es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com
Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB
Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com
De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros
Precio ejemplar: 5 €
SUMARIO
ENTREVISTA
RODRIGO REY ROSA por Arnoldo Gálvez Suárez
RODRIGO REY ROSA SOBRE METEMPSICOSIS por Marta Sanz 12
DOSSIER
ISLAS DE SENTIDO:
EL FRAGMENTO EN LA LITERATURA
ALGUNAS POSIBLES RESPUESTAS por Claudia Apablaza
A FAVOR DE LA INTERRUPCIÓN por Mercedes Halfon
PIEZA PARA EL VIENTO por Verónica Gerber Bicecci
POÉTICA METAFRAGMENTARIA por Vicente Luis Mora
EL FRAGMENTO:
UNA EDUCACIÓN SENTIMENTAL por Azahara Alonso
LA VOCACIÓN ECOLÓGICA por Gonzalo Maier
SEGUNDA VUELTA
EL CUENTO DE NUNCA ACABAR, EL ENSAYO DE LA VIDA DE CARMEN MARTÍN GAITE por Aloma Rodríguez
PERFIL
EL HOMBRE QUE RÍE por Natalia García-Freire
CORRESPONDENCIAS TEDI LÓPEZ MILLS Y MARIANO PEYROU: «LO ÚNICO VERDADERAMENTE INSOPORTABLE ES LA MÚSICA» por Valerie Miles
UNA PÁGINA ¿QUÉ HABLA CUANDO HABLAMOS? por Eduardo Ruiz Sosa
MESA REVUELTA RUMBO A LA FIL: EL ÚLTIMO TEXTO FIRMADO POR SERGIO PITOL por Andrés Barba
CAROLINA SANÍN: EL PENSAMIENTO TRANSPARENTE por Mercedes Cebrián
LA FICCIÓN INSURGENTE O CUANDO LA FICCIÓN COLONIZA LOS PARATEXTOS por Cristina Gutiérrez Valencia «SÓLO DE PASO». CUATRO HISTORIAS DE CARRETERA GUATEMALTECAS por Eduardo Halfon
UN LUGAR SOLEADO PARA GENTE SOMBRÍA. Laura Fernández
EL HOMBRE ANTE EL FIN DEL HUMANISMO Diego Sánchez Aguilar
UNA DEFENSA DE LA LITERATURA DEL «YO». Guillermo Espinosa Estrada
ARGÜELLO CUENTA. Rodrigo Fresán
EL SUEÑO QUE SERÁS. Juan Carlos Méndez Guédez
RETABLO DE LAS MARAVILLAS. Juan Ángel Juristo
UNA VUELTA AL MUNDO. Daniela Tarazona
RELATOS PARA UNA NOVELA. María Ovelar
MARÍA NEGRONI Y SUS GABINETES DE CURIOSIDADES. Jorge Carrión
TODAS LAS VIDAS DE HORACIO (APUNTES PARA UNA POSIBLE FAMILIA). Juan Domingo Aguilar
EL MONTAJE Y LOS FRAGMENTOS. Purificació Mascarell
RELATOS PARA ENSEÑAR A ESCRIBIR. Claudia Apablaza
LA REVOLUCIÓN CONTADA DESDE LAS ALCOBAS. Raquel Garzón
«El estilo es traducir el pensamiento con palabras»
por Arnoldo Gálvez Suárez
Fotografía de Lisbeth Salas
RODRIGO REY ROSA
En la tarde del 28 agosto de 1968, sobre la Avenida de la Reforma, un comando de las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) interceptó el Cadillac en que viajaba el embajador de Estados Unidos en Guatemala, John Gordon Mein. Un pequeño Toyota verde le cerró el paso, mientras un Buick rojo impedía que el auto de la embajada huyera en retroceso. Los atacantes, armados con subametralladoras, le ordenaron al embajador que abordara el Toyota. El embajador no obedeció. En cambio, abandonó el Cadillac y comenzó a correr. Una ráfaga lo alcanzó por la espalda. El cadáver quedó tendido a los pies del monumento a Lorenzo Montúfar, político liberal guatemalteco de la segunda mitad del siglo XIX que, curiosamente, también era diplomático. Poco después, cuando ya la policía había acordonado el área y cubierto el cadáver con una lona, un bus escolar lleno de niños que volvían a sus casas después del colegio, pasó al lado de la escena del crimen. Los niños se abalanzaron hacia las ventanillas del bus para ver al muerto. Uno de esos niños era Rodrigo Rey Rosa. Hoy, 56 años después, el escritor guatemalteco recuerda el suceso como el momento en que abrió los ojos a la violencia de su país. Sin embargo, en el centro de la literatura de Rey Rosa, nacido en 1958, no es propiamente el acto violento lo que prevalece, sino su amenaza, una sombra sin contornos definidos que se proyecta sobre la aparente normalidad de los personajes que pueblan sus ficciones. En los libros de Rey Rosa tal amenaza no necesita cumplirse, en cambio, se contenta con el miedo que es capaz de infundir. Una veintena de libros después de haber publicado el primero, Rey Rosa sigue escribiendo a la sombra de esa amenaza, con la nariz pegada a la ventanilla de ese bus escolar, desde la incómoda ambigüedad de una pesadilla y también desde el miedo, el asombro y la extrañeza.
Su curiosidad es contagiosa. Si sus libros no se pueden soltar no es solamente porque sea un narrador virtuoso, ni por la efectiva transparencia de sus frases, ni porque sus personajes, barquitos de papel navegando en aguas siniestras, sean extra-
ñamente seductores, sino porque en esos libros hay siempre una urgencia, que a veces parece moral y otras veces irreflexiva, por arrebatarle secretos a la oscuridad y al silencio mientras, a nosotros, sus lectores, esos secretos terminan importándonos tanto como le importan a él.
LA FAMILIA Y LOS MAESTROS
—¿Qué significó el encuentro con el cadáver del embajador? ¿Tomaste conciencia de que vivías en un país violento?
—Sí, porque vivíamos en una burbuja. Incluso después, cuando las cosas se pusieron peores, la prensa seguía sin decir casi nada de lo que estaba pasando.
¿Y en tu casa se discutían esos temas? ¿Se hablaba de lo que estaba ocurriendo?
—Mis padres no hablaban mucho de eso. Ellos navegaban en medio. A mi viejo, como industrial que era, lo veía con desconfianza la izquierda, pero también la derecha: la industria representaba una especie de cambio, de modernización que ya no tenía mucho que ver con la vieja idea del latifundio. Además, era muy amigo de Fuentes Mohr.
(Alberto Fuentes Mohr fue un político socialdemócrata guatemalteco, asesinado por el gobierno militar del General Romeo Lucas García, el 25 de enero de 1979).
—En medio de una sociedad ultraconservadora como la guatemalteca de entonces, algo excepcional habrá estado ocurriendo en casa de los Rey Rosa para que vos y tu hermana, Magalí (pionera en Guatemala del conservacionismo y una de las activistas medioambientales más importantes del país), hayan optado por caminos tan poco convencionales.
—Es cierto. Ni yo ni mis hermanas, ninguna de ellas, seguimos una vida convencional. Somos inclasificables. Ningún hijo les salió a mis padres como ellos hubieran querido. Aunque tampoco es que mis padres fueran tan conservadores: mi viejo, por ejemplo, era nueve años menor que mi vieja; se formó en Italia y rechazaba las convenciones sociales guatemaltecas.
—¿Cuál fue el primer libro que leíste con la conciencia de que estabas leyendo literatura?
—El Martín Fierro, a los 13 años. Un profesor de literatura que me caía muy mal nos hizo leer los primeros capítulos. A mí me gustaron y terminé leyendo todo el libro. Después vino otro profesor que consiguió que Literatura se volviera mi clase favorita. Se llamaba León Aguilera. Era barbudo y cojeaba por la polio. Gracias a él conocí a Borges y a Kafka. Le decíamos León Fu, no solo porque la barba lo hacía parecerse al personaje de la serie Kung Fu, sino porque también nos dio a leer literatura oriental. Las analectas de Confucio, por ejemplo.
Por la misma época en que recibía clases de literatura con León Fu, el adolescente Rodrigo Rey Rosa se rompió una pierna. Visto en retrospectiva, el accidente resultó ser un regalo de la providencia.
«Las ganas de viajar se las debo a la literatura. Durante el mes que estuve en cama me leí toda la obra de Karl May, un alemán que escribió ficciones de viaje y aventuras sobre los indios norteamericanos y también sobre el medio oriente y el norte de África. Por un libro suyo supe desde entonces que quería conocer el norte de África. Otro libro suyo me permitió conocer Irak y a los yazidíes. Mi primera noticia de los yazidíes, de los que escribo en mi última novela, es un viaje a través del Kurdistán de este loco que nunca salió de Alemania».
*
—¿Las ganas de viajar, eso tan indisociable de tu vida y tu literatura, no fue también necesidad de huir por aquello de «Guatemala, Centroamérica, el país más hermoso, la gente más fea», esa frase con la que abre tu novela Noche de piedras?
—Más o menos. A mí siempre me gustó mucho Guatemala, pero cuando volví de mochilear en Europa después de graduarme del colegio, durante el primer año de la Universidad, la Ciudad de Guatemala era irrespirable y comencé a detestarla.
—¿Por qué elegiste la carrera de medicina?
—Tenía un tío médico a quien admiraba mucho y también era un gran lector. Pero apenas comenzado el primer semestre perdí el interés. En primer lugar, no me gustaba cortar animalitos cada semana en los laboratorios porque estaba leyendo mucha literatura oriental.
se del doctor Aguado y por pura casualidad estaba discutiendo uno de los cuentos que yo recién había leído: La forma de la espada». Nacido en Navarra, España, en 1911, Salvador Aguado era un filólogo que defendió la causa republicana. Hacia el final de la Guerra Civil se refugió en Francia, huyendo de la matanza franquista. Fue miembro de la resistencia francesa. Después de la Segunda Guerra Mundial migró a América junto a su familia.
La lectura de Borges, la influencia del sabio Doctor Aguado y la animadversión que le producía diseccionar anfibios, hizo que Rodrigo abandonara definitivamente la carrera de medicina.
«Lo dejé todo. Le dije a mi viejo que quería escribir y me echó de la casa. Me quedé un año de vago. Me fui a vivir con un grupo de gente perdida entre Fraijanes y el Lago de Atitlán y solo venía a la ciudad los sábados para ver a la familia».
Quizá porque sabía cuánto le gustaba leer y porque intuyó la frustración del aspirante a médico sin vocación, Magalí Rey Rosa le recomendó a su hermano que asistiera de oyente a las célebres clases de literatura que impartía el doctor Salvador Aguado en la misma Universidad donde él estudiaba medicina.
«Por esa época yo estaba leyendo Ficciones de Borges y me tenía deslumbrado. La lectura de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius me había hecho considerar seriamente convertirme en escritor. Fui entonces a meterme a la cla-
«Él y su esposa, que era anarquista, se dedicaron a pasar republicanos por los Pirineos para escapar de Franco. En Guatemala se volvió anticomunista, pero era un caso curioso de anticomunista porque nunca dejó de ser también antifascista y anticlerical. Cuando yo lo conocí ya era un anciano. Aprendí mucho de él: a cuidar el idioma, a comprender que si me aburro escribiendo seguramente aburriré a los lectores. Sus clases eran un gusto y sus libros sobre Rubén Darío y sobre El Lazarillo de Tormes son fascinantes».
*
—¿La apuesta por la escritura fue así de radical: «todo o nada»?
—En ese momento sí, porque ya había tirado medicina y andaba feliz con estos hippies y ellos me ayudaban a lanzarme al vacío. Mandalo todo a la mierda, me decían. Estaba un poco perdido, la verdad, porque de ellos nadie terminó bien.
*
Fotografía de Lisbeth Salas
Un año después, intentó un nuevo acercamiento con su padre. Una mezcla de voluntad de reconciliación y el reconocimiento de que la vida hippie era insostenible, hizo a Rey Rosa pedirle trabajo a su padre en la empresa de textiles. El trabajo consistía en comprar telas, a veces en el extranjero. A la vuelta de uno de esos viajes, paró en Nueva York. Era una noche de invierno y en la ciudad no había un solo hotel disponible.
—En New York hay una persona que me debe un favor— le dijo una tía, hermana de su padre, que vivía en Boston y a la que Rodrigo llamó esa noche para pedirle ayuda —decile quién sos y si no te ayuda agarrás un tren a Boston.
Se llamaba Francisco Grande, un fotógrafo español que hasta hacía pocos meses había sido pareja de Jessica Lange. Francisco «Paco» Grande era esa noche el anfitrión de una fiesta en su apartamento en Bleeker Street. La bohemia avant-garde del Village, en una calle que tiene su propia canción de Simon & Garfunkel y la generosa oferta de pasar la noche en su apartamento bastaron para que Paco y Rodrigo se hicieran amigos.
Poco tiempo después, Paco visitó Guatemala, justo en la víspera de uno de los episodios más sórdidos de la historia reciente del país: en enero de 1980, el gobierno guatemalteco quemó vivas a 37 personas en el interior de la Embajada de España.
Tú tienes que irte de este hoyo de mierda. El mundo es enorme. Yo voy a ayudarte— le dijo Paco a Rodrigo antes de terminar el viaje y le ofreció su apartamento en Nueva York durante el año que él pasaría viajando por Tailandia.
«Renuncié a mi trabajo de comprador de textiles. Vendí un carro que me habían regalado por mi graduación y me fui. Mi viejo se peleó definitivamente conmigo. Llegué a Nueva York y le conté a Paco que quería escribir. Me prestó dos libros: The Selected Writings of Lafcadio Hearn y The Collected Stories, de Paul Bowles. Era la primera vez que yo escuchaba hablar de Bowles».
VERANO EN TÁNGER
En uno de los pasillos de la Escuela de Artes Visuales de Nueva York, Rodrigo se topó de frente con un anuncio que le cambiaría la vida: Summer Writing with Paul Bowles in Morocco. Para ser admitido en el taller, el aspirante debía enviar un cuento. Los autores de los mejores cuentos serían seleccionados por Bowles para participar en el taller.
«Necesitaba tres mil dólares para financiarme las seis semanas en Tánger. Llamé a una de mis hermanas, que en ese momento estaba trabajando en la tienda de cerámica de mi madre, y ella sustrajo el dinero de la caja chica y me lo mandó. Me salvó la vida. Murió hace poco y creo que nunca le pude pagar ese gesto».
—¿Qué viste en Paul Bowles y qué vio él en vos para que, a partir de esos primeros encuentros, iniciara una amistad que duró casi dos décadas?
—Paul era un poco extraterrestre, un tipo muy distante, pero ser guatemalteco me ayudó a que él se acercara a mí porque conocía muy bien Guatemala. Parte de su larga luna de miel con Jane fue aquí y Guatemala estaba muy presente en sus recuerdos. Así que cuando me presenté en el taller y dije de dónde venía, a él le dio curiosidad saber qué estaba haciendo un guatemalteco en Tánger, entre un montón de viejos neoyorkinos. *
Además de sugerirle que no escribiera más en inglés porque él podía leerlo en español, Bowles le recomendó a Rodrigo que no pasara tanto tiempo en el taller y que aprovechara el tiempo para conocer el país.
«Me hizo un itinerario y me prestó unos mapas. Pensé que me estaba despidiendo y diciendo que eso de escribir no era lo mío. Me fui quince días de viaje y a la vuelta me dio la gran sorpresa: un editor le había pedido algo suyo, pero él no tenía nada para publicar y creía que mis cuentos podrían interesarle al editor. A los seis meses de eso tenía un librito listo para ser
publicado, The Path Doubles Back, que apareció en 1982.
LA ENTREGA
Después del verano en Tánger, Rey Rosa volvió a Nueva York y comenzó a estudiar cine. En Guatemala, la guerra se había recrudecido. En el verano de 1981, terminado el primer semestre, recibió un telegrama de su padre: Cuestión de vida o muerte. Toma el primer vuelo a Guatemala. Habían secuestrado a su madre.
«Los secuestradores pedían una cantidad de dinero impagable. Mi viejo sabía que pagar de inmediato podía complicar aún más la situación. Había que negociar. Esto lo había aprendido porque teníamos muchos conocidos secuestrados. De hecho, la posibilidad de sufrir un secuestro era algo que se había discutido en casa. En la última Navidad, mis padres habían tenido una conversación al respecto: si a mí me secuestran, Mario, había dicho ella, no les pague un centavo a esos desgraciados. Ella contaba después que, mientras estuvo secuestrada, se moría de miedo pensando que mi padre le iba a hacer caso».
—¿Qué hacías vos mientras tanto, durante los meses que duró el secuestro?
—Un amigo que había sufrido el secuestro de un familiar le recomendó a mi viejo que no se enojara durante las llamadas y si no podía controlarse, era mejor que fuera yo el que hablara. Así que me pasaba en la casa esperando la próxima llamada y me tocó comenzar a negociar. Mi primer cuento largo trata un poco sobre eso. En algún momento, los secuestradores dejaron de comunicarse y creíamos que la habían matado. Era el año 81 y había comenzado la gran ofensiva del ejército en la ciudad. Mi vieja podía haber estado en alguna de las casas de seguridad de la guerrilla que cayeron ese año. Cuando volvieron a comunicarse, ellos mismos bajaron la cantidad que pedían y finalmente la liberaron. Estuvo secuestrada seis meses.
—¿Cómo estaba ella cuando la liberaron?
—Salió adelgazada, pero bien. La dejaron llevar un diario durante los meses del secuestro, pero se lo quitaron antes de soltarla. Al salir, tenía tanto miedo de lo que pudiera llegarles a pasar a esos hombres y mujeres, todos jóvenes, que la habían cuidado durante el secuestro, que mandó decir una misa de acción de gracias en la que pidió que se rezara por ellos.
El que envejeció fue mi viejo, entre la impotencia y la cólera.
DE VUELTA EN TÁNGER
Rodrigo Rey Rosa ha dicho en entrevistas que entiende la literatura también como terapia. Esto es algo que quizá aprendió durante los seis meses que duró el secuestro de su madre y durante los cuales continuó escribiendo: trasladar las pesadillas a la página no solo parecía proveerlas de sentido, sino conseguía que los colmillos del monstruo nocturno fueran menos letales. Cada cuento terminado se lo enviaba a Bowles y cuando terminó ese año tenía listo El cuchillo del mendigo.
Volvió a Nueva York a continuar sus estudios de cine, pero la mentira que se estaba contando a sí mismo se desmoronó muy pronto: lo único que quería era escribir. Con la última colegiatura de la escuela de cine compró el billete de vuelta a Marruecos.
«La decisión de volver a Tánger la tomé con miedo. Me estaba lanzando al vacío sin paracaídas. Quería quedarme a escribir en Tánger y si no salía nada no sabía qué iba a hacer con mi vida».
—¿De qué vivías en Tánger?
—Di clases de inglés. Hice algunas traducciones. Y mi vieja me mandaba de vez en cuando algo de dinero en escondidas. En esos tres años, ya publicado El cuchillo del mendigo en San Francisco gracias a las gestiones de Paul, escribí alguna crítica literaria en inglés, bastante bien pagada, y los veranos iba a trabajar a Nueva York como intérprete en el Tribunal Penal Supremo de Manhattan. En Tánger se podía vivir con poco dinero. Fueron los años más
felices de mi vida. Alquilaba apartamento en un barrio pobre y era feliz.
—¿Cuánto frecuentabas a Bowles?
—Lo visitaba y hablábamos bastante, primero una vez a la semana y, luego, casi todos los días. Tomábamos una taza de té, fumábamos algo y escuchábamos música.
—Sí. Después de esos primeros libros yo creía que necesitaba ser más expresivo, pero Paul me dijo: cada uno hace lo que hace, pero yo no le recomendaría cambiar. Desarrolle ese estilo, no lo cambie. Paul también me dijo que creía que era un error seguir modelos, que el estilo ideal para un escritor era el que reflejaba su manera de pensar, el que traducía su pensamiento de manera más transparente.
En Tánger, Rodrigo Rey Rosa dejó atrás la ambigüedad onírica, la vaguedad poética, las imágenes apenas entrevistas de sus primeros cuentos. Poco a poco, cuento tras cuento, sus obsesiones, sus miedos, comenzaron a tomar la forma de artefactos narrativos cada vez más sofisticados y concretos a los que es difícil ubicar como parte de una tradición. Durante el hervidero creativo que fueron sus años en Tánger, escribió El agua quieta (1989), Cárcel de árboles (1991), Lo que soñó Sebastián (1994), El cojo bueno (1996), Que me maten si... (1996).
Otra de las conquistas tempranas de Rodrigo Rey Rosa en Tánger fue el estilo, un estilo que Roberto Bolaño comparó con un estilete y Pere Gimferrer calificó de «envolvente y sensual hasta rozar lo obsesivo». En la contratapa de El agua quieta, Paul Bowles escribe: Las historias son intensas y concisas, como teoremas; se prescinde de símbolos y metáforas y se presenta su tema en términos breves y precisos que sorprenderán al lector que no está acostumbrado a exposiciones tan sobrias
Hombre del siglo XX, Paul Bowles murió en noviembre de 1999. Rodrigo Rey Rosa estuvo a su lado en los momentos finales. «Lo vi esa tarde, en el hospital, y murió en la madrugada del día siguiente».
Hoy, Rodrigo es albacea del legado literario de Jane y Paul Bowles y se encuentra trabajando en un proyecto que mantenga ese legado no solo vivo, sino accesible.
EL PRESENTE DEL FUTURO
—¿Fue iniciativa de Bowles escribir esas palabras para la contratapa de tu segundo libro?
—No. Paul detestaba hacer eso. Esto sí no lo quiero hacer, me dijo, pero lo hizo porque los editores se lo pedían.
—El hecho de que Paul Bowles reconociera una virtud en el estilo de esos primeros cuentos, ¿te condicionó de alguna forma para que comprendieras que ese era tu camino y no optaras por uno distinto?
Hacia finales de los noventa, Rodrigo Rey Rosa se instaló de vuelta en Guatemala. Fantasmagórica o realista, la Guatemala de sus novelas escritas en Tánger es un territorio reconstruido a partir de la memoria o el sueño. En cambio, las novelas escritas en Guatemala entre los años 2000 y 2020 parecen estar reaccionando, en tiempo real, a los estímulos inmediatos que el país le arroja al escritor en la cara. Hacia el final de ese período, su interés por el mundo maya guatemalteco, no el arqueológico ni el mítico, sino el contemporáneo y vivo, lo empuja a escribir tres novelas: Los sordos (2012), El país de Toó (2018) y Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre (2020). Además de su interés por mostrar, al mismo tiempo, los sórdidos mecanismos del poder y las formas de resistirlo, a estas tres novelas las une su carácter anticipatorio.
Durante los primeros meses del año electoral 2023, no parecía haber nada en el horizonte político con la suficiente voluntad y fuerza para evitar que Guatemala se convirtiera, de una vez por todas, en un
«Después de esos primeros libros yo creía que necesitaba ser más expresivo, pero Paul me dijo: cada uno hace lo que hace, pero yo no le recomendaría cambiar. Desarrolle ese estilo, no lo cambie. Paul también me dijo que creía que era un error seguir modelos, que el estilo era lograr que se lea lo que uno piensa, tratar de traducir el pensamiento en palabras»
estado fallido. Los votantes, sin embargo, eligieron una de las pocas opciones electorales ajenas al sistema. En respuesta, la pandilla de criminales que ha gobernado Guatemala desde los años de la guerra hizo todo cuánto estaba a su alcance para impedir que esa opción, que amenazaba con ponerle fin al régimen de impunidad y corrupción, llegara al poder. Ensayaron una nueva modalidad de golpe de estado: no sería el ejército quién lo daría, sino el sistema de justicia. Fracasaron rotundamente y su principal obstáculo fue la organización e inteligencia política de esos mismos pueblos mayas a los que Rodrigo Rey Rosa les dedicó las últimas tres novelas que escribió en Guatemala.
—¿De dónde viene tu sensación de que estos libros no son lo mejor que has escrito?
—Creo que el tema domina demasiado el relato. Lo que sucede es que a mí me interesaba más presentar ese material, que la forma de presentarlo. Y eso, en mi opinión, es una debilidad literaria, pero inevitable cuando son temas tan desconocidos y creo que urgentes. El mundo maya, su funcionamiento en Guatemala es difícil de explicar y eso me preocupaba más que lo estrictamente literario. En ese sentido, siempre vi esos libros como experimentales.
—¿Qué cambió de tu visión de lo maya después de escribir esas novelas?
—La oportunidad de acercarme a ese mundo me hizo más curioso acerca de cómo funciona esa manera de vivir que, lo
creo sinceramente, representa el único futuro posible para Guatemala.
—Visto lo que sucedió el año pasado en Guatemala, la manera como los 48 Cantones de Totonicapán y las alcaldías indígenas defendieron la democracia, estas novelas resultaron teniendo un carácter anticipatorio.
—No sabés cuánto me satisface eso, pero fue por conocerlos un poco más, porque hablando con ellos te das cuenta de su enorme organización y de su fuerza. En la plaza, en el mercado, en una casita paupérrima, en el altarcito de la casa de quien en ese momento es la autoridad indígena, aunque mañana no lo sea, allí está esa fuerza, aunque simbólicamente no tenga un lugar específico Esa casi invisibilidad de un poder tan grande como el que vimos el año pasado fue lo que más me impresionó.
—En contraste con otras ficciones escritas por guatemaltecos no indígenas, en estos libros se nota un esfuerzo deliberado por mostrar seres humanos vivos, presentes, con vísceras y agencia, y no encarnaciones mitológicas o etnográficas.
—Esa es la intención. El caso negativo sería Miguel Ángel Asturias, que se apropia completamente de lo maya, probablemente con más mérito literario, pero queriendo hacer pasar su propia fantasía por realidad. Literariamente, no hay nada malo en ello, el problema es cuando se cree que eso y solo eso, esa invención personal que uno lee en Hombres de maíz, es el mundo maya en Gua-
temala. Desde la capital, desde el punto de vista mestizo, el mundo maya se ha vuelto esa fantasía y no la realidad que tenés al lado. La imagen que tenemos del indígena es producto de haber leído a Asturias.
DOS NOVELAS GRIEGAS
Rodrigo Rey Rosa escribe en la intersección donde su intimidad se encuentra con la política, la sociedad y la Historia. Sus libros son marcadores del tiempo, hitos en su propia vida, pero también en la nuestra, que hemos visto transcurrir el presente a través de las historias que nos cuenta. La pandemia lo sorprendió en Grecia y se quedó a vivir allí. Escritor que camina de la mano de la realidad que lo rodea, que no le interesa verse en otro espejo que no sea el que le ofrece el presente inmediato, no tardó en producir dos novelas griegas: Manuscrito hallado en la calle Sócrates (2021), firmado por el escritor y guía turístico suizo, Rupert Ranke, y Metempsicosis (2024).
—Alguna vez te escuché decir que entendías la literatura como un juego y me pregunto si te acercaste así, como jugando, a las ideas y a las filosofías que abarcan estas novelas. ¿Te ocurre lo que a los metafísicos de Tlön que no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica.
—Sí, con ese espíritu. Leer algunos pasajes de metafísica es como leer poesía,
tienen esa belleza y me produce un placer literario más que epistemológico. Hay poca diferencia entre la poesía y la metafísica. De adolescente, leía a Nietzsche o Las enseñanzas de don Juan, y aunque esas lecturas sí fueran, digamos, de búsqueda epistemológica, también me provocaban una especie de sustos gozosos que después seguí buscando. Leer a Heidegger o a Schopenhauer me regalaba momentos de tanta belleza literaria que poco importaba si tenían razón. Leer a Wittgenstein, por ejemplo, puede generar una emoción literaria, a veces, incluso, sin entender el fondo filosófico o lógico del sistema al que te estás acercando.
—¿Te acercaste de la misma manera, y particularmente en estos libros, a la religión?
—Sí, aunque creo que la religión tiene más aspectos antipáticos y provoca más resistencia o rechazo, precisamente porque la filosofía, cuando no se vuelve política, tiene siempre esa apertura y ese espíritu de búsqueda, más que de certeza y de convicción, como lo tienen las religiones. De adolescente mi curiosidad religiosa quizá sí estaba buscando una especie de guía, pero después ya no. Tampoco mi aproximación ahora es científica o analítica, lo que busco es la emoción, el gozo literario casi hedonista.
—En Manuscrito hallado en la calle Sócrates hay un relato fantástico que, pese a su aparente simpleza, es el eje alrededor del cual se articula toda la novela, su complejidad, y sus distintos niveles de lectura. En ese relato, un niño y su perrito descubren un pasaje secreto en el Montículo de la Culebra, ese monumento del preclásico maya. El pasaje conduce al niño y al perrito primero hacia Xibalbá, el inframundo de los mayas narrado en el Popol Vuh, y después a una playa en la Grecia antigua. ¿Ves una conexión entre Grecia y Guatemala? ¿Se puede entrar por Xibalbá para salir a Grecia? ¿Nos estás diciendo que los seres humanos somos todos lo mismo y que, a pesar de las distancias históricas y culturales, nos unen esa clase de conexiones secretas?
—Ese cuento de niño con perrito, que no puede ser más estereotipado, era una ejercicio en lengua griega para poner en práctica las palabras y los verbos que acababa de aprender. Por eso su espíritu infantil.
Pero sí, a mi me sigue sorprendiendo, por un lado, las similitudes entre la civilizaciones maya y griega. También sus enormes diferencias. Por otro lado, en Guatemala todos mamamos literatura y filosofía griegas. En Grecia, en cambio, hay una ignorancia total sobre la mitología maya, al punto de que, a la fecha, nunca se ha traducido el Popol Vuh a lengua griega.
Mientras escribía, ya teniendo más formada la novela, veía conexiones constantes entre Guatemala y Grecia: en mitología, la idea de que los dioses son malos, engañan y mienten. También hay paralelismos entre los politeísmos maya y griego, la lucha entre los hombres y los dioses es común en este tipo de mitologías precristianas. También encontré, inesperadamente, conexiones culturales actuales entre Grecia y Guatemala que creo que cualquier centroamericano que viajara a Grecia las podría a sentir también.
*
—Tanto en Manuscrito hallado en la calle Sócrates como en Metempsicosis, se combinan erudición clásica con suspense,
Fotografía de Lisbeth Salas
literatura de viaje con dramas íntimos, pasados remotos con actualidades de noticiero y aunque uno nunca deja de sentir que transita de manera orgánica y natural por todo ese material, en el resultado final hay unas simetrías y unas redondeces que parecen haber sido minuciosamente diseñadas. ¿Cuánto diseño y planeación previa hay en estas novelas?
—Ninguna. Yo sigo defendiendo un tipo de escritura que no es analítica, sino más bien automática, parecida al sueño en el sentido de que lo que se te venga a la cabeza tenés la obligación de plasmarlo en la página y después hacerlo encajar con lo que escribiste antes. La complejidad no es armada, como un lego, sino algo que va creciendo y tiene arborescencias que no han sido agregadas, sino proceden de manera orgánica de un mismo tronco original. El trabajo posterior consiste en facilitar la lectura de todo eso.
Lo que quiero decir es que, tal vez, el pensamiento detrás de la novela es simétrico y crea esos arabescos. Si lo dejás fluir, cualquier pensamiento que se prolongue terminará siendo complejo. Después me hago responsable de lo que se me venga a la mente y lo escribo, aunque a veces pueda ser ofensivo para alguien que se vea identificado o aunque me coloque a mí mismo en lugares vulnerables u oscuros. Esa es la única pureza que reclamo. Es un contrato conmigo mismo que si rompo no sigo escribiendo. Romperlo sería como hacer trampa jugando solitario.
—¿Ves esto como una postura ética?
—Sí, es otra dimensión ética de la escritura, que exige además no falsearse a uno mismo: si hablás mal de los demás, tenés que ser capaz de hablar mal de vos mismo.
—¿Te has arrepentido alguna vez de haber dejado consignada en la página una postura o una idea en la que ya no creés?
—Eso casi siempre pasa mucho después, cuando ya es demasiado tarde para arrepentirse. De lo que sí me he arrepentido, por ejemplo, es de haber escrito alguna broma que hirió a la persona involucrada. Sobre todo si me doy cuenta de que la pude
haber tachado y sin que eso fuera un pecado hacia mí mismo.
Quizá haya una especie de vanidad en esa auto imposición de decir siempre la verdad. A veces, decirla te puede hacer sentir más puro, pero estás jodiendo a alguien innecesariamente, como con las infidelidades. A veces, ser demasiado purista o demasiado honesto puede llegar ser cruel.
—En toda tu obra hay una conversación permanente con la actualidad política y social más inmediata. En estas dos novelas griegas son importantes la pandemia y el confinamiento, la invasión a Ucrania, los refugiados sirios, una visita del papa Francisco a Atenas. Al mismo tiempo, toda esa actualidad convive armónicamente con ideas tan antiguas como la transmigración de las almas o el tiempo circular de los mayas. —Debe ser una especie de realismo psicológico. Así son nuestras mentes hoy en día: estamos en todo, no estamos en nada. Muy pocas veces he llevado un diario, pero creo que de cierta manera tus creaciones literarias son una especie de diario en clave. Esto tal vez viene de una idea muy literal —literal no literaria— de la novela como «novedad». Una de las gracias de la novela primitiva era su capacidad de contar la cotidianidad de entonces y ese es un valor de la escritura que yo reivindico. Hoy día se cruzan mucho más tiempos en un mismo lugar, la memoria es mucho más larga, el registro de esa memoria y las técnicas para transmitirla se han potenciado de tal manera que sí, muchos mundos pueden convivir en un mismo ser humano.
—Sobre la convivencia entre el mundo contemporáneo con ideas tan antiguas, también pensé, leyéndote, que no hemos cambiado tanto y por eso es tan fácil que esa convivencia ocurra. —Estoy de acuerdo. Escribiendo sobre la transmigración de las almas, se me ocurrió que no somos una persona, somos muchísimas personas en una circulación cíclica constante. Ahora podemos entender que lo que decía un filósofo presocrático y lo que dice la teóría cuántica es parecido: el
inexplicable viaje de las partículas, su falta de continuidad y la constante migración del pensamiento.
—¿La enfermedad mental, tan presente en estas novelas, forma parte de tus intereses literarios o intelectuales recurrentes?
—Sí. Cuando estudiaba medicina lo que quería era ser psiquiatra y me interesan los desórdenes mentales tanto como los efectos de las drogas psicotrópicas. Pero la locura en el sentido foucaltiano, la locura como una especie de síntoma de la sociedad, como alienación, me interesa sobre todo porque es un estado mental que todos podemos padecer. Todos, en algún momento, sufrimos accesos de locura más o menos graves.
—De hecho, el psiquiatra de tu novela considera que la locura es un rasgo distintivo de los escritores: los grandes escritores, dice el psiquiatra, son todos, pero todos, casos clínicos.
—Estoy completamente de acuerdo con lo que opina el doctorcito. Para la normalidad, los escritores acusamos algunos rasgos de anormalidad mental, ya el hecho de escoger esto como oficio es un síntoma. En ese sentido, la gente normal —si es que la hay— la gente que se conforma con los cánones de normalidad ve cierta locura en estas ocupaciones. En Marruecos hay un tipo de locura que se considera gracia divina.
—Ese mismo psiquiatra propone una terapia radical: convertir a sus pacientes Rupert Ranke y Rodrigo Rey Rosa en una especie de etnógrafos en territorios peligrosos. ¿De dónde viene esa idea?
—De un consejo que le dio un doctor a Norman Lewis, el gran escritor de viajes: usted tiene que buscar el peligro, porque en un lugar calmado se desequilibra.
METEMPSICOSIS, RODRIGO REY ROSA
Notas para la presentación Metempsicosis, celebrada en Casa de América el 30 de enero de 2024
Vamos a hablar de Metempsicosis, una novela, que urde muchos mimbres literarios diferentes y los renueva: la novela epistolar, la detectivesca sin detective (pero con escritor y sus alter ego), una novela romántica, distópica, terrorífica en algunos tramos, intelectual y metaliteraria, una novela política en su interrogación formal y en su cuestionamiento del alcance y los límites de la palabra literaria, un novela espiritual, culta, de aventuras… Al final una de esas buenas novelas, inmejorables, de
las que, como dijo Bolaño a propósito de las tuyas y de ti mismo -acotación: hablo con Rodrigo, me está mirando«Leerlo es aprender a escribir». Y yo creo que Bolaño tenía mucha razón porque Metempsicosis encierra una visión del mundo interrogativa, indisoluble de una visión de los procedimientos para interpretar ese mismo mundo, construirlo, una visión al fin de la literatura… Vamos a verlo poco a poco, pero antes…
Les cuento: recuerdo dos encuentros con Rodrigo Rey Rosa. En el primero, en Managua, él no me percibió. En el segundo, en Madrid, sí. Los dos
tuvieron lugar en el marco de Centroamérica Cuenta: en el primero yo me quedé impactada por su timidez. Puede parecer sorprendente que la timidez impacte, pero es así. No recuerdo con quién compartía mesa Rodrigo. Solo sé que yo solo le presté atención a él, a su timidez y a sus pocas palabras. Todas lucidísimas. Quizá no tan abundantes como yo habría deseado. En el segundo encuentro, compartimos una mesa comandada por Javier Rodríguez Marcos. Fue en este mismo palacio y ahí me di cuenta de que nuestras visiones de la literatura, por supuesto no idénticas, nos acercaban. El hecho de que yo hoy
Fotografía de Lisbeth Salas
esté aquí reflexionando en voz alta sobre Metempsicosis constituye en cierto modo una prueba de lo que acabo de comentar.
Me cuesta mucho resumir. He formulado mil preguntas y me han surgido mil pensamientos mientras te leía. Las novelas de Rey Rosa aprietan los significados en una elocución precisa que se centrifuga, se abre, se ramifica en mil preguntas dentro de la mente de quien lo está leyendo. Podría pasarme horas conversando contigo de esta novela en particular, de sus juegos narrativos, de su primera página: «No puedo quejarme. Estoy en un lugar alto, veo los montes al este y al oeste y dos o tres islas (una de ellas puede ser una lengua de tierra) en el sur. El cuarto es amplio, luminoso…». Esta página es un ejemplo de la precisión estilística de un escritor que no da puntada sin hilo. Construye un espacio y nos da las informaciones para que, desde el lugar de la lectura, nos formulemos las preguntas que la enmarcan. Son la miguitas de pan: un lugar alto, la luz, el aire limpio, el silencio nocturno, un sobre, la pregunta de si el narrador podría salir del lugar en que se encuentra, la ausencia de dispositivos para comunicarse con el exterior, la presencia de un ojo que vigila. Me formulo preguntas hacia delante y hacia atrás. Y me sobrecoge la vulnerabilidad de una voz que, sin embargo, dice «No puedo quejarme».
Podríamos plantearnos si esta página es de verdad la primera página o no y cómo los marcos de la narración modifican sustancialmente los relatos, porque en este libro un narrador encierra a otro y se proyecta en él, lo edita, se lo apropia, se toma la revancha, lo busca. Hay un escritor guatemalteco y un escritor suizo. Hay un psiquiatra que supuestamente les da cuerda a los dos. Hay muchas miradas dentro de otras miradas: muchas voces y géneros, aunque una es la voz que más se escucha en la novela. El juego narrativo es el juego de espejos, el juego con el doble,
con el original y la copia, ese juego con el que tanto experimentó Borges en sus relatos actualizando el imaginario de la literatura fantástica. Tengo una pregunta técnica y otra impertinente: desde un punto de vista técnico, siento una inmensa curiosidad por saber cómo Rey Rosa construye sus artefactos, si tiene conciencia del artefacto y de su arquitectura, de ese complejísimo entramado de voces y miradas o si quizás se deja llevar. Cuánto sabe antes de empezar a escribir y cuánto va decidiendo o descubriendo en el mientras tanto de la escritura. Es muy posible que Rodrigo no sacie de una manera explícita mi curiosidad.
La segunda pregunta -la impertinente, la irreverente quizá- se refiere a Borges y a los lugares a los que nos llevó Borges. Yo intento enseñarlo todos los años en mis cursos de la Escuela de escritores, porque creo es un puente entre lo clásico y lo posmoderno, incluso entre lo clásico y la nueva civilización virtual… Me lo encuentro por todas partes y no sé hasta qué punto podemos liberarnos de su portentosa influencia, hasta qué punto es imposible desprendernos de la rumiación borgeana en nuestra escritura o hasta qué punto no queremos ni debemos hacerlo. Me parece que Rey Rosa siente también este conflicto y que incluso puede tener dudas de si alejarse de Borges, modificarlo, corregirlo, personalizarlo, «tunearlo» como dicen ahora, es un acto de impiedad, un sacrilegio o, por el contrario, es una ofrenda.
Precisamente, las religiones tienen un papel importantísimo en Metempsicosis . Quizá porque, siempre que hablamos del original y la copia, ponemos el origen, el punto de partida, en una mise en abyme , que lo desdibuja y lo cuestiona. Puede que la idea de trascendencia sea incompatible con la ironía que emborrona el límite entre la realidad y las ficciones, la teología y la mitología. «Dios es la cosa más pequeña que pueda existir en cualquier mundo» escribe
«No recuerdo con quién compartía mesa Rodrigo. Solo sé que yo solo le presté atención a él, a su timidez y a sus pocas palabras. Todas lucidísimas. Quizá no tan abundantes como yo habría deseado»
Rodrigo. En el tramo final de la novela, incluso recrea imaginativamente una religión -Borges construyó una civilización en «Tlon, Uqbar, Orbis Tertius»- y en ese ejercicio fantástico, que no lo es del todo, lleva a cabo una operación deslumbrante: la realidad y las ficciones se fusionan, y el tiempo es inherentemente circular, porque los wazaríes veneran al rey Ahab, ¿homónimo? del personaje de Melville en Moby Dick, que escribió la novela después del surgimiento del wazarismo. Los wazaríes tampoco comen pescado por respeto a la ballena que se tragó a Jonás.
En cierto modo, Rey Rosa escribe un libro sagrado: el manuscrito encontrado es una metáfora, escrita con letras de oro en la religión letraherida, que funciona como leitmotiv en Metempsicosis, una novela que se vincula especularmente con otra obra de Rey Rosa, el Manuscrito hallado en la calle Sócrates… En este libro que hoy presentamos se exhiben con promiscuidad los documentos enigmáticos: los correos electrónicos de Atina con los que se encuentra uno de los narradores al despertar
«Creo que, en Metempsicosis, los sintecho de Atenas, como posibles reencarnaciones de sofistas, son la cristalización perfecta de la conciliación perfecta entre el impulso ético y el estético, entre la preocupación política y la delicadeza estilística, que se logra en este libro»
en un clínica psiquiátrica; el documento en griego que le da el doctor para que lo firme; los manuscritos de encantamientos, exorcismos y plegarias del Museo bizantino; la inscripción, los poemas que los estudiantes wazaríes escriben en un taller de escritura… La literatura y las religiones se conectan a través de la idea de metempsicosis, transustanciación, metamorfosis, resurrección, regeneración… Podríamos añadir alguna palabra más en este rosario, en esta retahíla; incluso el Papa hace un cameo en la novela y, quizá, todas estas pistas abren un interrogante respecto a la conveniencia de desacralizar la literatura o re-sacralizarla en mundo como el nuestro. También las reminiscencias de «Pierre Menard, autor del Quijote», nos colocan en otra encrucijada: la de decidir si la hipótesis de que vivimos en un plagio permanente y todo lo que sucede sucede siempre por segunda vez, es esperanzadora o destructiva. Desde cierta actitud iconoclasta, voy a intentar explicar por qué el libro de Rodrigo Rey Rosa me parece maravilloso. Borges ya fue Borges. El interés, la inteligencia, el valor literario de Rey Rosa radica en la indeleble presencia de lo que no puede negarse y, si se niega, es por pura maldad: los refugiados, la crueldad, los estragos del fanatismo y de la rapiña económica, los indigentes, los expoliados y las víctimas del
coronavirus… Me parece que el homenaje y la interiorización fantástica de las ficciones de la literatura, más allá de la desrealización de lo real que implica, más allá de la materialización hipertrofiada de la literatura que conlleva, adquieren en esta novela un significado de denuncia, realista y pertinente, que remite al hoy devaluado concepto de justicia social… Creo que, en Metempsicosis, los sintecho de Atenas, como posibles reencarnaciones de sofistas, son la cristalización perfecta de la conciliación perfecta entre el impulso ético y el estético, entre la preocupación política y la delicadeza estilística, que se logra en este libro.
Otro aspecto que apunta en esa dirección tan original y necesaria de la palabra de Rey Rosa como escritor son las reflexiones sobre la escritura como fijación: dice quiénes somos. Los wazaríes prohíben la escritura como procedimiento de fijación de su verdad y de su fe, porque esa fijación los deja desnudos y los pone en peligro. Se protegen. También quienes nos dedicamos al oficio de escribir corremos ese peligro. Nos retratamos en las ficciones. Parece que, en el emprendimiento de la escritura, es imposible no adoptar una posición ideológica que se revela a través de la selección formal y que empuñar la pluma o pulsar la tecla es una temeridad. Acaso un acto de valentía.
He aludido a los poemas de los estudiantes wazaríes: Rupert Ranke, editor, escritor, alter ego suizo de un escritor guatemalteco, imparte un taller literario y piensa sobre la revictimización de las víctimas en el relato de su trauma -su relato no es liberador, sino que les hace revivir el dolor-; también reflexiona sobre cómo, a esa revictimización, no pocas veces se contrapone -¿se superpone?- el interés económico de los terceros que hacen crónica o escriben relatos basados en los hechos reales protagonizados por las víctimas. El dolor resulta rentable. Me acuerdo otra vez del «No puedo quejarme» con el
Fotografía de Lisbeth Salas
que comienza el libro y corroboro que todo tiene sentido en la narración. No sobra ni falta nada. También se me ocurre que, a menudo, en la fantasía, en las ficciones radica el verdadero poder de la literatura crítica. Es como si, en Metempsicosis , Rey Rosa resolviera dialécticamente la absurda paradoja entre compromiso e imaginación.
Creo que, no por casualidad, la novela está ambientada en gran parte en Atenas, hito de la filosofía y cuna de la democracia. Tampoco es casual que sus personajes lleven mascarilla o usen «telefonitos»… Adivino cierta inquietud, que comparto, en el tránsito de
un modelo analógico a un modelo digital: «En este mundo dominado por la violencia, la hipocresía y el escándalo, nuestros mayores enemigos (…) no son ni los tiranos de turno ni los banqueros ni los llamados periodistas culturales, ni aún los promulgadores de la lectura diagonal; el gran enemigo de escritores y poetas es la tecnología informática, es la legión de nuevos sabios o nuevos brujos los programadores que no creen en la palabra escrita y que, sin entenderla, se burlan de ella, la reducen al absurdo y ningunean el oficio de escribir. Los números contra las letras; el algoritmo contra la oración (…) Han
acabado con el libro, tal vez; pero no con la página. Y aunque nadie necesite oír lo que nosotros queremos contar, lo contaremos por necesidad…» Esto dice un narrador o los dos o Rupert Ranke o Rodrigo Rey Rosa, quien por cierto aparece en un pie de página. Comparto el diagnóstico de que vivimos en un momento cultural elegiaco, terminal. Tal vez podríamos aliviarnos pensando que esto ya había sucedido antes y nos hemos regenerado. O quizá las dimensiones y la velocidad de la transformación son tan inauditas que deberíamos preocuparnos. Leo Metempsicosis desde esa incertidumbre.
Hemos hablado de Atenas, pero en estas páginas también recorremos paisajes subterráneos, lisérgicos, maravillosos. Los simios son gatos o los gatos son simios. Bajamos a las infiernos, recordamos las mejores distopias y el terror grotesco… La fantasía, la capacidad de fabulación y el sentido del humor son dos ingredientes fundamentales en esta novela que visibiliza aspectos movedizos de lo real. Visiones. Nebulosa. Porque uno de los narradores -quizá todos fundidos en el mismo individuo- se despierta con amnesia y va recordando casi al mismo ritmo que, desde el espacio de la recepción, hacemos nuestros propios descubrimientos. Más allá de que la desmemoria cumpla con su función como recurso narrativo para construir la trama -casi detectivescamente-, puede que también sea una metáfora social. Incluso, una inquietud personal.
No voy a desvelar el desenlace de esta historia que son muchas historias a la vez. Sólo diré que es hermoso, y que en él está presente el amor. Jaín. Y que todo lo que sucede había sucedido y había sido narrado antes de suceder. Espejos, erotismo, escritura, muerte, dobles.
El círculo se cierra, ¿o no?
por Marta Sanz
DOSSIER
Islas de sentido: el fragmento en la literatura
Algunas posibles respuestas por Claudia Apablaza
A favor de la interrupción por Mercedes Halfon
Pieza para el viento por Verónica Gerber Bicecci
Poética metafragmentaria por Vicente Luis Mora
El fragmento: una educación sentimental por Azahara Alonso
La vocación ecológica por Gonzalo Maier
ALGUNAS POSIBLES RESPUESTAS
por Claudia Apablaza
1. En su texto «La teoría de la bolsa como origen de la ficción», publicado en Dancing on the edge of the world (1989) la escritora norteamericana Ursula K. Leguin relaciona su manera de acercarse a la ficción como una recolectora, una mujer que va ingresando objetos a una bolsa o saco, así como se recolectaban los alimentos en el Paleolítico, el Neolítico y la Prehistoria. Relaciona la novela con este ejercicio y lo que en «... la forma natural, apropiada y adecuada de la novela podría ser la de un saco, una bolsa. Un libro contiene palabras. Las palabras sostienen, acunan las cosas. Tienen significados. Una novela es un atado de medicinas que mantiene las cosas en una relación particular y poderosa entre ellas y con nosotros».
2. Gonzalo Maier en su libro Cuando cumplí cuarenta menciona la dificultad que tiene para escribir novelas, novelas largas y por qué escribe breve y en fragmentos. «... para resumir por qué me cuestan las novelas, es que en algún momento me subí al DeLorean que viaja en el tiempo, y sin darme cuenta, me fui a vivir al comienzo de la modernidad, ese momento en el que la literatura, como diría Marc Fumaroli, era un susurro a pie de página más que otra cosa».
3. El crítico y académico brasileño Antonio Candido, en su conferencia Romanticismo y modernidad , dictada en México el año 2005, hizo la diferencia entre el fragmento fingido, el fragmento alemán y el fragmento francés. El fragmento fingido es tal como dice el nombre, un fragmento que no es tal, sino más bien un texto interrumpido por puntos suspensivos, pero que está completo en sí mismo. Es una forma arbitraria de cortar un texto para que parezca un fragmento.
Por su parte, el fragmento alemán nace cuando Novalis determina que ante la incapacidad de la palabra surge el uso de este recurso que deja implícito todo lo esencial de un texto.
Y por último, el francés, y tal vez el más interesante, propio del siglo XX, que manifiesta su cualidad de sugerente porque despierta la imaginación del lector y rehúsa el discurso pleno.
4. A lo largo de los años también he ido creando mis propias teorías para cuando me preguntan por qué no escribo novelas largas o por qué escribo en fragmentos, teorías que van desde lo más irracional a lo más elevado, de lo más intuitivo a lo más intelectualizado, y de lo académico a lo visceral. En esos viajes por las respuestas y las teorías he descubierto, aparte de excelentes autoras y textos como el de K. Leguin, que no tengo una respuesta clara, solo acercamientos según la situación exacta en que me lo preguntan y sobre todo qué libros estoy leyendo en el momento en que viene esa pregunta que, más que cualquier cosa, me produce inseguridades, como si estuviese haciendo algo malo, algo indebido, una suerte de condena por no haber logrado algo tan apetecido en la escritura como lo es escribir largo y lineal, sin interrupciones y sin titubeos, como si la vida fuese eso, una gran sábana blanca o mantel cuadrado, recién planchada, sin ningún tipo de arruga o bache.
5. La pregunta acerca del fragmento no es inocente. Se basa en una prohibición o en una especie de condena. Es una pregunta que trae tras de sí toda una carga moral que busca mostrarte o señalarte con alguna incapacidad para aquello más apetecido que es la novela larga, el texto lineal y redondo. El contrapunto al imaginario de toda esta comunidad de escritores y lectores que preferimos ese otro lado, ese párrafo que se interrumpe, esas palabras que pueden llegar a ser incluso un par de líneas en una página, interrupciones constantes, como en el libro La filial de Matías Celedón:
«Interrumpo mis labores cotidianas para dejar constancia».
6. Cuando pienso en la parte visceral de esta escritura, en ese goce que experimento al escribir pequeños párrafos guiados más que por una lógica por un placer estético, podría de inmediato remitirme y apoyarme en las ideas de Barthes y a Kristeva, al primero con su «goce y placer
el texto» y a Kristeva con «el goce y la significancia» que produce la escritura como tal y esa pérdida de identidad y límites, lo asocial, pero a veces quiero ir más allá de los conceptos para explicar esas inclinaciones a este tipo de escritura y lectura. Ir más allá de las ideas y teorías que he ido metiendo en una bolsa para sobrevivir en entrevistas, doctorados, congresos y papers.
7. Porque como Macedonio Fernández, ese gran autor que solo conseguía escribir en fragmentos, o que escribía libros llenos de epígrafes, de notas al pie y todo lo que rodea al texto menos el texto, ese autor que llenó mis estanterías cuando adolescente, autor de Museo de la novela de la Eterna , Papeles de Recienvenido , Continuación de la Nada y Adriana Buenos Aires, entre otros, a veces también incluso fantaseo con que la página ya no sea ni siquiera un fragmento, sino que una larguísima página en blanco, donde no hay nada, donde ya nada aparece entre páginas y páginas. «Le di al Editor en un solo libro 10 oportunidades de páginas en blanco: quedó tan enamorado de esta liberalidad con él que, metido en ánimos, previno a toda su clientela que su imprenta no aceptaba sino libro con 10 o más páginas en blanco».
8. O incluso podría decir que escribo según las cosas que leo y cómo las leo. Esos saltos que damos de un texto a otro, de abrir una página y cerrarla a los minutos, doblar sus puntas para seguir el camino que nos lleva a otro texto y luego a otro y otro que está también sobre nuestra mesita de noche junto a miles de cachureos y tazones. O cómo, cada semana, cuando me acerco a la librería que tengo más cerca de casa, la librería Sin Tarima, ubicada en la calle Santa Magdalena, cerca del metro Antón Martín, y ante un mesón lleno de novedades, llena de best sellers, novelas larguísimas recién estrenadas de editoriales españolas con tapas brillantes y dragones rojos llenos de fuego en sus espaldas, solo aparecen ante mis ojos esos libros mínimos, esos libros minúsculos que abro, cierro y disfruto a velocidades inusitadas, como por ejemplo Vida de Horacio de Mercedes Halfon, una autora potente y adicta al fragmento, y que en este libro cuenta la vida de su padre y las conversaciones que sostuvo con él durante años; o el libro De Monstruos y Cyborgs de Margarita Saona, donde la autora peruana narra en fragmentos la enfermedad congénita que padece, una Tetralogía de Fallot; o Soy Harold , de la argentina Daniela Demarziani, ese libro que narra en pequeños trozos la vida de una extraña traductora, sus recuerdos, apuntes y notas al pie.
9. Aunque, ojo, también he leído novelas larguísimas fragmentadas. Una cosa no indica necesariamente lo
contrario. Por lo que es necesario, en esta larga lista de números y de respuestas tentativas, abrir un pequeño paréntesis y hacer ahora esta distinción. Por lo general encontramos textos fragmentados muy breves como por ejemplo La lección de música de Pascal Quignard, ese libro de relatos en el que indaga en la vida de tres personajes y la música y la voz: «El coito de la rana dura entre tres semanas (eyaculación precoz) y cuatro semanas. Sándor Ferenczi decía que de esta manera la rana prolonga el sueño de una regresión, 12 por así decirlo, ininterrumpida, en dirección a la cloaca materna. Añadía que era preciso colocar a las ranas muy por encima de nosotros en la escala de los seres, y reverenciar, como si de diosas se tratase, a estos pequeños antropoides verdes cuyo espasmo se prolonga por espacio de un mes y provoca la envidiosa admiración de los hombres».
Aunque también podemos encontrar textos con más de quinientas páginas pero escritas en fragmentos y algunos dibujos, como Los detectives salvajes de Roberto Bolaño. O incluso llegar a pensar, si pensamos el fragmento como una parte de un todo mayor, podríamos incluir acá esa novela río de Juan Emar, Umbral , ese proyecto de más de 4000 páginas que se publicó en 1996 en cinco tomos, que pueden ser considerados cinco fragmentos de ese todo mayor que es Umbral . Porque el fragmento tampoco está medido con regla, ni por cantidad de palabras, es más que nada una parte de un todo que sostiene.
Ahora bien, siguiendo e indagando más en esta idea, recuerdo que años atrás fui a la Biblioteca Nacional de Chile cuando hacían esa venta de bodega en alguno de sus hermosos jardines. Merodeábamos por ahí solo los adictos a Emar, mientras podías comprar por una ganga algunos de los tomos de Umbral . Tapas naranjas, sin dibujo alguno. Los vendían a ese precio porque al parecer faltaban algunos tomos, y te quedabas sin leer más de mil páginas incluso entre un tomo y otro. A pesar de todo, los vendían y los adictos los comprábamos y los leíamos, porque los vendedores también sabían que vender tomos sueltos no tenía demasiada importancia al fin y al cabo, ya que un tomo estaba cerrado en sí mismo y tenía un número independiente y solitario, como una parte, o no, de ese gran todo mayor.
10. Incluso deberíamos pensar en cuánto tiempo nos demoramos en escribir un fragmento. Qué hacemos durante esas horas. A qué nos dedicamos. Cuánto tiempo debemos reflexionar en él para darle coherencia y cierre. En mi caso, por lo general, me demoro días. Abro un archivo, merodeo, merodeo, doy vueltas entre las cosas de mi hogar. Me preparo un pan con queso, abro el microondas, lo meto dentro y el queso se derrite, me lo como,
luego voy a lavarme los dientes, me doy una ducha o me pongo a limpiar el lavamanos. A veces salgo a caminar o a hacer la compra. Leo un libro de Mary Oliver y los perros, Dog Songs ; un artículo de Vicente Luis Mora; un poemario de Mary Ruefle, Por qué no beso bien ; Gozo de Azahara Alonso; Mudanza, de Verónica Gerber; o rememoro esas escenas que se me vienen de Gerber paseando por los pasillos de la universidad, de cuando estuvo en Chile hace algunos años, invitada por la Universidad Católica a hablar de la potente relación que ella establece entre imágenes y escritura.
Luego de dar muchas vueltas, de editar, de comer, bañarme, sentir altos y bajos en los estados anímicos, a veces aparece una frase y la agarro con el puño abierto para que no se me escape. La agarro con fuerza, pongo guardar, me pongo feliz, eufórica, lo he logrado.
11. En el libro Por qué no beso bien, la escritora norteamericana Mary Ruefle inicia el texto con un pequeño ensayo acerca de los comienzos llamado así mismo «Sobre los comienzos». Es un texto breve en que analiza los comienzos y los finales de los poemas, tema que siempre los narradores intentamos poner en la palabra. ¿Cómo terminar la novela? ¿En qué momento termina? ¿Cuándo cortar un texto? ¿Acaso me la tiene que quitar de las manos el editor?
En uno de los apartados, Ruefle cita a Paul Valery, que habla en algún momento de su obra en relación a los inicios de un poema, o cómo comienzan. Valery dice que los poemas no se terminan, sino que «simplemente se abandonan». Seguro todos hemos abandonado muchos textos en ordenadores e incluso en nuestras cabezas.
Años atrás, abandoné seis cuadernos de mis primeros poemas de amor adolescentes en un tacho de la basura en el pasaje Quirihue, en Ñuñoa. Otra vez abandoné novelas enteras en computadores que vendí o regalé. Abandono textos en este mismo compu que escribo esto. Les pongo delete incluso. Tengo carpetas con nombres y en esas carpetas miles de versiones de los textos que siempre estoy olvidando, por si en algún momento logro retomar o reciclar.
Los fragmentos también podrían ser eso, textos abandonados por sus autores en alguna página en blanco. Textos que no se cierran sino textos que se interrumpen y se abandonan cuando estamos sobre ellos, como si tuviésemos miedo de seguirlos, de continuar en ellos, como armas cargadas, como si quisiéramos huir y dejarlos por su alto grado de peligrosidad.
12. La memoria se agolpa. No funciona de forma lineal. Golpes, límites, recuerdos, mezcla, atemporalidad. En los textos, todo funciona así mismo, todo funciona igual.
13. Además, bien sabemos que la infancia siempre está lejos de las explicaciones cuando hablamos de la escritura, pero aquí también podría ser una respuesta a esta difícil pregunta.
Mi hija de 7 años deja suspendidos recuerdos en el aire cuando me habla acerca de su infancia y sobre todo cuando quiere saber más de cuando era un bebé. Hace la pregunta, le doy mi respuesta y nos quedamos con ese fragmento en nuestra retina y nuestras memorias y ya no se sigue hablando más del asunto.
«Mamá, ¿qué tipos de verduras me gustaba comer cuando tenía un año?
Zapallo, papas y acelga
¿Pero de verdad me gustaban?
Sí, te encantaban.
¿Y cuántos me comía al día?
Dos».
Si pienso en los siete años de un niño, podría pensar en cómo la antroposofía divide la vida en septenios. Ven en el primer septenio de vida el paso de la primera a la segunda infancia y cómo deben comenzar a hacerse cargo de su vida social y emocional de forma independiente.
Entonces, la vida de mi hija podría pensarla así, como terminando el primer septenio de su vida, haciéndose cargo de su vida social y emocional, pero prefiero no mencionarlo así como lo hace la antroposofía, y decirle de otra forma, decirle más bien la edad en que se dejan suspendidos los fragmentos en el aire.
14. También me gusta pensar el fragmento como algo político. Algo más allá de todo ese placer estético que me lleva a escribirlo.
Estos últimos días de marzo pasé unos días en Italia, en Milán y Turín, presentando mi último libro. En varias de las presentaciones me preguntaban por qué Historia de mi lengua está escrito en fragmentos. Qué diferencia hay entre el fragmento en Latinoamérica y la novela extensa española.
Pero la respuesta siempre estaba entre líneas en las personas que me lo preguntaban. Ellas siempre me llevaban a que enunciara lo que ya estaba en sus cabezas y que no se atrevían a pronunciar fuerte del todo. Ambas lo sentíamos a ratos, pero faltaba que alguien lo dijera en voz alta: «La escritura fragmentaria que se da mayormente en Latinoamérica, es la escritura del roto, del quebrado, del colonizado. La escritura lineal y totalitaria, que se da mayormente en Europa y Estados Unidos, es la escritura del colonizador».
Cuando lo dije, un hombre que estaba en primera fila me miró desconcertado. De pronto se levantó de la silla y salió.
15. Ya arriba de este avión de regreso a Madrid y con el evidente miedo a no llegar a buen puerto, a ser un fragmento de mí misma de un momento a otro, un fragmento que vuela por el aire y desaparece, vuelvo a desear seguir escribiendo los párrafos que quedaron sin entrar en Historia de mi lengua . Abro la libreta de notas. Creo que el que más me ronda a diario y que no apunté en el libro e incluso me atrevo a decir que es el más importante de todos, es aquel texto en que digo que todo esto de los fragmentos comenzó el día exacto en que pasé de vivir en San Francisco de Mostazal a Rancagua, por allá por el año 1986. De un pueblo de 5000 habitantes a uno de 300.000. De una escuela rural cerca de casa, a la que llegaba a pie, a una escuela bilingüe en el que debía llegar en bus escolar. Una escuela donde me obligaban a ratos a hablar inglés y olvidar la lengua materna. Donde, a mis 8 años, mi cuerpo se vio interrumpido y quebrado por ese viaje desde un pueblo a una ciudad enorme. Cuando se abrió la brecha. Cuando mis palabras se alejaron de forma definitiva y para siempre de mi infancia.
16. Y por último, también estos días he pensado que cada uno de los espacios de mi casa también son fragmentos. Digo esto a propósito a que uno de los maestros del fragmento, Georges Perec, en su libro Especies de espacios , dedica un capítulo a su cama, desde lo que observa desde ella hasta cómo viaja y sueña al fondo de ella: «Pasamos más de un tercio de vida en nuestra cama./ He viajado mucho al fondo de mi cama».
Y como soy seguidora de Perec, también pienso en los fragmentos de mi hogar. Pero más que pensar en una cama, voy directo a poner mis pensamientos en el sillón rojo en que ahora mismo estoy tecleando todo esto. Al principio lo usaba solo para sentarme a descansar por las tardes. O si venían visitas, siempre lo prefería al blanco que está al frente, uno de felpa, más grande y de seguro de una tienda sofisticada. Luego comencé a usarlo para leer por las mañanas. Comencé a encontrar en este espacio el lugar donde podía hacer mi vida. Incluso ahora mismo puede que se transforme en mi propia biblioteca. Cada una de sus puntas está con cerros de libros que se caen cuando duermo o cuando me alimento. A ratos me mudo a dormir a este sillón. Dejo mi cama matrimonial para encerrarme de lleno en este pequeño espacio, en que almuerzo, duermo, leo y escribo, como si fuese un gran piso lleno de comodidades. También traslado parte mi ropa desde el armario a este sillón. En una de las esquinas dejo mi pijama y en la otra la ropa del gimnasio. Tengo una manta y las sábanas, que por el día las escondo detrás, en una caja, y luego las saco por las noches, cuando me acuesto.
«En uno de los apartados, Ruefle cita a Paul Valery, que habla en algún momento de su obra en relación a los inicios de un poema, o cómo comienzan. Valery dice que los poemas no se terminan, sino que “simplemente se abandonan”.
Seguro todos hemos abandonado muchos textos en ordenadores e incluso en nuestras cabezas»
A veces he intentado entender por qué me traslado a este sillón. Primero, evidentemente me vendrán las teorías del cuarto propio y demás. Por supuesto que es una de las razones. Pero también la luz que llega a este espacio me calma, me protege. Las otras habitaciones están inundadas de una luz que violenta, en cambio, esta calma, silencia. Tercero, el habitar este espacio realmente me ha permitido escribir con total libertad, porque acá nadie llega, nadie espía lo que escribo y puedo reírme a mis anchas de mis ejercicios sin sentido y mis textos que se interrumpen sin más. O incluso, y para terminar, este sillón también es mi isla, es sin duda, una forma de habitar y dormir en el fragmento más apetecido del hogar.
A FAVOR DE LA INTERRUPCIÓN
por Mercedes Halfon
Antes de llegar a escribir la primera línea de este texto sufrí dos interrupciones. Ambas fueron provocadas por mi gato, que desde esta mañana está obsesionado con una de las plantas del balcón, quiere sacar afuera toda la tierra que hay adentro de la maceta, no sé con qué fin, pero insiste e insiste. No hay modo. Tengo que suspender la lectura de los apuntes que rodean mi computadora para sacarlo, llamarle la atención con algo, distraerlo y volver a sentarme. Hace tiempo que sé que es muy difícil para mí centrar la atención por completo en algo: un texto que escribir, una lectura, la preparación de una receta, una conversación con una amiga, incluso dormir. La interrupción es la única constante en mi vida. Claro que eso que viene de afuera también se reproduce en mi mente. Un pensamiento me lleva a otro, una lectura a la otra, las tareas quedan empezadas y sin concluir. Pero de pronto pienso que este texto sobre el fragmento, puede albergar esa forma, ese modus operandi y me tranquilizo. Voy a retar al gato y vuelvo.
se me aparecía un aspecto diferente. El ojo como un prisma que refractaba luz en múltiples direcciones.
Encontré en el fragmento la solución para pasar de la poesía a la prosa con mi primer libro de narrativa. Tenía el ejercicio del poema, en el que cada texto es una forma breve, que si bien puede estar enlazado con otros que le anteceden o suceden, es autoconclusivo. Cada verso, incluso, lo es. La poesía trabaja con la síntesis máxima, en esa tensión encuentra su efecto. Por eso, cuando tuve la intención de escribir en prosa, mis grandes problemas fueron la extensión y la continuidad. Escribía corto, breve, lo que tenía para decir se me acababa enseguida. Contaba las páginas del archivo en el que venía trabajando y me angustiaba, siempre eran muy escasas. Sucedía que cada vez que me ponía a escribir, en vez de sumar algunas líneas nuevas, no podía evitar releer lo que había y condensarlo más —«esto puede decirse en menos palabras»—. El asunto eran los ojos, un tema sobre el que había perspectivas científicas, filosóficas, estéticas. Por eso, cuando finalmente retomaba la escritura, en vez de profundizar o continuar lo anterior,
Dice Lydia Davis en su libro Ensayos: «Ahora que por fin entiendo a qué me refiero cuando pienso en un fragmento, antiguo o nuevo, sería un texto que trabaja con el silencio, con la omisión, con lo abreviado, y así alude a una ausencia, pero transmite el efecto de una experiencia completa». Esta definición me resuena en cada uno de sus términos. En principio porque es precisamente de silencio de lo que necesito rodearme en la escritura. Escribir es tomar la palabra y su opuesto es callarse, dejar de hablar, que lo dicho encuentre un espacio de resonancia en el que el discurso se interrumpe. El silencio es una parte imprescindible en lo que escribo. Lo valoro también en lo que leo y agregaría que incluso en mi vida cotidiana. Una conferencia de dos horas de extensión para mí es una toma de rehenes, no creo que sea necesario acaparar la atención de esa manera. Las personas que monopolizan la conversación en una reunión de amigos me resultan sospechosas, me pregunto si no se cansan de oír su propia voz o si no saben que el secreto de cualquier dialogo interesante es la reciprocidad, el interés mutuo. En la literatura creo que ocurre lo mismo. Me convoca que lo escrito o lo leído habilite ese espacio. Un momento de complicidad entre quien escribe y quien lee para tomarse un respiro. Un momento para levantar la mirada, distraerse, ponerse a divagar.
Era un libro de prosa, pero lo cierto es que lo trabajé como uno de poesía. Elegí la forma del capítulo breve, no más de una página de Word, como un marco en el que podía explayarme —a mi juicio— muchísimo sobre cada aspecto, poner un punto y retomar en otro momento. En cada capítulo lo daba todo y luego necesitaba tiempo para pensar en el siguiente. El tiempo era para mí, para ir entendiendo ese material polimorfo, híbrido y que era recorrido
«En la descripción de Barthes parece que los fragmentos bailaran. Los impulsa una música. No están unidos por un entramado jerárquico, ni consecutivo, como en el relato tradicional; la narración no está direccionada, no tiene intenciones de ir a ningún lugar en especial. No encuentro un modo más atinado para pensar la relación de las partes en un texto de esta índole que una cuestión de tono. Para seguir con la metáfora, digamos que Barthes da en la tecla. Los fragmentos se adhieren, se suman, de modo horizontal y lo que hace que uno esté junto a otro es esa tonalidad»
apenas por un hilo tenue que unía las partes en un tejido abierto, flojo, con las puntadas a la vista. Pero ese tiempo de la escritura se iba trasladando también a la forma. Escandía los pasajes. Cada uno de ellos quedaba detenido en un tiempo propio, con mucho blanco a su alrededor. Como una isla. Como si estuviera suspendido en el aire.
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Las interrupciones se multiplican en mi vida desde hace por lo menos doce años, cuando me convertí en madre. El libro del que hablo, El trabajo de los ojos, fue escrito durante el embarazo y en los primeros años de la maternidad. Un tiempo, que como es sabido, está hecho de interrupciones. Mi tiempo se fraccionaba en periodos muy breves: tres horas libres entre teta y teta, dos horas mientras el bebé dormía de corrido antes de un llanto, tres horas que venía la niñera por la tarde. Esos lapsos breves eran como epifanías. A veces salía del departamento a dar una vuelta o me encerraba en un bar y abría la computadora. Un capitulito breve por delante. El dibujo de una estrella fugaz en el cielo. La maternidad fue mi escuela del fragmento, la que me enseñó a concentrarme muchísimo por pocos minutos, porque después todo podía irse al demonio. Había cosas urgentes que atender. Y la escritura iba haciéndose lugar en ese tiempo concentrado. Flashes, pestañeos. Más un paso de baile que una coreografía.
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Lydia Davis también dice que el fragmento trabaja con la omisión, lo que se abrevia, y que de algún modo aparece, a modo de ausencia. Otra forma posible de pensar la escritura. No lo que vamos a contar, sino lo que no contaremos, lo que quedará indefectiblemente fuera de la página. Cuando me enfrento a un tema nuevo sobre el que quiero investigar, mi pesadilla recurrente es la imposibilidad, sentir que no hay modo de que pueda abarcarlo por entero. Supongo que no soy original, pero a medida que avanzo sobre el asunto, que voy cercando sus bordes, anoticiándome de su núcleo y sus periferias, de sus principales portavoces, mi impresión es que voy conociendo más, entendiendo más, no del tema en cuestión, sino de lo que no llegaré a conocer nunca. El desenlace de una pesquisa suele ser para mí no necesariamente encontrar una serie de respuestas, sino una nueva serie de preguntas. Escribir como encontrar el camino para bordear lo que no sé, que a lo largo del trabajo se ha ampliado. Mi idea de ser rigurosa es asumir que, si hay un todo, siempre se va a escapar por una rendija.
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Es impresionante el modo en que este texto no avanza. Ya van dos jornadas de trabajo y el contador permanece clavado en mil palabras. Es que hoy a la mañana cuando recomencé, leí todo lo escrito para recuperar el tono y continuar, pero había tanto para corregir, para condensar, para que la música no se volviera altisonante. El gato por su
parte dejó su pasión naturalista de balcón y volvió a atacar las sillas de cuero, su gran debilidad —especialmente desde que se me ocurrió retapizarlas—. Debería dejar de pararme a retarlo. Asumir el sonido de sus uñas contra la tela como mi música incidental.
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Escribir es ser un poco una coleccionista de fragmentos. Como si se tratara de mostrar con mis propias manos una cerámica rota, varias de sus piezas perdidas.
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¿Quizás fue el gato el que rompió la cerámica?
* El primer libro en fragmentos que leí fue —precisamente— Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. Me enamoré de su forma, de su textura, además de su tema, que a los veinte años fue como un golpe en la cabeza, una verdadera revelación. Y lo sigue siendo ahora, que vuelvo a él buscando algún pensamiento para este texto. Como todo libro abierto —Barthes dice que el libro es, idealmente una cooperativa— el sentido no deja de producirse nunca. Advierte: «Cada figura estalla, vibra sola como un sonido separado de toda melodía o se repite, hasta la saciedad, como el motivo de una música dominante. Ninguna lógica liga las figuras ni determina su contigüidad: las figuras están fuera de todo sintagma, fuera de todo relato; se agitan, se esquivan, se apaciguan, vuelven, se alejan, sin más orden que un vuelo de mosquitos».
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En la descripción de Barthes parece que los fragmentos bailaran. Los impulsa una música. No están unidos por un entramado jerárquico, ni consecutivo, como en el relato tradicional; la narración no está direccionada, no tiene intenciones de ir a ningún lugar en especial. No encuentro un modo más atinado para pensar la relación de las partes en un texto de esta índole que una cuestión de tono. Para seguir con la metáfora, digamos que Barthes da en la tecla. Los fragmentos se adhieren, se suman, de modo horizontal y lo que hace que uno esté junto a otro es esa tonalidad. Me gusta pensar que a estos fragmentos la ilación no se la da el sentido, sino algo de otro orden, más misterioso y sutil, que se reconoce a un nivel auditivo. Como si el sonido fuese un imán que atrajera las partes hacia el centro del texto.
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Más un estribillo que toda una canción.
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El tono puede ser algo que escuchamos —un sonido—, pero también puede ser algo que vemos —un color—. Cuando tuve que hacer la edición final del libro del que hablo, armé una gran cartulina con post it de distintos colores. Armé series temáticas que se representaban cromáticamente. La serie de mi evolución en materia de ojos era rosa, la serie que incluía a oftalmólogos, ciegos y especialistas en visión era verde flúor, la serie de momentos raros, en la que podía entrar cualquier personaje o cosa (Chaplin, Santa Lucía, Homero) era azul, la serie que involucraba a mi madre, naranja. Y así. Fui armando ese mosaico post it a post it, lo ubiqué en el suelo y lo observé desde arriba, como si se tratara de un mapa geográfico, o mejor: un mapa climático. Fui cambiando fragmentos de lugar, por necesidades estrictamente cromáticas. Acá hace falta más rosa. Acá más azul. Acá, un blanco. Era un patchwork, antes que una novela breve. Todavía conservo la cartulina porque me enseña que ese método de construcción, intuitivo y un poco arbitrario, me resultó mucho mejor que el empleo aplicado y exhaustivo de mi razón.
Se me ocurre algo más. El fragmento no se encuentra solamente en la escritura, sino que también puede ser un efecto de lectura. Las interrupciones a las que sometemos los textos que leemos, queramos o no, los vuelven fragmentarios. No hace falta dar demasiadas explicaciones, la época atenta contra la concentración prolongada —las quejas sobre esta problemática podrían llenar varios libros—, eso suele ser exasperante, pero ¿no es mejor finalmente abrazar esa concentración difusa, fragmentaria, que nos hace leer de a sorbos pequeños, como si la lectura fuera la última cantimplora en el desierto? Leer mal, leer cortado, leer de a poco, leer de forma incompleta. Ser un lector golondrina, que se lleva algo y se va a otro lado.
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Pienso que las interrupciones son una de las formas en las que el continuum de nuestra vida adquiere nuevos significados. Si todo funcionara bien, si todo «fluyera», no habría espacio para la sorpresa, para lo inesperado, para la iluminación. Para reconducirnos a nuestra propia cinta de avance, con un leve glitch, con una pequeña modificación de perspectiva.
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«Cuando tuve que hacer la edición final del libro del que hablo, armé una gran cartulina con post it de distintos colores. Armé series temáticas que se representaban cromáticamente. La serie de mi evolución en materia de ojos era rosa, la serie que incluía a oftalmólogos, ciegos y especialistas en visión era verde flúor, la serie de momentos raros, en la que podía entrar cualquier personaje o cosa (Chaplin, Santa Lucía, Homero) era azul, la serie que involucraba a mi madre, naranja»
La programación de la TV es interrumpida por una cadena nacional. El tránsito se detiene por un atasco y nos tenemos que desviar. Un corte de luz nos devuelve prácticas y quehaceres propios del siglo XIX. Una clase en la universidad se corta por un acto político. Un corte de internet nos lleva a mirar el dibujo del cielo. Una invasión de mosquitos en la ciudad de Buenos Aires nos impide salir a la calle, se suspenden los planes de la tarde, observamos al gato que finalmente duerme, como si nunca hubiera hecho otra cosa, como si ese fuera por completo su destino, quizás consigna que este texto avance.
PIEZA PARA EL VIENTO
por Verónica Gerber Bicecci
«Corta un cuadro en pedazos y deja que se pierdan en el viento. Verano 1962», Yoko Ono
«Somos una máquina de ensamblaje. No escritores, sino partes de escritores», Vivian Abenshushan
«Cuando a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo», Alejandra Pizarnik
«Lxs lectorxs son como nómadas recolectores», Jonathan Lethem
«Interroga al universo con unas tijeras y un bote de pegamento», William Gibson
«Los confines no son definidos sino más bien interrumpidos», Omar Clabrese
«Estamos […] frente a un objeto de tiempo complejo, de tiempo impuro: un extraordinario montaje de tiempos heterogéneos que forman anacronismos», Georges Didi-Huberman
«Encuentra en [la] brecha no lo que termina, sino lo que se prolonga», Maurice Blanchot
«Las pequeñas frases que empiezo y nunca termino –los pequeños pozos que ~ -~ cavé y nunca rellené –», Emily Dickinson
«La interrupción es la incapacidad para poner un final», Hans-Jost Frey
«La escritura (cosas que se quedaron sin terminar en el inicio de los tiempos)», Carla Faesler
«Vienen como un retorno […]; el eterno retorno de la misma rotura», Dan Mellanphy
«Hay un espacio en el que un pensamiento podría ser, pero que no puedes atrapar. Me encanta ese espacio. Esa es la razón por la que me gusta trabajar con fragmentos. Porque no importa en qué se convertiría ese pensamiento si se elaborara completamente, no sería tan bueno como la sugerencia de un pensamiento que te da ese espacio. Nada completamente elaborado podría ser tan arrobador, tan espeluznante», Anne Carson 13. 14.
«La diferencia entre conjunción y conexión. La conjunción es agenciamiento de singularidades. La conexión es interoperatividad con la máquina. La conjunción es devenir otro.
En cambio, en la conexión cada elemento permanece distinto e interactúa funcionalmente», Kekena Corvalan
«arriesgarse a descomponer a desconectar a asociar sin sistema en contra del sistema también contra uno mismo porque el sistema es pegajoso como la arena del mar», Catalina Vargas Tovar
POÉTICA METAFRAGMENTARIA
por Vicente Luis Mora
Si somos ordenados, lo primero será dirimir si la naturaleza es una, o si es una multitud corpuscular; y, en este segundo caso, esclarecer si el cosmos es discontinuo o si su naturaleza es fragmentaria.
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Esto parte de la presunción de que el universo es el fenómeno más extenso y el único que no forma parte de otra entidad mayor, planteamiento que sostendremos a ciegas, no porque poseamos argumentos para defenderlo, sino para no perder la cordura.
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Respecto al todo cosmológico, cualquier otra cosa es fragmentada, puesto que el fragmento siempre remite a una totalidad. Pero, si descendemos a fenómenos terráqueos, y de ahí bajamos a los culturales –lo que no es poco descender–, las obras pueden ser discontinuas o fragmentarias. Serán discontinuas, como un libro de aforismos o una colección de poemas, si las esquirlas que las forman tienen sentido independiente (entre sí y respecto al todo). En cambio, serán fragmentarias, como este artículo (de momento), si todas sus partes –podemos llamarlas piezas– reflejan como añicos de espejo un todo común y lo componen por agregación. Así suele suceder en la mayoría de las novelas y en los libros de poemas orgánicos, donde una misma razón de ser mueve o ilumina todas sus porciones o componentes.
bastante homogéneo, pero tras las historias sobre los hombres infames aparece de súbito el relato «Hombre de la esquina rosada» y se termina con los episodios breves de «Etcétera». La quiebra del principio rector nos descoloca: nos quedamos en tierra de nadie –y quizá Juan sin tierra (1975) de Juan Goytisolo, que llegue aquí asociado por la mención a la tierra y a la identidad, sea otro ejemplo– y las etiquetas se nos escurren entre los dedos. Me gustan este tipo de libros, porque bloquean las categorías y las desactivan; son artificieros inversos, su material explosivo es su capacidad de desactivar.
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Otro caso podría ser la interesante colección de Sarah Manguso, 300 razones, un libro fragmentario que en varias partes reflexiona sobre su propia composición: «La palabra fragmento se suele usar mal para describir cualquier cosa más pequeña que una panera, pero un libro de ochocientas páginas no está más completo o entero que un poema de diez versos. Eso es confundir el tamaño con la integridad. Un coco no es un fragmento de un cocodrilo salvo ortográficamente» (Manguso, 2023: 54-55). El libro de Manguso, como todos los libros corpusculares, es irregular, pero el tono medio es más que aceptable –a lo que ayuda un sano sentido del humor– y tiene algunos hallazgos e ingenios excepcionales.
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Hay libros intermedios entre estas dos estructuras corpusculares. Pensemos en El ruido de una época (2023) de Ariana Harwicz, o en el Manual del distraído (1978) de Alejandro Rossi; como cebras o tigres, son obras laminadas, rayadas, ambivalentes, donde encontramos textos con elementos en común y otros que no dialogan entre sí. Algo similar sucede con El hacedor (1960) y la Historia universal de la infamia (1935) de Jorge Luis Borges; este último parece
El otro día pensé que The Turn of the Screw (1898), de Henry James, no tiene un tema real, porque depende de la proyección que le inflijas de tus propias neurosis. ¿Es una novela metafísica sobre el ser humano y el poder? ¿Es una novela gótica, sobrenatural? ¿Es una narración realista sobre dos hermanos y una institutriz? ¿Es una reflexión sobre el manuscrito encontrado como forma de contar historias? ¿Es todas esas posibilidades al mismo tiempo? ¿Es el libro sobre nada que buscaba Flaubert, no por vacío, sino por borroso?
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El corpúsculo anterior no tiene nada que ver con el resto de este artículo, es una especie de isótopo, un alienus o alienígena textual. Me pregunto si eso convierte a este texto en discontinuo, o en uno de esos casos híbridos citados arriba, esos atigrados desactivadores de categorías.
El fragmento funciona con una modularidad similar a las de las combinaciones de proteínas que dan lugar a la vida: como los aminoácidos, los fragmentos textuales «interactúan componiendo toda variedad de objetos complejos», y su complicación crece con el número: «cuando se unen decenas y cientos, las interacciones se vuelven increíblemente complejas y dan origen a estructuras funcionales específicas» (Tripaldi, 2023: 40-41). Es decir, la ramificación fragmentaria produce nuevas formas de vida textual; un texto fragmentario lo suficiente largo ya no solo constituye un texto modular, es fragmentario y a la vez es otras cosas, otros textos, otra entidad emancipada de su primer movimiento. En el mejor de los casos, es otra forma de vida inteligente.
En cambio, las obras unitarias, como las novelas sólidas y compactas, son siempre iguales a sí mismas, pueden crecer hasta la desmesura sin cambiar un ápice. Eso no tiene por qué ser malo, aunque quizá pueda ser fatigoso a partir de cierto punto. Tampoco lo fragmentario está libre de ser aburrido, aunque quizá lo sea de una forma más dinámica y variada.
te: aquel que utiliza fragmentos y mónadas discontinuas para integrarlas juntas en un texto fragmentario, roto pero unido por una totalidad temática (el silencio y la escritura). De forma que las ínsulas discontinuas cambian de naturaleza al ser entreveradas en un sistema metafragmentario, lo que revela la condición mutante de cualquier texto de pequeña extensión y más o menos autotélico o autosuficiente.
En Circular 22 (2022) llevé a cabo un ejercicio de metadiscontinuidad, puesto que en algunas mónadas –es una obra discontinua, no fragmentaria, por lo que no debería hablarse en ella de piezas, partes, componentes, órganos ni fracciones– se discutía su propia naturaleza, en soliloquio o al referirse a otros textos. La editora, la profesora polaca Monika Sobołewska, explica esta peculiaridad desde una visión académica en el epílogo crítico. Y por ello tiene sentido que alguna de las piezas de Circular 22 haya sido incluida en una obra metafragmentaria, Sin título. Fragmentos de un silencio inacabado (2024), inclasificable obra de Rosendo Cid, que nace como catálogo de la exposición homónima organizada en la librería Nordés, de Santiago de Compostela, en 2023, pero que ha terminado adquiriendo naturaleza propia –e híbrida–. Sus 188 páginas reúnen 501 fragmentos de distintas autorías, cuyo tema nuclear es el silencio pero que luego acaban proliferando hacia otros asuntos y sentidos, entre ellos, y ya desde el título, la condición corpuscular y segmentada. Esta logomaquia o, más bien, relogomaquia o tortilogio (expresión de Julián Jiménez Heffernan utilizada en Los papeles rotos para hablar de la poesía de César Vallejo) genera otro texto híbrido interesan-
Como recordaba María Teresa Vilariño Picos (2007), «el uso, a veces indiscriminado, de la fragmentación, muy asumido por las obras posmodernas, intenta responder a un predominio del concepto de espacio en el arte del siglo XXI sobre el de temporalidad, que ha definido desde el Modernismo el paradigma de lo literario. Entre estas obras de arte literarias del siglo XXI, [...] las hipertextuales (narrativas, poéticas o teatrales) se erigen como productos mixtos que comparten elementos del cine, del teatro y de la performance, de la pintura, la música o el vídeo». Me interesa mucho el énfasis que pone Vilariño Picos sobre la espacialidad, frente a la cronología, porque permite mirar algunas decisiones estilísticas de otra manera. Pensemos en los relatos que componen Los muebles del mundo (2023) de Ricardo Menéndez Salmón, que agrupan más de dos décadas de actividad cuentística. Junto a piezas de corte de más tradicional, hay varios relatos que tienen una composición fragmentaria, como «Los caballos azules», «Vida de Henry J. Darger, pintor» o «La bella y los monstruos», compuestos por una especie de secuencias narrativas, ubicadas a veces en tiempos distintos pero casi siempre en espacios diferentes, como si fuesen cambios de plano cinematográficos, con ambientación dispar. Además, varios relatos abordan asuntos del mundo del arte (una constante de Menéndez Salmón, que tiene ensayos artísticos como M’illumino d’immenso, 2022), o novelas protagonizadas por artistas, como La luz es más antigua que el amor, 2010), con lo cual podríamos movernos en un terreno estructural contiguo al de las estampas, esos fragmentos narrativos de hondo pulso plástico, que sugieren a la vez que recrean y que narran a la par que ambientan. Incluso dentro de las partes que componen los fragmentos, separadas entre sí mediante tres asteriscos, podemos encontrar párrafos que tienen su propia autonomía, que añaden información –y elementos visuales– al resto de componentes:
«En La dormición de la Virgen, Peter Rühs capturó toda la dignidad de la vida y toda la solemnidad de la muerte en el gesto de la mano derecha de la Virgen, lánguida como el ala de un cisne; en el marco de una ventana por la que penetraba un resplandor lunar que parecía imponer un manto de silencio; en el dolor asombrosamente sincero de las plañideras» (Menéndez Salmón, 2023: 109).
Este párrafo dialoga con un ensayo del mismo autor sobre las manos en el arte, Este pueblo silencioso. Las manos en el Museo de Bellas Artes de Asturias (2020), y demuestra una interesante continuidad temática y tonal, y también la condición «viajera» de algunos párrafos del autor, que pueden cambiar de género y de libro, precisamente por su cualidad autónoma y fragmentaria. Otro ejemplo lo explicaremos en un texto que estoy preparando sobre literatura y arte en la última narrativa hispánica, donde muestro cómo un párrafo de Menéndez Salmón, incluido en una reseña periodística, acabó formando parte de un relato de tema artístico perteneciente a Los muebles del mundo. Pero esa capacidad del fragmento para viajar ya la explicó en su momento Octavio Paz en la «Advertencia» con la que se abre Corriente alterna: «Creo que el fragmento es la forma que mejor refleja esta realidad en movimiento que vivimos y que somos. Más que una semilla, el fragmento es una partícula errante que sólo se define frente a otras partículas: no es nada si no es una relación» (1990: 1). Por eso algunos autores, entre los que creo encontrarme, entienden que su obra es una especie de nebulosa donde todos los átomos pueden relacionarse, chocar, explosionar y cocer nuevas partículas y formas nuevas, esperemos que siempre luminosas. *
A partir de una reflexión de Brian Eno y Peter Schmidt en sus Estrategias oblicuas (1979): equilibrar coherencia e incoherencia, ¿sería una decisión coherente o incoherente? *
Dentro de las tipologías del fragmento, podemos hacer referencia también a la «entrada» enciclopédica, pseudoenciclopédica o de diccionario, que compone libros muy estimables, algunos ficcionales y otros no. Recordemos algunos: el Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot (1958) y su descendencia o continuación en el Diccionario de símbolos (2010, 2017) de Jesús Aguado (autor también de un sugerente diccionario poético de Verbos, 2010), la fascinante Nueva enciclopedia (1977) y Contad, hombres, vuestra historia (1942) de Alberto Savinio; el Diccionario jázaro (1984) de Mirolad Pavić; La literatura nazi en América de Bolaño o el Diccionario de la bohemia. De Bécquer a Max Estrella (1854-1920) publicado por José Esteban en 2017, entre otros ejemplos posibles. Algunos de estos libros reúnen personas reales y otras se las inventan; no faltan quienes, como Rafael Bolívar Coronado, el propio Jesús Aguado o Luis Alberto de Cuenca, han reunido antologías o compilaciones donde se mezclaban poetas reales con otros inexistentes. A estas –muy diversas entre sí– colecciones de entradas textuales viene a sumarse La idea natural (2024) de María Negroni, una colección de textos sobre representaciones de la naturaleza de otros escritores, de Lucrecio a Annie Lennox o W. G. Sebald, pasando por Linneo y Emily Dickinson. Algunos de los autores parecen imaginarios, aunque son históricos, y Negroni lee en cierto momento la tensión entre la forma fragmentaria y la identidad subjetiva: «Sei Shōnagon fue una pionera de esa forma breve, fugaz y
digresiva que se conoció como zuihitsu, una suerte de ensayo cuya finalidad no declarada era inducir la dispersión del sujeto en fragmentos» (Negroni, 2024: 22). Libro híbrido de apuntes irónicos, poemas, notas eruditas y fragmentos sin género, La idea natural es una deliciosa Wunderkammer.
La pulsión –científica a veces, inventiva en otras, taxonómica siempre– de las voces convocadas por Negroni dialoga bien con el breve y seductor ensayo de Anna-Sophie Springer, Inter folia, aves (2024), que hace un recorrido por la historia de los libros sobre aves, estudiando sus pretensiones imposibles de captar la realidad de los pájaros mediante la taxidermia, el dibujo, la écfrasis o el apunte del natural. Colonialismo y espíritu científico convergen en los libros y tratados estudiados por Springer, que anota siempre el insalvable hiato entre la belleza viva de las aves y sus pálidos y a ratos monstruosos espejismos dibujados, escritos o disecados. En unas interesantes páginas, Springer recuerda el famoso armario de Linneo, un mueble de estantes móviles que le permitió catalogar las especies vegetales con mayor precisión, al permitir la estructura del armario la incorporación de especies intermedias, lo que era imposible en los métodos tradicionales de los naturalistas, quienes «solían organizar sus hojas de herbario encuadernándolas en libros u objetos similares, lo cual otorgaba a las plantas un cierto orden finito o, al menos, linear. En cambio, el armario permitía una investigación más abierta» (Springer, 2024: 44). Lo mismo sucede con el fragmento literario: su forma abierta y modular, su condición de armario interminable, como los anaqueles de «La biblioteca de Babel», de Borges, permite una investigación regida por una logomaquia distinta cada vez, una reordenación de materiales en la que hallazgo, distorsión y enigma pueden estar indisolublemente unidos.
En un lugar destacado entre estos libros confeccionados a la manera de enciclopedias, podríamos citar la maravillosa historia de Zhemao, una redactora china de Wikipedia que durante una década publicó cientos de entradas fantasiosas sobre la historia de Rusia, por desgracia ya borradas. Zhemao «generó una historia alternativa masiva, fantástica y en gran parte ficcional en la Wikipedia china, escribiendo millones de palabras sobre figuras políticas completamente inventadas, enormes (e inexistentes) minas de plata e importantes batallas que nunca tuvieron lugar» (Diamond, 2022). Según Diamond, con la eliminación de esas entradas de Zhemao se nos negó la oportunidad de leer la única y verdadera gran novela de internet, una novela lógicamente fragmentaria, como lo es la red misma.
Fragmento y discontinuidad rompen la unicidad de las cosas y los discursos –aunque el fragmento nunca olvide al todo del que proviene–, pero lo hacen de diverso modo. «De la misma manera que el flujo no es el continuo temporal», según el Lezama Lima de Oppiano Licario (1983: 170), las narraciones bifurcadas, atomizadas, fractales o discontinuas tienen leyes diferentes, aunque la ruptura sea parte esencial de su naturaleza. Cada texto roto, como cada sujeto escindido, vive la disolución de formas distintas. La multiplicación celular, el espejeo y la arborescencia son comunes a todos los seres, pero cada obra literaria y cada persona crean una forma de vida ajustada a su situación. Este texto, por ejemplo, llega a su término desconociendo su identidad, sin saber si es fragmentario o discontinuo. Quizá es un tigre.
Usted, que es miles de entes, también es un fragmento de algo, todas y todos lo somos; pero nos queda saber, finalmente, a qué relato pertenecemos, en qué página exacta nos hallamos en el negro libro del cosmos.
Bibliografía
Diamond, Jonny (2022). «A “Chinese Borges” wrote millions of words of fake Russian history on Wikipedia for a decade», Literary Hub, 28/06/2022. Accesible en https://lithub.com/a-chinese-borges-wrote-millions-of-words-of-fake-russian-history-on-wikipedia-for-a-decade/. Lezama Lima, José (1983). Oppiano Licario. Madrid: Alianza Editorial. Manguso, Sarah (2023). 300 razones. Trad. Inma Pérez Parra. Barcelona: Alpha Decay. Menéndez Salmón, Ricardo (2023). Los muebles del mundo. Barcelona: Seix Barral. Mora, Vicente Luis (2022). «Discontinuidad y fragmentarismo en la prosa hispánica actual: relectura de dos modos de entender la estética de la disgregación narrativa, en Teresa Gómez Trueba y Rubén Venzón (eds.), Grietas. Estudios sobre fragmentación y narrativa contemporánea. Berna: Peter Lang, pp. 21-59.
Negroni, María (2024). La idea natural. Barcelona: Acantilado. Paz, Octavio (1990). Corriente alterna. México D.F.: Siglo XXI Editores. Springer, Anna-Sophie (2024). Inter folia, aves. Barcelona: Greylock Editorial. Tripaldi, Laura (2023). Mentes paralelas. Descubrir la inteligencia de los materiales. Buenos Aires: Caja Negra. Vilariño Picos, María Teresa (2007). «Espacios esquizofrénicos. Destrucción y creación en el arte contemporáneo», Espéculo. Revista de estudios literarios, Universidad Complutense de Madrid, nº 36. Accesible en http://www.ucm.es/info/especulo/numero36/esesquiz.html.
EL FRAGMENTO: UNA EDUCACIÓN
SENTIMENTAL
por Azahara Alonso
Ese maldito yo. Eso decía el lomo de aquel libro: Ese maldito yo. ¿Quién puede titular así y qué es lo que aglutina bajo semejantes palabras? Cuidadosamente, pero ya con hambre de esas páginas, apoyé el dedo índice sobre la parte superior e hice balanza, atraje el libro y lo abrí. Necesitaba saber qué decía. «Pienso en C., para quien beber café era la única razón de existir. Un día que le hablaba de los méritos del budismo, me respondió: “El Nirvana, de acuerdo, pero con café”. Todos tenemos alguna manía que nos impide aceptar incondicionalmente la dicha suprema». Junto a ese breve texto (¿frase, anotación, pensamiento?), y separados por un asterisco cada vez, descubrí otros tantos textos (¿consignas, ideas, acaso proverbios?) de la misma naturaleza. «Para neutralizar a los envidiosos, deberíamos salir a la calle con muletas. Únicamente el espectáculo de nuestra degradación humaniza algo a nuestros amigos y a nuestros enemigos», el igual de tremendo «Solo me entran ganas de trabajar cuando tengo que ir a una cita. Voy siempre a ella con la certeza de dejar escapar una ocasión única de superarme» e incluso el irrefutable «Lo que sé arruina lo que deseo». El disfrute había comenzado, aunque algo se me escapaba por completo: si no parecía una novela ni un poemario, y mucho menos lo que entendía por ensayo, ¿qué era ese libro, qué naturaleza tenía su escritura? Esta anécdota me resulta fundacional, y el encuentro entre una joven y el libro adecuado tiene, leído desde hoy —pero ya incluso entonces— el carácter de lo inevitable. Completo la escena añadiéndole contexto: esa tarde de sábado de diciembre había ido in extremis, casi a la hora de cierre, a una de las bibliotecas públicas de mi ciudad para tomar prestado un libro. Me hacía falta para algún trabajo de la facultad, en la que apenas llevaba un trimestre estudiando. Pero incluso en la prisa me dejé llevar por la golosa curiosidad del excedente, y así di con aquel título, con aquel libro. Ni siquiera recuerdo ya cuál había ido a buscar. Guardé Ese maldito yo en el bolso y acudí a la cita que tenía, porque esa noche, por supuesto, el plan era salir. «No sabéis el libro rarísimo que he encontrado»,
les dije a mis amigos. No les extrañó demasiado porque, como estudiantes de Filosofía, conocían vagamente a Cioran; la mayoría lo despreciaba desde esa falsa altura intelectual que dan los primeros años de estudios: autor sin obra sistemática, quizá poco ambicioso como filósofo, demasiado cercano a la literatura, creo que pensarían si hubieran tenido que articularlo más allá de la mueca de desdén. Confieso que a mí tampoco me extrañó tanto, en el fondo, aquel libro, porque para entonces no era la primera vez que había leído algo a lo que solo sabía llamar «citas» y que no sabía muy bien hasta qué punto ganaban su autonomía o se relacionaban entre sí dentro del libro. No tenía herramientas, lecturas, apuntes ni conversaciones para nombrar con precisión. No había llegado a una de las palabras que lo problematiza, tampoco a las sutilezas a las que más horas dedicaría en un futuro no demasiado lejano: qué es un aforismo, en qué se distingue de un fragmento. Y más allá, cuál es su historia, cómo se escribe, por qué tiene sentido publicarlo. Digo que no me tomaba por sorpresa porque antes de eso ya había leído y posteriormente repasado una y otra vez —con las anotaciones a lápiz, los subrayados, los asteriscos en el margen como forma de entusiasmo— un libro de citas que estaba en casa, a veces en el mueble del salón y a veces sobre la mesa. Mi madre lo había pedido al Círculo de Lectores para que yo le echase un vistazo y ella misma se había enganchado. Un tomo grueso pero amable, legible también para una alguien de catorce años. Estaba lleno de «frases» y durante unas semanas me lo llevé a todas partes. Parecía un oráculo —siguiendo aquel mandato de la bibliomancia: abre el libro por una página al azar, lee una de sus líneas (en este caso bien cerradas) y eso te dará respuestas—; era en realidad una forma de extraer artificialmente pensamientos de numerosos autores/as y compendiarlos por orden alfabético; y para mí, finalmente, significó el primer contacto con una literatura intermitente, disruptiva, en ese caso seguramente a su pesar.
Si tengo que responder a la pregunta que yo misma lancé, aquel otro libro, Ese maldito yo, era un hombre pensando.
Quizás entrecortadamente, de ahí que a mis compañeros — incapaces de asimilar otros sistemas— les pareciese menos sistemático, mostrando con eso la poca fe que se tiene en general en la potencia del fragmento. Más tarde supe que el título original, Aveux et anathèmes, se traducía literalmente por algo así como Confesiones y anatemas. El nihilista pero vitalistamente polémico Émil Michel Cioran lo había publicado en 1979 en París, más de cuatro décadas después de abandonar su Rumanía natal. Desde entonces seguí esa estela entre la brevedad y lo fragmentario.
Los libros de aforismos fueron durante un tiempo algo difícil de encontrar, una suerte de tesoros escondidos en las estanterías más inesperadas de bibliotecas, librerías y casas. Se infiltraban en esos espacios, a través del tiempo y también en la bibliografía de sus autores/as. Pocos son los que en su momento dedicaron toda su escritura a este género, algunos más quienes son recordados por una destreza especial en su decir conciso —los moralistas franceses, Blaise Pascal, Ramón Gómez de la Serna con sus greguerías—, y varios poetas y algún narrador/a se han dejado llevar por la excursión literaria a estos territorios menos celebrados por el público general. Cada vez más. En España, y según los datos aportados por José Ramón González en Pensar por lo breve, durante los años 80 se publicaron 9 libros de aforismos; durante los años 90, 26; de 2000 a 2012, 88. Con ese crecimiento exponencial —a pesar de su modestia—, hace ya
unos años que hemos normalizado la difusión de libros de aforismos, que tienen su propia colección dentro de catálogos de algunas editoriales y que, en algunos casos, son las publicaciones principales de esos sellos. Y si siempre es una buena noticia que lo periférico se nutra de vida y llegue a ser accesible para cualquier lector, sería cínico en cambio olvidar que la mayor producción de escrituras disidentes acaba a veces por inaugurar una fórmula. Pero en ese particular tipo de lectura y escritura que busca o encuentra sin querer, algo sigue siendo escurridizo, afortunadamente. Por eso el extrañamiento problemático y feliz que producía el aforismo —que es, a pesar de su aparente fragmentariedad, al fin y al cabo más apresable, autónomo, diríamos— se ha desplazado en estos días a su en ocasiones casi indistinguible compañero: el fragmento. Este sigue siendo salvaje, travieso, libérrimo, se permite crecer en extensión y dilatar su escritura de acuerdo a su deseo. Y sigue marcando parte de la obra de ya clásicos y clásicos contemporáneos, como Walter Benjamin y su fragmentada Infancia en Berlín, Theodor Walter Adorno y sus ciento cincuenta y tres relámpagos en Minima moralia, Georges Perec y sus inagotables y divertidísimas propuestas de Pensar / Clasificar, Roland Barthes y los autoproclamados Fragmentos del discurso amoroso, Carlos Edmundo de Ory y sus aerolitos, Chantal Maillard o La mujer de pie pensando a ráfagas, María Negroni y su peculiar forma de narrar El corazón del daño. Todos ellos/as han tenido que pasar por autores normales —sea lo que sea eso— para justificar la publicación y permanencia de algunas obras brillantemente inclasificables, preciosos artes de retales bien cosidos. Pero
está presente, por supuesto, en nuevas, más arriesgadas aún y anglosajonas formas de escritura contemporánea —no del todo asimiladas en otras concepciones históricas de la literatura—, como las de la estadounidense Maggie Nelson o el irlandés Brian Dillon: Los argonautas y Bluets, Ensayismo. Y continúa, por supuesto, generando fascinación a unas minorías y, por otra parte, una muy clasificable irritación a un extenso grupo lector que parece disfrutar más de la catalogación purista de los libros en la estantería «adecuada» que de su propuesta literaria.
El fragmento no se deja atrapar, es la mariposa que escapa del cazamariposas. El fragmento es hoy el tímido estandarte de la literatura híbrida.
vez que alguien habla de «libro híbrido» hay un altísimo porcentaje de probabilidades de estar señalando uno creado con fragmentos, independientemente de la extensión de estos; de uno que exige la participación de quien lee, quizá no más que en otro tipo de libros, pero sí de forma más explícita, proponiendo una reconstrucción a través de los silencios-espacios entre cada fragmento. Como si eso fuese un inconveniente y no la clave de lo literario.
Las mejores preguntas nunca se agotan, a pesar de o precisamente por su aparente sencillez: ¿Qué es un fragmento? Una idea de Friedrich Schlegel resulta reveladora en este punto: «Muchas de las obras de los antiguos se han vuelto fragmentos. Muchas obras modernas son fragmentos en cuanto las escriben». Ahí radica toda la complejidad de esta escritura de la que es difícil postular si ha adquirido la categoría de género o permanece en el presunto despiste de la anotación suelta, si es una brevedad paradójicamente autónoma o fue antes un cuerpo literario al que pertenecía. Porque podría tratarse de una astilla de un texto más fornido, como ocurre con gran parte de las obras que hemos recibido de autores y autoras de las antiguas Grecia y Roma. Por eso leemos entrecortadamente a Safo, con la esperanza de reconstruir en la imaginación el corpus completo a partir de las pistas que nos han llegado: «cuando rezo… / esa palabra… / yo quiero…». El fragmento sería en este caso, por definición, una «parte pequeña de alguna cosa quebrada o dividida», una «parte extraída o conservada de una obra artística, literaria o musical». Un género curioso, porque precisaría para su existencia no tanto de su nacimiento como de su ruptura con lo que lo conformó.
Pero si mantenemos la intuición de Schlegel, existiría un segundo tipo de fragmento, el más interesante hoy: el que nace como tal. Aunque no lo parezca, estamos entonces ante un texto muy diferente de los anteriores, porque puede crearse aislado, casi bastándose a sí mismo, o ser quebrado a conciencia de una instancia mayor. Solo a posteriori, en una lectura que lo aglutine junto a otros como él y tributando bajo un mismo título que le dé consistencia al conjunto, da acceso al sentido completo, la unidad superior de un libro al que se adelantó. Hablamos entonces, por fin, de escritura fragmentaria. Sin embargo, esta denominación parece servir a muchos para capturar en parte lo inclasificable, lo híbrido, lo que desordena nuestras bibliotecas. Porque cada
Cuenta el mencionado Brian Dillon que, desde que empezó a escribir hace más de quince años, siempre guarda sus textos en una carpeta del ordenador llamada «reseñas». No es cierto que toda su escritura se corresponda con esa etiqueta, pero confiesa que prefiere la sensación rutinaria de que todo lo que escribe tiene una modesta ambición: «llenaré el espacio asignado en una página, pasaré al siguiente encargo». Es algo así como la tranquilidad de lo abordable, una falta de expectativas —otros dirán «de ambición», de nuevo, aunque poco tiene que ver— en la propia escritura. Sucede, sin embargo, que este autor se confiesa también adicto a la profusión, no tanto a la producción, y son más de mil ya los textos que pueblan esa carpeta digital, algunos de ellos convertidos en libros, otros tantos no. Le gusta y detesta al mismo tiempo que su vida como escritor sea tan fracturada, porque esa quiebra da la idea de contingencia. Pero también calma su «ansiedad asesina». Y concluye: «Escribir para mí es la producción serial de fragmentos que se podrían redactar en un día o dos». Dillon es un obseso —un enamorado— de los fragmentos, a los que se refiere de mil maneras —ensayos, frases, pequeñas piezas de estilo— y a los que dedica gran parte de su escritura, al mismo tiempo ensayística, fraseada, estilizadísima.
Después de aquel encuentro en la biblioteca, y entre otros tal vez menos significativos, hubo dos más que dejaron una marca en mi biografía lectora. El primero fue con los Pequeños tratados, de Pascal Quignard. De nuevo en un mes de diciembre empecé a leerlos, en una preciosa edición en dos volúmenes, sentada esta vez en mi lugar de trabajo y llevada por una intuición. Ya en las primeras páginas me dije «He aquí otra epifanía», algo que cada lectora siente cuando un autor o autora que desconocía va directo a su altar. Al compartir la fascinación, la respuesta no fue ahora el desaire hacia Quignard, ni mucho menos. Más bien tuve que resistir el envite de una acusación: «¿Aún no lo conocías?». Y no; por suerte, lo leía por primera vez. Esos tratados no cabían en ningún género, eran «cortos argumentos desgarrados, contradicciones que
se dejaban abiertas, manos negativas, aporías, fragmentos de cuentos, vestigios (…) Siempre he amado las cosas rechazadas», en palabras del propio Quignard. Eran, en efecto, fragmentos. Llenos de contundencia, de belleza, de duda, desplegándose y afectándose entre sí. Era una reflexión en torno a los temas de lo humano, una observación desde la concepción literaria del mundo, y de ahí su recurrencia a los libros, al carácter de lo elocuente, a las bibliotecas, a las lenguas muertas, a las páginas, a la traducción casi imposible del pensamiento a la letra. Aquí tampoco había sistema, y esa era —por fin de forma explícita— la gracia: «Sistemas enteros parecen reiterar: horror al vacío. “¡Una respuesta mejor que nada! ¡Una pesadilla, una tiranía, no importa qué, una guerra, un amor, una superstición, todo antes que la falta de sentido! Pero no son más que vacío. Son el sonido que produce el vacío. La amenaza no proviene del vacío sino del miedo al vacío».
Y terminé por encontrar a Maggie Nelson. A ella acudí intencionadamente y sobre aviso: me iba a encantar, decían las voces amigas. Un augurio a veces problemático. De su libro Bluets, y también del anterior Los argonautas, la crítica no cesa de preguntarse si es un ensayo poético, una autobiografía, un relato excéntrico… ¿Son buenos?, me pregunto yo. Buenísimos, respondo. ¿Por qué? Porque ambos libros, en su valentía formal, dan lugar a que la escritura de Nelson entreteja temas y argumentos con una coherencia insospechada para la diversidad que reúne, para el tono que propone. Impreso en tinta azul, el libro Bluets está marcado por un total de doscientos cuarenta fragmentos que, como tales y a pesar de su aparente autonomía, pertenecen a un orden de sentido mayor. Esta retícula despliega una variedad azul tan personal como compartible, que colorea el fin de una relación y su insistente permanencia en la memoria, la nostalgia, la enfermedad de una amiga a quien los pies se le quedan «azules y suaves por desuso» y la tradición de los que, como Nelson, pensaron en los colores como hilos capaces de conducir y dar significado a su vínculo con el entorno: «1. Supongamos que comenzara diciendo que me he enamorado de un color. Supongamos que fuera a hablar de esto como si fuese una confesión; supongamos que hago añicos mi servilleta mientras hablamos. “Empezó paulatinamente. Una apreciación, una afinidad. Y, un día, se tornó más serio. Entonces —mirando una tacita vacía, su fondo manchado con un delgado residuo marrón enroscado en forma de caballito de mar— se volvió de algún modo personal”». El enamoramiento se abre paso: «6. El semicírculo del océano de un turquesa cegador es la escena primaria de este amor y que exista este azul hace que mi vida sea excepcional, solo por haberlo visto. Haber visto tales bellezas, encontrarme entre ellas, sin elección. Volví allí ayer y permanecí de nuevo en la montaña». Incluso me empezó a gustar ese color.
«Es algo así como la tranquilidad de lo abordable, una falta de expectativas —otros dirán “de ambición”, de nuevo, aunque poco tiene que ver— en la propia escritura. Sucede, sin embargo, que este autor se confiesa también adicto a la profusión, no tanto a la producción, y son más de mil ya los textos que pueblan esa carpeta digital, algunos de ellos convertidos en libros, otros tantos no. Le gusta y detesta al mismo tiempo que su vida como escritor sea tan fracturada, porque esa quiebra da la idea de contingencia»
Gracias a —o por culpa de— todos estos fragmentos tuve y mantengo las ganas de escribir. Inicio y abandono, rompo o engarzo mis palabras no sé si con más confianza por saber que ellos lo han hecho y algunas lo disfrutamos, pero sí, seguro, con el deseo de jugar en la página, de escribir algo apetecible, pensado, gozoso. Y espero, como una promesa, el regalo del siguiente encuentro desde mi posición de lectora.
LA VOCACIÓN ECOLÓGICA
por Gonzalo Maier
El escritor de fragmentos no nace, se deshace.
El chiste es malo, pero al menos indica una ruta a explorar en los próximos párrafos: el mundo de los fragmentos no es el de las certezas o el de las grandes alamedas, sino el de los escombros y los rastros que van quedando en el camino, sin mucha forma, que se pierden como las migas que perseguían Hansel y Gretel.
A buenas y primeras es sencillo dar una definición: un fragmento es una parte, solo una, de algo más grande y complejo. Esa parte también puede ser un resto. En castellano: el fragmento puede ser la parte de algo que existe o que existió.
El tiempo verbal no da igual. Lo cambia todo.
A veces los fragmentos permiten deducir —¿reconstruir?— lo que ya no está —una taza que se quebró en el terremoto, amores desaparecidos, un fin de semana en la playa—, y a veces se quedan en el misterio, sin dar pistas de dónde vienen ni qué valor tenían para sus dueños.
El fragmento, sobre todo en este último caso, se asocia con las ruinas. Es decir, con el paso del tiempo, que más que Cronos comiendo a sus hijos parece un bulldozer amarillo, lento y firme, que avanza sobre sus orugas y lo destroza todo con calma e incluso con desgano.
¿Un ejemplo de ruina? Una vida cualquiera se construye y se sostiene a base de cosas: un secador de pelo, unos zapatos negros, la bolsa de comida para gatos. La lista es corta, pero la pueden ampliar cuánto quieran y con quién prefieran. De pronto esas cosas pierden su columna (es decir, su dueño) y dejan de tener forma (o un sentido). Digamos que esos elementos son fragmentos de una vida y, con el paso del tiempo, se separan, se esparcen y llegado el momento se convierten en ruinas irreconocibles.
¿Un ejemplo del ejemplo? Hace unos meses, mi mujer llegó con una maleta vieja y gorda y la puso sobre la cama. Salió una nubecita de polvo mientras corría el cierre. Adentro encontró vestidos descoloridos, relojes sin pila, peinetas y un montón de cosas sacadas de otro tiempo. Ya nadie se acuerda de quién eran esos objetos: si de una tía o una tía abuela, incluso de una prima lejana. Tampoco saben por qué alguien las guardó en una bodega durante décadas. Quizá prometió volver y no lo hizo.
Ya se ve que una de las cualidades del fragmento es mirar la parte para adivinar —o recordar o celebrar o ver o rendirse al no poder conocer— el todo.
Las cosas, esa novela tan linda de Perec, es un ejemplo del modo en que las vidas en pareja no son más que boletas y compras en conjunto que se superponen, que dan sentido. Un
montón de objetos que sostienen una relación, que la llenan de materia, de concreciones, de tangibilidad. Parecen solo objetos, pero son todo lo contrario. Futuras ruinas, digamos. A propósito de esto mismo hay otra novela linda sobre las cosas y la vida en pareja: Las perfecciones, de Vincenzo Latronico. Se trata exactamente de lo mismo: las cosas que una pareja compra en el Berlín de comienzos del siglo XXI, y como si fueran la propia vida, están destinadas a ser futuros fragmentos y ruinas de su relación. Latronico, en un sentido, ofrece la narración y nosotros nos quedamos con los restos.
Puede que nosotros mismos también seamos fragmentos (o ruinas) de amistades y amores anteriores, de libros, yo qué sé, de cultura.
Y lo que hacemos —ganar en el dominó, lavarnos los dientes, comprar lentejas— son actos que luego serán recuerdos y más tarde recuerdos sueltos, sin mucho contexto, como cuando evoco un verano en Torres del Paine que no tiene sentido narrativo ni temporal, pero ahí está la cara de mi hermano del medio, mi madre prendiendo un cigarro, un guanaco corriendo cerca de nosotros, el olor a leña. ¿Qué hago con esas cosas desparramadas?
Por supuesto: el fragmento no es solo material, sino también emotivo o biográfico.
Hace más o menos veinte años apareció un ensayo que tuvo cierto éxito en el mundo de la filosofía analítica. Gallen Strawson, que me cae muy bien, proponía que no todas las mentes funcionan de un modo narrativo, sino que algunas lo hacen de forma episódica. Para los primeros la vida es una sola, que tiene un comienzo y un desarrollo, que lo siguiente viene dado por lo anterior, y que todo se explica como en una novela articulada y con sentido. Una vida, a grandes rasgos, sería una narración. Para los episódicos, sin embargo, la vida serían fragmentos y pedazos que pueden o no tener que ver unos con otros. A ellos el pasado no los determina ni los define, la narración no los explica, así como un budista responsable sale en la mañana rumbo al trabajo en un presente continuo y desapegado. Para él ni siquiera hay fragmentos de una gran historia, sino presente y más presente.
Enfrentarse a un fragmento supone una puesta en perspectiva y, por lo mismo, cierta vocación de detective que —vaya sorpresa— da cuenta de un sentido, de un origen, de algo más grande.
Grande, sí, pero que ya no está.
Nosotros, los fragmentistas, tendemos a ver en los románticos alemanes e ingleses el origen de estas ganas extrañas por
escribir de a pedacitos. Porque para escribir también se puede hacer así: por gotera, por bloques, por ruinas que se juntan y a veces toman sentido, y otras no tanto. Ignoro si es algo generalizado, pero al menos a mí se me hace evidente que los fragmentos vienen directo de fines del siglo XVIII hasta nosotros, como los cuadros de Carl Gustav Carus, que están llenos de restos de edificios, que en realidad son restos de una civilización, y que en realidad son restos del cristianismo e incluso, ay, de Dios.
En un momento cojeó el proyecto ilustrado, medio que se cayó junto con la promesa de la modernidad, de la ciencia, de la independencia frente a las religiones o a eso que podríamos llamar tradición. De pronto, quiero decir, muchos se vieron en medio de una cultura en la que no quedaba nada en pie, sino un montón de ladrillos y ruinas un poco más o un poco menos articuladas.
Y comenzaron a escribir así.
Dicen que Friedrich Schlegel habría inventado el uso del término romantisch para estas cosas. Schlegel, por lo demás, fue el primer teórico del Romanticismo y desarrolló buena parte de eso en sus Cuadernos literarios, que, como ya sospecharán, no son más que fragmentos y apuntes. No sé si decir pequeñas verdades, pero pedacitos de ideas que se yuxtaponen como si no quedara otra forma de pensar.
Creo que Susan Sontag decía eso de que el estilo es otra forma de insistir en el tema.
Pues bien, llegado un momento, no queda más que pensar de a pedazos y, por lo mismo, sentarse a escribir de ese modo. Algo así proponía Schlegel.
No sé si sea de ese modo, o así para todos —ojalá que no—, pero ahora mismo miro mi biblioteca y veo fragmentos en todas partes. Es como si de cada estante —y casi de cada libro— saliera una mano impertinente pidiendo atención. A fin de cuentas, ¿dónde comienza un fragmento? Los diarios de vida,
por ejemplo, son un género delicioso porque se puede entrar y salir de ellos por cualquier página. Si la memoria son pedazos sueltos de experiencias, pues los diarios también.
¿Eso vale como fragmento?
Muchos ensayos —breves y largos— se arman precisamente de fragmentos. Las ideas parecieran vivir mejor en espacios breves (Liechtenstein dixit).
Un ejemplo al azar —sigo mirando los estantes que tengo por acá cerca—: los poemas de Andrés Anwandter pueden ser leídos como poemas no sé si fragmentarios, pero como pedazos o ruinas, como montoncitos de palabras de una belleza que se niega a aparecer de frente y completa.
Los ensayos de Hazlitt, puestos uno al lado de otro, veo que también son fragmentos de un gran ensayo, y lo mismo se podría decir de los libros de Josep Plá, de Montaigne, de Sergio Bizzio, incluso. Los buenos libros, en una de esas, son siempre fragmentos de una obra más grande.
En otras palabras, el fragmento es opinable y depende incluso de la perspectiva.
Los tipógrafos, aunque imagino que también los ilustradores o los arquitectos, hablan de espacio negativo para referirse al vacío que queda, por ejemplo, entre los palitos horizontales de la «E». Esa nada, esa falta de raya, permite la aparición de la letra. Con el fragmento sucede algo parecido. Lo que se omite da forma al fragmento, es decir, posibilita la aparición del texto.
La tentación de los fragmentistas, entonces, es trabajar como recicladores: sólo con restos y pedazos.
Sería más fácil si hiciéramos al revés y ofreciéramos un mundo lleno de certezas y de grandes narrativas, sin tanto escepticismo ni vacíos que vuelven los textos más oscuros, pero, ahora que lo pienso, una cosa así sería muy desarrollista y el fragmento siempre ha tenido una vocación ecológica, que, con algo de suerte —chanchanchán—, termina salvando al mundo.
SEGUNDA VUELTA
EL CUENTO DE NUNCA ACABAR, EL ENSAYO DE LA VIDA DE
Carmen Martín Gaite
por Aloma Rodríguez
«Todas las metáforas de que vengo echando mano desde el principio indican que este cuento no lo concibo como un libro, sino como un viaje», escribe Carmen Martín Gaite en el sexto de los siete prólogos con que se abre El cuento de nunca acabar (apuntes sobre la narración, el amor y la mentira). Manejo la edición de Siruela, desde la portada rosa fuerte, los ojos de Martín Gaite miran con complicidad. En el prólogo, José María Guelbenzu se acuerda de los «enredados dibujos de Francisco Nieva» de la edición del sello Trieste de este libro. José Teruel, especialista en Carmen Martín Gaite y editor de las obras completas —recientemente ha preparado el volumen que reúne los cuentos de la salmantina (Todos los cuentos, Siruela, 2019), las conferencias (De viva voz, Siruela, 2023)–, o su poesía (A rachas, La Bella Varsovia, 2023), además de la correspondencia entre Martín Gaite y Juan Benet en Galaxia Gutenberg—, considera El cuento de nunca acabar la obra cumbre de Gaite. Quizá ella utilizaría la expresión «piedra de toque», con ese gusto por la palabra cargada de sentido y al mismo tiempo usada como si fuera nueva, como cuando de repente coloca «pintiparado» en el texto y es como si la palabra te diera un pellizco.
Carmen Martín Gaite anduvo con este proyecto de libro, luego viaje, nueve años. Entre tanto, murió su amigo Gustavo Fabra, a quien le dedica el volumen y
quien aparece precisamente en el prólogo sexto, «La vela de foque». En el «Remate a la dedicatoria inicial», con que Martín Gaite cierra el libro, da más detalles sobre Fabra y su papel con respecto al libro, casi de «interlocutor ideal», por utilizar una de sus expresiones.
Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925 – Madrid, 2000) cultivó todos los géneros: novela, relato, poesía, ensayo, conferencia; El cuento de nunca acabar puede leerse como un compendio –incompleto– de lo sabido y lo pensado sobre el arte de contar (y de amar y de mentir). La idea central del texto es que la narración es cosa de dos, el que cuenta y el que oye, y ese acto comunicativo de contar depende de la pericia de ambos. Puede leerse también como un destilado de los Cuadernos de todo, pues, en parte, es un expurgo de esas anotaciones de todo lo que hacía referencia a la narración, el amor y la mentira. Puede leerse como unas lecciones para escritores sobre el oficio, pero también sobre la manera de estar en el mundo: siempre alerta, no solo cuando se escribe, también cuando se cuenta, para no aburrir a quien escucha. El cuento de nunca acabar tiene cuatro partes: «Siete prólogos», «A campo través», «Ruptura de relaciones» y «Río revuelto». Las ilustraciones de Francisco Nieva –interlocutor de Martín Gaite– podrían componer una nueva sección, en la que se aplica la teoría en forma ilustrada en la
«Pero más que una metáfora, una analogía domina el libro: habla de contar/escuchar sin perder de vista la infancia, periodo en que se escucha sin prejuicio, sin temor a mostrar disgusto, impaciencia o emoción. Lo que Martín Gaite quiere decirnos es que contar una historia es un juego, ha de tomarse con esa seriedad con que se juega, y además, el acto de contar, idealmente, ha de devolvernos a ese estado de fascinación con que se escuchan historias cuando se es niño, antes de la llegada de la “jerga Gutenberg”»
peripecia de Miss Mady a través de diez dibujos. ¿Por qué siete prólogos? Porque sí, porque el siete es un número mágico, porque siete son también las preguntas a las que responde el «resumen concentrado de mis apuntes», escribe Martín Gaite en el séptimo prólogo. Las preguntas son: «¿Quién es el narrador? ¿A quién se dirige? ¿Por qué cuenta? ¿Dónde cuenta? ¿Cuándo cuenta? ¿Cómo cuenta? ¿Qué cuenta?». Y sigue Martín Gaite con cierta coquetería: «Siete, buen agüero. Y eso que ha salido sin preparar». Andrea Toribio sigue la pista que deja Martín Gaite –habla de que toma notas en fichas que le sobraron «cuando estudiaba asuntos del siglo XVIII»– para llegar hasta el padre Isla que en un sermón se preguntaba «¿Qué parecería un libro con siete prólogos, un tronco con siete ingertos, y un hombre con siete cabezas?». Aquí lo tiene, padre Isla.
En «A campo través» despliega sus intuiciones y reflexiones, echando mano de ejemplos y mezclando la vida con la literatura, dejando claro que para ella leer/ escuchar y escribir/contar viene a ser lo mismo y, per-
dón por la insistencia, en tanto que acto comunicativo necesita que emisor y receptor(es) sean competentes. Hay un capítulo donde Martín Gaite, disfrazada de ignorancia –«un tal Chomsky», dice– charla con un amigo entregado a una nueva disciplina: la lingüística generativa. Cuando logra que el amigo le explique en qué consiste —«trata de beber en las fuentes mismas donde el lenguaje se engendra, o sea, en la boca y la circunstancia vivas de cada hablante»— se da cuenta de que es lo mismo que ella pretende descubrir: «Eso es el cuento de nunca acabar». Como soy de la mejor condición, la de filóloga, ando inquietísima porque tengo una intuición indemostrable. No me quito de la cabeza el artículo de Aurora Egido «Santa Teresa contra los letrados», donde Egido explica cómo Teresa de Ávila se hace un poco la tonta para no levantar suspicacias. Y pienso si no está jugando a ese juego también Martín Gaite con lo de los prólogos y hablar de asuntos de teoría narrativa no con jerga sino con ejemplos y sobre todo poniendo en práctica sus propias intuiciones. Doy con un refuerzo para mi intuición: Martín Gaite cuenta que entre medias de este proyecto inacabado por inacabable se le cuelan varias novelas y proyectos, entre ellos, la escritura de los diálogos para la serie de RTVE Teresa de Jesús en 1982.
Hasta aquí, más o menos podemos pensar que El cuento de nunca acabar es un ensayo que a veces parece un cuento en el que se usan las anécdotas, la memoria y la experiencia para ir desplegando una teoría de la narración modesta solo en apariencia. El quiebre llega en «Ruptura de relaciones», fechado en 1982, nueve años después de comenzar el proyecto, donde anuncia su determinación de abandonarlo: «No es que lo acabe, es que lo dejo. Lo dejo sin acabar. A las muchas traiciones que le he hecho no voy a añadir la de renegar del nombre que le puse en los mismos orígenes de la relación entablada». Así que estamos ante otra pantalla del mismo juego retórico, lo que sucede es que el libro ya se ha acabado pero no queremos que se termine. Se acuerda entonces de un paseo que dio con su hija, antes de comenzar con El cuento…, nueve años atrás, en que vieron un sapo y que en ese momento comprende el encuentro: «Hay cosas que solo se entienden desde la
ruptura; es cuando se atan cabos, cuando ya todo se da por perdido». Un poco después anuncia cómo va a no acabar el libro-piedra de toque de su pensamiento literario: «he pensado que seguramente seleccionaré de ellos [los cuadernos Clairefontaine] varios fragmentos, con los que sería bonito componer una especie de apéndice final para este libro. Será algo parecido a lo que hace un prestidigitador cuando enseña la trampa». Y eso es «Río revuelto», un bloque hecho de fragmentos que completa lo dicho, muestra el truco a la vez que se despide poco a poco dejando que el lector husmee en el taller de escritora de Martín Gaite.
De entre las metáforas a las que recurre Martín Gaite están la de las cerezas, que se van enganchando una con otra y es imposible comer solo una, así las historias; la de la costura, se tejen relatos; la del río con su campo léxico, habla por ejemplo de lo que tiene el libro de meandro. Pero más que una metáfora, una analogía domina el libro: habla de contar/escuchar sin perder de vista la infancia, periodo en que se escucha sin prejuicio, sin temor a mostrar disgusto, impaciencia o emoción. Lo que Martín Gaite quiere decirnos es que contar una historia es un juego, ha de tomarse con esa seriedad con que se juega, y además, el acto de contar, idealmente, ha de devolvernos a ese estado de fascinación con que se escuchan historias cuando se es niño, antes de la llegada de la «jerga Gutenberg». Martín Gaite recurre a la infancia, a la de los niños que ve o a la suya, para rescatar ese espíritu de entrega, de conversación pura que es la narración en los niños. Hay dos elementos que le interesan: el primero es la frescura, una cierta pureza en el niño que escucha y en su impecabilidad; diría que Martín Gaite aspira a fascinar con sus cuentos como se fascinaba ella con El gato con botas. El segundo aspecto, y creo que más trascendental, es la necesidad intrínseca del ser humano de contar y, más importante, contarse: no vivimos si no nos contamos, «lo que más anhela el hombre es ser portador de la narración. Pero las narraciones hay que incubarlas, sea cual sea su argumento, dejarlas posar». Además, contar y construir relatos es una manera de recordar y revivir: «Seguramente por eso me acuerdo con tanto detalle de las sensaciones que he descrito, porque inventé una historia basada en ellas». Pero hay un hito en el que Martín Gaite fija el inicio del oficio: «Al interlocutor hay que buscarlo por otros pagos. O simplemente soñarlo. Lo cual significa ponerse a escribir de verdad». Eso quiere decir que entra la ficción,
la construcción y una verdad que es solo literaria: «En el reino de lo literario, las únicas leyes que valen para garantizar la verdad de lo expuesto no hay que irlas a buscar fuera, sino dentro del texto plasmado como tal. […] Lo que está bien contado es verdad, y lo que está mal contado es mentira: no hay más regla que esa para aceptarlo o rebatirlo». En «Río revuelto» hay una entrada con el epígrafe «El interlocutor soñado»: «Así es como se han escrito los mejores poemas del mundo, desde la ausencia desde el interlocutor real. Inventándose uno que jamás va a responder a nuestra canción: las nubes, las olas del mar, las ciervas del monte, las flores del verde pino».
¿Y qué pasa con el amor? Pues que lo es todo para Martín Gaite, es la conversación y la literatura y es la metáfora que sirve también para ir exponiendo su teoría, es la primera relación y es lo que la narración ha de tratar de replicar.
Vuelvo al momento en que Martín Gaite dice que deja el libro: «La decisión de dejar el cuento de nunca acabar la tomé en plena siesta, mirando una mosca que se había parado sobre el retrato de mi madre que hay en la biblioteca y recorría su rostro, como demorándose. Luego voló al de mi padre y dio por él un paseo parecido. A mí las moscas siempre me han inspirado mucho. […] Luego mientras seguía mi camino, mirando las nubes moradas, me acordaba de muchas más cosas y pensaba que todas forman parte del mismo cuento, de ese que solamente la muerte quiebra. Pero no estaba triste». Lo que está diciendo es que el único cuento que contamos es el de la vida.
El cuento de nunca acabar es una reivindicación de su propia voz por la vía de la muestra y la puesta en común también con otros autores, con sus pullas y sus recados, a quienes lo fían todo al exotismo del argumento, a los intelectuales o a los que practican la narración «tanathos», «la que produce la muerte del interlocutor». Martín Gaite nos lleva de paseo por parques y jardines y nos planta frente a un río de aguas cristalinas y frescas: eso es su escritura. El cuento de nunca acabar es el relato de la construcción y emancipación de una lectora, que es lo mismo que decir, en este caso, de una escritora.
GIUSEPPE CAPUTO
El hombre que ríe
La primera vez que vi a Giuseppe Caputo fue en un restaurante en Bogotá. Habíamos quedado para cenar con Fernanda Trías e Ivonne Alonso Mondragón. Yo me sentía como la niña que tiene permiso para sentarse en la mesa de los mayores. Y escuchaba, sobre todo, a Giuseppe que no paraba de contar historias. Comimos lentísimo porque él no paraba de hablar y nosotros estábamos como hechizados. Una de las historias era trágica, había sucedido en el edificio donde él vive, e iba sobre una mujer y su hija que había muerto justo después de una pelea terrible entre las dos. Si intento contar ahora la historia no lo voy a conseguir, la voz de Giuseppe tiene algo de abracadabrismo, como el chiste: un pequeño desliz, como explica Andrés Barba en su Risa caníbal, un pequeño cambio y la magia no se produce. Pero a veces cierro los ojos y es como si viera el edificio, un edificio antiguo, señorial en el que viven personajes inverosímiles, y más que verlos los escucho naciendo de la voz de Giuseppe porque él los crea mientras los cuenta; Giuseppe abre la boca y todo aparece: se hace la luz, y las flores, la noche y la risa.
Fotografía de María Rodenas Sainz
Giuseppe cuenta historias y ríe, ríe con los ojos, como me decía mi abuela que se ríen solo los que tienen ángel, «no lo sé, hijita, Celia Cruz, Buster Keaton, Angélica María», pero abuela, Buster Keaton casi ni se reía, «se reía para adentro, como los que tienen ángel y no andan preguntando todo».
Volví a ver a Giuseppe Caputo en Barcelona. Nos reímos mucho otra vez, nos reímos a carcajadas. Había una fiesta. Adentro, la gente bailaba salsa, fuera, estaban Giuseppe Caputo y Claudia Ulloa Donoso y miraban una caracola diminuta y yo los veía reír y pensaba: van a estallar. Y no pude escapar, reí también hasta que me dolieron los cachetes. Pensé que en cualquier momento nos íbamos a romper, bum. Como una tacita de porcelana china pasando de la estufa al refrigerador. No de la risa, sino de lo que estaba detrás, algo como la melancolía o el dolor de panza. Esa noche no nos contamos nada íntimo. No nos revelamos secretos. El secreto era ese: reír y llorar, llorar y reír, bailar, hablar de todo, de cualquier cosa y dejar que la noche nos tragara enteros.
No le deseo a nadie que conozca a los autores que ama. Yo siempre he sido mucho más fan enamorada (como en la canción de Salserín) que cualquier otra cosa en mi vida. Y cuando conozco a un autor o autora soy la peor versión de fan enamorada que hay. No consigo ver a la persona detrás del autor y soy la niña en la mesa de los mayores que quiere demostrar que merece estar ahí. No le deseo a nadie que conozca a los autores que ama, excepto si ese es autor es Giuseppe, porque no hay un autor y una persona, es una sola cosa y la misma. Y es tan real que uno tampoco puede esconderse. Y no hay mesa de mayores. Somos todos niños, como los niños del autobús en el cuento de J.D. Salinger (a quien no habría querido conocer jamás), escuchando un nuevo episodio de El hombre que ríe , una historia portátil que uno puede llevarse a casa, como dice el narrador del cuento, y meditar en la bañera mientras el agua se riega, se pone fría, el alma y el cuerpo.
Giuseppe abre la boca y entrega cuentos para escuchar en la bañera mientras el agua se va escurriendo o lo que se escurre es uno hasta desaparecer por el desagüe. Y lo mismo esas historias son las que él ha vivido o son parte de algún libro de Albert Cohen, de la Biblia o de telenovelas, de la Rosa de Guadalupe, de Cara sucia, De agujetas de color de rosa. Nadie habla de telenovelas como Giuseppe Caputo. Podría escucharlo por horas hablar sobre el cuartel de las feas o el amor de Don Armando desarmando la lucha de clases que propone en un principio Betty, la Fea, que es como una protagonista de cuento de hadas; Don Armando la besa, deshace el hechizo, el bosque pierde su silencio y la princesa pierde para siempre su calma. El hechizo se rompe y empieza el sometimiento, pero eso no lo vemos. Las telenovelas acaban siempre con el triunfo del amor sobre todas las cosas. Tampoco lo queremos ver, para eso vemos telenovelas, porque sabemos truco, entendemos el engaño, pero como diría Giuseppe: se llora bueno. Y ya casi nadie sabe llorar bueno, con hipos, con dolor de pecho y ganas de arrojar servilletas arrugadas a la televisión, como cuenta Giuseppe que hacía Margarita, la señora que trabajaba en su casa y con la que él miraba telenovelas.
Y son muy pocos los autores que aceptan tanto esa herencia popular latinoamericana en su propia obra y en su vida. Manuel Puig, Pedro Lemebel, Marvel Moreno o mi amada Rosario Ferré, autores y autoras que no rehúyen del melodrama, lo magnifican. Giuseppe dice en una entrevista que adora la llamada música para planchar, el merengue, las baladas, las rancheras. Y yo lo imagino en ese desgarro de un vallenato o una ranchera cuando el amor se hace odio y se hace ira y se hace soledad y se hace amor otra vez. Magia.
En varios de los textos que hablan sobre él, se menciona una reivindicación de la ternura, una ternura radical. Por no repetir, diría que Giuseppe sabe que en el fondo somos todos un reguero de sentimentalismos, que el mundo está lleno de niños en la bañera que no saben llorar y hombres que no saben reír.
¿Cómo se imagina el mundo en cien años?, le preguntan a Caputo en una entrevista.
Huérfano, responde.
Como los mundos que él crea, con un poquito de ingredientes de telenovela, de cuento de hadas y de novela de Dickens, de filosofía y de calle, mucha calle y la risa y el llanto de nuestras madres planchando, llorando y mirando en la televisión a heroínas pobres y villanas ricas y poniendo en esas historias toda su fe.
Manuel Puig en Boquitas pintadas dice que no siempre los ángeles son hermosos, a veces, asustan. Giuseppe es hermoso y asusta. Existe locamente. Existe: es la noche cubriéndote con su luz negra de Un mundo huérfano y también el mar y las olas de la Barranquilla de su infancia; y es la Calle de las Luces de Estrella Madre y es la ruidosa y caliente envoltura de las carcajadas de las que hablaba Buster Keaton. Como si la risa fuese un amparo, una forma de estar con el otro. O la única.
La última vez que vi a Giuseppe me contó que iba a Italia a conocer el pueblo de su padre. Como Juan Preciado, dijo, y rio.
Giuseppe es el hombre que ríe y nadie escapa de la risa, excepto, quizá, los que nunca han sido tragados por la noche.
por Natalia García-Freire
Tedi López Mills Valerie Miles
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Poeta y ensayista, nació en la Ciudad de México hace ya muchos años. Sus dos libros más recientes son Cascarón roto y No contiene armonías.
Mariano Peyrou
Nació en Buenos Aires en 1971 y vive en Madrid desde 1976. Ha publicado, entre otros, los libros de poemas Posibilidades en la sombra (Pre-Textos, 2019) y Diciembres iniciales (PreTextos, 2022); las novelas Los nombres de las cosas (Sexto Piso, 2019) y Lo de dentro fuera (Sexto Piso, 2021); y los ensayos Tensión y sentido. Una introducción a la poesía contemporánea (Taurus, 2020) y Oídos que no ven. Contra la idea de música intelectual (Taurus, 2022). Su último libro es Free Jazz. La música más negra del mundo (Anagrama, 2024).
Fotografía de Nina Subin
Fotografía de cedida por la autora
Fotografía cedida por el autor
CORRESPONDENCIAS
Tedi López Mills y Mariano Peyrou
«LO
ÚNICO VERDADERAMENTE INSOPORTABLE ES LA MÚSICA»
Por Valerie Miles
VALERIE MILES
La arquitectura es música congelada dice Schopenhauer, y un paisaje acústico es un soundscape, escribe Sloterdijk. Un espacio y un sonido también presentes, a las 4 de la madrugada, en la imaginación de un poeta en duermevela. Voces. La música en el ruido mundanal. Si logramos despreciar la poesía con precisión, ¿alcanzaremos algo genuino? Esa es la pregunta que formulan estos poetas y traductores a partir de la obra de Marianne Moore y Elizabeth Bishop. ¿Es posible llegar más allá del gusto propio, podemos desprendernos de algún modo de la dicotomía del me gusta/no me gusta mediante el análisis? Entonces, la música contra la música: la muerte contra la muerte. El deseo y el desprecio perfectos.
MARIANO PEYROU
Madrid
Querida Tedi: Aquí nos prometieron unos días lluviosos y hoy amaneció soleado, así que muy contento. No tanto por el sol, por supuesto, como por las expectativas incumplidas.
Te escribo a instancias de Valerie Miles para que intercambiemos algunas ideas sobre la traducción, y se me ocurre que cierto gusto por las expectativas incumplidas es necesario para poder traducir poesía: no se va a poder lograr lo que se desea,
pero aparecerá otra cosa, y a veces esa otra cosa, en diálogo fantasmal con lo que se deseaba, puede aportarnos algo.
En fin, voy con una propuesta para que la aceptes, la modifiques o la rechaces. Como creo que tanto en la poesía como en la traducción lo importante es lo particular y que al hablar en abstracto no se dice casi nada, se me ocurrió que una buena manera de intercambiar algunas ideas sería comentar la traducción de un poema concreto. Resulta que hace un par de meses, para pasar el rato, me puse a traducir «One Art»,
de Elizabeth Bishop. Es un poema al mismo tiempo sencillo e intraducible, o más intraducible que otros, en mi opinión. Podemos jugar con eso de diversas maneras: lo traduces tú por tu lado y luego comentamos las dos versiones; te envío mi traducción y las dudas que tengo y me haces una crítica; o lo dejamos en el cajón y jugamos a otra cosa, quizá a traducir otro poema juntos desde el principio, o a lo que se te ocurra a ti.
¿Qué te parece?
Un abrazo grande, Mariano.
«Para organizar un concierto hace falta un esfuerzo concertado, para rodar una película hace falta un equipo de personas con
infinitos conocimientos técnicos, todo esto requiere un gran aparataje; en cambio, un poema se dice con la voz, se escribe con un lápiz y un papel. Hay algo delicado ahí, discreto, y lo oponemos a la muerte
con una fe que me parece conmovedora»
Ciudad de México
Querido Mariano: No es un día fácil. En la casa a un lado del edificio donde vivo están trabajando diez albañiles con música a todo volumen. Gritan, martillean, taladran, raspan, pero lo único verdaderamente insoportable es la música. Mi pequeño patio colinda con el jardín de la casa. Podría cerrar la puerta, pero la libertad de mis dos gatos –van y vienen: afuera, adentro, luego a la inversa–me lo impide.
Reconozco que la cadena de necedades incluye la mía propia. Sin embargo, porque es mía voy a insistir en defenderla. (Acabo de asomarme por la reja divisoria –cubierta de yedra–para pedirle a uno de los albañiles que le baje un poco al volumen. Claro que sí, me dijo con una sonrisa. A ver cuánto dura la buena voluntad.)
Paso a tu propuesta. Debo confesar que no estoy de acuerdo con una de las premisas del poema «One Art» de Elizabeth Bishop, de que perder –cualquier cosa– no es un desastre. Creo que sí lo es, aunque sea sólo momentáneamente y varíen las dimensiones. Yo preguntaría, además: ¿qué vino antes: la rima «master-disaster» o la idea? También debo confesar que ese poema de Bishop –de quien soy una admiradora casi incondicional– no está entre mis
preferidos, precisamente porque sospecho que se sacrificó el sentido por la forma. Suena pedante, pretensioso, pero valdría la pena discutirlo.
Te hago entonces una contrapropuesta. Que traduzcas tú el poema y yo intervenga, de modo arbitrario, como juez y parte; que sea un juego en el que se admita todo, incluso otros poemas de la propia Bishop y de autores diversos; que pueda haber paráfrasis en lugar de traducción, y que ambos, tú y yo, juguemos con las reglas y hasta las cambiemos sobre la marcha. A fin de cuentas, son nuestras. Ya me dirás qué opinas.
Abrazo, Tedi
MARIANO PEYROU
Supongo que los trabajadores descansarán el domingo, o se cansarán en otras actividades, y que hoy estarás más tranquila. Concuerdo con tu sentencia «lo único verdaderamente insoportable es la música» y voy a empezar a usarla en mis clases (de música). En serio, siempre he pensado que el gran fallo de la música es que es demasiado invasiva: podemos cerrar un libro o cerrar los ojos, pero no podemos cerrar los oídos.
Hace un par de días estaba dando un paseo, escuchando unas canciones que hablaban de la propia muerte y lo
que pasará después -unos testamentos, en realidad- y me puse a pensar en que las canciones, los poemas, el arte en general, son cosas que oponemos a la muerte, y en que lo que más me gusta de la poesía es que trabaja con elementos aparentemente muy simples: palabritas. Para organizar un concierto hace falta un esfuerzo concertado, para rodar una película hace falta un equipo de personas con infinitos conocimientos técnicos, todo esto requiere un gran aparataje; en cambio, un poema se dice con la voz, se escribe con un lápiz y un papel. Hay algo delicado ahí, discreto, y lo oponemos a la muerte con una fe que me parece conmovedora, y se me ocurrió durante el paseo que esto era como enfrentarse a Darth Vader armado con una cuchara.
A mí tampoco me vuelve loco este poema de Bishop, quizá porque «lo único verdaderamente insoportable es la música». No me encanta el poema, pero me encanta leerlo, por decirlo así, y me pareció muy interesante traducirlo. Creo que lo que dices de sacrificar el sentido por la forma es exactamente así, aunque añadiría que al sacrificar el sentido por la forma surge un sentido nuevo que es más fuerte que el sentido original. Quiero decir que si Bishop se limitara a lamentarse, el poema, creo, impactaría menos. No impacta en un lugar muy hondo, de acuerdo, pero sí en un lugar juguetón, y me parece que la «frivolidad» que suponen las
TEDI LÓPEZ MILLS
rimas y las regularidades métricas contribuye a crear ese sentido nuevo, que incluye el deseo de lamentarse y la contención o la represión de ese deseo: la mirada irónica, desde fuera. Por eso me pareció imprescindible mantener rima y regularidades métricas en la traducción.
Bueno, aquí te lo envío. Juguemos.
UN ARTE
El arte de perder se aprende fácilmente; muchas cosas parecen sentir un gran deseo de perderse, y se pierden y no es un cataclismo.
Pierde algo cada día. No sufras un bloqueo si has perdido las llaves o el tiempo: da lo mismo.
El arte de perder se aprende fácilmente.
Practica, pierde más cosas más velozmente: sitios, nombres, lugares de ocio y de recreo donde pensabas ir. No es ningún cataclismo.
Yo he perdido el reloj de mi madre y ahora veo que perderé las casas que amé hasta el paroxismo.
El arte de perder se aprende fácilmente.
Perdí ya dos ciudades donde ya no paseo, mis terrenos, dos ríos y todo un continente.
Y los extraño, pero no es ningún cataclismo.
Y aunque te perdí a ti (y perdí el coqueteo, tu voz, todos tus gestos), no miento. Es un truismo
que el arte de perder se aprende fácilmente, aunque parezca (¡dilo!) un cataclismo.
¡A ver qué te parece! Hay algunas cosas que no me acaban de gustar, ya comentaremos.
Espero que tengas un día felizmente silencioso. Un abrazo, Mariano
TEDI LÓPEZ MILLS
Los albañiles descansan hoy, pero ayer el trabajo se combinó con el festejo. El ruido y la música se mezclaron con los gritos de los niños –sus hijos, supongo– que corrían por el jardín aventando pelotas o piedras. Decidí fingir que el mundo suena así todo el tiempo y que incluso un minuto de silencio sería ominoso. Fue útil la exageración durante el desayuno, mientras leía el periódico. Luego puse mi propia música a todo volumen y bailé con mi reflejo en la ventana.
Es cierto lo que señalas acerca de la poesía y lo que llamas «palabritas»: la relación parece simple y la comunicación, garantizada. No hay aparatos, parafernalia; sólo hojas de papel, una pluma, un lapicero o la pantalla, el teclado, algo que decir, pero tampoco es fundamental, quizás el hallazgo de una rima desconcertante o la semejanza súbita entre dos cosas absolutamente contrarias. Abundan los ejemplos y muchos de ellos son poemas. Nada más pero también nada menos.
Marianne Moore, maestra y amiga de Bishop, escribe en «Poetry»:
I, too, dislike it […]
Reading it, however, with a perfect contempt for it, one
discovers in
it, after all, a place for the genuine.
(A mí también me disgusta […].
Al leerla, sin embargo, con un desprecio perfecto, uno
descubre que,
a fin de cuentas, contiene espacio para lo genuino.)
Una declaración concreta termina en una conclusión abstracta y condescendiente: ¿qué es genuino? La música dentro del ruido. Moore no explica por qué le disgusta la poesía –imagino muchas razones– pero nos asegura que si logramos despreciarla con precisión encontraremos una forma de verdad. ¿Será?
Tu traducción es excelente. Siempre hay riesgo en mantener las rimas: el amor se convierte en paroxismo con tal de rimar con cataclismo que no es lo mismo. Creo que al perderlas se inventa también un arte sin desastre. Pero si seguimos por ese camino quién sabe a qué grado de incoherencia lleguemos (o llegue yo).
Seguiré comentando tu traducción en mi próxima carta (ahora me toca ver un episodio muy reconfortante de Curb Your Enthusiasm ). Abrazo, Tedi
PD: Acerca de la muerte –oponerse a ella– no me atrevo a formular conjeturas: soy muy supersticiosa.
MARIANO PEYROU
Entiendo muy bien tu relación con esos albañiles, porque a mí también me perturba mucho el ruido, y me parece que oponer a eso la propia música es una buena solución, cuando es posible y conveniente. Es como lo de oponer poemas o ternura o deseo a la muerte, en realidad, lo cual me lleva pensar que en los poemas y en la ternura y en el deseo hay algo de muerte también (música contra la música, muerte contra la muerte).
En relación con «me gusta / no me gusta», eso que aparece tanto todo el tiempo (el otro día, por ejemplo, no me gustó una película, pero me gustó verla), tengo ganas de contarte que desde hace un tiempo pienso que habría que dejar de darle tanto espacio a ese que manifiesta su gusto. O sea, tratar de ir más allá del gusto propio, no identificarnos con él, tratarlo con «un desprecio perfecto» y considerarlo una etapa, el resultado arbitrario de una interacción contingente con el mundo, y no, como solemos hacer, la destilación de nuestra esencia: relacionarnos siempre con nuestro gusto como nos relacionamos con lo que era nuestro gusto a los once o catorce años, con cariño, pero también con cierta condescendencia y, desde luego, sin ningún orgullo. Creo que para leer o para vivir esto sería muy bueno, pero sería especialmente valioso para escribir, para explorar lugares de escritura distintos, que es una forma de aspirar a ser más libres.
Quizá por eso me apeteciera traducir un poema como este, con rimas y constricciones que son tan ajenas a mi manera de escribir.
TEDI LÓPEZ MILLS
6 de abril
Son las seis de la mañana. No hay ruido de albañiles. Estoy despierta hace más de una hora: inútilmente.
No sabría cómo eliminar el «me gusta/no me gusta» de mi sistema de reacciones o funciones.
Quizá más tarde, con luz natural, me cueste menos trabajo pensar.
7 de abril
Fue imposible seguir con la carta ayer. Las interrupciones no vinieron de afuera sino de adentro: cansancio y una extraña inercia que me llevaron a abstenerme de casi toda actividad que no fuera obligatoria o al menos obsesiva; por ejemplo, gracias a un amigo, me enteré de que el nuevo escándalo en la ciudad de México o, más precisamente, en mi barrio, es que en algunas zonas el agua de la llave (la dizque potable) tiene un fuerte olor a gasolina. Varias veces llené vasos de agua y, con intervalos de diez o quince minutos, olí el «vital líquido» en busca de algún aroma sospechoso. Por fortuna, hasta ahora no he descubierto nada raro: el agua huele a agua. Espero que continúe así.
Hay una idea que «me gusta mucho» del poema de Bishop: las cosas están colmadas de la intención de perderse: por lo tanto, perderlas no es un desastre. Pero ¿en qué momento descubre uno esa intención? Empezaré a observar las cosas con más cuidado.
Mencionas la ternura y el deseo. También se pierden los sentimientos, se extinguen. Habrá que encontrar alguna fórmula para que eso no duela demasiado. Sería ideal, supongo,
considerar el gusto o el disgusto como algo pasajero y no parte esencial de nuestra persona. Aunque tal vez mantener esa ecuanimidad nos impediría elegir y peor aún –o mejor– cancelaría la pasión. ¿Cómo sería el amor, por ejemplo, sin la antesala del gusto? Aquí le paro, pues me estoy poniendo melodramática.
8 de abril
Hoy habrá un eclipse solar que se percibirá parcialmente en la ciudad de México a partir de las 11.30: en 14 minutos. No compré los lentes especiales para ver eclipses. Parece que una simple coladera colocada en el camino del sol sirve para observar las fases del oscurecimiento. Ya no te dije: de la casa de al lado, la de los albañiles, queda sólo el cascarón. Abrazos, Tedi
MARIANO PEYROU
Venecia
¡El ruido también molesta cuando no está! Yo hoy también madrugué más de lo que hubiera querido. Últimamente vengo todos los años a Venecia, a dar unas clases en la universidad o cosas así, y he desarrollado una relación muy emocionante con la ciudad. Es como si lo disperso se concentrara y se reuniese y yo fuera, durante unos días, más yo. No lo puedo explicar mejor, y creo que no hace ninguna falta. ¿No te pasa a ti también que, en algunos lugares, seguramente por cómo se han ido asentando en tu memoria, eres más tú?
Ese deseo de perderse que Bishop atribuye a las cosas es parte del juego de «me gusta / no me gusta», ¿no? O sea, ella se borra, no asume la responsabilidad que el mundo nos
asigna: hay que cuidar las cosas. No, dice, las cosas parecen querer perderse. Evitar que se pierdan no sería cuidarlas. Es todo irónico, claro, pero no sabemos cuánto.
Lo que yo pensaba sobre este tema es eso que dices al final de tu carta. No se trata de cancelar el gusto, sino de tratar de considerarlo siempre provisional, de darle un lugar distinto del que suele tener, un lugar similar al que le damos a los gustos del pasado. O, dicho de otro modo, en vez de reaccionar inmediatamente desde el gusto «propio», esperar un poco a ver qué pasa; no reaccionar en función de «me gusta / no me gusta», sino en función de «¿qué me hace?». A mí me parece que así no se cancela la pasión, sino las falsas pasiones, y que el amor, sin ese uso del gusto -no sin el gusto- sería mucho mejor. Más real. Un lugar en el que uno se encuentra consigo mismo, una Venecia. O algo que está más allá del gusto, que nos conmueve de un modo mucho más fuerte.
Espero que te fuera muy bien con el eclipse y que no estés bebiendo mucha gasolina. Ya me levanto y me voy a la ducha y luego a los canales, donde seguro que me acordaré de tu frase «el agua huele a agua».
TEDI LÓPEZ MILLS
¡Estás en Venecia! Frente a eso cualquier teoría o matiz del gusto se suspende. Por mi parte, me declaro envidiosa en el mejor sentido de la palabra (si es que a la envidia se le puede atribuir algún rasgo positivo).
Propones que en vez de reaccionar con un veloz «me gusta/no me gusta» nos detengamos a ver qué ocurre: seguramente una experiencia que, de
«Mencionas la ternura y el deseo. También se pierden los sentimientos, se extinguen. Habrá que encontrar alguna fórmula para que eso no duela demasiado. Sería ideal, supongo, considerar el gusto o el disgusto como algo pasajero y no parte esencial de nuestra persona. Aunque tal vez mantener esa ecuanimidad nos impediría elegir y peor aún –o mejor– cancelaría la pasión.
¿Cómo
sería el amor, por ejemplo, sin la antesala del gusto? Aquí le paro, pues me estoy poniendo melodramática»
todas maneras, acabaremos calificando, gozando, resintiendo, olvidando. Sea como sea, voy a suponer que a ti te funciona esa relación con el gusto; ese autodominio. A mí, por desgracia, siempre me gana la prisa.
Donde soy menos yo es en mi casa. Y me resulta muy cómoda esa pérdida de identidad. Sin embargo, cuando ocurre en otros sitios –como en los dos viajes cortos, muy intensos, que he hecho este año– lo que resulta no es un vacío, sino una invasión de contenidos que no me corresponden, pero quieren pertenecerme a fuerzas. Suena muy abstracto, lo sé. Aún no toca contar la historia de esas excursiones porque sigue en pleno desarrollo, aunque yo ya esté de regreso, aquí en mi estudio. (Iba a escribir «es como si», pero no doy con la analogía. La más exacta sería: «es como si nada fuera todo y no hubiera entonces lugar para nadie»: ¡vaya frase absurda!)
El poema «The Map» está entre mis preferidos de Bishop. No me he atrevido a traducirlo. «Mapped
waters are more quiet than the land is» quedaría en que las aguas en un mapa son más calladas que la tierra y –para seguir– le prestan a la tierra la conformación de sus propias olas. En mi libro de Bishop (en ese poema) subrayé «una jaula limpia para peces invisibles». Es una forma del agua tan clara que borra lo que la llena: la vista bajo un vidrio pulido.
Hoy perdí mi tiempo esperando una llamada. Debo aprender a no anticiparme.
Te deseo una feliz estancia. Abrazo, Tedi.
¿Qué habla cuando hablamos?
por Eduardo Ruiz Sosa
Siempre lo explico de esta manera: en el momento álgido de la afectación no hay lenguaje. La intensidad de la emoción, su golpe rotundo, nos orillan al silencio. Un balbuceo, como mucho, el grito o la gesticulación, el cuerpo, sin lengua, intentando decir algo. Después, cuando el tiempo nos aleja del quiebre, el lenguaje se reconfigura, nos va llegando poco a poco, como si lo descubriéramos, aunque diferente: las palabras, las estructuras gramaticales, el ritmo que antes conducía nuestro discurso, nuestra forma de explicarnos el mundo, ya no nos dice nada. Necesitamos, entonces, otra forma de hablar.
Algo habla por detrás de nosotros. O algo guarda silencio. Una de las últimas noches en Culiacán, hace unos seis años, regresaba a casa después de haber estado con algunos amigos, esas largas despedidas que parece que son la última vez, cuando en el recorrido por las calles solitarias del centro de la ciudad me encontré, de frente, en sentido opuesto, entrando por el otro extremo de la calle y a toda velocidad, una camioneta erizada de rifles de asalto, encapuchados y gritos, y que se detuvo delante de mí, como ante una cosa inesperada, apuntando los cañones hacia donde yo les interrumpía el paso. No había nadie más en la calle. Solamente aquel comando armado y yo. Y de repente el silencio. No sé cuánto tiempo pasamos así, acaso unos segundos, hasta que volvieron los gritos ante la duda de qué hacer conmigo. Lo único que hice, sin pensar, fue a sacar lentamente las dos manos abiertas por la ventanilla del coche, moviendo lentamente los dedos como un mago antes del truco, como señalando que no había nada. En mi cabeza, sin de verdad pensarlo, aparecieron algunas palabras no calculadas: No soy nadie. Como si eso fuera lo que quisiera decirles: No soy nadie, no me maten. Como si decirles eso tuviera un efecto en ellos y en sus decisiones, en el peso de sus dedos en el gatillo, en la posibilidad de disparar o no una ráfaga.
Pero ni una palabra pude decir. Ni siquiera para mí mismo. Solamente las manos moviéndose y, con el movimiento, las
palabras no dichas se me iban desvaneciendo en la cabeza. No soy nadie. No soy. No.
Entre los gritos que no se distinguían bajo los pasamontañas, algo acordaron y se echaron hacia atrás, sin dejar de apuntarme, hasta que llegaron a la calle perpendicular, por donde giraron hacia la derecha para desaparecer. Me quedé ahí un rato, con las manos en el aire. Sin saber qué hacer. Lo primero que me vino a la cabeza fue la lista de los nombres de todas las calles del centro de Culiacán, desde donde estaba en ese momento hasta mi destino, la cuadrícula por donde tenía que moverme para regresar a casa. La suerte que tuve no se repetiría si volvía a encontrármelos. Y calculaba aquella posibilidad una y otra vez enumerando las rutas donde, acaso, por un lado o por otro, podría repetirse la escena.
Cuando por fin me decidí a reemprender el regreso, vigilando cada uno de los cruces, aguzando el oído para percibir el rumor de los gritos, con las luces apagadas y avanzando muy lentamente, lo único que seguía ocupando mi cabeza eran las rutas para el regreso. No había más. No había lenguaje. Aquello no era lenguaje, era instinto, precaución, supervivencia. Al final, pude regresar a casa sin mayores inconvenientes. Me senté en el patio, abrí una cerveza, fumé. Nada aparecía aún. Ni una palabra. Ni una idea. Casi no dormí esa noche. El silencio era absoluto.
Muchas veces me ha pasado, es casi una situación recurrente, que la memoria copa de manera absurda algunos momentos. Por ejemplo, cuando padecía de migraña, hace muchos años; o de tanto en tanto, en medio de alguna resaca, en la duermevela del malestar; en algún episodio de nervios ante experiencias nuevas, la información inadvertida que se ha guardado en mi memoria a lo largo de los años hace su aparición. Así es que vienen en tropel las alineaciones y los marcadores de todos los equipos y partidos del mundial de futbol de 1998; o la lista de canciones, ordenadas, de álbum en álbum, de la discografía completa de The Beatles; o todas las operaciones de una línea de ensamble de fabricación de un juguete determinado en los tiempos en que fui ingeniero y trabajé en una maquila en Tijuana. Lenguaje desbocado por encima del silencio. Información,
más bien. El lenguaje es otra cosa. Porque cuando la emoción es intensa, cuando la afectación es la muerte o la pérdida o la sacudida de todo lo que me rodea, nada aparece. Instinto, supervivencia. No soy nadie.
A la mañana siguiente de aquel encuentro, el lenguaje había vuelto. Algo hablaba detrás de las cosas. Detrás de mí y del recuerdo de las armas apuntándome. Así es como pienso la escritura. El lenguaje que viene después. El lenguaje que, aunque sea en una mínima fracción de su enormidad, ha cambiado. Ahí, en esa transformación, está la escritura, el libro, lo que habla cuando hablamos de verdad.
Es por eso que la escritura que me interesa es la que proviene de esa ruptura. Cuando hay grietas y un nuevo lenguaje ha de inscribirse ahí, donde antes había algo y ahora hay silencio. No soy nadie, pensaba, pero no podía decirlo. ¿Y qué significa eso? No soy nadie. ¿Qué quería decirme a mí mismo, qué quería decirle a ellos? No soy nadie para ustedes. Esto fue lo que empezó a resonar aquella mañana. No soy nadie para ustedes. Pero algo debía haber después de eso. No soy nadie para ustedes. Me imaginaba gritándoles estas palabras desde donde yo estaba, y el desconcierto, la extrañeza en ellos si es que podían escucharme. No soy nadie para ustedes. Y en ese momento apareció mi padre en el patio de la casa. Apareció el lenguaje. No soy nadie para ellos, para tantos, pero aquí sí. Y empezamos a hablar y no le conté nada de lo que había sucedido la noche anterior. Porque el lenguaje comenzaba a manifestarse no en mí, sino en la conversación con mi padre, en la escucha, ahí donde sí soy alguien, donde no hacían falta las rutas de escape ni las manos sacadas por la ventanilla porque eran otras cosas las que nos faltaban, nos siguen faltando. Porque yo podía haber sido la falta en él. El quiebre en él. Porque el lenguaje es con los otros. El lenguaje son los otros. Nosotros con ellos. El lazo, la proximidad, la ruptura donde se comparte. Y seguimos hablando, mi viejo y yo, el resto del día. Y ahora sé que cuando lea esto, me llamará, y la posibilidad de ese quiebre, tan lejano ya, será un relato más tranquilo, casi desafectado. Pero un poso queda, porque de muchas maneras seguimos ahí, en esa ciudad, en ese cruce de caminos.
EL ÚLTIMO TEXTO FIRMADO POR SERGIO PITOL
por Andrés Barba
Siempre hay una primera, una nerviosa primera FIL de la verborrea, el asombro, las resacas comatosas de tequila, la euforia y el descubrimiento del brutal número de novedades literarias que se producen cada año en nuestro idioma y que sólo de milagro, engullen los agradecidos, y a ratos sufrientes lectores en español. La mía fue en 2007, creo, y la acaparó una especie de fábula moral que comenzó en el desayuno del primer día. Me encontré con Sergio Pitol, con quien había estado un par de años antes en Bulgaria, en la inauguración de la biblioteca del Cervantes que lleva su nombre, y a los pocos minutos descubrí que apenas podía hablar. Había comenzado ya la afasia que sufriría hasta su muerte. Aquel Pitol elocuente, cultísimo, amable y mundano que yo había conocido hacía tan poco tiempo, había perdido ya buena parte de su capacidad para expresarse con claridad y, si bien aún podía mantener una conversación con esfuerzo, se atascaba continuamente y miraba con esa tensión un poco angustiosa de quien no consigue recordar hasta las cosas más sencillas.
Iba elegantemente vestido, como siempre. Sonreía, como siempre. Pero apenas podía hablar. Pensé de inmediato lo distinta que habría sido mi reacción ante una enfermedad así, lo lejos que habría estado yo de la elegante sonrisa, del suave chasquido de la lengua, y la forma de mirar hacia el techo que adoptaba él cada vez que se atascaba en algo elemental. Sergio Pitol, una persona que se había dedicado toda la vida a la diplomacia y la literatura, dos oficios que comparten inevitablemente el amor y la destreza en la palabra, había sido elegido (si es cierta la creencia de que «somos elegidos» por nuestras enfermedades) por el castigo, más implacable y cruel que pueda pensarse, su privación lenta y penosa. Me pregunté también qué hacía allí, en la FIL, por qué se exponía al ridículo, y lo hice, supongo, atravesado de mi propia cobardía, que me habría hecho elegir mil veces esconderme en mi casa antes que ponerme en evidencia frente a mis compañeros en la feria más importante de nuestro idioma. Creo que no fui capaz de medir entonces -porque era demasiado joven y estaba demasiado preocupado por impresionar a no sé quién- que ese gesto de valor era en realidad una declaración de amor a su oficio y también a sus compañeros. Si pudiera hacerse una fábula moral de ese encuentro, sería el de dos generaciones que
viven la literatura de maneras casi opuestas, la mía (en aquel momento) con la lógica de la promoción y el desparrame, la suya, llena de referencias clásicas, grandes nombres y sobre todo amor por la lectura, una generación casi de retirada a la que salvó más leer que escribir y que apenas hablaban de sí mismos incluso cuando hablaban de sí mismos, a diferencia de la mía, que no parábamos de hablar de nosotros mismos, incluso cuando no hablábamos de nosotros mismos. El desayuno fue torpe y bonito, porque charlamos sobre un libro que los dos admirábamos, un libro que yo acababa de traducir y que él había traducido mucho antes que yo: Washington Square de Henry James. Cada vez que se refería al autor, chasqueaba la lengua, miraba el techo y yo decía: Henry James, y él sonreía y respondía: Sí, Henry James, y así nos pasamos todo el desayuno, él diciendo lo que podía, yo completando lo que intuía. A ratos, por las esquinas de la FIL, se comentaba la desgracia de la enfermedad de Pitol, con cariño y solidaridad, pero también con espanto. Se hablaba, como es habitual entre escritores, demasiado del drama y poco, me parece, de la elegancia y dignidad con la que lo vivía, porque es bien sabido que los escritores somos dados al tremendismo y menos perspicaces de lo que nos creemos. Ya no recuerdo mucho qué hice en esos días. Supongo que bebí más de la cuenta y hablé más de la cuenta y compré más libros de los que podía leer, como es mi estilo. Me encontré, eso sí lo recuerdo, con los hermanos Rabasa de la editorial Sexto Piso, porque iban a publicarme un libro de poemas en prosa titulado Libro de las caídas, con
ilustraciones de mi adorado Pablo Angulo. Y recuerdo también que durante aquella comida me recordaron que le habían pedido, según mi indicación de hacía unos meses, el prólogo a Sergio Pitol, algo que yo había olvidado por completo y que ahora, como es lógico, me espantaba. Recuerdo también que desde entonces me la pasé buscando a Pitol para exonerarle de aquella petición extemporánea, pero no lo encontré hasta, de nuevo, el desayuno del penúltimo día, en el que volvimos a reunirnos como en una fábula oriental en la misma mesa del mismo hotel, yo con una resaca de post-operatorio y él igual de fresco, sonriente y afásico. Le pedí disculpas por haberle pedido el prólogo a mi libro, él me sonrió por toda respuesta, y un poco por seguir la conversación le dije que no sabía a quién pedírselo y bromeé diciendo que lo iba a tener que escribir yo mismo. Entonces ocurrió: Pitol me dijo, con las dificultades que se pueden imaginar, que por qué no escribía efectivamente el prólogo yo mismo, y que él lo firmaría. «Me gusta la idea» -dijo- «de que mi último texto publicado lo haya escrito otra persona». Y así fue como terminé atrapado en la última broma de Pitol, en su último guiño metaliterario, y empecé aquella misma tarde a escribir en mi ordenador el que sería el último texto firmado por Sergio Pitol, un texto plagado de alabanzas un poco retóricas a un joven escritor llamado Andrés Barba, el menos pitoliano de todos los textos de la obra de Sergio Pitol, pero sin duda su última genialidad secreta. Y recuerdo también otra cosa: que lo escribí pensando que antes me dejaría matar que confesar que yo había escrito aquel texto.
CAROLINA SANÍN: EL PENSAMIENTO TRANSPARENTE
por Mercedes Cebrián
La mayoría de las obras de Carolina Sanín se clasifican bajo la etiqueta de «narrativa» para simplificarle la tarea tanto a los libreros como a sus editores y lectores. Situémoslos entonces en «narrativa», y quien se aventure a leer a Sanín ya descubrirá por su cuenta que esta etiqueta se le queda pequeñísima a sus libros, tan pequeña como la habitación donde se encontraba la Alicia de Lewis Carroll tras morder el pastel que decía «cómeme». Así que somos sus lectores los que hemos de hacer el esfuerzo, grato siempre, de acompañarla por los caminos que ella decida recorrer en su escritura.
«A veces sientes como si este libro no te cupiera en la cabeza porque no cabes en él», dice la narradora de su libro Tu cruz en el cielo desierto, y esta sensación la compartimos tanto los lectores de su obra como quienes la escuchamos en los monólogos que ofrece en el canal de Youtube de la revista Cambio Colombia. Su cerebro parece estar en constante actividad, y su entrega al pensamiento y al análisis refinado se deja ver en todas sus prácticas discursivas, sean del tipo que sean. La misión de la autora parece clara: aprehender el mundo; comprender cómo funcionamos en tanto que habitantes de este planeta.
Para asomarse a su obra, cualquiera de sus libros es adecuado. Si preferimos una novela con una trama resumible y personajes principales y secundarios, entonces podríamos comenzar por Los niños (2023), recientemente reeditado en España por la editorial Blatt & Ríos, que también se ha encargado de publicarle otros dos títulos: Tu cruz en el cielo desierto (2021) y Somos luces abismales (2020), para que los lectores residentes en España puedan leerla en libro físico.
El lenguaje es un elemento que Sanín maneja con el mismo placer y la misma consciencia experimental con la que Paul Klee y Kandinsky empleaban el color en sus obras, de ahí que muchas de ellas llevasen títulos como Composición o Estudio de color, pues era sobre el lienzo donde ponían a prueba su herramienta principal de trabajo, sometiéndola a diversas presiones, probando sus límites y sus posibilidades. Algo parecido hace Sanín en sus escritos: no oculta que, al mismo tiempo que narra, está pensando sobre el lenguaje, está ponderando si emplear una palabra u otra, o si decantarse por una expresión quizás en desuso. Lo vemos en el párrafo inicial de «Las Pléyades», un texto perteneciente a Somos luces abismales: «Fuimos a comprar queso de cabra en una granja en la montaña. Yo ya había ido antes y conocía el aprisco, y escribo esa palabra porque puede suceder que hoy no la escriba tampoco otro, y por un día ella quede fuera de todos los caminos que podría transitar. “Aprisco” contiene “risco”, que, según se dice, puede estar en la raíz de “riesgo”, aunque otros dicen que “riesgo” viene del árabe rizq, que es lo que depara la providencia: quizá lo contrario de un riesgo, y quizá lo mismo»
El lenguaje es, por tanto, uno de los subtemas de sus ensayos y narraciones. Incluso podríamos considerarlo un personaje que entra en escena cuando es reclamado, si bien sabe quedarse en un discreto Fotografía de Lisbeth Salas
segundo plano si es necesario. La paradoja es que, aunque se trate de una herramienta que le sirve para llevar a cabo lo que pretende a nivel discursivo, también funciona como un obstáculo que se lo impide, y precisamente en esta contradicción parece hallarse la esencia de la poética de Sanín.
Otro aspecto que se deja ver en todos los libros de la autora es su sensibilidad hacia los animales. En Somos luces abismales aparecen palomas, un perro, un potro y unos frailejones. «Los animales nos hacemos visibles en el desamparo: somos luces abismales», escribe, y ese uso de la primera persona de plural es coherente con su anhelo de establecer vínculos con los otros animales, los considerados «no racionales», pero siempre desde el asombro, no desde la superioridad o la actitud arrogante propia de los humanos. A veces incluso los imagina hablando, como en esta conversación entre un potro y su madre: «El relinchó y allá contestó la yegua, donde no podíamos verla. ¡Madre!, ¡madre! ¿hijo!, ¿hijo! O: ¡Aquí estoy!, ¡aquí estoy! ¿Dónde?, ¿dónde? O: ¡Soy yo!, ¡soy yo! ¿Quién?, ¿quién? O la yegua lo llamó primero, preguntó primero, y fue él quien contestó». Otro ejemplo lo encontramos en la novela Los niños, donde un perro y una ballena son también personajes importantes de la historia, centrada en la relación entre una mujer (que vive precisamente con su perro Brus) y un niño abandonado con el que ella decide entablar un vínculo peculiar, que no se puede denominar adopción ni tampoco mera amistad. No es casual que la narradora esté leyendo Moby Dick durante el desarrollo de la historia, pues ese mamífero que se tragó a Jonás en la Biblia resuena en Los niños como una inmensa casa que acoge a nuestros seres queridos («En forma de una gran ballena, la promesa del niño cruzaría el océano hasta el otro mundo. Cuando llegara, resultaría que en realidad había llegado antes de la fundación, y que lo que parecía una isla había sido siempre el cuerpo de la ballena, la superficie de su vida misteriosa»).
El universo entre bienintencionado y levemente perverso de los servicios sociales, con su estricta burocracia, aparece diseccionado en Los niños con particular crudeza. La particular finura de la autora para imitar jergas profesionales y hablas ajenas acaba por resultar casi humorística, concretamente en las secciones en las que reproduce el contenido de un informe imaginario redactado por trabajadores de este campo, lo que nos hace reparar también a los lectores en la facilidad que tienen los humanos para embarrar su propia herramienta de comunicación.
Los niños no es una novela fantástica: está ambientada en la Bogotá actual, pero al mismo tiempo nos lleva hasta la puerta de entrada de un mundo que podría tornarse absurdo a causa de los humanos que habitamos en él. Para ilustrar esta tensión, un buen ejemplo material es el álbum de cromos que venden con fines benéficos en el centro de acogida de Fidel, el niño protagonista de la historia. Las láminas adhesivas que conforman el álbum son en realidad las caras de los niños huérfanos, que se convierten en imágenes coleccionables, en una acción que combina la caridad con el merchandising de manera cuando menos inquietante. No podemos descartar que una iniciativa como esta exista en alguna parte del mundo, ideada con la mejor voluntad («el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones»), pero de no existir, estamos a punto de que nuestra estupidez la ponga en práctica, parece decirnos Sanín en esta novela que arroja sobre los humanos una luz tan directa y potente que nos produce cierto miedo vernos iluminados por ella.
de su tiempo a la docencia: escuchar sus clases es una experiencia gratificante, pues sus sesiones son ante todo un intercambio de lecturas y reflexiones, no la transmisión unilateral de un saber sin fisuras. Su faceta como profesora influye en su estilo, lo cual no implica que en sus libros emplee un tono propio de una filóloga erudita que no se aparta del camino de los maestros. Por el contrario, en ellos echa mano de su vasto conocimiento de la tradición literaria universal con una libertad que nos permite calificar sus textos con ese adjetivo que tanto se emplea y que solo en escasos autores –estamos ante una de ellas– resulta de verdad preciso: son textos inclasificables, en el mejor sentido de la palabra. Inclasificable es, por ejemplo, su libro Tu cruz en el cielo desierto, que comienza como una confesión acerca de un desamor («Fui a Oaxaca porque me invitaron a una feria del libro y también para buscar la penúltima noticia de un amor mal olvidado») y continúa como un ensayo que trata de entender a qué llamamos amor, e incluye numerosas reflexiones acerca de amores literarios como el de Romeo y Julieta.
A pesar de su presencia habitual en redes sociales o de su uso de formatos como el videoensayo, ambos nacidos en este milenio, Sanín no está únicamente vinculada con las prácticas comunicativas del siglo XXI. Podríamos decir que es una escritora atemporal, en conexión directa con la Grecia clásica y su mitología, con la literatura del medievo y con muy diversas tradiciones literarias y filosóficas. Otro punto que la sitúa en otra época –no podría precisar en cuál– es que sigue confiando en el valor de la palabra. Tanto es así que en sus clases no emplea herramientas gráficas como el PowerPoint, ni tampoco en sus monólogos para la revista Cambio. Sanín no siente que al lenguaje le falte algo que necesite ser completado con imágenes, algo que sí parecen opinar la mayoría de docentes y conferenciantes actuales. Ella misma, en uno de sus monólogos, el titulado Expresiones de la empatía, comenta que nunca edita sus videos añadiéndoles rótulos o imágenes, y esto se debe a que los considera un acto, y no un producto. Escucharla pensar en alto es un verdadero placer intelectual: si bien lleva un guion escrito a mano que a veces se entrevé en la pantalla, su manera de expresarse es similar a la de una intérprete de jazz en el momento de ejecutar su solo: aunque se dejen notar su destreza y su saber adquiridos a lo largo de años, en ese momento se expone con cierta vulnerabilidad ante quienes la escuchan, gracias a su naturalidad y su franqueza.
Para Sanín todo es susceptible de ser pensado, de ahí que lo mismo pueda escribir acerca del suelo de Bogotá como metáfora de una ciudad hostil hacia sus habitantes, de la ocupación del espacio público a través del ruido excesivo, del polémico cartel de la Semana Santa sevillana de 2024 y de mil otros temas que, abordados por ella, se vuelven estimulantes, o más bien diría urgentes, y acaban desembocando en otros tantos a los que no esperábamos ni por asomo llegar. Por eso, preguntarle a un libro de Carolina Sanín de qué trata no es tan adecuado como preguntarle cuál es su punto de partida, su detonante. La propia autora lo puntualizó en una entrevista acerca de su libro más reciente, El Sol (Random House Colombia, 2023), una colección de textos ensayísticos en la línea de Somos luces abismales
El combustible de sus obras lo obtiene de su enorme capacidad para cuestionarlo todo, para no dar por hecho ningún aspecto de nuestra sociedad y costumbres.
En definitiva, Sanín escribe sobre el hecho de estar vivos, y para corroborarlo me remito a otra entrevista donde declara que «contar historias es contar el cambio de las cosas en el tiempo y cuando alguien narra, lo que está haciendo es preguntándose cómo pasa el tiempo por la vida».
Sanín es una flautista de Hamelin del pensamiento: es inevitable seguirla por donde elija llevarnos.
Sanín es doctora en literatura por la Universidad de Yale con una tesis sobre colecciones de cuentos medievales, y dedica gran parte
LA FICCIÓN INSURGENTE O CUANDO LA FICCIÓN COLONIZA LOS PARATEXTOS
por Cristina Gutiérrez Valencia
Gérard Genette explicaba en Umbrales que el texto de una obra literaria, lejos de aparecer desnudo, suele ir acompañado y presentado (porque introducen, pero también porque dan presencia) por una serie de producciones (nombre del autor, título, prefacios, ilustraciones, epílogos, etc.) que nos cuesta identificar como textuales o extratextuales. Son los llamados paratextos, los medios por los que un texto se hace libro y se propone como tal ante el público. Son un umbral, un vestíbulo, como decía Borges, una zona indecisa que es territorio de transición pero también de transacción (dirá Genette: «lugar privilegiado de una pragmática y de una estrategia, de una acción sobre el público, al servicio [...] de una lectura más pertinente -más pertinente, se entiende, a los ojos del autor y sus aliados»). Al final de su obra Genette nos ofrece un eslogan que sirve como resumen de un principio válido tanto para el autor como para los lectores: «¡cuidado con el paratexto!». Con cuidado iremos, Gérard, para hablar de algunas obras narrativas recientes en español a las que se accede por umbrales sospechosos. Porque en la literatura actual, como en la clásica, es habitual la falsificación de los paratextos, su uso desviado, su cambio de funcionalidad principal, su ficcionalización.
Entre los numerosos casos de estos juegos paratextuales son especialmente interesantes aquellas narrativas donde estos no son la continuación de un tópico o la repetición metódica de un recurso, sino que contribuyen a llevar lo literario al precipicio, a apostar todo al rojo o al negro: recursos clásicos para arriesgar. En este contexto, dos obras atrevidas en la narrativa de 2022 son El modelador de la historia, de J. Casri (Piel de Zapa) y Circular 22, de Vicente Luis Mora (Galaxia Gutenberg). Ambas tienen en común ese atrevimiento audaz para hacer algo distinto: son mosaicos con infinidad de teselas, recopilan historias con distintos marcos y narradores, juegan con la disposición del material en la página, las notas al pie, las notas a las notas, lo visual, los juegos autoriales, los
«Centroeuropa tiene notas al pie de una supuesta traductora de la obra, Fred Cabeza de Vaca comienza con una introducción de la pretendida autora de la biografía que se supone que es la obra, Alba Cromm se presenta como una revista para hombres y su portada y el índice son los de esa supuesta revista que luego leemos»
paranarradores, la multiplicación del relato. En definitiva, se guían por el principio clásico de la varietas, la variedad estética que pretende dar cuenta de la amplitud y la mutabilidad del mundo.
En su abanico de técnicas las dos coinciden en que se presentan como una edición anotada, como las ediciones académicas de obras canónicas con aclaraciones y presentaciones de expertos. Esto se manifiesta, si no en la cubierta de las obras, sí en la portada de ambas: bajo el título de Circular 22 aparece «Edición de Monika Sobołewska», y bajo el de El modelador de la historia se apunta entre paréntesis «(edición anotada)». En esta última, al contrario que en la de Mora –de vuelta en la academia y de la academia-, no se señala la autoría de las notas, como si la novela quitara importancia a la voz experta, o, por el contrario, no se sintiera digna aún de ser objeto de análisis de la voz autorizada del crítico universitario. Por si queda duda de si en la novela de Casri la identidad de la voz anotadora es la misma que la del autor del texto, las propias notas nos la resuelven, pues en algunas de ellas la nota enmienda la plana al texto o el narrador («Esta afirmación no es del todo exacta», comienza la nota 3 de la página 27). Esta falta de entendimiento entre el texto y la nota al pie o sus enunciadores llega a su máxima expresión en Circular 22, cuando la nota de la editora hace detonar al autor en ese margen inferior, ese umbral, y se produce una discusión entre ambos:
«Por testimonios de sus amigos, me consta que en la primera redacción había elementos de la vida privada de Mora que en éste decidió dejar fuera de la versión final, lo que parece contradecir su voluntad de no “retocar”.
[N. del A.] Eliminar no es retocar, querida, es sólo reducir la extensión del borrador de trabajo.
[N. de la E.] Eso lo dirás tú.
[N. del A.] Pues claro que lo digo yo, para eso soy el autor. Te ruego que borres estas notas al pie de la versión final.
[N. de la E.] Lo haré, te lo prometo». (Eppur si muove).
El diálogo parece llegar incluso a producirse entre las obras de Mora y Casri, aunque sepamos que es poco probable que sea intencionadamente. La de Vicente Luis Mora dice, para explicar la volatilidad de la figura inaprensible y proteica del autor -por eso uno de los paratextos es la «Nota de los autores», en plural-: «Crecemos y cambiamos, nuestras células
cambian por completo, salvo algunas neuronas, cada siete años. Serás diferentes personas, en ese tiempo. La espera augura la poligénesis». Y una nota al pie de la novela de J. Casri contesta (ejem): «Esta convicción de 7 años todavía está presente en la actualidad, a menudo referida como un hecho científico sobre la regeneración celular pese a que cada célula tiene un ciclo de regeneración diferente. También se creía como hecho científico que las únicas células que no se regeneraban eran las neuronas. Esto también es falso». Ya lo dice Mora en una nota al pie citando a David Foster Wallace (a quien Casri sin duda sigue también, especialmente en esas páginas de notas en el propio texto donde tortura al maquetador): «No os preocupéis por las notas al pie de página». Pero hombre, un poco sí que nos preocupamos, porque algo huele a podrido en Dinamarca (por seguir con el poso shakespeareano de la novela de Casri). Es decir, que tarde o temprano el lector se da cuenta de que esas notas son parte de la creación de Vicente Luis Mora y J. Casri, y no de ninguna joven académica polaca ni de ningún anotador externo del texto. En el caso de Mora la sospecha lleva a buscar en internet a la anotadora, que no aparece en la red más que en el contexto de esta obra, además de que poco a poco la supuesta editora se va haciendo puntillosa y rebelándose contra su autor, hasta llegar, en el epílogo crítico final, a una exégesis de la obra que a ratos parece parodiar la escritura académica. Si a esto se le suma el conocido gusto de Mora por los hoax (recordemos aquella Quimera 322) y los falsos paratextos (Centroeuropa tiene notas al pie de una supuesta traductora de la obra, Fred Cabeza de Vaca comienza con una introducción de la pretendida autora de la biografía que se supone que es la obra, Alba Cromm se presenta como una revista para hombres y su portada y el índice son los de esa supuesta revista que luego leemos) no hay lugar a duda: Monika Sobołewska es una ficción, y por tanto su introducción, sus notas al pie y su epílogo son paratextos falsificados, en cuanto ya no son ese espacio liminar entre el exterior y el interior del texto, sino que, aunque sí lo presentan, son parte del texto mismo, de la obra literaria y no de sus afueras (su peritexto). Lo mismo ocurre con las notas en la novela de Casri: su ficcionalidad, y por tanto su identidad propiamente textual, se pone de manifiesto en aquellas cuyo contenido mismo es ficción, como la nota que
comenta los libros publicados por el personaje de Daniel y su repercusión (Circular 22 también tiene parte de esto, pues entre sus innumerables citas de autores y bibliomaquias, como las llama -estos tejidos de citas como forma de arquitectura textual que se ven también en Barra americana, de Javier García Rodríguez, por ejemplo- están incluidas presuntas citas de obras del protagonista de otra de sus novelas, Fred Cabeza de Vaca. Son, de alguna manera, el reverso complementario de esa tradición de obras que son exégesis de textos inexistentes. Citaficciones y bibliograficciones, podríamos llamar a esas referencias ficticias. Este es un punto en común con una de las novelas más destacadas de 2022, que también comienza con una citaficción. Los puntos ciegos, de Borja Bagunyà (Malas Tierras), traducida del catalán por Rubén Martín Giráldez e igualmente repleta de notas al pie y de parodia académica, tiene un exergo de un tal Nolavis («Por todas partes buscamos cosas y solo encontramos absolutos») que dice justo lo contrario que una cita de Novalis («Por todas partes buscamos absolutos y solo encontramos cosas»), trastocando el sentido con un quiasmo en la oración de la misma forma que descoloca las sílabas del nombre. Es una buena declaración de intenciones, desde esta salida neutralizada, para una novela sobre la deformación del lenguaje y los absolutos donde la forma nunca es fórmula, todo es excesivo, y el estilo, la imaginación y la ficción hipertrofiados pueden ser acusados por igual por tráfico de influencias o de anabolizantes.
Lo que nos demuestran estas obras con paratextos falsificados es un triple salto: por un lado, la voluntad lúdica que hay en esta falsificación de los paratextos. No pretenden engañar realmente a nadie, sino, por el contrario, hacer cómplice al lector de una broma que solo funciona con él. No en vano todas las obras que comentamos son tan exigentes como agradecidas con el lector. Genette detectó ya en sus Umbrales las coqueterías que serían estos usos ingeniosos. Por otro lado, estas zonas periféricas apropiadas por el autor son casa tomada, territorio conquistado para la ficción. Es la ficción dando un golpe de estado, colonizando espacios, iniciando la batalla cuando estamos aún un pelín desprevenidos, un poco desarmados, sin haber acabado de rubricar un pacto ni haber activado del todo la suspensión de la incredulidad. En cuanto nos damos cuenta somos abducidos por la extrañeza de esta entrada abrupta al Texto con mayúscula, pasamos a ser parte del juego y quedamos atrapados en la telaraña de la ficcionalidad. Parece, desde luego, una toma de postura, una reivindicación de la ficción en tiempos de acaparamiento de lo biográfico y memorialístico, del auto (de papá) o el de cuatro corazones con freno y marcha atrás. En el caso de Mora es evidente su defensa a ultranza de la imaginación creadora frente a otro tipo de planteamientos (como se ve en su ensayo La huida de la imaginación), en el de Casri, su novela trata explícitamente esa división aristotélica entre poesía e historia. Por último -triple salto- la falsificación paratextual sitúa a los autores actuales que la practican en una tradición, una que quieren reivindicar y que a la vez sirve para reivindicarse. Es la tradición de Cervantes, Walter Scott, Sterne, Nabokov, Iris Murdoch, Marguerite Yourcenar, Borges, Umberto Eco, Vila-Matas, etc.
Todo son ventajas, pues. Por eso quizá abunden los ejemplos en nuestra narrativa reciente. Las notas de un fingido editor aparecen en obras como Mutatis mutandis. Hacia una hermenéutica transficcional de las narrativas mutantes: de Propp al afterpop (o «nocilla, qué merendilla»), de Javier García Rodríguez (Eclipsados, 2009), en este caso unido a otras notas, las del supuesto autor. Decimos supuesto porque en esta obra, como en tantas otras, el paratexto falsificado está conectado al recurso del manuscrito encontrado, de modo que no solo hay unas notas de un editor que no es tal, sino que el libro se presenta con una carta de la viuda del autor a un editor soriano, a quien le manda todo lo que ha encontrado tras la muerte de su marido, recopilado por ella y por su amigo JGR (las iniciales del autor real). Ese mismo año Javier García Rodríguez, genio y figura donde los haya, abría su recopilación Líneas de alta tensión (Literatura crónica que viene a cuento) con una «Carta-prólogo» de una tal Kobi Parris al autor, y esta contiene su negativa a escribirle un prólogo para ese libro. Esta Kobi Parris es, cómo no, un personaje de ficción que recorre además varias de las obras del autor. Hay otras variantes del manuscrito encontrado adaptadas a estos tiempos modernos, o a los futuros: Manuel Vilas comienza Los inmortales (Alfaguara, 2011) con un texto firmado por Aristo Wilas, Jefe Supremo de Arqueología Terrestre y de Inteligencia Histó-
rica en los Servicios Especiales de la Galaxia Shakespeare, fechado el 31 de febrero de 22011 (sic): «este manuscrito encontrado en una reciente y ultimísima exploración terrestre de cuyos detalles tenéis todos los pormenores en la carpeta que os acabo de entregar -allí se explica la localización exacta de las ruinas funerarias en donde fueron halladas estas páginas- debe ser destruido». Vilas ya había utilizado un recurso parecido en Aire Nuestro (Alfaguara, 2009), donde el texto inicial de presentación y el índice sirven para justificar que las piezas que componen el conjunto forman una novela, y no una serie deslavazada de fragmentos. También se ve la ficción en la cronología futura en el epílogo académico de Aixa de la Cruz a El aliado, de Iván Repila (Seix Barral, 2019), fechado en 2046 y que tiene cierto punto de parodia, como el de Mora, pero falsificando la temporalidad en lugar de la autoría. Otra novela con manuscrito encontrado que genera paratextos falsificados es El ladrón de morfina (451 Editores, 2010), de Mario Cuenca Sandoval, donde el supuesto autor, S. K. Caplan, es a su vez un personaje de la obra. La portada, la noticia del autor, las ilustraciones y las notas al pie del traductor son falsificaciones que enmascaran una autoría ficticia textual y paratextual -el ilustrador es supuestamente el propio autor apócrifo- y una degradación del autor fáctico al papel de traductor. La biografía del autor, aunque sea del real, da juego también a fantasías y dislocaciones temporales: en Taller de chapa y pintura (Barrett, 2022) la biografía de las autoras, @MESTIZORRAS, relata cómo se conocieron en una performance de Mata Hari a comienzos del siglo XXI pero «decidieron asociarse tras presenciar un show de escapismo de Houdini en Broadway allá por 1920» o cómo dieron con el último espécimen de dragón conocido en el mundo. Hay otras variaciones que implican a agentes externos, como las falsas citas de críticos literarios reconocidos -o al menos reconocibles- alabando la novela en el inicio de El rey del juego (Anagrama, 2015) de Juan Francisco Ferré, que demuestra desde el umbral que el rey del juego es él mismo. De hecho, en una novela anterior, Providence (Anagrama, 2009), había utilizado ya el recurso del manuscrito encontrado, en esta caso en forma de guion y cinta de video. El elemento audiovisual es el que destaca igualmente en una novela muy cercana en el tiempo a esta última, Los muertos (Mondadori, 2010), de Jorge Carrión, que está formada por dos partes narrativas que son una serie de televisión llamada Los muertos, escrita por los ficticios guionistas Carrington y Alvares, y por dos ensayos analíticos que siguen y analizan críticamente las partes narrativas y que van firmadas por tres críticos que son personajes de ficción, aunque Martha H. De Santis sea la supuesta autora de la novela oficial homónima basada en Los muertos y los nombres Jordi Batlló y Javier Pérez se parecen ligeramente (ejem) a Jordi Balló y Xavier Pérez, profesores expertos en narrativa audiovisual en la Pompeu Fabra, como Carrión, y autores de El mundo, un escenario. Shakespeare: el guionista invisible, obra que podría dialogar con Teleshakespeare, de Carrión. Los textos de estos críticos, pese a su juego ambiguo con lo real, se presentan de forma totalmente seria y verosímil como exé-
«En cuanto nos damos cuenta somos abducidos por la extrañeza de esta entrada abrupta al Texto con mayúscula, pasamos a ser parte del juego y quedamos atrapados en la telaraña de la ficcionalidad.
Parece, desde luego, una toma de postura, una reivindicación de la ficción en tiempos de acaparamiento de lo biográfico y memorialístico, del auto (de papá) o el de cuatro corazones con freno y marcha atrás»
gesis, excepto porque su datación es posterior a la fecha de publicación del libro. Otro tipo de exégesis, pues más que analítica es paródica, insolente y boicoteadora, es la del pretendido lector que va comentando ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! (Seix Barral, 2007), de Isaac Rosa, nueva edición de su novela La malamemoria con estos añadidos críticos, a los que sigue el juego la «Advertencia» del autor al inicio de la novela, mostrándose atónito y ofendido y pidiendo que los lectores nos saltemos esos fragmentos.
Son solo algunos ejemplos, de los innumerables posibles, de cómo el vestíbulo de ciertas casas de citas o edificios literarios de usos múltiples no es lugar para acercarse con inocencia. Todo el mundo es sospechoso y a la vez se siente vigilado por el panóptico, leer siempre ha sido una actividad de riesgo. Recordaremos el eslogan antes de llamar a la puerta de cualquier libro: ¡Cuidado con el paratexto!
«SÓLO DE PASO»
Cuatro historias de carretera guatemaltecas
por Eduardo Halfon
1. El huevo
En Guatemala, irás conduciendo por la capital cuando de repente te caerá un huevo en el parabrisas. Tu primera reacción, tras soltar un par de bien elegidos insultos, será encender el limpiaparabrisas, lo cual sólo empeorará la situación. La yema ensuciará todo el vidrio y no podrás ver nada a través de la mancha amarillenta. En consecuencia, una o dos cuadras más adelante, tendrás que detenerte y salir para intentar limpiar el vidrio de alguna manera. Y los ladrones de autos —camaradas del lanzador de huevos— estarán allí esperándote, pistolas en mano.
2. La gasolinera
Estarás conduciendo por una carretera guatemalteca, posiblemente en alguna agreste y desértica región montañosa, cuando te darás cuenta de que te estás quedando sin gasolina. Pararás a llenar el tanque en la primera gasolinera que encuentres, algo que en el país siempre hace un empleado: servicio completo, nunca autoservicio. El empleado, que suele ser cordial y atento, revisará las ruedas y el aceite, limpiará el parabrisas delantero y también el trasero con un trapo sucio. Y tú, entonces, después de pagarle la gasolina y darle una propina adecuada si no generosa, te pondrás de nuevo en camino. A unos pocos kilómetros, sin embargo, te darás cuenta de que ahora tienes una rueda pinchada y te verás obligado a parar a cambiarla en un sector algo desolado de la carretera.
Justo en ese momento, casi milagrosamente, aparecerá en el retrovisor una moto con dos hombres. Llegarán en nada al lugar donde te has quedado tirado y se bajarán de la moto y te preguntarán si necesitas ayuda para cambiar la rueda pinchada. Y te sentirás aliviado y agradecido, antes de ver cómo los dos hombres sacan un par de armas y te roban todo lo que tienes.
Lo que nunca supiste, naturalmente, fue que la moto había estado aparcada detrás de la gasolinera, esperando medio escondida, mientras el tan cordial empleado colocaba un clavo grande y filudo delante de una de tus ruedas al agacharse y fingir comprobar si tenía suficiente aire.
3. Pablo
Es habitual que te asalten sentado en tu auto ante un semáforo rojo en la Ciudad de Guatemala. Alguien meterá un cuchillo por la ventanilla abierta, o tal vez golpeará la ventanilla con un revólver, y te exigirá a toda prisa que le entregues el móvil, el reloj, los anillos, el
collar, la cartera o el bolso (mi tía nunca se dio cuenta del puño que entró por la ventanilla semiabierta para arrebatarle sus finas gafas de sol, y que además le dejó un ojo morado).
Aunque algunos guatemaltecos, para evitar estos robos veloces, se han acostumbrado a hacer un alto a medias en un semáforo rojo o a simplemente pasárselo a toda velocidad —especialmente en los barrios de mala muerte a altas horas de la noche—, otros han adoptado una estrategia más legal y también más creativa: conducen por la ciudad con un maniquí de cuerpo entero sentado en el asiento del pasajero. Han ido a una tienda y han comprado un maniquí (siempre un hombre) y lo han vestido adecuadamente antes de sentarlo en el asiento del pasajero con el cinturón de seguridad bien abrochado. ¿Por qué? Los ladrones, según el razonamiento, se lo pensarán dos veces si ven que no conduces solo, que hay dos personas sentadas en tu auto ante el semáforo rojo, aunque una de esas personas sea en realidad un enorme muñeco de plástico.
Alguna vez, una señora de mediana edad, inteligente y atractiva, me contó que, para hacer la artimaña más convincente, conducía por la ciudad hablándole a su maniquí, al que había nombrado Pablo.
4. Sólo de paso
Una calurosa mañana de abril de 2022, tres policías vestidos de civiles se presentaron en el vestíbulo del edificio de mis padres en la Ciudad de Guatemala, buscando a un hombre que trabajaba allí llamado Jeremías. No le dijeron mucho al resto del personal de mantenimiento y seguridad, sólo que necesitaban hablar con Jeremías, hacerle algunas preguntas. Pero los empleados del edificio les repitieron una y otra vez que no estaba, que no lo encontraban por ninguna parte, aunque todos sabían exactamente dónde se había escondido.
Jeremías llevaba más de diez años trabajando en el edificio de mis padres. Siempre estaba allí —barriendo un pasillo, usando un pliego de papel periódico para limpiar el espejo del ascensor, atendiendo el mostrador de recepción en el vestíbulo—, o al menos eso me parecía a mí cada vez que volvía al país desde Nebraska o París o Berlín o cualquier otro lugar en el que estuviera viviendo en ese momento, y llegaba a visitar a mis padres. Era tímido, Jeremías, de pocas palabras, considerado sin ser sentimental, atento sin ser entrometido. Nunca causaba problemas, decía de él mi padre, con lo que quería decir que Jeremías era obediente y sumiso. Siempre me saludaba cortésmente —buenos días, señor Halfon— y luego me preguntaba con una ligera sonrisa si yo ya vivía de nuevo en Guatemala o si estaba sólo de paso, y yo le respondía inevitablemente que sólo de paso. Ahora comprendo, sin embargo, aunque sea en retrospectiva, que su pregunta sencilla y casi superficial era también demasiado siniestra.
Aquella cálida mañana de abril, Jeremías estaba sentado en la recepción del vestíbulo cuando vio a los agentes de policía en la pantalla de la cámara de seguridad, fumando de pie en la calle, frente al edificio. De algún modo supo —o tal vez adivinó— que estaban allí buscándole, e inmediatamente salió corriendo hacia el sótano y se escondió en una pequeña bodega, agachado entre trapeadores y escobas y varias cubetas sucias.
Los policías, frustrados por las respuestas bruscas y evasivas de los empleados —como siempre, guatemaltecos silenciados por décadas de opresión y desconfianza y el miedo paralizante a
denunciar—, insistieron ahora en hablar con algunos de los inquilinos del edificio, incluidos mis padres. Fueron de apartamento en apartamento, tocando las puertas y haciendo preguntas. Pero ninguno de los inquilinos pudo ayudarlos a localizar a Jeremías. Ninguno sabía dónde estaba ni si había llegado a trabajar ese día. Al final, tras un par de tensas horas de amenazas y fisgoneo, los agentes se dieron por vencidos y abandonaron el edificio y los inquilinos cerraron las puertas de sus apartamentos y todos los empleados volvieron al trabajo.
Jeremías permaneció escondido en la pequeña bodega el resto del día. Esperó hasta que se hizo de noche y pudo estar seguro de que los agentes de policía ya no estaban en el vecindario. Entonces se levantó y salió de la bodega y se encaminó hacia fuera del edificio y allí, a media calle, fue rápidamente abordado y capturado por los agentes de policía que le habían estado esperando en autos de civiles.
Lo primero que pensaron todos los inquilinos fue que Jeremías había sido detenido por error, algo demasiado frecuente en el país. Debido a una venganza personal, o a un error burocrático, o más probablemente a un funcionario corrupto que había inventado cargos falsos para luego pedir un cuantioso soborno. Tardarían semanas en averiguar qué había ocurrido.
Tras repetidas llamadas telefónicas y cartas y varias costosas visitas de abogados, finalmente se informó a los inquilinos del edificio de que Jeremías estaba detenido en la penitenciaría de Mazatenango, una ciudad situada en la llanura costera que conduce al océano Pacífico, por su implicación en una serie de lo que las autoridades han nombrado secuestros exprés.
Funcionan así.
Recibirás una llamada de un secuestrador que te dirá que alguien está siguiendo en ese momento el auto de uno de tus familiares, tu anciano padre o tu hija adolescente o hasta tal vez tu esposa, y que procederá a matar a tu padre o a tu hija o a tu esposa si no depositas una determinada suma en una cuenta bancaria en el plazo de una hora, normalmente el equivalente a no más de un par de miles de dólares. Como prueba, el secuestrador primero te mencionará todos los datos personales de ese familiar (nombre completo, dirección particular, dirección de trabajo, número de teléfono, número de licencia); a continuación, el secuestrador te dirá exactamente qué ropa lleva puesta tu familiar y en qué calle de la ciudad está transitando; por último, el secuestrador te dará una descripción precisa de la marca del auto de tu familiar, incluyendo el modelo, el año, el color específico, el número de matrícula y cualquier característica única como abolladuras o rayaduras visibles o pegatinas en el parachoques. Todo esto para que te quede muy claro que tu familiar ya ha sido secuestrado, en cierta manera, y que está cautivo en su propio auto y sin que ese familiar mismo lo sepa y quizá incluso con una escopeta apuntada a su cabeza desde un par de autos atrás, y que tu hija o tu esposa o tu anciano padre sólo será liberado de esa cruel y extraña forma de cautiverio si tú realizas rápida y discretamente el depósito requerido.
Durante años, Jeremías, nuestro amable Jeremías, había sido el hombre del dinero en estas operaciones. Fue su cuenta bancaria personal la que la banda de secuestradores había utilizado repetidamente para recibir todos los pagos de los rescates.
Entonces, señor Halfon, me decía con una tímida sonrisa, ¿ha venido usted para quedarse o está sólo de paso?
Sólo de paso, Jeremías. Siempre sólo de paso.
CLARIBEL ALEGRÍA: UN PAISAJE INCANDESCENTE
por Sergio Ramírez
Allá por los lejanos años sesenta del lejano siglo veinte, cuando el correo electrónico era sólo uno de esos presentimientos futuristas del Valiente Mundo Nuevo, me escribía a menudo con Claribel Alegría, ella en Mallorca, yo en San José de Costa Rica. No nos habíamos visto nunca.
Eran cartas de verdad las de Claribel, unas cartas en papel de seda color verde, papel de verdad, metidas en sobres aéreos, sobres de verdad, y con estampillas, también de verdad, desde las que me miraba en sepia, verde, o gris, el rostro adusto de bigote recortado del Generalísimo Francisco Franco, para nada virtual.
Su dirección tenía para mí una signatura misteriosa: C´an Blau Vell, Dejá, que por virtud mágica llevaba hasta mi escritorio, en la penumbra de las eternas lluvias vespertinas del valle central de Costa Rica, el vago aliento de las islas Baleares de que hablaba Rubén Darío en su Epístola a Juana de Lugones.
Me invitaba a llegar a verla a aquel pueblo encantado, donde el poeta Robert Graves era su vecino, y en los veranos, desde su ventana, Claribel podía divisar a Julio Cortázar en la suya, un pueblo que me expliqué mejor cuando leí años después su relato Pueblo de Dios y de Mandinga donde la magia se trastoca con la risa, como si uno entrara por una trampa de doble fondo a la cueva de Montesinos y saliera de ella atormentado por las cosquillas.
No llegué a Mallorca sino más de treinta años después, cuando me refugié en una finca entre Pollensa y Alcudia para terminar de escribir mi novela Margarita, está linda la mar, y buscaba al mismo tiempo las huellas de Darío, del Archiduque Luís Salvador, y del enigmático fotógrafo nicaragüense Castellón, para escribir Mil y una muertes.
Entonces, fui, por fin, a Dejá, en busca de C’an Blau Vell, la casa ahora desierta, porque Claribel y Bud Flakoll, su marido, periodista y diplomático, vivían ya en Nicaragua. Una casa campesina, que uno encuentra a la vuelta de un estrecho callejón de lajas, construida en piedra hace más de trescientos años, con sus dos pisos comunicados por escaleras estrechas y empinadas, y coronada por una terraza que entre tiestos de flores mira a la mole del Puig des Teix,
Fuente: wikicommons
«No llegué a Mallorca sino más de treinta años después, cuando me refugié en una finca entre Pollensa y Alcudia para terminar de escribir mi novela Margarita, está linda la mar , y buscaba al mismo tiempo las huellas de Darío, del Archiduque Luís Salvador, y del enigmático fotógrafo nicaragüense Castellón, para escribir
Mil y una muertes »
la más alta de las eminencias de la sierra Tramontana, que desde allí parece cercana a la mano.
En junio de 1969, cuenta Claribel, se hallaba junto con Bud dedicada a remodelar la casa de Blau Vell: «Eran como las seis de la tarde. Estábamos asomados a un boquete en el segundo piso, que sería la ventana de nuestro dormitorio…de pronto vimos pasar por la calle, bajo nuestro balcón, a un viejo alto de largos cabellos blancos y con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros. Vestía pantalones cortos y deshilachados y jugaba con una bolita de ping-pong.
-¿Es Robert Graves, verdad?, le pregunté a Bud. Antes de que él pudiera contestarme, levanté la voz y dije: ¿Es usted Robert Graves? Él alzó su mirada azul: Sí, ¿y ustedes quiénes son? Conversamos un rato y lo invitamos a una copa de vino. Así nació esa gran amistad que duró hasta su muerte en 1985».
El padre de Claribel, el doctor Daniel Alegría, un médico nicaragüense de Estelí, acérrimo partidario de Sandino, y por tanto acérrimo antiimperialista, se exilió en Santa Ana, El Salvador, por obra de la intervención militar que duró en su país de 1909 a 1933, y allí se casó con la salvadoreña Ana María Vides. Hizo jurar a sus dos hijas, Claribel una de ellas, que nunca se casarían con un gringo. Fue lo primero que ambas hicieron.
El 17 de julio de 1979, mientras Somoza volaba en su fuga hacia Miami, Julio Cortázar y Carol Dunlop volaban hacia Mallorca para encontrarse en Dejá con Bud y Claribel, y esa noche, en la terraza frente al Teix celebraron aquel acontecimiento, sellado dos días después con el triunfo de la revolución. Casi llegaron juntos a Nicaragua, Julio y Carol en noviembre, Claribel y Bud, en septiembre. Se instalaron para siempre en Managua, después de una vida trashumante con estaciones en Washington, Santiago de Chile, París, Mallorca, y desde entonces fuimos vecinos en el barrio Pancasán, que era el barrio de los poetas, porque allí vivían también Ernesto Cardenal, Daisy Zamora, Vidaluz Meneses, Gioconda Belli, y a la caída de la tarde
nos sentábamos en la terraza de su casa bajo un frondoso mango, o en la mía, bajo las ramas de un marañón, a disfrutar de largas conversaciones.
Tuvo, solía ella decir, una matria, que era Nicaragua, y una patria, que era El Salvador. Nació en Estelí, en 1924, bautizada Clara Isabel, creció en Santa Ana, y murió en Managua en 2018, con lo que este año celebramos su centenario.
Su infancia y adolescencia la pasó entre personajes de la literatura, como Jesús en el templo entre los doctores. Se prendó cuando niña de Salvador Salazar Arrué (Salarrué), el célebre cuentista vernáculo salvadoreño, un galán de cine en sus recuerdos. Y cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, el filósofo y educador mexicano, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal, a la que sólo asistieron, eterno riesgo de los conferencistas, doce personas. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que primero debía cambiarse el nombre; «Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?».
Diez años más tarde Vasconcelos la llevaría en México delante de don Alfonso Reyes para que el sabio juzgara sus primeros poemas, y en 1947 el mismo Vasconcelos pondría el prólogo a su primer libro Anillo de Silencio. Y los poemas de ese primer libro habían sido elegidos por Juan Ramón Jiménez, su mentor durante los años en que ella estudiaba en Washington, y quien una tarde del año de 1945 la llevó a conocer a Ezra Pound, recluido para entonces en el hospital St. Elizabeth.
Juan Ramón, que vivía exiliado en Estados Unidos, fue guardando pacientemente todos los poemas que Claribel le daba a leer, y apartaba, en secreto, los que más le parecían. Una tarde en que llegó a visitarlo a su casa, Zenobia, su mujer, le anunció una sorpresa. «Sobre la mesita de centro había un legajo mecanografiado. Eran mis poemas», recuerda Claribel. «Juan Ramón había elegido los que a él más le gustaron, hizo correcciones y se los dio a Zenobia
«Su infancia y adolescencia la pasó entre personajes de la literatura, como Jesús en el templo entre los doctores. Se prendó cuando niña de Salvador Salazar Arrué (Salarrué), el célebre cuentista vernáculo salvadoreño, un galán de cine en sus recuerdos. Y cuando apenas tenía seis años, apareció en Santa Ana José Vasconcelos, el filósofo y educador mexicano, quien había llegado para dictar una conferencia en el Teatro Municipal, a la que sólo asistieron, eterno riesgo de los conferencistas, doce personas. Fue él quien le profetizó que sería escritora, pero le advirtió que primero debía cambiarse el nombre; “Clara Isabel es muy hermoso, pero parece más el nombre de una abadesa. ¿Por qué no lo cambias a Claribel?”»
para que los pasara a máquina». «Tienes un librito», le dijo él entregándole el manuscrito, «ahora debes encontrar dónde publicarlo».
Más conocida por su extensa y honda obra poética, que la hizo merecedora del Premio Iberoamericano de Poesía Reina Sofía en 2018, Claribel fue así mismo una narradora excepcional, como se refleja en Las cenizas de Izalco (1966), la novela escrita en colaboración con Bud Flakoll, finalista del Premio Biblioteca Breve que ganó Vargas Llosa en 1964 con La ciudad y los perros; El detén (1977); Álbum familiar (1984); Pueblo de Dios y de Mandinga (1985), ya mencionado; Despierta mi bien, despierta (1986); y Luisa en el país de la realidad, (1987).
Siendo estudiante de primaria en el colegio en Santa Ana, cuenta que le tocó escribir una composición sobre el volcán Izalco, y en lugar de referirse a sus características geológicas lo hizo sobre las misteriosas leyendas aborígenes que lo rodeaban. Un volcán al que regresaría años después para leer el terrible paisaje de fuego que es la historia de El Salvador.
Sometido al dominio de unas cuentas familias dueñas de las plantaciones cafetaleras y de la riqueza agraria y comercial, El Salvador, «el pulgarcito de América» como lo llamó Gabriela Mistral dado su pequeño tamaño geográfico, se vio sacudido por la crisis mundial provocada por el crack de la bolsa de Nueva York de 1929. Frente a la efervescen-
cia social creciente, la oligarquía no dudo en respaldar el golpe de estado que en 1931 derrocó al presidente Arturo Araujo, y así ascendió al poder el general Maximiliano Hernández Martínez, uno de los personajes más relevantes del bestiario político centroamericano.
El nuevo dictador era creyente en los poderes de los médicos invisibles, por cuyo consejo mantenía en el patio de la casa presidencial decenas de botellas de distintos colores llenas de agua, que expuestas al sol adquirían facultades sanadoras para cualquier enfermedad, desde la tiña a la disentería. Fue con el agua de una de estas botellas, de color azul, que pretendió curar la apendicitis de un hijo suyo, con resultados fatales. El niño murió entre terribles gritos de dolor.
Cuenta el escritor salvadoreño Roque Dalton en Historias prohibidas de Pulgarcito, que ante una tenaz epidemia de viruela no se le ocurrió nada más sabio que mandar a forrar en papel celofán coloreado las farolas del alumbrado público, pues matizar la luz eléctrica era suficiente para matar las bacterias causantes de la peste, que por supuestos siguió creciendo a sus anchas y matando niños y adultos, indiferente a las artes mágicas de este teósofo vegetariano que cuidaba sus pisadas para no aplastar a las hormigas, pero fue capaz de ordenar una de las masacres campesinas más terribles de la historia de América Latina. En enero de 1932 surgió en El Salvador una insurrección
rural de enormes proporciones. Miles de indígenas izalcos salieron a los caminos, asumieron el gobierno de los pueblos y caseríos, tomaron las casas de los terratenientes y organizaron la justicia popular.
Martínez ordenó al ejército reprimir el alzamiento, y la cacería alcanzó indiscriminadamente a los campesinos de los departamentos del occidente del país, con cerca de treinta mil muertos en las aldeas de Izalco, Nahuizalco, Salcoatitán, Sonzacate, barridas por el fuego de la metralla. Feliciano Ama, cacique de Izalco, jefe de la cofradía del Espíritu Santo, fue ahorcado en la plaza pública como cabecilla de la rebelión . En esos mismos días entró en erupción el volcán Izalco, y las corrientes de lava encendida bajaron por sus faldas.
En periódicos, en emisiones radiales, en folletos, en libros, se pedía nada menos que la erradicación total de los indios. En un panfleto publicado en 1932, un ladino de Juayúa, Joaquín Méndez, dice: «Nos gustaría que esta raza pestilente fuera exterminada... Es necesario que el gobierno use mano dura. En Norteamérica tuvieron razón de matarlos a balazos antes de que pudieran impedir el progreso de la nación. Los mataron porque vieron que nunca los iban a pacificar. Aquí en cambio los tratamos como si fueran parte de la familia y ya ven los resultados...».
Cenizas de Izalco, desde la perspectiva de Claribel, que lleva una de las voces narrativas de la novela, tiene rasgos autobiográficos. Carmen Rojas, la protagonista, a la muerte de su madre, Isabel, regresa en 1962 a Santa Ana, el pueblo de su infancia, ya casada con un norteamericano y con dos hijos; y mientras lleva el duelo al lado de su padre, Alfonso, viudo, médico, como en la vida real, una tía pone en sus manos el diario de Frank Wolff, un muchacho californiano que en el año de 1932 había llegado como visitante a la ciudad, huésped de Virgil Harrid, un veterinario que es a la vez predicador evangélico, y a través del cual conoce al líder comunista Farabundo Martí. La lectura del diario abre a Carmen las puertas del pasado que dan a una breve historia de amor vivida entre Isabel, atrapada en la monotonía de la vida matrimonial provinciana, y Frank, romance que estuvo a punto de desembocar en la fuga de ambos; y a la vez a la masacre perpetrada contra los campesinos, «la matanza», como como ha quedado nombrándose a esos hechos sanguinarios en la historia de El Salvador, y a la erupción del volcán.
insurrección campesina, «la matanza», el fusilamiento de Farabundo Martí el 1 de febrero de 1932 en San Salvador, sentenciado a muerte por un tribunal militar bajo el cargo de haber sido el cerebro de la rebelión.
Años después, en la década de los ochenta del siglo pasado, los grupos guerrilleros marxistas se unirían bajo el nombre de Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), organización que fue protagonista de una encarnizada guerra civil que concluiría con la firma de los acuerdos de paz de Chapultepec en 1992.
Una historia que siempre se está alzando en llamas, y que siempre es volcánica en el un doble sentido, represión y muerte de un lado; y erupciones, temblores de tierra, derrames de lava ardiente.
Una historia secreta de amor, que conmueve los recuerdos de la protagonista al mirar en retrospectiva hacia la vida de su madre, que hasta entonces le ha permanecido oculta, la lleva a introducirse en la historia real del país. La
La alegoría recurrente de un paisaje que parece manso e idílico pero que estalla siempre con violencia desmedida, hasta volverse incandescente.
BI BLIO TECA
Mirar bajo el mar
Diego Zúñiga
Tierra de Campeones
Random House
272 páginas
La aparición de Tierra de campeones (Random House, 2023), esperada tercera novela de Diego Zúñiga, supuso el año pasado una espléndida noticia para el mundo de las letras. Seleccionado por las listas Bogotá 39 y Granta como uno de los escritores más prometedores, el chileno ha demostrado a los 36 años su buen hacer con una producción publicada a cuentagotas y signada por el pulso narrativo, la apertura a diversas interpretaciones y la conciencia de que escribir tiene que ver con recordar. Así se aprecia en las novelas Camanchaca (2009), Racimo (2014) y en el volumen de relatos Niños héroes (2016), títulos en los que, haciendo gala de un rasgo común a sus más destacados coetáneos, reflexiona sobre el pasado y presente nacional desde una mirada política desmarcada del testimonio y atenta en todo momento a los procesos de la ficción.
Zúñiga, que ha declarado sentirse marcado por la dictadura pinochetista aunque viviera mucho tiempo sin conciencia de cómo esta influía en su subjetividad, nos ha regalado una obra que puede leerse de muchas maneras: como novela «de iniciación», «de supervivencia», «de viaje
del héroe», «de provincia», «deportiva» o incluso «de memoria». Desde su dedicatoria «A Lorena, que me enseñó a mirar bajo el mar» —Lorena Amaro, reconocida entre otros por sus extraordinarios trabajos críticos sobre la «fábula biográfica»—, nos adentramos en la idea del despertar al horror. Y lo hacemos a través de una ficción basada en la vida del campeón del mundo de pesca submarina Raúl Choque, que en 1971 alcanzó la gloria deportiva para, dos años después, no volver a adentrarse en el océano por la traumática experiencia que le supuso descubrir cuerpos de represaliados en sacos arrojados al océano Pacífico.
Asistimos, pues, a una reflexión sobre los hechos que explican el convulso Chile actual: desde las revueltas sociales recientes a la conmemoración de los cincuenta años del golpe. Y esta se logra sin maniqueas consignas, atendiendo a la vida cotidiana (la intimidad, ese espacio tan relevante en la literatura de Zúñiga) del alter ego de Choque, que aparece ante nuestros ojos separado muy pronto de su referente real: Chungungo —o «gato marino»— Martínez, quien en su sobrenombre revela ya la importancia
adquirida por el registro oral en el texto. Conocemos el devenir del protagonista desde su infancia en el desierto del norte de Chile —aprendió a nadar en un río— hasta su marcha a la costa por el abandono de sus padres; su adolescencia y juventud en dos caletas de pescadores; su ascenso a la cúspide de la fama (con las envidias y rencores que le atrajo el éxito); y, finalmente, tras el golpe de Estado, su pérdida de rastro en el desierto. Se registra, pues, la vida cotidiana de un individuo sin especial militancia política —como todos los que le rodean—, pero que vio su existencia arrasada por la dictadura militar, especialmente agresiva con los más vulnerables.
La trama se sitúa en la zona de Iquique, la ciudad norteña, marítima y salitrera cercana a la frontera de Perú de la que procede Zúñiga, descrita en la obra desde numerosos ángulos —incluso a partir los diarios de Charles Darwin— y constante espacial de sus textos. Lo fue en Camanchaca —donde los recuerdos de infancia adquieren un papel fundamental—, en Racimo —basado en un asesino en serie que asoló la región— y en algún relato de Niños héroes como el titulado
asimismo «Tierra de campeones», dedicado a un futbolista que conoció las mieles del éxito para, un día, desaparecer inexplicablemente —como lo hace Martínez en la novela— y regresar convertido en otro. Este será uno de los rasgos característicos de la poética del escritor, interesado por individuos que viven su fracaso en un paisaje poco explorado por la literatura chilena. A partir de ellos —y, especialmente, de sus carencias— se comprenden con claridad los fenómenos socioeconómicos que explican el país en la actualidad, lo que demuestra los poderes de la mejor ficción.
Para hablar de la anábasis y catábasis del héroe, nada mejor que hacerlo a partir de un deportista que devino leyenda nacional: el hombre que ganó el campeonato del mundo de pesca submarina dos años antes del golpe, al que felicitó en su mayor momento de gloria Salvador Allende —en un clima de optimismo colectivo que coincide con el experimentado por el protagonista tras su hazaña—, pero que termina sufriendo una delirante «temporada en el infierno» en el Valle de los meteoritos, desértico paisaje donde se localiza la última parte de la novela, vinculada por su carácter espectral, sus silencios y su encriptada violencia a la Comala de Juan Rulfo.
Pero Zúñiga, reconocido amante del deporte —consagró a su equipo de fútbol el libro de no ficción Soy de Católica (2014)— se decanta por describir desde esquinas luminosas un mundo asaeteado por las carencias, en el que los escasos momentos de felicidad vienen asociados a los deportistas nacidos en la provincia; de hecho, Iquique es conocida como «tierra de campeones» porque allá nacieron eminentes boxeadores y futbolistas, sobresaliendo entre todos la figura de Raúl Choque. Todos ellos son mencionados en una obra que evita la pornodenuncia al retratar la comunidad de pescadores en que se integra Martínez.
En estas espléndidas descripciones del día a día en las caletas, el autor sigue las huellas de escritores del medio siglo chileno —Marta Brunet, Manuel Rojas,
Carlos Droguett, Alfonso Alcalde, Mariano Latorre o Coloane, entre otros—. Todos ellos supieron retratar una sociedad signada por la discriminación, «viendo venir» en sus creaciones lo que otros no supieron percibir (lo subrayó en parecidos términos y en el mismo año Álvaro Bisama en La rabia y el augurio, espléndido ensayo biográfico dedicado a Carlos Droguett).
Llega el momento de destacar un aspecto esencial de la novela: la construcción de una voz narrativa que ya conocimos en los mejores títulos de Bolaño, y que Zúñiga desarrolla con especial pericia. Cercana al protagonista —lo conoce desde la infancia—, luego lo pierde de vista, presuponiendo mucho de lo que pudo ocurrirle o sentir. La plasticidad inherente a este punto de vista permite que atraviese distintas épocas sin perder autenticidad: desde los duros inicios de Martínez en los años cincuenta a su despertar a la «vida buena» (aunque dura) de las caletas de los sesenta, o la gloria y caída en los setenta. El narrador, además, se muestra como un fan entregado, por lo que narra con especial pasión —en presente, con frases tan breves como vívidas, características del mejor periodismo deportivo— el pasaje dedicado al triunfo de Martínez. Pero, al mismo tiempo, sabe callarse cuando debe, como denotan las siguientes líneas: «Y es en este punto de la historia cuando yo me quedo sin palabras para contar lo que sucedió después. Porque aquí se acaban las voces y las versiones y lo que alguien supo, escuchó o vio, y sólo nos queda aferrarnos a un último murmullo. Aferrarnos a ese último rumor». Sobran explicaciones ante la contundencia de la última y epifonemática frase, constante repetida en los capítulos que componen la obra y que la acercan a la prosa poética.
Y de lirismo quiero hablar para concluir: faltan las palabras ante un fenómeno tan brutal como el de la violencia institucionalizada, por lo que solo queda recurrir a los silencios cargados de significado de la poesía. Zúñiga, reconocido lector del género, homenajea en el texto
a sus autores favoritos. Así se aprecia, por ejemplo, en el epígrafe de Bárbara Délano que abre la obra –«Porque todo lo que se pierde va a dar al mar»; en su homenaje a La pieza oscura lihneana con el que retrata el enrarecimiento de una relación afectiva –«No quiso profundizar y él tampoco insistió. La historia de ellos se había convertido en una pieza oscura y ninguno de los dos se animaba a avanzar, a tientas, sin saber bien adónde ir»— y en tantos otros momentos de la obra, como la frase que refleja la entrada a la vida del protagonista: «Afuera, el mundo parecía convertirse en un texto indescifrable, hermoso, lleno de giros inesperados». Por ello, asimismo, los nombres de los personajes se relacionan con conocidos poetas chilenos: Martínez (por Juan Luis), Parra (por Nicanor), José Ángel (por Cuevas) o Violeta (por Parra), personaje que aparece de nuevo como cantora que va de pueblo en pueblo emocionando a las comunidades más pobres con su voz.
Recuerdo para cerrar las palabras pronunciadas en el imprescindible Nostalgia de la luz (2010), de Patricio Guzmán, por una mujer en busca de sus familiares desaparecidos: «Ojalá los telescopios no miraran solo al cielo, sino que pudieran traspasar la tierra para poderlos ubicar». Zúñiga logra mirar al cielo del héroe y al suelo del cadáver mal enterrado en Tierra de campeones, prueba de que él —al contrario de Martínez, su protagonista paralizado por el trauma—, sí sabe «qué hacer con las palabras».
por Francisca Noguerol
Copi
«Me expreso a veces en mi lengua materna, la argentina, y con frecuencia en mi lengua amante, la francesa. Para escribir este libro mi imaginación duda entre mi madre y mi amante. Pero sea cual sea la lengua elegida, la imaginación me viene de esa parte de la memoria que es blanda y particularmente sensible a las flechas escondidas en las frases anónimas». Esto escribe Copi al comienzo de Río de la Plata, una obra en clave autobiográfica hasta ahora inédita en español. Claro que, tratándose de él, un texto semejante nada tiene de previsible. Por el contrario, cada frase pareciera ser un hallazgo que el escritor puede magnificar hasta convertirla en drama de folletín o bajarle el tono como un comentario al paso. Copi es capaz de maravillarse pero también de deslizar la duda, de bajarle el precio a cualquier atisbo de solemnidad, de llegar una zona de epifanía que derriba como una madama con zapato de tacón que se cae en la vereda. Un ciudadano del mundo que, además, se toma en solfa todos los cánones de su origen, desde la prosapia paterna hasta la homosexualidad de un hijo desclasado, desde Borges y la literatura gauchesca a la inveterada cos-
Anagrama 512 páginas
tumbre argentina de construir mitos con su historia política. Quizás por eso leer a Copi sea una forma de embarcarse en geografías que tienen nombres reales pero que, bajo la lente del autor, devienen inventos, caprichos, aporías. Y paradojas. Porque si el estatuto de «lo real» se pone en entredicho entonces la escritura es capaz de fundar su propio territorio, más real que lo real por la sencilla razón de que toma lo adquirido, lo aprendido, lo heredado, para transformarlo en forma personalísima de habitar la escritura y el mundo.
Esta es apenas una de las apreciaciones posibles en torno a Copi, el libro que ha editado Anagrama que incluye cinco novelas y un libro de cuentos (además de la autobiografía) de Raúl Damonte, alias Copi: dibujante, dramaturgo y autor inclasificable, heterodoxo, personalísimo y aún, no del todo descubierto en el ámbito de las letras hispanas. O mejor dicho, no del todo situado dentro de la narrativa argentina e iberoamericana. De hecho, Patricio Pron, señala en el prólogo que «los libros de los argentinos César Aira, Alan Pauls, Daniel Link o Fogwill, el chileno Pedro Lemebel y los uruguayos Mario Le-
vrero y Dani Umpi parecen haber recurrido a la figura tutelar de Copi para librarse del mandato de seriedad y corrección que preside las literaturas del Cono Sur». Este prólogo es doble porque cuenta también con un texto preliminar de María Moreno. Tanto Pron como ella (ambos, argentinos) estudiaron de manera profunda a Copi y se han contaminado de sus búsquedas de lenguaje, de sus ideas hilvanadas a puro capricho, de su sentido del humor que en el caso de María es trazo barroco y en el caso de Pron, línea sutil. Esta diversidad enriquece lo que ambos tienen para decir sobre Damonte. Ya desde ahí, el libro resulta imprescindible.
La vida de Copi está atravesada por la leyenda desde el momento mismo de su nacimiento. Hay quien dice que ese era el nombre que le pusieron de niño por un mechón que parecía un copo sobre su cabeza o bien, porque era un chiquito tan blanco como la nieve. Nació en Buenos Aires en 1939. Su padre tuvo una atribulada vida política, sirvió y se peleó con Juan Domingo Perón (para la historia argentina, el peronismo es una suerte de padre omnipresente al que se lo odia y se lo ama pero nunca se lo soslaya) y llegó a
Raúl Damonte Copi
Copi (Obra narrativa)
ser «aunque argentino, cónsul del Uruguay en Reims» (como cuenta el propio Copi). De hecho, para Copi, Uruguay fue su primer «fuera del país», la tierra de la familia materna y de invenciones como las de su libro El uruguayo, donde narra aventuras rocambolescas junto a su perro Lambetta.
Su abuelo materno fue el periodista Natalio Botana, fundador del diario Crítica. Copi apela a los dimes y diretes de un diario a partir de la experiencia de Silvano Urrutia, un muchacho del interior que viaja a Buenos Aires para trabajar como redactor y termina en un lío que incluye a Lauro Bochinchola, director del diario, problemas de estafas y juego clandestino y una noche de sexo y drogas duras a la que más de uno quisiera haber sido invitado. A partir de 1962 Copi vivió permanentemente en París, donde destacó primero como dibujante de la tira La femme assise (la mujer sentada), que publicó a lo largo de diez años en Le Nouvel Observateur. En 1966 Jorge Lavelli dirigió Sainte Genevièvedans sa baignoire, su primera pieza teatral estrenada en París, a la que siguieron otras muchas, puestas en escena en los años setenta y ochenta: La journée d`une rêveuse, Eva Perón, L`homosexuel ou la difficulté de s`expremier, entre otras. También escribió su obra literaria en francés, que aquí se presenta en impecables traducciones de Enrique-Vila Matas, Alberto Dobry, Edgardo Cardín y Biel Mesquida (el vínculo entre Copi y cada uno de ellos merecería un artículo aparte).
Murió en París en diciembre de 1987 y otra vez, la leyenda. Parece que Raúl Escari, su amigo y amante, confundió sus cenizas con hachís y se las fumó delante de su madre. María Moreno toma esta anécdota para coquetear con la idea de lo bueno que resulta catapultar a Copi por sobre el estado sólido, llevarlo a la zona gaseosa que a él más le gustaba, esa donde el nombre propio, la obra, la heterosexualidad y la patria se volatilizan para ser otra cosa.
Dice María: «En las obras de Copi un personaje que lleva su nombre puede ignorar que es judío puesto que nunca ha
visto el pene de otro hombre (La Internacional Argentina), los pollos reproducirse en pollos al spiedo, los huevos en huevos fritos (El uruguayo), los padres ser mujeres de clítoris decapitado (La guerra de las mariquitas) y las ratas cultivar géneros íntimos como la correspondencia (La Cité des Rats)». Porque, como observa Moreno, en la obra de Copi todo está trastocado: los sexos, las patrias, los reinos (animal, vegetal, mineral). Incluso en una revolución, la única muerte es por accidente luego de que se ha desmoronado un telón de teatro y no El Teatro de la Revolución sino, simplemente, el Odeón de París (La vida es un tango).
Pero si hay algo en lo que Copi no es trans, es en su antiperonismo aunque, señala María, esto no lo convierte en «gorila» (o sea, en odiador del peronismo por el modo en que este movimiento se ocupó de elevar el nivel de vida de los más pobres, algo que las clases acomodadas no perdonaron ni perdonan incluso al día de hoy). Es por eso que el peronismo aparece en Copi en versión kitsch a niveles que resultaban insoportables en la época y aún son incómodos ahora. De hecho, cuando Copi estrena la obra Eva Perón en 1970 en París, se arma tremendo escándalo porque Eva es representada por un hombre. Y es que para Copi, ella era el verdadero «macho» de la pareja con Perón. Y si esto es así, Eva se salva de la muerte ya que no puede morir enferma de un órgano que no tiene: la matriz. Semejante redención nunca fue debidamente valorada en estas pampas argentinas. Quizás un aporte insospechado que hace el libro es que se sigue metiendo con los mitos para bajarlos del pedestal, para proponer algo de lo que la dirigencia política actual carece por completo a nivel mundial: rebeldía e imaginación.
Las muertes, las catástrofes, los asesinatos y los acontecimientos de proporciones excesivas que Copi narra en sus libros, se suceden sin solución de continuidad pero también, sin aspavientos. Acción vertiginosa, personajes atravesados por pasiones irrefrenables a la manera del folletín, aprovechamiento paródico
de figuras provenientes del cine y la política, la autoficción (casi todos los personajes de Copi se llaman Copi), mezcla de humanos con objetos inanimados, parodias de géneros y convenciones literarias. Todo esto termina dando como resultado una originalidad absolutamente hilarante y contemporánea.
En ese sentido, Pron señala: «La trasposición de procedimientos narrativos de un género literario o medio a otro –en especial, de la pieza teatral breve al cómic o de este a la narrativa– tiene su correlato en la de temas y argumentos y en la de los personajes, que reaparecen una y otra vez en su obra. En el aprendizaje de la sustracción, el desaprendizaje que es la consecución de todo estilo personal, Copi adecuó la unidad de tiempo y lugar que es propia del teatro al ámbito del cómic, al tiempo que –y esto fue excepcional–llevó la plasticidad del cómic al ámbito de la literatura: el efecto es radicalmente transgresivo pero también deslumbrantemente cómico».
Entre el castellano y el francés, la obra literaria y teatral de este artista, sus cómics, su vida, duermen entre las mismas sábanas, gozan y se besan más allá de categorías. Ya no hay madres ni amantes, ya no hay límites sino una literatura que, en su genialidad, también se burla del tiempo. Por eso es urgente leer a Copi hoy. Por eso es tan bienvenido este libro.
por Ivana Romero
Materia que habla
Vicente Luis Mora Cúbit
Galaxia Gutenberg 184 páginas
Es posible apreciar en los últimos años una paulatina mutación que afecta a la literatura, una variante que prospera como una nueva cepa vírica y que tiene que ver, sobre todo, con el tipo de narrador que da cuenta de la historia o la trama. Podríamos hablar de un giro desantropocéntrico. Nos referimos a la floración de narradores no humanos en la última literatura hispanoamericana. Podríamos mencionar, a modo de ejemplo, Canto yo y la montaña baila (2019), de Irene Sola o El vasto territorio (2023), de Simón López Trujillo, donde los personajes humanos comparten protagonismo (y voz) con objetos y elementos de la naturaleza. Voces que emanan de la naturaleza, pero también de la tecnología y, en particular, de las omnipresentes inteligencias artificiales. Así ocurre en Membrana (2021), la última novela de Jorge Carrión. No son tres ejemplos aislados, los de Sola, Trujillo y Carrión, sino solo una muestra de cuanto decimos. Podríamos concluir que parte de la última narrativa se ha imbuido de un nuevo animismo, que asistimos al regreso de espíritus elementales que alientan en organismos vivos (pero también en esa otra química no orgánica que es la del silicio) que nos hablan,
que insisten en que ellos también tienen algo que decir. Quizás siempre lo hicieron (hablarnos), pero tal vez no los escuchábamos. Y aquí conviene hacer un inciso, o más bien dar un paso atrás para ganar algo de perspectiva, porque la literatura no es ajena (nunca lo es) al contexto de las ideas que la rodean. Más bien dichas ideas son el caldo de cultivo donde esta fructifica. Y ese nutritivo contexto tiene que ver con corrientes de pensamiento actuales como son eso que se da en llamar los nuevos realismos (el realismo especulativo, la ontología aplicada a objetos), con una apuesta (frente a las hasta ahora imperantes -e inoperantes- corrientes vinculadas al idealismo o a la hermenéutica) por la materialidad y lo no estrictamente humano, con la lábil frontera que separa la vida humana (bíos) de la no humana (zoé), lo orgánico de lo inorgánico. Relacionado con esto último se multiplican las publicaciones que reflexionan acerca de si la inteligencia es privativa del ser humano o se trata de una escala que admite una gradación de la que podrían participar los hongos, las plantas, los animales e incluso la materia inanimada. Inteligencias naturales, pero también artificiales. Y, si hablamos de inteligencia,
lo lógico es presuponer que esta ha de manifestarse a través de esa capacidad que suponemos a toda inteligencia como es el habla. Pero, ¿también la literatura?
Si hemos de buscar un precedente de este tipo de narración de la que hablamos podríamos encontrarlo en uno de esos prólogos de libros inexistentes (no por especulativos menos interesantes) que integran Vacío Perfecto y Magnitud imaginaria, dos de las obras de Stanislav Lem. Precisamente en este último volumen Lem dedica un capítulo a la Historia de la literatura bítica. Según el imaginario prologuista, «Bajo la denominación de literatura bítica englobamos toda obra de procedencia no humana, o sea toda aquella literatura cuyo autor directo no haya sido el hombre». Lem (su narrador) se centra sobre todo en la literatura elaborada por sistemas inteligentes artificiales. Aunque, ateniéndonos a la definición original, cualquiera de las narrativas mencionadas más arriba podría encuadrarse dentro de esa precursora etiqueta de ‘literatura bítica’ salida de la imaginación del genial escritor polaco.
Creemos necesario el prolegómeno anterior si queremos acercarnos a una novela de las singulares características de
Cúbit, de Vicente Luis Mora. Y ello, como veremos, por múltiples motivos. El más evidente de ellos es que, entre los diversos narradores de Cúbit, varios de ellos corresponden a existencias no humanas. Los más importantes de ellos son Cúbit, una criatura de aspecto infantil (calificada en muchas ocasiones como niña) que no pertenece a la especie humana sino a otra (los itrios) cuya existencia ha transcurrido en paralelo -en secreto, en túneles excavados por la propia naturaleza- a la del homo sapiens. Cúbit, con su aspecto antropomorfo, resulta ser la última representante de los itrios, una especie que ha ido evolucionando con el paso del tiempo. Cúbit no siente necesidad de alimentarse (no como lo hace un humano, al menos), sino que obtiene su energía del contacto físico con la naturaleza. Las peripecias de Cúbit corren en paralelo con las de Alcio B., un puntero científico chileno (casado -y divorciado- con Lidia, una mujer española) que la analiza con interés científico y acaba intimando con ella hasta convertirla en su protector frente a aquellos (gobiernos, militares) que pretenden capturarla para convertirla en objeto de estudio. En su huída, Alcio y Cúbit se mueven por distintos espacios del planeta. Es en España donde, para sorpresa de Alcio, acaban siendo acogidos y protegidos a cambio de cumplir una misión encomendada por el Ministerio de la Diversidad. El segundo narrador no humano con relevancia en esta novela es Ibris, la némesis de Cúbit, una inteligencia artificial general (también con aspecto de niño), fruto de esa inquietante singularidad tecnológica que es la emergencia de una inteligencia superior a la humana. Vicente Luis Mora siempre ha sido un autor interesado en la ciencia y así encontramos referencias temáticas y formales propias de su lenguaje en muchas de sus obras, tanto ensayísticas como narrativas o poéticas. En Cúbit, más allá de la frecuente aparición de términos científicos a lo largo de sus páginas, la ciencia tiene un papel medular. Avezado crítico, atento siempre a las últimas tendencias literarias, Vicente Luis Mora ha destilado en esta novela referencias tanto a los últimos avances tec-
nológicos como a las mutaciones literarias y filosóficas de las que hablábamos en el arranque de esta reseña. En esta ocasión Vicente Luis Mora no solo se inspira en la ciencia para componer su obra sino que se adentra plenamente en el terreno de la ciencia ficción. He aquí algunos de sus materiales: viajes espaciales, conspiraciones de las máquinas contra los humanos, operaciones para insertar un tercer ojo, inventos como el visiochip (un chip que produce imágenes de entretenimiento, una especie de televisor interno a la conciencia), y un largo etcétera.
Estructurada en breves capítulos, se entreveran en Cúbit los tonos y los estilos, desde el paródico de la entrevista de Cúbit y Alcio con la ministra de Diversidad (empeñada en que ambos lideren una misión espacial para acabar con la sonda espacial Voyager, al considerar que esa placa que muestra las figuras de un hombre y una mujer ofrecerá al extraterrestre que la contemple un binarismo ofensivo con la pluralidad de géneros) hasta los netamente ensayísticos o incluso líricos, pasando por envíos epistolares electrónicos entre los distintos personajes. El resultado puede parecer heteróclito pero este aspecto puede encontrar una explicación narrativa si atendemos a las posibilidades de composición textuales desgranadas por uno de los personajes de la novela. Se trata de Bende Mann, profesor de Teoría de la Literatura de la universidad chilena Diego Portales. Bende Mann analiza una novela (no se hace explícito, pero todo da entender que el texto analizado por el filólogo corresponde a Cúbit) cuya autoría no está en modo alguno clara. Podría tratarse de un texto escrito por un humano, pero también por Cúbit, o por Ibris u otro tipo de inteligencia artificial. Estas tres últimas posibilidades caen de lleno en lo que Lem denominaba, como ya mencionamos anteriormente, literatura bítica. De hecho, el excurso teórico del profesor Bende Mann (observemos el calambur con el nombre del famoso crítico literario Paul de Man) se asemeja bastante al estilo exhibido por Lem en sus prólogos a libros inexistentes. Puede ser, al fin y al cabo, que Cúbit (al me-
nos en la ficción ideada por Vicente Luis Mora) no sea sino un libro escrito por una inteligencia no humana capaz de superar el test de Turing hasta el punto de hacernos creer que tras ella hay un autor de carne y hueso.
A pesar de la diversidad genérica, tras la aparente fragmentariedad de Cúbit subyace una lectura indubitable, un hilo conductor que hilvana la pluralidad de tonos y estilos. Podríamos decir que en esta novela comparecen confrontados (como en tantas obras contemporáneas de ficción, literarias o fílmicas) los dos estereotipos que emanan del progreso tecnológico. Por un lado, Ibris y sus secuaces algorítmicos encarnan ese mito (hasta que no se demuestre lo contrario) de la Gran Singularidad, una inteligencia sobrehumana que muy bien podría decidir prescindir de nosotros, simples homo sapiens. Contra la conjura de Ibris lucha Cúbit (en alianza con Selva Preston, una ermitaña ocupada en escribir una memoria global, una especie de crónica planetaria de la extinción) y el sentido común de muchos humanos. Cúbit encarna un mensaje ecológico, respaldado por el hecho de ser la última de una especie abocada a la extinción por la voracidad extractiva de los hombres y la consiguiente contaminación del medio ambiente. Cúbit posee una conciencia colectiva (desconoce el uso de la primera persona del singular) y, en ese sentido, rechaza la noción habitual de sujeto. Cúbit habla el lenguaje del universo, representante mineral (su tacto es como el de una piedra blanda) de su energía primaria. Cuando seamos nosotros, los humanos, los que nos hayamos extinguido, Cúbit regresará en su nave espacial, recreando así ese memorable final de la película de Kubrick 2001: Una odisea del espacio. Una pena que no podamos estar allí para verlo.
por Javier Moreno
Un lugar soleado para gente sombría
Mariana Enríquez
Un lugar soleado para gente sombría
Anagrama
232 páginas
En Nuestra parte de noche, ese monstruoso clásico instantáneo, de un terror frondosamente impredecible, borrascoso, único, por momentos, macabro, siempre genial, Mariana Enriquez esboza, a conciencia, una escena en la que un grupo de chavales monta en sus bicicletas y trata de llegar a una casa supuestamente encantada. La escena es una escena también clásica, lo que ella misma ha considerado en más de una ocasión una escena kingiana —esto es, como sacada de una novela de Stephen King, donde las cosas tienden a brillar todo lo que pueden hasta que dejan de hacerlo—, que no tiene nada de clásica en su caso. ¿Por qué? Oh, he aquí, en esa escena, concentrado, aquello que Mariana Enriquez hace con el miedo. O lo que el miedo hace con sus historias. O la forma en que éste las posee y las habita, inevitable y amplificadoramente. Lo que ocurre en esa escena en la que el lector espera que esos chicos lleguen a la casa encantada con sus bicicletas es que esas mismas bicicletas no funcionan. Están rotas. Aparecen, y al instante siguiente, han desaparecido. Toda ilusión es vana. Algo está roto, y el horror aprovecha
esa grieta para instalarse en el mundo, para quedárselo, porque no importa lo que grites cuando nada de lo que tocas es seguro, nadie va a oírte gritar, ¿existes, siquiera?
He aquí algo que palpita, por igual, en toda historia made by Enriquez, sin importar cómo de lejos llegue, la sociedad en la que está siendo concebida. Una sociedad rota, que nada tiene que ver con la aparente perfección de los suburbios norteamericanos, sino con la soledad y la miseria, la precariedad existencial, y económica, lo maldito de todo aquello que queda al margen. Podría decirse que las construcciones narrativas son similares a las arquitectónicas, y que, en su caso, no importa cómo de elevado sea el edificio que construye pues está hecho sobre los mismos cimientos. La arquitectura de toda obra enriqueziana es la de la pesadilla, una en la que el lector abandona el mundo que conoce y se interna, como se internaría en un bosque de senderos interminables, a ratos, cruzados, siempre a cubierto, o bajo eso que podríamos llamar conciencia, una conciencia alterada por la propia condición horrible de lo que ve, en el mundo que visiona la auto-
ra, ese que une lo vivido, y sentido, con la posibilidad de un encantamiento maléfico apoderándose, para siempre, de él, y, a su horrenda manera, solucionándolo, transformándolo, no en algo mejor, sino en algo con sentido.
El regreso de Mariana Enriquez al cuento, el género en el que perfeccionó su poderosísima visión, su condición, ya, de Reina del Terror Cósmico Cotidiano, o, mejor, del Gótico Neorromántico Social, porque sí, hay algo de cósmico y primigenio en su manera de abordar el Más Allá, y a la vez, está todo ese neorromanticismo pop, o punk, ese new wave literario —que sólo ella practica así—, no es un regreso en realidad porque nunca se fue. Aquellos que podían temer por el punch de sus historias cortas después de lo desmedido, de lo apasionado, de su entrega a la novela; aquellos que se preguntaban de qué forma iba a poder volver a encajarse en aquello que Roberto Bolaño llamaba «ejercicios de esgrima», y que en su caso siempre adoptan el formato de un soliloquio ante el lector, o cualquiera que quiera detenerse a escuchar —como si hubiera ahí, ante las páginas, un fuego, y alrededor no tuviéramos más que una
casa vacía, vieja, de suelos crujientes y puertas chirriantes—, no tenían por qué. El tiempo no ha pasado, o lo ha hecho, pero lo esencial, eso que hace de cada relato de Mariana Enriquez un pequeño abismo que se abre, sin más, en una vida aparentemente, hasta entonces, corriente, sigue ahí. Y ahora también viaja. Viaja a, por ejemplo, Los Ángeles, en el cuento que da título a la colección, Un lugar soleado para gente sombría, y lo hace a ritmo, o bajo el auspicio, de nada menos que Jack Kerouac.
Se diría que si algo distingue a esta, su tercera colección de 12 relatos — siempre son 12, debe de tener, la autora, alguna buena, y puede que mágica o simplemente supersticiosa razón para que sea así— de las dos anteriores es ese encomendarse cada vez a un astro distinto, no únicamente a las puertas del libro, como ocurría hasta ahora —y que aquí sigue ocurriendo, Adélia Prado, Anne Carson y Thomas Ligotti abren el camino—, sino en cada cuento, que parece, así, haber sido escrito o para alguien o gracias a alguien, pues la literatura es conversación, y la dedicatoria explícita es una manera más clara, más fan, de marcar territorio, o ser una misma. Enriquez es aquí más consciente que nunca de su poder, o de su don, lo maneja sabiamente, a discreción. Lo que puede que en las dos anteriores fuese búsqueda, e intento de asentamiento, el asentamiento de un yo narrativo aún performático, honesta y brutalmente único, aquí es reconocimiento y hallazgo, y sin embargo, aún una búsqueda, pero una del todo consciente. He aquí un puñado de piezas. Son mis piezas, parece decirse la narradora. Juguemos con ellas. Divirtámonos. Divirtámonos bien. Divirtámonos mejor Y así, el humor que aparecía, a ratos, tímidamente, en sus anteriores antologías, maneja aquí la tensión con el horror desenfadada y encantadoramente hasta el punto de que hay relatos construidos sobre él —como Un artista local y, en parte, esa batalla a librar con los peligros del tiempo en el cuerpo, oh, el envejecimiento y sus pérfidas, retorcidas conse-
cuencias, Metamorfosis también—, y que enriquece sobremanera lo que se cuenta —y su efecto—, a la manera en la que ironía aparentemente ingenua de Shirley Jackson dota de un brillo inimitable todo lo que hizo. Pensemos en un relato como Cementerio de heladeras, y en la relación que se construye entre los dos amigos que hicieron algo que no debían con aquel otro amigo, Gustavo, que ni siquiera era un amigo, ¿o lo era? Todo lo que se cuenta es terrorífico, por supuesto, pero la manera en que se cuenta a la vez aligera por momentos el peso —el terror— y lo amplifica. Hasta aquellos que, de tan oscuros, podrían parecer exentos de todo humor, están plagados de pinceladas —o la relación entre los hermanos de La desgracia en la cara ante esa cara que parece derretirse, o la figura de la madre omnipresente y maldita en Mis muertos tristes o esa obsesión marciana con los pájaros absurdos de Millie en Los pájaros de la noche— que te vuelven, en tanto lector, cómplice instantáneo de aquello que lees, y vives
Pero lo que verdaderamente resulta apasionante de cada relato de Mariana Enriquez, algo que aquí también se flexibiliza y alcanza nuevas e inexploradas cumbres —y son inexploradas porque son suyas—, es la primera persona. Porque, como, a la vez, H. P. Lovecraft, y Jackson, Enriquez hace de la primera persona, el yo narrador testigo del horror, su campo de juegos, y construye, con él, a la vez, imágenes aterradoras icónicas —la puerta que no existe en Cementerio de heladeras y, sobre todo, los niños araña de Ojos negros, un relato que en sí mismo es un mundo al completo, una noche, una vida, y sobre todo, una voz junto a la que experimentar eso, cada vez—, y un sendero repleto de puntos ciegos —¿no es eso el narrador en primera persona?, ¿una colección de puntos ciegos?, ¿y no brilla más y mejor el terror en la oscuridad?, ¿también esa oscuridad, la de todo aquello que no ves, o que crees estar viendo?— que permiten al lector vivir dentro del cuento. Hay un universo de generosidad implícito en esa primera
persona, algo que te vuelve, de alguna forma, dependiente de la misma, pues te coloca en el mismo exacto lugar en el que se sitúa la narradora, o el narrador de la historia. Te sujeta, ese universo, esa voz, la mano mientras atraviesas esa suerte de túnel del terror —en el que el mundo, lo social, decíamos, no queda fuera, sino que está dentro, es, de hecho, lo que ha posibilitado que la grieta se abra, y el túnel aparezca—, y no te suelta. Y eso ha ocurrido desde el principio. Así que podría decirse que Mariana Enriquez es la misma, y otra cada vez. Lo que la obsesiona muta y permanece —el no lugar de los niños, la figura materna y sus maldiciones, el fantasma como límite, el miedo como reflejo de aquello que no funciona—, y ella también. Y ahora es alguien que sabe exactamente lo que quiere y cómo conseguirlo. Que está, más que nunca, tras las cortinas, activando y desactivando espectros. Su alcance es napoleónico, y a la vez, amigo. Es la voz que te susurra que puede que todo haya ido mal, pero que, por fortuna, aún podemos contarlo. Otro festín macabro, y genial, y más malévolamente irónico que nunca.
por Laura Fernández
El hombre ante el fin del humanismo
Javier Sáez de Ibarra Un réquiem europeo
Páginas de Espuma
respuesta: el concepto sagrado de ser humano establecido por la filosofía humanista que está en la base ilustrada (y cristiana) de las democracias occidentales ha muerto, o está en peligro de extinción; o, dicho de otro modo, hay una deshumanización de la humanidad.
El gran acierto de este libro es que, aun siendo profundamente filosófico y político, no es nunca abstracto o panfletario. El foco está siempre puesto sobre el personaje y su sufrimiento, sus dudas, sus conflictos éticos, sus circunstancias vitales más concretas y reconocibles. Las conclusiones están siempre del lado del lector. Podría dedicar muchas páginas a analizar este magnífico libro, pero la necesaria brevedad de esta reseña me obliga a destacar solo aquellas que me parecen más esenciales.
En su vertiente más política, hay relatos como «Los condenados» y «Muerte de una europea» que, a través del estilo del reportaje, denuncian cómo esa deshumanización ha calado en las instituciones. A través del caso del buque Open Arms, y de la decisión del gobierno de la Comunidad de Madrid de dejar morir en las residencias a los ancianos enfermos de Covid, el autor pone de doloroso relieve esa paradoja de vivir en una Europa que mantiene su cimentación teórica humanista, pero que, en la práctica, es capaz de elaborar leyes en las que el ser humano ya no es algo sagrado, sino un estorbo frente a otros poderes. Rescatar bancos es una prioridad, pero rescatar o salvar personas se convierte, significativamente, en algo ilegal.
beneficio del patrón, mientras que la máquina es la que desarrolla una conciencia de clase en virtud de la cual la vida humana es absolutamente sagrada y el beneficio solo algo secundario.
La pregunta por el sentido de la humanidad se plantea también en términos más ontológicos. Hay un cristianismo de fondo (y de forma, claro, de ahí la estructura de réquiem) que convive con el nihilismo que define nuestra era. En relatos como «Los tesoros», que plantea el escenario posthumanista de una conciencia humana transferida a un dispositivo virtual, vemos la consumación del nihilismo tecnológico señalado por Heidegger, lo que supondría un desolador sentido de lo humano sin las referencias del tiempo y de la muerte.
El humanismo cristiano del autor es más evidente en relatos como «Cristo y el Nazareno» y, especialmente, en «Eva. Cuatro momentos». Puesto que este es un libro sobre el significado del ser humano, era inevitable que terminara, precisamente con su origen. El hombre no nace cuando Dios lo crea, sino cuando (como aquella máquina) adquiere conciencia de sí, es decir, cuando muerde la manzana prohibida. No es Adán la primera persona, sino Eva. Eva y Adán reivindican su humanidad, el haberse convertido en seres que piensan y sufren y gozan. Las alternativas eran ser animales o ser ángeles, ambas descartadas. La conciencia de la muerte, y de la pérdida, es esencial al ser humano.
Un réquiem europeo es uno de esos libros de relatos en los que pesa más el núcleo del sintagma («libro») que su complemento («de relatos»). La estructura que Sáez de Ibarra ha dado a esta obra deja muy clara esa intención unitaria: los veinticinco cuentos se organizan siguiendo las once partes de una misa de réquiem, desde la Introito hasta la Bendición.
La gran pregunta de este libro, el corazón o el origen que está en la semilla de todos los textos es tremendamente ambiciosa: ¿qué significa ser humano, hoy, en la Europa del siglo XXI? El hecho de que el libro sea un réquiem parece ofrecer una
Ese humanismo agonizante convive hoy con las filosofías posthumanistas. El surgimiento de las inteligencias artificiales es esencial en este sentido, y Sáez de Ibarra lo emplea de forma magistral en el relato «La máquina sagrada». En él, una máquina que ha tomado conciencia de sí misma recibe una orden de sus creadores para realizar unos cálculos financieros. Entonces, esta inteligencia artificial descubre que su trabajo puede causar muerte y sufrimiento a millones de personas. Se le plantea entonces un conflicto ético que, paradójicamente, los humanos que están a cargo de la máquina han superado. El ser humano deshumanizado actúa como una máquina sin conciencia, obediente solo a la ley del
Un réquiem europeo es un libro que rezuma verdad y talento. Hay experimentación literaria. Hay todo tipo de voces narrativas y de técnicas que no son nunca un juego en el sentido peyorativo de la palabra. Hay siempre una verdad, una preocupación urgente, una apelación. Se percibe que es un libro que el autor necesitaba escribir, y por lo tanto el lector lo recorre con esa emoción que hace grande a la literatura porque nos obliga a pensarnos.
216 páginas por Diego Sánchez Aguilar
Una defensa de la
literatura del «yo»
César Tejeda
La compulsión autobiográfica
México, Alacraña / UANL / Bookmate 213 páginas
ya dos «novelas alrededor de lo que me ha ocurrido» –Épica de bolsillo para un joven de clase media (Planeta, 2012) y Mi abuelo y el dictador (Caballo de Troya, 2017)–, es, antes que nada, una justificación de su estética.
Se trata de una compilación de trece piezas publicadas con anterioridad en revistas y antologías mexicanas –entre 2011 y 2021–, más dos inéditos; todos los títulos abordan, de alguna manera, las escrituras del yo, y, en particular, el yo y la escritura de su autor. Según Tejeda, él escribe textos autobiográficos por herencia familiar: «Era culpa de mis padres», dice, «o no tanto de mis padres, como de su tendencia a hablar de sí mismos a la menor provocación; o no solo de su tendencia hablar de sí mismos, sino de la manera articulada en que podían hacerlo ordenando sus vidas alrededor de su enfermedad alcohólica.» Papá y mamá, ambos alcohólicos anónimos, habían podido estructurar una biografía que, otorgándoles una sensación de control sobre un mundo caótico, los mantenía sanos, a flote, por encima de las circunstancias, y narrarla de forma recurrente los ayudaba a sobrellevar su adicción. Esto es lo que Tejeda denomina como la «compulsión autobiográfica».
cana. Tejeda asegura que solo puede ubicar tres libros donde aparece AA: Delirium tremens, de Ignacio Solares, Vivir y beber, de Hugo Hiriart, y Hombres en fuga, de Carlo Coccioli. Ahora él y su volumen engrosan tan exigua bibliografía.
Coincido con César Tejeda (Ciudad de México, 1984) en que existe un prejuicio contra las distintas formas de escritura autobiográfica. «Es un género que se juzga como carente de imaginación», apunta, «un medio inapropiado para representar el mundo simbólicamente, como una moda, como un producto del individualismo exacerbado de nuestros tiempos, como un capricho editorial pasajero, un acto de exhibicionismo, una terapia expuesta al mundo o una confesión». Tal vez por lo mismo La compulsión autobiográfica, primer libro de ensayos (personales) de quien ha firmado
Si bien la coartada de Tejeda me resulta tan interesante como verosímil, la considero innecesaria. ¿Por qué habría que darle explicaciones a censores literarios y paladines de una escritura que, supuestamente, lo «imagina» todo? No lo sé. Yo soy de los que creen, por ejemplo, que el tema es lo más superficial de un texto, y considero que una recopilación de ensayos personales, más que un «acto de exhibicionismo», puede hablar, en realidad, de otra cosa. Y al leerlo desde aquí, La compulsión autobiográfica se convierte en una meditación sobre las raíces del alcoholismo, una celebración de la escritura como vehículo de redención y en una exploración de la literatura de AA, «la más grande invención de Estados Unidos después del jazz», según Kurt Vonnegut. El autor va de publicaciones oficiales de la organización como Alcohólicos anónimos –su texto fundacional, también conocido como el Libro grande– a relatos firmados por dipsómanos como Carver, Cheever, Lucia Berlin y Mary Karr, pasando por la exigua tradición mexi-
Pero así como juzgar una serie de manifestaciones literarias por su tema es de lectores superficiales, también lo es no ponderar aspectos formales como su estructura, su estilo y su lenguaje. Y es aquí donde Tejeda, me temo, nos queda a deber. No porque escriba «mal» –de hecho podríamos decir que su estilo se asemeja mucho al que usaba su papá al contar su vida: ambos narran con «frialdad,… conociendo que la honestidad es el más persuasivo de los recursos», y convencidos de que «la autobiografía carente de intimidad puede tirarse a la basura»–, sino porque repite una estructura concreta, al grado que el libro puede sentirse predecible. De los quince títulos, siete están construidos de la misma manera: una suerte de historias paralelas que van alternándose hasta su conclusión. Es una fórmula tan popular como efectiva, que consiste en virar de un tema A (una anécdota personal) a un tema B (la vida de alguien más o tal vez reflexiones sobre algunas lecturas); tras irse turnando tema A y tema B en varias ocasiones, los textos suelen desembocar en un párrafo final que los une a ambos. Esta redundancia es particularmente delicada en un libro de ensayos, ya que, como el nombre del género lo indica, el ejecutante debería ensayar y experimentar, idealmente en sus formas.
A pesar de lo anterior, debo concluir diciendo que es en esta estructura reiterada donde se ve lo poco narcisista que es la escritura de Tejeda. Lo que nos muestra una y otra vez, echando mano de su forma predilecta, es que su narrador, para contarse (A), necesita forzosamente de los demás (B), de manera que cada que dice «yo», también dice «ustedes». Y sin duda es por esto que algunos momentos de La compulsión autobiográfica –pienso en «Notas sobre el abuelo de Augusto Monterroso», «Vértigo al desorden» y «La alberca de la serenidad»–resultan auténticamente conmovedores.
por Guillermo Espinosa Estrada
Argüello cuenta
Javier Argüello Cuatro cuentos cuánticos
Random House 202 páginas
Javier Argüello (Chile, 1972; pero también argentino y español) es un escritor imposible y cuántico. Argüello cuenta el cuento que cuenta entre las orillas de lo improbable y de la multiprobabilidad. ¿Qué le interesa, cuál es El Tema de Argüello? Difícil y sencillo: escoge una de esas probabilidades y las convierte en un cuento fantástico en todas las acepciones del término. Sí, digámoslo así: Argüello es un fantástico escritor fantástico. Lo que no le ha impedido el señalar, con intuición inquietantemente anticipatoria, a muchas de las tendencias que otros/otras explorarían después de Argüello. Así, Ar-
güello debutó con relatos de «lo extraño» en Siete cuentos imposibles (2002); navegó nouvelle de la ilusión/ilusorio con El mar de todos los muertos (2008); sustentó ensayo-dogma total acerca de las historias como ADN en La música del mundo (2011); reformuló figura de científico más enloquecido que loco en A propósito de Majorana (2011); y excavó auto-arqueología ideológica-paternal con Ser rojo (2020). Sí: tal vez Argüello haya cometido el muy acertado error de haberlo hecho todo antes de tiempo, de ser aventajado adelantado. Lo que -leídos los once cuentos de Argüello- produce en el lector la inquietante sensación (sensación que comporten casi todos sus protagonistas enfrentándose a lo imposible y a lo cuántico) de que Argüello tal vez escriba en otra dimensión metaversal pero que, por motivos que sólo él conoce, prefiera publicar en esta. Lo que, claro, es una suerte, una muy buena suerte, para todos nosotros.
Y, por supuesto, Cuatro cuentos cuánticos -como lo era Siete cuentos imposibles- no es un vulgar y rejuntado libro con cuentos sino que se trata de un elegante y meditado libro de cuentos. Es decir: todos comparten (y ahí está su prólogo/postulado que lo enseña y explica) una misma vocación y un mismo espíritu y modales. Sus «héroes» (que son heroicos por ser invariablemente primera persona narradora y, por qué no, quizás la misma persona) están siempre en constante movimiento aunque inmóviles para sí y en sí mismos. En Chile, en Argentina, en Inglaterra, en China, sí. Pero en su propio e interior mundo. Lo que cuentan -lo que cuenta para ellos en «Magadalena Rapa Nui», «Partir», «Un cuento inglés» y «Quantum Beijing»- no es tanto, primero, lo que les sucede a ellos sino lo que les sucede primero a otros para que, enseguida y segundo, todo eso se convierta en algo que les pasa a ellos. Entonces, sí, lo cuántico como aceptado sinónimo de enérgico: como muy físico y químico salto cuántico, que es aquello que provoca un cambio rápido de estado mental o situación física o la sorpresa de estar, científica y espiritualmente, en varios estados al mismo tiempo y espacio.
Algo digno de ser contado, sí. Y se lo cuenta y lo cuentan -y esto es un elogio- con una lengua que tiene algo de externo y de alien, como el español que hablarían extraterrestres muy aplicados. O, mejor dicho, como el idioma de espectros muy sólidos conscientes de que no existe nada más fantasmal que el ejercicio médium (pero extra-large) del hacer y deshacer memoria sabiendo que no hay nada más fantasmagórico que la memoria. De ahí, tal vez, una suerte de esperanto sensible y duro y una prosa tan tersa como afilada que, por momentos, recuerda a la del último Cortázar o a la del Bioy Casares de siempre quienes -como no se percibe/ define habitualmente- fueron, al igual que Argüello, dos de los escritores más románticos en el sentido de soñadores y de generosos que la RAE atribuye a semejante condición. A saber: tramas celestes y escuelas de noche, sueños heróicos y diarios para cuentos y el amor como la más imposible y cuántica de las materias. Y el efecto especial, sí, pero por debajo del afecto especial. Dicho lo anterior, sólo añadiré que se suele discutir y votar eso de gran novela y de mejor cuento, pero no suele alinearse lista de perfectos libros de cuentos. Hay unos cuantos, pero nunca demasiados. Y no haré nombres ni títulos aquí pero -porque la ocasión no sólo lo permite sino que también lo demanda- añado a esa lista a este Cuatro cuentos cuánticos que, a su vez, se suman a aquellos Siete cuentos imposibles Y quedo a la espera de libro a, quizás, llamarse Cinco cuentos hipotéticos o Seis cuentos improbales que -hay otros Javier Argüello, pero están en éste- está siendo ahora escrito en otra parte para que nosotros lo leamos aquí mismo, entonces, otra vez, próximamente, para llevarnos tan lejos y traernos tan cerca
por Rodrigo Fresán
El sueño que serás
Cristina Fernández Cubas
El columpio
Firmamento
105 páginas
Cuando en 1995 apareció esta excelente novela corta de Cristina Fernández Cubas la industria literaria española padecía uno de sus cíclicos sarampiones; virus que guardan como elemento común la euforia, la exaltación mediática y la repetición. En aquel entonces la generación Kronen asomaba sus primeros títulos: textos realistas, poblados de música, jerga juvenil, drogas y borracheras que tal vez impidieron a este libro de Fernández Cubas ocupar un espacio más resaltante. Del mismo modo, en aquellos años esta autora aún no había recibido la oleada de premios que desde 2002 acompañan merecidamente su tra-
bajo narrativo: el NH, el premio Setenil, el premio Cálamo, el premio Mandarache, el premio Nacional de Narrativa y el premio Nacional de las Letras españolas, por solo citar unos cuantos.
Razones para subrayar con entusiasmo esta nueva aparición de El columpio dentro del sello editorial Firmamento. Una oportunidad para leer desde el sosiego esta pequeña joya que ya en su primera línea: «Un día, mucho antes de que yo naciera, mi madre soñó conmigo», asoma sus elementos fundamentales: espacio de lo onírico, insólitas conexiones temporales, penumbrosa memoria familiar.
Un tenue aire de narrativa gótica rodea el conjunto de la historia: casa familiar que es una suerte de castillo embrujado; un cuadro palpitante y a la vez fantasmal de una escena de infancia; personajes que a duras penas contienen sus penumbrosas pasiones; la reprimida sensualidad con la que varios ancianos se aproximan a un extraviado personaje de la niñez. Pero al mismo tiempo, destacan también en estas páginas los virtuosos juegos temporales que para este lector evocan ese juego de espejos que cierran La dama de Shangai, la película de Orson Welles; al punto de que hay instantes en El Columpio en que dudamos si nos movemos en lugares que son una anticipación del futuro, una evocación del pasado o un reflejo del reflejo de ambos.
Los territorios de los sueños son el ambiguo espacio dentro de los que esta historia desarrolla diversos encuentros. Lo onírico es una frontera desdibujada; eso que llamaríamos la realidad cotidiana posee siempre una pátina de irrealidad que la aproxima a lo soñado, y los sueños evocados constituyen una parte muy concreta de la cotidianeidad.
Desde el principio de la narración, la protagonista pretende viajar desde París al pueblo de la infancia de su madre con el anhelo de alcanzar un lugar fuera del tiempo. Se trata, sin duda, de un viaje hacia las palabras de la madre fallecida que durante muchos años hizo vivir a través de continuos relatos la presencia de un remoto punto de los Pirineos.
El viaje logra ese objetivo: la protagonista del El Columpio descubre que ese puñado de cartas que su madre adulta enviaba al pueblo permanecen sin leer y viven ocultas en un cajón. Del mismo modo, comprueba que las imágenes retenidas por los familiares de su madre corresponden a las de su remota niñez: un cuadro, voces, historias. Así, el sueño comienza a mutar en pesadilla porque los lugares ajenos al tiempo también son ajenos a la fragilidad de lo humano y devienen en espacios del miedo y lo monstruoso.
Fundamental, dentro de la construcción de esta historia, es la figura del columpio. Objeto de infancia que vincula el presente de la protagonista con el presente de su madre, el tiempo de la vida con el tiempo de la muerte, los fragmentos del pasado con los fragmentos del futuro. Suerte de objeto hechizado que se desplaza por el aire y remite al concepto del vuelo mágico mencionado por Eliade en el que la persona expande su comprensión del mundo al elevarse por encima de las limitaciones de la tierra.
El columpio es una gran novela de resurrección y escape, armada con una sutileza que tiene el poderío de esbozar la teatralidad siniestra con la que tres ancianos intentan atrapar y asfixiar el recuerdo de una mujer cuyo abandono nunca han perdonado, por lo que convierten la memoria en un modo de castigo en el que ni siquiera un fantasma puede alcanzar la paz, el sosiego y mucho menos el consuelo del olvido.
por Juan Carlos Méndez Guédez
Retablo de las maravillas
Luis Landero
La última función
Tusquets
224 páginas
A pesar de la retórica al uso, lo cierto es que hemos tenido pocos autores de raigambre cervantina en nuestra tradición, Galdós es quizá el ejemplo más señero, en una nación más proclive a dejarse seducir por el extremado estilismo de Quevedo, de un fascinante expresionismo, y que en nuestros tiempos dio la fulgurante figura de Valle Inclán, el gran artífice de la lengua en nuestro pasado siglo o en otro orden de cosas, Camilo José Cela, fiel seguidor del humor negro quevedesco y buscador impertérrito de esa brillantez en que el autor de Los sue-
ños fue maestro y creador de un modo de entender el mundo que ha pasado en momentos a formar parte de nuestro casticismo.
Uno de los escasos autores impregnados de cervantismo en la narrativa actual es Luis Landero (Alburquerque, Badajoz,1948) que desde aquella novela, que se nos antoja ya lejana, Juegos de la edad tardía, en 1989, o a esta que ahora nos ocupa, La última función, en medio obras de reconocida calidad -como Hoy, Júpiter; Retrato de un hombre inmaduro; Absolución; o Lluvia fina, entre otras-, reconoce, y en cierta forma rinde homenaje, a recursos cervantinos muy marcados: así, una delicada media distancia que acerca, en el tono del estilo, los personajes al lector en una abierta comprensión de la condición humana, algo muy alejado de la idea quevedesca del individuo, reducido las más de las veces a ser comparsa de un orden superior y en otro caso, de la inquietante objetividad de Shakespeare; también la idea del juego, presente en la actitud barroca y, desde luego, la tendencia a desplegar un estilo apegado a un lenguaje sencillo, aparentemente cotidiano, de extremada pero discreta elegancia que le aleja de esa fascinación por el alto estilo y su obligado virtuosismo, capaz de crear un nuevo modo de percibir el lenguaje, como ocurre en Valle Inclán pero que posee la ventaja de generar empatía con el personaje que trata en ese momento, acercándole al lector y creando una connivencia que se percibe como natural. En Landero los personajes que pueblan sus narraciones son declaradamente positivos.
Así, en La última función, que me recuerda un tanto a El Retablo de las Maravillas por su carácter de representación, de esos personajes que se suceden en las «capillas de santero» y que retratan un tipo de sociedad determinada y que se manifiesta en modos de vida rural, en la importancia de la fiesta y en la que los personajes se retratan a la vista de esa representación. La novela, otro rasgo cervantino, está impregnada de melanco-
lía y su comienzo recuerda la acotación a una función: «Ernesto Gil Pérez (Tito para más señas o, como mucho, Tito Gil) entró en el restaurante Pino al anochecer de un domingo de enero, unos dos meses antes de la llegada o, más bien, de la aparición de Paula, y estas dos figuras, y los hechos que ocurrieron en ese tiempo, son la materia principal de esta historia». El modo en que Paula nos muestra su vida no es menos rotundo y sorprendente: «Hizo pasar ante sus ojos la secuencia veloz de sus casi cuarenta años, de delante hacia atrás, hasta detenerse en el día, en que siendo muy niña, en una sesión de magia la hicieron desaparecer del escenario tras ocultarla en una capa carmesí”
La historia parecería una sublimación de alguna de las situaciones por las que pasan muchos pueblos de España, antes prósperos y sumidos ahora en una modorra agravada por la despoblación y la carencia de productividad. De ese pueblo melancólico y fantasmal surge Tito, un famoso actor, creador de performances como la titulada Exposición General de Lamentos en que salía disfrazado de libro o la que le dio fama en los Estados Unidos, la del recitado de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, vestido a lo Humphrey Bogart. Al cabo de los años regresa y monta un espectáculo en su pueblo natal con vistas a que éste resurja de nuevo. A la cosa se suma una recién llegada, Paula, no se sabe muy bien de dónde, pues sólo consta que se apeó en la estación de tren a resultas de un sueño... De esa última representación y de la historia de amor entre Tito y Paula y de la suerte de los pocos habitantes del pueblo con memoria de lo que fue en otros tiempos trata esta novela que bien se podría decir que es quizá la más contenida las suyas, triste y melancólica que, como diría Bryce Echenique, es la condición primera de una buena narración.
por Juan Ángel Juristo
Una vuelta al mundo
Fernanda García Lao Teoría del tacto
Candaya
128 páginas
Cuando leemos Teoría del tacto, de Fernanda García Lao, somos testigos de la consistencia de las palabras, a la manera en que un actor en escena saborea la que está diciendo porque viene desde el fondo de sí: la palabra que sustrae la vida en acción, y se nos llena la boca de saliva. Estos relatos son cuerpos palpitantes. Resuenan la escritura de Lispector, de Marosa di Giorgio, de Margaret Atwood, la de Quiroga ¿la de Felisberto Hernández? ¿la de Edgar Allan Poe?
Es un libro para releerse. Libro criatura que parasita los ojos, que los convierte o los desvela como «ojos en quiste».
García Lao conoce las implicaciones colosales de la existencia, cuando escribe: «Uno nace y se incorpora a un asunto cruel, en movimiento». Y en «Para no sentir», uno de los relatos de este libro, se lee: «Desde que soy solo, la carne me acompaña distinto, y quien dice carne dice palabra». La escritura de Fernanda García Lao es eléctrica. El cuerpo vivo es electricidad, sus palabras son carne encendida.
La autora consigue la crueldad a través de la belleza o al revés o las dos cosas. Hay, de frase en frase, de una imagen a otra, la continuación de un impulso tan voraz como el de una célula, y los textos se bordan así, medio extrañas mórulas, particulares criaturas: «Cada latido, una pezuña», leemos.
Me gustaría quedarme a vivir en el relato «Las crueles». A pesar de todo. Y ser otra vez la «Gaviota en mi lugar», otro relato que me llamó desde el origen de lo propio, desde las raíces terrosas.
Hay, además, párrafos que sobresalen del texto, como trenzas, como pelos largos que abonan a ese carácter inquietante y conmovedor de su escritura. Son pelos-disfraz, son costuras macabras. Además, el ritmo, el dominio del vaivén y la sonoridad. «Caza y pesca», por ejemplo, un cuento que es poema, como lo es también «Segundo acto».
Desde la «Gracia del mundo», el cuento que abre el libro, el viaje se anuncia a través de umbrales: cuando la muerte acecha a un ser querido; el misterio de lo que permanece oculto para siempre; los ángulos macabros de la realidad; la familia asfixiante, los padres como una loza; los vientres de alquiler; la orfandad y su ligereza feliz; la intervención de la tecnología en los deseos; las miradas horribles de habitantes insertados en la convivencia o las identidades temblorosas interrumpidas por las acciones de los otros. El tema de la herencia atraviesa como una flecha envenenada de vida. El sabor de la crueldad y el deseo vinculan los reinos intempestivos de los personajes. Pareciera que, al internarnos en cada cuento, quebráramos también el tiempo:
son historias con inicios disueltos, pero gestadas hace miles de años.
La escritura de Fernanda García Lao es feroz, inclemente y la piedad dispara imágenes como bocados gordos. Son cuentos desplazados por los huecos del tiempo, como bichos en las esquinas de un cuarto. La variedad de criaturas nos hace comprender por qué la narradora dice en «Mis dos hemisferios», el cuento que cierra el libro: «En breve mi cáscara será perfecta. Quiero mimetizarme para sobrevivir». Y esta condición camaleónica en Teoría del tacto asombra por su contundencia.
García Lao es narradora, dramaturga y poeta, ha publicado siete novelas, tres libros de poemas y dos libros de cuento al que se suma ahora Teoría del tacto. En su escritura se ha distinguido la voluntad de atravesar la muerte. «Contra la muerte, decido escribir. Me obligo a fracasar», leemos en el cuento final, y desde esta contradicción que guarda el deseo de respirar con las palabras y fallarse, García Lao viaja hacia el centro de la tierra interior de sus personajes y allí, como exploradora antigua, trae al mundo el corazón de esos seres ultrapasados que vamos siendo. Su escritura implacable es, sin embargo, orgánica, como si el deseo no pudiera definirse nunca.
Y cerraremos el libro para volverlo a abrir porque está construido con frases que aparecen después de darle la vuelta al mundo o de atravesarlo, frases de saliva fresca que dibujan las entrañas de los pensamientos de sus habitantes, y abriremos otra vez el libro pues dentro de sus páginas: «Un huevo marrón es el centro del nido».
por Daniela Tarazona
Relatos
para una novela
Teresa Uriarte
El juez Aurelio
Tránsito
148 páginas
Al publicar el manuscrito de Teresa Uriarte (San Sebastián, 1947 - Burdeos, 2022), la editorial Tránsito y las hijas de la letrada y periodista nos legan una manera de ver el mundo y de conocer a la escritora que no publicó ninguna obra en vida. Curiosamente, el texto se abre con una cita de Walt Whitman: «Esto no es un libro. Quien lo toca está tocando a un hombre». Detrás de las palabras de esta novela fragmentaria estructurada en capítulos que funcionan como relatos, palpitan la autora y el protagonista de El juez Aurelio. Los temas no le eran ajenos a la autora. Teresa Uriarte Cantolla abandonó la
abogacía para dedicarse al periodismo de tribunales: escribió en los diarios Deia y El Correo, y dirigió el programa Vista Oral en Radio Euskadi. El libro se inaugura como una crónica, el primer párrafo sobre el funeral del protagonista, el juez Aurelio, responde al qué, quién, cuándo y cómo de la entradilla de un reportaje; solo un adjetivo nos chiva que nos adentramos en el reino de la literatura. «El juez Aurelio Cabredo murió de un infarto de miocardio la noche del 19 al 20 de octubre de 1996, a los sesenta años, cuando estaba viendo la televisión en su caótico piso de Bilbao». Como el italiano Gianrico Carofiglio que ejerció de magistrado antes de triunfar como escritor con la serie de novelas negras protagonizadas por el letrado Guido Guerrieri, Teresa Uriarte, cambia el foco. Fue abogada, pero prefirió a un juez como protagonista de su narración. Aunque en las primeras páginas, no sea fácil empatizar con el juez Aurelio, «rechoncho, con los ojos azules muy saltones», «enfundado en un chaquetón marrón nevado de caspa» que «recelaba de las mujeres y tendía a pensar que en asuntos de agresiones sexuales, ellas fantaseaban», el fresco costumbrista en el que lo sitúa la escritora, nos lo va hace cada vez más simpático. Si bien los trazos de Aurelio son caricaturescos, su psicología, a base de contradicciones, lo humaniza. Obsesionado con no cometer ningún error judicial, Cabredo es admirado por su honradez. En el juzgado, muestra disciplina y rigor; mientras que en la intimidad, despedaza un pollo asado a mordiscos y se mancha de grasa en su buhardilla polvorienta, donde se acumulan los cacharros sin fregar, los muebles de mal gusto y las cucarachas. Es en esas antítesis y en esas potentes sinestesias, donde la narración atrapa. También lo logran la prosa sin artificios y el tono entre el humor y la melancolía que evocan el Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi.
Con un gusto por la verosimilitud, el libro nos transporta a los años ochenta y noventa a través de las referencias históricas; «se comentó en el barrio más que la muerte de Franco», «no es que le impor-
tara morirse, pero, tal y como le había escuchado decir a Woody Allen, no quería estar allí cuando eso sucediera».
Mezcla de veracidad documental y fantasía descacharrante, esta narración altamente plástica reivindica lo cotidiano. Las historias, centradas en la anécdota, ahondan en la condición humana. La galería de personajes secundarios y sus debilidades componen un tapete costumbrista. Dos gemelas cleptómanas de aparente vida ordenada que practican macramé, van a misa y pasean del brazo con el mismo atuendo, un escritor que reside en hoteles sin pagar porque necesita el decorado para crear, un abogado al que toca defender al ladrón que le robó, una viuda aficionada a echar las tardes en salones de hoteles de lujo en los que finge estar hospedada…
Quizá la etiqueta de novela no sea la más apropiada: los capítulos breves que la vertebran funcionan como relatos autoconclusivos. Esa es la principal dificultad de la estrategia unificadora: se repiten descripciones de personajes y detalles de la historia, no como una letanía a lo Laura Fernández, sino con fórmulas diferentes lo que en ocasiones expulsa de la narración. Pero los episodios están tan bien tramados, que poco importa: además, cada uno aporta claves de la personalidad del juez Aurelio, enriqueciéndolo con capas.
Recuerdan asimismo a los cuentos de las publicaciones periódicas, a los relatos que salían a la calle impresos en los diarios. La sencillez formal, el lenguaje directo y la ausencia de metáforas complejas acercan el estilo de Uriarte al de un género que practicó Émile Zola, que, como Uriarte, tuvo una muerte similar a la de sus ficciones.
El epílogo del libro nos recuerda que un libro es siempre una urdimbre de ficción y realidad.
por María Ovelar
María Negroni y sus gabinetes de curiosidades
La idea natural
Acantilado
208 páginas
Una parte muy destacada de la obra de la poeta, novelista, traductora y ensayista argentina María Negroni trabaja la forma del gabinete de curiosidades. Esos libros se abren como una vitrina, para acceder a un mundo de miniaturas que recurren a las más diversas estrategias discursivas: el resumen, la paráfrasis, el poema, la traducción, el relato, la entrada enciclopédica, la metáfora dilatada. Aunque sus poemarios también nacen a menudo de esa caja de herramientas, y al menos los títulos de dos de ellos remitan directamente al campo semántico del catálogo y el jibarismo (Archivo Dickinson, Pequeños reinos), es en la no ficción fragmentaria y en prosa donde es más reconocible ese formato sensible. Una serie de textos breves que, en su sucesión, van creando una frecuencia intelectual y poética, un viaje inesperado a través de un concepto abierto. Su libro más reciente, La idea natural, parte de Lucrecio, Plinio el Viejo y Sei Shōnagon para conducirnos a través de diversas miradas y escrituras, personales y excéntricas, sobre el mundo zoológico, botánico, geológico: natural. Su impulso es biográfico; su ordenación, cronológica. Pequeño mundo ilustrado (edición ampliada), en cambio, es un fichero de estampas asombradas, gótico por momentos, que nos presenta castillos y museos, familias de muñecas, colecciones inesperadas. Se
Pequeño mundo ilustrado (edición ampliada)
Wunderkammer
290 páginas
abre como un abanico y se convierte en un mapa, una geografía maniática.
Por ser una historia abreviada de la relación de los hombres y las mujeres con el resto de seres que pueblan nuestro planeta, La idea natural se puede leer también como una historia de las formas en que se han expresado esos vínculos. Linealmente, pasamos poco a poco de un acercamiento filosófico a uno científico y, finalmente, con Claude Monet, Vladimir Nabokov, Lousie Bourgeois, John Cage o Clarice Lispector, a la vanguardia. Mutante, el libro se adapta a los estilos de cada época, sin traicionar nunca un tono que se mueve entre el retrato esencial, los datos periféricos, la ironía crítica y el encanto. Pero descree del progreso: circularmente, la poesía filosófica inicial de Lucrecio conecta con la obra de W.G. Sebald o Mike Wilson de los capítulos finales.
En el epílogo de la nueva edición de Pequeño mundo ilustrado, que se publicó en 2011 por primera vez, se cita una posible semilla del proyecto: la lectura infantil de Lo sé todo: «Me gustaban la arbitraria yuxtaposición de los temas, los inventarios sin importancia, el cambio repentino de geografías y tiempos». Hay capricho, sin duda, en la correlación. Pero también una clara afinidad con Walter Benjamin en los temas: exposiciones universales, anatomías, muñecas, circos, enciclopedias, souvenirs,
catálogos, juguetes, dioramas, fotografía, miniaturas, marionetas, Charles Baudelaire, traductor de E. A. Poe. Como si Negroni quisiera reescribir su propio Libro de los pasajes o su propio Calle de sentido único, y concibiera su artefacto como un gabinete de curiosidades y de oportunidades para el asombro. Las solapas del libro serían, en ese sentido, las puertas que se abren de un armario o Wunderkammer, que se define precisamente con metáforas espaciales: «un paisaje mental», «un burdel filosófico», «una vitrina del mundo».
Hay sin duda intersecciones entre ambos volúmenes. La cronología converge con el atlas, la geografía se confunde con la historia natural y artificial, como hacen continuamente el espacio y el tiempo. Si en Pequeño mundo… encontramos varios capítulos sobre la poesía contemporánea (de Stéphane Mallarmé a Charles Simic) y expresiones artísticas del presente, muchos de los fugaces protagonistas de La idea natural crearon colecciones o dirigieron museos: George-Louis Leclerc de Buffon administró el jardín de hierbas que creó Guy de La Brosse; entre los nueve y los dieséis años, Emily Dickinson compuso un herbario; Clemente Onelli dirigió el Zoológico de Buenos Aires y aparece en ambos volúmenes; y el capítulo sobre Francisco Pascasio Moreno se titula «El museo soy yo».
Como vasos comunicantes, ambos libros atesoran, además, varios momentos de autoconciencia: «sabe que lo inacabado y lo fragmentario lo acompañarán siempre», dice Negroni en uno sobre Alexander von Humboldt. «Estamos en ese feliz interregno entre la teología y la ciencia, vinculado a las artes de la memoria, la magia y los sistemas de la lectura del mundo como compendio ecléctico, hecho de piezas únicas, aleatorias, no seriadas», dice en el otro sobre las décadas previas a la Ilustración. Su rescate de esas lógicas en pleno siglo XXI nos recuerdan que lo antiguo es siempre una dimensión de lo nuevo: un espacio privilegiado para la investigación.
por Jorge Carrión
Todas las vidas de Horacio (Apuntes para una posible familia)
Mercedes Halfon
Vida de Horacio
Entropía
224 páginas
La memoria como una grabadora, la memoria como una máquina de ficción. En esta frase podría sintetizarse la apuesta de Mercedes Halfon en su último libro, Vida de Horacio, publicado por La editorial Entropía en Argentina y Las afueras en España. La autora de El trabajo de los ojos (2017) y Diario pinchado (2020), reafirma en esta nueva obra esa apuesta tan personal que viene manteniendo hasta el momento: una escritura fragmentaria, contenida e híbrida, casi líquida, que se escurre, como nuestros recuerdos, por las páginas y se desborda.
La autora intenta grabar la memoria de un padre, de una época, de una familia, el libro entero funciona como una canción o más bien una recopilación familiar de canciones en casete, de esas caseras que nuestros padres –y cuando digo esto estoy visualizando perfectamente a Horacio haciéndolo ahora mismo– grababan para los viajes en coche a la playa durante las vacaciones. Una recopilación que se mezcla con las grabaciones de la voz del padre hablando de la década más difícil de su vida y que parecen sonar como un eco, cada vez que ella sube al metro o al autobús, una voz de fondo que la acompaña a cada paso, igual que la historia política de su país, como si resonara por los megáfonos.
Mercedes Halfon
Vida de Horacio
Las afueras 224 páginas
Sin tener una relación realmente «conflictiva» con el padre, hecho que suele mover las novelas que se enmarcan en los temas parternofiliales, la autora nos demuestra cómo en cada uno de nosotros, hay profundas huellas de quienes nos precedieron, marcas de identidad asociadas a momentos vividos con la familia, que pueden servir de motor para una apuesta literaria contundente y honesta. Y es que, si este libro habla de algo, es de todas las vidas posibles de un padre y de una madre, que son muchas. El libro gana en potencia y ritmo cuando aparecen imágenes como la del padre pegando, casi de manera clandestina, afiches de partidos políticos pintados por detrás con anuncios de Escuelas públicas, o con la imagen de la madre metiéndose en la boca y tragándose una foto de Eva Perón que lleva en el monedero antes de llegar a un control militar. Un aspecto fundamental del libro sería ese cuadro familiar que la autora dibuja con la aparición de los hermanos y la hermana, creando un paisaje de lo cotidiano, pero que, como todo lo cotidiano, también está atravesado por la época, la política y la historia.
Otro aspecto relevante y presente a lo largo de toda la narración es la militancia política del padre, que evoluciona
de socialista a peronista, englobado en una agrupación docente, y entendida de una manera alejada de las etiquetas, como algo más intelectual, incidiendo sobre todo en lo que se refiere a la reivindicación de la cultura y una educación accesible para todo el pueblo. La autora consigue acercarnos a la complejidad de los distintos matices de las militancias de la izquierda en Argentina, que a menudo son difíciles de entender desde fuera o se reducen de manera simplista a la hora de analizarse, a pesar de lo ricas, variadas y apasionantes que son.
Para los que se cuestionan ante qué tipo de escritura nos encontramos en este libro y si hay un exceso en el panorama actual de esas apuestas que algunos llaman autoficcionales, diré que nos encontramos ante una obra sencilla, solo en apariencia, contenida, sin pretensiones. Para los que sigan con dudas usaré esta cita de Vila-Matas: «¿No se dan cuenta de que cualquier versión narrativa de una historia real es siempre una forma de ficción? Desde el momento en que se ordena el mundo con palabras, se modifica la naturaleza del mundo». Eso es justo lo que hace Mercedes Halfon en este libro, ¿es verdad todo lo que nos cuenta la autora tal y como afirma el padre al final? No nos importa. Lo que sí nos importa es que su escritura es verdadera.
Nos sigue sorprendiendo la obra de Halfon por su ritmo tan personal, por su búsqueda y la naturalidad con la que propone temas que verdaderamente le interesan. De manera completamente honesta. La autora ha conseguido ir ocupando, de manera suave y sin extravagancias, un espacio destacado. Vida de Horacio viene a reforzar este lugar. Hay una cita de Barthes en forma de augurio que la autora usa casi al final del libro: «Se fracasa siempre en hablar de lo que se ama». Desde luego, podemos afirmar que, en este libro, Mercedes Halfon no fracasa. No lo hace. por Juan Domingo Aguilar
El montaje y los fragmentos
¿Qué es el género literario? O mejor, ¿qué es la literatura? Con esta pregunta doy inicio a todos mis cursos de teoría literaria. ¿Qué es la literatura? Una pregunta difícil para los estudiantes de primero de letras. Una pregunta difícil para los especialistas más sesudos. Y, sin embargo, blowin’ in the wind: la respuesta está en la propia literatura. Está en las obras de autoras como la argentina Mercedes Halfon (1980), capaz de bailar sobre los interrogantes, de transgredir los límites protocolarios para ensanchar el significado del concepto. Está en Valeria Luiselli, en María Negroni, en Ariana Harwicz, en Laía Argüelles Folch. O, más allá del castellano, en Heather Christle, cuyo Libro de las lágrimas (Tránsito, 2021) parece un primo hermano de El trabajo de los ojos, de Halfon. Deberían leerse uno tras otro. O al mismo tiempo.
¿Qué es la escritura de Mercedes Halfon? Dietario, reflexión filosófica, anecdotario histórico, autoficción, aforismos, descripción de imágenes, recuerdos biográficos, anotaciones al margen. Materiales secundarios de la existencia, mayormente. Todo esto, mezclado. Bien dosificado. Bien conjugado. Los teóricos del formalismo ruso decían que la base de la narrativa literaria es la combinación. Que las ideas se organicen de manera estética para generar un efecto. Que la estructura escogida moldee la historia y su recepción. Halfon es una formalista bonaerense. Para ella, el frag-
El trabajo de los ojos
Las afueras
mento es la base. La composición, el collage, el método.
En El trabajo de los ojos (2017), la autora relata sus problemas de estrabismo desde la infancia y establece un jugoso diálogo entre la mirada y la escritura, entre ver el mundo y construir los textos. En Diario Pinchado (2020), narra su estancia en Berlín con un novio al que acaba abandonando: la capital alemana se convierte en un espacio metafórico donde perderse para acabar encontrándose. Publicados en la editorial Entropía en Argentina y exquisitamente editados en España por el sello Las afueras, ambos pequeños libros contienen el secreto de la escritura de Halfon. El primero —superior en interés y en calidad al segundo, sin duda— viene con un prólogo de Estrella de Diego que resulta muy ilustrativo. La teórica del arte afirma que Halfon «construye una curiosa narración a fragmentos y repleta de asociaciones múltiples que van sesgando la historia hacia otros modos de narrar. El lector cómplice no tarda en darse cuenta: es la escritura como tanteo. Porque la escritura se hace de pronto estrábica y esa bizquera repentina ofrece maneras opcionales de replantear la narrativa». La escritora como alguien que trata de enfocar. La escritura como tanteo. Aproximarse, probar. Una posición que implica humildad. Dice Halfon que hay dos libros que han marcado su devenir de escritora. Uno es El discurso vacío, del uruguayo Mario
Levrero; el otro, El material humano, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Ambos libros tienen en común su indefinición genérica, su hibridez, y la inclusión de la vida de los autores en su dimensión más prosaica. En ellos se inspira Halfon para hacer lo que hace. De ahí que ella misma explique sobre El trabajo de los ojos: «La verdad es que el género de este libro es un poco misterioso, por eso también los editores de Entropía decidieron publicarlo en la colección Apostillas que sencillamente no responde a esa pregunta, sino que ubica cosas raras, un poco inclasificables, experiencias literarias donde el horizonte es más bien la disolución de los géneros».
En efecto, hay en el estilo halfoniano un profundo alegato en favor de las texturas y las fusiones. En línea con la indeterminación que el teórico Ihab Hassan señala como el principal rasgo de la posmodernidad. Eso sí: «El tono es lo que hibrida al conjunto, el hilo dorado que zurce lo que de otro modo estaría separado», como señala muy acertadamente el escritor mexicano Mauro Libertella. La coherencia del conjunto fragmentario viene dada por la voz. El tono. Ese hilo que zurce.
«La escritura sería una forma de orientación posible, un mapa, una suerte de prótesis que conecta el interior con el exterior», escribe Mercedes Halfon en El trabajo de los ojos. En este ir y venir de dentro a fuera, y esa búsqueda de un norte que guíe y apacigüe, se mece la escritura de Halfon. Y nosotros nos mecemos placenteramente con ella.
por Purificació Mascarell
Relatos para enseñar a escribir
Clara Obligado Tres maneras de decir adiós
Editorial Páginas de Espuma
132 páginas
Encadenar la historia de generaciones de mujeres en un mismo libro, ya sea en un relato, una novela o en textos de no ficción, se presenta como un recurso narrativo que manifiesta, por un lado, el deseo de hacer un contrapunto entre distintas formas de habitar el mundo, sus motivaciones y contextos, encadenando culpas, deseos e incluso responsabilidades y cuestionamientos de los modelos de vida anterior o posterior, según sea el caso, comparar una vida y otra para desembocar final-
mente en una idea moral de cómo es digna de vivirse una historia para no caer así en errores del pasado, en el de esas madres o abuelas marcadas y heridas por motivos personales y/o colectivos. Pero, y por otro lado, la literatura de la filiación sin duda también esconde la pregunta y la responsabilidad ante el ejercicio de la memoria, donde, y como nos dice Beatriz Sarlo en Tiempo pasado, Cultura de la memoria y giro subjetivo (2013), el presente colonizará el pasado para narrar no todo lo recordable, sino eventos aislados, fragmentos elegidos que configuran un presente. Aparece así el recuerdo selectivo para armar el texto y por tanto las identidades de las protagonistas que lo habitan, lo que tendrá incidencia, sin duda alguna, en las formas que adquiere el relato y también en el estilo del texto presentado, además de la posición que toma la autora frente a esas ruinas.
Así, en estos tres relatos de Clara Obligado, El héroe, Tan lleno el corazón de alegría y El idioceno, aparece el gesto de rescatar las generaciones que preceden, sus historias y cómo la memoria está construida a partir de vacíos, retazos, de discursos, subjetividades y la fragmentariedad, esas ruinas de las que nos habla Amaro en «Formas de salir de casa, o cómo escapar del Ogro: relatos de filiación en la literatura chilena reciente» (2014), de esa falta de cronología lineal en las ficciones contemporáneas, donde «la memoria no se articula como un relato coherente y cronológico, sino que se estetiza justamente como una suerte de ruina, es decir, como una serie de capas de sentido y de significaciones que permiten acceder al pasado, pero siempre de modo incompleto y mediado».
Es el caso de libros como Aviso de demolición de Gabriela Alburquenque, Tierra de mujeres de María Sánchez, Apegos feroces de Vivian Gornick, La otra hija o Una Mujer de Anie Ernaux, por mencionar solo algunos.
Así mismo se presenta el ejercicio de la memoria en este nuevo libro de Clara Obligado (1950), donde tres mujeres de distintas generaciones, abuela, madre (Fernanda) e hija (Adila) recuerdan y se enfrentan a vivencias como el amor y desamor, la relación con sus amantes, la espe-
ra, la muerte, la maternidad, el desarraigo, entre otros. Relatos que se encadenan de forma abismante y hermosa, porque al leer estos cuentos ya no sabemos realmente donde estamos situados, inmersos como lectores en ese espiral borgeano de lo que le sucede a los personajes, la escrituras sobre la vida, ¿quién escribe nuestras vidas?: «—¿Escribes tú o escribo yo?— Nunca se sabe del todo quién escribe —dijo la cabeza—. La verdad, la verdad, ¿qué importancia tiene? Es todo un sueño producto de la imaginación. Un espejismo». Pero a la vez sutil, encadenados mediante el recurso de los vasos comunicantes, donde ciertos símbolos como los cereales (Golden Fat), un broche heredado, los nombres que aparecen en unos y otros relatos, además del ejercicio de la escritura misma, evidencia cómo las vidas de estas mujeres se encadenan en los tres textos.
Así, y si bien estos tres relatos están al servicio de la memoria, donde aparecen temas claves de la obra de Obligado como lo son el exilio, la lengua y la extranjería, como en su Una casa lejos de casa (2020), lo principal y hacia dónde apuntan es hacia el mismísimo ejercicio de la escritura. Porque en este libro los personajes escriben, hablan y generan un discurso acerca del ejercicio creativo y lo literario, además se trasluce el énfasis en la enseñanza de la buena escritura, el cómo hacer vasos comunicantes, ejercicios metaescriturales y textos encadenados. Todo esto está por sobre el deseo de rescatar la memoria de tres generaciones de mujeres y hacer ese contrapunto que mencioné al principio; por eso se subrayan las destrezas de lo creativo, lo cual no sorprende, porque la autora despliega también en este libro ese saber acumulado durante años. Es decir, uno de los grandes oficios de la autora es enseñar a escribir y también lo hace en este libro, un texto que se concibe en esa misma dirección, porque las historias que esconden y encadenan estos relatos traslucen también esa función pedagógica, porque Clara Obligado, tal como lo dicen tus personajes, «todo lo resuelves con la escritura».
por Claudia Apablaza
La revolución contada desde las alcobas
Clara Obligado
La hija de Marx
Lumen
245 páginas
«Me veo viajando y visitando museos. Escribiendo mientras mis hijas dormían», recuerda la argentina Clara Obligado en la nota que abre la reedición de La hija de Marx, su primera novela. La imagen de mujeres que escriben en los recreos de la crianza es un testimonio frecuente en las entrevistas de las autoras, casi una condición de posibilidad. Lo distinto aquí es el libro robado a esas escapadas: una novela erótica, minuciosamente documentada, que conjuga fantasía y desenfreno a la medida de las variantes más diversas,
mientras hace saltar por el aire los tópicos y las clavijas del género.
El acierto fundacional de La hija de Marx, ganadora del Premio Femenino Lumen Novela en 1996, es nutrirse de la Historia para re-generarla. Obligado imagina que el hijo no reconocido que Karl Marx tuvo con su criada y dejó a cargo de su amigo Engels (hasta aquí los hechos), no fue un varón sino una chica —Annuska— y su madre, Natalia Petrovna, una aristócrata rusa exiliada, que mantuvo con el teórico un entremés, aunque amaba en verdad a otra mujer.
Marx no protagoniza la novela; es sólo una figura oblicua, que entra y sale de las conversaciones, mientras la trama crece desplegando una estirpe femenina: madre, hija, nieta. Esa decisión autoral le permite a Obligado narrar una época de utopistas y reformadores contada por mujeres y desde alcobas perfumadas con opio y excesos. Como si la revolución iniciada por la aristocracia rusa en el exilio no hubiera sido política sino sexual, o mejor aún, política en cuanto sexual, liberadora en tanto desvela (con los desafíos que supone desnudar en la página a personajes del siglo XIX, cuando la ropa interior femenina podía pesar hasta seis kilos). Atravesadas por el símbolo que encierra una joya de familia (un camafeo en el que un niño monta un delfín), las protagonistas de Obligado explorarán sexo y amor, con su riqueza y contradicciones. Otro gran acierto de la novela es su estructura, que habilita un tono distinto para cada una de sus tres partes. La primera, fechada en 1870 en Londres, parodia con ritmo festivo un relato victoriano libertino y desanda la educación sentimental de Annuska, la hija de Marx, criada por Iván Dolgorukov, papasha, quien le confiesa a la joven su verdadero origen, tras haberse acostado con ella. «Tu madre te dejó y yo le prometí que serías libre. Y mira, lo he logrado, aunque sospecho que por un camino bastante diferente al que ella sugería», se excusa el padre adoptivo, devenido amante.
Dolgorukov será el narrador de la segunda parte «con aire de novelón romántico»: cuadernos escritos en Londres entre 1867
y 1883, que Annuska recibe cuando ha abrazado el lema «Detesto a los hombres débiles» como norte. Narran la historia de su madre, Natalia Petrovna, «la mujer más hermosa de París», según la describe Lizaveta Zosimov, el amor de su vida.
El racconto de cómo Natalia, esposa de un noble mucho mayor, se enamora de Lizaveta (casada y revolucionaria), se separa de ella, conoce a Marx, queda embarazada y encomienda a su amigo Iván la crianza de la niña, avanza en paralelo con la exploración del deseo lésbico en tiempos de miriñaques y polisones. «¿Cómo vivían las mujeres que amaban a otras mujeres?», recuerda haberse preguntado Obligado. Adentrarse en su versión regala un pormenorizado relevamiento de antiquísimos consoladores de cristal, ébano, terciopelo, marfil y cuero labrado de los más diversos orígenes.
Nat es la nieta de Marx y su historia protagoniza la tercera parte de la novela, ambientada en París en 1922, tras la resaca del fin del amor romántico. Atrapada entre la leyenda de Natalia, «su abuela, una heroína», y la presencia de Annuska, su madre, «la mejor amante del mundo», librará un infructuoso duelo emocional contra sí misma. La angustia de entreguerras se cobrará en ella su libra de carne, mientras intenta pacificar sus sentimientos por Oliver, un periodista que recala en la ciudad.
Clara Obligado llevaba 20 años viviendo en España, exiliada de la dictadura militar, cuando escribió La hija de Marx, que es también una historia sobre el dolor del destierro. «La relación entre lo vestido y lo desnudo, el intersticio que revela un fragmento del cuerpo femenino y también el anticipo del placer, es un acto de desenmascaramiento», escribe Margo Glantz en El texto encuentra un cuerpo. En la novela de Obligado, ficción y deseo son vías regias para desenmascararse y celebrar con pulso libérrimo e ironía bien dosificada la alegría de estar vivos.
por Raquel Garzón
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