es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com
Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB
Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com
EL CORTÁZAR MÁS JUGUETÓN. LOS ALMANAQUES DEL CRONOPIO por Manuel Rodríguez Rivero
PERFIL SERGIO CHEJFEC. GRACIAS A LA RUINA por Mario Aznar
CORRESPONDENCIAS IVÁN DE LA NUEZ Y JORGE FERRER: «ENTRE LA MEMORIA Y EL OLVIDO: HIERRO E IMÁN» por Valerie Miles
UNA PÁGINA LA LITERATURA ACTUAL: VISTA DESDE LEJOS por Gonzalo Torné
MESA REVUELTA LOS LIBROS PÓSTUMOS FRENTE AL PROBLEMA DE LA POSTERIDAD por Michelle Roche Rodríguez
EL HOMBRE QUE NADA por Federico Bianchini
RUMBO A LA FIL: LA RESPIRACIÓN DE LAS COSAS por Valeria Correa Fiz
DOSSIER LITERATURA Y NATURALEZA
UNA ATENCIÓN VIBRÁTIL: REFLEXIONES SOBRE LITERATURA Y NATURALEZA por Jesús Cano Reyes
LÉXICO NATURAL por Ángela Segovia DE RUBÉN DARÍO A HUMBERTO AK’ABAL. SOBRE BIODIVERSIDAD Y COMPETENCIA ORNITOLÓGICA por Niall Binns
LOS ÁRBOLES Y LA TRADUCCIÓN por Clara Obligado
UN AIRE NUEVO Y EXCÉNTRICO por Gabi Martínez
NARRATIVA MULA: HACIA UNA POÉTICA ANIMAL por María Sonia Cristoff
INTERÉS Y PERSPECTIVA: NOTAS SOBRE EL DESEO DE ANIMALIZAR A LOS ANIMALES por Berta García Faet
LAS PALABRAS DEL LEÓN por Santiago Wills
RASTRO DE FANTASMAS por Jorge Comensal
BIBLIOTECA
POSTALES DESDE EL FONDO DE UN CUADRO. Eva Cosculluela
LA CRÍTICA DE ARTE O EL ARTE DE LA CRÍTICA. Jacobo Iglesias
SOY DE LA RAZA QUE BAILA. Juan Carlos Chirinos
CÁRCEL DE MUJERES. Andrea Kottow
EN ESE PENSAMIENTO QUE NO VIGILA
LAS PALABRAS. Alexandra Saavedra Galindo
CUANDO SE TRATA DEL BIEN Y DEL MAL. Juan Marqués
VIOLENCIAS ÍNTIMAS Y COLECTIVAS. Mey Zamora
LA GRAN REDADA FUE UN FRACASO. José Ángel Barrueco
IDENTIDAD Y DIFERENCIA. Antonio Rivero Taravillo
MANDARINO. Sergio Galarza
MARÍA GAINZA
«La necesidad de no encasillarme, de nunca dar lo que se me pide, algo de impunidad, también, de ese cóctel salen mis textos»
por Cristian Crusat
Fotografía de Rosana Schoijett
Nacida en Buenos Aires, María Gainza se dio a conocer en el periodismo cultural gracias a sus trabajos para The New York Times, ArtNews, Artforum o el suplemento «Radar» del diario Página/12. Muy pronto sus textos sobre arte se distinguieron por una acertadísima combinación de referencias literarias o cinematográficas, así como por un lenguaje sencillo y tenso, siempre alerta en virtud de su capacidad de síntesis, a menudo trufado de máximas sentenciosas o conatos aforísticos. Textos elegidos (2011) fue el primer libro publicado por esta autora, una compilación de ensayos sobre arte reeditados luego con el título de Una vida crítica (2020). La prosa clara, precisa y por momentos nerviosa de María Gainza galvanizó los episodios de una de las obras más logradas de los últimos años en el ámbito de la escritura biográfica: El nervio óptico (2014). La novela La luz negra (2018) ratificó el singular talento narrativo de la autora, que se alzó con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2019. Tras la publicación en 2021 del poemario Un imperio por otro, acaba de aparecer Un puñado de flechas, un conjunto que, amalgamando ensayo, narración y fábula cotidiana, vuelve a orbitar en torno a la creación, la pasión coleccionista o el mundo del arte.
Puede decirse que en tus textos de crítica de arte forjaste una praxis y un estilo. Si aceptamos que el ejercicio crítico es un diálogo en busca de intimidad –con un texto literario, con una obra pictórica o plástica–, ¿qué clase de intimidad tratabas de establecer con las obras sobre las que empezaste a escribir en 2003? Había intimidad pero sobre todo había complicidad. Mi ejercicio crítico intentaba decirle al lector por lo bajo: ¿vos ves lo mismo que veo yo? Podría inventar ahora algún tipo de proyecto literario para eso que llamas «una praxis y un estilo» pero sería faltar a la verdad. Fue intuitivo. Solo que mi intuición estaba sostenida por una idea muy simple: acercar a los lectores a las obras, hablarles en un lenguaje sencillo, limpiar el canal que yo sentía tapado por la maleza crítica que lo único que lograba era alejar al espectador promedio. La persona común siempre fue mi lector ideal. No escribo para el intelectual. No me gusta el ghetto del arte (que en mi cabeza funciona como una abstracción, casi como un enemigo a combatir). Me veo como una cazafantasmas que entra al museo a luchar contra la secta que se reúne en círculo a hablar el lenguaje del demonio, es decir: la jerga hermética del texto sobre arte.
A veces me preocupa de mis textos atributos que son propios de la plástica: la textura, la luminosidad, los llenos, los vacíos. A los textos sobre arte solía pensarlos como
«A veces me preocupa de mis textos atributos que son propios de la plástica: la textura, la luminosidad, los llenos, los vacíos. A los textos sobre arte solía pensarlos como el dibujo que trazaría una bola en un juego de billar donde la bola debía
golpear a la roja, pegar en tres bandas y luego golpear a la amarilla. Ese era el movimiento lento entre ideas y ráfagas de sensibilidad que yo buscaba al escribir»
el dibujo que trazaría una bola en un juego de billar donde la bola debía golpear a la roja, pegar en tres bandas y luego golpear a la amarilla. Ese era el movimiento lento entre ideas y ráfagas de sensibilidad que yo buscaba al escribir. Con estos métodos muy poco ortodoxos aprendí a traducir objetos mudos a palabras. No sé si es un método que podría pasarle a alguien, pero a mí me dio un oficio y una herramienta para investigarme a mí misma. Para explorar lo
que Emily Dickinson llamó: «nuestro yo detrás del yo, escondido».
En 2011 publicaste tu primer libro: Textos elegidos, una compilación de ensayos sobre arte que más tarde se reeditó con el título de Una vida crítica (2020), volumen que suma tres textos a la primera versión, además de un posfacio. Ahí señalas que siempre te guiaste por una premisa esencial: «desde el primer texto
me di cuenta de que tenía que encontrar circuitos neuronales alternativos para escribir sobre arte». ¿De qué naturaleza eran esos circuitos y cómo marcaron tu escritura posterior?
Por circuitos neuronales me refiero a conexiones nuevas. Lo que yo leía como texto standard de crítica de arte solía encontrar sus referencias dentro de la historia del arte, buscaba relaciones de parentesco en esa cantera y no se salía de ahí. Pero lo que a mí me pasaba frente a una obra, lo que me sucedía a nivel neurológico te diría, es que las conexiones se me disparaban en una especie de sinestesia que me llevaba asociaciones extramuros: miraba un cuadro y lo relacionaba con una película o con un cuento o con una música o con mi desayuno de esa mañana. Así como un río no viene de una sola fuente sino que tiene varios tributarios, la impresión general de una obra está hecha de miles de pequeños datos, sensaciones, conocimientos, recuerdos. No se puede escribir sobre arte sin mirar alrededor 360. Fatigar la escalera entre la alta y la baja cultura sin instalarse en ningún extremo. Nietzsche decía algo como que no había que quedarse en las tierras bajas ni subir al cielo, «el mundo es mejor cuando se lo contempla a una altura media». Siento que efectivamente el mundo cultural es una gran feria de garaje donde todos los objetos circulan entre sí sin jerarquías ni compartimentos estancos y el candelabro de plata Odiot convive al lado de la tabla de planchar. A veces tenía la sensación de estar frente al stand de los patitos en una feria de pueblo. Le apuntaba al pato, pero nunca le daba en el blanco pero era ese blanco el que al final me terminaba pareciendo más interesante que el objetivo en sí.
En 2014 apareció El nervio óptico. Sus once capítulos tienen en común que alguna obra de arte acaba entreverada con una anécdota o peripecia vital de la narradora. De este modo, la narración queda codificada por la presencia de la obra artística o por un episodio biográfico del creador de esa obra. ¿A qué criterios respondía la elección de las obras que ibas integrando en cada relato?
Fotografía de Rosana Schoijett
«Soy muy celosa de mi intimidad y aún así nunca sentí que la estaba exponiendo en el libro, quizás porque para mí El nervio óptico da una falsa sensación biográfica. La voz genera una inmediata cercanía pero eso no quiere decir que lo que te esté contando haya sucedido. El método de Schwob opera también para la narradora. Es decir, yo soy así, pero no soy esa. Mi estilo habla más de mí que cualquier anécdota biográfica»
En principio quise hacer una guía de museos con el capricho como principio integrador. Una guía caprichosa. Sentía que los textos de sala en los museos eran letra muerta, que estaban escritos sin ningún impulso y yo quería devolverles la savia vital. Lo reactivo ha sido siempre mi combustible, combustible que puede provenir de un carácter inmaduro o snob, pero que sirve para alejarse de los lugares comunes. La idea de que «si todos miran esa obra, yo voy a mirar otra», suele guiar mis elecciones. Quizás el criterio que mayor peso tuvo sobre la elección fue la idea de que fueran obras accesibles a todo público. Era imperioso que la obra formara parte de la colección permanente de un museo. Si un museo tenía en su acervo una pintura que me gustaba mucho pero que no exhibía, yo la tachaba de mi lista. Claro que nunca podré asegurar que todas las obras que elegí vayan a estar por los siglos colgadas en los museos, las colecciones permanentes también cambian, pero fingí demencia sobre ese detalle porque si no, no hubiera podido acotar mi libro a once obras. Inventarme límites me resultó útil a la hora de escribir.
¿Y cómo cristalizó esta modalidad narrativa entre el ensayo, el cuento, la crónica y la biografía?, ¿cuándo empezó la voz de la figura crítica a ser desplazada por la de la narradora de El nervio óptico?
Tardé tres años en escribir el libro y recién hacia el año y medio empecé a entender cómo lo iba a hacer. En su origen,
el libro pretendía ser una guía escrita en una primera persona un poco gris, de perfil bajo y voz susurrante. Del origen, como verás, quedó poco. La voz de la narradora empezó a ganar terreno, se envalentonó y avanzó desquiciada sobre las obras. La voz fue como la argamasa que permitió unir todo. Voz que nunca había podido explorar porque venía del periodismo, donde la primera persona estaba vedada. Pero a la vez yo sentía su llamado. Había visto de joven una película que se llama Laura (de Preminger) donde Waldo Lydecker es un crítico despótico que escribe sus artículos en la bañadera. Yo adoraba a Waldo porque me causaba gracia su egotismo y porque intuía que estaba un poco roto, pero además y esto es clave, me atraía su voz. La película empieza con la voz en off de Waldo: «Nunca olvidaré aquel fin de semana en que Laura murió». En algún momento, bastante temprano, se me apareció en mi mente la idea del crítico como narrador. Y ya sabemos que esas imágenes que cargamos de jóvenes son medulares: unos años después respondemos a ellas por emulación o diferenciación.
En «El encanto de las ruinas», el tercer texto de El nervio óptico, aparece una referencia a Marcel Schwob que reviste gran importancia a la hora de encuadrar tu libro en una determinada corriente de la escritura biográfica. ¿De qué modo dialoga El nervio óptico con toda esta tradición de «vidas»?
No había leído a Schwob cuando empecé El nervio óptico. Pero un día, ya a mitad del libro, lo encontré en una librería de viejo y me deslumbró su método. Los protagonistas podían ser reales, los hechos no necesariamente comprobables, que era algo que yo ya venía haciendo, pero sin convicción. Es decir, Schwob fue un mentor que se me apareció tarde cuando yo batallaba y sentía el tironeo entre los hechos y la fantasía, entre el cemento y el arcoíris, sin saber dónde ubicarme. Me hizo entender que no era una batalla sino un vaivén.
¿Se escribe (una biografía) para contar otra cosa o, por el contrario, resulta inevitable insinuar una biografía?
Yo creo que una tiene control sobre las cosas que se cuelan en la escritura, una insinúa lo que desea. Soy muy celosa de mi intimidad y aún así nunca sentí que la estaba exponiendo en el libro, quizás porque para mí El nervio óptico da una falsa sensación biográfica. La voz genera una inmediata cercanía pero eso no quiere decir que lo que te esté contando haya sucedido. El método de Schwob opera también para la narradora. Es decir, yo soy así, pero no soy esa. Mi estilo habla más de mí que cualquier anécdota biográfica. Mi mirada, mi ritmo, mis oraciones, mis errores sobre todo: lo que emparcho, lo que muestro, lo que escondo, esa soy yo. Eso es lo autobiográfico, una manera de ser sobre la página, no un dato puro y duro.
«La biografía, la más académica, llega un momento donde sofoca al biografiado bajo el peso de su propia investigación. La novela es, sin duda, más efectiva a la hora de acercarse a algún tipo de honestidad. Pero donde más aprendí sobre biografías fue en el cine, mirando documentales, en especial los de Werner Herzog. Él me mostró cómo los límites podían ser difusos, cómo se podía contar la vida de alguien (La Soufrière) o de algo (La cueva de los sueños olvidados) sin borrarse de la escena. Su película El diamante blanco, fue una influencia mayúscula en mi escritura»
Entre las obras referidas en El nervio óptico destacan las de una época de la pintura francesa (Cézanne, Courbet, el aduanero Rousseau o Toulouse-Lautrec). Sin embargo, tu estilo remite a una clara veta anglosajona. ¿En qué medida tu forma de usar las citas, matizar ideas irónicamente o esbozar apuntes aforísticos se vincula a ella?
No es orgullo ni desdén, simplemente es lo que me pasó: fui a un colegio inglés y mis lecturas de infancia y adolescencia fueron en su mayoría anglo. Le debo casi todo a esa literatura. Empecé a leer autores argentinos y latinoamericanos al salir del colegio y esto lo digo con resignación: aunque intenté ponerme al día con voracidad nunca dejé de sentir la matriz de la tradición anglo.
La luz negra (2018), tu siguiente novela, se disfraza de proyecto de escritura biográfica abandonado, en este caso de la Negra. No obstante, la renuncia a escribir una biografía sugiere otra idea: la de que, como dijo Patricio Fontana, «la mejor relación que se puede tener con una vida no es conocerla acabada y exhaustivamente, sino apenas intuirla, sospecharla, atisbarla a la distancia». ¿Estás de acuerdo?, ¿es la novela el género que dice lo que la biografía a veces no se atreve a decir?
La biografía, la más académica, llega un momento donde sofoca al biografiado bajo el peso de su propia investigación. La novela es, sin duda, más efectiva a la hora de acercarse a algún tipo de honestidad. Pero donde más aprendí sobre biografías fue en el cine, mirando documentales,
en especial los de Werner Herzog. Él me mostró cómo los límites podían ser difusos, cómo se podía contar la vida de alguien (La Soufrière) o de algo (La cueva de los sueños olvidados) sin borrarse de la escena. Su película El diamante blanco, que es del 2004, fue una influencia mayúscula en mi escritura. Entendí que no debía buscar ser la mosca en la pared que todo lo ve, todo lo escucha mientras ella permanece escondida, podía ser más bien una narradora que participa. Usar a favor el montaje, tomar una posición activa en la narración, eso lo saqué de Herzog. De él no solo admiro su filmografía y sus libros, sino también su resistencia física y su coraje. Mientras Herzog se va a filmar a la Antártida, yo me pego al radiador de mi casa. No perseguir a la persona, sino, más bien, la estela que esa persona dejó, eso creo haberlo aprendido en Herzog.
Solías definirte como una «crítica de arte dudosa». Y en La luz negra se abordan los vínculos entre el arte auténtico y el falsificado. Sin embargo, bajo el señuelo de esas sospechas, de esas presuntas falsificaciones, parece latir tu verdadera labor, refractaria a las servidumbres de la especialización y la profesionalización. ¿Sigues viéndote del mismo modo?
A veces creo que es un resto adolescente que no maduró. Como el timo que me descubrieron hace unos años y que los médicos me explicaron que era un órgano que suele desaparecer a medida que una se hace adulta. Pero mi timo se negaba a desaparecer y hubo que extirparlo. Yo lo tomé como la explicación a mi carácter inmaduro. La necesidad de no encasillarme, de nunca dar lo que se me pide, algo de impunidad, también, de ese cóctel salen mis textos. De todas formas, me sacaron el timo y sigo siendo refractaria a la profesionalización. No soporto la solemnidad y mucho menos el aburrimiento: parezco el duque de Lauraguais, que pidió autorización para perseguir como a criminales a las personas aburridas.
En 2021 publicaste Un imperio por otro, un poemario en el que se siguen reconociendo las principales características de tu prosa, aunque con un tono más aquietado y meditativo. El mundo natural cobra protagonismo. ¿Cómo fue el proceso de escritura de esos poemas?
Me cuesta pensar estos textos como poemas, así como me cuesta pensar mis notas de arte como ensayos o mis relatos como cuentos. Presiento que todo siempre está parado un poco en otro lugar, un lugar incómodo porque no sé bien qué estoy haciendo. Puesta entre la espada y la pared, diría que Un imperio por otro es el origami de El nervio óptico. Historias plegadas sobre sí mismas; mi forma de crear, a partir de historias, texturas y atmósferas, un objeto simple y chiquito. Y por supuesto, es un libro que tiburonea alrededor de ciertos temas que me obsesionan y que no dejan de aparecer, aunque yo intente desviarlos. Yo había escrito estos poemas antes de escribir El nervio óptico y después me olvidé que existían. Un día me llamó Francisco Garamona, mi primer editor, y me dijo: «ordenando la biblioteca en pandemia encontré un anillado con tus poemas, ¿no querés publicarlos?». Yo sentí que me ofrecía una pipa de la paz después de mi pase al «capitalismo», como suele decir para chicanearme, comentario que por supuesto solo me hace reír. En estos poemas, o textos encolumnados como los llamo yo, me interesa lo esquivo de las sensaciones, la imposibilidad de usar las palabras para decir lo que queremos decir, como cuando Cézanne le explicaba a su marchand: «Compréndame, Monsieur Vollard, tengo una pequeña sensación que no puedo expresar. Es como si poseyera una moneda de oro y no pudiera utilizarla».
Los diecisiete textos de Un puñado de flechas (2024), tu último libro, vuelven a orbitar en torno a la creación, el arte, el mundo del coleccionismo o los libros. Ensayo, narración, fábula cotidiana, pasajes diarísticos… ¿En qué se asemejan o difieren las voces narradoras de El nervio óptico y Un puñado de flechas?
Un día me di cuenta de que tenía muchos textos y que, una vez más, todos giraban en torno al mundo del arte. Me sentí Michael Corleone en El Padrino, cuando quiere dejar a su familia mafiosa pero no lo logra: «Cuando creía estar afuera, me arrastran hacia adentro», dice.
Yo no tengo la suficiente distancia con mis textos para decirte en qué se asemejan y en qué difieren. Escribí sobre lo que quería o se resistía a irse de mi cabeza, o, detalle no menor, me encargaban. Recibo muchos encargos, lo que me permite elegir bien y sentar las bases de mi libertad. Cuando el objeto de estudio me atrae y el cliente me garantiza absoluta libertad como autora, eso me resulta música para mis oídos, sobre todo porque el texto por
encargo supone una fecha de entrega y yo soy una escritora que necesita deadline
Un puñado de flechas está hecho de algunas de las miles de imágenes rotas y anécdotas que almacena mi cuerpo. La anécdota funciona en mí como una gota de acrílico en un bol de agua. Los primeros segundos define su zona y luego empieza a deformarse. Todos tenemos un pequeño proyector interno adosado al lóbulo occipital que funciona como un cine en continuado. Somos directores y espectadores al mismo tiempo y las películas que nos pasamos son las que le dan sentido a nuestras vidas. Un puñado de flechas es algo así: un continuado de cortometrajes un domingo a la tarde donde la pintura es el mcguffin de todas las historias.
Fotografía de Rosana Schoijett
SEGUNDA VUELTA
El Cortázar más juguetón
LOS ALMANAQUES DEL CRONOPIO
por Manuel Rodríguez Rivero
Hubo un tiempo literariamente esplendoroso –años sesenta y setenta del siglo pasado– en que un puñado de novelistas latinoamericanos pareció poner todo su empeño en enseñarnos con éxito cómo contar mejor en la lengua común. Lo que resultaba más atractivo de aquellos escritores en torno a los que la industria editorial acabó armando su «boom» era, como afirmó tempranamente (1966) el crítico y ensayista chileno Luis Harss (Los nuestros; Alfaguara, 2012), «la libertad interior con la que manejaban las palabras para decir cosas». Los cuatro más conspicuos y populares protagonistas de aquel momento mágico de la literatura en español (Cortázar, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa), herederos y colegas más o menos directos de una tradición de contadores de historias tan imprescindibles como Carpentier, Sábato, Guimarâes Rosa, Borges, Rulfo, Onetti, Lezama Lima, Roa Bastos, Asturias, Jorge Amado o José Donoso, eran bastante conscientes de la importancia y novedad de su quehacer, como muestra la correspondencia cruzada incluida en Las cartas del boom (Alfaguara, 2024). Nota bene: de aquellos esplendores participaron también algunas mujeres (se suele citar, casi por marcar cuota, a las brasileñas Clarice Lispector y Nélida Piñón, a las mexicanas Elena Garro y Rosario Castellano, a la chilena María Luisa Bombal), pero el boom, reflejo también de la sociedad (y del poder editorial) en que surgió, era inevitablemente tan machista como ellos.
La época en que floreció el acmé de aquel cuarteto (cuyos componentes habían nacido entre 1914 y 1936) fue un tiempo a la vez acuciante y optimista que, también en lo literario, invitaba a dinamitar géneros, derribar cánones e introducir profundas grietas en la tradi-
ción recibida. En el exterior, el mundo se había hecho más inseguro (crisis de los misiles, dictaduras, ascenso de las violencias revolucionarias, paramilitares o reaccionarias), pero más apasionante: los casi unánimes entusiasmos suscitados entre los intelectuales latinoamericanos por la Revolución cubana -una incandescente luna de miel política que, con alguna temprana excepción (Cabrera Infante, sin ir mas lejos, a quien Harrs excluyó de Los nuestros), se prolongó hasta 1971 (caso Padilla)- tuvo enorme impacto en la literatura y alimentó incontables debates acerca del papel de los escritores, de su compromiso político, de la concepción de su oficio y de las diferentes formas de abordarlo.
Paradigmático representante de la imaginación crítica de aquella nueva modernidad latinoamericana fue Julio Cortázar (1914-1984), quizás el más radical de los cuatro por su uso del lenguaje, su comprensión de la proteiforme y voluble realidad sobre la que actuaba la narrativa y, lo que es más importante, por su innovador concepto de las relaciones entre texto, autor y lector. En 1963, cuando ya era poseedor de un merecido -aunque básicamente restringido al ámbito iberoaméricano- prestigio como cuentista (Bestiario, su primer libro de relatos había sido publicado en 1951), se descolgó con Rayuela, la novela que irrumpió como un ciclón en la literatura en español, demostrando -sobre todo a los lectores del lado de acá- que al otro lado del Atlántico había adquirido incontestable madurez una narrativa que huía de la solemnidad y de la rutina; un modo de contar que ampliaba los límites de la realidad haciéndola más elástica, más permeable, más expansiva: más real. Desde su mismo planteamiento formal, que impugnaba el modo tradicional de lectura proponiendo en su
«Esos libros quizás sean los más puramente cortazianos, en el sentido de que lo que predomina en ellos son los encuentros más o menos casuales (que, como sabían el André Breton que encuentra a Nadja y el propio Oliveira en su búsqueda de la Maga en Rayuela son “lo menos casual de nuestras vidas”), y la perpetua voluntad de transformación (como ocurre también en Paul Auster, otro maestro del azar)»
incipit un «tablero de dirección» con las diferentes posibilidades de abordarla, hasta la plasmación de la muy cortaziana idea de que «solo con el lenguaje, burlado, criticado, insuficiente, mentiroso, podremos crear otro lenguaje, un antilenguaje, un contralenguaje» (Carlos Fuentes).
Tanto en sus cuentos como en sus novelas queda muy claro que lo que tradicionalmente llamamos realidad (y Cortázar, siempre se consideró un realista, aunque de un tipo nada convencional) consiste, simplemente, en su apariencia fenomenológica. A diferencia de la idea de lo fantástico de Borges, quien armaba sus relatos desde la convicción de que el mundo real es una ilusión -algo que aprendió de su admirado obispo Berkeley-, para Cortázar lo maravilloso yace (dormido) en cualquier parte y se manifiesta en los intersticios y fisuras de lo existente. De modo que la realidad lo abarca todo: también los sueños y pesadillas, las fantasías, las alucinaciones y los productos neuróticos. Reinterpretando un célebre lema del mayo francés: por debajo del orden de la realidad (los adoquines) se encuentra el abismo del asombro (la playa). La literatura sirve para exorcizarlo y, de paso, cambiar al autor y al lector.
De la frecuentación de los surrealistas y de los patafísicos (empeñados en su fascinante escrutinio de las leyes que regulan las excepciones) aprendió Cortázar otros elementos indisociables de su fortísimo anhelo de fusión del arte y la literatura: el azar, el juego, el humor, el erotismo, el (aparente) sinsentido («los cronopios tienen una visión sumamente constructiva del absurdo»), la alergia a la petrificación y pesadez del lenguaje (y, de ahí, su uso de la heteroglosia en todas sus formas: el glíglico y las jitanjáforas, el lunfardo, los americanismos), la naturalidad, el carácter coloquial de la escritura, lejos de «la falsa soltura de los Camilo José», de los «chorros de facundia española» (ahí nombra cruelmente a Azorín y Julián Marías), y de otras «coprologías de prosapia quevediana». Todo ello presente en su idea de la literatura como una actividad vital, libertaria y provocadora que trata de lograr la máxima complicidad con el lector. Como demostraba Rayuela, la deslumbrante novela que habrían querido escribir casi todos los que la leyeron con menos de treinta años, y para quienes la prosa del realismo (social o costumbrista) hegemónico en el mercado literario ya no era suficiente para explicar, entender y glosar la complejidad del mundo, en Cortázar la literatura como actividad vital lo permeabiliza todo. Para analizar sus obras resulta obsoleta la taxonomía tradicional de los géneros, porque las fronteras entre
ellos se diluyen hasta formar algo que los contiene a todos y que constituye una especie de tornadiza mezcla literaria sin más leyes que las que impone la más absoluta libertad. Lo que se enfatiza, por tanto, es la gratuidad del juego, la presencia del humor (cuya carencia se le antojaba uno de los grandes defectos de la literatura «seria» hispanoamericana), el sentimiento de lo fantástico, la apuesta por la audacia expresiva, la necesidad de estar permanentemente abiertos al encuentro fortuito (suponiendo que exista alguno que lo sea) de un paraguas y de una máquina de coser sobre una mesa de disección, como quería el conde de Lautréamont.
Esa permeabilización incestuosa de géneros se muestra de un modo particularmente explícito en esos libros inclasificables (de «prosas ligeras», las llamaba, yo creo que irónicamente) que tienen algo de cajón de sastre, de personal enciclopedia de saberes y sensibilidades en la que cabe desde la poesía y los relatos (que, a menudo nacen del mismo extrañamiento del mundo) hasta el ensayo breve, pasando por los géneros periodísticos, las viñetas más o menos cómicas, las aficiones vividas con pasión militante (el jazz, por ejemplo), los experimentos formales, las confesiones autobiográficas, las variaciones tipográficas, las declaraciones políticas de principio y, last but not least, el diseño, las ilustraciones y hasta el formato de los libros.
A esa clase inclasificable pertenecen especialmente -pero no solo: ahí tienen, por ejemplo, Territorios (1978) y Un tal Lucas (1969), que participan de la misma ideados libros concebidos, armados y diseñados en los años post Rayuela- La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, publicados originalmente en México por Siglo XXI en 1967 y 1969 respectivamente. De ambas obras, cuya publicación causó desconcierto entre los más puristas, Cortázar no fue solo autor y arquitecto, sino también editor, ilustrador y diseñador (con la inestimable complicidad de su íntimo amigo, el escultor argentino Julio Vivas, con quien se encerró para diseñarlos en su «ranchito» provenzal de Saignon). Esos libros quizás sean los más puramente cortazianos, en el sentido de que lo que predomina en ellos son los encuentros más o menos casuales (que, como sabían el André Breton que encuentra a Nadja y el propio Oliveira en su búsqueda de la Maga en Rayuela son «lo menos casual de nuestras vidas»), y la perpetua voluntad de transformación (como ocurre también en Paul Auster, otro maestro del azar).
Esa evidente apuesta por la transformación se expresa desde la misma cubierta (tapa, dicen allí) de los libros; en La vuelta al día en 80 mundos (VD80) una rueda de
niños juega a pídola mientras se van transformando en sapos que se transforman en niños que se transforman en sapos: eternamente. En Último Round (UR) la cubierta simula las tapas anterior y posterior de un diario de ese título en el que se apelotonan noticias y hechos diversos que anuncian de qué va lo de dentro. En la primera edición de UR los experimentos llegan a convertir el propio libro, cuyas «tripas» estaban guillotinadas en dos partes respetando lomo y sobrecubierta, en una especie de edificio de dos plantas (cuerpo mayor en la superior y menor en la inferior), una especie de homenaje subliminar a Rayuela, en donde la acción se desarrollaba «del lado de acá» y «del lado de allá», permitiendo una combinatoria que aumenta y expande el sentido de lo expuesto.
Tanto VD80, cuya primera lectura le pareció a un entusiasta Carlos Fuentes «triste y exaltante», como UR, pueden leerse como auténticas biografías intelectuales de Julio Cortázar. A través de los relatos y poemas, de los ensayos y de las reflexiones, se refleja de modo inequívoco tanto el carácter y los gustos de su autor, como, lo que es más importante, su concepción de la literatura y del compromiso (político). Algo que llevó al ya citado Carlos Fuentes a escribirle: «cada libro tuyo tiene la sabiduría de cancelar y asumir todos tus libros anteriores, y esto es lo que los pendejos no quieren o no pueden entender (…)», «cada obra tuya me parece una lectura más misteriosa e implícita de todas tus obras anteriores». Y es que, seguramente, estos dos libros, junto con el torrencial cuerpo de su correspondencia dicen más de Cortázar que cualquier biografía canónica (de las que, por cierto, ninguna resulta particularmente satisfactoria). «Aspiro a que escribir y respirar no sean ritmos diferentes»: esa es la utopía que se aferraba Cortázar como razón de ser de su actividad literaria.
A estos libros proteicos e informales, Cortázar los llamó «almanaques», como aquellas publicaciones que aparecían preferentemente a finales de año y que agrupaban textos de muy diversas procedencias, incluyendo, además de poemas y cuentos, juegos, divertimentos, adivinanzas, listas de personajes y cosas, aniversarios, homenajes, noticias sobre las efemérides, el clima, la salud o las fiestas de guardar (un ejemplo aún vivo es el famoso Calendario Zaragozano). Los textos no son, como ocurre con los verdaderos ensayos que siguen la tradición de Montaigne, concluyentes, sino más bien divagantes: siempre más tentativos que apodícticos o definitivos. En ellos, por ejemplo, Cortázar habla de su amor por el jazz (de Lester Young y Charlie Parker a Clifford
Brown, Thelonius Monk y Louis Armstrong, «enormísimo cronopio»), cuyas líneas de fuga (variaciones sobre el tema principal) quiere imitar en su literatura; de su concepción del cuento fantástico (imprescindible artículos como «Del sentimiento de lo fantástico» en VD80 o «Del cuento breve y sus alrededores» en UR); de sus filias y fobias artísticas (Alechinsky, el gran pintor del grupo Cobra, o Salvador Dalí -Ávida Dollárs-), de sus grandes afinidades literarias -de Poe, a quien tradujo- o Horacio Quiroga a Lezama (estupendo su artículo «Para llegar a Lezama Lima», en VD80), de sus compromisos políticos, cada vez más inequívocos y radicales: en el frontispicio del «periódico» que mimetiza UR se puede leer como lema una frase inesperadamente cortaziana (y avant la page) de V.I.Lenin: «hay que soñar, pero a condición de creer seriamente en nuestro sueño, de examinar con atención la vida real, de confrontar nuestras observaciones con nuestro sueño, de reeditar escrupulosamente nuestra fantasía». UR, que refleja muy significativamente el optimista estado de ánimo del escritor (y de buena parte de sus colegas) tras la revolución global del 68 (véase, por ejemplo, «Noticias del mes de mayo»), reproduce también (en el piso de abajo) la famosa carta acerca de la situación del intelectual latinoamericano que publicó Casa de las Américas cuando todavía no se había esfumado la luna de miel revolucionaria de la intelligentsia continental.
Cortázar, que dijo de UR que se trataba de un libro «criollo como el mate y revuelto como la paella» enfatiza en sus dos «almanaques» la importancia del humor, la ironía y la ternura como modo de aproximación a una realidad que nunca termina de ofrecer todo lo que contiene. Cortázar elige como escritor la imagen del camaleón que se mimetiza con todos los colores de la alfombra (un símil que habría encantado a Henry James), «aunque cualquiera sabe que habito a la izquierda, sobre el rojo». Y en todo caso, la gran lección lúdica que nos dejó -y que estos «almanaques» reflejan- es ese sentimiento de nunca «estar del todo» que recuerda tanto a aquel poema en prosa de título inglés (Any Where Out of the World) de Baudelaire (otro de los poetas de cabecera de Cortázar) que decía «me parece que estaré siempre bien allí donde no estoy, y esta cuestión de la mudanza es una que estoy discutiendo constantemente con mi alma». Cuarenta años después de la muerte de su autor, la relectura creativa de estos almanaques ayuda a comprender el encanto literario y la fuerza de uno de los grandes representantes de la mejor literatura latinoamericana del siglo XX.
SERGIO CHEJFEC
Gracias a la ruina
La primera vez que viajé a Nueva York fue para conocer a Sergio Chejfec. Él no lo sabía. Nadie lo sabía. Pero secretamente yo esperaba encontrármelo deambulando por las calles de Brooklyn –esas mismas calles arboladas y flanqueadas por brownstones a las que él mismo dedicó una crónica memorable–. En aquel texto, incluido en una compilación que editó en 2016 la Universidad de La Plata, escribió: «sé que el presente es reverberación del pasado. Pero a veces, gracias a la ruina, podemos plegarnos a la ilusión de que se produce un movimiento invertido».
Viajé a Nueva York para conocer a Sergio Chejfec, quien murió unos días antes, mientras yo cerraba una mochila con apenas una muda de ropa y una gran necesidad de sanar en esa ciudad enloquecida a la que nadie viajaría para sanar. Hoy quedan la ruina de ese viaje y la ilusión de volver sobre los pasos que me permitan consumar esta amistad secreta y admirada.
Chejfec falleció inesperadamente –al menos para mí, que no mantenía con él ninguna conexión más allá del fervor
con que había transitado todos sus libros–. El dolor, sin embargo, fue profundo y duradero, e impregnó durante varios días mis caminatas por la Gran Manzana, donde una belleza contradictoria se apoderó de mí al saber que ya solo podríamos cruzarnos en las calles imaginarias de esa ciudad –ahora sí– irreal, y volver a leer sus libros como quien lee un mapa o un plano callejero, queriendo encontrar nuestro lugar en el mundo, pero sin perder de vista la posibilidad excitante y sorpresiva del extravío.
Hay espacios que se leen, como también hay textos que se recorren. El paseo como tópico intelectual suscita miradas renovadas sobre un fenómeno tan cotidiano que su sola presencia en un contexto artístico lo vuelve singular. Las implicaciones estéticas del caminar y sus usos metafóricos son infinitos y desbordantes, mediados casi siempre por la idealización romántica que debe tanto a las voces de Rousseau, Baudelaire, Thoreau, Walser, Kafka o Benjamin. Donde se dan la mano el ocio y la ciudad moderna surge una nueva forma de mirar, y también una nueva forma de hacer.
Quien camina tiene tiempo, y quien tiene tiempo, duda.
El escritor argentino Sergio Chejfec conoció bien esta tradición, pero se situó en sus márgenes para proponer desde allí un centro móvil, lúcido y fragmentario, emparentado al mismo tiempo con la ensoñación reflexiva y juguetona del flâneur y con ese otro rostro facetado y errante del vagabundo, del desterrado, del extranjero: Chejfec y yo –nunca– en Nueva York.
Si la narración es duración —cambio, transformación—, el espacio, y más concretamente el espacio urbano, parece el medio idóneo para indagar sobre sus límites y su naturaleza. Tradicionalmente, la trama y las distintas peripecias que la conforman han sido asumidas como la forma ideal para expresar el proceso de transformación que opera sobre todas las cosas. Las acciones ocurren, los hechos se suceden, las causas tienen efectos, los efectos son consecuentes y las consecuencias son el resultado de esas acciones transformadoras que toda «novela que se precie» debe asumir como núcleo de su estructura.
Parece que solo podemos hablar del tiempo apelando, precisamente, a determinados atributos espaciales. Por eso decimos que el tiempo se alarga, se acorta, pasa, corre, vuela o se detiene. De hecho, la linealidad con la que nos referimos a la sucesión temporal puede dibujarse en un papel para mayor comprensión de cualquiera. Esto significa que ambas esferas son indisolubles, la del tiempo y la del espacio, y el relato no pertenece exclusivamente a ninguna de ellas, sino que participa de ambas en grados capaces de una contorsión todavía inédita.
La literatura de Chejfec trabaja sobre ese nudo en el que el paseo ya no es un recorrido desde el punto A hasta el punto B y donde lo importante no es mirar hacia el horizonte, sino hacia el suelo que se pisa: «El suelo es una de las cosas más reveladoras de la condición del presente; es más elocuente en sus daños, deterioros, desniveles o accidentes de cualquier tipo», escribe Chejfec en Mis dos mundos. La escritura asume entonces formas ensayísticas que no se desarrollan linealmente, sino por acumulación, en forma de vorágine o bola de nieve (como en Teoría del ascensor), y leer a Chejfec –como él mismo quería– es haber visto un cuadro, sin duración, sin despliegue narrativo, con voluntad de inmediatez.
Con su escritura digresiva y tantas veces visual, Chejfec propone una cartografía del pensamiento —casi siempre del pensamiento privado, personal, quizá intransferible— que logra transponer lo que el propio autor ha llamado «el pliegue más profundo del mundo». Este ejercicio tiene lugar en escenas más o menos deslavazadas o parciales, que suceden de costado, que
son la culminación del realismo precisamente por esa insistencia que comparten los hechos y los pensamientos en presentarse siempre de forma sesgada y decididamente oblicua.
No en vano las primeras páginas de 5 (Cinco y nota) se recorren a vista de pájaro, sobrevolando las fotografías aéreas en blanco y negro de un pequeño estuario, el puerto de Saint-Nazaire. En una de estas imágenes, con una tipografía borrosa que podría pasar desapercibida a cualquiera, se lee: «Vaguer la nuit dans des lumieres narratives», como en uno de los poemas del escocés John Burnside. Esas luces narrativas salpican el texto de Chejfec otorgándole un dinamismo fantasmático (y algo fantasmagórico), que está y no está al mismo tiempo.
Junto a las transformaciones del espacio que registra Teju Cole en Ciudad abierta o la singularización de lo cotidiano que lleva a cabo Gonzalo Maier en Material rodante, la apuesta literaria de Sergio Chejfec completa una suerte de constelación en la que, como artificio hiperrealista, la novela sirve para plasmar esa lógica no-narrativa en la que tantas veces se traduce la vida. La escritora ecuatoriana Daniela Alcívar, gran conocedora de la literatura de Chejfec, experimentó en Siberia con esta ruptura de la narratividad en la que el cuerpo no se siente del todo cómodo hasta pasado un tiempo—y un trauma— prudencial. Esa prudencia, que guarda una cruda relación con la espera, se respira en las páginas de Chejfec como si fuera un mecanismo retórico y al mismo tiempo una condición de existencia.
El lugar que ocupa el otro, las líneas que separan los espacios hasta hacernos sentir otros, la vivencia de uno mismo en otro espacio, la posibilidad de escribir esa vivencia o la posibilidad de escribir, sin más, son algunas de las incógnitas que viven en la escritura de este autor extraordinario.
«El viaje, promesa de la travesía, para él no prometía nada», escribe Chejfec en una de sus narraciones inciertas, vacilantes e híbridas. Y la hibridez, apunta María Negroni, «se parece mucho al estado mental de la pregunta», que es el estado natural en que habitan y pasean las palabras de este autor.
Viajé a Nueva York para conocer a Sergio Chejfec.
Él no lo sabía. Nunca lo sabrá, de hecho. Por eso este texto es una línea recta que dibujo sobre un papel hasta que se curva y se deforma y se hace círculo y la sucesión temporal se evapora. Si gracias a la ruina pudiera plegarme a la ilusión de un movimiento invertido, si pudiera volver al Nueva York en que Chejfec habitó la duda y la pregunta, ¿nos hubiéramos encontrado?
por Mario Aznar
Valerie Miles
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Iván de la Nuez
Es ensayista, crítico y curador de exposiciones. Nacido en La Habana, ha sido responsable del departamento de Actividades Culturales del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y director en La Virreina Centre de la Imatge. Colaborador habitual en medios como El País y La Maleta de Portbou, ha publicado entre otros libros, La balsa perpetua; El mapa de sal; Fantasía Roja; El comunista manifiesto; Teoría de la retaguardia; Cubantropía; Posmo; La larga marca e Iconofagia. Un diccionario del siglo XXI. Ha también sido comisario de numerosas exposiciones, como Parque Humano; Postcapital; La Crisis es Crítica; Atopía: El arte y la ciudad en el siglo XXI; Iconocracia; Pintar contra el tiempo; Nunca real / Siempre verdadero; y La utopía paralela.
Jorge Ferrer
Es escritor y traductor. Su último libro es Entre Rusia y Cuba. Contra la memoria y el olvido (Ladera Norte, 2024), un recorrido por la historia de las revoluciones rusa y cubana, y la cultura de ambos países, vistas desde la experiencia de una familia, la suya, dividida por la Guerra Fría. Ha publicado artículos y ensayos en diversas revistas y antologías. Es traductor de literatura rusa clásica y contemporánea. Entre otros autores, ha traducido a Alexandr Herzen, Svetlana Aleksiévich, Vasili Grossman, Iván Bunin y María Stepánova. En 2020 recibió el premio Read Russia. Nació en La Habana y reside en Barcelona desde 1994.
Fotografía de Nina Subin
Fotografía cedida por el autor
Fotografía cedida por el autor
CORRESPONDENCIAS
Iván de la Nuez y Jorge Ferrer
«ENTRE
LA MEMORIA Y EL OLVIDO: HIERRO E IMÁN»
Por Valerie Miles
VALERIE MILES
La impronta soviética en Cuba, casi desde el comienzo de la Revolución hasta la caída de la URSS, fue profunda y multifacética y dejó efectos duraderos en la identidad, la moral y la memoria no sólo de los cubanos que permanecen en la isla sino también en la diáspora: varias generaciones que mantienen una relación compleja con estos recuerdos de historias políticas y familiares, de nombres, películas, música, obras de teatro y libros rusos que se convirtieron en parte del tejido cultural. Y sin lugar a dudas también en el idioma de la otrora joven élite revolucionaria trasladada a la URSS. El haber vivido entre dos culturas hace más fácil adaptarse a una tercera para los que viven ahora exiliados, o simplemente alejados de la isla y sus presentes y muy diferentes circunstancias. Entre ellos también ha creado una higiénica sensación de extrañamiento por la pérdida de no sólo una, sino dos patrias (la paisajística y la ideológica) y sus utopías fracasadas.
JORGE FERRER
Querido Ivanchuk, voy ahora en el AVE de camino a Madrid. Como esta noche hay un concierto de Taylor Swift en el Bernabéu, el salón de espera en Sants era un bullicio inmenso de swifties. Recordé, en medio del zumbido millenial, aquellas vuvuzellas que tanto nos pasmaron cuando el Mundial de fútbol ganado por España y Shakira, esas dos agitadas construcciones. El contraste entre aquel zumbido y el silencio en este coche, uno de esos que marcan con el rótulo de «Coche en si-
lencio», me ha estremecido y mareado ligeramente. Será por eso que llamaríamos piadosamente «deformación profesional», pero cada vez que subo a estos vagones de ferrocarril llenos de gente que viaja en absoluto silencio pienso en los trenes que conducían a los presos al inmenso territorio del Gulag. Convoyes con estrellas rojas en el hocico de la locomotora. Toda aquella gente callada, agotada por la Revolución y los interrogatorios, desconfiada y menesterosa de sosiego, de la paz que pide quien le ha visto la jeta a la historia.
He reparado ahora en que en inglés etiquetan mejor (dado el asunto, no me atrevería a escribir que «con más puntería») en el vidrio de estas peceras de Renfe para llevar peces más mudos: «Quiet Zone». Fue leer eso y yo, que tengo alma de zek, pensé en Shalamov y su Kolymá a ratos apacible, y en el talante nervioso, pero también tranquilo, resignado, del Stalker de Tarkovski, que conducía a través de «la Zona» a quienes querían alcanzar la gloria, que es un tipo muy alterado de sosiego. Y de ahí, como si cantara un rap, enlacé desde lue-
«Pushkin nació un 6 de junio y Lorca un 5, de manera
que, encontrándonos en Granada, se encabalgaban esos dos aniversarios. No sé si sabes que Marina Tsvetaieva tradujo a Lorca. Fue uno de sus últimos trabajos para ganarse el pan soviético. Marina no sabía español, pero tenía a los podstrochniki, los traductores que le daban hecha cruda la prosa que ella debía devolver al verso»
go con Gente de Zona y con la vida ruidosa en el barrio habanero donde crecí, en una ciudad dividida precisamente en zonas, un perímetro de control que está por encima del punitivo Comité de defensa de la revolución, o CDR, y por debajo del municipio. Y es curioso, pensé ahora y pensé en ti, que, a pesar de todo el dolor, sobre todo el que le conocemos a los demás, es en este espacio tabulado por las revoluciones, donde me siento más cómodo. Ese espacio desapacible, atravesado por gritos, imprecaciones y sobrevolado por cuervos que se fijan en las tumbas, es, y me ruboriza escribirlo, mi «zona de confort». Un abrazo, Yoyo
Habana, ni una inauguración del pintor pop Raúl Martínez, ni decenas de otros artistas más la correspondiente manada de funcionarios.
1989 fue el año oficial de la caída del comunismo, aunque la URSS se demoraría hasta 1991 para terminar el papeleo. (Ya sabemos que las grandes burocracias suelen ser más lentas de la cuenta, incluso cuando se trata de certificar su propia hecatombe).
Te respondo con recuerdos que han salido a flote desde mi Leteo particular, todos ellos debidos a tu reciente libro Entre Cuba y Rusia, cuyo subtítulo parece remitir a un chiste soviético de esos tiempos. Una ocurrencia de poca carcajada que quedaría, más o menos, así: «los seres humanos tenemos dos problemas, uno es la memoria y otro es el olvido».
IVÁN
DE LA NUEZ
Hermano Yoyo: Por algún motivo recóndito, tu viaje de Barcelona a Madrid, rodeado de swifties, me trasladó al Moscú de 1989, ciudad a la que llegué en la primavera como integrante de la última gira cultural de Cuba por los «países hermanos» del CAME. Tal como lo narré en un pasaje de El mapa de sal, ese tour consistía en un avión repleto de cubanos en el que no faltaban ni Alicia Alonso con el Ballet Nacional de Cuba, ni pianistas como Gonzalo Rubalcaba o Jorge Luis Prats, ni una exposición de fotografía que empezaba con el Che Guevara y terminaba en el cementerio de La
El caso es que, por aquellos paisajes, nadie quería saber de esa última delegación cubana por una Europa del Este que ya estaba entregada por completo al Occidente simbólico puro y duro; no al Occidente geográfico del que veníamos nosotros. Ahora, la pasión era desatada por el ratón Mickey (recibido y besado por el oso Misha nada más bajar del avión en el aeropuerto de Sheremetevo II), o el anuncio del próximo concierto de Pink Floyd, o la apertura del primer McDonald´s…
¿El arte, la danza, la música, la fotografía de un país que oficialmente se había desmarcado de la perestroika y de la glasnost? «Niet, Spasibo bam».
En Moscú me reencontré con varios amigos, casi todos compañeros tuyos de estudio, afiliados a la perestroika en aquella transición que mezclaba, a lo bestia, el caos de la esperanza con la esperanza del caos.
Por si fuera poco, tu libro me hizo recuperar un capítulo de estos casi cuarenta años de acordes y desacuerdos -y de nuestra amistad a prueba de ambos-. Una peripecia que se remite al año 1991, ese en el que, por fin, se dio por acabada la Unión Soviética. Entonces, con vuestra hija Eva Patricia recién nacida, ustedes habitaron mi casita en la playa de Baracoa. El lugar al que yo no había querido regresar tras la muerte de mi abuela y que, paradójicamente, gracias a tu familia conseguí recuperar visitándolos en la casa que me pertenecía y en la que había crecido. Mi familia materna era de las más antiguas de esa playa recobrada en este libro tuyo que en realidad son tres libros, con tres mundos -Cuba, Estados Unidos, Rusia- tres protagonistas -abuelo, padre, hijo- y tres escritores: el autor, el narrador y el traductor.
(De hecho, he leído Entre Rusia y Cuba, entre muchas cosas, como una pieza sobre y desde la traducción, en la que esta tiene la función añadida
de entretejer casi todas sus escenas y escenarios). Debo confesarte que el libro me reconcilió de otra manera con ese arte, pues para los traductores he sido algunas veces un dolor de cabeza y no pocas los asumí como psiquiatras idóneos de mis inseguridades literarias.
Qué más puedo decir. El libro me ha transportado a la revista Orígenes y a los copiosos almuerzos de sus miembros en aquel pueblo de nuestros antepasados. Y a una anécdota conectada con Abilio Estévez, también paisano y presente en tu memoria, en los tiempos del éxito arrollador de Tuyo es el reino. Me refiero a algo que pasó un día en el que recibí una llamada en la Barcelona que ya compartíamos: lejos de Bauta, de Baracoa, de La Habana, de Moscú, de Nueva York, de Miami. La llamada, urgente, era de una traductora de esa obra maestra de nuestro amigo común, y estaba causada por un término que la tenía angustiada.
«¿Cómo traducir Tingo Talango?».
Y ahí quedábamos atónitos nosotros, que nos jactábamos de saber traducir el mundo ruso a Occidente y viceversa, o el impacto de los grafitis en la implosión de un imperio hecho para la eternidad, o las diatribas del rock en el comunismo.
¿Tingo Talango? ¿Acaso el instrumento de un tralalá patriótico-tropical?
Ese día olvidado que brotó, tampoco sé muy bien por qué, de tu libro, se había bastado para demostrarme lo perdido que andaba yo en la traducción, lo perdido que estaba en la transición, lo perdido que me encontraba en el olvido y en la memoria… Un gran abrazo, Ivanchuk.
JORGE FERRER
Querido Iván, ayer en La Alhambra todo eran chinas y no había un ruso, una palabra rusa. El dinero y la guerra modifican el paisaje, como lo hace la nieve. Esa carencia me pesaba porque no era un día cualquiera para la lengua. Era el aniversario del nacimiento de Pushkin, el poeta que inventó una lengua nueva para poner en verso la sensibilidad de un país que, en cierto modo, nacía, y nacía con él. A mí me convenía calentar el oído, como al pitcher el brazo, porque en la tarde, invitados por el Centro de Culturas Eslavas de la Universidad de Granada, Cristina y yo íbamos a compartir nuestra experiencia poética del Siglo de plata con los granadinos que se acercaran.
Pushkin nació un 6 de junio y Lorca un 5, de manera que, encontrándonos en Granada, se encabalgaban esos dos aniversarios. No sé si sabes que Marina Tsvetaieva tradujo a Lorca. Fue uno de sus últimos trabajos para ganarse el pan soviético. Marina no sabía español, pero tenía a los podstrochniki, los traductores que le daban hecha cruda la prosa que ella debía devolver al verso.
Años después le pagaron con la misma moneda, cuando Severo Sarduy la descubrió de la mano de Elisabeth Burgos y se puso a traducirla al español. Severo ya se moría, pero le pareció que traducir a la poetisa que le había roto el espinazo a la lengua rusa, una lengua que él no conocía, era una buena manera de pasar el tiempo, el último y poco tiempo que le quedaba. ¿Sabes que últimamente no paro de pensar en esos caminos de ida y vuelta? Y también en la manera en que se avanza a ciegas para descubrir una verdad: la verdad poética, la más engañosa, pero a la vez la más rotunda de las verdades...
Tuve que dejar la carta en ese punto melancólico, porque me llamaba la siesta después de un madrugón que siguió a una noche de insomnio. Tú y yo sabemos mucho de insomnio, ciertamente. De esa vigilia indeseada, que uno acaba haciendo suya, como una arruga o un perro abandonado que te mira un día fijamente a los ojos.
Al público le leímos la traducción que hizo Cristina del poema de Tsvetaieva «Toska po ródine». Ella lo tradujo como Severo: «Nostalgia de la patria». La nostalgia, esa otra perra a la que le silbo y cuando viene la ahuyento. Si un día vuelvo a vivir con un perro lo llamaré Insomnio. Un abrazo de tu amigo poeta, Yoyo.
Ps. A propósito de Sarduy, ¿sabes qué dijo de las traducciones? Que eran como los travestis, porque iban demasiado pintarrajeadas.
IVÁN DE LA NUEZ
Querido Yoyo: Para mí, Severo Sarduy quedará para siempre vinculado a un After Hours al que fuimos a parar una vez en Barcelona.
Allí, entre las situaciones diversas que pasamos, propias de la lisergia, nos encontramos a un dirigente del comunismo local con una barba larguísima que le hacía reconocible: el hombre tenía, además, una presencia constante en la televisión y era muy fácil saber quién era.
Recuerdo que nos dio por pedirle nuestro ingreso en el Partido Comunista, habida cuenta de que el socialismo tal como iba en Cuba no nos satisfacía. El camarada, perplejo con nuestra incoherente petición, no pareció haberse dado cuenta de la broma. En todo caso, la pasamos bien con aquella confusión.
Recuerdo que, después de un viaje infinito de regreso por la Diagonal hasta Gracia, ya al amanecer pusimos la entrevista de Sarduy con Joaquín Soler Serrano en A fondo. (Yo guardaba la colección del programa en VHS). Allí, en un momento solemne de esa entrevista divertida y culta, Severo le soltó a Soler Serrano esta frase lacónica con la que se definió a sí mismo: «Yo soy una nota al pie de José Lezama Lima».
La sentencia está llena de humildad, pero hay que tener cuidado con eso, pues si alguien conocía a los postestructuralistas, era Severo Sarduy; así que no ignoraba el valor que la deconstrucción le había concedido a las notas a pie de página.
Resulta muy esclarecedora tu valoración del Sarduy traductor. Para mí, por otra parte, Severo hizo de la exageración que le echa en cara a los travestis, una forma literaria inconfundible, con su mezcla de carnaval, delirio barroco y posmodernismo.
Otra cosa es su pintura, marcada por su contención asiática. Nunca podré olvidar la llegada de piezas suyas a Barcelona para una exposición que organizaba. El ritual de abrir aquella caja con sus obras hechas con té, sangre, tinta...
Eso sucedió en 1995, justo un año antes de que el SIDA acabara con la vida de Félix González-Torres, el gran artista conceptual nacido también en Camagüey. Ahora que lo pienso, Severo Sarduy pintó para borrar sus excesos, de la misma manera que escribió para resaltarlos.
Y con esa idea poco recordable te dejo, por ahora, entre el olvido y la memoria. O, todo lo contrario. Un gran abrazo, Iván.
JORGE FERRER
Mi querido Iván: Te escribí la primera carta llegando a Madrid con las swifties y la segunda en Granada celebrándole el cumpleaños al mulato ruso Aleksandr Pushkin. Han sido semanas agitadas en las que no pude dejar de evocar, sin desmayar, pero agotado, aquel Elogio de la pereza que escribió otro mulato (o «criollo», como preferirá nuestro amigo César Mora): Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, santiaguero y francés, es decir, vecino de Sarduy por varias entrecalles de la sangre y la sensibilidad. El suyo, que fue ensayo célebre y elogiado por Vladimir Lenin, es uno de los libros más cubanos escritos fuera de Cuba. Porque de la pereza a la sabrosura no hay más que un paso, de baile.
Ahora, por fin, me puedo sentar a escribirte en la quietud del balcón en Barcelona, donde crecen las plantas y las bicicletas cuelgan del techo como jamones. Es un sosiego de peculiares estalactitas y estalagmitas este, que se ha construido deprisa, porque, como sabes, se trata de un apartamento al que me mudé hace apenas un año con Cristina. Y, sin embargo, ya es una balsa (¡una balsa!) de aceite contra el desasosiego de los viajes y, sobre todo, de las voces que me llegan constantemente de las atribuladas Rusia y Cuba, dos patrias que no reclamo, pero cuyas cuitas me inquietan, cada vez que no me divierten.
Fíjate en esto, Iván, y yo sé lo que a ti te gustan los números bien contados: hay unos 280 millones de personas en la tierra que vivimos fuera del país donde nacimos. Es menos de un cuatro por ciento de los habitantes del planeta. Es decir, siendo mucho, es poco. Y cada vez que pienso en esos números, me digo,
que, caray, parece que yo solo trate a esa gente. Es una exageración, desde luego, pero en todo caso, lo cierto es que tú y yo nos hemos movido mucho entre desplazados, transterrados, exiliados y expats. Supongo que, al serlo nosotros mismos, nos viene de serie. Somos hierro e imán. Ferro e Iván.
Pero debe ser también que nos gana la curiosidad por los que han corrido nuestra suerte o una suerte pareja. Como aquellos «emigrados» del libro colosal de W. G. Sebald. La gente que flota por la superficie del mundo. Tú titulaste un libro «La balsa perpetua». Nuestro admirado Antonio Benítez Rojo tituló otro «La isla que se repite». Son dos libros fundamentales sobre Cuba y el Caribe. Por fijarse en la flotación, nuestras sociedades siempre a punto de hundirse, pero con su vocación y sobre todo su fortuna de corcho siempre viva. También por señalar la repetición que nos ensimisma, avatar de la repetición freudiana, la pertinacia del Osorbo, el mal de los ñáñigos, que tantas veces es el mal de todos. ¡Vaya dos maneras estupendas de ver el mundo y vernos en él! Microfísica y psicoanálisis.
Deberíamos escribir una historia de nosotros que sólo utilice jerga marinera. Mucho nudo y mucho cabeceo. Bondage y compromiso; vaivén y mentalismo. Porque, a fin de cuentas, eso ha sido todo, bien mirado. Te abraza, Yoyo
PS. Ya en Barcelona, estaré estas tardes en el bar del hotel 1898 de Las Ramblas. ¡Pásate! ¡Por una vez que le ponen a un hotel un nombre con «explicit language»!
«Como sabes, soy lafargueano. Cada vez que puedo, lo saco -aunque sea como figurante- en algún ensayo. Siempre preguntándome por qué un socialista de su nivel fue tan poco venerado en Cuba, país que convirtió la pereza, no ya en un derecho, sino en un deber. País que no ha premiado en su mitología al yerno del mismísimo Marx. ¿Tal vez, allí los jerarcas habrán entendido, como yo, que en el fondo Lafargue había escrito El derecho a la pereza, no solo contra el capitalismo, sino también contra su suegro? El caso es que, aunque Lafargue se entregó en cuerpo y alma al socialismo en Francia y España, el socialismo cubano no se entregó a él. ¿Un ser desterritorializado como esos millones de desplazados de hoy que me citas? Un Lafargue lector de Rabelais y del Gotthold Ephraim Lessing, que nos incita a ser perezosos “en todo”, excepto en “amar”, “beber”… ¡y ser perezosos!»
Querido Yoyo: 1898 es nuestra novela 1984 neocolonial, pero sin Orwell. Escrita a tres bandas entre unos cubanos con idea de país y dos países con ideas imperiales; esto es, frutales. Para los españoles, la fruta perdida; para los Estados Unidos, la fruta madura, lista ya para caer en el saco.
Hablando de triangular, vale la pena pensar también en Puerto Rico y Filipinas, cuyas plantaciones dieron lugar a ese hotel de nombre específico en el que te ha dado por pensar en Sebald, Benítez Rojo, Lafargue... Ese 1898 que se repite, como la isla sin fronteras del querido escritor cubano.
Como sabes, soy lafargueano. Cada vez que puedo, lo saco -aunque sea como figurante- en algún ensayo. Siempre preguntándome por qué un
socialista de su nivel fue tan poco venerado en Cuba, país que convirtió la pereza, no ya en un derecho, sino en un deber. País que no ha premiado en su mitología al yerno del mismísimo Marx. ¿Tal vez, allí los jerarcas habrán entendido, como yo, que en el fondo Lafargue había escrito El derecho a la pereza, no solo contra el capitalismo, sino también contra su suegro? El caso es que, aunque Lafargue se entregó en cuerpo y alma al socialismo en Francia y España, el socialismo cubano no se entregó a él. ¿Un ser desterritorializado como esos millones de desplazados de hoy que me citas? Un Lafargue lector de Rabelais y del Gotthold Ephraim Lessing, que nos incita a ser perezosos «en todo», excepto en «amar», «beber» … ¡y ser perezosos!
La balsa perpetua salió, por cierto, en 1998. Un siglo después de que ganáramos una guerra no concedida y una independencia concedida a
medias, o a un cuarto. Aquí la cifra exacta se escapa, como aquella victoria contra la corona española, firmada por otros. Un librito ese -La balsa...que, como nosotros, va navegando entre la leyenda negra, la roja y la rojinegra.
Y aquí sigo, en el espíritu perezoso de nuestro ilustre antepasado. Abrazo grande, Iván
IVAN DE LA NUEZ
La literatura actual: vista desde lejos
por Gonzalo Torné
Vista desde lejos la literatura de cualquier tiempo y país adopta algunas formas reconocibles. Estas formas se desdibujan y desaparecen cuando nos acercamos, y son irrelevantes cuando los autores y los libros se leen como es más provechoso: desde cerca.
De manera que quizás tomarse la molestia de explicar lo que uno ve cuando mira la literatura desde lejos sea una empresa un tanto inane, pero también es posible que sea divertida, y desde luego no supone un gran esfuerzo.
Así, vista desde lejos, la literatura ofrece una primera división entre el entretenimiento y algo muy fácil de reconocer pero que requiere un espacio más amplio del que dispongo para explicarlo y que podemos llamar (con todas las prevenciones que se quieran) ficción inconformista.
Sea como sea, la literatura del entretenimiento (del género que sea), la que busca vender tantos ejemplares como sea posible sin indagar en su forma ni preocuparse por elaborar una réplica a la sociedad abandona aquí este artículo, pues no requiere el menor escrutinio crítico.
Prefiero señalar una torpeza que suele cometerse al caracterizar desde lejos la literatura de nuestro tiempo. Se confunde lo que parece «de moda» con la forma de ese tiempo. Pero aunque la literatura vista desde lejos supone un ejercicio más bien frívolo esta adscripción es tan deudora del periodismo de tendencias que desmerece la crítica literaria.
Es una tentación decir que la literatura está dominada por la moda de la maternidad, pero el argumento es sesgado si no se señala de inmediato que la literatura siempre ha tenido atajos, y que el de la maternidad convive con las novelas sobre el padre o el eterno regreso a lo rural. Sin que la denuncia de esta
supuesta «moda» nos ayude a esclarecer qué novelas son buenas y cuáles no.
Quizás sea más provecho señalar que vista desde lejos la literatura de «nuestro tiempo» se caracteriza por el predominio de la propia experiencia. Se trata de novelas en cuyo centro y razón de ser está la plasmación de la propia peripecia vital.
La experiencia desde luego no es una recién llegada en la literatura, existen cientos de libros de enorme valía concentrados en la experiencia del escritor. Lo novedoso es su exploración en primer plano en la ficción narrativa, hasta el punto de fusionarse con la novela, expurgando otros ángulos y posibilidades. La sociedad, la política, las amistades, los amoríos y la política... todo queda filtrado por la exposición de la peripecia personal: el testimonio.
Esta ocupación de la novela desplaza uno de sus rasgos más valiosos: atreverse a explicar la experiencia de otro (armados de experiencia moral y distancia) y emplearla para discutir la propia. Una tensión que genera una sofisticada y extraña alquimia por el que los asuntos tratados se aclaran al volverse más complejos. La novela aleja sus temas del lector después de enseñarle a ver más claro. Para ejercitar este anti-didactismo es imprescindible que distintas experiencias se confronten, de manera que esta clase de novela ha perdido importancia en la literatura de nuestro tiempo, al menos vista desde lejos. Pero dada la capacidad del género para cambiar de forma y admitir dentro de la misma etiqueta obras tan distintas como Orgullo y prejuicio o El arco iris de gravedad las inclinaciones de mi gusto son irrelevantes. Mi observación no es moral, y apenas nostálgica.
La experiencia puede expresarse de muchas maneras, y situada en el centro de la ficción, sin apenas réplica se carga de «honestidad». Damos por hecho que la expresión de la propia experiencia es sincera (lo cuál ya es mucho suponer), pero también que además es capaz de llegar al papel sin recorrer antes
los laberintos de la memoria y las trampas de la indulgencia, el engaño y los propios prejuicios. Ese fondo turbio y desdibujado que han expuesto Henry James, Virginia Woolf o Ishiguro y que nos enseñó a desconfiar de los narradores en primera persona: por poco fiables, por villanos, por demasiado bienintencionados o por estúpidos.
Los riesgos de que esta clase de experiencia (a la que se le supone claridad y honestidad como a la luz calor y al agua humedad) empobrezcan la ficción son considerables. El escritor toma la palabra de principio a fin, sin contrapesos ni desvíos, como si la palabra, además de la última, reflejase sin interferencias la realidad.
Pero lo cierto es que vista desde lejos se aprecian novelas donde este recurso a la propia experiencia sirve para adentrarse por aventuras vitales poco frecuentadas por la novela, por pertenecer a cauces laterales de la «normalidad». En estos casos el mérito de los testimonios se adscribe a otra de las capacidades más valiosas de la ficción: la de iluminar territorios oscurecidos, ya sea por la marginalidad o la desatención.
Dada mi inclinación por la novela que confronta experiencias suelo leerlas como valiosas indagaciones en bruto de elementos que después podrían emplearse para edificaciones literarias más complejas. Pero es posible que sea un defecto de mis inclinaciones y que la forma de la novela (al menos vista desde lejos) sea esta.
En cualquier caso la proliferación de novelas testimoniales unívocas, donde la plasmación de la experiencia vale como prueba inequívoca amparada en la honestidad, ya sea para contar lo de siempre o para adentrarse en territorios desconocidos, es lo que se percibe de lejos, y plantea transformaciones interesantes en lo que nos ofrece la ficción, lo que le demandamos los lectores y las relaciones entre escritores y público.
LOS LIBROS PÓSTUMOS FRENTE AL PROBLEMA DE LA POSTERIDAD
por Michelle Roche Rodríguez
Aunque el ego inflado, la ansiedad desmesurada o la simple antipatía de ciertos escritores hace que una de las fantasías más extendidas entre los editores sean los catálogos de obras póstumas, pocas cosas son tan engorrosas como el trabajo con el manuscrito de quien ha fallecido. A esa conclusión llegó David Ebershoff cuando le tocó editar Crucero de verano veinte años después de la muerte de Truman Capote. «La mayoría de los borradores, incluso aquellos escritos por un genio, son imposibles de publicar», explicaba Ebershoff: «Contienen demasiados pensamientos incompletos, escenas sin forma, personajes sin desarrollar e inconsistencias que no pueden interesarle a nadie, salvo a un académico». El inconveniente es mayor cuando hay correcciones a mano debido a las palabras ilegibles.
Ebershoff es el célebre autor de La chica danesa —novela publicada en 2000 cuya exitosa versión fílmica dirigió Tom Hooper y protagonizó Eddie Redmayne—, pero durante dos décadas trabajó en Random House. Allí fue responsable, entre otras cosas, de la Modern Library, la biblioteca de los clásicos estadounidenses, y de editar las obras póstumas de W.G. Sebald. En 2004 supo por Internet que Sotheby’s de Nueva York subastaría el manuscrito de Crucero de verano . Claro que todavía no sabía que era esa obra. Capote comenzó a escribirla en 1943, a los 19 años, y durante más de una década trabajó por temporadas hasta abandonarla. En su momento de mayor fama, cuando los periodistas le hacían preguntas sobre aquel manuscrito iniciático, él decía que lo había quemado. Ni siquiera Alan Schwartz, el albacea del Truman Capote Literary Trust, se imaginaba que aún existiera.
Resultó que había pasado treinta años guardado por unos desconocidos. Era parte de una caja con cartas personales, fotografías de hombres nadando en el Mediterráneo y un guion de televisión incompleto que Capote descartó en 1966, cuando abandonó su modesto aparta -
Gabriel García Márquez. Fuente: Wikicommons
«El trabajo de Brod con los inéditos de Kafka ayudó a su concreción como fenómeno literario, igual que pasó con Roberto Bolaño, gracias al crítico Ignacio Echevarría y al editor Jorge Herralde, quienes se encargaron de
publicar varias obras suyas, después de que muriera a los cincuenta años. Entre esas obras póstumas se encuentran algunas de las mejores del autor, incluida el portento de novela que es 2666. Meses después de su muerte salió El gaucho insufrible, que reúne cinco cuentos y dos conferencias. Bolaño la había entregado lista a Herralde
antes de que lo hospitalizaran»
mento de Brooklyn, tras el éxito de A sangre fría . El dueño del edificio rescató la caja y la conservó hasta su muerte. Luego, la dejó de herencia a su sobrino que la vendió a Sotheby’s. El manuscrito sumaba 200 páginas y 89 correcciones.
Crucero de verano es la segunda novela póstuma del autor; la otra es Plegarias atendidas , que dejó inconclusa, pero que se editó así en 1986. Como se conmemora el centenario del nacimiento de Capote, estas y el resto de sus obras encuentran ahora un lugar privilegiado en librerías, donde comparten espacio con la reciente novela póstuma de Gabriel García Márquez. En agosto nos vemos cuenta la historia de Ana Magdalena Bach, una mujer que cada verano visita la tumba de su madre en una isla del Caribe, a donde también va a encontrarse con el deseo, en forma de hombres con quienes pasa solo una noche al año. La obra sale cuando cumple medio siglo de ese portento narrativo que es Cien años de soledad Y casi se queda sin publicar. Ya enfermo de Alzheimer, viéndose incapaz de terminarla con igual talento que el resto de su obra, García Márquez pidió a sus herederos que la destruyeran. Si hoy podemos leerla es porque Rodrigo y Gonzalo García Barcha, sus hijos, decidieron desobedecer la orden. «[La] dejamos a un lado, con la esperanza de que el tiempo decidiera qué hacer», señalan en el prólogo a la publicación: «Leyéndolo una vez más a casi diez años de su muerte descubrimos que el texto tenía muchísimos y muy disfrutables méritos». Los hermanos García Barcha hicieron lo que Max Brod con la obra de Franz Kafka: negarse a cumplir su voluntad. Pero los resultados del mismo gesto son diferentes en cada caso. Brod fue amigo de Kafka y
quien le convenció de publicar en vida la mayoría de sus obras; después de la muerte del autor checo, el compositor y también escritor se encargó de publicar sus inéditos y de convertirlo en uno de los autores más influyentes del silgo XX. En cambio, los García Bacha apuestan por ensanchar el legado literario de su padre, pese a que su perdurabilidad ya estaba garantizada.
También de Kafka se conmemora una efeméride este año: el centenario de su muerte. «Él sabía que yo no sería capaz de seguir esas instrucciones. El mundo se merecía sus papeles. Si hubiera querido destruirlos de verdad, se lo hubiera pedido a cualquier otro», argumentó Brod, que si bien fue periodista, compositor y narrador, la fama le viene como responsable de la publicación de las obras de su amigo. La historia es siempre la misma: los allegados conocen mejor el valor de las obras que quienes las escriben. Por eso, parte de la literatura universal se ha publicado después de que sus autores han muerto, y no pueden volver para importunar a sus albaceas con sus inseguridades. Las tres últimas partes de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust se editaron después de su fallecimiento, en 1922: La prisionera y Albertine desaparecida en 1925 y El tiempo recobrado , en 1927. Y El hombre sin atributos , el libro más famoso de Robert Musil es una novela inacabada que se publicó por partes: Los primeros dos volúmenes salieron en 1930 y 1933, respectivamente, y el tercero, en 1943, un año después de la muerte del escritor.
El trabajo de Brod con los inéditos de Kafka ayudó a su concreción como fenómeno literario, igual que pasó con Roberto Bolaño, gracias al crítico Ignacio Echevarría y al
«Los lectores son más magnánimos que los escritores. Millones de personas alrededor del mundo leerán la obra póstuma para renovar el amor a Cien años de soledad y seguramente cerrarán el libro satisfechos. Ya ha pasado con otros. El original de Laura se convirtió en éxito de ventas mundial en el año 2010, unos 33 años después de la muerte de Vladimir Nabokov. No es una novela, sino un cuaderno con 76 fichas del autor mecanografiadas, con partes recortables y otras escritas a mano. Me parece acertada la decisión de publicarla como quedó, después del mínimo de trabajo editorial, sin el propósito de contar una historia. Quizá algo así, con muy poca inherencia suya fue lo que Pera intentó»
editor Jorge Herralde, quienes se encargaron de publicar varias obras suyas, después de que muriera a los cincuenta años. Entre esas obras póstumas se encuentran algunas de las mejores del autor, incluida el portento de novela que es 2666 . Meses después de su muerte salió El gaucho insufrible , que reúne cinco cuentos y dos conferencias. Bolaño la había entregado lista a Herralde antes de que lo hospitalizaran.
En 2004 apareció 2666 , que requirió más trabajo editorial. Lo primero fue decidir en cuántas partes publicarían la novela. Aunque la intención inicial del autor fue escribir un libro de más de mil páginas, conforme avanzó la enfermedad, sugirió la posibilidad de que se publicara en cinco partes, con el objeto de asegurar el futuro de sus hijos. Al final, los editores decidieron honrar el proyecto literario original del escritor. Para entonces, Echevarría trabajaba en el libro Entre paréntesis , que reúne una centena de textos entre discursos, conferencias, reseñas y artículos escritos entre 1998 y 2003. Tres años después salió El secreto del mal , un «puñado de piezas y esbozos», según se lee en la contraportada: «el torso —o la armadura inevitablemente incompleta— del que iba a ser el cuarto libro de relatos de Roberto Bolaño». El trabajo en esta recopilación comenzó a erosionar la amistad entre Echevarría y la viuda del autor, Carolina López, la cual se rompió definitivamente cuando ella interpuso una demanda judicial contra él en 2018. Después de cinco años y dos sentencias, la justicia desestimó el recurso de apelación y zanjó el asunto. A esto se refiere el propio Echevarría en un artículo para la revista El Cultural publicado quince días después de que En agosto nos vemos saliera a la venta Allí explica que la querella obedece a la intención de la viuda de purgar de la memoria de Bolaño toda presencia incómoda y distinta a sus intereses.
No me interesa disertar aquí sobre el interés de los familiares en las obras póstumas. Se dirá lo que sea del provecho que sacan editores y críticos de las publicaciones póstumas, pero la enorme contribución de Echevarría al legado de Bolaño es innegable. En contraste, el aporte de En agosto nos vemos al de García Márquez es bastante menor.
La teoría de que incluso la peor obra de un gran autor es buena, no me convence. Lo más molesto de esta novela es que durante más de una centena de páginas lleva un ritmo que cambia de manera abrupta en las tres últimas, cuando de pronto la protagonista decide alterar su comportamiento y, apenas dos párrafos antes del punto final, la narración pasa del género realista al… ¡Fantástico! La compresión del espacio y el tiempo de la ficción es tanta en esas últimas palabras que me hace pensar en que el libro publicado no es una novela, ni nouvelle , sino un tratamiento. Al menos esas tres últimas páginas lo son. Más común en la industria fílmica, el tratamiento es una pieza de narrativa breve en la cual se presenta la
idea del argumento antes de escribir la novela completa (o el cuento o el guion de la película). La considero una herramienta fundamental de mi trabajo en la ficción porque permite probar ideas sin la necesidad de considerar otros asuntos distintos al argumento que también son importantes para la expresión literaria, como el desarrollo de los personajes, el punto de vista, el ambiente y el estilo. Se trata de poner las ideas sobre el papel lo más rápido posible, antes de resolver el problema de cómo vamos a contar tal o cual historia. Digo que las tres últimas páginas de En agosto nos vemos son un tratamiento porque allí García Márquez propone una variedad de líneas dramáticas y solo atina a resolver de forma superficial un problema sobre el cual apenas dio unas pistas en las páginas anteriores.
En la nota final que acompaña a En agosto nos vemos , Cristóbal Pera señala que «el trabajo de un editor no consiste en cambiar un libro, sino en hacerlo más fuerte con lo que está en la página». A él le correspondió el trabajo con los borradores de García Márquez. Cuenta allí que Carmen Balcells le pidió en 2010 que lo animara a terminar una novela que todavía no tenía final. Aparentemente, esto no fue necesario porque cuando supo lo que decía su agente literaria, el propio autor leyó a Pera el último párrafo, dejando al editor la sensación de que «cerraba la historia de manera deslumbrante». Vuelvo al final que está publicado y me encuentro tres líneas de un diálogo confuso y más bien intrascendente. No entiendo a qué se refiere Pera. ¿De dónde salió ese final? ¿Existe una acepción de deslumbrante que no signifique también «asombroso»?
Reconozco que las valoraciones aquí consignadas surgen de mi oficio de narradora, por otro lado mucho menor en comparación a la leyenda del Boom Latinoamericano. Entiendo por qué, enfermo de Alzheimer, García Márquez pidió a sus herederos que destruyeran el manuscrito. Qué castigo debe ser para un escritor tener en la cabeza la solución precisa que le plantea tal o cual historia para olvidarla. Qué cruel cuando el final nos elude; ya no digamos el final perfecto, sino el simple final coherente. Kafka que murió de tuberculosis y Bolaño que tenía una enfermedad hepática no padecieron este problema: estaban enfermos sus cuerpos, no sus mentes. Los lectores son más magnánimos que los escritores. Millones de personas alrededor del mundo leerán la obra póstuma para renovar el amor a Cien años de soledad y seguramente cerrarán el libro satisfechos. Ya ha pasado con otros. El original de Laura se convirtió en éxito de ventas mundial en el año 2010, unos 33 años después de la muerte de Vladimir Nabokov. No es una novela, sino un cuaderno con 76 fichas del autor mecanografiadas, con partes recortables y otras escritas a mano. Me parece acertada la decisión de publicarla como quedó, después
del mínimo de trabajo editorial, sin el propósito de contar una historia. Quizá algo así, con muy poca inherencia suya fue lo que Pera intentó. Quizá mi opinión solo sea consecuencia del temor que tengo ante la posibilidad de que cuando yo muera se pierdan para siempre los esqueletos de ficciones inconclusas que se amontonan en el disco duro de mi computadora. Me pregunto si debería cultivar la relación estrecha con un editor o un futuro albacea. En todo caso Pera, Echevarría, Brod y otros que han trabajado para que brille la literatura de otros merecen mi más profundo respeto. Si bien no contribuye a ensanchar el ya de por sí rico legado del autor colombiano, la lectura de En agosto nos vemos me confirma las palabras de Ebershoff: que el borrador de un escritor fallecido es más un problema que una bendición.
EL HOMBRE QUE NADA
por Federico Bianchini
* En 2007, en una pileta del barrio porteño de Almagro, Federico Bianchini se cruzó al escritor argentino Fogwill. ¿Es él?, se preguntó. ¿Es el de la solapa de Restos diurnos? Y era. Dos años después, volvió a verlo, lo entrevistó, hablaron de literatura. El escritor falleció el 21 de agosto de 2010. Ese año, el texto fue elegido como ganador del premio de crónicas inéditas Las Nuevas Plumas, organizado por la Escuela de Periodismo Portátil y la Universidad de Guadalajara.
1.
El viejo nada despacio. Boca arriba. Lento. Muy lento. Mueve el brazo derecho, las piernas apenas. Mueve el brazo izquierdo. La pileta está casi vacía. En el segundo andarivel, solos: el viejo y yo. Él, con su parsimonia. Malla negra, antiparras oscuras, bigote finito y canoso. Lo conozco. De algún lado lo conozco. Lo paso por el costado. Llego al borde de la pileta, giro en el lugar, empujo con los pies.
Son más de las nueve de la noche de un día de semana. Bajo los violentos reflectores del histórico club Almagro, me lo cruzo de vuelta. Cambio el ritmo: busco coincidir en los descansos de ese hombre que nada y no avanza. Trato de confirmar si la cara es la misma que aparece en la solapa del libro Restos diurnos. Foto en blanco y negro. Varios años menos. Ahora, descansa. Está apoyado en la pared del sector menos profundo de la pileta. Se saca las antiparras. Olor a cloro. Agitado, el viejo resopla con fuerza. Murmura.
Disculpe. ¿Dijo algo? –pregunto.
No. Hablaba solo.
¿Usted es Fogwill?
Sí. Por eso hablo solo.
2.
Dos años y dos meses después de nuestro encuentro casual en la pileta, vuelvo a ver a Fogwill en el comedor de su casa de Palermo. El hombre que nada tiene casi setenta años. Lo trato de usted. Nadie le dice señor. Fogwill es ya una marca. Su marca. El apellido le arrebató casi por completo el lugar al nombre. En la Argentina, si uno habla de literatura, dice «Fogwill sin antecederlo por Rodolfo Enrique. Casi nadie recuerda su nombre de pila. De algún modo, él promovió este olvido a los 44 años,
Fotografía de Lisbeth Salas
días antes de publicar su séptimo libro, Pájaros de la cabeza, cuando vio la futura tapa y decidió, por una cuestión estética, de diseño gráfico, truncar su firma. Desde entonces fue sólo Fogwill. Para ello, este escritor y publicista creó un personaje del que pocas veces quiso escapar. Un personaje procaz, sincero, hipersexual y polémico. Egocéntrico, aunque a veces perdedor. Despiadado pero tierno en ocasiones.
«Cada escritor tiene su máscara y arma su pose. Mi pose es ésta: yo siempre aspiro a mentir con la verdad. Engañar de que valgo la pena diciendo que no valgo la pena», dice sentado en una silla de diseño. En el piso, a su alrededor, hay diarios, ropa, un telescopio, discos, botellas vacías y libros. De fondo, suena una ópera en alemán. A un costado, un asiento ergonómico, que es una especie de tabla sin respaldo. Delante de este asiento, la computadora. El monitor cubierto de polvo y manchas pegajosas. Junto al teclado, un par de medias. El de Fogwill es un departamento de soltero, decorado con uno, dos, tres helechos.
Su pose, entonces: un escritor que repite ser malo aunque se sabe entre los mejores.
Digresión: en la Argentina, casi nadie tiene la menor idea de quién es Fogwill. A pesar de que ganó el Premio Nacional de Literatura, de que publicó libros en casi todos los géneros –novelas, cuentos, ensayos, poemas–; de que fue traducido al francés, alemán, croata y mandarín, Fogwill solo es popular en los círculos intelectuales. Más allá de lo prolífico del autor, salvo contadas excepciones y libros reeditados, como el de sus cuentos completos, si uno va a una librería argentina y pide por Fogwill lo más probable es no que no encuentre nada. Además de ser un escritor de culto, Fogwill es, sin referirse a un estado de cansancio ni a una ausencia de ideas, un escritor agotado. El hombre que nada es lo que suele conocerse como un «escritor de culto». ¿Qué es un escritor de culto? No tiene la menor idea. Cree que, quizá, los que así lo califican entiendan por ese concepto a un escritor que vende poco y se admira mucho. A uno que tiene escasos lectores, pero que compran todos sus libros. Tal vez, a uno que era un chico, como todos los chicos. Un chico consentido, «no con sentido, sino consentido», el hijo único, que escribió su primer poema a los ocho años: «A Nuestra Señora de Fátima en la Entronización de Su Imagen Divina en la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Quilmes». Y en el comedor de su casa de soltero, Fogwill sigue diciendo de sí mismo: «el que produjo esta mierda que soy ahora, que se permite todos los vicios; el tabaco y el chicle, por ejemplo». Sin embargo, Fogwill trata de eludir cualquier referencia a su niñez. Prefiere hablar de otra cosa. En el año en que la Argentina fue sede del mundial de futbol, durante la dictadura de Videla, Fogwill, que por entonces diri-
gía una agencia de publicidad, editó su primer libro: los poemas de El efecto de realidad. Un año después con Mis muertos Punk ganó el premio Coca-Cola que, además de plata, incluía la publicación del libro. Sin embargo, cuenta que, después de cobrar el cheque y sorprendiendo a los editores, se sentó a negociar. «Les dije: “Este libro vale tanto”. Ellos querían publicarlo gratis, así que decidí no cumplir las condiciones del premio, y listo». Fogwill, su propio personaje, empezó a hacerse conocido. Cuatro años después, durante 72 horas sin dormir, con doce gramos de cocaína encima, escribió una novela –Los Pichiciegos– que figura en los programas de letras de todas las universidades del país. La historia transcurre en las Islas Malvinas durante la guerra entre la Argentina y el Reino Unido, y retrata de forma casi premonitoria (la escribió en simultáneo con el conflicto) el clima que se vivía en el frente de batalla. «El miedo: el miedo no es igual. El miedo cambia. Hay miedos y miedos. Una cosa es el miedo a algo –a una patrulla que te puede cruzar, a una bala perdida–, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, atrás de todo. El miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevás y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó». Su consejo: escribir como se debe. No reprimirse. Saber contar lo que no se reprime y atreverse a llegar hasta el final, sin que importe lo que digan el portero, la novia, la vieja, los amigos o el tipo que nos pasa los tomates.
«Su pose, entonces: un escritor que repite ser malo aunque se sabe entre los mejores»
Hay quienes lo consideran el mejor escritor argentino vivo. En ningún momento, aunque escriba en prosa, Fogwill deja de ser un poeta. Es un placer leer en voz alta sus textos aliterados, cacofónicos, polisémicos. Después de escuchar Sobre el arte de la novela, Jorge Luis Borges lo definió como un maestro de la elipsis. «Los que le leyeron el relato, saltearon las partes pornográficas –minimiza Fogwill–; la verdad es que era un texto repugnante».
Un amigo dice que el escritor se ocupa, con sorprendente dedicación, de que cada uno de nosotros podamos vivir nuestra propia «experiencia Fogwill» para luego tener que contarla. No es poco común que, al volver de una entrevista con él, cualquier cronista encuentre en su casilla de correo un e-mail con comentarios o pensamientos sobre algún tema de la nota. Un fotógrafo dice que a las semanas de un encuentro con él Fogwill lo llamó exaltado. Necesitaba, ya, una cámara prestada: su vecina se estaba cambiando. La desnudez era inminente.
Un dato que Fogwill se encarga de repetir en cada una de sus entrevistas es que siempre evitó vivir de la literatura. «Quien depende del mercado está definitivamente perdido», me dice en su casa, sentado en su moderna silla, después de desperezarse. Él pudo conseguirlo gracias a lo que llama sus oficios. Se recibió de sociólogo y a partir de ese momento trabajó, y aún lo hace, en marketing, creación
«Hay
quienes lo consideran el mejor escritor argentino
vivo. En ningún momento, aunque escriba en prosa, Fogwill deja de ser un poeta. Es un placer leer en voz alta sus textos aliterados, cacofónicos, polisémicos. Después de escuchar Sobre el arte de la novela, Jorge Luis Borges lo definió como un maestro de la elipsis. “Los que le leyeron el relato, saltearon las partes pornográficas –minimiza Fogwill–; la verdad es que
era un
texto repugnante”»
de productos, relevamiento de marcas y hábitos de consumo. «En idear estrategias para llevar a los mercados hacia el interés moralmente supremo de quien me paga». De allí, de esa profesión, saca la plata para vivir. «Tengo un nivel de ingreso igual que un mediocre escritor de best seller, tipos que ganan el premio Alfaguara o el premio Planeta y los traducen a diez idiomas». Para vivir como vive, no necesita vender miles de libros, acumular premios importantes, ser conocido en todo el mundo. Con ser Fogwill le alcanza.
Cuando ganó la beca Guggenheim, usó la plata del premio para cambiar el auto y comprarles computadoras a sus hijos. «Agarré la guita y la rrrrrrrreventé», casi grita, y abre enormes los ojos aceitunados. «Si hoy me dan otra, la reviento igual. Uno hace un proyecto y lo tiene que cumplir. Pero si no lo cumple, no lo van a retar. No hay que rendirle cuentas a nadie». El proyecto que Fogwill presentó para ganarla fue la renovación de
su página web («un laburo que se podía hacer en un día») y la corrección de dos libros: «Que después publiqué con un cartelito que decía: corregidos con la beca». Pelo grisáceo, mirada profunda, bigote prolijo, Fogwill, el hombre que nada, se pregunta: «¿Qué otra cosa iba a hacer?». Cuando habla, se apasiona: gesticula, enfatiza sus palabras, mueve las cejas histriónico. El escritor, que admite su pose de engañar que vale la pena diciendo que no vale la pena, me dice que de toda su producción solo rescata dos o tres poemas buenos.
«En un país donde debe haber miles y miles de poetas publicando, ser uno de los diez que publica cobrando ya es un logro». Hay tres o cuatro poemas que, sabe, no va a poder superar en lo que le queda de vida. «Versiones sobre el mar», «El antes de los monstruito» y «Tras el cristal de la pistola de acuario». «Es una cagadita, pero bueno, es lo que pude –dice Fogwill–. Yo no sé si Borges, al cabo de su vida, pudo estar satisfecho con cinco poemas de él. De él, que sabía leer, ¿no?
Por ahí la culpa es mía y me sobrevaloro por tener una deficiente lectura. Él leía mejor que yo, pero yo veo mejor que él. Por ahora», sonríe con malicia.
Sí: Fogwill no está ciego.
Y no está muerto.
3.
Meses después de la guerra de Malvinas, Fogwill se enteró de que un amigo suyo, hijo de un capitán de marina mercante, estaba preso. Buscó poemas que se refirieran al mar. Los coleccionó y se los fue mandando por carta, uno a uno. Baudelaire, Mallarmé, Valéry, entre otros. Cientos de cartas. Cientos de poemas que, según dice, se transformaron, luego, en el origen de su poema Versiones sobre el mar. Compactación de todo lo que había leído y sentido, puesto al servicio de una ideología.
«El mismo mar nos pierde; nos encuentra y nos pierde. Tema de las olas: se arman, desobedecen, las crea el viento –¿su amor?– y se derrumban para volver a armarse con restos de olas anteriores, idénticas. Historia de amor: la planicie del mar, el viento que la oprime, y todo se levanta para perderse. Y todo tiende a disolverse contra una línea de aguas eternas y sol dilapidado llamada mar. Mar: abundancia de sinsentido humano».
(Fragmentos del poema «Versiones sobre el mar».)
4.
Dos años y cuatro días después del primer encuentro, el hombre que nada lleva algo más que la mallita negra que tenía en la pileta, aunque sigue respirando con dificultad, como si durante la última media hora hubiera nadado sin detenerse. Estamos en un bar del barrio de Palermo. Antes, Fogwill fue a la pescadería. Pidió nueve filetes de merluza, pidió pan y, luego de piropear a la vendedora, también pidió si no le podían guardar un rato la compra. Cuando la mujer le
preguntó un nombre para escribir sobre el envoltorio de papel, Fogwill dijo «Quique». Luego, cruzó la calle hacia la verdulería, compró dos tomates grandes, una cabeza de ajo, dos plantas de lechuga, cuatro bananas y un kilo de naranjas para jugo que, según comentó el empleado del lugar, estarían muy sabrosas. Al igual que en el local anterior, el escritor, consciente de lo incómodo de sostener los paquetes durante el transcurso de nuestra conversación, pidió si le podrían cuidar un rato más su bolsita con frutas y verduras.
Tengo que salir con una mina mintió.
Dos veces por semana, Fogwill, que como buen soltero cocina lo que come, hace asado. Una vez por semana, pescado; todos los días: fideos. Al mediodía y a la noche. No se cansa de las pastas. Sin embargo, en este bar de Palermo, lejos de pensar en el menú de la cena, a lo largo de nuestra conversación que durará cerca de dos horas, Fogwill interrumpirá sus dichos para comentar las piernas de la mujer que acaba de pasar. Me indicará que observe a aquella increíble adolescente de la esquina o se quedará callado con la mirada fija en una colegiala junto al semáforo como si mentalmente quisiera sumergirse debajo de la pollera a cuadros.
Pero eso será más adelante: ahora mismo me dice que nunca decidió ser escritor. Que habría preferido ser rico, pero intentó y no le salió y que cuando acumuló un poco de obra lo calificaron de escritor. A los veinticinco años escribía doce horas por día. Informes, campañas de publicidad, guiones de cine y discursos políticos. Luego, siguió con poesía y ficción. Una de las claves para poder escribir bien, dice Fogwill, es poder mentirse y mentir a los otros.
Hay gente que escribe pero no puede desdoblarse. No puede producir una voz que no sea la suya. Escribir no es un acto de habla natural, sino un acto de simulación dice, y corre la mano para que el mozo apoye el cortado y el café con leche sobre la mesa . Si no tenés un personaje, no podés escribir. Porque lo hacés en un registro monocorde y no sería tolerable. En la actuación es igual.
Y Fogwill tiene su personaje. Un personaje que desaparece cuando el escritor habla de literatura. Entonces, se pone serio, fija la vista, mueve la taza del café, medita unos segundos y, solo entonces, opina. Como si durante esos instantes toda su libido estuviese puesta en eso que rodea al hecho literario. Basta que su interlocutor deje de mirarlo o se distraiga un momento para que él vuelva y suelte una frase que hace que uno, inevitablemente, ría a carcajadas.
A pesar de que disfruta escribiendo, «como disfrutaría diseñando autos», Fogwill piensa que la de los escritores es una carrera de fracaso. «Miremos el siglo xx, tomemos a diez que nos parezcan los mejores. Pensá dónde terminaron Vargas Llosa y García “Marketing”, por ejemplo. Vargas Llosa está en la plenitud de sus facultades pero no le salen libros como antes. Y él escribió aquellos libros –hablo de La ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, que eran realmente obras maestras–creyendo que siempre iba a ser tan innovador, tan genial. Nadie lo es. Uno agota su fuente. Cuanto más triunfa un escritor, más fracasa en tanto productor de sí mismo». Es su propia derrota, asumida, pero transformada en herramienta de promoción. Fogwill no va a hacer una obra maestra. Lo acepta. Ni quiere.
Lo sabe: ya las hizo.
5.
Si bien Fogwill tuvo épocas de introspección (durante doce años no dio entrevistas porque le daba asco el sistema de medios), alguna vez se definió como «una máquina de hacerse prensa». Siempre que puede, y puede bastante, lanza un comentario provocador, una chicana, un desafío a ver si alguien levanta el guante y se produce un debate que lo coloque en el centro de la escena o, al menos, en la columna de algún suplemento cultural. Fogwill es su propio personaje. «Aplico el carácter teatral en todo lo que es la participación del artista (el escritor en mi caso) en la comunicación», me dice antes de darle un sorbo a su cortado. Con su estrategia, dice aprovechar una época en la que la comunicación se subordina al consumo, al intercambio económico. «En el caso de los imbéciles, los efectos de esta subordinación producen mucha más hipocresía. Porque hay escritores que se creen importantes por viajar, por ganar una beca o ser jurados de un concurso».
Fotografía de Lisbeth Salas
A corto plazo, dice el escritor, esto rinde muchos beneficios. «Pero, como alguien decía en un blog: son gente que se cree arriba de un caballo, sin darse cuenta de que está sentada sobre un poni con sueño». Habla con ternura, piensa unos segundos, repite: sobre un poni con sueño. Y sonríe.
Fogwill lee blogs. Y no solo eso. Tiene un ejercicio matutino que consiste en entrar a internet, ir a la página de Google, tipear su apellido y verificar el número de menciones. Después, abre los links que cree interesantes. Hoy Fogwill aparece unas sesenta veces. «Es muchísimo», dice sin ganas. En ocasiones contesta, pero no siempre. Solamente cuando le entran ganas de burlarse de los que lo nombraron.
6.
Disculpe. ¿Me dijo algo?
No. Hablaba solo.
¿Usted es Fogwill?
Sí. Por eso hablo solo.
Fogwill se sumerge y nada, lento, hacia el otro extremo de la pileta.
Al rato, ambos descansamos en la parte menos profunda.
¿Comiste un caramelo rojo? dice.
¿Eh?
No importa...
Comí un caramelo de frutilla digo, sin entender cómo se habrá dado cuenta.
En el aire hay olor a acidulante de frutilla, o de frambuesa me dice . Debe ser tu transpiración.
Fogwill se sumerge de nuevo. Nada unos largos y sale de la pileta.
Vuelvo a encontrarlo en el vestuario.
El hombre que nada canta a gritos una ópera en italiano. Un pelado que se seca con una toalla rosa lo mira con desconfianza.
Hay olor a encierro, a cloro, a humedad. Ruido del agua de las duchas. El tipo que guarda los bolsos detrás de un mostrador lo ignora. Seguro debe conocerlo. Fogwill me ve y comienza el soliloquio.
Estaba pensando en algo que me hiciste acordar. Por lo de los olores. El otro día me estaba cogiendo una mina. Una flaca, azafata. Le estaba chupando la concha.
El pelado de la toalla rosa nos mira. El que guarda los bolsos, ahora, también presta atención aunque discreto, haciéndose el que no escucha.
En un momento, en medio del acto, le pregunto: ¿comiste cilantro? La piba no entendía nada. No sabía qué era el cilantro. Me dice que no había cenado. Que por ir y venir, por los viajes, solo había estado picando boludeces. Vos sabés lo que es el cilantro, ¿no?
Fogwill no espera mi respuesta.
Empiezo a reírme, y el pelado de la toalla rosa también se ríe, y el tipo que guarda los bolsos detrás del mostrador no puede disimular la sonrisa.
Fogwill, en estado puro.
¿Ves? Yo a una mina le chupo la concha y puedo decirte qué comió el día anterior. Ahora el hombre que nada se ríe a carcajadas.
Días después, releo su cuento «La chica de tul de la mesa de enfrente»: descubro los personajes, el hincapié en los olores. El fragmento: «Beso largo. Tierno y sensual, sabor a pepinos, café, torta de ciruela. Su perfume era delicado: fue necesario el beso para percibirlo a fondo. Y todavía lo recuerdo».
7.
Sentado en la silla del bar Delicity, junto a la ventana que da a la calle, Fogwill respira por la boca. Da grandes bocanadas, igual que los peces cuando los sacan del agua. En el bolsillo derecho del pantalón lleva un broncodilatador. Tiene un enfisema pulmonar y, por eso, respira con dificultad. Por eso, también, necesita nadar dos kilómetros por día. Setenta y dos horas sin ir a la pileta le destrozan el sistema respiratorio. Si no va, dice, hasta pierde el olfato.
En el gimnasio, el hombre que nada prefiere caminar en la cinta. Para no aburrirse lleva el iPod, y mientras hace ejercicio escucha poemas. De Eliot, Pessoa y de Borges leídos por él mismo. Y los sonetos de Shakespeare. Al nadar, Fogwill se concentra en el sonido del agua. Escucha y se da cuenta de si está salpicando. Su objetivo es hacer el largo en dieciocho brazadas. A veces no puede. Suele haber dos causas: le falta el aire o no le responde el corazón.
El corazón no es lo único que a veces falla. Con la edad, Fogwill también perdió la memoria espacial de corto plazo. Si está sentado frente a una mesa y pone el salero a la derecha, y luego cierra los ojos y quiere agarrarlo, estira la mano hacia la izquierda. «El adelante se vuelve atrás. La derecha se vuelve izquierda. Es degradación neurológica», dice. Y, serio, no descarta que la nicotina y la droga hayan lesionado esa zona.
Se arrepiente de algunas cosas. Por ejemplo, del tabaquismo. También de las horas perdidas. «Si pudiera volver atrás, ni probaría la cocaína. Pero, quién sabe, no sería tal como soy, así que por las dudas no voy a volver para atrás». Fogwill, quizá, producto de las drogas. Fogwill, sobre todo, producto de sí mismo. Durante los años previos y la dictadura militar, la cocaína fue su anestesia para escapar al horror. Fogwill había sido trotskista y temía que lo hicieran desaparecer. Durante meses, los militares tuvieron secuestrado a un vecino suyo a quien confundieron con él. «Vivía como anestesiado. Y además, la droga fue un estimulante para la hiperactividad que tenía: gastaba miles de dólares mensuales en viajes de trabajo». Lo dice con la voz neutra, como si todo esto le hubiese sucedido a otra persona. En ese estado, Fogwill escribía. Tiene textos, relatos, pedazos de novelas redactados bajo los efectos de la droga que, me dice, son más o menos iguales a los que producía sobrio. «Lo que pasa es que con la cocaína yo podía estar 48 horas sin dormir. Durante ese tiempo uno conserva la memoria del
«Durante los años previos y la dictadura militar, la cocaína fue su anestesia para escapar al horror.
Fogwill había sido trotskista y temía que lo hicieran desaparecer. Durante meses, los militares tuvieron secuestrado a un vecino suyo a quien confundieron con él. “Vivía como anestesiado. Y además, la droga fue un estimulante para la hiperactividad que tenía: gastaba miles de dólares mensuales en viajes de trabajo”. Lo dice con la voz neutra, como si todo esto le hubiese sucedido a otra persona»
espacio en el que está concentrado y no le importa absolutamente nada». Se refiere a permanecer a salvo de los peligros de afuera, como el teléfono y lo demás. Y a esa acumulación de concentración que, según él, puede ser muy útil, aunque a veces también puede llevarlo a uno a perder el sentido crítico. Ahora al hombre que nada le cuesta concentrarse. Nunca tiene más de una hora y media para escribir. Por los horarios del club, los horarios del trabajo, los de la cocina, los de sus hijos: tiene cinco cuyas edades van de los diez a los cuarenta años. No es igual la relación con los más chicos, que se la pasan sacándole plata, que con el mayor, que es rico, y al que, según Fogwill, él le saca plata.
A pesar de sus problemas físicos, Fogwill no le tiene miedo a la muerte: a su muerte. Me explica lo que se siente durante un broncoespasmo. Simula: abre grande los ojos y la boca. Deja de respirar. Se le empieza a enrojecer la cara y me dice en voz baja: «El aire se vuelve vidrio. Lo sentís como sólido. No entra ni sale. Cualquier intento por hacer fuerza con los brazos, o piernas, cualquier consumo de energía, incluso el angustiarte, te aumenta el ritmo cardíaco a una velocidad impresionante. Sentís que te vas a morir». Le pasa dos o tres veces por año. La única solución sería un transplante de pulmón. Pero no es su estilo. «No soportaría un cadáver adentro. Ni el de Eva Perón. Ni el de una chica de catorce años en la cama entibiada –dice con mirada cómplice–. No. Cadáveres no. Por una cuestión ética». Se pone serio.
Si aceptamos los trasplantes, vamos a terminar aceptando los trasplantes involuntarios. Elegir el tipo justo para tener su corazón, sus pulmones o su hígado.
¿Usted moriría por ética?
Creo que sí. Sí. «La ética es la estética del porvenir», decía Lenin.
Se queda pensando unos segundos. Luego, sonríe.
—¿Estética?
Señala a una adolescente rubia que, en la esquina, está por cruzar la calle y dice: Eso es estética.
8.
Un viernes a la noche, dos años y cinco meses después de nuestro encuentro, entro al natatorio: Fogwill sumergido en el segundo andarivel. Estilo mariposa. Amplia brazada, inmersión. Amplia brazada. Lleva antiparras. La malla negra. Debe estar concentrado en si salpica al sumergirse, en el sonido del agua. El escritor que se oye sumergido, el que pierde el aliento cuando nada, como si recrease el poema de Héctor Viel Témperley, uno de sus poetas preferidos, una y otra vez, con sus brazadas.
Soy el nadador, Señor, soy el [hombre que nada. Tuyo es mi cuerpo, que hasta en [las más bajas aguas de los arroyos se sostiene vibrante, como en medio del aire.
Soy el nadador, Señor, sólo el [hombre que nada. Gracias doy a tus aguas porque [en ellas mis brazos todavía hacen ruido de alas.
Fue la última vez que lo vi. Fogwill, tratando de conseguir aire, resoplaba.
LA RESPIRACIÓN DE LAS COSAS
por Valeria Correa Fiz
Llegué a Guadalajara el 27 de noviembre de 2018 en un avión de madrugada. Ya en el hotel, me asomé por la ventana del piso diez: ahí estaba, justo enfrente, la mole del espacio ferial dormida. El avistamiento en primer plano de un monstruo marino. Puse la alarma y dormí un par de horas. Me desperté con un salto enérgico desde el colchón a tierra, aunque seguía con las piernas hinchadas por las horas de vuelo. Tenía, como todos los que vamos a la FIL, una agenda innavegable: lo que tenía que hacer, lo que quería hacer (esta charla, aquel recital de poesía), lo que al final podría hacer.
Me asomé por la ventana. El cielo era un velo gris y calmo; la furia estaba abajo: colas y colas en todas las puertas de ingreso al predio ferial. ¿Toda esa gente para ver autores y libros? La entrada a la feria en castellano más grande del mundo parecía otra cosa: el concierto de Madonna en Río de Janeiro, la misa del Papa en plaza San Pedro, la final del mundial de fútbol Argentina-Francia. Da igual lo que diga, no hay palabras para definir la desmesura de ese evento que te hace regresar a casa exhausta y feliz, con una maleta extra de libros y el plástico de la tarjeta de crédito fundido. Tsundoku , así se llama en japonés a la acción de acumular libros, a pesar de saber que muchos no serán leídos. Me confieso culpable de ese placer, aunque ahora solo recuerdo haber comprado una pequeña antología poética de Sophia de Mello. El país invitado de ese año era Portugal y así me hice con la antología Tiempo terrestre de esta poeta extraordinaria que, de niña, creía que los poemas eran consustanciales al universo, que eran la respiración de las cosas, el nombre de este mundo dicho por sí mismo. Leí el poemario durante mi primera tarde en Guadalajara, conmovida aún por los murales de José Clemente Orozco en el Hospicio Cabañas.
Los poemas de Sophia de Mello revelan la compresión cósmica que la poeta tenía del mundo donde cada cosa, desde la más minúscula partícula hasta la más imponente de las noches, parece sostener un ritmo de vida oculto
que trasciende la biología. Gracias a sus versos, el viaje a la FIL de Guadalajara cobró otra dimensión. Dejé de preocuparme por la inmensa agenda de actividades que me había autoimpuesto, por las prisas y los contratiempos y me olvidé de los lugares que no llegaría a visitar. Cada cosa del centro histórico de Guadalajara, aún las más minúsculas, parecía reclamar mi atención. Esta sensación se acrecentó aún más durante mi viaje a un colegio en Atotonilco el Alto (uno de los grandes aciertos de la FIL es que los escritores invitados participan no solo en actividades dentro del predio ferial, sino que también visitan los colegios del Estado de Jalisco).
Me recogió un profesor en su coche. Mientras la carretera nos alejaba de Guadalajara, los edificios altos y las avenidas ruidosas cedían su lugar a un horizonte más abierto. Los campos de agave, esenciales para la producción de tequila, se extendían verdeazulados. A medida que se avanzábamos, el paisaje se enriquecía con pequeñas colinas, y ranchos y haciendas puntuaban el terreno. Los árboles de mezquite y huizache eran sucedidos por cactáceas o puestos de artesanos de la cerámica y el tejido o de venta de tequila y licores. En la escuela de Atotonilco el Alto me esperaban más de un centenar de niños con carteles de bienvenida y un montón de preguntas. ¿Por qué te hiciste escritora? ¿Qué se siente al escribir? ¿De dónde salen las historias? Y una niña pequeña de ojos negrísimos: ¿Las cosas te hablan? Antes de leer el cuento que había escrito para mí, estuve segura de que a ella las calles empedradas de su ciudad, la luna y los insectos fluorescentes le susurraban sus historias. Como sospechaba Sophia de Mello de pequeña. Hubo más preguntas e hicimos ejercicios de escritura (hubo risas). Y me llenaron de regalos: dibujos, poemas y collages. Y también canciones a cargo de un grupo de mariachis adolescentes (más risas).
A mi regreso, el profesor me aconsejó almorzar carnitas en una cocina popular del camino. Los Cuates olía a cilantro, a canela, a cerdo, a flores. Sobre la pared, habían colgado un inmenso crucifijo que desentonaba con la música alegre del lugar. Tomé una Corona light, me manché la blusa con el jugo de las carnitas y acaricié a un perro que comió con nosotros, debajo de la mesa. Antes de irme, me pidieron que me tomara fotos del otro lado del mostrador y entre cacerolas de cobre con la dueña del lugar, Doña Carmen, y sus ayudantes. Compré licor de dulce de leche a un viejo de manos suaves y dos blusas bordadas para mis gemelas a una mujer de facciones dibujadas por la paciencia en otro puesto del camino. El sol se hundió en los agaves. Se levantó un viento extraño, casi una coz de un animal invisible o la respiración de to -
das las cosas que habíamos visto y que nos acompañaba mientras deshacíamos el camino hacia Guadalajara. De vuelta en el hotel, sola en mi habitación, recogí mis pertenencias. Calculé que tendría que pagar sobrepeso por los libros que llevaba. Tomé la colección de folios infantiles que me habían regalado en Atotonilco el Alto y los esparcí sobre la cama. Los trazos apretados de las manos pequeñas; los dibujos de colores, los poemas de palabras confiadas y el cuento de la niña de ojos negros ocuparían un espacio mínimo en mi equipaje y no pesaban, como los libros o el cansancio. Los guardé en la maleta y aún los conservo: son una evidencia del entusiasmo y la alegría compartidas.
RUBÉN DARÍO: TAMBIÉN NOVELISTA
por Sergio Ramírez
Si Rubén Darío representó un hito para la poesía hispanoamericana, no menos importante fue su marca revolucionaria en la prosa, como cuentista, y como cronista de prensa. Pero, como señala José Emilio Pacheco «jamás tuvo la posibilidad de darse al trabajo continuo y sistemático que exige la novela».
Sus cuentos muestran una progresión desde el modernismo propiamente dicho, con sus claros acentos afrancesados, pasando por el realismo naturalista, hasta lo propiamente moderno, lo que es ya aventura y experimentación transformadora en la prosa. Y tampoco hay que olvidar sus cuentos en verso, que tanta fama popular la dieron: La Cabeza del Rawí, El negro Alí, La Sonatina, Los motivos del lobo , etc.
En sus crónicas periodísticas palpita el espíritu de la época que le tocó vivir, que fue de avances y descubrimientos. El telégrafo inalámbrico, el cable submarino, las rotativas, son instrumentos de una novedosa civilización, que imprimen a la prosa dariana una nueva velocidad y un nuevo acento.
En 1886, en sus años juveniles de Chile, escribió, junto con Eduardo Poirier, una primera novela, Emelina , escrita para un concurso convocado por el diario La Unión de Valparaíso, terminada en apenas diez días para llegar a tiempo antes del cierre del plazo. El crítico de su obra Francisco Contreras, contemporáneo de Darío, advierte que la novela «se resiente de las deficiencias de la improvisación y de la poca pericia de Darío en un género que nunca debía dominar. La sicología es arbitraria o nula, el hablar de los personajes convencional, las descripciones de Londres y de París librescas e ingenuas».
El mismo Darío la consideró «un pecado de juventud»: «en cuanto a la gran debilidad de esta obra, es aquella misma que Goncourt señala refiriéndose a su bellísimo e incomparable primigenio EN 18 . Nosotros no hemos tenido la visión directa de lo humano, sino los recuerdos y reminiscencias de cosas vistas en los libros». Sin embargo, el ojo del cronista se advierte en el texto desde la entrada, cuando se narra un incendio que los bomberos acuden a sofocar. Ya para entonces Darío ejercía como reportero y cubría los sucesos policiales:
Fuente: Wikicommons
«Por todas partes la agitación, el ruido, el movimiento, cual si la ciudad hubiera despertado sobresaltada a influjo de algún golpe eléctrico. Luego, a medida que va aproximándose al lugar amenazado, vánse también distinguiendo allí bomberos de todas las nacionalidades, uniformes de diversos colores y variedades; y pasan en rápido desfile, se confunden y se agrupan, y se estrechan, las ensacas rojas con las azules, los cascos de bronce con los de reluciente cuero; y se codean, y se empujan, y se mezclan con la admirable confraternidad del deber, ingleses y chilenos, italianos, alemanes y franceses».
Intentó otras novelas que nunca terminó: Caín (1895), y El hombre de oro (1897), durante sus años argentinos; La isla de oro (1906) iniciada en Mallorca; y Oro de Mallorca (1913), de la que consiguió unos cuantos capítulos, publicados a manera de crónicas en el diario La Nación de Buenos Aires. Hablaremos de estas dos últimas, que valen por su prosa, y por lo que tienen de confesión autobiográfica.
En Oro de Mallorca Darío escogió como alter ego a Benjamín Itaspes (no es coincidencia que Itaspes fuera el padre del rey Darío de Persia), un músico latinoamericano de paso por la isla de Mallorca, quien le cuenta a la parisiense Margarita, una escultora, la conspiración de que fue víctima en su país de origen cuando lo forzaron a casarse. Viudo a los 25 años, confiesa, era «un buen partido». Pero también «un buen ingenuo».
Lo que busca en esta novela trunca, o intento de novela, es contar un episodio de su propia vida, cuando, tras la muerte de su esposa Rafaela Contreras, se encuentra en Managua con su viejo amor de adolescencia, Rosario Murillo, con la que es obligado a casarse mediante un ardid de folletín.
Una tarde fue llevado por Rosario a una casa abandonada, al lado de la vía férrea frente al lago Xolotlán. Subieron a la segunda planta por una vieja escalera que crujía bajo sus pasos, y una vez dentro del aposento, donde sólo había una cama de fierro y un aguamanil desportillado sobre un banco, de una pieza vecina, separada por un tabique, salió de pronto el hermano mayor de Rosario, Andrés Murillo, armado de un revólver, y detrás suyo, un cura de sotana enlutada, como un ave carroñera.
La boda forzada se celebró esa misma tarde en casa de la novia, y ofició el mismo cura que había aparecido en escena en la casa abandonada. Y la noche de bodas sufrió «la más terrible decepción de su vida», al encontrar que la novia no era virgen:
« Había acariciado la visión de un paraíso. Su inocencia sentimental, aumentada con su concepción artística de la vida, se encontró de pronto con la más formidable de las desilusiones. El claro de luna, la romanza, el poema de sus logros, se convertía en algo que le dejaba el espíritu frío; y un desencanto incomparable ante la realidad de las co -
«Sus cuentos muestran una progresión desde el modernismo propiamente dicho, con sus claros acentos afrancesados, pasando por el realismo naturalista, hasta lo propiamente moderno, lo que es ya aventura y experimentación transformadora en la prosa. Y tampoco hay que olvidar sus cuentos en verso, que tanta fama popular la dieron:
La Cabeza del Rawí,
El negro Alí, La Sonatina, Los motivos del lobo, etc»
sas, le destrozó su castillo de impalpable cristal. Ello fue el encontrar el vaso de sus deseos poluto…¡Ah, no quería entrar en suposiciones vergonzosas, en satisfacciones que la darían una explicación científica! La verdad le hablaba en su firme lenguaje: “el obex”, el obstáculo para su felicidad, surgía.
Un detalle anatómico deshacía el edén soñado…la razón y la reflexión no pueden nada ante eso. Es el hecho, el hecho que grita. Su argumento no permite réplica alguna… »
La novela se inicia en el puerto de Marsella, donde se halla anclado el barco que llevará a Benjamín Itaspes a Palma de Mallorca. Desde el inicio, Darío muestra la garra del prosista que registra lo que ve en todos sus detalles: «El barco blanco de la Compañía Isleña Marítima se hallaba anclado cerca del muelle marsellés. El sol del mediodía estaba esquivo en la fresca mañana. Acompañado
de un amigo, Benjamín Itaspes fue a bordo, se posesionó de su camarote, entregó su equipaje. Como ya se iba a partir, se despidió del amigo y se puso a pasear sobre cubierta. Él era el único pasajero de primera. Por la proa, escasa gente, toda mallorquina y catalana, posiblemente del pequeño comercio, conversaban en su áspera lengua. El vapor era limpio y bien tenido; con todo, había un vago olor muy madre-patria... La cocina estaba sobre el entrepuente y se veía a un cocinero sórdido manejar perniles y pescados. A un lado suyo, en una especie de jaula, había cecinas; sobreasadas, cebollas, pimientos rojos y salchichones. De cuando en cuando salía un fogonero, todo negro, de una puerta lateral. Cogía un botijo que había al alcance de su mano, y bebía a chorro. Luego volvía a descender a su carbonera...». El pasajero es Darío mismo en su viaje a Mallorca en el otoño de 1912, cuando acude en busca de la paz monástica que le ofrecen don Juan Sureda y su mujer, la pintora Pilar Montaner, en su retiro del palacio del Rey Sancho en Valldemosa. Se encuentra en uno de sus heroicos periodos de búsqueda de la abstinencia alcohólica, y su anfitrión, Sureda, era un asceta caballero que guardaba un hábito de monje
cartujo para que le sirviera de mortaja. No probaba el licor. Su esposa Pilar Montaner, era pintora de almendros floridos, pinares y olivos, El palacio del Rey Sancho formaba parte de las antiguas instalaciones del convento de la Cartuja, desamortizadas en 183, donde años atrás habían vivido en una de sus celdas, tomadas en alquiler, Federico Chopin y George Sand.
Darío permaneció al lado de los Sureda desde octubre de 1913 hasta diciembre del mismo año, ilusionado en curarse de la bebida. Sus esfuerzos fueron vanos, sin embargo, y pronto volvió al lado de su antiguo binomio de W&S (whisky and soda), recaída que lo llevó a una de sus peores crisis, hasta el delirium tremens . En una de las treguas que le dio el licor, se hizo fotografiar con el hábito de cartujo que guardaba Sureda, y luego se marchó a Barcelona, para nunca regresar a Mallorca.
Su cruenta batalla para lograr el estado de gracia de la abstinencia, lo describe en El oro de Mallorca :
«Notaba, con gran contentamiento, que no sentía la necesidad de los excitantes, lo cual contribuiría, según los médicos, al completo restablecimiento de su bienestar físico y moral. Aunque se encontraba débil, después de la última crisis que le postrara por largos días, en cama, no recurría a los por toda su pasada vida habituales alcoholes. Apenas, de cuando en cuando, si las fuerzas estaban muy flacas, tomaba unos sorbos de un vino medicinal de quina, amargo y meloso a un tiempo, que si le fortalecía por instantes, le causaba ardores y alfilerazos estomacales. Tenía sus consecutivos padecimientos por donde más pecado había; porque el quinto y el tercero de los pecados capitales habían sido los que más se habían posesionado desde su primera edad de su cuerpo sensual y de su alma curiosa, inquieta e inquietante…».
Como el mismo José Emilio Pacheco señala, «las divagaciones arrastran hasta anular lo que pudo haber sido materia narrativa». Eso mismo hace que no sea capaz de construir un argumento, ni cerrar una trama, ni dar continuidad a la composición de los personajes, porque no hay constancia en la escritura. Pero muestra las armas del narrador que no descuida su percepción del paisaje: «El día brillaba, y el oro matinal envolvía las cumbres de los montes circundantes. Las piedras semejaban en las alturas bloques de un rosa dorado. La limpidez azul del cielo parecía de fabulosa gema bruñida. Por un lado subían los senderos hacia el escalonamiento de los predios labrados que se veían en las faldas de los cerros y colinas adornados de los ramilletes verdes de los pinos y de las encinas. Cerca, por las tapias de los huertos caían, enredadas las parras en las ramas de las higueras, los racimos de uvas ambarinas y doradas junto a los higos verdes y obscuros, algunos entreabiertos, dejando ver su carne roja. Se veían las extensiones cultivadas, al lado de los olivos seculares de raros y fantásticos troncos. Un grupo
«Pero ni Chopin ni George Sand, personajes de novela, son propiamente el tema de La isla de Oro , que se queda en la hermosa crónica de un viaje de descubrimiento, sensorial y verbal de la Mallorca la que Darío habría de volver, siempre en busca de paz espiritual, y que sería para siempre la isla de oro»
de mozas apareció; algunas llevaban cestas para recoger las aceitunas que, desprendidas de los árboles, ennegrecían el suelo…».
El mismo intento fallido aparece en su novela anterior, La isla de oro , resultado de su primera estancia de 1906 en Palma. Había llegado en compañía de su compañera Francisca Sánchez y de María, su cuñada, para pasar una temporada de descanso, varios meses antes de su viaje a Nicaragua, emprendido en octubre de se mismo año. Rentaron el chalet El Torrero de la calle 2 de mayo, en El Terreno, entonces un suburbio nuevo de Palma, situado entre el mar y las colinas sobre las que se alza el Castell de Bellver, donde estuvo prisionero Jovellanos.
Rubén envió a París a Francisca para arreglar unos asuntos concernientes con la presencia de su antigua esposa Rosario Murillo, presente como ya vimos en las confesiones de El oro de Mallorca . Había llegado desde Nicaragua para incordiarle la vida, amenazando con embargar sus sueldos de cónsul y sus pertenencias. Las comunicaciones con la embarcación en que Francisca viajaba a Barcelona se perdieron, se temió un naufragio, pero al fin la nave pudo atracar, los pasajeros salvos pero la partida de cerdos que el barco llevaba, barridos de cubierta por el oleaje, perecieron ahogados casi todos.
En La isla de oro, él mismo es, otra vez, su propio personaje, y dialoga con una enigmática dama inglesa, Lady Perhaps, necesariamente dubitativa según su nombre, con la que sostiene un largo diálogo que incluye a los cerdos:
Y esa tremenda George Sand —me dijo—, que no encontró animal más apropiado en que ocuparse, durante su «Invierno en Mallorca», que aquel que fue llamado «mon ange» por Monselet, y al cual los parisienses y las parisienses miran con singular interés.
—No encuentro eso de gran extrañeza, mi querida interlocutora. Tal animal es un animal interesante. En vuestro portentoso Shakespeare, se llama Falstaff, y en nuestro único Cervantes, se llama Sancho. Alguien ha dicho
famosamente que todo hombre tiene en sí un animal de ésos, «qui sommeille»...
« Todo hombre tiene en su corazón un cerdo que duerme, ¿el tuyo duerme profundamente? » , dice Monselet.
Darío sólo descubre al llegar a Mallorca, que George Sand había vivido en la isla, y sabe muy poco de ella, como se muestra en su poema «Epístola», una larga crónica en alejandrinos dirigida en forma de carta a Juana Lugones, esposa de Leopoldo Lugones, y que escribió en Mallorca durante aquella primera estancia de 1906:
Y hay villa de retiro espiritual famosa: la literata Sand escribió en Valldemosa un libro. Ignoro si vino aquí con Musset, y si la vampiresa sufrió o gozó, no sé…*
El asterisco indica una nota de pie en la que corrige la información:
He leído ya el libro que hizo Aurora Dupin. Fue Chopin el amante aquí ¡Pobre Chopin!»
Pero ni Chopin ni George Sand, personajes de novela, son propiamente el tema de La isla de Oro, que se queda en la hermosa crónica de un viaje de descubrimiento, sensorial y verbal de la Mallorca la que Darío habría de volver, siempre en busca de paz espiritual, y que sería para siempre la isla de oro.
DOSSIER
Literatura y naturaleza
Una atención vibrátil: reflexiones sobre literatura y naturaleza por Jesús Cano Reyes
Léxico natural por Ángela Segovia
De Rubén Darío a Humberto Ak’abal. Sobre biodiversidad y competencia ornitológica por Niall Binns
Los árboles y la traducción por Clara Obligado
Un aire nuevo y excéntrico por Gabi Martínez
Narrativa mula: hacia una poética animal por María Sonia Cristoff
Interés y perspectiva: notas sobre el deseo de animalizar a los animales por Berta García Faet
Las palabras del león por Santiago Wills
Rastro de fantasmas por Jorge Comensal
Dossier coordinado por Jesús Cano Reyes
UNA ATENCIÓN VIBRÁTIL:
REFLEXIONES SOBRE
LITERATURA Y NATURALEZA
por Jesús Cano Reyes
En el año 2021, un estudio científico publicado en la revista People and Nature reveló un descubrimiento descorazonador: el Centro Alemán para la Investigación en la Biodiversidad Integrativa concluyó, después de estudiar 16 000 obras literarias escritas por 4000 autores entre 1705 y 1969 (y digitalizadas en el marco del Proyecto Gutenberg), que desde 1835 la presencia animal había decrecido en ellas de forma notable. El desarrollo exponencial de las ciudades durante ese tiempo provocó una desconexión con la naturaleza directamente asociada con el cambio climático y las resistencias que despierta. En relación con este desconocimiento, se podía concluir que en los textos literarios hay un número cada vez menor de especies de flora y fauna, al tiempo que se multiplican los términos genéricos: el árbol en el lugar del almendro o el almez, el pájaro en el lugar del petirrojo o el picogordo. De ser así, estaríamos ante una situación francamente dramática: la de una literatura fraguada por sujetos miopes en un mundo evanescente. Es un hecho cierto que la mayor parte de nuestro tiempo se desarrolla, en muchos casos, de espaldas a la naturaleza y a las distintas formas de vida del planeta. Vivimos en lugares donde, como se lamentaba el poeta chileno Jorge Teillier, «nadie conoce el nombre de los árboles» y somos perfectamente capaces de desoír los cantos dispares de las aves que conviven con nosotros incluso en las ciudades más urbanizadas. Apenas nos inquieta durante un segundo conocer que en los océanos existen colosales islas de plástico tan grandes como la suma de varios países de Europa y nos sorprende descubrir que el pulpo es un animal tan inteligente que quizás en algún momento valoremos la posibilidad de dejar de comerlo. Si este es el ser humano que somos, no puede sorprendernos que produzca una literatura tan enfrascada en sus asuntos y tan ajena a los de las demás formas de vida.
Al mismo tiempo, sin embargo, es posible esgrimir motivos para la esperanza. En primer lugar, se podría asumir que la poesía es la forma de escritura más apta para resguardar y celebrar el vínculo humano con la naturaleza. Desde los poemas más primitivos hasta los más contemporáneos, la poesía ha estado siempre receptiva a dejarse impresionar por el misterio de los territorios y de las otredades no humanas, a reflejar la admiración y el asombro ante el susurro del viento que agita las hojas de los abedules o el silencioso destello eléctrico de una luciérnaga en la noche. Desde el fondo de la lírica griega arcaica hasta, por ejemplo, Mary Oliver, que instiga a prestar atención emocionada a la vida que nos rodea, la savia de la naturaleza ha alimentado la creación de los poetas. Como sostiene Ángela Segovia en el ensayo de este dossier titulado «Léxico natural», sus imágenes conforman un núcleo vertebrador de la poesía: «hemos conservado ese léxico en nuestros poemas porque la poesía y el lenguaje de la naturaleza hicieron una alianza sanguínea desde el principio». A pesar de que nuestra desvinculación con el ámbito de lo natural ha sido cada vez mayor, la poesía, habituada a ser expresión de resistencia, ha preservado –en cierta medida– este enlace esencial y ha dado lugar a todo tipo de paisajes, oscuros como los de Georg Trakl, con campanas dolorosas que atraviesan los negros ramajes, o encantados como los de Marosa di Giorgio, de donde salen caminando las flores multicolores. Por eso, ahora que vivimos enajenados tanto del mundo como de nosotros mismos, propone Segovia que la poesía podría devolvernos a la naturaleza y a nuestro propio ser.
Es necesario pensar entonces si la poesía es ciertamente un reducto frente al menoscabo de lo viviente y, en caso afirmativo, de qué manera se enfrentaría a esa pérdida de la pluralidad. Niall Binns ha propuesto hablar del concepto de biodiversidad poética para estudiar la capacidad de
un poema a la hora de construir un ecosistema literario donde las distintas especies de flora y fauna mantienen diferentes relaciones entre sí. Se trataría de una pregunta «que en las próximas décadas irán formulando lectores cada vez más impacientes e intolerantes con el ombliguismo humano de tanta literatura contemporánea», augura Binns en «De Rubén Darío a Humberto Ak’abal. Sobre biodiversidad y competencia ornitológica», ensayo recogido en este dossier.
De la misma manera que es necesaria una competencia literaria para descifrar los rudimentos básicos de un texto, tal y como explicó Jonathan Culler hace medio siglo, Binns plantea la necesidad de poseer además una competencia ecológica –declinable a su vez en una competencia botánica o una competencia ornitológica– que permita interpretar los elementos naturales que aparecen en los poemas. ¿Cómo comprender plenamente el poema de Juan Ramón Jiménez sobre el mirlo sin poder vincularlo a una vivencia personal de deleite al escuchar su canto en los crepúsculos de cada primavera? «La madreselva se cerró al amanecer / y yo, sin su perfume, seguí creyendo en la poesía», escribió el poeta peruano José Watanabe en Banderas detrás de la niebla (2006), y es probable que la mayoría de sus lectores de hoy no sean capaces de asociar esa referencia a un olor concreto. Si buena parte de la historia de la poesía es inseparable del imaginario natural, el lector del XXI que carece de una experiencia vívida del mismo se ve abocado a realizar una hermenéutica apagada, condenado a la ceguera, la anosmia y la sordera en un exuberante hábitat literario.
La relación intrínseca entre la poesía y la naturaleza ha ido puliendo a lo largo de los siglos ese léxico natural que es todo un diccionario de descubrimientos, como muestra Clara Obligado en su ensayo «Los árboles y la traducción». Allí recoge términos tan hermosos como «celaje», que es el aspecto que tiene el cielo cuando está surcado de nubes tenues y colores de distintos matices, o «cencellada», que se refiere a la niebla congelada de la noche. E incluye también una palabra quizás todavía más bella: «desextinción», lo que permite acariciar la posibilidad de recuperar especies o ecosistemas desaparecidos. Una vuelta al pasado para hacer reaparecer lo perdido: «Poner nombre a la esperanza es, también, una estrategia de supervivencia».
«Hay que recalcar entonces que para muchos de estos autores la apertura de la mirada es inseparable de la apertura de las formas: en el momento en el que se desplaza al ser humano del centro de la novela, es asimismo necesario reinventar sus estructuras»
¿Qué sucede mientras tanto en el ámbito de la narrativa? A partir de las conclusiones del estudio aparecido en People and Nature, el escritor británico de literatura infantil Piers Torday respondió en The Guardian –«Animals have dwindled in novels since 1835. Is fiction undergoing its own extinction event?»– que, a pesar de algunas excepciones (entre las que él destacaba a Elif Shafak y Richard Powers), los novelistas acostumbran a ignorar los últimos descubrimientos en torno a las formas de vida no humanas, ya sea sobre la inteligencia de los pulpos, las formas de comunicación entre los árboles o los poderes mentales de los hongos:
Hay millones de libros sobre el ser humano, que contienen multitud de puntos de vista antropocéntricos. Pero ninguno de nosotros tiene un futuro sostenible en este planeta a menos que actuemos para proteger a los otros millones especies con las que convivimos. Los científicos están haciendo descubrimientos radicales sobre cómo interactúan y se comportan estos organismos. Quizá haya llegado el momento de que los autores de ficción nos formemos y aprendamos a representar de forma radical y auténtica la voz no humana en la página.
En efecto, parecería que ha llegado el momento y que un número creciente de escritores de hoy están recogiendo el guante o al menos identificándose con un planteamiento como este. Cada uno de ellos, naturalmente,
trae su propio programa ético y estético, pero todos se encuentran en la idea de que la literatura que necesita nuestro tiempo debe dejar atrás el sesgo antropocéntrico y apuntar hacia otras articulaciones y otros espacios, expandirse en otros afectos. Son los excéntricos, como propone Gabi Martínez en el ensayo de este dossier titulado «Un aire nuevo y excéntrico», una serie de narradores que, en lugar de enfocar hacia lugares preestablecidos y contribuir a discursos esclerotizados, formulan miradas y epistemes distintas. Un rasgo importante es que la propuesta de estos escritores no debe leerse como una expresión conservadora ni como la pulsión nostálgica del regreso a un pasado edénico en comunión con la naturaleza, sino más bien lo contrario, y ahí radica la fuerza política de su gesto: constituyen una luminosa vanguardia, una avanzada resplandeciente que concibe una renovación en los temas pero también en las formas de lo literario. En ese sentido, Gabi Martínez se refiere a ellos como a esos «esbeltos excéntricos que, desde sus laboratorios silvestres, están proponiendo letras como raíces frescas, perfumadas con un aire nuevo, heraldos de lo que vendrá».
Hay que recalcar entonces que para muchos de estos autores la apertura de la mirada es inseparable de la apertura de las formas: en el momento en el que se desplaza al ser humano del centro de la novela, es asimismo necesario reinventar sus estructuras. «No se trata de bogar por lo animal, de convertir a los animales en protagonistas pero a la vez seguir apostando a novelas o narrativas que en el fondo siguen siendo fieles a esa idea de mundo intrínsecamente ligada al reinado antropocéntrico», defiende María Sonia Cristoff en «Narrativa mula: hacia una poética animal», que forma también parte de este número. A partir de un animal híbrido y estéril como la mula, Cristoff fundamenta su pensamiento en torno a las narrativas mezcladas, que hacen confluir voces y elementos de distinta especie, cuestionan la productividad y el orden del género de la novela y constituyen por ello mismo el esperado cambio radical de perspectiva. Esto último resulta primordial, en la medida en que para las poéticas animales no es tan imprescindible erigir a un animal en protagonista de sus narraciones como adoptar un punto de vista desde el que la especie humana se relacione de forma igualitaria con el resto de los habitantes del planeta.
Como es lógico, la presencia de lo animal en las obras literarias se manifiesta de maneras muy distintas. Berta García Faet propone en este dosier una metodología de lectura de las múltiples figuraciones de lo animal en «Interés y perspectiva: notas sobre el deseo de animalizar a los animales». Para ello, establece un continuum en función del mayor o menor antropocen-
trismo que pueda regir la construcción de los textos, atravesado por dos criterios: el interés –que implica la curiosidad y atracción por lo animal– y la perspectiva –que conlleva una comprensión y una empatía en cuanto al modo específico de existencia de cada cual–. Como resultado, García Faet propone cuatro grandes tipos de animalidad literaria: el animal como metáfora, el animal como otredad, el vínculo animal-humano y una última clase que estaría naciendo ahora y que sería precisamente la literatura militante y politizada que discute y subvierte esas relaciones entre humanos y animales. Al respecto de esta última categoría, concluye que «necesitamos interés (conmoción, saberes); necesitamos perspectiva; necesitamos trenzar ciencias, humanidades (incluyo la teoría política y la filosofía del derecho) y artes. Ir más lejos desde las artes de lo que van desde las ciencias y las humanidades». Entonces, el desafío crucial que espolea a los escritores tiene que ver con encontrar la manera de representar el mundo animal sin caer en la antropomorfización; con lograr el modo de focalizar sus textos en una mente animal que, aun a pesar de los avances de la ciencia, sigue siendo un misterio para la nuestra. En el ensayo aquí incluido, «Las palabras del león», Santiago Wills discute con Jonathan Franzen, cuyo artículo «The Problem of Nature Writing», publicado en 2023 en The New Yorker, sostiene que una doble dificultad afecta a quienes practican esta literatura: por un lado, el hecho de que en el pensamiento animal no exista una individualidad o una «particularidad del yo» y no pueda, por lo tanto, construirse una evolución o un posible arco dramático como sucede con los personajes humanos de una novela; por otro lado, la necesidad estratégica de poner siempre en juego un vínculo con un ser humano que sea capaz de emocionar y seducir a los lectores no convencidos, y que funcione así como espejo y los gane para la causa. Wills refuta a Franzen mostrando que los animales poseen, por supuesto, un amplio abanico de emociones y sentimientos que nos emparenta con ellos, un rico mundo interior que los hace merecedores de que imaginemos e inventemos sus historias, puesto que «la literatura ofrece un espacio inigualable para explorar esas vidas hasta hace poco relegadas». Siguiendo ese camino, estaremos cada vez más cerca de lograrlo, de comprender sus signos y descifrar sus huellas.
La huella, ya lo sabemos, es aquello que está y no está al mismo tiempo, la presencia física de una ausencia: de ahí el encantamiento poético que produce y su reverberación simbólica en tantos asuntos de la vida y de la muerte. En ese sentido, todas las huellas son «Rastros de fantasmas», como se titula el ensayo de Jorge Comensal incluido en este número, donde el escritor da cuenta de su fascinación por las pisadas de los lobos, convencido de que ellos «son el
Mary Oliver, en una fotografía del libro Nuestro mundo (Ediciones Comisura).
espejo salvaje de nuestra especie». Muchos otros han sido tocados por el hechizo del lobo, y entre ellos el pensador francés Baptiste Morizot, que en libros cautivadores como Maneras de estar vivo expone sus reflexiones desde la práctica, es decir, desde la investigación sobre el terreno del comportamiento de estos mamíferos. A partir de ahí, Morizot propone el rastreo como una forma de conocimiento basada en la búsqueda y la interpretación de los signos y los vínculos entre especies, un modo de salir del ensimismamiento y dirigir la mirada hacia el afuera. Para ello es necesario que activemos nuestra «sensibilidad vibrátil» hacia esas alteridades –alteridades con las que por otra parte estamos feliz e inevitablemente emparentados– que constituyen dentro de su singularidad el espléndido conjunto de los vivos.
Quizás en estos tiempos sea más importante que nunca, en un sentido no solo ecológico sino también literario, activar nuestra sensibilidad vibrátil y volver la mirada y la atención a esas otras alteridades. Después de que el arte y la literatura tomaran un giro autobiográfico que terminó desembocando en el callejón sin salida de la hipertrofia del yo, hoy se hace necesario recuperar el sentido de lo colectivo y volver a imaginar una escritura abstraída de lo propio, ajena de sí y en íntimo contacto con el mundo.
LÉXICO NATURAL
por Ángela Segovia
Una vena atraviesa la lírica sentimental desde sus orígenes. Me imagino que esa vena hubiera estado bombeando por ella una sustancia que podríamos llamar léxico de la naturaleza. Esa sustancia recorre todo el cuerpo de la lírica, se amontona, se acumula por todas partes. Tal depósito habría ido produciéndose año tras año, siglo tras siglo, libro tras libro. ¿Es posible encontrar un libro de poemas que no contenga en absoluto un gramo de léxico natural? Puede que exista, pero creo que yo no lo conozco.
Agarro un par de pilas al azar de mi estantería de poesía. Miro primero el poeta que más posibilidades tenía de deshacerse del léxico natural, pero incluso Marinetti hace «galopar» a su automóvil «al fondo de los bosques», «suelto, por fin, de tus bridas metálicas». «He aquí que las montañas se aprestan a lanzar/ sobre mi fuga capas de frescor soñoliento…», dice más adelante. Un par de versos extrañamente bucólicos. Pareciera que a Marinetti no le hubiera quedado otra que comparar las máquinas con la naturaleza. ¿Estamos topando con el aspecto más irreductible de nuestra tradición poética?
Si vamos muy atrás, hacia los principios de la lírica, si retrocedemos por ejemplo hasta Safo, encontraremos el botón que late en el centro del jardín de todo este léxico natural, y que no es otro que la rosa. No se puede pasear por la historia de la poesía sin mencionar esta flor. «Puras Gracias de brazos como rosas/ venid aquí, hijas de Zeus». La rosa era la flor consagrada a la diosa Afrodita, la preferida de Safo. A las musas se las conocía con el nombre de «rosas de Pieira». En un poema, Safo le recuerda a su amada todas las cosas bellas que les pasaron. Dice así: «las coronas de rosas tantas/ y violetas también que tú/ junto a mí te ponías después allí,/ las guirnaldas que tú trenzabas/ y que en torno a tu tierno cuello/ enredabas haciendo con flores mil…».
Es posible que vaya a arrepentirme de esto enseguida, pues es un camino de proyección infinita, pero voy a pensar un rato en las rosas. Esta flor continuó representando el amor en la poesía trovadoresca, que la colocó en el centro de sus símbolos. Seguramente el texto que mejor refleja esto es el Roman de la rose. Un poema extenso escrito por un tal Guillaume de Lorris y datado entre 1225 y 1240. El poema, una especie de manual del amor cortés, presenta las vicisitudes de un joven que inicia su vida amorosa. Este joven recorre un escenario que está formado, dice C.S. Lewis, «por un río, un muro que rodea el jardín, por el jardín mismo y por la rosaleda que queda
protegida con el seto». El momento central del recorrido sucede cuando encuentra la rosaleda. «Temiendo que me lo censuraran no me atreví a coger ni una sola rosa… Había capullos pequeños y cerrados, y otros un poco mayores… Estos no eran despreciables: las rosas abiertas se marchitan en un día, mientras que los capullos se mantienen frescos por lo menos dos o tres días. Me quedé embelesado… Elegí un brote bellísimo, y a su lado me parecieron poco los demás». El joven se acerca para tocarlo, pero no se atreve pues teme hacerse daño con los cardos y las afiladas espinas. Entonces hace aparición el dios de Amor, que le ha estado siguiendo todo el camino, y al ver que ha escogido aquel capullo, tensa su arco y dispara una flecha que le entra al joven por un ojo y le llega hasta el corazón. Se desmaya, se despierta, se levanta, intenta arrancarse la flecha sin conseguirlo, vuelve a acercarse al brote del rosal y el dios le dispara de nuevo, le dispara una y otra vez acertando de lleno, cubriéndole de flechas el corazón, hasta que el joven se rinde, completamente enamorado.
Cuando empecé a escribir poesía sentía una cruzada personal contra las rosas, me producían espanto. Prefería los crisantemos, esas flores que se suelen llevar a los cementerios. Ahora me gustan mucho las rosas. ¿Qué pasaría si elimináramos de un plumazo toda la poesía que ha orbitado en torno a una rosa? Habría que quitar infinidad de poemas hermosos. La «Casida de la rosa», de Lorca, por ejemplo. Gran cantidad de poemas de Emily Dickinson. «La rosa» de Borges, las de Shakespeare. «La rosa colorada», de Mistral. Las rosas raras de Darwish. Habría que quitar incluso poemas de Rimbaud, y de Nicanor Parra. Qué extraño pensamiento. Habría que quitar la rosa azul de Novalis, que ya no representa el amor, sino el misterio, habría que quitar la blue rose de David Lynch, a quien ubicaré aquí entre los poetas, si me permiten. Y hasta la rosa blanca de O’Keeffe, que, a su modo, también hizo un poema con sus pinturas de flores.
La rosa de los poemas está desnaturalizada, ya no es una flor apenas. Stein: a rose is a rose is a rose… Cuando pensamos en una rosa, ya no pensamos en un rosal, ni en rosas silvestres, ni en rosaledas. Pensamos en la rosa de los poemas. O en aquella que la jardinería ha cultivado en la forma de rosa ideal, de dimensiones perfectas, de rectitud extrema, sin espinas. Una rosa abstraída.
En realidad, la asociación entre rosa y poesía encontró su punto final en Rilke. Rilke la enterró consigo, y ahora sólo una auténtica resurrección podría devolvérnosla. La historia es de sobra conocida, pero no deja de ser emocionante. Antes de
viajar a Toledo por primera vez, Rilke estaba en el palacio del Duino con los príncipes Thurn Und Taxis. Hicieron una ouija, y esa noche Rilke hacía de médium. La propia princesa Maria transcribió el diálogo del poeta con el espíritu de una desconocida, así empezaba:
Rilke: ¿Qué flores te gustaban de las que hay aquí?
Desconocida: Coronas de rosas, coronas de espinas.
Las rosas eran importantes para él, conductoras, junto a la imagen angélica. Las cultivó en el Torreón de Muzot, donde terminó de escribir sus Elegías y los Sonetos a Orfeo. Un día salió a cortar una para regalársela a una amiga que iba a visitarlo, se pinchó con una espina. El brazo se le hinchó y al día siguiente también el otro, a los pocos días murió. Estaba enfermo ya, pero el pinchazo de la rosa le condujo definitivamente a la muerte. Escribió el siguiente epitafio: «Rosa, oh contradicción pura en el deleite/ de ser el sueño de nadie bajo tantos/ párpados». El epitafio de Rilke es también el epitafio de la rosa poética. El gran poema de Rilke sobre la rosa fue matarse con ella, él, que lo único que hizo en la vida fue ser poeta. En realidad, yo no quería hablar de rosas. Pero la abundancia de esta pequeña flor, el lugar que ha llegado a ocupar, lo que ha llegado a significar para la tradición de la poesía, nos da una pista de la importancia de la confluencia entre lenguaje poético y léxico natural.
2
No hace falta entrar en detalles, todos sabemos que década tras década, y pese a algunos intentos fallidos de remediarlo, hemos ido volviendo la espalda al mundo de la naturaleza. Desde hace tiempo esa palabra resulta un límite infranqueable. Tras ella, apenas sabemos lo que hay. Sin embargo, los poemas que escribimos siguen estando plagados de léxico natural. Creo que hemos conservado ese léxico en nuestros poemas porque la poesía y el lenguaje de la naturaleza hicieron una alianza sanguínea desde el principio, una alianza que casi se escapa a nuestra comprensión, pero que quizás tenga más importancia de la que podríamos pensar. Y, además, ¿no podría ser esta alianza algo así como la custodia fantasmal? ¿La custodia de nuestra propia conexión perdida con la naturaleza viva? Quizás ya no nos hundimos en los bosques misteriosos, pero aún podríamos hundirnos en el misterio de la poesía. Tengo que reconocer que esta hipótesis resulta algo utópica, pero hablaré de eso más adelante.
Luego está Lenz. El frágil Lenz sobre el que escribió Büchner, que acudió a las montañas para curarse de un desamor y que encontró en ellas la restallante locura. Me gusta mucho esta frase del libro de Büchner: «Cuando la gente se acerca tanto a la naturaleza, todo son misterios divinos».
Está muy claro que en Lenz la naturaleza es un ser. Pero no un ser aparte, la naturaleza es el alma y el cuerpo del propio
Lenz. Lenz se hace uno con el paisaje, con sus seres y sus sonidos. Al principio aparece Lenz caminando, camina todo el día por la montaña, al anochecer, dice el texto que «se sentía terriblemente aislado… Apenas se atrevía a respirar, sus pisadas retumbaban como truenos bajo él… Un miedo superior a sus fuerzas se apoderó de él en esa nada…, se levantó de un salto y bajó la ladera volando. Había oscurecido, cielo y tierra se fundían en uno. Era como si algo le persiguiera, como si algo horrible quisiera alcanzarle, algo que el hombre no puede soportar, como si la locura a caballo le diera caza». Por la noche, en casa del pastor, Lenz está tan atravesado por la locura que se lanza desde la ventana de su cuarto a un pilón. Sólo el contacto con el agua fría le devuelve la conciencia de sí mismo, le separa del entorno bruscamente, le devuelve sus contornos. Al final del libro, poco antes de ser llevado al manicomio, Lenz le dice al pastor: «¿Es que usted no oye nada, no oye esa voz espeluznante que grita por todo el horizonte y que habitualmente se la conoce por silencio?».
Siempre que releo Lenz me acuerdo mucho de Hölderlin. Hölderlin fue declarado loco en 1806, cuando tenía 36 años. Un carpintero de Tubinga llamado Zimmer le acogió en su casa. Llegó a doblar allí la edad con la que llegó, y en todo ese tiempo apenas recibió visitas. Aparentemente sólo hablaba con la naturaleza. Todos sus poemas de esa época se parecen, son breves, hablan de las estaciones, de los valles, de las montañas, de las plantas. Muchos llevan el mismo título, «La primavera», «El verano», «El otoño», «El invierno». Los firma como Scardanelli, los fecha en una época remota, futura. En ellos celebra la naturaleza. También parece haberse ido fusionando con ella, como Lenz. Pero los poemas de Hölderlin no muestran angustia, sino, por contra, una pasmosa paz de espíritu, una excesiva, sospechosa paz de espíritu. «Es el reposo de la Naturaleza, y el silencio de los campos/ Parece el humano reino del espíritu, y más altas se muestran/ las diferencias, como si la Naturaleza su alta imagen/ mostrase...»; «Muéstrase la Naturaleza, idéntica, los vientos/ son frescos, y de claridad la Naturaleza se corona».
Por supuesto que Hölderlin lleva a pensar en Emily Dickinson. Tuvo desde pequeña una vocación ligada a la botánica.
En memoria de Georg Trakl, poeta austriaco que dotó de formas abruptas a la naturaleza.
Alimentaba su herbario. Luego, vivió tanto tiempo encerrada en esa casa de Amherst, pero en realidad no vivía en la casa, vivía en Naturaleza. Ella era una flor. Los pájaros, las mariposas, las abejas, las otras flores eran sus amigos.
La Abeja no me tiene miedo.
Conozco a la Mariposa.
La hermosa gente de los Bosques
Me recibe con afecto–
Si me vuelvo a oscurecer me adentro en los terribles paisajes de Trakl. También las estaciones van pasando en ellos, página tras página, aunque sobre todo hay en él un demorarse en el otoño. La naturaleza de Trakl es terrorífica, no tanto por las presencias que la habitan sino por sí misma, sus colores que oscilan hacia el rojo y hacia el negro, hacia el púrpura, el hecho de que todo en ella sea doloroso, confuso y quebradizo.
En el atardecer se oye el chirrido de los murciélagos.
Dos caballos negros saltan en el prado.
El arce rojo susurra
Aparece al caminante la pequeña venta del camino. El vino nuevo y las nueces saben a gloria.
Gloria: tambalearse ebrio en el bosque crepuscular
A través del negro ramaje suenan campanas dolorosas. Sobre el rostro gotea rocío.
El caso contrario sería el de Marosa di Giorgio. La naturaleza de Marosa es el paraíso. Resulta misteriosa no por lo que desconocemos de ella, sino por lo que su propia imaginación le sobreimprime. En su mundo, naturaleza, imaginación, infancia y poesía, forman un cuarteto indisoluble, son la misma cosa. Una vez le hicieron a Marosa una entrevista donde le preguntaron qué haría si fuera presidenta. Ella se imaginó el gobierno de las flores. Financiaría la campaña vendiendo flores por la calle, dijo. Pondría jardines de «pensamientos» en todos lados. Marosa di Giorgio llevó al paroxismo esta tesis de que poesía y naturaleza están unidas por un vínculo sanguíneo. Sus textos están desbordados de este léxico, y este
léxico, levantado por las maquinaciones de la imaginación, deja atrás la planicie de los recursos literarios, conforma un mundo con volúmenes por donde los lectores desfilamos como presos de un encantamiento. Tal y como sucede en este poema:
Los vegetales de mi casa eran errantes. A la tarde salían los gladiolos, rojos, rosados, blancos, amarillos, color vino, plateados y dorados. Eran cien varas, una de cada color. Pasaban las propiedades vecinas. Los otros hortelanos los veían andar con un poco de odio y de desprecio. Sentían fastidiar por esas flores caminantes.
En la poesía de Gabriela Mistral me parece que es el espíritu del pueblo chileno lo que se encuentra fundido con la naturaleza. Esto se puede ver sobre todo en su Poema de Chile, el libro que le ocupó los últimos veinte años de su vida y que nunca llegó a ver publicado. En el texto, un «niño indio» y un huemul acompañan al espíritu de la poeta en un nebuloso viaje por los paisajes de Chile. Ella reclama para Chile símbolos pequeños, los animales más frágiles, las plantas menos ostentosas. igual que reclama para la poesía las rondas y las nanas, las cancioncillas. Esa forma de asociación entre pueblo y paisaje la retomará después Raúl Zurita. En su obra, es como si el destino o el magma emocional del pueblo chileno, de forma trágica, estuviera determinado por sus paisajes. Luego expone la consanguinidad entre naturaleza y poesía cuando excava un poema en el desierto, o cuando lo dibuja en el cielo, y en su sueño de escribir sobre los acantilados de Chile. No parece bastarle con traer la naturaleza al poema, sino que tiene que llevar el poema a la naturaleza. Al pensar en esto se nos manifiesta algo que ya era posible intuir en este camino que hemos trazado por entre léxicos naturales: no se trata de representar lo natural, la poesía de la que hemos hablado no hace un trabajo fundamentado en la mímesis, es contra aristotélica y además es contra platónica. Esta poesía sucede en comunión con la naturaleza, donde una no está al servicio de la otra, donde se indistingue lo que es lenguaje y lo que es mundo. No se debe tener miedo a decir que se trata de una unión mística.
Me quedaré todavía un rato en la orilla de la poesía chilena. Me he acordado de un poema de Jorge Teillier que solía gustarme mucho y que también habla sobre la confluencia entre poesía y naturaleza:
Cuando yo no era poeta por broma dije era poeta aunque no había escrito un solo verso pero admiraba el sombrero alón del poeta del pueblo.
Una mañana me encontré en la calle con mi vecina.
Me preguntó si yo era poeta. Ella tenía catorce años.
Imagen de acantilados de la costa chilena con versos de Raúl Zurita.
La primera vez que hablé con ella llevaba un ramo de ilusiones.
La segunda vez una anémona en el pelo. La tercera vez un gladiolo entre los labios. La cuarta vez no llevaba ninguna flor y le pregunté el significado de eso a las flores de la plaza que no supieron responderme ni tampoco mi profesora de botánica.
No sé cómo son las anémonas. Siempre me imagino unas flores de lo más exóticas. Porque cuando pienso en una anémona veo la marina, con sus tentáculos, parecidos a alfombras. Resulta que las anémonas marinas no son plantas sino animales. Hay un lugar quizás donde confluyen la fauna y la flora y puede que ese lugar sean las anémonas. Quizás también haya un lugar donde confluyen el mundo real y el mundo de los poemas y ese lugar sean las anémonas.
3
Se supone que la escritura terminó de separar las palabras de las cosas, que tal vez, en un principio arcano, habían estado unidas. Es como si a medida que pusiéramos el foco en el lenguaje, no sólo este, sino también nosotros mismos nos alejáramos del mundo. Se ha dicho que la poesía podía devolvernos, de algún modo semi mágico, esa unión. No sé. Si acaso eso sea verdad, puede que tenga que ver con el vínculo entre naturaleza y poesía.
Anne Carson localizaba el origen de la lírica en la Grecia antigua. La poesía lírica habría comenzado con un giro de la mirada hacia el interior, en oposición al aspecto comunitario de la épica oral. El nacimiento de la escritura nos habría separado del lenguaje pero nos habría dado la posibilidad de volver la cara hacia nosotros mismos. Ahora se me ocurre que quizás sólo hayamos podido encarar nuestro interior empujándolo hacia la naturaleza, o bien trayendo la naturaleza hacia nosotros. Muy a menudo asociamos aspectos de nuestra emocionalidad o de nuestro temperamento a circunstancias climáticas. La falta de sol nos deprime. El exceso de calor nos quita las ganas de hacer cosas. La lluvia nos mete para dentro. No podemos negar que nos hemos visto reflejados en la naturaleza, que nos hemos explicado a través de ella, y quizás por eso haya quedado unida tan fuertemente a la poesía lírica, con la que también hemos tratado de explicarnos nuestras vidas. Aparece un tercer elemento, entonces, que voy a llamar espiritualidad. Quizás este trío sea el pegamento, es decir sea, perdonen la cursilería, la solución al problema de la separación entre los nombres y las cosas. Pues se trata de una unión sobre otra unión sobre otra unión, un volver atrás, al sueño del magma primigenio, rompiendo casilla tras casilla. De la división entre palabras y cosas a la poesía, de la poesía a la naturaleza, de ahí hacia nosotros mismos, y en el fondo de nosotros mismos, el espíritu del mundo. Es decir, la nada, o
bien, el todo, que es lo mismo, donde las palabras y las cosas se hallan diluidas.
Intentaré ensayar una conclusión para este artículo: nos apartamos de la naturaleza a la vez que nos apartamos de nosotros mismos. ¿No es esa la carencia más disparada de nuestro siglo ultratecnocapitalista? Nos aterroriza mirarnos, por tanto, hemos vuelto la espalda a la naturaleza. Y también, por tanto, hemos vuelto la espalda a la poesía. Y otra idea, quizás una disparatada metodología ecologista: entonces, para volver a mirar a la naturaleza, habría que pasar por la poesía. La cuestión sería cómo. Sobre eso no tengo la menor idea. Aunque si tuviera que apostar por algo, apostaría por la técnica de Marosa di Giorgio: una inyección poderosa, asfixiante, y absolutamente enfermiza, de naturaleza imaginada.
Ahora una contraconclusión: A menudo me parece que lo único que sostiene la persistencia de la poesía en el mundo es la extraña fe o la intensa terquedad con la que los poetas siguen aferrándose a ella. Si pienso que somos parecidos a monjas y a frailes me quedo conforme, alguna clase de trabajo invisible estaremos haciendo. Pero también me sigue pareciendo que la poesía está desfondándose en su enésima crisis. ¿Volverá a aparecer algún poeta estremecedoramente heroico como Dickinson o Rimbaud que nos saque de ella? Rimbaud transformó la poesía abandonándola. ¿Qué clase de gesto podría devolvérnosla ahora? ¿Acaso hay que enterrarla definitivamente, espolvorear por encima un puñado de pétalos secos y esconder su cuerpo para que en algún futuro lejano alguien pueda hacer el gesto revolucionario de resucitarla? ¿Y si finalmente, después de tantos siglos, se rompiera el vínculo de sangre entre poesía y naturaleza? ¿Sería realmente malo? ¿Acaso debemos seguir cebando con flores los poemas, mientras la poesía se va secando? ¿Seguir escribiendo en esa senda no sería como cubrir de cera las flores? ¿Y si no necesitamos un regreso sino avanzar hacia delante, hacia lo que nos depare la era tecnológica? Cuando se extingue una forma literaria, también se abre la puerta para un posible nacimiento de otra nueva. ¿El nacimiento de la inteligencia artificial podría acabar con el vuelco interior típico del impulso poético? ¿Qué pasaría si desapareciera la lírica tal y como la conocemos? ¿Quedará el antiguo léxico natural relegado a una especie de arqueología de las plantas y los animales? ¿Nacerá un nuevo género literario? Quizás nos adentremos con él en el reino de los hongos y los microorganismos que ahora la tecnología nos revela, siendo antes una materia tan oculta. Quizás en un futuro ya no haya que leer, sino que sentiremos la escritura microscópica directamente en nuestra sangre, en nuestro sistema nervioso, y se descodificará de un modo alucinante, a todo color, introduciéndonos en una percepción desconocida. Concluiríamos así el mismo sueño fusional que comenzó cuando el lenguaje nos separó de las cosas. ¿Puede ser la tecnología solamente un nuevo camino que, pese a los despistes iniciales, nos conduzca al final hacia esa fusión espiritual en la que felizmente nos diluiremos para siempre?
DE RUBÉN DARÍO A HUMBERTO AK’ABAL.
SOBRE BIODIVERSIDAD Y COMPETENCIA
ORNITOLÓGICA
por Niall Binns
«No hay pájaros» en «nuestros días», escribió Salvador Novo en su ensayo Las aves en la poesía castellana de 1953, y ya que «la poesía ha de ser como la vida, hasta cuando la vida no es poética», le parecía normal al poeta mexicano que los pájaros hubiesen huido también de la poesía moderna. Hoy, que vivimos las secuelas de la pérdida galopante de la biodiversidad en el planeta, parece oportuno acercarse a la poesía para examinar la diversidad de fauna y flora presente en el universo o ecosistema literario que se construye en cada obra, y preguntarse cuáles son los otros seres vivos que conviven con los humanos en el texto en cuestión y cómo se interrelacionan entre sí. Es una pregunta, intuyo, que en las próximas décadas irán formulando lectores cada vez más impacientes e intolerantes con el ombliguismo humano de tanta literatura contemporánea. Inseparable de esta pregunta sobre la biodiversidad poética, me parece útil considerar la competencia ecológica o bien, más específicamente en los casos que me interesan, la competencia ornitológica que irradian los textos y que atañe, en distintas medidas, al autor y al lector. La competencia lingüística de Noam Chomsky, en un sentido rudimentaria del concepto, permitía al que hablaba español saber, por ejemplo, que el ruiseñor era un pájaro. Gracias a la competencia literaria, un término que acuñó Jonathan Culler en diálogo con Chomsky,
estamos familiarizados como lectores de poesía con la importancia de las metáforas y los símbolos, y así podemos entender, por ejemplo, que cuando escribe Rubén Darío que «tu castillo, Góngora, se alza al azul cual una / jaula de ruiseñores labrada en oro fino», el ruiseñor está operando como paradigma de la belleza sonora y símbolo de la altura poética; y en el caso de una competencia literaria extrema, la analogía despertará, además, en nosotros y antes en el autor, un complejo entramado de relaciones intertextuales que lleven del mito griego de Filomela a las odas de Keats, y de los lamentos de un pájaro madre en Virgilio a Petrarca y luego a Borges. La competencia ornitológica nos recuerda en cambio a Ezra Pound, que pedía que, para que un gavilán sirviera como símbolo en un poema, debía convencer de antemano como gavilán real. Eso significa, en el caso del ruiseñor, que los poetas y sus lectores conozcan el pájaro real, y sobre todo su canto, de tal manera que esos ruiseñores de Darío funcionen no sólo como símbolos (una función parcial y por ello pobre) que nos conectan con la tradición literaria, sino para despertar sensorialmente en nosotros experiencias ya vividas y oídas; y al mismo tiempo nos permite ubicar al ruiseñor en sus ecosistemas, sabiendo que sufre –como tantas especies– el deterioro de su entorno vital. Por dar un solo ejemplo, hace mucho más de un siglo que no canta el ruiseñor donde Keats lo oyó en Hampstead Heath.
A lo largo de su obra poética, Rubén Darío menciona unas cuarenta especies de ave. Son pocas. Las más frecuentes, con diferencia, son la paloma, con 58 menciones, el águila con 53, el cisne con 49, el ruiseñor con 43, y luego, a cierta distancia, la alondra con 16, la tórtola con 13, el pavo real con 12, y el cuervo con 11. En su gran mayoría, como corresponde a la estética dominante del modernismo, son aves «literarias»; operan primordialmente a nivel simbólico, casi sin ataduras con lo real, como figuras aladas de la mitología grecolatina, la Biblia y la tradición poética europea. Existen, sin embargo, breves momentos en que Darío eludió, o intentó eludir, esa red de símbolos ya existentes que lo envolvía; en que mostró ciertos atisbos de competencia ornitológica.
1. En su «Salutación al Águila», de El canto errante (1907), está el verso célebre: «Águila, existe el cóndor. Es tu hermano en las grandes alturas». El esfuerzo por equiparar la grandeza del cóndor a la del águila existió en Darío desde su primera juventud. En el mismo poema en que veía al genio Juan Montalvo volar como águila en las alturas, el Libertador Bolívar «se remonta hasta el sol, cóndor zahareño»; y a la vez que ensalzaba a Víctor Hugo como águila encumbrando su vuelo hasta donde «nunca subieron otros», veía (sorprendentemente) al español Emilio Ferrari subir también al cielo «con las alas del cóndor». No era algo nuevo. En América Latina, a lo largo del siglo XIX, se había recurrido al cóndor como contrapeso simbólico a las águilas imperiales europeas y a la calva de los Estados Unidos, pero también como un espejo americano de la espiritualidad encarnada en el héroe o el poeta, al estilo de Hugo. Ahí estaba el cóndor (y aún está) en cuatro escudos nacionales de América Latina –Bolivia, Chile, Colombia y Ecuador–, pero estaba también en países sin Andes ni cóndores como el Brasil, donde existió el movimiento romántico del Condoreirismo, o en la Nicaragua de Darío. No había ni habría experiencias vividas en su elección del cóndor.
2. Entre alondras y ruiseñores, canarios y jilgueros, llama la atención, en esa primera etapa de Darío, su poema «Los zopilotes», escrito en enero de 1886, en el que el poeta rompe con sus paisajes casi exclusivamente europeos al escenificar la llegada a Nicaragua de los «sopes» de Guatemala, Costa Rica y El Salvador. Vienen flacos y hambrientos porque en sus países no hay qué comer, así que el zopilote nicaragüense los invita a quedarse, porque «aquí tenemos / en todas partes / marranos muertos / y perros mil, / que nadie cuida / de levantarlos / y que en las calles / se pudren». Los zopilotes interesaban al joven Darío porque representaban, para él, la fealdad, lo contrario de la poesía, y le servían por tanto para un texto de la contingencia, un poema satírico de usar y tirar, crítico con la insalubridad de su país y también, posiblemente, con la política inmigratoria. Los zopes foráneos responden así, agradecidos, al de Nicaragua: «pues nos quedamos, / mi buen señor. / Y vendrán otros / de Guatemala, / de Costa Rica / y El Salvador». Se llamaría hoy el efecto llamada.
3. El chileno Enrique Lihn, en su hiriente «Varadero en Rubén Darío» (1967), consideraba «lo mejor» de Darío «ese “pesado buey” que vio en su niñez en Nicaragua mucho más enterado de sí mismo y del mundo que los centauros –artefactos parlantes de la Bella Época–». Se refería, claro está, al penúltimo poema de Cantos de vida y esperanza (1905), ¡«Allá lejos», en el que junto al aparentemente apoético buey había también una paloma. Era la primera paloma propia de la poesía de Darío: ni blanca, ni casta, ni venusina, sino nicaragüense y vivida. «Y tú» –decía el poeta– «paloma arrulladora y montañera, / significas en mi primavera pasada / todo lo que hay en la divina Primavera».
«En su gran mayoría, como corresponde a la
estética dominante del modernismo, son aves “literarias”; operan primordialmente a
nivel
simbólico, casi sin ataduras
con lo real, como figuras aladas de la mitología grecolatina, la Biblia y la tradición poética europea. Existen, sin embargo, breves momentos en que Darío eludió, o intentó eludir, esa red de símbolos ya existentes que lo envolvía; en que mostró ciertos atisbos de competencia ornitológica»
4. Hay un par de poemas en que Darío describió con toques de realismo la naturaleza argentina. En «Del campo», de Prosas profanas (1898), hay un gorrión que «chismoso y petulante, charlando va», mientras suspira una violeta, diciendo: «¡Lástima que falte el ruiseñor!». Este contraste entre lo real (el gorrión) y lo ideal (el ruiseñor) no era, por supuesto, casual. Luego, en «Desde la pampa», un poema de 1898 publicado más tarde en El canto errante, entre los potros y las vacas hay avestruces (ñandúes, se diría), pero también «la calandria lanza el trino / de tristezas o de amor; / la calandria misteriosa, ese triste y campesino / ruiseñor». Decía Martí: «El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!»; pues la calandria era un ruiseñor «nuestro», latinoamericano, y trinaba, además, admirablemente bien. Fue Marcos Sastre quien, en su libro El Tempe argentino de 1858, dedicó un capítulo a «La calandria, o el ruiseñor de
América», en el que lamentaba que se hubiese puesto el nombre de una especie de alondra europea a ese pájaro de la familia mimidae, Mimus saturninus, que era «el mismo burlón de la Luisiana, la tenca de Chile, y el cenzontlatole de Méjico; nombres todos alusivos a la facultad que posee este pájaro de imitar el canto de las demás aves».
5. Son bellas esas palabras célebres, puestas entre paréntesis, en el pórtico de Prosas profanas: «(Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman)». Pero son, también, problemáticas. Si era así, ¿por qué Darío no habló, en su libro, de esa vieja América suya? Habría cabido, por qué no, su poema «Tutecotzimí», escrito en 1890, pero que solo aparecería en el popurrí de El canto errante. En él, mientras el poeta –al igual que el arqueólogo chocando con su piqueta en joyas y piezas de cerámica indígena– se afanaba por rescatar el relato fundacional del rey poeta de los pilpiles, descubría a la vez las aves del mundo maya. Eran aves que pertenecían no solo al pasado mítico sino también al presente. Ahí estaban el pavo y el colibrí; ahí también los «quetzales esquivos»; pero me fijaré en dos de ellas. En primer lugar, el cenzontle (Mimus polyglottos), al que cantó con ecos de la oda al ruiseñor de Keats: «Canta / un cenzontle: ¿qué canta? ¿Un canto nunca oído? / El pájaro en un ídolo ha fabricado el nido. / (Ese canto escucharon las mujeres toltecas / y deleitó al soberbio príncipe Moctezuma)». Es el único cenzontle en la obra de Darío, como es único también el sanate-clarinero, el zanate (Quiscalus nicaraguensis), un ave parecida en sus hábitos a los córvidos europeos y omnipresente en la vida cotidiana de Centroamérica. Lo pinta magistralmente el poeta: «y con su vuelo rápido que espanta el avispero, / pasa el bribón y oscuro sanate-clarinero / llamando al compañero con áspero clamor». Darío, que tantas veces explotó la negritud y el renombre simbólico del cuervo, podría haberlo convertido en ave literaria, pero el zanate carecía a priori de prestigio poético, y tal vez sea por la presencia suya, y del cenzontle, y del pavo negro, aves se diría que demasiado prosaicas, que «Tutecotzimí» no llegó a incluirse en Prosas profanas
El salto en el tiempo de Darío al guatemalteco Humberto Ak’abal (1952-2019) no es del todo caprichoso. Pasamos de un poeta que se asomó, en «Tutecotzimí», al mundo maya-kiché a otro que perteneció a ese mundo y a su lengua. En el universo poético de Ak’abal, lo ha dicho Emanuela Jossa, no hay contemplación de la naturaleza, sino sentimiento de la naturaleza, y las aves no son objeto de una observación externa, distante; son protagonistas de un mundo que comparten con el poeta, quien las conoce y las observa con la familiaridad íntima de un compañero, mientras que ellas, a la vez, se comunican con él y con los demás habitantes del lugar.
La competencia ornitológica en Ak’abal resulta, se diría, innata. Hay tórtolas y gavilanes literarios en Darío; en Ak’abal son las tórtolas y gavilanes que pertenecen al mundo a la vez real y poético del pueblo grande de Momostenango. Apenas hay gallos en la poesía de Darío, porque no eran ni bellos ni elegantes ni poéticamente prestigiosos, y los que hay aludían directamente, mediante el símbolo consabido, a Francia: los franceses inmigrantes en Argentina eran «hijos del gallo de Galia»; y en el poema «France-Amérique» está «le coq gaulois». En Ak’abal, en cambio, los gallos son protagonistas ineludibles de su ecosistema poético:
La costumbre es levantarse al canto del gallo.
Hoy comenzamos las tareas sin esperar el sol.
Cuando va a llover los gallos cantan más temprano.
(«La costumbre», Lluvia de luna en la cipresalada, 1996)
Los zopilotes, en Ak’abal, se prestan para un poema satírico, como sucedió con Darío. Hay zopilotes, sanates y palomas parados sobre catedrales y palacios, que «se cagan sobre ellos / con toda la libertad de quien sabe / que Dios y la justicia / se llevan en el alma» («Libertad», Raquonchi’aj/Grito, 2004), pero el zopilote, que convive con los habitantes del lugar, se abre
El poeta guatemalteco Humberto Ak’abal, cuya obra mantiene una intensa relación con la naturaleza. Fuente: wikicommons
también a la belleza poética, aunque sea funérea, en un poema que tiene algo de haikú o membrete: «Zopilote: / cajón de muerto, / tumba volante / solo te falta cargar un epitafio» («Zopilote», El animalero, 1990).
Darío habló en diversas ocasiones de los búhos, invariablamente como las aves de Minerva o Palas Athenea y vinculadas por ello a la sabiduría; aludió también, en su etapa joven, al mochuelo, juntándolo a la corneja como un ave –demasiado real– que graznaba y afeaba la naturaleza («Ecce homo»). Los mochuelos guatemaltecos abundan en Ak’abal, pero el poeta se refiere a ellos no con el nombre castizo sino con su nombre vernáculo, tecolote. Como en casi todas las culturas el canto de los búhos se asocia con el mal augurio, pero hay un bello poema, «Los tecolotes», en El animalero, en que en una noche «toda tiznada / como olla de nixtamal», «entre las ramas / de un viejo pinabete, / un tecolote canta». A pesar de ello, no pasa nada, porque «nada presagia»: «Es un canto de amor tecolotero. // “He de seguir viviendo / –suspira el abuelo– / la tierra aún no me reclama”».
Hubo un sanate-clarinero solitario en la obra de Darío, pero son una presencia constante en Ak’abal, «saltando y volando / a ras de rastrojos, / a ras de surcos» («Clarinero»). Comparten la cosecha de maíz, la «tapixca», con los seres humanos; hay mujeres con pelo «color sanate» (Le dijo no», El animalero); se insulta a alguien llamándolo «Uraqan ch’ok, / patas de sanate» («Iztel-tzij – Palabras feas», Raquonchi’aj); y hay una belleza y compenetración muy singular en la representación del cortejo de estos pájaros tan extraordinariamente inteligentes (al igual que los cuervos): «Si-si-si-si-si-si-si-si... / tli, tli, tli, tli... / ch’ir, ch’ir, ch’ir... // Se colgó de una pata / y extendió un ala. / Se colgó de la otra pata / y extendió la otra ala. // Se balanceaba enamorado, / enloquecido. // La sanata desde su casa / se reía de las gracias del macho» («Sanates», Lluvia…).
Darío habló de la calandria como «triste y campesino ruiseñor». Ak’abal, por su parte, no tiene por qué pedir permiso para nombrar como digno de la poesía, por la belleza de su canto, a ese hermano de la calandria que es el cenzontle: «Llueven los cantos de los cenzontles / enamorados de la lluvia» («Llueven los cantos», Desnuda como la primera vez, 1998). E incorpora a la historia de la poesía latinoamericana a la guardabarranca, o
clarín jilguero (Myadestes occidentalis). La precisión de la imagen, en su primer libro, es notable: «Guardabarranca: / tu canto / es como un chorro de piedrecitas / cayendo en un manantial» («Guardabarranca», El animalero). El canto de los pájaros se presenta, sin mediación del español, con la onomatopeya sonora del kiché, en numerosos poemas de Ak’abal. Dice, en otro poema dedicado a la guardabarranca: «Barrancos llenos de cantos: / chochí, chochí, chochí, / tuktuk, tuktuk, tuktuk... // Cuántos más hondos / más cantos les caben. // ¡Quién no quisiera / amarrar esos cantos / al corazón!» («Guardabarranca», Guardián de la caída del agua, 1993). Ak’abal, se esforzó, sin duda, por amarrarlos al corazón de sus lectores. La compenetración con su entorno aviar, y el goce de esa convivencia llegan, desde luego, a su plenitud más expansiva en ese festín de la biodiversidad del que es, quizá, su poema más renombrado, «Cantos de pájaros» (Guardián…):
Toda traducción es un malentendido, no hay sinónimos que calcen como un guante, en el intercambio de las palabras hay siempre un viaje, un matiz. Un periplo que va de un idioma a otro, una guía luminosa entre la maraña de las palabras. Cotejar, descifrar, traicionar, enriquecer, no hay una sola manera de traducir. Nuria Barrios llama a este proceso «impostura».
Esto todavía no lo sé en esta mañana en la que estoy subida a un árbol y leo oculta entre sus flores amarillas. Tiene que ser primavera, por el perfume, y he cumplido siete años. Los árboles están en la entrada del parque, son tres, con ramas intrincadas a las que me es fácil trepar. Son aromos, que me invaden aún hoy con sus recuerdos en flor. Estaba entonces en Buenos Aires, y ahora vivo en Madrid. Aunque ya no vea el árbol, puedo olerlo, hay una memoria olfativa. Lo que leo puede considerarse, en cierto modo, una traducción. Es un libro de Elena Fortún, donde hay palabras que desconozco. Invento el sentido de las palabras, los sinónimos carecen de importancia. Desde este desconocimiento germina la poesía.
Mucho más tarde aprenderé que hay una doble vara de medir: lo que para mí era sonido y placer se convierte en correcto-incorrecto.
Esas normas me atenazan. Eso no se dice así, no se dice así, no se dice así.
Aquí también hay aromos, pero los llaman mimosas. Trepada a la mimosa/aromo aprendo a desconfiar, es un mismo idioma pero los árboles tienen dos nombres.
El falso laurel es una adelfa; el jazmín del cielo, plumbago; el jazmín del país, una gardenia: la naturaleza me subraya que soy extranjera. Padezco una suerte de melancolía lingüística y vegetal.
Linneo, sus precisiones en griego o en latín, no sobrevive al caos de los emigrantes. «Nadie ha ordenado los diferentes grupos de la naturaleza en un orden tan perfecto». No era muy modesto, Linneo. Catalogar. Clasificar. Controlar. Qué sueño imposible. Me gusta ese intento de Borges, en «El idioma analítico de John Wilkins», de catalogar los animales
del emperador de la China, un esfuerzo destinado al fracaso. Ni siquiera el jacarandá (jacara´na, del tupi brasileño) se sostiene cuando sale de viaje; su acento agudo y musical y americano, en la península se convierte en grave. Lapacho, aguaribay, ombú son árboles que rebrotan en mi memoria, quien no los conoce no me puede comprender, explicar su aspecto es un esfuerzo de torsión barroca, similar al que emprendió Hernán Cortés en sus cartas a Carlos V, cuando tuvo que representar la geografía del país al que había llegado. Describir un árbol ignoto, explicar comparando, a través de las metáforas. Como le pasó a Jorge Teillier, que se sintió desterrado en un lugar «en donde nadie conoce el nombre de los árboles». ¿Qué es un ahuehuete en España? ¿Existe ese árbol donde lloró Cortés? ¿Fue una noche triste, o una noche victoriosa? Según se mire la historia. Allende los mares dirían, quizá, algunos, era un árbol similar a un olivo, a una encina.
Traducir un árbol. Esa imposibilidad.
Adoro estos tropiezos del idioma, esos galimatías, esas etimologías viajeras. Desde que viajé del Sur hacia el Norte casi todo se ha vuelto doble, hablo como si viviera en una versión subtitulada.
Sobre esto hablo en Todo lo que crece. Su reflujo me acompaña.
Geranio y malvón. Aquí son lo mismo, ¿o el malvón es otra planta? No lo sé. Padezco una melancolía lingüística y vegetal.
María Zambrano escribió: «Gracias al destierro conocimos la tierra». La traducción como riqueza, como un horizonte que se amplía. Pero los errores de la traducción pueden ser también garrafales y llevarnos a una simbología errónea. Según cuenta la tradición, no hubo manzanas en el Paraíso, sino que fueron plantadas allí por un error de traducción, ya que malus puede ser tanto «manzana», como «mal». La fruta de la pasión podría ser, por ejemplo, una naranja.
2. Etimologías
Vagabundeo. Merodeo en el idioma. Me pierdo. Buscando una pista viajo a la raíz. La que sostiene los árboles y las
palabras. La que intenta sujetarme a la tierra. Regreso a la semilla. Colecciono etimologías. Estas son algunas de las entradas de mi diccionario:
Aguacate: del náhuatl ahuacatl, que significa «testículo», al que formalmente se parece. Avocato, así se llamaba en Italia, porque era tan caro que sólo lo podían comer los abogados. Palta en América del Sur, una voz quechua. Hay quienes le ponen azúcar. A mí me gusta con sal y limón.
Humor, humus, humildad, hombre. Un alfarero nos creó con barro. Todo es regreso.
Huerto, del latín, hortus, lugar cercado, recinto. El huerto es lo que se protege. ¿De la naturaleza? Pocas cosas hay menos salvajes que un jardín.
Sombra, umbrío, sombrío, sombrero, asombro.
Cultura: del latín, «cultivo, cultivado». Ser cultivados, como si fuésemos un huerto, o un jardín. Una persona culta nunca deja de crecer. Hay un proverbio árabe que dice: «un libro es un jardín que se lleva en el bolsillo».
Madre y madera. Madre, madera, materia. En latín, matrix significa «hembra preñada» y, de manera más amplia, un tronco que retoña. Matriz y matrícula. La matrícula es un origen a la vez que una yema, un registro. «Tocar madera» atrae la buena suerte.
La Biblia tradujo la palabra hebrea «jardín» (gan), con la palabra griega paradeisos, que a su vez viene del persa pardés, huerto, parque, jardín.
Natura procede de la palabra egipcia NTR, y quiere decir «Dios».
Hogar y hoguera. En círculo, alrededor de la hoguera, surgió la ética del diálogo, en ese entorno protegido y cálido aprendimos a contar. Somos historias.
¿Qué tipo de raíz soy? ¿Qué raíz en la tierra? ¿Me clavo en un terreno, como la raíz de una palabra?
Deleuze y Guattari querían escribir un libro rizoma, en el que todas las partes estuvieran interconectadas, una estructura fluida y no jerárquica, una malla de significados en red. Bourriaud habló de las raíces de las hiedras, que se propagan, y su libro se llamó Radicantes. Me estimulan los pensadores acostumbrados a cavar. Un pensamiento conectado. ¿Qué tipo de raíz soy? ¿Ese bulbo embarazado, que transporta en sí mismo casa y comida? ¿La raíz de un pino, que se atornilla a la tierra, imposible de arrancar? ¿La del roble, que en la oscuridad se replica a sí misma? Pensar en las plantas es pensarme, imaginar raíces es cuestionar nuestro lugar en el mundo. Soy una extranjera, una desplazada, una epífita. Como el clavel del aire, como la orquídea. Sin sujetarme a la tierra, enraizar.
3. Neologismos
No nos alcanzan las palabras para describir lo que nos pasa, necesitamos un nuevo diccionario. Aparecen palabras que buscan definirnos. Leo a Glenn Albercht y encuentro los siguientes términos:
Antropoceno: acuñado por los geólogos para caracterizar la era dominada por los humanos.
Capitaloceno: condición del planeta a partir de conceptos como colonialismo, industrialización, globalización, racismo, patriarcado. Desde este lugar quizá podamos vaticinar nuestro futuro como especie.
Solastalgia: del latín solacium, comodidad, y algos, dolor. Angustia que genera el cambio climático. Sentir que tu hogar se derrumba ante ti.
Simbioceno: idea de que podemos integrarnos con el resto de lo que está vivo, entender que la vida está interconectada, desde los seres minúsculos que viven en nuestro intestino hasta los enormes sistemas. También amor por la vida y la naturaleza.
Mermerosidad: pena anticipada que por las especies que van a extinguirse.
Idioceno: me permito sumar un concepto que utilicé para darle título a un cuento de mi último libro, Tres maneras de decir adiós, que habla de la «era de los idiotas» en el sentido griego, es decir, «aquellos que se interesan sólo por lo privado y no por la cosa pública». Puede llevarnos al desastre.
Añado una nueva palabra que no sé quién la ha acuñado y que me reconforta, porque desafía a la muerte y a la desaparición:
Desextinción: Posibilidad de recuperar especies o ecosistemas desaparecidos. El fotógrafo Sebastiâo Salgado rescata el sistema deteriorado de la tierra de su infancia, en Minas Gerais. Todo vuelve. Donde hubo un desierto los árboles crecen y el agua vuelve a fluir. También algunos animales, como los uros, antecesores de nuestro ganado y extinguidos en el siglo XVII, han sido recuperados. El proceso es un caminar hacia atrás: se busca los ejemplares más parecidos al uro originario y, a fuerza de cruces selectivos, siete generaciones más tarde, reaparecen. Poner nombre a la esperanza es, también, una estrategia de supervivencia.
4. La belleza inesperada
Palabras que desconozco y que voy coleccionando, les separo las alas, las incluyo en mis libros, les doy lustre, intento devolverles su vigor, su cotidianeidad.
Celaje: aspecto que tiene el cielo cuando está surcado por nubes tenues y de distintos colores. También usada en lengua marinera. Celajería: conjunto de nubes.
Cencellada: la niebla congelada.
Ventalle: abanico. San Juan de la Cruz escribió: «y el ventalle de cedros aire daba». Abanicarnos con los árboles.
Marejadilla: sonido que hace el viento en las hojas cuando se acerca una tormenta. La escuché en Extremadura.
5. Los bosques
Bosque, emboscada, emboscado, bosquejo.
Camino entre árboles y etimologías. Si miro hacia arriba, los árboles no se tocan, murmuran sobre mi cabeza, intercambian su lenguaje de siseos. Bailan.
Hay que atravesar el bosque para conquistar un reino. Lo dice Vladimir Propp. En el bosque nos abandonan nuestros padres y está la casa de la bruja. Allí nos iniciamos en la lucha que es vivir. No hay un mito que nos atraviese tanto como el mito de atravesar un bosque. El ascenso de un bosque produce una tensión espiritual, es el origen de las catedrales. Gótico, como un bosque. El diálogo del olfato es su sistema de defensa.
En un bosque quedó colgado Edipo, por los pies. Edipo quiere decir «el que tiene los pies hinchados». El bosque es el lugar del mito, parte de nuestra memoria ancestral. Nues-
«A través de los anillos de su tronco, los árboles también escriben. Cada anillo es un año, y a través de su color podemos saber en qué estación nacieron. Nos hablan de sequías antiguas, de incidentes en el planeta: son un libro de historia que se atesora en una biblioteca al aire libre y que aúna meteorología, química y relato, son testigos de un mundo en el que habitó Homero. Una ciencia estudia su escritura, una especie de lingüística que se llama dendrocronología»
tro primer viaje consistió en atravesar un bosque. La escritura es también bosque, escribimos sobre cortezas de árbol, somos el resultado de una trama de alianzas.
Debajo de nuestros pies, en la oscuridad, las raíces traman su forma de supervivencia, intercambian sus señales de internet, informaciones químicas, susurros, buscan agua o informan del peligro. Son estrategias para sobrevivir. Hay árboles que no muestran señales de caducidad, o que han cumplido tres mil años. Tendríamos que mirarlos con respeto e intentar comprender cómo lo han hecho. ¿Qué dirán de nosotros, los árboles?
Blancanieves, Hansel y Gretel, Caperucita. Lugar del horror, y también de la fecundidad, el bosque es el lugar de las aventuras inesperadas. Después del jardín del Edén, y su potencia generadora, está en nuestra memoria de primates la oscuridad del bosque. Alguna vez, real o metafóricamente, nos escondimos entre sus ramas o encontramos la salida. El bosque es el lugar del mito, y también de la filosofía.
6. Traducir un árbol
¿Hablan los árboles? ¿Podemos traducir lo que nos dicen? ¿Sabemos cómo hacerlo? Me apasiona el lenguaje de los árboles. Sin duda sería ingenuo convertirlos en humanos, comparar su comunicación con la nuestra, sus maneras de traducirse, pero tienen mucho que enseñarnos. No tienen boca, pero sí se comunican. No se mueven, pero sí caminan, como ya intuyó Shakespeare en Hamlet, con su bosque de Birnam. No hablamos de un bosque encantado, sino real. Los árboles no caminan ni tienen pies, pero sus estrategias para reproducirse incluso en otros continentes son asom-
brosas, poseen un sistema de señales muy efectivo que anticipa las catástrofes a través de cambios de color, un tejido informático que se adelanta a la red. Hemos mirado poco a los árboles, pienso, y su perseverante figura a veces me aterroriza. ¿Cómo han hecho para sobrevivir? ¿Qué estrategias esconden?
A través de los anillos de su tronco, los árboles también escriben. Cada anillo es un año, y a través de su color podemos saber en qué estación nacieron. Nos hablan de sequías antiguas, de incidentes en el planeta: son un libro de historia que se atesora en una biblioteca al aire libre y que aúna meteorología, química y relato, son testigos de un mundo en el que habitó Homero. Una ciencia estudia su escritura, una especie de lingüística que se llama dendrocronología. No puedo evitar un desvío etimológico, o poético:
Dendron, en griego, «árbol». En indoeuropeo, «sólido», «firme». De allí derivan palabras como «duro», «duradero», «druida», «true» (verdadero, en inglés) o «tree» (en la misma lengua, árbol).
Escribió Sylvia Plath, en «Soy vertical»:
Comparado conmigo es inmortal el árbol, y las flores más audaces: querría la edad del uno, la temeridad de las otras.
En un árbol todo está escrito.
Sueño con traducir un árbol.
UN AIRE NUEVO Y EXCÉNTRICO
por Gabi Martínez
«Está claro que hoy vivimos en un mundo de no excéntricos, de personas a las que se les niega la más simple individualidad, de tan reducidas que se ven a una abstracta suma de comportamientos preestablecidos. El problema hoy no es ya el de la pérdida de una parte de uno mismo, sino el de la pérdida total, el de no existir en absoluto». Son palabras de un escritor que imaginó ciudades invisibles, a un hombre
habitando copas de árboles o al señor Palomar, amante de observar las olas una a una, el cielo al completo. Mediando el siglo XX, antes de que el algoritmo imperara, Italo Calvino ya señalaba una alarmante falta de excéntricos, con millones de humanos mirando hacia los mismos cuatro lugares, ninguno de ellos presidido por Naturaleza.
Con internet, y pese a que pueda parecer lo contrario, el apelotonamiento en torno a un mismo Centro se sublimó. Ese Centro, determinado por Occidente, era urbano y virtual, y se desinteresó aún más de todo lo que considerara aledaño o periférico. De las naturalezas no humanas, solo atraía su utilidad. No se veían como algo vivo de lo que aprender, con lo que compartir. No como un fundamento de nuestra existencia.
La lengua española, la segunda más hablada del mundo, demostró su vocación centralista casi extinguiendo a Naturaleza de sus relatos. En la España del siglo XXI, los 7.905 kilómetros de costa y las 52 reservas de la biosfera han reportado montones de dinero pero poquísimas narraciones escritas, porque buena parte de la intelectualidad se plegó durante décadas a los ritmos del mercado. A fin de cuentas, los escritores comen, y muchos, al detectar que escribiendo sobre viajes o naturaleza no llenaban la cesta de la compra, se dedicaron a géneros más nutritivos. En Latinoamérica, donde los espacios salvajes son inmensos, el extractivismo ha contaminado, sometido y matado a discreción, y el letal peligro de escribir sobre naturaleza explotable (y cuál no lo es, a ojos del depredador) ha repercutido en una producción literaria raquítica. Una consecuencia: hasta 2018, numerosos hispanohablantes que leían un libro donde la naturaleza era protagonista, afirmaban haber leído un texto de nature writing. Nuestra lengua acudía a otra para explicar ese tipo de literatura, evidenciando la enorme distancia abierta entre nosotros y el resto de seres no humanos. Ese año, organizamos en Barcelona el Festival LiterNatura, palabra de proximidad pensada para acercar el universo «verde» al imaginario hispano. Al buscar libros adecuados, se constató la escasez de títulos en español, detonando nuevas preguntas sobre los géneros y los argumentos y las poéticas que más interesan. Esos mismos días, alguien advirtió que la lengua española sumaba casi dos décadas muy
«Ante semejante decadencia, la LiterNatura emerge como una apuesta reactiva a las fuerzas centrípetas empeñadas en convencernos de que el futuro está en la IA. La sofisticación extrema es un signo histórico de declive, y ahí estamos. Olvidando aún que, al margen de la obvia funcionalidad de las computadoras, la vida se sustenta en la experiencia física, los recursos naturales y en la relación que tengamos con los seres que nos rodean»
ajena a las vanguardias literarias. Sin debatirlas. ¿Dónde estaba la vanguardia? ¿Dónde el excéntrico?
Hoy –exactamente hoy– se habla poco de poéticas, de estética. Lo que importa es el TEMA, y entre todos despunta la Inteligencia Artificial. Las máquinas desplazan ya no solo a las personas que caminan las ciudades sino también a las que imaginan universos en su casa, la biblioteca o un bar. Occidente ha puesto a la IA en el Centro de la creación, porque eso es lo que se discute: en breve, ¿sabremos crear sin ella? ¿Creará ella más y mejor?
Ante semejante decadencia, la LiterNatura emerge como una apuesta reactiva a las fuerzas centrípetas empeñadas en convencernos de que el futuro está en la IA. La sofisticación extrema es un signo histórico de declive, y ahí estamos. Olvidando aún que, al margen de la obvia funcionalidad de las computadoras, la vida se sustenta en la experiencia física, los recursos naturales y en la relación que tengamos con los seres que nos rodean. Esta evidencia no lo es desde hace años. Solo las últimas crisis sistémicas y la reciente pandemia han abierto rendijas de duda entre algunos inquietos, que se asoman a tientas a la periferia de lo «natural», la mayoría ignorando aún qué se siente al vivir en un bosque o la selva y desprovistos del vocabulario para designar a la abubilla o la achicoria, pero con la intención de explorar.
Los excéntricos veteranos saben que por ahí empieza el cambio: por la palabra. Personalmente, al instalarme en un refugio de pastores para escribir sobre dehesas percibí que me faltaban sentimientos y, claro, palabras. Sustantivos. Nombres. Con ellos se indaga en los márgenes, se cultiva la disidencia y se propone la vanguardia.
Por ejemplo.
Mi abuelo se llamaba Gabriel, como mi padre, pero a mí todos me llamaban Gabi. Cuando fui a firmar mi primer libro, no
distinguí escritores que firmaran con diminutivo en España. Aunque en la tradición anglo ahí estaba Walter Whitman, el autor de Hojas de hierba, que decidió tratar a sus lectores como trataba a sus amigos, y se presentó ante ellos como Walt inaugurando una línea que seguirían desde premios Nobel (Toni Morrison) a presidentes de los Estados Unidos (Bill Clinton), emprendiendo un diálogo horizontal con el público, alterando las jerarquías culturales y políticas. El contemporáneo de Walt, Henry David Thoreau, se llamaba en realidad David Henry, y un día decidió cambiar el orden de su nombre. Luego, escribió Walden, inaugurando la llamada nature writing, o un libro sobre desobediencia civil. El chamán yanomami Davi Kopenawa eligió llamarse Kopenawa tomando el nombre del espíritu de la avispa, tras sacudirse los nombres que le habían endilgado otros y con los que no se sentía bien. Cuando decidí firmar como Gabi, solo conocía la historia de Whitman, pero el paso de los años me ha regalado este hilo que vincula a personas que reivindicaron su autonomía desde la elección del propio nombre mostrando su disposición a abandonar el orden, la ortodoxia, el centro, cuando lo creyeran sensato. Y si Thoreau se negó a pagar impuestos, Kopenawa rompió el molde de la tradición oral de su pueblo al pedir a Bruce Albert que escribiera sus historias en un libro: La caída del cielo. «Me hice chamán para poder curar a los míos», dice el yanomami. Por eso, al deducir que plasmando su ideario en un libro podía proteger mejor a los suyos, acudió a Albert. Algunos lo han llamado traidor. Otros, vanguardista. Un ejemplo de adaptación al medio. De Inteligencia Natural. La LiterNatura también expande voces humanas así, tan silenciadas como la naturaleza que habitan, portadoras de una sabiduría ecosistémica que millones desconocemos. Indígenas jóvenes, con frecuencia educados en la ciudad, ya escriben sus propios libros manteniendo la mirada excéntrica, como el
«Cuando decidí firmar como Gabi, solo conocía la historia de Whitman, pero el paso de los años me ha regalado este hilo que vincula a personas que reivindicaron su autonomía desde la elección del propio nombre mostrando su disposición a abandonar el orden, la ortodoxia, el centro, cuando lo creyeran sensato»
limeño descendiente de los kukama kukamiria Joseph Zárate, autor de Guerras del interior, donde atiende a la desbocada explotación de madera, oro y petróleo en su país. Zárate parte del periodismo, pero está profundizando en la poesía documental e investigando formas de «dar voz a la gente de una manera sutil, con un impulso poético sin renunciar a la fuerza de los datos y la memoria histórica». Dice que le gustaría que la crónica latinoamericana «difunda otras formas de ver el mundo. Leer más crónicas hechas por personas negras, por gente de las comunidades indígenas, por autores de las disidencias sexuales». Cuyos relatos expresarán naturalezas ignotas. La formidable novedad de indígenas que escriben para contar historias propias conecta con libros que expanden la voz de otros silenciados habituales, dígase una puercoespina, una tángara o un jaguar. La reciente ganadora del premio Sor Juana Inés de la Cruz, María Ospina, y el también colombiano Santiago Wills, permiten acceder a la emotividad animal, a sus relaciones y estrategias de supervivencia concediéndoles el trato de «persona» que en varios países ya distingue tanto a animales como a ríos, montañas… Autores que afrontan el enorme desafío de hacer atractivos a protagonistas hoy ninguneados pero que descienden de los perros Cipión y Berganza imaginados por Cervantes, de Moby Dick o los lobos de Jack London. Sin olvidar a virtuosos de las raíces como
Paco Calvo, que en su Planta Sapiens ha revolucionado nuestra mirada botánica introduciéndonos a nada menos que la Inteligencia Vegetal.
Los autores de LiterNatura han entendido que, más allá de la irremediable denuncia a los destrozos medioambientales, deben hallar vías para seducir a lectores no iniciados y vincularlos a esas naturalezas que hasta ahora observaron de lejos o ni siquiera contemplaban. Por eso, por ejemplo, Santiago Beruete se ha alejado por primera vez del ensayo para escribir un libro de relatos, aunque algunos de sus libros anteriores ya presentaran historias que parecían ficción. Los títulos de Beruete resumen la confianza que tiene en la seducción por la palabra: Jardinosofía Verdolatría Aprendívoros. Así titula a sus ensayos, que a la vez contienen gran cantidad de palabras nuevas, destacándose como un titán del neologismo, zapador de híbridos verbales que invitan a crear más.
Sobre el decisivo uso del lenguaje, el antropólogo Aníbal G. Arregui señala un episodio de la versión española de El principito que ayuda entender muchas cosas:
–No puedo jugar contigo –dijo el zorro–. No estoy domesticado.
–¡Ah! Perdón –dijo el principito. Pero, después de reflexionar, agregó– ¿Qué significa domesticar?
–Es una cosa demasiado olvidada –dijo el zorro–. Significa crear lazos.
Arregui indica que, en la versión original, Saint-Exupéry utilizó la palabra apprivoiser, que significa «domesticar» pero también «amansar». Esa es la acepción que eligió Saint-Exupéry, basta leer el tono de su historia. Al emplear apprivoiser, «el zorro no pide la domesticación de la especie Vulpes (…) pide una intervención más personal. Pide una intervención que los haga únicos en su relación». Sin embargo, el traductor hispano interpreta que la relación humano-animal debe producirse desde el dominio de uno y, por tanto, el sometimiento del otro.
Arregui lo expone en su Infraespecie, un libro que cuestiona lugares comunes y símbolos. Comienza así: «Darwin era un brillante racista». A continuación, brinda ideas y ejemplos que abogan por la interlocución con nuestro entorno más allá de la raza y la especie, en una decidida apuesta por «las relaciones no convencionales». Las que podrían cambiar el relato, quizás hacer un mundo más justo y sano. Pone como ejemplo el productivo diálogo entre el chamán Kopenawa y el climatólogo António Nobre; la teoría de la bomba biótica, con la que los rusos Anastassia Makarieva y Viktor Gorshkov han invertido los modelos meteorológicos tradicionales probando que los ciclos hídricos de la biosfera determinan la circulación del viento o la lluvia, y no al revés; las relaciones cordiales que los pescadores mantienen con
el delfín rosado en la Amazonia, o los vecinos de la barcelonesa montaña de Collserola con los jabalíes.
«Estamos, probablemente, ante el final del Antropoceno», dice Arregui, intuyendo que el cambio climático y las amenazas nucleares –ambos fruto de una nefasta gestión humana del entorno– liquidarán pronto el mundo que conocemos obligándonos a entender más profundamente a los seres no humanos… y a los excéntricos, si aspiramos a sobrevivir. Es en los intermedios y el margen donde se juega el futuro, en la mezcla iluminada, y eso afecta a las narraciones. De ahí viene Delta, mi libro sobre el año que pasé en la última casa antes del mar en la isla de Buda, una de las primeras que el Mediterráneo inundará en el delta del Ebro, donde la costa desaparece a un ritmo de diez metros por año. El fango fértil que proponen los sedimentos, la idea de final (del río) y principio de algo más grande (el mar), la de frontera geográfica y la intención de dar voz al coro no solo humano empleando estadísticas que convivieran armónicamente con una tensión lírica y con las emociones de las personas que habitan ese espacio agonizante dio lugar a un libro que pone a muchos márgenes en el Centro con una estructura de apariencia sinuosa y, sin embargo, creo, bien arraigada.
Hace veintipico años me incluyeron en alguna vanguardia. En aquel momento me pareció extraño, un artificio, no hallaba demasiados paralelismos entre mi obra y las demás, pero
con el tiempo he comprendido que presentar a remesas de autores chisposos incita al debate literario y estimula el interés por la prueba, por lo exótico. Hoy, que reconozco claramente en Delta una propuesta transformadora mucho más sólida que cualquiera mía anterior, no escucho hablar de vanguardias. ¿La vanguardia ya no tiene quien la escriba? Como mucho, se habla de temas. De temas de moda: Los feminismos. La Inteligencia Artificial. Muy bien. Pero, ¿y la estética? ¿Dónde queda la belleza? ¿La transgresión formal y estructural? ¿El desafío? ¿La propuesta esencialmente innovadora?
Delta bebe de todo lo escrito aquí para, de manera solapada, sin exhibiciones pero haciendo temblar la forma, deslizar una mezcla de registros, géneros y voces que abrace la totalidad de un espacio. Si, hasta ahora, al hablar de novela coral aludíamos a los seres humanos, en Delta he intentado que se exprese el ecosistema entero proponiendo un coro biodiverso. Aportar una obra que refleje el signo de los tiempos incluyendo a todos los seres, con los afectos y tensiones que los enlazan.
Esta invitación llega junto a las de Ospina, Zárate, Beruete, Mónica Ojeda o Wills; junto a las de, en otras lenguas, Kopenawa, Paul Kingsnorth, Robert Macfarlane, Annie Dillard, Philip Hoare o Robin Wall Kimmerer, esbeltos excéntricos que, desde sus laboratorios silvestres, están proponiendo letras como raíces frescas, perfumadas con un aire nuevo, heraldos de lo que vendrá.
Imagen de la cabaña donde Henry David Thoreau se recluyó, a orillas del lago Walden, que inspiró su libro del mismo título.
NARRATIVA MULA: HACIA UNA POÉTICA ANIMAL
por María Sonia Cristoff
El primer día nos miramos, más bien tanteamos, de lejos. Con cautela, con una intriga sosegada. Con sospecha. Yo había recién llegado a la casa de Eme, mi amiga de toda la vida, la que nunca quiso irse del Sur salvo por viajes puntuales de trabajo como este que está haciendo ahora, una campaña paleontológica que iba a dejar su casa huérfana por meses, una maravillosa oportunidad para cambiar mi escritorio de sede y terminar esa novela en ciernes a un ritmo que Buenos Aires no me permitiría jamás. Así fue que llegué esta vez al Sur. Sin saber que, además de la casa, tendría también que cuidar una mula. Mientras terminaba de armar su bolso, Eme minimizó mi escozor. Es tranquilísima, me dijo, la dejás andar por ahí y ni te enterás de que existe. El sol empezaba a caer. Me serví un vino y, mientras repasaba mentalmente otras casas en las cuales podía pedir asilo en estos días de residencia patagónica, me puse a mirar por la ventana ese patio amplio que tanto me gusta, un patio generoso ahora claramente convertido en dominios de la mula, una mula que justo en ese momento levantó la cabeza para mirarme.
La encontramos en la meseta la última vez que salimos de campaña con dos colegas, agregó Eme cuando apareció rauda desde su cuarto para servirse, ella también, una copa de vino, andaba como desorientada, como buscando, agregó, una mujer de por ahí me dijo que había sido la gran compañera de un puestero que había muerto hacía un tiempo, uno de esos solitarios que genera la meseta, vos viste, un hombre que la había tenido como a una mascota, en el sentido de enseñarle cosas digo, de comunicarse con ella, algo rarísimo frente al desapego que la gente de campo suele tener con sus animales, pero quién sabe si es cierto, de hecho yo la tengo conmigo hace como cinco meses ya, y no se ha dignado ni siquiera a mirarme, con eso te digo todo. Le puse Fresca de nombre, pero hasta ahora no se ha dado por enterada. La mujer esta me contó que realmente estaba en un estado catatónico cuando la encontraron al lado del puestero, que por lo visto había
muerto de un ataque al corazón hacía rato ya, más de un mes, solo que nadie se había enterado porque en el invierno es difícil llegar hasta ahí, a veces ni los repartidores de bolsones de comida se animan, esas cosas de la meseta, en fin, a lo que voy es que en todo ese tiempo Fresca se quedó al lado del puestero, sin moverse, sin comer casi, una historia tremenda, me partió el alma, por eso me la traje. Ese es el problema de tener amigas de toda la vida, pensé yo, tomando otro trago, saben bien dónde golpearte para que cedas.
A la mañana siguiente elegí una mesa en la cual improvisar mi escritorio en casa ajena, uno de los rituales de preparación de la novela que más disfruto. Me llené los pulmones de aire fresco, me preparé un buen té. Leí con dicha el cartel que me había dejado Eme antes de partir, al alba. Hay pan fresco en el horno. A lo largo de los días siguientes leí con menos dicha, en cambio, la novela en ciernes que planeaba trabajar acá, setenta páginas que narran las peripecias de una mujer que un día encuentra una boa gigante circulando por las escaleras de su edificio, setenta páginas con las que ahora me encontraba por primera vez después de meses. En mi forma usual de narrar, para este punto de la novela en el que estaba ya habría dado con un material documental -un caso o un personaje o un hecho o una serie de casos o de libros alrededor de un tema, etcétera- con el cual esa ficción inicial hubiese empezado a conversar, a intercambiar, y así, de ese intercambio hubiese surgido la chispa, la combustión que irradia, que expande, y en algún momento yo hubiese empezado a encontrar las formas de que esa conversación se explicite en la novela, esos restos de lo real pasen a formar parte de su entramado. Pero, esta vez, ese material documental no aparecía, se me volvía esquivo y, sin eso, me sentía como en una emboscada, en un punto en el cual no había forma de seguir, de expandir. ¿Y qué otra cosa es la novela, o al menos la novela que a mí me interesa, sino una posibilidad ilimitada de expandir, de irradiar, una posibilidad a la que solo por convención, por proto -
colos de circulación del libro, le ponemos un final? ¿Qué había pasado entonces con esa materia viva, con ese organismo en el que se gestan las irradiaciones, las derivas?
Hoy, décimo día de mi supuesta residencia de escritura, siento que la emboscada afila sus garras, que no hay modo de salir de ahí. Camino por los pasillos mascullando tor -
mento hasta que doy con la manta justa, y salgo al patio. El aire helado me sacude, me despeja, me recibe bien. Mañana voy a salir a caminar al alba, planeo. Caminata frenética: no falla cuando se trata de esos momentos en los que la escritura se traba. El cielo del Sur es increíble también de noche, pienso, mientras me tiro en el pasto y entrego mis ojos abatidos a uno de mis juegos favoritos de infancia, la búsqueda de las constelaciones más recónditas. No doy con ninguna, salvo con la omnipresente Cruz del Sur.
Alguien me dijo una vez que, en la cosmogonía mapuche, es vista como una constelación de caza a la que llaman La Huella del Choique, y me contó una historia de la que me gustaba acordarme precisamente cuando era niña, en la cual el choique lograba huir de un cazador que lo tenía acorralado frente a un precipicio montándose en un arco iris que de pronto se formaba entre dos peñascos. No sé cuántos minutos pasan antes de sentir una proximidad inquietante. Me levanto de un salto, con el morro de Fresca en primer plano, y más allá sus ojos curiosos, levemente asustados también. Tan absorta estaba en mis maromas mentales que no me acordé de que andaría por ahí, de que en realidad me estoy metiendo en sus dominios. Cuán territorial puede llegar a ser una mula, pienso, un poco calculando la distancia hasta la puerta, asustada, irremediablemente urbana. Me cubro la cabeza, me agarro fuerte de la manta, como si eso pudiera ser escudo de algo. Desde ahí hago un repaso involuntario en forma de ráfaga de las cosas que me comprometí a hacer por Fres -
ca, desde la tina de agua que está en el fondo y que nunca debe estar a menos de la mitad hasta las zanahorias que le dejo cerca de los cacharros una vez por día, y de las manzanas también. Manzanas increíbles de ricas. Me doy cuenta de que estoy confiando en una lógica absurda, además de tontamente antropocéntrica, una lógica de intercambio de no agresión por los buenos tratos recibidos. Escucho que Fresca rebuzna. Qué se traerá entre manos, más bien entre patas. Sé que pueden patear, que pueden morder. Me llevo los brazos a la cabeza, como para cubrir al menos esa zona. Tendría que mostrar superioridad, autoridad, hacer señas para que entienda que mejor no meterse conmigo, como te enseñan en los Parques Nacionales, pero no atino a eso, apenas me animo a correr un poco la manta de mis ojos y espiar. Justo en ese instante Fresca hace un movimiento con sus patas, un movimiento que en un punto me hace acordar al de los camellos cuando bajan su altura para que alguien los monte, y después, muy pancha, se acuesta a mi lado, bien pegada. Al principio casi no respiro, suspendida entre la sorpresa y la tensión y la felicidad. Después me voy relajando, de a poco. En algún momento, con la noche ya más entrada, le digo, le confieso: mi novela se ha empacado como una mula, una mula como vos.
Después, en algún otro momento, entregada ya al ritmo de esa respiración conjunta en la que, siento, Fresca y yo nos embarcamos, en ese calorcito mutuo bajo las estrellas, me acuerdo de un manuscrito que leí hace no tanto para un concurso de narrativa en el que fui jurado, y en el cual su autora, Camila Vázquez, presenta a su texto, Cruza el título, como fronterizo, una mezcla de biografía y diario de sueños y notas de lectura, y en un momento, haciendo referencia a esa mezcla, esa cruza, se pregunta si llamarlo bicho híbrido, o si mejor llamarlo directamente mula porque, como sabemos, la mula surge de la cruza de una yegua y un burro, es un animal que ya de entrada apuesta a la hibridez, la apertura, la impureza, lo inesperado, lo desubicado, y yo pienso recién hoy, al calor de este contacto, que sí, que es una muy buena idea hablar de mulas para referirse no solo a ese texto sino a todas estas narrativas híbridas en las que por suerte somos cada vez más, narrativas que, en su mezcla, encarnan una perspectiva distinta, una habitada por una subjetividad que se abre a lo otro, una que desbarajusta el paradigma antropocéntrico heredado de la Modernidad, una que -retomando lo que proponen autores como Vinciane Despret y Baptiste Morizot y Paula Fleisner- podemos llamar animal en tanto deja de poner al hombre y sus necesidades depredadoras en el centro de todo, en tanto asume que somos una parte
más de este sistema múltiple al que llamamos Tierra, un sistema que nos constituye y que no es, o que no debería ser, una usina de recursos sino un hogar.
Precisamente esa es la perspectiva que habita estas narrativas mula en las cuales no hay uno de esos héroes con elementos punzantes avanzando en su camino tanático -matriz narrativa favorita del antropocentrismo-, uno de esos héroes de los que habla Ursula K. Le Guin en La teoría de la bolsa de la ficción , no hay idea de progreso -ideología favorita de tantos males que vienen con el antropocentrismo- en el camino de ese héroe ni de progresión de la trama, sino que más bien hay un sistema de combinaciones, de diálogos, de desvíos, de superposiciones, de cosas que se van por las ramas, que pierden el tiempo tan valorizado por la cultura de la acumulación y del rendimiento, que no tienen apuro por llegar a ningún lado ni por producir ningún efecto predeterminado, que se transforman, que provocan una irradiación de novelas que devienen ensayos, de crónicas que devienen autoficciones, de cuadernos de notas que devienen microrrelatos, de biografías que devienen nouvelles , y así sucesivamente, las combinaciones son múltiples, una alquimia que desbarajusta las jerarquías reinantes, que propone destronar el dominio de la voz unívoca a fuerza de abrirse a multiplicidad de voces, de formatos. Porque precisamente de cambiar radicalmente de perspectiva en todos los órdenes es de lo que hablamos hoy cuando hablamos de abrirnos a lo animal, no solamente de convertir a los animales en tema central o de dormir con ellos a nuestro lado. En todos los órdenes y en todas las prácticas. Desde la práctica de la escritura, entonces, no se trata de bogar por lo animal, de convertir a los animales en protagonistas pero a la vez de seguir apostando a novelas o narrativas que en el fondo siguen siendo fieles a esa idea de mundo intrínsecamente ligada al reinado antropocéntrico, no se trata de eso para nada: el cambio de perspectiva radical del que hablo, el que proponen las narrativas mula, se traduce en textos disruptivos ya desde lo formal, novelas que entienden que las formas en sí mismas postulan perspectivas de mundo y que desde allí dinamitan el modelo antropocéntrico y sus jerarquías de poder asociadas, novelas en las que la especie humana y sus necesidades y sus problemáticas dejan de ser dueñas y señoras, novelas que incluso hasta pueden llegar a prescindir de un animal como personaje central pero que no prescinden nunca de una perspectiva de mundo en la que la especie humana haya dejado de ser dueña para pasar a ser una huésped más, una que reconoce la interdependencia con otros seres y sistemas que la mantiene viva.
Esto de dormir al calor acompasado de un cuerpo animal ayuda a sintonizar esa perspectiva, no voy a negarlo, sobre todo si ese animal es una mula, uno que está casi cayéndose de la idea del mascotismo, pataleando para recordarnos que no somos sus dueños como nos quieren hacer creer por ahí. Tan feliz estoy con este fenómeno inesperado que me quedo dormida, me quedo dormida como quien siente confianza, me quedo dormida y sueño que Fresca anda por los caminos convertida en uno de sus ancestros, un burro, pero no cualquier burro sino Lucio, el protagonista de las Metamorfosis de Apuleyo, esa novela previa a la Modernidad y a tantas otras cosas, la historia de un muchacho intrigado por la magia que quiso convertirse en un pájaro magnánimo pero que en cambio, por unos pases de hechicera, se convirtió en burro, y desde ahí, desde su mirada a ras de la tierra, nos va contando sus peripecias, un deambular que constantemente se abre hacia relatos enmarcados que no son más que desvíos de la trama principal -una trama que a mí personalmente no me interesa en lo más mínimo, que de hecho se va hacia una zona que no me convence para nada en cuanto Lucio deja de ser burro, es decir de estar bajo los designios del hechizo que le dio forma animal- y es en uno de esos desvíos en los que, en el sueño, de pronto escucho una voz, una voz que me dice que ya encontró la forma de resolver el empaque de mi novela, una voz que reconozco como de Fresca que me habla convertida en burro en versión onírica, o que me habla por telepatía de cuerpos en esta noche estrellada, quién sabe, porque, como dice Eduardo Viveiros de Castro, existe también una metamorfosis que consiste en activar en nosotros los poderes de otros cuerpos animales, una voz de Fresca en tanto musa, en fin, una musa que pasa a revelarme un material documental interesantísimo, deslumbrante, un material que, de pronto me queda claro, ya encontrará la forma de dialogar con mi historia ficcional en ciernes, que ya dará con la manera de desviarla, de abrirla hacia otras constelaciones para que, entonces sí, se produzca el intercambio, la chispa que irradia.
INTERÉS Y PERSPECTIVA: NOTAS SOBRE EL DESEO DE ANIMALIZAR A LOS ANIMALES
por Berta García Faet
Los animales están por todas partes… en nuestra imaginación.
Casi sólo en nuestra imaginación.
Es conocida la tesis de John Berger: a menos presencia, digamos, física, más presencia imaginada: que si cuentos para niños, que si anuncios, que si animal print... (Un aparte: los zoos estarían al margen, como emblema de lugar físico en el que lo que se fuerza a los animales a mostrar de sí mismos poco o nada tiene que ver con ellos mismos.) (Lo de los animal print es de mi cosecha; mi vestido estampado de leopardo me hechiza y confunde.)
Pero depende de qué tipo de animales estemos hablando, claro: los domesticados para la explotación, los domesticados para la compañía, los no domesticados, los llamados «liminales» (que no están domesticados pero que dependen de los entornos humanos)... Y depende del lugar desde dónde hablemos: ciudad o campo (o fábrica de ciudad o de campo); los (mal) llamados «primer mundo», «segundo», «tercero», «cuarto»... Si hablamos desde el norte global (vuelvo a Berger): a medida que, con la Modernidad, los humanos (cada vez más urbanos) fuimos perdiendo el contacto diario con los otros animales (cada vez más alejados: allá retirados en las granjas rurales o allá confinados en las macrogranjas industriales, o en sus reinos: bosques, selvas, océanos), empezamos a obsesionarnos con ellos. Desde el recuerdo (que es mentiroso) y el deseo (que ídem). A un lado, la presencia física; a otro, la imaginada. ¿Pero cuál es su distancia? ¿Podría no haberla? ¿Podría no haber mentiras?
En todo caso, se ha criticado el rigor histórico de esta idea. Por ejemplo, por las explicaciones causa-efecto y líneas temporales que propone. O porque si bien sí ha disminuido el contacto cotidiano con ciertos animales, a saber, los explotados y los salvajes (que se han reducido en número y diversidad), al mismo tiempo se ha disparado nuestro contacto con las mascotas y los liminales.
En este momento estos matices no me importan, y además caben más críticas. Lo que me importa aquí es insistir en que,
en efecto, desde cuando sea y por doquier, los animales copan nuestra psicología, nuestras metáforas. Paradoja: lo hacen («lo hacen» es lenguaje figurado: se lo hacemos hacer) de una manera escandalosamente antropocéntrica.
O sea, volviendo: (a menos) presencia física vis a vis (más) presencia imaginada. O mejor dicho: a menos presencia física, más presencia irreal. (Otro pero a Berger: cuando había más presencia física de los humanos con ciertos animales, ¿de verdad había menos presencia imaginada, y era menos irreal?)
Digo «irreal» no en el sentido de que el mundo de lo simbólico no sea real (Emma Bovary es real). Digo «irreal» en el sentido de que la mayoría de los símbolos animales que circulan por nuestras creaciones poco o nada tienen que ver con los animales: son nuestras proyecciones. (Reconocemos que Emma Bovary es real, en primer lugar, porque está en un libro y un libro es real; porque gracias al libro está en nuestra mente y nuestra mente es real; y por último porque hemos conocido a, o nos hemos conocido en, Emma Bovary también una vez cerrado el libro.)
Lo que quiero decir es que, muy a menudo, nuestro poco o nulo contacto diario con muchos de los animales con los que hasta hace poco (como sujeto colectivo) teníamos contacto diario nos lleva a tenerlos constantemente en la boca... pero de un modo que evidencia que no decimos más que mentiras. Sin verosimilitud. De un modo que prueba que lo que más nos importa de los animales es cómo nos sirven, ya sea como comida, ropa, etc., ya sea (mi foco en estas páginas) como tropos de otra cosa: nuestras cosas.
No siempre es así. En los últimos años vengo fijándome mucho en qué pasa en ciertas obras literarias, en especial en las contemporáneas. ¿Desean algunas, y lo consiguen, conocer a algunos animales al margen de nuestra manía autoproyectiva? ¿Desean y consiguen animalizar a los animales? No diré «reanimalizar», porque quién sabe si alguna vez nos atrevimos.
Voy ubicando estas obras en un continuum de antropocentrismo/no-antropocentrismo. En el extremo derecho, el máxi-
mo. En el izquierdo, el mínimo. Tengo en cuenta dos criterios: el interés y la perspectiva
Llamo «interés» a la curiosidad por los o algunos animales, que se convierten en los objetos (reconocidos como sujetos) de tu afecto, o bien de tu afecto y (énfasis en y) conocimiento. Una aventura ética.
Llamo «perspectiva» a la estructura de afectos y conocimientos que se ponen en marcha en ese acercamiento, es decir, a si tienes en cuenta el punto de «vista» (aunque la palabra «vista» se queda muy corta) del otro, su Umwelt (con Jakob Johann von Uexküll): cómo percibe la existencia. Una aventura ética y epistemológica.
(Alucinación lo de von Uexküll: ¿qué es ser –¿o estar, cabría conjeturar, si nos atrevemos a imaginar?– una garrapata?)
Veamos dos casos nítidos, antes de pasar a los borrosos.
Un ejemplo de exagerado antropocentrismo: la tradición de las fábulas animales. En ocasiones los animales adquieren valores imaginarios que no se basan ni siquiera en la observación más superficial de sus vidas. Por ejemplo, cuando se dice que los cerdos son sucios. La propia palabra «guarro» o «puerco» es sustantivo de cerdo y adjetivo sinónimo de asqueroso... cuando resulta que, en realidad, los cerdos son muy higiénicos. Otras veces estos valores imaginarios tienen algún fundamento, aunque esté manipulado y resaltado arbitrariamente: se dice que los perros son fieles (¿por qué no decir lo mismo de las vacas?) y muy listos (¿por qué no decir lo mismo de los cerdos?).
Un ejemplo de muy lograda retirada del antropocentrismo: el libro (entre la novela y los cuentos) Solo un poco aquí de María Ospina Pizano. Es un caso admirable para aclarar un par de puntos. El primero: que una obra demuestre apego y atención por los animales no significa que deba demostrar indiferencia por esos otros animales que somos los humanos. El segundo: que una obra quiera poner en práctica el descentramiento de la mirada humana no quiere decir que lo pueda conseguir de manera absoluta, y eso está bien.
Aquí es relevante traer a colación a Thomas Nagel y su famosísimo artículo «¿Cómo se siente ser murciélago?», una pregunta básicamente equivalente a la de (volviendo a los términos que he propuesto) si es posible no sólo tener interés por los animales sino también dar cuenta cabal de su perspectiva. Nagel defendió que los humanos no podemos responder a su pregunta (ni nadie que no sea un murciélago) y que, en conclusión, la respuesta a mi pregunta es que no. El argumento es que (volviendo a von Uexkhüll) nuestro Umwelt es tan y tan distinto del de los murciégalos que no hay manera de superar esta inconmensurabilidad (e inefabilidad). Jamás sabremos cómo se siente ser un mamífero con alas que se orienta y come gracias a la ecolocalización. Bueno, han pasado casi cincuenta años desde su publicación y ha llovido mucho debate desde entonces. Estoy sin fisuras con aquellos que no se amedrentan ante estos supuestos límites epistemológicos. (Añado: ¡envío maldiciones a quienes aducen límites epistemológicos para levantar límites éticos!)
Tres argumentos:
En primer lugar: en puridad sé (¡más o menos!) qué se siente al ser Berta García Faet, pero no tengo ni puedo tener idea de qué se siente al ser ni tú, lector (que estás vivo), ni Gustave Flaubert (que está muerto), ni Emma Bovary (¿que está viva, que está muerta?). Y sin embargo... claro que sí tengo y puedo tener idea, porque me lo imagino. Con cuidado. Imagino desde mí, pero eso no significa que no pueda llegar desde mí, y conmigo, y con cuidado, al otro.
En segundo lugar: lo mismo con las existencias no humanas. Porque, de todas maneras, tampoco hay una frontera clara entre lo humano y lo no humano (ni entre una especie y otra, ni entre nada y nada). El interés y la imaginación informada pueden ayudarnos a comprender las perspectivas no humanas. No es una paranoia: es ciencia. Bueno, es una paranoia, y es ciencia. Sin duda, los científicos que nos describen cómo es la vida de un berberecho, un ratón o un gorila lo hacen desde los límites epistemológicos que supone tener un cerebro (un cuerpo) humano, y sin embargo no debemos ponernos quisquillosos con esos límites: todo lo que existe es un evento en interacción con otros eventos, no hay manera de conocer sin interaccionar (no hay manera de existir sin interaccionar). Es más, como plantean muchos de estos científicos y filósofos de la ciencia (tal vez una de las que lo ha hecho con más profundidad y belleza es Vinciane Despret), no se puede conocer al otro sin afectarlo y afectarse por él. ¡Por tanto!: abajo la neutralidad (no existe), arriba el bombeo de nuestra inteligencia, desperezándola hasta que
pueda tocar a las otras inteligencias. Unas y otras están emparentadas, así que...
En tercer lugar: hay ciertas obras literarias que han logrado cumplir la promesa de estos intentos, por lo que entramos ya en el terreno de los hechos consumados.
Volviendo a Ospina: la escritora colombiana nos cuenta las vidas de unas perras, una tángara, una puercoespín, un escarabajo. A menudo en relación, sostenida o fugaz, definitoria o no, con seres humanos de lo más precisos, con sus circunstancias, personalidades, errores, anhelos. Y no pasa nada: en general, la presencia de esos humanos no opaca ni instrumentaliza simbólicamente la presencia de los otros animales (en alguna ocasión, sí; ahí es cuando la novela menos me convence, cuando insiste demasiado en una especie de paralelismo alegórico y moral entre los distintos seres que se cruzan, por ejemplo las aves migratorias y los migrantes humanos «ilegales»). La voz narrativa es concienzuda y alcanza un equilibrio extraño. Se pega, podríamos decir, lo máximo posible a la subjetividad de las perras, la tángara, la puercoespín, el escarabajo. Y sin embargo ese «máximo posible» no se autopresenta como irrevocable. Al contrario, la voz narrativa, que sigue tan de cerca la subjetividad de cada animal (como miembro de una especie y como individuo con su historia personal e intransferible), todo el tiempo llama la atención sobre sus dudas y sobre el carácter posible
(que no necesario) de sus retratos. Por eso dice tanto «quizás», «tal vez», «será que...», «quién sabe si...», y hace preguntas. En otras palabras: es una voz narrativa que se reconoce como inevitablemente también (énfasis en también, con Despret) humana. Ahora bien, la hondura e importancia de su novela está en que es patente que Ospina ha querido aprender mucho sobre cómo es (con von Uexküll) el «mundo circundante» de cada uno de estos animales. La perspectiva específica de cada especie y la creación de la historia de cada ser singularísimo que la autora logra articular se percibe modulada por un interés genuino que rezuma embeleso, respeto, atención y estudio. Y sí, muchísima imaginación. Estética y ética y epistemología (y hasta metaética y metaepistemología) apretadas como un nido. Una novela (vuelvo a von Uexküll) alucinante.
Regreso a mi continuum. En él he podido ubicar bastantes obras que en los últimos tiempos me han interpelado, obras tanto propiamente literarias como científicas o filosóficas. Diría, no obstante, que la mayoría de las literarias se encuentran en el lado derecho del continuum; aunque, ojo, no por ser más bien antropocéntricas han de dejar de ser valiosas: el problema es cuando se autopresentan o se leen como lo contrario. Diría, además, que la mayoría son casos mucho más difusos que los dos que acabo de presentar. Combinando estos dos criterios de (más o menos) «interés» por los animales en cuanto tales (versus directamente en cuanto símbolos de lo humano) y de «perspectiva» (más o menos) amplificada en relación con el Umwelt humano (versus no), reconozco tres grandes tipos de animalidades literarias, y una cuarta que está naciendo. Se ubican en el continuum de muy variadas maneras según cómo sea su propuesta.
En la primera, los animales no humanos son puras metáforas de lo humano, aunque la elección retórica pueda denotar una sentimentalidad positiva hacia ellos (pero no necesariamente). Como he dicho, la tradición de las fábulas suele ser muy antropocéntrica. No obstante, en algunos casos los autores se muestran hiperconscientes de lo problemático de este uso y abuso de los animales desde lo simbólico y se muestran autocríticos, irónicos o sarcásticos, por lo que su localización en el continuum sería algo más espinosa. Podemos pensar en Anne Sexton y su «Bestiary U.S.A.», Nicolás Guillén y su El gran zoo o (mi ejemplo favorito por cuanto busca una suerte de revancha anti-humana) Ángel González y su poema «Introducción a las fábulas para animales». Leo también desde estos postulados no la novela La perra de Pilar Quintana sino a su protagonista humana, quien nos demuestra, con gran turbiedad, qué violenta puede llegar a ser la autoproyección humana en los otros animales.
En la segunda, los animales se abordan desde la noción de otredad, y esto suele hacerse en bloque: se habla de «el animal» o «lo animal»; menos veces, de las ardillas y los corzos; menos todavía, de esta ardilla y este corzo. Un tema complicado, el de la otredad, porque también es mismidad, de tal manera que puede dar como resultado escrituras muy anti-antropocéntri-
cas, muy antropocéntricas, o incluso ambas cosas a la vez. En estas obras los animales suelen funcionar como contraste de lo humano. Y por esto mismo los animales suelen ser definidos como lo contrario de aquello que es (supuestamente) lo definitoriamente humano: la capacidad del lenguaje. Aquí sitúo, aunque sea con brocha gorda (habría matices que desarrollar), a Jacques Derrida y el tratamiento que hace de su gata, creo que a su pesar (y creo que a su pesar, igualmente, todavía en diálogo con Heidegger y hasta con Descartes), y con menos matices a Giorgio Agamben. Pero lo mismo que los animales se conceptualizan como divergencia de lo humano, se conceptualizan en paralelo como una especie de esencia escondida, a la que a veces se puede reacceder y a veces no, para bien y para mal (el inconsciente, lo primitivo, las pulsiones, la fiereza... incluso la inocencia). En el plano literario, por ser menos propositivo que el filosófico, la cosa está más liada, y podría pensarse, por ejemplo, en cómo los animales han representado el no-lenguaje desde la noción del mero silencio como carencia pero también desde un cierto «lenguaje otro» (incluso como detentores o intermediadores del «lenguaje divino», pura e informe abundancia). Lo cual iría en la línea de contraponerlos a los locuaces, prosaicos humanos. Sin embargo, han representado asimismo la soledad o la desorientación existencial que resultan ser también humanas; la poesía de Blanca Varela y de Olvido García Valdés han sido bastante estudiadas según estas coordenadas o parecidas (aunque ambas podrían leerse al mismo tiempo según la próxima animalidad).
La tercera animalidad tiene que ver con explorar la relación humano-animal con un ser animal concreto, que suele ser (aunque no siempre) una mascota. En este tipo de obras suele haber mucho interés por ese animal, objeto/sujeto de alta intensidad afectiva y entrelazamiento mutuo de las vidas, pero no tiene por qué pretenderse discernir su Umwelt, de tal modo que el apego no suele venir de la mano de un esfuerzo de conocimiento y por tanto tampoco de la aspiración de plasmar la otra perspectiva. Mucho más cerca del sí que del no de la búsqueda anti-antropocéntrica está la mencionada obra de Ospina, aunque también puede pensarse en casos más ambiguos como la novela Flush de Virginia Woolf. Por supuesto, siempre es una cuestión de grado, pero digamos que lo que prima es el recrearse deleitosamente en una relación interpersonal. En algunos casos, pareciera que la intención tiene que ver con esta utopía, la de captar y honrar un amor entre dos seres distintos, el humano y «su» animal, pero es frecuente que el tiro salga por la culata: sucede que la escritura se espesa con alegorías muy humanas, y el animal no habla sino para hablar de «su» humano y de cómo, en rigor, no puede hablar (o sea, de cómo el animal es el otro de «su» humano). Sé que soy injusta leyendo Cantos a Berenice de Olga Orozco (un conjunto de poemas-loas-elegías dedicados a su gata) desde estos parámetros sin más, pero para mí su retórica es tan pesada que deja poco lugar a la propia gata y al final del libro quedo con la sensación de que la gata no está. Encontramos casos más ambivalentes en el precioso poema
que Dámaso Alonso dedica a su perro «Pizca»... O en algunas escrituras metapoéticas que insisten en que la poesía es animal; pienso en el erizo de Derrida (criticado y criticable); en Dorothea Lasky y dos de los capítulos que incluye en su ensayo Animal, «The Beast: How Poetry Makes Us Human» y «The Bees»; y en la muy interesante propuesta de teoría literaria de Aaron M. Moe, en libros como Zoopoetics: Animals and the Making of Poetry (2014) y Ecrocriticism and the Poiesis of Form: Holding on to Proteus (2019).
Hay una cuarta animalidad literaria, que creo que está haciéndose, creciéndose. No diría que ha sucedido ya, diría que parece estar a punto de suceder o que está en sus primeros brotes. Que la que hay es brillante y que aún ha de brillar más. Es una animalidad literaria, que está en los libros, pero que se nutre de la vida afuera de los libros: en el contacto, en el activismo. Anclada en el recuerdo de lo remoto, o en el recuerdo de lo que vivimos hace media hora (decir, por ejemplo, «hace media le dije algo a esa vaca, ese cerdo, esa perra»), y sobre todo en un deseo que desea muy fuerte no decir mentiras. La anuncian la propia Ospina, o María Sánchez, o Gabi Martínez, o Isabel Zapata. Dice que la anuncia Haraway, aunque yo discrepo vivamente (creo que Haraway hace lo que Haraway dice que hace Derrida: incumplir su promesa). Estoy pensando en (estoy deseando) una animalidad literaria que politice las relaciones humano-animal. Que las politice en serio: necesitamos interés (conmoción, saberes); necesitamos perspectiva; necesitamos trenzar ciencias, humanidades (incluyo la teoría política y la filosofía del derecho) y artes. Ir más lejos desde las artes de lo que van desde las ciencias y las humanidades, «puentear». Siento una gran simpatía y admiración (no exenta de desacuerdos) por Peter Godfrey-Smith, Carol J. Adams, Will Kymlicka y Sue Donaldson, la propia Despret, Jonathan Safran Foer (reconozco que no les tengo tanto cariño a Peter Singer o Frans de Waal, por mencionar a los nombres más inevitables en los estudios animales). Pero necesitamos mucho más. Cuando hablo de politizar pienso en muchas cosas posibles y necesarias, e imagino todas esas cosas que deben de estar imaginando ya un montón de gentes increíbles. Pienso, por mi lado, en mi obsesión: el fetiche de la mercancía. Concepto marxista, cosa que ni me importa ni no me importa. Me importa algo muy real: la ocultación de los costes de producción de los productos animales para los propios animales. La ocultación de lo que pierden. Nos queda mucho por comprender sobre la complejidad (¡ni inconmensurable ni inefable!) de las vidas animales que torturamos para tomarnos nuestro helado favorito: dulce de leche.
Politizar: habrá que historificar, ilustrar, etologizar. Habrá que interesarse y habrá que entender qué es vivir para otras formas de vida. Menos filosofeo, más poemas, más cuentos. Habrá, sobre todo, que actuar. Más responsabilidad, menos autocomplacencia. Y rabia.
Tengo muchísimas ganas de leer esos libros.
LAS PALABRAS DEL LEÓN
por Santiago Wills
En agosto de 1931, un par de meses antes de la publicación de Las olas, su última gran novela, Virginia Woolf anotó en su diario la justificación del nuevo proyecto que acometía: «Creo que es una buena idea escribir biografías; hacerlas usar mis poderes de ‘representación realidad precisión’; y usar mis novelas simplemente para expresar lo general, lo poético. Flush está cumpliendo este propósito».
Woolf se refería a la biografía que estaba escribiendo sobre el adorado cocker spaniel de la poeta victoriana Elizabeth Barrett. El libro, publicado en octubre de 1933, alrededor de ocho años antes de que la autora se hundiera cargada de piedras en el río Ouse, sigue la vida del perro («Like a lady›s ringlets brown,/ Flow thy silken ears adown», lo describió Barrett en uno de sus poemas) y el cortejo secreto entre su dueña y el también poeta inglés Robert Browning. Es un texto innovador principalmente por su perspectiva, que utiliza un narrador en tercera persona cuya voz mezcla el tono formalmente neutral de un biógrafo con el punto de vista de un animal, evitando, al menos en ciertas partes del texto, la antropomorfización burda de las fábulas y cuentos infantiles en los que perros, gatos o conejos solían ser los protagonistas. En el libro, Woolf se esforzó por tratar a Flush con todos los honores que se le suelen conceder a las personas dignas de una biografía: consultó los orígenes de su familia—las raíces de la raza cocker spaniel—, revisó concienzudamente la correspondencia de Barrett y Browning para conocer la vida del perrito y, quizás lo más importante, intentó entender al animal, habitando su cuerpo, sus sentidos y sus emociones.
Flush percibe olores indescriptibles, escucha las violentas explosiones de los coches que pasan a su lado en la calle y ve el hedor de un humano ausente trazando espirales sobre la biblioteca. Al llegar a Regent’s Park, el cocker aprende lo que significa usar una correa, descubre que existen diferentes clases de perros—la distinción más básica: aquellos que usan correa y aquellos que deambulan libres por las calles—y considera la profusión de asfalto que reemplaza las camas de flores del campo. Naturalmente, no entiende muchas acciones humanas—la escritura es quizás la que más lo confunde—. Woolf podría haber dotado al perro de la poeta de lenguaje humano para hacerlo pensar de la misma manera en que lo hacemos nosotros, pero evitó esa clase de intrusiones en la mayor parte del libro. A grandes rasgos, Flush actúa, percibe y siente como un perro fidedigno. En otras palabras, se ajusta a
esa idea de «representación realidad precisión» que la autora creía que debía plasmar en una biografía. Flush era una obra seria que iluminaba la vida de un ser usualmente relegado a espacios menores.
Poco antes de la publicación, sin embargo, Woolf comenzó a ver el libro de una manera diferente: «Flush saldrá el jueves y estaré muy deprimida, creo, por la clase de elogios [que recibirá]. Dirán que es “encantador” delicado, femenino [ladylike]», escribió en sus diarios. «Y será popular… Y me disgustará mucho el éxito…». En una carta a la aristócrata y mecenas Ottoline Morrell, fue más allá: «Flush es solo a modo de broma. Estaba tan cansada después de Las olas, que me acosté en el jardín y leí las cartas de amor de Browning, y la figura de su perro me hizo reír, así que no pude resistirme a volverlo una Vida. Quería jugarle una broma a Lytton [Strachey, fundador del Grupo de Bloomsbury y autor del libro Eminent Victorians, cuatro biografías sobre figuras victorianas]—quería parodiarlo».
El giro era tal vez previsible. Durante siglos, la mayoría de los libros con protagonistas animales habían estado relegados al ámbito infantil, la interpretación banal o a simbolismos crudos, a menudo infantiles o banales. Los animales eran considerados objetos cómicos; seres simples, carentes de lenguaje, cuyas mentes apenas merecían el interés de los niños y las mujeres. Por lo menos desde Esopo, se usaban para disfrazar virtudes y vicios en la educación: depredadores como el lobo representaban la voracidad, la violencia y la maldad, y presas como la liebre eran ejemplos de astucia, vivacidad e ingenio. El hecho de que estos animales no fueran realmente así carecía de importancia. La realidad rara vez había sido un motivo de preocupación a la hora de representarlos.
Woolf probablemente temía que los lectores y críticos no fueran capaces de ver más allá de la idea tradicional del perro y que juzgaran el libro como una labor trivial, el juego inconsecuente de una mujer que no deseaba abordar temas más serios. Antes que quedar mal frente a gente como Morrell, la autora de La señora Dalloway, al parecer, desechó su aproximación a la mente animal y se plegó a una exégesis sobre esta clase de literatura que aún se mantiene en la mayoría de los círculos críticos.
Los animales siempre ejercieron una atracción profunda en los humanos. Las primeras representaciones artísticas de las que tenemos registro muestran los seres que nos perseguían, nos acompañaban o nos servían de alimento. En las paredes de la caverna de Leang Tedongnge, en Indonesia, se pueden ver cerdos dibujados hace más de 45 500 años junto a siluetas de manos de personas contra un fondo rojizo. Osos, rinocerontes y leones de más de 30 000 años de antigüedad adornan la cueva de Chauvet, en Francia, y venados, cangrejos y armadillos de hasta 25 000 años danzan junto a figuras humanas en los muros de arenita de la Serra da Capivara, en Brasil. En centenares de culturas, los primeros dioses fueron animales y, en otras tantas, existieron historias de chamanes, cazadores o figuras religiosas que se transformaban en lobos, ocas, serpientes, toros o jaguares para alcanzar sus—a menudo viles—propósitos.
A pesar de ese rol preponderante, las representaciones realistas de animales son escasas en la literatura. Es difícil encontrar el equivalente literario de las figuras de Tedongnge o Chauvet. Los miles de personajes animales a los que dieron vida autores como Pierre de Saint-Cloud, Kipling, Kafka, Beatrix Potter, Orwell o Siegmund Salzmann no son más que seres humanos disfrazados de otros seres—una práctica antigua, como ya se mencionó—. Los libros como Flush son la excepción. Incluso entre autores contemporáneos, cuesta encontrar obras semejantes, sea en la ficción o la no ficción. (Lo que no quiere decir que haya contraejemplos: American Wolf, de Nate Blakeslee, El lobo, de Joseph Smith, H de halcón, de Helen McDonald, The Tiger, de John Vaillant, Solo un poco aquí, de María Ospina Pizano…).
Hay múltiples razones para lo anterior, incluida la que le preocupaba a Woolf, pero me gustaría concentrarme en otras dos que están firmemente relacionadas la una con la otra. La primera es una cuestión práctica y tiene que ver con nuestra
ignorancia generalizada sobre la vida animal. Solo hasta hace muy poco, gracias a instrumentos como las cámaras trampa, el GPS, los hidrófonos, la visión nocturna, los drones y otros tanto más, hemos empezado a conocer el día a día de animales como el cachalote—antaño una mera fuente de espermaceti y una presa de los balleneros—, el dragón de Komodo, el albatros—«Que habita la tormenta y ríe del ballestero»—, la salamandra gigante o la anguila—cuyo lugar preciso de nacimiento, a pesar de nuestras tecnologías, todavía desconocemos—. La verosimilitud de una ficción animal depende de un mínimo de nociones sobre esas vidas, por lo que no es extraño que nadie se haya embarcado en escribirlas (ni siquiera me voy a referir al tema de los insectos y los demás invertebrados).
El otro impedimento es más problemático y tiene una raíz filosófica. Al menos desde Descartes, y por cuestiones bíblicas más que conocidas, se ha mantenido que no existe una mente animal o que, en el mejor de los casos, esta es incognoscible. El ensayo de Thomas Nagel, ¿Cómo es ser un murciélago?, o la célebre frase de Wittgenstein—«Si un león pudiera hablar, no lo entenderíamos»—resumen la posición más débil de esa postura. En breve, la idea es la siguiente: la experiencia subjetiva de un animal como un murciélago es tan foránea a nuestro cerebro que, por más de que intentemos imaginarlo, no podremos comprender realmente lo que se siente vivir como este mamífero (la frase de Wittgenstein se relaciona más con la manera en que opera y surge el lenguaje, pero esto carece de importancia para mi punto). Esta tesis precluye de entrada cualquier representación realista de la vida animal, lo que impediría una literatura diferente a la metafórica o a la poética que ya existe—la Octava elegía de Duino, de Rilke, por ejemplo, muestra cómo se sentiría ser un murciélago—.
El año pasado, en «The Problem of Nature Writing», un ensayo en el New Yorker, el escritor estadounidense Jonathan Franzen, un converso al avistamiento de aves y la lucha por la
«Es una visión pobre del mundo animal, predicada sobre una idea de excepcionalismo cuyas bases se desmoronan cada día. Tanto Nagel como Franzen ignoran la gran cantidad de puntos de encuentro que compartimos no solo con otros mamíferos,
sino con todos los vertebrados. Las similitudes no se limitan a estructuras físicas y genéticas: estudios científicos recientes muestran que tenemos muchas más cosas en común
con los demás animales de las que ha soñado cierta filosofía»
conservación de la naturaleza, llegó a una conclusión similar sobre la literatura animal a partir de un argumento afín. Para Franzen, la ficción es un terreno más en el que se batalla por la crisis climática, la historia más importante a la que sin duda se ha enfrentado la humanidad. Si la literatura tiene una función moral, esta es convertir—el término religioso no es gratuito—a los lectores en amantes de la naturaleza para generar los cambios ya probablemente imposibles que necesitamos para conservarla. Pero esto no se va a lograr a través de historias cuyos protagonistas sean animales, de acuerdo con el autor de Las correcciones. Lo cito de forma extensa, pues me interesan varios de sus puntos:
Incluso si pudiéramos saber lo que es ser un ave—y, con el perdón de J.A. Baker [autor del maravilloso El peregrino], creo que nunca llegaremos a saberlo—, un ave es una criatura de instintos, motivada por deseos opuestos a los personales, incapaz de ambivalencias éticas o remordimiento. Para un animal salvaje, las apuestas dramáticas consisten en la supervivencia y la reproducción, nada más. Esto puede ser suficiente para hacer ciencia fascinante, pero, sin una antropomorfización forzada o una proyección, un animal salvaje simplemente no tiene una particularidad de ser [particularity of self], definida por su historia y sus deseos sobre el futuro, del que depende una buena historia. Con un animal salvaje como personaje, solo existe un punto A: el animal es lo que es y fue y siempre será. Para que exista un punto B, un destino para el viaje dramático, solo bastará un personaje humano.
Cuando es más efectiva, la escritura narrativa de naturaleza ubica a una persona (a menudo el autor, quien escribe en primera persona) en alguna clase de relación no resuelta frente al mundo natural, provee al personaje de preguntas por responder o de una meta por alcanzar, y luego se sirve de emociones universalmente compartidas—esperanza, rabia, deseo, frustración, vergüenza, decepción—para comprometer al lector en el viaje. Si la escritura tiene éxito, lo hace de manera indirecta. No podemos hacer que un lector se preocupe por la naturaleza. Lo único que podemos hacer es contar historias poderosas de gente a la que le preocupa y esperar que esa preocupación sea contagiosa. Franzen afirma que un animal no puede tener una transformación dramática como aquella que esperamos en el personaje de una novela. En gran medida, esto ocurre porque no tenemos acceso a sus pensamientos, quizás la manera más sencilla de ver ese cambio. Ahí yace la gran dificultad. «[La ficción]—escribe el crítico norteamericano Edmund White—es el único arte que nos sitúa en la mente de quien percibe». No es posible hacer esto de manera realista con los animales, así que se perdería el principal elemento diferencial de la literatura. La única opción, por lo tanto, sería limitarse a humanos conmovidos por la vida de los demás seres, como afirma Franzen.
Es una visión pobre del mundo animal, predicada sobre una idea de excepcionalismo cuyas bases se desmoronan cada día. Tanto Nagel como Franzen ignoran la gran cantidad de puntos de encuentro que compartimos no solo con otros mamíferos, sino con todos los vertebrados. Las similitudes no se limitan a estructuras físicas y genéticas: estudios científicos recientes muestran que tenemos muchas más cosas en común con los demás animales de las que ha soñado cierta filosofía.
Animales como el cachalote tienen culturas que se aprenden y se enseñan de generación en generación. Algunas es-
pecies de mangostas se enfrentan en conflictos bélicos por territorio, estatus, apareamientos encubiertos y odio hacia otros clanes (los investigadores hablan de «genocidio»). Se han observado entierros de crías en manadas de elefantes asiáticos y comportamientos que semejan el duelo en sus parientes africanos. Cuervos, delfines y chimpancés usan herramientas para obtener su alimento. Hace poco se documentó el caso de un orangután que usó plantas medicinales para curar una herida en su rostro. Puede que no entendamos las palabras del león, pero sabemos que está hablando. Varios estudios muestran que hay especies de animales que tienen un sentido básico de la justicia—les da rabia, por ejemplo, que le ofrezcan un mejor premio a un compañero que hizo la misma tarea—. Otros señalan las capacidades de empatía, anticipación y razonamiento lógico de aves, pulpos o perros. La gran mayoría apunta a una vida interior mucho más rica de la esperada, a emociones universalmente compartidas, como aquellas de las que hablaba Franzen, y a particularidades en la personalidad de animales individuales. Cualquier investigador que haya pasado un buen tiempo estudiando una especie se da cuenta de ello.
Los seguidores de Nagel probablemente argumentarían que se trata de una antropomorfización inconsciente, tal vez nacida del deseo por comprender o predecir con mayor facilidad el comportamiento animal. Pero lo que la ciencia sigue hallando es que tenemos una base física y evolutiva común para hacer esas atribuciones. Puesto de manera breve, compartimos lo suficiente con otros seres como para poder evitar el problema de las otras mentes, del mismo modo en que lo hacemos con otros seres humanos. Puedo afirmar, por ejemplo, que un lobo siente miedo a partir de su comportamiento, sus expresiones corporales, etc.—un biólogo que estudie lobos podría ayudarme en ese sentido—, así como puedo afirmar que una persona desconocida siente miedo a partir de su comportamiento, sus expresiones corporales, etc. Y si conozco lo suficiente de su vida, puedo imaginar y escribir su historia. Esa es, después de todo, la premisa básica de la literatura: habitar el otro.
Mi punto, en definitiva, es que Franzen niega algo que la ciencia nos está mostrando que sí existe en la vida animal. Y que las barreras que Nagel presupone no son infranqueables, sino más bien el producto de nuestra ignorancia. Aún más importante: la literatura ofrece un espacio inigualable para explorar esas vidas hasta hace poco relegadas, pues puede mostrar justamente aquello que Franzen descartaba. Para esto, sin embargo, es necesario contar con una base científica sólida que nos permita no solo construir de manera verosímil al protagonista animal, sino que también nos ofrezca pistas sobre las transformaciones dramáticas que puede o no vivir cierta especie (libros como La inmensidad del mundo, de Ed Yong, son buenos puntos de partida). Quizás sea imprescindible un nuevo lenguaje, que variará según
la especie, y probablemente haya límites. Pero no podemos—ni debemos—desechar a priori la posibilidad. La cuestión, como siempre, será saber elegir y contar las historias.
Las primeras reseñas aparecieron poco tiempo después de la publicación de Flush. En general, confirmaron los temores de Woolf: varias celebraron el «encanto» del texto y otras más lo descartaron como una obra menor. Durante el resto de su vida, la autora se resignó a ese juicio y rara vez mencionó el libro.
Hay, sin embargo, una carta Sybil Colefax, una interiorista y amiga de la escritora, en la que Woolf expresa una opinión diferente: «Me alegra tanto que te haya gustado Flush—escribe—. Creo que muestra un gran discernimiento de tu parte porque todo era cuestión de indicios y matices, y prácticamente nadie ha visto lo que yo buscaba lograr, y me regocijó hasta el cielo pensar que tú entre los devotos aguantaste firmemente—o lo que sea que Milton dijo».
Como en el caso de Franzen, el lenguaje religioso no es gratuito. Necesitamos más devotos antes de que el tiempo se acabe.
RASTRO DE FANTASMAS
por Jorge Comensal
Acada rato siento nostalgia de las huellas. Las mías, las otras. Mis pasos casi nunca dejan rastro. Las calles son inmunes a mi peso. La Tierra ni se entera de que existo. Vivo días enteros sin tocar el suelo, con zapatos de vestir o de correr, sandalias o pantuflas. Para acordarme de que soy algo más pesado que un fantasma, siempre quiero huir de la ciudad, adonde me refleje el barro suave.
Tengo un raro aprecio por las huellas, sobre todo por las de un lobo suizo y las de un ladrón mexicano. Comienzo por las de aquel, que ya está muerto.
La mañana del lunes 24 de mayo del 2021 me topé con el molde de sus patas cerca de la cresta del Mont Tendre, una de las puntas más altas de los montes Jura. Me hospedaba a las afueras del pueblo de Montricher, en una cabaña de la Fundación Jan Michalski, dedicada a fomentar la literatura. Lo silvestre y lo literario no suelen toparse tan seguido. Las fábulas y la poesía bucólica domestican a la naturaleza antes de montarse en ella para transmitir sus moralejas o piropos cortesanos. Lo mismo pasa con los relatos góticos en los que la monstruosidad humana se proyecta sobre animales desprestigados como el lobo.
La idea misma de «naturaleza» ya está barnizada con prejuicios: la bondad o la maldad, la armonía o el caos. El bosque de los relatos medievales casi siempre es lúgubre y sobrenatural, y el bosque de Thoreau, al igual que el de Montricher, ya está cultivado por la industria maderera y el exterminio de las fieras.
Aparte de corregir una novela, de tacharla, de pulirla, de amputarla, durante un par de meses me dediqué a peinar los bosques de la región. La sombra de los pinos era densa, el musgo tapizaba las rocas y los pájaros carpinteros tocaban la puerta de los árboles, pidiéndoles gusanos de comer. De vez en cuando me topaba con los corzos, hervíboros siempre nerviosos, a pesar de que no había depredadores en esos montes. De acuerdo con la información oficial, lo más amenazante que rondaba por la zona eran las garrapatas portadoras de toda clase de parásitos infecciosos. Los osos y los lobos llevaban más de un siglo extintos en Suiza. Las garrapatas, por el contrario, estaban en su apogeo. A pesar de mi cautela y del spray repelente, una tarde, al volver de un camino cerrado entre los arbustos, me encontré una pequeña garrapata caminando por el dorso de mi mano. Tuve suerte de encon-
trarla antes de que pudiera establecer su campamento hematófago bajo mi piel.
Si quería evitar las garrapatas, tenía que subir a las partes más altas de la sierra, donde los manchones de nieve subsistían hasta el verano, humectando la tierra a su alrededor. Fue en uno de esos claros donde vi un par de pisadas de forma canina y talla grande. Cinco almohadillas por pata, cada una acentuada por dos garras profundas. ¿Dónde estaba el perro?
No había huellas de amo por ningún lado. Tenían que ser de un perro porque el último lobo silvestre del país fue abatido en el cantón sureño del Tesino en 1872. Tenía que ser un perro y sin embargo no había perros ferales en Suiza: a falta de malhechores, la policía se ensañaba con los perros sueltos.
Tomé varias fotos del barro impreso. De haber tenido monedas conmigo, habría colocado una junto a las huellas para guardar registro de su tamaño. Me habría encantado traer unos diez pesos mexicanos para juntar al lobo con el águila, el nopal y la serpiente de nuestro escudo.
Le mostré las imágenes a un artista local y me compartió en voz baja el rumor que las noticias confirmaron en otoño: dos jaurías de lobos provenientes de Francia habían cruzado impunemente la frontera. Ya era un secreto a voces: los peores enemigos de la ganadería habían vuelto. Un par de años antes se había registrado la primera camada de lobeznos nacidos en Borgoña. La migración venía de Italia. Los forasteros empezaron a poblar los bosques jurásicos (el periodo geológico que asociamos con los dinosaurios fue nombrado así a partir del subsuelo expuesto por estos montes), repletos de apetitosos corzos y rebecos, así como de vacas y becerros pertenecientes a los granjeros de Montricher. Con mis trofeos silvestres en la memoria del teléfono, volví a un país donde los lobos también están ausentes. El lobo mexicano fue exterminado a ambos lados de nuestra frontera norte a lo largo del siglo XX. En 1977, un trampero estadounidense fue contratado por las autoridades ambientales para capturar a los últimos sobrevivientes en las montañas de la Sierra Madre Occidental. Fueron cuatro machos y una hembra preñada. En conjunto con unos cuantos ejemplares cautivos, fueron reproducidos en zoológicos y liberados poco a poco en Arizona, Nuevo México, Sonora y Chihuahua. Su regreso no ha sido sencillo. Las trampas, los venenos, los disparos y los muros fronterizos siguen acosando a estos carnívoros. Sus huellas todavía son muy escasas.
A finales del 2021, mi padre fue víctima de un robo. Mientras le acomodaban las entrañas en un quirófano, entraron a su casa y se llevaron dinero en efectivo, un par de relojes, una decena de armas de fuego ilegales y ciertos documentos comprometedores. No es momento de contar por qué tenía en su casa pistolas, billetes y secretos. El caso es que sólo dos personas conocíamos la existencia del botín y la fecha en que iban a operarlo: su hijo y su ayudante en un negocio desahuciado. Su hijo y un soldado que se dio de baja del ejército para estudiar fisioterapia y terminó cargando mercancías y acompañando a su irascible patrón a estudios y consultas, laboratorios y clínicas. Su hijo y el fisioterapeuta que llevó a su jefe de vuelta a casa después de la cirugía ambulatoria. Cuando visité la escena del crimen, el ayudante de mi padre insistió en mostrarme una huella de zapato junto a la puerta de la cochera. El molde de esta pista fue una bolsa llena de cenizas. Indiferente a la existencia de las trituradoras de papel y de la emergencia climática, mi padre había estado quemando papeles viejos en la azotea. Temía que algún curioso viera sus recibos de teléfono de los años noventa. No quería dejar huellas de sus ordinarios gastos. Lo que sí dejó fue la bolsa de cenizas abandonada junto a la entrada. Cuando el asaltante pisó el bulto, el plástico de la bolsa se rasgó y su bota se hundió en el papel quemado.
«La idea misma de “naturaleza” ya está barnizada con prejuicios: la bondad o la maldad, la armonía o el caos. El bosque de los relatos medievales casi siempre es lúgubre y sobrenatural, y el bosque de Thoreau, al igual que el de Montricher, ya está cultivado por la industria maderera y el exterminio de las fieras»
El ayudante comparó su pie con la huella para mostrarme que el ladrón usaba unos zapatos varias tallas más grandes que los suyos. Era innecesario demostrar que él no había cometido el robo, porque había pasado todo el día en el hospital con mi padre y conmigo. Su insistencia era tan tosca, tan gratuita, que parecía una confesión. O tal vez se trataba de una amenaza: mira qué grande es mi cómplice, el que vino esta mañana a saquear la casa donde creciste.
Cometí el descuido de no tomarle foto a la evidencia. Supongo que no quise manchar mi galería digital de animales y paisajes con esa burda prueba de la maldad humana, de la impunidad, la torpeza y la mentira. Lo que no supe ver en esa huella fue que los pasos venían de un secreto e iban a otro crimen, mucho peor.
Aquel día por suerte no se robaron mi tesoro más querido de la infancia, el videocasete Betamax de Jurassic Park. En esa película hay otra huella memorable. La dejó el tiranosaurio que andaba suelto por la isla. Había estado lloviendo y se había formado un charco dentro del enorme cráter de tres dedos. La cámara enfoca la imagen del doctor Malcolm, que espera malherido a bordo de un Jeep, reflejada en el agua. El líquido comienza a agitarse y la imagen se distorsiona por culpa del sismo intermitente de los pasos del mismo animal que dejó esa huella en el lodo. La insinuación de que el monstruoso dinosaurio se aproxima es mucho más terrorífica que su avistamiento. La amenaza invisible es más persuasiva que el rugido espectacular. Una huella repleta de agua es mucho más emocionante que un robot maquillado con efectos especiales.
Por eso, si yo fuera un dios, me ocultaría, dejando que las criaturas sólo me conozcan a través de mis huellas.
una novela de amor e intriga. Nos parecemos tanto que los primeros aliados de nuestra especie fueron lobos mansos, perros fieles. Mucho antes de la domesticación de otras especies, los perros ya eran nómadas con nosotros. Para entender lo humano, busco al lobo. Lo he observado en los bosques enrejados al norte de Nueva York (The Wolf Conservation Center), en el zoológico de Chapultepec en la Ciudad de México y en el museo del Templo Mayor de Tenochtitlan. El último lugar es imprevisto. ¿Qué hace un lobo entre los restos arqueológicos de la capital mexica? ¿Qué hace un lobo tan cerca de las grandes efigies volcánicas de Coyolxauqui, Quetzalcoatl, Tlaltecuhtli? ¿Qué hace un lobo mexicano de hace quinientos años atrapado dentro de una vitrina, sin piel ni carne, sin entrañas ni ojos, con el cráneo roto y los colmillos limpios? Este lobo fue una ofrenda, un sacrificio. En el recinto sagrado de Tenochtitlan, los arqueólogos han encontrado las osamentas de treinta y siete lobos, siete de ellos ataviados como dioses. Este lobo murió, como los dioses, para cumplir obligaciones cósmicas. En las ofrendas del Templo hay corales, estrellas de mar, caracoles, piel de mono, huesos de jaguar y otros felinos. Para justificar la exigencia de tributos, los sacerdotes pagaban impuestos metafísicos al Estado sobrenatural.
Las fotografías son huellas de la luz. El día del robo, aparte de las armas, el dinero y los relojes, se llevaron fotos. Me las enviaron seis meses después, para dañarnos. Los extorsionadores me mostraron huellas de un habitante nocturno de mi vida. Un depredador cuya existencia yo ignoraba. Como todavía no puedo escribir sobre él, me concentro en los lobos. Los lobos son el espejo salvaje de nuestra especie. Nos parecemos demasiado para convivir sin tropezarnos. Son carnívoros sociales y medianos. Cooperan, como nuestros ancestros, para abatir sus presas. Defienden con rigor su territorio. Forman alianzas, amistades, rivalidades. Sostienen amoríos y cometen traiciones. Al leer los pasajes de Mentes maravillosas de Carl Safina dedicados a los lobos del Parque Nacional de Yellowstone, sentía como si estuviera leyendo
A doscientos metros del Templo Mayor hay otra huella significativa. Se encuentra en las ruinas, hoy subterráneas, del Calmecac, la escuela de los nobles mexicas. Pocos años antes de la conquista, alguien pisó el estuco fresco de una escalinata que ahora se encuentra en el sótano del Centro Cultural de España en México. Es la marca leve de un pie derecho. La ficha museográfica que la acompaña afirma que es la huella de uno de los constructores del edificio. La posibilidad me agrada: el testimonio más vivo de la población tenochca no es la momia de un rey ni el cráneo enjoyado de una princesa, sino el pie descalzo de un albañil. La huella no se deja ver tan fácil. Mientras trataba de encontrarla, la guardiana del museo de sitio se acercó para ayudarme con una lámpara de mano. Al proyectar su amable luz sesgada, las sombras dibujaron el contorno de aquel remoto paso diagonal, homenaje casi imperceptible a los hombres que erigieron la ciudad más poderosa de Mesoamérica.
El 6 de septiembre de 2023 se publicó esta noticia en www. swissinfo.ch: «Supervisores de vida silvestre abatieron dos machos jóvenes de lobo que pertenecían a un grupo en la región del Mont Tendre, cerca del pueblo de Montricher». Les dispararon en una pradera por la que pasé decenas de veces. Fueron el quinto y el sexto lobos ejecutados en el cantón de Vaud a partir de marzo de 2022. Se había registrado una docena de ataques a crías de ganado ese verano alrededor del
«Los lobos son el espejo salvaje de nuestra especie. Nos parecemos demasiado para convivir sin tropezarnos. Son carnívoros sociales y medianos. Cooperan, como nuestros ancestros, para abatir sus presas. Defienden con rigor su territorio. Forman alianzas, amistades, rivalidades. Sostienen amoríos y cometen traiciones. Al leer los pasajes de Mentes maravillosas de Carl Safina dedicados a los lobos del Parque Nacional de Yellowstone, sentía como si estuviera leyendo una novela de amor e intriga. Nos parecemos tanto que los primeros aliados de nuestra especie fueron lobos mansos, perros fieles. Mucho antes de la domesticación de otras especies, los perros ya eran nómadas con nosotros»
Mont Tendre, «donde un par de lobos se establecieron la primavera anterior». Después de leer la nota, busqué las fotografías en mi teléfono. Ahora eran las huellas de un fantasma.
las ganas de pintar los muros de las cavernas con toda clase de figuras animales hayan surgido de ese apetito insaciable por avistar indicios de la fauna que deseamos y tememos.
¿Y si las huellas siempre son de los fantasmas? Ausencias repletas de sentido, los huecos que fecundan nuestra imaginación ansiosa y desbocada. Con ellas se han amasado toda clase de seres invisibles. La fauna casi siempre se vale de otros signos para encontrar sus presas, para evitar a sus rivales, para alcanzar a sus parejas: el perfume, la sangre, la vibración, el ruido. Los bípedos andamos tan lejos del suelo, tan cerca de haber sido animales frugívoros, que la vista nos ayuda más que el olfato. Leemos desde hace miles de años la lengua cuneiforme de las garzas, los silencios que entrecomillan los venados sobre el lodo y las familiares advertencias de que será mejor no refugiarse en la caverna donde duerme un oso.
Sobrevivimos gracias a entender esas señales. No dudo que los primeros pobladores de América hayan cruzado el estrecho de Bering siguiendo los gigantescos puntos suspensivos de los mamuts en la tundra. No dudo tampoco que
Los humanos no tardaron en hallar huellas de dioses por doquier. Los relámpagos que caen como zarpazos, los terremotos, los encuentros inexplicables que parecen urdidos por las manos de un bípedo celestial: en todos lados vemos sus señales. Sin la suposición constante de que algo existe más allá de lo que vemos, los templos jamás se habrían construido.
Pienso en el mito bíblico de la creación humana. En el Génesis Yahvé da forma al hombre (solamente al hombre) con el polvo de la tierra. Me parece que fue así, pero sin usar sus manos de alfarero celestial. Adán es una huella en el polvo de la tierra que es nuestro cuerpo. Los huecos de ese andar somos nosotros, formas nada más, concavidades, almas en las que se inquieta el agua (casi tres cuartas partes de nuestro peso corporal no es más que agua), moldes donde caben sueños, figuras hechas a imagen y semejanza de la porción más baja de un extraño que pasó descalzo por el mundo en el principio oscuro de los tiempos.
BI BLIO TECA
Postales desde el fondo de un cuadro
María Gainza Un puñado de flechas
Anagrama 160 páginas
Cuando hace unos años llegó a las librerías El nervio óptico (publicado en Argentina en 2014 por la editorial Mansalva y en España en 2017 por Anagrama), fue recibido como un libro deslumbrante que sorprendió por su forma —inclasificable, híbrido, con mucho de muchos géneros pero sin pertenecer enteramente a ninguno—, por lo que contaba—una suerte de historia del arte muy personal, compuesto por pequeñas cápsulas— y por la belleza de su escritura. Estos elementos juntos se condensaban en un libro luminoso que ofrecía una propuesta distinta. María Gainza (Buenos Aires, 1975) publicó después una novela, La luz negra, y vuelve ahora a su formato «encolumnado», como ella misma lo define, en Un puñado de flechas. De nuevo encontramos aquí los elementos que hicieron que todos nos fijáramos en su primer libro y de nuevo consigue que nos quedemos pegados a sus páginas. Son quince textos, quince pequeñas cajas de sorpresas en las que la autora es observadora, narradora, protagonista y personaje, donde habla de arte y habla de ella, y entre esos dos puntos hay espacio para hablar de artistas, museos, detecti-
ves, robos que quizá fueron expolios de la dictadura militar o coleccionistas que no compran obras, sino que las adoptan. El arte, centro de toda su obra, está también en el centro de este libro, es el motor que impulsa estos textos porosos y fronterizos, estas postales que Gainza nos envía desde distintas partes de su particular universo. Las piezas más breves son las que más dejan ver a la autora y al personaje en el que se proyecta. En mi opinión son las más hermosas, y dejan siempre al lector con ganas de más. La que abre el libro, «El carcaj y las flechas doradas», cuenta el encuentro de la autora con Francis Ford Coppola, de visita en Buenos Aires para preparar un rodaje. Es un acierto haberlo situado el primero, pues funciona muy bien como «contrato inicial» que contiene todo lo que vamos a encontrar más adelante: están el arte —cine en este caso— y el artista; está la autora, que deja asomar un poco de su vida; y está la hermosa frase del célebre director que Gainza ha elegido para titular el volumen: «El artista viene al mundo con un carcaj que contiene un número limitado de flechas doradas. Puede lanzar todas sus
flechas de joven, o lanzarlas de adulto, o incluso ya de viejo. También puede ir lanzándolas de a poco, espaciadas a lo largo de los años. Eso sería lo ideal, pero ya sabés que lo ideal es enemigo de lo bueno». En estos textos más personales, Gainza nos cuenta las conversaciones que mantiene con una paloma que cada día baja a su jardín («Gravitas»); nos habla de las migrañas que sufre, y esto le sirve para hablar de la grabadora Aída Carballo, quien tal vez —conjetura— dibuje de un modo tan característico debido a las migrañas que también la azotan («La gracia extrañada»); recorre los años en los que trabajó como crítica de arte en un suplemento cultural y recuerda lo alejada que estaba su crítica de lo canónico, de lo que se esperaba de alguien investido de la autoridad académica del crítico, y cómo esa mirada tan diferente la hacía sentirse una impostora («¿Qué hace esta pintura acá?»); o cuenta el peculiar curso de acuarela al que se apunta para desbloquear un momento de crisis creativa, en el que todo lo que debe hacer durante el primer mes es mirar pinturas de Cézanne («Un recodo en el camino»).
En otros textos, Gainza se separa un poco de lo personal, aunque nunca desaparece del todo, para hablar de asuntos más despegados de su vida. Algunos trazan semblanzas de artistas: del fotógrafo Alberto Goldstein en «El profeta mudo», el único texto que está escrito enteramente en tercera persona; del pintor Guillermo Kuitka en «El triángulo de Piria»; o del pintor Nicolás Rubió, nacido en Barcelona, exiliado a un pequeño pueblo francés durante la guerra civil y más tarde a Buenos Aires, donde se hizo pintor a los setenta y cinco años y retrató, en un viaje de la memoria, el pueblecito que lo acogió, en «Pinta, memoria». Otros cuentan episodios de distinta índole: la aparición de monolitos y de una escultura anónima de una mujer joven en Mar del Plata durante la pandemia, («La joven y el mar»); una reunión del jurado de una beca del que forma parte la autora («El gran salto»); o la búsqueda de un cuadro de Tiziano sobre el que pesa una maldición y que está oculto en Tzintzuntzan («¿Por qué me arrancás de mí?»).
He dejado para el final algunas piezas que destacan sobre las demás, cuatro textos en los que Gainza se eleva y brilla de un modo especial: En «Una concentrada dispersión», la autora trata con un coleccionista; la visita a su casa —repleta de obras, más de mil, colgadas en paredes y techos— es la excusa para que la autora piense en el coleccionismo, en cómo se inicia una colección y el modo en que esta cambia conforme cambian los intereses de su dueño, en las distintas formas de enfocarlo y de entenderlo… En «El desconcierto», Gainza retrocede hasta la época en que vivió en Concord, Massachusetts; eligió esa ciudad por su fascinación por el Walden de Thoreau, y los paseos por Walden Pond la llevan a reflexionar sobre el filósofo y a recordar un robo sucedido en el museo Isabella Stewart Gardner —que albergaba la mayor colección de arte europeo en Norteamérica— en Boston. En el soberbio «Una mujer de ingenio», es la escultora María Simón quien protagoniza la semblanza: una mujer libérrima, contestata-
ria e iconoclasta que hizo siempre lo que quiso, y lo contó en unas memorias que Gainza repasa en una conversación con su hija Diana. Y «Bodhi Wind», en el que la narradora, por azar, encuentra el diario de una mujer que se llama como ella y que estuvo internada en un sanatorio por sus «desperfectos neurológicos»; en este «Diario de mis cortocircuitos», entre otras muchas cosas habla del artista Bodhi Wind, el autor de pinturas murales dentro de piscinas que retrató el cineasta Robert Altman en Tres mujeres. Más allá de los asuntos que trata cada texto, el libro está hilvanado por unas ideas que lo recorren: por un lado, Gainza habla de los efectos de contemplar una obra de arte, el modo en que quien observa se siente en comunión con algo mucho mayor, liberado del cuerpo y la conciencia de un modo que trasciende el espacio y el tiempo; también reflexiona sobre los efectos beneficiosos del arte y la belleza sobre la enfermedad: una imagen puede «detener el derrumbe con sólo transportar tu mente a otro lugar». La autora también habla del modo en que la distancia desde donde miramos — un cuadro, pero también cualquier otra cosa en la vida— cambia la percepción de quien mira; de la memoria como material para la creación, de la «realidad defectuosa» —cómo siempre que idealizamos algo llega la realidad dispuesta a defraudarnos—, de los procesos que siguen los artistas para crear o de lo importante que es para un artista encontrar la voz, el lugar desde donde armar el discurso.
Una de las fortalezas de este libro es la capacidad que tiene María Gainza de interesarnos por temas o personas que, a priori, están lejos de nuestro campo de interés. Y esto lo consigue gracias a su forma de narrar, poderosa y magnética: cuenta la vida de pintores, escultores o coleccionistas como si fueran historias de aventuras. La autora se sirve de los mecanismos de la ficción para dotar a los textos biográficos de tensión, movimiento y suspense, de modo que quienes no conozcan al personaje que presenta caerán rendidos ante el relato
y quienes ya lo conocieran lo seguirán sin poder despegarse.
Por otro lado, también funciona perfectamente esa mezcla de lo personal con el objeto de estudio y el modo en que convierte esta mezcla en un juego —«Yo no fumo, pero en esta historia se ve la luz de mi cigarrillo Camel titilando al fondo de un callejón sin salida. Llevo mocasines de ante con suela blanda para no hacer ruido y un sobretodo Burberry azul oscuro ceñido a la cintura. Soy dueña de mi personaje», escribe en una de las piezas donde se convierte en detective para, a continuación, hablarnos de pinturas facetadas, de cartografías imaginarias, de Kant y de Voltaire—. El suyo es un yo que no molesta, que no busca ser protagonista, sino que se pone al servicio de la narración para transmitir todo lo que Gainza quiere contarnos.
Los textos recogidos en Un puñado de flechas funcionan como las piezas de un puzle que, una vez colocadas cada una en su sitio, permiten ver una imagen distinta que no podría percibirse mirando cada pieza por separado. Cada texto es un relámpago, un fogonazo que alumbra un asunto concreto, pero también es parte de un relato único, coherente y sólido en el que María Gainza vuelve a demostrar su enorme talento.
por Eva Cosculluela
La crítica de arte o el arte de la crítica
María Gainza Una vida crítica
Clave intelectual
328 páginas
Deliberadamente opaca, la crítica de arte se encerró en sí misma para negarse al gran público. Endogámica, elitista o académica olvidó que el arte es menos un conjunto de teorías que de emociones. Deliberadamente diáfana, la crítica de María Gainza nos acerca a las corrientes emocionales que atraviesan toda obra de arte. Y lo hace empleando el truco más viejo de la Literatura. Allí donde otros se quedan fríos, la crítica de Gainza nos seduce con el sencillo arte de contar historias.
María Gainza llegó a la crítica de arte por un golpe de suerte: «alguien me recomendó para el trabajo sin haber leído jamás un texto mío y de la noche a la mañana estaba escribiendo en el suplemento cultural que más me gustaba. De repente, estaba haciendo algo que no sabía que podía hacer». Durante diez años de su vida, nos dice, fue una «crítica de arte dudosa: floja de papeles, insegura respecto a mis calificaciones y vaga en mis convicciones». El resultado de esos años trabajando para el suplemento de Página/12 y otras revistas de arte es Una vida crítica, una selección de sus artículos que cambiaron la forma de
leer y escribir crítica de arte en la Argentina.
Los textos aquí reunidos hablan, en su mayor parte, sobre exhibiciones que tuvieron lugar en Buenos Aires a principios de siglo, y vemos a María Gainza emplear todo tipo de recursos narrativos para encontrar el modo de llegar a ellas, de apresarlas en su crítica. Y así encontramos artículos que empiezan y terminan como un cuento —La vuelta a casa, El dibujante errante, Flores al instante—, otros que parecen casi un perfil del artista —Federico el Grande, La leyenda dorada—, algunos que juegan con la autobiografía —Un golpe de suerte—, narrados en forma de diálogo —Gravity Falls—, e incluso uno que arranca con un microrrelato —Saltos ornamentales—. La crítica dedicada a Sergio Avello está construida exclusivamente con declaraciones de familiares, amigos o artistas que lo trataron, una suma de voces que nos acerca a lo complejo de su personalidad. Y en el artículo sobre Alejandro Kuropatwa nos encontramos varias recetas de cóctel intercaladas en el texto como símbolo de su biografía, su obra y su enfermedad. El conjunto es un origi-
nalísimo hot pot de técnicas y géneros para lograr una crítica de arte singularmente narrativa, muy ágil y entreverada de múltiples citas y brillantes referencias al cine, a la música, la Historia o la cultura popular. Es imposible terminar una de las críticas y no acudir a internet para buscar más obra del artista: Gainza sabe cómo contagiarnos emoción. La relación entre arte y crítica siempre ha sido controvertida. Uno de los mayores desplantes que se han formulado contra el quehacer de la crítica tal vez haya sido el de Ramón Gaya en Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica). El ensayo de Gaya arranca así: «Al darnos cuenta, un día, de la naturalidad y verdad del arte, nos damos cuenta al mismo tiempo de la artificialidad y mentira de la crítica artística». Para Gaya el origen de la crítica es tan artificial que de ella «no podía surgir nada bueno», y así, «una vez inventada por sí misma, hija de nadie, pero ya existente, se verá obligada a ejercer, a practicar, a parlotear sin descanso». Gaya nos recuerda también que «a lo largo de toda su historia, la crítica ha demostrado ser tan solo una interminable cadena de equivocaciones». Solo al
final de su ensayo Gaya abre una puerta «al crítico honrado e ingenuo que caerá en la cuenta de su fea actividad y encontrará la forma de hacer algo más puro, algo así como una confesión, la confesión de su sentir».
María Gainza parece, sin embargo, haber subvertido los términos de Gaya para ofrecernos una naturalidad de la crítica sobre unas artes visuales cada vez más complejas y artificiosas en las que caben instalaciones, performances, fotografías que parecen pinturas, pinturas que parecen fotografías, acrílicos sobre revistas de autos o cuadros hechos con cemento.
Cien años antes de que Gaya condenara a buena parte de la crítica, Oscar Wilde la ponderó como nadie había hecho en su delicioso diálogo platónico
The Critic as Artist. Wilde no solo salió en defensa del crítico de arte elevado —Walter Pater, John Ruskin— sino que llegó a colocar su trabajo al mismo nivel y aun por encima de la obra del artista creador.
Wilde afirma que «de igual modo que la creación artística implica el funcionamiento de la facultad crítica, sin la cual no podría decirse que existe, así también la crítica es realmente creadora en el más alto sentido de la palabra». Para Wilde el crítico elevado se ocupa del arte «no como expresión sino como emoción pura» y debe considerar la obra de arte «como un punto de partida para una nueva creación». Además de eso, Wilde cree que la crítica «es la única forma civilizada de autobiografía porque se ocupa no de los acontecimientos sino de los pensamientos de la vida de un ser». Adelantándose a la estética de la recepción añade que «el sentido de toda bella cosa creada está tanto, cuando menos, en el alma de quien la contempla como en el alma de quien la creó». Y concluye su ensayo diciendo: «La crítica elevada es en realidad el relato de un alma».
Al modo de Wilde, en el posfacio de su libro, Gainza nos dice que «la teoría académica, con su prosa encriptada y
su tono envarado, desconectada de las corrientes emocionales, me parecía tan falta de vida como un empapelado beige». Algo de Wilde hay en Gainza pues estos artículos sirvieron como semillero del gran estilo con el que ahora Gainza hibrida autobiografía y crítica de arte en libros tan recomendables como El nervio óptico o el reciente Un puñado de flechas
Según se mire, ambos ensayistas, Gaya y Wilde, parecen tener razón. Y aunque Gaya tuvo un siglo más de perspectiva —para lo bueno y para lo malo— si pensamos en críticos como Walter Benjamin, John Berger, Roland Barthes o George Steiner observaremos que Wilde tenía razón y aun se adelantó a lo que ocurriría en un siglo XX del que apenas vivió su año inaugural. Si, por el contrario, escogiéramos otros ejemplos de esa crítica de tono envarado de la que nos habla Gainza tal vez estaríamos de acuerdo con Ramón Gaya. En cualquier caso, leer la crítica de María Gainza nos reconcilia con la tesis de Wilde: el crítico elevado vuela a la misma altura que el artista.
Y así, leer a Gainza nos trae una doble emoción: la de la obra que critica y la que nos depara el propio texto. «La crítica solo vale si vale por sí misma» decía uno de nuestros críticos más elevados: Francisco Rico. O, dicho de otro modo, Vargas Llosa: «La buena crítica sirve a la creación y no se sirve de ella». Pero en María Gainza el discurso crítico no está subordinado al literario sino que está integrado en él. Gainza nos habla de arte mientras el arte sucede en sus páginas.
Otro de esos críticos elevados que hubiera gustado a Oscar Wilde es Susan Sontag. En su ensayo Contra la interpretación dice: «Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía, pues se sabía o se creía saber qué hacía». Para Susan Sontag abusar de la interpretación del contenido de una
obra de arte «envenena nuestra sensibilidad sobre el arte mismo», y solo sirve para «domesticar la obra de arte». Al final de su ensayo, Susan Sontag se pregunta «¿Cómo debería ser una crítica que sirviera a la obra de arte sin usurpar su espacio? ¿Qué tipo de crítica es hoy deseable?». Y ella misma se responde abogando por una mayor atención a la forma: «Si la excesiva atención al contenido provoca una arrogancia de la interpretación, la descripción más extensa y concienzuda de la forma la silenciará». Susan Sontag prefería aquellos ensayos que no abusan de la interpretación del contenido de la obra sino los que «revelan la superficie sensual del arte sin enlodarla». Su ensayo termina con esta frase: «En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte».
Una erótica del arte, el relato de un alma o la confesión de un sentir. Eso es lo que proponen tres grandes autores sobre lo que la crítica debe ser. Y eso es precisamente lo que nos da María Gainza en sus libros. «En todos ellos conté cuentos sobre las cosas que amaba», dice la autora sobre esta selección de sus textos.
La portada de este libro reproduce un cuadro de una de las exhibiciones que se critican: un dibujo a lápiz de Rodolfo Azaro. Más pertinente parecía la portada de la primera edición del libro. En ella vemos simplemente el índice del libro de Gainza con todos los títulos de sus artículos. Como si se tratara de una obra de arte más, el índice sirve para ilustrar la portada del libro. Tal y como preconizaba Oscar Wilde, cuando el crítico es elevado su obra está a la misma altura que la del artista creador. Solo entonces el índice puede ocupar el diseño de la portada: la crítica de arte se ha convertido en el arte de la crítica.
por Jacobo Iglesias
Soy de la raza que baila
Keila Vall de la Ville
Pre-Textos
342 páginas
En los últimos cincuenta años, Venezuela ha experimentado un, llamémoslo sin asomo de ironía, espectacular cambio. A comienzos de 1974 todo parecía que solo podía ir a mejor: acababa de ser elegido el entusiasta y carismático Carlos Andrés Pérez como presidente del país, los precios del petróleo no hacían más que subir a causa de los conflictos en Oriente Medio y por los esfuerzos negociadores de la aún joven OPEP, los planes de desarrollo que traía la nueva administración prometían sobrepasar con creces lo logrado hasta ese momento y, en general, había un espíritu optimista, alejada ya la nación de los oscuros días de las dictaduras pasadas. Las amenazantes botas dictatoriales de Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez no habrían de regresar jamás. El lema más popular del candidato ganador, «ese hombre sí camina», asomaba la posibilidad de que, esta vez sí, se haría caso al consejo que, en 1936, el escritor Arturo Úslar Pietri diera al país sin que nadie se lo estuviera pidiendo pero que ha cosechado célebre —y aciaga— fama: había que «sembrar el petróleo», es decir, hacer un uso inte-
ligente de los abundantes dólares que el oro negro generaba para que Venezuela se convirtiera, por fin, en un país del primer mundo. Confiábamos en que el país sería otro muy diferente. Seguro que sí. La realidad fue muy distinta, se sabe. Los cincuenta años que han transcurrido se pueden describir como la crónica de un fracaso anunciado por las numerosas estrategias erradas que han conducido los destinos de la nación. Y es la literatura, sobre todo las novelas, la que ha sabido narrar el devenir de la Pequeña Venecia. En 1980, Isaac Chocrón publicó una de las novelas que podría mencionarse como «antecedente literario» de esta Minerva, de la caraqueña Keila Vall de la Ville (1974) que comento, y que nace con decidida fortaleza, como corresponde a la diosa de la sabiduría y protectora, en su momento, de Roma. Se trata de 50 vacas gordas, en la que el célebre dramaturgo y novelista hace un repaso, desde el punto de vista de su protagonista y con aires de policial, de ese período de abundancia que se acababa, cuando ya los problemas asomaban la patica por entre las rendijas del futuro. Minerva recoge ese testi-
go en forma de bildungsroman, pues en este texto se cuenta la vida y el paso de la infancia a la vida adulta de Minerva, heroína epónima, nacida, no de Júpiter tonante, sino de una especie de sosias de la trinidad cristiana: tiene dos padres y una madre, descritos como verdaderos dioses: «Veo el dragón bordado en la espalda de la bata de seda china de mi papá Martín, aunque quien la lleva puesta es mi otro papá, Diego. Mi mamá, Lissa, tienen una igual. Se la regalaron una navidad en Nueva York. Un viaje que no recuerdo porque yo aún no había nacido. La de ella es negra, la de él es blanca. Dicen que se las compraron iguales por casualidad. Por supuesto no les creo. Quiero creerles, eso sí. Observo a mis papás de espaldas. No me notan, están en lo suyo» (p. 13).
De esta novela, que he leído con feliz y progresivo entusiasmo, no solo por el tema del crecimiento del personaje principal que, para parafrasear a Foucault, «tiene nuestra edad y nuestra geografía» y por eso nos interpela, sino también porque la propuesta novelística no rehúye la novedad y bebe de los recursos usados por la narrativa ameri-
cana contemporánea (estoy pensando en el Manuel Puig de The Buenos Aires affair, en la Antonieta Madrid de Ojo de pez, en el Severo Sarduy de Cocuyo y hasta en el H. A. Murena de Folisofía); de esta novela, repito, se pueden decir muchas cosas (muchas se me quedarán en el tintero, desgraciadamente), y se puede abordar desde muchas perspectivas, como corresponde a toda obra que valga la pena (re)leer, pero me parece justo dejar que sea la propia autora la que exponga lo que quizá haya sido el germen generador de s discurso. En la web Pliego Suelto, Vall de la Ville escribió hace unos meses que «Minerva cuenta la historia de una chica que busca libertad política, expansión creativa, apertura, y que, nacida en el seno de una familia poliamorosa y de sexualidad fluida conformada por una madre, diseñadora de modas, y dos padres, un antiguo convicto de la dictadura franquista y un director de arte para teatro, ha sido criada en un país pacato, periférico y dividido». No le falta razón a la autora cuando utiliza esos tres adjetivos para describir a Venezuela, y sospecho que estos mismos vocablos, o semejantes, habría utilizado Teresa de la Parra para hablar de la sociedad venezolana de su tiempo. No en balde la configuración idiosincrática de Minerva, el personaje protagonista, bien podría suponerse descendiente de las rebeldías de la María Eugenia Alonso de la centenaria Ifigenia (1924), pues así como los personajes de la martiana Amistad funesta (1885) son producto de la educación que han recibido gracias a los pedagógicos números de la Edad de oro (1878-1882), del mismo José Martí, pues así los configuró el autor cubano que nunca tenía tiempo para escribir novelas, ese oficio burgués; asimismo la personalidad que desarrolla Minerva en la novela homónima puede que venga de lejos, de las «rebeliones» que la sacrificada María Eugenia Alonso intenta en Ifigenia. Que no se le escape al lector el parentesco «mítico» entre los títulos de ambas novelas, y el hondo significado de esta nomenclatura: mien-
tras en la novela de De la Parra la vida de la protagonista es la metáfora «criollizada» del sacrificio a la que la hija de Agamenón y Clitemnestra se ve condenada todo para asegurar el triunfo de su padre en su asedio a Troya; en la novela de Vall de la Ville es la poderosa evocación de la diosa del saber y de la guerra, cuyo paralelo helénico es Atenea, la tritogenia, es decir, la nacida de la cabeza del dios —y que no se pierda de vista la aparición del tres en el origen de este nombre—, la que marca la configuración contemporánea de la novela. En una futura historia de la literatura venezolana, hoy en día inexistente, el historiógrafo habrá de considerar seriamente una subterránea historia nominal de las novelas, pues para nadie es un secreto que leer un libro es leer los libros que el autor ha leído, o que, se supone, ha leído y lo han influido. En el tema del trío, por ejemplo, hay que citar el de La máxima felicidad (1975), obra de teatro también de Isaac Chocrón, cuya «secuela», Macho y hembra, en los 80 venezolanos fue una exitosísima película de Mauricio Walerstein. Las conexiones en literatura siempre son inesperadas e infinitas.
Pero es esta una Minerva bailarina —¿pariente, también, de la babilonia Ishtar y la sumeria Inanna?—, y bailar siempre es metáfora del movimiento cósmico: en este caso, el del personaje que ha tenido la (mala) suerte de crecer en la Venezuela sumergida en el pozo del chavismo, esa fuerza destructiva que ha expulsado a siete millones de venezolanos del país. Minerva es uno de esos ciudadanos que se han visto obligados a emigrar: «Es bailarina de ballet desde chica, y debe aprender desde temprano a luchar contra los prejuicios, a explorar límites y enfrentar fronteras. Es desde estas disposiciones que explora su propia identidad e intenta descubrir un gran secreto familiar», explica la autora, dándonos preciosas claves para entender, en parte, la estructura a veces fractal del texto: es el crecimiento del personaje, lo que Erwin Panofsky llamaba «la vertical constructiva» de la
heroína, el camino que recorre hasta encontrar su verdadero yo. Y este es su camino: «Baila hasta doblarse los tobillos, trabaja en lo que puede, se enamora y hace amigos entrañables. Trae con ella la nostalgia por el amor familiar dejado atrás y a la vez no se detiene: siempre cae de pie, eso se dice». El clímax de esta bailarina ocurre en el cortazariano (o rayuelesco) capítulo 157:
Voy dejando fragmentos como migas de pan.
Marco puntos cardinales, los nombro.
Soy también la miga que dejo.
Soy el resto que intento empecinada unificar.
Poco a poco voy siendo extranjera también de esa que fui.
El baile es metáfora de evolución y símbolo del amor, pues «una cosa es el amor, otra lo que logras hacer con ese amor», porque el amor «también comprime, controla, y cuando hay miedo interfiriendo, puede que ahogue».
«Todo silencio es también una figura»; en esta conmovedora sentencia anida la clave de la novela: son los intersticios que no se oyen entre paso y paso, entre viaje y viaje, entre persona y personaje, los que le dan volumen a este sugerente texto en el que el baile, el poliamor, la emigración y el extrañamiento se mezclan conformar un personaje de poderosas connotaciones literarias. Minerva, la venezolana, hija de una trinidad contemporánea, es un frágil ser que, fáustico, busca sus fronteras —y nunca revela lo que encuentra—. Tal vez solo podamos compartir con ella el consejo que le da la narradora: «baila tu miedo, colibrí».
por Juan Carlos Chirinos
Cárcel de mujeres
María Carolina Geel
Cárcel de mujeres
Periférica
112 páginas
El 14 de abril de 1955, Georgina Silva Jiménez caminaba por las calles céntricas de Santiago de Chile. Se dirigía al conocido Hotel Crillón, lugar de encuentro de la elite capitalina de mediados de siglo. El elegante edificio construido en 1919 con marcado estilo neoclásico albergaba un salón de té al que acudía la clase alta en búsqueda de respirar algo del aire francés que inspirara no solo la fachada sino también el nombre del hotel, recordando el palacio de los Campos Elíseos en París. Georgina Silva era, en tal entonces, una mujer de 46 años e iba al encuentro de Roberto Pumarino, su amante, 14 años menor que ella. Hacía varios años que los dos mantenían una relación; fueron amigos y luego se convirtieron en amantes. Sin embargo, había un impedimento para su amor: Pumarino estaba casado. Intentó infructuosamente que su joven mujer le concediera la anulación del vínculo marital. Solo cuando su esposa muere por una enfermedad, se vislumbra la posibilidad para Roberto y Georgina de estar juntos. Pumarino siente que, finalmente, tendrá la libertad para estar con quien ama.
Georgina Silva era una mujer que causaba impresión en el sexo opuesto. Era atractiva, además de ser una mujer culta y refinada que entretenía con su inteligente conversación. Fue taquígrafa de la Caja de Empleados Públicos y Periodísticos, periodista, crítica y escritora. Su debut literario lo había hecho en 1946 con su novela a El mundo dormido de Yenia, en cuyas páginas una joven adolescente se debate entre dos amores. Sus libros los firmaba con el pseudónimo de María Carolina Geel. Nunca sabremos qué fue la impulsó a comprarse una pistola unos días antes de ese fatídico 14 de abril. Lo que sí sabemos, es que la empuñó en el Crillón contra Pumarino, con cuya vida terminó tras acertarle 4 disparos. Según testigos de la época, tras caer muerto Pumarino, Georgina Silva se habría acercado a su cuerpo desvanecido en el suelo, para besarlo y despedirse así para siempre. Luego se entregó muy tranquilamente a la policía que había acudido al lugar. Durante el juicio, Georgina no arrojaría mayores luces sobre los motivos de su crimen. Los periodistas que cubrieron este escándalo pasional, así como los jueces, psicólogos y psiquia-
tras que intentaron escudriñar la mente de una mujer que había asesinado a su amante, se estrellaron contra la incomprensión. Alia Trabucco, que le dedica un perfil a la escritora en su libro Las homicidas, escribe que esta «declaró a lo largo del juicio que jamás planeó el asesinato, que no tenía un motivo especial para cometer el crimen, que quizás pensaba en atentar contra sí misma, que en ningún momento se desesperó, pero que sí, era cierto, se sentía muy infeliz. La propia sentencia aclara que no fue posible descifrar las verdaderas causas de su comportamiento» (115).
Fue condenada a tres años de cárcel, tras considerar el juez que se había tratado de un arranque transitorio de locura. Es allí donde se gesta su libro más extraño, pero también el más propio y más conocido: Cárcel de mujeres. La novela puede ser vista, en muchos sentidos, pero también desde la pregunta de su adscripción genérica, como un texto extremadamente actual, pues en él se enmarañan la autoficción, el ensayo, el testimonio y el diario. Diamela Eltit señala en el prólogo a la edición que el año 2023 publicara Periférica: «[…] Cárcel de
mujeres resulta un libro irreductible en varios sentidos. Su género es incierto: se desplaza entre la ficción, el testimonio y la autobiografía. Esta hibridez que impide su catalogación, radica en su estructura fragmentaria. El fragmentarismo es el elemento que desestabiliza la certidumbre en torno a cualquier definición» (8-9).
Los elementos testimoniales, terapéuticos, archivísticos que componen el texto se convierten en una cosa distinta cuando pasan por la pluma de Geel. Su estilo, el entretejido que va creando entre las miradas que desde la prisión va desplegando no solo sobre sí misma sino también sobre las otras reclusas van tomando un protagonismo que le resta espacio a lo meramente documental y autobiográfico. De hecho, hay que decirlo, el lector que ávido de respuestas espera encontrar una confesión y una causa unívoca para el crimen cometido por Geel, quedará decepcionado. No se trata de un texto enfocado en aquellos disparos que catapultaran a Pumarino a la muerte y a su autora a la cárcel. El texto más bien oscila entre la mirada voyerista de la autora, la extrañeza y fascinación frente a las otras presas que en su abrumadora mayoría son mujeres de una clase social muy distinta a la suya, por un lado; y una búsqueda tentativa de las posibles circunstancias que llevaron a la escena fatal del Crillón, por el otro. La narradora está adentro y afuera de ese espacio que va relatando, como si no perteneciera del todo a él. Da la impresión de que desde su lugar de reclusión solo le llegan los ruidos de ese sórdido mundo de las presas, donde prima la violencia, la crudeza, el maltrato, pero también la pasión entre mujeres: «Voces de la Cárcel de Mujeres: Multiplicidad de voces. Murmullo sin tregua. Gritos que se alzan, perdidos, para caer después, inútiles, en el pequeño mar murmurante que parece tragarlos» (21). Desde estos murmullos es que comienza a interesarse por ese «amor que no se atreve a decir su nombre», lo que ha llevado a pensar a Cárcel de mujeres como
una obra que, si bien sin explicitarlo ni confesar su autora sus preferencias sexuales, podría ser leída dentro de un canon de textos que ingresan a sus páginas el amor lésbico. Estos retazos del mundo de la cárcel que Geel incorpora en su relato se interrumpen y entretejen con el otro gran eje de su texto, que dice relación con las indagaciones que quien narra va haciendo acerca de las posibles causas que la llevaron al crimen en contra de Pumarino. Sin embargo, el lector no encontrará esas respuestas que busca junto a la autora del libro, pues estas se desplazan continuamente entre las líneas de su escrito.
Si comprendemos el crimen realizado por Geel como un pasaje al acto, tal como lo piensa Lacan, la escritura que intenta dar cuenta de posibles móviles y motivos de sus disparos se colma de los efectos de un salto al vacío. El texto gira, una y otra vez, en torno a un hecho que no encuentra explicación o encuentra posibilidades variadas que vaivenean entre causas excluyentes entre sí. La escritura no es capaz de dar cuenta ni de lo que verdaderamente ocurrió esa tarde en el Crillón ni tampoco de qué es lo que movió a la autora a realizar el crimen. ¿Quizás la pistola estaba destinada en realidad a matarse ella misma y por alguna razón terminó empuñada contra el hombre? ¿O es que Pumarino, de una forma subterránea, le había pedido que lo matara? ¿Acaso hay algo oscuro y malévolo latiendo dentro de la propia Geel que encontró su manera de manifestarse en el crimen.
También Gabriela Mistral, quien intervino para que le rebajaran la pena a Geel, pidiéndole al Presidente a través de una carta su indulto, se quedaría sin la esperada confesión de la escritora. Geel le contesta con una misiva soprendida por contar con el favor de Gabriela y, por cierto, muy agradecida, pero dice no saber «nada de nada».
Una de las posibles explicaciones que ensaya Geel, es el terror que le producía la posibilidad de que se efectuara el matrimonio entre ambos, el que habría
impulsado los disparos contra Pumarino. Este había obtenido finalmente la ansiada libertad, tras la muerte de su mujer. Pero la perspectiva del casamiento no llenaba de júbilo a la escritora. Quedará en la nebulosa por qué Geel sentía no poder negarse frente a las peticiones de Pumarino de contraer matrimonio. En la desesperada pero infructuosa búsqueda escritural por encontrar las claves de lo ocurrido, Geel configura su crimen, entre otras cosas, como un acto dirigido contra el hombre, en términos genéricos. Incluso llega a pensar que los deseos de Pumarino de casarse eran indebidos, dado el poco tiempo que había pasado desde la muerte de su mujer, es decir, solidariza, desde el género femenino, contra la premura masculina.
La pregunta que se formula Geel en su texto –«¿Cómo escribir sobre esto?» (98) – tiene a su vez una dimensión que trasciende la interrogación por el crimen y sus posibilidades de ser capturado y/o significado por el lenguaje. ¿Cómo escribir sobre la vida? ¿Cómo escribir sobre una vida que está colmada de contradicciones irresolubles? El texto que la autora pone en juego para ir acercándose a las potenciales respuestas a estas preguntas, no termina por explicar nada; pero el formular las interrogantes, el ir rodeándolas con la escritura, una y otra vez, genera una obra que reviste características ensayísticas que le otorgan un lugar único a Cárcel de mujeres en la tradición literaria chilena y latinoamericana, y que ahora se vuelve accesible para España con la edición reciente en Periférica.
por Andrea Kottow
En ese pensamiento que no vigila las palabras
Aliocha Coll
Atila
Galaxia Gutenberg
181 páginas
Calificar la obra de Aliocha Coll (Madrid, 1948 - París, 1990) de experimental, impenetrable, excéntrica o desconcertante es abundar en lugares comunes; estos adjetivos solo dan cuenta de la dificultad que supone enfrentarse con textos que no son complacientes y que exigen una firme voluntad para dejar que la literatura ocurra sin esperar tramas previsibles o argumentos amparados por el sesgo de confirma-
ción. Después de su publicación en 1991, la reedición de Atila (2023), novela póstuma del autor madrileño, pretende hallar los lectores e interlocutores apropiados para la obra, los que logren concentrar su atención en disfrutar de una literatura que lo es por su valor estético, por su forma y estilo, por la exploración y la propuesta que implica cada decisión formal, por el ritmo, pero también por la ambigua relación con las tradiciones de la escritura y, sobre todo, por los modos de lectura de los que aspira a distanciarse.
En Atila conviven las formas discursivas de la novela, del poema épico y del drama; a través de estos géneros literarios, el lector se enfrenta con el tradicional relato de amor en el que cada miembro de una pareja representa la histórica lucha entre la civilización y la barbarie. Ipsibidimidiata y Quijote, hijos de los gobernantes Roma y Atila, respectivamente, se resisten a dar continuidad a los intereses de sus padres, su resistencia se convierte en una huida a Grecia. El viaje delirante de la pareja los llevará a preguntarse por la posibilidad de que exista una nueva manera de vivir en el mundo, y permitirá que su deseo los impulse a buscar un futuro que no implique participar en ninguna guerra. En la huida, los amantes recorrerán las misteriosas costas de África y conocerán, como si experimentaran una revelación mística, los horrores del mundo, sabrán la verdad que todos se niegan a aceptar y sobre la que quisieron advertir a la humanidad Laocoonte, Antígona y Absalón: la violencia, la crueldad y la maldad de los hombres pertenecen al origen de los tiempos y llegan al presente. Quijote, el fabulador de la literatura, ve el pasado, el presente y el futuro atravesado por la guerra. La historia se convierte en un viaje alucinante y frenético, tanto para los amantes cuanto para los lectores, y permite abrigar alguna esperanza en el amor y en el arte como estrategias redentoras para el mundo.
La historia de Atila se sigue con una dificultad que muchos críticos han calificado como confusa o ilegible pues se trata de una obra que, como afirma Patricio Pron, lleva a su autor a fracasar como narrador,
en el sentido tradicional del término, aunque Aliocha Coll no era ni aspiraba a ser un autor tradicional. Con Atila, buscaba una libertad y complejidad estética que pudiera asemejarse al proceso creativo y de lectura que había propuesto Aby Warburg a través del Atlas Mnemosyne: una nueva manera de leer en la que cada experiencia, cada acercamiento al libro, fuera única, laberíntica y armónicamente caótica. En Atila las formas y relaciones solo son visibles para quienes, como su autor, se acerquen a ella desde la apofenia, sin pretender hallar certezas, ejerciendo su derecho a la capacidad negativa y siguiendo intuitivamente la belleza del lenguaje que la configura. Atila es una obra en la que un continuo lo une todo, un procedimiento que pone a su autor dentro de la tradición de escritores como Macedonio Fernández, Copi o Libertella, que establecen y crean valores nuevos para pensar la literatura. El lirismo y los sentidos aleatorios e infinitos desbordan el convencionalismo estético. En ese sentido, si su lectura resulta confusa, no solo se debe al intento de renovación honrado y atrevido que Rafael Conte exalta, sino a la poca familiaridad y entusiasmo con el que, en la literatura en español, se valoran este tipo de empeños.
Atila no es una obra que deba leerse buscando entender algo u obsesionándose por la extracción del sentido. Como afirma Javier Serena en el prólogo de esta edición, es literatura «emancipada de cualquier obligación que no sea la de su rara expresión abstracta». No obstante, vale la pena insistir en que en esta obra no hay absolutamente nada que no haya sido calculado, medido y elegido de forma precisa para propiciar eso que Ulises Carrión identifica como el propósito del arte nuevo: el lenguaje convertido en enigma, una dificultad cuya solución se halla en el libro. En definitiva, que sea la obra la que cree las condiciones específicas de su lectura, algo que, de forma singular, Atila consigue.
por Alexandra Saavedra Galindo
Cuando se trata del bien y del mal
Kike Cherta
Los Miralles
Navona 576 páginas
Hace falta valor. No sólo para concebir una historia tan grande y tan loca como ésta y lanzarse a escribirla, sino para escribirla de esta forma, aunque, bien pensado, ¿con qué otro tono que no fuera el de la comedia abierta podría abordarse una trama así, tan excéntrica aunque a la vez de implicaciones tan serias? Porque, sea como sea el resultado final, como punto de partida siempre será mejor el desparpajo que la solemnidad, sobre todo en narraciones que implican
al demonio, a los libros sagrados, al sentido de la vida humana, en general, y, en particular, a la misión específica de una familia valenciana que está convencida de tener en su jardín el árbol del Génesis, rebosante de amenazantes manzanas.
Sucede por sistema, y de modo no poco misterioso, que siempre que se pretende escribir una crítica más o menos dura o más o menos amable contra la educación recibía, contra la propia familia, contra el mundo en el que se creció, contra las peculiaridades de la propia educación sentimental y las circunstancias que la rodearon…, ese ataque acaba convertido, en el fondo, en un homenaje. No hay carta al padre que no oculte, bien leída, una carta de amor donde el afecto y el conflicto están tan mezclados que son una misma cosa, no paradójica sino perfectamente natural, y fácil de entender porque es muy fácil de compartir. Aquí pasa lo mismo y, aunque se trate de una ficción total, no sólo por lo extenso sino por lo profundo o por lo elevado, de nuevo quien cree haber escapado de la tradición, las obligaciones o la herencia se revela no sólo parte del asunto del que se huyó, sino algo así como un miembro por antonomasia, no una oveja negra sino más bien toda una confirmación de la continuidad de las generaciones, la prueba definitiva de la fidelidad al origen, por retorcido que resulte todo. Es un proceso misterioso y complejo, claro, pero también perceptible por debajo de los gags, las anécdotas y los malentendidos que van formando este suculento novelón.
Eso sí, la primera novela de Kike Cherta (Vinaroz, Castellón, 1982) brilla espectacularmente en su trama, como digo, pero deja algunas dudas con su lenguaje. Entiéndanme: está maravillosamente escrita, con soberanía incluso, con meticulosidad y precisión, con un gran dominio de los tiempos…, pero optar de forma tan constante (y a lo largo de tantísimas páginas…) por lo coloquial (o en ocasiones, incluso, por lo vulgar) tiene consecuencias sobre la paciencia de un lector al que le gusta mucho el humor, pero a
quien pueden acabar fatigando tantas confianzas y, nunca mejor, dicho, tantas familiaridades. Si esta ópera prima fuera una casa, creo que la estructura interna, las escaleras, el minucioso cableado, las sólidas vigas o las eficacísimas tuberías serían de mejor calidad que la fachada: quiero decir que es flamante y vistosa, sí, pero por dentro, más en sus intenciones que en sus palabras.
Quiero decir que el tono elegido, probablemente necesario, hace que no se note tanto el inmenso mérito de esta disparatada saga levantina. Las mismas situaciones, como de sitcom, que hacen que se revele no sólo el argumento sino todo aquel pasado que lo apuntala y lo justifica provocan también que el placer lector se tambalee. Para decirlo claro, Kike Cherta ofrece mucho en Los Miralles, muchísimo, pero también pide demasiado: se hace un poco cuesta arriba enfrentarse a un chiste de seiscientas páginas, incluso cuando, como es el caso, se trata de un buen chiste, y de un chiste además nada superficial, sino todo lo contrario.
Los Miralles, al cabo, es una gran alegoría de las crisis de los valores, de las consecuencias del fanatismo (no pienso exactamente en el fanatismo religioso, sino en la lealtad irracional a una supuesta encomienda que no se puede negociar), de cómo el tiempo pasa también por encima de lo supuestamente inmutable, de lo supuestamente eterno, de lo que no tiene vuelta de hoja. Y el resultado, insisto, es muy satisfactorio, digno de todo aplauso, pero por aquí habríamos preferido leer una versión un poco (sólo un poco) más seria.
por Juan Marqués
Violencias íntimas y colectivas
Alba Muñoz
Polilla
Alfaguara
192 páginas
Polilla, la primera obra de la periodista
Alba Muñoz (Barcelona, 1985), empieza de forma impactante: «Llevo tres días encerrada y no quiero salir». La narradora cuenta su encierro en una habitación de una casa de Sarajevo con Darko, un joven bosnio al que ha conocido en la estación de tren de la ciudad. Ella, una chica de veintiún años, había llegado a Bosnia-Herzegovina en un viaje de reporterismo que se anunciaba en un cartel de la facultad. En ese momento hace quince años que acabó la guerra fratricida entre los habitantes de
la antigua Yugoslavia, aquella guerra en el centro de Europa que se ensañó en la violencia contra las mujeres y que dejó un reguero de cadáveres y víctimas («La guerra de Bosnia fue la primera en la que las violaciones se utilizaron sistemáticamente como arma de guerra»).
La joven periodista, que era en aquel momento la autora, reseguirá los rastros de las atrocidades cometidas contra las mujeres, el negocio de la trata y prostitución que no ha podido atajarse pasado el tiempo. Recientemente la también barcelonesa Marta Carnicero recogió con fuerza este tema en su última novela, Matrioskas. Muñoz, que ha trabajado como reportera y guionista de proyectos audiovisuales, se documentó en hemerotecas y visionó vídeos de aquel conflicto que fueron grabados con cámaras domésticas («tenían la misma estética que mis recuerdos de la infancia», escribe).
Esa similitud dará pie a un relato con dos líneas, se combina el trabajo de investigación sobre el tráfico de mujeres en el conflicto con el de la experiencia personal, que bascula sobre la relación con sus padres y la que mantiene con Darko. El resultado de esta alternancia es desigual. La parte periodística revela episodios de gran impacto. Algunos desgarradores como el contado por una víctima llamada Nikolina. Con su relato pone en primer plano la deshumanización de la violencia y la dureza de las violaciones, palizas y maltrato que sufrieron tantas jóvenes, primero venidas de fuera y después del propio país. Aquel conflicto convirtió la tierra de los Balcanes en «el burdel de Europa».
Otro momento que remueve es la recuperación del caso de la joven ucraniana Olena Popik, que la reportera rastrea en archivos. Vuelven los hechos y azotan al lector. Son estos fragmentos los de mayor potencia del libro, aquellos en los que la búsqueda de fuentes informativas o la visita a los lugares del horror como Srebrenica reviven en la memoria el horror de la guerra y sus cicatrices. Es un ejercicio necesario, también una invitación a interrogarse por estos conflictos tan vivos en el presente.
La parte autobiográfica alude y remite a una mala relación con el padre –infiel desde el inicio del matrimonio, se separó de su madre cuando ella tenía dieciséis años- que no acaba de entenderse más allá del desapego y de la falta de afecto que recalca. La que mantiene con Darko, destructiva, se sostiene en la atracción sexual y en una nociva adicción donde asume el papel de víctima. Planea la falta de un referente masculino positivo. El velo sobre el padre no acaba de caer. El hombre, con quien comparte profesión aunque luego se dedicara a dar clases, se perfila como un ser egoísta y desafectado. En sentencias del tipo «Es difícil parecerse a alguien a quien odias» parecen ocultarse agravios de mayor envergadura que los expuestos en el texto.
La joven Alba se reafirma en el ejercicio de la profesión y es allí donde encuentra referentes, en figuras femeninas como la cámara neozelandesa Margaret Moth, que cubrió aquel conflicto en los Balcanes y cuyo rostro acarrea el impacto de una bala disparada por un francotirador serbio. O la que fuera policía estadounidense destinada en Bosnia, Kathryn Bolkovac, quien denunció la implicación de miembros de distintos organismos internacionales en la trata de mujeres. Son un modelo e inspiración. La dualidad de esa mujer fuerte en el ejercicio de su profesión e insegura y sin riendas en el manejo de sus relaciones personales desconcierta y plantea interrogantes al lector.
Es en las páginas finales, pasado el tiempo, cuando la reflexión («No había habido autoengaño, sólo precariedad de herramientas») revela el camino de aprendizaje de esa mujer insegura -con ambición en el campo laboral y en la defensa de las mujeres- y vulnerable –en sus afectos y manejo de sus instintos. Como ocurriera en el inicio, Alba Muñoz ha acertado con las palabras que cierran estas páginas. El término polilla –así la llama el padre-, que da título al libro, carcome la autoestima pero en el proceso de madurez muta y adquiere un nuevo sentido.
por Mey Zamora
La Gran Redada fue un
fracaso
Raúl Quinto
Martinete del rey sombra
Jekyll & Jill, Zaragoza, 2023 176 páginas
Se ha cumplido algo más de un año desde que apareció el nuevo libro del poeta y narrador Raúl Quinto (Cartagena, 1978) en Jekyll & Jill, y desde entonces el prestigio de la obra ha crecido de manera imparable: algo que se agradece en el mundo editorial contemporáneo, en el que un título se considera «viejo» y se retira de las librerías en el plazo de unas semanas si no ha vendido suficientes ejemplares. Martinete del rey sombra va por su tercera edición con el respaldo del Premio Cálamo ‘Otra Mirada’ 2023 y el Premio de la Crítica 2023 de la Asociación Española de Críticos Literarios.
Quizá más conocido por su bibliografía poética, Raúl Quinto también se ha forjado una trayectoria sólida en la narrativa: Idioteca, Yosotros, Hijo y La canción de NOF4. Son libros que han ido consolidándose casi como en silencio, contando con lectores fieles y libreros comprometidos que apostaron por esas narraciones.
Martinete del rey sombra es una obra inclasificable, por fortuna liberada de las ataduras y exigencias de los géneros puros. Arranca de un hecho apenas conocido de la Historia de España: en julio de 1749 Fernando VI acepta bajo su reinado la orden firmada por el Marqués de la Ensenada, consistente en una caza por sorpresa que parece prefigurar el nazismo: […] la salud del reino requiere del prendimiento y el arresto de toda la población gitana, ha de hacerse a la medianoche del día 30 en todos los pueblos y ciudades, se actuará con sigilo y diligencia, se procederá a incautar la totalidad de sus bienes. Y más pronto que tarde su presencia será erradicada para consuelo del futuro.
A partir de este episodio (la Gran Redada) el autor, con pulso narrativo y una documentación exhaustiva, traza las derivas de esta orden, los vericuetos a los que conduce, los dramas que impone y el destino de numerosas familias gitanas: hierro y tortura, esclavitud y condena, exilio y asesinato… En contraposición a esta especie de intento de holocausto entre esas sombras que no logran amparar a los desfavorecidos, el escritor nos ofrece también el territorio de las vanidades, el lujo y la banalidad y las intrigas palaciegas de los Borbones, pasajes en los que el tono apuesta por la burla: El rey es un muñeco de trapo mal cosido, un pobre diablo devorado por fantasmas y duendes, que las más de las veces está en la cama escondiéndose del mismo miedo
A un lector despistado o poco ducho en las formas literarias podría parecerle que el autor está «haciendo» novela histórica. Por suerte no es así. La diferencia fundamental está en el lenguaje, en el uso de la prosa que maneja Quinto, muy deudora de su bagaje poético. Hay un trabajo enorme en cada una de las frases, en las que late la poesía, algo que nos recuerda a las novelas de poetas que se pasan a la prosa (ejemplo:
el caso de Tomás Sánchez Santiago y su magna Calle Feria, también repleta de párrafos donde confluyen la metáfora continua y el toque lírico). Leamos una muestra de esto que apunto:
Son días en que los pobres, los mulatos, los zambos, los hijos bastardos de las islas y toda la escoria canalla de la tierra se hacen con Caracas e imponen su ley. El motín acaba con muertos y gente encadenada en los baluartes caribeños, y con el líder de la rebelión, un canario del Hierro llamado Juan Francisco de León, conducido hasta España con una gola de metal al cuello. Acabará muerto al poco tiempo en el arsenal de La Carraca entre gitanos, esclavos y fango.
En la página 150 leemos: Algo queda claro tras todo esto: la gran redada fue un fracaso. Y es ese fracaso el motor narrativo del libro, pues de ahí nace uno de sus objetivos: el de celebrar que al menos sus responsables fracasaran en la propuesta, que aquel exterminio quedara a medias, pero manchado por la ignominia. El dolor es largo, pero siempre lo arrasa el olvido, anota el narrador. Para que el episodio infame no caiga en la desmemoria, la tarea del escritor consiste en sacarlo de las profundidades y contarlo como en un acto de justicia doblemente poética.
por José Ángel Barrueco
Identidad y diferencia
Raquel Delgado Ser de fuera
Sexto Piso
152 páginas
La autora de este libro acaba de rebasar esa frontera por la que se rigen muchos premios literarios, según la cual se es joven, escritor joven, hasta los treinta y cinco años. Raquel Delgado (Valladolid, 1988) debuta con una colección de nueve relatos, y esto ya es un mérito porque el género del cuento tiene peor suerte editorial que el de la novela. Si además esa colección de cuentos es el bautismo de fuego, el aldabonazo de una voz que comienza a ser oída, más insólito. La extrañeza aumenta si, como se trata de Sexto Piso, la editorial en que aparece se nutre de un exigente catálo-
go compuesto en su mayoría de autores hispanoamericanos y europeos.
¿Y qué es lo que ofrece el libro en cuestión? Nueve acercamientos complementarios, con un tono y un ámbito referencial bastante parecidos en todos los casos, hasta el punto de que estos cuentos no operan por acumulación; bien al contrario, dialogan entre sí porque Delgado ha colocado con destreza espejos narrativos y de motivos recurrentes entre ellos. Los protagonistas son todos del sexo femenino, en diferentes edades que van de la infancia a la edad adulta, a la primera madurez; los varones apenas sirven para crear contrastes y, mediante el vínculo ineludible de la familia, tensiones, frustraciones (pero estas también afloran en las relaciones entre las mujeres de la misma sangre, como se advierte en «Dímelo a mí», quizás el mejor de los relatos).
Lo que constituye uno de los puntos fuertes del libro es al mismo tiempo una de sus debilidades, o al menos de sus riesgos. Porque la coherencia y la unidad pueden deslizarse hacia la monotonía y la unidad. ¿Lo hacen aquí? No siempre, pero sí sorprendentemente en el vehículo expresivo: la forma de narrar es siempre la misma, sin apenas matices entre las voces narrativas (ni siquiera cuando se usa el recurso de un diario); y, sobre todo, llega a chocar el casi monocultivo del presente histórico, un latifundio que está bien para Julio César al referir su versión de la guerra de las Galias, pero que para una escritora del siglo XXI, que lo que narra son los conflictos de la intimidad, hubiera sido mejor una colección de minifundios de la conjugación de los verbos en los que la variedad imperase.
¿Están bien escritos estos relatos? Sí, en la medida en que su lenguaje es efectivo para lo que se impone: reflejar zozobras interiores y querellas con los otros. Sucede lo que con Sara Mesa y su libro de relatos La familia, susceptible de ser leído como novela: un fractal en el que las diferentes partes tienen su papel. Pero sin alardes estilísticos, con
un sermo humilis que evita lucirse y lo campanudo. También me ha recordado el libro de Mesa porque, si en este los protagonistas son los mismos a través de las diferentes historias, en Ser de fuera la protagonista (doblada de voz narrativa las más de las veces) bien podría ser siempre la misma, aunque cambien los nombres. También es posible advertir cierta evolución cronológica como en Dublineses, de James Joyce, aunque no tan marcado.
Los choques familiares y generacionales, más los antropológicos y culturales (la difícil negociación entre el pueblo y la ciudad) son el eje del libro, en el que hay ritos (misas de difuntos, despedidas de solteras o bodas) que se sobrellevan o directamente se ponen en tela de juicio, como sucede en «Campanadas». Pero hay que señalar que esos enfrentamientos o roces a la postre encuentran siempre una forma de conciliación. Esto ocurre de manera especialmente llamativa en el primero y el último de los cuentos (aquel, una especia de «Carta al padre», a lo Kafka; este, narrado por una hija que es ya ella quien tiene que cuidar a su progenitor). Hay siempre una sensación de no pertenencia, de frustración, que inunda los relatos. La vida no es de color de rosas.
Según un refrán irlandés, tús maith leath na hoibre, «un buen comienzo es la mitad de la obra». Supongo que habrá dichos parecidos en otros idiomas. En el caso de Raquel Delgado podemos afirmar que con esta tarjeta de presentación ya tiene ganado nuestro interés para el futuro. Con su primer libro ya ha mostrado unas notables credenciales que habrán de rendirle fruto cuando publique el segundo (y el resto). De ella, de su esfuerzo, dependerá que no se frustre esa bien fundada esperanza.
por Antonio Rivero Taravillo
Mandarino
Ezequiel Pérez
Mandarino
Eterna Cadencia
Mandarino, el Cronista Mayor del Desamparo y Cartógrafo de una Sola Línea, es el personaje principal y guía de los lectores en un mundo que parece estar reservado para los reporteros. No es fácil seguir la corriente por la que navega por el río Paraná tratando de escapar del hambre. La misión que comparte con su pueblo es encontrar un lugar nuevo que los provea de bienestar, una historia que resulta tan actual como la miseria y su principal consecuencia: el éxodo. El uso de pronombres seguidos de un posesivo es lo primero que llama la atención en la sintaxis del discurso. Esa sensación de pertenencia continua remarca la orfandad hacia la que se dirigen los personajes. En sus palabras el desarraigo es inevitable pero no nace ninguna lástima, la pena no busca consuelo, es una fuerza contra la que se lucha desde el pasado. La historia está estructurada con capítulos cortos, casi como mensajes en una botella y señales de humo. Son apenas viñetas que captan una parte de un espíritu común, un instante de reflexión más que un hecho trascendental. La memoria y el presente se conjugan en el discurso. Son un pueblo que existe por el recuerdo y la esperanza. A través de Mandarino hablan además el Abuelo, el tío Laucha, su capitana la Mansa. Cada uno posee su propia sabiduría que parece que alimenta a otra Gran Sabiduría.
manos. Y tan lentamente se arremanga la Mansa que ni siquiera nos enteramos en qué momento el cielo deja su suave tono frutado para estallar en un topacio» (pag. 61).
La nueva novela de Ezequiel Pérez ha sido celebrada en casi todos los suplementos literarios. Los críticos han resaltado el rescate del género de las crónicas de Indias y la creación de un nuevo lenguaje, que no es otra cosa que la oralidad de unos personajes mal hablados de acuerdo a las normas actuales, en un universo editorial donde predomina una escritura homogénea, o sea carente de estilo. Por ello, no es gratuito preguntar: ¿no son acaso las voces y sus quiebres lingüísticos las que imprimen personalidad a un texto, antes que la técnica y sus variantes? ¿Se celebra esta publicación sólo por su propuesta novedosa?
Esta novela es una forma de poner en valor lo ancestral, un reclamo frente a la modernidad, contraponiendo lo original versus los artificios de la cultura actual. Quien logre subirse a la embarcación de Mandarino disfrutará de una aventura sensorial como pocas veces ofrece la literatura. Lo poético aquí es el resultado de una gama de colores que están en el agua, en las piedras, en todas las formas de vida que crecen a lo largo de su recorrido y en los restos de la muerte. Un ejemplo: «Quisiera poder explicar la primera navegación de las sangres al comienzo del día; lo único que me sale es este vapor dentre los mis dedos, aquesta fogata que agoniza en las mis
Por la trama podríamos estar leyendo una novela de acción, pero Pérez es un salmón literario. Aquí prevalece la quietud de forma paradójica cuando hay un pueblo que se dirige hacia lo desconocido. Saben lo que buscan pero no lo que encontrarán. Antes que Conrad la narración nos remite a su intérprete Coppola y al Herzog de Fitzcarraldo. «Una vez el Abuelo me dijo que las antípodas no estaban en los nuestros pies sino arriba de las nuestras cabezas. Levanto la mirada como el arroyo que busca remontar su cauce, y veo que aqueste cielo de piel escura se ha llenado de unas salpicaduras lechosas que pintan formas y dibujos exagerados, demasiado parecidos a lo real como para ser ciertos» (pag. 117). Hasta podría citar el Pez Grande de Tim Burton por el tono que se va metiendo en los huesos como la humedad. Mandarino es entrañable. Su expedición podría ser sólo eso y bastaría. Con esta novela uno recupera el placer de retorcer el lenguaje y explorar una forma poco visitada para narrar. La extensión de la novela es precisa, no busca convertirse en un tratado de erudición. Es una huella distinta que nos hará preguntarnos qué otros caminos hemos olvidado en la literatura.
144 páginas por Sergio Galarza
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