Cuadernos Hispanoamericanos, Enero 2024 nº 881

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Dossier

EXCESOS Y AD ICCIONES

EN LA LITERATURA

ÁLVARO LUQUE AMO

MATEO GARCÍA ELIZONDO

DANIEL JIMÉNEZ

ALEJANDRO SIMÓN PARTAL

Entrevista

JULIÁN HERBERT

Segunda Vuelta

EDURNE PORTELA

Perfil

JAVIER SINAY

Creo que la oralidad es un ejercicio de estilo y de autoconocimiento muy fuerte, muy profundo

Edita

Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

José Manuel Albares Bueno

Secretaria de Estado de Cooperación Internacional

Pilar Cancela Rodríguez

Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Antón Leis García

Director de Relaciones Culturales y Científicas

Santiago Herrero Amigo

Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural

Eloísa Vaello Marco

Director Cuadernos Hispanoamericanos

Javier Serena

Comunicación

Mar Álvarez

Diseño

Lara Lanceta

Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com

Impresión

GRAFO, S.A.

Avda. Cervantes, 51 CP48970-Basauri, Bizkaia

Fotografía de portada Nacho Valdez

Depósito Legal M.3375/1958

ISSN 0011-250x

ISSN digital 2661-1031

Nipo digital

109-19-023-8

Nipo impreso 109-19-022-2

Avda, Reyes Católicos, 4

CP 28040, Madrid T. 915 838 401

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com

Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB

Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com

De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros

Precio ejemplar: 5 €

SUMARIO

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ENTREVISTA JULIÁN HERBERT

por Álvaro Bisama

DOSSIER

EXCESOS Y ADICCIONES EN LA LITERATURA

LA FIESTA INTERIOR. ADICCIONES Y EXCESOS EN LA NARRATIVA

HISPÁNICA DEL XXI

por Álvaro Luque Amo

LOS HIJOS DE LA NOCHE

(DROGAS, MUERTE Y LITERATURA: LA NUEVA FICCIÓN PSICODÉLICA)

por Mateo García Elizondo

UN POCO DE COCAÍNA, POR FAVOR

por Daniel Jiménez

EL GLOBAZO COMO ESPERANZA: ADICCIONES Y OTROS

DESAJUSTES EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA

por Alejandro Simón Partal

SEGUNDA VUELTA

LA ESCRITURA O LA VIDA, DE JORGE SEMPRÚN

por Edurne Portela

PERFIL JULIO VILLANUEVA CHANG

por Javier Sinay

CORRESPONDENCIAS RUBÉN GALLO Y ANDRÉS BARBA: «LA INMINENCIA DE UN PLACER; CON PROUST EN LA SELVA Y EN CARABANCHEL»

por Valerie Miles

UNA PÁGINA TERCETOS ENCADENADOS

por Marta Sanz

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MESA REVUELTA DESDE CENTROAMÉRICA 1

ASTURIAS: EL MÁS DELIRANTE DE LOS SUEÑOS

por Sergio Ramírez

IÑAKI URIARTE: EL DIARIO COMO GOCE

por Eduardo Laporte

BREVE DICCIONARIO DE ESCRITORES HISPANOAMERICANOS Y SUS CORRESPONDIENTES TIPOGRAFÍAS

por Jorge Carrión

EL CENTRO DEL CUENTO Y EL OJO DEL HURACÁN: APUNTES SOBRE LA «FICCIÓN LECTORA» DE MOISÉS MORI

por Cristian Crusat

BIBLIOTECA

LA MUERTE HA SALIDO DE CAZA. Manuel Alberca

NOVELA DE PERSONAJE: UN PÍCARO ACTUAL. Santos Sanz Villanueva

EXTRANJERO EN TODAS PARTES

Raquel Garzón

LÍRICA Y SISTEMA Edgardo Dobry

FLUIDOS COMO COMBUSTIBLE. Claudia Apablaza

RUINAS SOBRE RUINAS. Alejandra Costamagna

ESTUVE EN VALDIVIA Y ME ACORDÉ DE TI. Juan Domingo Aguilar

ALGO POR LO QUE LUCHAR. Cristian Vásquez

EL CÍRCULO MÁGICO DE LA BROMA DE EDITOR. Eva Cruz

ASCENDER A LA CUMBRE DEL SEXO. Toni Montesinos

LA PIEL DE LA NARANJA. Constantino Molina

JULIÁN HERBERT
«Me interesan mucho los géneros mezclados. Hay una cosa migratoria en la textualidad, en el ir migrando de la novela a la crónica, del poema al cuento»
por Álvaro Bisama
Fotografía de Eli Vazquez

LA MEMORIA Y LA VOZ

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Poner el cuerpo

La literatura: un hombre recorre un pueblo del norte de México donde cien años atrás masacraron a 303 migrantes chinos. «Esta no es la historia que buscabas: es la que tengo», anota. El mismo hombre camina por Acapulco, Berlín o Santiago de Chile y busca pistas sobre las ciudades y sobre sí mismo. Antes, ha publicado cuentos sobre novelistas del oeste que no son tales; ha escrito sobre estafadores o pícaros en la sombra; sobre el pozo de melancolía y asco a sí mismos donde se agitan las siluetas de Sherlock Holmes y George Trakl; sobre negocios que salen mal; sobre la violencia y la parodia de la violencia. «Las peculiares dimensiones de mi cráneo son nadas: nadas ociosas y relucientes que se curvan como un resbaladero, un tobogán donde las violencias lógicas desfallecen y caen. Estoy sentado en Baker Street mirando pasar sobre la nieve las ruedas sucias de los carruajes», dice Holmes en el relato. También (o antes de todo, la verdad) ha escrito poemas que luego ha leído en voz alta y sus vecinos y amigos lo han escuchado declamar, han seguido de día o de madrugada esa voz que atrapa las palabras y las entiende como música. «Transcribo esto / sólo para desobedecerme. / En limpio, la escritura me traspasa/ con un azúcar que parece hecho de hierro», dice uno de sus poemas. «El otro lado de tu nombre. / Pronunciar un cascabel entre tu carne/ hasta pulirlo: tañerlo: restañarlo: cristal/sin nombre. /Hasta que el trueno / sea una cúpula sorda», dice otro. Ese hombre, en otro libro, narra la muerte de su madre (lo que es también contar su vida), y con eso aborda el horror y la soledad y el miedo de la infancia, las formas y dolores del viaje, acaso el modo en que los recuerdos hilan el des-

amparo y el encuentro. Ese volumen parece una novela, pero también algo más, quizás un lugar donde el funcionamiento de la memoria define qué puede significar ahora mismo la literatura, como si las palabras abrieran y cerraran heridas, convocando a los fantasmas para desplegar el dolor como una confesión, pero también como un trueno, acaso un lamento sobre el tiempo y los paisajes perdidos y encontrados. «Escribo para transformar lo perceptible. Escribo para entonar el sufrimiento. Pero también escribo para hacer menos incómodo y grosero este sillón de hospital. Para ser un hombre habitable (aunque sea por fantasmas) y, por ende, transitable: alguien útil a mamá. Mientras no esté abatido podré salir, negociar amistades, pedir que me hablen claro, comprar en la farmacia y contar bien el vuelto. Mientras pueda teclear podré darle forma a lo que desconozco y, así, ser más hombre. Porque escribo para volver al cuerpo de ella: escribo para volver a un idioma del que nací», anota ahí.

La vida: la silueta de ese hombre puede corresponder a la del poeta y narrador Julián Herbert (Acapulco, 1971), autor de una colección de novelas, libros de poemas, ensayos y crónicas, cuya suma dibuja un mapa imprescindible del México y la Latinoamérica contemporánea. En ella, con obras como Canción de tumba (2012, Premio Jaén de Novela, Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska), La casa del dolor ajeno (2015), Cocaína (manual de usuario) (2006), Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (2017), Ahora imagino cosas (2019), Kubla Khan (2013) o Bisel (2014), Herbert ha cruzado los géneros de modo tan irrefutable como original. Ahí los límites de la ficción son atravesados por la experiencia o el recuerdo, cruzando el pop y la tradición, en una escritura que dialoga con los ecos de la

literatura mexicana, clásica, hispanoamericana y oriental.

Se trata de una literatura que nunca abandona la cercanía con los objetos que aborda, como si esa ausencia de distancia volviese todo personal o íntimo, ya se trate de las formas del duelo, el rescate de las historias de las víctimas de una matanza, el misterio que hay tras la voz y la respiración de un poema, tan personal como intransferible.

«Creo que ahí está la pulsión epistemológica, como que uno quiere tratar de entender cómo demonios está pensando en ese momento. O sea, yo quiero contar una historia y quiero hacer un ejercicio de estilo, pero también quiero entender qué está pasando con mi lenguaje y con mi cuerpo. Algunas veces eso implica una distancia y, otras, al contrario, un acercamiento. Para mí ese proceso ha sido a largo plazo», me dice desde Saltillo, Coahuila, luego de volver de la Feria del Libro de Monterrey con su esposa, la escritora Sylvia Georgina Estrada, con quien presentó Los Bowles. Lecturas y aproximaciones a la vida de Jane y Paul, volumen que editaron juntos. Ahora, mientras hablamos cierra los últimos detalles de Suerte de Principiante, que consiste en once ensayos sobre el oficio de la escritura originados en sendas conferencias y que debería aparecer publicado en la editorial Gris Tormenta en febrero de 2024.

Tus narradores o voces parecen no guardarse nada y recorren territorios que cruzan a la vez la biblioteca y la experiencia.

Hay un diálogo. Pienso mucho en que el cerebro tiene como gavetas. Porque al cerebro, o por lo menos al mío, le cuesta mucho trabajo separar una canción del sabor, de un sentimiento de evocación de tristeza, del trabajo, o un dolor de espalda, por ejemplo. Cada cosa tiene su

gaveta, pero a la hora de ordenarlas de algún modo hay un conjunto, un universo donde eso se cruza. El hecho de estar leyendo algo, por ejemplo, se conecta para mí mucho con cierta experiencia física que estoy teniendo. Ahora estoy leyendo un ensayo de Hannah Arendt sobre Hermann Broch y Broch está hablando sobre el dolor y yo tengo dolor de ciática. Entonces, cabrón, no es muy difícil separar la idea del dolor social histórico del que habla Broch de mi dolor de ciática y para mí la palabra está ahí, se conecta con el libro. Tampoco quiero que se separen tanto. Trato de verlas cada una en su lugar, pero me interesa esa conexión porque ahí está el poder de la metáfora, en ese tipo de conexiones que uno encuentra, pero también el cuerpo y la mente van dibujando como un esbozo. Y luego lo que hace la literatura, la experiencia del escritor o del artista es juntar esas cosas, de las que el entorno y el cuerpo ya fueron haciendo un boceto.

Son como relámpagos, fragmentos de un instante a pesar de que no lo sean. Te preguntaba porque pareciera que tu biblioteca no termina en la literatura, sino que también se encuentra en una discoteca, en un videoclub, en una zona expandida que cambia una y otra vez. De hecho, me acuerdo que la primera vez que te vi andabas con un pin de Kenneth Anger, que creo que había estado en Saltillo.

Fíjate, ahora que estabas diciendo eso, yo justo lo que estaba pensando es el entorno que tienes tú en tu espalda, que son fotografías y que creo tienen influencia en tu escritura. Yo me doy cuenta de que en lo que estoy haciendo ahora hay más plantas que antes. Las plantas ocupan un lugar, porque Sylvia es una clavada de las plantas, entonces también creo, claro, que estoy hablando de la relación de pareja porque soy un cursi. Pero también creo que el diálogo con los amigos, con las amigas, es una memoria muy personal porque las memorias que te traen

los otros de algún modo te cruzan, te atraviesan. Acabo de estar con un amigo que estuvo aquí en casa, el dramaturgo Gibrán Portela, y nos fuimos a tomar una clase de box porque queremos escribir algo sobre box y de pronto la relación, la relación que Gibrán tiene con el box hace que yo entre como en esa dinámica.

¿Has boxeado?

He entrenado desde hace un par de años, pero no peleo, nunca he boxeado, no me he subido a esparrear. Empecé porque hay una boxeadora aquí en Saltillo y quería conocerla y fui a ver a su entrenador, que es un tipo muy duro, muy interesante. Él me agarró y me dijo «a ver, si quieres saber esto súbete, ponte a entrenar». Creo que esto tiene que ver con los procesos de escritura. Te cuento una historia: yo quería entrenar en entrevistar al boxeador Juan Manuel Márquez y entonces le dije a Guillermo Sánchez, el editor de Gatopardo, voy a entrenar box para hacer la entrevista. Guillermo se lo

Fotografía de Jess Newham

contó a Leila Guerriero, que es una de mis escritoras favoritas y Leila me dijo «¿Pero por qué no mejor nada más lo entrevistas, por qué tienes que entrenar?». Esa pregunta me hizo pensar en el enfoque de mi trabajo. Por eso, la prosa de Leila tiene una distancia con el entorno tan precisa que, por ejemplo, yo no puedo tener. Me encanta cómo ella lo vive y lo escribe, pero yo no podría escribir así. O sea, tengo que ensuciarme un poco. O a lo mejor es por narcisista, seguramente es un poco de eso, pero creo que es un tema de percepción, ¿sabes? Hay escritores, y pienso que Leila es una de ellas, que tienen una profunda habilidad para tomar distancia de los objetos literarios y no perder la sensibilidad. Eso es algo que a mí me cuesta muchísimo trabajo. A lo mejor también por eso esta cosa tan mezclada, un poco barroca, porque siento que es como falta de precisión. O de algún modo esa cosa exuberante es un instrumento.

Entonces, quizás se trata de poner el cuerpo, de convertir a la escritura en una especie de rito de paso que te cambia. Pienso en Truman Capote en modo cronista, pero también en un chileno llamado Hernán Valdés, que falleció este año. Valdés era novelista hasta que vino el golpe de estado de 1973 y escribió un testimonio de su paso por un campo de concentración llamado Tejas verdes. No es que no pudiese volver a la novela, pero ese libro lo transforma para siempre como escritor. Sí, se trata de la experiencia de la escritura, pero también neurobiológica y también de la experiencia social. Lo que acabas de decir del golpe de estado, por ejemplo. Me parece que nos ha tocado heredar algunas de esas marcas que se quedan en una sociedad. En otros casos, nos vamos formando y transformando con otros procesos que ocurren en nuestro tiempo. Pienso en mi manera de leer escritoras en esta época, que cambió radicalmente en el último lustro. No solo en la cantidad de escri-

toras que leo sino también en la manera de pensar en qué es lo que me interesa y qué es lo que me dan como lector que yo no estaba viendo, y eso es una experiencia estética, una experiencia social, una experiencia política. Por eso no encuentro ese tajo absoluto. Tampoco creo en la literatura militante. No es mi interés, nunca lo ha sido. Pero tampoco creo en el arte puro, en esa idea de la belleza. Dice Hermann Broch que el riesgo de la belleza es que, si las antorchas son suficientemente bellas, podemos no darnos cuenta de que estamos quemando seres humanos. Es una imagen poética terrible, pero en el fondo de esa imagen poética están la belleza y la preocupación y el azoro de un hombre que le tocó vivir una violencia tremenda que es la del nazismo. Entonces, creo que esa persecución de la belleza está atravesada por nuestras experiencias sociales, la violencia y la redefinición de nuestros roles en el mundo social.

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Cartografías

Quiero preguntarte sobre el mapa que estás creando o habitando. En «Acapulco timeless», la crónica que abre Ahora imagino cosas, se te describe como «una mezcla rara de norteño— acapulqueño». Lo dice alguien llamado Virgilio, que te guía por un balneario infernal, que es el lugar donde naciste y luego te fuiste.

Hay dos temas ahí, empezando por ese personaje de Virgilio que es, por supuesto, una cita del Virgilio de Dante, pero que en la lectura de México tiene otro pliegue: porque hay una novela de José Agustín, de los años 70, que se llama Se está haciendo tarde (final en laguna), que sucede en Acapulco y que tiene un personaje que se llama Virgilio y es el guía en un viaje de alucinógenos. José Agustín es de Acapulco. Entonces, también es un poco un homenaje de lo que es Acapulco para los mexicanos y de lo que es

la literatura mexicana. No sólo revisitar la ciudad donde yo nací, sino también mi cultura literaria y mi tradición; no solamente la tradición en general, sino la tradición de la literatura mexicana. Porque me siento muy cercano a la obra de José Agustín, que es un escritor que no ha tenido mucha proyección fuera de México, pero para mí es un escritor súper importante, como uno de nuestros Rolling Stones, como que empezó con esa cosa del rock y el punk en la literatura mexicana.

En La Onda.

Exacto, pero esa en particular es su mejor novela. Por otra parte, Acapulco representa muchas cosas para los mexicanos. Tenemos una relación como mística con la ciudad y ahora es parte de la destrucción del país. Es un como un fantasma, una ciudad que mitificamos mucho, la gran aspiración del primer mundo que tuvo México. Un lugar paradisíaco que aparece en las películas de Elvis Presley, pero que en este momento es uno de los centros de prostitución infantil, de la violencia de narcotráfico, de problemas serios de vida urbana. Además de la idea de lo que significa para los mexicanos, pues somos un país con una relación muy complicada con Estados Unidos. Y la frontera entre Latinoamérica y Estados Unidos pasa por esta franja. Somos un país latinoamericano con problemas muy específicos de Centroamérica, hay una parte de México que es centroamericana. Y está este fenómeno que se nos pasa de vista a muchos latinoamericanos, y a los mexicanos en particular, que es la migración interna, la migración dentro de tu propio país, ese cambio de cultura. Porque la relación entre el sur y el norte de México siempre es muy compleja. Para empezar, quienes crecimos con esa visión del sur tenemos más conexión con la izquierda. Es una cosa ideológica; el sur está más conectado con el pensamiento de izquierda que el norte, que lo hace con una visión más como demócrata republicana. Está esa tensión de entra-

da. Es un poco ese viaje del sueño de modernidad y el sueño neoliberal con la raíz. Y Acapulco también está muy conectado con la guerrilla. Esa es otra capa, también.

Yo creo que ahí vuelves a un tema que está en varios de tus libros y que es el viaje, como si tu literatura existiera en un permanente movimiento; del sur al norte de México, de Latinoamérica a Berlín o a los Estados Unidos, moviéndote entre varias tradiciones: la mexicana, la que corresponde a la literatura en lengua española, pero también la inglesa, la europea y la oriental.

Dicen que infancia es destino. Cuando salí de Acapulco llegué a vivir a un pueblo en el desierto de Coahuila que se llama Ciudad Frontera. Pasé unos años de mi infancia ahí y es una cicatriz en mi sentimiento de la vida, el estar siempre como en un borde. Por eso me interesan mucho los géneros mezclados. Hay una cosa migratoria en la textualidad, en el ir migrando de la novela a la crónica, del poema al cuento. Tú sabes que yo tengo muchísimo cariño a Santiago de Chile; es una de mis ciudades queridas junto con Berlín, a diferencia de muchos, muchos de mis amigos que adoran Buenos Aires. Cuando vuelvo a México de Santiago o de Berlín, siempre tengo la certeza de que un día voy a regresar. De hecho, he empezado a pensar ahora, con los años, que el viaje también es regresar: esa sensación de que voy a volver a la casa y también a las ciudades que conocí y de las que me enamoré. Porque hay poesía en eso de que te vas para poder volver. Hay una circularidad donde la migración y el tránsito están conectados con esa forma de la imaginación. En el fondo está la fantasía adolescente de Ulises, la idea de que la aventura solo tiene sentido cuando regresas para contarlo. Esa es una de las cosas que que me mueven con esa idea del viaje. Por eso me fascina, por ejemplo, el western.

Del que te ocupas en ese cuento tuyo, «M.L. Estefanía», donde alguien se hace pasar por un escritor de novelas vaqueras y que termina como una reflexión muy dura sobre la literatura y la política, pero también sobre la tradición y lo que es o debe ser un escritor o un intelectual.

Ahora estoy menos obsesionado, pero antes me preguntaba: ¿cómo puedo adaptar la figura del western? Por eso el personaje del relato se hace llamar Marcial Lafuente Estefanía, que era el nombre de un escritor español real, autor de cientos de novelas de vaqueros que todavía se encuentran en las tiendas, al menos en México. Para mí fue una influencia grande en las lecturas de la infancia. En casa no había muchos libros, pero en los puestos de periódicos estaban sus libros. Entonces, en el cuento estaba el homenaje, pero también la idea de que el lugar donde vivo se había convertido en un pueblo de vaqueros donde todo se resolvía a balazos. Cuando escribía el relato fue la entrada del cártel de Los Zetas a Coahuila, que fue muy violenta. De hecho, en una reseña de la edición en inglés alguien anotó que toda historia de capitalismo salvaje es en el fondo un western, dado todo su trasfondo de codicia y de violencia. Por otro lado, yo había estado estudiando la Revolución Mexicana para escribir una historia de la Escuela Normal en el contexto de la historia de Coahuila y pensé: la Revolución Mexicana es el western de México. A partir de ahí comencé a visitar esos territorios y me encontré con la historia de la migración de chinos a la ciudad de Torreón y la manera en que se fundó. Cuando estaba leyendo esos materiales pensé: «esto es un western». Por eso La casa del dolor ajeno abre con esa frase.

Recuerdo haber leído ese libro en clave, casi como si estuviera cifrado. Me parecía que estabas hablando de la violencia, del narco, de algo que se transformaba en una suerte de poética de la identidad.

Sí, claro. Creo que algunos autores mexicanos, sin ponernos de acuerdo, estábamos navegando ese territorio en ciertos momentos. Luego cada cual es el que es.

¿Qué autores?

Ahorita en ese momento específico, Cristina Rivera Garza y Yuri Herrera, dos escritores que admiro. Yo tengo muchísimo diálogo con Cristina. La conozco desde hace dieciocho años y hemos hablado mucho, hemos viajado. Cuando yo estaba escribiendo La casa del dolor ajeno, Cristina estaba escribiendo su libro sobre Rulfo, Había mucha neblina o humo o no sé qué. Entonces, viajamos a Santiago y empezamos a hablar de lo que estábamos escribiendo, de esos libros que eran primos. Creo que ahí había varios diálogos, que yo encuentro sobre todo en el siguiente libro de Cristina, Autobiografía del algodón, donde ella también aborda cosas familiares. Yuri estaba haciendo por esa misma época El incendio de la mina El Bordo, que es un libro con el que dialogamos en relación con los mecanismos de la impunidad, a partir del hecho de no indemnizar a las víctimas de un incendio provocado por malas condiciones de trabajo en una mina de Pachuca. No es que lo hayamos discutido, pero en el proceso de estar escribiendo nos dimos cuenta de que había una coincidencia en lo que estábamos haciendo.

Y ahí se encontraron el fantasma de Rulfo, como narras en «Ahí donde estábamos», que sale en Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino. Claro; aunque es un poco una invención lo que yo hago. Pasó que estábamos tomando un trago y queríamos salir del hotel, y un hombre mayor detuvo a Cristina y no sé qué le dijo y yo ahí construí esa ficción sobre Rulfo. Además, cuando volvimos de Chile apareció su libro y hubo un gran cuestionamiento de parte de la familia de Rulfo, que es demasiado protectora con su figura. Y Guadalupe Nettel, que está en la revista de la

UNAM, decidió hacer no un defensa sino un gesto de simpatía, abriendo la figura de Rulfo al diálogo con las nuevas generaciones, justo porque Cristina la había puesto sobre la mesa. Eso tenía que ver con dejar de santificar a Rulfo como si fuera un producto nada más de la nación, viéndolo como lo que es, un patrimonio de quienes lo leemos, de quienes estamos conectados con su figura como una herencia literaria. Contra la estatua solemne queríamos rescatar al fantasma y a mí me pareció justo hacerlo en ese diálogo con Cristina.

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Diálogos y fotocopias

Tu literatura está en un diálogo permanente con otras escrituras. Estoy pensando en tus libros de ensayos o tus poemas, donde la literatura es una conversación que no se detiene nunca. Es una mirada muy relacionada con la cultura pop, pero también hay una construcción muy profunda, y a veces trágica, sobre lo que es la tradición.

Hay dos fuentes para mí en ese diálogo. Para empezar, me parece que eso es una cosa que aprecio, por ejemplo, de cierta poesía chilena. Yo aprendí mucho leyéndola de esa visión donde la distancia entre el pop y la alta cultura en muchos autores no es tan marcada como en México. Cuando leo a mis poetas chilenos más queridos siento que se mueven muy bien entre esas zonas y por eso la poesía chilena es una de mis favoritas en el mundo. Por otro lado, yo vengo de una clase popular y el pop entró a mi vida a caballo; pero también estudié literatura en una universidad muy anticuada y me enseñaron mucha literatura española, mucho Siglo de Oro. Por eso creo que en el fondo la literatura tradicional o clásica se parece mucho a la literatura del siglo XXI en ese sentido, porque roba de todos lados indiscriminada-

Fotografía de Nacho Valdez
«También siento que toda la vivacidad que tenemos, al menos en Latinoamérica, tuvo que ver con que para nuestras generaciones pudimos tener mucha

camaradería, una camaradería ruda, donde somos colegas, nos leemos, tenemos buen rollo, pero podemos decir cosas duras sobre el trabajo del otro o

no

estar de acuerdo.

A mí eso me ayudó un montón, esa sensación de pertenecer a un ámbito literario donde se puede discutir y a la vez tratar de ser generoso con los demás»

mente, como los chicos ahora, cuando se enteran de cómo eran los poemas entre Quevedo y Góngora, que se hablaban en tiraderas.

Unas tiraderas perfectas, la verdad. Exacto. Hubo una época donde yo decía que no quería ser escritor sino que quería ser DJ. Y algo de DJ hay en esto, en tomar estos pedazos y reconstruirlos y hacer otros breaks. Yo creo que eso ya está en la tradición: ya lo hizo Cervantes, ya lo hizo Eliot, que es otro poeta que para mí es importante. También siento que toda la vivacidad que tenemos, al menos en Latinoamérica, tuvo que ver con que para nuestras generaciones pudimos tener mucha camaradería, una camaradería ruda, donde somos colegas, nos leemos, tenemos buen rollo, pero podemos decir cosas duras sobre el trabajo del otro o no estar de acuerdo. A mí eso me ayudó un montón, esa sensación de pertenecer a un ámbito literario donde se puede discutir y a la vez tratar de ser generoso con los demás. No sé cómo lo ves tú, pero se trata de una cosa que me marcó mucho en mi formación.

Para mí se trata de una conversación que es permanente y que es en -

tre los vivos y los muertos, entre el presente y el pasado. También pienso que los que estamos ahora en torno a los cincuenta años crecimos y leímos en zonas de diálogo precario, en bibliotecas rotas o de quioscos, con una literatura de libros usados y fotocopias, y, por lo tanto, tomamos cada una de nuestras lecturas como si fuese un tesoro o un hallazgo, abrazándolas como si fuesen un lugar donde quedarnos.

Yo tengo mis fotocopias de la Universidad y tengo en mi drive muchísimos libros digitales, pero no los uso. Seguramente influye la edad, pero creo que también tiene que ver con la relación que teníamos con lo inaccesible que podían ser esos materiales, ¿no? Porque ahora si a mí me hablan de un autor o de una autora, de pronto tecleo su nombre y casi siempre encuentro en internet algo que puedo descargar. Y está lindo poder hacer eso, pero esa precariedad de la que hablas volvía muy urgente las cosas. O sea, yo encontraba en una biblioteca un libro de Manuel Puig y no me lo podía llevar a mi casa porque solo podía llevarme un ejemplar. Entonces tenía la sensación de que leer a Puig en ese momento era

de vida o muerte, no era algo que se podía postergar para la próxima semana porque no sabías qué iba a pasar con ese objeto. O la sensación que teníamos con las películas donde en lugar de las ochocientas opciones de streaming que hay ahora, sabías que iban a pasar una película alemana, que se supone que era genial, y la iban a exhibir cuatro días y solo a las diez de la noche, y entonces tenías que organizar tu vida alrededor de esas posibilidades.

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La voz, las voces

¿Cómo armas un libro? Hay una frase tuya que me gusta mucho: «soy un rockstar wannabe, por ello poseo el necio hábito de pensar en mis libros como si fueran Lps».

Creo que hay ahí cierta poética y para volver a lo que decías de los libros pensados como álbumes, pienso en los discos que a mí me gustan un montón, los discos de los Beatles, el «Clic modernos» de Charly García, poseen algo muy orgánico. Ahí abajo está la composición, está la sabiduría de la música, el virtuosismo, pero lue-

go está que de pronto se quedó abierta una ventana y alguien se enfermó o llegó la orden de los impuestos; y todo eso de algún modo hace un collage ahí adentro de los álbumes y los modifica. Siempre estoy trabajando varias cosas a la vez y eso me parece que vuelve todo más orgánico. Es muy raro que trabaje solo en un proyecto individual, así como independiente. Y, para mí todo se vuelve más orgánico, porque, por ejemplo, hay libros que son más matutinos y otros más nocturnos.

¿Cuáles?

Ahora estoy escribiendo guiones y trabajando los ensayos Suerte de principiante, que fue un libro muy matutino porque lo hice en capas. Son once ensayos, cada uno está basado en una charla que di. Para organizarlo corrí durante un mes, ordenando a toda prisa los materiales en mi cabeza, digamos. Entonces la cuestión no era ni siquiera escribir, sino ordenar mentalmente temas como la respiración, la rutina, etcétera; y que tienen que ver para mí con el cuerpo, con el gimnasio, con el ejercicio. Por ejemplo, el libro está trabajado muy por las mañanas. Por el contrario, casi todas las crónicas que están en Ahora imagino cosas, sobre todo en la primera mitad, son muy nocturnas y son de una escritura, más pesimista, más oscura porque yo estaba en un momento muy oscuro de mi vida cuando las escribí; y entonces también tienen esa carga. Hay mucho alcohol ahí y eso era para mí como parte del material.

Estaba pensando en Violeta Parra, que escribe su autobiografía en décimas, donde pareciese que no hubiera distancia entre su música y su biografía, entre la narración y lo que está cantando, obligándonos a reconocer esa voz sonando la oscuridad.

Me gusta mucho que la traigas a colación. Justo hace dos semanas estábamos hablando en una mesa Ga-

«Yo creo que es en ese sentido que para mí la poesía chilena me es muy entrañable; porque
los poetas, desde

creo que, en la mayor parte de

Huidobro o de antes, desde Gabriela Mistral, está puesta de modo muy potente la conexión entre lo popular y lo culto, lo elaborado. En el caso de la poesía chilena

no sé si llega antes que en la poesía mexicana, pero creo que es una noción mucho mejor asumida por la tradición. Como que hay una cultura en la poesía mexicana,

sobre todo en la crítica, que ha tratado de separar lo culto de lo coloquial, por ejemplo, y yo no encuentro eso ni en la poesía de Estados Unidos del modernismo ni

en la tradición chilena»

briela Wiener y yo de Violeta Parra y justo ella mencionó también a Violeta pensando en este delgadísimo hilo que separa, o más bien conecta, lo que pensamos que es la cultura popular de lo que se supone que es la cultura clásica. Porque a mí a veces me irrita el prejuicio en los dos sentidos. No solo el prejuicio de esa llamada «alta cultura» hacia lo popular, sino el prejuicio en la dirección contraria; como si no hubiera cosas simples y profundas en la alta cultura. Yo creo que es en ese sentido que para mí la poesía chilena me es muy entrañable; porque creo que, en la mayor parte de los poetas,

desde Huidobro o de antes, desde Gabriela Mistral, está puesta de modo muy potente la conexión entre lo popular y lo culto, lo elaborado. En el caso de la poesía chilena no sé si llega antes que en la poesía mexicana, pero creo que es una noción mucho mejor asumida por la tradición. Como que hay una cultura en la poesía mexicana, sobre todo en la crítica, que ha tratado de separar lo culto de lo coloquial, por ejemplo, y yo no encuentro eso ni en la poesía de Estados Unidos del modernismo ni en la tradición chilena. Por eso es una de las cosas que me gustan más de la poesía chilena.

Canción de tumba es un libro que yo no puedo dejar de pensar que suena siempre en voz alta y que a veces se vuelve un susurro.

Canción de tumba tiene esas capas. Parte del borrador estaba escrito en un hospital y los hospitales tienen esta mezcla extraña donde son muy silenciosos y luego son muy ruidosos, y a mí me gustaba también pensar en esa sensación orgánica del sentimiento hospitalario. Hay una tensión todo el tiempo que se va a expresar, que a veces se convierte en un grito y que a veces es muy urgente. Pero también está esta zona donde parece que no está pasando nada, la zona de los medicamentos, por ejemplo. Entonces, no es que yo lo haya empezado a hacer ahí, pero me impactó, más bien me pegó muy de cerca. Pero luego, a la hora de reescribir la novela, sí fue muy importante hacerlo en voz alta.

¿Cómo fue el proceso de escribirla?

Empecé en el 2008 y tardé dos años y medio en el manuscrito final. Pero la escritura del primer tercio, que corresponde a ese primer borrador, fue, digamos, en tres noches. Fue una cosa muy explosiva de estar en el hospital y escribir con la laptop en las rodillas. Y era una carta que yo le mandé a quien entonces era mi pareja, Mónica, porque era una forma de hacerle una confesión muy personal. Pero claro, porque soy obsesivo, después de mandársela la releí tratando de imaginar su reacción y me distraje de pensar en su reacción porque de pronto dije, oye, aquí hay un tono de novela, esto puede ser una novela. Ese tono era el de alguien que estaba dispuesto a hablar muy de cerca con su lector.

Una intimidad feroz.

Y me di cuenta de que solo podía funcionar como novela si era así, en primera persona y sin dejar nada fuera. No la podía moralizar, tenía que conservar lo que estaba ahí como base y pulirlo. Y estaba

Fotografía de German Siller

la idea de que había una confesión en el fondo, aunque no era lo único. Entonces también pensé que tenía que tener esa fuerza, esa oralidad. Por eso la novela está reescrita en voz alta. Pensé mucho en las cláusulas de la poesía, en como piensas en un verso, en ir leyendo con el ritmo de un verso, pero también con el ritmo de la conversación, como cuando te sientas hablar con alguien a decirle lo que te está pasando. También es un tema que me apasiona mucho, cómo hablamos entre nosotros. Siento que todos pasamos mucho tiempo diciéndonos cosas como fórmulas. A veces porque es necesario, porque estás dando clases, o estás en una cena, resolviendo un asunto de trabajo y tienes que seguir una etiqueta. Entonces, gastamos el lenguaje en ser formales. Pero creo que para mí la experiencia de la literatura, ese otro lenguaje que a veces está medio en la orilla, tiene una conexión de realidad que apela, cuando yo lo leo, como lector y no como escritor, a partes de mi humanidad que son muy profundas.

Vuelvo a la respiración, con la escritura y la lectura en voz alta, porque el cuerpo existe en un tiempo presente, que está existiendo con todos sus dolores, con todos tus deseos. Y ese es el momento donde se está produciendo algo en la escritura, donde se está comprobando si tiene sentido o no, algo de lo que hablas porque percibes ahí una tradición que hemos olvidado, pero ya no como una declamación, sino como el modo de encontrar la propia voz. Para mí fue una experiencia entre gratificante y dolorosa transcribir y reescribir las charlas de Suerte de principiante, que fueron primero un discurso, un rollo dicho frente a amigos, y luego darme cuenta de los errores y repeticiones, del hecho de comprobar que la gramática de la oralidad está tan llena de defectos, de ver ese punto ciego. Entonces, ese proceso me ayudó a trabajar como escritor,

pero también a ver esas cosas que no quieres enfrentar, que es la pobreza de tu lenguaje, porque para mí fue la mi experiencia principal de esa reescritura y la sensación de que tengo un lenguaje muy pobre. O sea, me idealizo como un tipo que puede entender el lenguaje y que tiene habilidad de decir y no es verdad. O sea, soy un burro que tiene un lenguaje demasiado estrecho y eso me impide acercarme al mundo. Claro, creo que es una percepción que todos los escritores tenemos en un momento u otro y creo que sin esa percepción uno no podría escribir.

La sensación de que estás fracasando. Claro. Porque debajo de eso está el anhelo, ese anhelo de entender y de poder expresar y de poder conectar con otros. Entonces, creo que la oralidad es un ejercicio de estilo y de autoconocimiento muy fuerte, muy profundo. Porque, además de esto, de transcribir y corregir lo transcrito, está toda la parte que para mí es central de la poesía en el boca a boca, la presencialidad. Entonces, me sigue emocionando mucho esta sensación de que los poetas de griegos no se extinguieron, sino que su línea directa sigue hasta el rap. De algún modo los buenos hiphoperos, los buenos raperos, te vuelan la cabeza. A mí Kendrick Lamar me vuela la cabeza. Me parece que no puede ser, que hay en él una cosa entre Joyce y Píndaro muy impresionante.

«Me sigue emocionando mucho esta sensación de que los poetas de griegos no se extinguieron, sino que su línea directa sigue hasta el rap. De algún modo los buenos hiphoperos, los buenos raperos, te vuelan la cabeza. A mí Kendrick Lamar me vuela la cabeza. Me parece que no puede ser, que hay en él una cosa entre Joyce y Píndaro muy impresionante»

DOSSIER

Excesos y adicciones en la literatura

La fiesta interior. Adicciones y excesos en la narrativa hispánica del XXI por Álvaro Luque Amo

Los hijos de la noche

(Drogas, Muerte y Literatura: la nueva ficción psicodélica) por Mateo García Elizondo

Un poco de cocaína, por favor por Daniel Jiménez

El globazo como esperanza: adicciones y otros desajustes en la literatura contemporánea por Alejandro Simón Partal

LA FIESTA INTERIOR.

Adicciones

y excesos en la narrativa hispánica del XXI

Canta, aunque sea prosa, con un tono inconfundible: «¡Oh noche! ¡Oh tinieblas refrescantes! ¡Sois para mí la señal de una fiesta interior, sois la liberación de una angustia!». Baudelaire escribe desde su trono en el palacio de la noche para celebrar la fête intérieure que trae consigo el crepúsculo, espacio de libertad casi plena y lugar sobre el que levanta un imperio poético. Traductor de De Quincey y Poe, y lector de Coleridge, fundadores tal vez de la literatura drogada, sigue la senda de los autores románticos y capitaliza la figura del escritor dado al alcohol y otras drogas que a su vez experimenta en su obra literaria con el poder de la sustancia; luego vendrán Rimbaud, Verlaine, Carroll o Stevenson, pero el padre de esta tradición seguirá siendo el parisino de mirada triste, cuya importancia resumirá Bolaño: «Baudelaire es el poeta. Baudelaire es un paterfamilias».

Casi un siglo después de la aparición de Los paraísos artificiales, en un trayecto que va de 1860 a 1959, William Burroughs publica El almuerzo desnudo. Muchos autores norteamericanos habían cultivado ya la figura del escritor alcohólico: Faulkner, Hemingway, Lowry. El paradigma es el último, Lowry y su célebre Bajo el volcán, pero ni siquiera en ese caso podemos encontrar el salvajismo de Burroughs. Dio cuenta de ello Barry Miles, quien en 1993 publicó su biografía sobre Burroughs con el título El hombre invisible, en español, pues era el idioma utilizado por los niños tangerinos para referirse al novelista, y con ese sintagma, dado que sus rasgos hacían pensar en un hombre próximo a desaparecer. Miles se refería además a las numerosas ocasiones en las que en El almuerzo desnudo se compara el estado del yonqui con el de un fantasma. Fantasmas, hombres que dejan de ser hombres. En la literatura drogada, que posiblemente sea el subgénero con más alcance de esta literatura de la adicción, abunda ese paralelismo entre adicto y fantasma que ya anticiparon Poe y el propio Baudelaire. Burroughs escribe: «Los días se deslizan, amarrados a una jeringuilla con un largo hilo de sangre…. Estoy olvidando el sexo y todos los placeres corporales precisos, soy un fantasma drogado, gris. Los chicos hispanos me llaman el hombre invisible». Es curiosa esta falta de interés por el sexo, que es la misma que lleva a Matt Dillon, en Drugstore Cowboy, de Gus Van Sant —en la que aparece el propio Burroughs—, a rechazar el sexo y preferir, frente a ello, su dosis. También la que le atribuye Mateo García Elizondo a su protagonista en Una cita con

la Lady, cuando este, yonqui en proceso terminal, confiesa que «los placeres de la carne ya no eran lo mío» y termina deviniendo, en claro homenaje a Rulfo, algo parecido —otra vez— a un fantasma.

A partir de Burroughs se consolida en la narrativa este concepto de literatura drogada acuñado por Castoldi en El texto drogado. Con él, además, están los beat. No hay que olvidar que Kerouac murió de cirrosis muchos años antes de que lo hiciera el primero, y que en su obra también hay ecos de ese personaje que muda su identidad mediante la sustancia, al igual que Allen Ginsberg le dedica versos a la bencedrina y al peyote en su famoso aullido. Tras ellos, figuran Bukowski —que convirtió esa figura del escritor adicto en un elemento pop—, Carver y Cheever formando esa constelación tan exportada del realismo sucio norteamericano. A los que se suman Hunter S. Thompson, quizás el más cómico de todos los drogoescritores, Philip K. Dick, trasladando su consumo habitual de anfetamina y LSD a los mundos oníricos de la Sci-Fi, y algunas balas perdidas, plumas raras y solitarias, como Dennis Johnson, James Fogler o, antes incluso, Hubert Selby, que llevó al extremo la oscuridad de su protagonista en Última salida para Brooklyn y cuya segunda gran novela, Réquiem por un sueño, se convirtió en un clásico del cine drogado.

Esta tradición tan robusta en Estados Unidos tiene su equivalente en otras narrativas, con autores como los franceses Vian o Michaux; los ingleses Kingsley Amis o Ballard; el ruso Agueev. Y vinculados a todos los anteriores se encuentran nombres como Anais Nin, Henry Miller o, más adelante, Catherine Millet, esta vez en novelas que reflejan conductas sexuales adictivas.

Con la llegada de los años noventa y el nuevo siglo, se produce en este tipo de literatura un giro relacionado con el cambio experimentado en el consumo de la sustancia y su repercusión social. Obras como Trainspotting, El club de la lucha, American Psycho, Vicio Propio o Vernon Subutex presentan un tratamiento diferente —más ligero, casi pop— de las adicciones y de los adictos, y además conviven con la aparición masiva de discursos vinculados a la narcotemática —de la que voy a prescindir en estas páginas—, un fenómeno que tiene su correspondencia en nuestro ámbito.

Estos temas aparecen más tarde en el contexto hispánico, si bien existen precedentes a finales del siglo XIX. El influjo francés lleva a un escritor como Alejandro Sawa a convertirse en uno de los primeros malditos de las letras españolas. Iluminaciones en la sombra, su diario póstumo, es un homenaje al «asenjo» referido por Rubén Darío en el prólogo, luz en los últimos días del ciego Sawa. El propio Valle-Inclán, que patrocinó la publicación del diario y luego basó en esa vida su obra cumbre, Luces de Bohemia, firma una de las obras más cercanas a esta literatura drogada: Pipa de Kif. Al lado de Sawa y Valle, claro, el mencionado Darío, cuyo alcoholismo lo convierte en uno de los borrachos ejemplares de la literatura hispanoamericana, y muchos de los escritores hispánicos que integran el modernismo: José del Casal, Gutiérrez Nájera, Villaespesa. También el uruguayo Quiroga, posiblemente el primer narrador de importancia en dedicarle dos cuentos a la droga: El haschich y El infierno artificial Va a pasar algún tiempo, sin embargo, hasta que aparezca el Burroughs hispano, la representación literaria de ese salvajismo autodestructivo, que cobra sentido en la figura de Leopoldo María Panero. Germán Labrador resume con acierto la legendaria trayectoria de Panero cuando en Letras arrebatadas lo define, entre los poetas de su generación, como «el que tomó más alcohol de todos ellos, el que más buceó por los abismos, sin duda el que en más manicomios fue internado, el que habitó más calles y fue apaleado más veces que nadie». Poeta adictivo y especialmente excesivo en tiempos excesivos —los años arrebatados de Zulueta y Almodóvar—, Panero va a encarnar la decadencia de su familia hasta tal extremo que incluso la etiqueta de escritor maldito se queda corta. Fue lector atento de Baudelaire, de Lautréamont, de Burroughs, de Ginsberg, incluso reconoció su interés por el denostado Bukowski, y precisamente fueron la poesía y la literatura, la elaboración de una determinada senda poética, las que salvaron los últimos y bufonescos años de Panero: «No hay, / no existe en nadie esa cosa que llaman corazón / sino quizá en el alcohol, en esa / sangre que yo bebo y que es la sangre de Cristo».

El don de la ebriedad del que hacía gala Panero dejó huella en poetas vinculados al realismo sucio, como Roger Wolfe o David González, y en músicos como Bunbury —que en 2023 ha publicado Microdosis, un libro en donde testimonia su experiencia con la psilocibina—. Tras él, llegaron algunos de los primeros prosistas, los noventeros Ray Loriga y José Ángel Mañas, posiblemente los escritores españoles más cercanos a lo beat, con novelas festivas, en donde música y droga se subordinan a la experiencia de la juventud. Este estilo, no obstante, es anterior en el contexto mexicano, en donde Marko Gloz ya habló en los años setenta de la literatura de la Onda para referirse a unos escritores, los onderos, que utilizaban un leguaje juvenil, incorporaban experimentos formales e introducían en su obra música rock y drogas psicodélicas.

El referente es José Agustín, autor de La tumba (1963) y Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973); en esta última novela, escrita en la cárcel, intenta transmitir sus propias experiencias con las drogas alucinógenas: «Y luego emergían —escribe— ojos

Ramón María del Valle Inclán. Fuente: wikicommons

flameantes rojísimos que se agrandaban hasta transformarse en manos con puñales y en bocas con colmillos sanguinolentos y órganos sexuales carcomidos y aves prehistóricas y murciélagos y moscas y ratas y cerraduras…». Años después, este camino es recorrido por los colombianos Andrés Caicedo, desaparecido tempranamente después de escribir una de las primeras novelas drogadas del contexto hispánico, ¡Que viva la música! (1977), y Rafael Chaparro, autor de Opio en las nubes (1992), una novela de tono surrealista y psicodélico.

A finales de siglo, dos nombres se vinculan de algún modo con esta estética narrativa: por un lado, el chileno Roberto Bolaño, el último gigante de la literatura en español, que prologa Los detectives salvajes (1998) con una cita de Lowry y en cuyas páginas desarrolla una versión de En el camino a la mexicana, una historia en la que su álter ego y el de Mario Santiago, los Carlo y Dean de la novela de Kerouac, son unos camellos románticos que venden droga para financiar su literatura; por otro, el cubano Pedro Juan Gutiérrez, quien publica en ese mismo año de 1998 la primera parte de su Trilogía sucia de la Habana, en la que, pese a sus evidentes limitaciones, consigue crear una estética propia en la línea del realismo sucio norteamericano.

En 1995, Mariana Enríquez da a la imprenta Bajar es lo peor, preludiada por citas de Burroughs y Henry Miller, y ya adscrita plenamente a esta tradición. El protagonista del libro es un joven yonqui, llamado Nerval, que abre sus páginas dándose un pico de heroína. Como mejor amigo tiene a Facundo, un bello y vampírico muchacho que es el motor de las acciones alrededor de la droga, el sexo y casi lo terrorífico, así como la conexión con un tercer personaje, Carolina, que completa el trío bisexual en otro de los motivos que aparecerán en Nuestra parte de noche. Drogas, sexo, terror, los ingredientes de Bajar es lo peor coinci-

den con la película de Abel Ferrara estrenada justo ese mismo año, Adicción. Preguntada años después, la autora va a sostener que decidió inscribirse en esta suerte de tradición literaria porque «no encontraba nada escrito en castellano sobre ese tipo de temas». Ignoro si Enríquez habría leído por aquel entonces a José Agustín o a Panero, pero en todo caso acierta cuando alude al hecho de que, en el ámbito hispánico, esta literatura del exceso no va a consolidarse hasta los primeros años del nuevo siglo.

En 2005, antes de que Enríquez se convirtiera en la nueva estrella de las letras hispánicas, y poco después de que Bolaño muriese, se publicó de manera póstuma una de las grandes novelas del siglo XXI: La novela luminosa, del uruguayo Mario Levrero. Esta obra es la cima de la propuesta levreriana: un autorretrato diarístico que combina su adicción a la escritura y a la informática con el consumo habitual de antidepresivos y otros medicamentos que potencian su capacidad de percepción. Levrero estaba muy interesado en la parapsicología, y en La novela luminosa describe una serie de experiencias iluminadoras que ubica en los límites entre la vida y la muerte, muy consciente de estar abriendo nuevos caminos a partir de la tradición anterior: «(…) empecé a considerar seriamente que todo lo que parece ser en Burroughs fantasía producto de la droga, no siempre lo es; y llegué a pensar que ciertos drogadictos, como él y como Philip Dick (y tal vez como yo, salvando las distancias en todo sentido), no deben su obra a la droga, sino que la droga es para ellos el escape imprescindible para poder seguir viviendo con toda esa percepción natural del universo». Tras haber rechazado una última operación, Levrero transcurrió los últimos años de su vida sabiendo que iba a morir en algún momento. Esta particular relación con la muerte, que refleja en la figura de un fantasma, lo pone en diálogo con la última novela de Mateo García Elizondo y las reflexiones que hace en este mismo número sobre muerte, droga y literatura.

En fechas similares, el barcelonés Francisco Casavella publica su trilogía del Watusi (2002-2003). Casavella es otro escritor asociado a cierto malditismo derivado de su cultivo de la vida bohemia y nocturna. Desde su primera novela, El triunfo, muestra sus deudas con Marsé al construir una Barcelona de extrarradio y descampado poblada de personajes pícaros y barriobajeros. En su trilogía del Watusi, elabora el retrato de un protagonista, Fernando Atienza, que en la tercera parte de la obra se define a sí mismo como un «drogadicto» y combina el consumo y la venta de anfetaminas con citas a Quincey, Burroughs o Kerouac, al tiempo que se rodea de pícaros valleinclanescos cruzados con los antihéroes de esta literatura drogada.

Lector de Casavella ha sido siempre Luis Magrinya, editor exquisito en Alba y autor de Intrusos y huéspedes (2005), en donde presenta el diario de un hombre de mediana edad, actor sin demasiada fortuna, que después de un tiempo sin verlo debe vivir otra vez con su hijo adolescente. Teniendo en cuenta que

se publicaron el mismo año, resulta llamativo que, como en La novela luminosa, el vehículo narrativo sea un diario —ahora ficcional— y el protagonista experimente con drogas. Dividida en tres partes, un diario inicial, un interludio, y un diario final, en el primer diario se produce la llegada del hijo a la vida del padre, y la aparición de unos amigos que van a cambiar poco a poco la vida del protagonista. En el segundo diario, el hijo es sustituido por sus propios amigos, que además se dedican junto al protagonista a construir un laboratorio de MDMA en el garaje, con el objetivo, ideado por Samantha, de sacarle el máximo rendimiento químico a la sustancia. Configurada a partir de silencios, en Intrusos y huéspedes ya no se presenta al yonqui, sino al pseudocientífico, al clasemediano que experimenta con la posibilidad de un mundo mejor a partir de la sustancia, de su consumo y también de su distribución —en coincidencia con Breaking Bad, estrenada después—. En el clímax de la novela, el protagonista le da una dosis del MDMA casero a su amigo Pablo y este, bajo la influencia de la droga, tiene una alucinación en la que cree ser abrazado por su difunto padre. Fantasmas, como Burroughs; fantasmas, como Levrero.

Pocos años después, en 2011, el mexicano Julián Herbert publica su segunda novela, Una canción de tumba, que no es sino una autobiografía modelada a partir de varias estrategias narrativas, una autonarración. En ella, el narrador protagonista comparte identidad con el autor y cuenta su vida a partir de la relación con su madre, dedicada a la prostitución y a punto de morir de leucemia. El carácter terapéutico de la confesión le sirve además para revelar sus conflictivas relaciones con las drogas: «He sido adicto a la cocaína —afirma— durante algunos de los lapsos más felices y atroces de mi vida». Con cocaína intenta suicidarse un año antes de conocer a su ya exesposa, Mónica, por la que dice haber renunciado a sus empresas autodestructivas, y a la cocaína añade una adicción al alcohol que en 2019, en su libro mezclado Ahora imagino cosas, le hace confesar: «Ya para entonces mi consumo de alcohol era constante, pero en los dos años siguientes se recrudeció. Perdí a mi familia, mi casa, el auto en cuyo estéreo escuchábamos a The Beatles, las ganas de despertar por las mañanas». Herbert, con una prosa muy estilizada y un tono de descarno autobiográfico —aunque algún crítico desorientado hablara de autoficción—, desnuda todas sus adicciones, lo que lo emparenta con otro escritor español, Daniel Jiménez, que en 2013 publicó Cocaína. En esas páginas, como comenta el propio autor en este dosier, narra su adicción a la cocaína tras la muerte de su hermana en un texto que —a diferencia, otra vez, de lo que la crítica entendió— es puramente autobiográfico. Como autobiográficos son Hasta que puedas quererte solo (2016), de Pablo Ramos, y Black out (2017), de María Moreno; ambas memorias, ambas de escritores argentinos, en las que confiesan su alcoholismo y otras adicciones en textos testimoniales de clara vocación terapéutica. Y autobiográfico es el Pericazo sarniento (Selfie con cocaína) (2017), de Carlos Velázquez, mexicano y fiel lector de José Agustín que incorpora el elemento humorístico a esta otra confesión sobre su relación adictiva con la cocaína.

La adicción ha estado presente, de igual forma, en obras que en esta revista he asociado en otra ocasión con el llamado nuevo gótico latinoamericano: entre ellas, Nefando (2016), de Mónica Ojeda, en la que la ecuatoriana lleva al extremo adicciones relacionadas con el sexo, la informática y también la droga; Malasangre (2020), de la venezolana Michelle Roche Rodriguez, en donde la adicción a la sangre y al sexo está encarnada por el vampiro; y Nuestra parte de noche (2019), en la que, de muy parecida forma, Mariana Enríquez conecta el Nerval de su primera novela con unos yonquis vampíricos, familiares y apocalípticos. En España, Luisgé Martín publica en 2012 La mujer de sombra, una novela oscura en la que el protagonista camina tras las huellas de una mujer que ha tenido una relación sadomasoquista con un amigo recientemente fallecido. La sadomasoquista es, sin embargo, la tendencia más llevadera de la obra, pues también se sugiere el interés pedófilo del protagonista en escenas de gran altura literaria y compleja lectura. El propio Martín publica en 2022, ya no en formato ficcional, sino ensayístico, ¿Soy yo normal? Filias y parafilias sexuales, libro en el que reflexiona sobre diferentes conductas sexuales y quizás responde a la confesión que otro novelista, José Ovejero, lleva a cabo en 2017 acerca de su adicción al sexo. El libro en el que este último lo hace, Drogadictos, es un recopilatorio de varios textos en los que novelistas consagrados como Juan Bonilla o Sara Mesa hablan de sus experiencias —por pequeñas que sean— con las drogas, el sexo o el alcohol. Adicciones domésticas, pues, en relatos que ya están lejos del salvajismo de los autores de la literatura drogada del siglo XX.

Otros nombres, esta vez de escritores jóvenes, pueden vincularse con esta corriente narrativa: el mexicano García Elizondo, que en la citada Una cita con la lady (2019) presenta a muertito, un yonqui rulfiano que ha llegado a el Zapotal para darse el último chute de su vida; la bilbaína Aixa de la Cruz, autora de Las herederas (2022), en donde perfila a una joven culta y eficiente con la única particularidad de estar enganchada a la cocaína; el leonés Óscar García Sierra, que pergeña en Facendera (2022) un retrato de la droga en la España rural por medio de esos botes de ladrillos vacíos que todo el pueblo consume; y el barcelonés Víctor Balcells Matas, quien en su extraordinaria Discotecas por fuera (2022) combina MDMA, informática y ciberpunk con la extrañeza de la escritura levreriana. *

Cuando escribo estas líneas acaba de publicarse el diario póstumo de Antonio Escohotado, Confesiones de un opiófilo (2023). Escohotado no es solo el gran estudioso de las drogas en español, sino también el símbolo de su desmitificación, el ejemplo de que un erudito puede compaginar la brillantez en el campo intelectual y académico con el consumo habitual —y extendido en el tiempo— de estas sustancias. Su figura y la publicación de este texto personifican el proceso que he sugerido más arriba a propósito de la literatura drogada: el salvajismo de los primeros autores, su aura maldita e incluso proscrita se ha reemplazado

«El referente es José Agustín, autor de La tumba (1963) y Se está haciendo tarde (final en laguna) (1973); en esta última novela, escrita en la cárcel, intenta transmitir sus propias experiencias con las drogas alucinógenas»

en las últimas décadas por obras en las que la droga no entorpece el discurrir cotidiano. Se trata, a su vez, de una nueva sociedad, en la que apenas existe —más allá de cierto estigma— la frecuente censura ligada a este tipo de textos en fechas no tan lejanas, lo que facilita el decir veraz, parresístico, del sujeto que confiesa sin miedo.

En su diario, titulado con ese pequeño homenaje a De Quincey, Escohotado documenta sus experiencias con la droga, y el modo en que escribe sobre ellas, el método y control que manifiesta para consumir MDMA, opio o benzodiacepinas, hace pensar en algo distinto a la adicción. Como ocurre en las obras de Levrero o Magrinya, la adicción deja paso a la autoexperimentación y a la explicación —también en el aspecto sexual, como demuestra Luisgé Martín—, y en ese cambio radica una importante clave de lectura de la narrativa actual. No es que la droga haya perdido totalmente ese aura romántica —en muchos discursos artísticos, como en el trap, todavía se mitifica su consumo—, ni que la adicción haya dejado de ser un motivo literario —como demuestra la cuantiosa producción de autobiografías drogadas—, pero muchas obras y autores ponen el foco en el conocimiento de la sustancia y en sus posibilidades como apertura a nuevos mundos. Con la gótica Enríquez convive perfectamente el analítico Levrero, e incluso en algunos casos se produce el hermanamiento de las dos tendencias. García Elizondo, por ejemplo, es el creador de un yonqui enfermo que vuelve a su particular Comala y, al mismo tiempo, el escritor que experimenta en la selva americana con drogas que le permiten afrontar un contacto diferente con la realidad e incluso una nueva forma de hacer literatura.

Esto último pone de manifiesto la definitiva asunción, en la narrativa hispánica, de una veta temática más explotada hasta hace poco en otras tradiciones. En el siglo XXI, los escritores ya se han liberado de esa angustia a la que le cantaba Baudelaire y afrontan, con la libertad que les brinda una nueva sociedad y un nuevo público, el cultivo literario de esa fiesta interior.

LOS HIJOS DE LA NOCHE

(Drogas, Muerte

y Literatura: la nueva ficción psicodélica)

Como sabe todo aquel que lo ha intentado, la experiencia psicodélica es particularmente difícil de describir. Quizás eso se deba a que describir algo es por necesidad reducirlo y contenerlo en un enunciado, porque así se vuelve posible imaginarlo. Una realidad es tan vasta o tan limitada como las palabras que tenemos para describirla. Los psicodélicos, por su parte, tienen la extraña capacidad de desenvolver la realidad, de liberarla del yugo de las palabras hasta volverla infinita. Y el infinito tiene la estorbosa cualidad de ser imposible de imaginar.

Una vez, en la Sierra Madre del Sur, en Oaxaca, un niño de seis años me contó que había hablado con los árboles durante un viaje de hongos.

¿Y qué te dijeron?, le pregunté.

Después de pensarlo un momento, me contestó: —Todo.

Esa respuesta me pareció de lo más elocuente.

Los alucinógenos, sin embargo, no hacen otra cosa más que  comunicar. La ciencia los llama moléculas, y el psicoanálisis los describe como herramientas para acceder al contenido inconsciente de la psique, pero para las tradiciones ancestrales que utilizan estas substancias los alucinógenos son en realidad espíritus: entidades vivas e inteligentes que comunican realidades normalmente inaccesibles para el ser humano. Cuando uno consume psicodélicos, se está relacionando con una inteligencia sumamente sofisticada, y no hay mejor manera de comprobarlo que dejarse poseer por una de ellas.

Los hongos alucinógenos, por ejemplo, son seres que carecen de sistema nervioso, pero que han desarrollado medios bioquímicos para «infiltrarse» en cerebros ajenos y experimentar el mundo con ellos. Se instalan en nuestro sistema nervioso, y hablan con la voz de nuestros propios pensamientos. Siempre he interpretado así la fascinación que uno tiene con los colores cuando consume hongos. No es que los colores en sí cambien, sino que al espíritu del hongo le parece novedoso y fascinante tener, por un breve periodo de tiempo, ojos humanos para poder percibirlos. El hongo habla, y puede dejar de hacerlo. Dicen que al final de la vida de la curandera y sacerdotisa María Sabina, el hongo estaba tan enojado con ella por introducirlo (al) en el mundo occidental que nunca más le habló. El hongo habla, pero no con palabras, sino a través de imágenes y metáforas,

de lo que algunos llaman visiones. Así es como nace la poesía: como la invocación de un espíritu que posee a un individuo, y habla a través de él o ella. Para esta clase de seres, las palabras son una tecnología primitiva. Esto lo entendí durante una velada de hongos en Oaxaca, cuando una curandera me arrulló durante casi seis horas con cantos en Mazateco, un idioma absolutamente incomprensible para un hispanohablante. Al cabo de un par de horas de ceremonia, empecé a entender todo lo que decía la mujer, por la sencilla razón de que ella no hablaba conmigo, sino con el hongo, y el hongo a su vez estaba hablando conmigo. A través de los psicodélicos, uno percibe la realidad (con) mediante algo que se asemeja más a la imaginación que a los sentidos. Patrick Harpur argumenta en su libro La realidad daimónica que aunque un fenómeno puede ser imaginario, eso no lo hace menos «real», y concuerdo. La imaginación es, en realidad, una forma más de percibir el mundo tal y como es. Esto puede ser difícil de digerir para una mente occidental enferma de pensamiento científico y lógica cartesiana, para la cual estas substancias son alucinógenos, y por lo tanto conducen a la locura.

Para el escritor y pintor francés Charles Duits, los alucinógenos son, en realidad, lucidógenos. Producen lo opuesto a la locura: una lucidez que puede ser aterradora, en particular si la sociedad a nuestro alrededor está loca. El miedo que uno siente durante un viaje psicodélico no es que uno se vuelva loco y empiece a perseguir molinos de viento como Don Quijote, sino que nuestro súbito arranque de lucidez nos vuelva incompatibles con una sociedad que se niega a ver a los gigantes, e intenta convencernos de que son molinos. Por desgracia, o por fortuna, al cabo de un rato siempre regresamos a nuestra locura habitual, y lo único que queda es el vago y vertiginoso recuerdo de haber estado cuerdos por unas cuantas horas. Don Quijote es un gran ejemplo de literatura psicodélica, entre otras cosas, porque trata el problema de una realidad que tiene múltiples interpretaciones, y que cambia de forma según la conciencia que la observa, y el lenguaje que la describe.

Un curandero me explicó una vez que los hongos provocan un envenenamiento que no mata al cuerpo humano, sino que

le hace creer que se está muriendo. Por eso, cuando uno los consume, siente lo mismo que un moribundo: el paso del tiempo se distorsiona, uno tiene la impresión de ver el mundo por primera vez (o por última), y surgen una serie de recuerdos y visiones a través de las cuales uno hace un recuento de lo que significó su existencia. El envenenamiento a veces culmina en una experiencia trascendental y luminosa que algunos describen, por falta de mejores términos, como la de ver a Dios, pero que también podría llamarse sencillamente morir.

Morir, según la doctrina budista expuesta en el Bardo Thödol, o Libro Tibetano de los Muertos, es una experiencia de lucidez absoluta, uno de los únicos momentos de la existencia en los que se puede observar la luz primordial, la capa más esencial de la realidad. En el bardo, ese espacio que transcurre entre la muerte y la nueva vida que le sigue, uno se enfrenta a una serie de espíritus celestiales y demoniacos que no son más que nuestro propio karma no resuelto, el cúmulo de traumas, complejos y arquetipos que han quedado flotando en nuestra psique al momento de morir. Son ilusiones, el resplandor crepuscular de nuestra propia mente extinguiéndose poco a poco. Esta descripción es sorprendentemente similar a lo que sucede durante un viaje de ayahuasca, en el que no es raro que un desfile de entidades sobrenaturales se presenten ante nosotros, e intenten enseñarnos que nuestra existencia es, en realidad, un producto mental, el resultado de cómo vemos el mundo.

Creo que los mal llamados alucinógenos, los lucidógenos de Duits, son en realidad tanatógenos: herramientas que sirven para enseñarnos a morir. La palabra ayahuasca significa literalmente «liana de los Muertos» o «liana de los espíritus», quizás porque este brebaje le permite al consumidor «morir», y por lo tanto visitar el reino de los espíritus al que van todos aquellos que mueren. El psicoanálisis entiende a estas visiones no como espíritus, sino como traumas y complejos psíquicos. Los tibetanos dirían quizás que no hay diferencia alguna entre estas dos interpretaciones. Nosotros mismos somos los que decidimos si lo que tenemos enfrente son gigantes o molinos.

No por nada Baudelaire llamaba a estos estados «paraísos artificiales», aunque cabe decir que muchas veces la experiencia se asemeja más a un purgatorio que a un paraíso Muchos se refieren a la intoxicación con yagé como una «purga», y poniendo de lado sus efectos psicodélicos, la purga física y emocional es una de sus características más evidentes. El espacio al que uno se adentra con su ayuda es literalmente un purgatorio. O, como lo llamarían los tibetanos, un bardo. Esa confrontación con la muerte es la que nos obliga a replantear nuestra relación con la vida, y es que morir es la iniciación por excelencia: no es solo el final de un ciclo, sino el inicio de uno nuevo. He ahí también por qué las drogas psicodélicas no son particularmente adictivas. No son, casi nunca, particularmente placenteras.

Según las descripciones en el Bardo Thödol, la experiencia de morir es similar, y está ligada en un bucle cíclico, a la de nacer. Ambas consisten en una sucesión de etapas distintas, entre las cuales destacan: 1) la experiencia amniótica, oceánica del feto,

asociada a una existencia paradisiaca y a la sensación de unidad con el todo, 2) la experiencia de la contracción uterina, de haber llegado a un punto más allá de nuestro control en el que «no hay vuelta atrás», y de estar atrapado en un remolino que lleva a lo desconocido, seguida de 3) la angustia sofocante, agónica y aterradora, el «juicio final» de atravesar el canal cervical, de luchar por el derecho a existir, que culmina con 4) el alivio de nacer, de emerger por fin a un nuevo y extraño mundo. Esta sucesión de eventos sigue, también, la progresión de la estructura narrativa clásica; es el «érase una vez» que se encuentra con un conflicto, un clímax y una resolución. Es, también, la progresión natural de un encuentro sexual, y muy similar a lo que sucede durante un viaje psicodélico.

En Le plaisir du texte, Barthes sugiere que la lectura de un texto debe producir el mismo tipo de «goce» que un espectáculo erótico; un goce que culmina, al igual que el sexo, con una petite mort que surge de la liberación de todas las tensiones acumuladas Un escritor no busca crear conflicto en un texto por gusto del conflicto en sí, sino para orquestar la resolución de ese conflicto; busca la petite mort del lector. Un conflicto sin

Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas.

«Vuelvo al ejemplo de los molinos de Don Quijote. Enloquecido por las novelas de caballería, Don Quijote ve gigantes en (dónde) donde debería haber molinos. Esta es, para mí, la característica principal de una ficción psicodélica: la realidad cotidiana adquiere la forma de los fantasmas que habitan la mente, de la misma forma en la que la ayahuasca toma nuestros traumas y complejos psíquicos y presenta ante nosotros un carnaval de monstruos, y espíritus»

resolución no es satisfactorio desde el punto de vista narrativo. En ese sentido, imagino que agonizar debe ser similar al sexo (o a la lectura): una acumulación de tensiones que se liberan al momento de la gran resolución, que es la muerte. Morir, entonces, no puede ser más que una experiencia placentera. Si el orgasmo es la petite mort, la muerte no puede ser otra cosa más que le grand orgasme.

Esta relación estrecha entre placer y muerte me parece clave para entender no solo por qué los humanos leen, sino por qué consumen drogas. Hablo aquí de drogas adictivas como la heroína o la cocaína, a pesar de que las considero muy distintas a los psicodélicos. A diferencia de los psicodélicos, las drogas «duras» sí son placenteras, y por lo tanto adictivas, y no solo

conducen al inframundo de manera metafórica, sino que literalmente terminan por matarte.

A partir de estas reflexiones escribí Una cita con la Lady, en la que se narra la historia de un adicto que busca la muerte a través del consumo de heroína. Opté por darle protagonismo a la heroína; no solo porque si mi personaje hubiera intentado suicidarse con hongos o marihuana, la novela habría sido considerablemente más larga, sino porque me permitía crear un conflicto en el que aquello que le procuraba placer y mantenía anclado al personaje a la vida, terminaba por alejarlo poco a poco de ella. Así, la heroína se convirtió en una metáfora, un elemento de la realidad externa que me permitía encarnar y darle forma al mismo tiempo al deseo, al placer, y a la muerte, y gracias a ella moverme a través de la tenue linea que dividía el sueño, la realidad, y la alucinación, para así obrar en el lector un descenso a un inframundo poblado de fantasmas, que al final no eran otra cosa más que los recuerdos de una vida fallida. Toda ficción es, de cierta manera, una experiencia psicodélica. Quizás una de las más potentes que existen. Leer provoca visiones y alucinaciones, nos transporta a través del tiempo y puede modificar su transcurso, y nos permite entrar en comunicación con seres inmateriales que habitan dimensiones paralelas (personajes). Si los psicodélicos son herramientas que revelan nuestros mecanismos mentales y nos ayudan a interactuar con ellos, una ficción psicodélica tendría que ser una ficción que examina los mecanismos de la psique y los vuelve parte de su universo narrativo para enfrentarnos con ellos. Es decir, una ficción que actúa como un psicodélico en la mente del lector, y que, como todo buen lucidógeno, tiene un elemento de metaficción: se interesa por los mecanismos mentales que la hacen posible.

Vuelvo al ejemplo de los molinos de Don Quijote. Enloquecido por las novelas de caballería, Don Quijote ve gigantes en (dónde) donde debería haber molinos. Esta es, para mí, la característica principal de una ficción psicodélica: la realidad cotidiana adquiere la forma de los fantasmas que habitan la mente, de la misma forma en la que la ayahuasca toma nuestros traumas y complejos psíquicos y presenta ante nosotros un carnaval de monstruos, y espíritus. Don Quijote es una obra de la literatura que, al hablar de los delirios de un lector compulsivo, está refiriéndose a uno de los mecanismos que vuelven a la ficción posible: la locura. Y es que, si la mente fuera incapaz de dividirse, de volverse loca, de soñar o delirar, la ficción no tendría el efecto que tiene sobre nosotros. Seríamos incapaces de habitar mundos simulados.

Si la literatura, como sugiere Barthes, es un fenómeno que está íntimamente ligado al deseo y la muerte, a Eros y Tánatos (ambos, según los griegos, hijos de Nyx, diosa de la Noche), mi teoría es que la literatura psicodélica, la literatura de Psique, se interesa no solo por Eros y Tánatos, sino por todos los Hijos de la Noche: por el Sueño, el Inframundo, el Miedo, la Locura, y los Sueños, entre otros. Es por necesidad una literatura de lo siniestro y lo ajeno. Se interesa por lo esotérico, lo obscuro, lo

enterrado, y lo escondido; es decir, por todo aquello que habita el reino del inconsciente. Es una especie de ciencia ficción de la conciencia, una manera de especular, no con los límites del espacio y de la tecnología, sino con las fronteras de la mente humana.

La literatura psicodélica del pasado ha consistido sobre todo en obras en las cuales las drogas tienen un protagonismo central, como Junky, Fear and Loathing in las Vegas o The Electric Kool-aid Acid Test, así como en textos literarios en los cuales los autores intentan describir sus efectos, como lo hicieron De Quincey, Michaux y Escohotado. A mí me gustaría expandir esta definición a textos que imitan los efectos de las drogas psicodélicas en su narrativa. Ha habido mucho steampunk, cyberpunk, y retro-futurismo, pero el psychedelic-punk es prácticamente inexistente. Quizás esto se deba a que aún no estamos familiarizados con estos estados alterados de la conciencia, y por lo tanto aún nos cuesta cierto trabajo describirlos. Quizás los mejores ejemplos de literatura psicodélica que se me ocurren sean Alicia en el País de las Maravillas y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Ambos relatos incorporan drogas en su narrativa, y ambos nos meten en la piel de personajes que experimentan sus efectos. En el caso de Alicia, se trata de un pastel que le permite cambiar de tamaño para atravesar la estrecha puerta hacia el País de las Maravillas, y en el caso de Doctor Jekyll y Mr Hyde, es la substancia que produce el Doctor Jekyll en su laboratorio, y que lo transforma en un ente dominado por sus impulsos más profundos. En ambas, lo que la substancia transforma no es solo la conciencia de los personajes, sino su realidad externa, o su cuerpo físico, y de lo que se habla no es de niñas con imaginaciones desbordadas o de científicos locos, sino de la cualidad plástica y maleable de la realidad en una, y de los estragos de la adicción en la otra. No me parece necesario que la literatura psicodélica mencione necesariamente a las drogas; me parece mucho más importante que actúe como ellas. Los autores que, en mi opinión, más se han acercado a describir la experiencia psicodélica han escrito una literatura que podría calificarse de visionaria: Dante, Lewis Carroll, Borges, Philip K. Dick y H.P. Lovecraft, entre otros. En sus textos, se habla de descensos a inframundos por madrigueras de conejo, de visiones del cielo y el infierno, de senderos que se bifurcan, dimensiones paralelas y distorsiones temporales, y de encuentros con entidades ajenas al ser humano cuya sola existencia provoca una especie de vértigo cósmico. Lo más curioso es que muchos de ellos nunca probaron los alucinógenos, pero aún así lograron describir los lindes de la conciencia desde una perspectiva metafórica.

El relato de Gogol, La nariz, en el que un hombre plagado por la ambición y la ansiedad social pierde su nariz y se la encuentra convertida en un funcionario del gobierno del tsar, es un gran ejemplo de ficción psicodélica, mucho más que su Diario de un

Loco, porque mientras que esta última solo retrata la locura, la otra, al leerla, nos vuelve locos junto con su protagonista. Al igual, en La metamorfosis de Kafka, un hombre que se siente ajeno a su vida y a su contexto se despierta un día transformado en insecto. Más recientemente, en La rueda celeste, Ursula K. Le Guin cuenta la historia de una persona cuyos sueños tienen la capacidad de modificar la realidad, lo cual resulta ser una manera muy elocuente de decir que los sueños son a tal punto indistinguibles de la realidad que podrían, en última instancia, ser exactamente lo mismo. En todos estos ejemplos sucede algo similar: los fantasmas de la mente se escapan de los confines del cráneo, y se vuelven indistinguibles de la realidad cotidiana.

Por su parte, los libros de Carlos Castañeda, como Las enseñanzas de Don Juan y Una realidad aparte, fueron en su momento un intento de describir el universo mágico de los psicodélicos. Creo que el gran desacierto tanto ético como literario de Castañeda fue intentar hacer pasar sus escritos por textos antropológicos cuando, en realidad, eran inventos descabellados. Aunque ese fue, también, su mayor acierto comercial. De todos los libros que llegué a leer sobre brujería y psicodélicos, los de Castañeda son los más alejados de la realidad, los que más repletos están, no de ficción, sino de mentiras. En vez de transmitir la verdad a través de una ficción, mienten acerca de fenómenos reales. El resultado final es que los libros de Castañeda no terminan por funcionar ni como buenos textos antropológicos, ni como grandes novelas de ficción.

Falta escribir más ficción de la conciencia, interesarnos por otras formas de vida, incluyendo aquellas que existen en el reino de lo psíquico y lo imaginario. Quizás este «segundo renacimiento psicodélico» que está viviendo el mundo, en el que estos compuestos están volviendo a la legalidad y encontrando nuevas aplicaciones terapéuticas también lleve a un revival de esta ficción psicodélica, una ficción en la que los psico-, oneiro- y tanatonautas son los nuevos astronautas, la Psique es la nueva «final frontier» de la exploración, y la literatura es el psicodélico ideal para explorarla.

Los escritores, por su parte, serán por necesidad los nuevos brujos y chamanes: viajeros a otras dimensiones, que dialogan con espíritus descarnados y trabajan con las fuerzas arquetípicas de la conciencia para obrar transformaciones en la tribu-sociedad. Quizás nuestro proceso evolutivo a lo largo de millones de años nos depare a los narradores convertirnos en algo parecido a hongos alucinógenos: una raza de seres que se dedican a tomar prestadas las conciencias ajenas para, a cambio, evocar en ellas visiones asombrosas. Quizás ya lo somos, de cierta manera, y algún día lo que nosotros mismos logremos escribir y reescribir sea nada más y nada menos que la realidad misma. Quizás los espíritus que habitan los hongos y la ayahuasca empezaron siendo, y seguirán siendo siempre, contadores de historias.

UN POCO DE COCAÍNA,

POR

FAVOR

No conozco a José Ángel Mañas, pero me consta que es un buen tipo. Lo vi una vez, hace varios años, pasar por debajo de mi casa cruzando a destiempo un paso de peatones. Yo había salido al balcón para fumar un cigarrillo. Era mediodía. Me estaba tomando un descanso, otro más, en la escritura de mi segunda novela, que trataba precisamente de otro escritor

de los 90: Ray Loriga. Aunque estaba demasiado lejos para percibirlo con claridad, me pareció ver que Mañas estaba llorando. Al instante me entraron unas ganas terribles de ponerme a llorar yo también.

Era el verano de 2016. A principios de ese año había publicado mi primera novela, Cocaína, un diario escrito en segunda persona sobre un aspirante a escritor adicto a la cocaína y a la escritura a partes iguales. El libro era excesivo, y en cierto modo agónico, porque la vida de un escritor y la vida de un adicto son excesivas y agónicas. No puedo negar que el libro, a primera vista, podía encuadrarse en el subgénero que algunos han llamado con el tiempo literatura drogada

Pero las continuas referencias al consumo de droga, en este caso de cocaína, eran más bien un recurso argumental para marcar el ritmo de la narración. Cocaína no era tanto, o no solo es, la historia de un adicto: es el retrato de un hombre deprimido en una época convulsa. En un contexto marcado por la crisis, la precariedad laboral y la sensación de fracaso generalizado, el narrador y protagonista, Daniel, intenta salir adelante tras el suicidio de su hermana pequeña. Los vínculos familiares rotos, la soledad no elegida, la rabia desproporcionada contra el mundo, el dolor por el duelo no zanjado, el miedo a seguir los pasos de su hermana y la obsesión por la literatura le acaban incitando al consumo indiscriminado de cocaína y alcohol, lo que le genera nuevos problemas y agrava los que ya tiene. La editorial decidió promocionarla como autoficción. No era cierto. Es una autobiografía.

Durante el año que escribí Cocaína fui adicto a la cocaína. Trabajaba en un bar casi sesenta horas a la semana, pero todos los días escribía y todos los días me drogaba. No sé si escribía para poder drogarme, o me drogaba para poder escribir. No sé cuál de las dos adicciones, a la escritura o a la cocaína, me sentaba peor. Una me llevaba irremediablemente a la otra, pero no sé cuál fue primero; cuál era el huevo y cuál, la gallina. Las dos, de diferente forma e intensidad, me han dejado secuelas.

En varios artículos que se publicaron, los periodistas hicieron hincapié en los parecidos de mi primera novela con Historias del kronen, la primera novela de José Ángel Mañas.

«Si escribo ahora sobre mi relación con las drogas es porque antes, y por encima, se valora mi relación con la literatura. Yo no escribí Cocaína para exhibirme ni para mercadear con mi intimidad. Tampoco lo hice como advertencia a las nuevas generaciones ni mucho menos como manual de autoayuda. De haberlo hecho así, seguramente habría vendido más libros y no tendría que haber vuelto a trabajar en un bar a jornada completa. Mi motivación fue exclusivamente literaria»

Nada más lejos de la realidad. Esos agudos periodistas no parecían haberse leído la novela de Mañas, o bien no se habían leído la mía, o bien no se habían leído ninguna o se habían leído las dos pero no se habían enterado de nada. Más allá del consumo de drogas por los protagonistas de ambas obras, cierta frustración generacional y un nihilismo mal asimilado, se trata de dos novelas completamente diferentes. Durante las entrevistas hice notar mi disconformidad por la comparación. Sin embargo, para la maquinaria periodística era lo más fácil de digerir. Estaban equivocados al hermanar las novelas, pero había algo imperceptible que nos había unido a Mañas y a mí.

El éxito de Mañas prefiguró una época dorada para los jóvenes escritores españoles. Quedó finalista del Premio Nadal en 1994, encabezó las listas de ventas y al año siguiente ganó el Goya a mejor guion por la adaptación de la novela. Fue entrevistado, ensalzado y también, cómo no, denostado. Se hizo famoso. Se hizo rico. Pero no era, como nos gusta decir pomposamente, un gran escritor. Después de todo, ¿quién puede decir quién es un gran escritor? Yo no. Es decir, yo no puedo decirlo porque yo tampoco lo soy. Quizá por eso me entraron ganas de llorar cuando vi a José Ángel Mañas llorando mientras cruzaba un paso de peatones a destiempo, sin esperar a que el semáforo se pusiera en verde: porque nuestro destino estaba ligeramente hermanado en el tiempo y en el espacio. Ni muchísimo menos podía compararse la dilatada repercusión de su novela con el vuelo fugaz de la mía, pero alguien había descubierto paralelismos entre ellas; entre nosotros.

El año que esnifé peligrosamente leí casi toda la literatura yonqui que pude. No solo los clásicos como Thomas De Quincey y su libro Confesiones de un inglés comedor de opio. No solo Burroughs y sus amigos beatniks. No solo las Noches de cocaína de J.G. Ballard. No solo Hunter S. Thompson e Irvine Welsh. No solo Bret Easton Ellis y Jay McInerney. Leí tres novelas de Edward St. Aubyn, agrupadas bajo el título de El padre, en las cuales la adicción del protagonista está contada tan elegantemente que crea fascinación. Leí, claro, la Fariña de Nacho Carretero. Leí la investigación de Saviano sobre cómo la cocaína gobierna el mundo titulada CeroCeroCero. Leí los Escritos sobre la cocaína de Freud. Leí aproximaciones históricas como Polvo blanco, historia cultural de la cocaína. Leí testimonios de traficantes como Ciego de nieve de Robert Sabbag. Leí antologías de poemas con cocaína como La venganza del Inca. Leí libros de viajes como La ruta de la coca, de Charles Nicholl, libros de investigación como Los reyes de la coca y Las guerras de la coca, y relatos policíacos como los tres que se incluyen en el libro también titulado Cocaína. Leí thrillers, género que nunca me ha entusiasmado, como Dinero fácil, de Jens Lapidus. Leí el libro que se tituló Pregúntale a Alice, que se publicó anónimamente en los años 70 del siglo pasado, y que es el diario original de una quinceañera adicta a las drogas. Leí un cuento poderosísimo de Horacio Quiroga que narra un diálogo imposible consigo mismo de un muerto adicto a la cocaína a punto de ser enterrado que lo único que desea es «un poco de cocaína, por favor». Leí Cocaína, manual de usuario, de Julián Herbert, una miscelánea exquisita. Leí Novela con cocaína, de M. Aguéev,

que sin duda fue el libro que más me marcó y conmocionó. Y hasta leí Diario de un cocainómano, de Gustavo Biosca, un cómico español que cuenta su adicción en primera persona, «un libro que engancha», como lo promociona la editorial a falta de otra cosa mejor.

Sin embargo, el verdadero linaje de Cocaína no proviene de los libros sobre la cocaína porque Cocaína no es un libro sobre la cocaína. Fueron mucho más influyentes y decisivos libros y autores igualmente excesivos como Memorias del subsuelo, de Dostoievski; Un hombre que duerme, de Georges Perec; El asco, de Horacio Castellanos Moya; Hambre, de Knut Hamsun; la pentalogía autobiográfica de Thomas Bernhard; los Diarios de Kafka y también, imposible negarlo, la obra y la actitud de Roberto Bolaño. Es evidente que la ópera prima de Mañas, con todos los aciertos y errores que pueda tener, no fue uno de mis modelos a imitar.

Cuando vi a José Ángel Mañas cruzar la calle esa mañana, hacía poco tiempo que había publicado su último libro, una novela negra que había tenido cierta repercusión (aunque lo que le ha devuelto a la rueda mediática han sido las novelas históricas que ha ido publicando en estos últimos años). Se había vuelto a hablar de él por el estreno de un documental sobre los escritores de su generación que eclosionaron a mediados de los noventa titulado Generación Kronen. Yo fui a una de las proyecciones que se hicieron y salí con unas ganas irrefrenables de dejar de escribir. Todo esto, pensé, ¿para qué? La escritura, los premios, la fama, el dinero, las drogas, ¿para qué? ¿De qué sirven?

En dicho documental se ve a Pedro Maestre confesando que tiene once novelas inéditas y que si no logra publicar alguna tendrá que buscarse un trabajo para vivir; a Pablo González Cuesta relatando los incumplimientos de sus contratos de publicación que le llevaron a desistir y largarse a Chile; a Paula Izquierdo añorando los tiempos en que los escritores podían vivir de los anticipos; a Marta Sanz lamentando que los escritores siempre serán unos muertos de hambre; a Javier Azpeitia saludando el fin de la relevancia de los escritores y de sus novelas como algo coherente con los tiempos que nos ha tocado vivir, y remarcando, con ironía o no, imposible saberlo: «Y está bien que sea así».

Al escuchar las declaraciones de varios de los entrevistados, me enteré de que muchos de ellos no tenían la sensación de pertenecer a un grupo o tendencia, y además preferían no hacerlo. Algunos se niegan unos a otros, se quitan valor, se desmarcan, se ridiculizan. Lo más desolador del documental es comprobar que los jóvenes siempre están perdidos cuando entran en el mundo de los adultos, un mundo donde las reglas las ponen otros cuyos intereses nunca están del todo claros, y cuando lo están resulta difícil de creer. Lo más asfixiante es certificar que la literatura del exceso, y la nueva narrativa de los 90 desde luego lo era en muchos

sentidos, tiene fecha de caducidad, y que los escritores jóvenes no somos más que artefactos imperfectos en manos de niños cabreados. Juguetes rotos, como alguien dice sobre el propio Mañas. El verdadero valor de ese documental, lo que de alguna forma le da sentido a nuestra vida y a nuestro empeño por seguir escribiendo, es la actitud de Mañas, a quien el director le dedica más metraje y se convierte en el protagonista. Mañas habla despacio y se mueve tranquilo y sin nostalgia por los recuerdos de una época que pudo ser suya y que ya no lo es. «Porque se acabó la fiesta», como afirma en un momento dado Juana Salabert, lo que aplicado a nuestra época genera dos reflexiones: una, trágica, y es que casi todos los escritores somos estrellas fugaces; otra, esperanzadora, y es que, para algunos, la muerte mediática no es el final de este valle de lágrimas que es la escritura. Casi al final de la cinta, el director del documental le pregunta a Mañas qué pinta él en el mundo literario. Y entonces Mañas responde sereno, con la hechura que dan las decepciones: «Nada. No pinto nada».

Quizá por eso lloraba Mañas la mañana en que lo vi cruzando a destiempo un paso de peatones debajo de mi casa. Pero también puede que no fuera Mañas. Cada vez veo peor de lejos y no llevaba las gafas, y puede que fuera un simple paseante que acababa de discutir con su pareja o había descubierto que tenía una enfermedad incurable o le habían echado del trabajo o qué sé yo. Lo más probable es que no fuera Mañas y que en algún lugar estaba escrito que yo, esa mañana de julio, debía ponerme a llorar como un niño, como un desheredado, sencillamente porque sí, porque somos estrellas fugaces, porque llevaba días sin querer escribir y porque nada de lo que escribía tenía sentido, porque me había acostumbrado a escribir drogado y todo lo que escribía estando sobrio me parecía tremendamente aburrido y no menos excesivo, solo que en los textos que acabaron siendo mi segunda novela lo que de verdad era un exceso era yo mismo, pero sobre todo lloraba porque mi pareja estaba cada vez más harta de que no fuera capaz de remontar y en vez de eso me pasara todo el día en pijama deambulando por la casa, sin apenas comer, sin leer y sin hacer nada de provecho salvo escribir una novela para resarcirme o para vengarme porque empezaba a ser consciente, igual que Mañas, de que yo no pintaba ni pintaría nada en el mundo literario.

Es cierto que, gracias a Cocaína, gané el II Premio Dos Passos. Me dieron doce mil euros y entré a formar parte del catálogo de Galaxia Gutenberg. Conseguí ser representado por la agencia literaria Dos Passos. Dejé el trabajo en el bar y borré el teléfono de Andrés, mi adorable y fiel camello. Me apunté a un gimnasio y me propuse hacer vida de escritor, pero esta vez sin excesos. Leer, escribir, pasear. Rentabilizar mi adicción a la escritura. Profesionalizar mis esfuerzos. Hacer carrera. Desintoxicarme.

Nada de eso me resultó fácil. Cocaína me abrió algunas puertas y me cerró otras. Casi diez años después y cinco libros más publicados, sigo siendo el autor ese que escribió aquel libro donde se ponía fino de cocaína. Las pocas veces que me llaman para escribir una colaboración en la prensa, como en este caso, me piden que escriba sobre mi relación con las drogas. Me han llegado a proponer participar en un programa de televisión más bien escabroso sobre el elevado consumo de drogas entre los jóvenes, como si yo tuviera alguna respuesta, como si yo fuera un sociólogo o un psicólogo o, ya puestos, un camello. No me molestó la propuesta, pero decliné la invitación. Era una manifestación evidente del estigma asociado a los consumidores y a los adictos a las drogas. Un estigma que no se reproduce con los adictos a otras sustancias o comportamientos igualmente erráticos aunque legales. Si escribo ahora sobre mi relación con las drogas es porque antes, y por encima, se valora mi relación con la literatura. Yo no escribí Cocaína para exhibirme ni para mercadear con mi intimidad. Tampoco lo hice como advertencia a las nuevas generaciones ni mucho menos como manual de autoayuda. De haberlo hecho así, seguramente habría vendido más libros y no tendría que haber vuelto a trabajar en un bar a jornada completa. Mi motivación fue exclusivamente literaria. Lo importante de mi experiencia con las drogas no era mi testimonio más o menos realista, más o menos morboso, sino mi experiencia con la escritura, el trabajo con el lenguaje, los hallazgos formales, si los había, y la estilización de mi estilo, si lo tengo; es decir, mientras aspiraba cocaína y escribía que escribía y que aspiraba cocaína, lo único a lo que aspiraba realmente era a convertir en buena

literatura la peor época de mi vida. Me gustaría pensar que lo conseguí.

Al fin y al cabo, Mañas, o quien fuera la persona que vi aquella mañana de julio de 2016 cruzando un paso de cebra a destiempo, tiene razón. Se puede llorar en plena calle, a moco tendido, con rabia y desesperación, pero un escritor que aspira a ser un gran escritor, o un escritor que simplemente quiere vivir de su escritura, no puede pararse y esperar a que el semáforo se ponga en verde. Tiene que caminar, caminar y caminar y seguir caminando y seguir escribiendo y no detenerse jamás.

Thomas de Quincey, autor de Confesiones de inglés comedor de opio.

EL GLOBAZO COMO ESPERANZA: ADICCIONES Y OTROS DESAJUSTES EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA

La vida es, entre otras cosas, mala y angustiosa. Y esa maldad nos justifica, y también nos protege. Escribe Robert Arlt en Los siete locos que el mal afirma nuestra presencia en la tierra, porque el mal es un privilegio. La literatura nace de ese privilegio, de ese pulso entre lo bueno y lo maléfico, que nace del desajuste, que brota de la preocupación. La vida, decía el profesor Manuel García Morente en sus clases, es el único ente absoluto. La vida es ocupación, y muchas de esas ocupaciones se han ido centrando, especialmente a partir del siglo XIX, en distintas formas de anestesias para sobrellevar ese mal, para luchar contra los sometimientos de la vida moderna, esa exigencia incansable y muchas veces criminal del capitalismo salvaje. Desde la extensión del opio en el siglo XIX, al ludismo de la cocaína, los centros de alcohólicos anónimos o los ansiolíticos, a esta nueva era de todo lo que acabe en «pam», las pastillas de éxtasis, MDMA, tusi (combinación de ambas y de lo que allí por ahí), popper o nuevas formas de relacionarse con ellas como el chemsex, el ser humano lleva siglos intentando dar con otra realidad, con un desvío para dejar durante un rato en suspense nuestras circunstancias o penas, para dejar de ser, al menos momentáneamente, lo que no se está seguro de ser ni de alcanzar. Ese contexto y evolución de los estupefacientes queda manifestada en la literatura, que no ha dejado de ofrecer y mostrar el contexto de las adicciones y de sus consecuencias sociales, culturales o políticas. En el año 2020, Benjamin Labatut publicaba Un verdor terrible, que arranca así:

«Durante un examen médico realizado en los meses previos a los juicios de Núremberg, los doctores notaron las uñas de las manos y los pies de Hermann Göring estaban teñidas de un rojo furioso. Pensaron que el color se debía a su adicción a la dihidrocodeína, un analgésico del que toma-

ba más de cien pastillas al día. Según William Burroughs, el efecto era similar al de la heroína y al menos dos veces más fuertes que el de la codeína, pero con un hilo eléctrico parecido al de la coca, razón por la cual los médicos norteamericanos se vieron obligados a curar Göring de su dependencia antes de que compareciera frente al tribunal» (Labatut, 11).

O Mariana Enríquez, en Bajar es lo peor: «Siempre es tan complicado picarse solo, pensó Narval. (…) Siempre es tan complicado picarse borracho, pensó. La cucharita le temblaba en la mano, la impaciencia no le dejaba cargar la jeringa» (Enríquez, 36). La jeringa como imagen y símbolo de una época de liberación y muerte, la de los años setenta y ochenta. Luis Antonio de Villena también se apoyó en la jeringa para narrar en Malditos (Bruguera, 2010) el concierto que Lou Reed ofreció en Madrid, al que asistió junto al poeta Eduardo Haro Ibars. Ambos acudieron al camerino a saludar a su ídolo, y cuando vieron al músico norteamericano y yonqui buscándose la vena, dieron media vuelta y no le interrumpieron. Eran los años del globazo y la psicodelia. De esa manera, Psicodelia, titula su novela el escritor valenciano Juan Lagardera, donde recoge a un grupo de veinteañeros experimentándolo todo a mediados de los setenta: «Rafa había sacado de su cazadora un papel cebolla que envolvía una extraña bola verdosa. -Es opio, me lo han dejado para probarlo, pero vale una leña… el que quiera una porción, cuesta 300 pesetas» (Lagardera, 123). La pipa y el chute marcaron en España el límite de lo moral, la separación entre la enfermedad y la esperanza, entre lo lúdico y lo venenoso. La palabra «moral» viene del sustantivo latino mos-moris que significa «costumbre, hábito». La adicción es un hábito. La adicción puede ser moral. Lo moral del dependiente es la costumbre de no depender de su realidad, de olvidar el hábito de su incertidumbre, de sus miedos, de su vulnerabilidad. Esa an-

siedad de ser arrastra al temor a no ser, el temor a la nada y a la necesidad de lo inesperado, que es de lo que depende todo ser humano, de las sorpresas del mundo, y de la capacidad para hacer de esa sorpresa convivencia, rutina renovada, de nuevo, ocupación, quehacer. La vida está por hacer, y la droga tiene la capacidad para orientar al futuro sin necesidad de futuro. Es el estímulo de eternidad, el ictus del tiempo. El himno laudes ya lo dice bien: dame la potestad de comprender el día. Es decir, permíteme, Señor, que me sorprenda, que la sorpresa alumbre mi camino. Esa búsqueda creciente de otros estímulos viene dada por una sociedad adicta al constante frenesí, a lo que se puede llevar por múltiples caminos, pero el más rápido, directo y paliativo es el consumo. También -el consumo- es lo que requiere de menos sacrificio, el que peor reconoce las bondades del mundo, los milagros cercanos del planeta. Ya el monje benedictino Lluis Duch advertía de los riesgos de no leer la vida en clave poética sino con el aliento de la oferta y la demanda en el cogote, es decir, de la insatisfacción perpetua: «Dios se torna superfluo porque el capitalismo como religión ofrece sin cesar equivalentes funcionales de la providencia de Dios. Tiene sin embargo el inconveniente de que no habla el lenguaje del amor, sino exclusivamente el lenguaje de lo económico» (Duch, 38). Ese capitalismo sin control estrecha la vida y su misterio, nos reduce al resultado; nuestras ocupaciones nacen de nuestras preocupaciones y ese miedo, esa preocupación anticipada, como lo definió Aristóteles, nos empuja a la búsqueda, a la no indiferencia, al afán de vivir. Ese afán, tensión entre la euforia y la derrota personal, nos abre las puertas de lo celestial y también nos baja a los peores sótanos de la condición humana. Ese afán de vivir es dirigido por la dependencia de los otros, con nuestra interdependencia, con asumir conductas ajenas como propias, es decir, vivir en la metáfora, definir una cosa en los términos de otra: placer como muerte, viaje como irrealidad, remedio como destrucción. Cuando recurrimos a una cosa de manera repetida por el placer que ello nos provoca, solemos decir que estamos «enganchados» a eso, no concebimos el placer sin ese compromiso diario con esa persona o sustancia, con esa energía. La literatura contemporánea ha girado en torno a un puñado de obsesiones que tienen que ver con el deseo, la muerte, el desamor, la relación paterno filial, las dependencias. La literatura pone límites y palabras al dolor o a la esperanza para que en ese recorte de superficie acaben formando un mundo mucho mejor que el que ahora conocemos, un mundo entre cuyas lindes podamos vivir en paz. Rosa Montero apunta en el libro La ridícula idea de no volver a verte: «Yo ahora sé por qué escribo: para intentar otorgarle al Mal y al Dolor un sentido que en realidad no tienen» (Montero, 52).

Así se comporta el jardín, así se comporta el paraíso, que significa jardín. El jardín de mi recreo, el paraíso y el pecado. Nuestras vidas están rodeadas de acciones y pasiones, empresas o ansiedades que nos incitan a la adicción, al consumo, a ese juego del que si no somos jugadores somos muertos. La literatura ha sido el espacio desde el que explicar esas convul-

siones, esas ansiedades silentes. El escritor Rodrigo Cortes lo define así en su libro Verbolario: «Adicción, f. Afición de la buena» (Cortés, 22). La adicción entendida como ética del mundo; de una manera similar e iguala de sencilla la entendía el profesor George Moore, que definía la ética como la investigación de lo bueno. Lo bueno para los buenos, escribe en un verso el poeta de Salamanca González Iglesias. De esta manera, podemos entender la adicción como victoria contra la finitud, como mecanismo para desaparecer sin dejar de existir, como búsqueda de la felicidad por la vía negativa, por el beatus ille, evitando los males y sufrimientos, o lo que el antropólogo Marc Auge entendió como ausencia de infelicidad, la tregua, la pausa. Justo eso, tregua, pausa, también descanso, es el alivio de las personas pacientes, de las personas dependientes, de las personas enfermas, de las personas pasivas. Dependemos de lo que no vemos. Ya Pascal Quignard advierte de que el arte ve lo ausente. Ese es el destino de las sustancias alucinógenas, ver lo ausente, atender a la otra mitad de lo visible. El amor o la alegría, agentes ausentes, realidades efímeras, justifican nuestra existencia. Así, La vida ausente, tituló su libro el escritor argentino Guillermo A. R. Carrizo, novela que narra la desesperanza juvenil a partir de un protagonista que poco a poco va abandonando los estudios para no dedicarse a nada, para vivir en una forma de ausencia, de sumisión a lo inexistente. Tras muchas relaciones y encuentros, el chico conoce a Marina, que cuida de niños. Ambos, para estar cómodos y tranquilos, suelen dar barbitúricos a los chicos que ella cuida, pero a uno de ellos les

La vida ausente, Una novela de la desesperanza juvenil de Guillermo Carrizo

proporciona una dosis más alta de la adecuada y muere. Marina es condenada mientras que el protagonista sale indemne.

El filósofo Antonio Escohotado solía repetir en sus apariciones en televisión que el problema no era la sustancia sino la dosis, el tránsito entre el «esto no me sube» y la sobredosis es muy breve. El uso de sustancias como cotidianidad, como forma de estar en el mundo y relacionarse con él para deshacerse de la rutina, es algo que también está en la narrativa del joven escritor francés Éduard Louis, uno de los autores con más proyección en la literatura europea actual:

«Tu padre no fue el primero en tener problemas con el alcohol. El alcohol formaba parte de tu vida antes de tú nacieras, las historias relacionadas con el alcohol se repetían a nuestro alrededor, los accidentes de coche, los resbalones mortales en el hielo al volver de una cena regada con vino, las violencias conyugales provocadas por el vino y el pastis y otras historias más. El alcohol cumplía la función del olvido. El mundo era el responsable, pero cómo condenar al mundo, a ese mundo que imponía una vida que la gente de nuestro alrededor no tenía más remedio que intentar olvidar -con el alcohol, por el alcohol. Era olvidar o morir, u olvidar y morir (Louis, 26)».

Sobre el olvido o la búsqueda del bienestar, o de la tranquilidad, o de la desaparición, a través de los ansiolíticos trata la multipremiada primera novela de Tatiana Țîbuleac, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta, 2019), donde Alesky recuerda el último verano que paso con su madre:

«Sin embargo, lo que más me gustó de aquella semana en la que no solo viví la recuperación clandestina de la mano, sino también la primera sensación de felicidad pura de mi vida, no fueron las palomitas ni las historias, sino los calmantes de mi madre. Eran unas pastillas blancas, opacas, con cinco lados iguales y un sabor dulce-lechoso (Țîbuleac, 69)».

El alcohol ha sido otra de las adicciones más tratadas o celebradas en la literatura contemporánea, desde El gran Gatsby hasta los últimos títulos publicados, desde el vino tinto Don Simón de almuerzos sobre un hule verde hasta los cócteles más glamurosos. «La gente sobria no es para mí», decía el actor Peter O´Toole, del que se cumplen diez años de su muerte y quien se pasó la vida compaginando las borracheras nocturnas con los rodajes a primera hora. O el caso de Montgomery Clift que combinó el éxito profesional con su dependencia hacia las drogas y el sexo más duro. El desenlace era inevitable, murió a los 45 años. Otro caso es el del escritor Frederick Beigbeder, que en enero del 2008 fue detenido a las puertas de una discoteca parisina por posesión de cocaína y tuvo que pasar un par de días bajo detención preventiva. La experiencia la acabó volcando en Una novela francesa, por la que recibió el premio Renaudot. Pero este reconocimiento no reorientó al francés que recientemente ha sido detenido por abuso sexual. Ya está actitud posesiva hacia las mujeres y destructiva consigo mismo asomaba en la novela El amor dura tres años, publicada por Anagrama, donde escribe: «Durante mucho tiempo, mi único objetivo en la vida fue autodestruirme. Hasta que, en una ocasión, sentí deseos de ser feliz» (Beigbeder, 53). Hay ocasiones en que los ocasos personales abren el camino a las excelencias profesionales, aunque esas excelencias no protejan de los abismos, o de los bordes que confirman los precipicios, como dice un verso de Piedad Bonnett. Las copas y sus elixires, los excesos, forman el sentido de muchos de nuestros libros: «Algunos compañeros decían que Merleau bebía. Supongo que sacaban esa conclusión de la botella de whisky Macallan sobre la mesa» (Tallón, 16). El alcohol y su lucha contra él ha estado muy presente en la obra, y por ende en la vida, de Manuel Vilas, que exhibió su adicción a la bebida tanto en su narrativa como en sus poemas; fue en su celebrada novela Ordesa donde confirma la curación tras el hundimiento: «Llevo mucho tiempo sin beber. Creí que no lo conseguiría, pero lo he conseguido. Hay ocasiones en las que me apetece muchísimo tomarme una cerveza, una copa de vino blanco muy frío. La bebida me estaba matando. Iba a ella de forma compulsiva, buscando el fin. Reaccioné. Ahora sigo sufriendo, pero no bebo» (Vilas, 34).

Antonio Escohotado, autor de Historia general de las drogas.
Fuente: wikicommons

El olvido como atajo a la conquista de la felicidad, como herramienta para atreverse con las promesas y no engarrotarse con los anhelos. El olvido como forma de reparar la posibilidad del futuro: «Si nos duele el futuro es porque nos aferramos al vago recuerdo de una promesa incumplida» (Garcés, 46). Las adicciones están formadas por recuerdos, por conflictos no reparados. La autodestrucción es la confirmación de que el pasado decide nuestro presente. Recientemente, en una lectura en Madrid, la madre del escritor Jacobo Bergareche le rogaba que escribiera alguna novela en la que no hablara de muerte, sexo y drogas. Habrá que ver si le hace caso. De momento, su último libro narra el encuentro entre un hombre y una mujer en un burning man, fiesta de estilo contracultural o hippy, también inspirada últimamente en las raves, en la que los asistentes tienen sexo y consumen alucinógenos. Esas fiestas, a las que suele acudir un público privilegiado y pudiente, un público pijo, buscan una deconstrucción de las conductas heredadas, una interrupción de nuestras vidas abominables: «Ya, ya, gracias… Ahora ya puedo hablar. -No pudo decir más porque ella le metió algo duro y amargo en la boca-. Qué es esto -balbució con aquello en la punta de la lengua. Ella le dio agua. -Trágalo, sabe muy mal… -Qué me va a hacer. -Te hará feliz» (Bergareche, 30). Y en su primera novela, Estaciones de regreso, escribe: «Mientras espero a que me lleguen los primeros efectos levitantes del MDMA, sopeso si entregar el creciente caudal de mi conciencia a una minuciosa observación sobre las primeras veces» (Bergareche, 32). El MDMA se ha considerado como la droga de la felicidad. Ha sustituido a esta última como la vía hacia el mayor placer posible y la más exigente minimización del sufrimiento, del dolor. Pocos afanes como este, como minimizar el sufrimiento, igualan tanto a la población mundial. Buscamos el buen vivir y ese buen vivir es cada vez más exigente, más implacable. Wilhelm Schmidt recuerda que La enciclopedia francesa, editada en 1751, en su artículo sobre la felicidad se plantea la pregunta de si cada uno de nosotros no tiene incluso el derecho a ser feliz según su propia concepción. Y efectivamente el derecho a la búsqueda de la felicidad, abreviado como derecho a la felicidad, logró entrar en la declaración de independencia americana de 1776 (Schmidt, 17). Pero con el derecho a la vivienda por confirmar, el de la felicidad suena a entelequia o casi a provocación. Y a falta de sentir felicidad, nos hemos limitado a definirla, que es lo mismo que imaginarla. En esa proyección, las drogas y su negación de vida como forma de vida ha sido un ideal que ha acompañado (y destruido) a muchas generaciones. José María Eguren escribe que «el ideal de la vida tiene algo de muerte. El ideal de la muerte es una aspiración al infinito» (Eguren, 178). El infinito confirma lo eterno. La eternidad no es una mera interrupción del tiempo, sino un merecimiento. La eternidad es el sueño lisérgico de los que buscan la confirmación de lo que palpita. Y lo vivo es el requisito de la felicidad. En su novela Crematorio, Rafael Chibes escribe: «Platón decía que somos seres infelices que buscan la mitad de la que fueron desgajados, pero nuestra infelicidad no viene de una mutilación, sino

de nuestra conciencia» (Chirbes, 327). Las adicciones moldean esa conciencia. Chirbes presentó en sus novelas los adentros más humanos de sus personajes rotos:

«Juan no sabía de dónde conseguía Federico las drogas: cocaína, alcohol, un muestrario de pastillas y polvos de todas las clases. (...) Juan piensa de Federico: es un agonizante. Tiene la misma edad que su suegro, quizá un año o dos más, en cualquier caso, poco más de setenta, pero está completamente deteriorado, su suegro casado con una mujer casi medio siglo menor que él, llevando todo el peso de la empresa, y Federico agonizando o poco menos, calcinado por las alas de un ángel medio siglo más joven que él, cuidado por un enfermero treinta años menor que él. (Chirbes, 339)».

En su libro póstumo Paris-Austerlitz, narra la relación entre un artista burgués nacido en España y Michel, un obrero francés enfermó de sida: «En aquel bar, discreto, esquinado, se traficaba, se consumía y vendía cocaína y hachís, carne humana de todos los sexos y edades y mano de obra en todos los estadios de la ilegalidad» (Chirbes, 11). Y más adelante continua: «Michel gime como si estuviera enfermo o drogado cuando empujo para meterme en él, y yo, también enfermo y drogado, quiero ir más allá, hacer un interior imposible. Es hermoso disponer libremente de un cuerpo» (Chirbes, 118).

Otro autor que se fue de este mundo demasiado pronto, el poeta Alfonso Costafreda retrató bien aquellas inercias sostenidas entre la elevación y la desesperanza: «entrará el mar lentamente en mis venas / oh nadador que esperaste la noche / y la soledad para medir tus fuerzas» (Costafreda, 187). Javier Cercas lo dijo de manera más explícita en El impostor: «La ficción salva y la realidad mata» (Cercas, 297).

Bibliografía

Bergareche, Jacobo, Estaciones de regreso, Madrid, Círculo de Tiza, 2019. Las despedidas, Madrid, Libros del Asteroide, 2023.

Cercas, Javier, El impostor, Barcelona, Penguin Random House, 2014. Chirbes, Rafael, Crematorio, Barcelona, Anagrama, 2010.

—Paris-Austerlitz, Barcelona, Anagrama, 2016. Costafreda, Alfonso, Poesía completa, Barcelona, Tusquets, 1990. Duch, Lluis, El exilio de Dios, Barcelona, Fragmenta, 2017.

Eguren, José María, Motivos, Madrid, Huerga y Fierro, 2008.

Enríquez, Mariana, Bajar es lo peor, Barcelona, Anagrama, 2022.

Garcés, Marina, El tiempo de la promesa, Barcelona, Anagrama, 2023. Lagardera, Juan, Psicodelia, Valencia, Contrabando, 2022.

Louis, Édouard, Quién mató a mi padre, Barcelona, Salamandra, 2019.

Montero, Rosa, La ridícula idea de no volver a verte, Barcelona, Seix Barral, 2022.

Schmidt, Wilhelm, La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida, Valencia, Pre-Textos, 2007.

Tallón, Juan, Rewind, Barcelona, Anagrama, 2020.

Țîbuleac, Tatiana, El año en que mi madre tuvo los ojos verdes, Madrid, Impedimenta, 2019.

Vilas, Manuel, Ordesa, Madrid, Alfaguara, 2018.

SEGUNDA VUELTA

La escritura o la vida, DE JORGE SEMPRÚN

El 11 de abril de 1987 fallecía Primo Levi, en lo que algunos consideran suicidio y otros accidente. Ese mismo día Jorge Semprún escribía, para dejar reposar durante cinco años, las primeras páginas de La escritura o la vida , libro seminal en su bibliografía. Cuarenta y dos años antes, el 11 de abril de 1945, tres oficiales se encontraban cara a cara con Semprún, entonces un joven de veintiún años que había sobrevivido a las torturas de la Gestapo, la deportación y dos años de horror en el campo de concentración de Buchenwald. Ese encuentro entre los oficiales en uniforme británico que llegaban para liberar el campo y el joven en harapos al borde de la extenuación, había quedado reprimido, a la fuerza, en la memoria de Semprún.

En el capítulo de La escritura o la vida titulado significativamente «El día de la muerte de Primo Levi», Semprún narra que ese 11 de abril de 1987 se encontraba escribiendo un fragmento de lo que se convertiría en Netchaiev ha vuelto , novela en la que Buchenwald no tiene un lugar destacado, es apenas una mención. Cuenta que, según comenzaba a escribir la llegada del ejército aliado al campo,

su voz narrativa cambió: «A partir de ese momento, en efecto, la escritura se había orientado hacia la primera persona del singular». Así, el yo se apoderó del relato y su «memoria devastada» irrumpió, con el consecuente malestar que ese tipo de recuerdos dolorosos le causaban (cuántas veces repetirá durante La escritura o la vida versiones de esta afirmación: «la escritura me ha vuelto de nuevo vulnerable al desasosiego de la memoria»). Después de completar quince páginas, en el transcurso del mismo día, el día en que fallecía su admirado Levi, Semprún abandona: «a las cinco y cuarto con toda exactitud, comprendí que no iba a conservar las páginas escritas... Dejé a un lado esas páginas. Me expulsé del relato... Volví a la tercera persona de lo universal». Y es así como aparece el encuentro entre los oficiales aliados y el joven Semprún en Netchaiev ha vuelto , narrado en una tercera persona desapasionada. Pero este no será el final de las páginas escritas aquel 11 de abril. En 1992 Semprún vuelve por primera vez a Buchenwald, cuarenta y siete años después de sus vivencias en el campo. La visita supone una explosión de recuerdos y un hallazgo luminoso —entiende uno de los posibles

«Ahora entiendo mejor el pensamiento de Semprún: es así como el testimonio trasciende el recuento de la vivencia, aunque también lo sea, y se convierte en la forma más profunda de indagación sobre qué significa ser humano»

«En 1992 Semprún vuelve por primera vez a Buchenwald, cuarenta y siete años después de sus vivencias en el campo. La visita supone una explosión de recuerdos y un hallazgo luminoso —entiende uno de los posibles motivos de su supervivencia— que incentivan el deseo de rememorar y escribir. Esta vez el yo se impone, reclama su espacio, exige atender a la memoria, a pesar del malestar y del desasosiego: “tenía que sumergirme otra vez en esta prolongada tarea del duelo de la memoria. Interminable, una vez más”. Las cuartillas relegadas a un cajón en 1987 reemergen para dar inicio a lo que en ese primer momento Semprún había titulado

“La escritura o la muerte”»

motivos de su supervivencia — que incentivan el deseo de rememorar y escribir. Esta vez el yo se impone, reclama su espacio, exige atender a la memoria, a pesar del malestar y del desasosiego: «tenía que sumergirme otra vez en esta prolongada tarea del duelo de la memoria. Interminable, una vez más». Las cuartillas relegadas a un cajón en 1987 reemergen para dar inicio a lo que en ese primer momento Semprún había titulado «La escritura o la muerte». Y así, con una fuerza inusitada, comienza el relato de La escritura o la vida : «Están delante de mí, abriendo los ojos enormemente, y yo me veo de golpe en esa mirada de espanto: en su pavor». A través del yo testimonial y el uso del presente como tiempo verbal, nos situamos inmediatamente, también nosotras, delante del joven Semprún. El pasado se hace presente. Yo también abro los ojos enormemente y me asomo a su mirada de testigo del horror en una nueva relectura. He perdido la cuenta de cuántas veces he leído esta obra que no deja de enseñarme, iluminarme y conmoverme. Cada relectura tiene un hallazgo. Cada relectura, también, inevitablemente, me arrastra a un estado de vulnerabilidad y desasosiego por la lucidez de Jorge Semprún, por su palabra poética y por la capacidad de transmitir, a través del lenguaje literario, la marca traumática de la experiencia concentracionaria. Paradójicamente, creo que cuanto más profunda y radical siento esa «transferencia», más disfruto la lectura de La escritura o la vida.

Pero antes de continuar con estos apuntes personales, repasemos algunas consideraciones generales sobre la obra. La escritura o la vida es un libro de estructura compleja en torno al recuerdo de Buchenwald y los momentos posteriores a la liberación, con frecuentes saltos a un futuro más lejano en la vida del autor y digresiones filosóficas en torno a la experiencia del campo, la comprensión del mal, el valor del testimonio cuando este se eleva a arte, la relación entre memoria y escritura y otras cuestiones relacionadas. El eje de la narración es la disyuntiva que evoca el título y a la que se enfrenta el joven superviviente incluso antes de conseguir la libertad: escribir sin revivir la experiencia del campo es imposible, la escritura está atravesada, irremediablemente, por la memoria y esa memoria, en el momento cercano a la vivencia, es inasumible, tiene un poder mortal. En suma, escribir le empu -

ja hacia la muerte; la vida es imposible sin olvido. Con una claridad desconcertante, Semprún se impone, poco después de salir del campo, domar su memoria: «decidí optar por el silencio rumoroso de la vida en contra del lenguaje asesino de la escritura. Lo convertí en la elección radical, no había otra forma de proceder. Escogí el olvido, dispuse, sin demasiada complacencia para mi propia identidad, fundamentada esencialmente en el horror —y sin duda, el valor— de la experiencia del campo, todas las estratagemas, la estrategia de la amnesia voluntaria, cruelmente sistemática. Me convertí en otro para poder seguir siendo yo mismo». (Permítanme abrir un paréntesis: me pregunto si su actividad clandestina antifranquista para el Partido Comunista de España durante los dieciséis años que guardó silencio literario hubiera sido posible si no se hubiera borrado a sí mismo a través de ese yo amnésico).

Pero volvamos a la estructura de La escritura o la vida . Cuando señalo que la estructura de este libro es compleja no quiero decir que sea difícil o que dé pie a confusión, sino que obliga a seguir la lógica expresiva de una memoria atravesada por el trauma. Salvo El largo viaje, escrito en pocas semanas durante un periodo de clandestinidad en 1962 (es la obra con la que rompe su silencio) y que narra, a través de los mecanismos de la ficción, su deportación a Buchenwald, todos los libros de Semprún que se refieren a la experiencia del Lager , «vagan y divagan» prolongadamente en su imaginación. Semprún los abandona pero ellos se empecinan en volver «para ser escritos hasta el final del padecimiento que imponen». Tanto el vagar y divagar como el dolor de la memoria marcan la estructura de La escritura o la vida : el «yo» intenta constantemente narrar el campo en presente, revivir y trasladar con la palabra, hasta donde es posible, la densidad de la experiencia, pero siempre llega la cesura: el presente se interrumpe, aparece un salto en el tiempo, una digresión filosófica, un comentario sobre un objeto artístico. La interrupción de la escritura del presente concentracionario no es, según el autor, un «problema técnico» sino «moral»: «en todos mis borradores la cosa empieza antes, o después, o alrededor, pero nunca empieza dentro del campo. Y cuando por fin he conseguido llegar al interior, cuando estoy dentro, la escritura se bloquea... Me

alcanza la angustia, vuelvo a asumirme en el vacío, abandono... Para volver a empezar de otro modo, en otro lugar, de forma distinta... Y el mismo proceso vuelve a repetirse...» Los puntos suspensivos nos obligan a usar la imaginación para ayudar al narrador a completar los silencios forzados por la angustia, el bloqueo, el vacío que resultan de los intentos de penetrar en el campo y mantenerse ahí. La estructura fragmentada pero al mismo tiempo fluida y asociativa evoca la reiteración del trauma a través de la escritura y la relación paradójica entre la necesidad de narrar y la imposibilidad de hacerlo. Nos obliga, esta narración compleja, a involucrarnos, a volcar nuestros conocimientos e imaginación en la reconstrucción del texto, a ser, en definitiva, lectoras activas y empáticas.

La primera vez que leí esta obra fue a principios de los 2000, cuando empecé a interesarme por el testimonio como género literario y por el poder de la escritura y del lenguaje simbólico para penetrar

en vivencias traumáticas que se resisten a ser narradas. En esos momentos estaba en auge la teoría post-estructuralista sobre el trauma que defendía «lo inaprehensible», «lo inefable», «lo indecible» de experiencias límite como la Shoá. En contraste con estas teorías, Semprún entiende que el arte —en su caso, el lenguaje literario— es capaz de expresarlo todo, que el problema no está en cómo contar sino en qué contar: «una duda me asalta sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido invivible, algo del todo diferente, como se comprende sin dificultad. Algo que no atañe a la forma de un relato posible, sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio». En mi primera lectura hice una anotación al margen junto esa cita. A lápiz y letra pequeña escribí: «¿no hay aquí cierto elitismo? ¿qué pasa con todos esos testimonios de personas que no tienen la formación y el capital intelectual que tiene él? ¿Acaso tienen menos valor, transmiten menos verdad?». En ese momento todavía no había leído Lo que queda de Auschwitz: El testigo y el archivo , de Giorgio Agamben, que me podría haber ayudado a diferenciar entre la verdad jurídica que aporta el testimonio cuando es un recuento objetivo del horror y esa otra verdad, más densa y opaca, que aporta el testimonio transformado, trabajado en el proceso de la escritura para ahondar en la experiencia, elevado a arte sin renunciar a la verdad, más bien para intentar llegar al corazón de ella. Ahora entiendo mejor el pensamiento de Semprún: es así como el testimonio trasciende el recuento de la vivencia, aunque también lo sea, y se convierte en la forma más profunda de indagación sobre qué significa ser humano. El o la superviviente que ha atravesado la experiencia radical del Lager y es capaz de escribir con la clarividencia, la precisión, la hondura de un Primo Levi, un Jorge Semprún o una Charlotte Delbo nos abre la puerta a una dimensión de nuestra naturaleza —del bien, del mal y de todos sus grises— raramente accesible. Por eso, tal vez, la huella que dejan en el lector —o por lo menos en esta lectora— es indeleble, el estado de desasosiego y vulnerabilidad que produce la lectura

es transformador puesto que obliga a querer comprender, aun sabiendo que es imposible, con lo cual el trabajo de lectura y comprensión se convierte en un compromiso inabarcable, interminable. Cuanto más leo, más sé y quiero saber, pero menos entiendo. La capacidad disruptiva del testimonio se hace más potente y duradera cuando consigue transformarse en arte porque entonces lo narrado no solo forma parte de nuestro conocimiento, también transforma nuestra imaginación y nuestra sensibilidad. Se convierte en parte de nosotras. Si aceptamos nuestra propia vulnerabilidad en la lectura, si bajamos la guardia y permitimos que entre en nosotras el daño que impregna el testimonio, nos convertimos en esa interlocutora deseada por quien se expone a revivir la muerte a través de la escritura.

Una de las cuestiones que reiteraban la mayoría de los supervivientes es su miedo a que nadie les creyera, a que nadie quisiera escucharles. Es una de las pesadillas recurrentes de Primo Levi, una de las preocupaciones constantes de Semprún. De hecho, en los días posteriores a la liberación, Semprún narra cómo la gente evitaba hacerle preguntas o, quienes se atrevían a preguntar, eran incapaces de soportar una respuesta sincera, «si les contestaba, incluso sucintamente, desde lo más verdadero, lo más profundo, opaco, indecible, de la experiencia vivida, se volvían mudos». El testimonio nos apela —de hecho, en varias ocasiones de La escritura o la vida el narrador se dirige directamente al lector— y nos pide que entremos en su densidad oscura y terrible. De hecho, La escritura o la vida nos obliga a devolver la mirada a ese joven Semprún, pero sin pavor, más bien como hizo una mujer anónima en el metro de París, meses después de su encuentro con los oficiales británicos y la liberación de Buchenwald. Semprún recuerda emocionado aquel encuentro sin palabras, cara a cara, en un vagón lleno de personas anónimas: «Me acuerdo de que de repente reparó en mi atuendo, en mi cabeza rapada, que buscó mi mirada. Me acuerdo de que sus labios empezaron a temblar, de que se le llenaron los ojos de lágrimas. Me acuerdo de que nos quedamos mucho rato frente a frente, sin decir palabra, cercanos uno al otro con una proximidad inimaginable. Me acuerdo de que pensé que me acordaría toda la vida de aquel rostro de mujer. Me acordaría de su belleza, de su compasión, de su dolor, de la proxi -

«Ahora entiendo mejor el pensamiento de Semprún: es así como el testimonio trasciende el recuento de la vivencia, aunque también lo sea, y se convierte en la forma más profunda de indagación sobre qué significa ser humano. El o la superviviente que ha atravesado la experiencia radical del Lager y es capaz de escribir con la clarividencia, la precisión, la hondura de un Primo Levi, un Jorge Semprún o una Charlotte Delbo nos abre la puerta a una dimensión de nuestra naturaleza —del bien, del mal y de todos sus grises— raramente accesible. Por eso, tal vez, la huella que dejan en el lector —o por lo menos en esta lectora— es indeleble, el estado de desasosiego y vulnerabilidad que produce la lectura es transformador»

midad de su alma». Así es como deberíamos leer La escritura o la vida , buscando la mirada de Semprún, con la misma compasión, dolor y proximidad.

No quisiera acabar este texto sin mencionar un aspecto en el que no había reparado en lecturas anteriores: su importancia política para pensar el presente de Europa. A cien años del nacimiento de Jorge Semprún y en una Europa en la que la ultraderecha, los neofascismos o como quieran llamar a estas ideologías de la violencia, han resurgido con ferocidad, La escritura o la vida contiene una lección política profunda. Cuando pensamos en las víctimas del nazismo o en los supervivientes de los campos de concentración y exterminio, a veces olvidamos —y esto es signo de los tiempos— que no solo fueron víctimas, que si muchos acabaron ahí fue por su militancia política. Los primeros reclusos de Dachau, Buchenwald o del campo de mujeres de Ravensbrück fueron disidentes encarcelados y encarceladas durante el régimen nazi. Durante la segunda guerra mundial, hombres y mujeres que participaron en la resistencia contra el nazismo en los países ocupados fueron deportados a estos campos por sus actividades antifascistas o su militan -

cia comunista, socialista y/o democrática. Semprún da una dimensión política no solo a su resistencia, también al dolor de la experiencia, e insiste en el carácter colectivo tanto de la lucha antifascista como del sufrimiento y la muerte. Su compromiso con una Europa libre de fascismo configura su idea de apátrida, lo mismo ocurre con sus compañeros españoles de Buchenwald: «supervivientes de los maquis, de los grupos de choque de la M.O.I. o de las brigadas de guerrilleros del sureste de Francia (...): su patria era el combate, la guerra antifascista, y así desde 1936». Cuando leí por primera vez La escritura o la vida tal vez no me fijé tanto en esta dimensión antifascista porque los ecos de esas ideologías de la exclusión parecían haberse apagado. ¿No es tristemente significativo que en 2023 me haya llamado la atención su vigencia?

Julio Villanueva Chang

La voz honda y sedosa de Julio Villanueva Chang resonó durante horas en un salón colmado de libros de la sede de la Fundación Tomás Eloy Martínez, en Buenos Aires. Era la segunda jornada de «De cerca nadie es normal», un taller de perfiles periodísticos que Chang, peruano, ha llevado de Berlín a Ciudad de México y de Nueva York a Montevideo, y del cual los participantes dicen que salen transformados. (A mí también me pasó: la primera vez que asistí a su clase, la filosofía de Chang me puso en shock y me hizo cuestionarme por qué hacer periodismo, y para qué.)

Era domingo, 20 de marzo de 2016. Chang vestía un saco oscuro y liviano, y una camisa morada. Acompañaba su decir con los movimientos de su mano derecha, que se abría y se cerraba acentuando los conceptos. Era como la mano del director de orquesta que fluye con la música.

«¿Estamos aprendiendo?», preguntaba a veces.

Su voz grave accedía rápidamente a lo profundo de la conciencia de quienes lo escuchábamos. Estábamos aprendiendo. Chan, reconocido como uno de los mejores maestros del periodismo de Iberoamérica, empezó escribiendo notas.

El periodismo cambió su vida: ahora es un muy relevante autor de crónicas y perfiles (véase «Un extraterrestre en la cocina» o «García Márquez va al dentista»); y ha sido el supereditor de Etiqueta Negra —«la mejor revista de Nuevo Periodismo», según el novelista Alan Pauls; «mi escuela», según la escritora Gabriela Wiener—. Desde ese espacio ha solventado la leyenda de ser un maestro que viaja por el mundo sin detenerse, ayudando a sus discípulos a ser más justos con lo que escriben y con la gente a la que retratan, sabiendo él mismo que siempre habrá una deuda, una insuficiencia, una morosidad. «Cuando tú le pones un horario de entrega a Julio, lo puedes ver deprimido o de mal humor porque el tiempo le juega en contra de la perfección», dice Huberth Jara, el em-

Fotografía de Musuk Nolte

presario detrás de Etiqueta Negra. Chang ha dicho que su obsesión es ser justo al narrar a una persona, ser justo al no empobrecer demasiado una experiencia.

Pero, más que nada, Chang es una persona asombrosa que busca asombrarse al ver en lo que todos vemos algo que nadie vio. «Es muy independiente en su pensar», dice el periodista Jon Lee Anderson, «y anda siempre fijándose en los detalles como si estuviera buscando ahí una musa». El asombro es la cuestión: Chang se inició en él cuando tenía 7 años y su madre le regaló el Libro Guinness de los ré cords

El asombro es su antídoto contra el olvido y el aburrimiento. «Escribir bien y ser aburridísimo es una costumbre», me dijo en 2016, chateando en la fugacidad de Facebook. «Lo irresistible es tener mirada y saber elegir. Elegir es el verbo clave. Pero para elegir hay que nadar en abundancia de paradojas y dramas. No se trata de elegir “temas”, ni de depender de su “importancia”. Se trata de elegir ideas y paradojas, sentir el asombro de una revelación, una fascinación por lo trivial dentro de lo magnífico».

Toda esa poética está alimentada por los miles de libros con los que se rodea donde vive, en una casa de dos pisos en Lima «Es adicto a los libros», dice Jon Lee Anderson. Allí hay una colección de Crónica de una muerte anunciada (31 ejemplares en español y otros en japonés, francés, italiano, portugués inglés e indio), y otros sobre hierbamala, minerales o insectos. De sus dos viajes más recientes —a Nueva York (dio una charla pública en la New York Public Library) y a Buenos Aires (luego de dictar un taller de reportajes sobre personas en la Patagonia)— se trajo The Art Of Naming, de M. Ohl; y Jung y el Tarot, de S. Nichols, entre otros.

Y aunque lleva uno de los tres apellidos más comunes del mundo —hay 97.975.341 personas llamadas Chang—, este Chang es un fuera de serie a veces envuelto en una cortina de misterio. La biografía de solapa de su libro de perfiles más reciente, Mariposas y murciélagos (Tusquets, 2022), dice apenas: «Capricornio. Editor fundador de Etiqueta Negra».

Todo esto empezó cuando Julio Villanueva Chang se convirtió en el editor de su propia revista. Antes era otra cosa: un autor en ascenso y un favorito de la fundación de Gabriel García Márquez —hoy Fundación Gabo—, de la que fue uno de los alumnos más becados.

El número 1 de Etiqueta Negra apareció en abril de 2002. Era la época de oro de las revistas de periodismo narrativo

en español: en Gatopardo , El Malpensante , SoHo , Rolling Stone , Latido , Fibra y The Clinic la crónica nos enamoraba. Pero Etiqueta Negra era otra cosa. Miraba el mundo de una manera distinta.

Número tras número, se convirtió en una de las más importantes del mundo hispano. Allí firmaron Martín Caparrós, Leila Guerriero, Juan Villoro. Incluso Susan Orlean. Incluso Gay Talese. «Chang es uno de los editores que ayudan a explicar el periodismo latinoamericano del siglo XXI», dice Elda Cantú, que fue su editora adjunta (y hoy es editora senior del New York Times ).

Puertas adentro, la redacción fue la escuela en la que Chang continuó su magisterio. «El trabajo de editor es tener casi siempre la razón», solía decirles a sus editores. Eso significaba que cuando discutieran un texto con un autor, lo que debía ganar era el argumento, y no la autoridad. Para ellos Chang representaba cierto ideal imposible. «Y es importante que alguien encarne la figura de aquello a lo que deberíamos tener la ambición de llegar», dice Eliezer Budasoff, exeditor de Etiqueta Negra (hoy editor del podcast El hilo ). Hablar con ellos es escuchar sobre sacrificios en cierres, lecciones exigentes y horarios alargados: «A Chang le gustaba trabajar de madrugada, a veces llegaba a la redacción a las once de la noche», dice el exeditor y premiado cronista Joseph Zárate.

Cada nueva edición de Etiqueta Negra se expandía más allá de los límites. No solo transmitir el conocimiento era una aventura, también lo era habitar la obsesión de su jefe y atender sus desafíos: descifrar cómo contar de un modo diferente lo que cuentan todos, volver visible lo invisible y cercano lo lejano, entender que el lector es un enigma, un traidor y un infiel.

Etiqueta Negra dejó de salir en 2016. Pero su espíritu sigue vivo y su fundador sigue representando cierto ideal imposible.

En el taller en la sede de la Fundación Tomás Eloy Martínez, en Buenos Aires, ese domingo de marzo Chang nos reclamó ser mejores. Antes de la hora octava, dijo: «Cada párrafo debe ser una pequeña obra maestra».

Rubén Gallo Valerie Miles

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

México. Ensayista y novelista, es autor de dos novelas — Teoría y práctica de La Habana y Muerte en La Habana — y de varios ensayos sobre la relación entre las vanguardias europeas y Latinoamérica: Freud en México y Los latinoamericanos de Proust . Es profesor de literatura hispanoamericana en Princeton, donde ocupa la cátedra Walter J Carpenter, y miembro de la Academia Americana de Artes y Letras.

Andrés Barba

(Madrid, 1975) es autor de La hermana de Katia (finalista del Premio Herralde de Novela), La recta intención, Ha dejado de llover, Ahora tocad música de baile, Versiones de Teresa, Las manos pequeñas, Agosto, octubre, Muerte de un caballo, En presencia de un payaso, República luminosa (Premio Herralde de Novela), de Guastavino y Guastavino, o El último día de la vida anterior, entre otros títulos. Como traductor ha publicado versiones de Melville, James, Conrad y De Quincey, entre otros muchos autores. Ha sido profesor invitado en la Universidad de Princeton y ha disfrutado de becas y residencias de la Rockefeller Foundation, la Academia de España en Roma y la New York Public Library. Su obra se ha traducido a veintidós idiomas en algunas de las editoriales más prestigiosas del mundo.

Fotografía de Nina Subin
Fotografía cedida por el autor
Fotografía de Eduardo Carrera

CORRESPONDENCIAS

Rubén Gallo y Andrés Barba:

«LA

INMINENCIA DE UN PLACER; CON PROUST EN LA SELVA Y EN CARABANCHEL»

Coordinado por Valerie Miles

VALERIE MILES

Los lectores que se han enfrentado a la magna lectura íntegra de los siete tomos de À la recherche du temps perdu de Proust saben que el efecto es tan auroral que abre una brecha entre el antes y el después. Por ejemplo, tras un verano inmerso en Proust, Rodrigo Fresán escribió su gran tríptico La parte contada, donde escribe: «Inventar era recordar hacia delante. Soñar era recordar hacia arriba o hacia abajo. Recordar era inventar hacia atrás». Se entra en un club y la conversación se extiende al infinito: a todas partes y a todas horas bergsonianamente. Andrés desde la selva misionera de Argentina, y Rubén, desde la biblioteca del Reina Sofía en Madrid, describen esta experiencia transformadora, este viaje ontológico que desafía la percepción del lector sobre la realidad y la subjetividad.

ANDRÉS BARBA

Querido Rubén: aprovecho esta invitación a la correspondencia para tener una conversación que desde hace años deseo tener contigo y cuyo tema conoces bien: Marcel Proust. Te pongo en contexto: hace tres años, coincidiendo con la pandemia, decidí leer de manera completa e ininterrumpida la Recherche, una obra monumental que sólo había leído a trompicones en mis años de universitario y que, desde entonces, había hojeado aquí y allá, pero siempre con esa sensación de «falta» que sentimos cuando sabemos que debemos leer algo en profundidad. Al igual, supongo, que

a muchas personas, la pandemia me dio la ocasión perfecta. La sensación de inmovilismo general y de suspensión del tiempo, daba pie a proyectos de lectura que en otras circunstancias habrían parecido imposibles, y de ese modo me compré la Recherche en la traducción de Estela Canto y empecé a leerla de corrido en el lugar más improbable de todos, la selva de Misiones, Argentina. Cuatro meses más tarde la terminé de leer en el segundo lugar más improbable de todos: tu apartamento de Chelsea en Nueva York, al que me acabé trasladando para vivir, como recordarás bien, mientras tú estabas en Francia, para dar mis clases de Princeton.

Resulta bastante proustiano, si lo piensas, ese fin de lectura de la Recherche. Al otro lado de la ventana, en el cruce de la 16 con la octava, si no recuerdo mal, había un Nueva York nevado, espectral, lleno de mascarillas y neurosis, de este lado de la ventana, todos tus libros de especialista en Proust, entre ellos tu libro sobre Proust y los latinoamericanos que, por supuesto, me leí al instante. Todas nuestras vidas parecían también espectrales y en suspenso, como de alguna forma, lo eran muchos de los episodios que narraba Proust y de vez en cuando charlábamos por teléfono para que me explicaras las cotidianeidades de tu casa y los peque-

ños secretos del barrio, compartíamos una intimidad, pero desde lugares completamente ajenos del planeta. De esa lectura de Proust, que ahora considero una de mis experiencias de lector más intensas e inolvidables, recuerdo un descubrimiento que luego me ha servido mucho luego en mi vida como escritor: la convicción de que en una escena la duración lo es todo, porque basta que transcurra un instante más para que cambie nuestra percepción completa de lo que está sucediendo. Recuerdo una escena donde eso se ve muy bien, creo que en el tercer volumen: el narrador acude al teatro para ver una representación de Sarah Bernhardt. Lo hace entusiasmado y lleno de expectativas, pero cuando ve por fin a la actriz, le parece decepcionante, un poco histriónica, demasiado impostada, y su decepción le hace distraerse en las personas que asisten a la función, entre ellas, creo, madame de Guermantes, quien, a diferencia de él, está completamente fascinada por la representación. El narrador, que está aburrido, primero curiosea esa emoción, y luego, de nuevo, dirige su mirada hacia la actriz, pero ahora filtrada por la emoción de esa mujer, y al hacerlo descubre que, en contra de su primera impresión, efectivamente Sarah Bernhardt es una actriz admirable, es decir lo mismo que había esperado ver desde el principio, pero a través de un camino completamente distinto. Creo que la escena es un buen resumen de cómo se producen los descubrimientos en la vida, siempre de una manera indirecta, siempre con un origen en la periferia de otra cosa o de otra persona. La intimidad, es sólo una cuestión de perspectiva y duración.

Me gustaría saber cómo fue la primera vez que leíste tú la Recherche, en qué contexto, y si recuerdas alguna escena que, en aquella primera lectura, resultara tan luminosa como lo fue para mí, esa escena de la Bernhardt.

Abrazos desde Misiones

Madrid

Querido Andrés, qué alegría recibir tu carta. Hace ya varios días que te he estado escribiendo, en mi mente, tantas cosas que quiero contarte. Estoy en Madrid — en tu ciudad, así como tu estuviste en la mía hace unos años —, escribiendo un libro sobre La Habana de los años cincuenta: la de Cabrera Infante, con sus cabarets y casinos y mafiosos y turistas americanos y prostitutas y todo lo demás. Estoy viviendo en el Barrio de las Letras y todos los días me paso muchas horas en la Biblioteca del Reina Sofía escribiendo mi libro. Estoy en Madrid, pero en La Habana también, y vivo más en el mundo de aquellos años que en el de hoy.

Esa escena en el teatro con la Bernhardt me recuerda otra que ocurre en el primer volumen de la novela: el narrador, que en ese momento es aún niño o adolescente, ha oído hablar muchísimo de la Duquesa de Guermantes pero nunca la ha visto. Se la imagina como una mujer elegantísima, refinada, inteligente, inalcanzable. Un día acompaña a su abuela a misa en la iglesia de Combray —esa ciudad de provincia donde vive su familia paterna —y allí ve por primera vez a la Duquesa. Su primera reacción —como después ocurrirá en el teatro, con la Bernhardt— es de una gran decepción: se había imaginado a una mujer con atributos casi sobrenaturales y se ve frente a una señora muy ordinaria, no muy atractiva, regordeta y vestida como su tía.

Después de expresar su desilusión, el narrador continúa observándola, aunque su mirada pasa de la Duquesa a las estatuas y relieves que decoran la iglesia de Combray: se fija en las imágenes de santos, de vírgenes, en las escenas bíblicas. Y al contemplar uno de los relieves —una santa— se da cuenta de que

esa figura de piedra tiene las mismas facciones que la Duquesa. Allí cambia de opinión y se da cuenta de que es una verdadera aristócrata y de que su fisionomía está como esculpida en la piedra y marcada por siglos y siglos de historia.

Allí se da un juego de espejos que es muy proustiano: la escultura adquiere valor porque se parece a la Duquesa y al mismo tiempo la mujer se vuelve más refinada y elegante porque reproduce el semblante del relieve. La piedra se humaniza y la aristócrata queda petrificada.

Es un juego en tres movimientos que es muy proustiano: primero, la imaginación que construye una imagen idealizada; luego, la confrontación con la realidad, que decepciona por su pobreza, en comparación con lo imaginado; y por último un tercer momento en que lo imaginado se vuelve más realista y la realidad se vuelve más imaginaria.

Me preguntas sobre mi primera lectura de la novela. Fue en 2005, en París. En Princeton mis colegas suelen bromear y decir que para leer a Proust hace falta un sabático. Pues así fue: estaba de sabático y decidí leerme los siete volúmenes de la novela. Fue una experiencia hermosa, deslumbrante y también decepcionante. Decepcionante no por la escritura de Proust sino por la realidad con que me topaba cuando salía a la calle. Había pasado horas leyendo esa prosa exquisita, con esa ironía, con esos juegos retóricos y lingüísticos y cuando hablaba con los parisinos me daba de bruces con un lenguaje vulgar, tosco, falto de códigos. Soñaba con conocer a un Charlus, a un Jupien, a un Morel, pero me encontraba con muchachos que querían vivir en Brooklyn y que decían «c’est cool». Luego me di cuenta de que estaba siendo estereotípicamente latinoamericano: hay un cuento de Donoso, «El tiempo perdido», que narra justamente ese desfase. Muy latinoamericano y muy proustiano también, por la

idealización imaginaria de una realidad que decepciona.

Sabes, al leer la novela siempre pensé que el mundo que describía Proust — con esa formalidad excesiva, con esos códigos, con todos esos juegos entre lo que no se dice y lo que se insinúa— es algo que ha desaparecido en Francia pero que sigue vivo en algunos lugares de América Latina. Hace unos años fui a Tucumán y conocí a los descendientes de Gabriel de Yturri, uno de los latinoamericanos de Proust: un matrimonio octogenario. Recuerdo mi sorpresa al descubrir la formalidad con que me hablaban: «si el señor quiere, podríamos almorzar juntos… ¿a qué hora tiene su tren el señor? ¿Es la primera vez que el señor visita Tucumán?». Allí descubrí ese «hablar en tercera persona» que tanto le interesa a Proust (hay una anécdota maravillosa: cuando Proust, enfermo y en cama, entrevista a Céleste Albaret para ver si la contrata como sirvienta, le hace solamente una pregunta: «¿Está de acuerdo en hablarme siempre en tercera persona?» A lo que Céleste, que era una niña de 16 o 17 años, responde: «Eso, señor, no podré hacerlo nunca… porque no sé qué es eso»). A diferencia de Céleste, los señores Yturri sólo sabían hablar en tercera persona. «Si los señores no tienen otro compromiso, para mí sería un honor almorzar con ellos», les respondí, remedando las frases de Proust.

Eso me lleva, querido Andrés, a preguntarte si allá en Posadas has encontrado algo que se parezca al mundo de Proust: una cortesía exagerada, un apego a las formas, un uso del lenguaje extremadamente codificado. O quizá alguna Duquesa perdida en la selva…

Hasta ahora en Madrid no he tenido experiencias proustianas pero estaré atento y te contaré en la siguiente carta. Muchos abrazos de Rubén.

Qué bonita esa escena que relatas en la iglesia de Combray, la decepcionante duquesa que restaura su dignidad volviéndose estatua y colmando a su vez de carne a la piedra. Me hace pensar en otro principio natural de la novela de Proust: que las escenas siempre empiezan antes de las escenas, en la expectativa, tal y como decía Mohammed Ali que los combates comienzan antes del combate, en la forma en la que consigues hacer de ti mismo un gigante indestructible antes de llegar al ring. Igual que los oponentes de Ali llegaban medio derrotados por el mito de Ali, el protagonista de la Recherche siempre llega tan cargado de expectativas a la realidad que su encuentro con ella sólo puede suponer una colisión. Por otra parte, el narrador siempre está eludiendo la realidad de algún modo, porque lo único que permite la ensoñación es la periferia de la realidad, y si hay algo de lo que está enamorado el narrador es de su propia ensoñación. Recuerdo una escena de Albertine desaparecida, el sexto volumen, donde el narrador reconoce que la concentración de su felicidad con Albertine no estaba en sus encuentros, sino en el momento en el que, desde su ventana, la veía entrar en su casa, es decir, en el momento de la inminencia de un placer que aún no se había producido. La experiencia de la felicidad es muchas veces la seguridad de la inminencia de la felicidad, un descubrimiento triste que nos convierte en eso que decía Zambrano, criaturas «eternamente ficticias», porque nuestro corazón está anclado entre dos tiempos inexistentes: el que ya no está y el que no está todavía.

Me gusta también esa pregunta sobre si hay algo proustiano en este contexto mío misionero. Creo que hay un mundo que habría fascinado a Proust, y es el mundo de las ruinas jesuíticas en mitad de la selva, la forma en que una utopía social no muy lejana en el tiempo de pronto parece, por virtud de la selva y

su voracidad, tan lejana como los mitos griegos. Esa ambivalencia completamente subjetiva de un tiempo elástico, cercano y ya inalcanzable, que contrasta a la vez con el contexto, totalmente denigrado y decadente de las comunidades guaraníes en la actualidad, mezclado a su vez con esa extraña autoridad y aristocracia que tienen los guaraníes, que siempre parecen mirar con la grandeza de un príncipe en harapos, creo que le habría fascinado. Es posible que hubiese tratado de hacer un personaje colectivo con la comunidad guaraní, un personaje fascinante e irritante a la vez, tal y como era el grupito de chicas de A la sombra de las muchachas en flor. La selva le habría interesado mucho, quizá a la manera en la que le interesó a Herzog en Fitzcarraldo, por su natural e imprevisible conexión con la ópera. La experiencia de la selva es una experiencia barroca, llena de crueldad, sadismo y belleza, todos elementos a los que era muy sensible nuestro amigo común. Le habrían interesado también, creo, el mundo de las familias patricias enriquecidas con la yerba mate, tratando de perpetuar sofisticadas costumbres europeas en quintas metidas en medio de la nada, ríos descomunales, rodeados del ensordecedor grito de las chicharras, como zoos que perpetúan animales exóticos fuera de su entorno natural.

¿Y tú querido? Me interesa también saber si ves tú algo proustiano en ese Madrid, la ciudad -creo- menos proustiana del mundo. Abrazos desde el sur, Andrés

RUBÉN GALLO

Querido Andrés: esa mirada emocionada de Marcel sobre la Albertine que está por llegar da la clave de cómo funciona el deseo en la novela. Swann se enamora perdidamente de Odette y hace todo por conquistarla, pero cuando

«Me hace pensar en otro principio natural de la novela de Proust: que las escenas siempre empiezan antes de las escenas, en la expectativa, tal y como decía Mohammed Ali que los combates comienzan antes del combate, en la forma en la que consigues hacer de ti mismo un gigante indestructible antes de llegar al ring. Igual que los oponentes de Ali llegaban medio derrotados por el mito de Ali, el protagonista de la Recherche siempre llega tan cargado de expectativas a la realidad que su encuentro con ella sólo puede suponer una colisión»

por fin hace vida de pareja con ella se desilusiona — de ella y del mundo — y es allí cuando pronuncia esa frase terrible: «y pensar que he desperdiciado los mejores años de mi vida por una mujer que ni siquiera era mi tipo». Fassbinder juega con la misma idea en muchas de sus obras: ¿te acuerdas de Gotas de agua sobre piedras calientes? Un señor de clase media se enamora de un gigoló que se queda a vivir en su casa. En los primeros días se siente feliz, incrédulo de que esa fantasía erótica sea realidad: él es un hombre cincuentón y tiene a su lado a un muchacho precioso, veinteañero, fuerte y sexy. Pero pasan los días y las semanas y los meses y al final esa relación pierde su brillo y termina convirtiéndose en algo aburrido y convencional: el muchacho limpia la casa, cocina, lava la ropa y espera que llegue su amante para preguntarle cómo le fue en el trabajo. Ya no hay chispa ni deseo: los aplastó la cotidianidad.

Hoy, mientras escribía en la biblioteca del Reina Sofía, pensaba en tu pregunta

sobre si hay algo proustiano en Madrid. A primera vista no: es una ciudad directa y abrupta, todo lo contrario de ese lenguaje sutil y lleno de vericuetos de Marcel. Pero, aunque no sea una ciudad proustiana, también se dan experiencias proustianas. Te cuento una que tuve justo ayer.

Hacía mucho tiempo que quería ir a Carabanchel. Es un lugar que había visto en las películas de Eloy de la Iglesia de los años 70 y 80, cuando era un barrio peligroso, lleno de delincuentes, lejos de Madrid, y con una gran cárcel en medio de todo. Creo que aparece también en alguna novela de Juan Goytisolo. Durante una época, los muchachos de Carabanchel hacían el largo viaje al centro de Madrid e iban a pararse en la Puerta del Sol esperando que un señor rico los invitara a su casa. Tenían un lenguaje propio y decían cosas como «Tío, que te pillo el caca». Algunos eran muy malos: podían robar e incluso matar — algo que excitaba terriblemente los señores de buena familia que contrataban sus servicios.

Ayer por fin pude conocer Carabanchel: un amigo me invitó a visitarlo en su estudio. Mi primera sorpresa: siempre lo había pensado como un lugar muy lejano y resulta que en metro se llega en veinte minutos, aunque me pregunto si ese metro ya existía cuando Eloy de la Iglesia hizo sus películas. Mi gran decepción, como podrás imaginar, fue que no encontré a ninguno de esos muchachos que había visto en la pantalla: no vi delincuentes, ni chaperos, ni gente peligrosa, ni nadie que me hablara de pillar el caca. Me encontré, en cambio, con muchos artistas que hablaban de galerías, ferias, viajes, coleccionistas, y la próxima Bienal. Ciertas partes me hicieron pensar en Brooklyn.

Luego pensé en Jupien y en la gran fascinación que sentía Marcel por ese mundo de burdeles y prostitutos. Una noche regresó a casa, extenuado, como si hubiera corrido un maratón, y le contó a Céleste Albaret que había asistido a una escena terrible: presenció como un hombre era azotado sin piedad por

un muchacho joven: sangre por todas partes. Cuando Céleste le preguntó por qué se había sometido a esa experiencia, Proust respondió: «porque eso es un tipo de verdad: nadie puede inventarlo».

En la novela hay una escena muy divertida en que Charlus — ese señor tan elegante y tan esnob — llega al burdel de Jupien y pide que le traigan a un delincuente, a un muchacho muy malo que le dé de latigazos. Jupien le trae a uno y luego a otro, pero ninguno le gusta: «se ve que no son malos; son muchachos buenos que se hacen pasar por malos», dice Charlus cabizbajo.

En sus películas Eloy de la Iglesia hizo de Carabanchel un enorme burdel de Jupien. Y yo lo que encontré anoche fue un barrio lleno de hípsters, aunque quizá se trate de muchachos malos que se hacen pasar por buenos, o de muchachos buenos que se hacen pasar por artistas.

Me encanta tu pregunta sobre qué hubiera visto Proust en la selva. Yo creo que sí, que le hubiera fascinado entender las jerarquías sociales y de otro tipo que se forman en ese mundo, tan distintas de las del Faubourg Saint-Germain, pero quizá, en el fondo, muy parecidas.

A Proust le encantaba narrar las cenas y las fiestas: de hecho, La Recherche puede dividirse en unas cuantas soirées a las que asiste Marcel. ¿Tú cuál recuerdas? ¿Y cómo son las cenas y las fiestas allá en Posadas? ¿De qué habla la gente? ¿Cómo son las formas? ¿Y qué hubiera visto Proust en ellas? Te mando un abrazo, ya de regreso de Carabanchel.

escombros de la cárcel de Carabanchel, fui a visitarla con un amigo escenógrafo que estaba fascinado con ese lugar. Saltamos las vallas y nos metimos hasta el corazón de la cárcel, un panóptico abandonado (hay fotos en internet) donde se caía el techo a pedazos, y todavía trapicheaban muchos yonquis. Me pareció un lugar fascinante, cargado de una especie de malignidad neutral, como describía Foucault en Vigilar y castigar, un lugar en el que la violencia de Estado estaba legitimada (fue una de las cárceles más importantes de la represión política en la dictadura), me impresionó muchísimo su energía. Pero lo que más me impresionó fue, al recorrer una de las galerías, descubrir que en una de las últimas celdas vivía una chica yonqui. Había decorado, recuerdo, aquel lugar siniestro con corazoncitos y recortes de Hello Kitty. El contraste, kitsch y brutal, entre el espacio, la cursilería de los dibujos, y la bestialidad de su condición de adicta, era tan difícil de digerir que uno sentía que le cortocircuitaba en el cerebro. Ahora en retrospectiva, me parece la imagen menos proustiana posible, pero me pregunto cómo lo habría descrito Proust.

Dejo en suspenso tu pregunta (infinita) de las fiestas, esta correspondencia es demasiado pequeña para un tema tan grande, pero quedamos emplazados con una botella de vino, para una conversación comme il faut. Abrazo desde el Sur.

bello y sublime. Hay muchos ejemplos, empezando por el burdel de Jupien. Todo lo que pasa allí es espantoso, pero el narrador, a través de su lenguaje, su sentido del humor, sus metáforas y sus imágenes, lo convierte en un episodio tierno y luminoso. Algo parecido hace Genet: recuerdo que una de sus novelas empieza justamente con la imagen de un preso en la cárcel que el narrador se propone transformar en una flor. Y eso sucede: Genet narra escenas grotescas, pero con un lenguaje florido y lleno de adornos.

Qué maravilla de imagen la de esa yonqui en su celda decorada de corazones. ¿Qué habrá sido de ella? Por lo que me cuentas me imagino que han pasado unos veinte años desde que visitaste esa ruina, así que esa muchacha ya será una mujer madura. ¿Cómo será su vida en este mundo del 2023? ¿Andará por la vida decorándolo todo con corazoncitos? Ojalá que así sea y que nunca deje de hacerlo. Si vuelves a verla por favor sugiérele que se dé una vuelta a Princeton: nos haría mucho bien.

Bueno, querido: acá en Madrid ya son las once de la noche y es hora de cerrar esta correspondencia, que tanto disfruté, por los caminos de Proust, que nos llevaron de la selva de Misiones a la cárcel de Carabanchel. A fin de cuentas parece que esos dos espacios no son tan distintos: como decía Marcel, tout se tient.

Rubén querido: ¡me divierte mucho tu visita a Carabanchel en busca de Proust! ¡Eso sí que es un viaje! Hace años, recuerdo, cuando estaban a punto de derribar lo que entonces ya eran los

Querido Andrés:

Esa última imagen —la de la yonqui que decoró esa celda de la cárcel con corazoncitos— es muy proustiana y a Marcel le hubiera encantado. Allí está otro de los mecanismos que aparece en la Recherche: la conversión de algo violento, abyecto o vulgar en algo

Un abrazo fuerte y un día tendremos que tomarnos ese vino en Posadas…o en el Hotel de Jupien,

Rubén

Tercetos encadenados

1. Viajo en Metro, compro pan, friego la vitrocerámica, visito a mi madre y a mi padre, subo andando los tres pisos que separan mi casa de la calle. Leo y escribo. Navego por internet. Veo la televisión. Soy un ser humano, tan cansado como otros, y veo la televisión con el deseo de que me devuelva a mi infancia o me llene la cabeza de humo de oruga fumadora. He crecido con las cremas de cacao untadas en pan y los programas que no se podían elegir. Ahora, como en la infancia, no tengo televisión de pago. Pero veo la televisión y entiendo: el amor de viejecitas que bailan pasodoble con viejos mayores que ellas; la crueldad de las fiestas populares; el parte meteorológico; los programas de cocina. Echo en falta las entrevistas en profundidad y los modernísimos programas musicales con los que los ojos nos hacían chiribitas y estábamos a la vanguardia del universo catódico.

2. Veo la televisión y echo en falta los programas musicales; quizá estas dos premisas -una rutinaria, la otra sentimentalme llevan a formar parte de la audiencia de un espacio de la televisión pública española que, utilizando el prestigio del documental, es un programa del corazón. Escucho «Julio Iglesias» de Rigoberta Bandini y regreso a una infancia anterior a la suya. Los hijos de Julio Iglesias, ahora que papá cumple ochenta años, recorren su trayectoria: el niño bien del colegio de curas, el muchacho que fue portero de fútbol, un accidente de tráfico, la parálisis, una guitarra, el triunfo en el festival de Benidorm y, en Eurovisión, Gwendoline. Además, una boda, tres hijos, «De niña a mujer», la separación, revistas, «Hey, no vayas presumiendo por ahí», el durísimo trabajo del intérprete, locura en China, América a los pies del ídolo meloso, competente en inglés, residente en Miami, tan perfeccionista que, si quieres que un espectáculo funcione, has de poner al personal en su sitio, alterarte y decir: «¡Shit!».

3. El durísimo trabajo del intérprete. El durísimo trabajo de quien se toma en serio una carrera musical y está dispuesto a renunciar a tantas cosas para lograr el éxito. Los viajes de seis meses, las giras interminables, la vida de hotel. La soledad atenuada por la dolce vita, pero, al fin, la soledad. El público adora al cantante que no ha podido ver crecer a su niña y sus dos niños: siempre estaba tan lejos… Al final, merece la pena. Alcanza el estrellato, la ecuménica admiración, los millones de dólares. El reconocimiento y la parodia: vemos en bucle «Soy un truhan, soy un señor», en versión Tricicle, y se nos saltan las lágrimas de risa.

4. Renunciar a tantas cosas para lograr el éxito. Rocío Dúrcal se marcha a cantar rancheras y Junior se queda en casa para cuidar a la prole. Nos lo han contado mil veces. Hay quien nunca lo consigue. Hay quien convierte su vida en un itinerario constante y da la nota -do sostenido, monólogo de Hamlet, un tango, la escena del sofá- y, pese al entusiasmo, no llega. El viaje a ninguna parte Cómicos. La precariedad de los oficios artísticos que se opaca el día que uno triunfa y borra lo demás. Pero no todo el mundo compra el palafito en Miami, el piso en Alcorcón. Artistas de las fiestas de los pueblos, con sus lentejuelas, no alcanzan un aplauso unánime y jamás han tenido tiempo para formar una familia o crear un lazo más allá del camerino. Militantes de la causa del espectáculo abandonan vínculo, poliamor, familia, y ni lo uno ni lo otro termina de salirles bien. No todos los cantantes melódicos tienen la suerte de David Bisbal que salió de la orquesta Sensaciones y hoy hace piruetas con el cuerpo y las cuerdas vocales. Los ojos cerrados. Hace gimnasia sincrónicamente con una bellísima esposa modelo. Para responder a la pregunta de por qué unos tienen suerte y otros no, quizá habría que buscar una respuesta política que vaciaría el concepto de suerte de la tranquilizadora y a la vez indomable volatilidad del azar.

5. Abandonan un vínculo. O lo sustituyen por vínculos sucesivos. O los desatienden y cada vez que se van de casa para iniciar una gira el hijo llora, la hija llora y, cuando por fin regresan, el niño y la niña han crecido mucho, pero el primero siente rencor y la segunda no reconoce a mamá. De estas cosas, sumadas a la ternura que permanece en los ritos de la casa y en los gestos de diva de una abuela que fue cantante -la vida cotidiana se llena de la gestualidad del espectáculo como simpático moho-, habla un precioso texto autobiográfico de Manuela Espinal Solano: Ya nadie canta (Caballo de Troya). La obcecación del arte, una vida artística de clase media -«a las cabañas bajé», «a los palacios subí»- nos hace dejarnos por el camino muchas cosas que, a veces, nos son devueltas; otras no. Pero es una vida irrenunciable. No la podemos parar de vivir. Nos agarramos a ella como a un clavo ardiendo. Una perspectiva femenina pone de manifiesto tres cosas: la adoración hacia la cantante divinizada en su sensualidad; la capacidad de las mujeres para generar el foco de calor en torno al que crecemos; el cuestionamiento de que las dos premisas anteriores sean deseables. La música lo borra todo, aunque ya nadie cante como se solía cantar: sin letra del karaoke, sin Auto-Tune, buscando acabar la nota limpia. Y una perfecta afinación.

Desde Centroamérica 1

ASTURIAS: EL MÁS DELIRANTE DE LOS SUEÑOS

En América Latina, al inventar, contamos la historia, que a su vez tiene la textura de un invento, porque es desaforada, llena de hechos insólitos y de portentos oscuros. Los hechos nos desafían a relatarlos; se saben novela, y buscan que los convirtamos en novela.

Es eso que primero se llamó real maravilloso, de mano de la prosa inventiva de Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, y luego realismo mágico, con Gabriel García Márquez, y que en muchos sentidos es un concepto ligado a las deformaciones del poder.

Me gusta recordarlo cuando vuelvo a las páginas de Democracias y tiranías en el Caribe, un libro escrito en 1949 por el corresponsal de la revista TIME, el canadiense William Krehm, en el que desfilan los dictadores de nuestras «banana republics». Es un reportaje, pero parece más bien una novela, o incita a verlo como novela.

Ese término banana republic, que luego se convirtió en una marca de ropa, fue creado por O’Henry en su novela De Coles y Reyes, escrita en el puerto de Trujillo, en Honduras, donde se había refugiado tras huir de Nueva Orleans en 1895, acusado de desfalcar un banco en Austin, para el que trabajaba de contador. Y huyó, por supuesto, en un barco bananero.

El libro de Krehm es un verdadero bestiario político. El general Jorge Ubico, que al creerse el vivo retrato de Napoleón Bonaparte se peinaba como él, y se fotografiaba con la mano metida en la casaca, y, quien, por esos azares inefables del destino, tras su caída fue a morir en Nueva Orleans, desde donde la United Fruit Company, que lo había amparado y sostenido, dirigía sus operaciones bananeras; el general Maximiliano Hernández Martínez, teósofo y rabdomante, que daba conferencias esotéricas por la radio, y a quien no tembló el pulso para ordenar la masacre de miles de indígenas en Izalco; el general Tiburcio Carías, que tenía en los sótanos de la Penitenciaría Nacional una silla eléctrica de voltaje moderado capaz de chamuscar a los presos, sin matarlos; y el general Anastasio Somoza, con su zoológico particular en los jardines del Palacio Presidencial de la loma de Tiscapa, donde los presos políticos convivían rejas de por medio con las fieras.

Busto en recuerdo del Premio Nobel guatemalteco Miguel Angel Asturias. Fuente: @wikicommons

No había manera de que en América Latina los novelistas no se vieran enfrentados al caudillo convertido en dictador, una tradición que iniciaría en 1927 don Ramón del Valle Inclán con Tirano Banderas, parte de lo que él llamaría su «ciclo esperpéntico», y donde nos cuenta la caída de Santos Bandera, ficticio dictador de Santa Fe de Tierra; y que alcanzaría su cumbre casi veinte años más tarde, en 1946, con El Señor presidente, de Asturias, donde se recrea la figura de Manuel Estrada Cabrera, quien imperó en Guatemala entre 1898 y 1920.

Por eso es que cuando leí hace años ¡Ecce Pericles! de Rafael Arévalo Martínez, nuestro primer narrador moderno centroamericano, y lo digo porque en 1914 escribió El hombre que parecía un caballo, todo un alarde de novedad en aquel temprano entonces, sentí que lo que había en aquella crónica, o reportaje intensivo sobre Estrada Cabrera, era en verdad una novela preñada de imágenes. Y las imágenes son vitales en una novela, porque son las que habrán de recordarse siempre.

Hay escenas inolvidables en ¡Ecce Pericles!, publicado en 1945, un año antes de El señor presidente, como aquella en que el tirano visita la Escuela Politécnica Militar, y cuando la guardia de honor de cadetes le presenta armas, disparan contra él; sale ileso del atentado, y como castigo manda demoler el edificio de la escuela, y a regar sal sobre el terreno baldío, ya libre de escombros.

También Más allá del golfo de México de Aldous Huxley, publicado en 1934, un libro de crónicas de viaje, se lee como una novela. Otra vez, las imágenes, ahora vistas desde el tren en marcha: «junto a un grupo de chozas especialmente tétricas un gran templo griego construido de cemento y calamina dominaba el paisaje kilómetros a la redonda…habría de ver más tarde muchos de esos partenones guatemaltecos. Templos de Minerva los llaman…fueron construidos por mandato dictatorial y son la contribución a la cultura nacional del difunto presidente (Estrada) Cabrera…».

Es un mundo asfixiante y cerrado, que seduce por su pirotecnia verbal, como seduce Hombres de Maíz, toda una aventura de lenguaje híbrido, y seduce también la gracia picaresca de Mulata de tal.

La literatura son palabras, y está en las palabras: ¿el mundo imaginativo, y verbal de Asturias, ha perecido, o sigue vigente? ¿En el lenguaje que buscó inventar, sobrevive algo nuevo que decirnos? Toda obra literaria, insisto, es una construcción de lenguaje. Pero debe tratarse de un lenguaje capaz de producir, un mundo que siendo el mismo parezca otro y siempre el mismo, con los trazos o con las palabras.

Este afán de crear un universo verbal distinto del verdadero aparece como una herencia del surrealismo francés que Asturias conoció de primera mano durante su primera temporada en Francia en la década de los veinte, y que tanto marcó su obra desde el principio, cuando a través de las enseñanzas del profesor Raynaud fue a encontrarse en La Sorbona con los secretos del mundo maya que, paradójicamente, había dejado atrás en Guatemala. Y fue, curiosamente, un doble descubrimiento, el de la herencia de su propio mundo tradicional y el del surrealismo, entonces en la vanguardia de los experimentos estéticos europeos. Como ocurrió, por su parte, a Carpentier, que fue a descubrir en Francia las voces mágicas del Caribe, en los laberintos del surrealismo.

«Pero todo ese universo de la dictadura de Estrada Cabrera donde se condensa con maestría en El señor presidente, una novela construida de manera cinética, cuadro tras cuadro, que retrata el miedo y la degradación, la represión y el servilismo, el sometimiento y la crueldad»

De aquella experiencia aleccionadora vivida por Asturias resultó en 1930 Leyendas de Guatemala, un pequeño libro de estampas celebrado por Paul Valéry; y quién duda que, a partir de entonces la visión europea de Centroamérica, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien años de soledad casi cuarenta años después, lo real maravilloso sucedido por el realismo mágico, como se ha dicho.

Pero todo ese universo de la dictadura de Estrada Cabrera donde se condensa con maestría en El señor presidente, una novela construida de manera cinética, cuadro tras cuadro, que retrata el miedo y la degradación, la represión y el servilismo, el sometimiento y la crueldad.

Asturias entra por la puerta del surrealismo a encontrarse con los mitos ancestrales del mundo maya-quiché, como quedará patente más tarde en Hombres de maíz.

Lejos de convertirse en una abstracción, el lenguaje en Asturias busca transformar las cosas concretas que va tocando; no sólo las evocaciones de la tradición indígena, y todo el acervo

«De aquella experiencia aleccionadora vivida por Asturias resultó

en 1930

Leyendas de Guatemala, un pequeño libro de estampas celebrado por Paul Valéry; y quién duda que, a partir de entonces la visión europea de Centroamérica, y sobre todo la francesa, sería definida por ese pequeño libro, un reinado que habría de durar hasta la aparición de Cien años de soledad casi cuarenta años después, lo real maravilloso sucedido por el realismo mágico, como se ha dicho»

de mitos sagrados, historias y leyendas de que se hace dueño, sino lo que está en sus recuerdos visuales del país que recorrió en sus años de estudiante ávido de descubrimientos, paisajes, montes, cabildos, plazas, portales, cantinas, iglesias, y que procura hacer brillar con deslumbres distintos.

Luis Cardoza y Aragón, en su libro Miguel Ángel Asturias, casi novela, dice que «el timbre peculiar de Asturias nace de París y de Chichicastenango y de la infancia en el barrio de la Parroquia en la capital de Guatemala, en su hogar, en la tienda de granos, en las historias de los arrieros...».

Y él mismo, en su conferencia de Estocolmo después de haber recibido el premio Nobel agrega a este inventario las voces: «cuántos ecos compuestos o descompuestos de nuestro paisaje, de nuestra naturaleza, hay en nuestros vocablos, en nuestras frases», dice. «Hay una aventura verbal del novelista, un instintivo uso de palabras. Se guía por sonidos. Se oye. Oye a sus personajes...».

Cuando Asturias se expresa sobre los motivos de su literatura, como en la conferencia pronunciada en Estocolmo, hace énfasis en la denuncia de la explotación y de la domi-

nación, y del compromiso social con los oprimidos, con los mismos acentos deliberados que están en sus novelas de la trilogía, El papa verde, Los ojos de los enterrados, y Viento Fuerte

Pero no es allí donde se encuentra su fortaleza narrativa, sino cuando sus personajes ganan complejidad y su escritura entra tanto debajo de la piel de los mestizos como de los indígenas enfrentados por la tierra, para enseñarnos la naturaleza humana de víctimas y victimarios, aún con gracia y humor al acercarse a los villanos, como pasa con los que han conspirado para envenenar a Gaspar Ilom en Hombres de Maíz, empezando por la vaca Manuela Machojona.

Y siempre estará regresando a lo que podemos llamar el espíritu fundamental de Leyendas de Guatemala. Los relatos de El espejo de Lida Sal, aparecidos el mismo año en que ganó el premio Nobel de Literatura, están escritos con gozosa pasión juvenil, cuando alguien esperaría una obra de lo que se da en llamar la madurez reflexiva del escritor.

Mulata de Tal es una fiesta verbal, que hunde sus raíces dichosas en la picaresca del siglo de oro. ¿Qué otra cosa puede decirse de una novela que empieza con la entrada de su protagonista, Celestino Yumí, a la iglesia de San Martín Chile Verde con la bragueta abierta, en plena misa mayor de fiesta patronal cantada por tres curas gordos, porque así se lo ha ordenado al diablo Tazol, con quien anda en pactos?

El señor presidente, por otra parte, es una novela sobre el poder absoluto del caudillo, la peor de las herencias de la realidad rural que está en nuestros orígenes y que sigue dominando nuestra historia. Pero Hombres de Maíz no refleja ese mundo rural, sino que lo encarna. Es su esencia y a la vez su escenario. Un mundo rural que no es exclusivamente indígena. La Guatemala que entra en sus páginas es arcaica,

Miguel Angel Asturias. Fuente: @wikicommons

como lo es el mundo indígena; pero es arcaica en su totalidad, y eso incluye, además de lo indígena, lo ladino. De la separación, o contradicción, entre nuestra idea de modernidad y el peso del mundo rural, un mundo anterior que todavía existe, aunque pretendemos que ya ha sido enterrado, es que surge esa fascinación mágica por lo arcaico, que sólo puede ser atraída con imágenes que a su vez dependen del lenguaje. Real maravilloso, o realismo mágico. Es la realidad real. Y sólo el lenguaje llevado hasta el fondo de la magia en Hombres de Maíz, deja a un escritor como Asturias a salvo de la indigencia del indigenismo, o del vernaculismo, o el regionalismo, que se erigieron entonces como barreras de la mediocridad provinciana. Creo que no hay otro escritor que sea mejor expresión de la cultura ladina que Asturias. Su visión del mundo indígena es la del ladino, lo que le permite, en primer término, explorar, recrear, y si se quiere reconstruir el mundo indígena desde el lenguaje. O reinventarlo.

Los ladinos y los indígenas están arraigados en el territorio rural que comparten, y en el que chocan en un fuego cruzado de lenguas; pero quien entra a narrar ese territorio no puede excluir ni las unos ni a los otros sin cometer un acto de mutilación. Asturias se enfrenta a la compleja sustancia narrativa de su país, fruto él mismo de esa dualidad. El mundo rural es un mundo derrotado, pero vivo, con todos sus rasgos del pasado que van acumulándose hasta dejarle encima una pátina de antigüedad.

Un mundo rural donde la fábula despierta con todo su poder, encandilada por el lenguaje. Al fin y al cabo, en términos de la literatura, y sus consecuencias, éste es el territorio cultural donde se encuentran los textos sagrados maya quichés, las lenguas indígenas en sus infinitas variantes, la lengua colonial de los cronistas, las tradiciones verbales, las leyendas, los cuentos de camino, los romances memorizados,

las oraciones nocturnas y los conjuros, el catolicismo sincrético, el bullicio sonoro de las plazas y los mercados que también es verbal, junto a la vasta realidad de desamparo, atraso y miseria seculares, segregación y opresión, y luego rebeliones, aldeas exterminadas, cementerios clandestinos.

El lector, al final, queda exhausto de invenciones, magias y sorpresas, como ante las visiones de una linterna mágica que cambia sus escenarios a una velocidad tal que amenaza destrastarlos.

Asturias nos enseña que hay que contar la historia, aunque sea en sus crudezas, como un cuento de camino, los cuentos que se oyen de boca de los peones deslenguados a la luz de la lumbre en las haciendas, o en las tardes de ocio en las barberías de los pueblos centroamericanos, en boca de los léperos irreverentes que recogen una historia inventada y la vuelven a inventar en un proceso sin fin. Crear es siempre recrear.

En la carta que Paul Valéry escribe en 1931 a Francis de Miomandre, el traductor de Leyendas de Guatemala, le dice: «¡Qué mezcla esta mezcla de naturaleza tórrida, de botánica confusa, de magia indígena, de teología de Salamanca, donde el Volcán, los frailes, el Hombre-Adormidera, el Mercader de joyas sin precio, las “bandas de pericos dominicales”, los maestros magos que van a las aldeas a enseñar la fabricación de los tejidos y el valor del Cero, componen el más delirante de los sueños!».

Las palabras de Valéry recuerdan las de don Juan Valera, escritas desde Madrid en octubre de 1888, en una de sus Cartas americanas, al saludar la publicación de Azul…de Rubén Darío: «ni es usted romántico, ni naturalista, ni neurótico, ni decadente, ni simbólico, ni parnasiano. Usted lo ha revuelto todo: lo ha puesto a cocer en el alambique de su cerebro, y ha sacado de ello una rara quintaesencia».

Es la novedad de la lengua, que es al mismo tiempo su permanencia. Y la permanencia de la invención, como acto de magia.

Notas del libro Leyendas de Guatemala. Fuente: @wikicommons

IÑAKI URIARTE: EL DIARIO COMO GOCE

Ala pregunta de qué son los diarios, cuestión no siempre del todo definida, cabría añadir la de qué papel ocupan en la producción de un autor. Esto nos ayudaría a entender qué importancia concede cada escritor o escritora a esa literatura íntima concebida, en la noche de los tiempos y desde la ortodoxia más radical, a ser escrita pero no publicada. Una literatura de corto recorrido en cuanto el destinatario final sería el propio ser que la escribe, y que encontraría un consuelo en esta escritura libre, de desahogo personal, sin tener en cuenta al otro. De ahí que haya quien defienda ese estadio original como el más puro, los diarios de Ana Frank, pensemos, como muestra más señera de la autenticidad del género, libre de las imposturas y los afeites que llegan cuando el autor sabe que lo escrito tendrá un destinatario.

Iñaki Uriarte (Nueva York, 1946) empezó así. Como uno de tantos lectores que confiesa que «a veces escribe», pero sólo para sí mismo, sin ninguna pretensión, textos que nacen en el escritorio y que no saldrán de allí. Hasta que salen. Entonces, claro, la escritura espontánea y libérrima se adultera, algo que el propio Uriarte sufre en sus propias carnes, como si se negara a ser un escritor profesional en el sentido de escribir para publicar, es decir, para llegar a un público, con el concurso de una editorial, una mínima promoción y la asunción de un cierto estatus de escritor.

Para ver si tenía aspecto de escritor, precisamente, en una anécdota que el propio Uriarte ha referido en alguna ocasión, me acerqué una tarde invierno de 2015 a la presentación del tercer volumen de sus diarios, en La Central de Callao, en Madrid. Tenía cara de escritor, rasgos de escritor, hablares de escritor, pero también de señor de Bilbao. Mihura podría haber titulado Ninette y un señor de Bilbao y el mundo seguiría girando. Porque Uriarte, a pesar de haber nacido en Nueva York y ser de San Sebastián, en un momento dado se convirtió en bilbaíno. Al menos en ese aspecto atemporal por no decir adscrito a una moda que no es la que rige, con unas tonalidades oscuras y verdes en su vestimenta, como un guiño a los montes circundantes al Botxo, como el Archanda, pero también al mundo británico que espera ría arriba como horizonte poético y geográfico. Porque mientras San Sebastián mira a la vecina Francia, Bilbao (y Santan-

der) apuntan a lo inglés, a la acogedora estética cottage de moqueta de cuadros en las paredes. Y Uriarte, hombre de su tiempo, pero sobre todo de su ciudad, Bilbao, no es inmune a esa peculiar condición bilbaína, lo cual contrasta con un discurso que no casaría con lo que se le presupone a un señor de bien. Y esa es una de las razones de su particular éxito.

Hidalgo y precursor

También hay algo bilbaíno en ejercer de hidalgo moderno, es decir, de rentista que prefiere disfrutar su pequeño patrimonio que arriesgarse a triplicarlo con el riesgo de perderlo y, sobre todo, de invertir demasiado sacrificio. Y ese es otro de los encantos literarios de Iñaki Uriarte y una de las razones de que un señor de Bilbao con tal aspecto de burgués publique en una editorial tan combativa y activista como la riojana Pepitas de Calabaza, que incluye en su catálogo títulos como La abolición del trabajo (Bob Black, 2022) o ¡Abajo los jefes! (2023), que reúne los escritos libertarios de Joseph Déjacque, publicados a mediados del siglo XIX.

Porque si bien R. L. Stevenson, en su encomiable En defensa de los ociosos, hace un alegato a favor del tiempo no productivo como un modo de conocerse a uno mismo, sobre todo en la juventud, Uriarte va más allá. Él defiende la quietud como una filosofía de vida, pero no desde cierta superioridad moral, o trascendental, de los apologistas de la meditación, sino porque no hacer nada es siempre mejor, según el uriartismo, que trabajar. Que humillarse ante la dictadura de los horarios, de los micromaltratos de los superiores, de la rutina de oficina como una apisonadora del espíritu. Basta abrir al azar cualquiera de sus tomos, como el primero, el que comprende los años 1999-2003, para descubrir esa alabanza de ocio y menosprecio de hiperactividad: «Otro acto mínimo que casi no es ni acto, de los que a mí me gustan: tomar el sol».

Este elegante rechazo a los canales convencionales de ganarse el pan, de situarse en la vida, quizá suene hoy menos original, pero en su momento fue uno de los atractivos de la prosa diarística de Uriarte. Publicado ese primer tomo en 2010, aún no se había producido el fenómeno editorial de Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, una sutil invitación a rebelarse contra la cultura de la acción, la acumulación y el exceso. Tampoco se había desprendido el alud de libros sobre el arte de caminar como vía de ascesis cotidiana, ni se había elevado a los altares al flâneur y sus discípulos (fenómeno que aún colea, como demuestra la reciente publicación de Caminantes, de Edgardo Scott, en Gatopardo, donde se analiza la figura de distintos paseantes célebres).

Uriarte no destaca, en sus páginas, por sentarse meditar bajo un alcornoque, ni por gastar suela a la manera de otros diaristas coetáneos (como el «Ostiz» que se cuela alguna vez en sus diarios y que en libros como Peatón de Madrid confiesa haber recorrido cientos de kilómetros en su calidad de robinsón urbano, por parafrasear al Muñoz Molina autor de

Un andar solitario entre la gente). Uriarte, decimos, no presume de sus paseos ni de sus epifanías místicas al contemplar un clavo en la pared; él prefiere los viajes por el escritorio y, si acaso, el relato de unos pequeños éxtasis cotidianos que, bajo una fina capa de procacidad, resultan si cabe más poéticos, verdaderos.

Como una entrada del segundo volumen en la que confiesa que «es estupendo bañarse al atardecer después de haber ingerido un tepazepán». Un baño en Benidorm, no en una cala secreta de Cabo de Gata o de la Ibiza más inaccesible. Aunque también reconoce que quizá frecuentarían esos lugares si no tuvieran gato. La mascota (de nombre Borges) como atadura pedestre, como techo a la aventura. Puro Uriarte.

En cualquier caso, Uriarte y su mujer se conforman con Benidorm, a pesar de la demasiada gente durante el «verano profundo» y hacen de ese lugar tan inefable materia narrativa como lo harían después otros creadores. Allí están películas como Nieva en Benidorm, de Isabel Coixet o la novela Spanish Beauty que Esther García Llovet publicó en 2022 en Anagrama, con la ciudad alicantina como telón de fondo. O el entusiasmo que mostró Rafael Chirbes al hablar de esta ciudad costera, algo que subraya Aitor Romero Ortega en un ensayo titulado, precisamente, «Prosa de Benidorm», incluido en su reciente El arte de escribir de pie. Y, es, sin ir más lejos, en ese libro (otro canto al paseo), donde se cita a un Uriarte «bon vivant» que, al igual que Chirbes, con su amor por Benidorm, estaría «en el lado correcto de la historia». Entendida esa afirmación con la debida dosis de ironía, lo cierto es que Iñaki Uriarte, como el Andrés Hurtado de Baroja, tiene algo de precursor. Como su propia figura, de resabios aristocráticos a ratos, o burgueses, cuando menos, de rentista venido a más, que se funde, en cambio, sin complejos con la masa amorfa del turismo benidormí.

Cómo salir en los diarios

En la presentación de su tercer tomo de diarios, el de 2008-2010, Uriarte confesó aquello de que se pone guapo en el diario, que practica cierta coquetería intelectual. Porque el diario, y la literatura en general, se escribe en la clandestinidad, con todo el aparato de documentación erudita a disposición de cada cual. Es tentador hacerse pasar por más culto de lo que uno es y ahí Uriarte es honesto al confesarse como «semiculto». Y quizá esa sea la condición que mantenga fresco el asombro, el deseo de salir a leer con el boli de subrayar, como quien caza citas en vez de mariposas. Con un discurso fluido, pero bien aprendido de casa, Uriarte tiró entonces, en la última presentación hasta la fecha de un diario suyo (con la salvedad del Epílogo publicado en 2019), de unos apuntes en los que citó a menudo a uno de sus principales referentes, junto con Montaigne: Emil Cioran. Y habló de cómo un diario que valga la pena es el que tolera cierta coquetería superficial, pero que muestra tam-

bién los lados menos buenos. Y ahí Rafael Chirbes merece mención especial, ya que su celebrada entrega de diario de A ratos perdidos empieza nada menos que con un desgarro anal, que es quizá la forma más canónica y digna de aplauso de comenzar unas páginas de este tipo.

Uriarte, como su admirado Cioran, es amigo de consignar ridiculeces propias en el diario. También a la hora de dedicar una semblanza (esto lo sabía bien Baroja): si no, dijo, no resulta creíble, porque nadie ha sido, en vida, sublime sin interrupción. ¿Y qué recomendaba Cioran a la hora de mostrarse a uno mismo? No solo consignar ridiculeces propias, sino no temer al ridículo, es más, exponerse a él. «Hace falta cierta firmeza de espíritu para eso. Los aventureros, en el sentido positivo y negativo de la palabra, dan sin duda muestra de ello», dice Cioran en sus cuadernos, esos diarios que Uriarte cita a menudo y que Tusquets reunió en un solo tomo en 2020, en una jugosa edición de más de mil páginas: Cuadernos (1957-1972). Era radical en esto, Cioran, aunque después en sus propios diarios no llegue, ni mucho menos, tan lejos. Para él, la idea del progreso personal tenía que ver con superar el miedo a ser «el hazmerreír de nuestros semejantes».

A propósito de esta exposición selectiva, Alberto Olmos comentó en una reseña que le chirriaba algo de los diarios de Uriarte: el tono progre. Como si no se pudiera ser progre (y a fe que es complicado) las veinticuatro horas del día, aunque ese tic sea común a cierta generación nacida en la mitad del siglo XX, hijos de perfiles poco progres muchos. Dicho esto, el diario también rompe esta tendencia con alguna confesión más arriesgada, como cuando se moja al criticar a los «fanáticos sin armas» que le rodean, en una época de asesinatos cotidianos por parte de ETA, y cuando ciertas críticas te podían colocar en el malhadado grupo de «los fachas». O cuando confiesa que no conoce a ningún antisemita radical, pero sí a muchos islamófobos. Y que, si tuviera que colocarse en un grupo, sería más bien en el de los segundos.

El Iñaki Uriarte que se muestra en sus diarios, pese al pellizco de Olmos, ofrece no obstante muchas caras, aunque la persona se oculte a menudo en el personaje, aunque la intimidad dé paso a reflexiones intelectuales y, en ocasiones, el lector añore algo que dejó caer en uno de los tres tomos: «A veces, pienso que no debería anotar aquí más que mis rarezas».

No obstante, entre reflexiones más o menos cultas, hay espacio para ese tono confesional que no puede faltar en un buen diario. Como las referencias al pasado noctámbulo, calavera, del Uriarte más joven y despreocupado. No olvidemos que esta serie de diarios arranca en 1999 (publicados en 2010 por Pepitas de Calabaza), cuando el autor ha cumplido 53 años. Se aprecian los jirones de esa fase más tarambana, cuando, lejos ya de esos excesos, el autor abraza una madurez que se prepara, con la resignación amable de quien ha vivido, para el ocaso: ese mar calmo que favorece la escritura.

Pero antes, como él mismo refiere, se dio la nocturnidad con su alevosía, «la frecuentación de antros turbios y aventurados, la asistencia a fiestas libertinas en las catacumbas», hasta granjearse una merecida fama de pendenciero. Tanto como para que su presencia a la luz del día resultara sorpresiva, casi incómoda. «Por favor, no pierdas nunca tu imagen de perdedor», le solicita una amiga que le sorprende en un bar elegante del centro de Bilbao, a media tarde. «Lo que me faltaba por perder», pensó el aludido. Puro Uriarte.

Diario de lecturas

Leer a Iñaki Uriarte, como a todo buen diarista, es leer también sus lecturas. El jugo de esas lecturas. De ahí que el diario sea también un género para los buenos lectores, y también para los malos, es decir, los desordenados, los que van saltando de autor en autor sin brújula ni mapa, guiados a menudo por una referencia, por una pista.

Aquella famosa frase de Borges de que se enorgullecía no tanto de lo que había escrito como de lo que había leído también se puede aplicar a Uriarte. Lector generoso, gusta de compartir sus hallazgos, muchos de ellos no de autores revelación, precisamente, sino fruto de una husma bibliófila que le puede llevar a nombres como el de Francis Galton, primo segundo de Darwin, famoso por su hipótesis de las aceitunas. Según ese experimento, si se pregunta a una muestra amplia de voluntarios cuántas aceitunas hay en un tarro, la media de sus respuestas, parafrasea Uriarte, se acercará más a la verdad que cualquiera de sus respuestas individuales. Bonita metáfora, incluida como una de las entradas de sus diarios, del valor de la democracia, tan puesta en entredicho por no pocos intelectuales que abogan por un retorno a fórmulas aristocratizantes de gobierno que pueden ser tan ingenuas como peligrosas.

Valga esta teoría de las aceitunas como muestra de ese Uriarte lector que ofrece, más que un diario íntimo, un diario de lecturas, un dietario de subrayados que, no obstante, guarda relación con el autor. Con su posición en el mundo. Porque un buen diario, decía el Pavese de El oficio de vivir, hace que afloren los filones de la existencia, entendiendo como filón esa franja natural rica en minerales, en ocasiones afortunados, incluso de oro. Así que esas entradas más intelectuales se pueden leer también como otra manera de manifestarse, de hacer política, en el sentido más amplio del término y, en última instancia, invitarnos a un viaje erudito nada cargado ni pretencioso.

Uriarte se muestra apegado, como se dijo, a sus autores de cabecera. Se cuela a menudo Cioran, pero también el Montaigne que quiere conocerse a sí mismo, «monstre et miracle», porque conocerse, escucharse a uno mismo, es conocer también a toda la humanidad. Reconoce, incluso, que sus Ensayos es el libro más importante de su vida y que, si no fuera porque existió un hombre como él, quizá no se hubiera atrevido a hacer muchas de las cosas que hizo. Y también

se cuelan en la fiesta otros tantos autores, para disfrute del lector, valga la redundancia, letraherido. Y, claro, surgen perlas, pues Uriarte no lee cualquier cosa sino a los Cioran o Montaigne, pero también al James Boswell que escribe la considerada como primera biografía (La vida de Samuel Johnson, 1791) y que confiesa que, para abordar su famosa obra, quiso realizar «un retrato de estilo flamenco» de su biografiado. Sorprendente y moderna actitud a la hora de biografiar a una persona, más aún cuando hoy asistimos (doy fe) a comentarios peyorativos como «no es una biografía al uso» cuando un autor ofrece una biografía distinta al compendio habitual de hitos y fechas.

Los diarios de Ernst Jünger, los diarios de Pla («hay que escribir como se escribe una carta a la familia») y también diarios considerados el origen de los diarios (modernos), como los de Samuel Pepys, que un 13 de octubre de 1660 escribía sobre la pena de muerte como entretenimiento de una tarde cualquiera. Y refiere cómo al condenado «lo cortaron en pedazos, y su corazón y cabeza fueran exhibidos». Pero lo mejor viene a continuación, en el colofón a esa sádica entrada, cuando añade que se encuentra con dos amigos y «juntos nos dirigimos a comer ostras en la Taberna del Sol». Lo más veteranos lectores de diarios quizá encuentren un curioso eco con la famosa entrada del diario de Kafka, la del 2 de agosto de 1914: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar».

Y es que esa es una de las fortalezas del diario, que funciona como testimonio directo de la historia que se va haciendo, la que luego nutrirá los libros de Historia, pero también como testimonio de la vida propia, la que más tarde nutre las novelas, la literatura.

Diarista sin obra

Uriarte también ofrece esa mezcla entre historia a cámara lenta y particular inmersión personal en esa historia. Ese es su legado literario, la de un escritor que no se prodigó — hasta la fecha y no parece que vaya a ver sorpresas en ese sentido— en otros géneros y que incluso quiso detener sus publicaciones, al menos en vida, en esos tres tomos y el epílogo.

¿Habrá guardado, en un cajón oculto, toda una serie de novelas y ficciones? Cabe mencionar aquí, desde el mayor de los respetos, la novela de Teresa Uriarte, hermana del escritor de diarios, y que Tránsito Editorial acaba de publicar bajo el título El juez Aurelio. Abogada primero y periodista de Tribunales después, Teresa Uriarte había acumulado un amplio material literario cuyas hijas ordenaron tras su inesperado fallecimiento en 2022.

En el caso de Iñaki Uriarte, hay diarios, pero no se conocen novelas ni poemas, en un caso singular en la narrativa española. Pensemos en tantos autores y autoras que usaban el diario como apoyo, como desahogo, pero también como distensión tras la exigencia de la ficción. El diario como una

voz amiga que te quiere como eres, el diario como afterwork de la escritura más profesional. Annie Ernaux, en su recientemente publicado La escritura como un cuchillo (Cabaret Voltaire), distingue entre los libros que comienza a escribir y su diario íntimo. En los primeros, dice, está todo por hacer, por decidir, mientras que en el diario el tiempo impone la estructura y, por tanto, es más limitado, menos libre. «No tengo la impresión de construir la realidad, solo de dejar una huella existencial, de depositar algo», dice la ganadora del Nobel de Literatura de 2022. Luego cita a Anaïs Nin, para quien el diario era el lugar del goce y los demás textos el espacio de la transformación. Y Ernaux reconoce que siente «más necesidad de transformar que de gozar».

Franz Kafka, Virginia Woolf, Rafael Chirbes, la Patricia Highsmith cuyos Diarios y cuadernos publicó, como un «acontecimiento literario», Anagrama en 2022 y un sinfín de escritores que cultivaron esa extensión de sus literaturas en los distintos géneros, como maneras, también, de transformarse a sí mismos. ¿Se limitó Iñaki Uriarte a gozar? Es probable. La lectura gozosa de sus diarios, entendidos como obra autónoma, es la mejor prueba de ello.

BREVE DICCIONARIO DE ESCRITORES

HISPANOAMERICANOS Y SUS CORRESPONDIENTES TIPOGRAFÍAS

La historia de la literatura es, también, una historia de las tecnologías de la escritura. Desde la pluma o el bolígrafo hasta los programas que transcriben archivos de audio o el GPT-4, pasando por las máquinas de escribir o los procesadores de texto, han sido muchas las herramientas que han mediado entre los cerebros y las páginas de millones de escritores. Aunque no aparezcan en las biografías de los autores o en los manuales escolares, las caligrafías y las tipografías mantienen relaciones secretas con su método, su estética, su poética.

Inesperadamente, en su orden alfabético, el siguiente y caprichoso diccionario traza un paisaje de las relaciones entre los escritores y sus instrumentos de trabajo que va desde la performance de escritura y rescritura del mexicano Mario Bellatin hasta la preparación científica de cada texto en el MacBook Pro del peruano Joseph Zárate, pasando por las estrategias de extrañeza textual de la española Elvira Navarro o de la mutación tipográfica constante de los libros del boliviano Edmundo Paz Soldán.

Una cartografía alternativa de la literatura en español, dibujada a través de los hábitos y las manías que relacionan a veinticuatro escritores con su trabajo textual. Porque incluyo al francés Mathias Enard, que ha pasado toda su vida adulta en Barcelona. Y porque yo he escrito esta introducción en Book Antiqua cuerpo 12, que son las características tipográficas de la gran mayoría de mis textos.

Bellatin, Mario (México): “Fundamental, sobre todo para leerte y saber de ti. El proceso es largo, para ir mirando desde distintos ojos. Máquina de escribir, se digitaliza en el Notas del iphone, y de allí se pasa al Times del Word. Pero tiene que ser al Times, no al Times New Roman, que lo echa todo a perder. No puede hacer Interlineado ni ningún arreglo para que la letra aparezca tal cual. Times sin Interlineado en la función borrador, en la pantalla, para editar, subo la letra a 22, pero a la hora de imprimir lo bajo a 12, meto el texto a la memoria y salgo de casa para ir a imprimir a un negocio, donde se me entregan páginas de una aparente tersura, que pronto, en el primer café que encuentre será tasajeado por el bolígrafo, que a fuerza tiene que ser Bic clásico de tinta azul, no puede ser otro, hasta quedar de ese lienzo inmaculado una verdadera carnicería. Luego ingresar las correcciones, leer en Times 24, sin interlineado, hasta que la pantalla no dé más de sí, bajar de nuevo a 12, llevar ese texto al negocio de la impresora y hacer la misma operación. Uno se va calmando viendo cómo en cada una de esas vueltas el paisaje que va quedando después de la batalla deja de ser cada vez más violento de manera externa para, es mi deseo, trasladar esa violencia a un lugar invisible”.

Bonnett, Piedad (Colombia): “Yo siempre uso Arial 12, una combinación que encuentro que posee contundencia – pero que no es agresiva- y que le permite a la página

‘tener aire’. Tampoco es una tipografía ‘remilgada’ o ‘amanerada’. Digamos que tiene cierta sencillez. Cuando leo, rechazo espontáneamente los caracteres muy grandes. Me parece que transmiten un deseo de claridad que me parece ingenuo, o de alguien muy pegado al orden o a la autoridad. Como ves, son percepciones solamente, seguro que caprichosas. La letra muy pequeña me parece propia de los documentos institucionales, y la recibo así, como un deseo de ‘no estilo’. Y en el interlineado mi Word dice ‘normal’. Ahora, si voy a imprimir y a leer, me voy por el Arial 14, por simple cuestión de comodidad visual, porque caracteres más pequeños me obligarían a quitarme mis gafas, que son parte de mí.

Candeira, Matías (España): “Durante muchos años utilicé garamond 14 e interlineado de 16-17 puntos. La garamond es una letra que me parece muy estética. Desde hace tiempo he optado por usar arial tamaño 12, con interlineado de 17-18 ptos. Es una tipo más agradable de ver en pantalla, sin florituras barrocas. A veces me da la impresión de que mi escritura es más ligera e impresionista desde que uso esta tipografía. Me impele a escribir con más velocidad y a emplear un estilo más seco y desnudo, que es como me apetece escribir en este momento de mi vida.”

Caparrós, Martín (Argentina): “Hay una letra que es tu letra: la mía es, muy banal, times new roman 12 interlineada 14. esa es la mía, la que reconozco cuando veo como mía. y están, por supuesto, las infidelidades: los días en que quiero escribir como si fuera otro, con una georgia o alguna bodoni o una typewriter o una kohinoor. que son como un chiste, como si me pusiera una máscara bufa, como si consiguiera, una vez más, reírme de mí”.

Colanzi, Liliana (Bolivia): “Escribo en Goudy Old Style, que tiene un trazo similar al de las tipografías que se usan en muchos libros impre-

sos. Cuando necesito que el texto parezca más largo de lo que es, me paso a Cambria: Arial podría ser más útil porque abulta, pero es muy fea. Comienzo usando interlineado sencillo para no perder tiempo en el scrolling, pero a medida que la historia crece y necesita respirar mejor, me cambio al interlineado doble.”

Enard, Mathias (Barcelona, Francia): “Utilizo Garamond, no sólo porque es francesa y la más elegante e histórica de todas, sino porque también es la fuente de mis libros impresos: intento tener mi página de Word lo más parecida a la de un libro de mi editorial francesa, Actes Sud - más o menos la misma caja y la misma tipografía. Así que el interlineado es más o menos de 1.25, e intento tener unos 2500 espacios por hoja”.

Fernández Porta, Eloy (España): “Casi siempre he usado Times New Roman 12 para el texto y 14 para los títulos de capítulos y epígrafes. Tuve una época Bookman que me duró un par de años, y también me gustaba mucho usar la tipografía San Francisco para los títulos, porque es muy animada y loca. No me gustan nada las tipografías génericas como Cabiria y Geneva”.

Gerber Bicecci, Verónica (México): “Aprendí a escribir en letra de molde, pero siempre tuve una profunda debilidad por la letra manuscrita, me parecía fascinante la de mis abuelas, la de mi papá y, sobre todo, la de mi mamá, que es una mezcla entre manuscrita y molde. Así que durante mucho tiempo intenté imitarla, hasta que logré una mezcla parecida. Me gusta escribir a mano. También considero el dibujo una forma de escritura. Pero lo cierto es que paso mucho tiempo en la computadora. Cuando era adolescente, antes de que existiera internet, la Comic Sans me parecía lo máximo. Pero, probablemente por un afán muy escolar (así me pedían los trabajos en la preparatoria),

usé siempre Times New Roman, 12 puntos, interlineado 1.5 y texto justificado. Hace relativamente poco me di cuenta de esa extraña obediencia que conservaba desde entonces y voy cambiando la letra que uso. He coqueteado con la idea de diseñar una tipografía, pero después pensé que cada proyecto tendría que tener su propia tipografía. El manuscrito en el que estoy trabajando ahora mismo está en Courier New y Garamond, conservo el interlineado 1.5, ya no uso la herramienta de justificado, y la letra oscila entre 13 y 14 puntos porque cada día estoy más ciega.”

Guerriero, Leila (Argentina): “Yo escribo en Times New Roman tamaño doce. Sin sangría y sin justificar. Interlineado simple, sin dejar espacio entre párrafos. El zoom en cien por ciento. Casi nunca despliego la página de word a pantalla completa”.

Meruane, Lina (Chile): “Durante muchos años usé Garamond, una fuente que sigue pareciéndome atractiva, pero me pasé a Calibri estándar porque me resulta más cómoda al ojo, más legible (y menos dura que Arial, que usé una temporada). Usé el interlineado 1.5 hasta que apareció el 1.15, cuando escribo quiero tener en pantalla la mayor cantidad de texto posible”.

Muñoz, Molina, Antonio (España): “Suelo usar Times New Roman, por razones estéticas, tamaño 14, interlineado i,5, sin justificación a la derecha. Si el margen es demasiado recto da una impresión de algo ya definitivo que no me gusta. Artículos y otros trabajos de encargo los hago directamente en el ordenador, por controlar la extensión a cada momento. Textos creativos van del borrador a mano a la reescritura en el ordenador”.

Navarro, Elvira (España): “Suelo escribir en Arial 11 o en Times New Roman 12, pero cambio la tipografía, el interlineado e incluso el diseño de página a la hora de corregir para ver el texto de distintas maneras, y ahí voy un poco al azar, buscando alguna letra a la que no estoy acostumbrada para deshabituarme del texto, y con un interlineado mínimo porque así tienes más texto a la vista y es más fácil detectar, por ejemplo, repeticiones de palabra”.

Ojeda, Mónica (Ecuador): “Lamento ser tan increíblemente convencional con esto, pero suelo usar TNR o Arial, 12 puntos, para todo. Espaciado 1,5. Mi manía es conservar el formato tradicional con el que me pedían escribir mis ensayos en secundaria. “

Ortuño, Antonio (México): “Soy bastante insensible a la tipografía. Escribo con la que pone por default el word. Ahora, que uso gafas perpetuas, crezco la proporción de la página para leer bien pero poco más. Me importa demasiado, supongo, lo que escribo, o lo suficiente para que me dé lo mismo si está a renglón seguido o a doble espacio. Cuido, eso sí, el uso de itálicas, etcétera”.

Paz Soldán, Edmundo (Bolivia): “Tengo la tradición de cambiar de letra para cada nuevo libro; Amores imperfectos está en Times New Roman, Norte en Goudy Old Style, La mirada de las plantas en Garamond. La nueva novela la estoy escribiendo en Adobe Caslon Pro. Suelo inspirarme en letras que me gustan de libros que estoy leyendo. El interlineado es siempre en 2, y el margen en 60, para sentir que la página se acaba rápido y estoy avanzando con el proyecto”.

Rivera Garza, Cristina (México): “Por muchos años usé la New Times Roman nada mas porque sí, pero me empezaron a cargar mucho los remates o gracias de las letras. Ahora uso Calibri. Siempre que empiezo un texto lo hago a renglón simple (1.0) y con texto justificado—no puedo escribir en serio si no está así. Pasar todo a interlineado 2.0 indica que ya es un proyecto serio o que se está acercando el momento de la revisión y/o publicación. Tamaño 12 siempre”.

Sanz, Marta (España): “Me gustan las letras de palo. Para mí, expresan limpieza y modernidad. No son significativamente asépticas, pero tampoco introducen un matiz semántico demasiado fuerte como ocurre con la forzada ingenuidad de la comic sans o con el arcaísmo de otras tipografías que remiten a la literatura de tacitas. En esos casos, el paratexto puede resultar redundante respecto a lo que se dice en el texto. O peor: puede evidenciar un fallo en la ambientación del texto, en un dibujo cronológico que no se ha logrado con el mero uso de la palabra. Opto por un interlineado 1,5 y el cuerpo siempre fue 10 , 11: esa selección me parece que pretende emular el tamaño diminuto de mi caligrafía. Sin embargo, la biología manda y me voy deslizando peligrosamente hacia el 12. Sobre todo, si tengo que imprimir el texto para una conferencia: 12, 14, agigantamientos”.

Sarlo, Beatriz (Argentina): “Uso la Arial 11 o 12 porque es la primera que aparece. Interlineado 1,5. Trabajé mucho en editoriales y revistas; es en esos campos donde me pongo exigente. Pero ni me fijo en los mensajes que, de pasar a la paternidad que no merecen, tendrán la edición tipográfica del conjunto al cual sean integrados”.

Speranza, Gabriela (Argentina): “Escribo siempre con Verdana 10, interlineado 1,5: clara, clásica, casi anónima. A veces intento cambiarla porque no sé muy bien por qué ni cuándo la elegí, pero siempre acabo por volver. Para los textos que leeré en público (siempre los imprimo) cambio a veces a Verdana 11, no sea que la luz sea escasa y no vea bien. Hace unos cinco años que no uso lentes y veo muy bien, pero no sea cosa...”.

Trejo, Juan (España): “Mi fuente de letra para mis documentos Word es Cambria. Solo escribo con esa fuente y todos los documentos que entrego están redactados con ella. Entiendo que me representa, aunque no sé muy bien por qué; tal vez porque es sobria pero no aburrida, elegante pero también dinámica. Durante años escribía con Times New Roman, porque entendía que era LA LETRA,

pero en un momento dado, en 2016, quise cambiar y ya no he podido volver a utilizar esa fuente; no la soporto en mis documentos Word. Respecto al interlineado, siempre escribo (ya sean mis textos o mis traducciones) en espacio “sencillo”. Me gusta ver todas las líneas muy juntas, casi apelotonadas, en párrafos consistentes; aumenta la sensación de producción abundante, supongo. Pero entrego todo lo que escribo o traduzco en espacio 1,5 líneas, porque entiendo que asea el texto y facilita la lectura”.

Vásquez, Juan Gabriel (Colombia): “Hace unos 15 años decidí controlar un poco más el diseño de los interiores de mis libros para satisfacer mis neurosis de lector. Les pregunté a mis editores el tipo de letra (Garamond), y desde entonces discutimos el tamaño de la letra y de la caja de cada libro, según las opciones disponibles, antes de que yo mande el manuscrito. Y yo reproduzco ese diseño en mi documento de Word. Eso me permite controlar los espacios en blanco (de cada capítulo, del final del libro), que es una de mis mayores manías”.

Vila-Matas, Enrique (España): “Times New Roman siempre, o casi siempre. Documento Word. Me encuentro sólo cómodo con esta tipografía a la hora de escribir”.

Zárate, Joseph (Perú):  “Trabajo en Word y tengo ya una configuración previa en mi MacBook Pro para cada cosa que escribo. Uso una sola tipografía para todo: Bembo Std, una tipo con serif muy parecida a los libros cuya maquetación es más agradable a mi vista. Y que me permite imaginar cómo se vería el resultado final ya impreso. Para corregir en papel, por cierto, también es muy placentero. En cuanto al tamaño de las letras: 18-20 puntos para el título (dependiendo de cuan largo o corto sea) y 14 puntos para el cuerpo de texto. Interlineado de 1.15 y sangría de 0.5mm a todos los párrafos (menos al primero de cada capítulo). Los márgenes también son importantes: son de 4.5 cm en todos sus lados. Los párrafos siempre están justificados a izquierda y derecha, para formar una caja compacta, con cortes en las palabras (no más de dos seguidos por línea)”.

EL CENTRO DEL CUENTO Y EL OJO DEL HURACÁN: APUNTES SOBRE LA «FICCIÓN LECTORA» DE MOISÉS MORI

Ahora que se acaba el mes de noviembre de 2023 y se consolida el otoño –la lluvia, el frío, el miedo–, quisiera volver a un libro leído en la descarnada primavera de 2021: Stendher en Santandal, de Moisés Mori (KRK, 2021), un autor esencial para mí. Se trata de una narración que se alza simultáneamente como epítome de escritura apuntacionista y como uno de los múltiples brazos del Kali crítico-ensayístico de raigambre barthesiana. En otras palabras: un viaje mental, un diálogo en busca de intimidad con la literatura. Y ahora que lo pienso: ¿cuál sería el grado máximo de este tipo de intimidad? ¿Convertir al lector en un momento de la obra? Seguramente. Libro a libro, Mori se fue internando en las creaciones de Iván Turgueniev, de Ismail Kadaré, de Georg Büchner, de Annie Ernaux, de César Aira o de Raymond Roussel y, al mismo tiempo, curiosa y oblicuamente, los lectores teníamos la impresión de leer su vida. Pero ahora, con Stendher en Santandal, ha ocurrido algo nuevo: el comentario y la glosa siguen siendo fascinantes, pero la fábula –en el sentido narratológico– casi lo es más. Stendher en Santandal se subtitula Un cuento cantábrico. Más bien se trata de un conte –un conte de Voltaire, o de Rohmer– que, finalizado, se disipa como la bruma cántabra. Y, con ella, se disipa también la univocidad de sentido de la obra.

La peripecia de Stendher en Santandal se configura a partir de los encuentros cantábricos entre el narrador y su tío, Kike el Suelto, que acaba de regresar a Santander después de casi treinta años en México –un país, por lo demás, al que no pocos críticos calificarían como lugar de los sueños y la literatura, siquiera fuera por las irradiaciones intelectuales de su breve pero próspero

Ateneo (1906-1914), por su proverbial hospitalidad hacia los escritores desterrados o por esa curiosa tradición nacional que facilita una fluida carrera diplomática a los escritores de buenos modales, desde Alfonso Reyes y Octavio Paz a Sergio Pitol (un fenómeno que, como recuerda Matías Serra Bradford, también ocurre en otros países, «aunque los nombres son menos memorables»)–.

Pues bien, a partir de esos encuentros con el tío Kike se trazan, como es habitual en la literatura de Moisés Mori, los apuntes biográficos y el análisis literario de un autor, en concreto de Henri Beyle, principalmente aludido en los manuales como Stendhal –el extraño hecho del amor, la gloria y la miseria militares, casuísticas viajeras–. Para ello, Moisés Mori activa los principales resortes de su magnética escritura: capacidad de síntesis, prosa clara y tensa, naturalidad y economía verbal, óptima dosificación de la polifonía… Como se dijo de Ralph Waldo Emerson, Mori es un buen biógrafo porque es un buen ensayista (o al revés), es decir, «alguien que sabe ver lo general y particular sin perderse en las contradicciones y en la maleza que representa toda vida y obra» (Juan Malpartida). No sólo es extraordinariamente riguroso, además maneja referencias que ni siquiera sospechábamos que existían: «La trayectoria de Moisés Mori podría guarecerse bajo el paraguas de una pregunta soberana: ¿Qué significa leer? Esta pregunta presenta derivadas electivas (¿Por qué leemos a X y no a Z?), pedagógicas (¿Existe un arte de la lectura?) e incluso angustiosas (¿Es posible leer “bien”?)» (Ricardo Menéndez Salmón).

No obstante, a la habitual lectura de algún autor (desde Turgeniev a Roussel) en todos los libros de Moisés Mori, se suma ahora en Stendher en Santandal una enigmática, indefinida narración. Al cabo, los encuentros con el tío Kike, el triángulo geográfico Bayonne-Santander-Baiona y la recurrente lectura stendhaliana propician una interpolación de sentidos a partir de la cual el libro va adquiriendo una densidad de  cuento filosófico de Voltaire y aun de conte moral de Rohmer –los temas: el amor, la vejez, las ilusiones–, aunque con la particularidad de que su tesis es casi invisible, levísima, misteriosa o impronunciable. En congruencia con lo enunciado por una cita de Julian Barnes sobre Braque que figura en el libro, la tesis ideal de  Stendher en Santandal tal vez fuera el resultado de leerla y, mientras tanto, no decir nada; si acaso, escribir algo, tiempo después, desde el ángulo de su exquisita  escritura apuntacionista,  algo que no se le parezca en nada y se encamine hacia otros derroteros. Sea. No obstante, me siento como un personaje de Lydia Davis. En concreto, como aquella mujer que escribe un relato en el que hay un huracán. En el relato, este huracán se acerca y amenaza la ciudad sin llegar nunca a azotarla. Y también hay un hombre enfermo pero que no se muere. Y mientras tanto, la cosa sigue así, un poco como yo ahora: «No adivina dónde podría estar el centro del cuento». Pero tiene que haber un centro sobre el que gravite Stendher en Santandal. O, al menos, debería ser posible acercarse a él, como el huracán respecto a la ciudad.

«En un primer momento, al terminar de leerlo, me pareció que este libro de Mori, donde su escritura sin duda ha alcanzado un punto de tensión extrema, erigía una parcela propia en los dominios de lo que Enrique Vila-Matas ha cartografiado como “ficción crítica”»

En un primer momento, al terminar de leerlo, me pareció que este libro de Mori, donde su escritura sin duda ha alcanzado un punto de tensión extrema, erigía una parcela propia en los dominios de lo que Enrique Vila-Matas ha cartografiado como «ficción crítica». A saber: una suerte de «realismo más realista» mediante la discreta introducción «de la sombra radical de lo inenarrable en las convenciones narrativas de siempre» (Enrique Vila-Matas); un imán literario capaz de atraer peripecias narrativas, reflexiones críticas, acechanzas biográficas y desplazamientos de diversa índole. Pienso que en la parcela hispánica de esa cartografía orbitan varios textos de Vila-Matas, de Sergio Chejfec, de Cynthia Rimsky, de Ramón Andrés, de Juan Malpartida, de Vicente Valero, de Victoria de Stefano…

A mayor abundamiento, y para mi ayuda, resulta que Moisés Mori resumió algunas de las características principales de la «ficción crítica» en una reseña que él mismo firmó sobre Chet Baker piensa en su arte, uno de esos textos fundamentales –hasta ahora el último– sobre los que se ha articulado el esqueleto autofigurativo de Vila-Matas, junto a «Mastroianni-sur-Mer», «Un tapiz que se dispara en muchas direcciones» y «Porque ella no lo pidió», básicamente.

«No resulta fácil clasificar un texto como este», afirmó Mori en su reseña de la edición exenta de Chet Baker piensa en su arte (2020), «pues es tanto relato como ensayo, lectura activa como viaje mental, autorretrato,  nouvelle , pensamiento, despertar sonámbulo». Numerosas son las convergencias entre este libro (y otros más) de Vila-Matas y Stendher en Santandal   de Moisés Mori, pero también con varios episodios de las escrituras antes referidas. ¿Relato? Checked . ¿Ensayo? Checked . ¿Lectura activa? Checked . ¿Viaje mental? Checked . ¿ Checked Baker ? Alto. Una característica divergente podría ayudarnos a deslindar las propuestas de Mori y de Vila-Matas. Dice lo siguiente Mori en

«En cierto modo, es como si lograra revitalizar el género mediante la abstracción de una peripecia
vuelta tentativa lectora: he ahí el auténtico centro de su literatura, el huracán que se aproxima. Érase una vez una voz narradora que leía ingenuamente, tomaba notas y, de vez en cuando, viajaba, autorretratándose con un huracán de fondo»

su reseña: «Con todo, Vila-Matas denomina a su libro  ficción crítica,  que es la aproximación más adecuada para registrar un texto donde se cuenta la aventura intelectual de un crítico: un personaje que escribe durante toda una noche sobre la posibilidad de conciliar las narraciones tradicionales y de cierta entidad literaria (el modelo que maneja como ejemplo es Georges Simenon,  La prometida de monsieur Hire ) y las novelas poco narrativas y difíciles de leer, cuyo patrón último y más radical es la ilegible  Finnegans Wake  de James Joyce».

De todas formas, el narrador de Mori no se ajusta en sentido estricto –no quiere ajustarse– a la figura del crítico: es el suyo un «arte de vivir la literatura como un mundo acogedor, divertido y nada solemne» (Mario Martín Gijón). El narrador de Stendher en Santandal   tampoco aspira a emprender una aventura intelectual, si bien guarda una obvia similitud con el mutante barthesiano del crítico-ensayista: alguien que, como suele recordar Alberto Giordano, llega a concebir el ejercicio de la crítica, no como una empresa de conocimiento o de evaluación cultural, sino como un modo de conversar con la literatura, de entablar un diálogo lo más íntimo posible con la literatura que, además, responda activamente a la presencia de la literatura en la vida cultural. (Quizá por eso, pienso ahora, convoqué el nombre del imponderable Éric Rohmer: pequeñas, maravillosas aventuras de diletantes cotidianos que charlan de jansenismo, literatura o historia). Tal parece ser el espíritu que ha movido desde el principio a Moisés Mori al hacer sus apuntaciones, sus biografías y sus lecturas, y que se ha agudizado por mor de la ficción introducida en sus libros a partir de Escenas de la vida de Annie Ernaux (2011) y César Aira y la silla de Gaspard (2019): entrañarse con la literatura, hacerla presente –la literatura como presencia irreductible –. Pero esto lo ha logrado magistralmente en Stendher en Santandal , y lo ha querido expresar a través de un lector ingenuo, alejado del biógrafo que a menudo se encargaba del relato, como sucedía en Estampas rusas. Un álbum de Iván Turgueniev (1997), De Büchner a Basarov (2004, 2007) o No te conozcas a ti mismo (Nerval, Schwob, Roussel) (2015)

¿Podríamos definir entonces Stendher en Santandal como una «ficción lectora», más que como una «ficción crítica»? Puesto que está a mi alcance, se lo pregunto directamente por email a Moisés Mori. Mientras tanto, ya ha principiado el mes de diciembre, pero sigue siendo otoño –la lluvia, el frío, el miedo–. No tarda en llegarme la respuesta:

En cualquier caso, no me disgusta que consideres mis libros como “ficción lectora”, pues en efecto todos ellos parten de una lectura no académica de algún autor y tienden a construir un narrador-personaje que transmite al conjunto -creo- un estatuto cercano a la ficción. Esta característica quizá sea más notable en los últimos títulos (Cesar Aira y la silla de Gaspard o Stendher en Santandal), pero siempre he intentado más o menos lo mismo: encontrar un espacio (lírico, por ejemplo, a propósito de Turgéniev; falsamente confesional, con Ernaux...) en el que la escritura tuviera entidad por sí misma, una entidad literaria o, si se prefiere, poética

Continuación o consecuencia de Cesar Aira y la silla de Gaspard, donde se interrelacionaban la lectura de César Aira, Raymond Roussel y las peripecias del padre del narrador, Stendher en Santandal pone el foco deliberada y definitivamente en la identidad del narrador, alguien sin la menor relación con la institución literaria. La desaparición de las notas al pie en Stendher en Santandal representa mejor que ninguna otra cosa este deslizamiento, esta apuesta por una presunta ingenuidad narrativa. ¿Qué late de fondo en ella?

Percibo cierta violencia. Es como si hubiera realizado una sofisticada construcción y, al final, optara por hacerla añicos. Entre esos añicos se encontrarían las convenciones narrativas de siempre.

O tal vez estoy confundido. Me había acostumbrado a tejer las consabidas correspondencias, a leer entre líneas sus elecciones críticas, a atribuirle varios biografemas esparcidos por sus textos… Y, de repente, el rostro de quien al hablar de los otros, hablaba de sí mismo, rehúye su mostración, como el dibujo de la alfombra persa en la novela de Henry James.

Trataré de explicármelo a mí mismo, comienza diciéndome en otro email Moisés Mori:

Es claro que ese narrador-personaje ha cobrado otra fuerza en esos dos últimos libros y que de uno a otro también hay un paso en la dirección que señalas, que el narrador de Stendher en Santandal tiene una mayor presencia como personaje “novelesco” que el de César Aira y la silla de Gaspard, donde la ficción se filtra más bien hacia el padre del narrador, un viejo y solitario artista marginal, quien, por otra parte, bien puede ser el vivo retrato de su hijo. Sin embargo, no tengo una respuesta clara a tus preguntas; es decir: no sé por qué  la ficción ha ido ganado terreno al ensayo propiamente dicho, a lo más expositivo, que, por lo demás, en mi caso siempre ha discurrido entre tientos, por sendas meramente intuitivas… Así que más allá de ese tanteo, que en sí mismo es ya una sensibilidad -sin duda configurada tanto con la lectura de autores queridos como por el aire de nuestro tiempo- no tengo planteamiento teórico alguno.

Cierta tradición francesa es fundamental para entender la literatura de Mori, tal y como podíamos imaginarnos: él mismo subraya la decisiva lectura de la Antología de la poesía surrealista  (edición de Mauro Armiño), Cómo escribí algunos libros míos, de Raymond Roussel (traducción de Pere Gimferrer), y Locus Solus, claro, todo ello vinculado con Baudelaire, Rimbaud o Schwob. De los clásicos españoles, no deja de encomiar La Celestina y la poesía del Siglo de Oro, prolongada en Rubén Darío, César Vallejo, o Antonio Gamoneda y Olvido García Valdés. Proust y Borges figuran en el más alto lugar también:

Creo que lo que intento es incorporar elementos de contraste, de dispersión, el contrapunto de la línea dominante, una escritura que no se acomode. Y es justamente ahí -como ya antes te decía- donde creo que encuentro el espacio en que mejor me siento, donde me expreso con mayor libertad. Es parecido a lo que ocurre con el folio en blanco, con ese famoso miedo: solo una vez que he emborronado la página con lo más previsible o convencional, el texto me permite ya escribir sin reparos, sin miedo, escribir de verdad. Es cierto, no obstante, que en  Stendher en Santandal ya el punto de partida sitúa al lector en un campo contaminado de ficción; y en efecto el posible interés del libro no creo yo que esté en los comentarios que ahí puedan hacerse sobre el autor de  Rojo y negro, sino en el desarrollo de ese marco ficticio en que se inserta todo el relato. La naturaleza del conjunto me gustaría que fuera literatura.

Bajo mi punto de vista, el tono reflexivo y apuntacionista no sólo no significa una traba en los libros de Moisés Mori –el necesario contrapunto–, sino que este se yergue como un auténtico propulsor narrativo E indagando en las relaciones entre libros y lectores, entre obras y vidas, ha

acabado por examinar no sólo las relaciones de los otros, sino su propia relación con los otros, merced a la voz que ha ido configurándose en sus últimos libros, especialmente en Stendher en Santandal, una obra juiciosamente maestra. A través de esa faceta autobiográfica y de la lectura presuntamente ingenua de una obra y un corpus bibliográfico a ella asociado, Moisés Mori parece haber encontrado una forma de fidelidad a la andanza novelesca. En cierto modo, es como si lograra revitalizar el género mediante la abstracción de una peripecia vuelta tentativa lectora: he ahí el auténtico centro de su literatura, el huracán que se aproxima. Érase una vez una voz narradora que leía ingenuamente, tomaba notas y, de vez en cuando, viajaba, autorretratándose con un huracán de fondo.

Stendher en Santandal concluye con una línea de puntos. Gesto netamente mallarmeano, pues nos recuerda que un libro no comienza ni termina, a lo sumo lo aparenta. A su manera, Mori revalida entonces la idea de que un libro tampoco debería ser completo. Debería siempre tener un hueco, un vacío móvil: en ese vacío, acercándose siempre, está el acontecimiento de la literatura.

BI BLIO TECA

La muerte ha salido de caza

Anagrama 968 páginas

La rentrée nos trajo la esperada tercera entrega, la última, de los diarios de Rafael Chirbes, en la que se incluyen los cuadernos llevados desde comienzos de enero de 2007 a finales de junio de 2015. La última entrada del diario está fechada mes y medio antes de su muerte. El diarista, aislado en su casa de Beniarbeig (Alicante), sobrevive en compañía de Paco, su asistente, la única presencia humana constante de esta etapa. Relee y corrige, sin convicción, su última novela. Apenas escribe, y cuando lo hace tiene que romper una persistente inercia. Similar sequía agosta el sexo: «Han pasado cuatro meses desde mi última relación sexual; ni siquiera una sesión de sauna». Igualmente desinteresado se muestra con respecto a la política del momento, tan distante del PP como de Zapatero: «… contra ti, sin estar con los otros», sanciona. Sigue leyendo y anotando incansablemente todos los libros que caen en sus manos, a veces sin entusiasmo. Viaja, casi siempre por obligación, para hacer «bolos» y presentaciones de sus libros. Atraviesa una etapa de fragilidad y decaimiento de la que no parece poder salir… Llora con frecuencia, impotente casi siempre ante una realidad desabrida: «El resto del día,

la opresión en el pecho, la ansiedad, las ganas de llorar». Apático, inseguro, depresivo y aquejado de nuevo por los vértigos, espera algo que le saque de la postración. A manera de resumen anota: «Estoy harto de pasarme el día adormilado y las noches sin dormir. De no querer hablar con nadie. De no querer ver a nadie. De no desear a nadie. De estar seco como un bacalao de pobre. […] Cincuenta y ocho años y no sé aún quién soy ni lo que quiero ni lo que busco y no encuentro».

No ignoro que hay tantas clases de diarios como diaristas, y en su conjunto parecen formar un género literario sin reglas o con pocas («serie de huellas fechadas», lo define Philippe Lejeune de forma minimalista). Los diarios se configuran casi siempre como un cajón de sastre, en el que cabe cualquier clase de anotación, escrita «a la diabla», sin orden ni jerarquía, o respetando solo el orden que impone el calendario. Pero, en honor a la verdad (mi pequeña «verdad») lo cierto es que prefiero los diarios con una determinada pulsión vital, que se traduce en un leitmotiv biográfico, sostenido por la calidad literaria de las anotaciones. No se trata ni de la expectativa ni de la progresión que espe-

ramos de una novela, tampoco del estilo quintaesenciado de la poesía, pero sin ese mutuo sostén de estilo y tensión argumental, los diarios desfallecen y los lectores, al menos este que suscribe, pierden interés. Viene esto a cuento, porque esta tercera entrega diarística, sin abandonar la línea de las anteriores, se singulariza por dos motivos que no estaban o, al menos, no lo estaban con la intensidad que ahora aparecen. Me explico. Hasta la publicación y éxito de Crematorio, la novela que, en el comienzo de esta entrega, parece que nunca va a terminar de corregir, porque no le acaba de convencer, Chirbes era, por así decirlo, con una expresión un tanto cursi, un «autor de culto», un escritor de minorías, apreciado por la crítica española y alemana, pero todavía no había llegado al gran público. Con Crematorio, al fin el éxito le alcanza, y a pesar de la unánime acogida de amigos y críticos, con escasas excepciones, entre ellas la de su amigo Blanco Aguinaga, Chirbes va a dar más crédito a las recepciones negativas, las que le ponen reparos, que a aquellas que lo celebran como el mejor de sus libros. Sin embargo, el éxito del libro nunca conseguiría suavizar la íntima insatisfacción, lo cual

habla bien a las claras de la capacidad de autocastigo e inseguridad que en esta y en otras facetas de su vida tenía. He aquí, por tanto, una curiosa y significativa paradoja que define bien la idiosincrática personalidad del escritor: vivir el éxito como un íntimo y casi inconsolable fracaso. Valga como ejemplo la primera entrada del volumen: «Llevo despierto desde las seis de la mañana, leyéndome esta novela insalvable que destapa mis limitaciones como escritor». Más adelante añadirá que la novela es «infumable», «hueca y grandilocuente», «un libro fallido», en definitiva, que no le gusta. Cuando reciba el libro ya editado no cambiará de opinión: «…la novela entera es un error».

El otro argumento que sostiene y tensa el diario, lo que le da «ritmo» argumental, por así decirlo, es la obsesiva conciencia de decadencia y de estación final que atraviesa el volumen. En los anteriores esto mismo ocupaba momentos episódicos, aquí su presencia es prácticamente constante. Hasta en los detalles más comunes de la cotidianeidad, el diarista encuentra señales de la presencia insistente de la muerte («heraldos negros» –dirá— con expresión poética vallejiana). Como un previsible, insoslayable y próximo final, y con un percutiente goteo, la innombrable va permeando todo el diario. Primero serán elucubraciones, meros ejercicios balsámicos e intelectualizados, después misivas ciertas, recuerdos de su cercanía, «fetiches de la muerte», que convierten en terrible premonición la muerte de un gato o cualquier otro hecho que la evoque: «Todo es metáfora de la muerte» –anota. Como un espejo, el desvalimiento progresivo y la decadencia imparable de Paco, le refleja la suya: «…dos vidas que avanzan en paralelo a su propio desastre». En esta tercera entrega, y para no prolongar esta retahíla, Chirbes presagia con creciente ansiedad la proximidad del final: «Desde hace tres o cuatro meses tengo la sensación de que la enfermedad y la muerte estrechan el cerco». Chirbes, con una mezcla de temor y esperanza, cierra el diario de este modo: «…ojalá no sea lo que llevo meses imaginando».

En este volumen, como en los dos anteriores, abundan las notas o comentarios de los libros leídos. En este sentido es un dietario de lecturas, y las entradas dedicadas a este fin demuestran cuánta importancia tuvo para Chirbes esta actividad, pues ocupan más de la mitad del volumen. Era –se deduce de su diario— un lector bulímico, incansable, exigente y apasionado. Sus lecturas abarcan todos los registros y cumplen funciones diversas. A veces forman parte del taller de escritura, cuando busca ejemplos o contraejemplos que le den pistas para encontrar lo que anda buscando la justa expresión para sus libros. Otras le ayudan –confiesa— a coger el tono. Con frecuencia, lee y relee por placer: una lectura que comenzó por necesidad, le lleva a agotar la obra completa de un autor. En estos casos las notas de lectura son imprescindibles para conocer la cocina literaria de Chirbes. En ocasiones se nota que lee por obligación: libros de Anagrama, su editorial, de actualidad o de amigos y conocidos, que se ve forzado a comentar. En estas lecturas suele ser supercrítico, nada condescendiente ni «tiemplagaitas». Para decirlo coloquialmente no se casa con nadie. Pero, en general, las numerosas y extensas entradas dedicadas a comentar libros nos alejan de la pulsión principal del diario, porque estos comentarios se cruzan en pocas ocasiones con la vida del diarista. Cuando esto sucede, cuando los libros leídos se encuentran o coinciden con los dilemas, conflictos y estados de ánimo propios, las notas de lectura ganan en interés: «No es mi mejor momento para leer a Quevedo: demoledora su visión de la vida: el mundo como una batalla feroz…»

Como en cualquier texto autobiográfico, en este diario las filias y fobias de Chirbes, su sensibilidad e idiosincrasia, están omnipresentes, de tal manera que su lectura, conectada siempre a la figura del autor, exige tenerlo siempre como referencia. Para leer o continuar leyendo estas más de dos mil páginas hay que tener interés en lo que anota sin duda, pero, sobre todo, debe interesarnos la persona. El autor está en la obra, su presencia es esencial. No es

posible leer el diario desconectado del autor, a diferencia de los géneros de ficción que aconsejan una lectura desconectada. Quiero decir que es imposible leer este diario si uno no comprende o compadece las penas y gozos (hay más de las primeras que de los segundos), con las que se castiga, a veces de una manera tal que no puede dejarnos indiferentes. Sus juicios y reflexiones contracorriente, las opiniones sostenidas con arrojo, sus evidentes errores, todo, espera o demanda nuestra comprensión, y el lector debe saberlo y tenerlo en cuenta.

Este tercer volumen no defraudará ni cansará a los lectores incondicionales, porque, aunque se suman casi mil páginas más a las 1.200 de los dos anteriores, añade a su interés, según se acerca el final y en un clímax creciente, un dramático, abrupto y previsible cierre. Por esta razón, creo que este tercer volumen puede ser un buen y estimulante comienzo para los que no hayan leído todavía los anteriores.

por Manuel Alberca

Novela de personaje: un picaro actual

El holandés

Tusquets

300 páginas

En Temporada de avispas, la anterior y primera novela de Elisa Ferrer, parte la escritora valenciana, guionista de televisión y radio, amén de narradora y ocasional poeta, de una situación social, el despido de la protagonista de la publicación en la que trabaja. Parece que la historia va a encarrilarse en el cauce de la prosa de denuncia tan abundante en los últimos lustros de nuestra narrativa, la de Isaac Rosa, Marta Sanz, Pablo Gutiérrez, Elvira Navarro, Daniel Ruiz, Cristina Morales, Juarma, y bastantes narradores más. Enseguida le da, sin embargo, un giro total. No hace una novela más de la crisis que estalló en 2008 ni de las artimañas empresariales sino que ensombrece la intencionalidad crítica y se aboca con fuerte intimismo a la reconstrucción de una trayectoria biográfica.

Una ideación semejante, incluso fortalecida, preside su nueva novela, El holandés. Parece, de entrada, otro relato acerca de la reciente especulación inmobiliaria; un relato testimonial más con aspecto de secuela de su paisano Rafael Chirbes, de la popular Crematorio, con la que tiene hasta llamativa correspondencia en el ámbito geográfico pues solo cam-

bia el litoral valenciano por el alicantino. Con gran detallismo y traza reporteril se cuenta la mudanza de Benidorm a partir de los años 50, por obra de un alcalde visionario, Pedro Zaragoza, que la gobernó hasta 1967. Era entonces una humilde población agrícola y de pescadores de seis mil habitantes, un pueblito «idílico: huertos, techados de paja, procesiones a la Virgen del Sufragio…». Mutó en los 70 a «urbe vertical» invadida de rascacielos y conoció un espectacular boom turístico. Recojo con algún pormenor estos datos de conocimiento común porque los proporciona la novela y muestran su punto de partida y tono documentales. Dentro de esa tónica informativa se subraya que en un lugar privilegiado de la ciudad, en primera línea de la playa de Poniente, a finales de los 80 solo quedaba un pequeño espacio sin edificar, un solar que decenios antes no valía nada. Ahí se ancla el núcleo anecdótico de la novela. Un vivalavirgen descarado, temerario y simpático, Rafael, pequeño y tramposo empresario, siempre implicado en negocios turbios, maquinó una treta ingeniosa. Por medio de sofisticadas artimañas vendió el terreno que no era suyo a unos inversores

y consiguió un cuantioso beneficio de 400 millones de pesetas.

La superabundancia noticiosa inicial acerca del drástico cambio en el paisaje económico y social benidormense, o levantino por extensión, queda, sin embargo, limitada a un marco. Elisa Ferrer minimiza lo colectivo, aunque esté latente de forma inevitable en el trasfondo de todo el argumento, y lo desplaza por lo que se suele llamar novela de personaje. Eso se desprende de la trama anecdótica y lo encarece, por si hubiera alguna duda, el que se adopte como título del libro uno de los varios pseudónimos del protagonista.

La historia del arriesgado ardid de Rafael se presenta como una investigación que lleva a cabo una guionista y escritora en precaria situación laboral, Alba, quien entra en contacto con el estafador en una localidad pequeña, pobre y escondida a espaldas del mar y del rutilante Benidorm, donde se asientan sus raíces familiares. La chica, fascinada por la personalidad del seductor Rafael, planea la posibilidad de un audiovisual de mucho gancho y el hombre, vanidoso, pillado por la proyección pública y el dinero que ello le dará, «emocionadísimo con la idea de

que inmortalicen su historia», le va confesando su vida, sus diversas identidades, algún crimen oculto y sus estancias en la cárcel. Entre ambos se establece una relación compleja, de confidencias y de suspicacias que Elisa Ferrer maneja muy bien y constituye lo mejor de la novela, la parte de esta que revela la pericia y el instinto de una narradora bien dotada. Poco a poco se van perfilando las personalidades de los dos personajes destacados de la novela. El enfoque pertenece a las prácticas de la convencional novela psicologista. Tal vez Elisa Ferrer ha priorizado la identidad camaleónica de Rafael. La mirada no es la de un narrador que busque desvelar graves enfermedades del alma, sino que aplica una perspectiva conductista por la que el retrato se deriva de las palabras —una persona locuaz con frecuencia, de habla chispeante y engañosa— y de los gestos del personaje. Ello produce un resultado literariamente positivo: el sujeto tiene el encanto del caradura a la vez que produce el rechazo del sinvergüenza amoral. Tenía la autora, por otra parte, un reto notable, enfrentarse a un tipo de larguísima trayectoria literaria. Lo hace con el resultado positivo de recrear un pícaro actual, inmerso en la problemática social de nuestro tiempo, además de un narcisista enamorado de su estampa de manual. No le importa que Alba dé cuenta de sus muchas fechorías. Por ahí van los reparos que pone al manuscrito que ella somete a su consideración. «Pero hay que mejorar mi personaje, tiene que ser más guapo, más listo, que se note más que es el cabecilla», le objeta. Porque, le amonesta también, «a mis más de setenta aún soy guapo».

La personalidad atractiva de Rafael —la autora juega con la seducción del mal y del cinismo— contiende en la narración con la de Alba, quien termina por alcanzar tanto interés y enjundia como su partenaire. Maneja Ferrer las incertidumbres vitales y profesionales de la mujer con el tino de conseguir un ser atractivo, un carácter entre la fortaleza y el desvalimiento. A favor de este retrato complejo funciona el rodearla de circunstancias concretas.

Unas pertenecen al ámbito más estrecho del individuo. Desfilan la pareja y la familia, algo que conecta la novela con inquietudes frecuentes en nuestra última narrativa, y los amigos. Otras, las laborales, siendo particulares tienen una proyección más pública. Se apuntan tanto un antiguo empleo fallido como las condiciones actuales de su inestable y azaroso trabajo. En un tiempo en que el obrero ha desaparecido de la novela, Alba encarna bien el tipo social que lo ha sustituido, el precariado.

Además, Ferrer inserta a la coprotagonista en el entramado de la propia creación literaria, primero en el proyecto señalado de escribir un guión audiovisual y al fin en la realidad de la novela basada en las notas de su libreta que es la que leemos. Los apuntes del cuaderno son, dice la narradora, «los documentos de Word que comencé a escribir sin orden y ahora se han convertido en capítulos, en pequeños relatos que conforman una novela que no ha parado de crecer». De tal modo, la novela de personaje se convierte, si bien modestamente, en la variante conocida como novela de artista.

Vemos, pues, que El holandés adquiere una pluralidad de dimensiones. La última señalada le da una cualidad de relato metaliterario. Alba debate sobre los límites de la invención, se interroga acerca de la medida en que el escritor debe modificar la realidad en ficción, todo ello en virtud de un objetivo que cabe identificar con la intención última del libro que leemos: reconstruir y trasformar los datos de la realidad para darles «esa capa de sentido de la que la existencia siempre carece». La narración psicologista tiene a ratos, además, condición de novela de aventuras, las que conciernen a Rafael cuando estuvo en Holanda, signadas por lo criminal, donde encontramos pasajes de acción e intriga.

No es casual esta amalgama de formas o modelos porque tras ella la autora encierra el dilema de qué clase de prosa de ficción hacer. A ella se refiere por medio del gusto por la lectura de Rafael, su única salvación en los días que pena en una

cárcel. Le complacen los libros de acción y los de «tías buenas», los que enganchan desde el principio y «no necesitan cuatro páginas para explicar cómo es el bosque por el que pasea el protagonista cada mañana, menudo peñazo, no entiende cómo hay escritores que se han hecho famosos cascándole al lector ochocientas páginas sobre cómo caen las hojas de los árboles». No podemos pensar que Elisa Ferrer suscriba tal concepción de la novela, pero sí sospecho que indirectamente remite a un dilema acerca de lo que debe ofrecer. En su poética narrativa, por decirlo pedantescamente, pugnan la novela comercial y la novela de calidad literaria. El holandés remite a esa disyuntiva y se queda en tierra de nadie. Pensando en el futuro, la autora tendrá que perseguir la plena aleación de ambas alternativas. Veremos si lo consigue.

por Santos Sanz Villanueva

Extranjero en todas partes

Mercedes Halfon Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz

Colección Vidas Ajena. UDP 159 páginas

Tres «performances invisibles» de 1947 ejemplifican para Mercedes Halfon el tono transgresor, de a ratos disparatado y decisivo de los 24 años que vivió Witold Gombrowicz en Argentina, escribiendo la mayor parte de su obra y empujando la literatura más allá de las páginas, mientras se convertía en leyenda.

La primera de esas escenas es la traducción colectiva al español de su primera novela, Ferdydurke, publicada una década antes, realizada en la confitería Rex de Buenos Aires, donde el escritor jugaba al ajedrez por horas. Traducción que financió Cecilia Benedit, amiga de Gombrowicz y encomendada a latinoamericanos que no hablaban polaco (el cubano Virgilio Piñera, entre ellos) y a un polaco, el autor, que manejaba un castellano de batalla. El resultado, rico en palabras inventadas (cuculeito, facha...), fue una reescritura alucinada que fascinó a Gombrowicz, porque ponía en acto su deseo imposible de hallar una forma para la inmadurez. La crítica ignoró el libro.

Una segunda «chiquilinada genial» es la conferencia «Contra los poetas», escrita en español y pronunciada en la librería Fray Mocho. Frases como: «Declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto

y hasta me aburren», merecieron insultos e incluso un bastón que arrojó alguien del público, para satisfacción de Gombrowicz, polemista decidido a cuestionar las formas cristalizadas de la cultura. «A veces me gustaría mandar a todos los escritores al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigrana verbales para comprobar qué quedará de ellos entonces», afirmó a modo de manifiesto en la nota introductoria.

Ricardo Piglia, que consideraba a Gombrowicz un escritor argentino y lo homenajeó en Tardewski, un personaje de su novela Respiración artificial (1980), caracterizará ese español aprendido en los bares del puerto a partir de «la circulación sexual y el encuentro con desconocidos» como un «idioma de la desposesión». La extranjería al cuadrado.

Un conde polaco en Buenos Aires

«Vagamente conde, pero auténticamente aristócrata», como lo llamaba Ernesto Sabato, Gombrowicz recaló en Buenos Aires en agosto de 1939 «por casualidad». Había sido invitado como periodista junto con otras personalidades al viaje inaugural del Chobry, un crucero de bandera polaca.

Cuando días después le ordenaron al barco volver a Inglaterra (los nazis acababan de invadir Polonia y la Segunda Guerra Mundial empezaba a rugir), en un impulso que tardaría en explicarse, eligió el exilio. Bajó a la carrera del buque con dos maletas y 200 dólares (unos 4000 € de hoy). No hablaba castellano; no tenía red ni trabajo en Argentina, pero podía oler las trincheras y las prefería lejos.

Ese es el comienzo cinematográfico de la existencia suramericana del autor de El casamiento (1945), un rapto de casi un cuarto de siglo, que incluyó bohemia y privaciones inimaginables y lo llevó a malvivir en pensiones, almorzar en velorios de desconocidos y ocuparse alternativamente como periodista, profesor particular (dentro y fuera de la comunidad polaca) y oficinista para ganarse la vida.

Ese es también el inicio de Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz, la investigación de Mercedes Halfon que sigue a «Witoldo» desde su fascinación y largos paseos iniciales por el barrio de Retiro y el puerto de Buenos Aires hasta las marcas actuales del escritor en la ciudad, cuando nombrarlo es santo y seña de la literatura descentrada y la creatividad libérrima.

Al elegir la extranjería, Gombrowicz escogió el extrañamiento, la excentricidad, la periferia. La tercera acción de 1947 subrayada por Halfon va en esa línea. Publica como broma, un único número de Aurora. Revista de la Resistencia, en la que dispara contra la revista Sur, Parnaso de la cultura argentina, e ironiza acerca de algunos de sus escritores consagrados: Borges, Victoria Ocampo, Arturo Capdevila y Enrique Larreta (Borges, recordemos, decía no haber leído nunca a Gombrowicz aunque ambos ganaron con el tiempo el premio Formentor, que Witold recibiría ya en Europa, en 1967, un año antes de su candidatura al Nobel).

Elogio de la inmadurez

Cuando llegó a la Argentina, tenía 35 años y era conocido en los salones de Varsovia por Ferdydurke (1937), una novela satírica y experimental en la que exploraba, con el tono del teatro de marionetas, los que serían sus grandes temas: un elogio de la imperfección y la inmadurez, lo inacabado y la juventud, frente a la opresión de la cultura y de la Forma (así, con mayúscula), como estereotipo.

El libro de Halfon, pródigo en estampas imborrables, se lee como una novela de aventuras: las peripecias de un escritor al que la guerra deja varado en el fin del mundo, donde escribe una obra de vanguardia prohibida en su país e ignorada por casi todos hasta que, décadas después, la traducción al francés de Ferdydurke, en 1958, y la representación parisina en 1963 de El casamiento, una de sus obras teatrales, dirigida por Jorge Lavelli, inician el camino del reconocimiento global.

Quienes busquen el origen del mito lo encontrarán (spoiler: el «Maten a Borges» con el que se despidió en el puerto antes de regresar a Europa en 1963, no se ha verificado), pero hallarán también herramientas (preguntas, relaciones) para pensar la literatura, su detrás de escena, formas de consagración y circulación.

El anecdotario es jugoso: de la huída nocturna de una pensión que no pudo pagar por falta de dinero a la tranquilidad que le granjearon sus siete años como emplea-

do del Banco Polaco, donde escribió bajo la mirada crispada de algunos compañeros su segunda novela Trans-Atlántico (1951), ambientada en Argentina. Esa sátira en la que habla de polonidad y de exilio mientras «una nave corsaria contrabandea una fuerte carga de dinamita para hacer saltar los sentimientos nacionales», fue pionera al presentar «un personaje abiertamente gay en una obra de ficción y seguirlo en una larga travesía».

Halfon criba testimonios (directamente o a partir de libros esenciales como Gombrowicz en Argentina, de Rita Gombrowicz, con quien se casó en 1968). Revive los viajes debidos al asma y su mala salud (se detiene en Tandil, entre 1957 y 1960, donde conocerá a lectores jovencísimos de su obra, Rubén Vela, Mariano Betelú y Jorge Di Paola, escritor que alimentará su legado). Recorre lo que queda de sus lugares porteños (el Club Polaco que aloja la «Gombroteca», con sus libros y archivo personal; el edificio de Venezuela 615, en el barrio de Monserrat, entonces una pensión y en el cual existe hoy «Witolda», una librería a puertas cerradas) y elabora su matizada versión del que Deleuze consideraría junto con Joyce y Borges «el tercer mosquetero de la vanguardia».

Escritora atípica ella misma, como lo prueban los sutiles El trabajo de los ojos y Diario pinchado (que abre con una cita del Diario argentino), no edulcora peculiaridades ni contradicciones del biografiado. Gombrowicz era un hombre difícil. Veía en toda conversación una ocasión de esgrima y no parecía haber sosiego en su idea de la amistad. «No quería mucho a las mujeres» y algunas de sus opiniones sobre ellas son generalizaciones pobres. Egocéntrico sin hipocresía (basta leer la primera entrada de su Diario), leía poco y la política no le interesaba nada.

Los 50 son años fecundos. En 1951, publica por entregas como escritor en el exilio Trans-Atlántico en Kultura, revista principal de la emigración polaca en París. Está prohibido en Polonia, pero lo leen; es alguien sobre quien hay que pronunciarse. A partir de 1952, cobra por estas publicaciones y sus finanzas mejoran. Para esa revista escribirá su Diario, inspirado en el de

André Gide, libro que le ha recomendado Alejandro Rússovich, uno de sus más entrañables amigos argentinos.

Implacable y de humor corrosivo, el Diario es su obra mayor; en él se recrea y escenifica una relación íntima entre literatura y vida. Empieza a escribirlo en 1953 y no lo abandonará hasta poco antes de morir, en 1969. Pero a contramano de los papeles de escritor habituales, no nace privado sino público, confiando en que lo hará célebre. Escribe desde el Cono Sur, pero sabe que su público está en otra parte. «Es como un diario en el aire», afirma Alan Pauls, autor de Cómo se escribe el diario íntimo, entrevistado por Halfon. «Le permite decir cualquier cosa y eso es algo muy atractivo, modifica mucho las reglas del género». Pauls invita a leerlo como el diario de un impostor.

El artefacto que construye Halfon multiplica sus resonancias con las miradas de otros autores sobre la onda expansiva de Gombrowicz (César Aira, Luis Gusmán…).

La marca, si la hay, es haber aprendido de él a desmarcarse, la desmitificación y el humor. En su testimonio, Martín Kohan, autor de La vanguardia permanente, se detiene en el «cortocircuito» Gombrowicz: es en sí mismo un margen, señala, porque es europeo, pero periférico. Siempre opera así, desarmando algo. Desestabiliza, pero no propone otra centralidad.

Gombrowicz dejó Argentina en 1963 con intención de regresar, invitado por la Fundación Ford a Berlín. Poco antes de su partida y veinticuatro años después de su llegada, la revista Eco Contemporáneo publicó el primer dossier sobre su obra. Nunca volvió. Murió en Francia, en 1969. Había escrito y vivido con desparpajo, al margen de cualquier canon. Ese talante pervive: en 2014 el Congreso Gombrowicz reunió en Buenos Aires a 600 ponentes internacionales y más de mil asistentes. Ciertas apropiaciones y recreaciones del legado gombrowicziano propuestas allí desconciertan a sus seguidores más devotos.

por Raquel Garzón

Lírica y sistema

Sergio Raimondi Lexikón

Buenos Aires, Mansalva, 2022 422 páginas

Veinte años después de Poesía civil, Raimondi publica Lexikón, más de cuatrocientas páginas grandes, con índice de términos y materias. ¿De qué hablan estos poemas? De todo, menos de la persona Sergio Raimondi, nacido en Bahía Blanca, al sur de la provincia de Buenos Aires, en 1968. Hablan de economía, hidráulica, sociología, física, lingüística, antropología, historia argentina y universal, exahashes (criptomonedas), «microbiótica intestinal», «crecimiento estadístico del consumo energético», «galones de turbosina de diesel y de nafta», «teoría del fijismo de las especies», «fluctuaciones de valores en la Bolsa de Londres». No hay libro que no surja en la intersección de otros libros; lo particular de Lexikón es que se intersecan volúmenes del todo ajenos a la literatura. Habría que recorrer el campus entero y entrar en todas las Facultades para reunirlos. Parece el fruto de una actitud meditadamente antirromántica, si no fuera porque Novalis dejó gran cantidad de notas sobre toda clase de materias, que conocemos como La enciclopedia (Espiral, 1976).

En Poesía civil (2003), Raimondi ya había tomado un emblema sublime por excelencia, el irascible, fascinante y mortífero

océano, para vaciarlo de lirismo y llenarlo de economía, trabajo, mecánica, hidrocarburos. «Qué es el mar»: «El barrido de una red de arrastre a lo largo del lecho,/ mallas de apertura máxima, en el tanque setecientos mil/ litros de gasoil, en la bodega bolsas de papa y cebolla,/ jornada de treinta y cinco horas, sueño de cuatro…». Así era el Atlántico mirado desde Ingeniero White, el gran puerto de Bahía Blanca, cuyo museo Sergio Raimondi dirigió durante años. Y eso que Poesía civil se abre con una invocación a Shelley.

Ese libro fue diez años posterior a El guadal, donde Daniel García Helder (Rosario, 1961) había escrito: «Malezas fúnebres a orillas del Ludueña,/ barro engrasado, humo de carne y carbón ensuciando/ las banderas del Autódromo, y distante/ un horizonte amurallado de monoblocs…». La poesía argentina cumplía el ciclo del objetivismo, de la mirada camarógrafa, de la veda emocional del yo. A mediados de los años ochenta, en Diario de poesía, y contra el neobarroco imperante en los lustros anteriores, Helder propugnaba una poesía «sin heroísmos de lenguaje». Han pasado casi cuarenta años y la exuberancia regresa, no como lujo paronomástico ni tropo

proliferante sino como sintaxis suntuosa, dúctil, que ordena poemas enteros en una única frase y modula un léxico que excede la tesitura coloquial, en la que se basa su dicción, para avanzar golosamente sobre los lenguajes técnicos. También son sustanciales las écfrasis de imágenes vistas en la prensa o en los museos (véase la entrada «Museum», seguramente inspirada en el altar de Pérgamo, y que parece testimonio de la reciente y larga estadía del autor en Berlín).

En tanto autor de un diccionario imposible, tiene al menos un antecedente argentino: como un caso de exhibición leonina, aparece en la historia nacional la cabeza de Lugones. Solo he cambiado, en esta frase del propio Lugones sobre Sarmiento, su nombre por el del sanjuanino. Lugones dedicó parte de sus últimos años a componer un Diccionario etimológico del castellano usual; se publicó póstumo, en 1944. Terminó antes con su vida que con esa obra. El volumen supera las 600 páginas y no agota la letra «A». ¿Sirve como diccionario? No, evidentemente. Sirve, o sirvió, a su autor y a su mesianismo nacionalista, en su cruzada contra los reales académicos de Madrid, a quienes quiso demostrar el cas-

tellano rioplatense era incluso más castizo que el peninsular.

La construcción del diccionario lugoniano no fue menos artificiosa que su Lunario sentimental, intento de confiscarle a la posteridad la posibilidad de inventar metáforas de la luna. O la «Oda a los ganados y las mieses» (de Odas seculares), tratado de geografía humana en endecasílabo arromanzado, donde se propuso alzar «… cantos en loor del trigo/ Que en la pampeana inmensidad desborda». Esa «pampeana inmensidad» no es una categoría ajena al Lexikón, aunque apenas aparezca explícitamente. Como Lugones, Raimondi usa los prosaísmos como despertador de una prosodia, por otra parte, sólidamente sostenida a lo largo del volumen: «propensión persistente a la exaltación», «permitir seguir creando», «a fin de poder recorrer…», «suele implicar descuidar», «dotar de epicidad a la acción» son algunos ejemplos. Finalmente, ¿Vale la pena recordar que el poeta vive en la misma ciudad –y enseña en la misma Universidad– que aquel otro intérprete de esa llanura infinita y casi vacía, el de Radiografía de la Pampa? La misma Universidad a cuya notable tradición de estudios clásicos Raimondi agregó sus versiones de Catulo (Catulito, 1999) y las no pocas entradas en griego y latín del Lexikón.

En el ámbito de la poesía, el libro sistemático o sinóptico –en forma de catálogo, diccionario, tratado o evangelio– manifiesta, más que resuelve, la tensión, sempiterna en el género, entre fragmento y totalidad, inspiración y proyecto. La compleción exige paciencia: Whitman editó y aumentó su Leaves of Grass a lo largo de 40 años, y la última versión se denominó del «Lecho de muerte». William Carlos Williams empezó Paterson en 1926 y no lo terminó hasta 1958. Neruda empleó veinte, entre 1925 y 1945, en el triple ciclo de sus Residencias, su «sistema sombrío». Juan L. Ortiz escribió durante más de cincuenta años los libros, casi monotemáticos, que reunió después como En el aura del sauce

1.http://www.bazaramericano.com/resenas.php

2.https://eldiletante.net/trabajos/lexicon

O César Fernández Moreno, que compiló su obra en Sentimientos completos; incluyendo Sentimientos, libro dividido en diez secciones tituladas por colores. «Al organizarlo –escribe en el ‘Jundamento’ – he reaprendido el sentido de mi vida». Aquí «paciencia» significa ambición o fe en el valor de un trabajo que debe resistir las tentaciones del cierre precipitado. Actitud cada vez más inusual que, sin embargo, le cae bien a la poesía. Julio Premat define Lexikón como «libro imposible»1, y en eso radica parte de su valor. El acercamiento a lo imposible requiere especialmente de perseverancia, la parte heroica del talento artístico. Premat recuerda también que Raimondi se refería a su libro, al publicar fragmentos en revistas o hacer lecturas públicas, como Para un diccionario crítico de la lengua. Título insostenible, al cabo, porque las entradas que encabezan los poemas son términos en francés, alemán, inglés, ruso, sánscrito, griego, latín, chino, tailandés, árabe, aimara, o siglas técnicas del tipo «HTTP», y nombres propios, como «Foucault, Michel». O nombres científicos, como «Larus Dominicanus», la gaviota característica de «esta zona portuaria»; o «Laurus Nobilis» y no «Laurel». El propio título prefiere Lexikón al normativo «lexicón», para subrayar el origen griego del término; además está «Hysteresis» en lugar de «Histéresis»; «Imolaçao» y no «Inmolación», porque el poema surge, según todos los indicios, de la noticia de un gran incendio urbano en Brasil; «Irdisch» y no «Terrenal». La brújula de Lexikón señala, como un origen latente, en la dirección de los diccionarios enciclopédicos, que el advenimiento del régimen digital convirtió en materia prima para artistas del collage. Juan Cárdenas, por su parte, sugiere que la relación entre la entrada y su definición (que es cada poema) remite a un tercer elemento, que no se nombra, y cuyo modelo podría ser el de las asociaciones formales de Aby Warburg2

A propósito de otro libro que presenta su material «en el más insípido de los órde-

nes, que es el orden alfabético», Mobile, en el que Michel Butor recopiló una serie heterogénea de fragmentos sobre Estados Unidos, desde guías de viaje a señales de tráfico, Roland Barthes se pregunta: «¿Hay forma más pura que una clasificación?». Y agrega: «Se trata de una composición pensada: en primer lugar en su amplitud, que la emparentaría con esos grandes poemas de los que ya no tenemos ninguna idea, y que eran la epopeya o el poema didáctico». Esos «grandes poemas» que América no llegó a tiempo de poner en su tradición, y cuya carencia, todavía hoy, quieren remunerar a su manera los proyectos casi extemporáneamente ambiciosos, por su extensión y por su voluntad de agotar el sistema que construyen. Raimondi renueva esa estirpe americana, que parecía haberse extinguido con el siglo XX. Acaso por eso sugiere que, superados los límites tradicionales de los géneros literarios, se encuentra una zona conveniente a lo americano: «… por qué en este lado del mundo las ideas a pensar/ suelen ser pensadas desde la escansión del ritmo del verso// y desde una escritura renegada de su prosa administrativa» (¿algo así intuyó Apollinaire cuando rimó «L’Amérique» con «les prairies lyriques»?). Así, por ejemplo, la entrada «Moral Economy», escandida en tercetos, desarrolla respuestas a este interrogante: «¿En qué momento exacto, bajo qué presiones/ y según qué pautas de comportamiento/ tramadas por la experiencia y la costumbre// una multitud compuesta de tejedores sastres/ aserradores mineros del carbón y del estaño/ hilanderas cardadores de lana y algún vago (…)/ (…) se dirige (…)/ al molino para impedir el alza del precio del pan (…)?» En los grandes sistemas que construye la poesía caben todas las materias. Incluida, y exaltada, la poesía misma.

Fluidos como combustibles

Lina Meruane Avidez

Páginas de Espuma 124 páginas

Lina Meruane (Santiago, 1970) reúne en este volumen de cuentos, Avidez, trece textos publicados en revistas y antologías a lo largo de su carrera, entre 1994 y 2020, y en los cuales evidencia, como en el resto de su obra narrativa, la atracción por narrar los detalles del cuerpo físico, un cuerpo que sangra o supura por determinados orificios, haciendo hincapié en cada una de sus partes y fluidos, uñas, ombligos, huesos, piel, dientes, sangre, pus y olores, una fijación que viene a demostrar un goce perverso y grotesco, pero a la vez a representar metafóricamente —otros de los te-

mas que inundan la obra de Meruane—, la infancia y las relaciones filiales.

En este libro podemos ver la progresión en el trabajo de una estética, pues aquel cuento del año 94 sigue las mismas obsesiones que la autora trabaja en los más recientes, e incluso, y a pesar de la distancia temporal, aparece una unidad temática que celebra muy bien todo el volumen y lo profundiza. Si antes vimos en Sangre en el ojo estrategias de control del cuerpo por medio de un sistema que lo castiga y domina, acá vemos el placer, la felicidad y el goce del mismo en tanto las protagonistas están inmersas en una erótica festiva de sus partes, cumpliendo con la máxima freudiana de que el deseo y el placer se encarna según quién y cómo, incluso siendo heridas o fluidos asquerosos.

Además, este goce está encarnado en infantes, esa niñería perversa, pensando en Bustamante Escalona, en tanto la dicotomía del bien y el mal desaparece en los relatos, también los eufemismos con los que se piensa la infancia, tal como también lo han hecho otras autoras como Ojeda, Indiana o Nettel.

Vemos en «Hojas de afeitar», el ritual hermoso de rasurarse con las amigas, como si la piel fuese un durazno a punto de comerse y el clítoris jugoso un fruto que se devoran entre todas. Niñas que se obsesionan y rasuran, con una gillette, a esa chica nueva que llega al cole llena de pelos.

O en «La huesera», donde dos hermanas, Carlota y Cucho, celebran el aniversario de muerte de sus padres en un cementerio con besos, vino y bailes sobre la tumba, una obesa que apenas puede rascarse la espalda y no logra limpiarse el ombligo, el placer de la otra al meterse constantemente en ese orificio. O en las siamesas de «Doble de cuerpo» donde las hermanas temen a que desaparezca el deseo de una por sobre la otra al entrar al quirófano y ser separadas, y cómo ese roce constante que fueron sea distinto a lo que son hoy: «¿Quién será mi deseo cuando yo lo pierda?».

Así, la poética de esta entrega está direccionada por la celebración de esas obsesiones brillantes y oscuras, fijacio-

nes que no se agotan en esa pura causa y consecuencia, sino que solapadamente intentan ser metáfora de otro detalle que también se desarrolla en cada texto, como la manía del padre por la limpieza exagerada en «Platos sucios» que luego una de las hijas imita en el baño al lavarse los dientes hasta hacer sangrar las encías para burlase de ese hombre obsesivo y enfermo. O en tan «Tan preciosa su piel» en que la carne podrida es metáfora del sexo que desaparece en un matrimonio. Un padre que abandona el hogar en busca de carne de otros territorios, porque la que busca en el hogar, en refrigeradores y alacenas, ya no existe.

Otro rumbo parecido toma el cuento «Sangre de narices». Aparece la pasión asesina en la espléndida relectura del caso de María Carolina Geel, un giro hacia el texto más extenso escrito ahora en clave ucrónica. La historia de la autora chilena que dio muerte a un amante en las afueras del hotel Crillón, así como también lo intentó la mismísima Bombal sin el mismo destino. Geel acierta en el pecho con la pistola y, según esta versión, lo justifica con un escalofriante: «para librarme de su olor».

Así, el ojo narrativo de Meruane se fija en las particularidades de estos cuerpos abiertos y sangrantes, como representación del placer a partir de detalles espeluznantes que hacen gala de esa obsesión de la autora de pensar el goce a partir de partes del cuerpo y de sus líquidos, en tanto son metáfora y combustible fogoso de la realidad que supura y se narra.

Ruinas sobre ruinas

Galo Ghigliotto

El Museo de la Bruma

Editorial Laurel, 2019

303 páginas

Cuando recién fue publicado El museo de la bruma, a Galo Ghigliotto (Valdivia, 1977) le preguntaron si era una novela o no, dado su formato poco convencional. “Yo sí creo que es una novela”, respondió. Y fue al hueso: “Para mí la novela es un género que tiene la capacidad de absorberlo todo”. Eso es exactamente lo que ocurre en este libro que funciona como artefacto y en el que la figura del autor parece sumergirse en la mismísima bruma. Lo que encontramos es el catálogo de un singular museo en la Patagonia chilena, inaugurado a fines de la Segunda Guerra Mundial

y misteriosamente incendiado en 2014. En el ejercicio de recrear con palabras un arsenal de piezas ausentes confluyen el perfil más crudo de la historia con la memoria y con la imaginación, pero también con la esfera de lo posible, con la pesadilla y con la especulación.

Ghigliotto investiga, se documenta, rastrea, viaja, imagina, copia, sospecha, compara, proyecta y conjetura para internarse en el que tal si de la historia. Qué tal si Walter Rauff, el criminal de guerra nazi refugiado en Chile, acusado de asesinar a 97 mil judíos conectando los escapes de gas con el interior de los vehículos de transporte de los prisioneros, hubiera compartido la receta de gas sarín con Eugenio Berríos, el químico de la policía secreta de Pinochet. O qué tal si los soldados del campo de concentración de Isla Dawson, en 1974, hubieran sido vistos aullándole a la luna. O qué tal si en los años 50 hubieran aparecido en Nueva York cartillas turísticas que promocionaran el avistamiento de un grupo de indígenas selk´nam, que serían descendientes de un antiguo zoológico humano del que habrían huido y hoy vivieran camuflados en el Central Park y vistieran pieles de perros domésticos.

En este archivo de la infamia las múltiples piezas entran en una zona fantasmagórica y delirante en la que la verificación del dato real es menos relevante que la eventualidad del mismo dato. Lo que importa acá es la mera posibilidad de que estos episodios hayan ocurrido, dadas las condiciones y el terreno abonado que tenemos enfrente. En ese sentido, interesan también los vacíos, lo que se construye a partir de lo que se omite. Acaso de lo que se trata es de la dificultad de las palabras para dar cuenta de algunos nudos de la realidad. Esos nudos que nos ciegan cada vez que intentamos descifrarlos con las herramientas de la razón. Más aun de la razón occidental. O, más todavía, de la razón occidental del tiempo presente. Porque no es que veamos una línea de avance floreciente y alentadora; que en el pasado quede el horror y hoy aplaudamos el progreso. La articulación de la historia, al modo benjaminiano, pasa en

estas páginas por el destello de la ruina sobre la ruina.

En el vasto inventario del museo de Ghigliotto son convocados materiales que van desde la factura emitida por el Museo Británico de Londres como comprobante de pago por cuatro cráneos de indígenas hasta un collar de orejas humanas que habría pertenecido al latifundista José Menéndez, uno de los responsables del exterminio selk´nam. Pero figuran también poemas, monólogos dramáticos, cuentos, testimonios reales y ficcionales, rumores, entrevistas, cartas, recortes de prensa. Y objetos curiosos, como una pata de palo que habría pertenecido a la esposa del mismo José Menéndez; una lata de pintura en spry con la que una activista alemana habría “funado” la casa de Walter Rauff en Santiago, en 1984, cuando se gestionaba su segundo y fallido pedido de extradición; un pedazo de piel disecada que sería el prepucio de Julius Popper, empresario y explorador rumano que abogó por la necesidad de cazar indios para despejar la Tierra del Fuego; una escala para establecer tipos raciales o un espacio vacío, disponible para horrores futuros.

El recuerdo del que se apoderan las múltiples voces de este libro, a fin de cuentas, es el de ese instante que fulgura y emerge como una posta de registros, temporalidades y acontecimientos. Ahí, a lo lejos, parece estar el genocidio selk´nam. Pero ahí, rozándole los pies, figura también el holocausto nazi. Y cerca, muy cerca, los campos de concentración de la dictadura de Pinochet en la misma Isla Dawson donde las misiones salesianas reclutaban a la población selk´nam para “civilizarla”. Vemos así cómo, en la historia, asoman las palabras y los acontecimientos grandes (barbarie, infamia, impunidad). Pero vemos también cómo su comprensión cabal en la literatura se aloja en los detalles. En lo torcido, en lo que se sale de foco, en lo oblicuo, en la basurita, en lo absurdo, en lo resbaladizo, en la ensenada rocosa, en la bruma que transforma el paisaje y nos invita a abrirnos paso salvajemente en su espesor.

Estuve en Valdivia y me acordé de ti

Guido Arroyo

La magia del sur

La Pollera Ediciones

178 páginas

Estuve en Valdivia y me acordé de ti impreso en una camiseta que cuelga en la puerta de la tienda de souvenirs junto a las postales turísticas que giran para los extranjeros –y los santiaguinos– en estantes metálicos, como giran en la mente de un joven chileno de provincias los fotogramas de las idas y venidas que fueron conformando su infancia y adolescencia

–o al menos lo que recuerda de ellas–. Esta imagen podría sintetizar La magia del sur, el libro publicado por Guido Arroyo González dentro de la colección Surcos del territorio de La Pollera ediciones, esta imagen que a más de uno nos llevará inmediatamente a la magia empaquetada para los guiris que se vende desde los años sesenta al por mayor en las más emblemáticas ciudades de la costa española. Nunca he estado en Valdivia, pero los conflictos que atraviesan este libro son tan locales como universales: la familia, el territorio, el sentimiento de pertenencia, el concepto de patria, en resumen la búsqueda de una identidad individual enmarcada dentro de otra colectiva.

El tono que el autor utiliza para recorrer su infancia, apoyándose en imágenes potentes como la figura del padre y la madre como líderes espirituales evangélicos –y la herencia y contradicción que supone para el protagonista–, su paso por distintos colegios y la relación cargada de dolor y esperanza con los profesores y compañeros o su etapa como locutor en una radio cristiana en la que intenta colar canciones de grupos postpunk y britpop mientras alimenta a un gato callejero, le sirve para construir una telaraña de recuerdos sobre la que edificar una geografía emocional al margen de los mapas, un territorio sentimental enmarcado en una tradición apátrida y desarraigada.

Este libro de Guido Arroyo se inscribe en la familia de obras fragmentarias que durante los últimos años vienen ocupando un lugar destacado en la literatura escrita en español, dialogando con otras como Diario pinchado de Mercedes Halfon, Vamos a tocar el agua de Luis Chaves o incluso en algunas partes con ecos del Levrero más irónico y pop de Diario de un canalla y del Ribeyro más íntimo de La tentación del fracaso, obras híbridas, en las que los límites de la ficción siempre son difusos y el relato trasciende lo puramente anecdótico, el género de diario en sí, para transformarse en algo mucho más potente: otra manera de entender la vida y la escri-

tura alejada de los cánones del relato, -entendido este como la manera de contar una historia- más tradicional.

Dos temas destacan en esta obra y la vertebran: el conflicto de sentirse provinciano como algo despectivo frente al ser provinciano, una cuestión que a muchos nos resulta tremendamente familiar, estando directamente relacionada con el conflicto de la estereotipación de la riqueza plurinacional que caracteriza a la mayoría de los países con el objetivo de limitar su imagen cultural a un plano centralista, como ocurre aquí con los huilliches, perseguidos en sus propios territorios, frente a los alemanes que terminaron por convertir Valdivia en una suerte de colonia.

El otro tema que hay que destacar, por su presencia explícita e implícita a lo largo de todo el libro, es el agua, sobre todo la lluvia como un elemento sagrado que condiciona y articula la memoria y formación sentimental del protagonista desde su infancia. El libro gana con las imágenes que Arroyo utiliza con esa sequedad contenida, envuelta de una cierta ternura, imágenes que después de cerrar el libro se mantienen flotando en nuestra mente como las escenas de esos vídeos familiares grabados con una super-8, secuencias melancólicas sin caer en el patetismo.

Otros elementos que atraviesan esta obra de manera continuada serían los que aluden al imaginario pop de los 2000, como la Cartas Magic o los juegos de rol. El protagonista busca en estas primeras actividades culturales un refugio colectivo para huir del bullying y de las normas imperantes en el mundo real, que a menudo percibe como simplistas y reductoras. El libro de Guido Arroyo es honesto y vulnerable, y lo que nos plantea se resume en una pregunta que el protagonista se repite a sí mismo –utilizando otras palabras– en varios momentos de la historia: ¿es volver una costumbre de la que podemos escapar ilesos?

Algo por lo que luchar

La banda de los polacos

Anagrama

194 páginas

Ninguno de los personajes de La banda de los polacos nació en Polonia. La mayoría de los protagonistas, de hecho, ni siquiera sabría ubicar Polonia en el mapa. ¿Qué clase de polacos son estos, entonces? Pues de los que abundan en Argentina: personas muy rubias rodeadas de otras que no lo son. Durante las migraciones masivas de Europa a este país sudamericano, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, y a causa de curiosas metonimias culturales, todos esos rubios comenzaron a ser llamados polacos, del mismo modo que los sirios, libaneses y palestinos pasaron a ser turcos,

los judíos fueron rusos y todos los españoles —sin importar su región de procedencia— se tornaron gallegos.

Los polacos de la nueva novela de Federico Jeanmaire viven en una villa, un barrio muy pobre, el equivalente argentino de las favelas o los barrios de chabolas. Lo que los reúne es, precisamente, su condición de polacos, de «rubios blanquitos», rasgo excepcional en lugares donde la gran mayoría de la población es morena. Los ha convocado una chica, la única del grupo, que «no era rubia como los demás polacos», sino «pelirroja y bien blanquita, la más blanquita de todos, hasta con pecas» (p. 13). No por sus rasgos físicos sino por su carácter, es ella quien asume el liderazgo de ese grupo de jóvenes que, al encontrarse, todavía no es una banda. «Para convertirnos en una banda —explica ella— tendríamos que tener algún motivo, alguna razón, algún deseo común, algo que robar o algo por lo que luchar» (p. 16). Y encuentran ese motivo, ese deseo común que los convierte en una auténtica banda: un objetivo que desde las primeras páginas se intuye ligado de algún modo con el origen y el rasgo étnico que los asocia. Así empiezan una aventura que los lleva al terreno religioso y a vincularse con el cura del barrio y con el obispo («iban a ser conocidos en la villa como los Wojtyla», porque «aunque también amaban al papa argentino, amaban todavía un poco más al papa [polaco] ya muerto», p. 31), cuyo entramado el relato va dejando entrever muy poco a poco y sólo se revela hacia el final. Esta intriga es una de las virtudes de la novela, una de las causas de que sea difícil soltarla después de empezar a leer. Otro de los grandes méritos de La banda de los polacos reside en narrar la pobreza cercana a la miseria y la situación de marginalidad en las que viven los personajes con un tono que en ningún momento se desvía hacia la estigmatización, el paternalismo o cualquier clase de pretendido realismo de denuncia, vicios en los que a menudo caen los relatos que se proponen retratar a estos grupos sociales. El estilo de Jeanmaire —ya inconfundible, desarrollado a través de una veintena de novelas— le permite

al narrador utilizar muchos términos que en realidad son propios de sus personajes («careta», «perrita», «rescatarse», «cachivachear») sin que la naturalidad del discurso se resienta.

A propósito del narrador, hay que decir esta novela es, en un sentido, muy borgeana. Y de un modo bastante literal: la novela comienza con una frase que «el viejo Borges», «el propietario del kiosco más concurrido de la villa», le ha dicho a uno de los jóvenes del grupo: «Me tapé los ojos y vi una banda de polacos». Que no es otra cosa que el principio de una versión alternativa de Argumentum ornithologicum, el texto del otro Borges, Jorge Luis, cuya primera línea reza: «Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros». A lo largo de la novela, el kiosquero Borges no deja de anotar sus cosas en un cuadernito y desempeña el papel de oráculo para los jóvenes polacos. Y funciona también una suerte de demiurgo, un dios detrás del cual otro dios u otros dioses la trama empiezan.

La banda de los polacos se inserta en la tradición argentina del grupo de pibes que se complotan para llevar a cabo un plan secreto y en el borde, o por fuera, de la legalidad; una tradición en la cual El juguete rabioso, de Roberto Arlt, se erige como exponente mayor. Jeanmaire, uno de los autores más personales de la literatura argentina de las últimas décadas, sigue edificando una obra que además de sólida es prolífica: sus lectores —como en su momento les ocurría a los amantes de las películas de Woody Allen— esperan cada año su nuevo libro con ilusión.

El círculo mágico de la broma de

editor

Eduardo Riestra

El negro de Vargas Llosa

Pepitas de calabaza

232 páginas

¿Qué clase de libro es este? ¿Qué extraño artefacto literario? ¿Qué divertimento entre la ficción y la crítica literaria, entre el cotilleo y la fabulación, entre el amor por la obra de un autor y el guiño con otros lectores que hacen equilibrios en el borde de la broma, a veces dentro, a veces fuera de ese círculo mágico?

Eduardo Riestra, editor, traductor, columnista, y persona del interior del círculo literario español ha publicado, en el sello independiente Pepitas de Calabaza, un libro insólito que toma una figura totémica de las letras españolas, el nobel Mario Vargas Llosa e inventa que, debido a su excesiva vida social, no tiene tiempo de corregir sus libros y, al cabo, tampoco de escribirlos y necesita a alguien que lo haga por él, un negro, que, por imperativos de esta ficción, resulta ser el propio Riestra. Es elegante que de este McGuffin argumental no se desprenda ninguna burla ni a la edad ni a las vicisitudes biográficas de esta etapa de la vida de Vargas Llosa, sino solo la encendida admiración de un lector constante y atento desde hace muchos años. El pretexto es la broma de que Riestra le escribe los libros a Vargas Llosa, y el adorno son los cameos de conocidos editores y escritores, así como la espuma de los viajes internacionales y las ferias, con editores y agentes en el papel de reyes del mambo de los libros, en escenarios que son cócteles y aeropuertos. Pero el meollo del libro es un repaso a los libros de Vargas Llosa y de los escritores del boom, que sellaron la juventud de Riestra y de tantos de su generación, que los convirtieron en los lectores que son, que conformaron su gusto y sus expectativas literarias. Es decir, que Riestra monta este tinglado divertido (una feria, arquitectura efímera) para contar su historia de amor con los libros que descubrió en su adolescencia y que ha seguido leyendo toda su vida.

Todo empieza con De héroes y tumbas a los 16 años, porque hay un tipo de sufrimiento vital que a esa edad cursa con deslumbramiento por Sábato («mezcla de Ayn Rand con Dostoievsky, salteado con virutas de Céline»: el humor de Riestra no hiere, pero tampoco está exento de mala leche). Ante semejante gravedad, el encuentro con Pantaleón y las visitadoras le resultó frívolo. Tendrán que pasar algunos años más para que Riestra caiga en las redes de Vargas a través de la lectura de Conversación en la catedral, una obra «bastante maestra y que yo hubiera querido escribir».

Ese es el quid de la cuestión, claro. Todos hemos conocido a alguien (tal vez seamos nosotros mismos) que, fascinado por un libro, lo teclea entero, con sus dedos, para hacerse a la idea de cómo sería crear ese conjunto de palabras. Ser lo contrario de un negro literario, pero escribir, también, en el lugar de alguien. Este libro sublima la fantasía de convertirte en el escriba de tu escritor favorito.

Y por el camino, además, se reseñan lecturas de autores latinoamericanos menos conocidos por los lectores españoles, a veces con fascinantes peripecias vitales, como el peruano José María Arguedas, autor de Yawar fiesta, o el argentino Haroldo Conti, desaparecido por la dictadura de Videla, autor de la faulkneriana Sudeste. O de autores editados por Riestra y muy amados, como el británico Tim Behrens, modelo de Lucien Freud y gallego de adopción en las últimas décadas de su azarosa vida. Riestra, fundador de la editorial independiente Ediciones del Viento y gran viajero, pasea sus tesoros de lector por esta aventura literaria que es también un anecdotario y un libro de esa crítica que no parte de pedanterías sobre qué debería ser, sino en la voracidad cultural, el entusiasmo y el buen gusto, virtudes de editor. Déjense acompañar por este libro, entren en el círculo mágico que nos propone, pero léanlo con un lápiz en la mano, como hacen los editores, para apuntar todos esos títulos de libros y autores que se caen de sus apretadas páginas, el mapa de los entusiasmos de Riestra, esos anaqueles en feliz desorden.

Ascender la cumbre

del sexo

Daniel Díez Carpintero

Estatura

Sloper

276 páginas

Dice reiteradamente el profesor de teoría literaria y literatura comparada Jesús G. Maestro, de la Universidad de Vigo y elocuente youtuber, que a los textos literarios hay que llegar vivido. Y no puede tener más razón, pues la construcción novelesca, poética, dramatúrgica nos exige conocimientos y competencias en el lenguaje y en la tradición tanto como en la propia existencia. De tal modo que, por necesidad, con indepen-

dencia de saber cómo encarar cualquier ficción hecha con palabras, y entender cómo interpretarla, será diferente tener o no cierto bagaje detrás en el vivir si uno se adentra en novelas como Estatura, de Daniel Díez Carpintero (Madrid, 1979), autor de un par de libros de cuentos. Decimos esto por la dimensión generacional que subyace en esta obra, al remitirnos a una época con un paisaje social y humano característico de la España más bien gris de los que nacimos en los años setenta. Está aquí el personaje del padre fanfarrón, heredero de la posguerra y del machismo más integrado en la médula poblacional, y que no puede controlar sus caprichos agresivos, como si fuera más que nadie y al que se tuviera que obedecer sin rechistar; también, la esposa sumisa; y el hijo atemorizado en un clima cutre que se capta a la perfección si se ha conocido en propia carne. Si se es otro tipo de lector, cualquier lector, se verá cómo un niño se hace hombre, en lo que podríamos llamar una novela de formación, desde que empieza teniendo una altura de 120 centímetros hasta casi el metro setenta; y cómo tal detalle, lejos de resultar secundario –«Era más bajo que cualquiera de las niñas de mi clase», empieza diciendo la narración– marca el crecimiento también en los diferentes ámbitos del protagonista: el escolar, el familiar, el de las relaciones interpersonales.

Dividida en seis capítulos que corresponden a sendas estaturas, el relato tiene su porqué, su objetivo obsesivo, desde los doce años, en el sexo, mejor dicho, en la meta de acostarse con una mujer como logro y desencadenante de una nueva fase en la vida: «Incluso antes de averiguar los detalles médicos sabía que el coito era lo que justificaba la vida entera. Graduarse y casarse y tener hijos. Comprar una casa, trabar amistad con personas afines a uno, convertirse en un jubilado agradable». Todo, de algún modo, empezaba con un sexo reparador, que apartaba el mundo infantil y eliminaba o cuando menos paliaba «la conciencia asustada de la propia pequeñez».

Díez Carpintero, en este sentido, se arriesga al presentar determinados tópicos muy explotados por la narrativa, tanto adulta como juvenil, y la ficción audiovisual: el chaval que es tímido en demasía, torpe y angustiado, y que ve a su alrededor compañeros que, inevitablemente, son lo opuesto. Aparece, así, el adolescente pasivo ante los abusos psicológicos del padre; el joven que recuerda con nostálgico dolor su andadura previa. Lo hace con buen ritmo narrativo, atrevimiento temático y con una sinceridad, en la voz del protagonista, que desgarra y genera simpatía a partes iguales.

Asimismo, una lectura como Estatura puede, por otra parte, conducirnos a otra reflexión, que tiene que ver con la contemporánea poética del fracaso. ¿Por qué no darle el reverso y narrativizar la adolescencia heroica, la que se impone a padres maltratadores y convierte la falta de autoestima congénita en valentía hacia el futuro? En el caso de Díez Carpintero, puede resultar demasiado anecdótica la serie de trances o pensamientos del personaje en torno a la masturbación, por ejemplo, u otros asuntos libidinosos, pero la intención muchas veces es humorística, y sirve de eficaz cebo para el lector.

«Me había corrido, yo era un tipo que se corría. De acuerdo. Mi pene podía estar subdesarrollado, quizá, pero era perfectamente útil y podía contribuir perfectamente a la conservación de la especie», leemos, en esa línea de reírse de uno mismo y de lo que se fue, en contraste con los asuntos más dramáticos o psicológicos; en este orden de cosas es donde se desarrolla una transición de la infancia hacia la adultez bien perfilada, alrededor de la amistad o lo que supone salir del entorno conocido para residir en el extranjero, o a la busca del amor, más allá de la pulsión sexual siempre latente.

La piel de la naranja

Paula Bozalongo La piel de la naranja

Hiperion

84 páginas

Si cocinar a fuego lento no siempre es garantía de hacerlo bien, si lo es, al menos, de honestidad para con esa relación que se establece entre el tiempo y nosotros mismos. Nueve años separan la publicación del primer libro de Paula Bozalongo, que allá por el año 2014 se alzaba con el Premio Hiperión con Diciembre y nos besamos, y este segundo poemario que ve la luz bajo el mismo sello editorial. En esta honestidad podemos intuir un ritmo en el que la autora se amolda más al dictado por su propia creación poética que al generado por el sector edito-

rial y las mesas de novedades, pues una espera de nueve años es algo bastante inusual en el panorama de la poesía joven, cuya producción suele estar sujeta por un acuciante sentido de permanecer y asentarse en la palestra y el miedo a quedarse tirado en la cuneta. Entrando en el contenido del libro, y más allá de su condición de rara avis en cuanto al espacio-tiempo de la poesía joven, en La piel de la naranja encontramos un relato que se sirve de la experiencia vital concreta para asentar su lírica en el terreno que le corresponde a la madurez y que se ve transitado por ingredientes paradigmáticos que puedan serlo en ella como lo son el daño, la nostalgia o la memoria.

Si nos atenemos al concepto del daño cobra aquí un lugar predominante, sobre todo en una primera parte del libro, la enfermedad de la madre. Es en estos poemas donde sorprende la capacidad de la autora para engastar los tecnicismos de un campo semántico que puede resultar incómodo o poco grato a la sonoridad (el de la medicina y la salud) en unos versos cuidados que se despliegan en un abanico de espectros que se mueve entre la inteligencia y la emoción: «Centinela, el primer ganglio/ de una cadena linfática/ que drena un territorio determinado» o «Después apareció/ el vacío de su muerte inesperada,/ la herida de tu tumerectomía/ y aquella fuerza tímida/ desde el asiento de atrás del coche/ cuando dijiste que no ibas a esperar/ a ver cómo se caen/ el sueño y las pestañas».

Es también a través de la madre, de la genealogía familiar, de las amistades o de las relaciones amorosas el medio por el que estos poemas nos llevan hacia una experiencia universal que desde la intimidad se convierte en hecho colectivo. Puede cada lector reconocerse o encontrar el hallazgo en los distintos niveles de las relaciones humanas que aparecen entre sus versos y que se podrían diferenciar entre la familia: «Ellas también se fueron/ con la piel agrietada de distancia,/ con los ojos clavados en los relatos ciegos/ de la niña que fue, mi abuela

que/ en un pueblo sin mar de Andalucía/ abandonó la infancia». El amor: «Somos un par/ de magnitudes físicas observables:/ no importan nuestros nombres,/ al fin lo único cierto/ de todo este principio sucediéndose/ será necesitarte/ tanto como tú a mí». Y la amistad: «Toda aquella verdad vino de golpe/ y quiso distanciarnos de lo cierto,/ nos quedamos mirando a los amigos,/ aquellos que corrieron/ hasta olvidar mi nombre».

Ecléctico en sus formas, con unos versos cuidados en los que predominan el endecasílabo y el heptasílabo, pero también abierto al poema breve o en prosa, La piel de la naranja es un libro que consigue un tono homogéneo por medio de una atmosfera en la que el daño y la nostalgia se salvan del pesimismo y se convierten en aceptación con elegancia. Es la conciencia individual de alguien que sabe que en esa carga de la memoria está uno de los pilares de la entrada en la madurez, de que a partir de un punto de nuestra existencia, ese hacia adelante que es siempre la vida, conlleva una parte de pasado que cobra un nuevo papel en cada uno de nosotros y modela, junto al presente, nuestras emociones, actos, decisiones y escritos futuros.

Son nueve años los que aquí se condensan en este nuevo libro de Paula Bozalongo. Nueve años de honestidad para con el propio ritmo creativo que dan lugar a un poemario que la sitúa, como no podía ser de otra manera, no el panorama poético del que nunca ha dejado de participar, sino en el centro creativo de sí misma. En ese juego de la vida y de la poesía que tan bien define en los versos que cierran este libro: «Juguemos como niños, / para que no se rompa/ la piel de la naranja/ o unamos sus fragmentos/ cuando lo más temido/ ya suceda».

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