Cuadernos Hispanoamericanos, Octubre 2024 nº 889

Page 1


MESA REVUELTA

Carlos F. Grisgby

Mercedes Cebrián

Rodrigo Fresán

Sergio Ramírez

Ismael Ramos

SEGUNDA VUELTA

Azahara Alonso

PERFIL

Daniela Tarazona

ENTREVISTA

Fernanda Trías

«Mi patria es mi lengua porque no tengo territorio »

Edita

Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

José Manuel Albares Bueno

Secretaria de Estado de Cooperación Internacional

Eva Granados Galiano

Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Antón Leis García

Director de Relaciones Culturales y Científicas

Santiago Herrero Amigo

Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural

Eloísa Vaello Marco

Director Cuadernos Hispanoamericanos

Javier Serena

Comunicación

Mar Álvarez

Diseño

Lara Lanceta

Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com

Impresión

GRAFO, S.A.

Avda. Cervantes, 51 CP48970-Basauri, Bizkaia

Fotografía de portada Fernanda Montoro

Depósito Legal

M.3375/1958

ISSN 0011-250x

ISSN digital 2661-1031

Nipo digital

109-19-023-8

Nipo impreso 109-19-022-2

Avda, Reyes Católicos, 4

CP 28040, Madrid

T. 915 838 401

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia

Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com

Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB

Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com

De venta en librerías: distribuye Maidhisa

Distribución internacional: PanopliaDeLibros

Precio ejemplar: 5 €

Una escritura oblicua. Notas sobre la digresión en la literatura contemporánea por Borja Cano Vidal

Aprender a no leer: ética y estética de lo ilegible

Tres versiones para una digresión por Cynthia Rimsky

BIBLIOTECA

Monstruosos años 80. Javier Moreno Revisitar al padre. Carmen G. de la Cueva

Ocaso y fascinación: un díptico perturbador. Anna María Iglesia

La presencia de la nada y otras formas de aburrirse con la lectura. Michelle Roche Rodríguez

Nunca es tarde para construir una biografía. Cristian Vázquez

La casa uncida al cuerpo. Jacobo Iglesias

Demente pabellón de reposo. Toni Montesinos

Atrincherados y rabiosos. Raúl Tola

El baile de san Vito en Cuernavaca. Antonio Rivero Taravillo

Los poemas de Boy Fracassa. Mercedes Halfon

Lo que está del otro lado también.

Jesús Cano

Una hebra de esperanza en el fondo de la noche. Martín Rodríguez -Gaona

Luz Negra. Eduardo Moga

Fernanda Trías

«Para mí la vida y la escritura son la misma cosa, se van moldeando mutuamente»
por Claudia Apablaza
Fotografía de Fernanda Montoro

La primera vez que leí un libro de Fernanda Trías (Montevideo, 1976) fue hace casi veinte años, en 2006, su novela La azotea. La primera vez que la vi fue el año 2011, la recuerdo hablando en una barra en un bar de Buenos Aires, como una pequeña isla entre todas esas escritoras chilenas y argentinas. Una escritora migrante, como hasta hoy, extranjera y abismal siempre, lejos de Uruguay, de Montevideo («de ese país pequeño, gris y conservador. pero al mismo tiempo rico en tradición literaria», según la propia, en la que ella se siente cómoda).

Dejó Uruguay tras la muerte de uno de los autores que marcaron su carrera, su maestro y en ese momento editor Mario Levrero y ya no quiso volver. Comenzó una vida lejos de su país natal, se fue primero a Francia a una residencia de escritores, luego a Berlín, a Buenos Aires, a Nueva York a estudiar Creative Writing, a Valparaíso, a una residencia en España, y finalmente a Colombia. Desde hace diez años vive en Bogotá, pero siempre mirando el mapa y pensando hacia dónde migrará en su próximo viaje.

El año que la conocí era la única autora uruguaya participando en el encuentro Las cenizas del Puyehue, festival literario que reunía a 40 escritoras chilenas y argentinas y que organizamos con el escritor Gonzalo León y que tomaba el nombre de ese fatídico día 4 de junio de 2011 en el que el volcán Puyehue entró en erupción. Una lava viscosa se disparó en todas las direcciones y, como consecuencia, toneladas de cenizas se trasladaron furiosas desde Chile a Bariloche para impactar la ciudad y dejar todo cubierto de un polvo gris y tóxico. Una nube oscura, una tormenta, una lluvia de cenizas chilenas se había trasladado a la Patagonia Argentina.

Qué momento tan premonitorio conocer a Trías, la autora que años más tarde triunfaría con un libro distópico, de fenómenos climáticos que arrasan la tierra, los afectos y la transparencia de las aguas: Mugre rosa. «Afuera el viento ya levantaba polvo y mugre. Volaban papeles y restos de basura. Las nubes rosadas habían desaparecido y el cielo tenía ahora ese tinte brillante, como de carne cruda chorreando su jugo sobre nosotros».

El año de ese festival, yo ya había devorado los dos libros que circulaban de Trías. Cuando llegué a vivir a Barcelona el año 2006 alguien me dijo que era la mejor escritora latinoamericana y que debía leerla, cuando todavía alguien tenía el descaro de referirse a las escritoras como la mejor, la más, en esa eterna resaca del boom que aún nos persigue. Creo que fue un escritor peruano con el que bebíamos y compartíamos libros. Que debía leer La azotea (2001) y Cuaderno para un solo ojo (2002). La autora que ya se estudiada en Estados Unidos y ni siquiera alcanzaba los treinta años. Que el académico uruguayo Hugo Achugar la estudiaba a fondo, le enseñaba en sus

clases y la había antologado en El descontento y la promesa: nueva/joven narrativa uruguaya. (2008). Comenzaban a circular los primeros libros de los uruguayos Dani Umpi, Natalia Mardero e Ignacio Alcuri: Miss Tacuarembó, Posmonauta y Sobredosis pop

Me devoré La azotea, me devoré Cuaderno para un solo ojo. Ambos libros cruzados por la asfixia, esas ciudades y espacios onettianos que la autora porta y recalca dentro de sí. En La azotea, una mujer embarazada vive con su padre en un departamento del que no salen nunca. La poética del miedo, del encierro y del incesto. Ese pequeño espacio que aparece como el único lugar por donde la protagonista puede huir de esa vida infernal, así como la misma Trías huyó de su país natal. Cuaderno para un solo ojo, el amor entre dos lesbianas, la violencia y el asesinato de una de ellas.

Y ahí estaba Trías en el festival de escritoras chilenas y argentinas sentada en la barra de un bar, como esa gran isla, cálida y segura. Algo recuerdo de esas noches y las historias que hoy revisito al leer La ciudad invencible. Me contó que alguien la violentaba y el escritor Ricardo Strafacce la animaba a salir de ese agujero. Pasaron los años, nos fuimos viendo en distintas ciudades, nos seguimos leyendo. Nos vimos en Bogotá, nos disfrazamos para Halloween, bailamos con la editora de Laguna, nos tomamos una foto en un bar con la cara de Allende detrás de nuestras nucas y que decía «Venceremos». Luego estuvo en Santiago de Chile en una lectura en Estudio Panal. Luego nuevamente en Santiago de Chile, semanas después de yo haber tenido a mi hija y donde ella había viajado a presentar el libro de cuentos No soñarás flores, ese libro en que aparecen nítidas y abismales distintas voces de mujeres enfrentadas cada una a sus designios. Luego en Quito y la última feria antes de la pandemia. Nos había invitado la escritora María Fernanda Ampuero. Trías apareció poco, había ido solo por un día. Luego nos vemos cada vez que viene a Madrid, una y otra vez, en un bar, yo bebiendo vino y ella agua. Yo con covid cenando después de la presentación del libro Mugre Rosa, la novela en que la ciudad y los afectos de una mujer se ven desbordados, novela que había ganado hace poco el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, el prestigioso galardón que se entrega cada año en la Feria del Libro de Guadalajara a una novela publicada por alguna escritora de habla hispana el año anterior a su entrega. También lo han ganado Nona Fernández, Cristina Rivera Garza, Daniela Tarazona, María Gainza, Camila Sosa Villada, entre otras. Y nuevamente con Trías en Madrid, año 2022, enfrentadas al futuro que ella misma había vaticinado en sus textos distópicos, el cambio climático a tope, inmersas en una ola de calor de más de cuarenta grados, en un estacionamiento en el centro de Madrid, abrazadas en una foto bajo el cartel de «No hay salida».

«No existe la carrera, porque no hay un lugar adonde llegar. El proceso artístico es personal, muchas veces lento y lleno de desvíos. Al menos yo vivo la escritura de esa forma: una búsqueda artística, no una producción industrial»

Entre tus dos primeros libros, La azotea (2001) y Cuaderno para un solo ojo (2002) y la publicación del tercero, La ciudad invencible (2014) hay un gran silencio editorial, doce años. Pienso en autores como Nicanor Parra por ejemplo, que entre Cancionero sin nombre (1937) y Poemas y Antipoemas (1954) pasaron 17 años. Al leer esos dos textos de Parra, claramente vemos la radicalización de su estética. Qué pasó en tu caso, ¿por qué ese silencio?

La ciudad invencible se publicó con otro título (Bienes muebles) en 2013 en la pequeña editorial que tenía Lina Meruane en Nueva York, Brutas Editoras. Y en 2012 había publicado una plaqueta de relatos en Uruguay, y otras cositas sueltas en revistas y antologías. Pero en general fueron años incómodos, más de búsquedas y de aprendizajes. En 2004 Levrero murió y a los pocos días huí del país. No te voy a decir que fue exactamente esa la causa, porque yo me había ganado una beca para una residencia en Francia, pero tras la muerte de Levrero ya no quería volver a Montevideo. Sentía la ciudad como un lugar ajeno, inhóspito. Era una orfandad que desconocía y estoy segura de que eso también me afectó en la escritura y en la confianza en mí misma, porque si algo hacía Levrero era levantarme una y otra vez del fondo de mi autoestima, donde yo solía arrebujarme. Dejé de tener esa figura, ese apoyo. Más tarde iba a descubrir que debía convertirme en esa figura para mí misma, que no podía esperar que otros hicieran ese trabajo por mí, ¿viste? Me fui a Francia y terminé viviendo ahí varios años. Pero vivía en el campo, aislada de todos, del país del que había huido y del país al que había llegado. Fueron años en los que escribí mucho, cosas que luego no publiqué porque

fueron experimentos fallidos. Por suerte, y gracias a la influencia de Levrero, nunca entendí la escritura como una carrera. Digo por suerte porque me permitió, y me sigue permitiendo, vivir mis procesos en los tiempos que sean necesarios. Para mí la vida y la escritura son la misma cosa, se van moldeando mutuamente. Aunque Semprún diga la escritura o la vida, por algo al final no pudo evitar escribir... Un escritor no tiene esa elección. Pero a veces hay que dejar que la vida decante mucho tiempo, años. En esos años leí mucho, viajé, miré, pensé, y me dediqué a experimentar con el medio audiovisual. Hice algunos cortos documentales con mi amiga la fotógrafa Fernanda Montoro, que se pasaron en festivales, e incluso ganamos algún premio. Era una manera de experimentar con otras formas de narrar, de contar historias, de pensar personajes. Y me sirvió mucho para escuchar y desarrollar el oído para los diálogos, la manera en que otros hablan. Todo nutre la escritura. Entonces, lo que visto en la biografía son años de silencio, en realidad son años de aprendizaje y maduración. Yo descreo completamente de la obsesión actual por publicar rápido, como si eso pudiera garantizarte algo, como si eso te diera alguna «vigencia» (pero un escritor no es un producto de supermercado con fecha de vencimiento). Los libros se van a mantener con vida o no por sí solos, independiente de tu voluntad. No existe la carrera, porque no hay un lugar adonde llegar. El proceso artístico es personal, muchas veces lento y lleno de desvíos. Al menos yo vivo la escritura de esa forma: una búsqueda artística, no una producción industrial.

Siguiendo con tus primeras publicaciones, me llama la atención que tu segundo libro, Cuaderno para un solo ojo (2002), ese libro donde una mujer sostiene un cuaderno que narra situaciones personales, es hoy en día imposible de encontrar. No se volvió a reeditar, solo tuvo esa edición el año 2002 en Uruguay en una colección que llevaba Mario Levrero. Hay muchos autores o autoras que reniegan de sus primeras publicaciones, ya sea por pudor, por no haber alcanzado el estilo que identifica su obra, o simplemente porque no les gusta. Tenemos el caso de Kafka, de Emily Dickinson, Nabokov, el mismo Cortázar con Las nubes y el arquero. ¿Qué pasó con ese libro?

Escribí Cuaderno para un solo ojo a comienzos de 1998. Tenía veintiún años. Fue lo primero que logré terminar. Creo que ese es un momento fundacional para alguien que quiere escribir, sobre todo si es joven: saberte capaz de terminar un texto que empezaste. Yo no escribía relatos, pasaron muchos años antes de que escribiera mi primer cuento. Siempre estaba escribiendo novelas. Y abandoné muchas. No lograba llevarlas a término, porque en el camino me encontraba con obstácu-

los técnicos de todo tipo, e incluso la trama se me desbarataba. Luego de varios intentos me di cuenta de que no tenía las capacidades técnicas para sostener tantos personajes, tantas subtramas, y me propuse escribir una historia más acotada. Empezar y terminar algo significa mucho porque sobre eso comienza a sedimentarse la fe. La fe de que, si pudiste una vez, podrás una segunda, y tal vez una tercera. Aunque parezca imposible. Esa fe me hizo escritora mucho más que publicar o que cualquier reconocimiento externo. Cuaderno para un solo ojo fue importante para mi épica personal. Pero no estaba convencida de querer publicarla. Me daba pudor. Ahora pienso: ¿por qué? Cuaderno es una historia de obsesión, de paranoia y de violencia de género en una relación entre dos mujeres. Entonces, estaba el erotismo lésbico y la violencia, dos cosas un poco arriesgadas para una primera publicación en aquella época, y además yo era muy tímida. No conocía escritoras de mi edad que estuvieran publicando, porque en Uruguay no había. Los libros de otros países de América Latina no llegaban, escribíamos sin comunicación ninguna con otras personas de nuestra generación. Y, además, en ese momento solo Mariana Enríquez había publicado su primera novela, en 1995, y Lina Meruane sacaría ese mismo año, 1998, su primer libro de cuentos. Nona Fernández y Andrea Jeftanovic publicaron sus primeros

libros recién en el 2000 y Samanta Schweblin en 2001, el mismo año que publiqué La azotea. Entonces había una sensación de soledad, no como sería el caso ahora. Sin embargo, a Levrero le gustaba mucho ese texto, e insistió para que se publicara. Finalmente salió dentro de la colección que él creó y que se llamaba De los Flexes Terpines, en honor a Lewis Carroll. Ahora, cuando releo Cuaderno, descubro que en ese texto ya estaban presentes varios temas que me iban a acompañar durante mucho tiempo, sobre el cuerpo, el miedo, la obsesión, la paranoia, la enfermedad mental... La protagonista tiene una terapeuta que la pone a escribir en un cuaderno, y esa figura de autoridad para ella es amenazante, hostil, entre repulsiva y misteriosa. La terapeuta es tuerta, pero a pesar de haber perdido un ojo no lo cubre, no lo esconde. A la protagonista ese ojo cosido le repugna, y de ahí nace el título: el cuaderno lo escribe para un solo ojo, ¿para cuál?, ¿el que puede leer o ese otro ojo que no ve, para la ausencia? Ese mismo año, 1998, iba a empezar a escribir La azotea, con la fe ganada, e iba a radicalizar esa paranoia. En La azotea, aunque es inmediatamente posterior, mi voz escritural decantó en un estilo más llano, menos ornamentado. Pero pienso que Cuaderno, como todo primer libro, siempre tiene un valor: es el valor de dar cuenta de un proceso y de unas búsquedas. Sirve como arqueología personal.

Fotografía de Fernanda Montoro

Volviendo a La azotea (2001) y pensando en la lengua, el territorio y las tradiciones literarias, en ese libro dialogas con el concepto de encierro, con el concepto de asfixia, en este caso un laberinto infinito de agobio al interior de una casa con un padre y un bebé. Pienso en El lugar de Mario Levrero, y en El pozo de Juan Carlos Onetti, ambos textos que también nos remiten a habitaciones y lo que se deriva de esa asfixia. Cuéntame qué tanto influyeron estos dos grandes autores uruguayos en tu escritura.

Me parece muy interesante esa observación porque los dos textos fueron importantes para mí y porque tanto Onetti como Levrero son autores que sigo revisitando y de los que sigo aprendiendo. Fijate que incluso los títulos están hermanados: el lugar, el pozo, la azotea. Hay algo muy claustrofóbico en ser uruguayo, supongo, boqueando por un poco de aire entre el peso geográfico y cultural de dos gigantes como Argentina y Brasil. Y en mi caso creo que se le suman dos cosas a la experiencia claustrofóbica de un país pequeño, gris, conservador: el haber nacido y crecido en dictadura, que sin duda contribuyó a esa sensación de ahogo y de amenaza perpetua, y el haber nacido mujer, porque el lugar de la mujer (el pozo) es la casa, no el afuera, no la aventura del mundo sino la seguridad del hogar. Y yo crecí sintiendo esa doble amenaza, afuera estaba el peligro, adentro estaba el espacio de seguridad. Aunque al final descubriera que adentro se encontraba otro tipo

de peligros, esos que ocurren en la intimidad y que permanecen secretos.

Pero hay otra cosa, porque El pozo es una novela breve, y Onetti fue un maestro de este género. Dice Saer en un ensayo sobre Onetti que en los años 60, la forma que «encarnaba la máxima aspiración estética, el modelo de toda perfección narrativa, no era ni la novela ni el cuento, sino la novela breve». A mí como lectora siempre me fascinó la novela breve, porque tiene una fuerza, un ritmo y una profundidad únicas del género. Podés escribirla y leerla en unas pocas sentadas, la intensidad se sostiene todo a lo largo del texto, no hay espacio para esas páginas olvidables que casi siempre tiene una novela larga, pero aun así te permite habitar ese mundo lo suficiente. El cuento encierra, la novela habita. Aunque esta distinción de géneros sea un poco artificial, porque entonces lo interesante para mí pasaría a ser el gesto contrario: escribir un cuento que habite y una novela que encierre. La azotea fue, como dice Saer, una concepción intuitiva y repentina.

Bueno, sí, la mayor parte de tu obra son novelas, La azotea, Cuaderno para un solo ojo, La ciudad invencible, y Mugre Rosa. No soñarás flores es por excelencia tu libro de cuentos. Samanta Schweblin siempre se refiere a la diferencia entre escribir un cuento y escribir una novela. Ha llegado a decir que «Cualquier gran narrador argentino es sobre todo un

Fotografía de Fernanda Montoro

cuentista que además escribe alguna novela». O ve a las novelas como una fatalidad, como algo que no pudo narrar en pocas páginas. También se refiere a la ansiedad y la escritura: «Creo que los cuentistas somos los ansiosos, somos cuentistas porque no estamos dispuestos a esperar dos años y medio para llegar al final». Cuéntame acerca de tu labor como novelista versus tu labor como cuentista. Qué diferencia identificas en estos oficios.

Toda crítica es una declaración de una poética personal. Lo explica bien Piglia en Las tres vanguardias. Y esa declaración suele ser a muerte, una guerra (dice él), porque de eso depende la supervivencia de tu trabajo. Por eso los escritores suelen hacer afirmaciones tan generalizadoras. Porque leído en el contexto equivocado, dice Piglia, un texto no vale nada. Cuando un escritor que escribe sobre todo cuentos dice que a los escritores se los conoce por sus cuentos, lo que realmente está diciendo es: «por favor no me juzguen por mis novelas». Se lee desde donde se escribe. Y un escritor inventa su propia tradición para que se lo lea desde ahí. Yo intento no hacer ese tipo de afirmaciones totalizantes porque cualquier de ellas puede ser fácilmente refutada con un montón de ejemplos contrarios. Todo depende del pedacito de literatura universal que quieras analizar. Manuel Puig, Juan José Saer, Roberto Arlt, César Aira, por nombrar algunos narradores geniales indiscutibles, no tienen su obra más relevante en el género del cuento. ¿Tendría sentido decir que hay que juzgarlos por sus cuentos? Además, creo que la idea jerarquizadora que pone en un lugar hegemónico al cuento, como una especie de exquisitez técnica de restaurante cinco tenedores, versus la novela que sería algo así como un chorizo al pan vendido en un carrito, es una idea anticuada. La separación misma de los géneros literarios debe ponerse en crisis. El cuento hace tiempo que es una categoría mucho más amplia, híbrida y experimental, que no se resume al cuento redondo que gana «por knockout». Todas estas ideas como el knock-out cortazariano, la perfección, la economía de recursos, responden a un paradigma patriarcal. Una vez el escritor argentino Ricardo Strafacce me dijo: «Yo amo las novelas porque son imperfectas, rugosas, falladas. El arte es lo imperfecto por excelencia. La excelencia de lo imperfecto. Lo imperfecto prolifera y permite seguir escribiendo». Que alguien sea principalmente cuentista o principalmente novelista tiene más que ver con una manera de mirar el mundo y una manera casi innata de pensar las historias y las imágenes, no de ser un mejor o peor narrador. Una novela nunca es un cuento que no pudiste narrar en pocas páginas; el cuento y la novela son gestos distintos. El cuento encierra, la novela habita. Desde su concepción, la historia misma ya viene acompañada de

un determinado gesto. Además, existen muchos tipos de cuento, los hay largos, novelados, como los cuentos de la tradición norteamericana que me encantan, o como un cuento de Herta Müller que se llama «En tierras bajas» y que tiene noventa páginas, o como los cuentos de Sergio Chejfec en Modo linterna… los hay experimentales, abiertos, difusos, fragmentarios. El cuento es algo mucho más flexible que un mecanismo de relojería. ¿Quién quiere un reloj suizo cuando puede tener una máquina mágica para viajar en el tiempo?

En mi caso, cuando una imagen o personaje se me impone, casi siempre ya viene con una forma que la precede y naturalmente ya sé si es para una novela o para un cuento. No es algo que pueda elegir o decidir a posteriori. Yo siempre estoy escribiendo cuentos, pero nunca me siento a escribir un libro de cuentos como tal. Los dejo que se vayan acumulando espontáneamente y que vayan encontrando sus propias afinidades, su espíritu de conjunto. Entonces es un proceso mucho más lento y casi involuntario. A mí me gustan sobre todo los cuentos de personaje, y también me interesa la experimentación formal. Encontrar maneras de que fondo y forma dialoguen, no ir siempre a la misma estructura, porque siento que de ese modo se vuelve algo repetitivo y mecánico. Sin duda la novela implica un esfuerzo físico y de resistencia psicológica diferente. El simple hecho de leer en voz alta doscientas páginas, entre cinco y diez veces, a veces de una sola sentada para no perder el ritmo, es un tipo de esfuerzo que con un cuento no se hace.

Volviendo a La azotea, me gustaría hablar de la violencia que aparece en ella. Los temas tabú como el incesto, el deseo de la muerte de la madre, la violencia del padre hacia la hija embarazada, la violencia hacia unos peces, la locura del padre. Sobre todo creo que es un libro acerca de la violencia más descarnada y sin tapujos. Pero también una violencia y asfixia de la cual la protagonista quiere huir, y el lugar de la azotea de la casa como el único lugar por donde la protagonista pudiera escapar. Háblame de esta violencia descarnada que trabajaste en tu primer libro y que después también encontraremos en La ciudad invencible, Mugre Rosa y en No soñarás flores

Hay muchos tipos de violencias, ¿no? Pero las que a mí me interesan son las que cometemos en nombre de otra cosa. En nombre del amor, por ejemplo. Esas violencias de los padres hacia los hijos («es por tu bien») o dentro de la pareja o entre amigas, o esas violencias que cometemos contra nosotras mismas, tal vez porque no nos perdonamos cosas o porque no creemos merecerlas. La violencia que ocurre puertas adentro. Y mi amigo Ricardo Strafacce me hizo notar que en el título estaba la violencia: La azoté-a, y es cierto que más de una

«La violencia burocrática es real cuando sos migrante. Y todo el esfuerzo que implica interfiere con la producción escritural»

vez, al digitar, me equivoco y escribo: La azota. En esa historia, todo lo que la protagonista hace lo hace bajo el convencimiento de que está protegiendo a su familia. Muchas cosas que hacemos para proteger a otros son violentas. Eso me parece más terrible que la violencia gratuita, porque en ese gesto se entremezclan muchas cosas y es al intentar desentrañar ese nudo de vulnerabilidades donde nacen las posibilidades narrativas. Por ejemplo, en La pianista, de Elfriede Jelinek, y en la película buenísima de Michael Haneke, la violencia de esa madre controladora a una mujer adulta es una cosa estremecedora. La infantiliza a tal punto que se refiere a la mujer de treinta años como «la niña». Quiere tenerla siempre cerca, incluso dice que forman una unidad (no la ha parido). La hija no tiene espacio dentro de la casa de la madre. La infantilización de la hija adulta hace que ella interiorice una violencia atroz contra sí misma, que luego deriva en esos impulsos sadomasoquistas. En la película, la escena en que la hija se arroja sobre la madre anciana en la cama y comienza a besarla, me parece magistral. Esas son las violencias que me interesa narrar.

En La ciudad invencible también nos acercamos a la violencia pero de otra forma. En esa gran novela que publicas en 2014 y luego reeditas en la editorial chilena Banda Propia el año 2022, hay muchos temas que la cruzan: la muerte, las mudanzas, la migración, la violencia de la ciudad, la violencia hacia los cuerpos, y cómo ese Buenos Aires que se dibuja o las ciudades en general son las que cada una se construye. En este caso, la ciudad que dibujas es la ciudad violenta. En la edición de Banda Propia decides sumar un texto «En nombre propio» donde podemos leer una genealogía de sobre cómo se ha representado la violencia de género en algunas escritoras: Selva Almada, Vivian Gornick, Giovanna Rivero, Silvina Ocampo, Sara Gallardo, Dolores Reyes, Cristina Rivera Garza, entre otras. Tengo dos preguntas en relación a esto: Primero, me da la impresión que la mayor de las violencias que sufre una mujer en este libro es por su condición de ser mujer y de ser migrante, donde podemos ver cómo en esa intersección aflora toda la violencia de la ciudad sobre su cuerpo. Y segundo, ¿por

qué decidiste sumar ese ensayo? ¿Hay un deseo de dialogar con otras escritoras acerca de los mismos temas desde la escritura misma?

Ninguna mujer es inmune a la violencia de género, pero si tenés un cuarto propio y algo de dinero en el bolsillo, hay más opciones. Una mujer que está en situación de violencia de género y además no tiene adónde ir, porque no tiene trabajo, no tiene ingresos, no tiene conocidos ni personas que le salgan de garantes para poder arrendar un apartamento, la tiene mucho más difícil, y el violento sabe capitalizar esa dependencia. A eso se le pueden sumar otras precariedades, mujeres racializadas, mujeres con hijos. Cuando hablábamos de los años de silencio... en esos años yo viví en cuatro países distintos. Abandoné todo y volví a empezar, y siempre era empezar de cero, rearmar una vida sin garantías, sin estabilidad. Al igual que muchas escritoras, especialmente de América Latina, siempre he tenido trabajos precarizados, sin salario, sin contrato indefinido. El esfuerzo no es suficiente si, por ejemplo, no tenés capital social. En Argentina no te alquilaban si no tenías garantía de «capital». Es decir que si tu garante tenía una propiedad en provincia, tampoco servía. En Colombia viví el absurdo burocrático mayor cuando no me permitían abrir una cuenta bancaria sin mostrar un contrato laboral, pero en ningún trabajo te permitían firmar contrato si no tenías una cuenta bancaria. La violencia burocrática es real cuando sos migrante. Y todo el esfuerzo que implica interfiere con la producción escritural. Todo eso quería llevarlo al texto y pensarlo en el texto. El cuerpo de la ciudad, el cuerpo de la mujer, el cuerpo del texto. Pero al momento de escribir La ciudad invencible, que fue en 2012, no tenía muchos referentes de escritoras de mi generación latinoamericanas escribiendo sobre violencia de género, mucho menos en primera persona (como sería el caso, ahora, de Por qué volvías cada verano o la propia Cristina Rivera Garza). Y eso es complicado porque si bien la escritura y la vida no pueden separarse, la escritura se construye sobre una tradición. La literatura se construye sobre la literatura, dialogando con otres, y cuando no hay una vasta tradición, hay que construirla. De ahí mi interés por mencionar esa genealogía de escritoras (al momento de escribir el ensayo, todavía no se había publicado El invencible verano de Liliana y otros textos importantes sobre el tema). Lo que me interesa sobre todo es cómo escribir la violencia, es decir, las dificultades poéticas, no temáticas. Hay maneras interesantes y maneras poco interesantes de escribir sobre eso. El desafío es pensar estéticamente el tema. Como dice María Negroni, la literatura no es el tema, es lo que el lenguaje hace con el tema.

En el mismo texto dices «La literatura de Buenos Aires es Buenos Aires». Creo que Buenos Aires siempre ha sido pensada como una ciudad muy literaria, repleta de librerías, editoriales, escritura. ¿Con esta aseveración te refieres a que cada ciudad es lo que es su literatura?

Del mismo modo como no existe una literatura en singular, tampoco existe una Buenos Aires en singular. Las ciudades están vivas, mutan, son un organismo en sí mismas. Lo que se entiende por «literario» suele ser un fósil. Cuando despertó, la literatura ya no estaba allí. Buenos Aires está llena de lugares míticos que se supone son literarios, pero no es allí donde pasa lo más interesante. Lo interesante siempre está ocurriendo en otra parte y las literaturas más emocionantes y renovadoras seguramente nacerán en el lugar menos esperado. Incluso te diría que esos lugares míticos se sienten tristemente vacíos, porque allí donde hubo algo ahora no hay nada. Es como París, ir a Montmartre o a Montparnasse hoy es una desilusión. Siempre me llama la atención esa gente que va haciendo turismo literario, detrás de ciertos lugares que ya están vacíos y que solo siguen vivos en los libros. Yo carezco de ese tipo de fetichismos. En Buenos Aires sentía que las cosas dignas de ser narradas ocurrían en las calles más anónimas, en los barrios menos literarios. Me interesaba esa conversación con el chino del mercadito, que apenas hablaba español pero que sin querer decía algo poético, y también pensaba que los hijos de esos inmigrantes tal vez iban a convertirse en los futuros Arlt o Borges. Matías Zhang, Agustina Li Sánchez. Qué se yo. ¿Por qué pensar en la migración europea como algo deseable, que forjó el país, y la migración actual como algo de una categoría inferior? La diversidad siempre le ha hecho bien al arte.

Siguiendo con La ciudad invencible, y cómo aparece ahí el tema de la migración, las ciudades y las literaturas. Dices que «la literatura de Buenos Aires siempre sucede en otra parte, se está escribiendo en otros barrios». Hablas de la gran migración que hay en esa ciudad y te refieres a que tal vez la literatura de un país se escribe desde esa migración. Tú también como una migrante más de Argentina. Puedes comentarnos más esta idea acerca de la escritura, las tradiciones literarias, la migración y la lengua. Pessoa ya lo dijo, y no sólo él, sino que muchos otros escritores: «mi patria es mi lengua». Yo me siento ante todo una extranjera. Me fui de Uruguay en 2004 y desde entonces he sido una migrante en situaciones buenas a veces y terribles otras veces, pero incluso en la mejor de las circunstancias hay un desarraigo en la extranjería que nunca se llena del todo. No pertenecés en ningún lado. Al menos así ha sido

para mí, pero tal vez yo simplemente sea una desarraigada, una des-ubicada, como dice Betina González, una idea que me gusta mucho. ¿Será que me someto a esa desubicación porque al fin de cuentas mi escritura se nutre de eso? Sí, mi patria es mi lengua porque no tengo territorio, pero mi lengua, al igual que mi patria, está hecha de retazos, de mezclas abominables. Al abrazar la mezcla estoy abrazando mi desubicación. Mi lengua es monstruosa porque no es de aquí ni de allá. Cuando escribí Mugre rosa, un gran amigo uruguayo que me ayudó a editarla, Leonardo Cabrera, el editor más exquisito que conozco, me marcaba los momentos donde algo simplemente no sonaba natural en uruguayo. Después me quedé pensando y entendí que las huellas de la migración no estaban únicamente en mi vida, en mis influencias, en las tradiciones que me han ido marcando, sino también -y sobre todo- en la lengua. ¿Por qué borrarlas? Esas marcas dan cuenta de lo que soy, son un testimonio de mi devenir geográfico y afectivo.

«Lo que me interesa sobre todo es cómo escribir la violencia, es decir, las dificultades poéticas, no temáticas»

En relación al tema de las influencias y la tradición, creo que como autoras latinoamericanas hemos lidiado, querámoslo o no, en nuestra formación con la fuerza que tuvo el boom literario, eran nuestras lecturas obligatorias, pienso en García Márquez, en Vargas Llosa, Donoso, Cortázar, Onetti, pero también hemos querido rastrear las pistas de aquellas autoras invisibilizadas en nuestros países que también forman parte de nuestros referentes y son las autoras con las que finalmente dialogamos. Háblame de alguna autora uruguaya o latinoamericana con la que dialogas. Yo no tuve mayores conflictos con el Boom porque no estudié literatura, entonces mis lecturas eran anárquicas y caprichosas. No obedecían jerarquías ni venían mediadas de afuera. Además, como los autores del Boom eran los favoritos de mi padre y yo quería distanciarme de lo que él leía, no los leí hasta bastante después y cuando los leí no me impactaron porque ya me había armado mi propio Olimpo. Tenía mucha resistencia a identificarme con el canon paterno. Si mi padre amaba sobre todas las cosas a Borges, yo decía que prefería a Arlt. El libro favorito de mi padre era Cien años de soledad y tenía una primera edición toda rota y

«Los cuidados han recaído históricamente sobre las mujeres y que han sido una carga para ellas, entonces este asunto de “cuidar” no viene despojado de conflictos»

manoseada. Con Borges me reconcilié, pero con GGM y MVLL no. Onetti no entró dentro del boom porque era un poco mayor, y sí es una figura paterna complicada en la literatura uruguaya, por el preciosismo de su prosa y la solidez de su poética, pero como mi padre decía que el súmmum de todo era El astillero, entonces yo prefería las novelas breves y los cuentos. Al no tener una formación académica en literatura, yo leía solo por placer, y Levrero tuvo mucho que ver en mis elecciones de lectura. Él me daba cosas a leer de su biblioteca, porque yo no tenía dinero para comprar, y te podrás imaginar que no eran precisamente los autores del Boom. Marosa di Giorgio, Gombrowicz, Felisberto Hernández, todo lo que llamaríamos el Lado B de la Literatura. De hecho, él fue el que me dijo, a mis veintidós años: «Vos tenés que leer mujeres». Y claro, en mi pequeña biblioteca no había ni una en ese entonces, y ni me había dado cuenta, porque en los noventa estaba completamente naturalizado el no leer mujeres. Ahí empezó a prestarme libros desde Carson McCullers o Flannery O´Connor hasta Colette o Clarice Lispector. Pero que escribieran en español, no había tantas. Años más tarde empezó ese trabajo del que hablás de buscar a mis antiguas, esas antecesoras latinoamericanas que nos abrieron el camino. A mí me gusta mucho Sara Gallardo, María Luisa Bombal, Josefina Vicens y Marvel Moreno. Y últimamente he descubierto a Guadalupe Dueñas, que tiene unos cuentos increíbles, y que está a la misma altura que Silvina Ocampo, aunque con mucho menos reconocimiento. Uruguayas, dos escritoras que me marcaron por su vínculo con el erotismo y con la poesía: Marosa Di Giorgio y Cristina Peri Rossi. Marosa es precursora porque se adelanta a su época con una escritura trans, donde se mezcla lo onírico con lo erótico, donde niñas y viejas son sujetos deseantes y copulan con plantas y animales, que en sí mismos también tienen agencia.

Hablemos ahora de oficio de traductora. Eres traductora del inglés y del francés. Cómo esto influye en tu trabajo como autora. Hay muchos escritores que son traductores y buscan en ello la fusión de su imaginario con otras lenguas, buscar otras sintaxis, u otras lenguas que se ajusten mejor a lo que se quiere expresar. Pienso por ejemplo en el libro La lucha por la lengua, ese diálogo entre Eunice Odio y Salvador Elizondo, donde Elizondo argumenta que el castellano es un idioma limitado en el terreno de lo literario y defiende el inglés por sobre todo. Háblame de tu labor como traductora.

Me resisto a esa idea colonial de que el inglés es un mejor idioma para lo literario. Cuando el chino sea el idioma del imperio, sin duda habrá quien diga que el chino es mucho más expresivo. Claro, el inglés es genial para ciertos juegos de sonido, las onomatopeyas, y es más compacto. Pero todas las lenguas tienen sus limitaciones, y es en el trabajo dentro de las limitaciones, o contra las limitaciones, que nace la literatura. Es como jugar al fútbol: alguien podría decir que es limitante porque hay que hacerlo con los pies. ¿Cómo hacer lo inimaginable, lo aparentemente imposible dentro del sistema que es nuestra lengua? Ahí es donde entra el trabajo artístico que consiste en agarrar la lengua y torcerle el pescuezo. Vallejo lo hace cuando dice: Vusco volvvver de golpe el golpe. ¿Esa V es un error ortográfico o es una vulva? ¿Es una vulva o es el propio Vallejo? Yo no me especialicé en traducción literaria sino en traducción médica, y aunque al comienzo lo sentí muy antipoético y triste, con el tiempo esos años de traducciones médicas me fueron aportando exactamente lo que necesitaba porque alimentaron mi obsesión por los cuerpos y las enfermedades. Una vez Yuri Herrera me dijo que tenía que guardar todos esos datos para hacer algún día algo con ellos. Para entonces no había empezado a escribir Mugre rosa, pero ya tenía una carpeta llena de recortes y curiosidades que había encontrado mientras traducía. Así descubrí la existencia del síndrome de Prader Willi, que padece el niño en la novela, y así descubrí toda la polémica sobre la mugre rosa (baba rosa, en España) que surgió en Estados Unidos. Para ser traductor y para ser escritor se necesita una misma cosa: la curiosidad.

En la novela Mugre Rosa nos presentas un mundo en crisis, azotado por los cambios climáticos por un lado, pero también cómo se desmorona el mundo afectivo de una mujer. Donna Haraway introdujo el concepto de Chthuluceno, que se refiere a una vida dañada por los desastres ecológicos, donde las mujeres debemos aprender a convivir con nuestro entorno y el ecosistema, asumirnos como parte de algo mayor y colectivo, ideas que se alejan de los relatos normados de la ciencia ficción clásica.

¿Crees que Mugre Rosa está escrita en esta clave de nuevas distopías feministas?

La ética del cuidado que propone Haraway me parece indispensable para pensar una manera de estar en el mundo. Entender el cuidado como algo que debe extenderse a todas las formas de vida, no solo la humana. Pero sabemos que los cuidados han recaído históricamente sobre las mujeres y que han sido una carga para ellas, entonces este asunto de «cuidar» no viene despojado de conflictos. En Mugre rosa están presentes varios de estos asuntos. Por un lado, la protagonista cuida de su exmarido y cuida de su madre, no sabe relacionarse desde otro lugar y toda su identidad está construida sobre la base de esa dependencia/dominación. Y luego está el niño enfermo, que también requiere cuidados, pero con quien construye un vínculo de otra índole. La pregunta que la protagonista tendrá que hacerse es si puede y quiere existir por fuera de esa identidad de cuidadora y qué quedará de ella cuando ya no haya nada más que cuidar, cuando el despojo sea total. Ahora bien, en un contexto de catástrofe pensaríamos que lo normal es querer salvarte a vos y a los tuyos. Pero ese apego a los lazos de parentesco tiene algo muy capitalista, ¿no? (Este niño me importa porque es mío, mientras tanto mueren cientos de niños en Palestina). Es ingenuo pensar que el capitalismo que atraviesa toda nuestra existencia no iba a impregnar también las relaciones afectivas, y por eso nos encontramos con estas ideas encastradas en nuestra propia psique: propiedad, relaciones desechables, recambio, consumo de personas.

El feminismo debe ser ecologista y debe ser anticapitalista, porque la idea de un crecimiento económico sostenido ad infinitum no es viable ni para la vida del planeta ni para la vida de las personas precarizadas, incluidas las mujeres e incluidos otros animales, pues la maquinaria se alimenta de vidas y se construye sobre ellas. La mugre rosa en sí, el producto cárnico, es para mí una imagen terrible porque se basa en el concepto de que todo absolutamente todo puede volverse rentable.

Pero hay que tener cuidado de no caer otra vez en esta creencia esencialista de que para las mujeres el cuidado es algo natural. No lo es. Y Haraway misma ha criticado las posturas ecofeministas espiritualistas que quieren devolvernos a las mujeres a todas estas ideas de lo ancestral, la conexión con la tierra, la fertilidad. La mujer no está más cerca de la naturaleza por naturaleza que los demás. El cuidado es una ética humana, no femenina. Pero yo pienso que las ecofeministas clásicas como Vandana Shiva proponen algunas cosas que son muy importantes, como el eco-apartheid y el paralelismo que existe entre le explotación del medioambiente y la explotación de los cuerpos de las mujeres. Hoy no

podemos seguir escribiendo sin detenernos un momento a pensar en el Otro no humano. ¿Cómo vamos a representar el medioambiente, la naturaleza, el paisaje, los animales no humanos? ¿Qué lugar les vamos a dar en nuestras narrativas?

Para cerrar, me gustaría que nos contaras en qué libro trabajas actualmente y cuándo lo publicarás.

El año que viene sale mi nueva novela, El monte de las furias. Aunque es muy distinta de Mugre rosa, creo que es una continuación natural porque ahonda en varias de las mismas preocupaciones que menciono arriba y que guiaron la escritura de Mugre rosa. Nuevamente la relación con la madre, los cuidados, la explotación del territorio y de los cuerpos. Me interesaba radicalizar la búsqueda y seguir pensando una horizontalidad entre las distintas formas de vida y entre las distintas maneras de estar en el tiempo (el tiempo humano versus el tiempo geológico). Salirme de esa mirada meramente antropocéntrica. Ya casi cumplo diez años de vivir en Colombia y esta nueva novela da cuenta de esa influencia, no solo desde lo vinculado con el paisaje, sino también otras problemáticas.

Fotografía de Fernanda Montoro

ELa sinrazón, de Rosa Chacel: pensamiento encarnado

SEGUNDA VUELTA por Azahara Alonso

n el mes de septiembre de 1965, una carta salió de Barcelona y cruzó el océano Atlántico hasta llegar a las señas postales de Rosa Chacel en Río de Janeiro. La carta la firmaba una jovencísima Ana María Moix, que quería manifestar su entusiasmo por el libro Teresa —«Pensé que era correcto comunicarle el respeto y la admiración que siento […] y hacerle saber que también en España hay quien aprecia su obra»— y tener noticia del resto de libros que había publicado. A finales de ese mismo mes, Rosa Chacel respondió, también por escrito, a la que en adelante y durante muchos años sería su amiga epistolar. Mediaba entre ellas casi medio siglo de edad y un océano, pero las unía una vida dedicada a la literatura, en la medida en la que cada una podía hacerlo según su contexto. Además de responder al cariño enviado por Moix, en la respuesta Chacel recapitulaba su escritura publicada hasta entonces, reconociendo algo en lo que algunos de sus lectores incidían en aquellos tiempos: «Mi obra no es muy numerosa»; algo, también, que debería hacernos pensar aún —o especialmente— hoy en por qué anhelamos que nuestros autores predilectos sean prolíficos por encima de todo, o por qué parece ser ese un valor en sí mismo, cuando quizá la relectura y reivindicación de sus mejores textos puede ser significativa y menos ansiosa, además de una forma de liberar la escritura del paradigma productivo que tan ajeno a las artes debería ser. En la relación de libros, Chacel mencionaba su primera novela, Estación. Ida y vuelta, «muy pequeña y muy ingenua, como toda primera novela, pero respecto al camino, fundamental», publicada en Madrid en 1930 y por aquel entonces —recordemos, 1965—, «enteramente agotada». Hablaba también de un libro de sonetos de aquel mismo año, A la orilla de un pozo, una de sus pocas incursiones en la poesía. Y de otro «pequeño libro» de cinco cuentos, Ofrenda a una virgen loca, publicado por la Universidad Veracruzana de México. También le hacía llegar dos libros, los únicos de los que tenía ejemplares allá en su exilio brasileño: la novela Memorias de Leticia Valle y el conjunto de cuentos Sobre el piélago. Y añadía: «Del último, La sinrazón, me es difícil conseguir [ejemplares], porque mis relaciones con la

Editorial Losada no son muy buenas, a causa de la horrenda edición que me hicieron. Creo que usted podrá lograrlo pidiéndolo a alguna librería, y cuando lo tenga le mandaré la fe de erratas, que ocupa más de dos páginas […] Y eso es todo». Era esa supuesta escasa producción literaria la que hacía que Chacel se sintiera doblemente orgullosa de La sinrazón: «Para que no crea usted que he dejado perder demasiado el tiempo, le diré que La sinrazón es una novela de 400 páginas –en esa edición, casi ilegible por la pequeñez de los tipos y la proximidad de las líneas, pues en una edición normal habría dado casi 800– en la que he trabajado diez años». Escrita en sus inicios durante la estancia de Rosa Chacel en Nueva York gracias a la beca de la Guggenheim Foundation para escribir otro libro, finalizada en 1958 y publicada en 1960, La sinrazón es una de esas obras incomprensiblemente difíciles de encontrar en las librerías, a pesar de ser el libro más ambicioso y quizá mejor logrado de una de las autoras clave de nuestra literatura del siglo xx. Moix consiguió un ejemplar, y en las siguientes cartas destacó con entusiasmo algunos de los puntos que consideraba esenciales, haciendo una lectura que a Chacel le pareció «de un acierto y de una profundidad extraordinarias».

La edición de la que hoy disponemos en España cuenta con exactamente 699 páginas y un cuidado que se adivina que hubiera alegrado a la autora, y es responsabilidad de la editorial Comba, con sede en Barcelona, que nos trajo en 2015 tanto De mar a mar —la citada correspondencia entre Rosa Chacel y Ana María Moix— como, unos meses después y en el mismo año, la propia La sinrazón. *

Finalmente tan prolífica como longeva, Rosa Chacel (Valladolid, 1898 – Madrid, 1994) es a pesar de todo —tras su vuelta a España en 1974 recibió el Premio Nacional de las Letras y la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, entre otros reconocimientos— una autora celebrada con demasiada mesura. Julián Marías escribió el prólogo que acompaña a La sinrazón, que apareció como Prólogo a la segunda edición en el Volumen I de la Obra completa de Chacel, publicado en 1989,

«Dice usted en su carta algo sumamente acertado: la tristeza de llevar tantos años ignorada de ustedes –de tres generaciones, por lo menos– solo puede ser compensada considerando el silencio que se ha hecho sobre mí como un honor. Sí, eso es muy cierto, pero ya tengo bastante de ese honor: ahora quiero que me conozcan. Quiero, sobre todo, que me escuchen, y eso es lo que me complace y me conmueve de su carta: usted se ha dado cuenta de que en mi obra puede haber un camino»

Fuente: wikicommons
«La

propia Rosa Chacel se refirió a La sinrazón como una “autobiografía de pensamiento”, y ya hablábamos de la importancia de conceptos como el de la futurición — somos la flecha dirigida hacia adelante, a punto siempre de ser disparada hacia el futuro— y el de la ilusión — “esa original posibilidad antropológica”, tal como Julián Marías la define, que nos

orienta hacia el futuro con expectación»

aunque fue escrito veinte años antes, cuando ella ya contaba con varias obras de importancia. En la primera línea de esa antesala, él mismo se sorprende: «¿Cómo se entiende que hoy, en 1969, esté yo presentando a los lectores españoles la obra de Rosa Chacel? Su primer libro se publicó en 1930, va a hacer cuarenta años». Y Ana María Moix, con una franqueza no solo atribuible a su juventud, abordó también el silencio en el que estaba sumida la figura literaria de su admirada amiga, algo de lo que la propia autora era más que consciente —siempre padeció por esa huidiza promesa de celebridad, magnificada y no aliviada por el exilio, y sumada a las continuas penurias económicas—, a lo que respondió así: «Dice usted en su carta algo sumamente acertado: la tristeza de llevar tantos años ignorada de ustedes –de tres generaciones, por lo menos– solo puede ser compensada considerando el silencio que se ha hecho sobre mí como un honor. Sí, eso es muy cierto, pero ya tengo bastante de ese honor: ahora quiero que me conozcan. Quiero, sobre todo, que me escuchen, y eso es lo que me complace y me conmueve de su carta: usted se ha dado cuenta de que en mi obra puede haber un camino». Es justamente ese camino, referido en numerosas ocasiones a lo largo de su trayectoria literaria, el eje central de La sinrazón. Y, aunque apenas se repare en ello, no es casual por eso que fuese Julián Marías, discípulo de José Ortega y Gasset, quien prologase esta novela, ya que algunos de los conceptos que más diestramente desarrollaron —la ilusión y la futurición, respectivamente— trenzan parte de la historia del protagonista de La sinrazón, ese camino. *

La sinrazón es la memoria recobrada de una vida, la de Santiago, un hombre porteño nacido en los primeros años del siglo xx y cuyos avatares personales quedan inevitablemente insertados en un caudal histórico que le excede pero que solo actúa como fondo. Auscultando el recuerdo, su voz narrativa —sumamente analítica y de una abrumadora profundidad psicológica— rememora el origen del que es fruto, una familia bien asentada y con raíces europeas. Pero evoca sobre todo los devenires, no especial ni necesariamente acontecimentales, de su biografía, marcados por dos proyectos: la vocación profesional y la vocación sentimental. En ambos casos hay un deslumbramiento temprano seguido de una intención —casi

empecinamiento— en asimilar a la vida, a su día a día, lo apetecido, algo que termina por abocar al personaje a un desvanecimiento continuo de las fronteras entre deseo y voluntad, dos fuerzas que sitúa en el mismo plano. El motor de todo ello es quizá en parte una ambición que él dice «poco común», pero también el propósito de la «adhesión a la alegría», reconocida como fundamental para Santiago desde las primeras páginas y que, viniendo de un carácter tan metódico, no puede sino ser una búsqueda compleja por cuanto racionaliza y perturba la espontaneidad que se le supone. Sorprende a veces el contraste que se da entre la visión introspectiva de Santiago y su contacto con los demás personajes a través de los diálogos, donde entramos en contacto con un carácter más fresco, e incluso más astuto. Tal vez también ahí radique el abismo al que el propio protagonista se ve siempre enfrentado, su desconocimiento de sí mismo a pesar de la innegable capacidad de observación. Y también se puede explicar porque en esa puesta al día de lo sucedido durante tantos años, un Santiago mucho más maduro no se engaña y es de una lucidez reseñable: «Es muy difícil, sumamente difícil hablar, cuando ya se sabe, del tiempo en que aún no se sabía. Es muy difícil describir aquella ignorancia que nos llevaba a incurrir en error».

Rosa Chacel hace que el protagonista ordene su pensamiento para desplegar la trama, y por eso tras narrar la pérdida de sus padres —él falleció durante la Primera Guerra Mundial, cuando ayudaba a Francia pasando en coche por los Pirineos productos de Suiza a España, sin volver de una de sus avanzadas; ella, después de no soportar el duelo y una concatenación de males— relata una etapa clave de su vida, los cinco años que pasó con su tío Andrés, dueño de un laboratorio, en una acomodada vida española abierta al conocimiento de Europa, con libertad y un futuro esperanzador y fácil, y con el despertar de su interés por la química. Todo parecía llevar al natural cumplimiento de lo predecible, pero su tío había prometido enviarlo de vuelta a Argentina, a aquellos orígenes formados al otro lado del océano, plan que el joven Santiago deseaba pese al cariño que había tomado a su rutina española. Es en ese momento donde comienza su vida adulta y también el conflicto de la historia. Y si bien decíamos que el hilo conductor de la novela es la rememoración, no son en realidad

unas memorias. Así se nos cuenta: «Fue una noche […] cuando decidí escribir estas confesiones. No las llamo memorias porque memorias es una palabra que siempre tiene algo de grato o de halagüeño; unas memorias se escriben para recordar algo y yo esto no lo he empezado para recordar sino para comprender». Aparecen entonces los inicios de sus años adultos, donde los hechos hacen al personaje pero no siempre hablan por sí mismos. Cuenta Santiago cómo encauzó su carrera, cómo quiso hacerse cargo del negocio de un hombre llamado Puig —que le opuso una elegante resistencia, al final imposible de mantener por sus herederos—; y también el primer encuentro con Quitina, la que será su muy deseada esposa y madre de sus hijos —pero que quedará velada por un amor menos profundo aunque más enigmático, el que siente por Elfriede, una mujer alemana que conoció en su juventud europea—. Estas dos líneas se entretejen en las páginas de La sinrazón para dar idea concreta de las dificultades de todo proyecto vital, así como de las paradójicamente inherentes a sus logros. Y una persistente lechuza le acompaña a lo largo del libro, con un simbolismo no exento de obviedad, que representa su ansia de erudición y desvelamiento, al tiempo que le va marcando el camino, aquel camino que es una línea de deseo.

Una novela de esta envergadura no pervive solo por el interés de su trama —ligera, en cierto sentido—, sino por la capacidad de darle cuerpo a tesis que de otro modo solo serían accesibles a través de un tipo de escritura muy diferente, casi siempre académica y bastante más oscura. La propia Rosa Chacel se refirió a La sinrazón como una «autobiografía de pensamiento», y ya hablábamos de la importancia de conceptos como el de la futurición — somos la flecha dirigida hacia adelante, a punto siempre de ser disparada hacia el futuro— y el de la ilusión —«esa original posibilidad antropológica», tal como Marías la define, que nos orienta hacia el futuro con expectación; un disfrute anticipado en el que fabulamos los detalles de la alegría venidera en la amplitud de todo lo posible—. En las novelas de Rosa Chacel se da una poética que une ese conocimiento a sus propias intuiciones e ideas. En el caso de La sinrazón encontramos el deseo de poder, el amor y la limitada actuación de la voluntad frente al azar —y, como se apunta en la sinopsis, también de sus contrarios: la pobreza, el desamor y el infortunio—. La destreza de la autora vallisoletana ha consistido, además de en su incuestionable talento narrativo, en darle forma a esas solo aparentes abstracciones en el desarrollo de la vida de un personaje que las va experimentando en lo cotidiano, que es belleza y es verdad. La heroicidad del protagonista, lejos de las grandes acciones dramáticas, es capear los temporales que se le imponen desde que adquiere uso de razón, y la extensión de esta novela es también la que le permite dar cuenta de la «densidad de la vida» con sus pequeñas cuestiones, que son las que dan asimilan dimensiones mayores. En este sentido, La sinrazón —publicada inicialmente en 1960— se lee desde hoy con la misma curiosidad, dado que la condición humana no ha cambiado sustancialmente a

pesar de los avances de todo orden que hoy nos configuran. Cuestiones como el reconocimiento de los propios deseos, la familia, la inercia en las relaciones sociales, la propiedad y la posesión continúan teniendo un lugar prioritario en nuestros placeres y preocupaciones.

En todo este recorrido, y si tenemos en cuenta el estilo, Rosa Chacel huye de la jerga filosófica sin abandonar por ello el pensamiento, más bien al contrario, lográndolo con un lenguaje lleno de metáforas y una prosa envolvente. De este modo se engrandece un género literario que abarca no solo lo que ocurre y sus causas y consecuencias, sino también lo que podemos extraer de ese ciclo de sucesos. Como Henry Fielding decía de su propia obra, «El alimento que proponemos aquí […] a nuestro lector […] no es otro que la naturaleza humana». Y Milan Kundera: «Una invención novelesca es, pues, un acto de conocimiento». Esta perspectiva se consuma en estas páginas: lo concreto es lo prosaico, que adquiere en este caso un vuelo inusitado. *

Una de las últimas claves de esta lectura es la importancia del sentimiento religioso en Rosa Chacel. Según manifestó ella misma, su vida de creyente pasó por numerosos avatares, tendiendo siempre a una radical materialización, y por eso era inevitable que fuese atendida en esta obra central de su trayectoria. Desde ese protagonismo podemos comprender parte de la falta de interés que el libro ha podido despertar en ocasiones —aunque una lectura llena de curiosidad siempre acorta las posibles distancias en este sentido—. De nuevo, ella misma sabía que, de algún modo, eso la hacía no estar en el mismo código que su época, y lamentablemente le hacía dudar de la calidad o pertinencia de la novela. Afectada por la falta de conversación que el libro generó en su momento y complacida por la comunicación con Moix, a finales de agosto de 1966 le escribió: «Tu carta me ha emocionado porque veo que de verdad te ha gustado La sinrazón. Y sobre todo veo que te ha gustado por lo que yo quería que te gustara; entiendes perfectamente mi sentimiento de la vida, que es lo que más empeño tengo en comunicarte y que es lo único que tiene algún valor en todo el libro. No me creas culpable de modestia –a veces la padezco, pero en otra región ya te explicaré–. Estoy muy lejos de creer que sea un libro extraordinario, como novela; estoy a todas horas luchando y excavando dentro de mi cabeza para conseguir algo mejor, literariamente, algo que me satisfaga más a mí misma y que además sea compatible con la época, tenga alguna relación con el mundo de ahora, tal como se vive. Que pueda gustaros a vosotros –que no sois el mundo de ahora, sino el de mañana– es para mí una satisfacción infinita, pero es que vosotros sois tan extraordinarios, tan fuera de lo que se ve y de lo que se imagina… Tal vez resulte que yo no pueda escribir más que para seres extraordinarios. La estricta verdad es que son los únicos que me interesan: no tengo derecho a quejarme si yo no intereso a los otros». Ojalá el mundo de ahora, el de hoy, no necesite ser extraordinario para dialogar con estas magníficas páginas.

Roque Larraquy

y la escritura primigenia

Fotografía de Pablo García

La mirada de Roque Larraquy es canina y desde cada ojo dispara una estrella minúscula. Cuando lo conocí en un café de Buenos Aires, en mayo de 2015, su voz me provocó asombro, pues hay en ella reverberaciones de cavernas prehistóricas. Nos dimos cita porque había leído mi primera novela, El animal sobre la piedra, publicado por la editorial argentina Entropía en 2011 y me escribió un correo electrónico para enviarme la suya: La comemadre, editada por el mismo sello. Tras aquel intercambio continuamos escribiéndonos hasta encontrarnos.

En 2017 visitó la Ciudad de México y, entre otros paseos, fuimos a ver la Lucha Libre en la Arena Coliseo de la colonia Doctores. Nos divertimos como si fuéramos niños. También observamos la lluvia torrencial algunas veces y comprobamos que nuestra coincidencia era anterior o venida de otra dimensión. Tres años después, nos habíamos hecho tan amigos que viajamos juntos para conocer el Perito Moreno. Nunca voy a olvidar la

imagen interestelar del Lago Argentino que se asomaba por la ventanilla del avión y la emoción absoluta que nos agarró el corazón.

Roque tiene poderes especiales para enunciar las palabras, su conversación es hipnótica y fascina a sus lectores. Comenzó a escribir a los cinco años, cuenta que hacía poemas de realismo socialista: «impulsado por mi padre, que decía que el objeto estético más relevante para la literatura son las manos del obrero». El primer libro que leyó completo fue Alicia en el país de las maravillas y alimentó su imaginación naciente. En su casa no había televisor, pero sí libros de una colección popular, del Centro Editor de América Latina, que se sumaban en los anaqueles, semana a semana, después de que sus padres los compraran en el quiosco. Roque hacía cosas raras: colocaba un libro con láminas de pinturas de Brueghel en el atril del piano (tomó clases de los cuatro a los siete años) y tocaba música para animar las escenas que veía en su pensamiento.

Dice que no es nostálgico ni tampoco melancólico y que se le reconoce como olvidadizo. Por ejemplo, nunca recuerda los cumpleaños y, a veces, olvida quién le dio un regalo. Cuando le pregunto sobre lo que ha perdido en tiempos recientes, responde no acordarse de nada, pero sí rememora la pérdida más relevante de su vida: la de su viejo, médico psiquiatra, un faro para él que partió de este mundo hace muchos años. Y aunque no sienta melancolía, dice: « sigo habitando el momento de ese pasado en un presente imaginario en mi cabeza». Y en este presente habla de Lola, su perra de 15 años que en los últimos meses se va yendo hacia otra parte. La huele siempre, en su olor a cartón mojado encuentra semejanza y amor. Me cuenta que está despidiéndose de ella y sabe que la va a perder. La escritura de Roque es singular y magnífica. Además de elevar el lenguaje y entregar frases, párrafos y páginas bellísimas cuya lectura toma al cuerpo y se paladea, crea personajes y atmósferas con destreza. Sus libros La comemadre (2010), Informe sobre ectoplasma animal (2014) y La telepatía nacional (2020) tienen en común un aspecto complejo de describir: la alusión al Más allá. Mientras en La comemadre se plantea el registro de la realidad en el instante posterior a la decapitación de un cuerpo, en Informe sobre ectoplasma animal se figuran las apariciones de fantasmas en frecuencias de luz y en La telepatía nacional se indaga sobre el intercambio telepático de los personajes. Por eso, le pregunto: ¿Qué es para ti el Más allá? «El Más allá es, sin duda para mí, una fuente de preguntas, de inspiración, de deseo. Sí, casi te diría que es algo que me hace feliz preguntarme una y otra vez, por más que todavía la vida me haya dejado del lado más cercano al de mis padres. No me convertí en creyente, no sé si hay algo más allá. Yo sigo siendo ateo-agnóstico, pero también creo que la pregunta sobre el Más allá sea lo que fuere el Más allá, siempre es una puesta en forma de la humildad, de cómo uno ve las cosas y de entender que uno no tiene todas las respuestas y qué bien que así sea», responde Roque.

Roque suele escribir durante la noche. Así aleja los conjuros textuales de las interrupciones de la vida cotidiana. En la noche no hay negociaciones o concesiones de ningún tipo; para él la escritura de literatura implica avanzar sin deberle nada a nadie. En la noche: «Casi te diría que no hay ética, uno está corrido del eje y sencillamente produce algo que en todo caso debería poder, si escribir tuviera una necesidad instrumental, en principio sería poder pensar algo que te transforme. Entonces, mejor transformarse en soledad; imagínate si uno se transforma delante de otros, el decoro a la mierda».

En el reino nocturno convoca, porque, hasta ahora, valerse de la historia lo lleva a encontrarse con las escenas y a provocar que las voces se pronuncien. Ha sido guionista «para poder pagar la olla», y aprendió a desechar, rescribir, cortar, volver a escribir y deshacerse de lo escrito, pero la escritura de literatura se asienta de manera diferente a la del guion: «En la literatura, la oración, que tardé 15 años en parir, la llevo en mi corazón y no me la arranques porque te mato (…) creo que reescribo un montón lo literario porque el guion me dio el entrenamiento por esa reescritura y para desconfiar continuamente en mis primeras decisiones». Y, además, es docente en la carrera de escritura de la Universidad Nacional de las Artes, de la que fue director durante varios años junto con Tamara Kamenszain. Piensa que escribir, más que enseñarse, se entrena. Siente una gran conmoción por ser testigo, tras la formación de los alumnos, de los arcos de reescritura.

Roque permite que el tiempo envejezca lo que va escribiendo en los manuscritos de sus libros. Demora varios años en cada uno. Le gusta comprobar la putrefacción del texto y la aparición de una nueva idea. Esta forma carnavalesca de encarar las palabras implica darle lugar a la lentitud. Porque la escritura no se vincula a la rapidez, sino al tiempo necesario.

Ahora, las estrellas minúsculas de sus ojos se iluminan de nuevo para dedicarse a la escritura de la memoria primigenia y su origen en un nuevo libro. Los personajes serán anteriores a los homo sapiens y sus voces, con certeza, guardarán el soplo descoyuntado de la antigüedad más remota para renovar, con la fuerza de un dardo encendido, el lenguaje que cifra lo que vamos siendo.

Es del todo cierto: Roque ha puesto el pulso de sus libros en la prehistoria de lo que está más allá, en el lenguaje conjurado y lejos de la prisa o, como él refiere, de la instrumentalización y la negociación. Su escritura nocturna y ectoplásmica ocurre antes del tiempo y bajo una inclinación primordial: querer escribir.

cedida por el autor

Karina Sainz Borgo

Valerie Miles

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

(Caracas, Venezuela, 1982) es una periodista y escritora venezolana. Desde 2006 reside en España. Sus libros han sido traducidos a más de treinta idiomas y sus historias han sido publicadas en revistas como Granta y La Reppublica. Entre sus obras más importantes se encuentran La hija de la española, su primera novela, que ha sido traducida en más de 30 idiomas y fue adaptada al cine, y El Tercer País, con la que se consolida como una de las escritoras latinoamericanas más relevantes de la actualidad. Ha ganado, en Francia, el Premio Madame Figaro; en Estados Unidos el Henry O. Prize y en Suiza el Premio MIchalski.

de Emilio Morales

Rodrigo Blanco Calderón

(Caracas, Venezuela, 1981). Escritor venezolano radicado en Málaga. Ha sido profesor universitario, editor y promotor cultural. Actualmente imparte talleres de escritura creativa y es colaborador del ABC Cultural, Letras Libres y Cuadernos Hispanomericanos. Ha publicado las novelas The Night (2016) y Simpatía (2021), que fue finalista del Booker International Prize 2024. Es autor de varios libros de cuentos entre los que destaca Los terneros (Páginas de Espuma, 2018), que fue finalista del Premio Ribera del Duero. Por su obra ha recibido diversos reconocimientos, como la III Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, en México, el Premio Rive gauche à Paris, en Francia, el Premio de la Crítica, en Venezuela, y el Premio O. Henry de cuentos 2023, en Estados Unidos.

Fotografía
Fotografía
Fotografía cedida por la autora

CORRESPONDENCIAS

Karina Sainz Borgo y Rodrigo Blanco Calderón

«Arbitrariedades

del lenguaje cotidiano»

Valerie Miles

Escribir tanto en el ámbito literario como en el periodístico supone un desafío particular. El escritor se enfrenta a la difícil tarea de equilibrar dos mundos que, aunque relacionados, tienen exigencias y dinámicas muy diferentes. El periodismo demanda precisión, inmediatez y objetividad, mientras que la creación literaria permite la exploración de la subjetividad y exige la proyección de la imaginación. Hacer eso fuera del contexto de origen añade una capa de complejidad: el acto de escribir desde el extrañamiento, desde una diáspora, se convierte en una confrontación del desarraigo, que provoca la sensación de no pertenecer del todo a ningún lugar. Eso puede permitir, no obstante, una observación del mundo desde la distancia crítica y así fijarse con mayor agudeza en los detalles y las tensiones que otros quizás pasen por alto.

Karina Sainz Borgo

Rodrigo, te escribo en el tiempo que me queda entre la llegada a mi sitio en la redacción y las entregas pendientes para el suplemento. Bien sabes tú lo que consume un periódico y yo, como tú, trabajo en uno. Tengo abierto, eso sí, el documento de Nazarena, que me tiene con la corona de espinas bien puesta. ¿Te pasa a ti lo mismo? ¿Sientes que tienes que defender tu propia escritura de las otras que se te imponen? Y cuando digo defenderla, eso alude a defenderla a capa y espada. De las exigencias prácticas, las entregas contrarreloj, los reclamos identitarios, los malentendidos naciona -

les, los parentescos literarios a la fuerza y hasta de las buenas intenciones.

Faltan pocos días para La Palma —¡oh, el Atlántico!—, pero me temo que nos veremos abocados a hablar de literatura venezolana, como si tal cosa fuese una taxonomía o un tipo de plumaje. A mí me gustaría escucharte hablar allí de tus proyectos, porque además de venezolano, eres escritor, así que tú escribes novelas, no necesariamente novelas venezolanas. ¿Verdad? Me pregunto, ¿escriben los españoles una novela española, los colombianos una novela colombiana, los argentinos una novela argentina? Mi única certeza al respecto es escribir en español, que es el único idioma que domino para

poner en orden mis propias obcecaciones. ¿No es en realidad la literatura un lugar mucho más libre, reglado únicamente por lo que está bien escrito o mal escrito? Ya sabes cómo evito temas como pertenencia, identidad, diáspora -¡odio esa palabra, por el inmenso boquete y sumidero que supone!-, me gustaría pensar que se escribe como se respira. ¿Piensas tú lo mismo?

La semana pasada, en una conversación sobre Conrad, surgió la discusión sobre su identidad. ¿Qué es Conrad? ¿Polaco, ucraniano, autor en lengua inglesa? ¿Escritor del mar? ¿Escritor de la naturaleza humana? Hijo de aristócratas polacos, Joseph Conrad llegó al mundo en Berdichev, una ciudad del imperio ruso que ahora es Ucrania. Su padre, traductor de Shakespeare y Victor Hugo, así como activista nacionalista, fue represaliado por la Rusia zarista y murió en el exilio de una pulmonía, fruto de la inclemencia de los trabajos forzados en

Siberia. Huérfano a los 12 años, el novelista vivió en Leópolis y Cracovia, y se enroló como tripulante del buque Mont Blanc, al bordo del que conoció Italia y Marsella.

Luego de huir del servicio militar ruso, se radicó en Inglaterra. Allí se nacionalizó británico y se hizo capitán de la marina mercante. Adoptó el inglés como lengua de creación. En ella escribió los libros por los que acabaría siendo reconocido como el gran renovador literario. Además del francés, su segunda lengua, así como del alemán, el ruso, el neerlandés y el malayo, que también conocía, Conrad dominó el lenguaje marítimo, el del terror, el simbólico y el narrativo. ¿No es eso de lo que trata este asunto? Se es escritor o escritora, y con eso basta.

Me despido con estas disquisiciones que no pagan la renta, que no sirven para absolutamente nada, pero que no abandonan mi cabeza. La KSB

«Mi única certeza al respecto es escribir en español, que es el único idioma que domino para poner en orden mis propias obcecaciones. ¿No

es en realidad la literatura un lugar mucho más libre, reglado únicamente por lo que está bien escrito o mal escrito? Ya sabes cómo evito temas como pertenencia, identidad, diáspora -¡odio esa palabra, por el inmenso boquete y sumidero que supone!-, me gustaría pensar que se escribe como se respira.

¿Piensas tú lo mismo?»

Rodrigo Blanco Calderón, 11 de

septiembre

¡Karina Kerida! Lo primero, debo disculparme por mi enorme tardanza en contestar. En esta era digital, dos días sin contestar una carta equivalen a seis meses de la época analógica. Saltan entonces las alarmas, llamadas van y vienen para ver dónde se ha metido uno. ¿Se habrá caído en la ducha? ¿Lo habrá secuestrado un comando bolivariano en plena Costa del Sol? Nada de eso, por fortuna. Estaba ocupado con la vida. Justo vengo de cenar con una amiga escritora, rumana pero ya con muchos años viviendo en Granada. Muchas veces hay mayor afinidad entre un venezolano y una rumana que entre un venezolano y un español o un gringo. Lo cual me hace recordar la vez que Mircea Cartarescu estuvo aquí en Málaga y, conversando con él, me dijo que él se sentía más latinoamericano que europeo. Así son los vasos comunicantes que produce la diáspora (con el perdón de la palabra-boquete que tanto te disgusta). Todo lo cual lo menciono como una forma de asentir a lo que comentas sobre Conrad. ¿Sabías que Conrad llegó a estar una vez en Venezuela? En uno de sus viajes llegó a Puerto Cabello. Lo leí en alguna biografía suya y de inmediato entrevi la posibilidad de una novela. El encuentro en La Palma promete. Tiene un aire a novela de Agatha Christie muy bueno: un grupo de escritores venezolanos, separados por el hundimiento de su país, se reencuentran en una isla después de varios años sin verse…De pronto, uno de los escritores desaparece. Al día siguiente, otro y así. Qué gran novela es Diez negritos , que ahora le cambiaron el título por uno más políticamente correcto. Triste época esta, de microagresiones, microdilemas, microtraumas, microaventuras, microliteratura. Pero divago. El Festival en La Palma me genera emoción y aprensión. Hay varios amigos que quiero ver y hay otra gente con la que siento se ha establecido una distancia y un rencor silencioso, raro, sin motivo. Quizás es ese odiarse de los exiliados del que hablaba Kundera, que sabía tanto de estas cosas de las que es mejor no hablar. Termino por lo primero. Me encantaría decirte que sí, que debo luchar contra los trabajos malpagados que, reunidos, hacen un casi sueldo, para poder escribir. Pero la principal lucha es contra mí mismo. Soy un escritor básicamente mental, como ese personaje de Borges en «Las ruinas circulares».

«Muchas veces hay mayor afinidad entre un venezolano y una rumana que entre un venezolano y un español o un gringo.
Lo cual me hace recordar la vez que Mircea Cartarescu estuvo aquí en Málaga y, conversando con él, me dijo que él se sentía más latinoamericano que europeo. Así son los vasos comunicantes que produce la diáspora (con el perdón de la palabra-boquete que tanto te disgusta)»

Y cada cierto tiempo consigno por escrito algunas páginas que vienen del lado menos visitado de mi conciencia. Cuando termino un libro, soy el primer sorprendido. Al dilema u obligación de ser venezolano, no le doy tanta importancia. Me asumo hombre-arepa. El hombre de maíz, a pesar mío. Y paso a otra cosa. Más difícil lo tienes tú, me parece, que además del sanbenito de ser venezolana, eres, también, mujer. Esa me parece una categoría que hoy día está cargada de muchas más obligaciones que la de pertenecer a un país. Es algo que siempre he querido preguntarte y luego siempre se me olvida. Un fuerte abrazo y hasta la victoria, secret. R.

Karina Sainz Borgo

¡Rodrigo! ¡Hombre arepa! ¡Sujeto de la Utopía ajena! Tiene razón Cartarescu al sentirse latinoameircano, ¡cómo quisiera yo ser austriaca! ¡Conrad en Puerto Cabello! El desorden me posee. Habla por mí y dispone de manera aleatoria, a su antojo, lo que he de hacer. Es una hipérbole, claro, para disculparme por el retraso, que dice usted que en tiempos de Internet dos días equivalen, en tiempo perruno, a dos décadas. Hablando de canes, ¿cómo está Xica? Yo me he comprado un koala de peluche. Sabes que esos animalitos me resultan simpáticos, así que lo he puesto a presidir junto a la lista de libros por leer. Me alegra que tenga usted su venezolanidad en Santa Paz y que le den un poco igual las identidades al escribir.

En estos días me reuní con vecinos suyos, algunos escritores y periodistas de Málaga, entre ellos Teodoro León Gross. Nos juntamos en el Hay Festival de Segovia para hablar de periodismo y verdad él, Jorge Bustos, Carlos Franganillo y yo. Créame que sentí vértigo, porque la verdad periodística, inflexible y sin lugar a muchos inventos, es más escrurridiza que la de la ficción. Que en una novela se puede hacer ortopedia, torcerle un bracito a la trama, hacer levitar a un jerarca o contar apagones de luz que duran días y días, aunque en el mundo que nosotros conocemos no es eso tan inverosímil. Y justamente es el mundo real lo que me da más problemas. Bien sabe usted que nuestro país de origen da lugar a interés informativo trepidante en estos días y que requiere un análisis que ni yo misma puedo o creo poder hacer, pero que he de entregar puntual a la prensa. Discúlpeme, ya le he hablado yo de mis agobios con el periodismo y no voy reparar de nuevo en la queja.

¡Volviendo sobre el Diez negritos venezolano de La Palma! He leído un ensayo enjundioso e interesante que ha servido de aperitivo para las jornadas. Lo ilustraba una foto de Adriano González León, el hombre que mejor he visto yo espolvorear comas en el aire con un pacharán en la mano. ¿Te acuerdas que para conseguirlo había que llamar directamente Hereford Grill y preguntar por él? El camarero decía: «El maestro no ha llegado». «Estará por llegar». Vivieron salvajemente los nuestros, adoloridos por una lucha armada en la que les habría encantado participar y por la que se pacificaron sin echar un tiro. Curiosas y trágicas leyendas

las que se tejieron. Me habría gusto ver a Carlos Barral y a Adriano brindando en Bocaccio. Podríamos inaugurar una República del Este canaria, aunque el solo ejercicio de parodia me sumiría en una tristeza profunda y no creo poder tener a mano un buchito de petróleo para sobrellevarlo. ¿Ve? Si en el fondo la verdad histórica es desasosegante frente a la verdad novelística. Prefiero la segunda, sin duda. ¿Se le ocurre alguna idea disparatada para llevar a cabo en esta reunión de escritores patrios?

De momento me voy a llevar una cesta de manzanitas criollas como las de Garmendia. No sé aún si para regalarlas o arrojarlas. En fin, estimado hombre-arepa, sujeto de la Utopía ajena, me despido haciendo mías sus palabras. Hasta la victoria, secret (and beyond). La KSB

Rodrigo Blanco Calderón

Doña Karina: Xica está muy bien. Mañana le toca baño y arreglo. Maricarmen, su peluquera particular, le hace unas colitas que son la comidilla de toda la Alameda de Colón cada vez que la saco a pasear (ahora la saco tres veces al día porque está un poco pasada de peso). En España a las colitas del pelo las llaman «quiquis». Eso ya tú lo sabes, por supuesto, pero a mí ese tipo de arbitrariedades del lenguaje cotidiano me encantan. Lo del koala de peluche es una buena noticia. El primer paso hacia tener uno de verdad. He notado tu identificación y pasión repentina por algunos animales. Entre ellos, Baby Yoda y la inolvidable Luna, del Colegio Real Español en Bolonia, a quien yo también conocí y de quien me enamoré perdidamente. ¿Y los hijos?

Hace poco leía un artículo en tono alarmista con unas estadísticas sobre las parejas actuales, en las que es mayor el número de mascotas que el número de hijos. Desde ese punto de vista, nuestra generación va a ser tan responsable de la extinción de la especie como el cambio climático. O de la caída de Occidente, piensan otros. Los musulmanes siguen teniendo hijos y fe, lo cual, extrañamente, prepararía el escenario para que el mundo se convirtiera en la peor pesadilla de Michel Houellebecq. Me han encantado tus «memorias» de Adriano. De hecho, Adriano murió en la barra del Hereford Grill. Con las botas puestas, como quien dice. En esa guerra contra sí mismos que tantos escritores

declaran a través del alcohol (yo saqué mi bandera blanca y desde hace dos años ya no bebo). Lo que mencionas de la disolución de la lucha armada y de la izquierda radical en la Venezuela de los años 60, casi sin resistencia, me hizo recordar algo que dijo Salvador Garmendia en un coloquio sobre literatura venezolana en los años 90. Lo cité en la tesis doctoral que empecé a escribir en París y que nunca terminé (ni creo que vaya a terminar). Mira lo que dijo Garmendia: «Los 60, también para nosotros fueron una guerra. Pero una guerra sin enemigo visible o donde el enemigo decidió no darse por aludido. En realidad, la libramos día por día dentro de nosotros mismos, sabiéndonos sin decírnoslo que estaba perdida desde el comienzo. Ganaría el acomodo. Al final, lo esperábamos, nos aguardaba el puesto. Habría una silla para cada uno. Una silla debajo del culo, que, aunque tiene una pata menos sigue sosteniéndonos perfectamente».

El clima de ese congreso, que se suponía debía contribuir la tan ansiada como esquiva internacionalización de la literatura venezolana, fue de resignación y hastío. De derrota, diría nuestro poeta Cadenas. Derrota y queja. Nadie allí parecía olerse en el aire lo que se venía para el país a partir de 1998. A algunos de los ponentes de ese congreso, que parecían aburridos de la democracia, los veré en La Palma, por cierto. Estoy seguro de que no deben recordar sus palabras de entonces. Yo sí.

¡Ay, Komadre Karina! Cuando detecto ese rencor en mí me pregunto si no estaremos ya, si no estamos desde hace mucho sin saberlo, en Comala: ese rencor vivo. Por cierto, en Netflix perpetraron una versión, no sé si en película o serie, de la obra inmortal de Rulfo. ¿Tú la has visto? Yo no pienso asomarme por ahí. Fuerte abrazo y nos vemos en el espejo. Rodrigo.

«Voy al grano con lo del gran Salvador Garmendia, por quien nuestra

amiga en común Elisa Lerner siente un verdadero afecto y respeto. Hay tanta tristeza en una generación consagrada

a un enemigo que jamás se dio por aludido ante

sus

imprecaciones, que comienzo a entender, muy amarga y hondamente, que la derrota de los Sardio y compañía fue una línea sucesoria, una herencia que no prescribe, ¡un aire de familia!»
«No

había captado, o compartido, el tono nostálgico de la afirmación de Garmendia. Lo vi con humor, es decir, con distancia, pero tienes razón. Y ampliado a la vida misma, ¿cuántas batallas hemos dado contra un enemigo que ni siquiera se da por enterado? Da pánico pensar en la respuesta»

Karina Sainz Borgo

¡Rodrigo! ¡Hombre arepa! ¡Quiquis! ¿En serio se llama asi a las colitas? Por cierto, ahora que lo recuerdo: cuando te conocí llevabas coleta ¿O te la desjaste después? No, no. En el poesía para Liceístas del año 1999 no llevabas el cabello largo. ¡Fue cuando empezaste a hacerte conocido como cuentista! Sea como fuere, cosas curiosas las de las cabelleras abundantes. Acierta usted en su observación acerca de mi gusto por los bichos. Xica he de decir que no califica como bicho, es una parisina andaluza que sabe más de literatura que cualquier estudiante de Filología. Su repaso de mis mascotas imaginarias es preciso. ¡Oh, Grogu! ¡Y Cornelia! Porque, a menos que se hubiese independizado, a esa enorme y adorable criatura afelpada del Colegio de España en Bolonia la conocí —y perseguí en innumerables ocasiones— como Cornelia. Meditaré seriamente lo del koala. Hay pocos seres vivos en mi vida cotidiana y no me vendría mal interac -

tuar con algunos. Sobre todo si pueden colgarse de las lámparas y saltar de una columna a otra de los libros que amenazan con derrumbarse ellos solos. ¡Ay, Adriano! ¡Dios lo tenga en una mesa redonda con Barral a un lado y a Caupolicán Ovalles del otro! Ahora que lo pienso, la guerra de los escritores contra sí mismos ha tenido en el whisky y en los suplementos culturales fuerzas de ocupación maravillosas, formas privilegiadas de evaporar el tiempo y la buena disposición. Hace bien usted en lavar la bandera blanca con agua, porque yo cada vez que la saco termina salpicada de vino o, lo que es mucho peor, de Bloody Mary. Soy una bebedora poco aplicada y una abstemia sin vocación. En mi caso, más peligrosas aún que la barra del Hereford de Adriano González León y la del Milford madrileño juntas, lo son las muchas cuartillas, columnas, entrevistas y crónicas que se acumulan para entregar. ¡Pero ya está bien de quejarse! Porque en verdad lo único que sé hacer es escribir. Así que mejor ganarse la vida así que de tertuliano político. Voy al grano con lo del gran Salvador Garmendia, por quien nuestra amiga en común Elisa Lerner siente un verdadero afecto y respeto. Hay tanta tristeza en una generación consagrada a un enemigo que jamás se dio por aludido ante sus imprecaciones, que comienzo a entender, muy amarga y hondamente, que la derrota de los Sardio y compañía fue una línea sucesoria, una herencia que no prescribe, ¡un aire de familia! Si hasta parece que desde Andrés Bello en adelante le daba igual al empíreo el Supremo Autor y, por aquello de parafrasear «El gloria al bravo pueblo». Sospecho que su tesis se está escribiendo a medida que ese legado pasa de mano en mano como una copa de ron con papelón: por eso sospecha, y con acierto, un aire a lo Comala. Pero dígame, aquí en confianza, qué país no es en el fondo una familia mal avenida. Dios quiera que La Palma nos de tregua y no acabemos encontrando a Pedro Páramo más temprano que tarde. ¡Lo secundo! ¡No veré adaptación alguna de la obra de Rulfo! Pero es porque, en general, soy una terraplanista del mundo audiovisual, una bestia parda que no ha visto siquiera Juego de Tronos . ¡Brindo con Nescafé por esta corresondencia anárquica y ballenera, como balleneros fueron nuestros abuelos de Sabana Grande! La KSB

Rodrigo Blanco Calderón,

19 de septiembre 2078

Karina, tienes toda la razón: la bellesura del Colegio de España en Bolonia se llama Cornelia. Hice un pastiche con otra perra, también de la raza Boyero de Berna, que conocí en París y que se llamaba Luna. Esa Luna, por cierto, fue lo único memorable de una cena de Nochevieja organizada por una venezolana que me terminó estafando 3 mil euros. Esta compatriota, además, es hija de uno de esos próceres de la izquierda que terminaron después apocaditos y universitarios. Pero no voy a insistir por el camino del rencor. Tengo que llevar esto a la terapia.

En 1998 (ahora te corrijo yo), cuando éramos jóvenes poetas liceistas, aún no llevaba el pelo largo. Las normas del colegio no lo permitían. Fue después, en la Escuela de Letras, cuando me dejé crecer el pelo. Primero vino un afro. Después el pelo largo. En la última década la calvicie ha ido tomando terreno y hoy porto una especie de tonsura. Quizás en un par de años me pase la máquina para incorporarme al linaje de calvos oficiales de mi familia.

Sobre la queja, pues yo creo que siempre hay que quejarse. Estamos en España, además, el país de la queja. En diciembre pasado me otorgaron la nacionalidad española y desde entonces la he usado como si fuera un porte de armas pero para quejarme. Me siento empoderado. Solo agregaría el requisito que tan bien ha expresado el poeta Alejandro Castro en uno de sus versos que son como fogonazos: «…construir la queja con algo de belleza». Esto último, por cierto, desborda en tu última carta, llena de verónicas verbales que te quedan tan bien y que alegrarían tanto a nuestra admirada Elisa Lerner, fraseadora imbatible de la literatura pequeñaveneciana. No había captado, o compartido, el tono nostálgico de la afirmación de Garmendia. Lo vi con humor, es decir, con distancia, pero tienes razón. Y ampliado a la vida misma, ¿cuántas batallas hemos dado contra un enemigo que ni siquiera se da por enterado? Da pánico pensar en la respuesta.

Así que pasemos a cosas más felices. O asumamos nosotros el papel de ese enemigo displicente. Pues, como dice la canción, a mí me pasa lo mismo que a usted. No he visto un solo capítulo de Juego de Tronos . Ni del 99 % de las series que los vende -

dores de humo quieren hacerte creer que son el nuevo Shakespeare. Supongo que ese es el tipo de cosas que le deberían mostrar a nuestra alma cuando trasciende la existencia y llega al cielo. Mire señorita Sainz Borgo, mire señor Blanco Calderón, vea los molinos de viento contra los que se enfrentó durante su vida. Vea también todo el horror que no llegó a ver. Vea ahora toda la belleza que le tocó a su puerta mientras usted, ustedes, estaba, estaban, haciendo Dios sabe qué. Un regalo o un castigo o ambas cosas. Suyo, RBC.

«Venus rompe rocío en el borde de todo», dijo Lisa Robertson

Algunas líneas sobre el deseo

ICada vez que sale el tema del deseo, tengo miedo de pensarlo demasiado y matarlo. Se puede teorizar sobre cualquier cosa, es un divertimento: la fe, la bondad, la importancia civilizatoria de la cocción y la fruta escarchada... Pero siempre acecha el peligro de pasarnos de frenada. Ahogar con conceptos.

Por eso prefiero hablar con palabras gruesas. No entrar en detalles: ni para quien me escucha ni para mí. No quiero saber por qué me excita lo que me excita. Y el qué, tampoco mucho.

Quiero seguir deseando con los ojos cerrados.

O entrecerrados: algo hay que saber. Lo suficiente: para dar una voltereta, seguir, volver... Un algo que es como una llama endeble. Dudosa. Que duda y de la que cabe dudar: turbia. Aunque sea inocente. Inocente o no, hay que protegerla. Haciendo cueva con las palmas de la mano.

Sí hay un par de cosas que puedo contar sin temor a matarlas, no sé. ¿Porque dan para amenizar las charlas y toda buena charla es sensual?

La primera cosa es que no descubrí el verdadero deseo sexual hasta muy tarde. Bueno: «tarde». Tarde en comparación con las veces que tuve sexo antes de sentir ese deseo que sentí como verdadero. Muchísimas: muchísimas. Quizás esto sea sorprendente.

El caso es que, hasta que no descubrí el verdadero deseo sexual, no entendí hasta qué punto son distintos —en esencia y consecuencias— las ganas de tener sexo y el verdadero deseo sexual. Las primeras son, si no indiscriminadas, sí bastante comodonas. Se contentan fácil: son de brocha gorda. Me recuerdan a cómo me siento durante los días que rodean a la ovulación: garbosa. Magnánima, veloz: pendiente. Me recuerdan a la propuesta de «hay que follar con todo el mundo» («o ¡si follan con una, follan con todas!») de una de las narradoras de Cristina Morales hacia el final de Lectura fácil (2018). Lo que me dejó a cuadros de esta soflama fue el llamamiento a follar con cualquiera

nos guste o no. Las veces que he tenido sexo con gente que no me gustaba lo suficiente la cosa ha ido de angustiosa a plana (pasando por bufa). De todas maneras es una idea interesante, tengo que probarlo ahora de mayor.

Verdadero aquí no se contrapone a falso. Lo que sería un deseo no verdadero no es más que un deseo genérico. Porque sí: hay bastante gente atractiva por ahí. O que se hacen querer o que nos dejan hacernos querer, con sus bromas, sus gorritas azules y sus sonrisas de medio lao’. O como me dijo una amiga (respondiendo a la pregunta de: «¿pero a ti este señor te gusta?»): «yo me tomo un vino y si no me gusta ya me gustará». En efecto: hay todo un gentío que cuenta con el tipo de hombros e incisivos, caninos y encías que puede encandilarnos. La chispa, aunque sea pequeña, se prende rápido. Se apaga igual.

Este deseo (que no digo que no pueda dar lugar a noches exquisitas, alguna vez) es algo que viene de adentro y que suele quedarse ahí: adentro. Como dice la canción de la Chiqui de Jerez: «hoy m’he levantao’ / hoy m’he levantao’ / hoy m’he levantao’... con ganas de amar». Sale de sí un poco para tocar un rato el calor de un cuerpo (al que sí se respeta, pero no se adora) y luego vuelve. A la cueva. La llama se calma.

(Se parece a la urgencia de azúcar: ¡azúcar, ahora!)

(Se encaja en el repertorio de esas tres o cuatro fantasías sexuales que nos acompañan desde los siete años.)

El verdadero deseo se proyecta hacia un tú sumamente —no sé qué decir para enfatizar esto: ¿sumísimamente?— específico. Sale afuera. Y se mete muy adentro del otro. Se hunde, se desparrama. Lo cubre entero, es brillante y negro. Y nos deslumbra: hay que cerrar los ojos. Va muy al fondo y al matiz. Es la llama sin cueva. Un sol trastornado, colosal. Y muy sutil: se ven todos los colorcitos, notamos el más mínimo (y delicioso) cambio de inflexión en la voz de tal persona. Que por cierto huele fenomenal.

(Se parece a la urgencia de un pastelito Fengli Su.)

(Sí: Dios —pájaro panorámico— me ha visto recorrer 8 kilómetros desde mi casa hasta cierto restaurante chino porque he necesitado muy fuerte ese pastel relleno de piña; lo mismo que me ha visto —bendito sea— desplazarme 2.000 kilómetros a causa de una encantadora oreja, y vivir tres días en una cama, pegada a un humano de lo más moreno.)

Nada que ver lo general y lo ceñido: hablo de cuando no queremos follar sino follar con toda esta persona: su pezón, su pánico, su infancia, su vejez, su pantorrilla. Su madre, su película favorita, su herida, su fe, su bondad, su delito, su vello felizmente no depilado. Y, lo que más, su boca.

punto me duele por todas partes decir: tú, tú, tú, tú— me desesperas».

Es cierto que hay zonas grises. Por eso no tengo claro si esto me ha sucedido con tres personas o con cuatro. Y funciona a corto y largo plazo.

(Hay unos versos de Mariano Blatt que en mi imaginación hablan de estas zonas grises: «No hay nada más lindo que ese chico, / ah, sí, ese / bueno, no hay nada más lindo que ese chico / y ese, ese, ese, ese, ese, ese, ese, ese, / ese, ese también, ese, ese, ese no, bueno, sí, ese, ese, / ese, ese chico, ese de allá, ese otro y ese». De algunos de ellos luego dice algo bonito, personal.)

(Volviendo a la metáfora de «las ganas de sexo como chute de azúcar con el primer dulce que me venga a la mano» vs. «el ataque de deseo sexual como urgencia del dulce Fengli Su; para conseguirlo cruzaré la ciudad, acabaré exhausta y MORIRÉ DE PLACER». ¿Dónde colocaríamos al capricho? Hay un deseo sexual que no me parece ni tan abstracto y de superficies ni tan penetrante y particular. Tiene un poco de todo: es como el antojo de la embarazada. Un deseo sexual que vive bien en los enamoriscamientos que duran tres meses. Pueden ser tremendos.)

Así que no me queda más remedio que admitir (no sé si es un lamento o una descripción neutral) que el deseo verdadero me es algo precioso, en dos de sus acepciones. Me alegro por la gente de libido de gatillo fácil: no es mi caso, lo mío se parece más a encontrar una aguja en un pajar. ¡Pero más tarde qué aguja! En algunos poemas he tratado de captar la belleza y/o sex appeal de quienes han suscitado mi CONMOCIÓN erótica. He hablado de unas ciertas pestañas, pelo, pecas, nariz (mi top four: que aunque se repiten nunca se repiten). Y he hablado de mi alboroto (a veces de lo más plácido) por la forma en que un cuerpo, con su cara, su corazón, su espíritu, etc., ladeaba la cabeza o se desabrochaba el puño de la camisa o lanzaba al aire un bostezo estrafalario. Me ha bastado agarrarme a eso, en el calor de esa llama que se vuelca...

Y tampoco he querido saber más. Mejor así. ¿No es bastante? No voy a decir que el deseo sexual verdadero no sigue ningún guion: no soy platónica. Diré que no sigue demasiado guion.

¿Y el amor? ¡Ah, el amor...! Me ha pasado casi siempre, que se solapen el amor y el deseo. Dejo medio caso, o tres cuartos de un caso, como partes de caso en duda.

La segunda cosa que sé...

[CONTINUARÁ]

Es muy distinto sentir «tengo ganas de sexo, y tú, ser de gratos escote y conversación que resulta que andas por estas callejuelas donde estoy yo dándome un paseíllo, me gustas bastante»... de sentir «tú —y no sabes hasta qué por Berta García Faet

El blurb

Es el peor de los géneros literarios, el más asqueroso. Pareciera estar escrito exclusivamente con hipérboles, con promesas falaces. Su única virtud es la brevedad. En el mejor de los casos, es la mercantilización del entusiasmo; en el peor, el entusiasmo de la mercantilización. La contratapa es el lugar donde todo escritor de talento pareciera entregarse voluntariamente al lugar común.

Lo escribo así, chabacanamente en inglés. Antes, en castellano, la función del blurb —hacer un libro más atractivo para un posible lector— la cumplía el prólogo. Las más de las veces, el resultado era algunas de las páginas más débiles de su autor; otras veces, no obstante, resultaba algo legible. Al menos, en un prólogo uno tiene que decir algo .

Según la leyenda, el primer blurb fue obra de Walt Whitman. Al leer una carta elogiosa de Emerson, Whitman escogió una frase para ponerla en la contratapa de Leaves of Grass . El demócrata Walt Whitman era conocido por ser una suerte de agente de sí mismo, un incansable promotor de su propia obra, actitud que lo desprestigiaba a ojos de algunos de sus contemporáneos. Es predecible que haya sido un escritor gringo el fundador de este género. Es irónico, sin embargo, que haya sido un poeta. O quizá no.

***

Si hay, en efecto, una relación entre género literario y orden social, el blurb es el género representativo del libro como mercancía y, lógicamente, del lector como consumidor. Los estantes de la librería son las góndolas del supermercado. Lo sabemos sobradamente: todo está dentro del mercado, nada está fuera, incluso cuando no se le ponga precio a un libro.

***

Lo peor del blurb no es exactamente su carácter comercial, sino el modo insidioso en que contamina otros ámbitos de la literatura. El prestigio siempre ha sido importante: nos importa tener prestigio, ser reconocidos por nuestros pares, etc. No obstante, el blurb hace un uso tóxico de él: explota el prestigio de su autor para conferírselo al libro en cuya contratapa aparece. Hay también otro aspecto que raya en lo industrial, por su

volumen de producción: los mismos cinco o seis nombres célebres aparecen prodigando hipérboles en la mayoría de las novedades de las librerías. ¿Cómo creerles?

A veces, esta burda economía empuja a los autores a confundir la lealtad a una amistad con la que le deben a su oficio. No es cierto que todos escribamos grandes libros, que todos seamos únicos, que a todos haya que leernos. Aunque quien escribe una hipérbole para ayudar al amigo sabe que es una hipérbole, crea un discurso que conduce al buenismo y a la mutua celebración acrítica que definen nuestra cultura literaria movida primordialmente por las ganancias de un puñado de grandes editoriales. A las editoriales independientes pequeñas y no tan pequeñas, claro, no les queda otra opción que seguir las reglas del juego. ***

¿Yo he escrito blurbs? Sí. ¿Le he pedido a alguien un blurb? También. Cuando así ha sido, he intentado hacerlo sin hipérboles ni falacias, que cada palabra diga lo que significa. Cuando los he pedido, he intentado dejar claro que si el libro no lo inspira, no tienen que escribirlo. ¿He fracasado? He fracasado.

¿Es un blurb honesto un mal blurb? No. ¿Se puede vender un libro sin hipérboles? Obvio que sí. Quiero pensar que obvio que sí. Podemos ayudar a hacer más visibles los libros que nos entusiasman —y, a la inversa, nos pueden ayudar— sin falacias.

Para Roland Barthes, un usuario del lenguaje incurre en estupidez cuando repite, cuando copia, en lugar de formar oraciones propias. El blurb es un género que privilegia la estupidez. Otro francés, Flaubert, escribió en una carta a George Sand: «Nous ne souffrons que d’une chose: la Bêtise. Mais elle est formidable et universelle». Traducción: No tenemos sino un solo padecimiento: la Estupidez. Pero ella es formidable y universal. Entre usted a una librería y compruébelo.

Rumbo a la FIL. La FIL sigue presente en mi cocina

Ecos de la FIL se llama el programa de actividades que convierte la Feria del Libro de Guadalajara en pulpo literario: primero le inserta unos cuantos tentáculos para después sacarla del enorme pabellón donde transcurren la mayoría de sus actividades. La iniciativa busca que la FIL se acerque a la gente, pues lo contrario, la peregrinación de miles de visitantes a los espacios oficiales de la feria, ya ocurre de modo natural.

Yo participé en uno de estos ecos: la FIL me acercó a la gente de San Pedro Tlaquepaque, un municipio de Guadalajara que, además, se considera «Pueblo mágico», una denominación que engloba ciertas localidades de México que tienen un qué-sé-yo histórico, cultural e incluso espiritual. Poco vi de este pueblo mágico, porque tenía una misión que cumplir, en mi caso junto a niños y niñas en edad escolar. Se trataba de la clásica actividad en la que una escritora visita un colegio. «La semana próxima tendremos con nosotros a una invitada muy especial: es escritora y viene de España, invitada por la FIL», así debió de anunciárselo la profesora a sus alumnos, que enseguida se alegrarían al ver que se iban a perder la clase de matemáticas, justamente cuando estaban aprendiendo a calcular la hipotenusa o a resolver raíces cuadradas. O quizás suspendieron la lección de historia de México en la que se hablaba por primera vez del gobierno de Porfirio Díaz. Y a cambio de Porfirio, quien acude es una escritora española que hablará para toda la clase, o más bien para todas las clases juntas que ese día participaron en la actividad.

Al principio, la actividad impone: bullicio, risas, niños y niñas en edad de brincar, con los huesos y músculos en pleno crecimiento; alumnos, por tanto, sin ganas de estar sentados por más de una hora escuchando a una escritora madrileña cuya vida y circunstancias nada tienen que ver con la de ellos.

Para qué engañarnos: no recuerdo lo que les conté a los niños del Instituto Tlaquepaque, ni lo que me preguntaron ellos, pero sí sé a ciencia cierta que las profesoras habían hecho una gran labor previa, porque varios alumnos salieron a escena en un gran salón de actos a hacer una presentación creativa sobre mi escritura. Otros tantos bailaron y actuaron: hicieron eso que yo en mis años de colegio llamaba «una función». Los estudiantes eran mucho más entusiastas que los que podría encontrar en un colegio español. Yo intuía que iba a ser así, pues esa es para mí una de las grandes virtudes de América Latina: siempre percibo entusiasmo y curiosidad en el público que asiste a recitales, presentaciones y conferencias.

Tras el acto recibí un diploma entre aplausos de manos pequeñas. No era de papel o cartulina: era un diploma de madera gruesa, de más de un centímetro de espesor. «Paz y Bien» era la leyenda que encabezaba el galardón. No faltaba el escudo del instituto, cuyo lema son las palabras: «Ciencia, virtud, alegría». Me parecen tres buenos conceptos para recibir como regalo vital desde la niñez. Debajo del escudo, una frase escrita en bajorrelieve decía: «El instituto Tlaquepaque otorga el presente reconocimiento a Mercedes Cebrián como signo de gratitud, por su valiosa participación en esta institución».

Mi nombre figuraba escrito con bolígrafo en un rectángulo. No había sido tallado en la madera como el resto de las frases e imágenes. Se veía que los diplomas los tenían preparados de antemano y lo único que añadían era el nombre de la persona reconocida en ese momento («Your name here», como en los carteles de corridas de toros para turistas).

Aquí va la confesión: estuve fuertemente tentada de dejar el diploma tridimensional en la habitación del hotel, como si me lo hubiese olvidado (las señoras de la limpieza en los hoteles estarán más que acostumbradas a estos abandonos de objetos y de libros que ya no caben en el equipaje de los visitantes). En mi caso, transportarlo en la maleta no era el problema: algo de espacio me quedaba aún, ya que cada vez compro menos libros allá donde voy (pero eso es tema para otra crónica). El verdadero problema era su destino final: el armario de mi casa

en el que se acumulan esas cosas dotadas de un mínimo de valor sentimental que los guardianes del orden como la célebre Marie Kondo te instarían a tirar a la basura sin miramientos. En ese armario tengo también un pequeño Museo Guggenheim fabricado en algún metal noble y pegado a un pedestal de mármol: es un trofeo de un concurso de relatos que gané en el año 2000 en Bilbao, cuando todavía no había publicado mi primer libro. Todos los días quiero deshacerme de él, pero ¿quién osaría tirar un pedazo de mármol a la basura, con el esfuerzo humano que requiere obtenerlo? ¿Y cómo deshacerse de un objeto que lleva mi nombre grabado?

Así que, todo apuntaba que a la tablilla entrañable de Tlaquepaque le esperaba un destino similar en ese armario oscuro, pero el hecho de que fuese de madera y el cariño que desprendía, esos efluvios perfumados simbólicamente con una colonia fresca infantil, no me permitieron deshacerme de ella.

No recuerdo cómo ni cuándo tomé la decisión, pero enseguida el dorso liso del diploma cobró un uso de lo más práctico: se convirtió en la superficie idónea para picar verduras. Es una tabla de corte personalizada y ahí sigue hoy, en mi cocina, colocada en vertical junto a otra tabla, esta vez de plástico, y a un par de bandejas. Lleva conmigo desde 2017 y quiero pensar que seguiremos juntas hasta el día de mi muerte que, probablemente, me pille troceando verduras, pues es una de las actividades que llevo a cabo con más frecuencia.

Fuente: wikicommons

Surrealismo Mágico: Una Teoría Caprichosa

Esto no es una pipa y tampoco es lo que se supone que sea. Y —como tantas cosas que quieren explicarse más por lo que no son que por lo que deberían ser— esto es un capricho. Eso que según la RAE es «determinación que se toma arbitrariamente, inspirada por antojo, humor o deleite en lo extravagante y original» y, también, «obra en la que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de reglas. Y cabe preguntarse si hubo o hay o habrá ismo más caprichoso —en todo los sentidos— que el surrealismo. Ese sentimiento y esa idea en la que, como todo vale y vale todo, alguna vez Salvador Dalí se entrometió —como con tantas otras obras ajenas para hacerlas suyas— con los Caprichos de Goya. Y me lo pregunto mientras paso las páginas del recién aparecido Why Surrealism Matters de Mark Polizzotti. Ensayo en el que —ya en su primer párrafo— se informa de efeméride más que atendible. Sí: este 15 de octubre se cumplen cien años de la publicación del primer Manifeste du surréalisme (habría otro cinco años después acompañado por textos, ya más ingenuamente politizados y pro-marxistas, y los prolegómenos a uno más en 1942). Texto firmado por André Breton reclamando para sí el rol de vocero y autoridad y pionero (ya había publicado —en 1920 y junto a Philippe Soupault— las páginas en trance de Les champs magnétiques). Algo así como las Tablas de la Ley y Piedra Rosetta de la cuestión: esa sísmica movida artística y estado mental coincidiendo con la eufórica resaca de una Gran Guerra, el boom del psicoanálisis interpretador de sueños y la hoy para muchos misógina cosificación sexual de la figura femenina como fetiche para nutrir al artista macho.

Y el Manifeste arrancaba denunciando que «Tanta fe se tiene en la vida, en la vida en su aspecto más precario, en la vida real, naturalmente, que la fe acaba por desaparecer». Reglamento enseguida cuestionado por segundos y terceros por amor al arte, al arte surrealista. Breton maquina maquinalmente su máquina. Y casi de inmediato estallan las conjuras y conspiraciones, se alinean bretones y contrabretones e hijos del padre o huérfanos del anti-padre de la criatura y de la Creación mientras el Sumo Sacerdote va y viene como patriarcal Gran Hermano decidiendo quién entra y sale de la casa de ese virtual irreality show. ¿Quién se cree que es Breton? Después de todo, dos semanas antes de lo suyo, Yvan Goll había hecho público su propio manifiesto en el primer número de la revista Surrealism. Y antes el pintor Odile Redon se había propuesto plasmar en lo suyo «la lógica de lo visible al servicio de lo invisible». Y el por entonces vivísimo-muerto Guillaume Apollinaire ya había acuñado por primera vez el término —ese ir y andar sur, por encima, de la realidad privilegiando lo onírico e inconsciente y reacomodando el ojo a navajazo— en una

carta de 1917 al poeta Paul Dremée donde, ubicando al fenómeno ya en la antigüedad más antigua, se leía eso de «Cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, que no se parece en nada a una pierna. Así hizo surrealismo sin saberlo». Es decir: el hombre era surrealista desde que era hombre. Había surrealismo en todo texto sacro. Y hasta posibles reflejos y automáticos en Shakespeare, Cervantes, Sterne, Carroll, Sterne... Pero, por obra y gracia de Bretón —con una ayudita de antecedentes inmediatos como Tzara y Jarry— el surrealismo estalla y se estabiliza desestabilizándolo todo como fabriqué in France y produit en Paris. Y —en cuanto a la certificación de su factura eminentemente gala— alcanza y sobra con haberse expuesto a esa tan extraña ceremonia de apertura de los últimos Juegos Olímpicos para comprender que su vigor nacional continúa intacto a orillas del Sena. Sí: el surrealismo es hoy otro fantasma que recorre el mundo, trasciende idiomas (el suyo es una suerte de esperanto polimorfo y perverso) y se acomoda con toda naturalidad entre naturales allí donde vaya y llega. Y es que es tan fácil ser surrealista-fácil y conformarse con romper el orden establecido en lugar de aspirar a la dificultad de proponer un nuevo orden de surrealismo-sofisticado. Para muchos —para demasiados— para ser surrealista basta con ser raro y original o hacerse el loco con mayor o menor convencimiento y esperar convencer de ello. Se puede ser eléctrico surrealista sencillo (la letra de «Lucy in the Sky with Diamonds» de los Beatles o las películas de Michel Gondry) o complejo (la letra de «Visions of Johanna» de Bob Dylan o las películas de David Lynch). Y, sí, el surrealismo es parte del realismo de nuestras vidas. Ahí están ese da-dá siempre en boca sin dientes de bebés; y todos esos amigos imaginarios en la infancia; y esos posters a colgar en la adolescencia mientras se ensueñan musas y magas; y esas anarco-alucinaciones en la rutina de oficinas de la madurez; y esos relojes que se derriten por la cada vez menor persistencia de la memoria en la vejez. (Nota bene: muchos de los greatest hits del surrealismo envejecen rápido y mal y sólo obras maestras, como la Nadja de Bretón en 1928, se las arreglan para, más allá de la transgresión del momento, alcanzar la atemporal y e inmortal categoría de gran novela de amor para siempre.) Y de ahí que, ya en 1926, un joven René Daumal advirtiese a Breton en cuanto que cuidarse y a cuidar a lo suyo de «un día figurar en guías de estudio o en la historia literaria; porque el honor al que debemos aspirar es al de ser inscriptos para la posteridad en los anales del cataclismo». Así, ahora surrealista es ese adjetivo que —como excusa que no disculpa— todos usan para referirse a cualquier cosa que nos parezca surrealista del mismo modo en que todo pueda llegar a resultar kafkiano, confundiendo a la cucaracha-escarabajo de Kafka con las hormigas del ya

mencionado Dalí quien —más allá de sus excesos y autoparodias— no se merecía esa canción de Mecano. Así, claro, hoy por hoy, casi todo es —o puede ser o resulta tan cómodo y práctico y funcional que así sea— surrealista... ...Y su naturaleza (su don y su estigma) trasciende fronteras y épocas. Y es esta internacionalidad mutante (el urinario de porcelana y el bigote en Gioconda de Marcel Duchamp, quien siempre se resistió a ser parte de la banda, probablemente sea el eslabón perdido entre el surrealismo y el pop de Warhol) la que permite al surrealismo viajar sin necesidad de pasaporte. Y contagiar en todas partes como virus pandémico infectando a todo de/género e in/disciplina, ahora mismo, hasta el infinito y más allá. Así, el surrealismo —según J. G. Ballard el más elegante y sutil surrealista-entrópico, Murakami sería el más travieso-ingenuo—consagrándose como «la más imaginativa de las aventuras» y el «movimiento artístico del siglo XX que más influyó en la literatura».

«Pero, por obra y gracia de Bretón —con una ayudita de antecedentes inmediatos como Tzara y Jarry— el surrealismo
estalla y se estabiliza desestabilizándolo todo como fabriqué in France y produit en Paris»

Así —a continuación, fijando mirada de perro andaluz o porteño o chilango, ladrando todos en el mismo idioma— el caprichoso y seguramente parcial intento de censar a una turbadora turba de acólitos letraheridos curados y curtidos en el cruce de cielos y océanos y montañas. Y —de acuerdo— en lo que sigue se abundará en superficial enumeración de apellidos sin demasiado descenso a la profundidad de obras y, por favor, entenderlo como gesto surrealista y casi de escritura automática de estas páginas en esta revista y alors y allons!

Y, enseguida, la fiesta de la inacabable París de 1924 se extiende a todas partes. Y España —con Italia haciendo guiños fascitoides con el futurismo— está tan cerca y se

«“No intentes entender a México desde la razón, tendrás más suerte desde lo absurdo: México es el país más surrealista del mundo”, proclama Bretón»

convierte en la primera gran receptora del nuevo ismo en tiempos de tantos ismos: tiempos de ismoismo. Y se comprueba que los poetas son la mayor población de riesgo a la hora de surrealizarse, y son tantos los que se ofrecen a versar sus visiones. Muchos, localmente, todavía están muy ocupados con el ultraísmo y oponiéndose al modernismo y al novecentismo. Algunos se quedan a jugar apenas un rato, pero a todos les gusta el juguete para desarmar porque — como manifiesta el Manifeste— «El hombre propone y dispone. Tan sólo de él depende poseerse por entero, es decir, mantener en estado de anarquía la cuadrilla de sus deseos, de día en día más temible. Y esto se lo enseña la poesía». Y Breton visita España y predica la Buena Renueva. Cosas como que «En el ámbito de la literatura únicamente lo maravilloso puede dar vida a las obras pertenecientes a géneros inferiores, tal como el novelístico, y, en general, todos los que se sirven de la anécdota». En cualquier caso, Louis Aragon —conferenciando en 1925 en la madrileña Residencia de Estudiantes— ruge que no tiene nada en común con ese público al que destilaba «como alcohol en fondo de vaso del que bebería el lago de sus recuerdos». Y, entre los asistentes, seguro que hubo más de uno futuro e inmediato bebedor lacustre. Veloces conversos —quienes en principio reescriben surréalisme como sobrerrealismo o suprarrealismo o superrealismo, incómodos con el galicista surrealismo— al menos por unas cuantas estrofas en unas cuantas revistas como Alfar, Revista de Occidente, Litoral, Gaceta de Arte, L’Amic de les Arts, Hélix: Alonso, Buñuel, Larrea, Hinojosa, Gutiérrez, Alberti (pronosticando, casi meteorológicamente, que «la cosa estaba en el aire»), Prados, López Torres, Arbelo, Villa, Azorín, Cernuda, Lorca, Altolaguirre, Espinosa, Alexaindre y las greguerías del automoribundo Gómez de la Serna quien llevaría lo suyo al Nuevo Mundo que convertiría en su Mundo Nuevo. A algunos les gusta mucho. Otros se resisten a esa fragancia nacional de esencias importadas. Bergamín se refiere a la variedad ibérica como «surrealismo codorniú».

Y la Guerra Civil reclamará ismos más himnóticos que hipnóticos —comunismo, caudillismo— pero sin que

eso extinga la especie. Porque viniendo del sueño, al despertar —como cierto dinosaurio— el surrealismo todavía estaba y estará ahí. El surrealismo es ese lugar al que se vuelve cada vez que es necesario irse. Y así Breton se va a hacer y a deshacer las Américas.

«No intentes entender a México desde la razón, tendrás más suerte desde lo absurdo: México es el país más surrealista del mundo», proclama Bretón —con aires de conquistador— no más tocar tierra en 1938. «De ninguna manera volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas», se excusa un indignado Dalí. «No sabía que yo era surrealista hasta que André Breton me lo dijo», dice Frida Kahlo desde la cama con esa voz de sueño que no cesa. Y Bretón vive en su casa y —junto a Diego Rivera y a Trotsky— se sienten casi obligados a escribir un texto à trois al que titulan Manifiesto por un Arte Independiente y Revolucionario. Trotsky empieza a dictarle notas a Breton, quien se descubre «súbitamente privado de mis poderes». Y es esta potente impotencia la que de inmediato pone de manifiesto los problemas de la aplicación del Manifeste en el Nuevo Mundo. Porque para Latinoamérica, el surrealismo no es una receta sino, apenas, un ingrediente que puede ser fácilmente suplantado por otro. Porque allí todo es extraño y nada se queda quieto y abundan los sueños despiertos y —visionarias como Leonora Carrington y Remedios Varo— descubren que de este lado sus alucinaciones tienen más sentido que del otro. México recibe, sí, pero para mexicanizar. Allí —a diferencia de en Europa— no hay nuevo orden que imponer porque impera el más creativo de los desórdenes y no ha expirado el influjo de lo diferente al que se enfrentaron Colón y quienes siguieron su ruta (y, de nuevo, Bretón en su Manifeste: «Para descubrir América era necesario que Colon navegara con locos. Vean como esta locura ha tomado cuerpo, y durado»). Octavio Paz —más por amante de lo europeo que por otra cosa— primero se muestra entusiasmado pero no demora en desencantarse. Lo mismo le sucede luego a Vallejo quien, desilusionado, se dice que «los surrealistas no pudieron superar su famosa crisis moral e intelectual con formas realmente revolucionarias, es decir, destructivo-constructivas». Y la curiosidad y asombro iniciales de los nativos pronto se desentiende de esos espejitos y vidrios de colores y opta por los esqueletos de Posada antes que por los ensombrerados de Magritte. Y el revolucionado a base de pólvora México acaba siendo más influyente en la polvorienta Europa de entreguerras. Y el incontinente continente no demora en proponer su propia versión/vacuna/ antídoto contra el virus extranjero: lo real maravilloso y el realismo mágico. En 1949, Alejo Carpentier con El reino de este mundo y Miguel Ángel Asturias con Hombres

de maíz ponen las cosas claras enrareciéndolas y alejándose de los «juegos de prestidigitación» franceses. Y más tarde, con la fundación de Macondo, la casa se llenará de espíritus y serán cien años no de soledad sino de abultada compañía donde los linajes familiares casi decimonónicos no estarán reñidos con la bella posibilidad de salir volando o con las diatribas de la poeta Cesárea Tinajero by el alguna vez infrarrealista Roberto Bolaño —más cerca del post-dadá y aullador cut-up beatnik que de la escritura automática bretoniana— burlándose de todas esas vanguardias de los años ‘20s. Y se detectarán focos de resistencia que intentan promover un surrealismo puro e importado. César Moro y Emilio Westphalen en Perú. Una pizca en Neruda y Gonzalo Rojas y en la anti-poesía de Nicanor Parra y el Grupo Mandrágora en Chile (cabe destacar que la tercera esposa de Bretón —gran crossover— será la escultora chilena y surrealista Elisa Bindhoff). Y la poesía de Calzadilla en Venezuela. Y el antropofaguismo brasilero y el nadaísmo colombiano. Y en el Río de la Plata —tal vez por quererse y creerse europeos en el exilio— la cosa parece funcionar mejor. En Montevideo —¿montículo con ojos?— todavía asombra Isidore Lucien «Conde de Lautréamont» Ducasse en cuyos Cantos de Maldoror, de 1869, Bretón admiró y fijó como antecedente incontestable de lo suyo aquello de «la belleza del encuentro fortuito de un paraguas y una maquina de coser en una mesa de disecciones» y que le inspira lo de «la belleza será CONVULSA o no será». Y, obedientes, Montevideo y Buenos Aires (surrealísticamente aspirando a ser la París de Latinoamérica) entran en convulsiones políticas como las que soñó Breton para su ingenio ya a mediados de siglo. Y ya no importa tanto precisar si Felisberto Hernández o el Onetti de La vida breve o Levrero son surrealistas o —simplemente y según Ángel Rama— «raros». Tampoco si son surrealistas Macedonio y Girondo. O si son surrealistas los conejitos vomitados y carteados a París o las diabólicas y babosas fotos de Cortázar o los «gestos» del performer-autocatastrofista Federico Peralta Ramos. Mientras, los fantásticos Borges y Bioy Casares apenas escondidos bajo su alias doble de H. Bustos Domecq se burlaban con maligna ternura del argentino Aldo Pellegrini —fiel y entregado traductor casi inmediato de las instrucciones de Breton— y de todas esas «revistitas dañinas e insustanciales» donde no se demora en contraacusarlos de ser «escribas gelatinosos». Páginas donde publicaban jóvenes poetas —Enrique Molina y Alejandra Pizarnik a la cabeza— invocando indistintamente a condesas vampiras

centroeuropeas y a la telúrica Pacha-Mama. Y, claro, en más de uno o una impera un ánimo más surrealistillo que surrealista. Pronto, el movedizo cadáver exquisito de Evita Perón se convierte en santa reliquia y el Instituto Di Tella en versión bonaerense de The Factory. Y miles de niños se educan a base de la surrealista-beatlesca Yellow Submarine (dibujos animadísimos en lo que, al final, los derrotados Blue Meanies escogen a Argentina como destino alternativo) y con las «canciones para mirar» de María Elena Walsh y su amnésico crónico «País de Nomeacuerdo» para que los pequeños desafinen eso de «En el País de Nomeacuerdo / Doy tres pasitos y me pierdo / Un pasito para allí, no recuerdo si lo di / Un pasito para allá, ay, que miedo que me da». Y amnesia voluntaria y miedo obligado. Y —de golpe y de estado— casi todo es subversivo para las autoproclamadas fuerzas del orden. Y, claro, pocas cosas hay más transgresoras de lo establecido y reglamentario que el surrealismo. «Únicamente la palabra libertad tiene el poder de exaltarme», había avisado Breton en su Manifeste. Y la semana de bondad en collage da lugar a la crueldad de los años de plomo en libros quemados. Y yo me acuerdo, yo estuve ahí. Con diez años y en uno de los tantos raids al departamento en el que por entonces vivo. Y se sabe que los blue meanies parapoliciales entran y suelen ir directamente a las bibliotecas domésticas: dime qué lees y te diré cómo eres y a quien apoyas, creen. Y en la biblioteca de mis padres encuentran un libro titulado La revolución del surrealismo Y la palabra que más los excita entonces no es surrealismo sino revolución. Y sonríen. Y ya pueden imaginarse o no cómo continuará; pero, sí, sépanlo: todo lo que sigue será, manifiestamente, convulso aunque no bello pero sí, de algún modo, muy pero muy surrealista. Y —a su terrible manera— muy caprichoso.

Imagen del Manifiesto del Surrealismo, de André Bretón

Rodrigo Rey Rosa, el cronista de un pais toxico

Hay una vieja boutade que dice que si Kafka hubiera sido latinoamericano, sería un escritor costumbrista. Esta afirmación la determina el peso de lo absurdo y angustiante de la realidad social, y la manera como el poder injusto, y tantas veces arbitrario, distorsiona esa realidad, y al mismo tiempo altera y trastoca las vidas de los individuos, y los coloca indefensos frente a la represión y el castigo, más allá de la culpa.

El surrealismo, si es que queremos usar ese término, deja de ser una entelequia del escritor para alterar el mundo real en busca de hacerlo aparecer extraño o extraordinario. Deja de ser nada más un procedimiento artístico para convertirse en un registro de lo cotidiano, mientras más fiel, más asombroso. Lo insólito no es una cualidad de la escritura, sino de la propia realidad.

El escritor como cronista imaginativo, que no necesita distorsionar la realidad, sino transcribirla con neutralidad, lejos de la pasión retórica, de la admonición o la denuncia deliberada, para que esa realidad nos parezca tan perversa como es, donde los malvados viven a resguardo, porque han creado el sistema que los protege, se jactan de su impunidad, y cuando ocurre algún esporádico acto de justicia, huyen hacia los rincones para esconderse, como las ratas cuando se enciende la luz. Como, por ejemplo, Guatemala, contada por Rodrigo Rey Rosa (1958).

Rey Rosa proviene de una rica tradición narrativa. Si en Centroamérica Nicaragua ha sido sobresaliente por sus poetas, Guatemala lo ha sido por sus prosistas, desde el consabido nombre de Miguel Ángel Asturias (18991974) a los de Luis Cardoza y Aragón (1904-1992), Mario Monteforte Toledo (1911-2003), y Augusto Monterroso (1921-2003). Hay un salto de casi medio siglo para que una voz nueva, y esta es la de Rey Rosa, se establezca de manera definitiva, con una obra variada y dilatada, desde su primer libro de cuentos El cuchillo del mendigo, publicado en 1986, a los 28 años, hasta Metempsicosis, su última novela de 2024, veinte libros de ficción entre cuento y novela.

Viajero desde muy joven, vivió en Nueva York, donde estudió, y también en Europa y Marruecos, donde fue discípulo y amigo de Paul Bowles, una relación ahora legendaria. «Si alguno de ustedes está aquí porque cree que yo puedo enseñarle a escribir best-sellers y que con eso va a ganar dinero, está en el lugar equivocado», le escuchó decir sonriente la primera vez que asistió a su taller literario en Tánger.

Paul Bowles uno de los maestros de Rodrigo Rey Rosa. Fuente Wikicommons
«Viajero desde muy joven, vivió en Nueva York, donde estudió, y también en Europa y Marruecos, donde fue discípulo y amigo de Paul Bowles, una relación ahora

legendaria. “Si

alguno de ustedes está aquí porque cree que yo puedo enseñarle a escribir best-sellers y que con eso va a ganar dinero, está en el lugar equivocado”, le escuchó decir sonriente la primera vez que asistió a su taller literario en Tánger»

Un viaje desde Borges, cuya influencia inicial Rodrigo confiesa, y no hay ningún escritor de su generación que no hubiera estado marcado por Borges, al magisterio de Bowles, con la aprehensión de que «aquel «existencialista de línea dura» como había oído que se referían a Bowles mis colegas mayores», despreciara la relación literaria de un joven aprendiz guatemalteco con el otro. Pero Bowles no sólo había leído a Borges, también lo había traducido al inglés, y había leído también a Bioy Casares, y Rodrigo aún no. Y conocía, además, Guatemala. Nada que le extrañara.

Luego Rodrigo se asentó en 1992 en Guatemala, donde vive ahora, con estancias largas en Atenas, y al hacer un recuento de su andadura literaria confiesa también que, de alguna manera, ha pasado de lo que él llama «la literatura abstracta», a lo concreto, cerca de la compleja y fascinante realidad de su país, y cerca de la realidad de los pueblos indígenas quiché y cachiquel, que explora en novelas suyas, como la penúltima publicada en 2019, Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre, sobre la que dice:

«Durante mucho tiempo a los indígenas les han expropiado las tierras de manera irregular. Me enteré de que acababan de excomulgar a un grupo de cofrades porque estaban ganando un pleito por tierras. Vi los papeles del caso y sólo tiré del hilo narrativo».

El material humano, su novela publicada originalmente en 2009, comienza con un listado de fichas policiales sacadas del Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala. Aparecen registrados ciudadanos señalados por comunistas, por repartir volantes sediciosos, por contravenir el toque de queda; o por posesión de armas de fuego o explosivos.

Pero también hay un chusco anotado por liberar un zopilote dentro del teatro Capitol, al amparo de la oscuridad; un sastre por tahúr; una mujer por ejercer el amor libre, otra por practicar ciencias ocultas, la quiromancia y la cartomancia; un barbero por «ingerir licor con otros individuos que se dedican a desnudar a los ebrios trasnochadores»; un oficinista por publicar obscenidades, un proxeneta por explotar a mujeres de la vida galante; y uno detenido por difamación, pues «aseguró tener relaciones carnales con Carmen Morales, quien a petición de su madre sufrió examen médico, resultando ser virgen»; y, en fin, un jornalero por insubordinarse contra su patrón.

Las fichas policiales registran la vigilancia política sobre la corrección de conducta, y los pecados capitales contra la seguridad pública se revuelven con los pecados veniales, que pasan ambos a tener la misma categoría de infracción que merece ser registrada, porque la ficha queda abierta a las reincidencias.

Toda irregularidad de comportamiento, cualquiera sea su tamaño, es potencialmente peligrosa para el estado patriarcal que nació en la colonia, sobrevivió a la independencia, y fue alimentado por la revolución liberal del siglo XIX, que entre la pompa de las reformas modernizadoras introdujo leyes de servidumbre para que las fincas cafetaleras ni carecieran de mano de obra, y discriminó siempre a las etnias indígenas, la mayoría de la población, sometiéndolas a un régimen que nunca dejó de ser de apartheid. Es el denso entramado que el historiador Severo Martínez Peláez analiza en su libro de 1970, La patria del criollo

Para Rey Rosa, «el mundo maya, tan poderoso y rico, tendría que ser una esperanza. Nos hace diferentes».

«En las páginas de El material humano podemos seguir el trazo de los hilos soterrados que tejen el sistema. Hilos que zurcen esos rostros que entran y salen del Palacio

Nacional en sombras.

Represión despiada, corrupción obscena, complicidades criminales, alianzas sórdidas, sumisión y servilismo»

Pero es ignorado, y en lugar de ser motivo de orgullo, lo es de discriminación, consecuencia de una sociedad social y culturalmente estratificada.

Las dictaduras de Manuel Estrada Cabrera, que reinó entre 1898 y 1910, el personaje de El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, y la de Jorge Ubico, de 1931 a 1934, remacharían los clavos del estado feudal. Una sociedad que, hasta hoy día, según la describe el propio Rey Rosa, es «de enormes contrastes entre la opulencia y la miseria, que tiene una burguesía pequeñísima, instruida en tres librerías».

Y en otra entrevista agrega: «La irresponsabilidad y el infantilismo de las clases dirigentes, su falta de contacto con la realidad. Guatemala es un país que no funciona, que es peligroso, socialmente tóxico. Hoy se está exiliando más gente de la que se exiliaba en los 80 por inseguridad social. Me duele la ignorancia y el egoísmo de los poderosos. Y parece que no hay manera de que eso se acabe».

El inventario de fichas con que se abre El material humano da paso en la novela a un descenso a los infiernos de la represión y la corrupción que ha seguido

marcando la vida actual de Guatemala, ese mundo de sombras y dualidades donde el terror cambia continuamente de rostro, tan de las costumbres cotidianas, y por eso tan kafkiano.

Oscuro mundo cerrado por el que Rodrigo se mueve buscando las claves que están en todas partes y en ninguna; y ese amasijo de viejas cartulinas policiales que abre las puertas de El material humano , es la imagen de un país que en sus estructuras tan arcaicas ha variado poco desde los tiempos del general Jorge Ubico, el último de los que podríamos llamar los dictadores clásicos del país, por su extravagancia y mitomanía, baste recordar que se hacía fotografiar con la mano metida dentro de la casaca para que su imagen recordara a la de Napoleón Bonaparte, del que imitaba también el mechón caído sobre la frente.

Más tarde vendrían los vulgares militares de cuartel incubados en la guerra fría y entrenados en la Escuela de las Américas de la zona del canal de Panamá, como el coronel Carlos Castillo Armas, mediocre personaje impuesto por la United Fruit Company en la silla presidencial, después que los hermanos Dulles derrocaron en 1954 al presidente constitucional Jacobo Árbenz, heredero de la revolución encabezada por civiles y militares que derrocó a Ubico en 1944, cuando el profesor Juan José Arévalo fue el primer presidente electo libremente en el país. Fueron diez años de lo que aún se llama «la primavera democrática».

Castillo Armas fue asesinado en 1957 por un guardia de palacio que volvió su fusil de reglamento contra él, consecuencia de una conspiración urdida por el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, como se cuenta en Tiempos recios, la novela de Mario Vargas Llosa.

Luego se sucederían los dictadores salidos de la cúpula militar, respaldados por la oligarquía, y ejecutores de las campañas contrainsurgentes contra los movimientos guerrilleros, algunos de ellos grises y otros con sus propias excentricidades. A Castillo Armas le siguió en 1958 el general Miguel Ydigoras Fuentes, que cuando lo acusaban de senilidad se ponía frente a las cámaras de televisión a saltar con una cuerda.

Distintos rostros y un solo rostro, una sola máscara. De Estrada Cabrera, a Ubico, a Castillo Armas, a Ydigoras Fuentes, al general Peralta Azurdia, al general Arana Osorio, al general Kjell Laugerud, al general Romeo Lucas, al general Efraín Ríos Montt. Debajo del paisaje encantado, las oscuras cavernas donde moran

en el inframundo los señores de Xibalbá, que son los dueños del exterminio y de la muerte en el Popol Vuh.

Ríos Montt, lleg ó al poder por un golpe de estado en 1982, y años después fue juzgado y condenado por genocidio, pero la sentencia terminó anulada, a pesar de arrastrar tras de sí una sangrienta cauda de crímenes, nada menos que decenas de aldeas indígenas arrasadas, y la cuenta de cien mil muertos entre hombres, mujeres y niños, el inventor de los cementerios clandestinos.

Patriarca de la Iglesia del Verbo, una secta fundamentalista pentecostal que tiene su sede en Eureka, California, se decidió a terminar con lo que llamaba «los cuatro jinetes del moderno Apocalipsis»: el hambre, la miseria, la ignorancia...y la subversión. Él sería el quinto de eso jinetes, y el mejor armado. En sermones semanales televisados, la Biblia en la mano, explicaba el alcance purificador de su régimen. El buen cristiano, sentenciaba, es «aquel que se desenvuelve con la Biblia y la metralleta».

En las páginas de El material humano podemos seguir el trazo de los hilos soterrados que tejen el sistema. Hilos que zurcen esos rostros que entran y salen del Palacio Nacional en sombras. Represión despiada, corrupción obscena, complicidades criminales, alianzas sórdidas, sumisión y servilismo.

El personaje que narra El material humano termina descubriendo en los Archivos de la Policía Nacional su propia historia, que es como descubrir la historia de Guatemala. Y han tenido un archivero misterioso, el bachiller Benedicto Tun, que parece él mismo atravesar toda la historia del siglo veinte detallada en las fichas policiales, miles de seres anónimos encartados, la suma de la sociedad que se mueve entre el horror y la picaresca.

Ubico mandó a dictar en 1934 una Ley contra la Vagancia, celebrada por la gente de bien porque así se garantizaban la seguridad y la tranquilidad públicas. Y esa ley empezaba por definir quiénes debían ser considerados vagos, o sea, los pobres:  «los que no tienen oficio, profesión, sueldo u ocupación honesta que les proporcione los medios necesarios para la subsistencia«; los que ejerzan la mendicidad y, de paso, los entretenidos, «los que concurran ordinariamente a los billares públicos, cantinas, tabernas, casas de prostitución u otros centros de vicio, de las 8 a las 18 horas»; los propietarios de terrenos rústicos que no le saquen

renta, «los que comprometidos a servir a otro con su trabajo en fincas, no lo cumplen», una manera de forzar a la servidumbre; y los estudiantes matriculados que sin motivo dejan de asistir puntualmente a clases.

La pena del delito de vagancia era la cárcel, y el trabajo forzado «en los talleres del Gobierno, en las casas de corrección, en el servicio de hospitales, limpieza de plazas, paseos públicos, cuarteles y otros establecimientos, obras nacionales, municipales o de caminos». Y los desertores de sus lugares de trabajo en el campo, eran puestos a merced de sus patrones.

Era un sistema que tenía lo que podemos llamar defensores orgánicos, además de los propagandistas oficiales. Igual que ahora, la seguridad pública era un apetitoso cebo a ofrecer. Un país libre de asaltantes, rateros, carteristas donde se pueda circular sin temor por las calles. Una persona con aspecto de menestral era apresada de inmediato si se la sorprendía circulando por un barrio pudiente, según el reglamento de policía.

Un entusiasta de la época florida de Ubico dice en un periódico: «No faltan las historias de los abuelitos que cuentan que durante su gobierno se podían dejar las puertas de las casas abiertas y que el crimen común era casi nulo, ya que todos sabían lo que les podía suceder si llegaban a ser apresados por la policía nacional. Se pone muy de manifiesto que realmente había un efecto disuasivo a los comportamientos antisociales debido al miedo que se tenía a la pena a purgar».

Ese también el cebo de nuestros días, para crear o justificar dictaduras celosas del orden público y el bien de los ciudadanos decentes. La seguridad pública, el orden policial, las buenas costumbres, impuestas por el gamonal dueño de la finca. Como afirma Rey Rosa, «los países centroamericanos siempre han sido como países-finca. No hay una mentalidad de país, sino de finca».

Pasar de lo abstracto a lo concreto en la literatura, significa hacer constar los hechos bajo la luz de la ficción, que no deja nunca rincones oscuros. Por eso él mismo dice: «ese es el trabajo del novelista: que todo parezca verdad. Ese es mi oficio».

Diario de las formas en Sanià Crónica

Fotografía de Maria Ródenas Sáinz de Baranda

0.

Tengo la intención de desaparecer dentro de mi propio diario. Me doy cuenta de esto la segunda o tercera noche durante la cena, mientras hablo de un libro que todavía no existe. Describo sobre todo su forma. Intento explicar a los demás que, para mí, escribir un libro tiene que ver con concretar su forma. Porque cualquier otra intención se demuestra rápidamente ingenua, imposible. Todos convenimos que la experimentación con el lenguaje distrae. No sé si han entendido qué quiero decir exactamente cuando hablo de forma. Tampoco importa. Unos días más tarde, llega Marta y dice que a ella la literatura que experimenta con el lenguaje le encanta. Me parece bien. No era eso exactamente lo que yo quería decir, así que no me ofendo.

0.a.

Tengo la intención de desaparecer dentro de mi propio diario. Quiero que la casa y el diario sean uno.

Escribo casi todo esto en un cuaderno que compré en Tiger antes de viajar a Sanià. El cuaderno se marchará conmigo cuando yo me marche. No sé qué sucederá con la casa.

1.

El cielo es, en todo momento y en todas partes, un mordisco de pinar.

Hunger of the pine

2.

Escribo, duermo y leo en el último piso de la casa.

A la hora comer, mientras hablamos de mi libro, Nico señala con el índice hacia arriba. Yo estoy aquí y el libro allí. Es como si él viviese en el desván o se elevase como un globo. En cualquier caso, se trata de un ser independiente.

3.

En mi estudio hay dos butacas diseñadas por Josep Torres Clavé en 1934. Son las mismas que se encontraban en el interior del pabellón de la República en la Exposición internacional de París de 1937, donde se pudo ver por primera vez el Guernica de Picasso.

Evidentemente, estas butacas no son las de 1937, aunque podrían. Es solo el diseño de 1934 lo que se conserva. Aquí, la madera clara, el respaldo y el asiento de enea todavía intactos no tienen historia alguna. Es la disposición de los elementos la que genera relato, significado.

Están colocadas en el centro, junto al ventanal y de espaldas al mar. Uno se sienta en ellas, lee y escucha el viento y las olas. Nada más. Eso es, día tras día, lo único que se escucha aquí. Esa respiración constante en la nuca. Hay un ruido que persigue y precede a las butacas.

3.a.

Durante la comida, les cuento a los demás la historia de Torres Clavé. Nico dice que la casa antes era mucho más oscura y que por eso la pintaron por dentro con colores claros y colocaron un mobiliario neutro y diáfano. Cuando subo de nuevo a mi cuarto, busco fotos del pabellón y leo un poco más acerca de Torres Clavé. Entre sus obras más relevantes como arquitecto se encuentra el Dispensario Central Antituberculoso de Barcelona (1936). Busco fotos de la fachada. En el fondo, da igual qué forma tenga el edificio, mi cabeza ya ha pensado: la respiración sangrada, el blanco Sanià, la montaña mágica, el frío de Thomas Bernhard, once modos de sentirse solo con Richard Yates.

3.b.

Josep Torres Clavé murió el 12 de enero de 1939 durante un bombardeo de la aviación fascista italiana en Montbrió de la Marca, Tarragona. Encuentro en Google fotos del lugar. Todo es verde, como aquí. La misma paleta de colores. En una de las fotos, al fondo, despuntan los aerogeneradores de un parque eólico.

4.

Al mediodía, el mar se refleja directamente sobre el techo del estudio. Hay once vigas a la vista con sus correspondientes arcos de medio punto. Los brillos de la cala crean una ilusión de movimiento. El techo del estudio es un paladar que vibra y se mueve. Está a punto de decir algo. Intento permanecer callado y escuchar. Si escucho, no escribo. Finalmente, me quedo dormido en el sofá.

5.

Intento dibujar un pino en mi cuaderno. Sale mal. Los rotuladores que he traído tienen la punta demasiado gruesa, me digo. Pensaría exactamente lo contrario si la punta fuese demasiado fina.

McKenzie, Marta y Joseph escriben no ficción, ensayo, crónica, autobiografía. Joseph lee mi libro de cuentos y, hacia el final de la estancia, me pregunta si los lugares que aparecen en el libro son reales. Corro a contestar que sí y añado también todos aquellos detalles de mi vida que impregnan la ficción. Los enumero de manera desordenada. Joseph es amable y me escucha siempre que algo me preocupa.

Me pregunto cómo sería el pino de mi cuaderno si lo hubiesen dibujado McKenzie, Marta o él.

6.

Todas la vigas del techo son diferentes, irregulares. Su forma remite al árbol del que provienen. Todo en esta casa se relaciona con algún tipo de transformación.

6.a.

Ninguno de nosotros cree que el fantasma de Capote habite la casa. Ni siquiera Nico. Tampoco ninguna de las escritoras que estuvo aquí antes que nosotros. Yo duermo en el mismo dormitorio donde durmió Mariana Enríquez. Eso me tranquiliza. He leído en su diario que persiguió incansablemente fantasmas cada noche, durante un mes, y no encontró nada.

Claro que también podría ser que esta sea la casa de verano de un fantasma.

6.b.

McKenzie está convencida de que los vivos somos la televisión de los fantasmas. ¿Y quién querría ver durante un mes a cuatro escritores conviviendo pacífica y silenciosamente en una casa en el Mediterráneo?

7.

Durante las comidas, la forma que predomina es la circunferencia: la mesa, los platos, las copas y la conversación. Hay algo en la conversación que se repite. Algo en nuestra estancia aquí es circular. Nico comenta que, cuando se van, todas las escritoras afirman haber vivido este mes como si fuese un único día. Solo sus diarios desmienten esa sensación y corroboran el paso del tiempo. Por eso mi diario no tiene fechas. Mi diario no quiere desmentir nada.

7.a.

Antes, el camino de Ronda, el que bordea la costa, atravesaba lo que ahora son la terraza y el jardín de la casa. Ahora, los rodea. Dibujo un mapa aéreo en mi cuaderno. Es algo así: el camino es una línea ( — ) que se tuerce; la casa, un asterisco ( * ).

8.

Uno de los personajes de mi libro se llama Nico, pero no tiene nada que ver con el Nico de Sanià. A mi Nico —el del libro— lo conocí mucho antes. Se apareció. Cuatro o cinco días después de llegar aquí, le cambio el nombre a varios de mis personajes. El de Nico no cambia. Sé que el personaje se cela de su doble.

9.

Ploma, el braco de Weimar de la residencia, varía constantemente de tamaño. Es enorme cuando salta, compacta cuando derrapa para coger la pelota que yo le tiro mientras

corre, larga si se estira en el suelo mientras comemos y muy pequeña cuando duerme en la cama que tiene junto a la puerta de la cocina. Ploma es gris, como pintada a lápiz.

10.

Durante nuestra estancia aquí, se ha muerto Moni, la gallina que sobrevivió. Su historia está presente en muchos de los diarios de las escritoras que nos han precedido en la residencia. Yo ni siquiera la conocí, pero siento la obligación de hablar aquí sobre su muerte: la atrapó un águila. Marisa, testigo del rapto, se siente culpable por no haber hecho nada. A mí me parece imposible luchar contra un águila. En el libro que escribo aparecen gallinas ya desde la segunda página. Prefiero no comentar nada. Mis gallinas, de momento, siguen vivas. Sería una falta de respeto.

10.a.

El encargado de enterar a Moni es Juan Pablo. Imagino una tumba profunda, para que Ploma no pueda desenterrarla. Lo cierto es que aquí todo el mundo la quería mucho, pero Ploma es una perra y el instinto es el instinto. Igual que el viento es el viento. Y tanto el instinto como el viento están constantemente queriendo entrar en la casa y en el texto.

Yo no conocí a Moni, pero me encantaría visitar la tumba de una gallina. Nunca antes he visto una.

10.b.

Con el crepúsculo, las gallinas que de día pasean por la finca, vuelven solas al gallinero. No es necesario que nadie las pastoree. Ellas se recogen y se disponen a dormir. Instintivamente.

11.

Marisa está embarazada. Así que, a lo largo de este mes, cambia de forma mientras algo crece dentro de ella. A mí, de todos modos, lo que más me llama la atención es su melena rubia. Algunos días —pocos— trae el pelo suelto. Cuando eso sucede, es como ver pasar un cometa.

12.

Todas las relaciones son asimétricas, siempre. Aquí, lo siento especialmente. Quiero tanto a Inma, Ari, Marisa, Matías, Mike, Nico, Juan Pablo. Y sé que ellos a mí también. Pero en marzo entrarán a vivir aquí otros cuatro escritores y se enamorarán de ellos igual que yo me he enamorado. E imagino que los siete ven sonrisas como la mía brotar en caras diferentes con cada nueva

Fotografía de Maria Ródenas Sáinz de Baranda

hornada de escritores. Que se repiten las conversaciones, las anécdotas. Y que también se despiden siempre de un modo parecido.

Todas las despedidas son también asimétricas: unos se marchan y otros se quedan.

12.a.

Inma lleva puesto un pendiente que le regalaron dos de las escritoras que estuvieron aquí antes que nosotros. Yo no les regalaré nada, pienso. Pero el día que cenamos pulpo á feira abracé a Ari y a Mike. Y el día que comimos mejillones y almejas a la marinera, quería que Inma supiese que me había hecho feliz.

12.b.

Prefiero no hablar aquí de mis conversaciones con ninguno de los siete, de las historias que nos hemos confiado. Esta casa es un diario y, como en todos los diarios, hay gente detrás.

13.

El romero del patio está en flor. Inma corta unas cuantas ramas y las pone a secar bajo una de las ventanas de la cocina. Las hormigas no tardan en rodearlas.

13.a.

El día que descubro hormigas en mi cama, no digo nada. Me parece justo. La casa no es mía y ellas tienen tanto derecho como yo a estar aquí. No muerden, no molestan.

Cuando se lo cuento a Marisa, se muestra horrorizada y se disgusta por no haberla avisado antes. Coloca una trampa con veneno en mi dormitorio esa misma noche. Ya no vuelve a haber hormigas. Falta menos de una semana para que nos marchemos.

Las hormigas volverán cuando desaparezca el veneno y yo ya no esté.

13.b.

Juan Pablo me cuenta que estas son hormigas argentinas. Construyen sus nidos en las paredes de la casa y sobreviven al invierno sin apenas contar pérdidas entre sus filas. Él, hace mucho años, construía piscinas en Nueva Orleáns.

Marisa y yo miramos cómo Juan Pablo lija la pintura verde de la madera de la puerta acristalada que da a la terraza. Es una mañana de sol. Creo que fue entonces cuando comenté lo de las hormigas y no antes.

13.c.

Soy alérgico a las abejas.

En un rincón de la terraza hay plantadas varias hierbas aromáticas. Los días de más sol, los abejorros trabajan incansables volando de un lugar a otro. Uno de ellos consigue colarse en mi estudio. Me cuesta indicarle la salida porque no puedo retirar las mosquiteras de las ventanas. Finalmente, consigue escapar fuera.

No le digo a nadie que soy alérgico a las abejas. Ya es suficiente con que me odien las hormigas.

Fotografía de Maria Ródenas Sáinz de Baranda

14.

El mar está imantado. Es la única razón que se me ocurre para explicar la existencia del camino de Ronda y de otros tantos senderos que, de manera ilógica, discurren al borde de los acantilados. En algunos tramos, hay señales que advierten del peligro de desprendimientos y la caliza arenosa pone en tensión constante los músculos de mis piernas mientras paseo.

Tierra adentro, los trazados son más regulares y los caminos más amplios. Son los que elijo para correr. Son los que eligen los cazadores para regresar a casa cuando terminan de cazar.

14.a.

El mar está imantado y es un monstruo y es caprichoso solo porque lo ha dicho la literatura.

El mar, antes de todo esto, debía de ser otra cosa. Algo único y silencioso.

15.

Llueve cuatro veces en todo febrero. Ari desea cada semana que llueva.

La primera vez que llego corriendo hasta Cap Roig, me fijo, mientras rodeo los jardines del castillo, en la punta quemada de la hierba que crece en los prados de cultivo. De lejos, podría confundirse con algún tipo de cereal.

15.a.

La imaginación no se puede comer ni hace que llueva. Ni siquiera estando aquí.

16.

McKenzie señala el reloj de sol en la fachada de la casa y dice: «no funciona».

Llueve cuatro veces en todo el mes. Quizá en febrero no debería estar funcionando, pienso.

17.

Con Joseph hablo sobre casi todo a lo largo de este mes. Pero al principio, en un largo paseo hasta la cala del Golfet, hablamos más que nada sobre nuestros padres.

Hay momentos, estando aquí, en los que no me siento hijo de nadie, en los que olvido a mi familia y amigos. En eso consiste también escribir. Con el paso de los días, hablar con Joseph e Inma me ayuda a recordar quién soy.

Pienso:

la isla de Circe, los lotófagos.

18.

McKenzie, Marta, Joseph y yo hablamos mucho de dinero. Sobre todo cuando nos quedamos solos.

19.

Me da pena que las mosquiteras en las seis ventanas de mi estudio se interpongan entre el mar y yo. Entiendo que en verano protegen de los numerosos mosquitos a los habitantes de la casa, pero ahora resultan molestos.

Cierro los radiadores y abro las ventanas hasta altas horas de la madrugada. Es mi manera de vencer esa barrera: pasar frío y contentarme con el rugido constante de las olas.

Las cuatro ocasiones en que llueve, el agua apenas moja los cristales.

20.

En la finca y sus alrededores crecen varias especies de cactus. Aun así, desde mi primer día en Sanià, solo distingo do tipos: los cactus muertos y los cactus vivos.

A los muertos, los ha atacado una peste que primero se materializa en forma de moho blanco y después termina por consumirlos hasta volverlos de un negro chamizo cuando se pudren al sol. Son como los pulmones de un fumador, sus cadáveres están por todas partes.

Saco fotos únicamente a los vivos, puede que sea porque procedo de una larga estirpe de hombre fumadores.

21.

Me cansa escribir un diario que va a ser publicado. Me enfada.

Estoy acostumbrado a escribir en mis cuadernos material que, incluso siendo autobiográfico, pienso que me puede ayudar en la escritura. Un diario es otra cosa.

21.a.

¿Pero acaso algo de lo que escribimos en cualquier formato o superficie permanece inédito? ¿Qué tipo de pureza es esa?

21.b.

De lunes a viernes, Marisa entra en nuestras habitaciones y estudios cada mañana para ordenar y limpiar. Yo dejo sobre la mesa los dos cuadernos de trabajo con los que viajo. La escritura ocupa un lugar en el mundo. Acumula polvo. Abulta.

21.c.

La escritura abre puertas en la intimidad.

22.

Comemos pichón, conejo a la brasa.

Dejo de salir a correr cuando empieza la temporada de caza. Los forestales cierran varios de los accesos al monte y siento que ya no es lo mismo. Algunos días, me

atrevo a cruzar el bosque de todas formas. Me visto de blanco para que no puedan confundirme con ninguna otra cosa.

El domingo, dispararon por accidente a un ciclista. ¿Con qué animal se puede confundir a un hombre en bicicleta?

22.a.

Puedo atrapar en este diario el corazón de una liebre, pero no puedo mantenerla con vida.

He ahí otro límite de la escritura. Acompaña a la vida, no es la vida. Lo mismo pasa con esta casa.

22.b.

El primer libro que le recomiendo a Joseph de entre todos los que guarda la biblioteca de Sanià es El viaje inútil de Camila Sosa. Decido fijar en esa fecha el inicio de nuestra amistad.

Puedo guardar en este diario el corazón de Joseph y el de una liebre, confío en que latirán igualmente cuando mi cuaderno ya no esté.

23.

Dos días antes de nuestra marcha, cae sobre la casa una enorme tormenta. Estoy leyendo Los llanos de Fede-

rico Falco cuando sucede: «Un cuerpo apenado, ¿cómo se escribe?».

23.a.

En la biblioteca, Ploma duerme sobre uno de los sofás. Es la primera vez que la veo allí y no en su cama de la cocina. Nico dice que es porque tiene miedo de los truenos.

Después de toda esta lluvia, mañana, cuando despertemos, pienso, todo tendrá otro color. Los ojos de Ploma son de un verde casi radioactivo.

24.

Hay tantas cosas sobre las que evité hablar en mi diario. Casi todas están, en cambio, en mi libro: la piedra caliza, los colores de los acantilados, el sol, el viento, los libros que leí este mes de febrero.

Es lógico, me digo. El diario es la casa. El libro, otra cosa.

25.

A los pocos días de llegar a Sanià, supe que aquí podría desaparecer.

Fotografía de Maria Ródenas Sáinz de Baranda

Dossier Escritura y digresión

Una escritura oblicua. Notas sobre la digresión en la literatura contemporánea por Borja Cano Vidal

Aprender a no leer: ética y estética de lo ilegible por Mario Aznar

Escritura y tiempo por Mike Wilson

Estática del comienzo por Luigi Amara

Teoría de la decepción por Felipe Becerra

Tres versiones para una digresión por Cynthia Rimsky

Dossier coordinado por Borja Cano Vidal

Una escritura oblicua. Notas sobre la digresión en la literatura contemporánea

EEn una carta a Louis Boulanger durante su viaje por los Alpes en 1837, Victor Hugo expresa su fascinación e inquietud por la velocidad con la que ha culminado su trayecto, describiendo cómo las flores del camino ahora son manchas o, si acaso, rayas rojas y blancas: «Les fleurs du bord du chemin ne sont plus des fleurs, ce sont des taches ou plutôt desg raies rouges ou blancs». Las palabras de Hugo reflejan el fracaso perceptivo del paisaje desencadenado a partir del siglo XIX, pues la implementación de las redes de transporte y comunicación, así como la estandarización cronológica que homogeneizó todos los relojes, condujo a la pérdida de la experiencia temporal. Desde entonces, pareciera que el tránsito ya no permite detenerse a sus ociosos practicantes, que hoy observan su recreo desfigurado en el constante bombardeo de imágenes y pestañas en continua interacción cuya velocidad imposibilita el ejercicio reflexivo y su posterior transformación en conocimiento.

A este respecto, recuerdo el cuaderno de viajes Variaciones sobre Budapest (2017) de Sergi Bellver, en el que el narrador impone un deliberado ritmo lento a su trayecto, pues afirma que «esa lentitud no solo implica disponer de más tiempo para ver lo que me rodea, sino sobre todo la posibilidad de la repetición y de la rutina feliz». Sus palabras parecen homenajear al recientemente fallecido Milan Kundera, quien describió en La lentitud (1995) esa desarticulación que la velocidad imprime a la mirada y el irremediable olvido al que nos arrastra la acelerada producción de imágenes. No cabe duda de los efectos devastadores

que ha generado el quiebre de la experiencia temporal contemporánea, de lo que parecía ser ya consciente Julio Cortázar al negarse a convertirse en obsequio o esclavo del tiempo en su célebre «Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj», pues la progresiva conversión del tiempo en mercancía propició la desapropiación de nuestro tiempo propio, asediado en nuestros días por el lenguaje financiero: el tiempo se gana, se pierde, se invierte o se ahorra.

En su ensayo Aquí América Latina. Una especulación (2010), Josefina Ludmer se interroga por los vocablos y formas con los que nombrar el nuevo mundo que percibe ante sus ojos. Apunta, en su conclusión inicial, que «podría ser una palabra que sirva para todo, que nos afecte a todos y que atraviese todas las diferencias y divisiones nacionales, de clase, de raza, de sexo. […] Por ejemplo, el tiempo». El tiempo, pues, nos interpela. La ausencia de

«No cabe duda de los efectos devastadores que ha generado el quiebre de la experiencia temporal contemporánea, de lo que parecía ser ya consciente Julio Cortázar al negarse a convertirse en obsequio o esclavo del tiempo en su célebre

“Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj”, pues la progresiva conversión del tiempo en mercancía propició la desapropiación de nuestro tiempo propio, asediado

en nuestros días por el lenguaje financiero: el tiempo se gana, se pierde, se invierte o se ahorra»

sinónimos de esta palabra incide en su carácter universal y unívoco y, sin embargo, determina a la vez su imposible definición y todas y cada una de sus aporías. De ello da cuenta Mike Wilson, quien en el artículo «Escritura y tiempo» que integra este volumen confiesa sentirse cada vez más distante de un mundo desmedidamente acelerado y ajeno a toda convención cronológica.

Desde este planteamiento, el escritor apela a la tiranía del presente que, sin embargo, desafía la propia creación literaria a partir de su lenguaje, pues no solo extiende el tiempo, sino que genera uno propio en el que poder habitar frente al descrédito de nuestra experiencia. Su proyecto literario, en este sentido, constituye un ejemplo idóneo, especialmente a partir de la publicación de Leñador (2013), donde un antiguo boxeador se instala en un campamento de leñadores en los bosques del Yukón. Wilson refleja en su texto el empleo de una temporalidad alternativa a partir de una constante demora que suscitan la descripción y la explicación. Así sucede, igualmente, en gran parte de sus títulos posteriores, como Ártico (2017), Ciencias ocultas (2019) o Némesis (2020), en los que el quiebre de la trama narrativa, la reiterada alteración de la temporalidad, el hibridismo genérico o la digresión como base compositiva configuran su personalísima poética. Baste recordar la afirmación del narrador de Leñador: «El tiempo pasa y no me doy cuenta, no me importa». En efecto, y como se ha encargado de señalar Graciela Speranza en Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (2017), nuestro mundo se encuentra atravesado por la recurrente falta de tiempo. De ello se desprende la indagación de un nuevo orden temporal en ciertas producciones literarias recientes que exploran la suspensión textual para desplazar la trama narrativa en favor, justamente, de la narrativa, problematizando así

la experiencia tanto escritural como lectora a partir de rasgos como la digresión, la incertidumbre, el hibridismo formal o la ausencia de linealidad. A este propósito, baste recordar las palabras del cineasta Andréi Tarkovski en su ensayo Esculpir el tiempo, donde al reflexionar acerca de la impresión del sentido del ritmo y de la cronología en su producción cinematográfica, expresa la consideración de que, como parte de su trabajo, está «el crear un flujo de tiempo propio, individual, reproducir en las tomas mi propio sentimiento del tiempo».

A partir de estas consideraciones, el presente dossier reflexiona acerca de este tipo de ejercicios literarios, a los que apelo desde su sentido oblicuo, por oposición a las convenciones de escritura, del mercado literario y, en suma, de la propia experiencia del tiempo. La reiterada digresión que genera un tiempo propio, como el que refiere Wilson, integra de igual manera otras tantas prácticas que no expresan sino la perplejidad ante un presente desarticulado y distorsionado. Ya a mediados del siglo pasado, Hannah Arendt advertía este estado de desorientación en el prefacio de Entre el pasado y el futuro (1954), donde subrayó la condición del presente como una brecha situada entre las dos fuerzas antagónicas del pasado y el futuro, restando así un modo de tiempo intersticial que causa extrañeza en el individuo frente a su propio tiempo histórico.

No cabe duda, entonces, que este presente, volcado sobre sí mismo, continuo e inacabado, constituye la némesis de numerosos ejercicios escriturales contemporáneos que cuestionan nociones de la propia creación artística y cuyo sentido performativo interpela al lector, incomoda al sistema e, indudablemente, pone en tela de juicio al texto literario. Como parte de esta operación de fraude al campo de la escritura aparece también el artículo de Felipe Becerra, «Teoría de la decepción», en el que se centra

«En definitiva, y pese a la heterogeneidad de temas y formas de la creación

literaria que este dossier convoca, existe un punto en común: la escritura oblicua. Situada en los márgenes de cualquier convención acerca de la literatura, se trata de una práctica de la digresión, la morosidad, la inconclusión, el desvío o el merodeo. Se trata, también, de una escritura que a veces comienza, pero que en muchos casos

no

finaliza; o mejor dicho: que

permanece

en

el borrador

para inaugurar un tiempo nuevo, propio, que inicia con el propósito de reiniciar»

en una de las acepciones de esta palabra: el extravío y la pérdida del rumbo. El escritor reflexiona acerca de novelas que pierden su solución de continuidad dilatándose en el tiempo y cuyas postergaciones apelan al sentido de inconclusión. Este tipo de ejercicios revelan una experiencia de la temporalidad, de nuevo, anclada en un presente expandido. El mismo Becerra desarrolla, en La próxima novela (2019), un proceso similar, pues recopila cuadernos, notas, fotografías o garabatos a modo de diario del aparente fracasado proceso de escritura de una novela.

Este libro en espera o en preparación implica una reiterada negación al libro, así como a cualquier elemento que concluya la escritura, en una infinita práctica de digresión. En una línea similar se sitúa la producción de Cynthia Rimsky, quien en títulos tan variados como Poste restante (2001), Ramal (2011) o Yomurí (2022) ejerce una continua práctica del desvío. Su condición de viajera deambulante se traslada a su propia escritura, que rodea la trama para vagabundear entre anécdotas o imágenes que no solo captan un instante, sino que desarrollan una experiencia temporal de lectura ralentizada. Prueba de ello resulta, también, el artículo que firma en este dossier bajo el título «Tres versiones»: un ejercicio digresivo por y contra la digresión. La pérdida de la trama y la lectura distorsionada -en el mejor y más digresivo sentido de la distorsión- generan, a diferencia de aquellas condiciones de felicidad del texto que Umberto Eco reclamase para un lector modelo, una lectura salteada.

De este modo, la cooperación textual de quien escribe y de quien lee deja paso al lector salteado que reivindicó Macedonio Fernández, que se enreda entre la trama para asentarse en el intersticio entre la ruptura y el orden. Pero una operación digresiva no solo intercepta la disposición más convencional de un texto, sino que sitúa en jaque al mercado literario y al discurso académico, quebrando la asociación y la secuencialidad. Ciertamente, la mención a Macedonio Fernández no resulta causal, pues resulta difícil no recordar su Museo de la Novela de la Eterna (1967) a propósito de estas líneas, cuyos más de cincuenta prólogos anteceden y retrasan la aparición del texto, en apariencia, principal.

La alusión a una escritura en continuo avance, preparación o, en fin, digresión, remite, sin duda alguna, a nombres con los que ojalá el tiempo, ese acérrimo enemigo que aquí se interpela, hubiera hecho coincidir con estas palabras. Pienso, irremediablemente, en Mario Levrero, quien en el prólogo «Diario de la beca» de La novela luminosa (2005) expande a lo largo de más de cuatrocientas páginas un brillante ejercicio de digresión; o, en consonancia con la idea de una obra ubicada en la espera y en la negación de sí misma, recuerdo Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2009) de Luis Chitarroni, donde se despliega una escritura anárquica e inacabada que conforman todo tipo de registros textuales atravesados por un «NO» que interrumpe, fragmenta y ralentiza la lectura. Esta retórica de la negatividad fue practicada de igual forma por Sergio Chejfec, quien, entre otros tantos títulos posibles, realiza en Teoría del ascensor (2016) un procedimiento de composición signado por el rodeo, la serialidad y la segmentación; todo ello como resultado un tiempo dislocado y en suspensión, del que se enseñorean la duda y la voluntaria ausencia de sentido. Ya en su

primera página, el autor advierte: «Terminada la lectura y a punto de cerrar el libro, aún ignoramos de qué se ha tratado. Estas breves líneas no van a aclarar el punto».

A este breve homenaje in memoriam a la inconclusión se adscribe el texto de Mario Aznar presente en este volumen: «Aprender a no leer: ética y estética de lo ilegible»

A partir de su elogio al borrador, el escritor reivindica el sentido de obra abierta para reflexionar acerca del texto literario como un espacio en el que la indeterminación no supone un fallo sino una experiencia estética. Este mismo ejercicio de digresión sobre la escritura caracteriza su opera prima, Too late (2021), que inaugura con una nota titulada «Despedida» para comenzar por el final y no llegar del todo tarde a donde todos, de un modo u otro, siempre llegamos tarde. En este texto, inclasificable como todos los aquí mencionados, Aznar ejercita su bolígrafo con agudeza crítica para reflexionar y crear, en la misma franja temporal, un vagabundeo por la literatura contemporánea.

En consonancia con la excursión de Aznar, el conjunto de artículos se clausura por el principio o, como reza el título del artículo de Luigi Amara, por la «Estática del comienzo». En él, reflexiona a partir del complejo ejercicio del inicio de la escritura frente a la hoja en blanco. El tiempo que discurre en esas primeras líneas o en esos primeros párrafos no es sino, de nuevo, un signo de in-

conclusión, pero lo es también de escritura, de lenguaje y de merodeo. Una práctica digresiva, por cierto, como la que desarrolla en su imprescindible La escuela del aburrimiento (2013), donde en oposición a las lógicas contemporáneas reivindica el bostezo como gesto de inconformismo y el aburrimiento como ejercicio libertario frente a los corsés del sistema literario.

En definitiva, y pese a la heterogeneidad de temas y formas de la creación literaria que este dossier convoca, existe un punto en común: la escritura oblicua. Situada en los márgenes de cualquier convención acerca de la literatura, se trata de una práctica de la digresión, la morosidad, la inconclusión, el desvío o el merodeo. Se trata, también, de una escritura que a veces comienza, pero que en muchos casos no finaliza; o mejor dicho: que permanece en el borrador para inaugurar un tiempo nuevo, propio, que inicia con el propósito de reiniciar. En su ensayo Como un tren sobre el abismo (2019), Carlos Skliar elogiaba la lectura como «un gesto de contra-época: perder un tiempo que no se posee, estar a la deriva […] delante de la mirada ansiosa y vertiginosa de un tiempo acelerado». En el caso de este dossier, es la escritura aquella que, frente a los vanos intentos por remediar el régimen acelerado de nuestros días, se erige como medio para suscitar, expresar o fabricar un chronos alternativo.

Aprender a no leer: ética y estética de lo ilegible

TEste libro es sin tapas porque es abierto y libre: se puede escribir antes y después de él.

Del prólogo a Libro sin tapas (1941), Felisberto Hernández

El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última.

El libro de arena (1975), Jorge Luis Borges

Tic-tac. Es la hora. El principio y el fin. La introducción y el desenlace. Es la hora de admitir que sabemos cómo empieza, pero no cómo termina. ¿Qué representan la firma del artista o el punto final del relato? Si es un enigma saber por qué una persona se levanta una mañana y decide crear un objeto artístico –inútil e improductivo–, otro enigma, sin duda igual de interesante, es dilucidar cuándo una obra de arte está acabada: cuándo un borrador deja de ser un borrador. En términos narrativos, una respuesta bastante obvia apela a la falta de información que vuelve incoherente o ininteligible el argumento de un texto. Sin embargo, todos hemos oído hablar del sentido abierto de la obra de arte y de la función activa del lector o del espectador, por lo que una respuesta válida no puede reducirse al hecho de que al final de la novela sepamos o no quién es el asesino (Richardson, 2020).

«Tic es un humilde génesis, tac, un débil apocalipsis» (2000: 52), escribe Frank Kermode en El sentido de un final, donde ofrece una lección de teoría de la narración que adquiere un importante valor antropológico, y lo hace a partir del sonido que marca simbólicamente el paso del tiempo. Tic-tac. Primero tic y luego tac. La onomatopeya del sonido del reloj se convierte en modelo de lo que llamamos trama, lo cual permite que ese mismo modelo, a través de una homología estructural, sirva para entender mejor la cosmovisión narrativa con la que representamos tanto la percepción subjetiva como los discursos sociales. ¿Quién soy? ¿Quiénes somos? ¿Cómo nos contamos? (Duncan, 2019).

Otra respuesta, no menos simplista, se decanta por confiar en la legítima voz del autor, quien decide abiertamente cuándo su obra está acabada. Aquí encuentro al menos dos problemas: por un lado, el mismo autor puede no saber cuándo dar por acabada su obra, o saberlo –en el mejor de los casos– pero ser incapaz de hacerlo explícito. Por el otro,

son muchos los ejemplos de voces autoriales ninguneadas por el vozarrón de la industria cultural: las librerías se inundan de obras póstumas e inconclusas que debemos a herederos y albaceas traicioneros o visionarios.

En ocasiones, manuscritos fragmentarios y lagunosos han adquirido el rango de testamento literario, cuando apenas existen editoriales que publiquen en vida a un autor de estilo fragmentario. El tema de la novela inconclusa es complejo y hasta polémico, sobre todo cuando una novela potencial queda soterrada bajo la celebridad de un nombre. Pero el asunto se vuelve intransitable cuando se piensa en poesía o en pintura. ¿Cuál de todos los versos escribibles tiene el honor de ser el último? ¿Qué pincelada representa el remate de un cuadro?

En el mundo de lo inconcluso disfrutamos enormemente con muestras retrospectivas de esbozos vanguardistas en servilletas de café, de libros que son engendros del  editing  moderno, de correspondencias sesgadas o de poemarios recuperados del olvido y el rechazo de su propio autor. Sin duda hay modernos Prometeos del arte que son máquinas de hacer dinero, pero también están el poema  Kubla Khan de Coleridge, el Réquiem de Mozart o los cuatro prisioneros de Miguel Ángel que se conservan en la Galleria dell’Accademia en Florencia, y que son obras maestras de lo inacabado. ¿Cuándo un borrador deja de ser un borrador? ¿En qué lugar deja la maestría de esas piezas a la voluntad y el genio de sus creadores?

Maurice Blanchot (1955), quien veía la esencia de la literatura en su dispersión, en su capacidad para ser fragmento, retal y pieza inconclusa, escribió que el libro que recoge el espíritu excede y excluye cualquier sentido limitado, definido y completo. Esta idea bien podría valer como respuesta a mi incógnita, pero entonces estaría olvidando que en lo inacabado

hay tantos sabores como sinsabores y que probablemente –esto también lo escribió Blanchot– la respuesta es muchas veces la desgracia de la pregunta. Cierro un borrador y me pregunto: ¿cómo leemos un texto que sabemos inacabado?

«El hecho de que llamemos al segundo de los dos sonidos relacionados tac es prueba de que utilizamos ficciones para permitir que el fin confiera organización y forma a la estructura temporal» (2000: 51), apunta Kermode. Mediante esa ficción humanizamos el tiempo, cerramos un paréntesis mensurable y construimos un arco narrativo que nos ayuda a explicar el mundo y a nosotros mismos. Esta idea está en la base de cualquier relato, así como soporta el concepto mismo de obra y la posibilidad de un discurso hegemónico –y un tanto esencialista– sobre el individuo y las sociedades. Pero ¿qué ocurre cuando ese paréntesis es poroso, permeable o directamente inidentificable; cuando el tic y el tac se diluyen de un ejercicio de ilegibilidad?

Las obras literarias inconclusas, los borradores y la noción de obra abierta sugieren interrogantes profundos sobre la naturaleza de la creación artística y la interacción del lector con el texto, pues son conceptos que desafían nuestra concepción tradicional sobre la completitud y el valor de las obras de arte. La idea de un texto literario inacabado despierta una gama de respuestas emocionales e intelectuales, al enfrentarnos a una obra que no ha alcanzado su forma definitiva, pero que aun así puede ser experimentada como tal.

En 1965 Umberto Eco propuso el concepto de obra abierta, con el que sugiere que el significado de una obra no está cerrado ni determinado exclusivamente por la intención del autor, sino que permanece en constante desarrollo a través de la interacción con el lector. Este enfoque se vincula profundamente con la noción de borrador, un estado del texto que está en un proceso continuo de ser. Un borrador es una manifestación física de la obra en su estado más mutable, un testimonio de la búsqueda de significado, del proceso de creación que no se define por un punto final –un tac– sino por su potencial de cambio y transformación. En muchos casos, los borradores se convierten en el escenario donde el autor y el lector vislumbran las infinitas posibilidades de la obra, y donde la literatura se revela no como un producto finalizado, sino como un proceso inacabable de producción de sentido.

La apertura a la que Eco se refiere guarda estrechas conexiones con la teoría de la recepción, particularmente con las ideas de Wolfgang Iser (1978) y su análisis de los espacios de indeterminación dentro de un texto. Según Iser, el lector desempeña un papel activo en la construcción del significado, llenando estos vacíos con su propia interpretación. Así, cada lectura de una obra es única, un acto de recreación donde el lector colabora con el autor en la finalización simbólica de la obra. Este marco teórico desafía la autoridad del autor sobre su propia creación. De modo que cuando Borges reniega de sus textos juveniles o cuando Nabokov pide a su

«Maurice Blanchot (1955), quien veía la esencia de la literatura en su dispersión, en su capacidad para ser fragmento, retal y pieza inconclusa, escribió que el libro que recoge el espíritu excede y excluye cualquier sentido limitado, definido y completo. Esta idea bien podría valer como respuesta a mi incógnita, pero entonces estaría olvidando que en lo inacabado hay tantos sabores como sinsabores y que probablemente –esto también lo escribió Blanchot– la respuesta es muchas veces la desgracia de la pregunta. Cierro un borrador y me pregunto:

¿cómo leemos un texto que sabemos

inacabado?»

mujer la destrucción de El original de Laura, aflora la tensión entre la voluntad del creador y la vida independiente que la obra puede adquirir una vez que entra en el dominio público. Obras inconclusas como las de Jane Austen, Charles Dickens, Charlotte y Emily Brontë, Franz Kafka o Gabriel García Márquez, publicadas después de su muerte, suscitan preguntas sobre la legitimidad de su existencia como «obras» y sobre cómo estas deben ser leídas y valoradas.

En el mundo de lo inconcluso, el concepto de borrador y la idea de la obra abierta confluyen en un terreno donde la finitud es solo un punto de referencia, no una conclusión. Si Blanchot sugiere que el carácter fragmentario de una obra no es solo un estado posible, sino quizás su estado más auténtico, la apertura de una obra implica un reconocimiento de que toda interpretación es provisional, pues cada lectura es una versión temporal del texto. Esto resuena con la fenomenología de la lectura, donde la obra literaria existe solo en su encuentro con el lector a través de un continuo diálogo que nunca enmudece, a la vez que nos permite –de forma ya tal vez demasiado obvia e insistente– contemplar la idea del texto inconcluso bajo el prisma de Internet y de la multiplicidad hiper e intertextual.

Eco, en su análisis del quehacer artístico y literario contemporáneos, también introduce la idea de la enciclopedia como un conjunto de estructuras mentales y culturales que condiciona la interpretación. La obra abierta no solo depende del texto y del lector, sino también del contexto en el que se lee, de las innumerables influencias culturales e históricas que moldean dicha lectura. Este enfoque enciclopédico sugiere que cada lectura es una interacción única entre el texto, el lector y su entorno, lo que hace que la obra permanezca siempre inacabada, siempre en proceso de ser reinterpretada y redescubierta. Así, las obras literarias inconclusas, los borradores y la idea de obra abierta desafían la noción de que algo deba estar «terminado» para ser significativo. Al contrario, y esto es algo que Pierre Menard sabía muy bien, nos invitan a ver la literatura como un campo de posibilidades infinitas, donde cada lectura es una oportunidad para renovar y revitalizar el texto.

De la mano caminan el nuevo lector o lectoespectador (Mora, 2012) y las formas transmedia, conceptuales o abier-

tamente fragmentarias de la contemporaneidad (Goldsmith, 2015; Alber y Hansen, 2019; Mora, 2021; Pron, 2022), lo que pone en cuestión el marco de legibilidad –en forma de relato– que ofrece la metáfora del tic-tac. La posibilidad de una poética literaria de lo ilegible introduce un giro radical en nuestra comprensión de la literatura y su propósito. Tradicionalmente, la legibilidad ha sido un valor esencial de la escritura, asociada con la capacidad de comunicar ideas, emociones y narrativas de manera clara y efectiva. Sin embargo, cuando exploramos lo ilegible como una dimensión estética nos adentramos en un territorio donde el sentido se vuelve ambiguo, esquivo, y donde el texto se resiste a ser reducido a una interpretación unívoca.

Lo ilegible, ya sea en su vertiente físico-visual o cognitivo-conceptual, no debe entenderse simplemente como algo incomprensible, sino como una cualidad que desafía la transparencia del lenguaje y, por ende, el control absoluto del lector sobre el significado. El texto se convierte así en un espacio donde lo indeterminado y lo oscuro no son fallas a corregir, sino elementos constitutivos de una experiencia estética más compleja (Dworkin, 2003; Dworkin y Goldsmith, 2010; Thurston, 2016). Esta idea vuelve sobre las nociones de obra abierta y borrador, pero va más allá al sugerir que la resistencia del texto a ser leído completamente es en sí misma una fuente de valor literario. La obra se desgarra, se tacha y se vandaliza a sí misma antes de entrar al museo. Una poética de lo ilegible nos invitaría a reconsiderar la relación entre lector y texto. Mientras que la obra abierta, en la concepción de Eco, mantiene un diálogo activo con el lector, lo ilegible introduce una fricción en ese diálogo. Aquí, el lector se enfrenta a un texto que parece retener una parte de su significado, como si desafiara la capacidad humana de comprensión total. Este tipo de literatura exige una forma

distinta de interacción: no tanto la de descifrar y comprender, sino la de habitar la incertidumbre, de encontrar valor en la fragmentación, en el silencio, en las omisiones deliberadas, en el glitch o incluso en el cambio –a traición– del código idiomático, lo que supone seguramente la vulneración más pornográfica de la eficiencia comunicativa y de la economía lingüística (Abbas y Moreno Figueroa, 2023).

Esta posibilidad hunde sus raíces en la escritura experimental del siglo XX, donde autores como Samuel Beckett, Gertrude Stein o James Joyce –pero también Salvador Elizondo o Julián Ríos–, jugaron con la idea de textos que se resisten a una interpretación lineal o definitiva. En Finnegans Wake, por ejemplo, Joyce crea una obra casi ilegible por su complejidad lingüística y su estructura caótica, pero que, precisamente por ello, ofrece una riqueza inagotable de interpretaciones. Lo ilegible aquí no es un obstáculo, sino una puerta hacia un tipo de lectura que requiere rendirse ante la imposibilidad de una comprensión completa. Sin duda, esto también abre la puerta al misreading o al malentendido, a la interpretación desviada y a la posibilidad del error fecundo. En un sentido más metafísico, lo ilegible también puede simbolizar los límites del lenguaje y, por extensión, los límites de la experiencia humana. En su ensayo sobre el origen del lenguaje, Walter Benjamin (1971) sugiere que las palabras nunca capturan completamente la esencia de las cosas, que siempre queda algo inefable, algo que el lenguaje no puede traducir. La estética de lo ilegible reconoce este límite y lo abraza, sugiriendo que la literatura no siempre debe aspirar a la claridad, sino que puede encontrar su fuerza precisamente en lo que no se puede decir, en lo que escapa a la articulación.

Frente a la tiranía de la claridad y el sentido común, hallamos un recordatorio de que la literatura puede, y tal vez debe, conservar un espacio para el misterio, para lo que se oculta en las sombras del texto. En este sentido, lo ilegible no es ya una característica negativa o un defecto, sino una dimensión esencial de la experiencia literaria que nos confronta con los límites del conocimiento y nos invita a aceptar la ambigüedad como una forma legítima de belleza. Lo ilegible no como falta, sino como una presencia activa.

En el contexto sociopolítico e ideológico, la noción de una estética de lo ilegible adquiere una resonancia particular, especialmente cuando se considera la relación entre el poder, la resistencia y el lenguaje. Este, como medio de comunicación y herramienta de control, ha sido históricamente un instrumento al servicio de las estructuras de poder, que buscan imponer narrativas dominantes, clarificar la ambigüedad y definir un orden estable de significados. Como en algunos textos de Leonardo Lamborghini o de Diamela Eltit, lo ilegible aparece como una forma de resistencia frente a estas fuerzas homogeneizadoras.

En su negativa a ser comprendido por completo, el texto desafía las narrativas totalizadoras que intentan imponer un sentido único y cerrado sobre la realidad. En un mundo

donde el discurso dominante se esfuerza por etiquetar, categorizar y, en última instancia, controlar, la literatura que inmola las convenciones más elementales de la lengua se erige como un espacio de disidencia. Al negarse a ser completamente accesibles, estas prácticas más o menos ilógicas o asémicas protegen la diversidad de interpretaciones y la multiplicidad de significados, ofreciendo un contrapunto a las formas de discurso que buscan imponer una verdad singular y excluyente.

Desde una perspectiva ideológica, la estética de lo ilegible también puede ser entendida como una crítica al racionalismo extremo y al empirismo que han dominado gran parte del pensamiento occidental, especialmente desde la Ilustración. Estas corrientes de pensamiento, al priorizar la claridad, la lógica y la transparencia, han marginado otras formas de conocimiento y experiencia que también nos son inherentes, como lo intuitivo, lo emocional o lo espiritual. Lo ilegible, vinculado muchas veces con una concepción hermética del texto y, por extensión, elitista y alejada de la comprensión comunitaria, se convierte por el contrario en símbolo de lo que ha sido suprimido o ignorado en nombre del discurso dominante.

No en vano, lo ilegible también puede reflejar la experiencia de grupos oprimidos que han sido silenciados o cuya voz ha sido distorsionada por el discurso hegemónico –político, pero también filosófico (Nixon, 2016). La complejidad y la ambigüedad de lo ilegible pueden ser vistas como una representación de la dificultad de articular plenamente las experiencias de aquellos que han sido excluidos de las narrativas oficiales, al servir como un medio para expresar lo que no se puede decir en términos del lenguaje hegemónico y ofrecer una vía de subversión a través de la literatura.

Con su capacidad para evadir la total comprensión, estas formas textuales también nos recuerdan que el poder reside no solo en lo que se dice, sino en lo que se oculta, en lo que no se permite ver o entender completamente. Tal vez sea en este mundo saturado de información y donde el control del discurso es una forma de dominación, donde la estética de lo ilegible encarna más eficazmente una manera de escapar preservando espacios de autonomía y libertad dentro del acto creativo. Al identificar un valor inherente en la elusión del orden establecido, la experimentación formal de la literatura recupera la función social y política que durante mucho tiempo le ha sido negada.

Frente a un hedonismo adormecido –cuando «la literatura ha pasado a considerarse como el más sencillo de los placeres no culpables, y donde pedir al lector algo más allá de mantenerse despierto aterra a la mayoría de las editoriales» (Mora, 2024)– y frente al fetichismo de la experiencia estética capitalizada y del libro-objeto, un «libro sin tapas» o un «libro de arena» tal vez sean las metáforas más adecuadas para reivindicar literariamente la complejidad y la pluralidad como elementos esenciales de la experiencia humana.

Escritura y tiempo

SSiento cómo envejezco y me encuentro pensando cada vez más en la materialidad de las cosas, que se vuelve incierta. Quizás ‘sospecha’ sea la palabra que mejor refleja mi sensación hacia lo tangible, ya no confío tanto en la realidad que percibo. Soy pragmático ante esto, sigo con mi vida, haciendo lo que se debe hacer sin pensar constantemente en ello, pero hay un ruido de fondo que no logro sacudirme. La sospecha se ha alojado en mí. Por una parte, no tengo duda de que es un síntoma existencial al acercarme a aquel horizonte delineado por la muerte, esa certeza absoluta que no discrimina, y nivela el campo de juego justo cuando el juego se acaba. Pero también, estoy convencido de que este desconcierto se debe a lo extraño que se ha vuelto todo en la última década. Enumero algunas cosas: Trump, Bolsonaro, pandemia, cuarentenas, inteligencia artificial, Elon Musk, fake news, ovnis, Ucrania, Palestina, el auge de redes sociales, balazo a Trump, quizá Trump de nuevo, Milei, Maduro de nuevo. Tengo claro de que nada de esto es nuevo per se , la historia está repleta de ejemplos, pero en este último trecho de historia, pienso que la realidad dio un giro abrupto, se siente cada vez más ajena a lo que la cronología venía calcando. A veces juego con la idea de que, a partir de noviembre de 2016, la existencia se bifurcó en dos: una, más racional y acorde con la historia reciente, y otra, la que habitamos, resulta ser una realidad «simpsonificada», una suerte de biproducto claramente degradado, como si fuéramos víctimas de una mala jugada cósmica. Quizá un cisma ocurrió de nuevo en diciembre del 2022, esta vez de manera más auspiciosa, cuando el Dibu atajó el remate de Kolo Muani. Pero, dejando estas especulaciones de lado, sé que parte de mí reacciona así porque no quiero resignarme a que esta realidad, tal como se presenta en toda su trágica ridiculez, sea algo tan evidente que simplemente se muestre a sí misma como sí misma desde sí misma. Tengo claro que todo esto suena como la perspectiva de alguien que no acepta el estado presente de las cosas. Sin embargo, más allá del mirador etario desde el cual rumio, siento que hay algo que no calza, que a veces se vislumbran las costuras, como si el ropaje fenomenal le estuviera quedando pequeño a la metafísi -

ca de las cosas. A veces, se siente como que estamos en la mala novela de un tallerista entusiasmado al que se le ha escapado de las manos y se ha vuelto inverosímil. No sé, puede que esté solo en esto; creo que no, pero sea cual sea el caso, no puedo obviarlo. Y de todo esto, lo más sospechoso es el tiempo mismo; ese fenómeno incomprensible al que le hemos puesto nombre y creado máquinas para medirlo, como si el supuesto flujo de las cosas se sometiera a los engranajes de un reloj. No obstante, existen y persisten diversas pseudo-definiciones del tiempo, algunas más poéticas que otras. Van desde lo más austero, como «el tiempo es lo que marca el reloj» y fin del asunto, hasta ideas más elaboradas: «el tiempo es el avance de la entropía», «el tiempo es movimiento», «el tiempo es la presencia de una temperatura» o «el tiempo no existe; es simplemente una función lineal de la consciencia que depura y adapta la realidad, porque somos animales secuenciales, incapaces de procesar lo que realmente es».

Esto último no me suena tan descabellado por varias razones. Sabemos que la realidad se nos presenta filtrada por los sentidos; por ejemplo, nuestro aparato óptico no está equipado para ver todo lo que hay. El ojo solo puede acceder a un segmento ínfimo del espectro, viendo solamente el 0,0035% de la realidad. Quizá, así como nuestras mentes no son capaces de percibir ni procesar la totalidad del espectro visual, tampoco pueden asimilar la realidad en su forma total y cruda. Necesitamos una parcelación de la información, hilada de manera lineal en una secuencia que nos permita digerir la existencia. No entendemos el Quijote mirando el tomo; debemos avanzar por sus líneas para hacerlo. El libro no contiene tiempo, o dicho de otra forma, contiene todos los tiempos, pero solo enhebrando la secuencia de letras por el ojal de nuestras mentes podemos darle sentido. En otras palabras, la consciencia es una suerte de huso que estira una hebra lineal desde una nube atemporal. Además, si aceptamos la explicación fisicalista de la consciencia, la totalidad de nuestra experiencia cognoscible transcurre en una bóveda confinada a nuestro cráneo, codificada y decodificada por nuestro cerebro, encerrado en una cámara sellada y muy oscura. Si lo pensamos bien, esto extrañamente

«En este contexto, vale señalar que distingo esta noción de narrar del uso común del término que generalmente implica contar una historia con una trama definida y un desarrollo teleológico. Existen narrativas que no siguen este esquema de manera tradicional; hay prosas que habitan en las oquedades que crean, estableciendo un lugar y un tiempo, o incluso sugiriendo su ausencia. Me interesa especialmente la ausencia del tiempo en la prosa, cuando se abre un espacio donde el reloj no corre: una pausa habitada, una especie de naturaleza muerta articulada o esbozada en palabras. Y cuando digo escritura, me refiero específicamente al proceso en sí, no al resultado legible»

no desemboca en algo muy fisicalista; el conjunto de químicos, conexiones gelatinosas e impulsos eléctricos cruza una brecha (que no entendemos) para producir «esto». Vale señalar algo que, si damos un paso atrás, suena absurdo: hay un flan gris que flota en nuestras cabezas y nos «convence» de que el tiempo es algo. Y ni hablar de aquello que se ubica y transcurre en dicho flujo temporal.

Reitero que no es algo que piense ni examine en la cotidianidad; en ese contexto, acepto el tiempo de manera tácita. Pero cuando escribo, estas cosas se vuelven más presentes. Pienso que la escritura es tender vías, trazar extensiones de tiempo mediante el lenguaje, o tal vez es más preciso describirlo como ficcionar el tiempo, así como uno ficciona espacios para convertirlos en lugares, o personajes para hacerlos personas, entropías para que se vuelvan eventos, y así sucesivamente. También considero que escribir requiere abrir momentos y espacios de la nada y asignarles temporalidad, para poder habitarlos, amoblarlos, envejecerlos, para que algo acontezca, para que algo se sienta, se piense, se diga. En esos procedimientos, siento que entiendo el tiempo y, a la vez, dejo de creer en él de la manera en que suelo pensarlo en el día a día. Escribiendo siento que puedo moldearlo, retrocederlo, acelerarlo, detenerlo, atravesarlo, bifurcarlo, extinguirlo. Es maleable; de cierta manera, se vuelve tangible. Pero

es una ficción. Sin embargo, ¿qué hay de la narrativa que tiende mi mente para lidiar con mi vida, para darle sentido hasta en el nivel más básico y mecánico? El tiempo es ritmo, el ritmo es movimiento. Poner un pie delante del otro y establecer un compás para caminar no ser ía posible sin la narrativa temporal que se escribe en mi cabeza. Pensándolo así, también debo abrir y ficcionar momentos y espacios en mi mente para albergar la «realidad» cotidiana.

En este sentido, escribir se ha convertido en un antídoto contra el mal que nos asedia desde hace unos 15 años. Y lo llamo mal sin titubeos ni equívocos, sin caer en apologías. Me refiero a la pérdida del pensamiento narrativo, no en el sentido literario, sino en un sentido más amplio: la capacidad de hilar ideas narrativamente para dar paso al pensamiento abstracto y crítico. Estamos sumidos en una cultura doblegada por pantallas portátiles que nos alimentan con una procesión de imágenes, videos y audios breves, desechables y non sequitor . No hay narrativa más allá de los propósitos del algoritmo, cuya directiva es mantenernos ahí, evitar que nos aburramos y distraernos ad infinitum . Es una secuencia no secuencial, pienso en TikTok, onomatopeya del ritmo de un reloj, pero sin compás coherente. No nos ofrece líneas de pensamiento, sino cápsulas de «contenido» que cercenan la posibilidad de tender puentes entre una cosa y la otra. La velocidad irreflexi -

va y los virajes que apuntan más a la dopamina que a la abstracción han intervenido nuestras capacidades cognitivas. Por un lado, nos volvemos agentes pasivos incapaces de desconectarse del trance y, por otro, cuando actuamos lo hacemos de manera deshumanizada, miméticamente, funcionando como organismos básicos de estímulo y respuesta ante un espejo digital. Este dispositivo de (no)ser lo llevamos en nuestros bolsillos siempre y recurrimos a él cada vez que hay una pausa, porque poco a poco no toleramos estar a

solas con nosotros mismos. Cuando perdemos la capacidad de reflexión, de abstraer la experiencia y de procesar las cosas, lo único que queda en la pausa son las embestidas de un aburrimiento fatal que no somos capaces de tolerar. Ante esto, el tiempo vuelve a tornarse sospechoso, descronologizado, y las pausas no logran conectar con mentes que están en cortocircuito. Lo que alguna vez fueron momentos de tregua, terminan siendo parajes hostiles y deshabitados que tempestean al encontrarse con estas mentes inconexas. Escribir es mi forma de combatir mis propios cortocircuitos e irreflexiones, evitando la pérdida del pensamiento narrativo y rescatando la pausa. La capacidad de abstraer es una facultad necesaria, incluso en la escritura de textos caóticos, y resulta fundamental. Para poder abstraer, es imprescindible hilar ideas, es decir, narrar. En este contexto, vale señalar que distingo esta noción de narrar del uso común del término que generalmente implica contar una historia con una trama definida y un desarrollo teleológico. Existen narrativas que no siguen este esquema de manera tradicional; hay prosas que habitan en las oquedades que crean, estableciendo un lugar y un tiempo, o incluso sugiriendo su ausencia. Me interesa especialmente la ausencia del tiempo en la prosa, cuando se abre un espacio donde el reloj no corre: una pausa habitada, una especie de naturaleza muerta articulada o esbozada en palabras. Y cuando digo escritura, me refiero específicamente al proceso en sí, no al resultado legible. Creo que este fenómeno paréntesis ocurre de ambos lados de la cuestión, pero me atrae más la creación de temporalidad o atemporalidad en tiempo real. En el proceso de lectura, hay un elemento pasivo en este aspecto, no absoluto, sino una suerte de convenio tácito con el texto, donde uno cede el control de cómo, dónde y cuándo ocurren las cosas. Aunque «ocurrir» es un término problemático en este contexto, pero eso lo abordaré después. En la escritura, en cambio, hay una sensación de control; y digo sensación

porque no estoy del todo convencido de que se reduzca a eso. Siento que en el proceso de creación, el tiempo se vuelve maleable, como si lo tuviera entre los dedos, modulando el flujo, la velocidad, la pausa y las bifurcaciones. Pero es en la pausa, en la contención del tiempo narrado, donde aquello se transforma en otra cosa, algo más real: una realidad sin antes, ahora, ni después, una existencia en suspenso que pende entre lo pensado y lo escrito. Es en ese estado que siento que la temporalidad cobra sentido en su propia extinción. Es ahí donde todo se detiene, porque tan pronto se apoya el lápiz o se aprieta la tecla y se hila, el tiempo reanuda, y prima lo lineal, aun cuando es para componer una naturaleza muerta, el huso arranca y el hilo se urde.

En este sentido pienso en el proceso de la escritura como algo más que simplemente contar algo, en ella se abren estados liminales en los que todo simplemente es y nada transcurre, no precisa acaecer, incluso no tiene sentido imponerle incidencia. Más allá de eso, no sabría explicarlo salvo que quizá sea una forma de plenitud alojada en espacios que se despliegan entre la consciencia que concibe y los dedos que trazan. Yace entre la abstracción eterna, sin tiempo, y la linealidad mecánica de la escritura. Así como sería en el paréntesis previo a la instrumentación del medio, sea cual sea, para la artista en el sentido amplio de la palabra. Ahí, en esa brecha, hay algo libre de costuras, inapelable, ahí la duda no se cuela, aún no. Es en este umbral donde la escritura se convierte en una forma de ser, una manera de enfrentarse a la realidad y de reconfigurarla. Aquí, el tiempo no es una flecha que avanza inexorablemente, sino una geometría o quizá mejor una arquitectura, no sé bien cuál sería el término indicado, quizá un tapiz. Y es en ese intersticio que el proceso de la escritura trasciende su función comunicativa y se transforma en un estado de existencia. En esta frontera sin lugar ni tiempo, encuentro una tregua, un asilo en donde la sospecha del tiempo y la materialidad se disuelven.

Cuando me preguntan por qué escribo, o qué me motiva a escribir, suelo responder una cadena de ambigüedades que se resumen en la búsqueda de sentido. Pero creo que realmente es para estar ahí, en ese no-momento y en ese no-espacio, que desemboca igualmente en un sentido potente, aunque difícil de comunicar. Y en estos tiempos, de ontologías cuestionables, cuando el mundo tambalea en su propia inverosimilitud, y me encuentro inevitablemente inserto en su temporalidad y materialidad, necesito algo que me arraigue desde una realidad más profunda, por decirlo así, y la escritura me ayuda a enhebrar ese hilo. Y tengo claro que hablo por mí, muchos, quizá la mayoría, están

tácitamente anclados y no dudan de lo que acontece y cómo se desenvuelve. Quizá me equivoque. Pero sospecho que el acto de crear es para muchos, no un escape como se suele pensar, sino una forma de ver el mundo de una manera más auténtica. Para ello, a veces se requiere ponerle pausa a todo, para ver mejor, entender mejor, salirse del flujo de las cosas y asomarse desde fuera. Para intentar entender el mundo habría que hacer eso, ¿no? Apreciarlo con algo de distancia, fuera de su propio dominio. Pienso que el proceso de escritura es precisamente eso; el impulso en suspenso, el aliento que se contiene antes de sumergirse.

«Cuando me preguntan por qué escribo, o qué me motiva a escribir, suelo responder una cadena de ambigüedades que se resumen en la búsqueda de sentido. Pero creo que realmente es para estar ahí, en ese no-momento y en ese noespacio, que desemboca igualmente en un sentido potente, aunque difícil de comunicar»

Estática del comienzo

AEs indudable que las cosas no comienzan cuando se las inventa. Macedonio Fernández

Aun sin la más pálida idea de lo que vendrá, lo decisivo es comenzar. Arrojar las primeras palabras sobre la página, como quien lanza piedras a una superficie cristalina sólo para contemplar las ondas que se forman. No pensarlo dos veces y saltar, dejarse llevar por el hechizo del texto en el acto de tejerse, arrastrados por el ímpetu contagioso de que «todo fluye».

*

Lo difícil es dar con la primera línea. Con el tono adecuado, al mismo tiempo representativo y envolvente, que hará de esa frase una suerte de umbral. Hay un cambio de luz que se produce con la mancha de texto, una zona indecisa tras la blancura del papel, un interregno cargado de expectativas que se le presenta al lector un poco a manera de señuelo, con ese regusto ronroneante y seductor del engatusamiento.

*

Nada como entrar en materia desde la primera frase. Tras la serie de rodeos y reservas en los márgenes del no empezar, nada como romper la inercia con un enunciado que va directo al grano, que se echa a andar sin contemplaciones, en busca del rastro de su mera posibilidad. Nada como escapar, de una sola zancada, de la franja de retrocesos y vacilaciones; dejar atrás el impedimento y sus coartadas, con la confianza triunfal de un nuevo arranque, montados en el vuelo de su propia ilación, guiados por el impulso del lenguaje en movimiento.

* Practicar una incisión oblicua en el papel —una rendija desde la cual entrever el mundo— y, sin más preámbulos, comenzar.

*

A manera de conjuro o encantamiento, las primeras palabras de un texto confían en el efecto de su hipnosis. «...¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre!», «Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta». Ensalmos, invocaciones desde el fondo magnético del lenguaje, mantras paladeados una y mil veces en voz alta, con ese deleite delator de las consonantes suaves intercaladas, que marcan el ingreso a un territorio de extrañamiento —a la vez arranque y continuación de una guirnalda antigua— en que las palabras se despojan de sus obligaciones prácticas y

parecen provenir de algún lugar fabuloso y lejano, ya sea de Comala o la Mancha.

*

Todos los comienzos felices se parecen; pero cada comienzo que no termina de empezar es infeliz y exasperante a su manera.

*

En el principio está una mancha de tinta y el comienzo en realidad es el título, de allí que el texto arranque siempre dos veces: primero con el título, luego con la línea inicial. Por más que en el proceso de escritura el título haya llegado al último, es la primera pista que el lector encontrará a su paso, la que establece el tono y fija la temperatura de todo lo demás. Para algunos poetas, el título hace las veces de primer verso; para otros, el primer verso es ya una suerte de título, de manera que este resulta prescindible. Y ni siquiera se precisa del verso entero: bastaría la primera palabra. La Ilíada empieza con «La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles», de manera que resuene, a lo largo de toda la epopeya, el estruendo de la palabra «cólera» (μῆνιρ, menis), que también podría traducirse como «manía» o «resentimiento».

*

Novelas que pudieron ser sólo su primera página; cuentos que caben en la primera línea; poemas que se agotan en el título; títulos que son una suerte de temperatura o de tonalidad.

*

Las primeras líneas de un texto son las que más veces se leen, en primer lugar por el propio escritor, que vuelve a ellas con cada corrección y también obsesivamente en sueños, quitándoles una coma, haciéndoles un retoque, regresando la coma. Por su eufonía o importancia cultural, también suelen ser las más recordadas, como en aquella novela clásica de cuyo nombre no quiero acordarme. En el arranque de un texto está ya prefigurada una estética, pero también una estática, una fuerza extraña que nos cautiva y nos hace permanecer allí, en ese campo de fuerza sólo de palabras. Pero también los libros mediocres pueden retenernos en el fango de sus primeras líneas, obligándonos a releerlas una y otra vez, entre el bostezo y el desasimiento.

*

Incluso una historia sin comienzo tiene que comenzar. El orden de la escritura no se corresponde necesariamente con el orden de los acontecimientos, pero debe proponer un principio, trasponer un umbral, despejar el territorio para trazar un nuevo sendero en medio de la espesura de los comienzos. Incluso una historia que no comienza del todo — que no termina de arrancar— ha de tener un comienzo.

*

Érase una vez un inicio que, por un efecto de retardo, no dejaba que el texto empezara; que lo aplazaba o difería como si necesitara de una antesala, de un rodeo previo, de una preparación; un inicio que interrumpía el inicio, que lo postergaba con el propósito no tan secreto de hacerlo más deseable, más necesario y urgente, como un oasis al que se debe llegar, pero del que sobre todo se debe partir; un falso inicio que, ya en pleno envión, permitió que el texto comenzara de una buena vez sin que hubiera comenzado propiamente. *

¿Quién no ha sido visitado alguna vez por la maldición del ángel exterminador del texto, ese sortilegio que nos obliga a permanecer encerrados en los límites del primer párrafo, a no poder traspasar la puerta de su punto y aparte, atascados en un pantano de signos que no nos dicen nada? Especialmente desconcertante cuando nos visita en la lectura (y nos vemos impelidos a empezar de cero una y otra vez, como si las palabras se hubieran convertido en manchas de tinta que bailan en la bruma, tachones inconexos incapaces de producir el menor sentido), alcanza la condición de pesadilla al escribir, cuando no logramos pasar al siguiente párrafo por

más que lo intentemos, presas de una especie de bloqueo de las continuaciones, cautivos en las paredes de nuestras propias palabras, como si no hubiéramos tenido la previsión de abrirles una vía de escape.

*

En el comienzo fue el fuego, ese momento en que el fósforo es raspado contra la lija de la cajetilla. En el comienzo fue el prodigio de la oscura gestación de la llama, la danza convulsionada y loca que parece dirigirse a cualquier lado, tantear desordenada y ciegamente en todas direcciones, hasta que al fin se estabiliza en la suave undulación de su crepitar.

*

¿Cuántas frases, cuántas líneas es necesario recorrer antes de darnos cuenta de que determinado libro no es para nosotros? En las salas de cine solemos ser más benévolos —o más crédulos. Si bien el acto de abandonar la sala tiene algo de desplante y puede llegar a ser incómodo (se dice que la mejor butaca es la que está junto a la salida), rara vez buscamos el letrero luminoso de «exit» antes de los primeros diez minutos, tiempo máximo contemplado por los guionistas para el primer giro del argumento. Con un libro, en cambio, todo puede ser más intempestivo y abrupto, y no es infrecuente que lo arrojemos lejos antes de terminar la primera línea...

*

Como si hubiera una interferencia electromagnética, una mala recepción de la señal, abrimos el libro y, en lugar de un discurso inteligible, en lugar de oraciones concatenadas, nos recibe el paisaje inhóspito de la estática, esa nieve de fondo,

ese zumbido también visual que era tan frecuente en los televisores de antaño. Ruido tipográfico, mancha de tinta danzante, signos en plena guerra campal, no es raro que al día siguiente —o sólo unas pocas horas más tarde— ese «bloqueo del lector», como lo denomina David Markson, se haya esfumado por completo y podamos ingresar al texto como si nada.

*

Había una vez un comienzo, un comienzo que no hacía sino recomenzar. Las mil y una noches de los comienzos.

*

En el texto que sigue me propongo analizar la poética de los comienzos no sólo desde un punto de vista literario, sino también pragmático, hacer un estudio comparativo de los recursos estilísticos y los sobreentendidos culturales que entran en juego a la hora de empezar un texto e introducirnos en el orden del discurso con el fin de capturar la atención.

*

El artista de lo breve suele ser, en el fondo, un artista de los comienzos. Más que resistirse al desarrollo y sus complicaciones, reincide en la ceremonia de producir cada vez una llamarada sobre la página, no importa qué tan efímera, sin preocuparse por otra idea de continuación que no sea la de las evoluciones del humo. La miniatura —sea haiku o aforismo— no es sino un simple pretexto para la ritualización del gesto de empezar, para la ceremonia milenaria de reencender el fuego.

*

Después de tantos y tantos libros que no debieron seguir, echados a perder a fuerza de estiramiento y afán, víctimas de su propio empuje; después de tantas páginas a las que se les nota el esfuerzo, entumecidas por temporadas monstruosas sobre la silla, resecas por la exigencia a la que fueron sometidas; después de tantos párrafos excedidos, proliferantes, sin aliento, que no parecen acabar nunca, como si sólo a través de más y más tinta pudieran levantar el puente que los lleve hacia otro lado; después de tantas expectativas frustradas, de tantas promesas incumplidas, queda, sin embargo, la belleza insobornable de algunos comienzos.

*

No hay que olvidar que, para Marcel Duchamp, el título era un color más.

*

Se suelen dar muchas vueltas antes de empezar a escribir; vueltas también de recelo y confusión y duda. A fin de cuentas, esos primeros trazos, torpes y tentativos, significarán embarcarse en una aventura quién sabe por cuánto tiempo, de modo que son también un tanteo, una forma de calibrar con la punta del pie la cuerda floja que uno mismo tensa en el aire para sí mismo. En ese terreno limítrofe de rodeos y prolegómenos, de vacilaciones y ensueños, la cuerda nos oculta su verdadera longitud en la bruma de sus

tentaciones y atractivos, a sabiendas de que una vez encima de ella, cuando ya las pisadas hayan tomado vuelo y guardemos el equilibrio gracias al ritmo mismo de la marcha, no será nada fácil dar vuelta atrás.

*

Tanto se trabajan las líneas inaugurales, tanto se pulen las palabras que atraparán la atención del lector, que cae sobre nosotros la condena del impulso inicial y quedamos encerrados en las imantaciones de la primera frase, prisioneros en nuestra propia red de presagio y seducción. *

Apuntes, fragmentos inconclusos, líneas que no debían quedarse huérfanas… El cuaderno de notas es también un depósito de comienzos, un amontonadero de piedras basales sueltas, de sueños pálidos y acartonados. Y a veces no queda nada de su antiguo impulso —de su fuerza inicial—, y permanecen como meros esbozos que se desmoronan en la libreta, como ruinas de lo que no pudo ser. *

La forma más pura del “lector salteado” que defiende Macedonio Fernández es la de “el lector de comienzos”: un lector exigente y selectivo, para quien está dirigido ese libro imposible, Una novela que comienza. En vez de picotear aquí y allá, hojeando las posibilidades lánguidas de un mismo libro, el lector de comienzos elige el fuego incomparable de los arranques, da sorbitos de libro en libro para embriagarse con el aguardiente de la promesa, con el elixir reconcentrado de la expectativa. A la pregunta impertinente y manida de si ha leído todos los libros de su biblioteca, el lector de comienzos gusta de responder con una sonrisa ambigua: “Los he probado todos”.

*

Instante de diferenciación, zona de inauguraciones estéticas, pista para un cambio de rumbo, el comienzo es el lugar de lo nuevo, un espacio de ruptura con la tradición. Hay una suerte de entusiasmo utópico en el atrevimiento de comenzar aparentemente de la nada, una subversión tácita en hacer tabula rasa y borrar simbólicamente la mancha inabarcable que nos precede para añadir una capa más —gracias a la escenografía efectista de la hoja en blanco—, al palimpsesto implícito.

*

El terror a la página en blanco es un juego de niños comparado con el pavor a los pormenores de la trama...

*

Uno de los problemas —pero también de los atractivos— del abandono, de ser presas de la interrupción y las postergaciones, de entregarse a la estética aguafiestas del desistimiento, es que no se puede construir un hogar sobre el arranque perpetuo, no se puede habitar en el corte, en la renuncia permanente al segundo párrafo, no se puede montar un campamento sobre el rito de empezar de nuevo.

*

Hay un antes de la escritura que también es una forma de escritura, una temporada de este lado del laberinto del texto, una preparación que ya es del orden del lenguaje y puede consistir en merodear durante meses por las inmediaciones de una línea. Ese antes tiene también las cualidades de un laberinto, acaso de una variedad extraña y más tortuosa, pues la ausencia de paredes lo vuelve a menudo indescifrable: un laberinto todavía del todo en blanco para llegar a las puertas del laberinto.

*

El comienzo de un texto no es sólo la punta de un hilo seductor e impredecible —esa primera huella que el lector/ cazador sigue como un rastro de voz y tinta—, sino también la caja china que contiene todo lo que vendrá de forma implícita y a veces necesaria. Según Salvador Elizondo, en la frase de arranque de una novela deben caber todos los pormenores tácitos de la frase con la cual termina, de manera que esté siempre presente y resuene como un eco de gradación infinita en todas las etapas y fases (y frases) de su desenvolvimiento. Esta idea de comienzo, que debe mucho a la filosofía de la composición de Edgar Allan Poe, da cabida también, por la puerta trasera, a la postulación de comienzos como novelas autónomas, como novelas de pocas líneas.

Aun el comienzo más hermoso se ve opacado por la madeja de sus antecedentes, por los enredos de sus continuaciones, por las costuras y dibujos de su trama: “Se trata de un hermoso comienzo que exige ciertas precisiones, muchas precisiones, toda una historia”, escribió Georges Perec. De allí la tentación de quedarse sólo con la punta de la aguja, con el fulgor acerado de su filo, su misterio pungente: “No quisiera coser, pinchar, matar sino con la extrema punta. ¡Qué pérdida de tiempo el resto del cuerpo, su continuación! No viajar sino a la proa de sí misma.” La frase es de Claude Cahun, cuyo libro inclasificable, Confesiones inconfesas, se presenta como un collage de comienzos, una piel tejida de puercoespín, un alfiletero vuelto del revés, un largo tallo sin rosa.

*

Reconozco que algunas veces he sido engañado por el inicio de un libro: asumí que la tiesura de la bienvenida respondía a que el autor había mandado a un emisario, a un rancio mayordomo de moño y levita a abrir la puerta, sólo para darme cuenta de que ese emisario era el propio autor, disfrazado de la forma en que le gustaría escribir.

*

¿No ya la sola palabra “desarrollo” es esperpéntica, falsaria, anticlimática?

*

Como un Moisés quimérico que realiza un corte en las tempestades de la página en blanco, plantear un principio implica asumir una postura frente a la tradición, tomar partido en la política de lo nuevo. Si ya en las primeras líneas se respira ese aire de posibilidad, ese ejercicio de distancia y

recapitulación; si todo principio incorpora en el fondo una declaración de principios, quizá habría que insistir en la práctica del tajo, volver una y otra vez al instante de las bifurcaciones, construir una máquina de recomenzar.

*

No hay un comienzo o, si lo hubo, estuvo precedido por otros comienzos que, a su vez, venían precedidos por otros. La aporía del comienzo consiste en que, no importa cuánto nos remontemos hacia atrás, se trata siempre de una reincidencia. La conocida frase de Samuel Beckett, “Probar otra vez, fallar otra vez, fallar mejor”, que pone el dedo en la llaga y, sin embargo, rebosa optimismo e invita a aceptarnos como artistas acaso joviales del fracaso, podría ser la divisa del escritor de comienzos, a condición de que su exigencia se lleve al extremo. Hay libros que reconocen su falla después de cuatrocientas páginas y sólo entonces prueban a fallar mejor. Ya antes del primer punto y aparte el fracaso revolotea alrededor con destellos negros de buitre, como sombras furtivas de giros cada vez más rasantes, hasta que, tarde o temprano, termina por posarse sobre la página. *

El escritor de comienzos, fiel a ese halo de promesa incumplida de lo que no seguirá más, de lo que no ha de estropearse por el estiramiento y los ripios, debe reconocer ese punto de la escritura a partir del cual ya no habrá retorno, ese portal incierto que, una vez traspasado, lleva al fácil despeñadero de seguir. Puede ser una simple coma, una oración subordinada, la respuesta anodina de un diálogo; lo importante es que debe tener la entereza de detenerse justo allí, al filo del abismo, antes de desatar la avalancha que lo arrastrará lejos, sin más alternativa que llevar hasta sus últimas consecuencias los fastidiosos detalles secundarios...

Nadie lo sabe tan bien como el escritor de comienzos: cada principio es en el fondo una continuación, una respuesta tácita al gran caudal de sobreentendidos, un guiño más en la encrucijada de los desvíos. Nadie lo sabe de sobra como el acumulador de primeras líneas: damos vuelta a la página de un texto implícito, no hay comienzo posible que no sea in medias res

Coleccionar comienzos, hacer acopio de sus estallidos breves y susurrantes, en una campana de cristal o una cajita de música, puede ser una estratagema para postergar el final —según las artes de Scheherezade—, pero también una forma de incorporar el final en el comienzo, de infiltrar el fantasma de la finitud en el hálito de la promesa, de liberar al escalón del umbral del terco compromiso de conducir a algún lado.

Teoría de la decepción1

DI

Distanciadas una de otra por cientos de páginas, encontramos en el Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, el bosquejo de tres estéticas: la estética de la abdicación, la del desaliento y la de la indiferencia (fragmentos 105, 210 y 428 en la edición de Richard Zenith). La primera es una apología de la derrota. Si, para Pessoa, «la victoria es una grosería», esto es porque con ella perderíamos «las cualidades de desaliento» que en un principio nos llevaron a la lucha. El título del fragmento nos lleva a deducir que el portugués está delineando aquí dos maneras de enfrentar esa batalla a la que asocia el ejercicio de escribir. Mientras que la obtención de victorias, cualquiera sea su naturaleza, debilitaría el propósito en la elaboración de una obra al dejar a su autor o autora cada vez más conforme, la abdicación sería el camino para sostener esa suerte de impulso. «Sólo es fuerte quien se desanima», concluye Pessoa. Más oscura, por su parte, la estética del desaliento distingue a la publicación como un acto innoble —el fragmento anterior, el 209, es más enfático al respecto: «El verdadero destino noble es el del escritor que no publica»—. A la tercera estética no me referiré (me fue indiferente). Para Pessoa, por cierto, la idea de publicar sus trabajos fue siempre un asunto complejo. A excepción de tres colecciones de poemas en inglés, no publicó más que Mensagem un año antes de morir en 1935. Trabajó, en cambio, por más de dos décadas en el Libro del desasosiego, obra que escribiría hasta el final de sus días y que no vería la luz sino de manera póstuma, casi medio siglo más tarde.

II«Hay una tradición de libros incompletos, sin fin, no terminados, proyectos que llevan la vida entera», escribe Ricardo Piglia hacia el final de Los diarios de Emilio Renzi, la vasta selección de los cuadernos que escribió por casi seis décadas. «Esas obras inconclusas son leídas por nosotros con fervor, como si pudieran hacer ver la imposibilidad de cerrar el sentido; el borrador entendido como texto siempre reescrito e inestable, mal fechado y que no tiene fin». Con la ubicación

de esta nota cerca de las últimas páginas de Los diarios de Emilio Renzi, cuyo tercer volumen se publicaría de manera póstuma, Piglia busca instalarlos en esa genealogía de la inconclusión. Pero mi objeto no es desmontar los engranajes de su estrategia, esa suerte de dilatado complot que el escritor argentino fue hilvanando en textos y entrevistas a lo largo de los años. Me interesa, en cambio, una idea en la anotación de Piglia: la que sitúa la radicalidad de estas obras inacabadas, sin otra forma que «el desorden y la fragilidad», en la omisión de un desenlace. Prescindir de un final o dilatarlo indefinidamente serían, para Piglia, maneras de traicionar las lógicas formales de la narración.

III

Tanto el Libro del desasosiego como Los diarios de Emilio Renzi se sitúan en la intersección entre el diario de vida, la autobiografía y la novela. La ruptura del pacto referencial, esa paradoja con la que Pessoa y Piglia juegan constantemente, consiste en introducir los desdoblamientos del nombre y a la vez solventar sus obras en las propiedades del género del diario de vida. Mientras el primero atribuye el Libro del desasosiego a Bernardo Soares, al que en su correspondencia calificaría como «semi-heterónimo» o «personaje literario», en la edición de sus diarios Piglia se presenta como Emilio Renzi, nombre compuesto por su segundo nombre y apellido. Pessoa introduce su obra como una «autobiografía sin acontecimientos», pero en diversos fragmentos se refiere a ella como «novela» –categoría que refrendan algunos críticos y textos de contraportada de sus ediciones. Piglia, por su parte, divulgó la existencia de sus diarios por diversos medios –incluido el documental de Andrés Di Tella– para luego darles un marco ficcional tenue pero suficiente para incluirlos en una colección de narrativa. No es casual entonces que ambas obras aborden la publicación como problema. Podemos, ciertamente, concebirlas como diarios que, disfrazados de ficción, sus autores han hecho pasar como novelas. Más estimulante aún es observarlas desde la otra orilla: como novelas que, al expandirse en el tiempo, adquieren rasgos de aquello que no estaban destinadas a ser.

1. Una primera versión de este ensayo fue publicada en la revista Palabra pública, nº 31 (mayo-junio, 2024).

Me pregunto entonces cuál es la relación, si es que la hay, entre ese desaliento positivo del que habla Pessoa y la perspectiva de una obra sin final, descrita por Piglia. Si, como sugiere el primero, la fortaleza de quien abdica se vincula a su desprecio por la publicación, ¿con cuál versión del desaliento se enfrentan quienes se embarcan en esos proyectos que amenazan con llevar la vida entera? Pienso en esos proyectos de novela no necesariamente inconclusos, pero sí sostenidos por extensos –y, para algunos, excesivos– períodos de tiempo, verdaderas obsesiones a las que autores y autoras parecen someterse para convivir con el desaliento por dieciocho, veinte y hasta treinta años. Y pienso específicamente en novelas, porque en ellas, a diferencia de los diarios, es el final el que viene a sellar la armonía de sus formas. ¿Qué es lo que ocurre cuando, en medio del proceso creativo de una obra que se extiende más de lo presupuestado, quien lo ha emprendido deja de ver sobre el horizonte el destino final de la publicación? Me gustaría bosquejar ciertas ideas en torno a la decepción como estrategia creativa, una teoría que sitúe a la frustración de las expectativas en su centro –y a la experiencia de la decepción ya no como clausura, sino como punto de partida hacia un espacio de osadía y libertad–. «No hay obra más extensa que aquella que uno no se atreve a empezar. Se convierte en una pesadilla», escribe Baudelaire en sus Diarios íntimos ¿Pero qué ocurre con esas obras que uno no sólo se atreve a empezar, sino también a aferrarse a ellas, en una obstinación malsana y temeraria, por años y hasta décadas? ¿Devienen también ellas, fatalmente, una pesadilla? ¿O es que hay otra posibilidad para pensar en esas obras que dilatamos en el tiempo sin destinación aparente?

VLas estéticas que bosqueja Pessoa me llevan a pensar el desaliento –o la decepción– en tres niveles interconectados. Etimológicamente, el vocablo «decepción» proviene del latín decipere: burlar, engañar, defraudar las esperanzas. La expresión latina diem decipere se traduce como «entretener el tiempo»; decipere custodiam, como «escapar de la vigilancia». Me interesa aún más la acepción que lo asocia al extraviarse, a perder el rumbo (via decipi). Primera decepción, entonces: las que se dilatan en el tiempo, sin solución de continuidad, son novelas que, en algún punto, se extravían. Novelas que pierden el rumbo a mitad de camino. Es precisamente ese extravío –pérdida de un norte– el que, en el plano literario, las hace defraudar las expectativas del género y, por cierto, del lector. Son novelas que, para leerlas, nos exigen imaginar un enfoque paralelo al de Jauss, Iser y compañía. Imaginar una teoría de la decepción. Porque

éstas, si son novelas, no lo parecen. Y si las llamamos así –novelas– a menudo no es más que por descarte, a falta de que aún alcancen su definición mejor. Hay una tercera instancia, ineludible, de esta frustración de las expectativas. Me refiero a las que ocurren en el medio literario y editorial. Porque si hay alguien a quien hacen profundamente infeliz estas obras de dimensiones grotescas, renuentes además a todo plazo, es al editor. Pero también porque aquellos que osan escaparse de la vigilancia editorial jamás salen indemnes. Pierden, digamos, algo más que el rumbo en el camino.

Consideremos cuatro casos, dos de cada lado del Atlántico. El más cercano, para nosotros, es el de Juan Emar. En rigor, Álvaro Yáñez Bianchi —su verdadero nombre— decepcionaba aun antes de adoptar el seudónimo. Único hijo varón del eminente abogado, político y empresario Eliodoro Yáñez, de muy joven eligió ser pintor antes que perpetuar la dinastía. Sus largas estadías en París, donde vivió con holgura, le permitieron conocer de primera

«Gestas lentas, epopeyas de la dilación: los tiempos de estas aventuras no son los de cualquier otro proyecto. Sus imbricadas cronologías —llenas de postergaciones, decepciones y espacios vacíos— abren sus procesos de escritura y recepción a una deriva que defrauda las expectativas del sistema literario»

mano las grandes tendencias del vanguardismo. De ello dan cuenta las Notas de Arte que publica en el diario La Nación, propiedad de su padre, en las que comienza a fraguar la decepción como su gran obra: en ellas se dedica a fustigar a los escasos críticos de arte y literatura en Chile. Éstos, escribe en una nota de 1924, «lograrán ser útiles cuando se dediquen a inculcar en artistas y alumnos el valor de romper y arrasar con todo». En 1935, de regreso en su país, decide publicar a cuenta de autor tres libros simultáneamente. Las novelas Un año, Ayer y Miltín 1934 componen quizá el más espléndido fracaso editorial en la historia de las letras nacionales, al que agregaría, sin mejor suerte, sus relatos reunidos en Diez (1937). «Primero decepcionar(se), después escribir»: tal podría ser la consigna de su plan maestro, porque fue solo tras estos desengaños que Emar, ya cerca de la cincuentena, se entregaría a una escritura desligada de todo horizonte de publicación. «Soy un escritor y como tal me realizaré», habría escrito en sus diarios por esas fechas. Con ese propósito, desde 1940 hasta su muerte en 1964, Emar se recluye en fundos familiares para trabajar exclusivamente en Umbral, «novela» en cinco volúmenes –o «pilares»– y más de 5 mil páginas cuyo proceso de escritura, como era de esperarse, no estuvo exento de extravíos y desilusiones. En el Tercer Pilar, la rigurosa estructura biográfica en la que Umbral se cimentaba inicialmente, se desploma. «La totalidad de lo leído me ha dejado una sensación como la del día de hoy, es decir, gris, terriblemente gris», leemos en la página 1570. «Llegué a preguntarme para qué yo escribía, qué objetivo pueden tener tantas y tantas páginas sin cohesión, sin unidad». Para algunos, Emar logra sortear el fracaso de esta empresa mediante la sustitución, a mitad de camino, del proyecto biográfico por otro centrado en la invención de un mundo. Es en esta desmesurada aspiración a la obra total que Umbral distorsiona cualquier categoría genérica, además de condenarse a una circulación cuasi-fantasmagórica. Sus únicas ediciones han debido conformarse con la parcialidad o una versión íntegra de escaso tiraje que la ha confinado a unas cuantas biblio-

tecas institucionales. Pero no son sólo sus monstruosas dimensiones las que defraudan las esperanzas del medio editorial. También lo hace su extensión en el tiempo. El despilfarro de esas décadas (así, en plural) consagradas a un solo proyecto no es algo ante lo cual el medio haga la vista gorda. El desprecio por la publicación tiene un costo que Emar estuvo dispuesto a pagar: se hizo un fantasma.

VII

A altas horas de una noche a fines de los años 20, Juan Emar y Leopoldo Marechal conversan en un bar de Montparnasse. La escena no es irrisoria: Marechal, joven poeta martinfierrista, tiene largas estadías en París durante esa década. Fue en esa ciudad, en 1929 –aunque la concibe tres años antes—, donde comienza a escribir su Adán Buenosayres, novela que solo publicaría en 1948 tras hondas crisis espirituales, ingresos en la vida política y variables períodos de abandono y reescritura del proyecto. Fue la muerte de su mujer en 1947 la que lo impulsa a terminar su obra: «Retomé mi cien veces postergado Adán Buenosayres, lo rehíce todo y le di fin». Pero su adhesión al peronismo, junto con cargos públicos, le reporta el rechazo de sus pares. «Salvo algún brulote sin gracia», dice Marechal, «una consigna de silencio pareció gravitar sobre mi novela» —ese brulote, por cierto, lo escribe González Lanuza, ex-camarada martinfierrista. La caída de Perón termina de empujarlo a un exilio interno —un robinsonismo, lo llama él— en su casa del Once, en Buenos Aires, del que saldría recién en 1965 con la exitosa publicación de El banquete de Severo Arcángelo, su segunda novela. Aunque el caso de Marechal tiene un desenlace muy distinto al de su par chileno —el proceloso caudal del boom, junto al encomio de Cortázar, rescataría su obra de la desaparición—, los largos años invertidos en su epopeya moderna nos recuerdan el alto costo de la demora. Dos décadas no pasan en vano: el escritor y el mundo que lo rodea ya no son los mismos que al momento de embarcarse en la odisea.

Gestas lentas, epopeyas de la dilación: los tiempos de estas aventuras no son los de cualquier otro proyecto. Sus imbricadas cronologías —llenas de postergaciones, decepciones y espacios vacíos— abren sus procesos de escritura y recepción a una deriva que defrauda las expectativas del sistema literario. «Experiencia con el tiempo: dieciocho días, dieciocho meses, dieciocho siglos» leemos en ese maravilloso «Cuaderno de notas», donde Marguerite Yourcenar describe los pormenores del cuarto de siglo que le tomó la escritura de Memorias de Adriano, su obra maestra. Aunque ya en 1929, a muy temprana edad, Yourcenar había redactado una primera versión de la novela sobre la vida del emperador romano, pronto descarta el resultado. «Todos esos manuscritos fueron destruidos y merecieron serlo». De su íntegra reescritura en 1934 una sola frase subsiste en la versión final – «Empiezo a percibir el perfil de mi muerte»–, pero encuentra el punto de vista. El hallazgo, no obstante, se revela insuficiente. Abandona la novela en 1939 para retomarla sólo nueve años más tarde, periodo durante el que la inconclusión le parece inevitable. «A veces volvía sobre él, pero siempre con sumo desaliento», señala sobre el manuscrito, «casi con indiferencia, como si se hubiera tratado de algo imposible». Las notas que acompañan Memorias de Adriano componen así un apasionante elogio de la lentitud. Sus notas dan cuenta de la vitalidad de ese ir y venir entre abandono y entusiasmo, de un trabajo codo a codo con el desaliento sin el que, para su autora, la novela no habría llegado a ser la que finalmente, con éxito, se publicara en 1951. No es sólo que en un comienzo fuese «demasiado joven» para emprender el retrato de un hombre «que casi llegó a la sabiduría». Esa demora, también, es la que le permite sintonizar cambios que serían imperceptibles en un proyecto de corto plazo, vibraciones que sólo se dan en corrientes más profundas del tiempo, y de los que la novela no deja de beneficiarse: «Todo lo que el mundo y yo habíamos atravesado entre tanto, enriquecía esas crónicas con la experiencia de un tiempo convulso». Después de todo, la gran obra de un emperador no es sino su imperio –una obra que, como muestra la novela, para Adriano fue a la vez su vida entera. IX

Otro cuarto de siglo le tomó al siciliano Stefano D’Arrigo completar Horcynus Orca, prodigio de más de 1200 páginas que comienza a escribir en 1956. Al cabo de algunos años los rumores de una novela genial, de filiación homérica y melvilleana, llevan a Italo Calvino a publicar un fragmento en su revista Il Menabò. Tras recibir el premio de la Fondation Cino Del Duca, en 1959, a D’Arrigo le llueven las ofer-

tas. Firma finalmente un contrato con Arnoldo Mondadori quien, dice la leyenda, se arrodilla ante él en su pequeño departamento de Monte Sacro, en Roma. D’Arrigo promete al célebre editor revisar las pruebas en quince días, pero lo hace esperar por años. Pese a eso, Mondadori lo tendrá entre sus autores favoritos, al punto de exclamar: «Comencé mi vida con D’Annunzio, la terminaré con D’Arrigo». Entre tanto, con el apoyo económico de Mondadori, el siciliano escribe y reescribe páginas que llena de una lengua nueva, barroca, compuesta de jergas de pescadores de Messina, dialectos del Mezzogiorno y un sinfín de acrónimos y neologismos, para luego colgarlas sobre su cabeza en tendederos de ropa que cruzan su departamento de lado a lado. Cuando Horcynus Orca se publica quince años más tarde, en 1975, el libro (¡cómo no!) decepciona. «Era una novela diferente de la que el público italiano y los editores extranjeros habían esperado por años», recuerda su traductor al alemán, única lengua, además del francés, a la que se ha traducido la obra. Piero Citati la considera un «libro magnífico, arruinado por la incontinencia de su autor»; Paolo Milano, «una obra maestra que no existe». A Mondadori, sin embargo, poco le importaría ese fracaso. Para entonces, yacía en la tumba familiar del Cimitero di Milano. X

En Bluets, Maggie Nelson menciona un axioma budista según el que la iluminación sería «la máxima decepción». Al enfrentarse estos autores una y otra vez al desaliento de una obra que rehúye del final, ¿no han hecho de esas sucesivas decepciones su propia manera de alcanzar la iluminación? Quizá la postergación, voluntaria o no, de un final, sea una manera de hacer posible un intermedio, un reino entre paréntesis donde escribir en libertad. Pero ¿qué está en realidad postergando quien posterga un final y, de paso, la publicación? ¿Lo hacemos, sencillamente, para mantenernos a resguardo de un miedo atávico al fracaso, al derrumbe de todo aquello por lo que nos hemos definido desde que presionamos la primera tecla? La demora, la obstinación en una obra que se expande sin pautas ni limitaciones, me parece, no responde únicamente a la pasividad. Lo que se pospone, a fin de cuentas, no es en sí mismo el acto de escribir, sino el hacerlo en condiciones que, sospechamos, encaminarían a la creación de obras insatisfactorias. Ese es el verdadero Paraíso de las Obras

Inconclusas: una postergación que equivale a imaginar nuevas reglas del juego. O un nuevo juego, más bien, sin vencedores ni vencidos, que en alguna medida consista en inventar y reinventar las reglas a medida que el juego avanza hacia ninguna parte. La utopía de una partida infinita en la que, a costa de constantes decepciones, cada jugador alcanza su iluminación.

Tres versiones para una digresión

CCada vez que me da por escribir de un libro que despierta mi curiosidad, me enfrento a la duda de si estaré leyendo bien. Tengo la sensación culposa de que leo poco e imagino demasiado. Tal vez todos leemos así y nos lo guardamos; millones de novelas lanzadas al mercado como una droga legal para poner a los lectores a imaginar, creyendo que leen. Confieso que de chica era voraz, me atragantaba de libros: cuatro por quincena era el límite que ponía la biblioteca, cuatro llevaba. Me ponía ansiosa la continuación de la historia, leer era una forma de preguntarme qué iba a pasar después. Me saltaba descripciones, el paisaje del norte de Inglaterra, la pensión en el balneario fuera de temporada, la psicología de los personajes… lo único que me interesaba era seguir la trama.

Puede que los libros que escribo den la falsa impresión de que tengo una espertise en digresiones. Desde ya les advierto que mi ignorancia es tal que siempre escribí digresión y recién ahora me doy cuenta de que es digresión. Tendría que haber advertido que ese malentendido me iba a jugar una mala pasada. Anoche recibí un correo donde me devolvieron la versión 1 de este texto, que ustedes debieran estar leyendo en vez de esta. Los argumentos eran atendibles, convincentes. En buen chileno lo que mandé no tenía na´que ver con lo que me pidieron.

En un gesto extremadamente caballeroso y comprensivo me proponen probar otro formato. Tengo pocos días y aún no me decido. Me siento dividida entre mi parte conciliatoria y mi espíritu dubitativo que se pregunta si no estarán equivocados y la versión 1 sí trata sobre la digresión. Para comprobarlo tendría que reunir pruebas, probarlo. Mi espíritu se anima, en esta contienda apuesto por mí. Voy por la victoria.

En la época en la que comencé a escribir no existía la costumbre generalizada de los talleres o cursos, y a los escritores/escritoras los conocías solo por el nombre en la portada del libro. No tenía a quien preguntarle cómo se vuelve del cementerio donde iba casi a diario a enterrar los comienzos que resistían una continuación. Muchísimo después -publiqué por primera vez a los cuarenta años- tuve la sensación de que podía resultar y fue porque me di cuenta

de que esa joven lectora que salteaba páginas enteras con descripciones, paisajes, psicologías, para seguir la trama, ¡también se saltaba las tramas de las cuatro novelas que leía cada quince días! Donde decía que la heroína escapaba de la casa familiar en la que era incomprendida (leía); donde decía que caminaba hacia el acantilado sola con la carta en el bolsillo (leía); donde decía que sacaba la carta del bolsillo… Dejaba la carta de la novela y leía la carta que iba a dejar en el velador de mi madre cuando huyera de esa casa y de esa familia para llevar una vida de novela.

¿Y si la falla está en que escribo como leo, perdiendo pedazos de trama, de descripciones, la psicología, las ideas? ¿Y leo como miro, borroso y distorsionado, con errores de foco? Cuanto tiempo y lecturas perdidas. A menos que… leer salteado sea tan legal como leer de corrido. Si en la escuela aceptaran otras formas de leer, por ejemplo, leer salteado, comprender salteado, pensar salteado, saltear pescados; entonces mi forma de leer, de comprender y de pensar sería norma universal y nadie podría decir que en mis textos no está visible la digresión. Está, pero mirado desde arriba; invisibilizado por el salto, pero existe, alega triunfal la versión 2. Alan Pauls se refiere en Fallar otra vez —promocionado por la editorial como un ensayo a favor de la escritura imperfecta y la desobediencia narrativa como origen de la literatura— a una categoría de artistas con problemas «que tuvieron quizás una única gran lucidez, la clarividencia recatada y ambiciosa a la vez, y que de allí en más les serviría para el resto de sus vidas de artistas, de preguntarse si esos problemas no serían en realidad lo único que tenían. O, más que lo único, lo más propio, lo más precioso que tenían».

De ser así la digresión no sería un procedimiento «que genera un nuevo orden temporal que explora la suspensión textual para desplazar la trama narrativa en favor, justamente, de la narrativa, problematizando así la experiencia tanto escritural como lectora a partir de rasgos como la digresión, la incertidumbre, el hibridismo formal o la ausencia de linealidad», sino una condición física y mental de algunos escritoras y escritores que por desconocidos motivos tienen otras formas de leer. Pienso en todos y todas las que sufrieron rechazos; daltónicos, disléxicas, tartamudos, miopes, y muchos

otres incapacitados de pensar en forma lineal o progresiva... las penurias económicas y existenciales que pasaron a causa de su falla; la sensación de fracaso, los suicidios, la ruina moral. Y no estamos hablando de un pasado remoto.

Hace unos meses llegó a mis manos un libro acerca de dos hermanos, los hermanos Rivera, dos poetas de Viña del Mar. Ximena muere en el 2013 con cincuenta y cuatro años, como una poeta de culto, cuatro libros de poesía y dos antologías reunidas. Diez años después su hermano, también escritor, con menos reconocimiento y obra, publica el libro 2 Poniente en ediciones Mundana.

El libro desconcierta desde la portada. Bajo el título, en lugar del nombre del autor, aparece el de la hermana, corrido hacia la derecha: a Ximena Rivera. Es raro encontrar una dedicatoria en la portada. A menos que esté como una bajada que agrega información al título. No encuentro esa información.

El texto al interior tampoco es claro. Tiene 28 entradas, algunas en prosa; poemas del hermano, un poema de la hermana, una fotografía en blanco y negro de Viña del Mar cortado por el estero, una elegía de Guillermo a la calle 2 Poniente que abarca desde las página 47 a la 61 y que cierra el libro… Empieza con lo que crees será una biografía de la hermana, a poco de leer se transforma en las memorias del hermano en Viña del Mar; se transforma en un libro de poemas inéditos de él; se transforma en una rendición de cuentas con su pasado y con la hermana y su enfermedad, en un pretexto para publicar una elegía post mortem

Reconozco que cuando leí el libro me dieron ganas de escribir sobre él para indagar más en su misterio. Cuando

del dossier me pidieron un texto sobre la digresión pensé en matar dos pájaros de un tiro. 2 Poniente está plagado de digresiones. De hecho, si pongo sobre el libro los fundamentos teóricos de la digresión, calzan a la perfección. Me cuesta entender entonces que no la vieran en la versión 1.

O el error está en la segunda parte de mi afirmación: escribir de un libro digresivo lleva necesariamente a escribir sobre la digresión. Ahora comprendo: no basta con que la digresión exista, hay que hacerla visible.

Como no lo pensé antes, si la digresión es -según la institución que la estudia en la universidad de B, con fondos de los países A y M, e investigadores diseminados por todo el mundo- una figura, como toda figura tiene su lado oculto que se resiste a ser visto ante una mirada superficial. En qué institución más importante y complicada se ha transformado una palabra de tres sílabas.

Hacer visible me lleva directo a Proust y a su búsqueda para extraer la verdad de unos árboles o de un campanario en Martinville. Proust introduce un matiz confuso en la existencia real de lo que no es visible. Parafraseándolo quedaría así: si bien lo que está oculto existe, no existe aún, y es tarea del escritor o escritora introducirlo en su campo visual. Es la mirada la que hospeda a lo no visible. «¿Buscar? No únicamente; crear», escribe en algún tomo de En busca del tiempo perdido.

Qué tarea más ardua me espera. No solo deberé hacer visible la digresión de 2 Poniente, también me corresponderá crearla. Por otra parte, es un alivio que un escritor de la talla de Proust avale la lectura imaginativa. Ya no me da tanta pena borrar pedazos completos de la versión 1, que

ustedes debieran estar leyendo en vez de esta; por el contrario, me reconforta la posibilidad de crear una versión 2 con mi espíritu dubitativo y una 1.5 con mi parte conciliadora. La institución está en lo correcto, me faltó pensar la digresión. ¡Espléndido!

Pero. Siempre un pero. Si bien 2 Poniente cumple a cabalidad con los fundamentos de una obra digresiva, contemporánea y resistente, en su interior se tensa una hebra ligera, ingrávida, una fibrilla verdecita y delgada. Para una escritora contemporánea es como decir que en este libro hay un pecado. Si no pesquisé la trama en la versión 1 fue justamente porque se oculta bajo las digresiones. La trama es en realidad una indagación literaria que parte cuando el hermano se pregunta cuándo se torció el destino de los lectores Rivera.

Esta fibrilla verdecita y delgada se hace presente en los cuatro momentos en los que se enfrentan a la lectura. El primero se sitúa en la casa de la infancia en la calle 2 Poniente. Viña del Mar está dividida por la calle 8 Norte; hacia 1 Norte vive la clase alta con sus chalets. De 8 Norte hacia 14 Norte, los que prestan servicios a los ricos las fábricas, bodegones, industrias textiles, un cine, tres iglesias, un matadero, un sanatorio, el Asilo de los Dolores. Busco en el mapa dónde queda la calle 2 Poniente que le el da título al libro. Tiene apenas dos cuadras, como si fuese un pasaje puesto allí para cruzar de una parte a otra de la ciudad. Es lo que hace Guillermo Rivera durante su infancia, va y viene entre ambos mundos. Una de esas visitas le dejará las primeras cicatrices en su lectura del mundo; Guillermo va con sus amigos -hijos o sobrinos de las lavanderas del pasaje- a dejar sábanas y ropa recién lavada a los chalets, entran por la puerta de servicio, dejan el bulto donde la sirvienta les indica y aceptan el trozo de pastel o bebida que les

regalan. De vuelta a la parte de la ciudad en la que viven, con el estómago contento y quizás cuántas ideas alocadas en la cabeza, repara por primera vez en las condiciones de pobreza en la que viven sus amigos, en su condición de sobrevivientes, con el vapor elevándose como humo desde los tambores en los que las lavanderas hierven la ropa blanca.

Da la impresión de que la lectura del hermano, signada por la dualidad y el resentimiento del que abreva buena parte de la tradición literaria chilena, no le entrega la explicación que busca. Recurre entonces al recuerdo de un segundo momento de lectura que se extiende desde la adolescencia hasta los 20 años y en el cual aprenden a leer literariamente. Esto les produce un terremoto. No es extraño en un país como Chile. Trato de recordar si a esa edad la lectura tuvo el mismo efecto o, por el hecho de no haber libros en la casa de 2 Poniente y de convivir tan cerca de los desposeídos como de los «ciudadanos relevantes para el poder», los hermanos cargaban con una fragilidad de la que se aprovechó la literatura. Juzguen ustedes.

«Recibíamos el impacto como si se tratara de un trueno… impresionables…habíamos descubierto la figura del poeta y del escritor… en el centro de algo. Vitales, incisivos, crispados… nos amanecíamos conversando, fumando, leyendo. Llegábamos atrasados a todas partes… no nos importaba entender solo la mitad, creíamos que precisamente en esas partes ininteligibles podía haber un lenguaje distinto, una música que no habíamos escuchado antes … como esos lectores que cargan amuletos con inscripciones terribles o visionarias… fuimos acumulando escritos en unas carpetas azules, criticándonos, alentándonos, maldiciéndonos y forjando un halo de excepcionalidad entre los miembros de nuestra familia».

Los hermanos leen como si se estuvieran fugando al espacio exterior.

La falla los llevará directo a una colisión. Pienso en la falla geológica de San Ramón, que abarca cincuenta kilómetros y atraviesa seis comunas de Santiago. Allí se levanta además el único centro de energía nuclear que hay en Chile. Cada terremoto actualiza la posibilidad de que la falla se active. Los científicos alertan a los medios, a los gobiernos; resulta tan oneroso el traslado que los y las ciudadanas se acostumbraron a vivir sabiendo que en cualquier momento pueden volar por los aires.

La entrada 23 comienza justamente con el temor que el hermano siente a que los caminos adultos los arrojen lejos de la literatura, que sería como arrojarlos fuera de la falla en la que viven, y explotar por los aires. Aunque sigan por un tiempo más a Rimbaud, a Hölderlin, Beckett, aunque

salgan a la calle creyendo que tienen un destino y en ese destino podrán mirar y sentirse como poetas, el hermano comprende que para eso se requiere «de una voluntad que nosotros no poseíamos».

He leído muchas veces esta sensación de fracaso retrospectiva del hermano. Miente cuando incluye a la hermana en su renuncia. No se bien por qué. Ximena Rivera se convertirá en una excelente poeta, aunque no se siente reconocida más allá de los y las jóvenes que la leen y difunden, llegará a publicar cuatro buenos libros de poesía y dos antologías, una de ellas póstuma. En una entrevista que circula por Youtube, una animadora le hace las típicas preguntas y ella responde con otra sintaxis, otras asociaciones, otras capas de profundidad, en un lenguaje que parece nuevo. «Yo no veo muy claro las cosas, pero las pienso mucho. Veo detalles con profundidad… No veo el cuerpo completo de algo y creo que eso me ha hecho una relativamente buena poeta».

Lo que hace buena poeta a Ximena Rivera es una forma de leer que traspasa y evade los controles, las mediciones, la aprobación. La digresión se convierte en desvarío, el desvarío la hace poeta. Ves, me dice mi espíritu dubitativo, la institución pone la carreta delante de los bueyes. La detonación del hermano va en el sentido opuesto al de Ximena e implicará una renuncia a la forma de leer fugada que ambos practicaron. También ocurre en una escena de lectura. Está en un cyber del centro de Viña del Mar, un local propio de los años noventa, con cabinas y máquinas viejas. Le llega un correo de que fue aceptado para un puesto en una maderera. Siente un escalofrío. El puesto le parece la confirmación de algo tremendamente erróneo y desalentador. A continuación escucha un grito y ve salir al gordo propietario con un bate a sacar a una jauría de perros que se coló en el local. El hermano describe el momento posterior. «Por un momento, las cosas volvieron a estar como antes, salvo por el hombre gordo que había empezado a llorar».

En la entrada 24 el hermano entra a la maderera. Era «la ausencia de destino, el grado cero del destino llegando antes de tiempo». Paralelamente, en la casa de 2 Poniente se instala la enfermedad. Ocurre de un verano a otro, la hermana empieza a cambiar. «No dormía y escuchaba voces. Adelgazó, se depiló las cejas y no podía dejar de caminar. Hablaba de Harar y del fantasma de Valeria que se paseaba de noche, sin abrir la noca, recorriendo la casa». A partir de ahí «los sentimientos más simples se van trastocando hasta quedarnos frente a la mesa sin decir nada».

En esa mesa el hermano escribirá un poema que nunca muestra. Somos sus primeros lectores y comienza así: «Mi hermana habla como Scardanelli».

Scardanelli es el nombre que se da Hölderlin en sus momentos de desvarío.

Faltan años para que el hermano termine 2 Poniente. En un momento de gran confusión, decide mostrarle lo que lle-

va escrito de 2 Poniente a su esposa, que es poeta y profesora de música, para que le dé una opinión. «Me dice que los personajes están fuera de sí». Leo varias veces esta frase. ¿Le dice que están fuera de sí porque leían literariamente y querían vivir lo que escribían? ¿Es todo lector alguien fuera de sí? ¿El hermano estuvo dentro de sí cuando decidió que no tenía la voluntad para mirar y sentir como un poeta? ¿O eso lo puso fuera de sí?

«Te diré que llegar aquí es difícil, hay una suerte de tiranía en el acceso. No sé cómo lo hice, las coordenadas cardinales y geográficas no las sé, pero sé el camino, cómo me conduje aquí. Llegas a este especie de avenida, y a la gente de este lugar le fluye algo por los ojos que no logro definir», escribe la hermana en su último libro, Casa de reposo, y continua: «Pero me pregunto: ¿qué ven cuando me ven?/ ¿Ven acaso el desequilibrio, este aplanamiento, estas ausencias, este hundimiento de la realidad?».

¿Es de ese hundimiento que la digresión tiene miedo? ¿Es por el temor a la falla que la digresión corre a refugiarse en la institución y la institución la convierte en un procedimiento evitando así que los lectores fallidos podamos volar por los aires?

En la última entrada del libro, todos en la familia han muerto, excepto el hermano y una prima. La casa de la infancia está a la venta. Guillermo decide volver al lugar donde la historia comenzó. Se siente como si entrara disfrazado, reconoce el diseño gastado de la alfombra, las aldabas, los bordes de las ventanas, los pomos de las puertas, imagina la mesa del comedor, las tazas blancas, la mantequillera… Llegado a este punto de la memoria, nos confiesa: «No sé qué sentir».

Y es ese estadio de puro presente lo que al fin nos conmueve.

Lo que aparece en el campo visual no es la digresión. Es la lectura digresiva, no la factura digresiva, lo que crea la digresión y, en su calidad de puro presente, incapaz de ser controlado, moldeado, medido. La digresión es un hermano que no puede leer su vida y la de su hermana con los modos homogéneos. «La solución, la única solución, escribe Pauls, es profundizar el problema, desplegarlo como un mapa».

Ayer le escribí a mi profesora de estiramiento para felicitarla porque en sus clases, lejos de dar instrucciones sobre la parte mecánica de los movimientos, describe el hueco que vas a sentir en el sacro al estirar el tobillo hacia abajo y los dedos hacia el cielo. Aunque no sientes ningún hueco, su voz es tan persuasiva que te convence de que sí está ocurriendo, y lo sientes. Espero, a falta de argumentos, haber sido persuasiva. En la entrevista de Youtube Ximena Rivera dice: «La belleza existe y es perturbadora porque puede necesitar que yo no exista para que ella se haga presente y es perturbador que uno no exista para que otro exista».

Bibli

Monstruosos años 80

Daniel Ruiz

Mosturito

Tusquets

296 páginas

Daniel Ruiz se dio a conocer con su primera novela Chatarra (1998, segunda edición en 2006), ganadora del Premio de Novela de la Universidad Politécnica de Madrid y que fue adaptada al cine con el cortometraje (de idéntico título) dirigido por Rodrigo Rodero. Desde entonces se han sucedido las publicaciones salidas de manos de este autor, las cinco últimas dentro del sello Tusquets con cuyo galardón de novela se hizo en el 2016 con La gran ola , un retrato de los entresijos y prácticas corporativas a cargo de una panoplia de personajes que encarnan la ambición y esa moda motivacional y más bien estupefa -

ciente es el coaching . Daniel Ruiz, junto a Isaac Rosa, Sara Mesa y Silvia Hidalgo (entre otros), forma parte de una brillante generación de autores sevillanos (o residentes en la ciudad hispalense) cuyas afinidades personales desconocemos (ni interesan aquí), pero ligados por una renovación de eso que en literatura se da en llamar realismo, bien centrándose en el aspecto maś político y sociológico, como en el caso de Isaac Rosa, jugando con la intimidad y la autoficción en el caso de Silvia Hidalgo, ahondando en el aspecto más inquietante y siniestro de las relaciones familiares o emocionales (Sara Mesa) o tratando de hacer luz, como es el caso de Daniel Ruiz, en los vericuetos corporativos de las grandes empresas o la política.

Centrándonos ya en el autor que nos ocupa, a pesar de esa insistencia en el entramado empresarial y sus derivadas políticas, hay un ingrediente que casi nunca falta en las novelas de Daniel Ruiz y es el de cierto aderezo lumpen, canalla o barriobajero, que funciona como elemento de contraste con otros personajes y ambientes y que -es preciso reconocerlo- el autor maneja a las mil maravillas. Y es precisamente en su última novela, Mosturito , en la que ese ambiente lumpen domina la escena en la que se mueven sus personajes, convirtiéndose en el hábitat y casi en un personaje más de la historia.

El protagonista de Mosturito es un niño llamado Pedro Gotor Fernández (hijo de Antonio Gotor y Candela Fernández), pero al que todo el mundo conoce como Mosturito o Mostu, a secas. Pedro (el Mostu) es un niño feo, sin ambages. Contribuyen a ello su labio leporino y una abolladura en la frente, como si la vida (y esto en su caso resulta algo más que una metáfora) lo hubiese atropellado hasta

dejarlo en ese lamentable estado. Hijo de padre maltratador y madre maltratada, Pedro vive con su tía, la Tata, una mujer oronda aficionadísima al tabaco y al calimocho. Por lo que se ve, Pedrito no podía haber empezado con peor pie en la vida. Sin embargo, el cariño de su tía funciona como un paliativo emocional que lo sostiene y que le impide caer todavía más en ese pozo sin fondo que parece ser la desgracia. Por si fuera poco, a raíz de algunas reyertas escolares, Pedro y su tía llaman la atención de los servicios sociales. Sin entrar en demasiados detalles, la vida de Pedro da un giro cuando decide lanzarse a explorar el mundo en solitario. Así la novela y su peripecia mutan a un bildungsroman cuyos ingredientes son las calles, las salas de recreativos y las tribus urbanas. Es así como Pedro conocerá -entre otros- a uno de los personajes importantes de la novela, el Zurdo, un niño bien que busca en el universo punki un modo de limpiar su mala conciencia de clase. No faltará tampoco para completar esta novela de (de)formación el internado religioso, incluidos los curas “tocaniños2.

¿Qué podía salir peor?, nos preguntamos. Y es que quizás sea eso, la previsible reincidencia en la desgracia, lo que el lector avisado pueda acabar echando de más en esta novela.

Mosturito transcurre en la década de los ochenta. Las referencias musicales, culturales y estéticas son bien reconocibles para aquellos que vivimos nuestra infancia y adolescencia más o menos durante los años en los que se desarrolla la novela. Dragones y mazmorras, el Pryca, el coche fantástico, Pimpinela, el Madrid de Sanchís y el Buitre… Una época en la que la economía de un chaval se traducía a duros y pesetas. Una de las bondades de esta novela de Daniel Ruiz es no solo

mostrarnos la vida de su protagonista sino, a través de ella, hacer un retrato del paisaje y del paisanaje de aquella época. Y ello incluye, por supuesto, el habla. La escritura de Daniel Ruiz se aproxima a la lengua oral de Pedro. Así leemos (como si escuchásemos en realidad lo que los personajes tienen que contarnos) expresiones como No tentretengas, sielo o Un poco de dinero se lo puedo dar a la Tata, pa sus Winston y su calimocho, y también incluso pa comida, questá diciendo siempre que no llegamos y que vamos muy justos Nos encontramos, por tanto, ante una novela que tiene el sabor (un sabor que, sabemos, no deja de ser artificial, es decir, fruto de un laborioso trabajo de escritura) de la oralidad y que recrea el habla de sus personajes. Contribuye sin duda a este efecto de honestidad expresiva el hecho de que esté narrada en primera persona, que sea el propio Mostu quien nos cuente sus peripecias. A pesar de este exhaustivo retrato de época, la trama avanza sin rozamiento. Daniel Ruiz no deja que sus personajes naufraguen en la referencia memorística o histórica, en la magia (un poco negra, a veces) ochentera. La vitalidad del Mostu, la Tata y el resto de personajes inyecta savia narrativa en cada una de las páginas de Mosturito

La calamidad se cierne en sus múltiples avatares sobre la figura de Pedro. Pedro es -ya dijimos- feo, vive con una tía (la Tata) más bien dipsómana porque su padre era maltratador y acabó con la vida de su madre. Sus compañeros le insultan por su aspecto físico (ahora lo llamaríamos bullying ). Mosturito, sí, es un monstruo, pero un monstruo que suscita compasión y ternura. El carácter de Pedro, sin embargo, dista de ser pusilánime. Pedro lucha por hacerse un lugar, por ganarse el respeto de sus compa -

ñeros y también de sus mayores; y aptitudes no le faltan. Si el Pangloss volteriano opinaba que vivíamos en el mejor de los mundos posibles, parece que Daniel Ruiz se empeñase en mostrarnos (al menos en lo que se refiere a su personaje) todo lo contrario. Podríamos hablar de Pedro, anacrónicamente, como de un perdedor , aunque, en realidad, lo que nos muestra el autor es la vida no tan excepcional de un niño de los ochenta contextualizada en un barrio periférico de Sevilla. Resulta llamativo el contraste entre la corrección política actual, la retórica eufemística que usarían los medios para referirse a la vida de un Pedrito contemporáneo, y la descarnada narración a través de la cual Daniel Ruiz describe su peripecia. Los que estuvimos allí (no en sus circunstancias, pero sí en aquella década) apreciamos en las páginas de Mosturito la intensidad con la que se vivía la infancia y adolescencia durante aquellos años que todavía no conocían los ensalmos del pensamiento positivo y la corrección política. No se trata de cantar las bondades del pasado, ni mucho menos. Sí interesa anotar, como mencionábamos un poco antes, el hecho de que, pese a las dificultades que debe afrontar, Pedro no convierte su vulnerabilidad en un argumento para victimizarse sino que hace del resentimiento (contra los que tratan de abusar de él, contra la implacable y abstracta administración) un combustible para ir, si no superando las dificultades, al menos para tratar de no ser arrollado por ellas.

La literatura y el cine españoles están llenos de personajes que guardan semejanza con Mosturito. Desde el lazarillo hasta El Bola (Achero Mañas). Sin duda la novela de Daniel Ruiz añade una pincelada más a esa panoplia hecha de niños maltratados por la vida

y las circunstancias. Tras el fondo desolador (trufado de negrísimo humor, todo hay que decirlo) de la novela y la mezquindad y debilidad de muchos personajes, Daniel Ruiz termina construyendo un artefacto literario provisto de una belleza un tanto sórdida y cruel, pero belleza al fin y al cabo. La vida quizás no admita redención, algo que sí puede permitirse la literatura.

Revisitar al padre

Aura García-Junco

Dios fulmine a la que escriba sobre mí

Sexto Piso

216 páginas

Hay unos versos de la poeta norteamericana Sharon Olds que me vinieron a la cabeza mientras leía Dios fulmine a la que escriba sobre mí (Sexto Piso, 2024), la última obra de la escritora Aura García-Junco (Ciudad de México, 1988), los versos están dentro de un poema sobre su padre, sobre la muerte de su padre, al que Olds le dedicó un libro entero, como García-Junco. El poema al que me refiero se llama «Los cigarros»: «Y todavía,/», escribe Olds, «cada vez que veo un cigarro, siento / la urgencia de dárselo. Él amaba / pelar la piel sonora,

/ sentir ese cuerpo ligero enrollado a mano, / morder la punta, sostener el fósforo / en el extremo opuesto y chupar». Y sigue así: «Era / su única canción, esa calada / era esa canción o ninguna. Y después, / por un momento alrededor de su boca, / una nube, azul como lo blanco / de los ojos de un recién nacido, / el alma con que había nacido». El padre de Sharon Olds murió de cáncer en el hospital, ella lo cuidó hasta el final, lo vio morir, escribió un libro entero, poema a poema, desmigajando, verso a verso, no tanto la vida de su padre como su muerte. Pensaba en los cigarrillos del padre de Olds, en sus caladas, en esa nube azul en torno a su boca mientras leía a García-Junco hablar sobre las páginas amarillas de los libros de su padre, las páginas macilentas por el humo y la nicotina de los cigarrillos que, entre otras cosas, llevaron a su padre a una muerte distinta, más veloz, más fulminante, muerte igualmente, en 2019. Hay maneras, mil maneras de escribir sobre el padre, es todo un subgénero literario que, personalmente, me apasiona porque intentar entender al padre es como intentar sostener entre los dedos unos granitos de arena. ¿Quién puede atraparlos? ¿Cómo se puede llegar a conocer del todo a un padre? ¿Detrás de cuántas máscaras —máscara sobre máscara puestas sobre el rostro para soportar la vida— se puede esconder un padre?

Más que de ninguna otra obra literaria sobre el padre, más que de Karl Ove Knausgård o de Héctor Abad Faciolince o de Richard Ford o de Philip Roth o de Marcos Giralt Torrente —todos hombres, por cierto—, pensé, nada más empezar a leer a García-Junco, en un libro que leí hace más de una década, un libro que conservo en mi biblioteca como una rareza, descatalogado ya: Correr el tupido velo de Pilar Donoso. Este libro es un retrato honesto y

durísimo de un padre que la hija escribió partiendo de las decenas de diarios que él sostuvo durante toda su vida. Su padre fue el escritor chileno José Donoso y en el libro ella confrontó lo que su memoria guardaba de él, de todas sus máscaras, para intentar componer un retrato, su retrato como hija. En una de las páginas lo explica así: «Al conocer otra de sus máscaras, una de las más ocultas, lo vi más humano, más terrenal ante mis ojos de hija, de manera que simplemente comprendí o quizás también preferí “correr el tupido velo”».

Pilar Donoso tardó diez años en escribir sobre su padre, Aura García-Junco empezó este libro justo un año después de la muerte de su padre y lo escribió, según ha confesado, como una posesa. Y quizá eso se nota, sobre todo, al principio. Su padre fue Juan Manuel García-Junco, conocido en la escena contracultural de la Ciudad de México como H. Pascal, escritor, tallerista, creador del fanzine Goliardos, hombre de letras, fumador y lector empedernido, divorciado, padre de dos hijos. Después de morir, lo que le quedó a la hija fueron los libreros y los miles de libros del padre. Y ella, entregada a la tristeza, a la melancolía, al ejercicio detectivesco y autobiográfico de conocer quién fue su padre más allá de su padre, comienza a explorar como una bibliófila desesperada los ejemplares de la biblioteca paterna. «¿Cómo acercarme a él? Los recuerdos son aire doloroso. Cada vez que intento acceder a ellos, se me escapan. Solo me quedan los objetos que, sin querer, me heredó». La hija y el hijo entran en la casa del padre, catalogan las pertenencias del muerto, aquí una piensa en Paul Auster y en La invención de la soledad , referencia que cita la propia García-Junco, y también en La muerte del padre de Knausgård, en lidiar con lo tangible,

lo físico, los objetos del muerto, los fantasmas de su vida que llegan a ser todas sus pertenencias. Es este un libro inteligente, erudito, lleno de referencias, al principio, demasiadas desde mi punto de vista. Se intuye cierto miedo, inseguridad a la hora de explorar la pérdida desde la propia vulnerabilidad, desde la emoción, como si la autora de tan dolida, de tan rota por la muerte del padre, escribiera con los dedos entumecidos, apuntando una referencia tras otra para borrar el lugar de intimidad de la página, escondida ella, su cuerpo, su dolor, bajo la mole libresca. Y por eso, precisamente, la primera mitad de este libro se me hizo agotadora, las referencias me parecían una mera interrupción para contar lo importante, no solo quién era ese padre, sino quién era esa hija que lo buscaba. Hay un momento muy lúcido, casi fulgurante, cuando la hija hace el necesario ejercicio de ver a su padre como hombre, como sujeto de deseo, todo esto contextualizado en la era post MeToo: «Mujeres fatales por todas partes, como si fuera un espejismo. Cuando mi papá estaba vivo, yo tenía dos grandes miedos. El primero, del que hablaré después, se terminó con su muerte. El segundo me sigue revolviendo las tripas, todavía sobrevuela su cadáver de polvo. Nosotras. Mi papá y nosotras (…) A veces fantaseo con hablar de esto con otras escritoras, con pedirles que muestren algo de su relación con sus padres. Quiero saber qué piensan, si los conflictos de género también los sienten en el vientre y en la tráquea. Verlas de frente y preguntar con el corazón en la boca del cuello». Y entonces, como si quisiera quitar todas las máscaras posibles, arrancarlas de golpe, quedarse desnuda, lanza unas preguntas al aire, preguntas que van dirigidas a las lectoras, a las escritoras de su generación pero,

sobre todo, a ella misma, preguntas retóricas: «¿Qué sienten cuando, si es que, ven a su papá tirar una mirada indiscreta a una mujer muy joven? ¿A ustedes también les ha hecho un comentario sobre su cuerpo que ha dejado una marca? ¿Ustedes también temen verlo salir un día cualquier en un escrache de red social? ¿Cómo logran el balance entre entender y no excusar? ¿Han llorado ante el miedo de que no se cuide porque es un hombre tan hombre que no necesita de un doctor? ¿Alguna vez han deseado no tener padre? ¿Su papá se acordaba de su cumpleaños cuando eran niñas? ¿Les resultaba complejo amarlo? La vergüenza es demasiada», concluye la autora explorando desde la duda esa masculinidad que arrastran los padres de varias generaciones y que condiciona los afectos y los vínculos.

Se van cayendo también las máscaras de la autora para dejar paso a una escritura menos híbrida, más honesta y frágil, ya no tan temerosa de exponer las vulnerabilidades de la relación compleja y difícil que mantuvo con su padre. Reconozco la voluntad de construir algo que trascienda la anécdota, la vivencia personal, una escritura universal sobre el padre. «¿Qué hago con este hombre que tanto se dedicó a dinamitarse?», se pregunta, «¿Qué hago con esto que siento y qué hago con las culpas que nuestra relación me genera aun ahora?».

Dios fulmine a la que escriba sobre mí es un libro imperfecto, personalísimo, un viaje de exploración en torno a las sombras del padre. Hay también lugar para la elipsis, la madre es la gran elipsis de esta historia. Quizá tenga sentido que sea así, lo pienso justo cuando llego al final de sus páginas, pienso de nuevo en Pilar Donoso, me resulta inevitable la comparación cuando dice al comienzo de Correr un tupido velo: «Voy a

tratar de contar esa historia —que es la mía en relación a él, finalmente— sin pretender un análisis literario de su obra, ni menos uno psicológico de su compleja personalidad. Será, más bien, la visión de una hija-niña, hija-adolescente, hija-mujer que lo acompañó, lo admiró, lo amó y lo odió. De modo que no esperen objetividad alguna; son los recuerdos de ese fantasma que me persiguen y me perseguirán por siempre». Y así, H. Pascal o Juan Manuel García-Junco, el papá de Aura, la escritora, quedará aquí, escondido entre una vaharada azul, mitad hombre, mitad fantasma, todavía un enigma, una biblioteca infinita con olor a humo de cigarrillo.

por Carmen G. de la Cueva

Ocaso y fascinación:

un díptico perturbador

Eva Baltasar

Ocaso y fascinación

Random House

128 páginas

Hay algo de ambiguo ya desde el propio título, Ocaso y fascinación , en el nuevo trabajo narrativo de Eva Baltasar. Si bien el «ocaso» y la «fascinación» no son dos antónimos, la escritora catalana parece enfrentarlos en el título, convirtiéndolos en dos momentos distintos que, paradójicamente, subvierten el orden natural de las cosas en cuanto una tendría a pensar que el ocaso es, siempre, el preludio de un final próximo, inminente. Sin em -

bargo, este juego de oposición es solo aparente, porque en realidad entre estos dos momentos hay una continuidad que hace que el ocaso no sea sino un momento previo a un renacer. En otras palabras, el ocaso no es aquí ninguna conclusión, sino la posibilidad de un nuevo inicio. Y es de esta manera que la obra de Baltasar se vuelve nuevamente ambigua, puesto que este nuevo inicio puede leerse unido a lo anterior, pero también desligado. Por tanto, ¿estamos delante de una novela? ¿Es una obra compuesta por dos nouvelles? Muy probablemente, el mejor término para definir Ocaso y fascinación , novela escrita originariamente en catalán y traducida al castellano por Concha Cardeñoso, sea el de díptico, puesto que consta de dos partes que, aun funcionando de manera independiente, están inevitablemente unidas. Y lo que las une es la voz de la protagonista que, en primera persona, cuenta su historia que, en gran medida, se resume a través de las dos citas pertenecientes al Gilgamesh que Baltasar transcribe al inicio de cada una de las dos partes. «En la casa del polvo en la que yo entré» : con estas palabras del Gilgamesh comienza el «ocaso», término más que apropiado para definir el viaje a los infiernos de la protagonista, que, un día, se ve expulsada de la habitación que ha alquilado. De un día para otro, se ve en la calle y sin la posibilidad de conseguir un sitio sin dormir. La joven ha estudiado pedagogía y trabaja en una ludoteca, donde gana lo mínimo para mantener el día a día. En su bolsillo apenas queda dinero. Y, pocos días después será despedida, perdiendo así la posibilidad de conseguir ese poco dinero que ahora tiene. «Me senté en un banco sabiendo que el solo hecho de mirar no quiere decir nada, pero lo que

miras te define. Estaba cansada, el aceite de las patatas me martirizaba el estómago y tenía frío, el frío que siente el cuerpo cuando quiere dormir». Así describe su primera noche a la intemperie la protagonista. Lo que mira es una ciudad de noche, bancos ocupados por personas que como ella no tienen casa, aceras por las que deambulan quienes no saben dónde ir. Unos días después, su visión será diferente, tras encontrar trabajo limpiando las casas de los demás.

La limpieza se opone a la suciedad, a esa suciedad social de la pobreza y de las violencias sufridas por quien vive en los márgenes -y aquí hay que señalar que la protagonista es expulsaba, apartada los márgenes; no es alguien, como las protagonistas anteriores de Baltasar, que optar por estar en los márgenes, eligiendo un modo de vida y de relaciones concretas- y a la suciedad que la protagonista quita con fuerza en sus horas de trabajo. Baltasar desarrolla una poética de los objetos y de las casas: la protagonista está obsesionada por dejarlo todo perfecto. Limpia con fuerza, lustra y encera para después disfrutar de esos espacios que no le pertenecen, pero de los que se apropia. Hay una erótica de los objetos: tocarlos, admirarlos, disfrutar de su belleza. Carente de todo, para la protagonista, disfrutar esas casas que no le pertenecen es una forma de apropiarse de ellas, pero solamente momentáneamente. «Me fascina esta idea de un mundo solo para pasar por él. El mundo valiente que no te obliga a ocupar». Con ecos bachelardianos, Baltasar reflexiona así sobre la propiedad como mecanismo de privilegio y de exclusión y, por tanto, sobre las violencias que de ella derivan; sobre cómo habitar los espacios de otra manera; sobre las necesidades creadas; sobre el

habitar los espacios como construcción de una vida y, por tanto, sobre el sinsentido de las casas deshabitadas, de las casas no vividas. Al limpiarlas, al cuidarlas, la protagonista habita realmente estas casas. La poética de los objetos se desliza lentamente hacia una poética de los cuidados: el cuidado del entorno, del propio cuerpo, redescubierto tras meses de duro y explotado trabajo, y del otro. De esta manera, se llega a ese final del ocaso que es un nuevo inicio.

«Volvió y se sentó a los pies de la Diferente, miró a la Diferente a la cara», dicta la cita del Gilgamesh con la que da inicio la segunda parte, una nouvelle que bascula entre el terror y lo fantástico, al mismo tiempo que tiene un fuerte componente religioso. Aquí la protagonista vive en un piso compartido. Trabaja en una empresa d de limpieza y sus condiciones han mejorado. Un día, se le presenta en casa, la mujer en cuya casa trabajó y cuyo marido la despidió al descubrir que, después de limpiar, utilizaba la casa a su antojo. ¿Por qué se presenta esta mujer? ¿Quiere disculparse? ¿Huye de algo? La mujer se encierra en una de las habitaciones y de ahí no sale. La protagonista le lleva la comida, se preocupa de la limpieza suya y de la habitación. Esa mujer se convierte en la destinataria de sus cuidados, pero en la protagonista empieza a despertarse una devoción hacia esa mujer que no habla, que está ahí sin más. A través de una plaga de gusanos, la protagonista echa a los otros inquilinos. Quiere estar solo ella en ese apartamento junto a esa mujer, que sigue allí y cuya habitación se ha convertido en una especie de altar, al que la protagonista acude a ofrecerle sus ofrendas.

Es una pasión dionisiaca la de la protagonista hacia esa mujer, una

pasión donde no hay tacto, pero hay mirada, hay erótica, hay cuidados… La protagonista evoca a Gustav von Aschenbach, cuya admiración por el joven Tadzio lo lleva lugares oscuros, a enfrentarse con deseos ocultos. Hay también algo de oscuro y de terrorífico en la fascinación de la protagonista, en su adentrarse místico-religioso en un terreno que no queda definido. No se puede leer esta segunda parte en clave realista, pero sí se puede leer cómo el último gesto de la protagonista por construir un espacio y una casa propia, por articular un objeto que ya no sea mera decoración, sino un objeto de belleza y admiración. Es el último gesto de radicalidad de quien ha sido usurpada de todo, una radicalidad, quizás aún más política de la que se percibe en la primera parte, donde la denuncia es mucho más explícita, porque rompe con la lógica, porque escapa de lo asumible, porque hace que una termine la novela con desconcierto y perturbación.

La presencia de la nada y otras formas de aburrirse con la lectura

Inma Aljaro

Tedio y narración. Sobre la estética del aburrimiento en la narrativa: De James Joyce a David Foster Wallace

Cátedra

337 páginas

Que el aburrimiento nos lleva a descubrir el sinsentido de la vida es algo que hubiéramos podido descubrir sin ayuda de Inma Aljaro. Sin embargo, en Tedio y Narración , la académica nacida en Málaga nos lleva a esa conclusión a través de un interesante recorrido por la narrativa anti-mimética de una larga lista de autores contemporáneos,

que va desde la novela Ulises de James Joyce (1922) hasta El rey pálido (2011), la publicación póstuma de David Foster Wallace. Debo advertir que la autora no se interesa en la ficción fallida, que sin duda lleva al aburrimiento, ni en el uso retórico de este en otros géneros de la ficción, como el cuento. También es de notar que aunque su interés primario sea la literatura, toma ejemplos de las artes plásticas y de la música, como las películas de Andy Warhol o las piezas de John Cage y la banda de rock estadounidense Nirvana. El valor fundamental del ensayo es el análisis que propone del efecto narrativo de lo aburrido en algunos pasajes de las obras de autores de la tradición occidental, entre quienes están, además de los nombrados antes, Marcel Proust, Henrik Ibsen, Thomas Mann, Thomas Bernhard y Samuel Beckett.

El ensayo presenta al tedio menos como la negativa disposición afectiva que anula el interés de los lectores que como la posibilidad de reconducir este mismo interés hacia ciertos aspectos que de otra manera jamás se habrían planteado. A través de un extenso viaje desde la antigüedad grecorromana hasta la narrativa de la primera década del siglo XXI, Aljaro encuentra las raíces del aburrimiento en otros sentimientos afines como el hastío, la pereza, la melancolía y el spleen , y rastrea el influjo de estas «hijas de la acedia» en cuatro estrategias narrativas: la exageración, la repetición, la digresión y la acumulación. Las dos primeras se refieren a las narraciones que avanzan en espiral y enredan innecesariamente el sentido de la obra. La digresión del discurso podría asociarse a la «retórica de la reticencia que recurre al uso de elipsis y paralipsis como una manera de expresar la evagatio mentis ». Y, cuando es consecuencia de la verbositas , la acumulación disimula lo que tendría que revelar.

La autora recuerda que a principios del siglo XX el aburrimiento ya era considerado una sensación irritante contra la que había que luchar de cualquier manera, incluso con la violencia. Las artes visuales del entre siglo reflejaban esa condición, a través del deseo de romper con la tradición mimética del realismo. Igual que pasó en la plástica de entonces, también en la literatura de la actualidad se puede considerar el aburrimiento una categoría estética, siempre y cuando las obras tomadas en cuenta no tengan una intención pedagógica o de mero entretenimiento. Tal es el argumento de Tedio y Narración . Porque al aceptar que ciertas obras de comprobada calidad literaria son tediosas, se podría concluir que la intención estética de sus autores fue dotar al aburrimiento de una fuerza narrativa sin precedentes, demostrando con ese procedimiento que este estado de ánimo es un recurso fundamental en la narrativa contemporánea.

«Pudiera ser que el aburrimiento desencadene una experiencia estética cuando el lector (…) deje de interesarse por las preguntas que corresponden a lo tradicional —¿Qué pasará a continuación en la historia?— y, en vez de eso, reflexione sobre un nuevo interés, único, específico que irá surgiendo en su conciencia a partir del aburrimiento que siente», escribe Aljaro. En otras palabras, el uso intencionado de ciertas técnicas en la narrativa actual puede provocar en el lector una experiencia estética asociada a este ánimo y, como tal, inducir una apertura más crítica a la realidad. El aburrimiento se convertiría según esta estética en el pórtico a reveladoras experiencias literarias.

Fotografía de conjunto.

Con la excepción de La señora Dalloway (1925) de Virginia Woolf y

The making of Americans (1925) de Gertrude Stein, en Tedio y Narración no se analizan obras escritas por mujeres. A La señora Dalloway le dedica una sección del tercer capítulo, por considerar que a Woolf le interesaba romper con el modelo clásico en la ficción y donde mejor lo logra es en la novela citada, que registra un sinfín de ideas e impresiones de los personajes, las cuales van desde las más triviales hasta las más complejas, pues igual que Joyce en Ulises , Woolf superpone la técnica a los personajes y a la anécdota. La novela de Stein sigue siendo una incógnita para la mayoría de los críticos. Según Aljaro, el objetivo de esa obra de más de mil páginas es ayudar a la comprensión del lento progreso de la vida, pero no ha sido de las más comentadas de la autora debido al sopor que produce en sus lectores, el cual viene asociado a su complejidad. Stein «siempre defendió su estilo», nos cuenta Aljaro, con el argumento de que «todo lo que había hecho había sido bajo la influencia de Flaubert y Cézanne».

Se me ocurre que para romper la fotografía del conjunto masculino, blanco y anglosajón de escritores convocados para este ensayo se deberían añadir comentarios sobre obras de autoras como, por ejemplo, Doris Lessing, Nadine Godimer o Toni Morrison. Como ficción del espacio interior que convierte lo social en íntimo, en El cuaderno dorado (1962) Lessing apela intencionadamente a la digresión y al exceso, técnicas narrativas que Aljaro asocia al tedio. Algo similar puede decirse de El último mundo burgués (1987) de Gordimer y La canción de Salomón (1977) —incluso, Beloved (1987)— de Morrison, donde, a la usanza de Woolf, se rompe con la manera tradicional de escribir para privilegiar la intimidad de los personajes en el registro de una miríada de impresiones cotidianas. Estos

son solo ejemplos que se me ocurren, de buenas a primeras, tomados de la tradición escrita en inglés. También en las breves páginas donde Tedio y Narración aborda la tradición literaria en castellano queda la sensación de que falta algo para completar la visión panorámica. Los únicos autores tomados en cuenta son los argentinos Julio Cortázar y Juan José Saer, así como el chileno Roberto Bolaño. Vista la multiplicidad de estrategias narrativas asociadas al tedio, cuesta creer que una académica española no pudiera encontrar novelas escritas entre 1922 y 2011 por algún compatriota que experimentaran con el aburrimiento, como hacen Saer en Nadie nada nunca (1980) o Bolaño en 2666 (2004) Debo señalar, sin embargo, que la parte mejor lograda del ensayo es el análisis que hace de cómo las divagaciones, las repeticiones y las narraciones en espiral son las estrategias del tedio que el autor chileno utilizó para sacar a sus lectores de la cotidianidad narcótica y hacerles ver la brutalidad deshumanizadora de los feminicidios. «El aburrimiento, expresó en alguna ocasión Bolaño, solo puede derivar en el horror» señala Aljaro: «Nos convierte en zombis o tiranos». El tedio al que se refiere no es precisamente el literario, sino el de las sociedades aquejadas por la violencia cotidiana.

Comprendo lo ingenuo que resulta hoy la expectativa de que alguien aborde en un solo ensayo la inmensidad de una tradición narrativa, pero las ausencias a las que me refiero tenían solución, y con más razón en un libro que trasciende el simple propósito divulgativo a través de un sólido estilo académico, manifiesto en la abundancia de notas al final de cada capítulo —son cinco— y en la bibliografía de treinta páginas. Una nota en la Introducción en donde se expusiera por qué el ensayo se limita a los escritores

que cita y que diera señales de la conciencia de la autora sobre las limitaciones de su trabajo, como es costumbre en el estilo académico, habría dado la sensación de que Aljaro estaba consciente de qué quedaba por fuera de su libro. Incluso, si en el Epílogo se hubiera referido a posibles derroteros que otras investigaciones podrían tomar desde sus conclusiones, la sensación seguro habría sido menor. Afortunadamente, por Internet me entero de que la autora vive en Barcelona y continúa su investigación sobre estos temas, así que seguramente tendrá ocasión de probar sus teorías en otros contextos.

En realidad, lo importante de Tedio y Narración no es la lista de nombres que convoca, que es larga, sino cómo aborda las técnicas narrativas que esos autores han usado para representar lo pesado de la vida contemporánea y el argumento de que aburrir al que lee es la manera más eficaz de lograr que proyecte su tedio en el contenido de la obra y a partir de allí convierta su experiencia lectora en un estímulo para su capacidad crítica. «El aburrimiento nos lleva a la desmotivación, a la desilusión, a la apatía, a la depresión o incluso a la autodestrucción», escribe la autora en la Introducción al libro: «Pero también hay quien defiende que promueve un desesperado ímpetu creador que permite escapar de él».

por Michelle Roche Rodríguez

Nunca es tarde para construir una biografía

Mariana Sández

La vida en miniatura

Impedimenta

192 páginas

«Eso de durar y transcurrir / no nos da derecho a presumir / porque no es lo mismo que vivir / honrar la vida». Esa sensación –o esa certeza–, expresada en la letra de una bella canción de la argentina Eladia Blázquez, es lo que atribula a Dorothea Dodds: a sus 59 años, nunca se marchó de la casa paterna en Buenos Aires, nunca tuvo una pareja «real» (lleva casi dos décadas enredada en una relación que no conduce a ninguna parte), y el único trabajo que ha ejercido es el de asistente de su padre, un renombrado artista

cuya sombra ha sido demasiado oscura y demasiado pesada para su descendencia. En el reparto de la rebeldía familiar, Enrique, el hermano mellizo de Dorothea, pareciera haberse quedado con todo: desde hace más de tres décadas vagabundea por el mundo, y el contacto entre ambos se limita a las postales que él envía desde la ciudad en la que se encuentra y a los dibujos con los que ella recrea las imágenes de esas postales y con los que completa el ida y vuelta postal. Mientras él vive, ella imita la vida desde el sitio fijo en que permanece y transcurre. «Una mujer sin biografía», se considera Dorothea.

Pero entonces, un día, decide empezar a vivir. Y entonces empieza La vida en miniatura , el tercer libro –la segunda novela– de Mariana Sández (Buenos Aires, 1973): todo lo resumido en el párrafo anterior no es más que el contexto, el escenario inicial, el punto de partida. Dorothea aprovecha que ha viajado a Inglaterra para asistir al funeral de un tío y se queda en Londres, en la casa de su prima Mary, quien a su vez viaja a Buenos Aires para ocupar, a su manera, el lugar de Dorothea. Es Mary –una personalidad opuesta a la de su prima: una mujer «excéntrica», con «una luminosidad» y «un desparpajo diferentes», que «no parece tenerle miedo a nada» (pp. 28-29)– quien anima a Dorothea a quedarse en el país de origen de su padre, y quien le consigue trabajo: una especie de couch surfing a través del cual cuidará casas y mascotas ajenas a cambio de alojamiento y a veces algo de dinero. Una ocupación que la llevará a conocer varias localidades inglesas y a una galería de pintorescos habitantes, pero sobre todo a conocerse a sí misma, enormes parcelas de su propia personalidad que nunca se había atrevido a explorar.

La vida en miniatura es una novela de aprendizaje, con la salvedad de

que, a diferencia de lo habitual en ese género, la protagonista no es una niña; al menos no en términos cronológicos y biológicos. Su transición se relaciona con otra especie de madurez. «Me movió darme cuenta de que pronto voy a cumplir sesenta –dice Dorothea–, edad en que una mujer puede jubilarse, y el único empleo que tuve hasta ahora ocurrió bajo el ala familiar, algo que durante años he sentido como una especie de no trabajo, o más bien como una ocupación nepotista. Quería, quiero todavía, estar orgullosa de haber conseguido y mantenido un puesto propio, sin atajos ni acomodos, por mi capacidad. […] Aunque después, en definitiva, no me jubile enseguida o lo haga como secretaria de papá, dentro de mí ya tengo derecho a otro título, y eso, por tonto que suene, me colma» (p. 87).

Por primera vez Dorothea afronta la vida adulta, en soledad, con la obligación de asumir todas las responsabilidades que eso conlleva, pero también con la satisfacción de no tener que rendir cuentas a nadie. Es un plan temporal, y en parte por eso se trata de una vida en miniatura («la poesía es la continuación de la infancia por otros medios, y la miniatura, un objeto transportable, ideal para los seres nómades», apunta María Negroni desde uno de los epígrafes de la novela). Pero una vida al fin.

La narradora de la novela es la propia Dorothea, aunque en varios pasajes –claves– quien toma la palabra es Mary, para ofrecernos su mirada no sólo sobre Dorothea sino también sobre sus padres, su entorno, las condiciones que de algún modo han moldeado la vida de su prima. Es de Mary la voz de las primeras diez páginas de la novela, la que cuenta casi en el principio: «La mañana del día en que tenía todo preparado para desertar, Dorothea se dejó caer en la cama gemela a la mía y dijo: No sé si puedo » (p. 15).

Desertar , dice, como un soldado que abandonará su ejército o, más preciso aún, como el ciudadano de un régimen opresivo que aprovecha su oportunidad para cruzar una frontera, quedarse del otro lado, procurar la libertad.

El nombre de Dorothea recuerda inevitablemente al de Dorothy, la protagonista de El mago de Oz , una niña a la que un tornado lleva hasta un país extranjero y que vive allí una serie de aventuras rodeada de personajes pintorescos. En el clásico de L. Frank Baum, Dorothy vive con su tío Henry; en la novela de Sández, Henry es como suelen llamar a Enrique, el hermano de Dorothea. «Tener dos nombres, o el nombre traducido, es como llevar una doble vida, una personalidad duplicada. En el fondo encierra un peligro», le dice a Dorothea uno de los amigos que se granjea en su vida de cuidadora de casas y mascotas. Y después sugiere que «las elecciones de los nombres dicen suficiente sobre las expectativas de los padres, ¿no es cierto?». Ella responde que «Henry es nombre de rey, de monarquía, de grandeza. Dorothea, en griego, significa regalo del cielo o de los dioses. Es nombre de humildad» (p. 143).

Con relación al nombre de la protagonista, también se puede destacar su afán por convertirlo en adjetivo («los límites aerodinámicos que el formato dorotheico permite», p. 44) e incluso en adverbio («pronuncié en una voz dorotheicamente alta», p. 108), algo que no parece un acierto, aunque por lo menos sucede sólo en ese par de ocasiones, a diferencia de lo que ocurría en Una casa llena de gente , la primera novela de Sández, en la cual los juegos de palabras con el nombre de Gloria, uno de los personajes, son mucho más fatigosos. Hay, por cierto, una conexión entre ambas novelas. En la primera, un párrafo anticipa la historia de Dorothea; hacia el final

de la segunda Mary le dice a su prima: «Quedé en tomar un café con tu amiga Emily Douglas por acá cerca, tal vez venga también su hija Leila, a quien vos querés tanto, y no sé si la nieta, Charo» (p. 156), tres de los personajes de la novela anterior. Es un guiño para los lectores y, a la vez, una forma de situar ambos relatos en el mismo universo (e incluso de ubicarlos temporalmente, pues Una casa llena de gente comienza cuando Leila ya ha muerto), el universo de la clase alta de Buenos Aires, orgullosa de su abolengo británico, que vive en mansiones valuadas en 2 millones de dólares, que blinda sus casas con los sistemas «que deben usarse en el acceso a las cajas de seguridad de los bancos o a la sección de los peores criminales en un penal » (p. 73), cuyos miembros al sentarse a descansar en una reposera pública en Inglaterra lo que piensan es que «en Argentina no durarían ni medio día, se las robarían en el acto» (p. 45) y que considera que «tomar cualquier taxi en Buenos Aires es siempre una apuesta muy jugada» (p. 92). Mariana Sández vive en Madrid.

La aventura de Dorothea se dibuja sobre la geografía inglesa: Saint Albans, York, Liverpool (con su correspondiente homenaje a los Beatles en la figura de un auténtico Father Mackenzie), Chester, Oxford, Stratford-upon-Avon, Reading, Bath… Pero la novela no tiene nada de crónica de viaje; al menos no en un sentido convencional. Es, en todo caso, la crónica del viaje interno de Dorothea, la búsqueda de lograr que la imagen que ella tiene de sí misma («informe, imprecisa o insustancial») se acerque a la Dorothea que ven esos ingleses con los que se relaciona en esos días, unas personas que la valoran, la aprecian y hasta componen canciones en su honor –unas canciones que se pueden escuchar gracias a un código QR incluido al final del libro–;

que las dos imágenes de Dorothea coincidan «como dos cartografías superpuestas: la del mapa con sus huellas reales y la del papel de calcar con la copia» (p. 165). El camino hacia la construcción de una biografía, hacia una vida de verdad. Aunque sea en miniatura. Porque probablemente no importe tanto la duración de una vida como la plenitud que esa vida alcance –la plenitud de olvidar las comparaciones con su hermano, con su prima, con su propia imagen de sí misma–, aun si ese estado no dura más que unas semanas, un destello. A lo mejor en eso consiste honrar la vida.

por Cristian Vázquez
La casa uncida

al cuerpo

Florencia del Campo Que tenga una casa

Candaya

160 páginas

siempre atadas, ambas, a obsesiones y valores masculinos. Al final de su conferencia solicitaba cien años de espera para ver los resultados que esos estímulos nos podían deparar.

Pues bien, esos cien años han pasado. Reconozcamos que Virginia Woolf tenía razón en aquel poético ensayo, y que la nómina de escritoras, temáticas y sensibilidades de la novela no ha dejado de crecer desde entonces. De alguna forma, Que tenga una casa, la nueva novela de Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982), nos remite a la búsqueda de ese destino desde una perspectiva actual: encontrar trabajo, tener una habitación propia, dedicarse a escribir.

El libro comienza en una residencia de escritura, la primera de las muchas estancias que vamos a habitar junto a la autora. La protagonista está allí con el propósito de escribir un libro de cuentos sobre las casas que pertenecieron a su familia en la Argentina. Pero ese libro no avanza y mientras la autora se cuestiona las razones -género, narrador, tono-, rememora las casas que han sido importantes en su vida, al tiempo que nos habla de la infancia, la familia, un padre ausente, la enfermedad de la madre o las relaciones de pareja. El frustrado libro de cuentos se torna, así, en una novela híbrida hecha de apuntes biográficos, pensamientos y reflexiones sobre la propia escritura y sobre las casas que alguna vez fueron tomadas por el espíritu de la autora.

En la primera parte del libro, la protagonista recuerda su llegada a Madrid y las dificultades de adaptarse a un país extranjero. Son años de trabajos precarios y habitaciones impropias donde la posibilidad de vivir y escribir es incierta. Ese periplo inicial termina cuando llega el dinero de una herencia —las 500 libras de Virginia Woolf— y la protagonista se lanza a buscar su habitación propia en los alrededores de Madrid con la ayuda de un amigo. Tras una intensa búsqueda, aparece una casa en la sierra, una casa herida como ella que le trae recuerdos. Algunas de las mejores páginas del libro acompañan esa búsqueda que es también una búsqueda de sí misma. Entonces casa y cuerpo se confunden, y mientras la autora va al psicoanalista o a fisioterapia, la casa se llena de albañiles y fontaneros. Además de esto, el libro es también una reflexión sobre el propio proceso de escritura. Desde las primeras páginas, la autora problematiza abiertamente con los géneros y cambia el narrador de primera a tercera persona en un juego poético que va creciendo en los últimos capítulos. El libro tiene un hermoso final circular. La autora no ha encontrado la voz ni el tono adecuado para escribir su libro de cuentos; pero por el camino ha encontrado una novela. Y tal vez algo más importante todavía: su Rosebud particular.

De forma real y simbólica, en 1928 Virginia Woolf reclamó para las mujeres 500 libras anuales y una habitación propia —con pestillo—, de modo que pudieran escribir novelas en las mismas condiciones que los hombres. Tener trabajo y dinero nos otorga libertad para poder contemplar el mundo; y una habitación propia, la privacidad necesaria para sentarse a escribirlo. El pestillo simbolizaba la no intromisión, la capacidad de pensar por sí mismas. Al mismo tiempo, exhortaba a las mujeres a remar en esa dirección: formarse, buscar un empleo, escribir. Dado que esa situación no se había producido hasta entonces, Virginia Woolf sostenía que todavía no conocíamos la verdadera naturaleza de la mujer ni de la novela, por Jacobo Iglesias

Podríamos pensar que las casas son el pretexto para hablar de todos esos temas, pero no es así. La autora liga las casas a su propia historia como si estas fueran una extremidad misma del cuerpo. Todos arrastramos una serie de casas con nosotros. Uncidas al cuerpo, terminan siendo una carga sentimental o material, pero siempre revelan algo de nuestra vida. La autora utiliza esas casas como una forma de explorar relaciones familiares y de pareja o simplemente para encontrarse a sí misma: la casa como psicoanálisis.

Que tenga una casa es la formulación de un deseo, la moneda que se tira a una fuente para soñar con la posibilidad de tener unas llaves en el bolsillo, un sitio adonde volver siempre, o simplemente aquello que anhelaba Virginia Woolf para las escritoras: una habitación propia donde poder escribir con libertad.

Demente pabellón de reposo

José

Antonio Llera

Una danza con los pies atados

Aristas Martínez

192 páginas

propósito de Mann había sido «hacer una obra cuyo tema fuese la seducción de la Muerte y la Enfermedad».

El lector de la obra, enfrentado a esta obra culturalista y voluminosa, podía vivir su propia formación moral e intelectual conversando, junto a Hans Castorp, con el vanidoso erudito Settembrini y el religioso Naphta, enamorándose de madame Clavdia. No era la única obra de Mann de estas características, pues en su relato wagneriano «Tristán», el protagonista (escritor) decidía residir también en un sanatorio. Y es que el motivo del Pabellón de reposo (1944), por decirlo con el título de Camilo José Cela, tiene cierta tradición literaria.

En este relato, se narraba la vida de siete enfermos en un sanatorio para tuberculosos que pasaban las horas lánguidamente. El propio autor gallego dijo de esta su segunda novela que en ella «no pasa nada». Pero ¿qué puede ocurrir realmente en cualquier casa de salud, donde parece que el reloj se detiene y se carece de un propósito de vida? Tal cosa recrea José Antonio Llera (Badajoz, 1971) en Una danza con los pies atados: expresión tomada del poemario Hierba respirada (2018), de Anxo Pastor, que ya refleja esa mezcla de estatismo de un lugar hospitalario y la inercia humana de seguir en movimiento, de sobrevivir. En sus páginas, un grupo de personajes muy extravagantes desenmascaran sus vivencias y pensamientos, y lo mejor en torno a ello es el estilo del autor: «Antes de la medianoche, miro al río, miro desde el puente tus ojos de ahogada, hija, y el olvido se hincha como la madera, y la madera se clava en las costillas y en las palancas del mundo (el mundo es un enfermo que se lo hace encima, ¿lo sabías?)», se lee al inicio.

tal es el dietario  Cuidados paliativos (2017). En el caso de Una danza con los pies atados, el texto se enriquece con puntos de vista narrativos diversos o monólogos interiores, a lo que se añade algún dibujo, alguna fotografía, y recursos textuales a modo epistolar o como diario. Así se manifiestan un viejo anarquista y su hija Magdalena, que lo visita de tanto en tanto, por ejemplo, entre otros antihéroes que ocupan el Manicomio del Carmen, entre barrotes de hierro, gramófonos que repiten la misma canción o electrodos que tratan de apaciguar a los pacientes.

Pero tal apaciguamiento será interior, demente, hasta poético: «Me calmo dando gritos y oigo un portón que se cierra a golpe de cerrojo, y un gallo, ahora lo siento, que me picotea el glande, que se espesa en su galladura, eso será, lo oigo hasta que sangro (él o yo, no lo sé), toda la mañana». La voz del padre que habla dice haber «existido en el reino de los ahogados», de lo cual el manicomio es tanto un precedente como una continuación, y que está regentado por monjas, como sor Anunciación, incapaces de vislumbrar el dolor que desgarra a cada uno de los internos. De modo que es un lugar del que, indefectiblemente, se desearía escapar, como se cuenta en el capítulo 4 en torno a un malogrado intento de fuga.

Es 1911, el año en que se establece en el sanatorio suizo de Davos junto a su esposa, que se encontraba enferma, tal vez la etapa decisiva en la vida de Thomas Mann, el punto de inflexión en su trayectoria literaria. Aquella visita a un lugar aislado, en medio del espectáculo que ofrecía la naturaleza salvaje, donde el tiempo parecía detenerse y enfermos de diferentes nacionalidades vivían de espaldas a la realidad del mundo, inspirará un texto que iba a tener ocupado al escritor alemán doce años, La montaña mágica (1924). En este sentido, su traductor Mario Verdaguer, en las «Palabras preliminares» de la vieja edición de Edhasa, aseguró que el por Toni Montesinos

La potencia de la prosa de Llera, profesor de Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid, procede de su pulsión poética: ha publicado seis libros de poesía desde 1999, y cuenta con otro escrito que evoca más trasfondo de sanatorio,

Asimismo, destacará el soliloquio de un psiquiatra que se pregunta cómo ha acabado trabajando en el sanatorio y que recuerda sus años de formación en Madrid, en la Residencia de Estudiantes. Y el de Magdalena, que se sueña ave hasta llegar donde tienen encerrado a su padre, y todo a lo largo de una narración en que, a efectos de la acción, «no pasa nada» pero sin embargo se yergue todo un mundo infinito: mental, doloroso y pleno de incertidumbres.

Atrincherados y rabiosos

Páginas de Espuma

192 páginas

Hasta la llegada de las redes sociales, la rabia era un sentimiento íntimo, que pocos podían exhibir en público. Ahora, cientos de millones de personas se instalan diariamente delante de un teclado a ventilarla frente a audiencias potencialmente multitudinarias. Este fenómeno resulta especialmente evidente en «X» (antes llamada Twitter), cuya lógica contribuye a anular la profundidad y el matiz, y contribuye a radicalizar las posiciones, haciendo que casi cualquier intercambio se vuelva cruento.

El libro se abre con «Irreversibilidad». Ahí, el asistente del físico, filósofo y tuitero Armin Zorn-Hassan salda cuentas con su maestro en un obituario escrito con un estilo asfixiante, sin puntos seguidos, que cobra la forma de un monólogo interior que arranca, frena y se reinicia una y otra vez para añadir, retirar y darle nuevos enfoques a la vida y el legado de Zorn-Hassan, hasta componer un perfil poliédrico e implacable. Colando elementos autobiográficos, el asistente termina revelando su mayor decepción: haber sido incapaz de quebrar la costra de indiferencia y menosprecio de su maestro, que nunca lo consideró a su altura.

Este flujo de la consciencia joyceano da paso a «Fatalidad», que homenajea y actualiza la tragedia griega empleando, como dice Adriana Bertorelli, el género dramático latinoamericano por excelencia: la telenovela. Investidos con nombres clásicos, los integrantes de una familia ventilan sus conflictos empresariales, dejando traslucir los celos y rencores que llevan macerando por años.

En «Enrabiados» queda clara la preocupación de Volpi por la forma literaria. Cada relato es una búsqueda, donde la estructura, el estilo, el tiempo y el punto de vista del narrador son cuestionados y renovados hasta encontrar esa coherencia que, en las buenas ficciones, vuelve inseparables al fondo y la forma, emancipándolas del mundo real.

Quizá la única excepción sea «Sustentabilidad», un relato previsible que, desde una aproximación más clásica, describe el auge y caída de la ecologista Eva Lundqvist. Nombrada ministra de Sustentabilidad de Suecia, Lundqvist descubre un infierno de celos, traiciones y despechos que detona cuando una cuenta anónima de «X» la acusa de corrupción.

les víctima de los mismos mecanismos de desinformación y calumnia que la encumbraron. El diseño de «Transparencia» es tan astuto que, de una manera sorprendente, termina aproximando el caos y ramplonería habituales en «X» con la poesía.

Los protagonistas de «Atonalidad» están vinculados con la música: una arpista profesional que colapsa, un empleado que encuentra consuelo en unas melodías oídas por casualidad desde su apartamento, una mujer que se venga de quienes la despreciaron gracias a un oboe diabólico, una cellista atormentada que ofrece el peor concierto de su carrera. Subtitulados con indicaciones musicales que fijan su ritmo y escritos con una prosa especialmente repujada, los fragmentos de «Atonalidad» presentan a un puñado de seres solitarios y desesperados, para quienes la música puede ser un alivio y una condena.

El conjunto se cierra con «Poética» una parodia de la vida literaria que transcurre durante un congreso de escritores en Utah. Una mañana, el novelista Juan Jacobo Dietrich aparece muerto en su habitación. El encargado de investigar el crimen será su amigo de juventud Santiago Contreras, autor de novelas policiales, que aprovechará las claves aprendidas en sus ficciones para esclarecer el caso. Aquí la experimentación con el punto de vista del narrador se vuelve explícita y fundamental para la resolución de la historia.

Combinando sátira, cinismo y humor, «Enrabiados» reflexiona sobre el curso tomado por el mundo, donde las nuevas tecnologías contribuyen a generar una realidad paralela (es decir, una ficción). Con estos relatos, Volpi confirma su destreza en la construcción de atmósferas, el manejo de registros diversos y el empleo de una abundancia de recursos narrativos para crear unas ficciones redondas y sugerentes. Aunque su pluralidad formal puede darle un aire irregular, «Enrabiados» es un volumen fresco, que apuesta y consigue expandir los límites de la forma narrativa.

La pandemia disparó la rabia dentro y fuera de las redes sociales. Este fue el combustible que hizo que Jorge Volpi (Ciudad de México, 1968) recuperara algunos relatos del pasado, los reescribiera adaptándolos a las nuevas circunstancias y los complementara con otros. El resultado es «Enrabiados» (Páginas de Espuma, 2023). por Raúl Tola

Lo sigue «Transparencia», el relato que mejor responde a la máxima que estructura el libro. Presentado como un feed de «X», donde un torrente de voces se contradicen, complementan, insultan, cambian súbitamente de tema o son acalladas por el administrador, narra el ajusticiamiento virtual de Julia Jahn, una vengadora de las redes socia-

El baile de san Vito en Cuernavaca

Daniel Saldaña París

El baile y el incendio

Anagrama 246 páginas

Reciente la publicación de Aviones sobrevolando un monstruo (2021), ha aparecido igualmente en Anagrama un nuevo título de Daniel Saldaña París, ahora finalista del Premio Herralde de Novela. Siendo diferentes los géneros, hay algunas concomitancias entre ambos libros. En el primero se dedican bastantes páginas a los opiáceos. Aquí se retoma el tema sobre todo en la segunda parte. También se trata de una narración en primera persona.

mera persona como en los diálogos: la monotonía en el decir, su uniformidad sin matices perceptibles en los hablantes. Para haber elegido un tríptico como narración, el autor de El baile y el incendio ha optado por un discurso demasiado rígido, intercambiable de uno a otro.

La novela funciona pese a eso, pero futuros autores deberían considerar la inclusión aquí y allá de muletillas, rasgos distinguibles, lapsos y imperfecciones, porque las cosas que decimos los humanos son la saliva con la que marcamos el territorio del habla.

Tiene además una dificultad El baile y el incendio: ninguno de sus jóvenes protagonistas cae bien al lector. Los tres son egocéntricos, antipáticos, incluso mezquinos. Los personajes de mayor edad tampoco obtienen empatía. No obstante, Saldaña consigue una narración que, como las drogas abundantes en la misma, tiene algo de alucinante e hipnótico. Uno de sus logros es ese telón de fondo de los incendios que rodean Cuernavaca, lugar donde se desarrolla la acción, los cuales además de crear un ambiente opresivo sirven para una posible explicación científica de los extraños sucesos.

Las danzas de las brujas, la recreación de la bailarina Mary Wigman, la coreografía extravagante ideada por Natalia, de la que se nos indica algo y se nos oculta mucho, crean una atmósfera por veces terrorífica que alcanza elevadas cotas en la primera parte y se da un aire a lo Mariana Enríquez incluso en las alusiones a Alesteir Crowley y su viaje mexicano. Pero también hay otras presencias histórico-literarias vinculadas a la capital del estado de Morelos: Malcolm Lowry y Bajo el volcán, el emperador de opereta Maximiliano y su esposa Carlota (inmensa en Noticias del Imperio, de Fernando del Paso) y Elena Garro, que se fue a vivir a esta ciudad de las siete barrancas.

gar de las novelas de su coetánea y compatriota Fernanda Melchor, y en ciertos tramos (justificadamente, porque son anotaciones de quien investiga) se convierte en prosa ensayística, casi de enciclopedia. No sería justo afirmar que hay un exceso de información sobre los fenómenos de bailes nerviosos o diabólicos de épocas pasadas, pero sí algo de postizo e inverosímil en su aplicación al baile de Natalia, que al final no es que parezca que el asunto se le ha ido de las manos, sino que este tiene poco que ver con lo que ella ha podido provocar. No obstante, se suscita el suficiente interés, y se mantiene la intriga acerca de lo sucedido durante el espectáculo de baile dirigido por la protagonista femenina

Esta novela amplifica y concreta en la antaño paradisiaca Cuernavaca unos versos de Música lunar (1991), libro del oaxaqueño Efraín Bartolomé que quizá haya leído Saldaña: «Hoy vi a diez mil enfermos con el mal de San Vito / tomarse de la mano y estremecer la calle que atravesaba el pueblo / en una larga / eléctrica / cadena de Dolor». Ese paisaje irreal de zombis danzantes y cenizas por el aire está estupendamente trasladado, y la población muy bien reconstruida, no en vano el autor residió en ella aunque en el libro anterior manifestara que se ha difuminado en su memoria. Cuernavaca (epítome de México) es el cuarto protagonista de El baile y el incendio, con el azote de la delincuencia y la plaga de una policía corrupta, con centros comerciales que ocupan hasta el lugar donde vivió Lowry, con la entrega al narco y los narcóticos a los que sucumben Erre y Conejo, amigos de Natalia, y todo el cuerpo social.

El problema surge cuando las voces de los tres narradores, cada uno en su versión complementaria de la historia, son tan parecidas entre sí. Es un defecto de gran parte de la ficción, tanto en lo narrado en pri- por Antonio Rivero Taravillo

El lenguaje de Saldaña tiene poco que ver con el coloquial y hasta vul-

Los poemas de Boy Fracassa

Boy Fracassa

Los poemas de Boy Fracassa

Ediciones Nebliplateada

48 páginas

ñando en la lectura para comprender las dimensiones del proyecto. Pero quizás primero haya que explicar a la persona que dio vida a todo esto. Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) es ante todo poeta —lleva publicados más de diez libros en este género—, pero también narrador, ensayista, dramaturgo y guionista de cine. Es un exponente de la llamada generación del 90 en Argentina, el último gran movimiento que ocurrió en el terreno de la lírica. Una oleada más o menos salvaje de jóvenes que hacían un uso del lenguaje radicalmente diferente al de las décadas anteriores. Hubo varias líneas de desarrollo, entre ellas, el llamado objetivismo. Esta generación se caracterizó por publicar en pequeñas editoriales que circulaban en ferias, ajenas al mercado y a los narradores que ocupaban sonrientes las tapas de los suplementos culturales. De ese reservorio de poesía nueva, rodeada de un aura de independencia y épica, surgieron varios nombres de peso, entre ellos posiblemente el más destacado sea el de Casas. Pero después de años de ediciones under, su obra reunida Horla city (Planeta, 2010) se convirtió prácticamente en un best seller. Esto se puede explicar por el mundo particular que recortaba, por la potencia de su poesía, pero también por los movimientos que este poeta hizo, desde la lírica hacia la narrativa, el ensayo, el cine y el teatro. Siempre manteniendo una voz reconocible, encontró nuevos lectores que consolidaron su obra como una de las más originales de la literatura argentina contemporánea. Todo esto de algún modo introduce este libro, que es el primero de Boy Fracassa en solitario. Previamente unos poemas suyos habían sido incluidos en el poemario de Casas Envíame tus poemas y te enviaré los míos, (Caleta Olivia, 2021). La construcción de este heterónimo es una empresa conceptual. El volumen está constituido por una serie no muy extensa de poemas y un conjunto de paratextos que envuelven el corazón poético del asunto. Un prólogo de Martín Caamaño, tra-

ductor del portugués, una contratapa del cantante y poeta Adrián Dárgelos y un postfacio del propio Casas donde la historia mítica de Boy Fracassa se constituye.

Pero entonces ¿quién se supone que es este poeta? Se nos cuenta que nació en suelo norteamericano, pero que, hacia mediados del siglo XX, debió emigrar debido a las purgas macartistas. Emprende entonces un viaje por el continente americano hasta llegar al Amazonas. Allí se radica en una pequeña colonia, pero tiempo después, en medio de misteriosas circunstancias, desaparece en medio de la selva. «Si bien Boy Fracassa escribió en portugués, sus poemas forman parte de la historia de la poesía estadounidense», escribe Casas en el postfacio y da cuenta de sus vínculos con Black Mountain, en particular con Robert Creeley, entre otras figuras. Es innegable que toda esta historia tiene un aire de juego, de broma para entendidos, pero también de cruce de genealogías –la norteamericana, la brasilera, la argentina—, de hermandad entre poetas vivos y poetas muertos, para poner junto lo que siempre ha estado separado. Los poemas también hablan de una tribu, sus integrantes, y sus pequeños acontecimientos sembrados de misticismo.

La mención en los textos complementarios a poetas como George Oppen y Williams Carlos Williams hace pensar en la poesía objetivista, antecedente del objetivismo que tuvo lugar en Argentina. La operación de Casas en este libro une estas dos tradiciones para recordarnos que la potencia de un poema no está solamente en lo que dice, sino fundamentalmente en lo que hace. Un artefacto –lúdico, pero también melancólico-- en el que un poeta deserta de su voz, de su historia personal, de sus obsesiones, para emprender una aventura: como quien deja sus pertenencias al costado del camino y se pierde en la espesura.

Lamentablemente tengo que empezar esta nota desenmascarando a Batman: Boy Fracassa es Fabián Casas. Lo es al modo de Rimbaud —Yo es otro—es decir: lo es y no lo es. Escribir con un heterónimo da la posibilidad de un desdoblamiento, de que ese que escribe tenga otra biografía, otros intereses y como consecuencia, otra escritura. Pocas veces la poesía avanza tanto en el territorio de la ficción como para crear no solo una arquitectura en la que hay un espacio particular, un tiempo más o menos lejano y diversos protagonistas, sino también un personaje que está detrás de todo eso, digamos, la invención de un autor. Los poemas de Boy Fracassa traza ese gesto. Y lo hace amparándose en una serie de argucias textuales y paratextuales que hay que ir desentra- por Mercedes Halfon

Lo que está del otro lado también
María

Ampersand 186 páginas

de los lleva escritos sigue por detrás, la interrumpe diciendo: «Te perdono lo que está del otro lado también». Los tres instantes resumen el mito de origen de la escritora argentina María Teresa Andruetto (Arroyo Cabral, Córdoba, 1954), que ha construido a lo largo de los años una de las obras más notables de la literatura latinoamericana reciente con novelas imprescindibles como La mujer en cuestión (2003) o Lengua madre (2010) y una extensa producción de literatura infantil y juvenil. Del mismo modo, las palabras del cura podrían resumir una poética siempre pendiente de la inclusión de lo que con frecuencia queda del otro lado. Las anteriores son solo algunas de las sugerentes imágenes que Andruetto evoca en Una lectora de provincia, un título provocador y perfecto que es una declaración de intenciones y un anticipo de las tres líneas primordiales del libro. En primer lugar, en su presentación como lectora antes que como escritora, y en el hecho de que el eje vertebrador de estas memorias lo constituyen los libros leídos y no los escritos, hay una defensa emocionante del acto de leer. Atraviesan el libro listas de lecturas que marcaron sus distintas edades y que conformaron, desde la infancia hasta el presente, su educación sentimental y también ideológica. Sin embargo, más allá de la transformación individual y de la vivencia íntima, la importancia política de la lectura que defiende Andruetto radica en el imperativo de que se convierta en una cuestión de estado a través de la educación, las bibliotecas y las políticas públicas. En segundo lugar, el apellido «de provincia» constituye otro posicionamiento muy claro a la hora de reivindicar un ámbito con frecuencia desairado desde el poder hegemónico de las capitales. Andruetto, especialista en la apropiación y resignificación de las categorías menores, hace gala de su condición de escritora de provincia para señalar que su

relación con la literatura se establece desde un territorio muy específico. Por último, la marca femenina del título revela también la perspectiva de género que domina todo el libro, como prueban los epígrafes de cada capítulo (que comienzan y concluyen con Hélène Cixous y pasan por Annie Ernaux, Julia Kristeva o Mary Oliver) o el dato de que en el relato familiar el valor de la lectura se traspasa de unas a otras en una genealogía de mujeres.

Una lectora de provincia se lee felizmente como mucho más que un libro de memorias, sobre todo en la medida en la que el yo prefiere no ocupar un lugar central, sino canalizar las historias de los demás, lo que se hace explícito en unos últimos capítulos dedicados a comentar la obra de varios poetas. Incluso en un texto de corte autobiográfico como este, Andruetto defiende la premisa de que la literatura más interesante (tanto para el lector como para el escritor) no es aquella que persigue la identificación con uno mismo sino el extrañamiento: «Cuando leo, el autor me lleva a un punto de vista que no es el mío; me obliga a descentrarme, a volverme otro u otra. Y cuando escribo, le entrego la palabra a un punto de vista ajeno para hacer tambalear mis certezas y obligarme y obligar al lector a mirar desde ahí». En este libro, Andruetto traza un mapa de lecturas y afectos, parte de lo personal para hablar de lo colectivo y cuenta historias significativas y conmovedoras utilizando un tono contenido y las palabras precisas. Con oficio de narradora veterana y pasión de novel, logra hacer un delicado ejercicio de memoria y decantarlo en un libro memorable.

Una niña experimenta el extravío de la escritura cuando, para cumplir el encargo de su madre, se pierde en su pueblo con un papel escrito en la mano y es identificada por el cartero. Después, esa misma niña aprende en el colegio a narrar contando las historias que ha leído –y adaptándolas según la duración del recreo– a sus compañeras de clase, que le pagan los primeros derechos de autor con parte de su merienda. Por último, descubre la importancia de la forma del relato en el confesionario cuando, por razones de ritmo, añade algunos pecadillos inventados en la retahíla de la confesión, hasta que el cura, al ver que la página don- por Jesús Cano

Una hebra de esperanza en el fondo de la noche

Lorenzo R. Garrido

Noticias del otro lado

Reino de Cordelia, 2022

98 páginas

cional y amable, su lirismo podría calar en muchos lectores e incluso llegar a ser masiva: en un mundo editorial más eficiente y diverso, podríamos imaginarlo compartiendo dignamente a los numerosos lectores de la poesía pop tardoadolescente.

Pese a dicha aparente afinidad, tal recepción masiva no es posible porque la escritura de Garrido apela a la sugerencia propia del lenguaje connotativo. Sus versos nunca expresan tan solo un estado emocional, pues aunque recurran a la espontaneidad del apunte apelan constantemente a una intuición más profunda e incluso a la epifanía: Las palabras que ya nunca nos diremos,

¿dónde quedan?

flotan como flechas de humo, bostezos de cafeteras cumplidas.

Otra prueba de la innegable condición literaria de estos versos estaría en su equilibrio entre la cotidianidad y la imaginación. No obstante, el libro también pretende cierta coherencia temática, así estos apuntes líricos elaborarían fundamentalmente un duelo, ese lento paso del tiempo que sucede a una ruptura. La condición poética de esta expresión, la que lo aleja de la banalidad del desahogo, estaría en que en estos poemas el desamor está expresado con delicadeza, insistiendo en la elegancia de ofrecer belleza al amor perdido.

secuentemente, la minuciosa nota final del libro revela que la escritura se dio a la manera de un largo diálogo introspectivo (entre 2017 y 2021), del que los poemas serían la crónica o el reportaje. Las Noticias del otro lado son, entonces, aquellas que constatan la superación del duelo, donde se alcanza a dejar atrás al gran amor, aceptándolo como pasado. La vivencia y la importancia de lo cotidiano marcan a su vez los recursos estilísticos: el tenue culturalismo de ciertos poemas no remite al prestigio sino a la frecuentación (los cuentos de Dickens). En dicha línea, Luis Alberto de Cuenca en el prólogo sugiere que esta poesía nos consuela como una amable mentira. En efecto, pareciera que ante todo los versos de Garrido nos proponen una forma de distraernos, un conjuro para remediar el daño.

Mas dicha aparentemente inocente defensa de la individualidad también requiere de decisión y valentía, pues nos exige enfrentarnos a posicionamientos colectivos que afectan hoy incluso al mundo privado de las relaciones afectivas. El lirismo de Noticias del otro lado coincide con la extendida deconstrucción contemporánea del amor romántico; mas, ajeno a cualquier debate, el poeta ejerce su derecho a un idealismo sentimental. Con modestia y firmeza, se reconoce en una ingenuidad idealista que resulta irrenunciable para la imaginación. En otros términos, aunque todavía sea una incógnita si la deconstrucción del amor romántico será compatible con el ejercicio de la subjetividad trascendente de la poesía, parece claro que es un exceso asociar el lirismo con las distintas seguridades y formas del poder o la maldad. El poeta, precisamente por su fragilidad, no es un representante usual del patriarcado, sea este académico, comercial o político. Por qué interponerse entonces a los breves encuentros desde lo efímero, a esa trascendencia ficticia que concede el vuelo y el duelo.

En Noticias del otro lado, el primer libro de Lorenzo R. Garrido (Madrid, 1986), destaca cierta sobria actualización de la poesía lírica, en la vertiente epigramática que anticipara Ernesto Cardenal con respecto a Catulo. Su escritura, por su férrea adopción del realismo y la cotidianidad, está próxima a lo que se llamó poesía de la experiencia, aunque en una versión más sutil, depurada y culta, nunca populista (evitando a toda costa caer en la cursilería o en cualquier otro exceso sentimental). La de Garrido es una propuesta eminentemente literaria, pues, pese a ser un millennial generacionalmente, su poesía no recurre a la autorrepresentación ni a las afectaciones propias de las redes sociales. Es decir, gracias a su cercanía humana, su tono comunica- por Martín Rodríguez-Gaona

Otro aspecto al que nos invita a reflexionar Noticias del otro lado sería el que respecta al neorromanticismo y sus mutaciones: siendo plenamente contemporáneo, el poeta desarrolla una versión no del todo trascendente, pues no pretende un absoluto más allá de la felicidad personal. En este gesto percibimos asimismo una particular defensa de la individualidad, fuera de lo común en un tiempo en el que la memoria se diluye por la exposición constante a estímulos electrónicos e iconográficos. Así Garrido despliega su memoria a partir de tenues pactos entre la ficción y lo autobiográfico. Con-

Luz negra

Andrés Sánchez Robayna En el cuerpo del mundo. Poesía completa

Galaxia Gutenberg 456 páginas

ciendo lo primero, averigua, desvela lo segundo. En el poema x de Por el gran mar (2019), consigna esta antitética simbiosis, que encapsula el meollo de su obra: «Como el pintor que pinta tan solo lo que ve, / pero pinta también el ser entre las cosas, / es decir, atraviesa lo visible / por encima de todas las formas que limitan / la visión, y se entrega, y lo invisible, entonces, / muestra su realidad, del mismo modo / unas pobres palabras, en su solo latido, / traspasan la materia del mundo, y en nosotros / el mundo reaparece (…) / con palabras que funden lo oculto y lo visible / y en la unidad anudan oscuridad y luz». Ninguna imagen plasma mejor esta polémica dualidad que el oxímoron de «la luz negra» —así se titula, por cierto, uno de los libros de ensayo del poeta, Luz negra, publicado en 1985— que concibió el salmista: «Si pensara esconderme en la oscuridad, o que se convirtiera en noche la luz que me rodea, la oscuridad no me ocultaría de ti, y la noche sería tan brillante como el día. ¡La oscuridad y la luz son lo mismo para ti!», traducen Reina y Valera (Salmos, 139, 11-16); «oscuridad como luz», sintetizó Valente. La negrura y la claridad se funden en la poesía de Sánchez Robayna como expresión de la concordia oppositorum a que aspira todo poeta que pretende restaurar el ser roto por el nacimiento, arrojado por el nacimiento a una existencia dolorosa e incomprensible. Sus versos abundan en manifestaciones de esta paradoja que, como toda paradoja, es unitiva, es decir, sanadora: «lámpara de oscuridad», «luz oscura», «llama oscura», «alba oscura», «arder oscuro», «noche engendrada por la luz», «un sol negro alimenta la noche», «rayos de tiniebla», «el sol brillaba en plena oscuridad», «fuego negro», «relámpago negro», «las aguas de la noche fulguran», «en lo oscuro la llama alumbra la noche».

La visión de Sánchez Robayna es cósmica, y su aliento, existencial. El poeta aúna, en una compleja pero delicada urdimbre de símbolos, el paisaje y el ser, lo tangible y lo impalpable,

la palabra y el mundo. Y comprende cuanto ve como un todo: todo está conectado con todo. Cada cosa es el origen de las demás cosas. Todo es, pues, semilla. «¿Afuera no es adentro, adentro / afuera, y todo / espacio, un solo fundamento?», se pregunta en un poema de Inscripciones (1999). En ese espacio único, en ese todo que el poeta comprende al modo de los místicos —en el poema «Sepulcro de Juan de la Cruz», de La sombra y la apariencia (2010), leemos: «No fuiste para ver, / sino para no ver. // Solos, en la mañana, / tu soledad y tú. // Corría el aire suave. / Oscuridad, tu luz»—, sin atender a las solicitaciones de la inteligencia, sino por la vía de la renuncia y el alumbramiento, como revela con la reivindicación de «la nube ilimitada del no saber», palpitan con singular desgarro el tiempo, la muerte y la nada, la tríada fatal que empuja al poeta en busca del consuelo en la aprehensión esencial de las cosas y el gozo redentor de la palabra. Sánchez Robayna escribe poemarios viajeros —a Grecia, a México—, en los que el viaje no es solo físico, sino también espiritual, y otros, autobiográficos, como El libro, tras la duna (2002, 2019), en los que refiere, con versos a menudo endecasílabos y una adjetivación tenazmente iluminadora, los hechos de una vida que ya se percibe adentrada en el tiempo, pero que aún se aferra a la voluptuosa presencia del paisaje, al sensual cuerpo de la luz; que aún crepita en verbo. Descuella aquí una tamizada melancolía y una acusada inquietud social, con evocaciones del mayo del 68 francés, la estancia del poeta en la cosmopolita Barcelona de los 70 o la muerte de Franco. En el cuerpo del mundo, la poesía completa de Andrés Sánchez Robayna, constituye un organismo perfecto, que reproduce, con un verbo en el que se alían la tiniebla y el resplandor, la turbulenta perfección del mundo.

Andrés Sánchez Robayna (Las Palmas, 1952) es un poeta de la luz. Sus versos analizan, con esmero minucioso, las formas de la transparencia, los latidos del fuego, las fulguraciones del día y de la noche. La omnipresencia de la luz simboliza la omnipresencia de la naturaleza: del cuerpo del mundo. Sánchez Robayna ausculta el mar, y el vuelo de los pájaros, y las asperezas de la tierra, y dice esos accidentes en sus poemas. Sin embargo, su poesía no canta la mera presencia de las cosas, ni se limita a describirlas: no se conforma con pintar la realidad cognoscible, sino que cifra en esa realidad cuanto es inaccesible, cuanto excede sus límites o cuanto los refuta, pero no por ello es menos verdadero. Para Sánchez Robayna, lo visible es trasunto —o encarnación— de lo invisible: di- por Eduardo Moga

Para suscribirse, escribir a suscripciones@lapanoplia.com

PRECIO DE SUSCRIPCIÓN (IVA no incluido)

ESPAÑA

Anual (11 números): 52 euros

Ejemplar mes: 5 euros

EUROPA

Anual (11 números): 109 euros

Ejemplar mes: 10 euros

RESTO DEL MUNDO

Anual (11 números): 120 euros

Ejemplar mes: 12 euros

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.