Cuadernos Hispanoamericanos, Diciembre 2023 nº 880

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5€ Diciembre 2023

nº 880

Entrevista GABRIELA WIENER

Mesa Revuelta MANUEL VILAS TONI MONTESINOS

Dossier APUNTES SOBRE HEBE UHART LORENA AMARO ALEJANDRA COSTAMAGNA RAFAELA LAHORE PÍA BOUZAS

Mi próxima novela no habla de mi yo del pasado sino de mi yo del futuro 1


DOSSIER

Edita Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación José Manuel Albares Bueno Secretaria de Estado de Cooperación Internacional Pilar Cancela Rodríguez Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo Antón Leis García Director de Relaciones Culturales y Científicas Santiago Herrero Amigo Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural Eloísa Vaello Marco Director Cuadernos Hispanoamericanos Javier Serena Comunicación Mar Álvarez Diseño Lara Lanceta Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com Impresión GRAFO, S.A. Avda. Cervantes, 51 CP48970-Basauri, Bizkaia

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: Fotografía de portada Lisbeth Salas

www.cuadernoshispanoamericanos.com Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Depósito Legal M.3375/1958 ISSN 0011-250x ISSN digital 2661-1031 Nipo digital 109-19-023-8 Nipo impreso 109-19-022-2 Avda, Reyes Católicos, 4 CP 28040, Madrid T. 915 838 401

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Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros Precio ejemplar: 5 €


SUMARIO 4 GABRIELA WIENER ENTREVISTA

46 NUEVA INGLATERRA MESA REVUELTA

por Claudia Apablaza

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por Manuel Vilas

SEGUNDA VUELTA

LA TENTACIÓN DEL FRACASO, DE JULIO RAMÓN RIBEYRO por Rodrigo Hasbún

18 LA PIEDRA DE MASSIANI PERFIL

por Juan Carlos Méndez Guédez

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CORRESPONDENCIAS

SANTIAGO RONCAGLIOLO Y FERNANDO IWASAKI: «SI LA POLÍTICA ESTÁ HASTA EN LA SOPA, ÉCHALE ROCOTO»

26 EDADISMO UNA PÁGINA

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58 PROCEDIMIENTOS DE ESCRITURA por Toni Montesinos

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BIBLIOTECA

EL DIFÍCIL ARTE DE LA FUGA. Eva Cosculluela SI LAS COSAS FUESEN COMO SON. Begoña Méndez

por Valerie Miles

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(CRÓNICA)

LOS QUE ESCUCHAN: EL RUIDO Y LA FURIA (ANTI)CAPITALISTA. Cristina Gutiérrez Valencia LA MUJER QUE CAYÓ A LA TIERRA. Rodrigo Fresán LAS NOTAS A PIE DE UNA AMISTAD. Laura Chivite

por Marta Sanz

EL CUENTO LIBRE Y REBELDE DE PÍA BARROS. Javier Sáez de Ibarra

DOSSIER

BASILISCO DESENCADENADO. David Aliaga

APUNTES SOBRE HEBE UHART

ACÁ SE ESTÁ BIEN por Lorena Amaro

UNA PLANTITA QUE NACE por Alejandra Costamagna

TURISTA, NOTERA, PERRO DE LA CALLE

CADENCIA Y FORMA. Fran G. Matute CONVIVIR CON ESA INCERTIDUMBRE Cristian Vásquez ESCALA. POESÍA QUE SE DERRAMA POR LOS BORDES. Adriana Bertorelli

por Rafaela Lahore

BEATERIO O LA MÁQUINA DE O’REILLY. Ruby Fernández

LAS LIBRETAS DE HEBE UHART: EXPERIENCIA Y NARRACIÓN

ALBATROS DIVAGANTES. Carmen G. de la Cueva

por Pía Bouzas


ENTREVISTA

Fotografía de Lisbeth Salas

GABRIELA WIENER

«Llámame ingenua por creer que la literatura puede ser cambio y resistencia» por Claudia Apablaza

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Hace pocas semanas Gabriela Wiener celebró sus «bodas de porcelana como migrante» en España. Los 20 años de aniversario, según dicen, son de porcelana porque parecen sólidos pero siguen siendo frágiles. Y el camino de quien migra nunca termina de afirmarse del todo. Reunidos en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha, algunos fuimos testigos de lo que ella llamó su «renovación de votos», no sin tensiones, con el territorio que la acoge desde que un día partió de Lima para, como escribió Roberto Bolaño, perder un país pero ganar un sueño. Era una fiesta mestiza, híbrida, mezcla de amor romántico y amor compartido, que celebraba también a Sudakasa, el refugio/casa/residencia que junto a otras compañeras escritoras y artistas ha comenzado a levantar sobre esas tierras. Celebrábamos con ella la escritura, la pertenencia colectiva como autoras latinoamericanas migrantes que ya llevamos años en España resistiendo con nuestros proyectos, afectos y precariedades. De pronto, Gabriela cogió un puñado de tierra y bromeó con la escena en que Scarlett O’Hara aprieta en un puño el barro de su plantación y promete que no volverá a pasar hambre. Después de declararse una «superviviente del poliamor español», besó al hombre con el que lleva también veinte años de vida en común y nos invitó a cruzar el amor como se cruza un puente o la frontera. Gabriela fue la primera de nosotras en llegar a España. Al menos de nuestra generación. Una de las primeras en migrar de muchas de las que llegamos a mediados de los 2000, y que fuimos asomando débilmente nuestras cabezas en ese pequeño sector llamado «literatura latinoamericana» donde solo tenían sitio los Villoro, los Fresán o los Vázquez. Pequeñas editoriales independientes españolas fueron publicando nuestros textos extraños, dementes, «degenerados» como le gusta

decir a Gabriela. Eran libros cuestionadores de ciertas poéticas anodinas y temas del primer mundo publicados por los grandes sellos transnacionales y una alternativa a la gran novela latinoamericana post post boom. Nosotras éramos las latinoamericanas, las raras, las indias, las latinas, las mestizas, las negras, empeñadas en mezclar literatura y vida pese a sus miradas excluyentes. Pero Gabriela nunca fue la buena salvaje, ni la escritora asimilada que hubieran querido que fuera. «A Gabriela Wiener no le importa si no crees que su trabajo es literatura» fue el titular que eligió el New York Times para el perfil que le dedicó hace unos días en la portada de su edición internacional y en la edición americana a propósito de Undiscovered, la traducción de su novela Huaco retrato. Y es verdad, ahora que sus libros se traducen y llegan a cada vez más gente podría importarle, pero no es el caso. Esa tarde en la fiesta de aniversario a cincuenta minutos de Madrid, donde reside desde el 2011, recordé los días de Barcelona en que nos olíamos a lo lejos como las migrantes precarias y las perritas románticas que somos, autoras de textos que Bolaño no pudo escribir porque era un perro. Pero como al autor de Los detectives salvajes, a Wiener siempre la movió el deseo de poner en tensión todas las fisuras del sistema. Cuestionar este otro lugar al que viajamos pero que nunca nos contiene, que expulsa nuestras ideologías, estéticas, subjetividades, nuestros cuerpos anómalos, un continente que no contiene. Y que marca a quienes lo habitamos. Desde el principio de su carrera literaria, la obra de Wiener ha estado atravesada por ese conflicto, por la rabia, la honestidad, la pasión, una ternura que conmueve, la ironía de sí misma y la política. «Todo lo que hacemos rezuma ideología», me dirá en esta entrevista. Gabriela no cree en la literatura por la literatura, porque

hablar del arte por el arte le parece «más de la vieja estrategia piola para traficar con ideología que refuerza las estructuras de poder». De esta forma, ha ido construyendo un proyecto literario y vital revolucionario por su manera de hacer contrapoder. En su primer libro publicado en España, Sexografías, se involucra hasta el fondo para narrar en primera persona formas de la sexualidad contemporánea en las que Wiener también se ve inmersa, desde frustrantes intercambios swingers hasta encuentros con madres del cole de su hija. El segundo, Nueve Lunas, es la crónica de su embarazo, un libro pionero entre los que vendrían, una brújula para desacralizar la maternidad que tanto le serviría a sus compañeras escritoras latinoamericanas y feministas. En Llamada perdida hace una retrospectiva de su viaje migratorio y describe con humor y dolor cómo es conectarse con ese otro lado del océano que no queremos perder. Más adelante publicaría Dicen de mí, ese genial experimento para el que la autora entrevista a sus allegados y les pregunta solo acerca de ella misma, para exceder así una vez más, y tensar sin pudor, la clave autobiográfica. Wiener es una provocadora, una activista nata, una escritora genial. Su última novella, Huaco retrato, es otro retrato de sí misma pero en clave anticolonial y antirracista para el que sigue los pasos de Charles Wiener, su presunto tatarabuelo europeo, racista y huaquero. En menos de doscientas páginas logra desestabilizar la gran imagen del padre y del patriarca que estructura y soporta toda la cultura occidental, esa figura fundadora que tiñe todo tipo de sistemas, relaciones e instituciones, y del que aún no escapamos pese a las cuatro olas del feminismo y la potencia de la última ola. Escritora, performer, periodista, poeta y militante de varias causas, Wiener acaba de publicar un nuevo

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ENTREVISTA

poemario, Una pequeña fiesta llamada eternidad, además de sus textos sobre el poliamor reunidos en el volumen Qué locura enamorarme de ti, nombre de su obra de teatro que narra su experiencia con la no monogamia. Estos días trabaja en un nuevo libro, Atusparia, una novela en clave satírica y au-

Fotografía de Lisbeth Salas

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toficcional, pero que no nos habla de la Gabriela de hoy ni de la del pasado como en sus otros libros, sino de la Gabriela del futuro. En su conferencia «De la crítica literaria al activismo cultural» (2017) la teórica argentina Josefina Ludmer re-

flexiona, entre otras cosas, acerca de la autonomía de la literatura en relación a lo político, y cómo se encarnan las ideas políticas en los personajes públicos de escritores o en más bien en las obras. Entre los ejemplos menciona cómo «Cortázar, por ejemplo, o García Márquez, podían escribir lo que querían, pero por fuera debían apoyar la Revolución Cubana». Bueno, eres escritora, activista y periodista, y tus ideas políticas se relacionan temporalmente con la publicación de algunos de tus libros. Es decir, pienso en Huaco retrato con tu activismo antirracista, Qué locura enamorarme yo de ti con tu activismo por el poliamor, Sexografías por un activismo por el sexo libre y la experimentación, Nueve Lunas por el activismo por las maternidades disidentes o subversivas, entre otras. ¿Cómo se relaciona tu activismo con tu escritura y tus libros? Me encaja mucho la teoría de Ludmer, a veces parece que le entusiasmara lo que está pasando con la literatura actual y otras que le resultara devastador, una ambivalencia que ella estudia y, por suerte, cultiva. Estamos en tiempos de literaturas post autónomas, para usar sus términos. Han cambiado las condiciones en las que se produce y se recepciona escritura, por tanto ha cambiado la forma en que escribimos. Y para bien y para mal cada vez es más lejana a los lectores la idea de una literatura que responde solo a sus lógicas internas, como parecían hacer las obras maestras del siglo XX. Ahora que lo formulas así, veo por primera vez cómo se relacionan directamente libro y acción en cada una de mis obras. Me gusta darme cuenta gracias a ti que fue desde el comienzo, desde el primer libro. Que aunque no tenía ni puñetera idea de que estaba escribiendo política sexual y de los cuerpos, Sexografías es un libro que además de narrarse acciona en el mundo, tira discurso, persigue un cambio. Más que contaminada por los


noventas y los vientos del norte, me siento un cuerpo del sur: tenemos una sensibilidad especial para detectar lo que nos tiene colonizados y una pulsión para salir de ahí. Recuerdo cuánto me emocionó en mi época universitaria descubrir el género testimonial, en ese momento deseliticé mi visión de lo literario. Pero si voy más atrás, yo fui desde la cuna una persona muy política, en el sentido de que fui educada en la transformación en el sentido revolucionario. No soy una moderna ni una pragmática ni una integrada, estoy más cerca de Lord Byron que del realismo socialista, pero soy una romántica materialista. Y por supuesto no nos hagamos inocentes: todo lo que hacemos rezuma ideología. Vallejo dice en uno de sus poemas más brutales que él no se sufre ni como artista ni como ser humano siquiera, que él sufre solamente. Escribir es dejarse derrotar por la vida, por su potencia, pero la realidad existe y pesa y duele, más allá de lo que diga el arte a sus espaldas. Llámame ingenua por creer que la literatura puede ser cambio y resistencia. Por suerte siento mucha afinidad literaria y política con mis contemporáneas.

cesariamente, haremos o no haremos contrapoder con ese acto. Recuerdo que una escritora en un 8M publicó una columna que se titulaba «Mi feminismo es esta lluvia». Olé por ti si te quedas escuchando música clásica, viendo la lluvia caer por la ventana y escribiendo en lugar de salir a la calle. Si tú a todo le llamas feminismo, yo a todo le llamo literatura. Y en paz.

En relación a esto último, ¿cómo es esa afinidad con tus contemporáneas? Las escritoras latinoamericanas que han nacido después de los 80s escriben literatura fundamentalmente política que interviene en el debate público. Hoy sostener que una obra literaria solo se debe a sí misma y que el arte es el arte por el arte, me parece más de la vieja estrategia piola para traficar con ideología que refuerza las estructuras de poder. Desde las nostalgias imperiales, desde la ciudad letrada que no nos quiere en su club de sabios. Escribimos en el mundo y, ne-

escritura, sin disfraces ni filtros, sin artificios como lo haces por ejemplo en Dicen de mí y en Llamada perdida? Y en ese sentido, qué piensas de las reflexiones de Diamela Eltit en su libro de ensayos El ojo que mira, cuando se refiere a las literaturas selfies y afirma que el yo se funda en el neoliberalismo: «Como lectora veo la influencia contingente del neoliberalismo en las escrituras selfies», dice, para subrayar que algunas escrituras del yo son controladas por el sistema y sin embargo otras escrituras del yo, según Eltit, portan sentidos plurales, como

Me gusta que te refieras al poder transformador de la literatura. ¿Crees que para acceder a ese poder transformador de lo literario hay que involucrar la propia intimidad en la

la obra de Annie Ernaux, por ejemplo, un yo con el que se dialoga desde cierta distancia. Es decir, ¿cómo ves esa diferencia entre literaturas del yo neoliberales y literaturas del yo con un poder transformador? No sé, no la veo mucho. No me manejo en esas categorías. Voy a buscar el ensayo de Diamela. No he tenido la suerte de que sea mi profe pero mis amigas en Nueva York la consideran Dios. En principio no me dedico a la crítica académica ni a la periodística ni a la campechana. Mucho menos de libros de escritoras. Con lo mal que lo han pasado y lo pasan. Suficiente con sus vidas y sus cuentas de débito. Me dedico a veces sí al chisme. La verdad me cuesta mucho diferenciar entre yoes. Entre mis propios yoes, incluso, tengo de los dos creo, tengo una literatura selfie y una literatura comunista, para elegir. ¿Ves que acabo de tropezar en el yo? Es fácil caer en el yo y desbarrancarse. No sé si neoliberal pero el yo más insufrible, y mira que hay cantidad, es el que mientras escribe se cuida hábilmente de no escribir la palabra Yo. Igual es más o menos fácil de descubrir. Tienen una manera de escribir tan buena que ya es bravuconería. No me gusta hablar en público del cuerpo ni de los yoes de las demás, porque es algo que llevan haciendo ya con mucho éxito los hombres desde hace un siglo. Encima es que solo se juzga el yo de la escritora, no el empire state del escritor. Nunca olvidemos la frase de Audre Lorde: «No se puede derribar la casa del amo con las herramientas del amo». Lo personal es político. Dejemos de jerarquizar, de hacer las listitas, de decir qué es y qué no es literario. No creo que por cambiar el género o un pronombre se transforme la horrible realidad pero al menos se da un pasito

«Hoy sostener que una obra literaria solo se debe a sí misma y que el arte es el arte por el arte, me parece más de la vieja estrategia piola para traficar con ideología que refuerza las estructuras de poder»

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ENTREVISTA

«Dejemos de jerarquizar, de hacer las listitas, de decir qué es y qué no es literario. No creo que por cambiar el género o un pronombre se transforme la horrible realidad pero al menos se da un pasito más. A mí Annie me parece una escritora francesa notable que ya se ganó un Nobel, así que mejor hablemos de otras, del Yo de Quya Reyna o de gente así» más. A mí Annie me parece una escritora francesa notable que ya se ganó un Nobel, así que mejor hablemos de otras, del Yo de Quya Reyna o de gente así. Creo Sho. Y lo digo en argentino porque queda más antipático. Vamos ahora a hablar de otro de tus temas, la migración. Hace poco leía la biografía de Susan Sontag que hizo Benjamin Moser. Él se refiere a la migración como una experiencia traumática pero a la vez liberadora al reflexionar acerca de las migraciones de Sontag. En tu texto «El Gran viaje», en Llamada perdida, haces alusión a lo que fue dejar Lima y trasladarte a Barcelona el año 2003: «Vivir, trabajar, empezar de nuevo, y aunque no fuera París estaba a pocas horas en tren de la ciudad de las buhardillas y la lluvia, donde algún día escribiría la novela que me redimiría». También en ese libro mencionas Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, que sé que hasta el día de hoy es referente para ti como autora, sobre todo su libro Los perros románticos. Citas ahí algunos versos: «En aquel tiempo yo tenía veinte años/ y estaba loco./ Había perdido un país/pero había

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ganado un sueño». Cuéntame de esa primera experiencia de migración literaria que describes, de cuando llegaste a España, pensar Barcelona, París como la meca de la literatura; y ahora, 20 años después, si aún esa experiencia o tus reflexiones acerca de la migración y la literatura se conservan tal cual. Siento que lxs autorxs que migramos a partir de la primera década del 2000 ya no miramos más como referentes a lxs autorxs del boom a quienes difícilmente yo podría llamar hoy «migrantes». Nos vemos en escritorxs migrantes económicos como fue Roberto Bolaño, en todos ellos que escriben en el tiempo que le dejan los trabajos precarios y cuyas prácticas y temáticas están en tensión con todo el sistema capitalista e ideología del libro. No se puede estar fuera por supervivencia pero tampoco del todo cómodos dentro de un sistema de evidente desigualdad. Bolaño habla de pobreza, y hace ver el viaje de sus personajes escritores como gestas épicas y salvajes. Cómo no verse en esos espejos. La frontera aparece en sus libros. La desaparición. El exilio. El viaje interior y exterior. La diáspora. El

desierto. La sombra. Como en Bolaño, la escritura de la migración es la escritura de las violencias. En esta década las migras hablamos de las violencias machistas, racistas, islamofóbicas... El horror, el mal en el que según Bolaño había que adentrarse para escribir, tiene muchas formas. ¿Entonces, cómo piensas ese cruce de un continente a otro hoy? Respecto a ese lugar liminal del migrante, del trauma y a la liberación, pienso en otra escritora que tiene biografía de Moser, Clarice Lispector. Una escritora ucraniana es la escritora brasileña más importante del siglo XX. Qué loco, ¿no? Nadie diría que la literatura de Clarice no es brasileña pero tampoco nadie diría que es solo brasileña. Y eso que nunca pisó Rusia y solía decir que no había quedado en ella ni huella de su origen. Ser brasileña la liberaba de traumas originarios pero que de una u otra manera después brotaban en su escritura. Las identidades vitales y literarias son fluidas, ligadas al territorio ganado y al perdido, una encrucijada sin fin. Normalmente para migrar se pasa por un proceso de asimilación que es doloroso. A veces te cuesta el nombre, la lengua, la religión, a veces la vida. Clarice decía que ella había nacido en fuga. Su familia huía de la guerra. Me gusta la idea de que todos los que migramos estamos huyendo de algo. Escritoras en fuga, pasajeras en trance, escritoras del desplazamiento. Y a veces la huida es interior. En relación a esto último, ¿desde donde escribe alguien que ha migrado? Podemos decir que reivindicamos ser migrantes no integrados, críticos con nuestro lugar de acogida y que ese conflicto está en las raíces de nuestra escritura. Mirada y lenguaje entrelazados. Somos migrantes a los que nos está tocando ver los peores horrores de las políticas de extranje-


Fotografía de Lisbeth Salas

ría europea, aunque no soy de las que más las sufren. La artista Sandra Gamarra, nacida en Perú y hace 20 años residente en España, irá el próximo año a representar al país ibérico a la bienal de Venecia con una obra visual y plástica que cuestiona el colonialismo español. Hay formas a través del arte de politizar el dolor de la experiencia en la diáspora. Por mucho tiempo no encontraba esa comunidad que migra y escribe, estábamos todas aisladas buscando cómo integrarnos, como asimilarnos al mundo cultural español. Por eso entre varias nos hemos juntado para sacar adelante Sudakasa, un proyecto de refugio, escuela y residencia literaria y artística hecha por latinoamericanas. En la idea de que para escribir no hay que estar necesariamente solas, ni ser un genio.

Yo no tengo una relación pacífica con la Europa fortaleza. Sí con las comunidades de la diáspora y con el tejido que hacemos entre todas las parias para hacernos menos hostil la vida. Y así encontrar un espacio para nuestras poéticas contra el olvido. En cuanto a los temas que has trabajado en tu obra, y pensando en tus compañeras de generación, sobre todo latinoamericanas, fuiste una de las primeras autoras en escribir libremente acerca de las maternidades y darle ese giro del que nos habla siempre Adrienne Rich en Nacemos de mujer: la maternidad como experiencia e institución, donde no ataca la experiencia de la maternidad como tal sino la maternidad como una institución, las imposiciones y roles aso-

ciados a ella. Nueve Lunas (2009), ese «antimanual pop de la experiencia maternal» como lo llamas, ha sido sin duda referente para otras escritoras latinoamericanas, pienso en textos como Linea Nigra de Jazmina Barrera, Mala Madre de María Paz Rodríguez, In Vitro de Isabel Zapata, La cruzada de la leche de Margarita García Robayo, Estampida de Bernardita Bravo Pelizzola, Casas vacías de Brenda Navarro, Contra los hijos de Lina Meruane, La hija única de Guadalupe Nettel, entre otros. ¿Cómo aporta Nueve lunas a desmitificar que la idea de que la maternidad no puede ser un tema literario? Eso pensé yo durante años, que había que luchar porque la maternidad se reconozca como un tema tan literario como el amor, los gatos, la hepatitis

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ENTREVISTA

o la guerra. Un poco siguiendo las enseñanzas de Laura Freixas que tenía una trinchera en torno a este asunto porque ella misma había escrito libros sobre su maternidad y sufría que no se leyeran como literatura sino como basura femenina. Y tal cual le pasó lo mismo a Nueve Lunas. Fue directo a las estanterías de embarazos y vida sana. Mis amigos dejaron de leerme pero le regalaban mi libro a sus primas. Antes de volverse la literata tránsfoba que es ahora, a Laura le preocupaba la inclusión, por ejemplo contaba cuántas mujeres habían firmado ese día en La Vanguardia, dos de cien. Era la policía de la paridad. Yo nunca llegué a tanto pero hacía capturas de la home de La República donde tenía una columna y solo aparecía mi lozana carita negra entre caras de señorones progres li-

Fotografía de Lisbeth Salas

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berales. Hasta que me echaron. Ahora pregunto antes de aceptar estar en una mesa cuántos hombres van a haber y si hay uno, no voy. Salvo que sean gays, negros, marrones, Zambra o que se llamen Daniel. Cosas de la representación literaria en las que creo aún. Con mi pobre Nueve lunas estuve años pensando cómo darle valor ya que no se lo daban, me inventaba discursos teóricos para sustentarlo, citaba feministas, etc. Hasta que llegaron las escritoras en masa a escribir sobre la cruz de la maternidad y muchxs lectorxs; y ya por fin dejé de trabajar en darle visibilidad, que es doble turno. Si antes pensaba que debíamos seguir empujando para que los temas de las mujeres, algunos ligados a la experiencia de nuestros cuerpos, sean considerados literarios, ahora pienso que

la literatura debería esforzarse más para estar a la altura de experiencias como la maternidad. Aparte de libros de narrativa también has escrito y publicado poesía. Primero el libro Ejercicios para el endurecimiento del espíritu (2014) y ahora Una pequeña fiesta llamada eternidad (2023) que está recién publicado en España y en algunos países de Latinoamérica. Este último libro nace después de un quiebre afectivo reciente, y nos habla del amor, la derrota, la rabia y la fiesta eterna que viene después de la derrota. Los defines como textos híbridos, literatura bastarda, poemas narrativos, desmontajes de prosa en verso. Cuéntame qué cabida tiene la poesía en tu obra, es decir, has escrito y publicado


dos poemarios con una diferencia de diez años cada uno, ¿es un género al que siempre vuelves como lectora y escritora?, y segundo, háblame de esa literatura bastarda, incluso has llegado a decir en entrevistas que es «literatura degenerada» como toda tu obra. La verdad con la poesía soy muy informal, «chicha» diríamos en peruano, en el sentido de ambulante, de no pagar impuestos por estar ahí, y a la vez de cierta cosa informe y deforme, kitsch y sí, bastarda. Hago una especie de poesía que no tiene ni idea de si es o no es ni le interesa pero sí es; ni tampoco forma de poema, ni orden, ni concierto, ni rima intencional, ni internacional, ni metáfora, ni ninguna figura retórica consciente, de hecho la escribo pensando: ¿esto que estoy escribiendo no será poesía? Pero al final es menos otras cosas y termino juntando esos textos con una falta de principios tremenda en un libro llamado poemario, entonces llega la hora de justificarse aún más. Al final sí soy, sí es, sí somos. Diez años entre poemario y poemario me parece que suena bien, ¿no? Ni mucho ni poco para ser poesía. En Ejercicios… hay poemas tan viejos como mi menstruación y varios de los poemas de Una pequeña fiesta… fueron publicados primero en mis espacios de columnismo, algo que solía hacer para poder cobrar por escribir un poema, porque si no nunca hubiera tenido esa experiencia vital. Hay veces que no me sale una opinión y me sale un poema o que opino con poemas. O me tardo menos. Poesía, aparte de que «Eres tú», es otra manera de ser transparente. Entonces yo diría que es un género dinámico en mi obra, más continente que contenido. Y no es un género al que vuelva porque nunca me fui. Siempre ando por ahí cerca. La poesía es la vida misma, es llegar a ser lo que es uno entre millones de imbéciles. «Ello es que el lugar donde me pongo el pantalón»

(Vallejo). «Ahí donde está mi mapa del Perú, mi cucharita amada y un cigarro permanente» (Vallejo). Por eso yo soy poética sobre todo cuando estoy pobre, es decir vallejianamente, es más decoroso ser poeta pobre que pobre novelista. También estoy casada con un poema. No con un poeta, con un poema. Imagínate lo que es eso. ¿Yo poesía o yo poseía? Ya no poseo. Ahora poemo. ¿Tú poemas? ¿Te amala el noema? ¿Con qué poema?¿Cuándo eres más poeta? Va variando por temporadas pero uno a la vez. Soy alta poeta en los chats de whatsapp, que es donde practico la escritura automática y presocrática; ahí me siento más inspirada y con más recursos de expresión simbólica a la mano, capturas, stickers, gift, fotos intervenidas, audios, videos o memes, y me comporto como la tía que envía fake news de Vox aprovechando el público cautivo y que te quieren. Tengo varios grupos de amigues, todes escritorxs con ganas de bajar al llano y verse como personas normales y divertidas o sea hablando pestes de todo el mundo, es mejor que verles en un cóctel, en la feria del libro o en el mundo real, es como un mundo literario a escala donde seguimos compitiendo por quién es el más ingenioso, malinformado, culto o provoca el silencio más incómodo. Hay días buenísimos en que no paramos de reír y a la vez de hacer literatura por todos nuestros poros, y puedes serlo desde el baño. Es como la verdadera inteligencia artificial. Últimamente debo decir que hablo sola, mando perritos tiernos o chistes buenísimos que se quedan sin comentar. No sé qué pasa. Creo que me está yendo bien. Ahora pasemos a Huaco retrato, tu último texto de narrativa, que publicaste en 2021 en España y ha sido recientemente traducido al inglés,

«Por eso yo soy poética sobre todo cuando estoy pobre, es decir vallejianamente, es más decoroso ser poeta pobre que pobre novelista. También estoy casada con un poema. No con un poeta, con un poema. Imagínate lo que es eso» francés, portugués e italiano. Es un libro que repasa la historia de los Wiener, el padre que tiene una doble vida, el Tatarabuelo eurocéntrico, racista y violento, el museo en París con los huacos retratos, el tatarabuelo huaquero, la familia bastarda y también la forma en que tú has hecho familia huyendo de esos designios. Creo que es un libro que narra el poder de la «figura del padre» a lo largo de la historia y todas las aristas que eso arrastra, un libro que descoloniza esa gran figura, ese «padre» único y colonizador que determina el registro histórico, cómo tú intentas lidiar y derrotar ese mandato en todo sentido, incluso dentro de ti. Sí, es una novela que no sólo trata de descolonizar y descolonizarse sino también, como dice María Galindo, de despatriarcalizar. Pero es que patriarcado y colonización siempre vienen juntos y revueltos. La Historia es la

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ENTREVISTA

«Si me preguntas por la operación política y artística de mi Huaco te diría que no es mía, bebe del arte popular y revolucionario, de la literatura mestiza, antipatriarcal e indigenista, de voces que subvirtieron el orden solo por levantarse, de mi comuna migrante de por aquí. Todo lo que contamina, subvierte y bastardea los caminos ya conocidos y abre otros nuevos, lo que se comparte y se entrega, se intercambia y se regala, me interesa» historia del poder. Y durante mucho tiempo nos han estado contando exclusivamente esa versión y nosotros nos la hemos tragado y repetido entera. Para derrocar los mandatos se pueden hacer infinidad de operaciones porque están en todas las cosas del mundo. Es como cuando un día nos pusimos los lentes del feminismo y ya no pudimos dejar de leer e interpretar lo que veíamos si no es atravesado de violencia machista. Así, cuando empiezas a mirar por primera vez la realidad de la violencia colonial, racista y clasista en el presente ya no puedes volver a la ceguera eurocéntrica. Les está ocurriendo a muchas personas con la blanquitud, como a muchos hombres les pasó con el machismo. Algunas personas se miran por primera vez y otras no pueden aceptar no ser víctimas de todas las guerras ni asumir ser a quienes esta repartición del mundo ha beneficiado. Ante eso, si me preguntas por la operación política y artística de mi Huaco te diría que no es mía, bebe del arte popular y revolucionario, de la literatura mestiza, antipatriarcal e indigenista, de voces que subvirtieron el orden solo por levantarse, de mi comuna migrante de por aquí. Todo lo que contamina, subvierte y bastardea los caminos

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ya conocidos y abre otros nuevos, lo que se comparte y se entrega, se intercambia y se regala, me interesa. A través de la reescritura de historias personales, íntimas, familiares, sociales, Huaco retrato intenta recuperar una memoria perdida, negada o robada. La estrategia es otra vez intra y extraliteraria: la escritura de ficción, es decir recurrir a la imaginación, se vuelve una forma de completar esa memoria rota y soñar con un futuro distinto. Yo comparo este momento que vivimos hoy, de resurgimiento del arte popular, antirracista, feminista, indígena con otro resurgimiento de este tipo vivido en los años 70s, cuando el arte estaba inevitablemente atravesado por activismo y lucha política. El arte de vanguardia es social y enseña el camino de la transformación, no es una isla a la que los artistas van a alejarse de todo para crear. Violeta Parra o Ana Mendieta, a quienes considero amorosas ancestras referentes, creaban desde la experiencia y el cuerpo, cantaban, performaban para el pueblo y contra el poder. Es increíble que haya gente todavía anclada en debates superados como los de arte culto versus arte popular; o el de si las mujeres trans son mujeres. Alucino con que escritoras reconoci-

das como intelectuales como Sanin o Harwicz se promuevan como voces insumisas e inalienables, cuando son guardianas de asuntos tan arcaicos y señoriales como el elitismo artístico o el elitismo biológico, que siempre han sido patrimonio del hombre y del hombre artista de éxito. Las escucho hablar y es como escuchar a cualquier escritor del siglo XX panudeándose ante el silencio de las otras. Puedo ver que para muchos escritores y escritoras hoy en día no son sus libros sino sus opiniones políticas reaccionarias en tuiter las que les dan esa hermosa y deseada relación con su público lector, aunque éste sea misógino o conservador. Pero no solo ellxs tienen su público, hay cada vez más autoras de todo peleaje que están siendo escuchadas, leídas, estudiadas en la academia y celebradas por sus libros, por su pensamiento, por su coraje y que además comparten con sus lectoras espacios de encuentro, cuidados y una conversación horizontal. «No lo sé, Rick, parece falso». Quizá tu literaPura no es la única válida. Como ya cantaba en 1996 Ivy Queen en un super reggaeton: «no se llama cantante al que lo escribe, se llama cantante a quien lo vive». Hagan sus cosas finas y dejen vivir.


Me gustaría preguntarte qué se viene ahora después de Huaco retrato, si no temes haber alcanzado un tipo de texto distinto a los menos ortodoxos anteriores y si vas a seguir en esa voz y propuesta. Creo que ya estoy en la senda del huaco y en el atajo de la ficción narrativa. Quizá el libro que estoy escribiendo ahora sea más juguetón que Huaco. También toca temas contemporáneos pero de manera más evidentemente satírica. Yo creo que soy graciosa. Siempre lo he sido. Pero recientemente los golpes que me ha dado la vida me han convertido en una auténtica payasa, que es el comediante trágico, el que mientras tiene un ataque

de risa está sacando una pistola. Y no sé si la gente se está dando cuenta en mis libros de que lo soy porque siempre estoy usando mil filtros elegantes, ironía, etc. Así que en este libro voy a ser gruesa porque sí y me voy a descolonizar un poco más de lo serio. En mi próxima novela la parte autoficcional ya no va a basarse en mi pasado sino en mi futuro. La protagonista es una mujer chola lidereza social que se encuentra prisionera en el Nuevo Sepa, una cárcel abierta para mujeres, por una acusación en torno a un oscuro suceso de su juventud que al darse a conocer la aleja de la carrera electoral cuando estaba muy cerca. Lo extraño es que gracias al lawfare de sus enemi-

gxs ahora podría cumplir sus sueños revolucionarios. Ella se ha cambiado de nombre y ahora se llama Atusparia, como el dirigente campesino que dio nombre a su colegio soviético indigenista en Perú, allí donde en los 80s estudió la primaria y se preparó para ser un soldado del comunismo. Tras una larga pausa en la que se mantuvo distraída por el capitalismo salvaje y el sexo grupal, su re-vuelta a la política se convertirá en infierno u otopía junto a sus compañeras. Obviamente todo va a salir mal, como siempre. Y la idea es preguntarme en cada página por qué.

Fotografía de Lisbeth Salas

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SEGUNDA VUELTA

SEGUNDA VUELTA

La tentación del fracaso, DE JULIO RAMÓN RIBEYRO por Rodrigo Hasbún

«Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: he allí algunos de los calificativos que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor» Julio Ramón Ribeyro, La tentación del fracaso

Una certidumbre inicial Escrito a lo largo de veintiocho años, entre 1950 y 1978, el diario del peruano Julio Ramón Ribeyro es muchas cosas a la vez: un conmovedor relato de formación, un álbum de instantáneas de una generación de escritores latinoamericanos perdidos en Europa, una radiografía involuntaria de la vida en el exilio, un laboratorio literario a puertas abiertas y una audaz colección de micro ensayos y textos críticos. La tentación del fracaso amalgama esos libros posibles, los entreteje de manera sutil, ofreciendo en el camino una experiencia única. Tras releerlo por tercera o cuarta vez a mí no me cabe duda: se trata de uno de los diarios más bellos y memorables que se hayan publicado en nuestro idioma, o cualquier otro. Pequeñas y grandes transformaciones

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La lectura de La tentación del fracaso no depende de cuánto sepamos del autor o sus demás libros. Lo que ofrece es suficiente en sí mismo. El diarista se enfrenta a peripecias y amores y a una enfermedad que lo acecha, frecuenta a personajes singulares y experimenta desencantos y desidias, se queja y fantasea y

duda. Nosotros, del otro lado, nos intrigamos por su destino pero además disfrutamos de su sensibilidad y lucidez con la mayor de las dichas. La magia opera así mientras tanto: el estudiante limeño de veintiún años que en la primera entrada dice tener «unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo», termina siendo al final un parisino adoptivo que tres décadas después se recupera de un cáncer de esófago y que empieza a darle vueltas a la idea de publicar su diario. Esa mutación paulatina es exacerbada por el hecho de que la escritura diarística opera por acumulación, de que se trata de un tipo de escritura que solo se constituye en el tiempo. Debajo del casi cincuentón persisten muchos de los que fue siendo antes, a todas sus edades. Son decenas de variaciones de Ribeyro que resquebrajan y humanizan al personaje, acercándolo aún más. Ahora bien, en medio de la errancia y de las pequeñas y grandes transformaciones, las entradas van evidenciando algunas constancias (el despilfarro y la enfermedad, los amores desafortunados, la dificultad de escribir), de las que emerge quizá el retrato más verdadero del diarista. A su alrededor, a su vez, se articulan dilemas y suspensos que intensifican la lectura. ¿Al fin se casará con la enigmática C. o termi-


«La magia opera así mientras tanto: el estudiante limeño de veintiún años que en la primera entrada dice tener “unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo”, termina siendo al final un parisino adoptivo que tres décadas después se recupera de un cáncer de esófago y que empieza a darle vueltas a la idea de publicar su diario» Fuente: wikicommons

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SEGUNDA VUELTA

nará al lado de Mimí? Años después, ¿podrá completar tal libro o vencer tal pudor? ¿Y volverá a Lima o se quedará para siempre en París? Cuando Ribeyro se decide a publicar su diario a principios de los noventa, cuenta con la distancia suficiente para descifrar las figuras relevantes de ese viejo entramado y obedece al impulso de realzarlas y hacerlas más evidentes. Fanático de los diarios, conoce el género mejor que nadie y quiere despojar al suyo de cualquier ingenuidad. Así, lo interviene y, quitando entradas, cambiándolas de lugar o contextualizándolas retrospectivamente, dramatiza el texto. Es una movida significativa, que sitúa a su diario no en los vecindarios de lo testimonial (en los que a menudo los rastros son publicados de manera póstuma por otros) sino en el reino de lo literario, donde el mismo autor se ocupó de darle forma al material. Siguiendo esa metodología, llegó a editar los primeros tres tomos, que Seix Barral reuniría luego en un solo volumen. La muerte sucedió entonces, en media labor. Para bien y para mal, dieciséis años de escritura aún permanecen inéditos. Variaciones de Ribeyro

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El que se siente disminuido en la arena de los fuertes y concluye a sus veintiún años: «Estoy infe-

riormente dotado para la lucha por la existencia». El que a sus veinticuatro insiste: «Hay algo que anda mal en mí y que me hace inepto para la felicidad». El que mira por una ventana que da a Lima o Amberes, a Múnich o Madrid, a Berlín o Hamburgo, sobre todo a esa París que se vuelve cada vez más suya. El que no sabe administrar su pobreza y despilfarra cualquier dinero inesperado («En cuatro días he gastado íntegramente el dinero que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya sabia administración me había tantas veces jurado»). El que no tiene plata para mandar las cartas en las que le pide plata a familiares o amigos. El que aun a la distancia lucha contra algunas expectativas de su linaje («¿Cómo me resignaría a ser un profesor mediocre en una universidad donde dos de mis antepasados fueron rectores?»). El que se sorprende haciendo «muecas de cólera, de asco, de frío» en el espejo del café Petit Cluny donde escribe a veces. El que considera que escribir es un acto complementario al placer de fumar. El que oficia una variedad de trabajos para subsistir: de conserje en un hotelito de ocho habitaciones (en una se hospeda Blanca Varela) a recogedor de bultos en una estación de trenes, de improvisado profesor de español a periodista de la agencia France-Press (donde comparte sala de redacción con Mario Vargas Llosa y Luis Loayza), de agregado cultural en la embajada peruana a delegado adjunto en la UNESCO. El que se pone plazos para demostrar su valía como escritor: los treinta años, los cuarenta, los cincuenta y así. El que sale desfavorecido ante cualquier comparación en la que se involucra, el que sospecha que se ha equivocado de siglo, el que «huye de aquello que ama». El que a menudo se promete dejar de escribir en el diario (para intentar vivir más hacia fuera) pero siempre termina regresando con la urgencia intacta. El que contrae matrimonio y se vuelve padre, el que a veces escribe en francés para ocultarse mejor, el que pelea con su gato. El que presiente la enfermedad años antes de que aparezca, el que luego la padece pero rehúye hablar sobre ella. El que no deja de fumar o tomar vino ni siquiera en los días más dolientes, el que llega a pesar 46 kilos, el que se aísla. El que sufre por sus pequeños esfuerzos bajo la sombra de los monumentos del Boom («Todos o casi todos los escritores de mi generación han escrito su gran libro narrativo, que condensa su saber, su experiencia, su técnica, su concepción del mundo y la literatura. Vargas Llosa La casa verde, Roa Bastos Yo el supremo, Carlos Fuentes Terra nostra, Goytisolo Recuento, García Márquez Cien años de soledad, Donoso El obsceno pájaro de la noche, etc. Sólo yo no he producido un libro equivalente y a los 48 años no creo que


lo pueda producir. La obra vasta y compleja, densa y sinfónica, está fuera de mis posibilidades»). El que se entretiene inventando palabras («magus entulemia zotimos argentilo saler trapemio carnígeno ampulario per tulimo cántimo galerio»), el que evita entrar a la cocina para no enfrentarse a la vajilla sucia, el que compra un auto sin saber manejar. El que para darse aliento revisa las cuatro o cinco novelas iniciadas, los diez o veinte cuentos a medio hacer. El que se juzga duramente, el que se ríe de sí mismo. El que cuestiona su exilio mientras la nostalgia crece, el que fantasea con regresar al lugar del que solo ansiaba irse. Como decía antes, el personaje entrañable que envejece ante nosotros página tras página. La escritura inamovible Durante años Ribeyro duda de su diario y se avergüenza de él. Lo llama «enano maléfico y devorador», le echa la culpa de su imposibilidad de tomarse más en serio los cuentos y novelas que no logra acabar. El anuncio de la enfermedad lo empuja a reevaluar sus prioridades, a examinarse bajo esa nueva luz. Escribe el 16 de enero de 1975: «Debo recordar esta fecha: hoy me enteré de que fue de cáncer de lo que me operaron dos veces en 1973. Secreto celosamente guardado por Alida y unos pocos amigos. (…) Desde hoy todo cambia para mí, pues el malestar que he sentido en los últimos meses –hemoturia, náuseas, acidez, bilis– se inscribe en la más sombría de las perspectivas: la reaparición de este mal y probablemente en varios lugares. (…) ¿Qué hacer?». Tan pronto como es nombrado el mal que venía atormentándolo, el diarista recurre a su diario cada vez más. La señal de acabamiento también impulsa la necesidad de consolidar su obra. «Confío en que saldré adelante, por un puro esfuerzo de mi voluntad. Por no dejarle a mi mujer y a mi hijo otra cosa que deudas y porque ya es tiempo realmente de que escriba lo que debo escribir», había anotado mientras esperaba ser sometido a su segunda cirugía. Tras enterarse que era cáncer lo que tenía y no un tumor, anota a su vez: «Lo que quedará de mí será lo que escribo y todo lo demás –eficacia en mi trabajo oficinesco, brillantez en las reuniones sociales, etc.– carece completamente de importancia. Debo hacer lo único que sé hacer más o menos bien, lo que me agrada hacer y lo que otros no pueden hacer en mi lugar: escribir mis historias boludas o sutiles, hasta reventar». Ribeyro coquetea entonces con una novela de ovnis que testimonie la experiencia de un amigo, se

propone escribir un policial y delinea minuciosamente el argumento, desea embarcarse en la reelaboración de episodios históricos, planea armar volúmenes de cuentos que giren en torno a técnicas diversas y fantasea con una autobiografía. Quiere hacer algo distinto, recorrer las vías menos transitadas, buscarse un lugar propio. Al cabo de días, meses o años, todos los proyectos son abandonados. En el desplazamiento no hacia su realización sino hacia su fracaso, la escritura inamovible es la del diario. Esta, inicialmente una práctica subsidiaria a la construcción de la obra, casi un lastre, «lo inorgánico, lo discontinuo, la negación de lo que quiero hacer, en suma, el testimonio de la no obra, de la sequedad y la pequeñez», deja de ser un espacio mirado a menos y Ribeyro al fin empieza a asumir esa vieja sospecha de que será lo que más perdure de sí mismo. Lo dice así, sin alivio: «creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado, expresivo que interesa no solamente como testimonio sino también como literatura. Si continúo por el mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos años, será probablemente la más importante de mis obras. Esto no me alegra, ciertamente». Entre las varias trayectorias del libro (la del exiliado melancólico, la del enfermo distraído, la del bohemio aburguesado, la del narrador medio mudo), sin duda una de las más sentidas es la del diarista que reniega de su diario y solo muy de a poco, casi a pesar suyo, va dándose cuenta de su valor. Regar una maceta «En la rue Bargue: una vieja sigue regando las flores de su ventana en una casa que va a ser demolida dentro de unos días», anota Ribeyro el 24 de abril de 1975. En Los dichos de Luder, involucrando a su alter ego, escribe a su vez: «–Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos –dice Luder– es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se lanzan a roturar un bosque. –¿Y tú? –Ah, yo sólo riego una maceta». Con la persistencia que siempre se negó pero sin la cual hubiera sido incapaz de escribir La tentación del fracaso, a pesar del anuncio de demolición de su vida, Ribeyro nunca dejó de regar su maceta. Lo llamaron escritor laborioso y pulcro, lúcido y honesto, discreto, ejemplar. Con su diario en mente, pero pensando también en sus prosas apátridas y sus cuentos, a estas alturas no cuesta nada afirmar que la suma de esos rasgos, así como su delicadeza y hondura, hacen de él un escritor sin igual, un escritor al que nos toca seguir leyendo, un gran escritor.

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PERFIL

La piedra de

MASSIANI

La primera vez que vi a Francisco Massiani me dio un puñetazo. Coincidimos en un despacho y alguien le dijo: «Este muchacho quiere ser escritor». Massiani me contempló con pupilas febriles. Apretó su mano y me encajó en el brazo un derechazo que retumbó en las paredes. Quedé atónito, pero no dije una palabra. «Ese es el consejo que te puedo dar. La escritura duele». Asentí; poco a poco mi brazo pareció dormirse. Massiani volvió a mirarme. «Ten cuidado con dos cosas que queman el cerebro: las mujeres y la escritura», remató. Durante un buen tiempo no conté a nadie que había conocido a uno de los narradores más reconocidos de la Venezuela del siglo XX. Pensaba en él y me escocía el brazo.

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Hasta ese entonces yo imaginaba a Massiani jugando al fútbol. También lo imaginaba paseando por Sabana Grande para ver a sus amigos. Con el paso de los años, a esas imágenes que brotaban de sus libros se fue superponiendo la imagen nítida de su presente. Amanecido, oloroso a alcohol, lo veía transitar por su editorial en Caracas. Su carácter oscilaba entre la ternura y la furia; lo devoraba la impaciencia, parecía estar en los lugares con la inquietud de quien siempre desea alcanzar otro sitio. Jamás me fue posible conversar con él, preguntarle por su infancia en Chile; por sus ancestros corsos que llegaron a Venezuela en el siglo XIX; por los momentos en que también dibujaba; por ese aparatoso acordeón que tocaba en la juventud; por las primerizas historias que escribió en el Madrid de 1965; por esa obra narrativa suya que parecía troceada en grandes momentos de silencio.


Como tantas cosas importantes en la vida, mi admiración infinita hacia Massiani se sostuvo sobre lo que no pudimos hablar, sobre lo que fue imposible comentarle. La última vez que lo vi en persona fue en la Bienal de Mérida en 1995. Estaba en el escenario junto a otros autores que ofrecieron atinadas conferencias. Cuando llegó su turno se limitó a leer un cuento. El resto de la actividad lo vi sonreír con la mirada; una sonrisa buena, transparente, ajena al tiempo y al lugar en el que nos encontrábamos, como si hubiese recordado algún momento feliz del pasado. Puede decirse que pasé muchos años en Venezuela mirando a Massiani desde lejos, comentando sus narraciones, releyéndolo, buscando sus atmósferas, la ternura desesperada de sus personajes apresados en una adolescencia prolongada e inútil. Massiani aparecía en los lugares como un huracán lleno de ira, reclamando afrentas reales o posibles, y yo me escondía en las esquinas o en la soledad de un despacho. No dejaba de leerlo, pero me sentía incapaz de dialogar con su furia, con su angustia por el tiempo que lo iba consumiendo en largas madrugadas sin sueño. Disfruté hasta el infinito con varios de sus títulos: Las primeras hojas de la noche; Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal; El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes; Con agua en la piel; pero por supuesto cada tanto volvía (y vuelvo) a las páginas de Piedra de mar; una novela que junto a La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig y Un mundo para Julius de Bryce Echenique, introdujo en la narrativa hispanoamericana un tono menor, sentimental, que contradecía la novelística total del Boom. Nunca olvido que esa maravillosa novela surgió por una mentira. Al hablar con un editor, Massiani le contó que había culminado una obra sobre un muchacho que para impresionar a una muchacha intentaba escribir un libro. No tenía ni una página escrita, pero le pareció que su invención poseía tal coherencia que esa misma noche comenzó a trabajar en ella y pudo entregarla año y medio después. El éxito fue fulminante. Los lectores llovieron sobre ese volumen que muy pronto fue parte de los programas literarios de los institutos. Piedra de mar es nada menos que la narración entrañable y humorística en la que un narrador hace crecer una histo-

ria desde la misma imposibilidad de escribirla; la voluntad creadora de un muchacho que busca su lugar en la realidad, que intenta sobreponerse a esa tristeza con que la adultez comienza a soplar sobre su rostro. La contundente hermosura de ese libro produjo que alrededor de Massiani se congregaran autores que lo llenaban de afecto como Rodrigo Blanco Calderón o Luis Yslas; también infinidad de lectoras que lo visitaban en el modesto lugar donde habitó sus últimos años. Una de ellas me hizo llegar los mensajes cariñosísimos que Massiani me enviaba y en los que comentaba que pronto deberíamos conocernos. Nunca pude revelarle que nos habíamos visto años atrás, muchos años atrás, cuando me dio un consejo contundente. Sus historias hicieron germinar ese cariño que lo acompañó con persistencia cuando ya se movía con andadera y sometido a los estragos que le produjo un accidente automovilístico. Por lo que veo en un conmovedor documental, Francisco Massiani: Breve y arbitraria historia de mi vida, en ese momento no se desprendía de varias gorras de tonos grises y de un cigarrillo perenne que ardía entre sus manos. Parecía aplastado por la realidad, pero con terquedad tecleaba una máquina de escribir, como si hasta el último momento quisiera decirnos que escribir es un oficio triste pero inevitable. Lo sigo frecuentando con la misma gratitud con que lo leí en la adolescencia. Su estilo directo, la humanidad profunda de sus personajes, la naturalidad con la que desplegaba técnicas para trastocar el tiempo y el espacio. Tenía razón cuando nos vimos por vez primera. Hay algo doloroso, algo equívoco e incompleto en la literatura, algo que siempre se aproxima a la decepción profunda, al cansancio extremo. Cada tanto siento escozor en el brazo que golpeó con su puño. Pero escucho luego el ruido de esa máquina de escribir en la que tecleaba y tecleaba: incansable, sin saber nunca lo que significaba rendirse. Nunca rendirse.

por Juan Carlos Méndez Guédez

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CORRESPONDENCIAS

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Fotografía de Nina Subin

Fotografía de Richard Hirano

Fotografía de José Manuel Vidal

Valerie Miles

Santiago Roncagliolo

Fernando Iwasaki

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

(Lima, 1975) es uno de los novelistas más leídos de su generación en lengua española. Abril rojo recibió el premio Alfaguara y Independent Prize of Foreign Fiction británico. La pena máxima fue finalista del premio francés Violeta Negra y ha sido llevada al cine, al igual que Pudor. Y líbranos del mal se mantuvo durante un año como la novela peruana más vendida. Su última novela, El año en que nació el demonio está ambientada en el oscurantista siglo XVII. También ha publicado una trilogía de historias reales sobre el siglo XX hispanoamericano, entre ellas, La cuarta espada sobre Sendero Luminoso y El amante uruguayo sobre Federico García Lorca. Sus libros para niños han sido distinguidos con el premio Barco de Vapor peruano y el White Raven de la Biblioteca de Munich. Reside en España, desde donde escribe series de televisión y películas, muchas de ellas basadas en libros.

(Lima, 1961). Es historiador y escritor, interesado en los estudios culturales con énfasis en las identidades, los imaginarios, las globalizaciones, la literatura comparada y la historia de las religiones. Es autor de 3 novelas, 8 libros de relatos, 10 ensayos literarios, 8 compilaciones de artículos y crónicas y 4 monografías históricas. Sus últimas publicaciones son Célula Padre. Biopsia literaria (Renacimiento, 2023), Brevetes de Historia Universal del Perú (Alfaguara, 2021), Mi poncho es un kimono flamenco (UNAM, 2021), Sevilla, sin mapa (Gong, 2021) y ¡Aplaca, Señor, tu ira! Lo maravilloso y lo imaginario en Lima colonial (FCE, 2018). Es doctor en Historia de América, Premio Rey de España de Periodismo 2015, miembro de la Academia Puertorriqueña de la Lengua y profesor titular de Retórica en la Universidad Loyola Andalucía. www.fernandoiwasaki.com


CORRESPONDENCIAS

Santiago Roncagliolo y Fernando Iwasaki: «SI LA POLÍTICA ESTÁ HASTA EN LA SOPA, ÉCHALE ROCOTO» Coordinado por Valerie Miles

VALERIE MILES Recuerdo una de las veces que estuve en Tánger con Paul Bowles cuando conversamos sobre la identidad. Era a principios de los 90 y la gente aún distinguía entre lo que era ser un viajero y ser un turista. Como estadounidense letraherida y nómada, empezaba a desprenderme de una sola identidad nacional para sentir el profundo vértigo de la incipiente extrañeza de las identidades nacionales, culturales y lingüísticas múltiples. Hoy en día se suscribe de forma generalizada esta idea de las identidades escépticas y el nomadismo se ha convertido en una marca de lo contemporáneo. Pero: ¿qué es real si es la mirada ajena lo que nos otorga la identidad? En Otras Inquisiciones, Borges dice que Berkeley afirmó de la identidad personal que «yo no meramente soy mis ideas, sino otra cosa: un principio activo y pensante». Mientras que Hume, el escéptico, lo refuta y hace de cada hombre «una colección o atadura de percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapidez». Esta correspondencia entre dos escritores peruanos afincados en España desde hace lustros, explora el peso y las paradojas de dichas identidades múltiples.

SANTIAGO RONCAGLIOLO Barcelona Querido Fernando: Te escribo para pedir consejo como veterano de la migración. A estas alturas, no tengo muy claro qué soy. Acabo de publicar una novela ambientada en la España colonial, porque ya he pasado más tiempo en España que en ningún otro país. En España nacieron mis hijos y aquí se halla buena parte de mi trabajo y las amistades de mi vida adulta. La historia transcurre

en el siglo XVII, un siglo que puedo conocer igual de bien que cualquier nacido aquí, porque no hay que haberlo vivido entero, hay que haberlo leído. Sin embargo, durante la promoción del libro, los periodistas me preguntan por la situación política peruana. Ya sabes: por alguna razón, un escritor es un tipo de que te dice por quién votar. A los músicos y a los cineastas se les pregunta por su arte. A nosotros, se nos pide análisis político. Quizá se debe a que los periodistas les da pereza leer los libros, y en cambio, todo el mundo tiene opiniones políticas. Así hay tema

de conversación. Quizá sea que, en realidad, la gente no compra novelas para leer historias sino para exhibir un certificado de lo que son (o de lo que se consideran, o de los amigos que quieren). Así, lo importante del libro no es lo que tiene dentro, sino lo que lleva por fuera, lo que puede ver alguien cuando te visita en tu casa y husmea tu biblioteca: el nombre del autor. Compras libros de mujeres para establecer que eres feminista, compras libros de autores difíciles para dejar claro que eres inteligente, y por supuesto, compras libros de un peruano para mostrar que eres progre y te importan los pobres.

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CORRESPONDENCIAS

Cada vez que voy a Francia o a Alemania me preguntan si estoy exiliado. Les decepciona mucho saber que no soy un perseguido político. No compran a un escritor peruano para que sea un ciudadano normal. Una vez me emborraché en una presentación y respondí que sí, que me habían torturado y expulsado del Perú. Pensé que estaba siendo claramente sarcástico. Incluso hiriente. Pero esa noche, vendí todos los libros. Mientras los firmaba, comprendí con tristeza que los lectores estaban encantados conmigo. Al fin, esos franceses habían conseguido lo que creían que era un peruano de verdad. O sea, un chileno de 1974. La duda es si, tras un cuarto de siglo en España, puedo seguir siendo un peruano de verdad, incluso si no me pongo sarcástico Pero también existe la posibilidad de que yo, en efecto, me haya convertido en un extranjero. Que intente leer ese país con ojos ajenos. Es posible que ya sea un español… pero ningún español parece creer que yo sea eso. Tú llevas más tiempo que yo aquí. Te quiero preguntar ¿Cuánto tiempo debe pasar para ser de acá? ¿Y dejas entonces de ser de allá? ¿Qué somos exactamente a estas alturas? ¿Tendremos que hacer análisis electorales de varios países en la promoción de cada libro? Espero tu respuesta con ansiedad étnica.

FERNANDO IWASAKI San José de la Rinconada Santiago querido, tu carta trasluce que has llegado a esa edad en la que las preguntas de los periodistas se entreveran con las respuestas que le damos a

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nuestros hijos cuando son adolescentes, pues en ambos casos la verdad resulta irrelevante. Es verdad que el primer mundo ha construido una imagen del peruano compositum que ningún peruano común y silvestre podría colmar; pero no deberías permitir que la ignorancia gringa y los prejuicios europeos te achanten. Al contrario, úsalos en su contra. Por ejemplo, tú sabes que para el común de franceses y alemanes un guatemalteco y un paraguayo son iguales. Pues bien, a ese periodista francés confúndelo —como quien no quiere la cosa— con un belga, y verás cómo salta como un otorongo. Yo llevo años chinchando los hechos diferenciales europeos, igualando a suizos con alemanes, escoceses con ingleses, catalanes con murcianos y suecos con noruegos (¡cómo se ponen los noruegos cuando los confundes con un sueco!), porque me alucinan esos huevones que piensan que no tienen nada que ver con otros huevones que viven a menos de 100 kilómetros, pero que al mismo tiempo creen pazguatamente que un chileno es lo mismo que un nicaragüense, a pesar de los 5.582 kilómetros de cordilleras, selvas y desiertos que los separan. Dile tú a un neoyorkino que es igualito a uno de Alabama, para que veas cómo se rebrinca. Y, por supuesto, cuando vayas a la Feria del Libro de Los Ángeles, háblales de su gordura y sus mantecosidades como si estuvieras en Mississippi. Verás cómo a partir de entonces sí te empiezan a tratar como peruano. Y aquí está la vaina: ¿qué es un peruano? ¿qué es ser peruano? Tú dices —con retranca— «un chileno de 1974», pero esa sería la expectativa de gringos y europeos. Yo he tomado la precaución de tener un apellido japonés para que no me pregunten cojudeces, pero además tengo la fortuna de vivir en Sevilla, donde una embajada de irreductibles ponjas se instaló en Coria del Río en el siglo XVII y donde nuestro paisano Pablo

de Olavide fue alcalde en el siglo XVIII. O sea, que tengo de dónde agarrarme, querido. Tú lo tienes más yuca porque vives en Barcelona y te has instalado después de Bolaño, Fresán y los autores del Boom. Es decir, formas parte de un linaje. ¿Qué puedo sugerirte? Que te construyas tu propia tradición: tira del «Cholo» Sotil en Barcelona y establece un paralelo entre el quechua y el catalán. No te agobies si no ves la relación, porque en Cataluña la verán a través de la política. Y así llegamos al núcleo de tu carta: la política. Siento decirte, Santiago, que no podemos evitarla. Cuanto más la esquivemos, más nos acosarán. Por lo tanto, si la política está hasta en la sopa, échale rocoto. Quéjate de la ausencia de picante en los restaurantes peruanos de Europa y Estados Unidos. Pregona que la lucha de clases en nuestro país comenzó en la cocina, cuando miles de indios y esclavos negros empezaron a echarle ají, rocoto y otros pimientos flamígeros a la comida de los conquistadores, encomenderos, obispos, virreyes y demás espontáneos, hasta que nació la primera generación de peruanos con estómago a prueba de balas. Celebra tus ruedas mundiales de prensa en restaurantes peruanos e inunda de ají mochero las comidas de los periodistas aborígenes, para que la progresía primermundista entienda que la lucha armada es cualquier huevada comparada con una guerrillera dosis diaria de ají, chile y rocoto. Así, mientras se les chorrean los lagrimones, tendrán que admitir que sí, que tú no eres un «ciudadano normal», porque eres capaz de comer eso que se pregonaba por las calles de Lima: revolución caliente. Abrazo étnico y multicultural, Fernando


SANTIAGO RONCAGLIOLO Sevilla Querido Fernando, qué alegría recibir tu respuesta tan rápidamente. Y qué interesante que asocies mis problemas identitarios con tener hijos adolescentes… porque ellos forman parte de mi confusión. Verás, otro de los temas de los que hablo mucho en estos días es el colonialismo. Ayer mismo, de gira en la capital andaluza, mis entrevistas se han detenido mucho en eso. Y es que mi nueva novela está ambientada en el virreinato español del Perú durante el siglo XVII. Y por casualidad, ha sido publicada en un contexto muy curioso: hoy en los medios de prensa se discute la colonia como si fuese un partido de fútbol, y cada quien escoge su equipo: el presidente mexicano sigue enfadado con España por la conquista, y los derechistas españoles le responden que España solo fue a América a civilizar a una pandilla de tribus caníbales. La mayoría de todos estos políticos, como sabes, no son precisamente especialistas en Historia. Más que analizar el pasado, vociferan sus bajas pasiones presentes. Y así, los clichés transoceánicos que señalas en tu carta son empleados por las dos partes y se extienden a lo largo de quinientos años. El caso es que, una vez más, me cuesta encontrar un lugar entre gente que parece tener tan clara su identidad. Ya sabes que mis hijos (15 y 12 años) nacieron en Barcelona y ahí han vivido toda la vida. Pero son, claro, hijos y nietos de peruanos. Hace unos años, los llevé a hacer turismo en Cuzco. Al entendernos como compatriotas, el guía turístico desplegó cómodamente toda su artillería hispanófoba: contó cómo el imperio Inca -que él identificaba como «el Perú»- había sido destruido,

«Es verdad que el primer mundo ha construido una imagen del peruano compositum que ningún peruano común y silvestre podría colmar; pero no deberías permitir que la ignorancia gringa y los prejuicios europeos te achanten. Al contrario, úsalos en su contra. Por ejemplo, tú sabes que para el común de franceses y alemanes un guatemalteco y un paraguayo son iguales. Pues bien, a ese periodista francés confúndelo —como quien no quiere la cosa— con un belga, y verás cómo salta como un otorongo» saqueado, violado y arrasado por los españoles, que aún hoy, quinientos años después, no han pedido perdón por eso. He escuchado ese discurso durante toda mi vida sin discutirlo, pero con mis hijos delante, me surgieron muchas preguntas: ¿esos niños con doble nacionalidad deben exigir disculpas o defender la conquista? ¿Deben considerarse víctimas o verdugos? ¿Con quién exactamente tienen que enojarse? ¿Y las decenas de miles de hijos de otros inmigrantes a Europa de las últimas décadas? ¿Y los descendientes de los europeos que emigraron a América

Latina durante el XX, después de las independencias? Los españoles sí eran más fáciles de considerar una unidad… hasta que llegaron. Porque a partir de entonces, se dividieron los españoles peninsulares y criollos. Los primeros mandaban a virreyes con séquitos que se desplegaban por todos los puestos públicos. Los segundos se sentían relegados en su legítimo derecho, y por eso, acabaron liderando las guerras de independencia. A los criollos, la población indígena los consideraba españoles. La Corona los trataba como indígenas.

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CORRESPONDENCIAS

«Quizá sí tengo un lugar, solo que no es un recinto cerrado. Es más bien un camino de puntos que une a familia y amigos en al menos tres países. Gente de muchos otros países, que forma una constelación informe, en perpetuo movimiento» Mientras te escribo esto, me doy cuenta de que mis problemas identitarios de latinoamericano en España son los mismos que el mundo hispano ha vivido desde su nacimiento. Así que quizá sí formo parte de una comunidad clara, e incluso soy representativo de ella. Sin embargo, creo que la mayoría de la gente prefiere tener una etiqueta más sencilla: ser de izquierda o católico o peruano o Del Real Madrid, y serlo todo el día, todos los días, ignorando las demás facetas de su cultura. La identidad es una ficción que construimos para lidiar con la incertidumbre y ser aceptados en un grupo. Pero como todas las ficciones, se puede confundir con la realidad. Esa esquizofrenia solo conduce a una vida reducida y falsa. Pero me he extendido. Tú desciendes de japoneses, peruanos, italianos y quién sabe qué más. A lo mejor tú experiencia es diferente ¿Lo es?

FERNANDO IWASAKI Dos Hermanas Santiago querido, veo que el asunto de la identidad te llama mucho la atención, quizá porque es uno de los temas que más obsesionan a los adolescentes y tú eres padre de dos. Voy a darte un consejo: renuncia a que te entiendan, pues los hijos adolescentes son como los críticos literarios: no nos juzgan por quienes somos, sino por lo que representamos. Y jamás van a

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valorar lo que decimos (o escribimos), porque les importará mucho más lo que dejamos de decir (o escribir). Dicho esto, tú sabes que desde hace años vengo corrigiendo y aumentando un libro de ensayos titulado Mi poncho es un kimono flamenco donde desde el título dejo muy claro que asumo mi condición de mutante, alien o híbrido, aunque resulto menos raro en la Sevilla del siglo XXI comparado con el Inca Garcilaso en la Montilla del siglo XVI. Creo que a tus hijos —y de paso a los periodistas y guías turísticos— les vendría muy bien saber que la pureza es otra ficción, tanto en el fútbol como en la ciudadanía, pasando por la cocina. ¿Cuántos hijos de emigrantes han llegado a ser presidentes en América Latina? Sólo en el Perú tenemos a Fujimori y Kuczynski, por no hablar del chileno Eduardo Frei Montalva, del argentino Carlos Menem o del ecuatoriano Abdalá Bucaram. Los Estados Unidos han tenido a Barack Obama y en el Reino Unido el primer ministro es Rishi Sunak. ¿Para cuándo un Canciller alemán hijo de turcos? Algún día el presidente del gobierno español será un hijo de marroquíes o de bolivianos, y ya verás cómo entonces los periodistas dejarán de preguntar huevadas. La pregunta por la identidad fue una vaina que se le ocurrió a la Generación del 98 y que trataron de responder tanto Unamuno como Ortega y Gasset. Ambos tuvieron la ocurrencia de elegir el Quijote como la obra que cifraba la identidad española y en ellos se inspiró

José Carlos Mariátegui cuando eligió a César Vallejo como el primer autor nacional del Perú. Desde entonces, la crítica de izquierda en general y latinoamericana en particular, buscan autores que cifren, condensen o encarnen las identidades nacionales de sus respectivos países, con resultados más útiles en lo político que en lo literario. Por lo tanto, si alguien te pregunta por tu «identidad», lo hará porque de antemano considera que no eres peruano. ¿Y por qué hay que ser sólo peruano? Llevo casi 40 años en España y en el Perú sólo viví 23. En España también nacieron mis hijos y tú sabes lo que siempre digo: la tierra de los hijos no es la Patria, porque la Patria es la «Tierra de los padres»; pero la tierra de los hijos es tan o más importante, aunque carezca de sustantivo que la defina. En alemán existe una palabra —wahlheimat— que significa «la patria elegida» o «el hogar elegido» y eso quiere decir que podemos tener más patrias y por lo tanto más identidades. Como bien dices, desciendo de peruanos, japoneses, ecuatorianos e italianos; pero tengo esposa e hijos de España, dos cuñados de Costa Rica y mi yerno y mi nieto son alemanes. Así, en el último mundial de Qatar, el grupo de la muerte para mi familia fue el que emparejó a España, Japón, Alemania y Costa Rica. Fue una pelotera, querido. Y nada identitaria. Piensa: ¿cuántos peruanos cambiarían el Nobel de Vargas Llosa por una Copa del Mundo de Fútbol? No lo dudes: el fútbol es más importante que la identidad.


SANTIAGO RONCAGLIOLO Querido amigo, me gusta eso de la «tierra de los hijos». He vuelto a la de los míos: Barcelona, donde vivo. Hoy termino la promoción de este libro, que más o menos ha durado todo el 2023, presentando en casa. Lo raro es que es la primera vez que presento un libro aquí en unos diez años. Cuando llegué aquí, pensé que había encontrado mi lugar. Ese lugar estaba donde una mujer, y con ella tuve a mis hijos. Había vivido en México, en Lima, en Madrid, y aquí quería quedarme. Pero empezó la furia nacionalista. Y la mitad de la gente aquí se encerró en una identidad que me excluía. Fue un tiempo espantoso para los que éramos diferentes. Hasta entonces, yo llevaba más de una década en este país y era un periodista español. Opinaba sobre la actualidad sin problema. Pero de repente, mucha gente dejó de discutir lo que yo decía para discutir «¿Por qué opina él si no es de acá?» Si no opinaba sobre ciertos partidos, sus votantes creían que yo odiaba a Cataluña, no que era un ciudadano como ellos, con derecho a tener una posición. Incluso escritores que yo respetaba me preguntaban «¿Por qué no escribes cosas de acá?» Un librero me explicó que los autores latinoamericanos son irrelevantes, y ni siquiera se le ocurrió que fuese ofensivo. Y por supuesto, el trabajo era para los de acá. La cultura que importaba era la de acá. En estos meses, sin embargo, he sentido un cambio en Barcelona. Hay más aire. Ha vuelto la paz. Es posible hablar y disfrutar. Ya no creo que exista «mi lugar». Pero presentar un libro aquí es un pequeño símbolo de que quiero formar parte de esta sociedad. Fíjate: empecé estas cartas quejándome de tener que hablar de política y acabo hablando de política. Pero ahora entiendo que eso es hablar

de mi trabajo. Los protagonistas de mis novelas siempre se sienten desfasados, fuera de lugar, en la sociedad que les toca. Porque así es como me he sentido yo toda la vida. Era el chico que venía de un país raro, y luego el que tenía un acento foráneo, y luego un extranjero por peruano, y luego un extranjero por español. Mis personajes suelen encontrar su lugar en el mundo. Porque con ellos, me hago la ilusión de encontrarlo yo. Aunque quién sabe. Quizá sí tengo un lugar, solo que no es un recinto cerrado. Es más bien un camino de puntos que une a familia y amigos en al menos tres países. Gente de muchos otros países, que forma una constelación informe, en perpetuo movimiento. Me alegra que tú formes parte de ella.

FERNANDO IWASAKI Córdoba La sensación de sentirse extranjero fuera del Perú no es tan grave como sentir que en el propio Perú te traten como extranjero. Y no lo digo porque allá me perciban como español, sino porque vivir fuera del Perú me descalifica y me deslegitima para hablar u opinar sobre los problemas del Perú. «¿Con qué derecho opinas sobre el Perú si no vives en el Perú?». Eso lo vengo escuchando de forma constante desde mediados de los 80 y llegó a su clímax después del autogolpe de Fujimori, cuando en 1993 me incluyeron en una lista que prohibía a los consulados peruanos renovarme el pasaporte. El Perú ya no es una dictadura, pero aquel mantra sigue existiendo: no puedes opinar sobre el Perú si vives fuera del Perú. El razonamiento es un poco estrafalario, porque no vivo en

Palestina y tengo una opinión sobre Hamas, no vivo en USA y tengo una opinión sobre la Toma del Capitolio, y no vivo en Alemania y tengo una opinión sobre la deportación de inmigrantes. Pero bueno, con los años me he acostumbrado a vivir desconectado de la política peruana y ya no le dedico tiempo. Las personas no somos de donde salimos, Santiago. Somos, más bien, de donde regresamos. Cuando viajabas a Lima a visitar a tu familia, ¿sentías que «volvías a casa»? Yo nunca he sentido eso, querido. No obstante, cuando me subo a un tren o a un avión camino de mi pueblo sevillano, me invade la gustosa sensación de saber que «vuelvo a casa», porque mi casa está en una chacra sevillana donde crecieron mis hijos, donde he sembrado árboles, donde atesoro libros y donde he enterrado a más de diez perros. Por eso los tejados de las dependencias de mi casa están coronados de Wasi Tupuy, esas cruces alegóricas flanqueadas por toritos de Pucará que pueblan los tejados cusqueños, en memoria de los animales que murieron en las casas. Pero también en casa he dedicado un tsuboniwa o «jardín de almas» japonés a mi viejo, pues cuando murió sembré un mandarino de Satsuma y lo rodeé de cantos rodados que recogí en mi propia parcela. Desde entonces, muchos amigos me regalan un canto rodado en memoria de sus seres queridos fallecidos, para que los coloque junto al mandarino de mi padre. Santiago, admiré mucho a tu abuelo Guillermo y le tuve un gran cariño a Rafael, tu padre. Para mí sería un honor que me dieras dos cantos rodados que pueda colocar en su memoria en mi jardín de almas andaluz. Y a ver quién nos dice que no somos de aquí.

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UNA PÁGINA

Edadismo por Marta Sanz

1. Entremos en un cuadro: Las Edades y la Muerte de Baldung Grien; la Muerte con su reloj aguarda a una joven que le da la espalda. Una anciana de pechos sumidos le pasa la mano por el hombro. A sus pies, un bebé quizá está muerto. El pintor abstrae la edad de su marco económico, social y religioso. Pero pinta mujeres, y las edades escriben y son escritas en la época feudal o en el turbocapitalismo.

do filantropía cuando se trata de venta, atendiendo al envejecimiento de la población como target, busca otras fórmulas: Ángela Molina, de 67 años, protagoniza una campaña de Zara.

2. Cuando Adrienne Rich, en sus Apuntes para una política de la posición (1984), dice que nuestra geografía más cercana es el cuerpo alude a género, clase, raza, continente, civilización. Ahí se inserta un cuerpo. Todo eso -también el lenguaje- se inscribe en nuestra piel y nos hace tomar conciencia de nuestra posición en el espacio -desventaja, sumisión, sujetos y objetos de la violencia-. Nos rebelamos contra esas posiciones, esos escorzos, aparentemente inamovibles, estigmatizados: mujer, negra, pobre. Entre las categorías que nos marcan también está la edad. La edad recorre la piel de la escritura.

5. Lo peor para una escritora joven es hacer una genuflexión. Ahormarse a lo que ya no tiene sentido o tuvo un significado corrosivo. Lo peor, también para una escritora joven, es no reconocer una genealogía. La escritora joven, que pronto dejará de serlo, se piensa como Pulgarcita surgida, exenta y única, de la corola de un floripondio. Se hace moda. Desparece pronto.

3. Escribimos desde una edad. Somos niñas, vivimos el climaterio, somos rabiosa o complacidamente jóvenes, casi nunca encajamos en la plenitud ideal de la palabra «mujer”» Hoy quiero pensar cómo mis años adecentan mi escritura. O la empobrecen. Cómo la pérdida de capacidades nos lleva buscar estrategias que devienen en lirismo y descubrimiento. O en nada. Cómo la experiencia sirve o agota, y eso se refleja en nuestra caligrafía de escritora madura. Quizá la mirada externa sobre la acción de escribir nos obliga a adoptar un estilo concreto al haber cumplido unos años: soy la mujer que ya ha llegado a la edad de escribir novelas de tacitas. Soy la mujer que ya no puede hablar de su clítoris. O, al revés, tengo que hacerlo continua, alegre, publicitariamente. No nos miran bien. Existe una posibilidad menos halagüeña: que nos hurten la mirada. Que nos hagan desaparecer. A casi todas. La publicidad, esgrimien-

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4. También la edad importa cuando somos jóvenes: la lucidez y el bellísimo atrevimiento de la inexperiencia nos lleva a construir personajes distanciados de lo que sabemos y hemos vivido. Creemos en esa condición hermafrodita de la escritura que siempre estuvo en manos de los hombres. Otras jóvenes escriben sobre mujeres jóvenes desde una perspectiva autobiográfica que las coloca en el centro del relato.

6. Mi amigo José Ovejero dice que las personas jóvenes tendrían que leer a las viejas, incluidos clásicos y clásicas -hay más de las que parece-, y que quienes ya tenemos cierta edad no deberíamos desatender las nuevas escrituras. A menudo desprecio y desinterés -competencia insana- ocupan el territorio de esa mutua curiosidad. Veo a jóvenes que se centran en un universo vertiginoso, inalámbrico, espectacular, lleno de estímulos a los que no se tiene tiempo a responder. Veo a personas mayores que tiran la toalla y, para arraigarse a la vida y no caerse de la veloz tarima deslizante, recurren a la nostalgia y la melancolía. O, huyendo de artificios y artefactos incomprensibles, regresan a una naturaleza, cada vez más furiosa, que no sabemos cuánto tiempo podremos contemplar. 7. Hay una escritura joven que, adánicamente, se cree nueva. No lee. Busca llenar estadios. También hay una escritura que cierra los ojos al presente. Se queda instalada en esos viejos apuntes de clase que siempre funcionan. Se encierra dentro de


una cáscara de huevo. En la playa, viejas y viejos practican aqua gym jugando al corro de la patata. No sé si el gesto es patético, alegre, provocador. 8. Me pregunto cómo todo esto repercute en los estilos literarios. En qué medida con la edad nos invade el bucolismo y cierto reaccionarismo retórico, mientras la juventud busca nuevas palabras para construir una realidad mutante. También hay jóvenes que escriben como viejas glorias educadas y personas mayores que lo hacen como recién nacidas: la palabra experimentación se enquista en los corazones viejos frente a textos de artistas, jóvenes y resilientes, que conocen las estrategias del mercado y el uso de las redes como formas de una literatura que es, sobre todo, marca. Hay caladeros en Instagram o en fanfiction.net. Personas que jamás podrían compartir sus textos lo hacen, aunque no pocas veces la imaginación se adapta al gusto mayoritario y se domestica la hipótesis retóricamente disidente. La maravilla de aprender de lo difícil. Existe una correctora cuestión de género: mujeres jóvenes, inquilinas de la contractura, la traducen, la muestran, la recrean, indagan en ella rompiendo el lenguaje y su previsibilidad; Lorena Salazar Masso, Natalia Freire, Elisa Victoria, Aida González Rossi recientemente han publicado libros que me llevan a mirar con admirada curiosidad y me ayudan a vencer mi cansancio. Las reticencias en la conversación entre espacio y tiempo de escritura, edades y orígenes, el peso del prejuicio que alimenta este mismo texto, se reducen cuando las escritoras practicamos sororidad y conciencia de clase.

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Apuntes sobre Hebe Uhart Acá se está bien por Lorena Amaro

Una plantita que nace por Alejandra Costamagna

Turista, notera, perro de la calle por Rafaela Lahore

Las libretas de Hebe Uhart: experiencia y narración por Pía Bouzas

Dossier coordinado por Lorena Amaro

Fotografía de Nora Lezano

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ACÁ SE ESTÁ BIEN por Lorena Amaro

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omo es difícil de olvidar, el Palacio de la Moneda chileno fue bombardeado por dos Hawker Hunter durante la mañana del golpe militar; con solo entrar allí, en ese lugar tan cargado de simbolismo, se produce un estremecimiento. Quizás por lo mismo atesoro un recuerdo que contrasta con ese horror, algo que ocurrió el 3 de noviembre de 2017, cuando, en ese mismo lugar, la escritora argentina Hebe Uhart ingresó al salón donde la presidenta Michelle Bachelet le entregaría el premio Manuel Rojas. Unos minutos antes de que la hicieran pasar, una paloma se coló por alguna ventana, sin que le importara la solemnidad del lugar ni del momento. Como si hubiese traído un nuevo aire sobre nosotros y sobre la historia de ese espacio, el pájaro sobrevoló al ministro, los funcionarios, los periodistas, los talleristas de Hebe que viajaron desde Buenos Aires solo para acompañarla y los amigos chilenos que, emocionados, esperábamos ver a la escritora. Se sentía la felicidad: ¿cómo no reírse y maravillarse un poco con esta escena y con la premiación que sentíamos justa, aunque demasiado tardía? Sonreímos ante esa presencia inesperada, pero también inequívoca, que encajaba tan poco con el poder, pero tanto con la autora que iba a ser premiada. Una escritora a la que en los últimos años le gustaba recorrer los zoológicos, observar a los monos y escribir sobre los avestruces. Y que se preguntaba sobre el lenguaje de los pájaros en su libro Animales (2017): «¿Qué se dicen los pájaros cuando pían? Según Lorenz, localización: ‘Estoy acá, estoy acá’. Y también cuando un lugar es bueno: ‘Acá se está bien’». Esta simplicidad —«acá se está bien»— aparece insistentemente en los textos críticos, recuerdos y homenajes que se le han brindado a la autora. Los animales, las plantas, su cotidianidad generosa en ese pequeño piso de Almagro, tan parecido al de su personaje Luisa en Beni. Tal vez convendría más hablar de cierta sencillez y no de simpleza, pero una y otra de estas expresiones opacan la extraordinaria inteligencia de Uhart. Tanto su presencia como su literatura parecen venir de una suerte de dimensión paralela y, por momentos, también futura: en pocas, pocos narradores de su generación se puede encontrar no solo la capacidad para explorar lo divergente, sino también su desconcertante aliento contemporáneo. Adelantándose a las discusiones de la academia sobre el antropocentrismo, la interseccionalidad o incluso, desde el feminismo, el dis-

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curso amoroso (con pensadoras como Eva Illouz o Sara Ahmed a la cabeza), Hebe Uhart reflexionó sobre todo esto y más en sus novelas, cuentos y crónicas. No era fácil que la entendieran en su tiempo. Desde 2018, su cuerpo yace en una tumba de la Chacarita, pero como escribe en este mismo dosier la chilena Alejandra Costamagna, sus amigos han sembrado allí una pequeña huerta de la que brotan zapallos y tomates cuya arborescencia nos trae a una Hebe más viva que nunca. Así lo demuestra El amor es una cosa extraña (2021), libro póstumo que circula en España. Como la mayoría de su obra aparece bajo el sello Adriana Hidalgo y fue editado por los escritores Pía Bouzas y Eduardo Muslip; reúne tres novelas inéditas, de las últimas décadas del siglo XX, que permiten asomarse al universo de Uhart sin traicionarlo un pelo: Beni, Leonilda y El tren que nos lleva. El título ha sido tomado de una de ellas: «Amor é siempre cosa extraña, Leonilda», le dice un psicoanalista brasileño a este personaje, una mujer nacida en el Chaco que se nos va mostrando con sus afectos, preocupaciones y miedos a través de una voz inconfundible, viva, creativa. Leonilda es una empleada doméstica, pero eso lo sabremos recién a mitad de camino, porque Uhart tiene la sabiduría de no presentarla desde el primer momento como tal, de no reducir a su personaje a este dato, ni tampoco a la compleja escena de violencias que Leonilda sufre y preferiría pasar inadvertidas, o a la trama de ascenso social que también en otros de sus libros –pienso en Mudanzas (1999)— se manifiesta a través de la historia de una familia y la vulnerabilidad de sus integrantes. La voz de Leonilda va moldeando una serie de imágenes que aparecen nuevas y perfectas, como esta epifanía de la protagonista ante una lámina educativa de un óvulo fecundado: «se me hacía recubierto de pelusa y en cambio al cuarto mes me parece un conejo. A mí me impresiona ver la parte de adentro de nosotros. Cuando me entro a impresionar mucho, digo: ‘Estamos rellenos de estopa, como las muñecas’». En Beni y El tren que nos lleva nos encontramos con protagonistas que podrían ser el alter ego de Hebe Uhart: maestras, estudiosas de la filosofía, que a su paso van observando facetas inexploradas de lo cotidiano. Como Luisa, la novia de Beni, dueña de un departamentito que parece una «caja de zapatos» y en el que se asoma, de vez en cuando,


«Tanto su presencia como su literatura parecen venir de una suerte de dimensión paralela y, por momentos, también futura: en pocas, pocos narradores de su generación se puede encontrar no solo la capacidad para explorar lo divergente, sino también su desconcertante aliento contemporáneo» Fotografía de María Eugenia Moldero

este hombre que va y viene sin cesar de la provincia de Entre Ríos a la ciudad, pensando siempre sueños demasiado grandes: «porque Beni no era una persona del tiempo, era del espacio», cree Luisa, medio kantiana. Luisa, entretanto, estudia. Tan pronto conversa con él sobre un imposible proyecto de aserradero (al que Beni quiere llamar «Grandis») como se pone a estudiar a Epiménides. Pero con toda su sapiencia, igual escucha las explicaciones del novio, que se queja amargamente de las personas «sin reglamento», esto es, sin ley, malas por defecto. «Ella había estudiado el sumo bien en Platón, el pragmatismo en Nietzsche y la moral del compromiso en Sartre; ahora todas esas teorías daban vueltas en su cabeza; quería explicarle alguna, para ampliar el concepto de ley, digamos. Pero no era oportuno el momento», nos explica la narración focalizada en Luisa. Claro, no podía ser nunca oportuno el momento porque para Beni las cosas parecen demasiado evidentes: «tener reglamento y no saber si se lo tiene o no, puede llevar a una falta de reglamento». La voz de Beni se asemeja a la de la madre de Luisa, que le ordena a su hija que ocupe el lugar que le corresponde: «Luisa pensaba ¿cuál será?».

En el libro La obligación de ser genial, la escritora Betina González escribe sobre la «desubicación» necesaria de toda escritora. Se nos fuerza mucho, a las mujeres, a ubicarnos. Y por lo mismo pienso en Hebe Uhart como una escritora felizmente desubicada y sin reglamento, como no lo tienen muchos de sus personajes cargados de esperanzas y dudas, esos que juegan a encajar y desencajar maravillados las piezas del rompecabezas cotidiano, como lo hace uno de sus personajes más famosos, la «tía loca» de Mudanzas, inspirada en una mujer de su familia Aplicó una fenomenología que ella misma explica en el cuento «Desfulanizar», que aparece en Un día cualquiera (2013): «Me parece que había leído algo de Husserl y eso de la epojé fenomenológica y había entendido a mi manera el concepto de poner entre paréntesis. Yo había inventado un término: ‘desfulanizar’ (…) Así que cuando bailé con Guillermo Eilachart (…) lo tuve que desfulanizar porque su papá había sido amigo del mío, porque tenía un apellido vasco como el mío y porque su papá era empleado de banco como el mío. Se me presentaba muy fulanizado».

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«En el libro La obligación de ser genial, la escritora Betina González escribe sobre la “desubicación” necesaria de toda escritora. Se nos fuerza mucho, a las mujeres, a ubicarnos. Y por lo mismo pienso en Hebe Uhart como una escritora felizmente desubicada y sin reglamento, como no lo tienen muchos de sus personajes cargados de esperanzas y dudas, esos que juegan a encajar y desencajar maravillados las piezas del rompecabezas cotidiano, como lo hace uno de sus personajes más famosos, la “tía loca” de Mudanzas, inspirada en una mujer de su familia» Hebe Uhart, proveniente del ámbito de la filosofía y por décadas profesora de primaria, secundaria y universitaria, desfulaniza a sus personajes, los despoja sobre todo de los lugares comunes. En el tercer relato de su libro póstumo, El tren que nos lleva, novela de formación en miniatura que nos muestra a una mujer desde sus tiempos escolares hasta que se convierte ella misma en maestra —como en escorzo, se deja sentir en el relato la sombra de la dictadura militar argentina—, la narradora, en primera persona, relata su difícil encaje en el mundo universitario: «Una vez escuché que uno de los muchachos del Centro [de Estudiantes] decía de mí: ‘Ella, ¿qué es?’ Y otro dijo: ‘Ella es marciana’. (…) Después un compañero de curso me invitó a repasar las categorías kantianas para un examen; no sé por qué las repasamos sentados en un banco de la plaza. Él era muy amigo de los del Centro de Estudiantes y mientras él me tomaba la tabla de categorías, yo pensaba que me estaba examinando para ver si era marciana. Parecía sorprendido al ver que yo respondía bien y yo, contenta por un lado al haber vencido esa fama y, por otra parte, mortificada por esa desdicha de la condición humana: siempre sujeta a examen». No es raro, entonces, que el Visto y oído (2012) de sus crónicas esquive los naturalismos, para dirigirse a los intersticios, a las zonas algo grises, menos importantes, de las vidas y voces de personajes casi siempre descartados por la sociedad al primer examen. Con ellos, Uhart cuestiona lo que se piensa del amor, de la educación, de las familia. Nieta de

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inmigrantes vascos e italianos, su escritura viene a ser un buen ejemplo de lo que Gilles Deleuze y Félix Guattari llamaron una «literatura menor», aquella que una minoría hace dentro de una lengua mayor, desarticulando las formas y los significantes, lo preconcebido, en una interrogación persistente, incluso diría obsesiva, sobre el pensamiento y el habla y la presencia o huella del otro allí, en el temblor de la duda. Las madres y los taxistas pueden ser rotundos, pero las maestras, como ella, o los personajes alucinados y sensibles como Leonilda, son volátiles, de una fragilidad de pájaro, o, más bien, con otra especie de fuerza. En El tren que nos lleva la protagonista, devenida maestra de una escuelita semirural del conurbano bonaerense, en el barrio Cuatro Vientos, le da vueltas en la cabeza una frase de Perón: «Nadie se puede realizar en una comunidad no realizada (…) O nos realizamos todos o no se realiza nadie», mientras carga una bolsa de cuadernos, escuadras y lápices para repartir entre los chicos. Hasta ese lugar, donde no solo ella sino muchos más intentan sacar adelante el barrio, llegan los militares con sus perros: «Iban como quien pasea, pero en cualquier momento podía pasar algo». Así se deja caer la presencia espuria de la dictadura en el universo narrativo y rebelde de Hebe: «Pensé que ya nunca me iba a juzgar un tribunal divino, tampoco un tribunal racional, pero que no me juzgue un tribunal de perros». Los mundos de Uhart no son firmes, un leve soplo de tiempo juega con ellos y los hace, por esto mismo, induda-


blemente políticos. «Se suele decir –escribe Mariana Enriquez— que los relatos de Hebe Uhart son sobre pequeñas cosas, sobre lo anodino cotidiano, que bajo su estilo y su mirada adquieren trascendencia. Pero lo cierto es que esa miniaturización es más bien un efecto de lenguaje, porque sus temas son bastante pesados: los migrantes, la familia, el ascenso social, la escolaridad, las primeras veces (en el amor, la amistad)». Actualmente, Eduardo Muslip y Pía Bouzas trabajan en el archivo que dejó Hebe, una escritora que recorrió el siglo XX argentino, y también parte del XXI. Como pocos (pienso en Fogwill, pienso en Aira, pienso en María Moreno), ella supo ser anacrónica, supo ser una escritora de los 70 pero del 2010 también, siempre en diálogo con los narradores más jóvenes que peregrinaban a su pequeño departamento lleno de plantas. Cuando recibió el Manuel Rojas, un premio de 60 mil dólares, confesó sin ironía alguna que no conocía el galardón ni tampoco al escritor, pero que después de leer 20 páginas de Hijo de ladrón pensó: «‘¿Cómo es posible que yo lo desconozca?’. Es potente y directo, como a mí me gustan los escritores». Esa vez agregó, sobre el premio: «tengo sensaciones contradictorias (…) por un lado, lo agradezco, como no podría ser de otro modo, y por otro me parece un premio muy grande, como desmedido, como si se hubieran equivocado en dármelo. Y también me siento como el escritor uruguayo Felisberto Hernández, luego de que el escritor Jules Supervielle lo presentara en París ante un auditorio lleno de público. Dijo Felisberto: ‘Me siento como un conejo sacado de la galera de un mago’». La mitad del dinero que recibió, Uhart lo donó a la Escuela de Territorio Insurgente Camino Andado de Rosario, donde dictó un taller literario y, como informa la prensa, se sintió conmovida por el proyecto inclusivo que llevaban adelante, en un espacio «donde la presencia del Estado es exigua». No quiero escribir con esto, como se hace con tantos autores cuando han fallecido, la historia de Santa Hebe. Ella fue también una mujer difícil, que sobrevolaba, como pájaro distraído, las conversaciones. Lo que no le interesaba, lo ignoraba. Iba al punto, a la pregunta. Practicaba su extraordinario sentido de la observación y de la escucha con mucho sentido del humor, la libertad y la felicidad (tan patentes en un cuento como «Guiando la hiedra»). Tenía, también, una inusitada autoconciencia. Algo nos dice su discurso de aceptación del Manuel Rojas, sobre estas cualidades suyas: «Por suerte este premio me llega a una edad en la que los elogios y los castigos llegan de forma amortiguada; recuerdo una vez que de joven recibí una crítica donde decían que yo tenía sentido del humor, se la mostré a mi mamá y me dijo: ‘Vos, sentido del humor…’. Me molestó tanto que lo recuerdo. Ahora comprendería todo de otra manera».

La autora de ese cuento entrañable que es «Querida mamá» esa tarde de la premiación iba con su pelo rubio, corto, sin anillos, collares o pulseras. Su único adorno fue un lindo poncho blanco, con un motivo en los bordes que parecía diaguita. Era como si ella misma se hubiese despojado de todo lo que sobraba. Así la recuerdo. Murió antes de que se cumpliera un año de su paso por La Moneda, de los aplausos y de esa ave que daba vueltas revolucionada, anunciándola o, simplemente, diciéndonos lo bien que se estaba ese día.

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UNA PLANTITA QUE NACE por Alejandra Costamagna

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apallos y tomates, me dicen. No sé si aún están, pero me dicen que en la sepultura 34 de la sección 16 del Cementerio de la Chacarita, en Buenos Aires, crecían zapallos y tomates. Una escena que podría haber sido escrita por Hebe Uhart, quien desde el 12 de octubre de 2018 habita aquella tumba. Una imagen del calibre de sus cuentos: la realidad intervenida por la extrañeza. «Un cuento es una plantita que nace», decía Uhart que decía Felisberto Hernández, uno de sus autores de cabecera junto con Natalia Ginzburg, Fray Mocho o Simone Weil. Lo que en realidad decía Felisberto Hernández, intentando explicar el origen de sus cuentos, era que de pronto sentía que en algún rincón de sí mismo estaba por nacer una planta. Y que la empezaba a acechar con la ilusión de que aquello tuviera porvenir artístico y ojalá, ojalá esa planta en progreso escondiera hojas de poesía. Hebe Uhart captaba la idea felisbertiana y la volvía propia de un modo singular. En su magnífico relato «Guiando la hiedra», por ejemplo, partía anunciando: «Aquí estoy, acomodando las plantas, para que no se estorben unas a otras, ni tengan partes muertas, ni hormigas […] Es la planta que más quiero; de vez en cuando la guío, yo comprendo para dónde quiere ir y ella entiende para dónde yo la quiero guiar». Guiar la trepadora que nace, aquella simiente que acaso tomará forma de cuento, pero permitir que ascienda por los muros o se enrosque en sí misma de acuerdo con la planta que ella misma decida ser. ***

Hace un tiempo, en la presentación de uno de sus libros, Uhart confesaba que seguía un consejo de Mijaíl Chejov, el actor, en el que creía ciegamente: dejar de lado el contenido de lo que dice el personaje para atender a cómo lo dice, «mirar del personaje cómo se mueve, cómo camina, cómo se calla. A mí me interesa la especificidad de las personas». Cómo nos movemos, cómo caminamos, cómo guardamos silencio. Eso es lo que observa la escritora en nosotras, en nosotros. Pero también cómo nos detenemos, cómo modulamos la voz, qué onomatopeyas usamos, si nuestra risa es un estruendo o una mueca reprimida, cómo estornudamos, ¿alzamos las cejas ante lo que nos sorprende?, ¿se deja asomar el malestar o la dicha en el espejo de nuestra voz?, ¿cómo se revela nuestro ser a través de unos gestos que a veces

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pueden contradecir las ideas que creemos sustentar? Es a partir de estas observaciones minuciosas y de la huida de las generalidades que la escritora despliega sus tentáculos para construir sus personajes. Y de paso va fijando las coordenadas de una sabiduría propia, muy antigua y a la vez muy simple: la del asombro permanente. En las páginas de sus libros están los tempranos cuestionamientos, los primeros intentos por entender el mundo: «los quién soy y los cómo soy», como dirá la protagonista de uno de sus relatos. ¿Qué somos?, ¿adónde vamos?, ¿de dónde venimos?, las clásicas preguntas de la filosofía estarán en sus páginas ancladas en las situaciones más domésticas, sin ningún asomo de ostentación. Porque Hebe Uhart pone el ojo en lo que presenciamos tanto, todo el tiempo, que de pronto dejamos de ver. *** Me doy cuenta, recién ahora, de que escribo estas palabras en tiempo presente. Hace cinco años que Hebe partió y no puedo hablar de ella en pasado, tan vivo y fresco resulta su recuerdo. Debe haber sido en septiembre de 2018 cuando escuché su voz por última vez. Al otro lado de la línea telefónica, al otro lado de la cordillera de Los Andes, ella me preguntaba por los amigos. Cómo están, repetía, cómo están. Un cantito propio: cómo están los amigos. Pocos días antes de morir, ya en el hospital, sacó lápiz y papel y reprodujo lo que veía. Su humor, su enorme curiosidad, el sentido del absurdo y la capacidad para detenerse en aquello que solemos pasar por alto estaban más vivos que nunca. «Estoy internada en una sala de terapia intensiva, estoy en un sanatorio chico. Las camas están contra la pared llenas de aparatos que suenan todo el día, hay dos que dialogan, “dum, dum” y el otro contesta “Piff”», parte escribiendo. Y más adelante: «Vino a visitarme una alumna con la que tengo confianza desde hace muchos años y le dije que me daba vergüenza que me vieran con el culo al aire y sin careta. Coca me dijo, sentenciosamente: “Hebe, todos tenemos culo”. Es una verdad socrática, que corresponde al momento en que Sócrates buscaba consenso absoluto antes de seguir avanzando. Efectivamente, Sócrates, todos tenemos culo». Y hacia el final observa: «Todo el tiempo que estuve en terapia intensiva me lo pasaba pensando en el baño, dónde estaría. Pensaba en el baño como si se tra-


Fotografía de Agustina Fernandez

tara de Londres o París y ahora que me cambiaron a terapia intermedia, cerca de mí hay un cartel que dice “Salida” y ahí está el baño, una gran felicidad. Sentí que me ascendieron de categoría». *** De apariencia ingenua pero filosa en extremo, la visión de Hebe Uhart es la que podría tener una niña. Pero una niña que abriga las herramientas reflexivas de una adulta. Una adulta que mira como una niña que, a su vez, mira como una adulta. Y ese cruce entre la percepción sin moldes de la supuesta infancia y la experiencia de la supuesta adultez genera una lengua nueva, tan genuina como impredecible. Es una lengua viva, indócil, con alta dosis de oralidad la que ella despliega. Y este énfasis supone también una exploración en las palabras específicas: en sus sonidos, en sus orígenes, en las asociaciones que despiertan, en su posible música. E incluso

en la invención de un léxico propio, que resulta revelador. Los trenes y los instrumentos primitivos, por ejemplo, «turututean». O ciertas playas de veraneantes con dinero «enjetan» a las personas. Ahí está la mujer del cuento «Impresiones de una directora de escuela», que ve cómo la profesora corrige a los niños que dicen lumbrí en vez de lombriz. Y concluye: «A mí también me gusta más lumbrí que lombriz; es como más humilde, umbrío, íntimo; lombriz es algo más seco». O ahí está el turista alemán de «Stephen en Buenos Aires», que no entiende el idioma ni la estructura del pensamiento de estos seres que observa en las calles argentinas y que, como la mayoría de los personajes de los relatos de Uhart, se ubica (o se desubica, más bien) en un lugar desplazado de la norma, ajeno. Es alguien que gracias a su perplejidad puede ampliar el radar y percibir la hebra radiante donde el resto apenas vería opacidad. La alteración sintáctica nos interna desde las primeras líneas en el pasmo, y observamos el mundo desde ese lugar: «En su comienzo tiene Florida galería oscura, ella

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«De apariencia ingenua pero filosa en extremo, la visión de Hebe Uhart es la que podría tener una niña. Pero una niña que abriga las herramientas reflexivas de una adulta. Una adulta que mira como una niña que, a su vez, mira como una adulta. Y ese cruce entre la percepción sin moldes de la supuesta infancia y la experiencia de la supuesta adultez genera una lengua nueva, tan genuina como impredecible. Es una lengua viva, indócil, con alta dosis de oralidad la que ella despliega» lo mismo oscura como Alexander Platz. Y más después en Florida tiran agua en la calle, agua demasiado, no levantan el agua por regar plantas, no existe mucha agua en el planeta, tanto agua que falta. Así mismo tiran papeles en el piso. Yo quería descir eso a un señor y pienso más tarde: en boca cerrada no entra la mosca». Es así como los narradores de Uhart se detienen en las expresiones, los refranes, los lugares comunes o las articulaciones erróneas de las frases –según los parámetros pu-

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ristas del lenguaje–, pero no para remarcar el defecto sino para incorporarlo y desestabilizar la inercia expresiva. Un personaje de la novela breve Memorias de un pigmeo hace un comentario acerca de un anciano, por ejemplo, y dice: «Lleva muy bien sus años». Y el protagonista se pregunta a continuación: «¿Cómo uno puede llevar sus años si los años son incorpóreos?». Y los lectores podríamos seguir desmadejando el hilo de las preguntas insólitas: ¿A dónde lleva los años ese anciano? ¿De dónde los trae? ¿Qué hace con esos años? ¿Y qué hacemos nosotros en nuestra imaginación con esos años bien llevados? ¿Qué nos fuerza a escudriñar la escritora con los cuestionamientos que revolotean en las mentes de estos sujetos indóciles y por añadidura en las nuestras? *** La escritura de Hebe Uhart es su forma de mirar y escuchar (no por casualidad uno de sus libros de crónicas se llama, precisamente, Visto y oído). Sus relatos siguen una línea que no se guía por el impacto de los acontecimientos, sino por el deseo de captar el detalle, almacenar en la memoria el microcosmos contemplado y recién entonces traer las historias de vuelta como si estuvieran ocurriendo aquí, ahora, y nosotres las escucháramos en tiempo real. Pero lo que en verdad captan sus antenas despiertas es ese brote intangible, en ocasiones delirante, que termina por aflorar en los seres comunes y corrientes que trae a colación. Como si los bajara de una estratósfera propia y una vez en tierra, bien sujetados, les extrajera el habla, con modismos y disparates incluidos. Acaso habría que advertir que en estos escenarios no habrá revelaciones ni knock out y que las anécdotas no serán redonditas, perfectas como un círculo. Y que en sus relatos nadie percibirá grandes tramas ocultas, sino más bien momentos donde lo que verdaderamente importa es el tipo de mirada que crea un tono campeado por el asombro. Podría pensarse que en sus cuentos no pasa nada, pero habría que acotar: nada extraordinario. Y precisar que su nada es la extrañeza de la vida: un peldaño filosófico a partir de lo ordinario. No es la filosofía versus la vida doméstica. No son pensamientos elevados versus nimiedades del día a día. La hondura del pensamiento acá se aloja, más bien, en el destello radiante de lo trivial. Porque el pensamiento y la vida no pueden ir separados en estas páginas. Es la reflexión existencial a partir de la preparación de un budín («Yo quería hacer un budín esponjoso. No quería hacer galletitas porque les falta la tercera dimensión», apunta al inicio del cuento «El budín esponjoso»). O es la imagen de una hiedra que responde creciendo muy lentamente, segura en su cautela («A la hiedra tornasolada a veces le digo “estúpida” porque hace unos arabescos al pedo», escribe en «Guiando la hiedra»). O de un patio «en estado de deliberación» y un vestido


que parece decir «nunca más me vas a querer» (en «Camilo asciende»). O de una planta de zapallos y tomates creciendo tranquilamente en la sepultura 34 de la sección 16 del Cementerio de la Chacarita. *** Cómo están los amigos, cómo están, insiste al otro lado de la línea, al otro lado de la cordillera. Saberlos ahí, un cobijo. Años atrás, cuando los amigos la han conocido, ella les ha escrito una dedicatoria a los tres. Un mismo libro para los tres. Que ellos decidan quién lo guarda: un libro de custodia compartida. «Para los amigos, que suelen ser más que los novios», ha escrito. *** Directoras de escuelas rurales, inmigrantes italianos, una tía loca, un hermano instruido, un ecuatoriano en Rosario, un alemán en Buenos Aires, vecinos, amigos, pigmeos, viajeros, sobrinas, gente que baila sola, que va o viene de visita, gente que se va quedando, un perro llamado Milonga, gente que añora la vida de siempre, la vida de todos los días, gallinas, un par de caballos de nombres Comería y Sisobra, gente que asciende, gente que se resiste a ascender, gente conflictuada con la modernidad, no domesticada con el «deber ser», señoritas que ensayan para señoras, gente que aprende «el arte de hablar de una cosa y pensar en otra». Gente que hace preguntas metafísicas en momentos inoportunos, gente que no puede mirar el reloj para hacer ver a los demás que es tarde porque no usa reloj, gente que habla con las plantas: excéntricos. Seres encantadores y delirantes. Los personajes de Hebe Uhart están hechos de una materia casi palpable. Están vivos y parecen salir del papel para decirnos «ése de ahí soy yo, ése de allá podrías ser tú». Véanlos. Vean, por ejemplo, a este hombre de la novela Mudanzas: «Muchas veces el padre no sabía cómo se sentía: sabía que no estaba bien, pero no podía calibrar por sí mismo cuánto de mal andaba. Acostumbrado a resistir la fatiga, se daba cuenta de cómo andaba mirando la expresión del perro Milonga. El perro tenía varias expresiones. Una: “Te acompaño hasta la muerte” (era la más inquietante). Otra, al menor movimiento del amo: “Arriba, que la vida sigue”. Pero si los movimientos del amo eran dubitativos o demasiado prudentes, la expresión del perro era de pronóstico reservado». Escúchenlos. Sobre todo, escuchen a sus personajes. Escuchen al narrador de «Leonor», cuando describe el baile y

«En sus relatos nadie percibirá grandes tramas ocultas, sino más bien momentos donde lo que verdaderamente importa es el tipo de mirada que crea un tono campeado por el asombro. Podría pensarse que en sus cuentos no pasa nada, pero habría que acotar: nada extraordinario. Y precisar que su nada es la extrañeza de la vida: un peldaño filosófico a partir de lo ordinario» el canto de una niña que imita a Raffaella Carrá. Y observen cómo la escritora despliega, de paso, una propia concepción del cuento como género. Dice: «Cuando canta fiesta, qué fantástica fantástica esta fiesta lo hace con una voz agradable pero sin matices, preocupándose por conciliar su canto con su baile. Aparte de eso, su vocecita suena mortecina, como si no creyera en los signos de exclamación, ni en los procesos, que implican comienzo, medio y fin». Escuchemos a Hebe Uhart mientras la leemos. Escuchémosla ahora que no está. Y pensemos que, si estuviera, sería ella quien nos escucharía y observaría cómo leemos y tomaría nota de cómo nos movemos, cómo caminamos, cómo nos callamos. Y extraería, sin que lo notáramos, los pequeños brotes que afloran de nuestros gestos como plantitas que nacen a la intemperie, y que sólo ella, con su inmarchitable capacidad de percepción y su inteligencia verbal, podría alguna vez detectar.

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TURISTA, NOTERA, PERRO DE LA CALLE por Rafaela Lahore

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ebe Uhart mira hacia la cámara. Está en su balcón, rodeada de azaleas, helechos y plantas trepadoras como la hiedra, a la que le dedicó un texto memorable. Más allá, el blanco sucio de los edificios de Buenos Aires. Muchas de sus fotos como escritora se las tomaron allí: en el balcón de su apartamento de Almagro, en un noveno piso. En todas ellas lleva el pelo corto, y suele estar vestida de entrecasa; a veces aparece con la boca congelada en medio de un movimiento, como si estuviera pronunciando alguna palabra en el momento del clic. Podría tener un aura distinta. En esos años ya era reconocida como una de las mejores cuentistas argentinas, una escritora de culto que sumaba cada vez más lectores y llevaba adelante uno de los talleres literarios más codiciados del país. Sin embargo, no era grandilocuente ni grave. Su escritura era como ella. Sencilla, discreta, cercana. Unos diez años antes de morir en 2018, Uhart abandonó la escritura de cuentos y novelas, y salió a recorrer el continente para escribir crónicas de viaje. Si hubiera mandado postales de sus destinos, llegarían de pequeños pueblos y ciudades latinoamericanas como Tafí del Valle, Conchillas, Formosa o Azul. Lugares que, a veces, ni siquiera tenían un hotel, como Irazusta, un pueblo de Entre Ríos de trescientas personas donde se quedó a dormir en la casa de una vecina. «De un solo golpe de vista, yo abarcaba todo el pueblo», escribió. Dentro de la crónica latinoamericana, Hebe Uhart es un animal extraño. En sus relatos de viaje no hay paisajes sobrecogedores, no hay euforia ni violencia desatada, no hay pobreza extrema, dramatismos ni grandes aventuras. Hay, en cambio, una mujer que mira la vida cotidiana con una inteligencia disfrazada de ingenuidad. La suya no es una escritura que deslumbre por su fuerza: leer a Hebe Uhart es como dejarse iluminar por una lámpara de baja potencia, esa que prendemos en nuestros espacios más íntimos y pequeños. ***

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Su primer viaje largo fue a La Paz, cuando tenía 20 años. Desde entonces viajó mucho, todos los años, pero recién alrededor de 2009 empezó a publicar crónicas de esos viajes. No fue en Argentina, sino en Uruguay, en las páginas de El País de Montevideo. Durante una visita a las oficinas del diario, Homero Alsina Thevenet, maestro de la crítica cinematográfica y editor de la sección cultural, la ofreció que recorriera el interior de Uruguay y contara lo que había visto. Desde entonces, no paró: visitó pueblos y ciudades de toda Latinoamérica, e incluso ciudades imponentes como Río y Roma. En realidad, no le atraía la adrenalina de las grandes capitales. «Me resulta más difícil trabajar una ciudad grande», decía. «Los pueblos chicos son abarcables, me parecen literarios y además van con mi personalidad». Se sentía cómoda lejos de las grandes luces, del ruido imparable, de las masas de personas yendo de un lado a otro. Su escritura, como ella, era templada. Uhart prefería las emociones de mediana potencia. No la maravillaba el éxito que logró en el último tiempo de su vida, como tampoco la había ensombrecido antes la falta de reconocimiento. Había nacido en 1936, en Moreno, entonces un suburbio de Buenos Aires. En su casa apenas había libros, pero a su mamá –directora de escuela–, le gustaba contar historias. Desde los 17 años, Hebe Uhart atravesó el barro para enseñar en escuelas rurales del interior argentino. Poco después, estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, donde fue profesora. Publicaba sus relatos en editoriales independientes y a veces pagaba las primeras tiradas de sus libros. El éxito le llegó cuando tenía más de sesenta años. Fue clave el boca a boca y los elogios de sus colegas. Rodolfo Fogwill, por ejemplo, aseguró que era la mejor escritora argentina. En 2004 y en 2014 ganó el Premio Konex en Argentina. En 2010, Alfaguara publicó sus relatos reunidos. En 2017 viajó a Chile para recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas del Ministerio de las Culturas de Chile. Desde que empezó a escribir crónicas publicó cinco libros: Viajera crónica (2011), Visto y oído (2012), De la Patagonia a México (2015) y De aquí para allá (2016). En el último, llamado Animales (2017), optó por escribir desde distintas perspectivas sobre el mundo animal. Más tarde, en 2021,


Fotografía de Agustina Fernandez

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la editorial argentina Adriana Hidalgo recopiló todas estas crónicas –y otras inéditas– en un solo volumen. En ellas, Uhart retrató Latinoamérica a través de sus dichos, de sus santos y sus costumbres. Se interesó por las vírgenes de los pueblos, por los perros callejeros, por los puestos ambulantes. Fanática del lenguaje oral, recolectaba dichos y refranes, disfrutaba de los acentos, de los giros de la lengua, de cómo en ciertos países usaban los diminutivos. «¿Quién dictamina qué cosas son mínimas o máximas?», se preguntó alguna vez. «No hay jerarquía de lo que es importante para escribir. La importancia la da el que escribe». Se sentaba en un café, mientras fumaba un cigarro, y leía los anuncios de los diarios. Sus ojos se detenían en los carteles de las calles, en los grafitis, en los nombres de las tiendas. No desechaba nada: ni las inscripciones que alguien había hecho en una roca o en la puerta del baño de un café. Esos pequeños mensajes reflejaban un mundo. En un diario de Asunción: «Se suspende un partido de fútbol por una invasión de avispas». En la puerta de una catedral en Arequipa: «Prohibido el turismo durante las misas». En un muro de Córdoba: «Cuidemos el agua, tomemos fernet». En la puerta de un baño público de Montevideo: «Puto mundo mata vacas». Nunca llevaba cámara de fotos, computadora ni grabador. Decía que los artefactos electrónicos se volvían contra ella.

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Prefería tomar notas en un cuaderno. Cuando llegaba a su casa pasaba las notas a la computadora. Escribía rápido, con pocos adjetivos. Apenas corregía. En una de sus crónicas –la que le dedica a Montevideo– se definió a sí misma como «medio turista, medio notera, medio perro de la calle». Como turista, sentía el placer y la extrañeza de recorrer un lugar por unos días, de mirar todo lo «mirable». Como notera, hacía preguntas directas y sencillas. Era espontánea, a veces un poco irreverente. Como perro callejero, caminaba sin rumbo fijo. En una crónica de Visto y oído se refleja ese deambular perruno, ese dejarse llevar por los acontecimientos. Por las calles exteriores de la alameda van las líneas de colectivos, voy a ir al azar. Me meto en un refugio y le pregunto a una señora: –¿El cinco para dónde va? –¿Usted para dónde quiere ir? –A cualquier lado. –Ah, entonces vení conmigo –dice la señora–.Yo voy a la municipalidad de Las Heras. ¿Te parece bien? –Claro –dije. Y allí fuimos. No había plan ni entrevistas acordadas de antemano. Su método era visitar ferias y charlar con los artesanos, encerrarse en bibliotecas y museos. Sentarse en un bar, en el banco de una plaza, hacerle preguntas a quien se encontrara a su lado. Entraba a las casas, compartía unos mates. Esos diálogos podían tomar caminos insospechados, pero siempre salía airosa. Era capaz de hablar sobre Dios –aunque no creía– o sobre la mejor forma de matar a una comadreja. Pero más que hablar, escuchaba. «Todo arte es el arte de escuchar. Cuanto más miro, más salgo de mi prejuicio. Es difícil mirar lo real sin postergar el juicio, pero para escribir es necesario hacerlo», dijo. Hablaba con historiadores y antropólogos, trataba de ubicar a pobladores antiguos. En una oportunidad pidió por «un


vecino de mucha edad, pero que esté bien de la cabeza para que me cuente un poco la historia del lugar». Habló con un profesor de tenis, con una poeta rosarina, con una tejedora mapuche, con senegaleses que vendían alhajas en la calle. Habló con representantes de comunidades tobas, guaraníes, quom y wayuu; le interesaba, sobre todo, conocer cómo su identidad indígena se mezclaba con el mundo moderno. Esta señora flaquísima, que se reía de repente, volvía por la noche a hoteles baratos –lo ideal, decía, eran tres estrellas, ni más ni menos–, se movía en transporte público y a veces ella misma se pagaba los gastos. Por eso la escritora Mariana Enriquez, en el prólogo a sus Crónicas completas, la definió como una «periodista precarizada». Viajaba con lo mínimo, y hasta volvía con menos equipaje del que había llevado. Alguna vez contó que llevaba bombachas viejas para poder tirarlas a la basura en el hotel y volver más liviana. ***

demasiado en sus mecanismos de escritura ni daba grandes consejos. Para ella escribir era una artesanía, como construir una mesa o confeccionar un vestido. «Si lo hacés mal, no hay arreglo», decía. «Si se tiene la idea y se lo corta bien, sale bien». Además de los viajes, le fascinaban los animales. En cada ciudad que visitaba, le gustaba ir al zoológico. En su último libro, Animales, incluye leyendas, escenas que veía en Animal Planet, conversaciones con cuidadores silvestres y paseadores de perros. Transmite su entusiasmo por el loro gris africano, que dicen que tiene la inteligencia de un niño de cuatro años y, por supuesto, por los monos, sus favoritos. Sobre ellos ha escrito varias veces. Ha dicho, por ejemplo: «Esa mirada que tienen algunos monos, como de entender algo, pero a la vez traspasada por la tristeza de no entender». Hebe Uhart murió a los 81 años en Buenos Aires. Hasta unos días antes, escribió en su cuaderno una crónica sobre su estadía en el hospital que tituló «Yendo de la cama a casa». Allí narró las conversaciones con las enfermeras y sus compañeros de habitación, la rutina hospitalaria.

«Por eso la escritora Mariana Enriquez, en el prólogo a sus Crónicas completas, la definió como una “periodista precarizada”. Viajaba con lo mínimo, y hasta volvía con menos equipaje del que había llevado. Alguna vez contó que llevaba bombachas viejas para poder tirarlas a la basura en el hotel y volver más liviana»

«Su escritura es tan simple que por momentos parece infantil. Pero de simpleza en simpleza uno penetra en honduras y laberintos donde solo se puede avanzar si se participa de la magia de ese nuevo mundo», escribió sobre ella el escritor Haroldo Conti. Algunos dicen que escribía como una niña asombrada, que era casi naif. Su mirada optimista, leve, crecía gracias a su sentido del humor, a veces algo irónico. Hebe Uhart era una transmisora de mundos sutiles y personajes anónimos, tanto en la ficción como en la crónica, dos géneros que, en su caso, a veces se parecen. «Los géneros están muy mezclados. Hay cuentos que pueden ser leídos como crónicas y crónicas que son cuentitos», dijo. Cuando le hacían preguntas sobre sus crónicas, cuando le preguntaban cómo hacía esto, cómo lograba lo otro, a qué le daba importancia, solía contestar con alguna pequeña historia. Un recuerdo sencillo de alguno de sus viajes. No profundizaba

«Todo el tiempo que estuve en terapia intensiva me lo pasaba pensando en el baño, dónde estaría. Pensaba en el baño como si se tratara de Londres o París y ahora que me cambiaron a terapia intermedia, cerca de mí hay un cartel que dice “Salida” y ahí está el baño, una gran felicidad. Sentí que me ascendieron de categoría». En su relato no hay pena; solo humor, ligereza y una curiosidad desbordante. Es un retrato de las pequeñas derrotas y victorias cotidianas. De ese mundo que, bajo sus ojos, parecía siempre nuevo, maravilloso, extraño.

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LAS LIBRETAS DE HEBE UHART: EXPERIENCIA Y NARRACIÓN por Pía Bouzas

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ay conversaciones felices que nunca cesan. La larga conversación que mantuvimos con Hebe durante años en su casa de Acuña de Figueroa, se trasladó a los libros de su biblioteca y a sus libretas de notas cuando falleció. Con Eduardo Muslip empezamos a revisar y ordenar su archivo y de ese trabajo surgió el hallazgo de tres nouvelles por entonces inéditas (El amor es una cosa extraña, 2021), crónicas, ensayos breves y cuarenta libretas de notas. Esas libretas son de épocas diferentes y temas varios: agendas personales, borradores de cuentos, clases de filosofía, planes y apuntes para crónicas. Un laboratorio en ebullición que nos hace pensar nuevamente la relación entre experiencia y escritura, por lo inacabado y lo contingente pero también por una cierta felicidad. En ese laboratorio resulta difícil ordenar los fragmentos, construir sentidos absolutos. Entonces me entrego al azar para armar un recorrido; comienzo por una frase cualquiera encontrada en una libreta, azul, poco prestigiosa:

1. «Mensajes de adhesión al bien, responder» La frase aparece en una libreta dedicada a apuntar los correos electrónicos de sus amigos y alumnos, y las indicaciones precisas de la profesora de computación para aprender a usar el Word y el correo electrónico. Durante años Hebe había hecho un culto del me «llevo mal con los artefactos». Sin embargo a fines de los 90 surfea la ola tecnológica. Necesita los conocimientos prácticos, de uso; y los toma, pero no le interesan la ontología ni la explicación. Le causan gracia, la fastidian, los técnicos que quieren comunicar su sabiduría a los legos y usan una lengua que nadie comprende. Los imitaba gesticulando ampulosamente con los brazos, como si el pecho se les ensanchara o crecieran unos cuantos centímetros. (Por algún motivo la recuerdo siempre cerca del ventanal de su casa, entre la cocina y la mesa de los talleristas, a contraluz). Doble movimiento: seguirá escribiendo todos sus textos a mano y en diversos cuadernos, con una voluntad

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anacrónica o moderna, pero incorpora la computadora a su vida cotidiana. Ese doble movimiento será siempre el motor de su modernidad. (Encuentro en la Ilíada -una de sus lecturas de cabecera- una entrada para Hebe: personificación de la juventud. Hija de Zeus y Hera). Hebe, radicalmente joven, era de mirar qué hay de nuevo, y tomar solo aquello que le permitía seguir en viaje, lo estrictamente necesario. Con parcial interés por el archivo o el guardado de los materiales y casi nulo interés por la imagen fotográfica. Prefería un presente intenso pero ligero, más bien aligerado, para poder escribir. Como dice en el final de «Querida mamá»: «Yo sospecho alguna pequeña gracia para mí, algún don, pero puede perturbarlo el que yo ya tengo bastantes recuerdos y son un peso grande. Te pediría que vos, que eras creyente, encomiendes a dios tus recuerdos, así yo me hago cargo sólo de los míos. Así más liviana podré recibir esa gracia». En esa línea, la del orgullo de tirar lastre, puede pensarse otras notas que encuentro. Lista de actividades hechas en enero, probablemente de 2008: «Rechacé publicar una nota en el diario que me pedían el destino de Papá Noel. Rechacé la invitación a Ostende. Rechacé jurado en Cuba y Biblioteca Nacional». Un criterio arbitrario o insondable parece haberle hecho conservar las libretas que encontramos: los cuadernos de los últimos años conviven con algunos papeles muy viejos, de los años 80; hay libretas de algunos libros que escribió, como Del cielo a casa; pero de la mayoría, no. Lo hallado es fragmento, vestigio, resto. Cuando me convenzo de que la frase «mensajes de adhesión al bien, responder» es una nota sugerente del discurso evangélico que tanto le interesaba trabajar, es decir, la vuelvo «productiva», encuentro en otra página de las libretas algo que refuta mi hipótesis, que la pone en el contexto de las proto redes sociales de los 90. Dice: «Información profética para joder con otros. En vez de elegir responder es reenviar. Dirección de destinatario como cualquier mail con su nombre». Y entonces vuelve la voz juguetona, levemente burlona, que mezcla registros: lo alto y lo bajo, lo altisonante con lo mundano: profecías venidas de


«Siguiendo ese pensamiento, los nombres de los personajes condensan una mirada, un lugar en el mundo, un devenir. Concentran una manera de estar y de hablar la lengua. Hugo Bilik, Uto, Sthephan, Iorá, Florinda, Bernardina, son algunos ejemplos. Pero la clave no parece ser el significado del nombre sino una sonoridad o prestancia más parecida al hallazgo poético que a la semántica. Un nombre capaz de condensar y calzar en la forma de actuar» un mundo cuyas reglas no nos interesa descifrar, mixturadas con juegos entre amigos para perder el tiempo. Y entonces puedo continuar.

2. Índices telefónicos: «das bett (la cama), des bär (el oso), der brief (la carta)» En varias ocasiones Hebe señaló que un buen escritor se revelaba por el nombre de sus personajes. Afirmación que no deja de ser algo arbitraria, pero que se vuelve más interesante si la ponemos en relación con otros aspectos de la estética de Hebe: cuando empezamos a leer a un autor que no conocemos nos preguntamos qué trae de nuevo, cómo mira el mundo, solía decir. Siguiendo ese pensamiento, los nombres de los personajes condensan una mirada, un lugar en el mundo, un devenir. Concentran una manera de estar y de hablar la lengua. Hugo Bilik, Uto, Sthephan, Iorá, Florinda, Bernardina, son algunos ejemplos. Pero la clave no parece ser el significado del nombre sino una sonoridad o prestancia más parecida al hallazgo poético que a la semántica. Un nombre capaz de condensar y calzar en la forma de actuar. Sabemos también, porque lo contaba a menudo, que hacía ejercicios mnemotécnicos y que para conciliar el sueño no contaba ovejitas, sino que entraba en una rueda paradigmática de nombres. Agarraba una letra del abecedario y decía todos los nombres que se le pudieran ocurrir: A: Ana, Amador, Amaranta, Azucena, etc., luego pasaba a la B y así. La distancia entre la palabra y la cosa es uno de los grandes ejes de la escritura de Hebe. Distancia que se traduce en sorpresa, asombro, humor o grieta, hendidura de sentido. Distancia que seguramente reconoce en su propia experiencia, que aprende a nombrar en la filosofía de Simone Weil y en Felisberto

Hernández, para luego llevarla al terreno de su escritura: la fascinación ante palabras como si fueran objetos; y a la vez la capacidad de observar un objeto cualquiera como si fuera una palabra, hasta que se revele, como dice Simone Weil. Poder distanciarse hasta que se vuelva pura cáscara observable y por lo tanto personaje fuera del sentido agonístico; personaje al que se le puede «agarrar el punto», «calibrar», como le gustaba decir. Esta posibilidad de agarrar al personaje aparece en unas anotaciones alrededor del cuento «Ella, él, el hijo». Dice en la libreta: «Ella quiere ir como a la raíz de las cosas. Él tiene miedo de mirar más allá de la superficie». Y después ejemplos de sus actos y decires. Entre las libretas aparece una tarde un índice telefónico devenido por su uso en diccionario básico de alemán y enciclopedia de cultura griega clásica. Así en la B encontramos «das bett (la cama), des bär (el oso), der brief (la carta)», y en la D, «du (tú), drei (tres) die sseit (de este lado)», pero también, «Destino: Está presente en Sófocles, no en Esquilo, cuyo planteo es clásico todavía. Los dioses no ven todo, pero observan a los hombres. Cree ser inocente pero es culpable, habla de obrar bien y mata a quienes quiere». La asociación y el uso de estos índices telefónicos resulta sorprendentemente inusual, pero lo inusual se transforma en una serie cuando encontramos un segundo y un tercer índice/ diccionario, donde figuran organizadas alfabéticamente cuestiones filosóficas. En la A: «Accidente (Locke)», en la C: «Causa. Hume: Nosotros tenemos la ilusión de que en caso de ser traídos de improviso a este mundo podríamos deducir que el movimiento de una bola de billar se comunica a otra. La creencia en la causa solo es explicable por la percepción y el hábito». Podemos hacer hipótesis biografistas: el uso del cuaderno como si fueran fichas, la preparación de clases, el viaje a Alemania a fines de los años 90. La búsqueda de un sistema cla-

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sificatorio y ordenador. Cuestiones de filosofía y cuestiones centrales de la narración: la motivación y lo arbitrario. Sin embargo, cualquier hipótesis verosímil de la vida cotidiana no destaca más que la excentricidad de poner en contigüidad elementos que no pertenecen a la clase esperada. ¿Qué causa hay en esta juntura entre el destino, un mono, el alemán, y la hoja de un índice telefónico? En palabras de Hebe ¿qué argamasa los une? Podríamos decir, el nombre propio. Al fin de cuentas los diccionarios, los índices telefónicos, las enciclopedias trabajan el nombre y la condensación de sentido, el potencial de un relato. Un personaje. Aquello que revela, según Hebe, a un buen escritor. Pero además, en esta yuxtaposición excéntrica de universos, de saberes, de intentos ordenadores del mundo, ¿no está acaso Uto Leopardi, el protagonista de Memorias de un pigmeo? ¿No está el protagonista de «Stephan en Buenos Aires»? Por otra parte, las entradas netamente lingüísticas de estos cuadernos se asemejan a esos diccionarios rápidos para viajeros post segunda guerra mundial. La teoría conductista del aprendizaje de lenguas. El aprendizaje por palabras sueltas y grupos lexicales que responden a usos funcionales de la lengua «buenos días», «¿puede servirme la cena?», pero también refieren a objetos del gusto propio como «el mono», «el oso». La literatura de Hebe explota el equívoco entre estas formas cosificadas y funcionales de las lenguas y su realidad plástica. La mixtura entre la filosofía y lo popular, el berretín y la funcionalidad. «Stephan en Buenos Aires», «El holandés errante» y «Iorá» son algunos momentos altos de esta colisión. Dice en el final de este cuento: «Estoy en hospital e yo piensa tú, te, tigo cuando estoy en alta é también en baja. Médicos miran para mí como un objetivo, mas yo soy un subjetivo, soy Goran Ahrel, Iorá. Mas luego yo estaré a Buenos Aires e voy a tu casa». (Hebe contaba a veces sobre la carta de Iorá, fumaba un cigarrillo, sacudía la ceniza en el cenicero de metal, se preguntaba. Pero no la conservó entre sus papeles).

3. Campeón: «¿Las señoras siempre mandan?» Entre cuadernos universitarios y sobres papel madera aparecen dos cuadernos «Campeón», muy modestos, de hojas lisa, amarronadas por el paso del tiempo. Curiosamente traen chicas en plena explosión deportiva en las tapas: una lanzadora de bala, una windsurfista, una rubia haciendo esquí acuático. Lo contrario del contexto, dado que son cuadernos de la época de la dictadura. Muy probablemente estos cuadernos fueron escritos en 1980. Cuadernos de Latín. Con ejercicios, declinaciones, vocabulario y temas de pruebas. Preparados todos con la prolijidad de una profesora o de una alumna del Nacional Buenos Aires, de alguna manera un rol intercambiable en la estructura jerárquica dominada por el miedo: temerosas de no cumplir con la norma, de salirse de

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lo reglamentario. (Incluso, contaba Hebe, temerosa de que se le corriera la medibacha de nailon). En efecto Hebe fue durante un breve tiempo profesora de ese colegio y esa experiencia se narra en «La casa de altos estudios». Dice: «Tenía la impresión de que cualquier cosa hecha por mí estaría mal: mi miedo era una especie de miedo animal, consideraba suficiente que no me golpearan o no me dejaran encerrada ahí adentro». Los cuadernos tienen la pulcritud de un cuaderno de primaria: papeles recortados y pegados con esmero. Letra clara, de imprenta, mención del contenido gramatical, ejercitación ad hoc. Sin embargo, el orden, la jerarquía extrema y la desconexión textual entre las frases introducen el absurdo en los ejercicios de traducción, hendidura que interesaba particularmente a Hebe y que hoy podemos releer poniéndolo en el contexto político de enunciación: «La sirvienta no ara a menudo la tierra, pero la granja. La señora no alaba a menudo a sus hijas. ¿Las señoras siempre mandan?» El segundo cuaderno presenta otros elementos productivos en el mundo ficcional de Hebe. Puedo imaginarla anotando temas gramaticales (subordinadas temporales, concesivas) y pensando frases que permitan ejemplificarlas. ¿Pero qué mundo puede ser dicho en latín? Claramente, el mundo de los ejércitos, de mitología clásica y de la religión católica. Y entonces, y aquí está lo interesante (la imagino concentrada, escribiendo rápido con letra despareja) aparece la deriva, la posibilidad de la mezcla de mundos, lo imposible técnicamente: en los ejemplos, César convive con Penélope o con un gaucho que cambia el recado de su caballo. Series imposibles en latín, disparatadas, pero afines a los mundos de Hebe. En el cuento «Ablativo en “e” o en “i”» Hebe hace una gran ficción de estas experiencias de enseñanza estricta, repetitiva, reglamentaria, cruel, con cierta incoherencia y, por qué no, absurda. Dice: «Ahora sucedía que los alumnos creían que un texto latino podía traer cualquier cosa; eso significaba que los alumnos no tenían la menor conciencia histórica y tampoco astucia o sensatez para darse cuenta de qué oraciones puede elegir un autor de texto para uso escolar». Y la protagonista de Beni, Luisa, es una profesora de latín, que en la zozobra de la relación amorosa que tiene con Beni, un hombre que aparece y desaparece, piensa: «Sí, ella iba a repasar latín una hora por día o dos si fuese necesario, para ordenar su mente. Nada mejor que empezar con Julio César, que va con los ejércitos de un lado a otro». Pero al rato se enoja: «¿Por qué estaba tan contento ese infeliz?». Y aparece lo absurdo de la empresa: «siempre estaban yendo del Rhodano al Rhin, siempre partía al alba o a medianoche, nunca hacía un recorrido tranquilo por estas regiones al mediodía, siempre andaba mandando emisarios». El orden y lo absurdo, su fracaso. La retórica triunfalista de la dictadura en las tapas de los cuadernos y su reverso: mujeres muertas de miedo que detectan sin embargo las fisuras. Quizás estas sean formas de pensar las huellas de la


dictadura en la escritura de Hebe, a la que nunca alude de manera directa pero asoman como trasfondo en los cuentos de La luz de un nuevo día y en El amor es una cosa extraña. El miedo como marca indeleble en la experiencia cotidiana, y el disparate o la locura, como línea de fuga en la escritura.

4. Del cielo a casa Son dos cuadernos de notas: uno de entrecasa, cuaderno «Mis apuntes», tapa blanda, animales marinos y algas, hojas lisas; otro para sacar a pasear, de tapa dura, mariposas y plumas, hojas suaves. En ambos aparecen entremezclados los cuentos que formaron ese libro con listas de actividades cotidianas, condensados en imágenes como algunos de los títulos de sus cuentos. Por ejemplo, esta: «Febrero: Héctor, cortina y toldos / Contestador y control/ Fin de mes, horarios de taller / Terminar y pasar “El holandés errante” / Visita animal y veneno de hormigas/ Peluquería y depilación». Hay listas también que aluden a proyectos de escritura: «Algo que tenga que ver con el Paraguay. La historia de Bonpland». Y una sinopsis de lo que será el cuento «Animal Planet» escrita a mano alzada para que no se le escapen los personajes: «que vayan de un lugar a otro, a Holanda a rescatar monos pero que no miren alrededor, ni compren, ni vayan al cine, ese pálido entretenimiento. Muchas vidas en una, que las vivan todas juntas». Los textos originales están escritos en la hoja derecha. En las hojas de la izquierda, en el reverso, hace anotaciones, observaciones de escritura. (Una cruz, una línea hacia afuera y un comentario, tal como hacía con los textos de sus talleristas). Al poco tiempo de conocerla, Hebe me dijo que ella solo escribía del lado derecho de los cuadernos. Me pareció insólito, un despilfarro. No me animé a preguntar por qué hacía eso, como tampoco por qué usaba siempre fibrones gruesos. La ubiqué en el rubro «rarezas», como diría ella, y seguí. Recién al encontrarme con sus libretas entendí la estrategia de escritura que por qué no, podría ser también una ética. Diseñar un orden algo excéntrico, levemente corrido, detenerse en los restos y los detalles, lo que va dejando la gente en su habla por ahí, que a la vez responde a una necesidad concreta de trabajo. En el reverso de las hojas aparecen momentos de una segunda escritura, comentarios sobreimpresos. Exploraciones. Búsquedas de personajes en las formas de hablar: «Me decían madrina y entendía madera». De otro personaje escribe: «Amaba las palabras, ¿cuáles? Muy jorobado y después lo

aplicaba a cualquier cosa; un día muy jorobado, el pan está jorobado, la calle está jorobada». En ese ¿cuáles?, en esa pregunta, está el diálogo que Hebe supo mantener siempre con todos nosotros y con los materiales, esa pulsión por el detalle, por la singularidad que se encuentra solamente en la conversación, incluso imaginaria. Este cuaderno de repente adquiere para mí una importancia mayor. En relación con Hebe, la publicación de Del cielo a casa inauguró lo que sería una etapa insólitamente productiva, es un libro bisagra. En lo personal, yo hacía taller con ella por esos años y recuerdo haber escuchado una tarde de febrero la versión inconclusa de «El holandés errante», la que figura en ese cuaderno. Tiene que haber sido febrero del 2000 o del 2001. Aunque hacía calor tomábamos café, café y gaseosa, usualmente Paso de los Toros. Serían cerca de las 6 de la tarde, y como siempre que yo la visitaba, le pregunté qué estaba escribiendo. Me leyó entonces gran parte del cuento, lo que tenía escrito. «¿Te gustó?», me preguntó. Y se puso de pie, fue hasta el umbral de la cocina, volvió al lado del ventanal, se quedó dando pasos cortos, en vaivén, como siempre hacía. «No quiero terminarlo», dijo y me sonrió con picardía, como si la felicidad de escribir fuera siempre una felicidad primera, una felicidad que sorprende y da pudor confesar, una felicidad que no se quiere soltar. Quizás por algo de esa escena éste, también, ha sido un texto borroneado y vuelto a escribir, que sobreabunda o se distiende, pierde forma. No puede concluir, apenas interrumpirse. Apenas puedo reiterar la escena de nuestra conversación, del atardecer naranja, el café, el aire de verano, el balcón abierto en el departamento de la calle Acuña. Para que reverbere. Siempre.

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Nueva Inglaterra por Manuel Vilas 1. Boston

«Las jerarquías de la tierra siguen inalterables. Hijos de padres ricos atravesando el Océano Atlántico. Viejos empobrecidos amontonados como sardinas en lata en una segunda clase inexpresiva y prescindible»

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Llegamos a Boston una tarde del dos de agosto del año 22, procedentes de Madrid. Es un vuelo de siete horas, un poco más de siete horas. No se puede saber nunca con certeza. Llevaba tres años sin venir por Estados Unidos. Claro, la pandemia, el coronavirus, etc, todo eso que ya nadie recuerda. Tres años sin ver a mis locos favoritos. Nostalgia tenía, pues, de mis locos favoritos. En el avión tuve el primer susto o el primer desasosiego. En los asientos de la clase bussines viajaban dos niños y un adolescente, imaginé que eran hijos de padres ricos. Los niños tendrían unos diez años cada uno; el adolescente, unos catorce. Nosotros, Ana y yo, viajábamos en un turista plus, que es un economy class con un poco más de espacio para estirar las piernas y más inclinación de la butaca, pero nada que ver con la clase bussines. Nuestros baños eran los de economy class. Así que para ir al lavabo tenía que pasar por la segunda clase, allí vi una pareja de ancianos con rasgos indios. Muy ancianos, con cara de susto, con cara de miedo. Iban apretujados, con esas mantas rojas de la segunda clase. En bussines dan una colcha muy agradable. En turista plus dan una mantita gris, aceptable. En economy dan una mantita de tacto desagradable, de un rojo que parece un señuelo o una diana para que alguien dispare al blanco. Las jerarquías de la tierra siguen inalterables. Hijos de padres ricos atravesando el Océano Atlántico. Viejos empobrecidos amontonados como sardinas en lata en una segunda clase inexpresiva y prescindible. Pero los viejos iban cogidos de la mano, y en esas manos apretadas, la vida estaba a salvo. Llegamos al aeropuerto de Boston y allí Iberia nos perdió la maleta, en donde iban los vestidos de Ana y mi traje, pues íbamos a una boda. Había más gentes como nosotros, gente con maleta perdida vete a saber dónde. Poco a poco la gente se iba desesperando, cuando se daba cuenta de que se quedaban sin maleta y que nadie vendría a socorrerles. A poco listo que seas, te das cuenta de que los ciudadanos normales solo somos masa informe. Es entonces cuando a la gente le vence la desafección política y comienza a cagarse en el presidente del gobierno de su país, y en la madre que lo parió. Eso hicimos: blasfemamos, nos cagamos en los reyes, los presidentes, y en los directivos de las compañías aéreas.


Las maletas perdidas y los viajeros impotentes. Tal vez sea la misma impotencia que las de las clases oprimidas del siglo XVIII y del XIX. Algún día esa impotencia estallará y degollaremos a los directivos de las compañías aéreas, no se merecen otra cosa, porque en el fondo se ríen de nosotros. Ellos cobran un par de millones de euros al año y su objetivo laboral es aterrorizarnos. Porque perder las maletas de la gente es una forma de terrorismo. Cuando vimos que aquello ya no tenía remedio rellenamos un formulario y nos fuimos a buscar el coche que habíamos alquilado previamente. Era un cochazo: un Nissan modelo Altima, daba gloria verlo. Madre mía, qué coche más desafiante, pero de repente sentí miedo, y si le hago una raya, ay, dios santo. Salimos del aeropuerto Logan con una mezcla de euforia y de asombro, y de miedo ante tanto mando que tenía el salpicadero. El tipo de los coches de alquiler era un afroamericano que nos dio ese Nissan como quien respira, sin ninguna determinación, en un proceso azaroso y natural que me tuvo lleno de preguntas un par de minutos. Estuve por decirle en mi inglés de tetrapléjico vocal que pusiera un poco más de convicción, porque para mí ese pedazo de auto era importante. Lo era por memoria de mi padre, que nunca tuvo un pedazo de auto como ese. Daba gusto conducirlo. Me desasosegó que fuese tan grande, porque había sitio para dos personas más detrás, eso hizo que me acordara de mis hijos. Claro, era un coche familiar. Ana comenzó a ponerse nerviosa por los camiones de la autopista. Se cree que el objetivo de los camiones somos nosotros. Está convencida de que dios creó los camiones americanos para que fueran a por nosotros, a comernos vivos, a emplastarnos en sus ruedas gigantescas. Ella sufre mucho en las autopistas. Llegamos al hotel y encontrar el aparcamiento fue una odisea. Grandes edificios rodeados de laberínticos túneles. Nos perdimos. Aparecimos en otro hotel. Un cúmulo de desesperaciones nos iba minando la alegría. Yo volví a ver a mis obesos favoritos. Yo, que había ganado dos kilos por el descontrol del verano, me encontré a hombres y mujeres a quienes les sobraba cincuenta kilos. Pronto morirán, pensé. El corazón les estallará en mil pedazos, sin llegar a los sesenta años. Es la venganza del beicon, el queso cheddar, las patatas fritas y del batido de fresa. Por fin nos dieron nuestra habitación y era una maravilla. El aire acondicionado funcionaba a toda pastilla, era un dos de agosto, con una ola de calor planetaria, hija del cambio climático, que consumía al mundo. En España el gobierno acababa de imponer una ley por la que no se podía poner el aire acondicionado por debajo de 27 grados. Y lo que tenía delante, en nuestro hotel de Boston, era el aire a 19 grados. Nos lavamos las manos, dejamos la maleta que no nos habían perdido en la habitación, que era esplendida, y salimos

con el Nissan Altima a recorrer Boston. Dejamos el coche en un parquin y paseamos por el Boston Common, que es el parque de la ciudad. Había gente sentada en hamacas y tumbada en grandes toallas. Iba a comenzar una obra de teatro al aire libre. Vimos una camioneta con helados. Fuimos inmediatamente a por nuestro helado. Madre mía, un helado con dos cucharillas nos costó 9 dólares. Carísimo. Ana dijo que Nueva Inglaterra era cara, comparada con Iowa, donde tenemos nuestra casa. Hace tres años que no voy a Iowa, me acordé de la humilde Iowa. Allí un helado cuesta unos 4 dólares, aquí 9. Fuimos a ver la parte colonial de Boston, con sus casas inglesas. Aquí llegaron miles de personas en el siglo XVII buscando una vida mejor. Las calles de Beacon Hill eran estrechas y empedradas, pero con unas piedras enormes. El tamaño de las piedras impediría que los carros tirados por caballos pudieran andar por semejantes calles. Me quedé con la duda, pero a quién preguntar, quién podría aclararme esto. Demasiado grandes esas piedras de las calles. ¿Por qué? Compramos fruta en un mercado, una pera valía dos dólares. Y una hora de parquin nos costó 20 dólares. Volvimos al hotel y había humedad en la moqueta. Ya lo resolveríamos mañana. Estábamos exhaustos, de vez en cuando nos acordábamos de la maleta dando vueltas por el mundo, con nuestras cosas dentro, todas nuestras cosas tienen un significado para nosotros, pero eso a Iberia se la suda. Iberia no es, en absoluto, la compañía que peor me ha tratado en la vida, pues esa ha sido Lufthansa, pero ero esa es otra historia. Y aun siendo otra historia, no puedo sino recordar que Lufthansa me ha mentido, me ha humillado, me ha insultado, me ha prostituido, en fin, aquí lo dejo. Iberia solo me ha perdido una maleta, visto así, consigo calmarme. Al día siguiente fuimos a Quincy Market, que me deslumbró, porque era un himno a la comida llena de colores, pero falsa en el fondo. Nos pedimos unas gambas, y nos dieron un bocadillo de gambas. Pero para qué quiero yo el pan habiendo gambas, les dije en español. El caso es que la camarera era venezolana y me dijo, reconociendo mi acento peninsular, «pero si ustedes tienen bocadillos de calamares, por qué no de gambas». Nos reímos. El pan invade la tierra. No nos comimos el pan. Luego nos compramos una salchicha con mostaza, y estaba buenísima, la salchicha nos costó nueve dólares. Vi platos con sandía cortada. Yo soy un comedor de sandía profesional. Me compré un bol de sandía y me costó 6 dólares y me pareció una locura, porque por 6 euros en España te comes una sandía enorme, y allí me dieron unos 300 gramos de sandía, encima bastante mala. 47


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Boston ardía, hacía un calor que te quemaba el alma. Pero éramos turistas, y los turistas soportan todo porque están en la cumbre de la vida: están haciendo turismo. Nos comimos un helado de vainilla, chocolate y limón. Joder, 10 dólares más. Pensé que lo mejor sería olvidarme de los precios, porque si no me iba a volver loco. Así que me dediqué a pensar en los monumentos que tenía que ver. Me gustaron la Old State House y la Old South Meeting House, que acabé confundiéndolas porque las dos eran «old», y las dos tenían ladrillos rojos, y eran casas del siglo XVIII. No me fie mucho de que fueran casas del siglo XVIII, pero bueno, si les hace ilusión que sean del siglo XVIII, pues muy bien, pensé. Porque para mí todo es, como mucho, de mediados del siglo XIX. No creo que exista nada en el mundo anterior a 1850. Los historiadores se inventan todas esas cosas. Otro edificio mono que tienen en Boston es el Faneuil Hall, y hay cerca un Marriot en donde nos metimos a tomar el aire acondicionado e ir a los lavabos. Los lavabos de los hoteles siempre están limpios, y hay wi-fi gratis, Llegamos a nuestro hotel y dijimos en recepción lo de la moqueta húmeda y vino un técnico a inspeccionarla y entonces de la boca del técnico salió mi palabra inglesa favorita: upgrade. Nos cambiaron de habitación y nos dieron una con vistas a la bahía y se veían barcos y vuelos de gaviotas y toda clase de pájaros. Había un sofá, que colocamos frente a los ventanales, para sentarnos a ver el mar, el muelle, y aviones, porque estábamos cerca del aeropuerto, así que me dediqué a ver cómo vuelan los aviones, cómo despegan, cómo ascienden a los aires. Como nos habían perdido la maleta nos fuimos de compras por Boston, por la calle Washington y la avenida Lafayette. En Galp me compré unos pantalones cortos y una chaqueta para los aires acondicionados. En Tjj Maxx un par de camisetas. Ana se compró vestidos para la boda a la que íbamos, que se celebraba en el estado de New Hampshire. Y luego, a disfrutar de las vistas y del cielo. Enseguida me dio por pensar en cómo sería vivir en esa enorme habitación con esas vistas, con esas enormes camas, con colchones que parecían gigantescas ballenas amables, dispuestas a cobijarte en la noche de todos los demonios. Nos fuimos a un CVS a comprar cosas. Al lado de nuestro hotel había un montón de vida y de restaurantes y vimos un sitio con una cola gigantesca. Coño, ¿qué es eso? Gente feliz. Ah, era una heladería famosa, y todo el mundo salía con su ice cream en la mano, pero no eran ice cream normales, eran auténticos empire state building de helado y de crema de chocolate y de crema de caramelo por encima, en la gran noche de verano. Por la noche, el calor daba un respiro y se podía pasear. Los obesos y los flacos paseábamos por los bulevares portuarios de Boston. Los obesos, felices. Los flacos, atormentados. 48

Los obesos, a punto de morir de un infarto. Los flacos, a punto de morir de inexistencia material. Sentí en un segundo a los miles de muertos de hambre de todos los rincones de Inglaterra que vinieron aquí hace más de 300 años con la ilusión de una vida diferente. Esa vida diferente estaba materialmente concentrada en el sofá de mi planta décima del Seaport con vistas a la bahía. 2. Kerouac Todavía no ha llegado el tiempo de mi vida de no hacer nada. Lo pienso. El tiempo en que escribir o no escribir sea lo mismo, y entonces uno decida no escribir para tener más tiempo de contemplar la vida. Y más tiempo para conducir un Nissan Altima, pues eso fue lo que hicimos. Nos subimos a nuestro Nissan Altima (lo llamaré Nal, para abreviar) y nos fuimos a ver la tumba de Jack Kerouac en la ciudad de Lowell. Nal es grande y competente y estamos cimentando una buena amistad. Agradece que me preocupe de él, y sobre todo que no lo aparque bajo el sol, porque ya estamos dentro del cambio climático, es decir, dentro del infierno. El 4 de agosto, montados en Nal, llegamos a Lowell, dios mío, qué ciudad más disfuncional, y sin embargo tenía atractivo. Nos fuimos al cementerio de Edson. Era enorme. Ponte a buscar allí la tumba de Kerouac. Me acordé de lo que me costó encontrar la tumba de Ezra Pound en San Michel, en Venecia. Lo bueno es que podías entrar en el cementerio subido a Nal. Así que empezamos a recorrer el cementerio, con Nal dándolo todo, con su maravilloso aire acondicionado refrescando nuestros rostros. Eso es USA también: ir al cementerio en coche, ir a ver a tus muertos en tu propio coche, eso no pasa en Europa. Vimos a un señor montado en un pequeño artilugio descapotable con cuatro ruedas –ignoro cómo se puede llamar ese vehículo-, pero estaba claro que era un empleado del cementerio. Era un tipo encantador. Le hizo ilusión que allí hubiera enterrado alguien famoso. Nos dijo que venía mucha gente preguntando por Kerouac, que subiéramos a nuestro coche y le siguiéramos, que la tumba de Kerouac no era fácil de encontrar. Nos llevó hasta la tumba, el cementerio era enorme y tuvimos que cambiar de campo, nos habíamos metido en la sección equivocada. «Aquí está Jack», nos dijo. Era una pequeña tumba llena de ofrendas y regalos. Hacía 100 grados Farenheit. Allí abajo poco quedaría de Jack. Está enterrado con su mujer, que le sobrevivió bastantes años. Mi historia con los escritores de la generación Beat ha mudado un poco. La visita a la tumba hizo que me leyera en ebook On The Road, y me estaba encantando la lectura. Me parece una novela maravillosa, es una novela naif, ingenua, inocente, pero humana y hermosa, llena de vida.


Kerouac fue un gran vitalista, como yo. Joder, yo tengo ya 60 años, y él se fue de este mundo con 47. Le saco 13 años. No sé qué coño he hecho yo en esos trece años que le saco. Eso pienso delante de la tumba. La gente ha dejado botellas vacías de whisky barato, bolis de propaganda, mecheros gastados, cuchillas de afeitar (ignoro el significado), banderas de los Estados Unidos, y alguna nota ya ilegible. Ana se quita una pulsera verde y la colocamos en la «o» de Kerouac. Queda perfecto. Le hago una foto:

Creo que nuestra ofrenda es la mejor de todas, la más serena. El 20 de octubre de 1969 comenzó a vomitar sangre en su casa de San Petersburgo, estado de Florida. Fue ingresado en el hospital St. Anthony, y su cirrosis se lo llevó de este mundo al día siguiente. Podría haber vivido un poco más, eso pienso delante de su tumba. Haber llegado, no sé, a los 60. Dejémoslo en los 55, es decir, 8 años más. Cualquiera que lea On The Road sale con ganas de comerse la vida. Kerouac era otro hijo de Walt Whitman. Si estás deprimido, lee a Kerouac. Nos subimos a Nal y pusimos el aire acondicionado a toda pastilla y pusimos en el navegador la dirección de la casa en la que nació. La encontramos. Solo había una placa. La casa daba pena. Aquí tampoco recuerdan demasiado a sus escritores, como en España. Debe de ser algo universal. Ya ves tú qué le puede importar a un tipo que ha escrito On The Road que lo recuerden o no. Pero a mí sí me importa, porque esa novela es energía y pasión, dos cosas sin las cuales la vida es poca cosa. No creo que ni sea una gran novela, tal como entendemos el matrimonio entre solidez estructural y profundidad literaria en las tradiciones novelísticas que arrancan desde Flaubert. También la literatura, como la religión y la ciencia, está llena de supersticiones. A mí que On The Road sea una gran novela o no lo sea me importa un pimiento. Lo que sí me importa es que esa novela me da vida. Esa es su grandeza, que ni importa lo que digan de esa novela los demás. Lo que importa es que esa novela te come el corazón y te enamora. Y habla de la juventud. En el camino es una novela sobre el tiempo en que los seres humanos son jóvenes y creen en la vida de una manera natural. Me recuerda a la película Un perro andaluz, que es el himno de juventud de Luis Buñuel y Salvador Dalí, que fueron jóvenes en el París de los años veinte. Los Estados Unidos que salen en On The Road ya no existen. Si Kerouac volviera a las ciudades y los pueblos y las carreteras de las que habla en su novela no los reconocería. Se quedaría estupefacto. En su novela el whisky, las habitaciones de motel,

«A mí que On The Road sea una gran novela o no lo sea me importa un pimiento. Lo que sí me importa es que esa novela me da vida»

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los billetes de autobús, la cerveza, están tirados de precio. Madre mía, la de cosas que hacen los personajes del libro con veinte miserables dólares. En esa novela con veinte dólares vives un mes, bebiendo y fumando y viajando. Cuando la releo me quedo pasmado viendo lo que da de sí no veinte dólares, sino 35 centavos, que es lo que valía en 1947 una botella de whisky. 3. Hacia New Hampshire

«Los murales de Orozco tienen mucha fuerza. Pintó contra el capitalismo, pagado por el capitalismo, como hacemos todos. Solo que algunos en vez de rasgarnos hipócritamente las vestiduras y aparar la mano para cobrar intentamos entender esta paradoja, porque la honestidad nos obliga a comprender»

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Desde Lowell nos fuimos a Lyme, en New Hampshire. Paramos para comer en un restaurante mexicano, al lado del río Merrimack. Había frondosos árboles en el aparcamiento del restaurante, junto a la orilla del Merrimack. Dejé a Nal en una buena sombra, a veces casi me paso en el intento de dejar bien protegido a Nal, y casi me llevo por delante unas ramas, y meto las ruedas en una zanja, pero no ocurrió así. Solo que me preocupa que alguna parte de Nal quede a la intemperie del sol. Es importante que Nal sea feliz, que vea que me importa. Vale más Nal que el Presidente de los Estados Unidos y que el Papa de Roma y que el Rey de España y el Zar de Rusia etc etc. No creo en la autoridad política, pero sí en la autoridad de un motor de 200 caballos, esa es toda mi preparación intelectual, amiguitos. El restaurante estaba casi vacío, lo cual hizo que me arrepintiera de haberlo elegido. Nos dieron una mesa al lado del Merrimack, que me pareció un río maravilloso, y me entraron unas ganas terribles de bañarme en el río, pero me dijo la camarera, que era mexicana, que el río estaba contaminado, y que hacía una semana se había bañado un niño y a consecuencia del baño lo habían ingresado en el hospital de Lowell con una infección en la piel que no remitía, llevándole a una fiebre de cuarenta y un grados. Nos pusieron nachos recién hechos, que a mí no me gustan nada; es más, los detesto, me parece comida de gorriones o de palomas o de ardillas. Y la salsa de tomate me parece una anestesia de paladares. Pero luego elegimos un «dos amigos». Los dos amigos eran el pollo y la res. Esa manera de llamar al plato me pareció de una ingenuidad digna de elogio. El plato se componía de un filete de pollo y otro de carne de res, con arroz, fríjoles y guacamole. Los fríjoles me gustan mucho, pero el arroz me parece comida para gallinas. A cualquiera que ame la paella española, esas formas de preparar el arroz de las cocinas mexicanas y asiáticas ha de parecerle por fuerza subdesarrollo puro y duro. Pero el pollo estaba bueno. Y los fríjoles, estupendos. Y de poste, un tres leches, solo aceptable, no era gran cosa. Yo soy un apasionado del tres leches, cada vez que le metía una embestida con mi cucharilla pensaba en Kerouac, allí, en su tumba, a cuarenta grados, con un sol intolerable. Menos mal que Nal estaba a la sombra. La propina, ay, sí, ese momento terrible en que tienes que dejar propina. Yo no la dejaría nunca, pero a Ana le daría un infarto. O la dejaría y luego me embolsaría yo, porque me siento camarero y me vienen bien las propinas para llegar a fin de mes. Llegamos a Lyme y nos alojamos en una casa del siglo XVIII, una hospedería llamada Lyme Inn. La casa desde fuera parece normal de tamaño, pero misteriosamente desde dentro la casa, por algún efecto imprevisto, se engrandece, se ensancha, crece. De modo que tenía algo de casa encantada. Las camas tenían una colcha roja y el cuarto de baño era enorme, con una ventana que daba a un camino, desde la que se veían otras casas dispersas. Había muchas lámparas de mesa, yo creo que cuatro. Y las encendía todas, para ver si funcionaban. No hay mayor disgusto que entrar en una habitación de hotel y encontrarse con una bombilla fundida. Funcionaban todas. Sin embargo, el estor de una ventana estaba roto. Dejamos puesto el aire acondicionado y nos fuimos a ver el cementerio de Lyme.


Al pasar por recepción les comunicamos lo del estor y nos lo agradecieron. Los indicamos claramente que no hacía falta que lo arreglaran hoy. Íbamos a estar una noche y a mí me perturba que venga un técnico a pisar mi habitación con botas sucias. No. Una habitación de hotel, una vez que el huésped ha tomado posesión, es un recinto sagrado. Fuimos al cementerio. Ana buscaba la tumba de un amigo suyo, y yo me dediqué a vagar por las sendas sepulcrales sin ningún cometido. Hacía tanto calor que ni siquiera tenía curiosidad por fijarme en las lápidas. Aun así vi lápidas del siglo XIX completamente ilegibles, ya no se podía saber el nombre de quien yacía debajo. Esto, normalmente, me produce melancolía, pero como el calor era infernal y húmedo, no sentí nada sino ganas de ir a un lugar fresco. Fuimos a una pequeña tienda de alimentación, una tienda de pueblo. Yo quería comprar agua con gas. Me he hecho adicto al agua con gas. Mis favoritas son: San Pelegrino y Perrier. No había agua con gas. Había fruta. Había nectarinas minúsculas a un dólar cada una. Me pareció un robo, más que nada porque las nectarinas eran apagadas de piel, y contrahechas de físico. Compramos plátanos. Bueno plátanos no, bananas. Las bananas no saben a nada. Es la fruta más tonta del mundo. Menudo botín. Pero compramos arándanos, pues estábamos en temporada. No sacaban mala pinta. Lo que me inquieta de los arándanos es que nunca sabes, cuando te comes uno, si va a salir dulce o ácido. ¿De qué depende que salga dulce o salga ácido? Nos subimos a Nal y fuimos a Hannover y a Darmurth College. De repente se puso a llover una lluvia caliente, pero molesta, lo que sirvió para comprobar que los limpiaparabrisas de Nal eran una máquina de fulminar gotas de lluvia. Eso me puso de buen humor. En Darmourth College, que está en Hannover, vimos los murales del pintor mexicano José Clemente Orozco. Ana estuvo trabajando de profesora en Darmouth y quiere recordar esos años. Se ha puesto muy nostálgica. Sostiene que Nueva Inglaterra es unos Estados Unidos diferentes, y es verdad. Los murales de Orozco, si he de ser sincero, me dan un poco de miedo. Me acuerdo de que a Luis Buñuel no le gustaban los sombreros mexicanos. Los murales de Orozco tienen mucha fuerza. Pintó contra el capitalismo, pagado por el capitalismo, como hacemos todos. Solo que algunos en vez de rasgarnos hipócritamente las vestiduras y apartar la mano para cobrar intentamos entender esta paradoja, porque la honestidad nos obliga a comprender. No sé, tal vez no sea la honestidad, sino simplemente el deseo de no ser un auténtico cretino. O la inteligencia natural. Fuimos a una tienda de ropa de Hannover, porque Iberia nos perdió la maleta en Boston, y porque la razón de este viaje es ir a una boda de unos amigos de Ana, que se casan en Litleton (New Hampshire). En esa maleta iban nuestros trajes de boda. En esta tienda de Hannover me atiende un señor muy amable.

Los trajes de caballeros cuestan algo más de 400 dólares, pero son buenos trajes. Encuentro una americana negra que me va impecable. Desgraciadamente, no hay pantalón de mi talla, que vaya con la americana. El vendedor se esfuerza en buscar ese pantalón, pero no lo tiene. Me llama la atención el esfuerzo que pone en buscarlo. Lo busca por todas partes. De repente se ha subido, ayudado de una escalera, a un armario altísimo. Nos vamos tristes, porque la americana me encantaba, y el vendedor se ha solidarizado con mi tristeza. Hace un calor de muerte, ahora hay 99 F, en Hannover. Nos vamos al museo de la ciudad, y me topo con frisos asirios. Pero cómo es posible que frisos asirios hayan podido acabar aquí. Muy sencillo: el dinero. El arte va donde el dinero, siempre. Los asirios de hace cuatro milenios han ido acabar al otro lado del mundo, en un pueblecito de New Hampshire. Hay una escultura de Juan Muñoz: un hombre que intenta subir por una cuerda, o algo así, no me produce mucha emoción, pero le hago una foto. Me duelen los huesos. Cómo no me van a doler los desgraciados huesos si tengo sesenta años. Vamos a ver a un amigo y compañero de Ana en Darmouth. Vamos a la casa de José del Pino y su mujer Rosa Matorras, en Hannover. Nos enseñan la casa. Es preciosa. Me imagino viviendo en una casa como esa en Hannover. José prepara unos sándwiches estupendos. ¿Qué les ha puesto para que sean tan gustosos? Rosa nos explica la historia de la casa. Fue construida en los años cuarenta, justo en la época en que Kerouac daba vueltas por América buscando la libertad y la vida. Toda Nueva Inglaterra es apacible. ¿Qué es Nueva Inglaterra? En realidad nadie sabe muy bien a qué se llama Nueva Inglaterra, pues no tiene dimensión administrativa ni política en la actualidad. Es una idea que corresponde con un territorio algo impreciso. Nueva Inglaterra es la llegada de los ingleses a las costas americanas a lo largo del siglo XVI y del siglo XVII. Es la creación de las primeras ciudades, a imagen de las europeas. Nueva Inglaterra es un recuerdo de algo que pasó hace cuatrocientos años. Nos subimos a Nal y nos vamos. Cada vez soy más amigo de Nal. Me habla. Me dice «ay si todos los hombres fuesen como tú». Paso delante de un Dunkin´Donuts. Una forma de suicidio que me asalta muchas veces en USA es entrar en Dunkin y decirles a los empleados que voy a comerme trescientos donuts de todas las clases y que se den prisa, que bajo ningún concepto puedo esperar, que vayan preparando los donuts, y reventar allí. Sería una muerte bien dulce. 51


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«La escalera del tiempo se dibujaba ante mis ojos con una nitidez abundante y como una amenaza a la que mi vida estaba expuesta. Yo solo sé escribir cuando la vida me amenaza. Gracias a dios me auxilia esta lengua española, lengua de gente pobre aquí, en la santa América»

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Está en el espíritu de este país, al menos en este agosto de 2022: muérete comiéndotelo todo. Sigue mi fascinación ante los obesos. Cuando veo obesos americanos, pienso en Jesucristo. Esas barrigas que son como continentes, réplicas orgánicas del enorme espacio físico de los Estados Unidos. Llevo el mapa de Estados Unidos en mi cuerpo, mira mi barriga infinita, eso parecen decirme los obesos y obesas estadounidenses. Afortunadamente Nal y yo somos dos sílfides. El Nissan Altima es un coche fino, delgado, un himno a la delgadez, como yo. Eso sí, cualquier día, por solidaridad, me suicido comiéndome trescientos donuts. ¿Cuántos donuts sería capaz de comerme antes de morir? De morir reventado como zerfet, no sé qué es eso, pero era una expresión que decía mi madre. 4. La boda En Litleton nos alojamos en un Hampton Inn, donde aquí sí teníamos incluido el desayuno. Los hoteles americanos no le dan el mismo valor al desayuno que los hoteles europeos. Este Hampton Inn sí incluía desayuno por el carácter familiar del hotel. Pero el desayuno era un horror, era una venganza de los cielos, era una catástrofe. Los huevos no eran huevos. Había salchichas troceadas. El café era un insulto a Colombia, a Italia, a Francia, a la civilización en general. Un café rompetripas. Es el café de los condenados, de los esclavos del siglo XXI, quema por el mero hecho de quemar, te quema los labios, y es solo agua cocida. Pero bueno, había unas tortillas que si te comías solo la mitad de una, daban el pego, y eso hice. Si te comías más de la mitad, te cabreabas con el mundo entero. Lo más gracioso de este hotel es que el aire acondicionado de las habitaciones no se podía regular desde tu propia habitación, y se encendía cuando le daba la gana. Se lo dijimos al manager, el cual se plantó en nuestra habitación y pisó nuestra moqueta con sus zapatos gruesos y polvorientos (lo de polvorientos puede que fuesen imaginaciones mías) y le metió mano a la máquina, un aparato de los años ochenta. Dijo que la máquina estaba rota y que nos cambiaba de habitación. El señor no era muy amable. No nos sonrió para nada, como sí nos había sonreído el empleado del hotel de Boston. Es muy importante que te sonrían. Nos cambió de habitación, y al rato descubrimos que en la nueva habitación ocurría lo mismo: no se podía apagar el aire acondicionado. Fuimos a la boda. En pleno agosto, y con 95 F, yo iba con una americana negra de Kolh´s, era lo único que había conseguido, deprisa y corriendo, para ir un poco decente a la boda, gracias a la pérdida de maleta por culpa de Iberia. Nuestro odio razonado y racional a Iberia fue creciendo. Llamábamos por teléfono a Iberia, nada menos que a España, con la pasta que cuestan esas llamadas, y allí nos atendían con buenas palabras, nos preguntaban si habíamos rellenado el código PIR, cosa que habíamos hecho desde el primer momento, y daba igual todo. Yo busqué en Internet el nombre del presidente de Iberia: Javier Sánchez Prieto. Hay que buscar siempre el rostro o los rostros que se esconden detrás de las grandes compañías, porque estos rostros existen, y pertenecen a hombres y mujeres que ganan sueldos astronómicos por mearse encima de nuestras desgracias. Yo veía a Javier Sánchez Prieto mearse encima de nuestra maleta todos los días. Mea a gusto, gran líder corporativo, le decía yo en mis ataques de ira melancólica. Total, que allí estaba yo cociéndome a fuego lento.


Ana al menos había conseguido en la cadena de tiendas TjMax un vestido naranja, muy adecuado para una boda, y a un precio estupendo. Me quitaba y me ponía la americana todo el rato. Y comencé a mirar a los otros invitados, a los hombres. Y todos iban con fabulosos trajes veraniegos. Y yo gracias a Javier Sánchez Prieto iba con mi americana de invierno. Y mi estupendo traje de verano italiano descansaba en una maleta perdida, vete a tú a saber dónde. La boda fue una declaración pública de que existe el amor. Los novios tenían 27 años y estaban muy enamorados. Nosotros estábamos invitados por parte de la novia, que habla el español tan bien como el inglés. La novia habla con su madre en español y con su novio, ahora ya marido, en inglés. Pensé en que se casaban también dos lenguas: el español y el inglés. La tarta de bodas era de las que me vuelven loco en los Estados Unidos, porque llevaba mantequilla pastelera, merengue y muse de arce, junto a un bizcocho tierno y esponjoso como el corazón de ángeles recién nacidos. Esto me parece fantástico: el corazón de ángeles recién nacidos, esto no lo ha escrito ni el puto Jack Kerouac. Como la gente comenzó a beber, y ya era el momento del baile y de la fiesta, las raciones de tarta permanecían en un segundo plano. La noche de verano fue cayendo y descendió un frescor nocturno que hizo que mirara con menos rabia a mi americana de invierno, aunque seguía sin ponérmela. Vi entonces los restos anónimos de Nueva Inglaterra flotar en el ambiente, una misteriosa pervivencia de Europa en mitad de los bosques de New Hampshire. Los novios eran el futuro, e inevitablemente todos los que teníamos más de cincuenta años éramos el pasado. Pero la tarta estaba allí. Ana, por favor, haz algo, esa tarta está allí reclamando atención y ya todo el mundo está bailando, le dije. Y nos fuimos con cuatro raciones de la tarta metida en dos túpers. La noche estrellada lo invadía todo, fuego del verano. La escalera del tiempo se dibujaba ante mis ojos con una nitidez abundante y como una amenaza a la que mi vida estaba expuesta. Yo solo sé escribir cuando la vida me amenaza. Gracias a dios me auxilia esta lengua española, lengua de gente pobre aquí, en la santa América. Ay, esta lengua. Y cómo hacer para hablar la otra. Nal me dice «bueno, tranquilo, yo soy un coche americano y te entiendo, no te preocupes demasiado, además tienes la tarta». Nos fuimos a nuestro Hampton Inn y la habitación estaba helada. Teníamos una nevera, no un minibar. Metimos las raciones de tarta dentro. Qué gran momento al descubrir que cabían tan maravillosamente bien nuestras raciones de tarta nupcial en el pedazo de nevera que teníamos en la habitación, una nevera que humillaba a todos los minibares de la tierra. Nos fuimos a dormir deseando que llegara la hora de levantarse y comernos la tarta.

Nos metimos en la cama. Creo que no lo he dicho nunca: las camas de los hoteles americanos tienen una cosa especial, es lo que yo llamo «efecto ataúd». Entras en ellas y te comen con su tecnología punta. Te hundes en un mar de suavidad y de descanso. Casi como si cayeras en medio de la muerte, pero una muerte enigmáticamente maravillosa. Son colchones sedantes. Colchones profundos que te conducen a una dimensión desconocida del espacio y de tu propio cuerpo. Me canso de escribir, pero no me canso de dormir en esos colchones de los hoteles americanos. Son colchones que miden dos palmos, colchones que son como soleras de diez metros en su equivalencia a casas, o como tartas con dos dedos de mantequilla en su equivalente a tartas americanas. Está claro que me está siendo revelado la dimensión secreta de la materia. Me hundo allí, en ese reino blando, y desciendo a mi infancia, que es la edad de la máxima protección contra la adversidad y el dolor. Y al día siguiente: día de fiesta. Desayunamos la tarta de bodas, que estaba tersa y divina, sentados en nuestra enorme habitación, con el aire acondicionado en estado indomable, ajeno a nuestra voluntad, así que con chaqueta nos comimos la tarta. 5. Ramada Hotel Nos fuimos montados en Nal a Lewiston en Maine, porque Ana quiere ambientar allí su próxima novela. Es un pueblo de treinta y seis mil habitantes. Eso sí, por la calle solo había unos ocho o nueve. Los demás estaban escondidos, vete tú a saber dónde. En Lewiston nos alojamos en un hotel barato: el Ramada. La experiencia Ramada fue fascinante. Un hotel que debió de ser estupendo hace cinco mil años. Pasillos de otro mundo, pasillos de otro tiempo, con puertas de habitaciones con adornos hindúes, que afirmaban la posibilidad de un tiempo remoto en que esos adornos debieron ser símbolo de sofisticación, exotismo culto y elegancia étnica. La habitación: oscura, grande, difícil. El cuarto de baño: pequeño, ingrato, difícil. Pensamiento: ¿Por qué no le quitaron un poco de espacio a la habitación para dárselo al cuarto de baño? ¿Por qué la habitación es gigantesca y el cuarto de baño y la ducha diminutos? Y a quién demonios le hago yo esa pregunta, que me devora las entrañas, si el arquitecto y el promotor de este hotel estarán muertos y vete tú a saber dónde estarán enterrados. En una calle de Lewiston aparecen un montón de africanos. Son somalíes, refugiados de una guerra. Visten con túnicas y gorros. No me gustan ni las túnicas ni los gorros, como a Luis Buñuel tampoco le gustaban los sombreros mexicanos. A Buñuel los sombreros mexicanos le daban miedo; a mí me dan miedo los gorros. Lewiston tiene una hermana gemela: Auburn. Cruzas un puente y estás en Auburn. 53


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Ciudades gemelas, como Saint Paul y Minneapolis, estas dos más grandes, claro. Descubrimos un sitio donde dan café de verdad. Y limonada caseras y pastelitos de nata y nueces para desayunar. Me tomo cafés double shot. Cae una tormenta sore Lewiston y Auburn. Los somalíes corren a refugiarse, nosotros pasamos por las calles de las dos ciudades protegidos por Nal mientras a los somalíes se les mojan los gorros. Los gorros mojados se convierten en gorras aplastadas contra sus cabezas. Aún dan más miedo así. La tormenta arrecia. Los árboles sufren. Vemos coches de policía que pasan. La policía lleva Dodge y el sheriff lleva Ford. Se cruzan los Dodge y los Ford. La tormenta ahora es viento y granizo y la temperatura cae estrepitosamente. Nos vamos a nuestro hotel. Dejo a Nal bajo un árbol frondoso para que no le caiga encima el pedrizo. Gracias, jefe, dice Nal. El jefe eres tú, le digo. No, no, no, el jefe eres tú, dice Nal. No, no, no, digo yo, tú eres el jefe. Que no, que lo eres tú, dice Nal. Ya basta, dice Ana, deja de hablar solo. Pero es que acaso no oyes la voz de Nal, digo yo. Vale, ok, Nal habla, dice Ana. Inspeccionamos el hotel Ramada y nos encontramos con una piscina. Nos ponemos los bañadores. Nos lanzamos al agua. La piscina está muy bien y hay una zona de tres metros de profundidad. Por tanto es una piscina antigua. Por los pasillos veo a los fantasmas del Ramada Hotel de Lewiston, gente que se alojó aquí y que ya están muertos. Entran y salen de las habitaciones creyendo que siguen vivos. Suerte de Nal, que nos devuelve a la acción, y la acción es vida. Un montón de gente sin nada que hacer en este mundo merodean el Ramada. Dice Ana que hay gente que no puede pagarse una casa y que viven en hoteles como el Ramada. Yo le digo que hemos pagado más de cien dólares por este hotel. Ella dice que alguien les ayuda. Pues ya podría ayudarnos a nosotros también. Nosotros no somos pobres, dice Ana. Y ellos tampoco, digo yo. Lo único que les pasa es que están gordísimos. Y eso es objetivamente cierto: gente de cuarenta años que pesan ciento cincuenta kilos y que tenían que moverse con un andador. Eligieron las patatas fritas en vez de la vida, dice Nal. 6. Portland El hotel de Portland era un Holiday Inn, aparcamos a Nal delante de la puerta principal. Nal solo podía permanecer allí media hora, mientras nos registramos. El recepcionista que nos atendió era todo amabilidad. 54

Le explicamos lo de nuestra maleta perdida en el aeropuerto de Madrid con los trajes de boda. Lo hacíamos de manera automática, explicábamos a todo el mundo que éramos una pareja con maleta perdida. Era increíble ver cómo la gente se solidarizaba (o lo hacía ver) con nuestra pérdida, sobre todo cuando les explicábamos que en esa maleta iban nuestros vestidos y trajes para la boda. La habitación estaba en la planta 11 y era espectacular, con vistas a la bahía. Parecía que estábamos en un avión. Estábamos más alto que en una planta 11 porque el hotel ya se levantaba sobre una colina del puerto. De modo que en realidad, debíamos de estar en una planta 17 o 18, eso pensé. Era una locura de habitación. Es más bonito lo que se ve desde una habitación que lo que se ve desde el mismo sitio, menuda paradoja. Las habitaciones doman la vastedad y la inclemencia del paisaje. Se veían barcos, y ríos, y canales, y golfos, y muelles, y otras tierras y se oían las gaviotas, con sus chillidos de locas, esas gaviotas que cantan canciones apocalípticas, canciones que hablan de la inmensidad de los océanos y de la crueldad de la naturaleza. Nos fuimos a comer a un sitio de pescado, a un seafood, que tenía un 4,7 en internet. Jo, un 4,7, seguro que acertamos. Coño, antes tuvimos que meter a Nal en el parking del hotel, lo cual fue bastante sencillo, y eso ayudó a que me sintiera bien, porque a veces, sobre todo en Boston, dejar a Nal en su cama cuesta dios y ayuda. Hoy ha sido fácil dejarme en la cama, dijo Nal. Entramos en el David´s Restaurant y nos pedimos bacalao y langosta y luego un postre que era un como una especie de sándwich de helado. Todo estaba fantástico. Y creo que todo costó unos 90 dólares. Luego siempre aparece el espinoso asunto de la propina. A mí la propina me revienta las vísceras capitalistas de mi corazón comunista. Paseamos por el puerto, y todo eran bares y gente entrando y saliendo, y sitios donde se vende marihuana, que aquí es legal. Qué alegría que sea legal. En España no lo es. Yo lo legalizaría todo, porque ilegalizar es subdesarrollo puro y duro. Qué alegría que Maine sea tan moderno. Porque la modernidad es lo único que no nos hará parecer auténticos paletos, pobre gente sin más, cuando pasen cincuenta años. Sola la modernidad y la libertad te salvan del ridículo más espantoso una vez que pasen cincuenta años. Mirad si no las fotos de los que denostaban todo tipo de progreso social, político y moral de hace cincuenta años. Dan pena. Yo no quiero dar pena dentro de cincuenta años. 7. Langostas y arándanos En Maine y en Portland en particular todo el mundo come langostas y arándanos, son los dos productos simbólicos so-


bre los que se asienta la identidad política y cultural de este estado. Compramos en una Coop un kilo de arándanos diminutos, y nos los comimos a zarpazos. En un restaurante del puerto llamado King nos comimos dos langostas con mantequilla, patatas fritas y queso fundido. Una orgía. El olor a pescado en Portland es fuerte y agrio. Las casas frente al puerto apestan a siglo XIX. De repente me entran ganas de meterle un arponazo a alguien o a algo, tal vez al sol, que está allá a lo lejos, calentándolo todo, ahora más. Pobres y homeless por todas partes. En las esquinas, en las aceras, en los bancos, con la mirada desencajada, se me acercan los pobres. En eso soy como mi padre. Los dos fuimos y somos y seremos imán de pobres. Me hablan en inglés. Les contesto en español. Mecaguén dios, qué susto me has dado, les digo. Yo nunca doy nada a los pobres. Ana, sí. Yo no doy nada a los pobres porque sería como darme limosna a mí mismo. De hecho, cuando Ana da algo a un pobre, yo rápidamente cojo lo que ha dado de la mano del pobre y me lo meto en el bolsillo. Por la noche me quedo mirando por los ventanales de la habitación: la inmensidad de la bahía llena de luces y de repente una lluvia violenta se precipita sobre Portland. Tengo tantos sitios en donde estar en esta habitación que me vuelvo loco: la cama, el sillón, la mesa del despacho, que es una monada, porque es móvil y la puedes orientar a tu capricho. Tendría que pedir una beca en este hotel y quedarme tres meses en esta habitación, seguro que acababa escribiendo una obra maestra. Cada país organiza su relación con el mar a su manera, eso pienso mientras sigo mirando Portland desde mis ventanales. Dios, Jesucristo, Felipe VI, Joe Biden, Bill Gates, dadme una beca aquí, en este hotel, dadme una beca aunque solo sea de quince días. Con quince días os escribo una novela titulada Madame Bovary visita Portland. Como no me duermo pongo en el móvil las primeras escenas de Un perro andaluz, esas primeras escenas son maravillosas. Portland. Nal, duerme. Nal desde el garaje me dice telepáticamente «este garaje es excelente, no tiene ni humedad». Doy una pequeña luz justo encima de mi cama. La cama es un trasatlántico. El colchón es el mismo que utiliza la santísima Trinidad: Dios, Cristo y el Espíritu Santo, porque en este colchón cabe la eternidad misma. Mi vida ha sido la conquista de un colchón de dioses. En Estados Unidos llevan toda la vida investigando en colchones, con la misma seriedad con que investigan en la conquista del espacio.

Joder, me acuerdo de los colchones de lana españoles. Y los de muelles, cojones. Y me acuerdo del colchón que me tocó cuando fui becario de la Academia de España en Roma, que me dejo el cuello hecho una ballesta, como la ballesta que traza el río Duero en torno a Soria, en versos de Antonio Machado, que nunca estuvo en Portland. Pobre Machado, nunca estuvo en Portland. Estuvo en Soria el tío. Vengo del subdesarrollo profundo. ¿Soria o Portland? Me muero de risa aquí, en mi colchón. Ana se ha dormido. Abro las páginas de On The Road, la novela de Kerouac. Mira que eran pobres estos tíos que salen en la novela. Los milagros que hacían con un par de dólares. Con un par de dólares ahora ni siquiera te llega para un donut de los que venden en Donkin Donuts. Me encanta el donut glaseado que venden en Donkin. No tiene rival. Un montón de langostas estarán ahora mismo asustadas, siendo perseguidas por los pecadores de Portland. Donuts, langostas y Kerouac. ¿Por qué me gusta tanto la novela de Kerouac? 8. Moby Dick o La Sultana. Desayunamos en el Holiday Inn al lado de dos señoras latinoamericanas, que nos hablaron al oír nuestro español. Una era boliviana y la otra no aclaró de dónde. Muy educadas, hablamos de maletas perdidas en los aeropuertos. Nos preguntaron por España. Yo me pasé dos pueblos: «pues España ahí está, en manos del figurín de Pedro Sánchez». Tuve que explicarles qué es figurín. Me lo inventé. Dije que era una expresión de la tauromaquia, referida a alguien que ha querido ser figura del toreo, pero se ha quedado en figurín. Se rieron. Me dieron para desayunar una tortilla que llevaba beicon, salchicha y queso. Parecía Moby Dick. Como la camarera también hablaba español le dije que podrían llamar a esa tortilla la Sultana. La Sultana era interminable, por donde menos te lo esperabas aparecía un trozo de salchicha o de beicon, o beicon navegando en una mezcla de queso fundido y huevo líquido. Y luego estaban las tostadas, perfectamente hechas. La señora que no aclaró su nacionalidad, aparte de la estadounidense, se dejó las tostadas. Con las tostadas que se dejó yo desayuno en mi casa de Madrid tres días. Y eso me dejó pensativo. Qué demonios hacemos en este mundo sino romperlo. Yo me comí mis tostadas como pude, por respeto al hambre en el mundo. Salí del desayuno con la conciencia de que si quería quemar todas esas calorías tenía que subirme a un barco pesquero y 55


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empezar a lanzar arpones contra todo bicho viviente durante diez horas seguidas. En vez de eso, nos montamos en Nal y nos fuimos de Portland. Nal me dijo noto que te has comido a Moby Dick. Yo le dije no, a la Sultana. 9. Ogunquit De Portland a las playas de Ogunquit hay un poco más de una hora por las autopistas, una hora y media, que acaban siendo dos horas por un fenómeno extraño que ocurren en las autopistas estadounidenses: el tiempo crece, y de repente aparecen obras y camiones, o lluvia, o algún fenómeno atmosférico, un tornado, por ejemplo, o tú mismo, que paras en una circunvalación porque te apetece comerte un helado de tres pisos en alguno de los restaurantes que adornan las autopistas. Siempre pasa algo. Nos pasó que paramos en un Starbucks y nos tomamos dos lattes mocha, de 400 calorías, dios santo. Desde hace un tiempo están obligados a indicar las calorías de cada comida y de cada bebida, intentan así luchar contra la obesidad. Es una lucha imposible, porque Estados Unidos es el fin del mundo, el fin de los cuerpos tal como los veníamos conociendo desde Grecia y Roma. Llegamos por fin a nuestro hotel de Ogunquit, que se llamaba con el nombre bien poco original de Hotel Ogunquit & Suites. En realidad, era un motel. Nos atendió una afroamericana desganada, que nos miró como si fuésemos los culpables de todas sus frustraciones y de todos sus desengaños pasados, presentes y futuros. Nos dio una habitación del piso bajo. Entramos en la room y era oscura y además la ventana daba al pasillo por el que transitaba todo bicho viviente. Yo no me quedo aquí, dije, esa negra nos ha cogido manía. Se dice afroamericana, no seas racista, me corrige Ana. Volvimos a ver a la señora que reparte las habitaciones según su divino entendimiento. Sonrió al vernos. Será todo lo afroamericana que quieras pero tiene el mismo sadismo ancestral del homo sapiens, sea negro, blanco, naranja, rojo, verde y amarillo, dije yo. Mira que como hable español. Nos dijo que nos daba una del primer piso pero que costaba 10 dólares más. Ah, claro, todo de repente quedó desvelado. Los mejores 10 dólares gastados del mundo, porque nos dio una room enorme y muy agradable. Me quedé meditando, como siempre, sobre el precio de las cosas, que es en realidad el único problema filosófico que existe. Nos pusimos el bañador y nos fuimos a las playas de Ogunquit. Como a mí esa palabra me resultaba difícil de recordar y de pronunciar, decidí llamar a este pueblo con la palabra «Congito». Cuando pisé la playa de Congito, caí enamorado. 56

La marea estaba bajísima. Había que hacer un viaje andando hasta alcanzar las olas. Había bruma alta, cielo y nubes. Había poca gente. Pero había socorristas, subidos a sus torres de vigilancia, sobre la que se desplazaba un sol melancólico y apacible, que surgía entre las nubes. Estaba siendo feliz. Joder, la felicidad; podías quitarle el joder, pensé, pero es que no puedo. Me quité la camiseta, me puse mis gafas de bucear y me adentré en el Atlántico. El agua estaba fría, pero no helada. Podía nadar. Nadé, aunque no veía el fondo, porque por culpa del viento, bajo la superficie del agua, estaba todo turbio, y eso siempre se recibe como una amenaza. Así que no estuve demasiado en el mar, pero sí lo suficiente para proclamarme campeón de resistencia en la playa Conguito, porque muy poca gente se aventuraba a entrar en el mar, y los que lo hacían se metían hasta la cintura, o como mucho daban una brazada y salían pitando del agua, como alma que lleva el diablo. Yo no, porque tengo un pacto con todas las aguas del mundo, un pacto materno. Salí eufórico y me dirigí al socorrista para decirle si había visto a alguien aguantar tanto en el mar esa tarde. El socorrista me sonrío desde allá arriba. Parecía un ángel a la vera de Dios. Las sillas de vigilancia de las playas americanas son mucho más altas que las del Mediterráneo español. Siempre todo más grande. Casi tuve que gritarle para que me escuchara. Caminamos toda la playa Conguito, que debe de tener seis o siete kilómetros. Me sentía embrujado por los colores del cielo y del mar y la arena, dispuesto a firmar un pacto con el diablo, con dios, con lo que sea, entregado a la fe de que tiene que haber alguien al otro lado de la ventanilla, alguien con quien poder firmar un pacto. Al retirarse las aguas, había quedado más de doscientos metros de ancho de playa, con arena dura, humedecida y convertida en camino amable para los pies de los seres humanos que se hundían solo lo justo. El camino era perfecto. Caminamos sobre la arena blanda, pero húmeda, y no arena que se agarra a tu piel, sino arena que solo convierte el suelo en superficie amable y benigna. Había veraneantes estadounidenses. Sus sombrillas eran pura tecnología. Las sombrillas españolas son una mierda comparadas con estas. Cada país acierta en lo que acierta, y desde luego España con sus sombrillas playeras está en la cola del diseño y de la eficacia. Lo mismo con las sillas y las hamacas. Hay un hedonismo estadounidense que puede parecer trivial o infantil, que está en casi todas las cosas de la vida cotidiana, pero que a mí me parece extraordinario, pues siempre regala soluciones contundentes, como la colocación de enchufes en todas partes de una habitación de hotel, porque eso te da tranquilidad. Siempre vas a estar abastecido. Tranquilidad dan también esas robustas sombrillas. Abastecimiento general para cualquier necesidad, por minúscula y tonta que sea.


Son triunfos materiales sobre la estupidez de la naturaleza. La naturaleza es bellísima pero a veces no se deja domar, entonces necesitamos una sombrilla de alta tecnología y una silla robusta, para contemplar el mar. Nos fuimos caminando hasta los chiringuitos de Conguito. La gente comía langosta con patatas fritas, eso sí que no lo soporto. Grité en español: por favor, dad una buena muerte a las langostas, ellas sacrifican sus vidas por la vuestra, no rodeéis los bellos cuerpos desnudos de las langostas con una fritanga de patatas. Y de repente, como si me hubieran oído los cielos, se puso a llover. Nos metimos debajo de una marquesina. La gente bebía cervezas. La gente era, por fin, feliz, y la Historia se expandía por el aire, por el cielo, y yo estaba en paz con la vida y con el bien y con el mal. No eran chiringuitos de playa a la española, eran otra cosa, porque cada país decora el mar a su antojo. Dejó de llover. Dimos paseos por caminos que se metían en las rocas, junto al mar. Allí vimos mansiones de los ricos. Y aquí, en Ogunquit, supe que me moriría sin ser rico. Vaya inmensa putada, pues es lo único que valía la pena en la vida: hacerte rico. No lo digo con ironía. Lo digo de verdad. Esa es la gran verdad de este país, y es la misma verdad que reina en Europa, solo que aquí son menos hipócritas. La muerte de la hipocresía. Esas mansiones frente al Atlántico. Dadme una, joder. Dadme una ya, cabrones. Pero me quedé sin mansión. Y me dio igual. Me puse a pasear otra vez por la inmensa playa de Ogunquit, y me di cuenta de que esa era mi playa, la que me estaba destinada desde el primer segundo en que surgió la materia. Demasiada hambre en todo mi ser. Ogunquit, ese es el nombre.

«La gente era, por fin, feliz, y la Historia se expandía por el aire, por el cielo, y yo estaba en paz con la vida y con el bien y con el mal»

10. Adios, hermano mío Me despedí de Nal y le di un beso en el aeropuerto de Boston. No sé dónde estará ahora, pero yo siempre lo recordaré, porque gracias a él vi las playas más hermosas de mi vida, gracias a él fui un hombre enamorado de la belleza de las playas de Ogunquit.

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PROCEDIMIENTOS DE ESCRITURA por Toni Montesinos

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il y un hábitos, manías incluso, contemplan muchas veces la creación literaria en incontables autores a lo largo de los siglos. Cuando algo como escribir libros se fue convirtiendo en un oficio, o cuando menos una ocupación constante y regular, en que la disciplina y la planificación podían condicionar su desarrollo, al igual que ocurre en cualquier otra actividad humana fueron apareciendo maneras de encarar la tarea. En el escribir, por así decirlo, surgían procedimientos de escritura que acompañaban al escritor línea a línea. Pudieran parecer anecdóticos, una mera curiosidad, y a la vez son consustanciales a la hora de afrontar la página en blanco, deviniendo marcas personales ya indisociables a muchos de aquellos a los que leemos.

En la cama Juan Carlos Onetti dijo que Mario Vargas Llosa tenía una relación con la literatura de fidelidad conyugal, mientras que él la consideraba algo así como una amante. Se refería de este modo al tesón con que Vargas Llosa encara cada uno de sus retos literarios, desde el artículo dominical hasta su novela más gruesa. En contraste con esa rutina de escritorio, Onetti, literalmente, se iba a la cama con su literatura. Hay muchas fotografías que atestiguan tal cosa, y el propio escritor uruguayo dijo que ahí era donde sucedía «todo lo importante». Y a fe que llevó a cabo lo dicho, porque pasó los últimos años de su vida de forma más o menos horizontal, escribiendo, leyendo, comiendo, durmiendo. Fue, pues, todo un modus vivendi que él llevó al extremo pero en el que encontramos a más literatos célebres, incluso con esa costumbre adquirida desde muy joven. Nos referimos al enfermizo e hipocondríaco Marcel Proust, cuya sirvienta Céleste Albaret –trabajó en su casa desde 1913 hasta su muerte, en 1922–, constató, en un libro de entrevistas, que siempre le veía escribir apoyado en el cabezal de la cama, siempre temeroso de que el ruido exterior le perturbase, ya fuera de día o de noche. Franz Kafka, para quien tampoco las franjas horarias eran demasiado importantes dado el insomnio que padeció, el mismo que creó un personaje que se despertaba un día convertido en insecto, Gregor Samsa, también solía escribir entre almohadas: al menos –hay pruebas palpables

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Fotografía de Juan Carlos Onetti quien acostumbraba a escribir fumando y echado en la cama. Fuente: @wikicommons


de ello–, las cartas que solía enviar a su novia Felice Bauer. Dicen que Vicente Aleixandre escribió toda su obra encima de un colchón, y semejante propensión también fue característica de Ramón María del Valle-Inclán y Miguel de Unamuno. De tal modo que sería habitual encontrar figuras literarias como estas escribiendo acomodados con un tablero en las rodillas. A estos autores horizontales podrían sumárseles otros relevantes como Truman Capote, que reconoció concebir sus obras así; Voltaire, que no se levantaba de la cama hasta el mediodía, lo cual al parecer también era algo habitual en Edith Wharton; o Vladimir Nabokov, que gustaba de tumbarse en un sofá de su estudio para seguir trabajando cuando se cansaba de escribir frente a un atril. Otra cuestión es que guardar cama sea inevitable si a uno le asola la enfermedad, como le ocurrió a Camilo José Cela –el que defendía su ritual de siesta, para él el «yoga ibérico», consistente en pijama, padrenuestro y orinal– cuando, al terminar sus estudios de bachillerato, contrajo tuberculosis pulmonar. Durante los años 1931 y 1932 permaneció en un sanatorio de Guadarrama, lo que aprovechó para emprender larguísimas jornadas de lectura. Por su parte, George Orwell moriría por una tuberculosis que arrastraba desde la juventud y se pasaría la postrera etapa de su vida en hospitales, lo cual no le impidió escribir, en su máquina de escribir, su novela 1984.

Máquinas de escribir entre horas Eran en muchas ocasiones tiempos en que se escribía a mano en primera instancia o, en efecto, se usaban máquinas de escribir para pasar las páginas a limpio o hacer un primer borrador directamente. Lo raro es que, en el siglo XXI, en que se vive de continuo frente a un ordenador para casi cualquier cosa, haya autores que sigan teniendo la costumbre de usar este tipo de máquinas, como hace aún Paul Auster. De hecho, hasta hay un libro que registra tal cosa, La historia de mi máquina de escribir, en que el artista Sam Messer pintó diversas veces la herramienta de trabajo del autor norteamericano, una Olympia con la que ha producido toda su obra desde la década de 1970. Teclear ruidosamente una máquina de escribir se hizo una imagen canónica del periodista en la redacción de su medio de comunicación o del escritor entregado al resultado de su pulsión literaria en su propio hogar. Quien esto escribe preguntó algo a Sergi Pàmies (la entrevista apareció publicada en Cuadernos Hispanoamericanos en noviembre del 2019) que le hizo rememorar cuando trabajaba en una empresa de muebles como contable por la mañana y era escritor por la tarde. «De algún modo, desacralizaba –y desde la esplendorosa juventud– el mito del escritor encerrado, asocial, neurasténico, y además siempre había tenido el ejemplo de mi madre en casa, que siempre decía: tengo que escribir vigilando la tortilla de patatas», contaba.

«Dicen que Vicente Aleixandre escribió toda su obra encima de un colchón, y semejante propensión también fue característica de Ramón María del Valle-Inclán y Miguel de Unamuno» El autor catalán decía también que la escritura de cuentos se adecuaba al tiempo que tenía disponible desde que tuvo hijos y las ocupaciones se multiplicaron. El tiempo para permanecer horas seguidas a diario llevando a cabo una novela se restringía por completo, de modo que lo más práctico para él era dedicarse a escribir cuentos o artículos. Y algo parecido sintió Alice Munro, que en 1961 aparecía en la portada de una revista en la que se destacaba su doble faceta de ama de casa y… escritora. Estos elementos domésticos, personales, en el caso de Munro son fundamentales tanto para comprender que se dedicara a los relatos cortos como para captar en su dimensión una narrativa que se ancla en las pequeñeces de la convivencia. Aprovechaba las siestas de sus tres hijas para sentarse a escribir, y es fácil con ello evocar a la Virginia Woolf que expresó la necesidad de tener «un cuarto propio», en un tiempo en que esa pieza de la casa a utilizar como despacho estaba reservada a los hombres (Munro usaba el cuarto de la plancha). Era Una doble vida, por decirlo con el título de la biografía que de ella hiciera Catherine Sheldrick. En un cuento de Mi vida querida, Munro se recreaba a ella misma sin pudor: una mujer en el hogar que, oprimida por su cotidianidad rutinaria y previsible, responde a la llamada de la creatividad literaria y, a la vez, al acertijo de su pasado: la granja familiar, sus padres, el colegio, la juventud. Y entonces todo lo comprende, y al cabo deja de fabular para decir, sin tapujos: «Esto no es un cuento, tan solo es vida».

Enciclopedia de fumadores Pero si tenemos que hablar de un hábito universal que se ha distinguido por encarnarse en los escritores, cabe penetrar en un imaginario Salón de Fumadores en que apenas unos pocos de ellos quedarían fuera, tal es la proporción de los que acompañan su escritura con el aroma del tabaco. Pudiera ser sólo una estadística curiosa, pero también algo significativo que guardaría un porqué, unas causas y hasta

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«Aprovechaba las siestas de sus tres hijas para sentarse a escribir, y es fácil con ello evocar a la Virginia Woolf que expresó la necesidad de tener “un cuarto propio”, en un tiempo en que esa pieza de la casa a utilizar como despacho estaba reservada a los hombres (Munro usaba el cuarto de la plancha). Era Una doble vida, por decirlo con el título de la biografía que de ella hiciera Catherine Sheldrick» unas consecuencias. A poco que uno rebusque entre poetas, narradores o dramaturgos, verá que un porcentaje altísimo ha sido fumador, por más que hoy esto haya cambiado bastante tras unos lustros en los que el fumar ha perdido muchas de sus connotaciones, como la imitación cinematográfica o la entrada en la etapa adulta. Realmente, el álbum de dibujos o fotografías existentes en el que el autor posa o es retratado fumando bien podría servir de diccionario de la historia de la literatura. Al abrirlo al azar, encontraríamos imágenes conocidas que incluso podríamos ordenar por tipos de fumadores: la pipa de Mark Twain, Ernst Bloch, Georges Simenon, J. R. R. Tolkien; los cigarrillos de James Joyce, André Gide, Fernando Pessoa, Albert Camus, Josep Pla, Julio Cortázar; los puros de Benito Pérez Galdós, José Lezama Lima, Thomas Mann, Evelyn Waugh, Bertolt Brecht. Fumar es inherente a escribir: se filtra en las páginas de las novelas; se consume en multitud de personajes -de forma numerosa, por ejemplo, en La feria de las vanidades, de William Thackeray, y en las narraciones de Nikolái Gógol-; se enciende de forma seria y reflexiva en la obra de Chéjov Sobre el daño que hace el

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tabaco, o de modo humorístico en Fumar o no fumar. Vet aquí la qüestió, de Pere Calders; se apaga en la cama del hospital donde murió Terenci Moix. Precisamente, en «Yo fui esclavo del tabaco» (2000), publicado en El País, Moix confesaba el lado más oscuro de su tremebunda adicción: «Con mi enfisema debidamente diagnosticado continué consumiendo el veneno y reduciendo mi calidad de vida al mínimo, por no decir a la nada absoluta. Nunca faltaron excusas. ¿Cómo iba a escribir una sola página sin mis aliados, los cigarrillos?». Sus tres paquetes de tabaco diarios le habían llevado a una agonía casi suicida, pues, pese a los consejos de los neumólogos para que abandonara los cigarrillos, y también pese a sus propios intentos de separarse de su adicción, adquirida a los dieciséis años, reunió demasiado tarde la fuerza de voluntad necesaria para evitar el fatal enfisema. Parece ser incluso que, en la clínica de Barcelona donde estaba ingresado sus últimos meses, lograba algún pitillo. Y, reacio a dar el definitivo adiós al tabaco, pidió como último deseo un Ducados, aquel «amigo» traicionero que le había acompañado en tantas ocasiones cuando se enfrentaba al papel en blanco. Celtas, Ducados, Gitanes, Gauloises, Nazionale..., cualquier clase de tabaco negro le servía para aliviar su ansiedad por la nicotina allá donde se encontrara, en su casa de Barcelona o en uno de sus viajes a Egipto. Moix calculaba haber inhalado durante cuarenta años, a partir del momento en que se sumó a la moda que representaban sus dioses del cine, más de diez millones de cigarrillos. En la gran pantalla, fumar era un gesto seductor, de distinción, como demostraría otro gran fumador (aunque de puros), Guillermo Cabrera Infante, en un libro, Puro humo, para cuya redacción vio cientos de películas en las que confirmó la estrecha relación entre el celuloide y el tabaco. Asimismo, Moix, en la portada de Mis inmortales del cine (2001), dedicado al Hollywood de los años cincuenta, colocó la imagen de una sonriente Audrey Hepburn, en Desayuno con diamantes, sosteniendo una larguísima boquilla. Y es que en los fotogramas de antes fumar iba asociado a la sofisticación y la elegancia, la hombría y el erotismo, los vestidos de noche de las femmes fatales y los trajes con sombrero que lucían los gánsteres.

Vicio autodestructivo y consolador Los casos similares al de Moix, enfermizos y obsesivos, abundan. En una de sus cartas, un Truman Capote aquejado de unos angioespasmos causados por una grave intoxicación de nicotina, explicaba en el periodo de la tortuosa elaboración de A sangre fría: «Tengo mucho trabajo y estoy terriblemente tenso porque he tenido que dejar los cigarrillos (por orden del médico). Después de veinte años fumando como un carretero, no resulta nada fácil: no puedo pensar en otra cosa que en el horrible antojo que tengo de encender un Chesterfield». Otro «enfermo» de nicotina, Julio Ramón Ribeyro, autor del cuento autobiográfico «Sólo


para fumadores», aunaba de modo inseparable el vicio de escribir con el de fumar, ambas actividades autodestructivas y a la vez consoladoras, y hablaba así de su costumbre de tirar las colillas por el balcón: «en plena Place Falguière, cuando estoy apoyado en la baranda y no hay nadie en la vereda. Por eso me irrita ver a alguien parado allí cuando voy a cumplir este gesto. “¿Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?”, me pregunto». Así que fumar como cruel esclavitud, enfermedad, lento suicidio... Sólo hay que echar un vistazo a otro enorme fumador, Onetti, para advertir esa drogodependencia, ciertamente fructífera desde el punto de vista literario a partir de un síndrome de abstención padecido en 1939: «En aquel tiempo, cuando comencé a escribir, trabajaba en una oficina ubicada en un sótano. Habían prohibido la venta de cigarrillos los sábados y domingos. Todo el mundo hacía su acopio los viernes. Un viernes me olvidé. Entonces la desesperación de no tener tabaco se tradujo en un cuento de 32 páginas, que escribí ante la máquina de un tirón. Fue la primera versión de El pozo». Por eso Antonio Muñoz Molina, al comparar los protagonistas onettianos con los de otros autores hispanoamericanos, dice: «Los héroes de Onetti eran los más pacíficos, los más perezosos, los más inútiles del mundo. Lo único que hacían era fumar, preferiblemente echados boca arriba en la cama, fumar e inventarse cosas». Fumar y escribir -entretenimiento, modo de concentración o relajación-, escribir para dejar de fumar. En La conciencia de Zeno, de Italo Svevo -ya en el primer capítulo, titulado «El tabaco»-, el protagonista le habla al médico de su problema, y este le recomienda que escriba. Pero la estrategia empleada será la contraria: «En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en aquella tumbona. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano». Y es que la desobediencia médica está a la orden del día; el anciano periodista de Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, vuelve sudoroso a casa tras recoger el correo y subir las escaleras: «Pereira dejó la carta junto a la tortilla y encendió un cigarro. El cardiólogo le había prohibido fumar, pero ahora le apetecía dar un par de caladas, tal vez después lo apagaría». El gesto mecánico vence a la fuerza de voluntad; fumar alivia el aburrimiento, se alía con el tedio, llena el vacío, pinta un trasfondo sórdido; el protagonista de Oblómov, de Iván Goncharov, aparece desapareciendo: «Si no fuera por ese plato y la pipa recién fumada arrimada a la cama o por el propio dueño tumbado en ella, cabría pensar que allí no habita nadie». El humo, el olor: huellas de la masculinidad. Unica Zürn comienza de este modo su relato Primavera sombría, desde la mirada de la niña protagonista: «Su padre es el primer hombre que conoce ella: una voz grave, unas cejas pobladas, bellamente arqueadas sobre unos ojos negros y risueños. Una barba que la pincha cuando él le da un beso. Olor

Fotografía de José Hierro que solía escribir en cafeterías. Fuente: @wikicommons

a humo de cigarrillos, cuero y agua de colonia». Cuántos autores -Molière, Ben Jonson, Somerset Maugham- han vinculado hombría y tabaco. En La ventana siniestra, Raymond Chandler describe a un tipo cuyos gestos repetitivos al fumar un puro le hacen ser «peligroso». Fumar como otro rasgo del carácter. Pero, con todo, siempre cabrá el hartazgo: Herman Melville hace exclamar airado al capitán Ahab: «¡El fumar ya no me calma! ¡Ah, mal me debe ir si tu encanto se ha acabado! [...] ¿Qué tengo que ver con esta pipa? Esta cosa está hecha para dar serenidad [...]. No fumaré más...»; y acaba arrojando la pipa, aún encendida, al mar por donde nada Moby Dick.

La cafeína adictiva Unido a este vicio es fácil colocar otro igual de constante, doméstico y universal como el café. Antoni Martí Monterde, en Poética del café. Un espacio de la modernidad europea literaria europea, llega a decir lo siguiente: «El presente ensayo está dedicado a la búsqueda de la escritura de esa vida interior de la ciudad, con la certeza indemostrable de su papel decisivo en la modernidad literaria, de que alguna cosa comenzó a cambiar en la literatura en el preciso instante en que alguien se sentó en una mesa de un Café, tomó un papel y se puso a escribir».

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Fotografía de Honoré de Balzac, adicto al café. Fuente: @wikicommons

Hoy, han desaparecido las tertulias que duraban horas y horas en torno a una taza de café, la idea del Café como receptáculo de noticias, y apenas hay escritores que se lanzan a sentarse a concebir sus obras; uno de los últimos fue José Hierro, que precisamente bajaba a uno para escribir sus poemas para mezclarse con el ruido de la vida. La mayoría de escritores clásicos, sin embargo, tomaron café tras café en su domicilio, como el Honoré de Balzac que tenía por costumbre acostarse a las seis de la tarde con la indicación a su criada para que lo despertara a medianoche, momento en que se ponía a trabajar de forma maratoniana, con el acompañamiento de un montón de tazas de café. Si no fuera por él, dijo, no sólo no hubiera podido escribir, sino vivir. Y de esa opinión sería su compatriota Voltaire, asiduo del parisino Café Le Procope, que afirmó: «Claro que el café es un veneno lento; hace cuarenta años que lo bebo». Tanto de uno como de otro se dice que bebían varias docenas de café al día –otra cosa es que aquel fuera mucho más suave o tuviera menos cafeína que el actual–, lo cual pudiera parecer exagerado e iría en contra de un mínimo cuidado de la salud. Con todo, Voltaire pudo disfrutar de una larga vida, pues murió a los ochenta y tres años, aunque Balzac, probablemente debido a sus excesos con la comida y tal vez con

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la cafeína, falleció a los cincuenta y uno. Se dice que incluso masticaba granos enteros de café, crudos, y además cabe recordar que en 1839 publicó el Tratado de excitantes modernos, tan consciente era de la importancia que los efectos del café y otros energizantes podían tener en el cuerpo. Es más, para Balzac, aparte de ser un estimulante físico, el café despertaba la creatividad: «El café acaricia la boca y la garganta y pone todas las fuerzas en movimiento: las ideas se precipitan como batallones en un gran ejército de batalla, el combate empieza, los recuerdos se despliegan como un estandarte. […] Las frases ingeniosas parten como balas certeras. Los personajes toman forma y se destacan. La pluma se desliza por el papel…». También acaso hubiera podido decir semejantes cosas Stieg Larsson, que murió de un infarto a los cincuenta años, en 2004, al poco de entregar el tercer volumen de Millenium a su editor y después de verse obligado a subir siete pisos de un edificio cuyo ascensor se acababa de estropear. En verdad, se dice que el escritor llevaba una vida contraria a los hábitos saludables: fumador empedernido, abusaba tremendamente del café a diario y se alimentaba de comida rápida: todo un perfil de personaje de novela negra. Proust, Swift, Goethe y mil más escritores han escrito sobre esa necesidad del café en paralelo a la actividad literaria. De entre los contemporáneos, asimismo, es inevitable destacar a J. K. Rowling, quien al parecer escribió los dos primeros libros de su personaje Harry Potter en una cafetería de Edimburgo a la que solía ir llamada The Elephant House. De hecho, en una entrevista declaró que no quería interrumpir la redacción de la obra que estuviera escribiendo y prefería que le trajeran el café a la mesa antes que tener que levantarse ella en su casa para preparárselo.

Música heavy para concentrarse Otra autora celebérrima y superventas, Isabel Allende, tiene otros rituales menos adictivos pero incluso más llamativos, algunos de los cuales pueden leerse en su propio sitio web. Un día, ante el aluvión de mensajes que le es imposible de contestar de lectores, académicos o periodistas con respecto a su trabajo, pensó que era buena idea hacer una recopilación de preguntas que le habían realizado para la prensa en los últimos años, y en esos renglones hay explicaciones de sus procedimientos literarios que no tienen desperdicio alguno. La autora chilena afirma que se pasa diez o doce horas al día sola escribiendo, sin hablar con nadie ni contestar al teléfono. En ese estado de concentración y aislamiento extremos, se siente como «un medio o un instrumento de algo que está sucediendo fuera de mi control, son voces que hablan a través de mí. Estoy creando un mundo que no me pertenece». Al lado esto, hay que decir que otra de sus costumbres es llevar consigo siempre una libreta donde tomar notas, algo que hace todo el tiempo, dice, y añade


«Sólo hay que echar un vistazo a otro enorme fumador, Onetti, para advertir esa drogodependencia, ciertamente fructífera desde el punto de vista literario a partir de un síndrome de abstención padecido en 1939: “En aquel tiempo, cuando comencé a escribir, trabajaba en una oficina ubicada en un sótano. Habían prohibido la venta de cigarrillos los sábados y domingos. Todo el mundo hacía su acopio los viernes. Un viernes me olvidé. Entonces la desesperación de no tener tabaco se tradujo en un cuento de 32 páginas, que escribí ante la máquina de un tirón. Fue la primera versión de El pozo”» que escribe «directamente en mi computadora sin guion. Una vez que termino el libro en la pantalla, lo imprimo por primera vez y lo leo. Recién entonces sé de qué se trata». Pero, sin duda, lo que más llama la atención es que el 8 de enero es un día sagrado para ella, afirma literalmente: «Llego a mi oficina muy temprano, enciendo algunas velas para convocar a los espíritus y las musas. Medito por un tiempo. Siempre tengo flores frescas e incienso. Trato de relajarme, de entregarme a la experiencia que comienza en ese momento. Nunca sé exactamente lo que voy a escribir». Es un acto de escritura casi de médium, que ella compara como si estuviera embarazada de algo grande, como si hubiera estado gestando algo dentro de sí que de repente tiene que parir. «Trato de escribir la primera frase en un estado de trance, como si alguien la estuviera escribiendo a través de mí», confiesa. Pues bien, por darle un contraste a toda esta imaginería simbólica, citemos al mundano Georges Simenon, uno de los narradores más prolíficos de todos los tiempos que, sin embargo, dijo en sus Memorias íntimas que su trabajo era, esencialmente, ser padre. De esta forma, y en contra de lo que pudiera suponerse, contó que su manera de enfrentarse a su máquina Remington era muy simple y breve: madrugaba mucho y se ponía a escribir, tan concentrado y con tamaño esfuerzo que hasta acababa sudando, y a tras la redacción de un número determinado de palabras, ya a primera hora del día estaba libre y disponible, y no sólo para sus hijos, pues el único hábito capaz de compararse con el de fumar la pipa con la que aparece en tantas fotos fue el de tener relaciones sexuales de forma compulsiva.

Cada día, desde los doce años, entró en prostíbulos o buscó a chicas a diestro y siniestro con las que acostarse, hasta el punto de que, como le contó a Federico Fellini –declaración recogida por la revista L’Express–, se fue a la cama con unas diez mil, si bien aseguró que ello no respondía a vicio alguno, sino que solamente tenía la necesidad de comunicarse. El escritor francés llevó ese ritmo de escritura durante sesenta años, y con él hizo multitud de novelas de entretenimiento y suspense, y si hoy buscáramos a autor muy cercano a él en cuanto a popularidad y capacidad de trabajo, sin duda uno de ellos sería Stephen King. En Mientras escribo, por cierto, el autor norteamericano contó que trabajaba con música de AC/DC de fondo: una extravagante manera esta de hallar la concentración precisa para urdir tramas oscuras, podría pensarse, pero la creatividad disciplinada crece haya lo que haya alrededor. «Bebo un vaso de agua o una taza de té», refería King, «entre las 8 y las 8 y media de la mañana me siento a escribir: siempre en la misma silla, siempre tomando mis vitaminas y siempre con los papeles bien ordenados en el mismo lugar sobre el escritorio. Hacerlo igual cada día es como para apurar al cerebro y decirle: “vas a estar soñando muy pronto”». Y vaya si debe soñar ese cerebro suyo, porque sus propias pesadillas parecieran cobrar vida en sus obras. Este maestro del terror asegura un mínimo de seis páginas diarias escritas y considerando sus millones de novelas vendidas y casi cien libros, parece una buena ecuación.

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El difícil arte de la fuga Patricio Pron

La naturaleza secreta de las cosas de este mundo Anagrama 232 páginas

Basta con leer la primera frase de La naturaleza secreta de las cosas para tener una idea clara del asunto central de esta novela. No sólo anticipa lo que le va a pasar a esta mujer que conduce un coche y está a punto de tener un accidente, sino que, de algún modo, nos hace saber que nos va a contar todo lo que la ha llevado hasta allí, nos dice que no es tan importante el final, sea cual sea, sino el proceso que se recorre hasta alcanzarlo. Es ese camino lo que nos transforma y nos convierte en otros, lo que nos ayuda a llegar a ese final que no siempre coincide con el que habíamos planeado. En esa primera frase, Patricio Pron (Rosario, Argentina, 1975) está haciendo una declaración de intenciones: nos advierte de que aquí no vamos a encontrar una historia lineal y cómoda por la que podamos avanzar apoyados en la intriga de cómo se va a resolver. Más bien, lo que el lector va a descubrir es todo lo que ha pasado para que la historia se resuelva de la forma en que lo hace, ese espeso magma formado por alegrías y tristezas, aciertos y errores, decisiones, accidentes, deseos y obsesiones que llamamos vida.

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Porque si la vida de Olivia Byrne no hubiera sido como es, si no hubiera vuelto a su memoria, sin llamar a la puerta, sin avisar, un recuerdo perturbador, la mujer no hubiera perdido el control de su automóvil. Si en ese breve trayecto que recorre desde su casa en Ramsbottom hasta Manchester su memoria hubiera sabido estarse quieta y no se hubiera empeñado en volver a ese asunto central con el que ha aprendido a vivir, más bien a convivir, que es la desaparición de su padre, tal vez seguiría viva. Pero así funciona la memoria, invasiva y obsesiva, inoportuna gran parte de las veces, implacable e ingobernable siempre. Veinte años atrás, Edward Byrne, artista plástico, marido de Emma y padre de Olivia, desapareció sin dejar rastro. No encontraron ninguna evidencia de huida, tampoco de muerte accidental o de asesinato. Simplemente se esfumó. Y es esa ausencia, ese hueco que deja algo que ha estado y ya no está, esa huella de lo que existió, lo que ocupa esta primera parte de la novela. Olivia creció condicionada por una mezcla de incertidumbre y perplejidad. A su manera, ha diseñado su vida para emprender su propia fuga: es

actriz y cada papel que prepara es una vía de escape, una forma de huir de sí misma y convertirse en otra, de cambiar de ser cuando siente que se ahoga. Incluso su especialización en monólogos dramáticos —solitarios y austeros— parece ser una declaración de principios: no necesito a nadie, me basto y me sobro yo sola, el resto del mundo es accesorio —y hasta molesto—, parece decir. Su relación con su madre, también artista, está plagada de encontronazos y discusiones, igual que con sus fugaces novias. Esta primera parte dedicada a Olivia es de una gran introspección psicológica. Asistimos a su flujo de pensamiento, torrencial y caudaloso, con idas y venidas, repeticiones y obsesiones que se agolpan, tal como sucede cuando algo nos preocupa. En esa larga digresión que ocupa ciento diez páginas pasan ante nosotros sus pensamientos, que giran en torno a la ausencia, al vacío que dejó su padre; a un duelo que no sabe si es tal, pero que sí sabe que deriva en una intensa sensación de pérdida; a la nostalgia de un tiempo que no era perfecto, pero visto con la perspectiva que da el paso de los años lo parece; a la identidad cons-


truida —o, al menos, modelada— por la memoria; y a cómo ese proceso de sobreponerse al abandono, de reconstruirse sabiendo que le falta una parte, la ha convertido en la mujer que es. En la segunda parte, dedicada a Edward, Pron cambia su forma de contar. Como si estuviera haciendo uno de los famosos ejercicios de estilo de Raymond Queneau, nos cuenta la historia desde otro punto de vista y abandona esa disección de los sentimientos y esa narración reflexiva para adoptar un estilo más rápido, descriptivo, casi de cronista. Con frases mucho más cortas y directas, el lector asiste a la peripecia de Edward desde aquella mañana que, de forma fortuita, sin planificación ni deseo, sin intención alguna, salió de su casa, echó a andar y no volvió. Esta crónica no es meramente un inventario de acciones que se suceden en el tiempo; es una reflexión acerca de las consecuencias que provocan nuestros actos, que Edward y su nueva «familia» tendrán que afrontar. En esta parte, un viaje del héroe como el que propone Campbell, con su particular caída al abismo y su renacimiento, hay una crítica social mucho más marcada. El foco se amplía y deja de centrarse en lo individual —Olivia, Edward— para mirar alrededor: aquí el texto habla sobre la inmigración, los prejuicios, la pobreza, la xenofobia, el abuso y la explotación laboral de quienes no pueden elegir, la forma de vida de las sociedades modernas, del consumismo y el capitalismo… Como en un juego de espejos, las dos partes de La naturaleza secreta de las cosas nos devuelven distintas imágenes de lo mismo con ligeras variaciones que se prolongan hasta el infinito; cada idea de la novela está conectada con otras, a veces de forma visible —ahí están los tres momentos en los que aparece el título de la novela— y otras de forma subterránea, insinuada, más o menos evidente. Cada reflexión de la novela resuena en otras en un eco que va amplificando su alcance. Donde más claramente confluyen las dos partes es donde abordan

los temas nucleares de la novela desde las dos ópticas contrapuestas: los dos, padre e hija, indagan en los distintos modos de vivir en los márgenes y de ocupar un lugar nunca sospechado; en las múltiples formas de escapar de uno mismo, si es que eso es posible, sin dejar de ser quienes son; en las renuncias necesarias; en el verdadero propósito de la vida, en lo que nos hace alcanzar un estado de realización —y aquí hay una interesante reflexión sobre el mundo del arte y su valor, cuestionado por la necesidad de Edward de ejercer un trabajo físico que le hace sentir, por primera vez, útil—, en lo que nos permite vivir en libertad. Entreveradas con los dos relatos, Pron cuenta pequeñas historias que hacen que el texto se amplíe: los niños ferales, la historia de la primera mujer lobotomizada, el antiguo manicomio femenino… En un jugoso epílogo, el autor nos habla del origen de estas historias y justifica su presencia en la novela, igual que la de muchos textos y autores también presentes —de un modo más evidente algunos, otros sólo sugeridos—: de El faro de Virginia Woolf o el Wakefield de Nathaniel Hawthorne a Faulkner, Washington Irving, Kafka, Updike, Peter Stamm… La obra de un escritor siempre es deudora de sus lecturas y aprendizajes, de su educación sentimental, y en este epílogo Pron reconoce esta deuda literaria e intelectual. A las referencias que enumera, me atrevería añadir la de Javier Marías: algo en la prosa de Pron remite a este autor, hay algo de él —una melodía, un eco— que resuena en esta novela. Pron exige al lector tanto como se exige a sí mismo a la hora de escribir. En esta novela nos ofrece un texto bello, escrito con una prosa esculpida, cincelada, en la que cada palabra ocupa un lugar preciso, refleja una luz; un texto recorrido por una música subterránea, al estilo de las variaciones Goldberg o de las fugas de Bach —la fuga, de nuevo, como concepto que recorre la novela—. A cambio, pone ante nosotros una obra exigente, con una densidad a la que cada vez estamos menos acostumbrados —sedentaris-

mo intelectual— en la que, al principio, cuesta un poco entrar: no podemos hacerlo de cualquier manera, tenemos que descalzarnos antes, aceptar sus normas, mostrar nuestra completa disposición a dejarnos llevar por esta historia. Siempre que nos enfrentamos a una novela exigente, demandante, que pide entrega y atención absoluta, nos preguntamos si el esfuerzo lector vale la pena, si el tiempo y la energía que le vamos a dedicar se va ver recompensado al final. En La naturaleza secreta de las cosas, la respuesta es un rotundo sí. Y no sólo por el valor literario de esta novela, que es elevado, o por la exigencia, que no es otra cosa que una confianza ciega que Pron deposita en sus lectores, seguro de que van a estar a la altura; La naturaleza secreta de las cosas tiene un efecto en el lector que se extiende más allá de la lectura y que lo lleva a preguntarse muchas cosas, algunas no demasiado cómodas. Son estas novelas, las que nos hacen mirar más allá y ensanchar nuestro mundo, las que merecen la pena.

por Eva Cosculluela

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Si las cosas fuesen como son Gabriela Escobar Dobrzalovski

Si las cosas fuesen como son H&O editores 126 páginas

«La madre de la madre de la madre de mi madre. Pienso en esa torre de madres y cae como un dominó, imposible de ordenar. Como si nadie quisiera esos apellidos. Como si los nombres perdieran las letras. Como si las cosas fuesen como son». Si las cosas fuesen como son no necesitaríamos la literatura. Si fuesen como son, no existiría el ruido que agrisa el pensamiento, tampoco la incertidumbre que se transforma en desidia; nadie querría esconderse ni buscaría estrategias para alejar a la gente. Si todo estuviera en su sitio la identidad sería una talla perfecta, definitiva y sólida; la familia sería un espacio sagrado y acogedor, y la casa devendría un refugio seguro. Si el mundo fuese como es, el amor no acabaría, nadie estaría perdido en una masa amorfa de personas y eventos, de aburrimiento y pereza, de vínculos que hacen daño; no haría falta el lenguaje, herramienta que demarca, que deslinda individuos (o que trata de hacerlo), que ordena la experiencia (o que lo intenta) y que busca otorgar sentido y validez a todos esos afectos que desbordan y confunden y que nos hacen felices o nos

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llenan de dolor. Por suerte, las cosas casi nunca son lo que parecen; por suerte, necesitamos la literatura, es decir, la palabra que desarma la ilusión de la verdad absoluta, la palabra que fisura el magma incomprensible y ensaya acercamientos a otras formas de verdad frágiles y en constante proceso de construcción. Si todo fuese como es, Gabriela Escobar Dobrzalovski (Montevideo, 1990) no habría escrito su primera novela, ni habría recibido por ella el premio Juan Carlos Onetti de Narrativa 2021. Tampoco la escritora Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) habría escrito el prólogo, deslumbrante y magistral, de la edición española. Que Urraca es capaz de fulminarnos con su literatura ya lo sabíamos; ahora, además, sabemos que Escobar tiene esa misma habilidad de andar cortando charcos con un cuchillo en la boca. Con Si las cosas fuesen como son me pasa lo mismo que a Sabina Urraca: me parece tan valiosa que querría no revelar nada; desearía guardarla, retenerla para mí. Y, sin embargo, a la vez, quiero escribir sobre ella. Que la gente sepa. Que tenga lectores. Por eso esta reseña. Entonces, diré que la trama es como

me gustan las tramas, escuálida y despojada: una mujer rompe su relación de pareja y la precariedad la obliga a regresar a la casa materna, una casa a pie de playa, en un balneario desértico y medio feo, lleno de yuyos y de vecinos tristes y disfuncionales, de tarados sin futuro, esas vidas que aterran a las personas canónicas y respetables. La protagonista convierte su regreso al hogar en un lento paréntesis donde meterse bien dentro y <<autoeliminar la posibilidad de ser incluida>>. Pero las cosas no son nunca tan sencillas; por eso, a su voluntad de esfumarse de la faz de la tierra y que la dejen en paz, opone otra pulsión o acaso necesidad: el intento de hacerse con un lugar en el mundo que no se encuentre ocupado por el monstruo de su madre que todo lo fagocita porque lleva en sus carnes la memoria nunca dicha del legado familiar. La novela se ve tensionada por ese movimiento doble (ausentarse-aparecer, aparecer-ausentarse) del que resulta un ritmo semejante al movimiento del mar: un vaivén repetitivo, que a la vez no es nunca el mismo. La búsqueda de sentido a un presente insoportable y a un futuro que no llega


la lleva a escarbar en los restos descartados de sus ancestros. Esta contextura sirve de soporte para lo que de verdad importa: la creación de una voz literaria kamikaze y ensimismada, la articulación de una mirada poética perversa y compasiva. La protagonista se abre paso por las ruinas del pasado y de su propio presente e imagina masacres, igual que una vez masacraron a sus familiares: cerca de Varsovia, en Jedwabne, la población católica asesinó a sus vecinos judíos el 10 de julio de 1941. Dijeron que los invitaban a una fiesta. Los metieron en un granero y después «echaron kerosén y una chispa». En ese incendio perecieron los abuelos de la madre de la protagonista. ¿Cómo se sobrevive al holocausto? ¿Qué se hace con los familiares asesinados? ¿De qué modo el alzhéimer o la sordera pueden leerse como trazos de una historia que no quiere conservarse porque duele demasiado? La novela, una suerte de diario íntimo donde las entradas no están fechadas, pero sí numeradas, está conformada por setenta fragmentos que funcionan como setenta instantáneas de un álbum de fotos que hubiese sido rescatado del tacho de la basura. «Si no tuviese ánimos de separar las cosas, pensaría que es un animal enorme, un único ser dejando huellas disímiles, caminando hacia atrás y hacia adelante a la vez, un ser de identidad amplia, inexacta», escribe la protagonista mientras observa la playa a donde va cada día para poder estar sola. La familia es aquí algo espeso y pegajoso como la arena mojada; entonces, para seguir viviendo, es decir, para zafar de esa masa monstruosa que podría aniquilarla, la protagonista sabe que debe reconstruirse en otro lado muy lejos de la influencia materna, pero rápido comprende que no podrá rehacerse si antes no se ahonda en la sustancia-pegote, si no escarba y no conoce la historia de su familia, si no consigue acallar el zumbido que aparece de noche y no la deja dormir. Sin saber de su origen, será imposible escapar del influjo de la madre, apodada la Tumbona, una figura inmensa

y despiadada que se nutre de sus hijos, mamíferos desidiosos y atrapados en las redes de la crueldad materna. Escobar Dobrzalovski ha escogido la narración fragmentada para abrir respiraderos, para cortar y romper, para «detener el chorro», para poder separarse de su lastre familiar y devenir individuo. En Si las cosas fuesen como son hay una voz en primera persona dispuesta a decir acerca de su familia lo que nadie nunca dijo y que se atreve también a mirarse en su madre, que le sirve de espejo y le devuelve un reflejo que no le gusta. Porque el silencio no borra las cosas y tampoco lava heridas, la protagonista se dedica a recoger el material orillado, las voces antepasadas que ni siquiera el océano ha podido tragarse. Hay otro modo de decir esto y que leo en el prólogo: «a medida que paso las páginas, el espanto ante esa cárcel del destino que dijo “aparecerás aquí, nacerás de estas personas” toma dimensiones colosales». Ese es exactamente el hilo conductor de la novela que tan bien señala Sabina Urraca: la inmersión en el horror de los vínculos de sangre, el desgrane del terror de un legado que ha querido enterrarse, pero que sigue muy vivo; a través de la autoagresión y del humor negro, la protagonista metaboliza todos los daños sufridos y también los infligidos. Este es un aspecto fundamental: la concepción del lenguaje como una bomba-racimo que impacta contra el suelo y desentierra fantasmas y antepasados muertos capaces de explicar quién es ella y porque es capaz, como su madre, de moler a las personas, de picar y de hacer pasta a amantes pasajeras para llenar el vacío que Julia le ha dejado. Porque lo que no se dice no desaparece ni pierde peso, las improntas del pasado se hacen carne en los cuerpos, sobre todo en la madre, madre-árbol que condensa en su tronco y sus raíces todo un árbol genealógico, madre-cronos que devora a sus propios hijos, que los consume y achica y los reduce a bonsáis: «somos su vitamina, su proteína. Nuestra madre se ensancha y nos deja flaquitos». Así, el único modo

de no dejarse aplastar por esas huellas pesantes, de no dejarse arramblar por el genio de su madre, es registrar por escrito la memoria transmutada en susurro sostenido o silencio obligatorio. Cómo escribir en ausencia de un léxico familiar, es decir, cómo contar si, por ejemplo, «papá es una mala palabra» o «un conjuro que no hay que nombrar» es otra pregunta esencial que atraviesa la novela. Escobar Dobrzalovski defiende la tesis de que el ADN actúa en remoto, dentro de nuestra sangre y sin poder evitarlo, y que todas las historias acaban apareciendo, aunque intenten negarse; a veces, generación de por medio y otras tantas, en un bucle recurrente con leves variaciones. Así, el autismo, la sordera, el exilio, el amor que menoscaba, escribir en un cuaderno o destrozar flores funcionan como metáforas del desacomodo vital de la protagonista, pero también sirven de estampa de familia, una imagen que convoca más historias de fantasmas y a esa madre colosal que ejerce contra sus hijos el despotismo amatorio o el amor como crimen; en todo caso, «métodos de protección que se parecen demasiado a un castigo». Si es cierto que solo hay algo peor que tener familia y es no tenerla, la Tumbona representa ese mal, en el fondo superable, que todos necesitamos para estar aquí en la vida e inventarnos relatos sobre madres-leviatán imposibles de matar.

por Begoña Méndez

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Los que escuchan: el ruido y la furia (anti)capitalista Diego Sánchez Aguilar

Los que escuchan Candaya 544 páginas

«Ser el niño que ausculta su presente» María Alcantarilla En la novela Desierto Sonoro, Valeria Luiselli sitúa a una pareja de documentalistas sonoros que viajan con sus dos hijos por el desierto de Arizona para grabar sus respectivos proyectos, transgrediendo la asociación tradicional entre desierto y silencio. Es el desierto de Sonora, no en vano. En Los que escuchan, la segunda novela de Diego Sánchez Aguilar (Candaya, 2023), esta búsqueda del sonido en el desierto viene protagonizada por Ulises, en un viaje de ida y vuelta -no podía ser de otra manera- al desierto de Nevada, donde hace pruebas de ingeniería de sonido siguiendo el rastro de The hum, el Ruido que él oía desde niño, y el que oyen Esperanza, compañera en el activismo climático y artístico y en la vida, y la hermana, el sobrino y el padre de ella. El lugar al que viaja es el emplazamiento de las pruebas nucleares de EE.UU., que está situado a unos 100 km de Las Vegas: la cuna de la mayor potencialidad de autodestrucción humana y el icono del capitalismo extremo encarnado en simulacro. Como todos los nombres, historias y detalles de esta novela, cada

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elemento se vuelve significativo en una narración que se sumerge en el desierto de lo real, como diría Žižek, pero buscando igualmente, como moneda al aire -el capital siempre presente-, la cara solitaria de ese habitar el solipsismo y la cruz política del ruido colectivo en el que habitamos. Es la escritura bifaz de un realismo metafísico contemporáneo. Diego Sánchez Aguilar ya se presentó como un escritor político en Factbook. El libro de los hechos, su primer proyecto narrativo extenso, con el 15M, la violencia contra una oligarquía que aparecía ahorcada en los toros de Osborne del paisaje español, una distopía tan realista que asustaba y el activismo a través de redes sociales y Change.org. Esta, sin embargo, es una obra más ambiciosa, más compleja en su forma -en su decir el mal, decir el caos, decir la soledad, decir lo común-, en su hilvanado de relatos (la estructura narrativa como hilván que prepara lo que ha de ser cosido en la lectura, el llamado principio de actualización de lo literario), en su desasosegante efecto de acúfeno de la vida.

El ruido mental que genera esta novela es una tentativa de narrar el presente en toda su significación. En este sentido, no es casualidad que lo que une a los personajes de Los que escuchan sea el ruido acuciante que oyen en su interior. Antonio Méndez Rubio, en La escucha actual, señala que «decir que la escucha es siempre actual implica entrar en lo real que suena, o dejar que lo real entre por el oído, o sea, volver viable la apertura de un entre, de un intervalo o intersticio, o de una interferencia, en virtud de lo cual el código de lo previsible se desestabiliza hasta ceder el paso a la inminencia de lo tal vez nuevo». Nietzsche decía que el oído es el órgano del miedo, y este y la ansiedad son las dos grandes pulsiones de la novela, cual tinnitus pulsátil, pero ascienden, como el ruido de los acusmáticos, del individuo a lo colectivo, son elementos intersubjetivos. Lo vemos en el sonido/silencio de la caracola que Esperanza acerca a su oreja de pequeña, atemorizándola, y que de adulta se convierte en pesadilla íntima y global -conectando con el desierto de


Nevada y las pruebas nucleares-: «Su hermana se agachaba y cogía una caracola y le decía a su madre: “Mira, esta era Esperanza: está vacía”» («tú que no tienes nada» es la reiteración obsesiva de una de las escenas del libro). Y cuando Esperanza se puso la caracola en la oreja escuchó el silencio extenso y profundo y entonces miró a su padre y le preguntó qué pasaba y su padre le dijo: «“La explosión ha consumido todo el oxígeno”; y miró hacia donde señalaba su padre y vio un hongo atómico que estaba ahí, detenido, como una montaña, un elemento inmóvil del paisaje». Este pulso rítmico ansioso viene marcado por un narrador omnisciente que controla todo el tejido narrativo y que articula las escenas a su gusto, utilizando siempre el tiempo presente (“la escucha es siempre actual”, recordemos). Esta dicción poco frecuente en la literatura última maneja tanto la visión totalizadora de la voz satírica que sobrevuela a los mandatarios de la Cumbre del clima como las transcripciones de la radio clandestina y algo enloquecida de Ulises y los acusmáticos y las focalizaciones específicas de los personajes protagonistas: las hermanas Esperanza y Asunción, sus padres -novelista él, enferma de alzheimer ella- y el hijo de Asunción, Andrés. Las escenas dedicadas a cada uno utilizan diferentes tonos, encuadres y fraseos, a veces la voz suena más metálica, otras más lírica, y en general, densa y saturada (oraciones largas con subordinaciones, ritmo acelerado, sobreinformación). Todas ellas van marcando, a través de distintas técnicas, la variedad de ansiedades tardocapitalistas que nos acechan: la ecoansiedad de Esperanza por el cambio climático conecta con el personaje de Ulises y el activismo de ambos, pero también con la Cumbre del clima y los asesores de los miembros del G7, que parecen extraídos de la serie Parliament, con una carga paródica evidente hacia los participantes, probablemente los únicos deshumanizados de la obra, incluso en sus denominaciones, metonimias de sus países, pero también hacia otros agentes del conflicto, a través de la niña activista climática que tiene en jaque (mate, a ve-

ces) a los políticos, «La Puta Ciega» Sonja Horesen. La ecoansiedad de Esperanza se entrelaza con la ansiedad del fracaso vital por no haber construido una vida satisfactoria y volver a la casa paterna a cuidar de la madre enferma, donde encuentra su vieja camiseta con el lema «No Future», que une ambas ansiedades. La ansiedad de su hermana Asunción es la laboral: tras cambios en su empresa, la presión por la productividad y la eficacia sacan a la protagonista de su aparente vida acomodada de urbanización burguesa y comienza el ruido. Su hijo Andrés, de 12 años, siente la ansiedad de encajar y no ser engullido en su nuevo centro escolar, y la ansiedad del éxito, la de sobresalir en el deporte y los estudios, que le imponen sus padres. Las sucesivas focalizaciones en estos tres personajes contienen algunos fragmentos destacados de la novela, con flujos de conciencia y pensamiento muy conseguidos. La ansiedad que se aprecia en los mensajes de la radio clandestina va por otro camino, pues aunque conecte con todas las otras ansiedades mencionadas, en sus ondas se capta la ansiedad de la locura, y de ahí su pugna también con el lenguaje -el gran antagonista de la obra, siempre a la contra-, con un discurso en primer lugar repetitivo, obsesivo, con la superposición de voces (el profeta, el filósofo, la niña) y el llamado «antidiccionario», que subvierte los términos del léxico común para crear un idiolecto que pretende ser viral. Las relaciones paternofiliales y familiares en Los que escuchan son dificultosas («La familia es el opio del pueblo», dirá un personaje): la vergüenza por el padre convertido en «artista de la mierda», los cuidados a la madre, el hijo especial de una pareja pragmática, etc. La filiación literaria de la novela, sin embargo, puede rastrearse con más facilidad, al menos en algunos casos: el White Noise de Don DeLillo por su ruido de fondo de emergencia capitalista y la sensación de pánico; David Foster Wallace por un psicologismo actualizado que busca representar el solipsismo y por el tipo de oración extensa y ansiosa, a veces por la creación y reiteración de sintagmas («Cara de Decepción»); algunos escritores

políticos españoles que también tratan de aprehender el presente: Javier Moreno, Cristina Morales, Víctor Balcells, Bruno Galindo, Isaac Rosa, a veces Marta Sanz, etc.; en algunos fragmentos, aquellos que recrean las instalaciones artísticas de Ulises y Esperanza, escritores españoles que se han interesado por el arte desde la novela, y no han temido teorizar sobre ello ni citar a teóricos desde esa posición (aquí Deleuze y Jameson), como Miguel Ángel Hernández y Vicente Luis Mora; y por último, especialmente, Cervantes, por sus narraciones superpuestas e insertas: las escenas sucesivas serían prueba suficiente, pero además, esta filiación se hace explícita cuando, después de contar que el padre de Asunción y Esperanza les leía el Quijote en la infancia, se inserta el relato de una de las novelas del padre, El órgano, una de las mejores piezas de la obra de Sánchez Aguilar, una narración fantástica donde un músico que solía hacer sonar la música de las esferas, tras estallar la guerra y pasar por el frente perdiendo a su familia, toca un órgano hecho de órganos, de vísceras y tejidos, que produce un ruido que suena al mismísimo mal. La camiseta de Esperanza rezaba «No Future». La sensación de algo inminente recorre la novela, pero el videojuego educativo al que juega Andrés es capaz de adivinar el futuro, aunque no se nos revele. La Cumbre del Futuro es pura fachada, su nombre, el producto de horas de trabajo de profesionales del branding. La obra termina con una carrera, pero esta novela no es una huida hacia adelante, donde no sabemos si habrá un futuro, sino una indagación honda del presente sobre el que la narración pretende deslizarse.

por Cristina Gutiérrez Valencia

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La mujer que cayó a la Tierra Camila Fabbri

La reina del baile Anagrama 171 páginas

Ya en la primera página, Paulina —anti-anti-antiheroína de La reina del baile, novela finalista del Premio Herralde 2023— se acuerda de que no se acuerda de lo que pasó. Pero sí sabe que ahora mismo está en un auto dado vuelta. Lo que tal vez —porque ella misma siempre suele estar dada vuelta— la ponga del derecho. Paulina: monologante treintañera recientemente abandonada por el más-omenos amor de su vida (Felipe); hija de padre y madre opacos y expirados («La mejor receta para el matrimonio duradero: el desapego», postula Paulina con la autorizada autoridad con la que contempla, agridulce pero siempre corrosiva, tantas cosas de su entorno sin retorno); empleada en una oficina gris donde escucha/atormenta/conversa con algo así como su única amiga (Maite, crónica enamorada del desamor); fantaseadora con maternidad ovular; levemente adicta al porno on line mientras toquetea su pubis inesperadamente «bordó y un poco tornasol» (y al que ya desde niña se refiere como a «mi confianza roja, mi peluquín, mi bisoñé, mi futura intimidad»); y ahora acompañada a solas por el más bien vo-

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látil e inconstante perro (Gallardo) que le dejó su novio en fuga. También, a no olvidarlo, a Paulina (su apellido es Almada y se pronuncia una sólo vez en todo el libro y, sí, hay momentos en que Paulina parece toda una desalmada) le gusta decir mucho «Por el amor de Cristo», aunque no crea en Dios y sólo haya entrado una vez a una iglesia para una misa cuando murió una amiguita de colegio. Y, sí, por momentos Paulina parece tener algo en el ADN de esa sangre suya en el parabrisas rajado del auto que puede compartir tipo con otras tipas. Con, por ejemplo, el de la también muy motorizada María Wyeth de Joan Didion en Según venga el juego. Pero lo de Camila Fabbri (Buenos Aires, 1989) —y lo de las suyas y suyos— es mucho más arriesgado y meritorio. Porque aquí no hay glamour ni endemoniadas autopistas de Los Angeles ni la mítica/mística del Made in Hollywood. No, sí: en La reina del baile —y en esos bares y discos y fiestas barriales y rurales— no hay efectos especiales, pero sí abunda el muy especial afecto. Y, detalle importante, en ese auto cabeza abajo Paulina no está sola. La acompaña una «quinceañera» por el momento

sin nombre y a la que se refiere como «bomba pequeñita». Y de la que —en capítulos alternativos entre ese presente inmediato chatarra y ese pasado reciente y listo para estrellarse en (des)memoria de Paulina— acabaremos sabiendo cómo es que llegó a donde está ahora. Ahí, junto a un enjambre de paramédicos y ambulancias que la rodean y con toda esa gente en la calle «pensando en ese curso de primeros auxilios que podrían haber tomado y siempre postergaron». Allí yace Paulina, entre hierros retorcidos y las voces de una radio que no deja de emitir noticias y canciones (como en los cuentos de Camila Fabbri), sin estar del todo segura si le sangra la córnea o la pupila porque «no tengo mucho vocabulario para la vista» pero absolutamente convencida de que «el dolor es cierto». Y ya entonces, a diferencia de la desorientada Paulina, sabemos dónde estamos. En ese lugar que no conocemos exactamente dónde queda, aunque nos resulte perfectamente reconocible. Estamos en Mondo Fabbri: sitio no desenfocado sino haciendo foco en todo aquello que no vemos —porque no tenemos los ojos ni el vocabulario para


la vista que no tiene Paulina— pero con el que sí tiene y cuenta Fabbri. Un total estado de mente y también, lo justo, un estado un poco demente. Sí, a esta altura (si ya hemos tenido el placer y el privilegio de haber leído los relatos reunidos en Los accidentes y en Estamos a salvo así como esa mestiza novela-crónica-testimonio El día que apagaron la luz, con la incendiaria tragedia en la sala de conciertos Cromañón de Buenos Aires a finales de 2004 más como telón más de frente que de fondo) tenemos unas mínimas pero decisivas coordenadas para situar a Fabbri. A saber... A Fabbri le va y le viene la exploración constante de la naturaleza de la catástrofe de variado tamaño e intensidad (la portada de Estamos a salvo, con foto de la maestra Christa «Challenger» McAuliffe —días antes de, sí, volar por los aires— no hace más que subrayar con traviesa malicia ese síntoma). A las tramas de Fabbri todo se le acaba de romper o está a punto de romperse o, si hay suerte, en proceso de reparación (entendiendo por reparación el que todas las piezas o pedazos sueltos no se ensamblarán o se pegarán como alguna vez lo estuvieron o en principio lo ordenaban los manuales de instrucciones). A Fabbri le interesa especialmente la contemplación de animales surtidos para así poder comprender mejor o ya no intentar comprender a hombres y mujeres de edad variable. A Fabbri le intriga al corte y confección de diversas prendas de (des)vestir. A Fabbri le gusta también el movimiento perpetuo pero casi sonámbulo de sus criaturas casi siempre precedidos o seguidos por trances de la más inquieta de las quietudes como cuenta regresiva y torre de lanzamiento para lances que llevan a sus personajes (hay ecos aquí de «Meteoro», ese formidable cuento suyo) de la ciudad sin límites a la frontera con el campo sin final casi con maneras cuasi-astronáuticas. A Fabbri le obsesionan las proustianas intermitencias del corazón siempre latiendo y ligadas a los trastornos de la memoria.

Y ahí se sabe y ahí se entiende y se comprende y se disfruta. Mucho. Y así yo (quien, por una cuestión de higiene y proximidad no me permito reseñar lo argentino y contemporáneo) puedo sacar a bailar aquí a esta novela con coartada atendible y/o irrefutable. Porque Fabbri (quien viene del teatro tanto actuado como escrito y acaba de estrenar su primera película y, claro, de ahí que sus diálogos sean tan perfectos/actuados en su tempo como inesperados en sus dichos) no nació ahí abajo sino que viene de ahí arriba, de más arriba aún. Fabbri —como bien apuntó Leila Guerriero— parece llegada desde el más íntimo y privado y doméstico pero jamás domesticado de los espacios exteriores/interiores. Fabbri es alien, extraterrestre. Fabbri es la mujer que cayó a la Tierra. O la chica o la señora (crono-bío categorías que perturban mucho a Paulina, siempre entre un cuántos años me das, cuántos años me quitas). Y, por lo tanto, su uso y manejo del lenguaje —Fabbri escribe en su idioma basado en el nuestro— es algo muy particular y único. El de Fabbri es un idioma fabbril y febril: fabbricado por ella para ella. Y como sintonizando una señal lejana y capaz de hacer comulgar las alegrías de ABBA con las tristezas de Roy Orbison y la imposibilidad de ponerle palabras a lo que se canta de F. R. David. En el fraseo y sintaxis de Fabbri todo es no raro pero sí enrarecido a partir de un manejo a toda velocidad pero en cámara lenta (uno de los cuentos de Fabbri se titula «Corremos peligro» pero, en verdad, lo suyo es un caminamos peligro) en el que los símiles y los adjetivos que se ensamblan con los sujetos parecen en principio irreconciliables pero enseguida se nos hacen inevitables y justos y precisos y perfectos y tan bien aceitados. Quien firma estas líneas no es de los que subrayan libros; pero los de Camila Fabbri son de los más subrayables que existen. Y son tantos los posibles ejemplos de esto que no tiene sentido la enumeración. Pero sí ofrezco aquí, por decisivo y definitorio, el de una Paulina —no curada pero sí sanada— casi despidién-

dose y contemplando a todos quienes, aunque se sepa no muy fácil de ser querida, la quieren. Y —redimida y redentora— se dice: «Me gusta la gente... Las cosas que tendré que decirme a mí misma cuando ya no estén. Esos relatos que armaré cuando camine sola por la calle. Puede ser injusto. Todo ese despilfarro de alta estima hacia extraños que transformo en eminencias. Pero está bien así. Me gusta que estén acá. No quiero que se vayan. No me dejen, por favor». Y, sí, eso, tal cual: extraña eminencia la de Fabbri. Algo inolvidable e imposible de abandonar y capaz de hacer que uno —felizmente accidentado y sabiéndose no a salvo pero sí seguro y en muy buenas manos al volante— la lea temblando y riendo al mismo tiempo. Algo dándonos, generoso, ese miedo para que tengamos no la tranquilidad pero sí la satisfacción que ofrece sólo lo auténticamente admirable. Podría decir cosas como genio o magistral, pero me parece insuficiente y fácil y hasta predecible y, por lo tanto, indigno de esta autora. Así que, mejor —por el amor de Cristo— digo: Emily Brontë, Gertrude Stein, Jean Rhys, Djuna Barnes, Carson McCullers, Ottessa Moshfegh, Camila Fabbri.

por Rodrigo Fresán

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Las notas a pie de una amistad Alejandro Zambra

Un cuento de Navidad Gris Tormenta 104 páginas

Escribir el prólogo y las notas a pie de página de un libro que se dedica a narrar la relación que el escritor tiene contigo debe de ser algo parecido a una sesión de espiritismo con tu propio fantasma, o a un paseo por un laberinto de espejos, o a ambas cosas a la vez. Y esto es precisamente lo que hace Andrés Braithwaite en este relato en el que Alejandro Zambra narra su amistad con el que lleva siendo su editor tantos años.

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Inserto en la colección Editor de la editorial Gris Tormenta, en Un cuento de Navidad, el escritor chileno vuelve a la primera persona, como ya lo hizo en su anterior novela, Literatura Infantil (Anagrama, 2023), y nos ofrece una panorámica ficcionalizada de cómo fueron sus primeros años en el mundo de la literatura. Con su ligereza y humor habituales, repasa el tiempo en el que trabajó haciendo reseñas en el periódico Las Últimas Noticias, donde conoció a Baithwaite, Tightwad en el relato, y la manera en la que ha evolucionado la relación entre ellos en las dos últimas décadas. Las referencias a libros y autores, algo muy común en toda su obra, se hilvanan con anécdotas luminosas que nos hacen presenciar el ir y venir de una amistad perdida y después recuperada entre dos amantes de las palabras. En cuanto a la parte formal, es precioso y revelador el diálogo que se establece entre el autor y su editor gracias a las ya mencionadas notas a pie de página. Diría, de hecho, que es lo que hace de este un libro único. Un libro, tal y como se indica en el prólogo, con las vigas a la vista. Al principio, parece que durante todo el relato las notas se van a ceñir a aspectos meramente léxicos o lingüísticos. Sin embargo, conforme avanza, la complicidad y el entendimiento profundo entre ellos aflora en forma de aclaraciones chistosas o sugerencias casi telepáticas. Y reacciones, también. Como, por ejemplo, cuando Zambra apunta: «Por lo demás, todas las personas que tomaron la palabra habían fracasado continua y estrepitosamente en el amor», y Braithwaite reacciona al final de la página con un sonoro: «ay». Por otro lado, se reivindica y defiende la figura del editor de mesa, en contacto directo con el texto en la soledad de su escritorio, y en contraposición con la del publisher, no tan solitario. En este mundo acelerado, qué bonito es encontrarse con personas que le siguen viendo el sentido a buscar la palabra precisa, a detenerse en un texto el tiempo que haga falta. En este sentido, me ha recordado

al libro Jérôme Lindon. El autor y su editor (Nørdica Libros, 2021), de Jean Echenoz, en el que el escritor francés hace otro maravilloso retrato de quien fue su editor durante más de veinte años, poniendo, también, la amistad y la admiración mutua en el centro de su relato. Siguiendo con las correspondencias, recuerdo la sonrisa que esbocé cuando leí el comienzo de Poeta chileno (Anagrama, 2020), por la manera en la que me recordó al primer párrafo de Historia de dos ciudades de Charles Dickens. Me pregunté si la analogía era intencionada y al final concluí que, en realidad, no importaba demasiado. Pero, cuando me topé con Un cuento de Navidad, pensé que no cabía duda de que Zambra le estaba guiñando el ojo al escritor británico de alguna manera secreta que tal vez solo ellos entienden. O quizá lo que nos quiere hacer ver es que, muchas veces, las novelas, y la literatura en general, carecen de temas. No tienen por qué tener ningún tema. Y que no siempre hay grandes motivos, pero sí diálogos. Diálogos entre escritores separados por siglos y continentes o entre dos amigos que se pelean por un ejemplar de la novela 2666, se distancian y años más tarde recuperan el flujo de conversación y editan juntos un puñado de libros hermosos. En conclusión, el único efecto adverso que puede tener la lectura de Un cuento de Navidad es que, como me pasó a mí, anheles una relectura de los anteriores libros de Zambra con esas vigas a la vista. Así que, de aquí en adelante, solo nos quedará imaginarlas.

por Laura Chivite


El cuento libre y rebelde de Pía Barros Pía Barros

Una antología insumisa Editorial Usach 284 páginas

«Puedo ahora desbordarme, diluirme, perderme, como todas. Escribir por placer, deseo y desgarro, desde mi condición de género, cultura y etnia, lo que quiera». Así reivindica Pía Barros (Melipilla, Chile, 1959) su libertad creadora, inseparable de una vida caracterizada por el rechazo de toda dominación y la creación de espacios alternativos. En su excelente

prólogo, Macarena P. Lobos Martínez, repasa sus múltiples actividades sociales y políticas; pero sobre todo culturales. Destacan su invención de talleres literarios que resultaban también «un lugar de libertad durante los años de dictadura» y que, hasta la actualidad, constituyen «un amplio experimento político y literario», la publicación de revistas, la coordinación del Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana, sus cursos y conferencias en Chile y EE.UU., la dirección del proyecto literario ¡BASTA! para denunciar la violencia de género. Todo ello, ha convertido a Pía Barros en un referente de prestigio indiscutible por su tarea de escritora como de revulsivo político democrático y feminista. Su escritura inteligente y sensitiva, rica en recursos y estilos, discurre por el microcuento, la novela (breve, e incluso multimedia) o el libro objeto. Este libro, que reúne 34 relatos extraídos de cinco libros publicados entre 1986 y 2010, y lleva el significativo título de Una antología insumisa, es una muestra perfecta. Los cuentos trascienden la coyuntura histórica en que han sido escritos, aunque, al mismo tiempo, saben recoger la experiencia sufrida por su autora como por toda la ciudadanía chilena. Dos grandes problemas gravitan en sus narraciones: los sufrimientos de los opositores durante la dictadura de Pinochet y la transición democrática, y también la reivindicación de un puesto emancipado para la mujer en la sociedad. Relatos plenos de emoción recogen el dolor de las víctimas de la dictadura, que son acosados, torturados y asesinados, o que desde el exilio sufren la nostalgia y la imposibilidad de desarrollar una vida normalizada. En uno de ellos, dos personajes fantasean con un paseo en moto por las calles de Santiago, «mientras sobre el techo caía, imperceptible, la nieve de Oslo». Tras el periodo negro de los militares, llega el momento de cuestionarse qué lugar ocupó cada cual, quién fue responsable de crímenes y ahora se oculta, quién se rindió, quién se mantuvo digno, quién soportó la tortura sin delatar a un compañe-

ro o quién concibe la venganza contra sus verdugos. Ejemplos de todo ello encontramos en textos que no se dejan leer con pasividad porque muestran con crudeza y también con sensibilidad el desgarro vivido. Barros recoge incluso la incomprensión de una generación posterior a la que padeció esa circunstancia; y también la renuncia a la vida de muchos de los que lucharon, como la mujer que abandona a su propia hija. «Mayra no ha preguntado ni una sola vez por la niña, y cuando se la menciona, ella parece no escuchar, sólo se marcha a buscar reuniones del Partido a las que ya casi nadie acude y donde, al parecer, ella sobra». Barros cuestiona también en sus relatos la condición de las mujeres. Reclama su derecho a vivir libres, lo que se traduce en una reconquista de su propio cuerpo frente a la opresión patriarcal, romper tabúes y hasta el lenguaje que las coarta (en un cuento simbólico, la mujer barre las palabras que la sometían). La sexualidad es un campo de batalla en el que la victoria del deseo toma la forma del placer onanista, la satisfacción de un impulso momentáneo, el dominio ahora de la mujer o la relación lésbica… Con maestría es capaz de relatar experiencias eróticas explícitas donde se expresa esta ansia de emancipación. En sus relatos, el amor se busca, se imagina, se toca en los sueños, rompe con la rutina diaria y puede arrastrar hasta la locura. En toda situación, las mujeres saben que para sobrevivir y alcanzar la autenticidad deben quebrar los obstáculos que se lo impiden. Barros nos sitúa ante lo innegociable: la libertad, el deseo de realizarse, la justicia, la felicidad. Cuán lejos podemos estar de conseguirlo, estos cuentos no cesan de recordárnoslo; a la vez que muestran cómo es posible aún alcanzar la plenitud o, al menos, arriesgar la vida por ella.

por Javier Sáez de Ibarra

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BIBLIOTECA

Basilisco desencadenado Jon Bilbao

Araña Impedimenta 416 páginas

El pistolero ha caminado descalzo por el desierto, con las manos atadas a la espalda y arrastrando tres cráneos de bisonte atados a sendas estaquillas de madera que unos arquetípicos indios habían atravesado en su piel a modo de castigo. Se ha encontrado con otra víctima de los shoshones, James Bramble, quien camina, en su caso, tirando de las cabezas decapitadas de su mujer y de sus hijos. Colaborando, peor que mejor,

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han logrado liberarse del martirio y, ya sentados junto a una hoguera, el cowboy le recrimina desapasionadamente: «Tendrías que haber dejado a tu familia en Boston». «¿Tú tienes familia? ¿Mujer? ¿Hijos? Entonces no lo sabes», le replica Bramble con una seguridad de la que no ha hecho gala hasta el instante, intimidado por las circunstancias y por la fama del Basilisco. El forajido, en el que se abre una grieta de inseguridad por primera vez en cincuenta páginas, pregunta: «¿Qué es lo que no sé?». Y la respuesta enuncia uno de los temas en torno a los que gravita ya no solo Araña (Impedimenta, 2023), sino buena parte de la producción literaria de Jon Bilbao: «Que a la familia es difícil dejarla atrás». Las ficciones del escritor español llevan algo más de una década exponiéndonos a las dolorosas complejidades de las relaciones paternofiliales, y también de las conyugales, hurgando con notable sutileza en sus esquinas más íntimas. De hecho, esa trama western que irá adquiriendo tintes bíblicos constituye solamente la mitad de la obra. Su otra mitad acontece en tiempos y espacios más corrientes — Ribadesella en los ochenta, una refinería en el norte de España, las interminables colas de Disneyland— en los que el autor continúa narrando el resquebrajamiento del matrimonio formado por Katharina y Jon, un par que recuerda a las parejas que el autor ya escribió en los cuentos de Física familiar (Salto de Página, 2014) y cuyos problemas centraron la acción en Los extraños (Impedimenta, 2021), tras haber asomado antes en Basilisco (Impedimenta, 2020), volumen del que Araña constituye algo parecido a una continuación. Y aunque Araña puede leerse de manera independiente, es justamente esa imbricación cada vez mayor entre sus libros uno de los rasgos más atractivos de la propuesta de Bilbao. El autor está componiendo un proyecto de escritura en curso, que con cada nueva adición matiza las anteriores, resignifica algunos de sus pasajes si no es que los completa, y ofrece otras lecturas posibles de esos viejos textos de los que parten los más nuevos.

La otra característica de su propuesta que ha ido convirtiendo a Bilbao en uno de los autores más interesantes en lengua española del arranque de siglo es su desafío a la idea de una literatura que responda a categorizaciones. Como si la elección de ese territorio de frontera salvaje para tantas de las páginas que ha escrito buscase comunicar también el lugar desde el que ha elegido escribir. Sobre Araña resulta problemático aplicar el término «novela», del mismo modo que sería inexacto referirlo como «libro de cuentos». O aún más, en el libro se mezclan con imprevisto sentido la épica bíblica de ese trayecto que hace el Basilisco convertido en guía de un grupo de peregrinos que buscan su tierra prometida, el exceso tarantiniano de esa escena que refería antes y el costumbrismo de las piezas que narran los veranos de la infancia del protagonista o el viaje en familia al epítome de los parques de atracciones. El hilo argumental que cose ambientes, pero también tonos y tramas, aparentemente tan irreconciliables es el hecho de que Jon —el personaje— sea el autor de los relatos protagonizados por el pistolero. Pero lo que podría ser una justificación accesoria, va un poco más allá. La sucesión de episodios de la vida del primero y los que éste narra del segundo sugeriría también el tema de la relación entre el autor y su obra, como si las aventuras del Basilisco que se nos dan a leer se desprendiesen de las experiencias de Jon que vamos conociendo, a la vez que se dejan percibir como un eco de las concomitancias biográficas entre el Jon autor y el Jon personaje. Un juego literario al que se le añade en Araña la aparición de ese James Bramble que si se encuentra con el forajido, que si ha expuesto a su familia, es solo porque ha ido en su busca para conocer mejor a esa leyenda que él ha convertido en protagonista de sus folletines à la Marcial Lafuente Estefanía, para poder seguir escribiendo.

por David Aliaga


Cadencia y forma Tomás González

La luz difícil Sexto Piso, 2023 152 páginas

Bienvenido sea, por atrevido, este último rescate (ahora en España) de La luz difícil (2011), escrita por el novelista de culto Tomás González (Medellín, 1950), suerte de clásico silencioso publicado en los últimos años en diferentes editoriales y mercados latinoamericanos, recopilando siempre críticas entusiastas entre no pocos lectores avezados. De «obra maestra tranquila» la calificó en su día su compatriota Juan Gabriel Vásquez, quedándole grande la etiqueta de «obra maestra» pero resultando muy acertado el calificativo de «tranquila», pues así se

muestra la prosa del colombiano, afilada, precisa y serena, desestilizada a su manera. De ella se vale, de hecho, para sumergirnos, lentamente, en la intrahistoria de un duelo mortuorio que se vive con intensidad con anterioridad incluso al hecho último de la muerte. La luz difícil es así sobre todo una novela sobre la incertidumbre de la existencia más que sobre los procesos de asunción de nuestra naturaleza finita, pues en el fondo es un texto con vocación vitalista nacido a raíz de la observación del dolor ajeno, de un dolor inmenso sufrido además sin solución por el hijo del narrador, de quien poco se dice en verdad, pues el discurso queda preso en el ensimismamiento doliente del protagonista. Recuerda así La luz difícil, quizás de forma un tanto extraña (no lo niego), a Esta salvaje oscuridad (1996), las arrebatadoras últimas memorias del escritor norteamericano Harold Brodkey. Y si señalo lo extraño de la comparación no es ya tanto porque la primera sea una obra de ficción y la segunda no (pues en ambas puede uno encontrar el mismo grado de «verdad»), si no porque González decide en su novela poner el foco en el sufrimiento de un tercero que ve morir a un ser querido mientras que Brodkey ponía el foco en su propia decadencia. Pero en ambos casos es fácil destacar la humanidad que supuran sus páginas, la profundidad y sensibilidad de los pensamientos y reflexiones que pululan por el texto, la ternura y belleza de muchos de sus párrafos, unido todo a un discurso cercano y cultivado a partes iguales (el protagonista de La luz difícil es pintor y en la pintura se refugia constantemente para dar sentido a su presente), lo que convierte a esta novela en una especie de tratado sentimental sobre la espera, sobre la supervivencia anímica, basado en la memoria y los afectos, como también lo fuera, con sus particularidades, el citado texto de Brodkey. Esta comparativa nos lleva también a tener que reconocer que la novela de González poco debe a la tradición latinoamericana. La luz difícil transcurre parte en La Mesa pero sobre todo lo hace

en Nueva York, antes y después del 11-S, pues aunque escrita en primera persona, el volumen incorpora dos historias que se alternan en el tiempo, una narrada durante el periodo de duelo y otra muchos años después, con el protagonista ya anciano, retirado, casi ciego, fuera de sitio, cuidado por una asistente, con quien trata de poner en orden precisamente lo ocurrido en el pasado. Esta segunda línea narrativa carece no obstante de fuerza. La alternancia de párrafos entre el pasado y este presente llamémoslo crepuscular, normalmente dentro incluso de la misma página, dota en cualquier caso a la novela de un ritmo especial. En un momento dado, el protagonista afirma: «Yo no sé nada, tú no sabes nada, nadie sabe nada. El mundo es solo cadencia y forma». Y sobre esta premisa parece sostenerse toda la propuesta, que a lo largo de su lectura depara, justo es reconocerlo, importantes dosis de intensidad. Este ritmo, no obstante, se pierde ligeramente en los últimos compases. Y aunque estemos ante una novela en la que el final no importa (pues el sentido último de este, digamos, se desvela ya en la primera página), lo cierto es que González estropea el clímax de su historia, entre otras, al darle excesivo protagonismo a un altercado sin trascendencia, como es el vivido por la cuidadora del anciano con su marido. La novela hasta entonces apenas había levantado la voz, de ahí que choque tanto esta pequeña pero desconcertante decisión. La luz difícil debería verse en cualquier caso como un texto coherente en sus estéticas y pretensiones, repleto de humanidad, por más que esta suene impostada en ocasiones o se vea, a veces, embellecida en pos de una artificiosa sentimentalidad. En sus páginas «tranquilas» muchos lectores encontrarán, no obstante, hallazgos líricos y narrativos en esto de escribir sotto voce.

por Fran G. Matute

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Convivir con esa incertidumbre Daniel Gascón

El padre de tus hijos Random House 168 páginas

Algo desilusionado de su vida en pareja, un hombre se siente atraído por «la doble vida y las emociones intensas de la ocultación». Decide entonces no cometer adulterio pero sí fingirlo: actúa como si tuviera una amante, tratando de generar sospechas en su mujer. Construye sus pequeñas mentiras a partir de elementos de la realidad, lo que le recuerda «aquella idea que estudiaban en la carrera de engañar con la verdad». Una idea que –como ya nos

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explicó Ricardo Piglia– condensa el arte de contar historias: «Narrar es como jugar al póker: todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad». En esa clave se puede leer no solo «El adúltero» (el cuento cuyo punto de partida se resume en las primeras líneas de este párrafo) sino los 16 relatos que componen El padre de tus hijos, de Daniel Gascón. El autor parece agazapado detrás de sus personajes –casi todos hombres, casi todos narradores que de un modo u otro se hallan inmersos en eso que se suele llamar la crisis de la mediana edad– alterando apenas el orden de la realidad con el afán de que se asemeje a la mentira, o al engaño, o a la infidelidad, que son, en última instancia, diversas formas de la ficción. Las inquietudes de la mediana edad no se retratan solo en el desgaste del amor y en las fantasías de infidelidad. También se manifiestan en el dejo nostálgico que subyace en las historias del pasado, de la adolescencia y la primera juventud, territorio de promesas, coqueteos, rebeldías, descubrimientos. El presente –la madurez– no permite mirar tanto hacia delante: el futuro ya llegó y hay que hacerse cargo de una vida que viene sin manual de instrucciones. Lo grafica la narradora del relato «La entrevista», quien apunta que poco después del nacimiento de su hijo creía que «ya sabía lo que significaba ser adulta», pero después reconoce que «estaba muerta de miedo la mitad del tiempo […] porque no tenía ni idea de lo que debía hacer. Veía que no sabía nada y que mis padres tampoco habían sabido nada, y pensé que ser adulto era darse cuenta de eso, convivir con esa incertidumbre». Uno de los puntos más altos del libro lo alcanzan las páginas de «La estación de los amores», un emotivo homenaje para el escritor Félix Romeo, muerto en 2011, a quien el narrador «conocía desde niño». En un pasaje de ese cuento el Gascón personaje le cuenta a su amigo que estaba rompiendo con su novia. «Lo que pasa es que tú has cambiado y ella no», le explica entonces Félix, que era trece años mayor que él. «Tú has cambiado, has publicado un libro, y ella sigue con una actitud adoles-

cente. Echa a los demás la culpa de vuestros problemas». La escena, que puede pasar casi inadvertida en un relato que habla sobre todo de una crisis de pareja del propio Félix, vuelve sobre el gran hilo conductor de El padre de tus hijos: la tensión entre la juventud y la madurez y las dificultades para resolverla. Tensión que, desde luego, no se resuelve. En el cuento «Voces», el protagonista idealiza a unos vecinos, una familia similar a la suya (pareja heterosexual y niño pequeño) que vive en su mismo edificio y a la que conoce sobre todo de oírla por la ventana. Su admiración es tanta que «ni siquiera los envidiaba». Cuando escucha a su vecina cantar, se da cuenta de que ella «no acababa la canción, repetía las mismas tres o cuatro frases […] Y tampoco cantaba especialmente bien: era un tono distraído, relajado, pero al mismo tiempo evocador. El tono, pensaba él, de quien es feliz y piensa en otra cosa». ¿La felicidad incluye necesariamente la conciencia de la propia felicidad? ¿O, por el contrario, solo es auténticamente feliz quien no advierte lo feliz que es? He ahí, en cualquier caso, otra clave del arte de narrar. Dar con un tono que parece distraído y relajado y al mismo tiempo evocador para buscar algo que siempre está en otra parte: en el pasado, en las vidas ajenas, en la cara oculta de los hechos cotidianos, en esa materia oscura que hace posible que las meras anécdotas se conviertan en historias sutiles, certeras y a veces melancólicas, como logra Daniel Gascón en estos relatos.

por Cristian Vásquez


Escala Poesía que se derrama por los bordes Ernesto Pérez-Zúñiga

Escala Sonámbulos Ediciones 176 páginas

Es probable que a Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971) se le reconozca más como narrador que como poeta. Que sus novelas se difundan más que su poesía es, seguramente, una injusticia. Esta apreciación puede tener basamento en una hipótesis aventurada: y es que la poesía de Pérez Zúñiga, por sus múltiples formas, por su

libertad inherente, está más arraigada en una tradición poética más cercana a la de América Latina que a la de España. Con resonancias en la mejor poesía latinoamericana contemporánea, su voz, que se hace múltiple, escapa de la linealidad y atraviesa oscuridades y sombras hasta más allá del abismo y la muerte. Sus poemas de verso extenso, de respiración alargada, recuerdan la musicalidad en penumbras de Olga Orozco. Y como la argentina, Pérez Zúñiga explora temas que rebasan lo inescrutable: la pérdida, el tiempo, el destino, la palabra, el amor y el miedo. También se acerca a la ironía seductora con palabras terrenales del peruano Antonio Cisneros; al verbo lúdico, polisémico, del colombiano Juan Manuel Roca; a la certeza límpida, el amor a la tierra y los pequeños asombros de la venezolana Yolanda Pantin y, sobre todo en los poemas del Cuadernos del hábito oscuro, al modernismo sinuoso, cinematográfico, del poeta cubano Julio Miranda. Todos muy distintos entre sí pero que en Pérez Zúñiga confluyen encarnando pulso propio, versos propios, como en una gran caja de resonancia. Su antología, Escala, publicada por Sonámbulos Ediciones, transita por treinta años de poesía, siete libros publicados y un añadido de siete poemas inéditos. El resultado es un viaje a través de la condición humana y una exploración profunda del misterio del universo con una honda conexión mística de pulso modernista, como improvisaciones de jazz, en donde el ritmo y la sonoridad de frases o palabras repetidas bailan en filigranas tan intensas y complejas como las de Django Reinhardt o se convierten en una nana apacible susurrada por Chet Baker: «Nubes silban livianas, cantan a la espesura de los árboles que abajo, / lejos, mueven sus copas como vapor, y también silban. / Espejos unos de otras, nubes con troncos clavados en el firmamento, / que exigen la savia de las estrellas, vía láctea; arboles cuyos / troncos arrancan tristes cielos de la tierra, vía de mi camino». Al reagrupar los poemas de forma diferente a como fueron concebidos, estos adquieren un contenido simbólico nuevo que

se resiste a ser definido, escabulléndose a esa tendencia obsesiva por encerrar todo dentro de una clasificación taxonómica. Es una escritura que no se deja apresar y se desborda, como si a veces fuera líquida y otras gaseosa. Sus versos que palpitan se convierten en electrocardiograma, como un ánima viva que vislumbra la palabra antes de nombrarla. La poesía de Pérez Zúñiga es rumiante, tiene pulso de animal cuando se acerca encubierto a una presa y no la suelta. Es sensorial, encuentra espiritualidad en lo cotidiano, descubre la belleza y el enigma en lo grande y lo sencillo, con un croma poético cuestionador con instantes de dolorosa claridad donde siempre el misterio tiene la palabra, donde siempre hay un descubrimiento a punto de revelarse. Su escritura no es artificiosa y se templa desde su verdad, sabiendo que en el poema también la verdad se inventa. Su poética acompañada de aforismos tiene obsesión paisajística y se entrega a lo lúdico, redescubriendo los objetos que trascienden a su propia naturaleza, o a su uso primigenio, con una aproximación mística, celestial, donde la palabra invoca y se vuelve mantra. La poesía de Ernesto Pérez Zúñiga parte de una suerte de mineralidad como si le arrancara almas a la página en blanco, convirtiendo los lugares comunes en sitios sagrados; resignificando desde lo mitológico los símbolos que los habitan, con una realidad orgánica, extemporánea, como el tiempo sin hueso de los sueños. Sus poemas interpelan y surten un poderoso efecto introspectivo. Son como ir desnudando y desanudando algo que antes era amasijo, convirtiéndolo en potencial metafórico. Al final, no sabemos si hemos descubierto a Pérez Zúñiga o es, más bien, que él nos ha descubierto a nosotros. Y como en el último verso de esta antología «siempre el misterio tuvo la palabra».

por Adriana Bertorelli

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BIBLIOTECA

Beaterio o la máquina de O’Reilly Nadal Suau

Curar la piel Anagrama 192 páginas

«Una sesión en un tatuador es lo más parecido a la vida de una beata que he conocido» así narra Nadal Suau parte de la historia que Curar la Piel, último premio de ensayo otorgado por la editorial Anagrama, nos presenta. Y es que podemos decir que todo tatuado es a su modo un beato revelado fértil y prohibido. Sembramos muchas veces sin ánimo de cosechar, bajo la piel tenemos frutos latentes, que con el tiempo, si no se pudren, reco-

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geremos como memoria desde el yo hacia el exterior. Cuando hablamos de Nadal Suau hablamos de alguien que escribe con estilo constante, pausado, diligente e inteligente propio del que anteriormente conformó su personalidad bajo el rasero de los márgenes. No es la primera vez que este manipula principios imbricados dentro del campo de la pureza estética del ser, este es un negociado en el que se siente cómodo por estudiado. Casi a la manera de Proust, Nadal Suau desarrolla personajes enmascarados, embozados ante su propia realidad que le ayudan a plantear un volumen sobre la sociología de la piel. Podemos decir, sin miedo a equivocarnos, que Curar la piel es un ensayo de identidad raspada que responde a interrogantes tales como ¿a quién pertenecemos cuando nos tatuamos? ¿seguimos siendo parte de nuestra familia al modificar nuestro cuerpo? ¿Seguimos siendo tribu pese a la colonización consciente? ¿A quién pertenece este arte? Eternas cuestiones que subyacen en todo trabajo artístico y a las que este autor intentará dar respuesta aun temiendo no encontrarlas. ¿Cuándo una pieza deja de ser del artista para pasar a ser del comprador? ¿nació siendo de este último por el mero hecho de ser el cuerpo superficie? Tatuarse para reposeerse aunque por ello, todo el mundo opine sobre tu cuerpo intentando llevarte a su terreno. Los vírgenes se comportan como una gran empresa corporativa que posa la mano en tu hombro mirándote fijamente para venderte un seguro de vida, sin darse cuenta de que lo tuyo no es desperdiciar tinta firmando papeles, ¿cómo le explicas a alguien que sólo conoce una vereda que tú paseas por la de enfrente? Nos tatuamos por vencer el dimorfismo, pero ante todo nos tatuamos porque echamos en falta un ritmo que de verdad se adapte a nuestra brevedad y a nuestra lucha contra la soberanía del padre y la propiedad de un nombre. Pasajes sépticos alrededor del barrio, donde impera la nitidez y la paciencia; Suau fragmenta

un todo en potentes imágenes como si de una fábrica de despiece se tratase. Existen en ella jirones conceptuales suspendidos de ganchos que oscilan en un vacío por todos familiar; y es que, llegados a un punto, el tatuaje termina por convertirse en mero trasunto para darse voz y cicatrizar heridas. La aguja le hace ser consciente del dolor sobre el que camina su propiedad, todo cuerpo futuro es conformado a través de cauterizaciones de la piel presente No definamos como ‘esos tatuados’ a quien se atreve a ser una galería en vida. Hablemos mejor de curadores temporales, de comisarios permanentes, a lo sumo de vallas publicitarias pasadas, somos obras en nosotros mismos. Suau defiende que tatuarse es una manera de cesar la necesidad de verse desde fuera, es un regreso definitivo al cuerpo y un dar a entender que la imagen puede llegar a ser fantasma, que de tan íntimas pueden tornarse invisibles. Nadal Suau defiende el valor de la imagen labrada como testigo unificador de carne y consciencia. Debemos reconocernos en los múltiples yoes e intentar declararnos la guerra lo menos posible. ¿Con qué derecho hacemos nuestras aquellas imágenes que pertenecen a otros? Con el mismo derecho que nuestros padres intentaron duplicarse en nosotros desde el momento mismo en que nos nacen dándonos un cuerpo que no pedimos, ese, su complemento, que más tarde maltratarán con propiedad y a su antojo inconsciente hasta que lleguemos a odiarlo, tendremos que recuperarlo con ayuda, lo celebraremos en soledad. Hay una gran diferencia entre convertirnos en mercancía editada o mercancía propiedad de la mayoría absoluta. No olvidemos que un hecho muy de nuestro siglo es transformar al sujeto en start-up rentable desarrollando el #prodctotu, deshumanizándolo, transformándolo en rutinas insertadas en la normalidad llegando a desolar los ojos de una perra.

por Ruby Fernández


Albatros divagantes Guadalupe Nettel

Los divagantes Anagrama 168 páginas

Escribió Anaïs Nin que no vemos las cosas como son, las vemos como somos nosotros. Ese filtro personal y único es el que atraviesa la experiencia misma de la vida, la cotidianidad, los afectos, hasta el último confín. La cita sirve para ponernos en alerta antes de comenzar la lectura de Los divagantes (Anagrama, 2023), el último libro de la escritora Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), una colección de ocho cuentos que divaga, precisamente, con precisión a propósito de todo aquello que tiene que ver con la familia y con el lugar que ocupan los vínculos en un mundo cada

vez más roto y fragmentado. Leer a Nettel siempre es un placer que produce curiosidad y, sobre todo, extrañeza. La escritora mexicana tiene cierto gusto por los seres que se sitúan en los márgenes, aquellos que, a pesar de vivir una existencia aparentemente normal y ordenada, guardan dentro de sí sombras y contradicciones que perfilan una identidad secreta, el deseo de una vida distinta. La familia es un tema que a Nettel le interesa y que explora desde distintos lugares, ya lo hizo en El huésped (Anagrama, 2006), en su última novela, La hija única (Anagrama, 2020), y hasta en El matrimonio de los peces rojos (Páginas de espuma, 2013), un libro memorable sobre familias y animales. Pasarán muchos años y seguiré recordando el cuento sobre el niño y las cucarachas. Los divagantes es un libro que bebe también de las obsesiones de sus personajes, de sus manías y de todas las tiranteces que les produce vivir. Esos temas están presentes también en otro de sus libros anteriores, Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama, 2008). La voz de Nettel es muy íntima, es una voz literaria original y única en el panorama de la narrativa contemporánea. El cuento que da nombre al volumen «Los divagantes» es, además, un relato muy político que convoca el desarraigo no solo personal de estar en un mundo que sentimos como ajeno y extraño, que ha perdido la orientación, sino el que viene producido por los vacíos y huecos en la identidad del exiliado. Los albatros son pájaros de vuelo impecable, capaces de seguir las oscilaciones del viento sin dificultad alguna, pero cuando uno se pierde, cuando algo tuerce su trayectoria, puede que no vuelva a encontrar el camino de vuelta nunca, y se verá irremediablemente avocado a una existencia en permanente tránsito. Así, como si fuera un albatros extraviado, describe la protagonista de este cuento a su mejor amigo de la infancia, Camilo, que conoció con apenas cinco años cuando llegó desde Uruguay con su familia, exiliada por la dictadura, para vivir precariamente en la Villa Olímpica, epicentro del exilio latinoamericano, un complejo residencial construido para los atletas de

las Olimpiadas de 1968, que llegó a albergar a 3.000 expatriados argentinos, chilenos, uruguayos en sus 29 torres y más de 900 apartamentos. «Hay veces en que los marinos se encuentran con una de estas aves en lugares totalmente inusitados (…) Los llaman “albatros perdidos” o “albatros divagantes”», escribe Nettel. Cada uno de los protagonistas de estos ocho cuentos viven encerrados de alguna manera en una realidad que sienten completamente ajena y que puede resultar verosímil y fantástica al mismo tiempo: una madre que se cuestiona su maternidad, una muchacha que revive un abuso sexual, un actor frustrado que se empeña en vivir la vida que piensa que le corresponde vivir, un hombre que cumple la fantasía de cambiar su vida a su antojo y, aun así, nunca le satisface ese otro universo posible, esa vida tras el espejo. Me pregunto si este libro podría haber sido escrito así, tal y como está, si no hubiéramos pasado por una pandemia, por un feroz confinamiento, si el mundo que nos ha tocado no estuviera amenazado por un cúmulo de tragedias —pandemias, calentamiento global, una epidemia de ansiedad y depresión, la infelicidad que arrastramos, el consumismo, todo producto de un sistema económico voraz—, si Nettel hubiera imaginado estos cuentos, es decir, todas esas vidas si no estuviéramos tan al borde del colapso. Me pregunto si la escritura no es aquí, acaso, la única salida posible, una manera de salvar el desarraigo como la protagonista del relato «Sopor» siente que el único camino posible para intentar la felicidad es lanzarse al bosque como un zorro: «Tendría que irme sola, es algo que ya he asumido. Solo es cuestión de decidirlo. Si lo hago, ¿qué pasará con mi familia? Seguramente se olvidarán de mí como se olvidan de todo y terminarán acostumbrándose a mi ausencia. Quizás incluso lleguen a creer que me conocieron en un sueño».

por Carmen G. de la Cueva

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