán llamado
Elena Garro
Jazmina Barrera
La reina de espadas
Lumen
266 páginas
Todas las vidas son triviales; es trabajo del biógrafo hacer con ese magma algo que nos lleve hasta el final del libro, solía bromear el escritor argentino Sergio Chejfec. ¿Habría opinado igual de la existencia turbulenta de Elena Garro (Puebla, 1916-Cuernavaca, 1998), precursora del realismo mágico y autora que el boom latinoamericano marginó?
En La reina de espadas, la narradora y ensayista mexicana Jazmina Barrera experimenta hasta qué punto la personalidad y la obra de Garro se desmarcan de pretensiones simplificadoras. El libro a escribir la persigue como una obsesión llena de glamour
(Dior le ofreció a Garro ser modelo), humo (incluso anciana y con enfisema, Elena no se separaba de sus cigarros), gatos (volvió a México con 13, después de 20 años de exilio) y muerte (tres intentos de suicidio se refieren en sus diarios).
Garro es también literatura de la que más le gusta a la autora de Punto de cruz. «Extraños, hermosos y angustiantes», dice de los cuentos de Andamos huyendo, Lola (1980), protagonizados por una madre y una hija, la primera escritora, la segunda, de salud debilitada, acosadas por un entorno siniestro y en fuga por tres países, bordados por Garro con inocultables materiales autobiográficos, que refieren a su salida de México con Helena Paz, su hija, en 1972.
Desde la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton, donde se encuentran los archivos de Elena Garro, hasta los secretos de las cartas astrales y «el consuelo del tarot», a cuya baraja la autora de Los recuerdos del porvenir (Premio Xavier Urrutia, 1963) recurría para auscultar los corcoveos de su suerte, Barrera persigue el fantasma furioso y delirante de Garro. «Elena no era un ejemplo de salud mental», escribe. Pero matiza: «El problema con la palabra “loca” es que ha sido por siglos un término paraguas para referirse a cualquier mujer deprimida, asustada, protagónica, enojada, extrovertida o rebelde».
«La reina de las paradojas» la llama, jugando con el título, inspirado en el tarot. Garro multiplicaba las máscaras: era contradictoria, paranoica y talentosa a la vez; la confusión entre lo auténtico y el artificio, incesante. Para Barrera una biografía es imposible; propone un «cuaderno de notas». El objetivo: hacerle justicia a una escritora deslumbrante, que no figuraba en ninguno de sus planes de estudio.
«Todo lo increíble es verdadero»
Elena Garro nació en México porque Esperanza, su madre, casada
con el español José Garro, lo abandonó embarazada de ocho meses para volver a su país al descubrir que tenía un amorío con una prima de ella. El parto la detuvo en Puebla. José fue perdonado y la familia se estableció en Iguala, estado de Guerrero, donde la escritora se educó entre los nahuas. No iba a la escuela, pero leía con su padre (clásicos griegos, autores del Siglo de Oro), aprendía latín y francés, escuchaba cuentos de hadas que le contaba su mamá y escribía poemas. Su hermana Deva fue a estudiar a la Ciudad de México, pero Elena prefirió «ser salvaje» hasta que la fletaron a la capital porque prendió fuego a la casa de una vecina.
Su primera novela, Los recuerdos del porvenir, es una recreación de esa infancia en Iguala. La escribió a comienzos de los 50 en Suiza con una Remington en el regazo, alucinada y enferma de mielitis, por sugerencia de Octavio Paz, su marido (entonces en misión diplomática en Japón), que le recomendó escribir sobre su niñez. En ella inventa un territorio y a su gente, el pueblo de Ixtepec, que resiste durante la guerra cristera por conservar sus tradiciones.
La ira, la traición, la memoria, los amores desencontrados, el exilio, la violencia contra y la desprotección de campesinos, mujeres, niños y ancianos cruzan los libros de Elena Garro. También, la convicción de que el tiempo es una vía de ida y vuelta, donde coexisten pasado, presente y futuro. Se puede recordar el porvenir; «todo lo increíble es verdadero», como descubre Laura, protagonista del cuento «La culpa es de los tlaxcaltecas» (La semana de colores, 1964).
Ese texto da una clave que Barrera interpreta bien: Garro nunca pide permiso. Se usa como materia prima, inventa, brilla. Su protagonista, Laura, es una mujer blanca y rica, que vuelve a casa agitada, sin saber por qué su traje está sucio de tierra y sangre. Lo que parece un ultraje re-
sulta ser un viaje en el tiempo al año 1521. Gracias a su maestría técnica y el desenfado de su imaginación, la autora se apropia de la Conquista desde la perspectiva de una mujer del siglo XX, en una sociedad machista como la mexicana.
La reina de espadas es, por lo menos, dos libros: un perfil de la vida en fuga de Garro (ocupó 86 casas entre departamentos, hoteles, conventos y asilos) y la pesquisa acerca de las razones por las cuales a pesar de haber escrito obras de teatro, cuentos y novelas cuya calidad la ponen a la altura de Juan Rulfo (en los que además destaca una perspectiva de género, según señaló tempranamente Margo Glantz), Elena Garro no es mencionada ni leída ni estudiada en la medida de otros escritores coetáneos, considerados clásicos de la literatura iberoamericana (hoy hablaríamos, tal vez, de «cancelación» para explicar ese cono de sombra que, todo sea dicho, se vincula también con decisiones de la propia Garro).
Su relación tempestuosa con Octavio Paz (poeta, diplomático, Nobel de literatura, su marido hasta 1959 y padre de Helena, su única hija), contra quien Garro afirmó haber escrito y haber vivido, y su polémica actuación durante el movimiento estudiantil de 1968, que se opuso a la represión del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y que terminó en la masacre de Tlatelolco, son cruciales para tratar de entender ese proceso. Garro, cercana al presidente del PRI, el reformista Carlos Madrazo, y quizá presionada por el régimen de Ordaz, culpó del derramamiento de sangre de Tlatelolco a intelectuales de izquierda (Carlos Monsiváis y Luis Villoro, entre otros). Barrera dedica el capítulo más extenso a la cronología de esa sinrazón y subraya 1968 como «la expulsión de Elena de la cumbre de las élites». Décadas después Garro sostuvo: «Tenía miedo y el miedo puede conducir a decir y hacer extravagancias».
Temiendo por sus vidas, deja México con su hija en 1972. Nueva York, Madrid y París fueron escalas de una larga y tortuosa ausencia, llena de privaciones económicas y desequilibrios. «El miedo se les combinó a las Elenas con depresión y se les volvió crónico: sufrían agorafobia y delirio de persecución». Inseparables, vivieron juntas hasta la muerte de Garro.
«Ay, ya hice todo lo que [Octavio] me prohibió»
El tono y la forma elegidos le permiten a Barrera ser coprotagonista a lo largo de 266 páginas, desnudando los hilvanes de su investigación, la relación con «los embajadores» que se zambullen en Princeton en los papeles privados de otros escritores y sus dudas acerca de las motivaciones de Garro (¿por qué se quedó con Paz y no se fue con Adolfo Bioy Casares, de quien se enamoró locamente en París, en 1949?, se pregunta una y otra vez). Cuando no hay explicaciones «se eleniza»: horóscopos, cadáveres exquisitos, sueños y el I Ching contribuyen a interpretar vacíos.
Elena Garro y Octavio Paz se conocieron en una fiesta en 1935. Su matrimonio duró 20 años, pero desde 1943, afirma Barrera, la relación estaba rota y hacia 1953 se había transformado «en una alianza (más o menos) estratégica», en la que se sucedían viajes, fiestas, infidelidades recíprocas, excesos, desplantes y peleas olímpicas.
En 1937, Paz se une a unas brigadas marxistas y se va a Mérida a trabajar en una escuela. Desde allí le pide, entre otras cosas, que no use pantalones, que deje la universidad, las juventudes socialistas, el baile, el teatro y su vida social. «De monja estarás, encerrada y niña de reja, hasta que yo llegue o tú vengas», escribe. Muchos años después Elena Garro contó en una entrevista que terminaba de leer esas cartas y pensaba: «¡Ay, ya hice todo lo que me prohibió!».
«La ideología de Garro fue cambiando con el tiempo y cambiaba también según qué personaje estaba interpretando», explica Barrera. Sí fueron constantes sus convicciones a favor de la revolución mexicana y el reparto agrario. No se sentía feminista, pero lo es el pulso de sus 17 libros. Piezas de teatro como Los perros, que cuenta la violación cíclica de las mujeres de una familia, El rastro, que narra un femicidio, y Sócrates y los gatos, que ironiza sobre la desacreditación de la inteligencia femenina, lo prueban.
Las Elenas vivían en Madrid cuando la fortuna empezó a mejorar en 1980 con la visita de Emilio Carballido, que se convertiría en agente literario de Garro. Los libros que había escrito durante 15 años comenzaron a publicarse. Testimonios sobre Mariana (que recrea parte del entorno parisino frecuentado junto a Paz desde fines de los años 40), gana el concurso de novela Grijalbo y se edita en 1981. En 1983, recibe el premio de la Muestra Nacional al mejor autor por «El árbol»; ese año se mudan a París.
En 1993 vuelven a México y se instalan en Cuernavaca, donde morirá cinco años después. En 1989, le había pedido perdón por carta a Octavio Paz «por todas las calamidades, desdichas y sufrimientos».
Elena Garro «era mágica y adictiva, pero vivía contra sí misma», resumió su amiga Elena Poniatowska. Jazmina Barrera logra para su obra la justicia poética que anhelaba. Difícil no correr a leer a la «reina bruja» después de este retrato, que la abraza en toda su huracanada y feroz humanidad.
por Raquel Garzón
Un detective de imágenes narrativas
Miguel Ángel Hernández
Yo estoy en la imagen
Acantilado
274 páginas
cual arroja un total de dos personas en la estampa. Deckard avanza en la investigación y encuentra, así, otra pista gracias a su olfato de detective.
Quienes hemos leído varios de sus libros y artículos y seguimos su trayectoria en redes, sabemos que el cerebro y la capacidad de análisis de Miguel Ángel Hernández funcionan de manera muy similar a las de Deckard. Pero, allá donde éste requería de los servicios del Esper, Hernández Navarro se vale de su mirada, que descifra los códigos de las imágenes para ver donde otros no ven y encontrar ciertos detalles indispensables que a otros se nos pasan por alto: «Siempre, de un modo u otro, estamos en la imagen. Sin embargo, muchas veces simulamos que no es así».
vivir, es vivir dos veces». Esa operación temporal, en manos de Hernández, pasa muchas veces por el previo examen visual en su faceta de «detective de imágenes», y por eso una fotografía de una mujer herida puede recordarle el desvalimiento de su madre cuando estuvo enferma: «Lo que yo vi en aquella foto era algo que no estaba en la imagen. Pero esa proyección de mi subjetividad me hizo prestarle una atención diferente, construyó un puente entre la imagen y mi emoción».
En otros, aunque anidan en el terreno del relato, no faltan las revisiones ensayísticas, de tal manera que esa disolución de fronteras nos absorbe desde las primeras líneas al mezclar tiempos y espacios, presentes y futuribles: «La primera impresora de recuerdos –así la llamaron coloquialmente y con ese nombre terminó quedándose– se instaló en el Centro de Neurología Cognitiva de la Universidad de Northwestern a finales del año 2045».
La recopilación se divide en cuatro partes temáticas: «Imágenes (punzantes)», «Tiempos (retorcidos)», «Espacios (desplazados)» y «Memorias (alteradas)». Estos títulos ya son un hallazgo maravilloso en sí mismos. En su intento de «buscar un modelo de escritura a medio camino entre la crítica y la narrativa», el escritor y ensayista llega a una conclusión: «La crítica mata, la narrativa salva». Pero de esa unión, de esa amalgama que podría ser un conflicto y que él convierte en un apareamiento de contrarios, extrae logros admirables y en sus pliegues se van cruzando y solapando la construcción de sus novelas, los daguerrotipos, las imágenes de Joan Fontcuberta, la enigmática serie fotográfica de Mar Sáer titulada A los que viajan, la memoria de sus padres, los dibujos de Javier Pérez o las teorías de Walter Benjamin, entre otros asuntos y vericuetos. En el prólogo lo avisa: «Toda percepción es, así, afectada. Y también afectiva».
En una de las secuencias más memorables de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Rick Deckard introduce una fotografía de papel en la máquina de escanear y descomponer digitalmente imágenes mientras se sirve una copa: se trata del Esper, «una computadora de alta densidad con una capacidad de resolución tridimensional muy potente y un sistema de refrigeración criogénico», según el kit de prensa del filme. La foto pertenece a Leon y en ella, a simple vista, aparece una única persona: Roy Batty. Mediante un sistema de ampliaciones y retrocesos, el ex policía indaga en la imagen hasta descubrir que ésta miente: en un espejo puede verse el reflejo de Zhora, una replicante, lo por José
Ésta es una de las delicias que depara el compendio de textos que acaba de publicar en Acantilado, Yo estoy en la imagen, con el subtítulo aclaratorio Ensayos afectivos y ficciones críticas: esa destreza para el diagnóstico de una fotografía y para revelar cuánto hay de nosotros mismos, de los espectadores, en determinada imagen, y cuánto nos afecta, y por qué vemos algunas imágenes sin estremecernos y, por el contrario, otras nos estimulan y nos hieren y ya no podemos olvidarlas. A esta habilidad analítica para los contenidos audiovisuales se suma un planteamiento en el que se borran los límites entre el ensayo y la narración. Es decir, Miguel Ángel Hernández escribe ensayos críticos pero les da una forma narrativa con la que, además de ilustrarnos, logra entretenernos, de la misma manera que, por ejemplo, lo hace el cineasta británico Adam Curtis en el territorio del documental. En algunos textos el autor introduce cargas profundas de memoria, hilos conductores entre lo que ve y lo que siente al recordar aspectos propios en torno a su familia y a su experiencia. Esto está en sintonía con una declaración de Ariana Harwicz en El ruido de una época cuando apunta: «Escribir es ante todo una operación temporal, como la música. Escribir es más que
Ángel Barrueco
El otro lado del espejo
Juan Tallón El mejor del mundo
Anagrama
288 páginas
bós, maestro y periodista y militante del Partido Republicano Radical Socialista y que murió de un ataque al corazón en 1936, instantes antes de ser fusilado. Cada uno de estos libros adopta unas características muy distintas entre uno y otro. Así, las diferentes voces que componen ese libro de extrema construcción coral que es Rewind comparándolo con su siguiente entrega, la celebrada Obra maestra, una incursión con visos alucinógenos escrita como una crónica novelada de la desaparición de una escultura de Richard Serra de treinta y ocho toneladas que el Museo Reina Sofía había encargado al artista norteamericano en un almacén de Arganda del Rey. Luego de esta estupenda crónica novelada, Tallón se descuelga con una novela El mejor del mundo, donde indaga en universos paralelos, en un juego de desdoblamientos que puede recordar a la película Cómo ser John Malcovich, de Spike Jonze y que si nos remitimos a nuestro cine, a La vida en un hilo, de Edgar Neville, adaptación de la obra teatral del mismo título y donde una inspirada Conchita Montes interpreta a una mujer, Mercedes que, por coger un taxi al azar de los que se le presentan, en vez de casarse con un escultor con el que haría una pareja perfecta y maravillosa, termina casándose con un ingeniero de provincias de vida estable, conservadora y aburrida. El destino, azaroso depende de un taxi como en la película de Woody Allen, Match Point, depende del lado de dónde cae la pelota de tenis. En la novela de Tallón ese universo paralelo se resuelve de manera más misteriosa aún si cabe pues acontece cuando un empresario español, Antonio Hitler, fabricante de ataúdes realiza una gran operación empresarial en México, vendiendo para los muy ricos su famoso ataúd Apolo y lo celebra con sus nuevos socios a lo largo de una noche de excesos donde es posible que haya matado a un hombre debido a la excitación que le produce saber que por fin ha triunfado: «no importa si en algún
momento tuvo que hacer algo demasiado terrible para llegar hasta ahí, algo escalofriante, inenarrable, que, de vez en cuando, aún sin querer recuerda, pero se perdona a sí mismo». De regreso de esa operación en México vuelve a su pueblo gallego, Viladerbós, se acuesta en la cama de su casa y no es hasta el día siguiente que cae en la cuenta de que aunque parece que todo sigue igual, todo es distinto porque el que ha cambiado ha sido él y, por tanto, su destino. Este argumento que al principio se me antojaba de una resolución tan compleja casi como el En Nadar-dos pájaros, la novela laberíntica de Flann O´Brien, Juan Tallón lo resuelve, aunque deja un final abierto, con escenas que resultan ser el otro lado del espejo de su vida anterior. Así, el libro finaliza en un bucle, cuando Antonio regresa al mismo lugar de aquella noche mexicana donde abrió una puerta con una manija casi mágica, «cierra los ojos, cuenta hasta tres, baja la manija y empuja la puerta; al abrirlos es como si de golpe la electricidad volviese después de un apagón».
El autor se muestra en esta novela con un dominio absoluto de los tiempos narrativos, conformando entre los dos Antonios una suerte de acontecimientos paralelos donde ejercer su enorme ironía: «La sorpresa, hasta que ya deja de ser sorpresa alcanza a los siguientes libros que coge, uno de Linda Gin, uno de Violeta Griffon, uno de Alfredo Conde, que al menos es alguien que le suena. No da crédito». Es en pasajes así donde el autor brilla con intensidad.
Raro es el escritor que en cada entrega adopta un estilo literario diferente, adecuado a la estructura narrativa de la nueva obra, en lo que pareciera una obsesión por la renovación continua y en un intento por alejarse de la imagen del escritor centrado en una sola o en pocas obsesiones. En Juan Tallón (Viladerbós, Ourense, 1975) hallamos esa característica extraña. Va ya por su noveno libro teniendo en cuenta no sólo los publicados en castellano, sino también los cinco editados en gallego, estos de variada intención. Desde un estudio de las cartas de Manuel Murguía -marido de Rosalía de Castro-, a un trabajo reivindicativo de Jacinto Santiago, nacido en Vilader- por Juan Ángel Juristo
Metafísicas cotidianas
Matías Candeira
Un dios con el estómago vacío
Almadía
184 páginas
mundo que ofrece este libro: mostrar la vida como una convivencia de lo más inefable y lo más trivial. Esto es especialmente visible en los dos primeros (y magníficos) relatos. En el primero, esa convivencia es literal: una joven pareja se muda a una casa que alberga un sobrenatural agujero en una pared. Pero no asistimos al terror fantástico-metafísico de la «Casa tomada» de Cortázar, ni al gótico de la «Casa Usher» de Poe; el agujero adquiere un valor simbólico o alegórico (nunca subrayado o sobre explicado) que revela los temores existenciales de una pareja joven ante ese cambio de vida que es el matrimonio o la convivencia. Candeira evita caer en los tópicos (tanto realistas como fantásticos) gracias a la construcción de un narrador omnisciente pero torrencial, cuyas oraciones infinitamente largas van incorporando todo tipo de elementos y registros heterogéneos, haciéndolos convivir en una misma frase. El segundo relato, que da título al libro, consigue repetir ese mágico equilibrio. Aparentemente, se limita a describir un rutinario día de playa en familia; pero, en cierto modo, podría leerse como una versión surrealista de La náusea de Sartre, en la que el protagonista oscila continuamente entre la exaltación vitalista y un terror absoluto a la muerte, a la insignificancia de la existencia, simbolizados en una amenazante deidad solar. La voz narrativa consigue caminar por un fino alambre donde se entreteje lo humorístico, lo frívolo, lo tierno y lo profundo para ofrecer una reflexión final similar a la del cuento anterior: celebrar la vida del ser humano como una experiencia única donde conviven el miedo a la muerte, el absurdo, la angustia existencial, el amor, la felicidad, el sexo y la belleza.
clásico intenta seducir a una joven contemporánea. Aquí no brilla la complejidad de los anteriores, y ese contraste entre lo metafísico y lo trivial, entre lo divino y lo humano, se resuelve desde una perspectiva puramente humorística, más superficial y con menor riqueza, que subraya una historia de empoderamiento femenino. Algo similar sucede en «Te comprendo, créeme», que nos muestra a la icónica muerte de túnica y guadaña entrando en un autobús urbano. Esta irrupción genera un contraste entre una escena cotidiana y un elemento sobrenatural que ofrece tanto momentos de humor como destellos de melancolía.
También hay lugar en Un dios con el estómago vacío para formas más experimentales del relato, como «La invisibilidad» o «Los desvíos», textos ambos en que, de una forma metaliteraria, se cuestiona el elemento argumental, para centrarse en la creación de atmósferas, indicios, fragmentos que se hacen y deshacen, y que parecen habitar ese espacio literario explorado por Blanchot, donde la posibilidad infinita previa a la escritura deconstruye la solidez de las formas establecidas. Hay muchos más temas y técnicas en los doce relatos que componen este volumen, pero lo que siempre se mantiene es la peculiar y rica prosa de Matías Candeira. Este autor es un maestro a la hora de resumir un ambiente, una atmósfera o una psicología con una frase inesperada, con comparaciones o metáforas insólitas, divertidas e iluminadoras como «un hombre con la furia negociadora de un enano de circo» o «un piano que ríe como un viejo en la oscuridad cuando lo dejan solo», por poner solo dos de los cientos de ejemplos que se pueden encontrar en esta interesante colección de cuentos que ofrece una mirada divertida, insólita y enriquecedora sobre las realidades más cotidianas.
Un dios con el estómago vacío (Almadía, 2024) es el nuevo libro de relatos de Matías Candeira (1984), quien debutó en el género con La soledad de los ventrílocuos en el año 2009, al que siguieron, entre otros, Antes de las jirafas, Ya no estaremos aquí o Moebius. A pesar de la variedad de argumentos, personajes y técnicas narrativas que ofrece este volumen, hay una constante que se repite y queda anunciada por el título. El hecho de que un mismo sintagma tenga como núcleo el sustantivo más trascendental posible («dios») al que se le atribuye una inesperada cualidad trivial («el estómago vacío»), indica muy bien la técnica más repetida, y algo así como una visión del por Diego Sánchez Aguilar
La perfección alcanzada en estos dos primeros relatos no se mantiene a la misma altura en el resto, a pesar de utilizar similares planteamientos. Así sucede en «Intentos fallidos de enamorar a una mortal», donde un dios
Inacabada
Ariel Florencia Richards Inacabada
Alfaguara
168 páginas
plantea Inacabada, la nueva y tercera novela de la escritora chilena Ariel Florencia Richards (Santiago, 1981) que ya firmó dos novelas, Transatlántico (2015) y Las olas son las mismas (2016), con el nombre de Juan José Richards, en la cual la experiencia personal de la autora es la base para componer la historia de Juana, una mujer trans que intenta encontrar las palabras adecuadas y el momento indicado para explicarle a su madre sobre cómo se siente mientras transita de un sexo a otro, de un mundo a otro, tomando inhibidoras de testosterona y viéndose, plenamente, como una mujer.
Decirlo, sin embargo, decir «soy mujer» frente a su madre, es lo que Juana intenta pero no puede acabar de expresar. No por ella, sino porque el silencio de su madre, su manera de esquivar la situación, tiene más de punitivo que de confianza. Y todo, por otro lado, en medio de un viaje de placer que hacen juntas a Nueva York, donde, lejos de ser cómplices, se convierten en ajenas la una para la otra, en especial porque la madre tiene un dolor de muelas espantoso y no da lugar a la escucha atenta de las palabras de su hija. Hace lo que puede, de todos modos, en reconocerla ahora como hija y no ya como el hijo que tuvo al nacer.
En Inacabada, en todo caso, la autora consigue que la protagonista, a pesar de las dificultades para nombrar aquello que la identifica y poner fin no sólo a lo que fue sino al silencio que se ha instaurado entre ella y su madre, logre salir de sí misma más allá de las palabras, más allá de la incomodidad. En ese sentido, Juana comprende que no sólo necesita nombrar y expulsar sino también morir y volver a nacer en un tránsito que no concluye jamás. ¿O sí?
o Picasso y con las cuales se identifica, en una clara y luminosa reflexión sobre lo inacabado, sobre lo que transita, que le vale de reflejo en su propio proceso de cambio de género.
¿En qué momento algo está finalizado? ¿Quién lo determina? ¿El autor? ¿El sistema? ¿No estamos, al fin y al cambio, siempre en tránsito, no sólo de sexo, sino también de formas de vida, de amores, de países?, se pregunta Juana en uno de sus paseos por Nueva York, una ciudad, por otro lado, en la que ya estuvo en otra época y que coincide con el tiempo de su segunda novela, donde el protagonista no emite palabra.
Inacabada, así, es una novela que busca habitar las distancias entre los actos y las palabras con una identidad que no termina jamás de transitarse. Habitarlas, de alguna manera, significaba nombrarlas, darle nombres a aquello que es pero también a aquello que no será jamás.
No es extraño que Inacabada, según palabras de la autora en un prólogo esclarecedor, recuerde que la novela que finalmente fue publicada fue escrita durante los tiempos de la pandemia y que pasó por un proceso de escritura en el que fue cambiando de títulos, de narradores, fue variando de estilo y borrando, ampliando y editando hasta darla por terminada. Aunque abierta a nuevas lecturas, a lecturas que se renuevan mientras se anda por ahí, en tránsito.
Para ir más allá hay que transcender, hay que transitar, hay que saberse consciente de que nada está dado desde el principio ni para siempre. Que nunca dejamos de estar en tránsito, en un estado permanente de cambio, de proceso constante y, por lo tanto, inconcluso. Inacabado. Aunque, eso sí, un estado que, por inacabado, no significa que esté imperfecto, pues esa idea de que sólo lo terminado es perfecto, cerrado, no deja de ser, de alguna manera, uno de los tantos mandatos impuestos por el patriarcado. Que nada quede abierto, supeditado al deseo, a esa búsqueda constante que nos atraviesa y nos devuelve, como reflejo, nuestra (inacabada) identidad. Pero ¿qué es, en el fondo, transitar? Ésa parecer ser la pregunta que se por Diego Gándara
Quién sabe. La cuestión es que la protagonista, mientras intenta pausar la soledad que la habita, encuentra un refugio en las obras de arte inacabadas, obras de pintores como Cézanne
La maestra rural
Luciano Lamberti
La maestra rural
Banda Propia
264 páginas
Random House
288 páginas
ciales. Angélica es una maestra que despierta la curiosidad desde otros ángulos y una poeta que genera adicción al establecer sus propias reglas. Y acaso sea la mejor embajadora de su autor, Luciano Lamberti, escritor argentino que hasta la aparición de La maestra rural sólo había publicado libros de cuentos, un poemario y piezas periodísticas, lejos de la enajenación de las modas. Se trata de una carrera marcada por la brevedad y lo conciso, por ello resulta lógica la apuesta por una estructura donde los capítulos son cortos como relatos de entre diez y cinco páginas, y tanto cerrados como abiertos en sus finales, escritos con un lenguaje pulcro, sin aspavientos ni regodeos inútiles, dejando que el peso literario recaiga sobre la complejidad psicológica del personaje principal, sin descuidar el carácter de los secundarios.
«Todo el mundo me da un poco de miedo, como si secretamente los considerara superiores por el hecho de no ser yo», confiesa Angélica en uno de sus diarios, que son capítulos que también funcionan como relatos breves. Hay dos ambientes muy definidos en la novela: el familiar y el literario. Ella es madre, esposa y profesora dentro de la sociedad convencional en la que habita. Y es una poeta autoeditada que cosecha fanes más que lectores en los márgenes de esa misma sociedad a los que sólo se asoman los que no temen nada. Mientras que la sociedad convencional la rechaza porque considera que no encaja en los moldes que se exige a una mujer con sus roles, en esos márgenes se la rinde culto gracias a que rompe con todas las ataduras de la Literatura. El trabajo de esta dualidad es notable. Sin caer en estereotipos ni en los lugares comunes del creador atormentado, Lamberti transforma una biografía atractiva en una investigación profunda que es inevitable relacionar con las estrategias narrativas de Bolaño.
tas, pero sus fanes son los únicos que se atreven a indagar sobre ella en persona, como Santiago Kebuk, uno de esos lectores que es poseído por su obra. El intercambio de correos electrónicos para entrevistarla es capaz de producir vergüenza ajena, lástima, rabia, todo a la vez. «Creo que usted quiere ser escritor antes de escribir, y eso se nota. Se nota también que ha estudiado Letras y ha leído mucha poesía, porque ante cada opción, ante cada encrucijada, opta siempre por el camino seguro, el que ya ha sido trazado por otros, más valientes, más temerarios, más originales», le humilla ella en uno de sus correos, provocando su decepción, reacción ante la cual la poeta cede de manera formal y casi amable, como si eso hubiera sido lo que esperaba de él.
Esta reconstrucción coral no pretende resolver un misterio. Aquí lo que se cuenta es la vida de una artista fuera de sí y del mundo. Angélica Gólik es un personaje poliédrico como todo personaje memorable. Puede producir rechazo y unas páginas más adelante arrancarnos una carcajada o sumirnos en el desconcierto. La maestra rural es una novela singular de un autor que va sumando fieles a su estilo, como quien capta seguidores para una secta, la de los Lambertinos, lectores que necesitan experiencias transformadoras que iluminen sus estanterías.
Angélica Gólik pertenece a esa estirpe de personajes que establecen un orden nuevo dentro de la realidad. Maestra rural que centra la clase de Biología en el estudio de los anélidos, las lombrices, los gusanos, mientras que en Historia cita conspiraciones y mensajes ocultos al hablar de civilizaciones perdidas, y se inventa accidentes geográficos y océanos, rematando su currículum docente con la enseñanza del sistema duodecimal. Poeta venerada por lectores tan marginales como la belleza oculta de su creación. Madre de un niño raro y deforme al que mantiene alejado de su entorno y futura viuda de un periodista. Su biografía extravagante y fragmentaria, reconstruida a través de las voces de quienes la conocieron y leyeron, y de las páginas de sus diarios, representa un mundo pervertido que trata de sobrevivir a su destrucción manteniéndose fiel a sus intereses. Aquí lo pervertido debe entenderse como un cambio de roles y la desobediencia de las normas so- por Sergio Galarza
A todo el mundo Angélica le da un poco de miedo, por razones distin-
Quijotismo filosófico
Carlos
Castaño Senra Cuatro escayolas
Sloper
120 páginas
apela a un contexto que no se agota en la propia trama. Ese contexto abarca la filosofía, pero también el propio acto de escribir una novela. ¿Significa que estamos ante una novela metaliteraria? Ni mucho menos. Cuatro escayolas es de alguna manera una novela de aventuras, una bufonada quijotesca, pero protagonizada por un Quijote cuyo seso hubiese sido sorbido no por las novelas de caballerías sino por toda la filosofía de raigambre cartesiana.
La peripecia de Cuatro escayolas se resume rápido. Una mujer sale de su garaje montada a caballo junto a sus hijos en persecución de un tal Pulmones, encarnación del jefe dictatorial y servil con sus superiores, dispuesto a todo con el fin de medrar. Maresca (ese es el nombre que la protagonista y narradora se otorga a sí misma) se propone dar alcance al tal Pulmones para castigarlo y así cumplir una venganza incubada durante mucho tiempo, una venganza que culminará cuando cuatro escayolas cubran sendos miembros del archienemigo. Se trata de un acto de justicia, un castigo que habrá de celebrar la comunidad de los empleados de Pulmones y para el que Maresca y sus hijos se postulan como brazos ejecutores. Esa búsqueda les conducirá de taberna en taberna, en cada una de las cuales protagonizarán alguna aventura. Todo muy quijotesco, como vemos.
al lector: «Tal vez resulte algo inverosímil, eso sí, pero, ¿no te parece, Tab, que la verosimilitud, además de inverosímil, es un poco reaccionaria? ¿Es la verosimilitud un invento de la patronal?».
Y estamos muy de acuerdo en eso. En que la verosimilitud es un invento de la patronal, si entendemos que esa patronal es la que impone la tiranía del guion y las «armas de Chéjov» (ya saben, esa teoría según la cual si un arma aparece en algún momento de la historia alguien acabará usándola más tarde) y todo ese repertorio de técnicas que permiten concluir que una historia está bien escrita sin que quede ningún hilo suelto. No, en principio nada nos impide valorar en su justa medida lo verosímil, siempre que lo verosímil no se confunda con lo previsible.
Cuatro escayolas es la segunda novela de Carlos Castaño, filósofo de formación, tras Aquí hay demasiada gente, publicada también en Sloper. Allí el protagonista era un hombre voluntariamente marginal, no tanto en el sentido económico sino existencial, un hombre que recorre el margen de la sociedad para mejor contemplarla desde esa perspectiva privilegiada. Comparten los protagonistas de ambas novelas una disciplina amparada en la razón. Es solo que la razón no basta para comprender el mundo y es en ese choque entre el prejuicio racionalista y la complejidad a veces absurda de la realidad lo que produce la tan agradecible chispa humorística.
La forma de esta novela, como corresponde a esto que aquí llamamos libros artísticos, está muy por encima del fondo. Lo bueno de los libros artísticos es que uno no destripa nada esencial cuando dice de lo que van, porque lo esencial nunca es la trama sino el modo en el que esta se teje. El fondo de Cuatro escayolas, digamos, es una excusa para desplegar una escritura rica en lo verbal y lo conceptual, con un tono humorístico que la aleja de cualquier sublimidad o petulancia solemne. Y es que, sí, estamos ante una novela humorística, de modo que, casi objetando a nuestra clasificación inicial, resulta divertida y, por tanto, entretenida. Ocurre que hay objetos cuya clasificación nos hace incurrir en la paradoja, y Cuatro escayolas es uno de ellos. Traemos aquí un sencillo ejemplo de las reflexiones con las que Maresca agracia
El estilo de Cuatro escayolas resulta voluntariamente atemporal. El texto podría haber salido de las manos de un autor del XVIII o del XIX, salvo por algunos detalles como el hecho de que los hijos/ escuderos de Maresca abusan de ese vicio tan contemporáneo que son los selfies. No encontramos en esta novela de Castaño, a diferencia de lo que ocurría en la primera, ubicaciones ni escenarios reconocibles. Se trata de un ejercicio loable y virtuoso de pura ficción que no pretende sino suscitar en el lector el placer compartido de la inteligencia. Y eso, me parece, ya es mucho.
La literatura es un terreno extenso y de difícil clasificación. La teoría de los géneros literarios nos permite hacernos una idea (más o menos cabal) de lo que estamos leyendo. Pero, más allá de los géneros, existe una distinción básica que permite diferenciar a unos libros de otros. En efecto, hay textos concebidos con una vocación artística y otros con la (¿filantrópica?) intención de proporcionarnos entretenimiento. Y queda claro, nada más comenzar su lectura, que Cuatro escayolas resulta ser un ejemplar de la primera especie. Este binarismo (arte/entretenimiento) no resulta nunca absoluto, por supuesto. El mundo es un pez travieso que se cuela a través de la gruesa red de categorías con la que intentamos atraparlo. Decimos que el de Carlos Castaño Senra es un libro artístico porque, como todo objeto artístico, por Javier Moreno
El zoo de los prodigios
Matías Néspolo
Una fábula sencilla
Candaya
192 páginas
Sala de embarque del aeropuerto de El Prat. Gabriel García Márquez se dispone a echar una cabezada a la espera de la salida de su vuelo, cuando un curioso le aborda: —No sé si es usted Cortázar o Vargas Llosa.
A lo que el novelista colombiano responde serio: —Los dos.
ta y comienzos de los setenta y, sobre todo, de la posterior mitificación de aquella supuesta meca editorial en lengua castellana. Ese peregrinaje literario pero ya en los primeros 2000 —bajo el paraguas de la reforma de la Ley de Extranjería del gobierno de José María Aznar— es el material tragicómicamente desidealizado en Una fábula sencilla (Candaya) por Matías Néspolo (Buenos Aires, 1975), escritor afincado en Barcelona desde 2001. La novela relata las correrías de una cuadrilla de amigos —la premisa, como ha señalado el escritor Álvaro Colomer, parece un chiste: esto son un argentino, un uruguayo, un chileno y un cubano...— quienes, años atrás, fueron un colectivo de poetas frecuentadores del circuito nocturno de garitos de micro abierto y tertulias, a la caza de la gloria literaria —«el pájaro de fuego»— y que, al cabo de los años, con las ilusiones perdidas a lo Lucien de Rubempré y sin haber logrado escapar de la precariedad, se ven envueltos en un arriesgado asunto de narcotráfico: 5 kilos de ladrillos de cocaína reclamados por la mafia albanesa.
El errático desarraigo de este grupo de letraheridos supervivientes en la ciudad —ejem, condal— contrasta con la riqueza expresiva de sus diálogos. El plurilingüismo aquí no se limita a la convivencia y el mestizaje del catalán y el castellano —y el inglés— sino que además se dispara en un estimulante despliegue léxico y metafórico de cada uno de esos hablantes argentino, uruguayo, chileno, cubano y mexicano; y, más allá de las variedades geográficas, las de los sociolectos pijoapartescos que no pueden faltar en toda novela «de Barcelona».
glia, lo fabula. La novela se estructura a partir del molde del género clásico de Esopo en un variopinto bestiario de breves capítulos habitados, entre otros, por cerdos, ratas, teros, zánganos, vizcacheras, serpientes, termitas, simpáticos ajolotes, cotorras, monos, coyotes, escorpiones... El arca de Noé amarrada en el puerto de Barcelona. El recurso opera también en sentido figurado: los camellos, claro, o el burrito a domicilio; y el «cachorro entre jazmines», que es Nahuel, el bebé de Betty y Lautaro, quienes regentan una floristería. La escena climática de la acción tiene lugar, como no podía ser de otro modo, en una barbacoa. A propósito de animales, Néspolo ya había matado de siete maneras a un gato en el título de su primera novela (2009) que, por cierto, contenía a la ballena blanca de Moby Dick y con la que un año después la revista Granta (número 11) le incluyó en su lista de los 22 mejores narradores jóvenes en español. Es autor además de una segunda novela, Con el sol en la boca (2015), en la que los jóvenes personajes insatisfechos, como en Una fábula sencilla, también huyen de algo. Y del poemario Antología seca de Green Hills (2005).
Si bien los anhelos iniciáticos de estos poetas latinoamericanos en Barcelona recuerdan al poema homónimo de Los perros románticos (1994) de Roberto Bolaño —«En aquel tiempo yo tenía veinte años / y estaba loco. / Había perdido un país / pero había ganado un sueño. / Y si tenía ese sueño / lo demás no importaba...»—, cabe señalar que aquel libro se cerraba con otro poema con título de fábula, «Entre las moscas»: «Poetas troyanos / ya nada de lo que podía ser vuestro / existe / Ni templos ni jardines / ni poesía / Sois libres / admirables poetas troyanos».
Desde la perspectiva de un futuro remoto («Me acuerdo de una belga doble malta de 12,3 grados que iba como trompada. Reconozco que en esa época bebía demasiado»; «Si pudiera cambiar la historia, lo haría con gusto. Pero me imagino que por aquel entonces la nuestra ya estaba escrita») el narrador, Gabriel, revisa a distancia lo sucedido en esta trama policial a lo Ricardo Pi-
Libre y admirable resulta este trepidante animalario. Al final, la moraleja, que aquí tiene que ver con el fracaso —literario— y con no confundirlo con la derrota.
La anécdota, muy García Márquez, la comparte el periodista cultural Xavi Ayén en Aquellos años del boom. García Márquez, Vargas Llosa y el grupo de amigos que lo cambiaron todo (RBA/Debate) y, auténtica o apócrifa, da buena cuenta del importante —hasta la confusión— trasiego de autores latinoamericanos por la Barcelona de finales de los sesen- por David Manjón
Traer de regreso a los animales
María Sonia Cristoff
Desubicados
Minúscula
89 páginas
Vinilo 113 páginas
híbridos con un pacto de lectura que en la mayoría de las ocasiones oscila entre lo ensayístico, lo autobiográfico y la ficción pura, de modo que la pregunta por el género se vuelve irrelevante. En este contexto, Desubicados, publicado originalmente en Argentina en 2006 (Sudamericana) y con sucesivas reediciones en Chile (Laurel, 2014), España (Minúscula, 2021) y otra vez en Argentina (Vinilo, 2024), se ha convertido en uno de los textos más emblemáticos de su autora, no solo porque compendia los rasgos antes mencionados, sino también porque, frente a las dinámicas hiperaceleradas de una industria donde la mayoría de libros caducan antes que una fruta, esta obra ha ido ganando vigencia con el paso del tiempo.
cia que van acumulando el sentido de lo intolerable que hay en la violencia y en la disciplina feroz que el ser humano ejerce sobre los animales y también sobre sí mismo.
Uno de los aspectos más interesantes tiene que ver con la construcción de una narradora aturdida, que comparte con los animales un estado mental de agotamiento; por lo tanto, su prosa no puede ser más que discontinua y digresiva. En ese sentido, la protagonista, más que contarse a sí misma, se presenta como «depositaria de relatos» de los otros, tanto de los personajes del mundo narrado como de la literatura que lo alimenta. Así, Desubicados hace explícita la intertextualidad con muchas otras obras, en la convicción de que un texto se construye en el diálogo y la cita amorosa con las ideas de los demás: Moby Dick de Herman Melville, La vida de los animales de J. M. Coetzee, los Crímenes bestiales de Patricia Highsmith, El arca sobrecargada de Gerald Durrell, La mujer y el mono de Peter Høeg, La jirafa de Marie Nimier o ¿Por qué miramos a los animales? de John Berger. En este último, escrito originariamente en 1977, Berger lamentaba que, mientras se multiplicaban en las pantallas, los animales han ido menguando en nuestro entorno y en el conjunto del planeta. También han corrido peligro de extinción en las artes, pero es posible que se esté produciendo un cambio en los últimos años, y que el creciente cuestionamiento de la perspectiva antropocéntrica –donde se ubica con felicidad combativa la literatura de Cristoff– pueda traer de regreso a los animales para que vuelvan a poblar de nuevo nuestros textos y nuestro mundo.
La obra narrativa de María Sonia Cristoff se ha construido en torno a algunas preocupaciones constantes: la alienación del sujeto en el mundo capitalista, la potencia del desplazamiento a la deriva y una mirada atenta a las vidas asombrosas de los animales. Baste recordar a los olvidados de la Patagonia en las crónicas de Falsa calma (2005); a los andariegos compulsivos que recorren sus textos, como la pareja que deambula artísticamente por la ciudad de Buenos Aires en Bajo influencia (2010) o al Albert Dadas que no puede dejar de caminar en Mal de época (2017); piénsese, por último, en Frito, el guaicurú de esta última novela, o en Bardo, el jabalí vitalista e indómito que toma la palabra en Derroche (2022). Por otra parte, y más allá de lo temático, la escritura de Cristoff se ha caracterizado por la pulsión de componer la novela como un collage de materiales heterogéneos, cuyo resultado son textos por Jesús Cano Reyes
En Desubicados, las estruendosas relaciones sexuales de los vecinos conducen a la narradora al insomnio y la impulsan a vagar por el zoológico de Buenos Aires para curarse de lo que llama la «resaca existencial», un malestar que la lleva a preguntarse repetidamente si abandonar la ciudad. Durante un largo día, se produce una identificación entre ella y los animales, tan desubicados o fuera de lugar en sus jaulas como, de algún modo, nosotros en las nuestras: «Los seres humanos me parecen remotos, incomprensibles. Me acurruco en algún lugar entre las jaulas, como un bicho más, y mi ánimo se apacigua». A partir de ahí, se cuentan breves escenas recabadas de distintos lugares y protagonizadas por animales: unos elefantes que atacan diversos poblados de África en venganza a las masacres cometidas contra sus ancestros, un mono que aprende a escaparse y se cuela repetidamente en la casa de la señora que vive enfrente del zoo para saquear su nevera, unos cóndores nacidos en cautiverio que son liberados en una aparatosa ceremonia y un jabalí que vive con otros diecinueve seres de distintas especies en casa de Beba, la valiente mujer que se hizo cargo de ellos cuando la Municipalidad de Rosario cerró repentinamente su zoológico. La mayoría son imágenes de resisten-
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