Cuadernos Hispanoamericanos, Marzo 2024 nº 883

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Dossier

CONTRA LAS MADRES Y LOS PADRES

FLORENCIA DEL CAMPO ANDRÉS FELIPE SOLANO

MARGARITA LEOZ

MAURO LIBERTELLA

KATYA ADAUI

Entrevista

MARGARITA GARCÍA ROBAYO

Por momentos uno quiere borrar el cerco, salir corriendo y huir: apelar a eso más salvaje

Edita

Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

José Manuel Albares Bueno

Secretaria de Estado de Cooperación Internacional

Pilar Cancela Rodríguez

Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Antón Leis García

Director de Relaciones Culturales y Científicas

Santiago Herrero Amigo

Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural

Eloísa Vaello Marco

Director Cuadernos Hispanoamericanos

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Lara Lanceta

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Impresión

GRAFO, S.A.

Avda. Cervantes, 51 CP48970-Basauri, Bizkaia

Fotografía de portada Alejandra López

Depósito Legal

M.3375/1958

ISSN 0011-250x

ISSN digital 2661-1031

Nipo digital

109-19-023-8

Nipo impreso

109-19-022-2

Avda, Reyes Católicos, 4

CP 28040, Madrid T. 915 838 401

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com

Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB

Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com

De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros

Precio ejemplar: 5 €

SUMARIO

4

ENTREVISTA MARGARITA GARCÍA ROBAYO por Santiago Wills

DOSSIER

CONTRA LAS MADRES Y LOS PADRES

PARENTESCOS, PERSONAS, PERTENENCIAS

por Florencia del Campo

UNA MADRE EN BUSCA DE AUTOR

por Andrés Felipe Solano

ESCRIBIR AL PADRE: ENTRE EL DESEO, EL MIEDO Y LA INCOMODIDAD

por Margarita Leoz

UNA EPIDEMIA DE ESCRITORES por Mauro Libertella

32

36 50 52 66

46 48 14 56 20 62 24 28

EL RESTO ES MEMORIA por Katya Adaui

CORRESPONDENCIAS FERNANDA TRÍAS Y EDMUNDO PAZ SOLDÁN: «UN DEDAL DE AGUA SOBRE UN ÁRBOL EN LLAMAS» por Valerie Miles

SEGUNDA VUELTA

LA INVOLUNTARIEDAD DE LA FICCIÓN por Miguel Barrero

UNA PÁGINA VOCACIÓN GREMIAL DE LOS PERSONAJES por Eduardo Ruiz Sosa PERFIL FLORES ETERNAS (SOBRE LA PLAZA DEL DIAMANTE) por Elvira Navarro

MESA REVUELTA RUMBO A LA FIL: LA INVENCIÓN DEL MOLE por David Aliaga

YOLANDA OREAMUNO: LA RUTA DE SU REBELIÓN por Sergio Ramírez

DOSSIER ESPECIAL MARCELO COHEN LA ZONA COHEN por Cristian Crusat

DONDE ÉL SIGUE ESTANDO. DIGRESIONES SOBRE MARCELO COHEN por Matías Serra Bradford

BIBLIOTECA

RODRIGO FRESÁN Y EL ELEMENTO SECRETO. Leila Guerriero

EL LENGUAJE COMO UNA SELVA QUE BORBOTEA. Carmen G. de la Cueva

PERPETUIDAD DE LA MUDANZA Jesús Cano

LÓPEZ CARRASCO. EL DESIERTO BLANCO. José María Pozuelo Yvancos

EL DESEO Y LA RABIA. Diego Zúñiga

NO TE VERÉ MORIR. Carlos Barbáchano

UN CALCETÍN DE PRIMERA Fran G. Matute

UNA SORORIDAD RETROSPECTIVA. Juan Marqués

CUANDO LA VERDAD NO DUELE TANTO. Rubén Sáez Carrasco

«BOLIVIANOS, NÃO, LE DIJO EL ASIÁTICO» Antonio Rivero Taravillo

LA ISLA DE KARINA SAINZ BORGO. Fco. Javier Sancho Mas

LA NOVELA DEL HISTORIADOR. Carlos Femenías

UNA METÁFORA DEL MAR. Jon Kortázar

EL PÉNDULO VIAJERO. Eduardo Moga

MARGARITA GARCÍA ROBAYO
«Creo que la ficción es eso: embutir eso que quieres que suceda o eso sobre lo que quieres hablar o apuntar en un envase entendible»
por Santiago Wills
Fotografía de Alejandra López

Margarita García Robayo (Cartagena, Colombia, 1980) es una experta en mudanzas. Desde que dejó Cartagena de Indias, en 2004, ha vivido en más de una treintena de casas en ciudades de Europa y América. Por fuerza de la repetición, puede armar y desarmar un apartamento en cuestión de horas. Solía costarle trabajo, pues no es una persona práctica —en Buenos Aires, donde conduce constantemente, tuvo que fijar fechas en el calendario para evitar quedarse sin gasolina: «Es como una camisa de fuerza que me impongo»—, pero se ha adaptado para facilitar la labor. Tiene pocas cosas, lo justo para vivir como desea; en vez de trasladar plantas de un lugar a otro, siembra un voluptuoso jardín tropical cuando la nueva morada lo permite; y casi todos los anaqueles de su biblioteca están organizados por países. Así mismo entran y salen de las cajas. Hay un par de estantes diferentes, sin embargo. Estos contienen obras cuyo argumento García Robayo no pueda relatar, pero que le heredaron descubrimientos formales o estéticos: Under the Volcano, Cien años de soledad, Las batallas en el desierto, los cuentos de Carver y Lorrie Moore, poesía de Sharon Olds. También hay obras de autores contemporáneos con los que, libro a libro, la escritora colombiana, nacida en Cartagena en 1980, siente que está entablando una conversación: La tiranía de las moscas, de la cubana Elaine Vilar Madruga, Bonsái y La vida secreta de los árboles, de Alejandro Zambra, novelas de Jazmina Barrera, Mariana Enríquez, crónicas de Leila Guerriero y Nunca falta nadie, de Catherine Lacey (un hallazgo de 2023). Todo está dispuesto para poder consultar o revivir miradas, atmósferas y sensibilidades en poco tiempo. En su última mudanza, ocurrida no mucho antes de una conversación por Zoom, que se presenta a continuación editada y abreviada, una generosa amiga le ayudó a desempacar. Mientras García Robayo estaba ausente, su amiga organizó los libros usando un criterio incomprensible. Hoy, en la biblioteca, Europa se codea con África y Latinoamérica y las obras fundacionales de su escritura están desperdigadas en los anaqueles. Cada tanto, García Robayo ubica uno de esos libros y lo acomoda en su puesto. Poco a poco, su biblioteca vuelve a adquirir cierto orden.

Margarita García Robayo es autora, entre otros, de las novelas Hasta que pase un huracán, Lo que no aprendí, Tiempo muerto, La Encomienda y del conjunto de crónicas Primera persona

¿Recuerdas el primer cuento o la primera ficción que escribiste?

Quizá lo primero fue un diario. Cuando era chiquita a mí me encantaban las historias, pero no tenía tan claro que me gustara escribir. Me gustaba inventar cosas y mi mamá me regaló un diario. Obviamente, este era todo ficción. En los diarios, se supone que uno registra cosas que le pasan, pero en mi caso no fue así. Pensaba que me pasaban esas cosas, pero en realidad todo era mentira. Inventaba cosas. Me lamentaba muchísimo, me quejaba todo el tiempo. El diario era una especie de memorial de agravios que iba consignando.

Esa fue mi primera experiencia. Luego, en el colegio, cuando había concursos de escritura, escribía

cuentos, pero creo que, cuando se trataba de escribir de verdad, lo sobrepensaba. Era mucho más libre en el diario. Nadie lo leía y era solo para mí. Me sentía con mayor libertad y seguramente hay mucha más verdad. El origen de lo que hice después probablemente se encuentre más ahí que en las cosas que me mandaban hacer. Los cuentos que escribía eran muy estructurados. Tenían esa estructura clásica de inicio, nudo y desenlace. Siento que hay una especie de disuasión en la manera en que uno aprende qué es la literatura y la escritura. Lo primero debió haber sido esa experiencia con el diario. Era hermoso porque era uno de esos diarios como abullonados. Era una novedad, como cuando uno llega a la casa y la perra tuvo perritos y vas

corriendo a ver. Me pasaba eso con mi diario. Había cosas que hoy recuerdo que si alguien las leía podría decir: «Ah bueno, tiene una vida terrible». Inventaba porque ya estaba convencida de que en la vida existían otras versiones que no eran realidad: que mi mamá tenía un amante, que mi papá tenía otra familia, que yo era adoptada. Siempre era algo dramático y, más adelante, me dio vergüenza cuando lo leí. Por eso tengo la sensación de que en algún momento lo quemé.

En varios de tus textos, hay personajes que mencionan frases que llegan y escriben y luego usan en libros. ¿Es algo que también te sucede?

Sí, total. Vivo escaneando y a veces se me ocurre una frase sobre algo

que no sé muy bien para qué me va a servir, pero consigo meterla en algún lado. Los archivos de notas son súper fértiles en ese sentido.

Buenos Aires es una ciudad grande, tengo dos hijos con actividades, colegios, yo no sé qué, entonces la mitad de mi vida se va manejando, una cosa que detesto. Soy mala, pero me gusta mucho la situación del auto porque es el único espacio en el que puedo escu-

char tranquilamente música, pod-cast o la radio, y eso me da material. A veces en un semáforo paro y me mando un audio a mí misma diciéndome algo. Hace poco terminé un libro para Anagrama que se llama El afuera. Habla sobre cómo la clase media latinoamericana se ha ido construyendo un mundo hacia adentro, cómo en la pandemia se consolidó esto del afuera como enemigo y cómo contamos cada vez menos

con lo que sucede allí. Es una especie de rejunte de esas notas. Me decía la editora el otro día: «Me encanta esta sensación de jardín sin podar». Reuní todas esas cosas que había estado pensando. Creo que le pasa a todo el mundo, pero a mí me costó entender que finalmente uno siempre está dando vueltas sobre lo mismo. Cada cosa que pienso o se me ocurre pienso que es súper novedosa y al final remite a los mismos temas o a la misma obsesión.

Cuando me di cuenta de que tenía un cúmulo de notas que remitían más o menos al mismo tema —a este desprecio por el espacio público, a este construirse hacia dentro, a que una vez nos reproducimos, en general, la gente se aburguesa y busca espacios, traza un círculo alrededor de lo que les importa y el resto les vale un carajo, esa cosa mezquina de la clase media que se fue consolidando—, fui juntando material. Después descubrí que estaba pensando y tomando notas sobre eso y se me ocurrió hacer este libro como un ensayo.

Durante la pandemia, en el momento en que no nos dejaban salir, tenía cerca un parque muy grande. Circulaba por ciertos sectores, veía a todo el mundo moviéndose en ese mismo circuito y a mí se me ocurrían un montón de cosas. Estaba ahí mirando. Miraba mucho las plantas que antes no miraba. Me interesa de la escritura ese momento cuando estás pensando sobre lo que vas a escribir. Ahí se produce eso que te parece revelador. Cuando lo pasas a la página, ya lo tienes cocinado. Lo que ha pasado es que has armado una forma de eso que quieres decir en la cabeza y lo intentas trasladar lo más fielmente posible al papel. Te sale mejor, te sale peor, pero ese efecto, que es lo que a mí me seduce de la escritura, surge mientras lo estoy pensando. Lo estoy mirando y hago asociaciones que no se me habrían ocurrido. Veo que aparecen. Es una instancia previa que es

Fotografía de Alejandra López

como cocinar. Cuando ya escribes es porque eso está precocido. Lo metes al horno, pero todo lo demás vino antes. Ese proceso, qué sé yo —y no tiene nada que ver con lo que me preguntaste— es lo que más disfruto.

En tu libro, ¿Qué tienes en la cabeza? La búsqueda de sentido en la escritura , dices lo siguiente sobre el origen de tu literatura: «En mi caso, lo dicho: primero, de una molestia (zapatos que lastiman); de una angustia (voces que me desvelan). Pero después: del equilibrio y del margen». Este diario que tenías de niña, ¿se trataba de algo meramente imaginativo o había algo de molestia en la invención del amante de tu madre o la otra familia de tu padre?

Mira, el diario, sin duda era eso: un lugar para depositar esas cosas que me parecían intolerables, que me hartaban. Por eso era una especie de memorial de agravios. «Odio a yo no sé quién». O «Mi madre tiene un amante». Pero eso lo escribía porque no me daba pelota o yo qué sé. Aunque, de hecho, el amante existía. Es decir, no sé si era el amante, seguramente no, pero sí era su socio en el trabajo y yo encima lloraba porque pensaba «Pobre mi papá». Era claramente una molestia. No toleraba a ese tipo ni toleraba que mi mamá estuviera trabajando con él.

No sé si lo puse en ese librito, pero con el tiempo empecé a llamar a ese impulso el tumor. Es eso que te tienes que sacar de alguna manera. Hay que meter la mano y extraerlo, como los pelos que se tragan los gatos y se vuelven una bola. Porque no puedes vivir con eso. A mí eso me pasa muy claramente. Empieza así. Es muy cierto que después no se queda en eso porque además estoy completamente en contra de que se agote en esa instancia. Puede ser un inicio, pero no un resultado. Esa especie de molestia que te lleva escribir funciona como pulsión, pero no como resultado.

Tardé muchos años descubriéndolo. Es algo que le digo mucho a mis alumnos en los talleres que dicto: que intenten detectarlo. Pregúntense por qué escriben. Es muy injusto porque es casi imposible que uno lo tenga claro de antemano. Uno tarda años, libros, en darse cuenta sobre qué está hablando o, más que eso, porque sobre los temas se puede tener un poquito más de control, es por qué. ¿Por qué hago esto? ¿Por qué me tomo el trabajo de sentarme a escribir 200 páginas sobre esto? Es muy trabajoso. Es un esfuerzo enorme que tiene que justificarse bajo la apariencia de algo. En mi caso, empecé a tener una sospecha cuando terminé de escribir Hasta que pase un huracán. Ocurrió durante unas vacaciones en Cartagena en las que me senté y no paré. He tenido poquísimas experiencias así en que me siento y no me levanto hasta terminar de escribir. Me levantaba solamente a dormir durante casi una semana. Luego, con La encomienda, me pasó lo mismo. No te digo una semana, pero sí muy poco tiempo. En general, son tiempos súper dilatados, pero con Hasta que pase un huracán fue algo muy fuerte. Me senté a escribir porque estaba muy enojada con lo que estaba pasando a mi alrededor. Había ido unas vacaciones al matrimonio de mi hermano y había un invierno muy fuerte en Cartagena. Todo estaba inundado y el noticiero hablaba sin parar sobre yo no sé qué río desbordado, una escuelita bajo las aguas, perros ahogados. Era trágico, pero en mi casa era completamente distinto. Se iba a casar mi hermano y había fiesta, vestidos, diseñadora. Incluso algo muy fuerte, que no está en el libro, es que la diseñadora era una prima. Y tú sabes que en Colombia eso es tan careta que cualquier modista de barrio es diseñadora, pero ella se llamaba a sí misma así. Como sea, mi prima no podía tener listos los vestidos porque su novio había chocado en la moto y estaba

«Luego, en el colegio, cuando había concursos de escritura, escribía cuentos, pero creo que, cuando se trataba de escribir de verdad, lo sobrepensaba. Era mucho más libre en el diario. Nadie lo leía y era solo para mí. Me sentía con mayor libertad y seguramente hay mucha más verdad»

en el hospital. Era todo muy trágico. Y mi mamá le decía: Pero cuándo los puedes tener, pero cuándo los puedes tener, pero cuándo los puedes tener. Yo me había mudado fuera del país. Cuando uno toma distancia, empiezan a caer un montón de fichas que cuando estabas ahí te pasaban por delante, una especie de ceguera contextual. Te explotaba algo en la cara y daba lo mismo. Pero me había mudado y tenía está distancia y me decía a mí misma: «¿Cómo nadie se siente tocado por lo que está pasando? Todos están tan metidos en su fiestita». Esa vez mi reacción, que en el pasado habría sido pelearme con todo el mundo, fue encerrarme en un lugarcito y empezar

«Si uno tiene la aspiración de hacer literatura con la realidad entonces estéticamente tiene que tomar decisiones que conviertan esas anécdotas en otra cosa.

Alguien

podrá sentirse cercano, reconocido,

escrachado, expuesto,

pero no puede ocurrir que sea porque se contó exactamente lo que había ocurrido.
Se tiene que convertir en otra cosa»

a escribir esta novela, que nada tiene que ver con lo que estaba pasando más allá de que hay una boda. Escribir fue mi manera de canalizar esa molestia. Ahí empecé a sospechar: «Ah bueno, esto es lo que me pasa. La enfermedad se debe a esto». Empecé a descubrirlo y me ha servido mucho. Hay gente que vive en la ignorancia y escribe textos maravillosos. No creo que sea mejor o peor saber qué estás haciendo. Es decir, hay gente virtuosa que no sabe y escribe libros espectaculares, pero a mí me ayuda porque me da la sensación de que puedo tener más control sobre el cómo, sobre la forma. Esto va a quedar mejor en este formato. Este personaje no me sirve porque no me refuerza esto que quiero decir. Me ayuda a tomar decisiones que vaya a saber si funcionan o no, pero para mí sí. Al final siento que pude controlar un poco mejor eso que me pasaba. Otro ejercicio que me sirvió muchísimo fue cuando me propusieron hacer Primera persona, un libro que compila un montón de textos escritos a lo largo de 10 años. Son textos que he ido escribiendo por encargos muy puntuales, pero que, al final de cuentas, en su conjunto me hicieron pensar que llevo 10 años escribiendo sobre exactamente lo mismo. Pongo el foco sobre los mismos aspectos, independientemente del tema superficial. No varío mucho más y

consigo encauzar siempre esos temas cualquiera que sea el marco que me den.

En ¿Qué tienes en la cabeza?, también dices que antes escribías de manera más o menos inconsciente y, sin entenderlo, llegabas a esos temas de los que me hablas. Hoy, en cambio, eres muy consciente de esas obsesiones, pero por alguna razón extrañas esa búsqueda ciega de antes, escribes allí. ¿Cuáles son esas obsesiones?

Ahora es peor (risas). Mentiras. Bueno, están los temas. Hay uno que es clave que tiene que ver con mi condición de inmigrante, si se quiere. Haberme ido, vivido en otros lugares. No sé si es algo genérico como «el inmigrante», pero sí me pasa que el haberme ido me obliga a mirar atrás. Me fui de un lugar al que estoy condenada a mirar para siempre. Y miro un lugar inexistente, además, porque es un lugar que está en mi recuerdo, muy anclado en mi infancia y mis primeros años. Me fui joven, y entonces mi recuerdo de ese lugar es de unos primeros años muy sensibles, en los que te van bajando criterios. Yo lo veo ahora con mis hijos que están chiquitos. Todo el tiempo les estoy bajando criterios: eso no, esto sí; el mundo es de esta manera; a la gente no se le dice eso. Esas cosas que te dicen en una edad sensible y que se te quedan para siempre. Después puede que las

reviertas, pero, cuando miras atrás, ese tiempo está marcado por esas líneas o surcos que te imprimieron en la cabeza. Entonces, para contestarte, uno de los temas principales es ese: el origen. De dónde vengo, cómo puede uno despojarse o no de ese origen. Creo que hay algo que siempre está, el principio, por no decir el origen, que es un término tan usado y problemático en filosofía y otras áreas. Sea como sea, ese principio está y es inamovible.

Luego están las búsquedas, que tienen que ver más con el lugar al que uno quiere pertenecer. Hay una división entre la identidad y la pertenencia, porque la identidad puede que se forje o tenga más que ver con ese principio del que hablaba, mientras que la pertenencia es una búsqueda. Uno va encontrando esos lugares en los que quiere pertenecer y en los que va consolidando esa pertenencia. Ese, sin duda, es otro de los temas que me interesa.

Últimamente, estoy con un proyecto muy incipiente que va por ese lado. Empezó con uno de esos tests genéticos para conocer tu ascendencia. Acá, en Argentina, es más normal hacérselos que en Colombia. Ni en mi familia ni en Cartagena hay mucha gente a la que le interese esto de saber que tu abuela yo no sé qué o tu bisabuela bla bla bla. Hace poco, hubo una promoción del Día del Padre y los exámenes estaban muy baratos, así que me lo hice. Me salió

algo que me llamó mucho la atención. Mi linaje materno, que es el que indica verdaderamente de dónde vienes, está en Angola. Hay un 20% de mi genética que viene de África. Hay otro que viene de Europa, la mayoría. Pero me llamó la atención porque uno nunca lo tiene tan claro. Ahora investigo y leo de Angola. Supongo que en algún momento me gustaría ir y ver, por curiosidad.

Para ti, ¿cómo funciona esa transmutación, digamos, de la realidad a la literatura? Quisiera entrar en las minucias de ese procedimiento. No hace mucho conversaba con Leila Guerriero sobre Capote y Plegarias atendidas, ese libro en el que contó las infidencias de sus cisnes, esas amigas multimillonarias. La respuesta de Capote ante las acusaciones de traición fue preguntar que qué esperaban, si estaban tratando con un escritor. También está esa frase de Milosz que le encantaba a Philip Roth: «Cuando nace un escritor en una familia, esa familia está acabada». ¿Hasta dónde llegas tú a la hora de hacer esa transmutación?

Me resisto a pensar que la literatura es la vida. Claramente, corren por rieles distintos. La vida es la vida y la literatura es otra cosa, pero me cuesta —cómo decirlo— descontaminar mi vida de la literatura. Esto que me pasa: voy a un cumpleaños y la cumpleañera dice «Me regalaron un test genético de cumpleaños y justo hay una promoción». Y empiezo a pensar: «Me gustaría saber esto», pero porque ya estoy pensando que me gustaría escribir sobre eso. Lo que hago está muy atado a mi escritura. O incluso cosas que me dicen mis hijos: lo uso. Vivo fagocitando todo para después convertirlo en literatura.

Ahora, ¿es la literatura un espejo de mi vida? Nada que ver. Termina en otras cosas, pero me alimento mucho de lo que me pasa. Sin duda, más allá de los temas que me convocan, no me puedo despojar de ese procedimiento y de esa idea de que mi vida, mi experiencia, mi entorno, todo lo que me rodea, es material para literatura. Siempre. Y eso es una limitación, claramente. Tengo que hacer algo con eso. No puedo pensar algo en términos abstractos si eso no

está atado a algo que voy a producir. Es tremendo. Por eso, cuando voy a Colombia y me junto con mis amigas, me dicen «Por favor, que de este viaje no salga un libro».

Pedro Mairal, un amigo escritor que tiene un programa de radio, una vez me dijo algo que se me quedó en la cabeza: «Al final, tu patria o tu país, tu lugar en el mundo es ese: la escritura, tu lenguaje». Es difícil decir cuál es el mundo real para mí. Es decir, el mundo real tengo claro cuál es —no estoy delirando—, pero, por momentos, ese mundo que construyo en los libros se siente más real que el real, porque el real es una excusa para construir el otro. Suena extremo, pero me pasa constantemente. No lo diferencio. Esto ahora lo voy a usar para tal. No es en términos de tópicos, pero sí en términos de procedimiento. Es fácil decir que lo que me preocupa en la vida y lo que me obsesiona en la vida, según lo que esté atravesando, pasa a ser una fijación en la literatura.

¿Hay o no hay un límite? Si vas de viaje a Colombia y una amiga te cuenta una

«Cuando terminé de leer Las batallas en el desierto, recuerdo decirme a mí misma:
que yo quiero hacer.

“Esto

es

lo

Este formato”. Es una novela súper corta, pero muy profunda. Ese es mi objetivo. No sé si me sale, pero lo intento: que el argumento, lo argumental, sea acotado, corto, pero que tenga mucha profundidad. Como las fotografías que tienen un primer plano chiquitito, pero mucha profundidad»

infidencia, ¿la transformas hasta que sea irreconocible o más bien lo guardas en un cajón mental hasta el momento en que la puedas usar?

La realidad la transformo no solo en algo que sea irreconocible, que no es el fin último, sino en algo mucho más interesante. La literalidad es justo lo que no funciona. Uno por ahí se alimenta de las experiencias y lo que le pasa, pero no las traslada tal cual al papel porque termina siendo anecdótico y lo anecdótico se acaba rápido, ¿no? Si uno tiene la aspiración de hacer literatura con la realidad entonces estéticamente tiene que tomar decisiones que conviertan esas anécdotas en otra cosa. Alguien podrá sentirse cercano, reconocido, escrachado, expuesto, pero no puede ocurrir que sea porque se contó exactamente lo que había ocurrido. Se tiene que convertir en otra cosa. Desde que empecé a escribir, tengo clarísimo que tomé esa vía por una

limitación. No tengo una formación de escritora o de literatura. Fui a un colegio del Opus Dei y luego estudié Derecho y Periodismo. Fue una formación poco sofisticada en el sentido de «Ahora voy a copiar los mecanismos de la novela decimonónica para contar la contemporaneidad». Nunca tuve claro mi proyecto, en esos términos. Empecé a escribir de las cosas que me molestaban o me hartaban o me llamaban la atención por una limitación. La escritura era el mecanismo para poner eso en algún lado.

Y siempre supe que no iba a negociar ese método. No pensaba preguntarle a nadie o pedir permiso para escribir. No lo hice nunca. Y me salió carísimo. Mi madre dejó de hablarme durante años por Lo que no aprendí, una de mis novelas. Ni las personas que me conocen de cerca habrían sido capaces de reconocer algo de la realidad en ese libro, pero ella sí. Ella sabía de qué estaba ha-

blando. Era algo que sabíamos pocos. Yo sentía que tenía que lidiar con ello de alguna manera y lo hice a través de la escritura.

Creo en la escritura como una forma de pulsión. El rencor es un buen motor. El resentimiento es un buen motor. Y la rabia, para mí, es el mejor de los motores. Es ese algo que te empuja a hacer eso que necesitas hacer. Pero después el resultado no puede ser eso. Sería ilegible. Nadie que escriba por venganza llega a un buen puerto. Está bueno, insisto, como impulso, pero después tienes que hacer algo más. No puedes quedarte abrazado a tus manuscritos para hundirte en el río, porque estos pesan. Tienen que tomar aire. Por eso los textos esperan y reposan.

La rabia, como motor, es súper válida. Pero eso implica que, lógicamente, quienes están involucrados, así sea tangencialmente, se sientan tocados cuando te leen. Lo más sabio que hizo mi madre fue no leerme jamás. Que me parece genial. Yo no voy a la oficina de mi hermana a ver los expedientes o al odontólogo a verle la garganta a los pacientes. Es lo que hago, es mi oficio y es así. Y el procedimiento que elegí fue ese. Además, no estoy exponiendo asesinatos o cosas que puedan modificarle drásticamente la vida a alguien. Fueron mirados de una manera en la que preferían no haber sido mirados. Es una cuestión de perspectiva.

Aunque también soy consciente de que esa es una muletilla injusta que solemos usar como parte del procedimiento: «Es una de las tantas versiones posibles de una historia común y todas las personas que hacen parte de esa historia común tienen la posibilidad de escribir su versión». Claro, pero muy pocos son escritores. En ese sentido, es una excusa inmoral o por lo menos injusta. Pero, en últimas, lo que quiero decir es que no, no me siento limitada.

A veces pienso que hay algo de sociopatía en no dejar que la vida del otro me afecte demasiado. Parece

un personaje o una pose, y yo sé que es medio inverosímil, pero me afecta muy poco la mirada de los otros, sobre todo cuando esta está fija en algo que me importa, como la escritura y mi oficio. No voy a modificarlo porque a otro le parezca. Si es una cosa técnica, lo hablamos. La forma en sí me importa mucho. Si algo quedó como un vómito grotesco porque necesitaba sacármelo de encima y después veo que no funciona, entonces requiere de otra decisión: eliminar personajes, añadir otros. La literalidad nunca me ha servido.

¿Aún puedes detectar en tu prosa esos escritores a quienes fuiste robando para construir tu voz? Con el tiempo, uno pierde o desecha algunos de esos recursos iniciales que había tomado de X o Y, pero no sé si hay algunos que puedas decir que aún te acompañan...

Cuando terminé de leer Las batallas en el desierto, recuerdo decirme a mí misma: «Esto es lo que yo quiero hacer. Este formato». Es una novela súper corta, pero muy profunda. Ese es mi objetivo. No sé si me sale, pero lo intento: que el argumento, lo argumental, sea acotado, corto, pero que tenga mucha profundidad. Como las fotografías que tienen un primer plano chiquitito, pero mucha profundidad.

Con Hasta que pase un huracán quería hacer algo similar: contar la historia de una chica que quiere hacer todo por irse de su país y que es azafata y tiene una amiga. Algo así cortito, cortito, cortito. Pero en el fondo, estaba contando la historia de una clase media resentida, de la falta de trabajo, de un país que no te da oportunidades y no te deja crecer, de los abusos. Es como si fuera un chorizo: embutir, embutir, embutir. Cuando leí Las batallas en el desierto, entendí que había algo de esa forma que quería replicar, y lo sigo haciendo. Mis libros son cortos, pero no nacen así. Nacen desmadrados.

Entre que empiezo y termino sé a dónde quiero llegar, pero igual se mete mucha maleza. Al final, debes tener un machete para sacar todo lo que sobra. O ni siquiera lo que sobra: lo que no suma, no me hace gracia, no me parece singular. Lo genérico. Ese es un vicio estético mío: todo lo que sea genérico, debe salir. No sirve de nada decir «Hierba mala nunca muere». Obvio, hay momentos en que a eso se le puede dar una vuelta y convertirlo en algo singular. Pero lo singular no es copioso. En general, son tres frases las que te sirven. Lo demás es relleno. Siento que de las mil páginas que escribí me sirven doscientas. Tiendo a la hiper concentración. Hasta La encomienda , ha sido mi objetivo en lo que se refiere a la forma. También tengo un recuerdo de la experiencia de leer ciertos textos que se llamaban «La risa, remedio infalible». Eran parte de una sección de una revista que se llamaba Selecciones. Era una gruesa revista por suscripción que tenía recetas de cocina, artículos y una sección que se llamaba «La risa, remedio infalible». Contaba una historia muy cortita con un remate medio inesperado, que funcionaba como un chiste. Cada vez que termino algo quiero conseguir la sensación que me producía esa lectura. No sé si lo hago: dejar al lector con esa sensación de esto es un chiste, pero no es un chiste. Ese humor camuflado. Creo que yo quiero hacer eso (ríe). Fue lo que viví desde que empecé a leer.

¿Encaras de manera diferente los textos de no ficción —los de Primera persona, por ejemplo— en comparación con los de ficción? ¿Sientes, quizás, que alguno te sale más fácil que el otro?

Eso lo hablaba con Leila Guerriero la otra vez. Me decía: «No sientes cuando te vas a escribir ficción, que avanzas muy poco y que, además, cuando te levantas estás muy cansada». A mí

me pasa lo mismo. Y no es que me salga fácil la no ficción. Todo me cuesta mucho. En el momento de sentarme a escribir, siento siempre que no voy a llegar o que si tengo un deadline lo voy a incumplir. Me pongo mal, me enfermo. Padezco mucho la producción, incluso si después, en el camino, me doy cuenta de que me fluye. Pero cuando escribo textos como los de Primera persona, me relajan. Me siento mucho menos limitada o, más bien, yo misma me impongo menos límites que cuando encaro un texto de ficción, porque también parte del desafío de escribir ficción son los límites que uno mismo se impone: bueno, esto ya lo hice, quiero que vaya por acá y no por este lado, etc. En los otros textos siento que tengo una libertad tal que la digresión puede ser infinita. Esta mañana, por ejemplo, envié un texto que me encargaron sobre las fobias. Siento que la digresión es todo el texto. Se lo di a leer a una amiga y me dijo: «Qué hija de puta, nunca encaraste el tema que te encargaron». (Risas). Me permito mucho más perderme porque creo que lo uso también como excusa para derivar ahí las ramificaciones de la psiquis, digamos. Con la ficción, en cambio, me impongo límites, reglas. Por ejemplo, en la última novela que escribí, me dije «Tiene que pasar todo esto y tiene que ocurrir durante una semana». Yo misma me impuse una camisa de fuerza. Y creo que la ficción es eso: embutir eso que quieres que suceda o eso sobre lo que quieres hablar o apuntar en un envase entendible.

¿Esas reglas también te las imponías en los cuentos o son, sobre todo, para las novelas?

De hecho, surgió más en los cuentos. Para mí, los cuentos siempre fueron un abordaje esencialmente técnico de un personaje, una situación. Mis cuentos son una escena o un personaje al que le pasa algo. Nunca son abarcativos, no hay elipsis. Transcurren en un tiempo fijo. Aunque un

poco las novelas también, ahora que lo pienso. Pero en los cuentos más.

Empecé escribiendo cuentos y siempre tuve esa fijación técnica: esto tiene que ser así, tiene que transcurrir en tal, no pueden haber más de no sé cuántos personajes. Algo que en un principio era una especie de capricho era que no me gustaba nombrar los lugares. La geografía tiene que deducirse. En La encomienda , por ejemplo, la protagonista no podía tener nombre tampoco. Daba pistas de cuál podía ser. Es un nombre largo. Pero nunca decirlo. Son reglas caprichosas, pero, en últimas, en mi cabeza, las reglas contribuyen a que se arme una forma determinada que intento replicar en el papel.

En general, empecé a distinguir que esa especie de tumor que extraigo de mí misma termina en las novelas. Con los cuentos me pasa otra cosa. En realidad, ya casi no escribo cuentos. Recién terminé una novela corta que empezó como un cuento y después se volvió una novela corta, que se parece mucho a un cuento largo. Debe ser una cuestión de rigidez mental porque para mí los cuentos siempre fueron más eficientes a la hora de llegar al punto al que quería llegar. No tenía que coserlos bien para alcanzarlo. Era más un abordaje técnico. No se trataba tanto de una historia, sino de una escena, un personaje, algo bien puntual. Las novelas son otra cosa. Surgen mucho más viscerales, en mi caso. Los cuentos no. Son una imagen que me llamó la atención, una frase, un personaje, no necesariamente algo que tiene que responder a esa especie de furia de la que te hablaba. Mi abordaje con los cuentos tenía que ver más con una búsqueda técnica, que no te digo que ya domo, pero que no me interesa más. La costura perfecta.

En Primera persona, en el ensayo «Mi debilidad», hablas de la tensión entre poder vivir de la escritura y lo que implicaría esto para el oficio. Tienes

una frase muy bella en ese ensayo sobre ese tema: «No quisiéramos eso [que la escritura se convirtiera en un trabajo convencional] porque la normalización es un concepto aplastante por naturaleza. Lluvia de ladrillos sobre un bosque de luciérnagas». ¿Sigues pensando lo mismo?

No me gusta la normalización en ningún sentido. Pasa como en la vida, ¿no? La civilización es poner un cerco alrededor de un grupo de personas y normalizarlas. Estas son las reglas, de esta manera convivimos, un poco como los animales en cautiverio. Mantenernos a todos dentro de un cerco y que nos comportemos de tal manera, que no nos jodamos mucho los unos a los otros. Pero eso también implica un límite tremendo en la libertad personal e individual. Es tanto así que por momentos uno quiere borrar el cerco, salir corriendo y huir. Un poco apelar a eso más salvaje. Con los oficios artísticos, cuando se hace, se pierde mucha libertad. Y el dinero, por mal que suene, condiciona también. De dónde venga ese dinero, por ejemplo. En literatura es distinto. Ocurría más cuando estaba en el periodismo y eso. Quién te encargaba qué y por qué. Detrás de los encargos remunerados siempre se percibe algo. Contribuir a sentar una postura editorial, digamos. Uno no mira mucho eso y finalmente termina trabajando para consolidar una ideología que no necesariamente comparte. Es delicado.

Ahora, yo sigo pensando que en el oficio de la escritura hay un montón de cosas residuales, si se quiere, de las que uno echa mano y puede vivir. La docencia, por ejemplo, que es de lo que creo que yo vivo. Sí, nos pagan regalías y anticipos. Pero digamos que no es mi principal fuente de ingresos. Por suerte me gusta muchísimo enseñar y dar talleres. Siento que es una buena manera de no salirse de este mismo código, de este mismo lenguaje. Y, en lo personal, a mí me ha

servido muchísimo para reflexionar sobre lo que hago. Si viviera produciendo y produciendo no tendría estos tiempos en los que intento bajar a la tierra: cómo se hace esto, cómo puedo explicar aquello, cómo se hace tal cosa. Y eso me sirve a mí también. Cuando vivía solo de escribir sentía que me fagocitaba dentro de la misma escritura. Una cosa que estaba escribiendo para la revista Piauí, por ejemplo, terminaba incluyendo algo que tenía guardado para mi novela. No tenía otra idea, así que eché mano de eso. Me iba canibalizando a mí misma, echando mano de todos mis archivos de notas posibles y me quedaba sin mucho. Me acordaba mucho de Kapuściński, que hablaba de la teoría del doble taller. El doble taller consiste en dar lo mínimo indispensable en el trabajo, hacer lo estrictamente necesario, entregarlo y luego tratar de robarse todo el tiempo posible para hacer tus obras personales. Todo lo que averiguaste en este reportaje, de eso usa el 20% y el 80% restante úsalo para el libro que estás escribiendo. Yo me tapaba la cara y decía: «Qué mierda». Si ellos hacen caso a esto, los medios en el mediano plazo en Latinoamérica van a ser una porquería, que es un poco lo que sucedió. Todo el mundo va a estar trabajando lo menos posible para sus lugares de trabajo. Al mismo tiempo, claro, les pagan mal; entonces por qué van a entregar su verdadero tiempo productivo, su inteligencia a eso. Es un círculo vicioso y problemático. No hay por dónde agarrarlo para que se cierre. Pero he sido incapaz de hacer el doble taller. A lo mejor tiene que ver con una forma de narcisismo porque soy incapaz de entregar un texto en el que yo sienta que no puse todo lo que podía poner en ese momento, así me paguen 20 centavos. Necesito sentir que usé todo lo que estaba a mi alcance.

Fotografía de Alejandra López

DOSSIER

Contra las madres y los padres

Parentescos, personas, pertenencias por Florencia del Campo

Una madre en busca de autor por Andrés Felipe Solano

Escribir al padre: entre el deseo, el miedo y la incomodidad por Margarita Leoz

Una epidemia de escritores por Mauro Libertella

El resto es memoria por Katya Adaui

Dossier coordinado por Florencia del Campo

PARENTESCOS, PERSONAS, PERTENENCIAS

por Florencia del Campo

No fue lo primero que leí sobre la madre lo que leí sobre mi madre. Ya había leído literatura sobre la madre antes de saber siquiera que yo haría literatura sobre mi madre. Y ni siquiera fue lo que yo escribí sobre mi madre lo primero que se escribió sobre mi madre Hubo una escritura sobre mi madre anterior a la que luego haría yo: la escritura de la historia clínica de su enfermedad. Cuando encontré esos papeles, cuando mi madre murió y encontré la historia clínica de su enfermedad metida en una carpeta, y la carpeta en una bolsa, y la bolsa en su ropero, leí eso como literatura. Los médicos habían escrito páginas y páginas sobre ella. Sobre su cuerpo. Sobre sus síntomas. Yo escribí sobre la escritura de ellos. Y luego, o mientras, o ante todo, escribí sobre mi madre

No sé bien por qué pongo mi madre en cursiva. Me recuerda a cuando María Negroni pone en El corazón del daño tupadre en cursiva, y todo junto. También recuerdo siempre, como una anécdota, cuando una alumna del taller sobre «Madres e hijas» que imparto online me preguntó si eso de comparar a la madre con el lobo de la literatura infantil era una tara, o un rasgo, de las escritoras argentinas, y por qué, ¿son las madres argentinas más lobo que otras madres, o más lobo que madres? (esta última pregunta es mía, no puedo adjudicársela a mi alumna). Tengo más preguntas del estilo. Una vez le dije a mi psicoanalista: las madres de las autoras argentinas murieron de cáncer y las de las autoras francesas, de suicidio. Una generalización patética. Ahora me pregunto si malgasto todas mis sesiones de terapia en generalidades que no conducen a ninguna parte.

*

La historia clínica que contaba fecha por fecha, como un diario, la enfermedad de mi madre, está escaneada y adjuntada en el final de la novela que escribí sobre ella. Mucho más que por oncólogos, las páginas están completadas por psiquiatras o psicólogos del servicio de psicopatología del hospital.

* El apellido de mi madre era francés. Nada, solo eso.

*

La novela sobre mi madre se titula Madre mía. No sé si debo escribir mi madre en cursiva, pero la cursividad de Madre mía está garantizada por ser título de libro y ajustarse a las normas (así como la de «cursividad», por no ajustarse).

*

Cuando presenté Madre mía en Salamanca, una persona del público me preguntó si iba a sacar la segunda parte. Como si se tratara de una saga, no sé. Un amigo mío, sentado en la primera fila, le respondió él mismo: Sí, hombre, claro, y se va a llamar Padre nuestro

*

Estoy a punto de sacar mi tercer libro de poesía. Se llama El hombre del padre. Mi amigo no me lo perdona.

*

Escribí una novela sobre mi madre, y ahora un poemario sobre mi padre. ¿Tengo alguna conciencia de lo que estoy haciendo?

*

Mi padre aún está vivo. Todo eso.

*

No escribo «mi padre» en cursiva. Tampoco tuve una madre cuyo léxico incluyera tupadre. En la novela A través del bosque de Laura Alcoba, cada vez que se habla de la madre de Griselda, el personaje central, se dice «la MADRE». La propia Griselda le pide a la narradora, la periodista que investiga la historia, que en su cuaderno lo escriba con mayúsculas. Nos creemos que las variables tipográficas son solo un asunto del diseño gráfico o de la edición o corrección de textos. En esta literatura queda claro que son un asunto de familia. De lo que no se corrige. «Maldita, maldita MADRE, ¡cuánto llegó a fastidiarla! Su padre, en cambio, la amaba por los dos, Griselda lo sabía bien, siempre lo supo. Pero la MADRE se interponía todo el rato, los separaba como si fuera una tapia».

*

Es curioso. Madre mía contiene un posesivo (mía), es «mi» madre, la que enuncia posee a la madre. El hombre del padre también es una oración unimembre donde un término posee al otro: el padre posee al hombre (es decir, si cambiara «hombre» por cualquier otra cosa, por ejemplo, «coche», sería el coche que tiene el padre). ¿Qué madre poseo, y qué hombre posee el padre, en mi escritura?

*

En el poemario sobre el padre escribo sobre la madre: […].

Recuerdo a mi madre: la insistencia de la merienda, la insistencia de la fruta ¡qué raro!

Había olvidado a mi madre haciendo algo de madre.

*

En la novela sobre la madre escribo sobre el padre: «No les conté la otra versión; por ejemplo, que fuiste quien se ocupó de nosotras más que nadie, que tu responsabilidad se duplicaba a causa de una moderada ausencia de padre, que siempre luchaste, peleaste, sudaste para que la relación con ese padre fuera la mejor para cada una de nosotras; y que también fuiste la que nos llevó al médico y a natación y a inglés y al teatro y al cine y a la ópera y a la playa y a un excelente colegio público secundario.

Nos les conté el relato que habita en la fisura, en la escisión, en el borde; en la zona exacta donde se dobla el papel y no es cara ni contratacara. ¿Cómo se narra desde ahí, desde ese no-lugar o lugar-tan-fino-y-resquebrajado? ¿Cómo se hace equilibro en la grieta, en el intersticio, desde el lenguaje?».

¡¿Pero cómo pensar que escribir sobre la madre no es escribir sobre el padre, y viceversa?! «Yo también te abandonaré, mamá. Porque eres egoísta. Porque hablas demasiado fuerte. Porque siempre te estás quejando». Amélie Nothomb, Matar al padre. Usé esa cita de epígrafe en Madre mía.

En las clases que doy sobre literatura de madres o sobre la madre en la literatura, analizo, entre otros, muy especialmente, el tema del padre. Si está presente en la historia, o si está presente desde su ausencia. Agrupo algunos textos en un subgénero que llamo «literatura de madres viudas», dentro del cual puedo ubicar libros como Apegos feroces de Vivian Gornick o el cuento «Cari junto a una motocicleta roja», de Clara Sánchez (incluido en la antología Madres e hijas, compilación de Laura Freixas). Hay otros modelos que dan lugar a la hija sin padre, por supuesto, pero el de la madre viuda se repite y creo que conforma en sí mismo un grupo a comentar, entre otras cosas, porque suele dar lugar a relatos donde la madre nunca supera el duelo, sino más bien enferma de pena (depresiones y demás), y donde el padre está presente como un fantasma que no las deja en paz. Madres que no se pueden levantar de la cama tras la muerte del padre, e hijas que maman el dolor y el luto de la madre. Y las que quedan son mujeres. Me interesa, también, la noción (entre lorquiana e ibseniana) de «casa de mujeres»: «De mis cuatro hermanas mayores yo no sabía bien quién era una y quién era otra. Las veía todas iguales en esa casa de mujeres moviéndose alrededor de la sombra de mi padre, que se me escapa, que no puedo recordar», dice la narradora del cuento «La hija predilecta» de Soledad Puértolas (incluido en la misma antología; es decir, en esa antología sobre madres e hijas, el padre), un cuento que habla de «esa familia de mujeres, esa familia sin padre»: «¿Cómo habría sido mi vida si nuestro padre no hubiera muerto tan pronto?, ¿cómo sería él, el hombre que desapareció, que nos dejó solas a las seis mujeres de la casa, sin dinero?». «Nuestro padre», casi como la segunda entrega de mi novela; y «el hombre» para decir (del) padre.

Hace poco tuve la suerte de acudir a unas jornadas de psicoanálisis. Tres psicoanalistas, entre españolas y argentinas, expusieron casos clínicos frente a un psicoanalista francés que moderaba la mesa. En los tres casos, el personaje principal de la vida de él y las pacientes que protagonizaban los casos (dos mujeres y un varón) era la madre. Sobre el padre se dijo: apa-

recen como inútiles funcionales; se habló de las impotencias del padre. Eso que en los relatos (cuasi-literarios) de los casos fue evidente, se me evidencia también a mí, como lectora, como analista literaria, en la literatura que estudio y enseño. «Ya se le va a pasar, decía mi papá, y seguía con su libro o su noticiero o su plato de comida, simulando que el llanto asfixiante que inflaba las venas verdes del cuello de su esposa era un zumbido molesto pero –en la medida que se hacía constante– tolerable», en «Rapto de locura», de Margarita García Robayo, que sigue así: «Pero los hombres, en general, eran esas criaturas torpes y privilegiadas que estaban para ser servidos» (incluido en Primera persona). Paula Vázquez en Las estrellas, novela de duelo sobre la muerte de la madre por cáncer, incluye un poema que termina con estos versos:

[…] mi padre un hombre pequeño para las cosas que importan.

Vuelvo al tupadre de Negroni o de la madre de El corazón del daño (¿de quién es tupadre?). Una palabra compuesta por dos, posesivo + sustantivo. Está en cursiva porque la palabra es de la madre (tupalabra, invento yo); todo el léxico de la madre, el «léxico maternal» parafraseando a Natalia Ginzburg, está en cursiva en la novela. Está dirigida a la hija, entonces ese “tu” es una posesión de la hija. Que la madre hable del hombre con el que tuvo una y más hijas como tupadre es digno de ser atendido. En la literatura, y en la vida. Del ser al rol: tupadre, mi mamá, madre mía… ¿Dónde está el hombre, dónde la mujer? La tensión entre parentesco y persona. «¿Quién es quién en nuestra familia, Madre?», María Negroni en la misma novela.

En El hombre del padre escribí este poema:

¿Tiene barba?

Sí.

Cierra las fichas de los afeitados.

¿Es moreno?

No.

Bajan como trampas de ratones.

¿Es calvo? No.

Caen las cabezas como pelotas.

¿Es padre?

No sabes jugar.

¿Quién es quién? ¿Sabes quién? ¿Quién soy?... Lo encuentro con todos esos nombres en internet.

Pierdo en el nombre del padre y del hijo que sabe ganar.

Léxico maternal y voz: dos temas que me quitan el sueño si se trata de la madre en la literatura. Otra escritora argentina anduvo también ese camino: «Recuerdo que mi hermana, de adulta, empezó a hablar como mi madre, a citarla textualmente. Repetía esas frases hechas que, de chicas, nos divertía imitar: “Me vas a matar a disgustos” o “Las chicas de hoy ya no saben hacerse respetar”. Las decía con el mismo tono de mi madre», leo en «Gestos», de Sylvia Molloy, en el libro Varia imaginación. No es solo recordar la voz de la madre (tema sobre el que volveré enseguida), sino, mucho más, las palabras de la madre, el léxico de ella, ese diccionario natal, esa lengua madre-madre, nada más madre. «Dios mío. No, no. ¿Qué clase de expresiones son esas? Estoy hablando como lo haría mi madre», dice Ivana, la narradora del cuento «Ivana», de Ivana Dobrakovová (incluido en el libro Madres y camioneros). ¿Qué es lo que aterra de parecerse a la madre o de hablar como la madre? No sé. Todo. El espejo (podría escribir un ensayo sobre todas las veces que aparece la palabra «espejo» en la literatura de madres e hijas). Pero sobre todo sé, o no sé, que escribir sobre el léxico de la madre es escribir con el léxico de la madre. Léxico maternal para la materia prima de la escritura: «Las palabras trifulca, energúmena, lumbrera, fula, atorranta, poligrillo, bataclana. Las expresiones Guay que se te ocurra, Ahuecá. Todo es traducible, menos el lenguaje», en El corazón del daño, ya citada.

Una mujer de Annie Ernaux termina con este párrafo: «Ya no volveré a oír su voz. Es ella, con sus palabras, sus manos, sus gestos, su manera de reír y de caminar, la que unía a la mujer que soy con la niña que fui. Perdí el último nexo con el mundo del que salí». Está hablando de su madre. De la voz de su madre. De las palabras de su madre (vuelve Negroni). De los gestos (vuelve Molloy) de su madre. Y de su madre como mujer (tal como el título del libro propone). Sylvia Molloy también habla de la voz de la madre. En el documental Retazos. Una conversación con Sylvia Molloy dice: «Me acuerdo de la idea de la voz de mi mamá, no sé si me acuerdo de la voz en sí». La escritora, también argentina, Silvia Arazi publicó una novela que se titula La voz de la madre: «Lo que más extraño de mi madre es su voz. Si bien la tengo muy presente, me asusta la idea de que esa voz termine por desvanecerse en mi memoria».

*

La madre es Una mujer. La madre es una mujer. Cuando escribí Madre mía no pensé nada de mi madre en términos de mujer, solo la pensé en tanto madre. Ahora le envidio el título a Ernaux, que no solo no tiene ese posesivo sino que no tiene «madre».

Ahora pienso que puede ser hasta injusto que el libro del padre sea El hombre del padre, sea el hombre del padre. En Silvia Arazi leo: «Mi padre era un hombre […]». La oración completa es «Mi padre era un hombre introvertido y parco» (aunque es una novela sobre la madre es, por supuesto, una novela sobre el padre, y ella misma lo dice: «Pero escribir acerca de mi madre es escribir también acerca de mi padre […]».). ¿Cómo es la madre, mujer? Y, ¿cómo es la madre, mujer, en la literatura de las madres? Cuando escribí mi primera novela, La huésped, puse ahí una pregunta clave para mí: «Ella es madre, él es hombre, ¿dónde cabe la mujer?», dice la narradora, que está hablando de su suegra, de su marido y de ella, respectivamente. (De ella que no es madre). Ahora, con los años, con las escrituras sobre la madre y sobre el padre, con las lecturas sobre las madres y sobre los padres, creo que la pregunta que (me) hago es otra: ¿dónde, cómo, cuánto, por qué (no), aparece la mujer en la madre? Pero no porque aparezca esta última pregunta en mí en tanto lectora y escritora, desaparece la otra en mí, en tanto mujer. Preguntarme qué es una mujer si no es madre me atraviesa. Preguntarme qué es una mujer, me atraviesa igual. Pero preguntarme qué hay de la mujer en la madre, yo, preguntármelo yo, que no soy madre, me lleva a mi mamá, a madre mía o Madre mía, ya no sé, y a una mujer, y a Una mujer, y a toda la demás literatura. Dice Rachel Cusk en Un trabajo para toda la vida: «La cuestión de qué es una mujer si no es madre ha quedado sustituida para mí por la de qué es una mujer si es madre; y qué es una madre en realidad». Y qué es una mujer, en realidad. Y por qué siempre estamos preguntándonos qué es una mujer. Preguntarse por la pregunta.

*

«Cuando no estaba presente, mi madre se refería a él como “tu padre”. Tengo que consultar con tu padre, a tu padre nadie le viene bien, tu padre es un hombre raro», Silvia Arazi, en La voz de la madre. O dicho de otra manera: el padre en la voz de la madre. Pero lo último que dice del padre, de «tu padre», es que «es un hombre…», ¿raro? No, habitual. Como si costara mucho menos decir de un padre que es un hombre que de una madre que es una mujer. O solo lo digo por mí, por mis títulos; me hago cargo. O me culpo. Como siempre, me culpo.

*

Cuando me invitaron a coordinar este dossier contra las madres y los padres en la literatura pensé mucho en ese contra. Es sobre las madres y los padres, pero no reniego del contra, al contra-rio, lo entiendo. Tengo demasiados problemas con los pronombres posesivos si se trata de madres y padres, como para sumarme uno con las preposiciones si también se trata de ellos (¿por qué todas las palabras que estoy tratando de cuestionar en este texto comienzan con la «p» de «papá»: pronombres, posesiones, preposiciones, parentescos, personas, pertenencias…? Con la «p» de «papá» también comienza preguntarse por). *

Lina Meruane escribió Contra los hijos. Leo ahí: «[…] el fantasma de un arraigado temor. Que una mujer quede para siempre incompleta (como si los hijos fueran una extensión de su cuerpo, un pedazo de su identidad, el modo de perfeccionar a ese ser informe y deficitario que sería la mujer). Pero hay otro pensamiento aún más angustioso: […]. Que esté conforme e incluso celebre la idea de que no toda mujer debe ser madre […]. Y esto me inquieta: ¿No será que estas madres, las tardías, las milagrosas, han creído completarse con un hijo para descubrir que en la aparente suma mujer+madre se va restando la parte mujer?». Más preguntas. Más (con «m» de «mamá») preguntas (con «p» de «papá»).

*

Si cuestionándome el determinante «mía» de Madre mía me estaba cuestionando la pertenencia, el pronombre posesivo, la (ahora se me ocurren más con «p») propiedad privada, ¡lo propio!, busco para escapar de ello, entonces, lo ajeno. ¡Y qué curioso! Como si lo hubiera hecho a propósito (y juro que no), mi primer libro de poesía se llamó Mis hijas ajenas. El «mis», el pronombre y todas las demás cosas con la letra «p», no me lo quita nadie. Pero se suma ahí la idea de lo ajeno como para contrarrestar, oponer o discutir esa pertenencia. En ese poemario, sobre hijas (mías aunque ajenas), escribí, por supuesto, faltaría más, sobre mi madre:

Luego preguntan tu nombre y mi nombre nos encuentran idénticas pienso en ti y en mi madre mientras gritas mamá y me doy vuelta, claro pero ya no estás detrás. Y es ese el momento en que te pierdo y grito huérfana no sé, ¿sabes?, no sé si hablo de ti o de mí si soy yo la respuesta entonces lo que no sé es si la causa eres tú, hija, o mi madre.

Comencé diciendo que ante todo escribí sobre mi madre (cuando lo dije en el primer párrafo, las cursivas estaban justo donde ahora no están, y donde ahora están no estaban). Sin que eso sea falso, al contrario, más bien evidente que así fue, aun cuando pensé que así no era, termino diciendo que sobre todo escribí contra mí. Pero este contra no es un contra en el sentido de perjuicio, de daño, de detrimento de; lo es en el sentido de discusión, de batalla, de diálogo, de cuerpo a cuerpo. La escritura es contra la escritura. En ese sentido, también, leo el título de este dossier, e invito a que contra él se escriba. Y se lo lea.

UNA MADRE EN BUSCA DE AUTOR

El tambor de guerra de su voz es lo primero que surge, luego aparece su cuerpo trozudo y por último la tiza con que anotaba sumas y restas en el tablero, perdida entre sus manos enormes, de jornalero. Nos sentíamos diferentes con él, envidiados. Era el único profesor varón de la primaria y estaba a cargo de nosotros, los de Segundo B. A su lado sentíamos que el camino a convertirnos en hombres era más corto. Tenía los ojos azules, precisó mi madre cuando me contó que a veces la llamaba por teléfono a la casa. Uno o dos timbrazos al mes, siempre en las noches, mientras mi padre veía las noticias. ¿Qué tal el trabajo, Gloria? Pues muy bien, mi jefe se fue de viaje, regresa la próxima semana. Y así pasaban diez, quince minutos hablando de todo, menos de mí, entre risas ocasionales o silencios largos. Sabía desviar la conversación cuando él quería conducirla por terrenos escarpados. Llevaba tantos años haciéndolo con otros, prácticamente toda la vida, que ya no le costaba mayor esfuerzo. De no ser por su confesión apenas hace unos días en un restaurante árabe, frente a un arroz con almendras y una limonada bajita de azúcar, jamás me habría acordado de aquel profesor. Pantalones apretados, camisas muy bien planchadas. Se deslizaba cortés por los pasillos, regalando sonrisas de colección a sus compañeras. Si no estoy mal, era el capitán del equipo de baloncesto de profesores. Cuando íbamos a la entrega del boletín de calificaciones con tu papá, era como si nada. Habían transcurrido casi cuarenta años de aquello. Amigos telefónicos, de ahí no pasó. ¿Y por qué no me lo dijiste antes, madre?, le reclamé, habría sido perfecto para el libro. Alzó los hombros, se llevó un gran bocado y empezó a masticar lentamente para no tener que hablar más, para dejar morir el tema ahí. En la mesa no se habla con la boca llena. El tenedor a la boca y no la boca al tenedor. Cuidadito con los codos sobre la mesa, eran frases que repetía cuando cenábamos en familia. Me pregunto cuántas de esas noches se habrá sentado en el comedor con todos después de charlar con Miguel. Así se llamaba mi profesor de matemáticas.

*

Como de un sombrero sin fondo, mi madre aún sigue sacando este tipo de pequeñas distorsiones en su vida para sacudirlas en mi cara, entre divertida e ingenua. Lo ha hecho

desde que tengo memoria. Si sabías qué … así empieza casi siempre. Sus historias son tan disímiles de lo que es hoy, una señora jubilada con serios arranques hipocondríacos, que me cuesta creer que no son inventadas.

Debió suceder alrededor de los catorce años. En ese momento de transición, seguramente me di cuenta de que la mujer que me daba un abrazo antes de ir al colegio, había tenido una vida que no estaba en lo absoluto atada a mi existencia. Desde ese entonces quedó plantado en mi mente, sin saberlo, uno de los kōan que los maestros zen budistas usan para entrenar a sus discípulos en el ensanchamiento de la realidad. Por lo general es una pregunta que debe responderse tras una meditación constante, a veces de años o décadas. ¿Cuál era la cara de tus padres antes de que nacieras?

Ese y no otro, era el kōan que me correspondía, como me ayudó a entenderlo un amigo muy cercano, que conoce bien de estos asuntos, después de que me oyera hablar en público del libro que escribí sobre mi madre.

A lo mejor aquel fue el deseo último, intuido mas no comprendido, que me llevó a ser escritor. El temor a que aquellas imperceptibles distorsiones o anomalías se perdieran para siempre, así como cuando quemamos un papel y vemos sus restos desaparecer frente a nosotros en el aire. Ese temor agudo y acerado a que la nada se las tragara debió ser mi principal motivación, quizás porque en esas escenas, aparentemente banales y sin interés para otros, yo veía cómo tomaban forma los cuarzos definitivos en la vida de cualquier latinoamericana de clase media educada en los años cincuenta, no solo en la de mi madre. Además de llamadas telefónicas a deshoras, en ese ir y venir suyo, es posible tocar las marcas rugosas que deja un país como Colombia (o Perú, o Brasil, o Guatemala): un padre muerto en un duelo entre conservadores y liberales en una plaza de pueblo en los años cincuenta; los destrozos de un carro bomba sobre su máquina de escribir de empleada pública a finales de los ochentas; o la urgencia por abandonar un país desguazado al promediar los noventas.

En todo caso, solo fue hasta mi séptimo libro que sentí en las coyunturas que ya no me era posible escurrirle más el bulto a estas historias. *

Ni botánica, ni alpinista, ni vendedora de empanadas, mi madre nunca abandonó a su familia para unirse a una guerrilla maoísta, no se fugó de ninguna cárcel, no se alcoholizó, no enloqueció después de su primer parto, no intentó suicidarse. Ni siquiera la cubre el aura virtuosa de una profesora de provincia, el ánimo derrochador de una cosmopolita excéntrica o la tristeza inefable de un ama de casa. Mi madre simplemente trabajó de joven unos meses en los laboratorios fotográficos de AGFA en Nueva York, luego como empleada de aduanas veinte años en Bogotá y, ya mayor, un par de años como ama de llaves en la mansión de una familia de judíos que resultaron ser los amos de la peletería de la costa Este de Estados Unidos. Yo no veía una posible novela ahí. O mejor, no ansiaba algo parecido. Nada más cansino que rellenar los años estériles con fortunas o reveses inventados, trucar el tedio por viajes no realizados o encuentros prohibidos, o coser anécdota tras anécdota con hilos de plata o plomo. Y sobre todo, no me atraía convertir una caída en un trauma. Por otro lado, mi madre no padece de ninguna enfermedad grave. No he tenido que enfrentar la pérdida de su memoria o que sus días sean una cama (los libros sobre madres enfermas o agonizantes son casi un género en sí mismo. Para la muestra dos obras de tiempos y proveniencias tan distantes: Mi madre (1975) de Yasushi Inoue y No he salido de mi noche (1997) de Annie Ernaux en los que se retratan los meandros del Alzheimer. A Ernaux, de hecho, no le bastó un libro sobre su madre. Diez años antes había publicado Una mujer). Al fin y al cabo mi madre era tan solo eso, una madre. Y aun así tenía la necesidad imperiosa de hablar sobre ella, como tantísimos otros, porque estoy convencido de que, tarde o temprano, todo aquel que escribe se mirará en el espejo materno. No es un asunto nuevo, no es un rito de paso de estos tiempos, por más de que el mercado editorial lo haya empaquetado al vacío y lo ofrezca en las góndolas de los supermercados, al lado de los arroces identitarios y las naranjas racializadas; como escribir sobre la muerte, la guerra o el poder no son temas que surgieron con los teléfonos inteligentes. Y si no lo hace, si un escritor no menciona a su madre por ningún lado, creo que su silencio igualmente es una manera de referirse a ella.

A veces un par de líneas bastan. Si bien Jorge Luis Borges vivió casi toda la vida con su madre, no escribió directamente sobre ella –o por lo menos no en sus cuentos, ensayos o poemas más importantes-, pero le dedica nada menos que sus Obras Completas (1974): «A Leonor Acevedo de Borges. Quiero dejar escrita una confesión, que a un tiempo será íntima y general, ya que las cosas que le ocurren a un hombre les ocurren a todos» Es inevitable que la madre aparezca en la página o proyecte su sombra sobre ella. Muy al final, como en Borges, o muy al principio –y libre de explicaciones edípicas manoseadas–, como le sucedió a Natalia Ginzburg con su ópera prima, El camino que va a la ciudad (1942): «Recordaba que cuando mi madre leía una novela demasiado larga y aburrida siempre

«Al fin y al cabo mi madre era tan solo eso, una madre. Y aun así tenía la necesidad imperiosa de hablar sobre ella, como tantísimos otros, porque estoy convencido de que, tarde o temprano, todo aquel que escribe se mirará en el espejo materno»

decía: “¡Menudo rollo!”. Hasta ese momento nunca me había dado por pensar en mi madre cuando escribía. Y si lo había hecho, siempre me había parecido que no me habría importado mucho su opinión (…) Por primera vez sentí el deseo de escribir algo que le gustara a mi madre» *

Madres que sobrevuelan voraces, acusadoras, posesivas, manipuladoras, violentas, tacañas, mártires. O todas en una, como la del poema de Raymond Carver:

Mi madre me ha llamado para desearme Feliz Navidad. Y para decir que si la nevada continúa intentará matarse. Quisiera decirle que no estoy bien esta mañana, que por favor, me dé un respiro. Quizás tendré que ir al psiquiatra de nuevo. Ese que siempre me hace la más fértil de las preguntas: “¿Pero… qué sientes realmente?”

En vez de eso, menciono que una de nuestras lámparas de techo tiene una gotera. Mientras estoy hablando, la nieve se derrite en el sofá. Le digo que ahora que me cambié al cereal All-Bran no necesitará preocuparse nunca más de que me dé un cáncer o de que su dinero se esté acabando. Me oye. Luego me informa que está a punto de abandonar este maldito lugar. Como sea. La única vez que quiere verlo de nuevo, o a mí, es desde su ataúd (…)

Con esta idea atravesada en la garganta como espina de bacalao, la de escribir acerca de mi madre, empecé a recolectar libros para tantear los caminos recorridos por otros. Así fue como encontré en una librería de segunda mano en Tel Aviv, una vieja edición de El libro de mi madre (1954) de Albert Cohen. Publicada por Santiago Rueda Editores-Buenos Aires, seguramente proporcionó consuelo a un hijo o una hija en un viaje trasatlántico de semanas o meses. A ese libro primordial se le fueron sumando algunos publicados varias décadas atrás, como La Lengua absuelta (1977) de Elías Canetti. O no hace mucho, como Entre ellos (2018) de Richard Ford, Apegos Feroces de Vivian Gornick (que no es precisamente una novedad, se imprimió por primera vez en 1987) o Canción de tumba de Julián Herbert (2011). En los dos últimos las madres salen despellejadas, aunque el enjuiciamiento palidece ante el fuego arrasador de El desbarrancadero (2001) de Fernando Vallejo, en el que a la madre se le apoda La Loca: «La Loca era más dañina que un sida. Sus infinitas manos de caos se extendían hasta los más perdidos rincones de la casa como el pulpo de Víctor Hugo en «Los Trabajadores del Mar». Era la encarnación viviente de las leyes de Murphy: todo en mi casa siem-

pre podía salir mal porque para eso siempre estaba ahí ella, su incontrolable presencia. Así la mano incapaz de alargarse para apagar una lámpara metía solícita el pescado al congelador. Su mano era una pata (…) La Loca era el filo del cuchillo, el negror de lo negro, el ojo del huracán, la encarnación de DiosDiablo»

Con el tiempo, a las madres difuntas, viudas, crucificadas o prostitutas, se arremolinaron las madres asesinadas, las que rondan fantasmales por las cunetas del espíritu, como la de Mis rincones oscuros (1996) de James Ellroy: «Tu muerte define mi vida. Quiero encontrar el amor que nunca tuvimos y explicarlo en tu nombre. Quiero hacer públicos tus secretos. Quiero quemar la distancia entre nosotros. Quiero darte aliento», le dice Ellory a su madre enfermera, violada y estrangulada en 1958, cuando el escritor tenía diez años.

Casi todos los libros con que me fui encontrando tenían algo en común: se trataban de memorias ensayísticas. Y ya que no me apetecía en lo más mínimo novelar, y con esto quiero decir hacer uso de ningún A, B, C, D o 1+2-3=0, fue así como en un principio armé el mío. Eso sí, se me ocurrió construir un libro híbrido, en el que aparte de recomponer y comentar algunas de las historias salidas del sombrero de mago de mi madre, la idea fuese poner a hablar a todas esas otras madres ya escritas. En la mitad me descubrí tapiado por lado y lado. Me encontré con un armazón lleno de tabiques, de escaleras que conducían siempre al mismo lugar, un patio enyerbado donde una pregunta se repetía en bucle: ¿Por qué a alguien le interesaría leer sobre mi madre?

Los libros recogidos durante esos meses únicamente me sirvieron para aclarar que solo hay dos opciones cuando se escribe acerca de esto: hacerlo desde la vida o desde la muerte. Entonces me trepó por la espalda una pregunta aterradora, de ave carroñera: ¿debería esperar a que mi madre muriera para escribir sobre ella y reclamar de inmediato mi salvoconducto en la ventanilla indicada? Un huérfano adolorido es intocable.

Tendría unos doce años. Mis padres habían ido un viernes a una obra de teatro en el café-concierto La Gata Caliente, recuerdo el nombre porque el aviso de neón se veía al costado de una glorieta bogotana: una gata con un blanco en la parte trasera, como los que se usan para practicar tiro. Llegaron las diez, las once y no regresaban. A la una de la mañana entró una llamada. La recibió mi abuela, que había ido a cuidar de mi hermano y de mí. De regreso a casa en el Renault 18 familiar, una moto se incrustó contra la puerta de mi madre a la salida de una estación de gasolina. El motociclista quedó a sus pies, pero no hubo ni un rastro de sangre. Apenas quedaron estupefactos viéndose a los ojos por varios segundos, comprobando el milagro. Por ese entonces ella estaba embarazada de mi hermana y un millón de vidriecitos quedaron regados

como sal gruesa sobre su panza de cinco meses. Al otro día mi padre, todavía tembleque por lo que había sucedido, me pidió el favor de que aspirara el Renault 18. Hice lo mejor que pude, pasé la aspiradora varias veces, traté de que no quedaran rastros de esa noche, pero durante varios meses siguieron apareciendo cristales diminutos en el piso del carro. Cada uno de ellos me decía: podría estar muerta. También recuerdo el grado de excitación macabra al pensar que el lunes llegaría al colegio y les contaría a mis amigos que mi madre estuvo a punto de morir en un accidente.

*

Peter Handke empezó a escribir sobre su madre siete días después de que se suicidara. Tituló su libro Desgracia impeorable (1972).

*

Una tarde cualquiera me dio por ojear de nuevo lo escrito por Albert Cohen y desde los primeros párrafos supe que regodearme en el dolor lacerante o la tristeza abismal sería traicionarla. Además, haría del libro de mi madre, uno insoportablemente grave, lo privaría del asombroso desenfado con el que le ha hecho frente a todo lo incómodo, desde profesores de matemáticas hasta hijos escritores.

Fue el bendito Sergio Pitol con su «Vindicación de la hipnosis», un ensayo autobiográfico que hace parte de El arte de la fuga, quien vino a sacarme de las arenas movedizas a donde había caído y de las que pensaba para entonces que no podría salir sin hacer alguna trampa novelera Curiosamente no fue el fragmento final del texto, en el que habla de cómo súbitamente a través de la hipnosis, a la que había recurrido para curarse de su adicción al tabaco, recordó una escena de su infancia que lo taponó de tristeza y furia por décadas. Tenía lugar pocos días después de la muerte de su madre, ahogada en un río cuando tenía cinco años. Traer a la memoria el momento exacto en que estaba con su hermano en una terraza mientras se celebraban los funerales, le ayudó a recorrer el camino de vuelta del dolor. Pero dije que nada de esto tenía que ver con mi asunto. El trozo que me tiró el salvavidas definitivo está en la primera página: «Me sentía incapaz de describir de modo directo una acción cualquiera, por elemental que fuese. Dije que eso podían lograrlo otros narradores, lo que no implicaba que fuera yo más inepto que ellos. En mi caso, una exposición monda y desnuda, sin añadiduras, sin demoras, ni ecos ni tinieblas, disminuía de manera fatal la eficacia del relato, lo convertía en una mera anécdota, en una vulgaridad a fin de cuentas». Yo tenía la anécdota, de eso estaba seguro. La anécdota ideal, platónica. La desenterré a partir de una frase que leí en una entrevista al cantante argentino Sandro acerca de sus decenas de miles de fanáticas: «¿Qué miran esas chicas?

«Fue el bendito Sergio Pitol con su “Vindicación de la hipnosis”, un ensayo autobiográfico que hace parte de El arte de la fuga, quien vino a sacarme de las arenas movedizas a donde había caído y de las que pensaba para entonces que no podría salir sin hacer alguna trampa novelera»

¿Qué necesidades tienen? ¿Qué vacíos? Me intrigan». Con esas palabras en mente, mi deber entonces tan solo era dejarme guiar por la antorcha de Pitol.

Mi madre había sido una de esas chicas. El 11 de abril de 1970 asistió a un concierto de Sandro de América en el Madison Square Garden. Tenía veinte años y vivía en una Nueva York cargada de estática. Sandro fue el primer cantante hispanoamericano en cantar en ese lugar consagratorio. La leyenda dice que también fue el primer espectáculo en la historia en ser transmitido en directo, vía satélite.

Dejé que la anécdota tomara innumerables formas, como una nube gorda y perezosa en lo alto del cielo, es decir, permití que la literatura y no el novelar a la tolondra, entrara con su fuerza ambigua y cargada de misterio, en medio de un mundo ansioso hasta el agotamiento por saber si aquello es verdad o es mentira. Encontré la respuesta al kōan.

El libro resultó de un motivo literario simple: un día en la vida de Gloria. Dieciocho horas en las que se cifran todos los demás días, los pasados y los venideros. Dieciocho horas en las que me propuse rescatar la música de las cosas perdidas, al decir del crítico italiano Pietro Citati, hablando de Scott Fitzgerald: «Para la mayoría de la gente, las cosas se pierden sin remedio. Pero para él, dejaban una música. Y lo esencial en un escritor es encontrar esa música de las cosas perdidas, no las cosas en sí mismas».

ESCRIBIR AL PADRE: ENTRE EL DESEO, EL MIEDO Y LA INCOMODIDAD

Aprendemos a escribir moviéndonos en unos límites. De niñas, unas reglas ortográficas, sintácticas, gramaticales, caligráficas; de mayores, una tradición colectiva, un canon, lo que otros escribieron. Cuando nos convertimos en escritoras, a esa herencia universal se añade el hecho de que también partimos de nuestra propia bibliografía, de lo que hemos escrito con anterioridad. A cada nuevo libro deseamos, sin embargo, salirnos de la cuadrícula, de la pauta, escribir en los márgenes, como sostiene Elena Ferrante. Deseamos descarrilar, abandonar las vías, olvidar nuestro nombre, soltarnos la melena y avanzar campo a través. Que no haya senderos para nuestra escritura, solo la hierba alta. Pero para ello es preciso humedecer el papel hasta hendirlo, hasta crear heridas que con el tiempo produzcan libros con aspecto de cicatrices.

Este romper con el pasado individual y colectivo, con lo que escribieron y escribimos, debería desencadenarse en cada nuevo proyecto literario. En lo que a mí respecta, la última vez que decidí no mirar atrás fue el día en que dejé de resistirme a poner en palabras la muerte de mi padre. Ese día abandoné la lucha contra mí misma, traspasé el límite que me había impuesto: la frontera del país de la ficción. Ese día lo asumí, asumí el deseo y el miedo que me producía escribir sobre mi padre. No trazar frases sino hendir el papel. No había escapatoria, lo sabía; la escritura, si es verdadera, nos lleva a ese lugar que pretendemos por todos los medios evitar.

Salirme de la escritura de ficción fue algo parecido a apretar la pluma contra el folio hasta que la tinta abre camino. Una parte de mí se negaba a desgarrar el papel, quería respetar la cuadrícula y deslizarse sobre el folio con los movimientos gráciles e inocuos de una patinadora. Pero eso no era escribir «la vida viva» de la que hablaba Dostoievski; era colmar mi anhelo de seguridad. Ahí estriba el problema: la cuestión de la comodidad; para escribir hay que instalarse en la incomodidad.

No es indispensable y, sin embargo, la escritura al padre suele estar próxima a la escritura del duelo. Para mí así lo fue. De no haber fallecido, nunca habría escrito sobre mi padre. Afirmo esto y me doy cuenta de lo estúpido de la aseveración: tarde o temprano mi padre iba a morir y tarde o temprano yo iba a escribir sobre mi padre. Los padres tienen la costumbre de morirse, por suerte y por regla general, antes que su progenie. Si además cuentan con la (mala) fortuna de que sus hijas sean escritoras, su muerte lega a estas una herencia directa, sin trámites notariales: un material literario en bruto, de índole imprevista, igual que un sobre sorpresa cuyo contenido ignoramos hasta rasgarlo y escudriñar su interior. Mi padre falleció la mañana el 7 de julio de 2016, de muerte natural pero repentina e inesperada. En Pamplona —donde vivía mi padre, donde vivo yo— el 7 de julio es el día más alegre y festivo del año. Dos meses atrás mi padre había cumplido setenta y cinco años. Dos meses atrás yo había dado a luz mellizos. La víspera de su muerte mi padre había paseado de la mano de mi hija mayor, de dos años y medio, y había ido luego a la piscina con mi madre, a nadar unos largos. Al día siguiente mi padre ya no existía. Mi estupor era absoluto.

Al principio —meses después, muchos meses después de aquella jornada fatídica— tomé notas dispersas. Notas para escribir un libro que no tenía intenciones de escribir, que no quería escribir, y que, por descontado, jamás se publicaría. Se me ocurrían frases en la ducha, en la cama, al dejar a los niños en la puerta de la guardería y en el trayecto al trabajo. Las anotaba en papelitos, en libretas, directamente en el ordenador en un archivo donde empezaba a caber de todo. No las ordenaba, no les daba importancia, no iba a escribir nunca sobre la muerte de mi padre. Y, sin embargo, no pude sustraerme a ello. Lo demás —las ficciones que intentaba construir en vano para luchar contra esas notas deslavazadas, contra ese libro que se iba imponiendo a mi costa— me resultaban débiles, flojas, artificiosas, inauténticas.

Tuve que tomar distancia con los hechos, darme un tiempo para elaborar. Me fue necesario «salir de la vida», en palabras

de Virginia Woolf. Las primeras frases coherentes las construí pasado el primer año, no antes. Las escenas de la muerte de mi padre eran tan vívidas, tan marcadas, que continuaban ahí con la misma intensidad del primer día. Avancé con dificultad. Una parte de mí seguía apostada en el «pensamiento mágico» de que estaba escribiendo un libro que nunca iba a culminar. Aunque luego el proyecto mutó, comencé queriendo hablar en exclusiva de mi desolación, de cómo mi vida, a consecuencia de la muerte de mi padre, se había transformado de forma radical y súbita, igual que el infarto que fulminó su corazón. Quise hablar de mi sentimiento de orfandad, de mi experiencia de duelo y de que mi existencia, tal y como yo la concebía a comienzos de julio de 2016, no regresaría jamás.

Yo también leí de manera obsesiva todos los libros sobre el duelo ante la muerte de padres y madres (y parejas y hermanos y hermanas e hijos e hijas).

Son libros que buscan recorrer la distancia entre la vivencia y el dolor. Debía conocer esas obras con minuciosidad, así lo sentía, como quien domina cada punta escarpada de un acantilado, esa sima ventosa pero firme desde la que una planea arrojarse. Insertarse dentro de una tradición tan hondamente cultivada constituye asimismo una maldición, la de una escritura que, de tan gastada, no mueva, no conmueva: ¿qué más puedo decir yo que no se haya dicho ya? Pese a todo, con aquel cúmulo de lecturas entendí algo: que todos los libros valiosos sobre el duelo y los padres son libros incómodos, libros que rascan la herida, meten los dedos en ella, la abren más, la hacen sangrar en profusión y observan de cerca el efecto causado.

¿Por qué escribimos al padre? En esencia por la paradoja de que algo tan próximo, tan cotidiano, tan familiar, nos resulta oscuro, misterioso, contradictorio. Se escribe para comprender, para aprehender, para que el encadenamiento narrativo sirva como explicación ante la falta de explicación. En mi caso, yo viví las circunstancias de la muerte de mi padre —quizás no excepcionales ni en exceso trágicas— de una manera tan obstinadamente ininteligible que esta incomprensión me obligó a ponerlas por escrito. Inmersa en una realidad demasiado

abundante, en una hiperrealidad, yo dudaba de la verosimilitud de la vivencia. Necesité tomar la palabra para entender, «transfigurar la experiencia en un universo de discurso», utilizando la fórmula de George Gusdorf. Para ello, el principal escollo fue encontrar la voz: una voz para expresar lo inexpresable, lo incomprensible; una voz que no podía ser la misma que había usado en mis (anteriores) ficciones. Era consciente de la insuficiencia del lenguaje para recrear el recuerdo y, al mismo tiempo, sabía que solo conseguiría escribir el libro si alcanzaba ese lenguaje mediante el cual —solo mediante el cual— se colmaría la insuficiencia de la vida. «Si no las escribo, las cosas no han llegado a término, solo se han vivido», apunta Annie Ernaux.

Si escribimos para comprender, como he mencionado antes, ¿aspiraba yo a comprender el dolor? En un primer momento,

«Si escribimos para comprender, como he mencionado antes, ¿aspiraba yo a comprender el dolor?
En un primer momento, desde luego, no lo creo.
Yo lo que deseaba era permanecer en el dolor; era una adicta al dolor.
“Queremos escribir, no curarnos”, sostiene Alan Pauls»

desde luego, no lo creo. Yo lo que deseaba era permanecer en el dolor; era una adicta al dolor. «Queremos escribir, no curarnos», sostiene Alan Pauls. Y, a pesar de esto, de mi recreación bulímica en el sufrimiento, tratar el dolor de forma narrativa, darle una línea coherente, fue quizás una forma de domarlo. Más adelante, cuando conseguí transformar las notas deslavazadas en fragmentos —y los fragmentos en capítulos— y la historia, por fin, salió a flote, me percaté de un hallazgo sorprendente: el dolor no se eliminaba, como mucho se amansaba, y de este amansamiento del dolor se gestaba otra cosa. Todas las mezclas de recuerdos, voces, visiones, olores, al ordenarse a través de palabras, dejaron de pertenecerme, se convirtieron en un producto, en una narración, en un artificio, en algo fuera de mí. Escribir, por tanto, no suprimía el dolor: creaba algo distinto.

Tiempo después, el proyecto —«el libro de mi padre», como lo llamé durante años— derivó hacia otras latitudes. Escribir sobre la muerte y el duelo posterior habían constituido mi punto de partida, pero más tarde, de manera natural, pasé a preguntarme quién había sido mi padre. Quise narrar su vida, la vida que compartió conmigo, a partir de «esos recuerdos que no teníamos más que él y yo en el mundo», como dice un personaje de Natalia Ginzburg. En ese instante lo más complejo de la escritura fue seleccionar aquellas escenas determinantes para moldear al personaje. Durante semanas me dediqué a la espeleología memorialística: rescaté diarios, cuadernos, agendas, fotografías de épocas pasadas. Pedí a amigos

que me reenviasen las cartas que yo les había escrito hace veinte años. Hablé con mi madre —la entrevisté, en realidad—, grabé y transcribí nuestras conversaciones. ¿Qué buscaba con todo aquello, qué hallazgos esperaba encontrar, si, en el fondo, como apunta Nora Ikstena, «no existe prueba alguna, a excepción de la propia memoria»? Necesité datar con precisión, creo, para después sentirme libre de alterar la cronología de la narración. Con ese material tan abundante, y por encontrarme demasiado próxima a los hechos, me costaba separar el grano de la paja; todas las evocaciones podían llegar a resultar igual de esenciales. En la vida lo son; en la literatura, no. Agregué mucho, suprimí mucho. Además de esta criba —y del mismo modo en que acecha el peligro de la autocompasión cuando se habla del dolor—, en el retrato del padre siempre se agazapa otra trampa: la de caer en «sentimentalismos absurdos, en juicios lapidarios o en fantasías que responden a necesidades personales», en palabras de Pilar Donoso. O en ajustes de cuentas artificiales y gratuitos, solo por pretender epatar al lector. Deformar para perdonar o para perdonarse, para culpar o para aliviar la culpa, para salvar o para salvarse. Avanzada la escritura —y creyendo haber superado el duelo—, me formulé la siguiente pregunta: ¿buscaba yo crear un personaje sólido (esto es, construirlo, afianzarlo mediante esa narración de hechos de nuestro pasado) o solo deseaba recuperar los años compartidos para prolongar mi vida con él? Escribimos sobre el padre también para ser dueñas del tiempo, para gozar de esa maleabilidad temporal que solo posibilita el arte. Escribir su personaje me permitió seguir conviviendo con su fantasma, alargar su vida a través de la intimidad con su alter ego, acompañarme por él unos años más. Me concedí esa prórroga, esa prolijidad que la vida no me había otorgado. «La muerte de alguien es el corte, la cesura, entre los dos hemistiquios de otras vidas», escribí. Su muerte había dibujado un punto final; solo mediante la escritura podía retomar yo la historia, podía regresar, por ejemplo, a esa niñez donde fui, donde acaso fuimos mi padre y yo, felices. «Nunca celebraremos lo bastante las anchas espaldas de la infancia», señala Marcos Ordóñez. Yo deseé retornar al cobijo de aquel manto cálido y protector; recuperar, en suma, a través del lenguaje, lo que sabía perdido. No todas las épocas fueron tan dulces como la infancia. Revisitar los choques de la adolescencia, mis distanciamientos en la primera juventud, el alejamiento físico y de pensamiento durante los años universitarios o su aproximación paulatina a la vejez contribuyeron a delinear una figura paterna de luces y sombras. Eso era necesario: que ese personaje y su percepción se modificasen a lo largo del tiempo, analizar las constantes que lo definían, las grietas que lo asediaban, su evolución. Escribir este libro me hizo darme cuenta de que yo tuve un padre. «La memoria es un proceso en curso de escritura», dice Annie Ernaux. Y así es: mi padre surgió mientras escribía, los recuerdos emergieron a demanda de las frases.

No obstante también, sin buscarlo, emergí yo. La muerte de mi padre —y su escritura posterior— me hicieron tomar conciencia de mí misma: yo era la hija de alguien. Al morir mi padre me definí de nuevo en relación con él, regresé a un estado que pertenecía a la infancia, a una vida pasada, donde era niña y era hija. Fui de nuevo su hija con treinta y cinco años, justo en el instante en que dejé de serlo, cuando con su muerte se rompió el vínculo. A lo largo de los años yo me había ido deslizando hacia otras vidas —mi vida de adolescente, mi vida de universitaria, mi vida de escritora, mi vida de adulta, mi vida de madre— y había ido borrando así mi condición de hija. Cuando me convertí en huérfana, volví a ser la hija de mi padre, volví a ser alguien con filiación. Comparto cuantiosos rasgos físicos con mi padre, una carga genética que me fascina tanto como me asusta —mis orejas serán siempre sus orejas—. He heredado su sentido de la orientación, su gusto por los términos precisos. He adoptado algunos de sus gestos y costumbres: su orden en la nevera, escuchar La Pasión según San Mateo en Viernes Santo, los zapatos bien lustrados. ¿Por qué lo hago? ¿Lo hago porque me es útil o por rendirle pleitesía? Al escribir al padre, nos escribimos a nosotras mismas, nos confrontamos a nosotras mismas, inventamos y desordenamos la hija que fuimos, revisamos nuestra identidad y, algo que no es en absoluto baladí, nuestra relación con los hombres, los otros hombres. Nos miramos en un espejo que nos devuelve un reflejo desfigurado que maravilla y espanta —de nuevo el deseo y el miedo—. Tal vez solo busquemos «en el pajar del tiempo / la aguja que me cosa al forro de mí mismo», como apuntan estos versos de Javier Velaza. ¿De qué manera pespuntear la hija que fuimos cuando él nos miraba y la hija que somos ahora que no nos mira ya?

A raíz de esta constatación, la de que nuestro padre ya no está para mirarnos, me pregunto, además, qué nos ha supuesto liberarnos de esos ojos paternales. Escribimos al padre para terminar con él. Para despedirnos, si no tuvimos ocasión de hacerlo como fue mi circunstancia —¿acaso alguien se despide verdaderamente, acaso las despedidas son posibles?—, pero también para apremiarlo a desaparecer. En la recta final de mi escritura, me cansé de la memoria y de la aflicción. Deseé que el papel, como la herida, volviera a cerrarse, se suturase, cicatrizase. Elegí la vida y no la muerte, elegí que el dolor no me fagocitase por completo, elegí un cierto olvido. Algo dentro de mí se negó a ser devorada por mi padre, por su falta, por el abatimiento de la pérdida, por la narración del dolor. Preferí ser devorada por cualquier otra cosa, ser devorada por mis hijos que no me permitían la ociosidad ni el desánimo ni el insomnio ni la escritura, por sus demandas inaplazables, ser requerida y consumida por la vida. Pero me pregunto si, al escribir sobre mi padre, no lo estaba expulsando de mi vida actual, de mi vida sin él. «El libro de mi padre» ya no se llama así. Ahora posee un título: Lo que permanece. Aún no se ha publicado, pero

«No poseo demasiadas certezas en relación con la cuestión de narrar al padre, pero sí sé que escribir Lo que permanece es la cosa más verdadera, más directamente basada en mi vida que he escrito nunca»

pronto tendrá una cubierta, una contraportada, un ISBN. Le pondrán una faja roja. Se distribuirá por las librerías. Los críticos lo comentarán. Tendré que responder a entrevistas, a preguntas más o menos oportunas para las que me habré preparado unas respuestas más o menos adecuadas. Comienza a no pertenecerme, lo siento ya; el cordón umbilical que me une a sus páginas está presto a cortarse, pronto se desatará de mí por completo. Ese libro será de los demás, de sus lectores. Hoy, casi ocho años después de la muerte de mi padre y con la publicación en el horizonte, no sé bien si lo que sucedió fue como lo cuento o si lo que cuento ha acabado suplantando el relato cierto de los hechos. «El recuerdo es un acto de la imaginación», sostiene Julian Barnes. Lo que recuerdo y lo que escribí son ahora una misma cosa. Por más que ha pasado el tiempo y las arduas jornadas de escritura de mi libro han quedado atrás, compruebo que este artículo está plagado de preguntas. No poseo demasiadas certezas en relación con la cuestión de narrar al padre, pero sí sé que escribir Lo que permanece es la cosa más verdadera, más directamente basada en mi vida que he escrito nunca. Y, sin embargo, mientras me sucedió todo aquello, esa experiencia —la muerte, sus particularidades, los recuerdos anteriores y los posteriores— me resultaba tan irreal, tan literaria, como si quien lo viviese no fuese yo, sino el personaje de uno de mis cuentos. Un personaje de ficción, un personaje sumergido en una ficción. Yo había salido de la ficción, campo a través, para escribir el libro de mi padre, pero al escribirlo me di cuenta de que estaba regresando a la ficción por medio de la escritura del yo. Escribir «mi padre ha muerto» convirtió el hecho en una ficción. Ese galimatías, uno de tantos, que nos persigue, nos incomoda y nos hechiza.

UNA EPIDEMIA DE ESCRITORES

Tenía siete años cuando me di cuenta de que mis padres eran escritores. Ya lo sabía de una manera que podría llamar teórica, pero hizo falta una escena concreta para que lo comprendiera en toda su complejidad: necesité que alguien me lo subrayara para que cayera en la cuenta de que había algo muy infrecuente en el hecho de que tanto tu padre como tu madre se dedicaran a escribir. El hecho ocurrió en el patio de la escuela primaria a la que asistía

en aquellos tiempos. Yo jugaba a las figuritas con un amigo; era el año del mundial de Italia 90, de modo que vivíamos obsesionados con Maradona, Caniggia, Goycochea. Completar un álbum era una forma muy primitiva pero muy hermosa de hacer un libro a una edad en la que apenas podíamos leer de corrido. En eso estábamos cuando pasó caminando la directora de la escuela, a la que siempre había visto detrás de un micrófono, el día de inicio del ciclo lectivo, o de lejos, atareada por sus mil ocupaciones burocráticas. Pero esta vez pasó por al lado mío, me acarició el pelo (un niño siempre odia que le toquen el pelo) y dijo, no como si me hablara a mí sino como si lo proclamara ante un vasto auditorio, ante una multitud imaginaria: «Mauro, el hijo de escritores». Quizás se lo dijo a ella misma, porque no esperó mi respuesta y siguió caminando hacia su mundo de directora de escuela. Pero hoy creo que le habló al Mauro que escribe este texto y que escribió ya algunos libros y que va a escribir algunos más. Fue como si me bautizara. Con esa incómoda caricia en el pelo pero sobre todo con esas cinco palabras subrayó una anomalía —tener padres escritores— pero también me hizo parte de una tradición, me proyectó a mi propio linaje. Apenas un par de años después quise sorprender a mi madre y dediqué una tórrida tarde de verano a copiar a mano las primeras veinte páginas de una novela policial que extraje, al azar, del estante de narrativa extranjera de la biblioteca de mi casa. Jamás sabré de qué libro se trató, pero infiero que fue un policial norteamericano, al que le recuerdo un toque western. Lentamente, como un dibujante, copié letra por letra hasta que la mano me quedó agarrotada, ya completamente rendida. Entonces me acerqué al escritorio donde mi madre trabajaba y le anuncié, con una solemnidad desmedida para un chico de nueve años, que había escrito un libro y que quería que lo leyera. Ya sabía que un autor se completa cuando encuentra a su lector, o ya sabía que un niño siempre quiere impresionar a su madre. Ella recibió el manuscrito, leyó dos o tres páginas en silencio, apoyó el «original» sobre la mesa y me dijo que me felicitaba pero que le gustaría que la próxima vez le llevara un material propio. Usó esa palabra, de adulto pero también de escritor: material. Siempre pensé que esa escena es mi mito de origen, que de ahí salí. Escribir algo que se lea primero en el escritorio familiar, escribir copiando, escribir para una sola persona, querer hacer algo antes de saber cómo hacerlo.

Cuando publiqué mi primer libro, ya muchos años después, Alejandro Zambra escribió una reseña que atesoro en la que en algún momento advertía: «Hijo de Héctor Libertella y de una poeta brillante como es Tamara Kamenszain, Mauro estuvo expuesto desde siempre a la posibilidad de la escritura. Los que crecimos en casas sin libros tendemos a idealizar a las familias literarias. Pero qué difícil debe ser continuar a los padres de esta manera en que incluso contradecirlos es aceptarlos». Un poco por diseño, un poco por azar, Zambra impactó en el blanco de algo que me obsesionó durante mucho tiempo: cómo iba a hacer yo para escribir viniendo de una familia de escritores. Sentía, de manera quizás irracional, pero así son los síntomas, que ellos ya habían escrito. En mi casa ya se había escrito, listo, no había lugar para más palabras impresas. Fantaseaba secretamente con el origen inverso, nacer en una casa sin literatura, libre de esos fantasmas tan densos, donde todo estuviera por inventarse. Creía que eso era la libertad. Tardé mucho en comprender que la libertad no es algo que se hereda sino algo que se construye.

Toda esta historia de vida y todas estas cavilaciones y miedos y pequeños pánicos hicieron metástasis en mi primer libro, donde tenía el inmenso desafío —así lo vivía yo, con gran dramatismo— de tomar la palabra siendo «el hijo de». Escribí Mi libro enterrado cuatro años después de la muerte de mi padre y fue un relato sobre él, sobre nuestra relación, sobre sus últimos días pero también sobre todo eso que él me había dado y todo eso que no me había podido dar. Enfrentado al miedo íntimo y secreto de ser comparado con mi padre (eso vaticinaba: que me iban a comparar), tomé una decisión formal y metodológica que sería uno de mis axiomas para lo que escribí luego: mencionar, en el propio texto, mi miedo a la comparación, el dilema de cómo escribir viniendo de una familia de escritores. Procesarlo en el propio relato, tirarlo al agua hirviendo y que se cocine con todos los otros elementos de la novela. A veces me preguntan si la literatura autobiográfica busca un efecto terapéutico en quien la practica, y si bien es más cool decir que no, creo que sí, pero que en realidad toda la literatura (no solo la autobiográfica) es un poco literatura de autoayuda. No solo para el que la escribe, sino también para el que la lee: autor y lector hacen juntos un camino de transformación y cuando esa alquimia se produce, ninguno de los dos sigue siendo el que era antes de atravesar ese libro. Cuando ese contrabando se produce, es fabuloso.

El hecho de que mi primer libro haya sido un libro sobre mi padre marca, creo, una especie de programa o, más modestamente, un caminito. Si es cierto aquello de que en los primeros libros ya está contenido, de manera latente y en potencia, todo lo que el escritor va a escribir en su vida, mi debut alberga ya mis obsesiones: la familia, la relación entre la literatura y la vida, el registro de la experiencia, el crecimiento. Y sin embargo, creo que «el miedo a la comparación con mi padre» se

terminó de desactivar no cuando escribí Mi libro enterrado sino cuando recibí un comentario providencial de Martín Kohan.

Una tarde entré a un bar para tomar un café y Kohan estaba sentado en una mesa, leyendo mi libro. Situación al mismo tiempo halagadora y un poco incómoda; pensé en huir sin que me viera para no importunarlo, pero al final (por suerte) decidí saludarlo. Me dijo que el libro le estaba gustando y me comentó algo muy preciso, quizás una de las lecturas más inspiradas que recibí jamás. En cierto pasaje del libro cuento que cuando murió Syd Barret, el líder fundador de Pink Floyd, escribí un obituario en un diario y se lo llevé a mi padre para leérselo en voz alta. Cuando terminé de leerlo, él lloró. Fue impresionante, por ver a mi padre llorar pero sobre todo porque lloró por efecto de un texto mío. La escena se me grabó con absoluta nitidez en la memoria y fue a parar a mi libro sobre él. Entonces Martín Kohan me dijo que lo que yo había escrito ahí, en realidad, era la escena de mi padre leyendo Mi libro enterrado Era mi padre leyendo un texto donde su hijo escribe sobre la muerte de un artista un poco reventado que murió antes de lo previsto (Barret tenía 60 años cuando murió; mi viejo, 61), y llora. Llora de emoción pura, pero en ese llanto me estaba

diciendo: así tenés que escribir vos, de manera transparente, de manera emocional, bien distinto —completamente opuesto— a mi literatura formalista, hermética, de virtuosos arabescos retóricos. Además, con ese llanto, mi padre me autorizaba a escribir y publicar un libro sobre él. Cuando Kohan me dijo todo esto me quedé mudo y sentí un alivio imposible de poner en palabras.

Las familias de artistas son entidades muy singulares, y las familias de escritores son un subgénero con sus propias particularidades. No estoy hablando de las parejas de escritores, que hay muchas, tipo Ted Hughes y Sylvia Plath o Sartre y Beauvoir sino de padres e hijos escritores o mi caso: padre-madre-hijo. Un caso de colección es el de la familia Panero. Se dijo que los Panero tenían una maldición por la cual ninguno pudo llegar a vivir setenta años. El padre, Leopoldo Panero, poeta astorgano, fue una sombra terrible para sus hijos; poeta inspirado pero también alcohólico, colérico, desmedido, dejó una huella en sus hijos pero también una herida. La madre de los hijos fue Felicidad Blanc, también autora. Los tres descendientes de este hombre cruel fueron Leopoldo María, Juan Luis y Michi, y todos eligieron la poesía, que es el más difícil y el más noble de los géneros literarios. Los autores malditos, los suicidas, los extremos de la historia de la literatura han sido poetas y los Panero fueron una familia de poetas salidos de un pueblo de León. Leopoldo María alternó su vida con largas estancias en manicomios, por una afección mental que nunca se terminó de determinar cuál era. Michi no tuvo mejor suerte: lo llamaban «el hermano perdedor» de una familia autodestructiva y se paseaba por las noches de la movida madrileña siempre borrachísimo y encantador. Escribió poco y algunas cosas se publicaron luego de su muerte.

El caso de Kingsley y Martin Amis también es interesante. Kingsley fue muy leído en su época, escribió en casi todos los géneros y fue parte de la generación de «los iracundos». Martin nació cuando su padre tenía 27 años y, cuando se convirtió en escritor, dio la sensación de que el hecho fue más complicado para el padre que para el hijo, como si Martin hubiera venido a arrebatarle un cetro. Alguna vez Kingsley declaró, famosamente: «Mi hijo es demasiado inteligente para resultar tan mediocre como escritor». Su hijo fue más benévolo con él, aunque lo satirizó en varias de sus novelas. Cuando le preguntaron cómo ordena su biblioteca, sin embargo, contó que divide entre ficción y no ficción pero que sus libros están junto a los de su padre.

Yo también guardo mis libros con los de ellos. No están a la vista. Tengo dividida mi biblioteca en bloques que contienen narrativa argentina, narrativa latinoamericana y española, narrativa en traducción, ensayo y poesía. Y al lado de mi escritorio hay un mueble que tiene dos puertas blancas en la parte inferior. Ahí, como a resguardo, no sé si escondidos o protegidos, están los libros que escribieron ellos y los míos,

todos apretujados, sin otro orden que el familiar. Conozco decisiones diversas. Autores que ponen sus libros en una pequeña vitrina en el living de su casa. Otros que los van desparramando, separados, entre libros de otros escritores en su biblioteca, como armando parejas soñadas: un libro tuyo con uno de Borges, un libro tuyo con uno de Djuna Barnes, cosas así. Hasta conocí a un querido escritor que ponía sus libros en una pequeña repisa al lado de la cama, para que lo vieran solo las chicas que llegaban hasta ahí.

En ese mueble con puertas donde se amontonan nuestros libros hay tres pequeños volúmenes que deberían estar juntos (hoy los acomodo). Hablo de mi primer libro, del último de mi viejo, La arquitectura del fantasma, y del único libro de narrativa de mi madre, El libro de Tamar. Es alucinante cómo esos tres libros chiquitos fueron dibujando una trilogía involuntaria, o más bien una trilogía inesperada. Del mío ya hablé demasiado, quisiera decir algo sobre los otros dos.

La arquitectura del fantasma es la autobiografía de Héctor Libertella y es también su libro más legible y su texto más gracioso. Es una maravilla. Adoro ese libro por las anécdotas que cuenta —muchas las conocía, otras no— pero sobre todo porque recién al final de su vida mi padre produjo una grieta en el muro de su programa literario, que era muy interesante pero, a mi gusto, demasiado dogmático. Siempre fue un aventurero de la literatura, pero también se construyó a sí mismo una cárcel —la del hermetismo, la del formalismo a ultranza— de la que en algún momento ya no pudo salir. Es el problema tradicional de las vanguardias. Todos nos enamoramos de nuestro estilo, de eso también se trata escribir. Y justo antes de que el referí marcara el final del partido, mi padre despachó este librito tan prístino e inspirado que solo me da pena no haberle leído muchas cosas más así. Fue además el único libro suyo que me dio en estado de original, antes de enviarlo a la editorial y ahora, mientras estas líneas se empiezan a parecer impúdicamente a una sesión de psicoanálisis, creo darme cuenta de que en ese gesto tendió un puente entre su literatura y la mía, que todavía no había empezado pero sería muy parecida a ese libro suyo y muy distinta a todos los otros que él escribió. El libro de Tamar, de Tamara Kamenszain, es otro texto inclasificable y uno de mis preferidos de todas las épocas, si la sentencia no sonara tan edípica. Ahí cuenta que, cuando se separó de mi padre, en 1998, él tuvo un sueño en forma de poema donde cada línea era una interpretación del nombre de mi madre. Entonces lo volcó al papel y se lo deslizó por debajo de su puerta (de nuestra puerta, de la casa de los muchos libros donde crecí y de la que él se fue cuando se separaron). Ella estaba aún muy dolida por la separación y guardó la carta-poema en un cajón. Veinte años después la encontró y fue como un rayo que partió en dos lo que estaba haciendo hasta entonces y la empujó a escribir este, un libro de narrativa (aunque es también ensayo, aunque es también poesía). Ella

escribió entonces su libro sobre Héctor Libertella, yo también. El mío, el suyo, el de mi viejo son tres libros muy breves, muy distintos en su origen (uno es un primer libro, ¡otro es un libro final!) pero muy cercanos en su forma final. Eso debe ser el famoso «aire de familia» del que tanto se habla. Me emociona y me parece un milagro que algo así haya ocurrido.

Decía antes que cuando estaba por publicar mi primer libro temía que me compararan con mi padre, pero tardé varios años en darme cuenta de que en realidad mi mayor influencia literaria fue mi madre, y que si a alguien traté de copiarle y de robarle ideas, formas, proyectos, tonos, fue a ella. En sus últimos años hubo un contrabando mutuo de libros, de influencias, de lecturas que para mí fue muy nutritivo (y espero que para ella también). Me pedía que le prestara libros —como siempre trabajé en periodismo cultural, me llegaban muchos— y yo preparaba una pila pensando qué podía interesarle, pero sobre todo qué podía filtrarse en su trabajo, en su literatura. Levrero, Zambra, Ernaux, María Gainza, Knausgard, Carrère, cosas así. Literaturas híbridas, libros chiquitos, cositas amorfas y semi autobiográficas. Algo que hacía mi madre y en lo que también me reconozco es ir acompañando la vida con libros. Escribir la vida como una manera de transitarla, de entenderla, incluso de modificarla. Escribió un libro sobre su padre (El ghetto), sobre su madre (El eco de mi madre), sobre sus sesiones de psicoanálisis (El libro de los divanes), dos sobre su divorcio (Solos y solas; El libro de Tamar). ¿Hasta dónde hubiera llegado? ¿Se acaban los temas de la vida, o siempre hay más? Es una pregunta que me inquieta, que me hago para mi propio trayecto literario, y para el que mi vieja hubiera sido un modelo a observar, del que seguir aprendiendo. Cuando murió, en julio de 2021, estaba escribiendo un libro sobre un hermano suyo que murió cuando él tenía tres años y ella también era muy chica, un episodio terrible que fue el origen de un asma que la acompañó toda la vida hasta que, a los 74 años, murió por falta de respiración. Hay algo ahí también para leer: a los 74 años se puede estar escribiendo un «libro pendiente» sobre algo que ocurrió hace más de seis décadas. Siempre queda algo para decir y hasta se puede escribir más de un libro, por qué no, sobre el mismo tema.

Ignoro si alguno de mis hijos se inclinará, también, por la escritura. Ya sería una epidemia de escritores. Alguna vez le preguntaron a Roberto Bolaño si su hijo Lautaro sería escritor y contestó: «Yo sólo espero que sea feliz. Así que mejor que sea otra cosa. Piloto de avión, por ejemplo, o cirujano plástico, o editor». También alguien dijo que la literatura no se transmite de padres a hijos sino de tíos a sobrinos o de abuelos a nietos. Supongo que se refería a que las letras circulan de manera más alocada u oblicua de lo que imaginamos, y no de manera horizontal o vertical. Quién sabe. Mi caso al mismo tiempo desmiente y confirma todo lo que yo creía.

«La arquitectura del fantasma es la autobiografía de Héctor Libertella y es también su libro más legible y su texto más gracioso. Es una maravilla.
Adoro ese libro por las anécdotas que cuenta —muchas las conocía, otras no— pero sobre todo porque recién al final de su vida mi padre produjo una grieta en el muro de su programa literario, que era muy interesante pero, a mi gusto, demasiado dogmático. Siempre fue un aventurero de la literatura, pero también se construyó a sí mismo una cárcel —la del hermetismo, la del formalismo a ultranza— de la que en algún momento ya no pudo salir»

EL RESTO ES MEMORIA

Nos agachamos con mi hermana, bajo la cama, los oímos, deseamos ser hijas de los actores de una telenovela que vemos a escondidas cada tarde, se besan, sus voces lo ocupan todo. Es la repetición del reclamo, la traición, la comparativa de los fracasos, el insulto fácil, lo mortífero que sobrevuela.

Compartimos cuarto, nos levantamos cada mañana preguntándonos: ¿Qué pasará hoy? Espías, atisbamos detrás de la puerta, en el descanso de la escalera, escuchamos, nos petrificamos y huimos a tiempo. Siempre una jala de la mano a la otra y la arranca del lugar donde se quedó sin aire, boqueando. Recorremos con cuidado el espacio, nos encerramos juntas, somos las testigos, las leales, las pasmadas. La pesadilla es matutina, de noche todavía soñamos. Nos aseguramos una misma versión de los hechos, al menos ese alivio (más tarde cada una abandonará el pacto; los negará, modificará o refrendará por puro instinto de preservación). No hay tiempo para aburrirse. Sin poder rendirnos a un estado de confianza, no relajamos jamás la alerta. Replicamos en nuestros muñecos, los vestimos y desmembramos, les sacamos la cabeza, hacemos que se besen y se peguen, les decimos sinvergüenzas, cómo se atreven. Habituadas a pensar lo peor, estructuradas por el conflicto, lo imprevisible es la regla y no la excepción. El suelo de nuestra casa es de parqué, ¿por qué pisamos vidrio?

En la ambivalencia de que todo esté provisto, nunca faltarán la comida, la cama caliente, la rutina, los regalos de cumpleaños, los dos padres puntuales y trabajadores, las peleas y persecuciones.

Siete años. Pido ir a la psicóloga, no digo eso exactamente, sino hablar con alguien. La terapeuta me escucha y me da un silbato. Cita a mis padres. Cuando sus formas me sean insoportables, yo, árbitro. Durante toda su conversación, huiré dentro del pitido que los acalla. El ruido que genero, este grito implacable, no escucho nada más. Al volver a casa, mi madre: Qué bueno que pudimos hablar. Desnacer de ellos, irme del lugar que me ha tocado. El mito de la llegada a la escritura: nueve años, una precocidad que no es tal sino sobreadaptación, mecanismo de defensa, cubrirme del velo protector del lenguaje que me regala la hospitalidad que el silencio y el secreto me habían negado, clemencia que no encuentro en ninguna otra parte. Les robo cuadernos y lapiceros que ellos roban de la oficina. Comienzo un diario, doy cuenta de las pérdidas, de la dicha, de las horas, exhaustividad para auscultar lo

cotidiano, voy calibrando, voy al detalle, aprendo a observar, a repartir equidades, y esta es mi vida y así es como voy a defenderme.

Pero no basta con escribir, no basta con hablar, debo correr. Entreno después del colegio y bordeo mi casa, trece vueltas. Combino estos movimientos del alma para sobrevivir. Engaño con mi indiferencia –no pedir también es pedir– un aislamiento voluntario que hace exclamar a mi madre: ¡No me necesita!

Una mañana ella parte molesta, arranca con el auto la puerta del garaje y sigue de largo. Otra mañana mi padre se va furioso, atropella por descuido al cachorrito que por fin nos han permitido tener. Yo también me debo a la rabia, la actúo, quizás me vuelva iridiscente y me puedan admitir, soy una de ustedes. Alzo la voz, tiro puertas, me rehúso. Desaparezco de la vista. Tantos espejos en cualquier lado, la entrada, la sala, las habitaciones, los dos baños, no sé por qué a mi madre le fascinan, ninguno de cuerpo entero, anclados en alturas caprichosas, ninguno a nivel humano, ves fragmentos de ti, por aquí un brazo, un ojo, el hombro hasta el pecho, un recorte, los espejos de mi madre nos editan.

Mi hermana, la silente, hace las tareas, las del colegio y las domésticas, su llanto es silencioso, catarata de interior. No exhibe. Y ya no sé quién de nosotros es más peligroso.

Nos visitan de la parroquia, un cura, una monja. Rezan el Rosario con mi madre. O va al Parque de la Cruz, lleva su almohada y se queda horas sentada, trance de la fe. Pedí por ustedes, y en la misa, en el Padrenuestro, abre los brazos y cierra los ojos, su himno, y en el saludo de la paz, ruega por nosotros. En un instante pasa de la plegaria al grito. Trae, haz, necesito. La textura de su voz, del susurro al engrosamiento, un fondo de agua en ebullición. ¿Pero tú no venías de rezar?

Los cinco misterios dolorosos.

Dos meses seguidos nos lleva a un encuentro en nuestra cuadra, al grupo de oración de una vecina, nos reciben con panderetas y cantos, la mesa con bocaditos, chicha, gaseosa, dulces y salados, a mí me da un poco de sueño el zumbido monótono de la plegaria, cabeceo y otro canto me despierta.

Mi madre detecta demasiada fiesta o falta de martirio –no hay una sola imagen de Jesús crucificado y ella en su billetera tiene una con peticiones– y los acusa de no ser católicos, ustedes son carismáticos, no tienen perdón, engañar así a una madre y a sus hijas.

Nunca vi llegar a casa a un amigo de mi padre. Los conozco solo de nombre: Atanasio, Fulgencio, Atildado. Compañeros de trabajo, de las clases de inglés. Enseña y corrige. No me conversa en este idioma que domina, es solo suyo. Atildado es el cocinero de la cafetería del instituto. Son nombres de ficción, los ha inventado él y dejan que una les imagine alrededor. Quince años más tarde, viviendo solitario en un taller de mecánica que también es uno de hilados, rescatará un perro paticorto y le pondrá: El Chato.

A diferencia de mi padre, al que nunca supe enfermo, mi madre ingresa en la clínica antes de la Nochebuena. Son desapariciones de calendario, durante cinco Navidades, se internará a propósito. El fin de año la desorienta, la devora de angustia, la desgarra. Sin saber dónde, con quién, cómo, sospechamos la fuga. Dio señales: Algún día me iré y nunca más me verán. Ingresa por Emergencias y luego del triaje, las sales, los analgésicos, le asignan una habitación y nos impide asistir. Cuando le preguntan a qué familiar puede llamar: A ninguno. Vuelve a casa, el diagnóstico impreciso y categórico, en bata, mientras se toca la barriga: Me estrangulé. Suena a intestinos retorcidos, a que se ahorcó a sí misma: nadie logra suicidarse apretándose el cuello con sus propias manos. Pero dice la verdad, el dolor estrangula. Salir de aquí, digo aquí, digo casa, expulsar una pena que la invadía como un mioma que no palpa el médico, que no sale en la ecografía, hasta que te abren y es del tamaño de una manzana. Dejan de tomarla en serio. Me siento mal, la miran con flojera, y no le inyectan intravenosas ni le preguntan sobre su salud, no la regresan en ambulancia. El seguro le cancela la póliza. Convierte en prontuario sus técnicas de manipulación, ahora a enfermeras y doctores: ¿cómo consigue estar y no estar enferma?, ¿por qué caemos hipnotizados al servicio de sus demandas?, ¿por qué la magnificamos? La palabra depresión, impronunciable, pide recetas a diferentes psiquiatras y se automedica en ayunas con pastillas contradictorias.

Una tarde nos unimos para recuperar el ducto de ventilación del baño del primer piso, lleva años atorado. Mi padre arroja baldazos desde la azotea, esperamos, eco turbulento y nos llueve mugre, restos de nidos y huesos de paloma. Reímos embadurnadas, apestosas, la risa nos impregna hasta doblarnos. Los sábados lo acompaño al mercado. Compra cajas de fruta y preparamos marcianos de mango y fresa. Licuamos la pulpa con agua y azúcar, embolsamos, congelamos. Por las noches, los masticamos frente al televisor. Uno detrás de otro, empalagados. Cena de verano, helado casero, plato principal y postre, el aire acondicionado que nos podemos permitir. La refrigeradora siempre se malogra. Enfría demasiado, icebergs en el frízer, el motor reniega. La desenchufamos, abrimos las puertas, acercamos un balde, el goteo es perezoso. Acuchillamos, acelerar el deshielo, seguir picando, y nos lanzamos los bloques y pretendemos nieve. Sabemos concedernos la

«A diferencia de mi padre, al que nunca supe enfermo, mi madre ingresa en la clínica antes de la Nochebuena.
Son desapariciones de calendario, durante cinco Navidades, se internará a propósito. El fin de año la desorienta, la devora de angustia, la desgarra. Sin saber dónde, con quién, cómo, sospechamos la fuga»

alegría, su victoria. Este es el misterio glorioso que me hace olvidar, el repliegue entre un terror y el próximo.

La violencia es confusa, no solo es violencia. Reparte chocolates y besos de buenas noches, pregunta por tus sentimientos y emociones. El vértigo entumece cuando no sabes a qué atenerte, estar en vilo te adiestra, te acomoda, incluso buscas proteger apasionadamente eso que conoces. Y presientes en todos la doble faz, la cachetada y la caricia. En ti crece el miedo al rechazo (tus propios padres no saben bien qué hacer contigo y te lo dicen: Ojalá supiera qué hacer contigo), quieres agradar, caer bien, que te quieran, aprendes a contar chistes, a ser el alma de la fiesta, haces imitaciones y, como bebiste crueldad, encuentras los puntos débiles ajenos y te ríes de ellos antes de que se rían de ti. Perpetúas entre sonrisas una violencia ordinaria. Te sientes a veces genial; otras, porquería. Te crees lo malo que dicen de ti y nunca el halago. Te reconoces y te desconoces. Blanco o negro. Sigues sin completar tu imagen al espejo. Las regresiones te infantilizan, pierdes la fortaleza que alguna vez rozaste. Aleteas en retroceso. Para la pregunta cómo estás, sólo una respuesta: Bien. El carozo de la ambigüedad ya echó raíz. ¿Cómo te amas primero a ti misma?

Natalia Ginzburg dice en Las pequeñas virtudes que lo más importante de la crianza es enseñarles a los hijos el amor a

la vida, pero ¿cómo se enseña el amor a la vida? En Todo sobre el amor, Bell Hooks cuenta que en la cocina de su casa se leía este letrero: «Familia que reza, permanece unida» y que ella lo habría reescrito: «Familia que conversa, permanece unida». No desayunábamos juntos, pero sí almorzábamos y cenábamos en familia –ellos cocinaban, misterio luminoso–y, como en las telenovelas, lo grave pivoteaba alrededor de la mesa. No éramos griegos, vi platos volar. Nuestra mesa es redonda para que nadie la presida, decía mi madre, y le creímos, obedientes.

En mi última mudanza, rescato sus álbumes de fotos.

La descubro en primera fila, sus cuatro hermanos detrás, es la menor, al centro y de pie, entre sus padres sentados, les toca las piernas, la única sonriente, la barbilla alzada, vanidosa, desafiante, dos trenzas con lazos blancos, el vestido hasta la rodilla, la enagua sobresale. A mis tíos los conocí casi ancianos, su juventud me sorprende, sobre todo, la niñez de mi madre. Rodeada de adultos, los ojos en travesura,

llenos de promesa. Esa mirada la suspendo. Se la llegué a ver, me fue ofrecida y quitada, fue acantilado, me fue Dios.

Rarísimo remontar las vidas anteriores de nuestros padres y parientes, ¿antes de qué?, del derrumbe, supongo. Cuesta creer que fueron niños y niños a color. ¿Qué deseaban y qué hicieron con sus deseos? Mi abuelo tuvo dos hijos con su amante y los hacía jugar con sus otros hijos y llamó a los varones igual. En su velorio se enteraron del parentesco, de los puntos ciegos, llegaron a quererse, a estar del lado de los vivos.

Todos en la foto ya murieron.

Hace una semana, vino el electricista a instalar la cocina nueva, le fallaron tres hornillas de cuatro y la luz del horno. Al revisar la instalación, dijo: Tu cable a tierra está en el aire. Aunque la cocina no terminó de arreglarse, debí cambiarla por otra, eliminó el riesgo de incendio. Con ese efecto de revelación tardía que las palabras de extraños nos dejan a veces: ¿cuál es mi cable a tierra? Puedo vivir en muchos sitios, el territorio es la escritura. Un territorio desprendido del suelo, con márgenes difusos, un cable caprichoso, sin color definido en su entramado; es delgado y se engrosa, grueso y se estrecha y atora en la pata de una silla, a la espera de alguna conexión perdida y también capaz de electrocutar.

Sin bajar el interruptor que me salve, sin quedar al amparo de un apagón general, escribo, acepto otras formas de oscuridad, la negatividad de la existencia. En el misterio sin fin de la memoria voy al encuentro de materiales con los que entender mi paso por el mundo. Apnea. Arqueología. Son reconocibles y extraños, de otras vidas, sucedidos a otros, mal anudados, a la vez íntimamente enlazados a mi historia presente. Acontecimientos que atravesaron a mis ancestros, las sucesiones traumáticas, los malentendidos, los desarraigos, el sufrimiento de los abuelos, el daño de los padres. Rebosamos pasado, aún ajeno. Cuando en mis talleres de escritura se describe el texto de un compañero como nostálgico: la literatura es nostálgica de por sí. ¿Y si la adultez es no desembocar siempre en la infancia?

No me libré de las canas a los veinte, ni de la tiroiditis autoinmune, ni de la escoliosis, ni de los problemas de cadera, como mi madre.

Almuerzo con mi hermana. Sufre de los dientes, se le retroceden las encías. Los dientes malos son herencia de mi padre (la dentadura postiza saltaba en su paladar) y le tocaron a ella. Por un rato conversamos sobre qué cepillo le conviene usar y qué marca de pasta. ¿Recuerdas lo que hacía el papá con el Colgate cuando el tubo era de metal?, le pregunto, lo enrollaba, le pasaba una botella por encima y, si estaba por terminarse, recortaba la punta para que aprovecháramos hasta la última gota. Comienza a reírse. Y sigo: Entraba al baño a ver si apretábamos mal el tubo y renegaba: Cooperen. Su palabra militar favorita. Cooperen. Vivía en modo comando,

guardaba para después, para la crisis inevitable, veníamos escapando, estar listos, en cualquier momento nos alcanzaría la fatalidad. No compraba comida, sino provisiones. Racionaba. El papel higiénico, el aceite, el pollo, la mantequilla y la leche. Mi madre, despilfarro. Lo acusaba de miserable, tacaño, qué mezquindad, cuando yo también trabajo. Él tenía que ser el racional y el racionador. Imito su voz grave, ¡observen y cooperen!, el vaivén del pucho en el aire, a punto de tiznarle los dedos, ¡¿por qué aprietan el tubo por arriba y no por abajo?! Mi hermana se mata de risa, le silba el pecho. Me voy a ahogar, basta. Sonríe mucho, pero sacarle risas no es tan fácil. Si le cuento un chiste me suele decir: No entiendo. Y me pide que se lo explique. Hacerla reír solo con pasado, lo sé bien, risa por evocación. Cuando lee lo que escribo: ¿Cómo te acuerdas? Es tal cual. Y como ciertos espectadores de teatro que se carcajean en el momento inoportuno, ella lo hace en pasajes que cualquiera consideraría tremendos. Rompió con su memoria, los recuerdos difieren, deshermanados de los míos, ya no somos la testigo leal de la otra, idealizados, más generosos, al refugio del humor, más bondadosos y más dulces, es su derecho, bendito olvido. Como bióloga, su reino es enorme e infinitesimal, los orígenes, los virus y las bacterias; pipeta, guantes, microscopio. Perdió la huella digital a punta de maniobrarlos. Si le preguntas a su hijo ¿en qué trabaja tu mamá?, responde: Científica loca. Mi sobrino no conoció a su abuela, tiene algunos de sus gestos. Cuando se aburre, revolea los ojos cómicamente y finge un bostezo. Un atisbo de la teatrali-

dad que la hacía encantadora, temprana noción del sarcasmo. La primera vez que lo vi, a los dos años: ¿de dónde sacó esto?, es calcado de mi madre. La transferencia de información sanguínea me asombra y no.

Mi hermana, obsesionada con sus investigaciones y esa fase, la exploración, la prueba, la posibilidad, todo lo toma y no existe nada más, nada mejor. Tenemos en común la ilusión del proceso y fallar, el merodeo en el fracaso: la mayoría de las veces no resultan sus experimentos, a mí no me salen muchos cuentos que varan. Ella necesita evidencia, nada de lo que yo escribo es verdad. Sin embargo, ambas, componer y descomponer, demostrar y convencer. Compartimos la misión de largo plazo, algo en nosotras se resiste a desertar: admitimos que los procesos tardan lo que deben tardar, el atajo puede ser una trampa, dejarse alojar por el rigor, sin ceder a la decepción, al agobio. Oficios contemplativos, cada una en su escala, se sienta a escribir. Se me escapa el lenguaje científico, ella comprende el mío, las elipsis. Ya no somos las pasmadas, las boquiabiertas, las que han perdido. No fuimos anuladas por los padres que tuvimos, aprendimos a estar, a quedarnos y es un milagro, elegir la chispa vital, pese a ellos, pese a todo. Con mi hermana hacia el futuro, hasta el final.

¿Escribimos de la familia porque estamos enojados con ella o nos vamos enojando a medida que escribimos sobre ella? No sé responder, tiro la bomba y guardo la mano.

Valerie Miles

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

Fernanda Trías

nació en Montevideo, Uruguay (1976). Es narradora y docente de creación literaria, magíster en escritura creativa por la Universidad de Nueva York. Publicó las novelas Cuaderno para un solo ojo (2000), La azotea (2001), La ciudad invencible (2015) y Mugre rosa (2020) y el libro de cuentos No soñarás flores (2016). Mugre rosa, seleccionado por el New York Times en Español como uno de los mejores diez libros del año, obtuvo el premio residencia SEGIB-Eñe-Casa de Velázquez (España, 2018), el Premio Nacional de Literatura (Uruguay, 2020), el premio de la crítica Bartolomé Hidalgo (Uruguay, 2021), el Sor Juana Inés de la Cruz de la FIL Guadalajara (México, 2021) y el British PEN Translates Award (Reino Unido, 2022). Sus novelas se han traducido a más de quince lenguas. Actualmente vive en Colombia.

Edmundo Paz Soldán

(Bolivia, 1967). Enseña Literatura Latinoamericana y es director el Departamento de Estudios Romances en la Universidad de Cornell (Nueva York). Ha ganado el premio nacional de novela en Bolivia y el premio internacional Juan Rulfo de cuento. Su obra ha sido traducida a trece idiomas. Entre sus libros más recientes se encuentran las novelas Los días de la peste (2017) y La mirada de las plantas (2022), y el libro de cuentos La vía del futuro (2021). Páginas de Espuma publicará su nuevo libro de cuentos, Sideral, el próximo año.

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Fotografía de Fernanda Montoro
Fotografía de Arianna Aquino

CORRESPONDENCIAS

Fernanda Trías y Edmundo Paz Soldán

«UN

DEDAL DE AGUA SOBRE UN ÁRBOL EN LLAMAS»

Valerie Miles

VALERIE MILES

La tierra ríe con las flores, decía Ralph Waldo Emerson. Se podría aducir que la diferencia entre paisaje y otro sea poca, pero siempre hay una gran diferencia entre quienes lo miran. El idealista. El escéptico. El artista. El comerciante. El paisaje es metáfora y memoria, y también deseo; la proyección patética del espacio interior del que lo observa, de quien lo imbuye de significado.  ¿Qué ocurre cuando nos mudamos y cambiamos de paisaje? Si una flor cobra sentido cuando crece al lado de una ruina, ¿quiere decir que no lo tiene por sí misma sin un correlato? Quien conoce, reconoce. No vemos los paisajes hoy día con la mirada romántica de antaño, más bien los contemplamos acaso desde la melancolía de algo que está desapareciendo, o desde el miedo, de lo que su agostamiento supone no solo para el arte, sino para el espacio interior que se proyecta y se reconoce.

FERNANDA TRÍAS

Querido Edmundo: Te escribo esta carta desde una Bogotá nublada, por fin, después de semanas de sequía. Pasamos el último mes asediados por los incendios. En Bogotá se prendieron los cerros orientales, los mismos que en este momento miro desde mi ventana y que en el encierro de la pandemia se convirtieron en verdaderos custodios de mi día a día. Tan verdes, tan imposibles. Ardieron durante más de diez días. Algo espeluznante de ver, y yo no tenía más remedio que verlo desde muy cerca. El humo arremolinado, terriblemente negro. Por la noche las llamas se recortaban contra el cielo.

Bajábamos los blackouts, pero no podíamos olvidar lo que ardía del otro lado. Quienes vivimos en la parte oriental de la ciudad, ahí donde se terminan los edificios y empieza el monte, nos organizamos para dejar agua y trozos de fruta en la calle porque los animales empezaban a bajar, desorientados, escapando del fuego. Desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde pasaba sobre mi ventana el helicóptero que llevaba y traía el balde de agua. Se veía tan insignificante en comparación con el tamaño del incendio. Como ver un dedal de agua caer sobre un árbol en llamas. En cuanto anochecía el helicóptero dejaba de volar, supongo que por cuestiones de seguridad, y se instalaba

un silencio ominoso. Porque en la noche se levanta el viento de la sabana y eso enardecía el fuego. Por la mañana, en lugar de pájaros nos arrullaba el traqueteo de los helicópteros.

Me pregunto de qué manera nuestra personalidad se construye en relación con el paisaje. Para alguien como yo, una uruguaya que solo conoció la planicie hasta los treinta años, mudarme a Bogotá significó entablar una intimidad inédita con la montaña. El mar arrulla, la montaña te recibe en su silencio.

Te cuento todo esto porque hoy me desperté sobresaltada por el mismo ruido de helicóptero. Eran las seis de la

«Ahora mismo se están debatiendo aquí las nuevas reglas de «actividad expresiva» que se nos quiere imponer, en la práctica una de sus grandes contradicciones, vistas claramente con la crisis de Gaza: queremos defender la libertad de expresión, pero no nos gusta que critiques a ciertos países. Queremos que invites a gente interesante, pero nos preocupa que tus invitados digan cosas que no nos gusta escuchar»

mañana, y lo primero que sentí fue el golpe de la angustia. A tal punto quedó incrustada en mí esa imagen sonora. En fin, Living and dying in the Anthropocene, creo que era el título de un ensayo que leí hace un tiempo y que se ha convertido en el título de la vida misma.

¿Vos estás en Ithaca? Siempre que pienso en Ithaca imagino ciervos en tu jardín blanco de nieve, y, más allá, las lápidas del cementerio, pero la verdad es que cuando estuve en Cornell lo que me recibió, además del viento helado, fue un enorme cerezo en flor. Tengo la impresión de que el silencio de la nieve y de los bosques es un buen aliado para la escritura, pero tal vez solo sea la fantasía de una citadina empedernida. Un abrazo, Fernanda

PD: Te mando una foto de los cerros orientales sacada desde mi ventana.

EDMUNDO PAZ SOLDÁN

Querida Fernanda: Estoy en Ithaca, a punto de salir en auto a un congreso de estudiantes del doctorado en literatura en Filadelfia. Este semestre me quedé buena parte del invierno por aquí, y me sorprendió pasar una navidad y un año nuevo sin nieve. Mis primeros meses en Ithaca, allá por el 1997, la primera nevada fue a fines de octubre, la noche de Halloween. Una vecina polaca me dijo hace poco que prefería este invierno de tres meses a los habituales de seis, pero ninguno de los dos estaba del todo contento, porque sabemos a qué se deben estos cambios. Así con los incendios en Bogotá –¡lo siento! – o en Viña del Mar. Ithaca es un buen lugar para escribir, es cierto, el aislamiento ayuda, más si, como dices, uno vive al lado de un cementerio semiabandonado y cerca de unos bosques muy lindos. Cada vez que salgo a caminar se me aclaran las ideas, aunque, pese a vivir aquí tanto tiempo, nunca termine de acostumbrarme a los meses en que oscurece a las 4 de la tarde. Sin duda el paisaje impacta a la hora de la escritura, no necesariamente de forma directa. Es decir, no es que me interese ambientar relatos en la nieve, pero de hecho algunos estados alterados de conciencia de mis personajes los siento impactados por esa falta de luz, ese aislamiento, ese desarraigo.

Al comienzo hacía esfuerzos para que las cosas que me ocurrieran o el lugar en que viviera ayudara en la escritura. Luego se me fue haciendo más

natural dejar que todo alimentara a la escritura. La que no ayuda es la universidad, un monstruo corporativo en crisis. Ahora mismo se están debatiendo aquí las nuevas reglas de «actividad expresiva» que se nos quiere imponer, en la práctica una de sus grandes contradicciones, vistas claramente con la crisis de Gaza: queremos defender la libertad de expresión, pero no nos gusta que critiques a ciertos países. Queremos que invites a gente interesante, pero nos preocupa que tus invitados digan cosas que no nos gusta escuchar. ¿A ti, te ayuda Bogotá para la escritura? ¿Cómo anda la nueva novela? Por cierto, ¡felicidades por el nuevo libro de cuentos! Tengo mucha curiosidad por ver por dónde andas. Tus últimos trabajos los he visto como respuestas creativas a la crisis ambiental, reflexiones a partir de la forma narrativa sobre este nuevo mundo. Me interesa mucho ese tipo de escritura, ficciones de «la zona» (diría nuestro amigo Ramiro Sanchiz pensando en Stalker), ficciones del territorio, ficciones del Antropoceno.

P.D. Una foto de uno de mis gatos enfrentando a un venado en el cementerio al lado de mi casa.

Te escribo sabiéndote on the road, mientras yo sigo frente al mismo paisaje nublado, verde y rojo. Cada ciudad tiene su paleta de colores, ¿viste? Y para mí Bogotá es la ciudad roja. Vos me preguntabas si Bogotá me ayuda a escribir, pero lo que me ayuda a escribir no es tanto la ciudad sino la estabilidad que he encontrado acá. La quietud sí me ayuda a escribir, a pesar de que viajo mucho y a veces por largas temporadas. En mi período más trashumante, cuando cambiaba de país cada dos años, había algo de castillo de naipes, de caer y volver a construir que me robaba la energía creativa. Sí, acumulaba material, pero luego no encontraba esa estabilidad de espíritu que necesito para sentarme a darle forma a un texto (o mejor dicho, a dar con la forma de un texto, porque el proceso se parece más a un descubrimiento que a un ejercicio de la voluntad). En marzo se cumplen nueve años desde que llegué a Bogotá y de a poco el imaginario colombiano ha ido permeando mis intereses y preocupaciones. La violencia... no solo la consabida, sino también la violenta exuberancia del paisaje.

La novela nueva, de la que alguna vez hablamos, ¡ya está terminada! Incluso firmé contrato, pero tomamos la decisión -por múltiples motivos- de no publicarla hasta el año que viene. Yo digo que es mi novela colombiana. Lo digo un poco en broma, que es la mejor manera de decir la verdad. Se llama El monte de las furias, así que podrás imaginar el lugar que ocupa la montaña y el territorio, y por qué me afectó tanto lo de los incendios. Llevo años, desde 2020, mirando, pensando y dialogando con esos cerros.

¿Vos seguís explorando en esa dirección? Me refiero a tu escritura. Yo noto cada vez más interés de parte de los jóvenes en estas «respuestas creativas a la crisis ambiental». Tengo un par de

alumnos que están escribiendo ecoterror o narraciones sobre inteligencias no humanas. Y lo hacen muy bien. De hecho, La mirada de las plantas es uno de los referentes obligados. Me da esperanza constatar cuánto más complejas e interesantes son las nuevas representaciones de la naturaleza en comparación con lo que se estaba haciendo hace diez años, por ejemplo.

Anoche leí el cuento de Amy Hempel A las puertas del reino animal. ¡Me pareció tan actual! Un cuento animalista, y no es el único del conjunto. La protagonista se ve atormentada por una serie de voces que irrumpen en su cabeza con datos terribles sobre el maltrato animal (caza, pesca, experimentos farmacéuticos o la simple crueldad humana). A punta de datos estremecedores, estas voces la terminan matando. La mujer colapsa en un acuario mientras ve nadar en círculos a los tiburones y las mantarrayas en uno de esos tanques gigantes. Me sentí identificada. La mujer que colapsa podría ser yo.

PD: Te mando una foto de los tres libros que tengo sobre mi escritorio.

de colores, ahora mismo está muy blanca.

Ayer caminé por el campus de Penn y me topé con una de las tantas versiones de la icónica escultura pop: Love, de Robert Indiana. Es pequeña, Indiana hizo varias versiones, incluso algunas en otros idiomas: este es un caso en el que el aura de la obra de arte única se despliega por varios originales. Después fui al congreso y escuché cosas interesantes de una nueva generación dedicada al estudio de la literatura latinoamericana, en un tiempo de amarga precarización laboral: nuevas lecturas de Scorza y de Gamaliel Churata, ese vanguardista peruano que vivió treinta años en Potosí y allí escribió El pez de oro, una obra mística y excéntrica que ya me ha derrotado un par de veces.

Anoche nevó en Filadelfia. Ahora mismo son las once de la mañana y veo la ciudad desde la ventana de mi habitación en el hotel, los edificios de la universidad, un Sheraton, un garaje, etc. No sé cuál es su verdadera paleta

No hubo ponencias dedicadas a la literatura y a la crisis ambiental, confirmación de que solemos magnificar nuestros intereses y convertirlos en los de todo el mundo. En todo caso, yo sigo ahí. Hace poco escribí un par de cuentos de ecoterror, con inspiraciones dispares: en uno está presente La cosa del pantano en la versión de Alan Moore, en otro un cuento de El infierno verde, del brasileño Alberto Rangel, un escritor de principios del siglo pasado que está siendo redescubierto. Rangel era muy amigo de Euclides da Cunha, su obra se acerca a la de Quiroga –la naturaleza derrota a la civilización– y a Rivera –el abuso en las caucherías es la gran abominación de su tiempo–, pero también hay en él un deseo de convertir la región del Amazonas en el centro de la identidad brasileña. En el cuento de Rangel aprendí del apuiseiro, un árbol estrangulador (creo que en Colombia le dicen matapalo) que crece sobre otros árboles y termina ahogándolos. Con el título de «El árbol estrangulador», me dije que el cuento se escribía solo. Por supuesto, nunca se escriben solos, pero una imagen potente ayuda mucho a anclarlos.

Hace mucho que leí el cuento de Hempel que mencionas, pero no me acuerdo de nada. Este pasado enero leí La piel de zapa de Balzac, maravilloso. Liliana me lo recomendó entusiasmada, ella consiguió una edición de Porrúa; luego descubrí en mi oficina en la universidad otro ejemplar de con el lomo arrugado. Claramente lo había leído hace unos veinte años. Una cosa es la relectura intencional, pero esta no lo fue. Unas colegas me dijeron que no me preocupe, a ellas también les ocurre. Bueno, me voy al congreso (por favor, no colapses), te cuento si nos visita uno de los gusanos airanos de El congreso de literatura.

P.D. Te mando una foto de Love y otra del congreso.

FERNANDA TRÍAS

Ya habrá terminado el congreso y estarán cruzando Pennsylvania en dirección norte. Imagino el auto en el que viajan como un pincel que va dejando una huella de color en una paleta que va desde el blanco sucio de la nieve, al borde de la carretera, a ese café indefinido de los árboles en invierno. Ya me refutarás… Y tenés razón sobre las burbujas de interés. Se corre el riesgo de estar hablando solos. Justamente por eso me gusta leer cosas muy disímiles al mismo tiempo. Echar cuantos ingredientes –vitales, literarios, artísticos– haya y dejar que cuajen solos, como un monstruito que se va gestando en la oscuridad.

Retomo lo que decías en tu primera carta, confiar que todo alimentará la escritura. Antes leía un solo libro hasta terminarlo. Ahora hago un verdadero «sancocho» de lecturas. Pero no voy saltando sin ton ni son; hay un método -no planeado- que se parece a un cambio de intensidades. En este momento estoy leyendo a la vez dos libros de cuentos, uno de divulgación científica y uno de ensayos literarios. Los cuentos, a la vieja usanza, solo puedo leerlos de una sentada, incluso si son muy largos. Y si un cuento cumplió su función (si logró la unidad de efecto) no puedo pasar a otro de inmediato, sino que necesito cambiar de velocidad e intercalar otra cosa antes de pasar al siguiente.

Ahora estoy escribiendo un cuento sobre xenotrasplantes (trasplantes de órganos entre especies distintas). Como ya sabés, trabajé muchos años como traductora médica y uno de los temas sobre los que más tuve que traducir fueron los trasplantes. Hace poco se murió el segundo paciente que recibió un trasplante experimental de corazón de cerdo. Rechazo del injerto. Se llamaba Lawrence Faucette y tenía cincuenta y ocho años. Vivió

seis semanas con el corazón de cerdo, el primer paciente, dos meses.

Esta tarde leí el cuento «Scars» de Bora Chung (Cursed Bunnies), una autora que sé que te entusiasma. Ese cuento en particular me generó conflicto. No me gusta la violencia explícita, sobre todo cuando se siente gratuita. ¿Influencia Netflix?, ¿morbo juvenil? Aclaro que tampoco nunca me gustaron las películas de terror sangrientas; el único terror que tolero es el psicológico. Pero, como dice Piglia, se lee desde donde se escribe, y las críticas entre escritores al final no son más que una declaración de poética. Hay otro cuento en ese mismo libro, por el contrario, que me gustó mucho, justamente porque se mueve en el terreno de lo no dicho y de la ambigüedad. Una mujer despierta ciega tras lo que parece ser un accidente automovilístico y es guiada en la oscuridad por una voz y unos dedos desconocidos. El cuento se llama «The Frozen Finger» y es una especie de gastlighting en el infierno.

Anoche fui a cenar con Katya Adaui, que te manda un abrazo, y aprovechamos para recordar que nos conocimos en 2014 en Santa Cruz de la Sierra, en el encuentro de escritores que vos ayudaste a organizar. No nos cansamos de recordar anécdotas de ese viaje, inolvidable en todos los sentidos. Cuando la combi se varó y quedamos a merced del diluvio en plena Chiquitanía; creímos que el río iba a crecerse, arrastrando la camioneta llena de escritores -en aquel momento todavíajóvenes. Selva Almada demostró ser capaz de leer sin marearse en la camioneta en marcha, y al llegar al hotel, Luciano Lamberti contó historias de guacas y luz mala mientras la tormenta arreciaba sobre nosotros. Confieso que arriesgué mi vida al saltar a la piscina en plena tormenta de rayos, pero no fui la única. Desafiamos el destino y estamos aquí para contarlo. Como

«Tampoco nunca me gustaron las películas de terror sangrientas; el único terror que tolero es el psicológico. Pero, como dice Piglia, se lee desde donde se escribe, y las críticas entre escritores al final no son más que una declaración de poética»

prueba de que todo aquello ocurrió, están los diplomas que nos dieron en San José de Chiquitos de Ciudadanos Ilustres. ¿Eso nos hace paisano?

EDMUNDO PAZ SOLDÁN

Ya estoy de regreso en Ithaca. Me he pasado la noche preparando una clase sobre el diálogo en la ficción, mañana discutiremos dos cuentos maravillosos, uno de Rubem Fonseca («La grabadora») y otro de Bolaño («Detectives»). Estoy dando un taller de escritura creativa, trece alumnos, el primer día les pregunté cuántos habían escrito antes y solo una levantó la mano. Han pasado cinco semanas y es fascinante ver cómo algunos captan todo intuitivamente. No todos se enganchan, lo cual se entiende, pero basta que unos cuantos lo hagan para que se justifique el curso.

Del congreso en Filadelfia me quedó dando vueltas la charla de un profesor de NYU, Zeb Tortorici, que trabaja con el tema de lo obsceno en el período colonial. Por ejemplo, en archivos del siglo XVIII de la Santa Inquisición en

México que mencionan que los inspectores han decomisado 200 litografías francesas descritas como «obscenas», ¿qué ha pasado con esas litografías? ¿Cómo se trabaja con archivos de este tipo? El tema es complejo y apunta a cómo reconstruimos el pasado a partir de retazos, manuscritos borrosos, ausencias en el registro histórico. Zeb es también activista, y recorre mercados de pulgas en México en procura de conseguir materiales obscenos y pornográficos de otras épocas. La parte más fascinante vino al final, en la sección de preguntas y respuestas, cuando alguien le preguntó qué hacía cuando se topaba con, por ejemplo, fotos sexuales de menores. Contó que, con otros activistas, compraba esos materiales para sacarlos de circulación, para evitar que los comprara gente para su disfrute.

Luego la charla se puso muy personal y nos contó de cuando uno de los que le vende estos materiales le dijo que le había llegado una foto porno de alguien muy parecido a él. «Era yo», nos dijo Zeb, y nos habló de los días en que hacía el doctorado y respondió a un anuncio que pedía modelos para fotos porno. Me encanta cuando en medio de un congreso académico se producen estas revelaciones. El discurso académico está muy coreografiado y estilizado, lo mismo la escritura académica: el logos impera y se esfuerza por cubrir otro tipo de pulsiones. Hay diferencias, por supuesto, entre la escritura literaria y la académica, pero la académica es, debe ser también una forma de escritura creativa.

Me quedé sin tiempo para hablar de Bora Chung. Tienes razón, es una

escritora con gran variedad de registros. Acabo de leer su nuevo libro de cuentos, Your Utopia, que es de ciencia ficción, y me da la sensación de que si quisiera escribir una novela romántica lo haría bien.

Yo creo que sí somos paisanos, Fernanda: es lo mejor que salió de ese encuentro inolvidable en Santa Cruz. Muchos saludos a Katya. Y ahora sí, de regreso a preparar la clase (y quiero leer un cuento sobre xenotransplantes). Un abrazo, Edmundo

SEGUNDA VUELTA

La involuntariedad de la ficción

No gozan de excesiva reputación los libros escritos por encargo, considerados casi siempre —y hay ejemplos abundantes para ratificar la percepción— como obras meramente alimenticias en las que sus autores ponen más oficio que talento, espoleados por el objetivo de cumplir con el encargo en el plazo previsto y cobrar los emolumentos preceptivos y no por la vocación de dar a imprenta un texto susceptible de aportar un nuevo hito a su trayectoria. Y aunque, como ocurre siempre, haya excepciones que contradicen la norma y existan en la larga historia de la literatura ejemplos de necesidades editoriales que dieron como fruto volúmenes estimables, es cierto que rara vez se terminan convirtiendo este tipo de encomiendas no ya en piezas irrenunciables dentro de la bibliografía de sus firmantes, sino en frutos dignos de interpretarse como hitos de un lugar y un tiempo y, en consecuencia, elementos merecedores de ocupar un puesto destacado en los anaqueles de la posteridad. No sé si el lector medio español tiene en la cabeza el nombre de Juan José Saer (Serodino, Argentina, 1937-París, 2005) cuando se trata de pensar en la literatura hispanoamericana reciente, por más que Martín Kohan lo considere el escritor más relevante de Argentina después de Borges; o que Ricardo Pigilia lo situase, junto a Manuel Puig y Rodolfo Walsh, como uno de los más firmes exponentes de las vanguardias que fueron viendo la luz en el país sudamericano tras la irrupción del todopoderoso y omnipresente autor de El Aleph. Los medios y la crítica situaron su figura en los márgenes menos accesibles del boom y tampoco contó con una gran editorial que respaldara el conjunto de su obra ni erigiera su nombre sobre el pedestal en el que ya iban brillando algunos de sus contemporáneos más recurrentes. Su primer libro, En la zona, apareció en 1960. Era un

volumen de relatos de resultado irregular, pero en el que ya se presagiaba el gran escritor que terminaría siendo, y concluía con una pieza, «Algo se aproxima», que al cabo del tiempo se revelaría como el elemento seminal de un proyecto narrativo que quizá en aquel tiempo ni él mismo vislumbraba. Los títulos que fue publicando posteriormente —entre ellos, las novelas Cicatrices, El limonero real y, sobre todo, Nadie nada nunca, que partía de los preceptos propios del género negro para embarcarse en un experimento multiperspectivista con el telón de fondo de la dictadura militar argentina— le granjearon respeto y reputación, pero no celebridad. Tal y como recuerda Alan Pauls, a mediados de la década de 1980 su obra gozaba de una solidez que quedaba fuera de toda duda y contaba con las bendiciones de los prescriptores académicos —los planes de estudio universitarios contemplaban la lectura de sus narraciones—, pero no era el suyo un nombre que circulara entre una gran masa de lectores. Por norma general, ese grupo informe y heterogéneo que para abreviar denominamos «el público» ignoraba su existencia. En esa época Saer andaba a punto de alcanzar el medio siglo y ni siquiera había contado con un sello que confiara en él tanto como para publicarle más de un libro. Fue en ese momento cuando encontró en España un balón de oxígeno que se concretó en la obtención del premio Nadal con La ocasión —una novela ambientada en la Pampa en la que se entremezclaban la supuesta locura de su protagonista con la fiebre patriótica que origina el nacimiento de una nación— y en la amistad con el editor Alberto Díaz, que gobernaba entonces el timón de Alianza y era, además, uno de sus lectores más devotos.

Movido acaso por la vocación de demostrar la fiabilidad del compromiso, de exhibir su voluntad de comen-

«Tanto el título del libro como el subtítulo que lo completa, Tratado imaginario, esconden una declaración de intenciones que se evidencia en las primeras páginas y que no pudo pasar inadvertida para quienes ya estaban iniciados en los postulados de su autor»

«No resulta baladí el hecho de que tanto este propósito con el que nació el libro como el modo en que él decidió abordarlo constituyan, en ejemplo, la muestra más acabada de la convicción que orientó toda su obra y que se basaba en la carencia de una actitud dogmática en cuanto a las convenciones genéricas: un texto narrativo es un todo orgánico en el que cabe todo aquello que el texto precise para encontrar su rumbo y encauzarse; una narración se parece, en resumidas cuentas, a un río, y debe comportarse como tal y perder el miedo a arrastrar en su caudal cuantas impurezas aparezcan en las orillas, firme e irredento en su objetivo de verterse en el mar»

zar a abrir juntos un camino consistente que partiera de los predios ya explorados para aventurarse en busca de lo que pudiese estar por venir, Díaz encargó a Saer que escribiera un libro. No uno cualquiera, sino un ensayo en torno a lo que en el corpus saerano, y en atención a lo que permitía vaticinar su primer libro, se denominaba «la zona» y venía a delimitar ese espacio en el que el autor venía ambientando el grueso de su obra narrativa, un universo medio real y medio imaginado en el que se fundían detalles evidentes de su provincia natal con otros inventados que, de algún modo, explicaban la naturaleza de la localización mejor que aquéllos que le pertenecían por derecho. Ese propósito original, sin embargo, sufrió una variación que quizá no influyó de manera determinante en el fondo —luego explicaremos por qué—, pero que sí revestía un tono ciertamente drástico en el aspecto puramente formal, entendiendo como tal lo que atañe no al contenido de la obra, sino a su envoltorio. El éxito en aquellas fechas de ciertos libros que versaban en torno a ríos, y entre los que brillaba con especial fulgor El Danubio de Claudio Magris —epítome de la literatura europea entendida no como la que se escribe en el ámbito geográfico del continente, sino la que se eleva sobre las diversas idiosincrasias nacionales y sociales para encontrar en esa amalgama una suerte de ámbito intelectual común—, provocó que la encomienda se alejara de su medianamente abstracto propósito inicial para orientarse hacia un fin más concreto: un ensayo que se ocupara del Río de la Plata y explorara —eso sí, desde la óptica que Saer tuviera a bien emplear— cuanto pudieran dar

de sí su cauce y su caudal, sus flora y su fauna, sus límites y sus meandros.

Seguramente el editor fue consciente desde el primer momento de que Saer no se atendría a lo pactado, o al menos de que abordaría el tema desde un punto de vista lo suficientemente singular como para conjurar el riesgo de que el encargo terminara convirtiéndose en una especie de guía turística trufada de elementos más o menos literarios que justificaran su razón de ser. Incapaz de acomodarse a los reglamentos que se dictaban desde los estamentos eruditos para dictaminar las lindes de los géneros —tuvo incluso la humorada de poner como título El arte de narrar a su único libro de poemas—, y por más que adoptara frente al reto una metodología original en él que quizá tuvo tintes preventivos —lo escribió directamente a máquina, cuando lo normal era que pergeñara a mano la primera versión antes de pasarla él mismo a limpio—, el escritor encontró en el contrato por el que se comprometió a terminar el libro una coartada para coartar su cartografía íntima y se embarcó en un proceso de escritura que ni se atuvo a parámetros prefijados ni evitó las osadías.

De hecho, tanto el título del libro como el subtítulo que lo completa, Tratado imaginario, esconden una declaración de intenciones que se evidencia en las primeras páginas y que no pudo pasar inadvertida para quienes ya estaban iniciados en los postulados de su autor. El Río de la Plata, que nace en la confluencia del Paraná y el Uruguay, viene a ser en realidad un estuario o golfo —un «no río», en definitiva— al que Domingo Faustino Sarmiento

llegó a definir como «un río sin ribera». La referencia no es gratuita. Además de político, militar, profesor y periodista, Sarmiento fue un escritor excelente que en 1845 publicó un libro, Faustino, en el que convertía su exploración de la figura del caudillo riojano Faustino Quiroga en una suerte de tratado totalizador sobre la Argentina y sus diversas idiosincrasias. Saer viene a tomar esa obra como modelo para trasladar, a su modo, el mismo espíritu a las páginas que se trae entre manos: si en la personalidad de Quiroga, en sus miserias y sus gestas, cabía un relato capaz de condensar las esencias más definitorias de una nación poliédrica desde su mismo origen, también el Río de la Plata se puede erigir en eje vertebrador de una teoría tan peculiar que evita los apriorismos y carece del menor empeño por hallar una conclusión definitiva; un periplo en pos de un punto de fuga que quizá no exista y en el que lo personal se funde con lo colectivo y la imaginación o las elucubraciones están legitimadas para llegar a todo aquello que se escabulle de la percepción de lo real.

No es un viaje literal lo que Saer propone en El río sin orillas, y tampoco nos hallamos ante una inmersión teórica en los conceptos que, desde la geografía o la sociología o la política, podrían explicar las razones por las que el Río de la Plata es susceptible de constituir un resumen o un esquema o un epítome de la Argentina en su conjunto. En el terreno literario, a ese recurso cuyo fundamento radica en tomar la parte por el todo se le da el nombre de sinécdoque, y es una gran sinécdoque la que, línea a línea, va pergeñando Saer a través de un viaje en el que lo que reviste trascendencia no es su sentido estricto —me refiero a la narración de los desplazamientos físicos del escritor en torno al, llamémosle así, objeto de su estudio—, sino el ejercicio introspectivo que transforma el periplo en reflexión, un trance divagatorio que se presenta como casual pero en verdad se imbrica con el propósito último con el que a partir de cierto momento parece el escritor guiar su empeño: convertir el Río de la Plata, y con él la Argentina al completo, en una exposición de su poética.

La apariencia, de hecho, es la de un relato, único modo de abordar lo que a fin de cuentas no es otra cosa que la historia de un territorio sin historia. Un relato que se escribe en primera persona del singular y aúna la experiencia personal con los hechos del pasado que han quedado inscritos en los libros y los testimonios orales que dan cuenta de rumorologías y leyendas. Una combinación de elementos no ficticios que arrojan como resultado, claro, una ficción que el propio Saer se apresura a calificar como involuntaria, por más que su querencia a los juegos de espejos dé que pensar que esa disculpa no pedida encierra, como suele ocurrir, una autoacusación manifiesta. No resulta baladí el hecho de que tanto este

propósito con el que nació el libro como el modo en que él decidió abordarlo constituyan, en ejemplo, la muestra más acabada de la convicción que orientó toda su obra y que se basaba en la carencia de una actitud dogmática en cuanto a las convenciones genéricas: un texto narrativo es un todo orgánico en el que cabe todo aquello que el texto precise para encontrar su rumbo y encauzarse; una narración se parece, en resumidas cuentas, a un río, y debe comportarse como tal y perder el miedo a arrastrar en su caudal cuantas impurezas aparezcan en las orillas, firme e irredento en su objetivo de verterse en el mar. De ese modo, la narración imbrica toda suerte de componentes autobiográficos, geográficos, históricos, indagatorios, sin perder el punto de vista que alerta de la subjetividad de lo contado al tiempo que se reafirma en su vocación objetiva, supuestamente avalada por la mención a otras crónicas viajeras, pero que se pone en duda desde el momento en el que el Río de la Plata se revela —y he aquí la explicación de por qué la modificación en la naturaleza del encargo no debió de modificar en exceso su intención primera— como una zona de paso en la que aquello que se considera real e irrefutable se ve continuamente cuestionado por esa ficción involuntaria que lo reformula y lo altera, lo que en esencia viene a ser una traslación de las premisas a partir de las cuales construyó Saer el fundamento de sus propias novelas. Es el mismo proceso, tan presente aquí, que sigue el mito para incidir sobre la historia, otorgándole un nuevo relieve y condicionando sus interpretaciones y, por tanto, cuestionándola. Alcanza así su pleno significado el subtítulo Tratado imaginario, que Saer muy sabiamente quiso incorporar a la cubierta como aviso a navegantes: este viaje por las orillas inexistentes del Río de la Plata, ese transitar por su condición de metáfora de un país entero, es tan irreal como al cabo lo es el propio territorio que describe, conformado por lo que efectivamente es, pero también por la suma de percepciones que sobre él se vierten y por el imaginario que, en consecuencia, forma parte insoslayable de su historia y su presente. Igual que Sarmiento tomó la figura de un caudillo militar como punto de apoyo desde el que afianzar su particular narración de la Argentina, Saer se ancla al río para brindarnos un relato que obedece a una visión íntima e intransferible, pero cobra también una validez universal, una exploración de un territorio cuyas lindes, concretas sólo en apariencia, se terminan enredando en la irrealidad de lo difuso. El río sin orillas nació como un libro de encargo, pero se terminó convirtiendo en una lección magistral.

Flores eternas

(Sobre La plaza del

Diamante

)

«Me pesan todos estos años inútiles, desmoralizadores, pero me vengaré. Haré que sean útiles, estimulantes, que tiemblen mis enemigos. A la menor ocasión volveré a hacer una entrada de caballo siciliano. No habrá quien me pare», escribía Mercè Rodoreda en una carta a su amiga Anna Muria en 1945, cuando la autora contaba con treinta y siete años y todavía no era la Mercè Rodoreda que conocemos hoy, sino una promesa de la literatura en lengua catalana que había tenido que huir de Barcelona en 1939 sin haberse visto especialmente implicada en el conflicto —según contó en el programa de televisión A fondo , simplemente había escrito en catalán y colaborado con algunas publicaciones de izquierdas—. Hija de burgueses y nieta de un abuelo catalanista muy amante de la literatura —tanto que hizo poner en el jardín de la casa familiar una estatua de Jacinto Verdaguer—, al exiliarse la escritora dejó atrás a un hijo pequeño, un matrimonio malogrado que acabó en divorcio y una carrera literaria en ciernes cuyos títulos — Soc una dona honrada?, Del que hom

Fuente: wikicommons

no pot fugir, Un dia de la vida d’un home, Crim y Aloma — fueron repudiados posteriormente casi en su totalidad. La autora alegó que eran fruto de las prisas y de un excesivo afán de reconocimiento. Solo se salvó Aloma

Lo que Mercè Rodoreda pensó que serían solo unos meses fuera de Barcelona se prolongó media vida repartida entre distintas ciudades francesas y, finalmente, Ginebra. Cuando consignó la carta con la que abro esta semblanza, aún le quedaban quince años para abordar la novela que la convertiría en mundialmente famosa, La plaça del Diamant (La plaza del Diamante), escrita febrilmente entre febrero y septiembre de 1960 en Ginebra, frente a una montaña que, según sus propias palabras, lucía fea, con unas calvas que hacía que pareciera enferma. En el prólogo, añadido cuando el libro se convirtió en un fenómeno editorial, la autora afirma: «Trabajaba cegada; corregía por la tarde lo que había escrito por la mañana, procurando que, a pesar de las prisas con que escribía, el caballo

La plaça del Diamant cuenta la historia de Natalia, una joven huérfana de madre y con un padre que, desde que se volvió a casar, se desentiende de ella. Natalia va por el mundo como un pajarillo al que lleva el viento, sin asidero, sin saber qué le conviene hacer ni qué desea. «Mi madre muerta hacía años y sin poder aconsejarme y mi padre casado con otra. Mi padre casado con otra y yo sin madre, que sólo había vivido para cuidarme. Y mi padre casado y yo jovencita y sola en la Plaza del Diamante», repite varias veces la narradora en un primer capítulo que constituye uno de los mejores arranques de la narrativa española de todos los tiempos, donde lo externo está absolutamente fundido con lo interno y se despliega a la manera de un paisaje impresionista que absorbe, y ocupa, a una protagonista que parece flotar en las circunstancias o esperar a que la rifen, de la misma forma que a las cafeteras en el baile de la Plaza del Diamante. Allí su vida va a cambiar para siempre tras conocer al Quimet, su futuro marido y fuente de innumerables desdichas. A partir de su noviazgo, no habrá nada que Natalia pueda decidir, ni siquiera el que la llamen por su nombre. Se convertirá en Colometa, un apelativo que entraña un destino y una simbología que adquirirá cuerpo en el libro cuando Quimet decida montar un palomar en la terraza de la vivienda familiar y dejar acceder a las palomas hasta el piso. Natalia ya no podrá usar su terraza y tendrá la casa invadida de palomas, de los frijoles con los que las alimentan, de sus cacas y sus arrullos. La agobiante situación funcionará como un heraldo. Con la guerra civil, Colometa perderá a su marido y casi morirá de hambre, aunque al final, y de manera milagrosa, conquistará un territorio propio.

Gracias a La plaça del Diamant Rodoreda obtiene un reconocimiento mundial, con traducciones a más de cuarenta

idiomas. Curiosamente, no es esta cumbre de la literatura en lengua catalana la que se llevó más galardones, sino la siguiente, El carrer de les Camèlies (La calle de las Camelias), que obtuvo el Premio Crítica Serra d’Or de novela, el Premio Sant Jordi y el Premio Ramon Llull. Aunque El carrer de les Camèlies no es mejor que La plaça del Diamant, se trata igualmente de una narración maravillosa, de altísimo nivel, en la que el tema de la desposesión constituye una premisa más absoluta, como si con Natalia la autora no hubiera podido ir hasta el final de lo que significa no tener nada. Aquí la heroína es Cecilia, abandonada siendo niña en una bonita casa con jardín de la que, incomprensiblemente, se escapará para vivir en una chabola y luego como la querida de unos hombres de los que dependerá hasta la náusea, lo que dota a la novela de un carácter alucinado y perverso.

En lo que constituye su segunda obra maestra, Mirall trencat (Espejo roto), la desventaja social de una de sus protagonistas, Teresa Goday de Valldaura, se convierte en una fortaleza gracias a un instinto vital envidiable. Teresa, que es una humilde pescadera, se desclasa casándose con un viejo rico, y la novela se convierte entonces en un retrato de la alta burguesía catalana con varios personajes principales que abarcan tres generaciones. La narración comienza morosamente, sin rebasar los usos y costumbres de los pudientes, y hacia la mitad comienza la magia gracias a los nietos de la matriarca, Jaume, Ramon y Maria, que se adueñan de la novela a partir de dos hechos trágicos, ambos acaecidos en un magnífico jardín cuajado de flores dotadas de enorme simbolismo —la autora amaba las flores y dejó constancia de ello en sus libros—.

Rodoreda tiene otras obras muy notables, como La meua Cristina i altres contes (Mi Cristina y otros cuentos) o La mort y la primavera (La muerte y la primavera), pero las mejores son las tres reseñadas aquí, que a mí me han brindado horas de absoluta dicha. Invito a los lectores que aún no se han acercado a la escritora a que corran a hacerse con alguno de estos libros. No se arrepentirán.

por Elvira Navarro no se me desbocara, aguantando bien las riendas para que no se desviara del camino. [...] Fue una época de una gran tensión nerviosa, que me dejó medio enferma». Y la fuerza de esa escritura tan imperativa tras los larguísimos años de exilio, que conllevaron periodos de parálisis literaria —necesidades económicas y enfermedad mediante—, pero también un largo proceso de aprendizaje —Rodoreda compuso poemas, cuentos y algunas novelas— llega con la misma intensidad al lector de 2024, sin haber envejecido un ápice. La narración es toda músculo, tensión, vibración poética y vital con un lenguaje salido del corazón mismo de Colometa, o más precisamente de su brutal desposeimiento, que es contado con un vigor tal, de una manera tan particular e innegociable, que todavía hoy resulta asombrosa. Cuando una obra logra semejante maestría, la sensación que deja su lectura es la de una inexplicable perfección.

Vocación gremial de los personajes

Uno de los primeros recuerdos que tengo de mis padres es una huelga. Hay otros, más fragmentarios, breves episodios en el patio de la casa de una abuela, subiendo las enormes escaleras del edificio donde vivía la otra abuela, vestido con el uniforme del equipo universitario de fútbol donde jugaba mi padre, en las gradas del estadio, viendo a lo lejos el movimiento de la pelota. Pero el recuerdo de la huelga es quizá el primer relato, la primera memoria en forma de narración.

En aquellos años, la Universidad Autónoma estaba bajo algún asedio político, y la plantilla de trabajadores, mi madre y mi padre incluidos, tomaron por asalto los diversos edificios de cada Facultad. Recuerdo, entonces, noches largas paseando entre las aulas vacías, durmiendo en la oficina de la dirección, jugando en los jardines, asomado a través de las barricadas que entre todos levantaron a la entrada del edificio con escritorios, pupitres, armarios. Me escondía entre los muebles de aquella trinchera y me asomaba espiando hacia el otro lado la posible llegada de aquel enemigo que nunca vino, pero que siempre estaba.

No he logrado calcular cuánto tiempo duró aquel sitio, pero lo recuerdo como una larga noche que atravesamos entre conversaciones de los huelguistas, sueño interrumpido y juegos que tenían como escenario los pasillos, los salones y los jardines casi vacíos. Lo que sí recuerdo con intensidad es aquella comunidad constante, de grupos que se reunían y hablaban durante toda la noche, un cuerpo múltiple, hasta que llegaba un amanecer que yo nunca podía ver porque en algún momento caía dormido.

He regresado a aquella experiencia hace unas semanas, mientras escribía la nota final para la reedición de mi primera novela, Anatomía de la memoria , donde la idea de esta

voluntad gremial de los personajes comenzaba a cobrar forma. Ahora, con más calma, encuentro este segundo origen, al que probablemente se irán uniendo otros.

Es entonces que me vienen a la mente algunos libros que me resultan indispensables y en los que el peso protagónico no recae en un individuo, aunque individuos hay, sino en un conjunto agremiado en torno a una idea, un acontecimiento, un espacio. Pienso, por ejemplo, en Caterva , de Filloy, aquellos linyeras bajo el puente, hablando sobre cualquier cosa, rodeados, inmersos, en el margen que son ellos mismos, pensando juntos, como una sola cabeza, pero al mismo tiempo dividida, coral, diversa. Pienso en Las puertas del paraíso , de Jerzy Andrejewski, la marcha de los niños hacia la tierra santa atravesando bosques y memoria en una sola costura de principio a fin y que siempre me lleva al mito del flautista de Hamelin, otra historia colectiva. Entonces veo un cuerpo con muchas piernas, brazos, bocas, que se cruzan entre sí mediante las cuerdas de la memoria y el deseo. Me viene a la mente la novela de Elena Garro, Los recuerdos del porvenir , donde incluso la entidad del pueblo mismo, ese cuerpo múltiple, Ixtepec, habla y percibe al otro personaje colectivo, la gente, los habitantes, tejidos en una red a veces imperceptible, pero inseparable. O muchos de los libros de David Toscana, como La ciudad que el diablo se llevó o Santa María del Circo o El peso de vivir en la tierra , donde un grupo de borrachos festivos deambula por ciudades en ruinas, restos de una vida que persiguen fervientemente ahí donde sea que se esconda. Y, desde luego, Bolaño, Fernando del Paso, Larva , de Julián Ríos o La nave de los locos , de Cristina Peri Rossi.

Pienso en esos personajes gremiales y pienso en los huelguistas de la universidad, entre los que estaban mi padre y mi madre: individuos concretos, a quienes yo iba descubriendo en mis primeros años de vida, inmersos en medio del grupo que se movía y actuaba como un solo cuerpo diverso. Es decir, el grupo no como una unidad, no como una uniformidad, sino como un ser múltiple, contradictorio y

constante. Quizá por ello me interesan tantos los monstruos y, entre ellos, el múltiple ser, y a la vez profundamente individual, que es la Creatura, en la novela de Mary Shelley. No es un interés sociológico, sino una duda constante sobre lo que significa ser y sobre el peso de la identidad cuando se enfrenta, convive, comparte, con otras identidades. La memoria no es la memoria de uno, sino la contradicción que emerge en el relato cuando se pone al lado de otros relatos semejantes que, a su vez, solo existen con otras tantas memorias ajenas.

Quizá es por eso que me he inclinado casi siempre por escribir relatos donde, aunque hay individuos, el peso recae sobre un grupo de gente, porque en el fondo, creo, me interesa cómo es uno cuando es con los otros.

Creo que fue el grupo, aquel grupo de huelguistas en la Universidad, el que me permitió en aquellos años comenzar a conocer a mis padres, sus convicciones políticas, su ser más allá de mí, su vida más allá de su función de padres. Un recuerdo que me ha permitido, a lo largo de los años, seguir conociéndolos: vuelvo a aquellas noches de huelga, consignas y barricadas y encuentro el punto de fuga de algunas de sus ideas, de sus comportamientos, de sus modos de estar en el mundo, como si algunas de las cosas perdidas de su identidad solo pudiera encontrarlas más allá de mí, más allá del nosotros familiar, y tuviera que ir a buscarlo ahí, en la huelga, o más allá, en el bar, o en el corro después del partido de fútbol, esos universos ajenos donde en el grupo, ellos, como individuos, eran al mismo tiempo lo que yo conocía y otros diferentes, desconocidos, misteriosos.

Sigo buscando esos personajes gremiales en los libros que leo y en los proyectos a los que me dedico y, sobre todo, a mi alrededor, donde creo que la idea de colectividad es cada vez más gregaria, cada vez menos múltiple, o donde lo múltiple se orilla, mediante el mercado y el consumo, a una individualidad solitaria, aislada, lejos de cualquier amparo.

RUMBO A LA FIL: LA INVENCIÓN DEL MOLE

Los ocho días que pasé en Guadalajara se me fueron desordenando en la memoria apenas sucedían. No sé si fue el jet lag, la solución de aguas herbales con la que nos rociaban al entrar en el pabellón, las decenas de rostros nuevos y los tantos nombres que tuve que asociarles, la impresión que me causó aquel mural prometeico de José Clemente Orozco un mediodía que me escapé a callejear y llegué hasta el Hospicio Cabañas, o el mezcal. Un poco todo.

Decidí que me parecía bien, y aún más, decidí yo también revolverme el recuerdo de tal o cual encuentro, mezclar conversaciones y anteponerle a aquella respuesta que Valerie Miles me dio mientras curioseábamos en el stand de Sexto Piso una pregunta que Alejandro Morellón había lanzado el día anterior en el transcurso de un conversatorio en el auditorio 3. A fin de cuentas, es lo que hacemos los escritores de ficción: pensar para lo sucedido un tiempo causal que enmiende la casualidad cronológica, manipular sus formas hasta que adquieran contornos simbólicos, descoserle una grieta por la que pueda derramarse la parte inventada… con el propósito de comprender. Así que, aunque nunca se dio de tal modo, sino que es una memoria collage, deformada y reordenada y desplazada y reiluminada, me he relatado mi primera visita a la FIL como una peregrinación a una asamblea de brujos y chamanas, profetisas, delirantes y alquimistas.

El espacio ritual es el patio interior de un restaurante iluminado con antorchas. El altar, una mesa llena de platillos que van sirviendo unos camareros a los que les he cubierto el rostro con máscaras animales según la costumbre ceremonial del Mitraeum —como para invocar en el recuerdo que el español es un bastardeo del latín, y la literatura una forma acomplejada de hechicería—. A propósito de la comida, alguien menciona una obrita de teatro que Leonora Carrington escribió sobre la primera vez que se cocinó un mole. A ratos todavía sé que lo leí en un artículo delicioso de Karla Angélica Segura Pantoja en la revista Artes de México, que hojeé por primera vez de pie en ese stand chiquito en el que cabe el espíritu del país y su historia, pero me repito que fue por voz de Mateo García Elizondo que aprendí que el mole

pueden ser cien salsas distintas e igual se llaman mole, y que Carrington deformó también una leyenda —otra deformación— para oponer la espiritualidad coercitiva y hueca de los obispos a las formas más libres y sustanciosas que la británica educada por las monjas halló en México. Y me cuento que fue Mateo porque, desde aquel noviembre, no hemos dejado de conversar lo mismo sobre Leonora Carrington que sobre María Sabina, Grant Morrison y los tebeos de Hellblazer, Phil Hine, los cuentos de Mariana Enríquez, Kafka, el rav de Breslov.

La invención del mole ficciona un encuentro entre Montezuma (sic) y el arzobispo de Canterbury. El segundo llega invitado a la casa del emperador mexica como embajador del Viejo Mundo. Su diálogo retrata las diferencias teológicas entre lo que ambos representan, y vibran en él la fascinación de la autora por la cultura del país de acogida y su anticlericalismo. Al anfitrión lo aturde que el arzobispo lidere una comunidad de creyentes cuando es un especulador incapaz de obrar prodigios.

De regreso de Guadalajara, cuando leí la obra completa, no pude evitar extender su sentido a lo literario. La superpuse como una transparencia sonora a la cena ritual. El texto de Carrington hablado por Mateo prende como un manojo de hierbas cuyo humo convoca otras voces e invita a pasar a los espíritus. La boca de Aniela Rodríguez habla relámpagos y truena norteño como si fuese una variación furiosa de ese Montezuma clamando contra el español tan «vacuo» e incapaz de obrar milagros que emplean los arzobispos de la literatura, contra las narraciones que reservan para el feligrés un papel «pasivo», y nos reclama que hagamos llover un idioma que exprese «nuestros deseos, nuestras pasiones, nuestra profunda sed de maravillas». Lo que ella dijo, también en el auditorio 3, fue que había que hacer trizas el idioma y reconstruirlo en la escritura. Para que vuelva a tener sentido

después de atravesar sus propias tinieblas —escuché, como un susurro junto a mi oído, esa frase que Paul Celan pronunció en Bremen, aunque no viniese del todo al caso—.

A la asamblea también ha peregrinado Camila Fabbri, aunque apenas intervenga. Escucha, observa. En cierto momento me doy cuenta de que me mira con curiosidad y me pregunto si será porque yo tampoco hablo demasiado, pero enseguida me convenzo de que se debe a que ha escuchado en mi cabeza el eco del poeta muerto. Podría ser. De todos cuantos nos encontramos allí, si alguien puede escuchar a través de la carne o ver lo que no está es quien ha escrito unos cuentos como los que conforman Estamos a salvo. Gonzalo Baz —aunque no sé si a él Carrington le interesa especialmente, si la tiene leída, tengo que preguntarle un día de estos— salmodia con acento montevideano y como deseo profético la línea que la autora anglomexicana escribió para dar pie al desenlace: «Usted será simplemente asimilado, absorbido por estos reales príncipes…». Es la forma refinada que el huey tlatoani emplea para anunciarle al burócrata de la fe que para cenar tomarán su carne regada con una salsa especiada y picante: el mole.

A partir de ahí le pierdo las riendas a la conversación, alguien aúlla de la risa —o es la bruja Tlaxcluhuichiloquitle que cacarea desde La invención del mole—, según el día interviene Andrea Chapela, mucho más cabal que el resto, o es Morellón quien acaba de incendiarla con una ocurrencia. Se me cruzan ya sin remedio las voces y los acentos, mi castellano veteado de catalán con el español más bien rosarino que habla Camila, las expresiones chilangas de Mateo, el tintineo neoyorquino en las frases de Valerie…

Y así me queda en la memoria la FIL de Guadalajara, como una conversación apasionada, una celebración solsticial del español diverso, un aquelarre de la literatura insumisa.

YOLANDA OREAMUNO: LA RUTA DE SU REBELIÓN

El costumbrismo, regionalismo, o narrativa vernácula, fue en América Latina un derivado del realismo europeo, así como la literatura de denuncia, el indigenismo y la novela bananera, lo fue del naturalismo.

Los regionalistas vernáculos, que pertenecían a un ámbito cultural urbano, o provinciano, veía al mundo rural como un territorio ajeno y romántico, una arcadia tropical donde la pobreza y el atraso tenían una virtud estética, y que en los relatos costumbristas era tan libresca como para que en las bodas de los campesinos se brindara con champaña del mejor.

A la llegada del modernismo a finales del siglo diecinueve, con toda su imaginería francesa, se dio en Costa Rica una polémica en los periódicos, entre los defensores de la literatura cosmopolita, de lenguaje culto, y los defensores de la literatura vernácula, de lenguaje criollo. Para unos, la narración tenía que alejarse de los escenarios locales y buscar los europeos, París, sobre todo; y los costumbristas se apegaban al infaltable paisaje vernáculo de ranchitos idílicos, y al habla no menos vernácula. Mientras tanto la literatura, como expresión individual, no estaba en ninguna de las dos partes.

Esta polémica, cuyo tema envolvió a muchos escritores latinoamericanos en aquel entonces, puede ser útil para medir las creencias estéticas de la época. Ricardo Fernández Guardia, en el bando de «los parisienses», dice: «Por lo que hace a mí, declaro que el tal nacionalismo no me atrae ni poco ni mucho. Mi humilde opinión es que nuestro pueblo es sandio, sin gracia alguna, desprovisto de toda poesía y originalidad que puedan dar nacimiento siquiera a una pobre sensación artística».

Si el bando cosmopolita negaba calidades artísticas al mundo campesino, los regionalistas creían que es allí donde había que ir a buscarlas, en la impecable inocencia de la arcadia rural. Pero, en ambos casos, la visión es del todo patriarcal: por un lado, la literatura sólo se concibe

desde lo culto, que es necesariamente académico; por el otro, sólo es válida desde lo folclórico, el mundo campesino visto como un país extranjero.

La discusión tiene en ambos bandos relieves tan marcadamente europeos, que los criollistas costarricenses ponen de su parte como alegato final, la tradición de Chateaubriand, maestro en apropiar lo vernáculo como arte, y de esta manera contradicen la afirmación de los cosmopolitas: «de una parisiense graciosa y delicada, pudo nacer la Diana de Houdon; pero vive Dios, que con una india de Pacaca sólo se puede hacer otra india de Pacaca».

Es en Centroamérica misma donde habría de nacer la visión modernista, que pasa por el refinamiento de lo culto; el cosmopolitismo parisiense, que va mucho más allá, hacia mundos lejanos, o artificiales. Rubén Darío diría más tarde: «Ha habido quienes critiquen la preferencia en nuestras zonas por princesas ideales o legendarias, por cosas de prestigio oriental, medioeval, Luis XVI o griego, o chino... Para ser completa y puramente limitados a lo que nos rodea, se necesita el honrado, el santo localismo de un Vicente Medina, o de un Aquileo Echeverría, el costarricense...».

Medio siglo después, es precisamente la costarricense Yolanda Oreamuno (19161956), quien busca enterrar aquella tendencia vernácula, ya agónica, cuando en 1943 escribe: «literariamente confieso que estoy HARTA, así con mayúsculas, de folklore. Desde este rincón de América puedo decir que conozco bastante bien la vida agraria y costumbrista de casi todos los países vecinos y en cambio sé poco de sus demás problemas. Los trucos colorísticos de esta clase de arte están agotados, el estremecimiento estético que antes producía ya no se produce, la escena se produce con embrutecedora sincronización, y la emoción humana ante el cansamiento inevitable de lo visto y vuelto a ver. Es necesario que terminemos con esa calamidad. La consagración barata del escritor folklorista, el abuso, la torpeza,

la parcialidad y la mirada orientadora de un solo sentido, que equivalen a ceguera artística».

El regionalismo era una manera parcial de ver la literatura, desde fuera de la literatura, como un asunto de color local, ajeno a la realidad, tal como ella lo señala. Se necesitaba que el mundo rural fuera visto desde dentro de la literatura misma, como llegaría a hacerlo Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955), bajar desde el balcón académico a mezclarse entre sus personajes, y dejar de contemplarlos como rarezas exóticas. Los escritores regionalistas, al escribir los diálogos en los que hablaban los indios, o los campesinos, colocaban los parlamentos entre comillas, como quien se pone guantes quirúrgicos para no contaminarse de un habla que les es ajena.

Y de esa literatura vernácula, donde el campesino es sujeto de contemplación antropológica, se pasó a la literatura de denuncia, que era también otra visión desde fuera de la literatura. Es la narración como instrumento político, manifiesto, panfleto, discurso, con propósito didáctico y remate moralizador, que se acerca al realismo socialista. La narrativa social empieza a contemplar el mundo rural ya no desde la perspectiva de lo pintoresco, sino desde la injusticia social y la explotación.

«A la llegada del modernismo a finales del siglo diecinueve, con toda su imaginería francesa, se dio en Costa Rica una polémica en los periódicos, entre los defensores de la literatura cosmopolita, de lenguaje culto, y los defensores de la literatura vernácula, de lenguaje criollo»

Contra esta escuela también rompe lanzas Yolanda Oreamuno, y la señala como igualmente agotada, y repetitiva. Para ella, la literatura sin dejar de ser crítica en su complejidad, es un acto permanente de búsqueda y de libertad, lejos de moldes preconcebidos.

Pese a su advertencia, el reinado de la narrativa vernácula siguió vigente en Centroamérica hasta bien entrados los años cincuenta, y el modelo dominante fue establecido por el salvadoreño Salvador Salazar Arrué (Salarrué) en su libro Cuentos de barro (1933), con una cauda de seguidores e imitadores. Si el modernismo seguía siendo la tendencia dominante en la poesía, el realismo costumbrista no terminaba de agotarse bajo la égida de Salarrué.

«El regionalismo

era

una manera parcial de ver la literatura, desde fuera de la literatura, como un asunto de color local, ajeno a la realidad, tal como ella lo señala»

La sociedad seguía siendo en muchos sentidos rural, pero la temática campesina permanencia atenida a un enfoque arcaico, que se volvía en muchos sentidos romántico, un territorio idealizado que separaba de manera tajante a la literatura de la realidad. Una realidad compleja y de diversas facetas, que sólo podía ser abordada desde una perspectiva nueva, en la forma y en el lenguaje, según la propuesta de Yolanda Oreamuno.

La escritura de ruptura, que pretendía abrir paso a la modernidad, había buscado ajustar cuentas con el modernismo en el campo de la poesía, cuando surgió en Nicaragua el movimiento de vanguardia en 1927, con el poeta José Coronel Urtecho a la cabeza, y aún antes, con Salomón de la Selva a la muerte de Darío. Y en la narrativa esta ruptura hallaría su cauce con la propia Yolanda Oreamuno, tanto en su única novela La ruta de su evasión , que ganó en 1948 en Guatemala el Premio del concurso centroamericano 15 de septiembre, como en sus relatos dispersos, publicados solamente después de su muerte. Una primera novela suya, Por tierra firme , escogida en 1940 por un jurado nacional para participar en el concurso continental promovido por la editorial Farrar & Reinhart de Nueva York, nunca fue publicada, y el manuscrito desapareció.

El fenómeno de Yolanda Oreamuno es singular, porque rompe no sólo con la tradición de una literatura que desde lo vernáculo venía a ser una representación de la sociedad patriarcal, sino que rompe también con la sociedad misma, y desde su vida, y desde su escritura, se enfrenta a los prejuicios de esa sociedad de la que termina exiliándose, primero en Guatemala, y después en México, donde habría de morir en la pobreza y el olvido, y donde permaneció sepultada por años en una tumba sin nombre.

Desde niña alentó la ambición de ser diferente y romper el molde social que la mujer tenía asignado entonces, cuando bajo las reglas patriarcales lo que se esperaba de ella era el papel de mujer hacendosa y fiel, dedicada al cuido del hogar. Romper con ese paradigma, luchar por

un espacio propio, sobrevivir como mujer divorciada, opinar en los periódicos, ser escritora, y todo eso fue parte de la vida de Yolanda, eran actos de ruptura intolerables, y la sociedad respondía con la marginación y el rechazo. Y cuando se desafía en voz alta al establecimiento, se termina pagando un precio.

El escritor costarricense Carlos Cortés empieza su novela de 1999, Cruz de Olvido, diciendo que en Costa Rica no ha vuelto a pasar nada después del big bang. Es una frase ingeniosa, que trata de figurar a una comunidad pacífica, sin altibajos, sometido a su serenidad republicana, esa vida de «labriegos sencillos» que exalta el himno nacional del país; pero ese carácter patriarcal de una sociedad formada originalmente por pequeños agricultores de café que se asentaron en la meseta central, organizada alrededor de una vida democrática y pacífica, y sometida solo de cuando en cuando a conmociones, se cerró al mismo tiempo en un estilo conservador de vida, del que Yolanda Oreamuno fue testigo y víctima .

Y ese es precisamente el tema de La ruta de su evasión , la familia patriarcal, a la cabeza de la cual se encuentra don Vasco, «que no usaba látigo con sus hijos ni con sus perros, pero tenía, eso sí, una latigante mirada, una latigante palabra, un latigante gesto de poder…». Es el páter familias tradicional, sólo que el relato está puesto en clave moderna, que trae a la literatura costarricense, en pleno auge del costumbrismo y del realismo social, el monólogo interior, las introspecciones, un lenguaje tan novedoso y desafiante como lo era el tema mismo de la novela.

Proust, Joyce, Virginia Wolf, que escasamente llegaban a las librerías de Costa Rica, como modelos de escritura de una mujer que a los 30 años explora caminos que contradicen la costumbre adocenada y se vuelve entonces más incomprendida, acusada, con burla, desde los campanarios provincianos de su país, de padecer de «proustitis». No en balde esta novela, que apareció publicada en Guatemala en 1949, no se editó en Costa Rica sino en 1969, rescatada por la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA).

La voz central de la novela la lleva Teresa, la esposa de don Vasco, quien narra su presente y su pasado, las vicisitudes de su matrimonio, y sus amores perdidos, y al mismo tiempo es el referente de las historias de sus hijos, que vive cada uno su propio drama. Teresa emprende el relato, que es el cuerpo mismo de la novela, a la hora misma de su muerte, un procedimiento que se adelanta más de una década al que utilizará Carlos Fuentes en La muerte de Artemio Cruz (1962).

«Si en verdad al morir toda nuestra vida regresa a merced de un violento recobrar de la memoria, aquello que estaba recordando era su vida, y lo que estaba viviendo era su muerte», dice Teresa en su reflexión, sometida a

la voluntad despótica del marido, una fuerza dominante sobre su vida, de la que es consciente pero no puede librarse y que se proyecta sobre sus tres hijos.

«Vivía ¡cómo se daba cuenta ahora que debía tascar el freno! en una sociedad en la cual una mujer sin marido —cuando lo consiguiera y lo perdió— es ser que jamás se reconstruye y, cuando no ha podido lograrlo, es objeto de burla para todo el mundo. ¡La solterona! Ella vivía amargada la más amarga de las vidas, peleaba a diario el sustento de sus hijos, pero no concebía que lo mismo que estaba haciendo, bajo los ojos desaprobadores de su marido, lo podría hacer sin él. No calculaba la tremenda fortaleza que derrochaba en comprimirse, en volverse nada, en bajar la frente, en soportar. Toda esa pujanza, libre de temores, autónoma, hubiera bastado y sobrado para alzar en los delgados hombros la casa, los hijos y el honor. Pero Teresa no entendía…».

Una reflexión como esta, en pleno siglo veintiuno, puede resultar poco novedosa cuando el feminismo ha llegado a ganar la fuerza que hoy tiene en el mundo. Pero en la Costa Rica de los años cuarenta, era escandaloso. En esa década la legislación social del país había dado un salto, un nuevo código del trabajo garantizaba los derechos fundamentales de los trabajadores, y se había creado un régimen de seguridad social. Pero los derechos de la mujer no eran parte de la agenda, y el voto femenino solo llegaría a ser posible en la década siguiente.

Pero La ruta de su evasión no sobrevive porque entra a tratar sin maquillajes el tema del sometimiento de la mujer dentro de la estructura cerrada de la sociedad patriarcal, y la autora, lejos de abordarlo como un tópico ideológico, lo incorpora al discurso narrativo desde la complejidad interior del personaje, la mujer que no es la heroína de su propia liberación, sino la víctima que se reconoce cómplice pasiva de la máquina que tritura su individualidad.

Vale la valentía crítica, por supuesto, y que la autora refleje las vicisitudes de su propia vida en el espejo de su escritura, porque parte de su propia biografía fue el papel de ama de casa hacendosa frente a la tiranía matrimonial, y sufrió la tiranía de la sociedad que quería obligarla a buscar el lugar asignado, cuando ella lo que quería era un lugar propio. Un cuarto propio.

Pero vale más porque esta novela sigue siendo rotundamente moderna tantas décadas después de haber sido escrita; porque acertó con un lenguaje entonces novedoso, y que no ha dejado de serlo, y porque su belleza literaria permanece imperturbable.

«Pese a su advertencia, el reinado de

la narrativa vernácula siguió vigente en Centroamérica hasta bien entrados los años cincuenta, y el modelo dominante fue establecido por el salvadoreño Salvador

Salazar

Arrué

(Salarrué) en su libro Cuentos de barro (1933), con una cauda de seguidores e imitadores. Si el modernismo seguía siendo la tendencia dominante en la poesía, el realismo costumbrista no terminaba de agotarse bajo la égida de Salarrué»

DOSSIER

Especial Marcelo Cohen

La zona Cohen por Cristian Crusat

Donde él sigue estando.

Digresiones sobre Marcelo Cohen por Matías Serra Bradford

Fotografía de Di Tella
Dossier coordinado por Cristian Crusat

LA ZONA COHEN

Sí: creo que toda la literatura es una zona de relaciones, probablemente una entidad.

INacido en 1951 en Buenos Aires, Marcelo Cohen viajó a España a finales de 1975, tres meses antes del golpe de Estado militar en Argentina. A raíz de este viaje se instaló en Barcelona, donde acabó residiendo hasta 1996. Su prolífica labor como escritor se conjugó desde el principio tanto con el periodismo cultural –en El País, La Vanguardia, Quimera, Lateral o El Viejo Topo– como con la traducción literaria, en cuyo campo se convirtió en un prestigioso referente. Vertió al español un sinnúmero de obras del francés, portugués, catalán y, fundamentalmente, del inglés de diferentes épocas, desde Christopher Marlowe a J. G. Ballard y Teju Cole. Su amplia obra narrativa incluye las novelas El país de la dama eléctrica (1984), Insomnio (1986), El oído absoluto (1989), El testamento de O’Jaral (1995), Inolvidables veladas (1995), Hombres amables (1998), Donde yo no estaba (2006), Casa de Ottro (2009), Balada (2011), Gongue (2012) o Algo más (2015), así como los libros de relatos Lo que queda (1972), Los pájaros también se comen (1975), El instrumento más caro de la Tierra (1981), El buitre en invierno (1984), El fin de lo mismo (1992), Los acuáticos (2001), La solución parcial (2003), La calle de los cines (2018), Llanto verde (2022) y la edición de sus Relatos reunidos (2014). Prolífico autor de ensayos literarios y de crítica musical y cultural, Cohen publicó las colecciones ¡Realmente fantástico! y otros ensayos (2003), Música prosaica. Cuatro piezas sobre traducción (2014) y Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas (2017), además de Un año sin primavera (2017), un título a caballo entre el diario, el ensayo y el cuaderno de viaje. Fue responsable del proyecto editorial Shakespeare por escritores, que consistió en la traducción a cargo de escritores iberoamericanos de las obras completas de Shakespeare. También dirigió la colección «Línea C» de la editorial Interzona, consagrada a la literatura fantástica. Desde 1996 vivía en Argentina, donde capitaneaba junto a Graciela Speranza la insustituible revista Otra Parte Semanal (https://www.revistaotraparte.com/).

II

Parcas y a todas luces insuficientes, las líneas anteriores deberían haber silueteado la figura de Marcelo Cohen en la entradilla de una entrevista que me empeñé en hacerle para Cuadernos Hispanoamericanos. Aplazada y postergada por distintas razones desde el otoño de 2019, la entrevista nunca vio la luz. Hoy apenas agregaría a esa entradilla privada un breve apunte: en julio de 2022, la Biblioteca Nacional argentina distinguió a Marcelo Cohen con la Rosa de Cobre.

Compuesta de dieciséis preguntas, la entrevista que le remití a Cohen ocupaba nueve páginas en un documento de Word, entre preguntas y espacios sugeridos para las respuestas. Al repasar nuestra correspondencia electrónica, descubro que se la envié unos días antes de lo acordado, a mediados del mes de octubre de 2019, pues mi segundo hijo estaba a punto de nacer.

La entrevista arrancaba con una pregunta sobre el despertar de su vocación literaria y el entorno social y familiar en que esta se fraguó. Esencialmente, quería que me explicara cómo pensaba y sentía ese «joven maximalista argentino de clase media judía» –en sus propias palabras– que aún no se había subido al avión que lo transportaría a España. Poco después, su labor periodística empezó a compaginarse con los trabajos de traducción, mientras su mundo literario se desplegaba al ritmo de tantas lecturas fundamentales. A lo largo de esa década de 1970 Marcelo Cohen leyó –tal y como él mismo aseveró en otros lugares– a la mayoría de escritores que, cuarenta años después, seguía citando más a menudo (lo mismo le sucedió con el cine y la música). Sin el rigor de una doctrina, Cohen practicó la flexibilidad de una actitud. En una ocasión afirmó que mundo es lo que hacemos con lo real, convencido de que «todas las ficciones hacen mundo, lo componen; pueden helarlo o abrirlo. Yo pienso que para abrirlo hacen falta argumentos originales. Ilación, por qué no». Para Cohen, el argumento era la energía de la narrativa, el fundamento de su intensidad. Afirmar entonces que los argumentos se alzan como la energía del mundo, ¿sería traicionar el pensamiento de este autor? Campo de pruebas, red de saberes, relatos, información, imágenes y lenguajes de una época, la novela significaba para Cohen el singular espacio hacia el que un narrador se encamina con un postulado de la imaginación, una forma soñada, una hipótesis o conjetura, todo lo cual se resuelve o define durante la escritura, esa asombrosa «excursión a una zona de relaciones». Transformar los límites del mundo no fue nunca una premisa descartable –al fin y al cabo, una poética es una manera de descubrir el mundo al inventarlo en un relato–.

Ciertamente me quedé con las ganas de que enumerara en esa entrevista inédita y postergada los acontecimientos artísticos que marcaron su sensibilidad, pues la Zona Cohen, ese fascinante estado de agregación del pensamiento literario, se galvanizaba con el quehacer diario, con la renovada posición que cabe adoptar en el flujo de relaciones suscitado por cada lectura

No obstante, los lectores de Marcelo Cohen podemos acudir a una reveladora lista de diez libros de importancia decisiva para este autor. Considerados en conjunto, permiten hacernos una idea cabal del escritor que llegó a ser Marcelo Cohen. En You-

Tube, la Audiovideoteca de Escritores colgó una entrevista con Marcelo Cohen en la que este lleva a cabo un donoso e hipotético escrutinio en la biblioteca de su propia casa, que arrojó el siguiente resultado: 1) las crónicas de José Martí; 2) los relatos de Felisberto Hernández; 3) Luz de agosto de William Faulkner; 4) la trilogía novelística de Samuel Beckett; 5) las novelas de Flann O’Brien; 6) El desierto de los tártaros de Dino Buzzati; 7) Hielo de Anna Kavan; 8) Final de juego de Julio Cortázar; 9) la poesía de César Vallejo; 10) La exhibición de atrocidades de J. G. Ballard.

Una obra del siglo XIX. Nueve del siglo XX.

Diez formas de abrir la conciencia a los vaivenes del viento; diez formas de preocuparse por el lenguaje –termómetro rusiente, sutil membrana de contacto en la Zona Cohen–.

III

Los textos de Marcelo Cohen responden a estados de ánimo diversos y reaccionan a contingencias disímiles. Pronto, muy pronto sus lectores advirtieron que el lenguaje protagonizaba genuinamente los libros de este escritor único. Es el suyo un lenguaje tenso, alegre, recorrido por diálogos chispeantes y conflictos irremediables; un lenguaje salpicado de las perplejidades que avivaban el pensamiento de un escritor que también fue un traductor capaz de inventarse mundos y de asumir, sobre todo, que la ternura y el sentido del humor podían representar la enésima variación de algún desacato.

Habitamos mundos desarreglados, entre ellos el despótico mundo de la cultura de masas, donde el futuro no deja de comenzar. «No es improbable que la realidad se repita», le dice Gaco a Tamastú en la novela Algo más. En efecto, cuando el ansiado cambio y los puntos de inflexión se encomiendan a un orden tan restringido como el de la economía, el caos termina por informar cada faceta de la existencia, cada nueva decepción, mientras el verdadero cambio queda postergado. «Por supuesto», le responderá Tamastú a Gaco, «pero no se te ocurra decirlo delante del público». Y cualquiera de los dos: «No, no, sobre todo porque es un hecho amargo». En la Zona Cohen, todo cuento es la historia del descubrimiento de un error (es decir, la historia de un despertar).

Y ahora adoptemos un punto de vista, uno más entre los posibles: el proyecto literario de Marcelo Cohen puede ser examinado como una exploración de las tendencias socioeconómicas y geopolíticas características de finales del siglo xx y comienzos del xxi. O, tal y como lo definió la profesora Ilse Logie, como «una reflexión intensa sobre las posibilidades de rebeldía en las sociedades postindustriales –particularmente de las periféricas del Tercer Mundo–».

Lo más global del mundo globalizado, por lo visto, ha sido el subdesarrollo endémico del sentimiento.

La representación de la frágil vida suburbana en la literatura de Cohen constituye una obvia crítica social que aspira a desenmascarar el simulacro tardocapitalista, tarea para la que el lenguaje se alza como una herramienta básica, en especial en su cuidado por esquivar todo eslogan, todo lugar común del pensamiento, como subrayó Cohen en el prólogo a La solución parcial: «Pero si el lenguaje es el gran instrumento de sujeción y control también puede ser el tímpano más sensible». La dificultad para salir del mundo despótico de la cultura de masas –producto del Estado y

los consorcios– es que ese mundo se basa en un lenguaje. La única manera de eludir dicho dominio, en consecuencia, es hablar de otra manera (acaso fue este el modo que encontró Cohen para inventar al mejor lector y, a su vez, ser el mejor escritor posible). Entre la formulación de lo nuevo y la repetición de lo mismo, Marcelo Cohen llegó a diseñar un cronotopo que, arraigando en las fricciones y desplazamientos suscitados por la falla ontológica del paso del siglo xx al xxi, se urdía alrededor de un dialecto específico. En ese cronotopo del Delta Panorámico se habla deltingo, una suerte de koiné o de brillante síntesis de giros, jergas y etimologías de la lengua española y otras lenguas románicas, con ecos del idioma klingon de Star Trek, de las portmanteau words à la Joyce y del glíglico de Cortázar, y aun del panlenguaje de Xul Solar. Este uso del lenguaje produce un singular e hilarante extrañamiento, ya que además incorpora realidades y artilugios exclusivos del referido Delta Panorámico. Del combate entre el caos y un lenguaje otro surge entonces un realismo incierto, un realismo inseguro, una experiencia lectora inolvidable. «Lo que acontece es sólo lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante celebración de su llegada», recordó en algún sitio Roland Barthes. Como una enigmática contraseña, la sintaxis de Cohen nos invita a desalojar de la conciencia los trastos de una vida enajenada.

IVPero no olvidemos esbozar una pequeña cartografía del Delta Panorámico.

El realismo inseguro de Cohen fue decantándose con el correr del tiempo hacia espacios cada vez más inciertos, en congruencia con la movediza, áspera realidad exterior, aludida ya como «el mundo inflacionario» en el cuento «El fin de lo mismo», incluido en el libro homónimo de 1992. A este respecto, resulta elocuente el prólogo de La solución parcial (2001), una especie de antología que reunió cuentos ya publicados en El buitre en invierno (1984) o El fin de lo mismo (1992), junto a otros inéditos. De todos esos textos afirmó Cohen lo siguiente: «Todos transcurren en una especie de futuro inminente (que en algunos casos ya llegó y pasó) y son parte de una “sociología fantástica”».

Sugerido en la última década del siglo xx, cuando se acentuaba la veta sociológico-fantástica de la literatura de Cohen, apareció entonces el ambivalente territorio del Delta Panorámico, configurado definitiva y explícitamente en el libro de cuentos Los acuáticos (2001). ¿En qué consiste, a grandes rasgos, el Delta Panorámico? Guillermo Saavedra acertó a resumirlo con soltura: un «territorio múltiple, caleidoscópico, integrado por islas que coexisten en un equilibrio inestable al modo de la Antigua Grecia y que le permite a Cohen postular aparentes anacronismos o insalvables contrastes culturales en virtud de la inaprehensible totalidad de un archipiélago imaginario que parece nutrirse de las ficciones de nuestra propia realidad al tiempo que las refuta o las recrea». Ese Delta se alza como otra historia de asociaciones en la escritura de Cohen; el rubedo de su afiligranada alquimia literaria.

Distinguen a este cronotopo varios elementos, entre ellos la vaga atmósfera posapocalíptica que esmalta cada historia panorámica, lo cual se subraya, por lo demás, por medio de la existencia de dispositivos generadores de distintas formas de realidad (la Panconciencia) o un sistema político distópico (la Democracia

Gentil). Concurre en el Delta también una gran pluralidad de criaturas fusionadas, a semejanza de los cyborgs, un término que no debe interpretarse como sinónimo de robot o de máquina, sino desde la noción mucho más abarcadora sobre la que se fundó «A Manifesto for Cyborgs: Science, technology and socialist feminism in the 1980s», de Donna Haraway, publicado en 1985. Allí, en lo esencial, el cyborg constituye un organismo cibernético capaz de transgredir los límites, propiciar fusiones y peligrosas posibilidades al tiempo que cortocircuita varias de las dicotomías que definen el discurso cultural hegemónico: yo/otro, cultura/ naturaleza, masculino/femenino, total/parcial, hombre/máquina. En virtud de su maleable naturaleza, el cyborg se irguió como una brecha indispensable del discurso posmoderno y, en el caso de Cohen, cabe interpretarlo como un índice evidente de la distintiva, fluida y ambigua realidad expresada en el ilimitado espacio de posibilidades y subjetividades de su literatura. Al fin y al cabo, como afirmó Ballard en el prólogo de Crash, «el hecho capital del siglo xx es la aparición del concepto de posibilidad ilimitada».

El énfasis en lo posterior, en lo subsiguiente, que en Cohen se manifiesta mediante una excepcional convivencia de lo anacrónico y lo anticipatorio (así, por ejemplo, existen cyborgs –ciborgues, más concretamente–, pero no correo electrónico) activa un tiempo regresivo que diluye los adelantos de la modernidad, revelando las aporías del modelo en su versión neoliberal argentina. He aquí donde encepa ese fino esmalte posapocalíptico de las narraciones panorámicas y parapanorámicas de Cohen, en cuyo horizonte asoma el histérico rumbo de nuestras sociedades hacia lo que una vez este autor denominó «liberalismo concentracionario».

VEn concreto, la índole posapocalíptica de la obra de Cohen responde a una particular configuración según la cual el texto literario conserva el mitema de la catástrofe o el desastre, pero únicamente como referencia elusiva o índice de las condiciones sociales que en la narración definen la vida de los personajes. Es decir, a sabiendas de que nuestras sociedades no han dejado de construir relatos sobre el fin del mundo –cuya significación analizó Frank Kermode en El sentido de un final–, las recreaciones posapocalípticas se centran en lo que ocurre después del fin, particularmente cuando, tras lo sucedido en el siglo xx, los propios acontecimientos históricos suministraron por sí mismos contundentes escenarios de devastación, destrucción y trauma (esto es, imágenes del puro fin) que antes sólo habían estado al alcance de la teología o la ciencia ficción: los campos de concentración nazis, una explosión atómica. After the End. Representations of Post-Apocalypse (1999), de James Berger, sería una buena addenda al clásico título de Kermode. De todas formas, la de Marcelo Cohen «no es una imaginación finalista, pues tiene al apocalipsis por “última ilusión de la mente burguesa mundial”. En todo caso, coincide con McLuhan en que, si no ocurre algo inesperado, el hiperactivo paisaje tecnológico nos devolverá a formas de pensamiento mítico» (Nicolás Cabral).

Lo que sucede tras el fin en las ficciones de Cohen es una nueva y monótona decepción, una mínima variación de grado de las condiciones hiperinflacionarias y de superproducción globalizada que condujeron al colapso que, en teoría, debería haber significado el fin de todo. Pero, a diferencia del cine de trama posapocalíp-

tica (cuyos personajes se definen a menudo por su monstruosidad y carácter violento, en la estela de películas como Terminator (1984), de James Cameron, o Twelve Monkeys (1996), de Terry Gilliam, la heterodoxa propuesta de Cohen incluye elementos tanto arcaicos como futuristas y, en última instancia, dibujan un mundo postutópico donde «las fuerzas del mal sintomatizan los cuerpos» (Isabel Quintana), esto es, la maquinaria y la tecnología acaba por producir en los cuerpos, integradas en ellos, lo monstruoso-humano, al tiempo que el entorno urbano se asocia a lo patológico y decadente. Por así decirlo, un tecnoprimitivismo.

Gracias a la inclusión de rasgos asociados habitualmente a la ciencia ficción y el cyberpunk, géneros en cuyas tramas abundan los cataclismos, siniestros y, sobre todo, nuevas formas sociales a resultas del advenimiento de algún suceso crítico, la obra de Cohen logra su efecto posapocalíptico. Pues, tras el desastre, lo único que sobrevive «es la palabra que surge después de la mudez y el olvido» (Geneviève Fabry e Ilse Logie). Desde sus textos, los lectores alcanzamos a oír un eco, una intuición matizada: allí, al fondo, nos aguarda la ansiada posibilidad de contacto con lo real.

VI

Por si fuera poco, la Zona Cohen aloja uno de los mejores cuentos que he leído. En ocasiones, de hecho, me parece el mejor cuento del mundo. Se titula «Leyenda mortal» y, a su manera, plantea una salida al falso dilema del cuento, que a menudo se debate todavía –como recordó Cohen– entre el modelo «rodaja de vida», a lo Chejov, Maupassant o Carver, y el modelo semialegórico a lo Borges o Calvino. Por lo demás, Cohen reconoció haber encontrado sus propias soluciones entre las páginas de Kafka, Buzzati, Felisberto Hernández, Virgilio Piñera, John Cheever, J. G. Ballard o M. John Harrison.

¿Cómo resumir «Leyenda mortal»? Podría decirse que es la historia de una muchacha llamada Lina y un hombre ensamblado, quienes protagonizan una historia repleta de inversiones textuales y caóticas yuxtaposiciones.

Amplificación: Lina es una muchacha que trabaja en la heladería de un aeropuerto, cuya vida transcurre tras el mostrador que atiende y, durante sus pocos ratos de ocio, «en las humillantes escaramuzas de la discoteca» a la que acude algunos días. Los fines de semana, en una «gran discoteca periférica», Lina se integra en una suerte de banda juvenil acaudillada por un energúmeno violento y rapado, el cual determina los emparejamientos de sus miembros de manera despótica y machista. Pero un día, entre las cubetas de los distintos sabores de la heladería, Lina encuentra una extremidad humana. Sucesivos hallazgos de miembros y órganos parecen entretener su monótona vida, creando algo parecido a una expectativa durante los días subsiguientes. Arrabal, suburbio, contaminación, pesadilla habitacional, una banda de jóvenes afectivamente desnortados: todo ese monótono y degradado desconcierto empieza a disiparse gracias a la aparición de las extremidades en las cubetas de helados, que Lina traslada al apartamento compartido con una amiga. En realidad, abandona y acumula aquellos trozos hallados (ganglios, una camisa de pana no muy sucia, glúteos, botones, una nariz que parece de caucho). Una tarde, Lina oye que la puerta de la habitación cerrada (aquella en la que ha ido apiñando los miembros y despojos) se abre. Y, a continuación, sí, surge la figura de un hombre.

Vaya, pensé la primera vez que lo leí, frente a la ventana de un apartamento en Washington D. C., esto empieza a desquiciarse. Por abreviar: después de convertirse el hombre ensamblado en una suerte de guardaespaldas de Lina, esta lo invita una noche a subir al apartamento. Beben una copa y, entonces, todo parece conducir a un retorcido clímax romántico: «Lina, besándolo, mejor dicho echándose atrás después de darle un beso, señala la cama con un mohín». Pero en ese momento el hombre ensamblado se aparta y se turba: «Es que yo cobro», dice.

El cuento no ha terminado aún, no. Pero es que yo ya estaba de pie frente a aquella ventana de guillotina en Washington D. C., absolutamente perplejo por el rumbo que había tomado el cuento, que zarandeaba el mito de Frankenstein y lo trasladaba a un lugar insospechadamente caótico. Hacía años que un texto no me sorprendía de tal modo. El desenlace iba a gravitar sin duda en torno a la expresión «es que», la cual suele anteceder una excusa, una justificación. En efecto, el hombre ensamblado no se acuesta con Lina, puesto que, fragmentario y movedizo, está abocado a su destino: la de desmembrarse y reconfigurarse aleatoriamente ad infinitum

Permanecí semanas bajo el efecto del cuento de Marcelo Cohen, ya que había conmovido integralmente mi conciencia. Creí ver dragones en el cielo de D. C., tal vez ciervos convertidos en dragones (los cuales se llevaban, atrapados en sus fauces, a algunos de mis seres queridos, para no devolverlos jamás). Se lo expliqué a mi mejor amiga al día siguiente de mi lectura. Reconoció al punto el modo en que la trama fluía de forma instantánea y azarosa, arrastrada por esa loca circulación de miembros, desorden y pulsiones.

Es muy bueno, me dijo.

Es que es el mejor cuento del mundo, contesté, mientras miraba por la ventana, un tanto desencajado yo también.

VII

El 27 de octubre de 2022, Maxi y yo nos subimos al coche de Maxi y pasamos a buscar a Marcelo Cohen en su casa, en el barrio de Belgrano. Nunca olvidaré que, al abrazarnos, me dijo: «¿Cómo estás, viejo?». No pudo contestar nunca aquellas preguntas de mi entrevista. Sin embargo, habíamos entablado desde entonces una amistosa correspondencia, un poco a la manera en que aceptaba los elogios: tras escucharlos con solicitud, se los sacudía, encauzando la conversación hacia otros asuntos: cómo nos iba la vida, otros libros, otras películas, otros discos. «Asombro, entrevista y cosas de la vida», rezaba el asunto de uno de sus espontáneos emails: en él me refirió cómo se le había transformado el ánimo gracias a una cena por Zoom con su hija, mientras veían en paralelo el debate presidencial de Estados Unidos. A comienzos de 2021, me envió un poema de Carlos Drummond de Andrade incluido en una antología que había comprado una tarde de 1972, a la salida de la agencia de noticias donde trabajaba. El poema se titula «Pasaje del año».

Durante mucho tiempo, busqué y encontré a Marcelo Cohen también en sus traducciones de Raymond Roussel, J. G. Ballard, Clarice Lispector, Teju Cole, Quim Monzó, Joseph Mitchell, Edmund de Waal, Philip Larkin o Harold Brodkey. Sus textos traducidos recorren una longitud de onda propia. Hace poco, Juan Cárdenas se refirió a la dizque «variante Cohen», que se resume

en una idea: «un traductor no es aquel que sabe muchos idiomas, sino aquel que sabe que dentro de su lengua hay muchas lenguas escondidas que deben ser exhumadas mediante actos de escritura». Desde ese punto de vista, la lengua sobre la que se funda la «variante Cohen» se parece mucho a la vida en el poema de Drummond de Andrade, la cual «escurre de la boca, / mancha las manos, la vereda».

Recuerdo ahora aquella lista de libros del principio, nueve de los cuales eran del siglo xx, y me paro a pensar. Un siglo antes de que Cohen diseñara su proyecto, lo pusiera en pie y lo trasladara al Delta, a comienzos del siglo xx, el mundo estaba conformado por pueblos y pedanías, coches de caballos, rincones tenuemente iluminados por la luz de gas, tinas, palanganas, estampitas piadosas, aparadores, personas que eran ancianas a los cuarenta años, todopoderosos sacerdotes que hedían a humo de cigarros y ropa interior sucia, rebeldes burguesas confinadas en conventos, decretos episcopales e imperiales. El siglo xx, que pasó de la calesa a la nave espacial, fue una centrifugadora del ser. Y tengo para mí que Marcelo Cohen fue uno de los escritores que mejor entendió lo que significaba abandonar ese siglo: «Así es el hoy de buena parte del mundo: una excepcionalidad de la sinrazón, una forma descriptible pero indefinible: el fracaso de las categorías de la razón, los proyectos de dominio de lo real y las previsiones de las ideologías; la imaginación hecha tumor». Esa entidad que llamamos Marcelo Cohen catalizó algunas de las más acuciantes ansiedades e intuiciones del siglo pasado, desde la palabra entendida como organismo vírico y agente físico de reproducción de contenidos (epítome: William Burroughs) a la concepción de la escritura como una aventura en la que la conciencia no se distingue ya del mundo.

También recuerdo que Cohen utilizó el adjetivo «descacharrante» durante nuestra merienda en una cafetería del barrio de Belgrano. Y que en un momento dado se fijó en la pechera de mi camiseta de East Anglia. Entonces me habló de su estancia a comienzos de la década de 1990 en el British Centre for Literary Translation, cuando un profesor al que todos llamaban Max le sugirió una serie de excursiones por el condado de Norfolk. En efecto, Marcelo Cohen recorrió avant la lettre los itinerarios de Los anillos de Saturno. Sentí que muchas cosas hacían clic entre ellas. Y que –como declara el último verso del poema de Drummond de Andrade– la vida es muchas cosas, pero sobre todo subrepticia. Por cierto, me dijo Marcelo mientras nos comíamos nuestras medialunas, deberíamos hacer por fin esa entrevista. Tal vez por Zoom, o por Skype. Cuando quieras, Marcelo, le contesté, nada me gustaría más.

Seguimos conversando en aquella cafetería. Me insistió mucho en que escuchara un disco de jazz: Umdali, de Malcolm Jiyane Tree-O. No era una recomendación pasajera. Me insistió de verdad, tenía que oírlo, era hechizante, de un trombonista y pianista sudafricano.

A mi regreso de Buenos Aires, un amigo subrayó lo contentísimo que se me ve en esas fotos con Marcelo y con Maxi. No he dejado de escuchar el disco de Malcolm Jiyane, integrado desde entonces en la Zona Cohen, probablemente una entidad secreta, insegura, matizada; un refugio, por qué no. En suazi, umdali significa «creador». Termino de corregir esto la noche del 27 de diciembre de 2023. En apenas cuatro días empieza aquí –del lado de las preguntas– un nuevo año, otro pasaje.

DONDE ÉL SIGUE ESTANDO. DIGRESIONES SOBRE MARCELO COHEN

Hubo un par de años –los primeros del siglo– en que jugamos al tenis bastante seguido. Dobles. Marcelo y yo contra el académico Américo Cristófalo y un librero calvo de la sucursal de Gandhi en Buenos Aires. Una cancha de superficie dura, techada, vecina de vías de tren, más parecida a un galpón con efecto invernadero. El librero exhibía una reticencia sonriente que lo desconcentraba. Américo tenía un saque asmático, de paletero de playa. Marcelo era más mecánico, pero no sin la imprevisible ductilidad de una marioneta bien armada. Una tarde, en el tercer tiempo y sin mirarme fijo soltó: “La ventaja que tenés vos es que no necesitás pensar cada golpe”. Una frase elocuente, altamente significativa, no sólo acerca de su persona sino también de su literatura.

Marcelo Cohen era una forma irrepetible de decir, que equivale a una forma irrepetible de pensar, y al revés. Una persona y un lenguaje constantemente atentos a sí mismos. Sobre todo a las resbaladas de la lengua, a su autoengaño, a lo que asume. Sus modos, oral y escrito, eran una extraña combinación de convencimiento y vacilación. Y la suya una ficción –en los relatos de Los acuáticos o de La calle de los cines – que se pone en duda una vez y otra. (En este punto es pariente, aunque con estilos contrapuestos, de Sergio Chejfec; nacieron en la misma década, murieron el mismo año, vivieron gran parte de su vida fuera de la Argentina, entre o contra otros castellanos). Mientras tanto, la impresión del lector se vuelve tan inestable como lo que Cohen describe: “Como si el ojo empezara a contarle a la mente que cada cosa era imprescindible para mitigar la angustia del desamparo”. Su narrativa es una marea de descripciones y ubicaciones particularizadas. (Otro ejemplo es el principio del primer relato de El fin de lo mismo : “Al fondo, bajo el

peso del aire, el horizonte está como un portal o un sello. No parece una línea sino el rastro de un pincel bastante seco, aunque en realidad es una luz cristalina lo que de vez en cuando lo borra, lo aleja, lo disuelve o lo prolonga”). Cohen trabajaba con la fertilidad y la opulencia de lo indeterminado, con recorridos panorámicos, barridos, paneos, en su narrativa y en su faena crítica.

Le resultaba natural el retrato de fenómenos: también el jazz, el clima, la política. Y esto del pensar cada golpe incluía, desde luego, los golpes de los otros: Cohen era un crítico literario excepcional. Se hamacaba entre un examen técnico puntual y una especie de crítica filosófica; su rayo tomográfico operaba a la manera de un detector de variaciones ínfimas en la membrana mental. Basta releer Realmente fantástico y Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas . En ese terreno, tenía algo poco común: era generoso para elogiar a sus contemporáneos y a escritores más jóvenes. Le importaba leer y le importaba ser leído (no siempre es el caso entre autores). No simulaba pudor al confesar que le llamaba la atención que tal o cual amigo nunca le comentara uno de sus libros. Como si fuera algo importante para su literatura, pero también en la relación con esa otra persona. A propósito, bullía en él un fructífero vaivén entre confianza y sospecha en las propiedades de autoayuda, por así decirlo, de la literatura. El subtexto de Los acuáticos parece indicar que si se atiende más al lenguaje se puede vivir mejor, y una línea de Un año sin primavera suscribe esa persuasión:”De esas excursiones sin fin ni final al afuera de sí se vuelve con una necesidad de más palabras”. Si tomamos prestado un título de Norman Mailer, su tarea crítica podría rotularse “Advertencias a mí mismo”. Lo rubrica un texto sobre Lorenzo García Vega reunido en Notas : “Tal vez la literatura empieza cuando se reconoce cuán difícil es escribir suprimiendo las intenciones”.

II.

A veces, leer se asemeja a rodar una película que sólo se revela químicamente más tarde, al anochecer. Quizá por eso los fantasmas resultan fascinantes tanto para escritores como para lectores. El volumen de ensayos Realmente fantástico abre y cierra con dos de esos espectros. Como todo libro sobre la lectura, trata ineludiblemente sobre la escritura y presenta un podio panorámico, hojeable, de Marcelo Cohen. William Faulkner y cómo “el tiempo se prolonga tanto que se hace añicos a sí mismo”. Bruno Schulz, “un genio cuya prosa atraviesa la traducción como una vibración atraviesa los muros”. Alfred Jarry y su “ciencia de las soluciones imaginarias”. Samuel Beckett y su aprendizaje del silencio en otra lengua. Thomas Pynchon y su propósito de reencantar el mundo. William Burroughs y la idea del libro como espacio ilimitado. Sin duda, el autor de Hombres amables era otro que creía que nuestros escritores favoritos son nuestros críticos de cabecera.

A lo largo de la excursión, brotan puntadas como “en la resistencia de la literatura a ser manipulada reside su mayor eficacia”. O esta otra: “El movimiento de un estilo debe provocar su propio riesgo”. Es de esos libros de crítica que crean un mundo propio. Como crítico, Cohen llega a amar por la razón lo que ya ama por instinto. Su paso mesurado y su nariz metafísica son especialmente adecuados para abordar el paisaje contemporáneo, interior y exterior. He aquí al autor de El oído absoluto sobre el jazz: “Un cambio de tempo equivale a un cambio de conciencia”. Pero retomemos desde otro ángulo –gracias a este temblor entre timing y cavilación que propone Cohen– la cuestión de rumiar cada golpe, cada jugada: las suyas son traducciones pensadas . Incluso, podría decirse, enrarecidas por ese pensar. Es uno de los pocos casos en la historia de la literatura –perdón por la hipérbole y el exabrupto– en que un traductor logró plasmar un estilo reconocible a lo largo de decenas de reversiones de distintas lenguas y de muy distintas clases de prosa y poesía (que de un modo avieso su estilo empataba). Se puede reconocer una traducción de Cohen a la legua; basta detectar ciertos giros, un glosario patentado. Hay palabras que son una persona: “desflecado”, por caso. En esa especie de autobiografía ladeada de traductor que es Música prosaica perfila, retrospectivamente, un campo y un plan: “Quería una argentinidad de incógnito y, digamos, una hibridez distinguida”. Es posible, incluso,

divisar en sus últimos trabajos como traductor un estilo tardío (también un traductor tiene derecho a tenerlo). A veces se puede doblar la apuesta e imaginar que uno está leyendo a un escritor extranjero, traducido (no importa si por el mismo Cohen), para examinarlo bajo una luz distinta, más justa o exacta.

Marcelo Cohen era a la vez muy personal y muy profesional como traductor. Alerta a las medidas y los números, naturalmente, porque era su ganapán, contra el que se tomaba revancha en su propia literatura, que fue siempre puro derroche. Es revelador, en este sentido, lo que anotó en “Prosa de Estado y estado de la prosa”, incluido en Notas sobre la literatura y el sonido de las cosas : “En Argentina hiperescribir fue la insubordinación estética de

Fotografía de Alejandra López

Saer; ahora es la de Alan Pauls y, se diría, la de Chejfec”. Ya que estamos con los idiomas, otra tangente: Cohen era un plurilingüe fanático. (Chejfec, en cambio, era un monolingüe acérrimo, pero curiosamente terminaron convergiendo en un castellano compartido, a la misma altura, más allá de sus inflexiones y matices, tan singulares en cada caso. Dos despilfarradores que dejaban correr su prosa y a la vez eran grandes socios del cronómetro en la vida cotidiana). Curiosamente, en la narrativa expansioni sta de Cohen la imaginación prolifera pero en espacios demarcados, de la mano de topónimos solariegos. El humor escrito de Marcelo no era menos anómalo, y si uno lo conocía y trataba resultaba más cómico aún porque pendulaba entre lo voluntario y lo involuntario. En fin, esta voluntad de dispendio tiene que ver, en escritores como Cohen (y Chejfec), con la persecución y recaptura de lo visible, que dio pie a anacronismos muy distintos. En su afición por el exceso, por la voluta, la vuelta de más, los dos franquearon la frontera de la prosa hacia la poesía, de manera lateral (como traductor uno, como practicante el otro), pero no es difícil adivinar que esa relación íntima con el verso fue decisiva para ambos, en su relación con la literatura y con el mundo más o menos visible. Y a lo mejor eso también contribuyó a regalarles otra osadía, otro desparpajo, en el caso de Cohen en su iconografía, sus inferencias y trayectos mentales; en el caso de Chejfec, justamente, en su autoironía. De pronto, todos estos trazos paralelos o cruzados traen a la mesa un interrogante: ¿dónde quedan los diálogos entre escritores amigos? La conversación perdida también apunta en otro sentido, a aquello que sólo se podía hablar con esa persona y con ninguna otra; un trofeo que no se inventa en un día. No pocas veces terminan enterrados los intercambios, precisamente, de lecturas; cuestión que, como quedó dicho, Marcelo valoraba sobremanera. Es con ese afán que recupero un ida y vuelta del 2010, a propósito de su novela Casa de Ottro . La carta como reseña privada.

III.

Asunto: Telegrama a un amigo que ha vuelto a publicar una novela (Domingo 2 de mayo de 2010)

El relato monta, desde el vamos, asombrosos géneros de demencia. Demencia que se manifiesta en la manía del neologismo (síntoma del expatriado). Síntoma en el lector: risa desvariada frente a la aparición de cada neologismo y su enloquecida reproducción virósica. Demencia en el estado terminal de los nombres de los personajes de Cohen: entre

irónicos, abstractos y afectuosos. Los nombres en Cohen: cada vez más parecidos a los de Pío Baroja. La demencia –la originalidad– de un narrador construido exclusivamente en relación a otro, en función de otro, en diálogo constante con otros. La tesis –la investigación– que sí es manifiesta: hasta dónde podemos conocer a otro (y si ese otro es público la dificultad se triplica); hasta dónde nos toca lo que otro lega. El delirio de una novela casi tardía de un escritor que plantea, sin embargo, una novela joven, que tantea, que le permite reinventarse: la desprolija, venturosa escritura deliberada (la narradora no elige mal la puntuación pero sí opta por palabras voluntariamente torpes, ni siquiera incorrectas). Novela irreductible, incorregible. Sorpresivo y verosímil el esquizofrénico contraste entre la inescrupulosidad moral del mundo de la narradora confesional y los vuelos líricos. Novela ambiciosa; en el sentido en que las últimas de Ballard no lo eran. Es literatura y es otra cosa: “el saber que obtiene aquel que hace del trabajo un experimento”. Casa de Ottro pone en escena una vieja obsesión política de Cohen y su tendencia a definir y precisar sociológicamente a los personajes: un narrador pedagógico. (A propósito, gran enumerador de objetos). La “lección” del tema y la dimensión de la obra parecieran indicar que el autor apunta a la grandeza literaria, pero el método y la forma (releer Donde yo no estaba ) socavan cualquier teoría a este respecto. Caza mayor: Moby Dick político. Shakespeare revisitado, retraducido: familia y poder. Demencia beckettiana, con algo de Final de partida : juego de poder en un ámbito cerrado. Pynchon y su cuento “Entropía”: la casa como domicilio de la conciencia. La demencia –la potencia– de la mera idea. Cohen, cada vez más un escritor de instalaciones, escritor como artista conceptual. ¿Y si es esta la novela que prometían tres puntos fechados el 3 de marzo de 1921? En carta de Borges a su amigo Jacobo Sureda, desde Mallorca, Borges a punto de subirse a un barco que lo traería a Buenos Aires: “Zarpo mañana a la tierra de los presidentes averiados...” En Casa de Ottro la que viaja, miles de años después, es Penélope, alrededor de su cuarto, y a su regreso el lector es testigo de una escena sobradamente ateniense: el perro de la literatura reconoce –denuncia– a la política a pesar de sus máscaras. Abrazos, M.

Respuesta de Marcelo Cohen (sábado 8 de mayo de 2010):

Querido: ha sido una gran emoción leer eso; y lo de “caza mayor” me hizo dar un respingo. La verdad, nunca he podido llegar a sincerarme con el hombre machadiano que siempre va conmigo respecto a qué tono, si grande o chico, quiero que se desprenda del libro; no pensarlo, dejar la cuestión del lado, es una forma de inconsecuencia, pero es lo que hago. Más bien pienso en una atmósfera, un ataque, un estado de áni -

mo, una coloración o timbre existencial que me gustaría conseguir que el lector compartiese.

Demencias es una hermosa atribución, a mi parecer. Ottro es en bastantes aspectos una novela loca, enloquecida, pero también loca de un furor como el que mentaba Giordano Bruno, algo desmedido, hiperbólico que desemboca en o participa finalmente de la serenidad ebria del éxtasis. En ese sentido, si bien está clara la falta de escrúpulos de Fronda, nunca quise, como nunca quiero, condenarla, y mucho menos presentarla en la abyección. Historia personal, prejuicios, azares de la educación y el amor, equívocos de visión la llevaron a consentirse lados feos de sí misma, pero, por un lado, es una mujer entusiasta y en sus fugaces momentos de libertad es amoral en un sentido atendible; (y por otro, si hizo “entrismo” en el proyecto Ottro no fue por deseo de poder sino de cambio, un deseo confuso de otra vida); como pasa tan a menudo, la justicia presunta de la causa la habilitó para una corriente caudalosa de defecciones vitales. Pero yo quería que en esa casa incognoscible, y con esa turba anómala que se va a acumulando alrededor de ella como una insospechada familia, fuese cayendo en un tornado mental desde cuyo ojo comprendiera otra cosa y, por fin... viese. Siempre trato de que los personajes vean, porque si lo logro también yo veo alguito. Pero basta de esto. Lo que siento es gratitud y que la conversación se amplía sin cesar. Abrazo sentimental, Marchulis IV.

Fotografía de Salarrue Fuente: Wikicommons

En Música prosaica leemos: “Cierto también que dejar de escribir sería el lujo máximo, el verdadero triunfo sobre el tiempo y el yugo de ser alguien”. Desde sus libros –experiencias de descolocación–, desde sus fábulas del pensamiento pobladas de bandos y pandillas en “aldeas como de pan negro desmigajado”, con sus módulos y prótesis y la escenificación del mundo como una miniaturización en cuadros o cajas de barroco rabioso, que es donde está, Marcelo Cohen acaso ensaye una sonrisa

nerviosa de mago rabínico o maestro zen criollo, sin dejar de interrogarse si “la luz sepulta el conocimiento”. De este lado, la lectura seguirá siendo un idioma extranjero completamente internalizado, ya propio.

BI BLIO TECA

Rodrigo Fresán y el elemento secreto

El estilo de los elementos

Literatura Random House 720 página

Todo estaba escrito. A la vez, no había sido escrito nunca. El estilo de los elementos (Random House, 2024), la última novela de Rodrigo Fresán, argentino residente en Barcelona desde 1999, contiene muchos de los temas que aparecen en sus libros anteriores (la infancia, la memoria –y su ausencia–, las voces narrativas nimbadas por el desconcierto, los padres terribles, los niños náufragos de todo menos de sí mismos, los escritores excelentes que fracasan y los escritores malos coronados por el éxito, la vocación de la lectura), y su estilo inconfundible: las frases desmedidas anudadas a una estética rizomática, arbórea, cronometrada: «Entonces Land preguntándose también cómo era que, hasta hace minutos, inolvidable, él comenzara a olvidarla porque la había soñado (la respuesta es que ese había sido un sueño profético y, por lo tanto, hasta entonces y cuando corresponda, su soñada yacerá en la más animada de las suspensiones y volviendo de tanto en tanto como el ya pasó de lo que ya pasará)». Todo estaba escrito, pero

es como si hubiera sido escrito por primera vez, expandida como está su prosa de un doble filo que consiste en tener respeto por la materia con la que trabaja e irreverencia para usar el lenguaje como si fuera un juego sin reglas. En la página 32 de una novela en la que su autor está en pleno dominio de sus recursos, posiblemente el risco más alto de su muy alta cadena montañosa de grandes obras (por citar algunas: Historia Argentina , Jardines de Kensington , La parte inventada , La parte soñada , La parte recordada , Melvill ), hay un anuncio para navegantes que podría ser la clave de lectura: «La infancia –de nuevo– es una invención que recién comienza a funcionar como tal demasiado tarde: cuando ya todo ha pasado y se lo contempla desde cada vez más lejos pero sintiéndolo cada vez más cercano». En los agradecimientos finales, al consignar la simiente de esta novela, se mencionan dos elementos: una cena con el autor norteamericano John Irving y la película Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson. Los caminos que llevan a encender la imagina -

ción de un autor son insondables, pero algo es seguro: aunque Fresán tiene nueve libretas anotadas con argumentos para futuras novelas, y jamás ha escrito ninguna de ellas, seguirá sin necesitarlas porque lleva, dentro de sí, historias para cinco vidas. Y cómo se unieron Irving y Licorice Pizza para generar El estilo de los elementos es un misterio, por más respuestas que Fresán haya intentado. La primera versión fue escrita en poco más de un mes –tiene setecientas páginas– y su magia de libro denso con levedad milagrosa que habla con nitidez de algo lejano para un autor adulto –la infancia– es una proeza inexplicable de dimensiones épicas.

En La velocidad de las cosas , una obra de Fresán publicada en 1998, el narrador dice: «Yo siempre quise ser escritor. Desde que tengo memoria. Y no haber tenido que renunciar a mi vocación original –a mi primer átomo privado e indivisible– ha compensado con creces la ausencia involuntaria de un Dios a quien rezarle y a los sucesivos huracanes de una educación agnósti -

ca: cuando los deseos que se formulan durante la infancia se convierten en realidad, entonces uno no puede sino saberse en deuda para siempre. Esa deuda no exige ser saldada sino que se le permita crecer y alimentarse con el vértigo y el apetito de un agujero blanco. Escribo desde el centro de ese agujero. No quiero salir. No hace falta». El narrador no es Fresán pero comparte con él ese designio desde la infancia: el deseo excluyente de ser escritor. De esa operación natural para cualquiera que escriba ficción –prestarle filias y fobias propias a sus personajes–, en El estilo de los elementos conviene seguir el hilo de una sola –todo lo demás es terreno resbaladizo: lo que parece inventado (por brutal) aconteció, lo que parece acontecido (por razonable) posiblemente sea un invento–, y esa sola cosa es la fertilidad lectora de Fresán de la cual ha contagiado a su protagonista, Land, un niño entrañable de diez años que rechaza con fuerza toda posibilidad de ser lo que Fresán siempre quiso ser –escritor– pero quiere, con la misma fuerza, ser lo que Fresán sigue siendo y le permite ser lo que es: gran lector.

Hay autores que generan su propio adjetivo: dickensiano, proustiano. Fresán hace tiempo que ha generado el suyo: fresaniano. Eso no implica la reiteración automática de un sistema sino el cultivo de una voz propia que genera un universo distinto libro a libro, como una ciudad a la que se regresa decenas de veces y en la que siempre hay algo por descubrir.

Fresán ha imaginado a su protagonista, como a todos sus personajes, con el rostro de Bill Murray, aunque es posible que se parezca más al actor–niño

T.J. Lowther de A Perfect World, el film de 1993 dirigido por Clint Eastwood: grandes orejas, rostro dulce y mirada compungida, se pasa buena parte de la película disfrazado de Casper, el fantasma amistoso, contemplando, entre la incomprensión y el azoramiento, la

brutalidad adulta que se levanta a su alrededor protegido por el escudo de la candidez y la inocencia. Land es una criatura fuertísima sin ninguna conciencia de su fortaleza, arrojada a un clima de locos, a la juntura imposible de dos padres desaprensivos, moviéndose en un círculo de adultos preocupados sólo por ellos mismos.

Estructurada en tres partes, la novela comienza con la infancia de Land en Gran Ciudad I, sigue con la adolescencia de Land en Gran Ciudad II, y termina con un Land muy distinto en Gran Ciudad III, cuando el planeta ha sido arrasado por un virus que carcome la memoria. Aunque está recorrida por un neologismo fresaniano, Nome, de Nomeacuerdo, el resultado es paradójico, porque la novela narrada por una voz cuya memoria se desvanece reconstruye hasta el último detalle de una infancia y una adolescencia transcurridas en ciertas ciudades latinoamericanas que no se nombran pero que son muy reconocibles (Buenos Aires, Caracas; el borramiento de los gentilicios es habitual en la obra de Fresán, y estaba ya en su primer libro, Historia argentina , que, publicado en 1991, produjo un sismo y seguramente engendró a muchos autores y autoras que ni siquiera sabían que lo eran, insuflados por la felicidad literaria que provocaban esos cuentos-ovnis llegados de ninguna parte), y logra un retrato de época impecable en el que se ve, entre otras cosas, cómo funcionaban ciertos ambientes intelectuales en los años ´60 y ´70 en el país del cual Fresán es originario, de qué manera los hijos de esos intelectuales se movían en un magma de desaprensión parental, tratados como electrodomésticos a los que sólo había que apretar los botones de on y off, y cómo la violencia, evidente o soterrada, corría como sangre negra. Land es hijo de dos editores prestigiosos, con una altísima opinión de sí mismos, a quienes les gustaría mucho que su único hijo fuera escritor. Land,

a su vez, está aferrado a la convicción de que no quiere, de ninguna manera, escribir, pero sí leer. Todo. Cuanto antes. Para siempre. Las circunstancias políticas de Gran Ciudad I –gente que desaparece, que pasa a la clandestinidad– hacen que los padres de Land decidan exiliarse en Gran Ciudad II y, por supuesto, llevan a Land con ellos. Claro que, al mejor estilo «Padres de Land», se van primero y lo mandan después, solo, en avión, despachado como una pizza de delivery. Y así es como Land aterriza en Gran Ciudad II, que se parece mucho a Caracas. Allí no es un niño aquejado por el exilio sino, al contrario, alguien que descubre, en el complejo con piscina al que ha ido a parar, un espacio sensual y lúdico, una fuente de ciertas desgracias (recibe trompadas y burlas de algunos matones) pero también de lujuria y amor. En ese sitio conoce a las hermanas Victoria, Tregua y Derrota. Las tres son hermosas, pero él se enamora de Derrota a quien llama Ella, con mayúscula, como si fuera la única y la última, una mujer-niña que mira «como si mirase fijo hacia delante pero, simultáneamente, como si mirase a los lados. Mirando como mira un ave, un caballo, un delfín». El amor adolescente se palpa en toda su enloquecida dimensión: el arrebato, el pudor, la zozobra, la timidez, todo envuelto en una prosa que tiene la cadencia del deslumbramiento y un erotismo perlado de elegancia: «Y (a Land le resulta más fácil y tanto más atractivo creer en muchos dioses tan creativos que en un solo Dios tan poco inspirado más allá de aquellos seis días) si según su enciclopedia mitológica en fascículos había una diosa del amor llamada indistintamente, en Atenas o en Roma, Afrodita/Venus, es seguro que también debería haber una diosa de la sexualidad adolescente y femenina conocida como Lycra/Spandex, ¿no? Así desde entonces Land creerá sin dudarlo, siempre, más en los envolventes y como cromados trajes

de baño de una pieza por encima de todo ejemplar en dos nada voluminosas sino brevísimas y demasiado reveladoras partes que anulan el misterio de lo por revelar. Y Land los preferirá por inexpugnables a la vez que tanto más estimuladores de la imaginación (y, además, inmunes a toda posibilidad de “accidente” o “desliz” dejando al aire algo que se ve por apenas unos segundos y a comentar luego durante mucho tiempo pero que, en verdad, preferiría no haberse visto para así poder seguir fantaseándolo)».

Parte de la grandeza de El estilo de los elementos reside en que, haciendo un dibujo detallado de cierto niño en cierto lugar específico de cierta época del siglo pasado, resulta un atlas universal de la infancia, ese país del que no conviene alejarse aunque los adultos hagan esfuerzos por expulsar a todos de allí, como si fuera una enfermedad que hay que atravesar rápido para inmunizarse. Land mira de cerca y siente de lejos ese ecosistema enajenado y vanidoso constituido por sus padres y otros personajes adultos como Moira Münn, Silvio Platho, el Tano «Tanito» Tanatos, entre quienes brilla como un diamante el gran César X Drill, autor de la novela gráfica La Evanauta , en clara alusión a El Eternauta , del argentino Héctor Germán Oesterheld, secuestrado y desaparecido durante la dictadura militar que comenzó en la Argentina en 1976. César X Drill es alguien que ya estuvo ahí –«ahí», en su caso, quiere decir muchas cosas–, sobrevivió –por un tiempo– para contarlo y baja de la montaña con sus tablas de la ley de viejo zorro experimentado. «Cuidado con lo que deseas, Land, porque puede que nunca se haga realidad. Lo más importante no es ese deseo cumplido sino la formulación del deseo y cuál es el estilo de los elementos que lo componen. Por eso es que cuesta tanto escribir a secas, por eso hay que desear escribir como si se leyera y leer como si se escribiera», dice Cé -

sar X Drill en ese rol tutelar de quien detecta una sensibilidad a la que nadie presta atención y tiene grandes esperanzas de que el niño pueda y sepa preservarla como un tesoro. El estilo de los elementos es también un fresco que parece tener la voluntad de reproducir cada uno de los objetos, gestos, usos y costumbres de una infancia y una adolescencia transcurridas en dos ciudades de Latinoamérica en los años ´60 y´70 y es, por momentos, una excavación arqueológica a cielo abierto de las series, programas de televisión, discos, golosinas y juegos de mesa de aquellos tiempos, enumerados en largas y adictivas listas que son, cómo no, magdalenas proustianas. La contracara de esas listas minuciosas es la lúgubre luz de ausencia que se proyecta cada vez que se menciona a los desaparecidos: «Desapareciéndolo, desapareciéndolos: sus almas rotas, sus cuerpos extrañados y, tanto tiempo después, demasiado tarde, sus calaveras sonriendo al saberse por fin encontradas y reconocidas. Así (cuando nadie pensaba que pensaba en eso) pensó Land: “Los quiero a todos, los quiero mucho… No los voy a olvidar nunca más o, al menos, haré mucha fuerza para jamás dejar de recordarlos… No importa cuántos sean. No importa cuántos vayan a ser o no ser: siempre serán muchos, demasiados, incontables”».

Si el núcleo duro de la primera parte es Land sumido en un mundo adulto y su convicción de no querer escribir, y la segunda es el descubrimiento del amor y la reafirmación de su vida como lector –abandona el colegio y, sin que sus padres se enteren, a lo largo de dos años se escapa al centro comercial Salvajes Palmeras donde lee centenares de libros que consigue en una librería del mall–, la tercera es la contracción pánica de todo eso, el repliegue, la narración de quien ha sido exiliado no de un territorio sino de la vida viva. El narrador, derrotado por la adultez,

desencantado y cínico, se ha convertido en ghost writer de autobiografías ajenas, un fantasma a precio fijo, escritor gastado de las gastadas memorias de otros. Enrarecida por una textura febril que remite a películas retrofuturistas como Gattaca, la tercera parte tiene una belleza penosa –la belleza de lo que se ha perdido– y transcurre en una ciudad distópica muy similar a Barcelona aunque se la percibe como un asteroide huérfano donde los amaneceres y los atardeceres son controlados de manera artificial. Su estructura está sostenida por una irónica serie de consignas que podría recibir un aspirante a escritor en un taller literario, y funciona como sarcástico manual de antiescritura y crítica ácida a ciertas facetas del ecosistema literario. Pero, en ese mundo entristecido, aparece una fisura. Que tiene la forma de un objeto que ha llegado desde muy lejos en el espacio y en el tiempo de manos de alguien que nunca debió desaparecer. Y allí, poco a poco, Fresán prepara sus mejores armas hasta lanzar sus flechas, dos frases que dan en el centro exacto de la más perfecta emoción.

que despierte el deseo de escribir y/o de leer. Decenas de escritores y lectores cachorros le deberán a El estilo de los elementos esa salvación y esa condena. En un fragmento de La velocidad de las cosas se dice: «No hay pensamiento más absurdo y soberbio que el convencimiento de que una historia concluye cuando se la ha terminado de contar». Esta historia no ha terminado. Land sigue vivo. Vivirá para siempre.

Mucho antes de eso, en la página 44, César X Drill le dice a Land: «el verdadero núcleo de todo libro, el auténtico protagonista, es su idioma. No el idioma en el que está escrito sino el idioma dentro de ese idioma. Eso que ahora yo busco y persigo. Eso que no es otra cosa que un estilo único dentro del estilo ya reconocible y propio de su autor: su elemento secreto, su lenguaje aprendido para ese libro en particular que, si todo va y sale bien, enseñará a sus lectores para que lo hablen leyéndolo y que, si no consiguen aprenderlo, les sacará la lengua y les gritará como grita un loco». En El estilo de los elementos Fresán hace contacto máximo con su elemento secreto y encuentra su lenguaje, largamente aprendido, para este libro en particular. Aunque no fue escrito con ese propósito, su destino lo excede: será, para muchos, el libro por Leila Guerriero

El lenguaje como una selva que borbotea

Las niñas del naranjel

Literatura Random House 256 páginas

Hay en la última novela de la escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara (San Isidro, 1968) un lenguaje que desborda las páginas como el agua que desborda el cauce de un río después de un temporal de lluvias. En una entrevista, la autora confesaba que empezó, al menos, cincuenta veces esta novela y que todas esas veces le salía la oscuridad. Cansada de abismos, quiso escribir sobre la luz y quién sabe si al intento cincuenta y uno o cincuenta y dos, la escritora la encontró en Michī y Mitãkuña, las dos niñas guaraníes que acompañan al protagonista de esta historia en su viaje por la selva. Las niñas del naranjel (Random House, 2023) es la primera novela de la escritora después de quedar finalista en el International Booker Prize con Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017) y en ella imagina el relato de un viaje imposible de Catalina de Erauso (San Sebastián, 1585-Cotaxtla, 1650), la Monja Alférez, aquí, en estas páginas, Antonio, por la selva guaraní. Mientras recorre ríos y arboledas, le va contando por carta a su tía, Úrsula de Urizá y Sarasti, priora del convento del que ella escapó cuando

era novicia, lo que ha vivido en los últimos veinticinco años. Le escribe a su tía y le reza y le canta a su Virgen. Catalina estuvo internada en el convento desde los cuatro hasta los quince años. Un día, encontró las llaves del convento colgadas de un clavo y se escapó por sus puertas la víspera de San José del año 1600. Para dejar huella de su hazaña, Catalina escribió su Autobiografía: «Fui abriendo puertas y emparejándolas, y en la última dejé mi escapulario y me salí a la calle, que nunca había visto, sin saber por dónde echar ni adónde ir. Tiré no sé por dónde, y fui a dar en un castañar que está fuera y cerca de la espalda del convento. Allí acogime y estuve tres días trazando, acomodando y cortando de vestir. Híceme, de una basquiña de paño azul con que me hallaba, unos calzones, y de un faldellín verde de perpetuán que traía debajo, una ropilla y polainas; el hábito me lo dejé por allí, por no saber qué hacer con él. Corteme el pelo, que tiré y a la tercera noche, deseando alejarme, partí no sé por dónde, calando caminos y pasando lugares, hasta venir a dar en Vitoria, que dista de San Sebastián cerca de veinte leguas, a

pie, cansada y sin haber comido más que hierbas que topaba por el camino». Y una vez claro el camino, se enroló en un barco que iba hacia América y fue como si en medio de las aguas oceánicas, naciera de nuevo como hombre. «Estás viendo que no es tan raro que yo, que fui tu niña amada, sea hoy, si quieres, tu primogénito americano: no ya la priora que soñaste, ni el noble fruto de la noble simiente de nuestra estirpe, tu niña es un respetado arriero, un hombre de paz. Y, en la selva, un animalito de dos, tres o cuatro patas junto a los otros, los que son míos y suyo soy, un animalito al fin que sube y que baja y trepa y rodea y salta y se cuelga de las lianas…», como le escribe a su tía en su primera carta.

Este maravilloso y apasionante texto de Catalina de Erauso fue uno de los orígenes de Las niñas del naranjel. El otro fue el Ayvu Rapyta de los Mbyá-Guaraní, un relato de los orígenes del mundo del que bebe mucho la prosa de la autora. Está plagada esta novela de referencias eruditas y bellas, además de las ya citadas, están Cervantes y Quevedo. Gabriela Cabezón se ha inventado un idio-

ma nuevo que se nutre del Siglo de Oro, del vasco, del guaraní y del latín. Y esa riqueza en el lenguaje, además de en la metáfora —los ríos, los árboles, los animales, la tierra misma, todo cobra vida y parece emerger del sueño— acompaña en cada página y también, por momentos, abruma. Una lee y lee y se pierde con Antonio y con Michī y con Mitãkuña por la selva y cuesta, a veces, volver a la senda del relato.

No sorprende que Gabriela Cabezón Cámara viajara a la selva con el fotógrafo Emilio White para ver de cerca a los animales, para observarlos en la naturaleza y mirarlos largo rato y quizá así poder llegar a entenderlos si acaso. No sentía que tuviera que ir porque ya estaba en plena escritura, pero, frente al río Paraná, la escritora supo que tenía que estar presente allí: «Los peces medios transparentes con manchitas, el agua calentita, los perfumes y las mariposas, los pájaros, las flores y las orquídeas y una planta que sale de la otra, que sale de la otra. Es el puto paraíso. Estás viva en la vida misma (…) Cambió un montón porque una cosa es imaginarte algo y hacer un sistema estético y biológico. Esos rasgos singulares son de la selva de verdad, la sentí en la piel, en el cuerpo, en los oídos, en los ojos». Y eso mismo vive una como lectora: que los animales florecen y las plantas muerden y que pueden llegar a caminar y saltar con las niñas, que todo borbotea porque está lleno de ojos: «La vida le crece como les crece la lava a los volcanes y la lava fuera árboles y pájaros y hongos y monos y coatíes y cocos y serpientes y helechos y yacarés y tigres y lapachos y peces y víboras y palmitos y ríos y hojas de palmas y todas las otras cosas que hay que son mezcla de estas principales».

La novela, a pesar de la belleza de su lenguaje, cuenta una historia de violencia, la violencia del colonialismo, del genocidio. En ese sentido, Las niñas del naranjel es una novela muy política y combativa. La mirada aquí es múltiple. En Antonio confluyen varias voces, entre

ellas, la del colonizador, una mirada más cruel y condescendiente, pero también una mirada desde abajo. Antonio habla con las niñas y con los árboles, con los tigres y los pájaros y los monos como si fueran sus iguales. La novela ofrece un acercamiento distinto, en ella están contenidos los ojos y las voces de las niñas, curiosas, hambrientas de saber, y los miles de ojos de todas las criaturas que conviven en ese espacio secreto y borboteante que es la selva. Hay en esta novela una mitología propia. Además de Antonio y la selva misma, las otras dos protagonistas de este relato son las niñas, sin duda. Michī es la pequeña, tiene apenas tres años y solo habla guaraní y como cualquier niña de esa edad que está descubriendo al mismo tiempo el mundo y la manera de nombrarlo y entenderlo, repite, sin descanso, la misma pregunta: «¿Mba’érepa?» (¿Por qué?). Mitãkuña es la niña grande y ella hace de traductora entre el uno y la otra, entre Antonio y Michī También los acompaña una yegua, Orquídea, y un potrillo que se llama Leche. Y un jote que les ronda desde el cielo. Entre todos conforman una manada hermosa, una familia.

Hay muchísimas escenas hermosas, cotidianas, más allá del gran relato histórico, este libro está conformado, precisamente, por lo pequeño, a mí hay una que me gusta especialmente, una en la que el cuerpo de Antonio es protagonista. Después de escucharlo hablar sobre su dios, Mitãkuña inicia uno de sus diálogos con Antonio al que se une Michī: «—Che, Antonio, ¿es kuimba’e ha kuña tu dios?/—¿Qué es eso, Mitãkuña?/— Hombre y mujer. Como vos, che./— Pues mira que no lo había pensado. Soy hombre yo./—Héê, che, pero tenés una teta./—Muchos hombres tienen./—¿Mba’érepa?/—Porque sí, Michī./—Mi papá y mi abuelo y mis tíos no./—Pues Dios y yo sí./—¿Una sola, che?/—¿Mba’érepa?/ —Porque sí, Michī. Cantemos juntos». Las niñas voraces de saber, de entender, qué o quién es Antonio, más allá de todo aquello que nos enseñan desde

que llegamos al mundo, hacen preguntas, danzan, cantan, se lamen las heridas, se cuestionan todo. En la última página, cuando tienen que separarse, los pájaros huyen, las serpientes trepan a los árboles, como si la selva entera intuyera el final, Mitãkuña se abraza a Antonio, y él siente el cuerpito frágil de la niña, llora lágrimas de sal y miel y, cuando abre los ojos, en medio de todo aquel follaje inmenso, Mitãkuña le sonríe desde la distancia, confundida entre el verde, con sus colmillos asomando por la pequeña boca. En unas de las cartas a su tía, Antonio las describe así: «Las sonrisas, tía, las lengüitas rosas de cachorras. Me pesan, las niñas: a ellas déboles esta quietud, esta detención, estas horas sin más ansias que escribirte, rascarme o comer. Me voy a comer, tía, huelo ya los guisos indios. Debo, además, velar por mis niñas. Por mis anclas. ¿Será que la Virgen quiso darme raíces, tía, tierra?».

por Carmen G. de la Cueva

Perpetuidad de la mudanza

Solo un poco aquí

Random House 224 páginas

Una distancia cada vez mayor nos ha separado del resto de los seres vivos que habitan junto con nosotros el planeta: hemos aprendido a desoír los cantos dispares de las aves que nos rodean en las ciudades y a considerar a los animales parte de esa suerte de paisaje menguante que denominamos «naturaleza» (cuyo alarmante decrecimiento decimos lamentar al tiempo que lo propiciamos con nuestras acciones o inacciones), además de haberlos convertido en una reserva de recursos materiales y de consumo a nuestra entera disposición. Frente a ello, no pocas voces en los últimos tiempos se han propuesto devolver a los animales lo que Baptiste Morizot denomina la consistencia ontológica: su existencia como seres reales de pleno derecho que merecen nuestra atención y cuyas vidas importan políticamente en un intrincado tejido de relaciones diversas en el que habríamos de involucrarnos de otra manera. Baste pensar en la obra de un premio Nobel como J. M. Coetzee, que a través de las conferencias de su alter ego Elizabeth Costello ha planteado el debate de la justicia entre especies. En el ámbito latinoamericano, por citar algunos ejem-

plos de tono muy dispar, han surgido las estremecedoras y tremendas novelas de mataderos de la narradora brasileña Ana Paula Maia, las interesantes aproximaciones al mundo de los insectos por parte de la ecuatoriana Natalia García Freire y el boliviano Juan Pablo Piñeiro o la contagiosa insurrección liderada por Bardo, el jabalí memorable que protagoniza Derroche, la última novela de la argentina María Sonia Cristoff.

Con otro tono muy distinto pero como partícipe de la misma conversación, la escritora colombiana María Ospina Pizano (Bogotá, 1977) ha publicado Solo un poco aquí, por el que ha obtenido el reconocimiento del Premio Sor Juana Inés de la Cruz. Si su anterior conjunto de cuentos, Azares del cuerpo (2017), hablaba de mujeres sometidas a diferentes situaciones de violencia (como la exguerrillera que trata de reintegrarse en la sociedad mientras una editora corrige su testimonio), los cinco relatos de este libro abordan las vidas de otros tantos personajes femeninos, en este caso animales, que sufren diferentes tipos de violencia y que viajan, se desplazan, migran o son expulsados, que por unas razones u

otras pierden o abandonan su hogar: dos perras apartadas de sus amos y más tarde separadas entre sí, un ave migratoria que recorre su ruta anual entre Estados Unidos y Colombia, un escarabajo al que trasladan del campo a la ciudad oculto entre las acelgas y un puercoespín entregado a un centro de adopción. Solo un poco aquí: un título bello que alude a los versos de Nezahualcóyotl, el melancólico monarca de Tezcoco que alumbró en el siglo XV y en lengua náhuatl algunos poemas conmovedores sobre la transitoriedad de la vida: «No para siempre en la tierra: / Solo un poco aquí». Los epígrafes que inauguran el libro (como los muy numerosos al principio de cada uno de los relatos, en un gesto muy significativo que abre un diálogo multitudinario con toda una constelación de textos) no pueden ser más pertinentes, pues, además de Nezahualcóyotl, están Ocean Vuong y su novela En la tierra somos fugazmente grandiosos, un verbo de la lengua chibcha que se traduce como «llegar yendo» y los versos de la poeta uruguaya Cristina Peri Rossi sobre el exilio. Cuatro citas provenientes de distintos idiomas y lugares de América, de

distintas cosmovisiones, que anticipan los núcleos de sentido: el desplazamiento y el exilio, la mezcla de culturas y la íntima relación entre las historias humanas y las historias de los animales. Uno de los aspectos centrales de la propuesta estética de Ospina Pizano es la audacia en la elección del punto de vista. Ante el desafío de narrar las vidas animales sin caer en la antropomorfización y sin fingirles una voz inverosímil, la escritora opta por un narrador que sigue muy de cerca sus movimientos, que observa a estos seres y se esfuerza por restituir su consistencia ontológica, pero renunciando al mismo tiempo a rasgar el enigma de su interioridad. Se trata de una voz que solo puede imaginar o especular sobre los sentimientos y las emociones de sus protagonistas, ya sea la perra Kati («De vez en cuando cierra los ojos, pero quién sabe si descansa»), el escarabajo («Ni idea de cómo son los contornos de su voluntad») o el ave migratoria («Quién sabe cómo la inquiete la noche perdida. O cómo la horade el paso del tiempo, que para ella podría ser un ovillo de altura y astros que nunca comprenderemos. U otra cosa»). El contraste con este narrador, que no tiene dificultades para saber todo lo que piensan o sienten los personajes humanos, es una paradoja muy reveladora: un narrador –o narradora– omnisciente cuya omnisciencia se limita a la especie humana, más allá de la cual late la fascinación por el misterio de la otredad.

A comienzos del siglo XX, el zoólogo Jakob von Uexküll propuso el concepto de Umwelt para definir el entorno específico que cada especie animal percibe con sus sentidos, el recorte de la realidad que le pertenece íntimamente: no existe un solo mundo, sino que en el mundo hay muchos mundos –tantos como especies–, conectados e incomunicados a un mismo tiempo. Muy consciente de ello, Ospina Pizano se preocupa por llevar a cabo toda una exploración de las sensualidades y de la singularidad de la existencia de cada uno de sus personajes animales: el texto refleja un sinfín de ex-

periencias sensitivas –hay sabores, colores, texturas, olores y un inesperado cierre final que invita a escuchar la vida– y se sirve para ello de una prosa elegante, de muy hermosa factura, que contribuye eficazmente al tono vitalista del libro y al espíritu de celebración a pesar de las penalidades: «Seguro que la cucarrona –música alada, crepitar de bosque, testigo de la vida de los barros– le herederá alguna vitalidad al canto agudo del pájaro de esa ciudad tan ajena».

«Entre las frondas el desvío» es posiblemente, por su planteamiento y su belleza, el cuento más memorable del conjunto: narra el viaje desde Connecticut hasta Colombia de una tángara escarlata, un ave migratoria de apenas 20 centímetros, y las distintas peripecias de una odisea –sembrada de trampas, accidentes y tormentas, pero también de momentos de gozo y de recreo– que en buena medida está ligada a los procesos humanos. La tángara permite poner en juego a distintos personajes que se cruzan en su camino, como el portero de un rascacielos que recoge los cadáveres de los pájaros y los entierra con su hija, el excoronel del ejército de Estados Unidos que avista aves en su ocio de jubilado o la empleada doméstica que trabaja para él y echa de menos a la lora con la que vivía en Guatemala. Por otra parte, el relato sirve también para condensar un buen número de cuestiones que atraviesan las políticas del territorio, aunque es una lástima que un subrayado quizás excesivo o demasiado explícito dificulte en ocasiones al texto alzar el vuelo: la tecnología de la vigilancia, mediante radares, GPS, cámaras y otros aparatos que registran todo (hasta que en una escena elocuente una magnífica águila pescadora se enfrenta a un dron y lo destruye); el anhelo de domesticación de la naturaleza en jardines y suburbios; las protestas contra estatuas y personajes históricos de cuestionable reputación; los centros de acogida –o detención– de menores migrantes; los campos devastados por la explotación agrícola, minera y ganadera; los cultivos de coca destruidos por

las avionetas de los militares; o los conocimientos ancestrales de los pueblos originarios. Por encima de todo ello, el desafío de las fronteras nacionales que constituye el desplazamiento libérrimo de las aves debe interpretarse como el negativo de la precaria y dificultosa migración de tantas personas que viajan en sentido opuesto desde Latinoamérica hacia Estados Unidos.

En última instancia, el libro aspira a funcionar en una dimensión política. A las puertas de la sexta extinción masiva del planeta, provocada en buena medida por la acción humana, la escritora y naturalista inglesa Helen MacDonald ha escrito que para paliar la catástrofe requerimos tanto de las ciencias como de la literatura: las ciencias sirven para medir el grado y la escala del deterioro y para poner en marcha posibles soluciones, pero es necesaria igualmente la literatura para comunicar el significado de esas pérdidas. Desde este punto de vista, Solo un poco aquí nos apremia a pensar en lo segundo. Al mismo tiempo, la obra funciona en una dimensión más íntima. Bajo las vidas de animales errantes de María Ospina Pizano subyace un correlato notorio: sus historias también hablan de nosotros, de nuestro desconsuelo por haber perdido un hogar y por añorarlo desesperadamente, de la condición transitoria de nuestra existencia y nuestro lugar en el mundo. Ese instante pasajero –solo un poco aquí–, por el que podemos dolernos pero que sin duda también debemos celebrar.

López Carrasco. El desierto blanco

El desierto blanco

Anagrama 168 páginas

En el capítulo del libro Novela española del siglo XXI (Cátedra) que dediqué a la narrativa joven, dibuje dos líneas de fuerza convergentes para lo que llamé novelas de la crisis (desde 2008 hacia adelante): las que tenían como tema la precariedad laboral de la generación que se conoce como del quince de Mayo (de la que son ejemplos emblemáticos La mano invisible de Issac Rosa y La trabajadora de Elvira Navarro) y las distopías, con variaciones de las que son ejemplos Por si la luz se va de Lara Moreno y Brilla mar del Edén, de Andrés Ibáñez. El desierto blanco, pese a que esté presentada como una novela y como tal fue ganadora del Anagrama, es un conjunto de relatos levemente hilvanados, que ha permitido que dos de ellos desarrollen cada una de estas dos líneas. Muy en concreto, el relato que abre el libro titulado La superviviente desarrolla el tema de la competencia laboral a la que la crisis obliga a un conjunto de profesionales, algunos con buena carrera, que se disputan un subempleo, enemigos los unos de los otros en el proceso de selección, algo que había desarrollado, con mejor estilo, tanto la novela citada de Isaac Rosa como la obra

de teatro El método Grönholm de Jordi Galcerán. El tema del relato es que uno de los profesionales ha de ser sacrificado para que todos lleguen a una isla desierta y pueda sobrevivir. A eso lleva la crisis, la competencia no piadosa de unos trabajadores contra otros, según estas obras anteriores habían mostrado a mi juicio con mayor acierto y que repite el capítulo de López Carrasco.

Respecto a la otra línea, la creación de distopías, esto es, de una situación imaginada en un espacio ignoto, es el nutriente temático tanto de la novela Brilla mar de Edén de Andrés Ibáñez como del segundo de los relatos que componen El desierto blanco, el titulado Océano de luz, en la que la veterinaria investigadora del primer cuento reaparece aquí como superviviente junto al resto del pasaje de un accidente del avión que la traslada a un Congreso en Australia y vive las situaciones que los lectores reconocerán sobre todo a partir de la serie fílmica Lost (Perdidos). Como la originalidad temática la impiden tanto la serie fílmica como la versión novelística de Ibáñez, hay que valorar que el estilo de López Carrasco ha sabido nutrir con plasticidad los es-

pacios comunicativos y también la falta de comunicación, ensimismados en sus aparatos móviles cuando se restaura la cobertura). El relato se sostiene bastante bien, aunque no sea original, por una buena y elocuente percepción del movimiento espacial de los personajes.

El relato Marte florecido, tercero de los capítulos de la no-novela cambia el tema y persigue un retrato de la crisis a partir de las condiciones de vida de una pareja, Carlos y su mujer, según ella, que es la narradora, la va percibiendo. Aparecen elementos que se repetirán luego, especialmente en el último de los relatos, sobre todo el paisaje, ese desierto blanco de la nieve pero que en otros lugares será el desierto de la sequía. Las condiciones espaciales están soberbiamente tratadas, hay una percepción que la narradora, una urbanita de origen norteño, tiene del mundo rural de plásticos de la costa mediterránea, donde van a visitar a la abuela de Carlos. La anécdota es lo de menos, porque todo el relato camina hacia la pregunta sobre la comunicabilidad posible entre la pareja de jóvenes, con el mundo de la generación anterior, y como ven unos y otros el poso de la Guerra ci-

vil, pero también cómo ven el estar juntos, la comida, los objetos. Lo mejor del cuento es que el lector va percibiendo una distancia que no aqueja únicamente a la que hay entre generaciones sino a la que hay entre ellos mismos. Ella se da cuenta de que debía haber roto muchas cosas, y enfrentado a otras, antes de ver sumergirse la relación en ese desierto blanco que es metonimia de ella. No he dejado de pensar en el cine de Michelangelo Antonioni que llevo situaciones paralelas a la pantalla. No es detalle de menor valor que la sutil perspectivización femenina se encuentre entre los mejores logros del relato.

Si Marte florecido funciona como una Sonata para dos instrumentos, o quizá un trío, la articulación del siguiente relato, titulado Espectro liberado es coral, aunque no llegue a ser sinfónico. Varias crisis de pareja, tanto sentimentales como por motivos económicos de su desplazamiento al extranjero de algunos de ellos, se visualizan en una fiesta de Nochevieja en un chalet campestre aislado. La generación de la edad del autor (nacido en 1981), esto es de un conjunto de cuarentones, se verá reconocida en aparatos de reproducción musical, series televisivas y videojuegos citados a lo largo del relato. Toda la noche y las anécdotas que se desatan durante ella vienen presididas por un pesimismo que resulta ingrediente de fuerte carga política, pero no en términos de critica directa, sino nutrido de nihilismo existencial, de no tener mucho que hacer y apenas de que hablar. Triunfa el testimonio realista en modo coral, que a este crítico le ha parecido literariamente bastante conservador, pero en el que muchas parejas jóvenes se reconocerán. Sobresale en este relato una característica presente en casi todos: el interés por el cuadro escénico, casi teatral, que viene desarrollado en un espacio limitado, como es la casa y sus alrededores. Quizá este capítulo sea el que más directamente represente las condiciones económicamente precarias y con falta de futuro de una generación que el relato va presentando como muy

preparada. Por tal razón es el capítulo con mayor carga política indirecta. La puesta en escena casi teatral impide sin embargo el desarrollo de la interioridad que si se daba en Marte florecido. Más moderno y logrado es el relato que da cierre al conjunto. Con el título de La línea del horizonte volvemos a la distopía, tanto porque el relato reproduce unas cartas (se intuye que emails) enviadas a Carlos (personaje recurrente del conjunto para que sea propuesto como novela) por su hermano mayor, exprofesor universitario que ha sido expulsado por recorte de personal y que vive retirado en una zona indeterminada cuyo paisaje coincide con diferentes lugares de la provincia de Murcia con topónimos y espacializaciones ligeramente modificadas pero reconocibles. Tal correspondencia, que comienza un 20 de julio y termina un 7 de mayo del año siguiente, es trasladada por Carlos a Aitana, su pareja, un día 2 de Julio de 2035, desde Mare Imbrium, Sector 2, que como se sabe es zona lunar. Ya en las cartas el hermano ha ido anticipando que estamos viviendo un momento post, cuando una crisis (el lector va reconociendo que provocada por el efecto climático) convierte todo en una figuración distópica, pero muy próxima. De hecho, uno de los efectos más notables del relato es el reconocimiento que vamos trazando de situaciones muy actuales, también por la extremada sequía que se vive en la zona. He de decir que pocos relatos he leído últimamente tan bien escritos, y sobre todo, tan inteligentemente urdidos. Uno de los vectores más interesantes del relato lo conocemos desde el comienzo cuando le dice Aitana a Carlos haberse encontrado con su hermano en un videojuego de campañas militares en a la Hispania del siglo V. Este vector de la realidad vivida en los videojuegos como realidad suplementaria y alternativa, pero sobre todo muchas veces indistinta o de frontera difusa con la del espacio real, es una de las dimensiones más interesantes de las tratadas a lo largo del relato. A través de mapas referidos, de recuerdos, va el her-

mano compartiendo con Carlos espacios recorridos por ambos en la pantalla como figuraciones dadas de una realidad que se va imponiendo. La originalidad de López Carrasco no es haber tratado este asunto del espacio virtual como un tema referido, sino que el relato va progresivamente metamorfoseando el espacio real, el paisaje recorrido (que por cierto parece de ficción extraterrestre, algo que conocen quienes hayan visitado esta zona del Sureste), obsesivamente por el hermano en desplazamiento minuciosos, con la precisión de un cartógrafo, por todos los puntos cardinales que rodean la casa, como buscando captar tal realidad desde el lugar nunca visualizado y persiguiendo que lo real no sea finalmente una metáfora, un objeto sustituible, sino un espacio verdadero en su singular perspectiva totalizadora, como son los creados en los videojuegos. La progresiva desaparición de vecinos, la no menos acuciante de los elementos antaño vivos, va sumergiendo la distopía en un espejo en el que el lector va penetrado a la vez que el hermano las describe con obsesiva recurrencia hasta el punto de que llega a sentirse en el límite de la locura. Pero no llega a producirse la total enajenación, esa es la gracia del relato. El lector no está en otro lugar de racionalidad distinto al dibujo que este cartógrafo del videojuego futuro ha ido creando.

El deseo y la rabia

Albertina Carri

Lo que aprendí de las bestias

Banda propia

208 páginas

No debiera sorprender a nadie — particularmente menos a quienes han visto sus películas— que una cineasta como Albertina Carri (1973) escribiera una novela tan desbordada y compleja como es Lo que aprendí de las bestias — publicada originalmente en Argentina en 2021 y reeditada en Chile por Banda propia en 2023—, y sin embargo ocurre, la sorpresa, el desconcierto, la fascinación ante un libro que se mueve, que retumba, que está vivo. Sí, de la misma forma que en sus documentales y ficciones —imprescindibles para el cine argentino de las últimas décadas—, ahora esos procedimientos insolentes, aventurados, esa búsqueda incansable por darle una nueva forma a lo político, se despliegan en una narración que deambula entre el deseo, la rabia y lo animal. Y en un primer plano, cómo no, el lenguaje, la disputa por encontrar las palabras exactas que le permiten avanzar y retroceder, zigzagueantes, impredecibles, por esta historia. Una historia en la que Carri vuelve a trabajar con algunos de los materiales autobiográficos que le permitieron hacer ese documental extraordinario que es Los rubios (2003)

—y que sigue siendo tan urgente como impresionante, ahora, en medio de tantos discursos reaccionarios en Argentina y Chile y en muchos otros lugares—, materiales en que se cruzan su infancia con la desaparición de sus padres en dictadura.

¿Pero quiénes son las bestias a las que hace referencia el título de esta primera novela? Quizá podríamos, los lectores, quedarnos un rato aquí, en esas bestias, en lo que dispara en nuestra imaginación esa palabra: bestias. Al poco andar, a las pocas páginas, vamos a descubrir que esta historia está llena de animales. Hay ratas, caballos, vacas, perros, muchos perros, un pájaro que no tiene alas, una nutria que es atacada por una jauría, un gato que muere ahogado en una bolsa. Todos estos animales y todas las imágenes que evocan esos animales, atraviesan esta novela protagonizada por una cineasta que un día recibe un mail de su hermana mayor, desde París, a quien no ve hace muchos años y quien le cuenta que va a regresar a vivir a Buenos Aires junto a sus tres hijas. Es ese regreso el que va a disparar los recuerdos de la narradora sobre

la infancia que nunca terminaron por compartir juntas pero que sí está marcada por la muerte de sus padres en dictadura. La narradora lo dice así: «Siempre fuimos empujadas a ser mayores, la primera patada del primer tipo que entró a nuestra casa de Castelar rompió la puerta y también rompió la posibilidad de ser niñas».

Porque en esta novela, Carri interviene ese recuerdo de infancia y decide narrar la muerte —ya no desaparición, como en la vida real— de esos padres: «Después vimos los cuerpos saltando por el impacto de las balas. Después o antes, no lo sé. La cronología ya había sido destruida. Treinta tipos con uniformes de distintas fuerzas armadas empuñando armas dentro de una casa perturban cualquier temporalidad. Mi hermana tenía once años y yo cuatro. Esa fue la última vez que Lucía y yo nos dimos la mano. Mamá y papá se habían convertido en cadáveres».

Lo que rompió también esa patada fue la palabra «familia». La rompió y dejaron los pedazos ahí, tirados, que cada cual hiciera lo que pudiera con ellos, con esos pedazos con esos restos. La narra-

dora, entonces, con esos restos, haría películas y escribiría un libro, este libro, esta historia.

Pero propongo volver al título, volver a los animales y a esas bestias que uno, pensaría, hacen alusión a esos animales, aunque en realidad, ya después de avanzar en esta historia, uno empieza a dudar si esas bestias no son, en realidad, las personas que se cruzan en la vida de la narradora, que se llama Albertina y que podríamos elucubrar que no es la misma Albertina que firma el libro, es otra Albertina, una Albertina hecha de palabras que piensa, constantemente, en las palabras y en cómo hacer algo con esos pedazos que quedaron tirados en esa casa donde alguna vez formaron la palabra «familia».

Ahora, en el presente de la narradora, hay una familia ahí, acechándola: su hermana mayor y sus tres sobrinas, pero también su perro Tres y una serie de amigas, amantes y amores fugaces que recorren estas páginas, marcadas por un vaivén que le permite, a la narradora, ir contando una buena parte de su vida a través de estos afectos luminosos, que algunas veces se pierden y que en otros casos insisten. Afectos, deseos, rupturas y mucho sexo.

«La linealidad nunca fue mi fuerte, las cosas siempre llegaron desordenadas», anota la narradora como si estuviera consciente de la forma que le va dando a esta historia, y que nunca se regocija en narrar la tragedia que pudo haber marcado su vida, sino más bien decide empujar la narración y permitirnos vivir con ella una serie de experiencias que van desde aprender a andar a caballo como detenerse en una película hermosa y desconocida de Kitano, o la ternura de comprarle en un restaurant, a su perro, un bife con hueso simplemente porque el amor tiene esas salidas que no requieren mayores explicaciones.

qué hacer cuando se llega ahí. Y cómo contar eso. Porque ahí la narradora se está jugando muchas cosas. Hay una búsqueda incesante con respecto al lenguaje, a experimentar qué pueden hacer las palabras –y lo que implica narrar con esas palabras— una suma importante de experiencias que sólo y sólo a través de ese lenguaje logran interpelar al lector.

Albertina Carri ha escrito una novela hermosa y desafiante, y profundamente poco cinematográfica… ¿Han escuchado, eso, cierto? ¿Ese supuesto elogio que se le hace a ciertos escritores cuando les dicen: me encantó tu novela, es profundamente cinematográfica? ¿Pero qué significa realmente ese elogio? ¿Se referirá a esos libros que logran convertirse rápidamente en imágenes reconocibles o que saben narrar acciones o que invitan al lector a imaginarse esa historia como una película? Quién sabe. Más bien habría que sospechar de ese elogio, pues las novelas más deslumbrantes que hemos leídos son, muchas de ellas, imposibles de filmar.

Pero lo que habría que decir, una y otra vez, es que Lo que aprendí de las bestias indaga de una manera valiente y muy lúcida en eso que podríamos llamar «lo literario» y que aquello siempre está más cerca de la poesía que de alguna otra expresión artística.

Este libro está lleno de imágenes memorables, sí, pero también de frases que te obligan a subrayarlo y a detener, en ese momento, la lectura, para masticar las palabras y pensar de qué está hecho el lenguaje.

No quisiera arruinarles la lectura adelantando el final, pero creo que en las últimas páginas de este libro hay algunas señales de ruta por donde podríamos avanzar hacia un lugar que nos permita no sólo comprender nuestro presente político, sino también vislumbrar un camino posible hacia el futuro.

Hay una dimensión política en toda esta enumeración. No sólo en esa infancia rota sino en todo lo que vino para la protagonista, lo que implica buscar un lugar en el mundo y saber, más o menos, por Diego Zúñiga

No es azaroso, entonces, que esta novela —que indaga de manera desafiante en la memoria, la violencia y en el deseo— vuelva a circular justo cuando resulta más necesario que nunca enfrentar una serie de relatos que nuevamente están en disputa y darles vida —una nueva vida— a las palabras memoria, violencia y deseo. Volver a pensar esas palabras —como nos invita esta novela— es un acto político urgente, imprescindible.

No te veré morir

Antonio Muñoz Molina No te veré morir

Seix Barral 238 páginas

Cuando todavía estamos degustando ese singular diario recreado de la pandemia que es Volver a dónde, aparece la última novela de un autor que camina ya con el aplomo de los maestros pero con la humildad de los principiantes. Puede parecer paradójica tal afirmación y no por ello menos cierta. Como contradictoria y apasionante es la vida de los protagonistas de esta novela que, en formato de música de cámara, retoma el tema del gran amor, admirablemente orquestado por Muñoz Molina en La noche de los tiempos. Al igual que Ignacio Abel, el arquitecto republicano exiliado en los Estados Unidos poco antes de la contienda, el joven Gabriel Aristu debe salir de España, esta vez dejando atrás la patria inquisitorial de la posguerra, para graduarse en Inglaterra y desarrollar de inmediato una exitosa carrera como economista en California donde creará una familia americana desdoblándose entre quien fue, aquel joven apocado que siguió mansamente la ruta que le marcó su abnegado y destruido padre, y quien ahora es, el imprescindible asesor de empresas, bancos y corporaciones internacionales de prestigio. Extranjero

en su nuevo país, pese a su éxito e impecable inglés, y extraño en las puntuales visitas que hace a su patria. Abel y Aristu se verán obligados a dejar las mujeres de sus vidas; alejamiento físico, de nuevo la paradoja, que hará más presente su recuerdo.

No te veré morir, verso prestado de un emocionante poema de Idea Vilariño, se estructura en cuatro partes: en las impares toma la palabra Gabriel Aristu; en las pares su amigo ocasional, el experto en arte y profesor visitante Julio Máiquez, recién llegado a Estados Unidos, que funciona a modo de contrapunto de Aristu: este, desenvuelto, triunfador, conocedor de los ambientes que pisa, con el don de convertirse en el centro de atención de todo el mundo; aquel, torpe e inseguro, con un conocimiento deficiente del idioma, huido de un divorcio traumático que grava su presente. Ambos, eso sí, dolientes de añoradas ausencias: Gabriel de su gran amor, Adriana Zuber; Julio de la hija que ha dejado en España, quien nada quiere saber de su padre, pese a los constantes y conmovedores esfuerzos que hace por recuperarla. Hija que casualmente resulta ser el lazo de unión

entre Aristu y su antigua amante. Cuatro partes cuyo tono –como confiesa el autor- lo marca los cuartetos tardíos de Beethoven, composiciones musicales en las que cada fragmento es independiente. El tono confesional atraviesa todo el relato, con sus momentos cumbre: las dos confesiones de amor absoluto de Gabriel a Adriana: a ella misma, en la tercera parte; por sujeto interpuesto, Julio Máiquez, en la segunda. Y más que de tono, cabría hablar de tonalidad, pues la novela entera -y muy especialmente la primera parte- es pura música. No es casual que la vocación velada de Aristu sea la de violonchelista, instrumento al que vuelve cuando sus obligaciones se lo permiten. Ni que en algunas ocasiones la atmósfera intimista de la entrevista en que el ilusionado Aristu y la derrotada Adriana se reencuentran casi medio siglo después, y con la que arranca la novela, nos lleve al recuerdo de Zarabanda, la última película de Bergman; no solo por el reencuentro de un gran amor sino por el trasfondo musical que impregna ambas obras.

Evocada la primera parte de la novela (73 páginas divididas en 14 fragmentos

en los que el autor utiliza exclusivamente comas), algunos lectores se sorprenderán por el reto narrativo de un autor que logra, con tan escaso procedimiento, mantener la tensión del relato. No es algo nuevo. El Nouveau Roman y sus secuelas usaron recursos parecidos. El último Nobel de Literatura, Jon Fosse, lo usa con frecuencia. La novedad aquí es la musicalidad emanada de un texto cuyos fragmentos nos evocan, además de a Beethoven, las suites de Bach; tanto en la reiterada evocación de la definitiva escena de amor entre la joven pareja protagonista, plena de erotismo -a modo de un tema central en el que el autor se recrea-, como en los recursos con los que se enlazan muchos fragmentos del texto; lo que en retórica poética llamamos anadiplosis o concatenación. El resultado es notable: un texto enormemente fluido cuya lectura ininterrumpida acaba por dejarnos sin aliento. La clave de este recurso la da el propio novelista en boca de Aristu en la cuarta y última parte, cuando recibe a Máiquez en su estudio, junto al Hudson, mientras escucha una de las suites de Bach: “Oyó mis pasos y detuvo el disco, levantando delicadamente la aguja. Me dijo que escuchar esa música era como seguir del principio al fin una frase muy larga de Proust, un fluir natural que sin embargo contenía un orden riguroso y flexible, una forma perfecta. Ni la frase de Bach ni la de Proust parecía que estuvieran construidas: sucedían orgánicamente, como asciende desde las raíces hasta las últimas ramas la savia de un árbol; fluían como el río Hudson o como ese arroyo que hasta hacía menos de un siglo movió la rueda del molino al costado de la casa”.

en ella el fin del mundo”), resulta ser tan similar a No te veré morir, que se genera a partir de la escena primera. En otro sentido, cabría recordar asimismo Un andar solitario entre la gente, redescubrimiento del mundo a través de los ojos del paseante; título que, como el relato que nos ocupa, parte también de un verso inolvidable.

Admirable poema torrencial, esa primera parte podría perfectamente acercarse al anhelo superrealista de la escritura automática.

al final de la pandemia. Madrid de nuevo y ese recurrente barrio de Salamanca que el autor habita.

Aquella tarde/noche de amor total cuyo término supone la separación de los amantes (al día siguiente el joven Aristu marchará a Londres obedeciendo las directrices paternas y no el ruego de la amada), alimentará el mundo onírico de Aristu; más poderoso que el mundo real. Esa tarde/noche (cada miembro de la pareja tiene distinta versión de lo sucedido) y el soñado reencuentro, ya real, delante de una Adriana gravemente enferma que le pide lo imposible; sin constatar si el momento que ahora vive es real o uno de esos sueños que siempre le han acompañado. De nuevo ante ella repasa su vida, el origen humilde pero culto, la huella del padre que logró sacarlo de la sordidez posbélica al tiempo que lo separó de la mujer de su vida. Esa doble vida de Gabriel Aristu, escindida entre el exitoso economista, felizmente casado con la bella Constance, con dos hijos americanos que nada saben de su verdadera vida, y el músico oculto, el soñador, ese otro hombre –él mismo- que no ha dejado de anhelar volver a revivir, aunque solo sea por unas horas, el amor de su vida.

Inmenso poema de amor convertido en relato, Muñoz Molina se supera a sí mismo y nos regala una de las obras más hermosas de su fecunda trayectoria.

Música y poesía. Esa máxima concentración que exige el texto poético se traslada a la prosa del novelista, ese empático intimismo, ya presente en obras anteriores y de los que pocas veces se ha separado. Pienso en El viento de la luna, la novela evocadora del padre y de su infancia rural; en Tras tus pasos en la escalera, cuya génesis: la frase inicial (“me he instalado en esta ciudad para esperar por Carlos Barbáchano

No te veré morir no se limita a ser una apasionante historia de amor, es igualmente un sintético relato de nuestro tiempo. Con pinceladas muy precisas el autor evoca momentos de la contienda civil, de la triste posguerra y del franquismo tardío, épocas que contrastan con esa arrebatadora California de finales de los sesenta que acoge a nuestro joven economista. Como en La noche de los tiempos, donde Muñoz Molina revivía a Negrín, Moreno Villa o Bergamín, entre otros, aquí vuelve a la vida fundamentalmente a músicos relacionados con el padre de Gabriel, melómano impenitente: Igor Stravinski, cuya poquedad física contrasta cómicamente con su grandeza musical, y Pau Calsals, sobre todo; también al musicólogo Adolfo Salazar y al poeta músico García Lorca. Aristu conserva, por ejemplo, y muestra cuidadoso a su amigo Máiquez en el retiro campestre junto al Hudson, la partitura de la Suite nº 1 de Bach, anotada a lápiz por el mismo Casals y dedicada a su padre, quien, exponiéndose a nuevas represalias dictatoriales, iría valientemente a visitarlo a Prades en el verano del 54. Madrid una vez más presente. Ahora una ciudad incómoda, agresiva, sus habitantes absortos en las pantallitas de sus móviles; ciudad en la que las personas mayores, como ya Gabriel Aristu, temen ser embestidas por esos autómatas ajenos a todo lo que no esté dentro de sus celulares. En Volver a dónde se nos recordaba con nostalgia aquella no tan lejana ciudad donde la naturaleza había vuelto deslumbrante a las calles y a los parques

Un calcetín de primera

Blackie Books

192 páginas

No importa haberse dado cuenta tarde, como en mi caso, de que la Otaberra (2023) de Elisa Victoria (Sevilla, 1985) esconde tras su título la palabra Arrebato escrita del revés, por influencia casi espiritual de la célebre película de culto de Iván Zulueta, que sobrevuela de manera casi imperceptible sus páginas, tal y como ha confesado la autora en algunas entrevistas. Porque esta Otaberra es puro universo «victoriano», sin ser por ello retro ni autobiográfico, y sí más libre que nunca, más primitivo o primigenio, según se mire, más experimental

también, o, mejor dicho, más desatado y sin embargo contenido, gracias al difícil equilibrio de emociones aquí conseguido por Elisa Victoria. Otaberra es así un texto eminentemente triste, pero también eminentemente hermoso; un texto curtido, maduro en tiempos y formas, pero en cuyo interior late el corazón literario de un adolescente, de ahí su inocencia, de ahí lo tembloroso de ciertos pasajes, especialmente aquellos sustentados por el tacto de ciertos objetos, metidos todos ellos en una cajita, donde cobran una corporeidad anímica inusitada, hasta el punto de que alrededor de ellos gira, pienso, el grueso sensorial de la propuesta. En Otaberra, estos objetos no solo se tocan, sino que suenan, se huelen... Elisa Victoria posa sobre ellos una penetrante capacidad de observación.

En las presentaciones, la autora suele repartir de hecho un cromito, el número 23 de la colección del Robin Hood de Walt Disney, en el que se ve a la zorra Lady Marian y al conejo arquero Skippy, pudiéndose leer en su reverso: «Este cromo tendrá sentido para ti dentro de unos meses. Un saludo desde el futuro». Y así va la cosa, de recuerdos rotos que se reconstruyen con el tiempo, de dolores sordos y huecos, de vacíos vitales y futuros traumados en definitiva, sin tener que incurrir para ello en fórmulas existencialistas, en parafraseos ensimismados, pues todo lo que aquí se cuenta está muy pegadito a la tierra, a la del pueblo de Otaberra, y se encuentra bajo las sábanas, bajo las camas de sus habitantes, donde anidan las culpas y los miedos, y es por esto que la novela parece a veces un híbrido entre Lorca y Lovecraft, si tal cosa es imaginable, que lo es, y si no lean la escena de Renata en el velatorio, y si no lean la escena en la que Eusebio se entrega a la noche… Los géneros literarios se superponen así de forma natural en Otaberra, y se pasa del terror al costumbrismo kitsch del mismo modo a como los niños se intercambian cromitos, todo tejido en verdad cual tela de araña para envolver en el fondo una historia de honda amistad juvenil.

Otaberra son todas estas cosas y todas funcionan a la perfección, todas vibran y todas titilan, fundamentalmente porque en buena parte están narradas por dos calcetines, infalibles como narradores no fiables, toda vez que no pocas veces luchan contra las voces de las manos de las dos niñas que los encarnan. «¿Pero esto pasó de verdad o se lo está inventando?», se pregunta Rita en un momento dado; «Es lo mismo», responde muy sabiamente Beatriz. Y es así como lo literario en Elisa Victoria trasciende en esta su nueva y brillante fabulación, aquí y ahora más directa y original que nunca, arriesgada en estructura tras dos títulos narrativamente más convencionales, dejando atrás, para siempre, la eterna promesa que ha ido siempre asociada a sus textos. Otaberra es por tanto una consolidación de revelación, pues con ella la autora crece sin repetir fórmula, y lo hace delicada pero sin filtros, disfrutando de la frescura de un estilo más gamberro, más fanzinero, más liviano y divertido, bajo en grasas y aun así lleno de resonancias.

Y no importa haberse dado cuenta tarde, como en mi caso, de que la novela está dedicada «a la genuina memoria de Paco Arenas», a quien tuve la suerte de conocer, y cuya prematura muerte nos dejó a tantos impactados, hasta el punto de que su infatigable espíritu iconoclasta vagará ya siempre de por vida por las calles de Otaberra. Y poco más se le puede pedir a la literatura.

Una sororidad retrospectiva

Mar García Puig

La historia de los vertebrados

Literatura Random House

288 páginas

Un «desastre de astros», «gelatina y milagro» o, de forma sublime, una «puerta que pesa siglos»… Eso sería la maternidad y, tanto por lo informativo como por lo poético, La historia de los vertebrados, primera novela de Mar García Puig (Barcelona, 1977), muestra una altura y una amplitud que tumban por k.o. a quienes, como yo, empezamos el libro con mucha desconfianza (quiero decir con

prejuicios que, capítulo a capítulo, van quedando impugnados por el talento y la firmeza de la autora). Y también convence, claro, por lo que tiene de reivindicativo o de reparador, de denuncia: sucede, por ejemplo, que a las madres «se nos ridiculiza cuando se considera que nuestras demostraciones de afecto e inquietud son desmesuradas, se nos criminaliza cuando se juzga que desatendemos a nuestros hijos. En la cocina del patriarcado, las mujeres nunca podremos dar con las dosis exactas de los ingredientes de la buena maternidad».

García Puig dio a luz a sus gemelos el mismo día en que se celebraban en España unas elecciones generales que la convirtieron en diputada del Congreso. Ahí ya hay un libro, pensarían muchos, y en ello residía precisamente el peligro. Si se hubiera limitado a esa casualidad anecdótica para divagar sobre su vida y su trabajo podríamos haber tenido que leer un libro trivial, pero en este caso es sólo el comienzo, un poco el anzuelo, y lo que leemos es una investigación bastante profunda y muy bien enfocada sobre el tema de la locura puerperal, sobre las enfermedades derivadas del parto o sobre cómo se han percibido y tratado a lo largo del tiempo.

Como insinúa el título, tan hiperbólico como atractivo, medio rimbombante pero pertinente, La historia de los vertebrados no se queda en lo especulativo o en la crónica personal (pues la autora da cuenta detallada de sus dificultades físicas, médicas, laborales, familiares o conyugales en las primeras semanas tras el alumbramiento) sino que aquí se emprende un muy meritorio y al cabo erudito trabajo de campo, visitando archivos de manicomios en Inglaterra, leyendo buena parte de la bibliografía, coleccionando datos y redactando fichas, así como acumulando una buena iconografía (fotografías, grabados, pintura…) que, sin apenas comentarios sobre ella, se recoge en la edición.

Según nos cuenta ella misma en un libro que, como digo, no es sólo testimonial sino abiertamente confidencial

y generosamente íntimo (seguramente demasiado para la sensibilidad de esos lectores a los que no les gusta ni siquiera sumergirse en esa privacidad que abre la puerta, que nos franquea el paso, que nos invita a entrar…), García Puig ya sentía curiosidad por la locura, la histeria o la ansiedad antes de ser madre, y ya tendía a una hipocondría que se explica muy bien en las primeras páginas del capítulo 7. Pero su propia experiencia tras el doble parto multiplica ese interés hasta el punto de tener que pasar de padecerlo a estudiarlo, lo cual la obliga a compaginar su nuevo trabajo político con la documentación, con la búsqueda de informaciones que culmina en un libro que posiblemente recuerde en su estilo, su estructura, su espíritu y su tono a otros títulos recientes, pero ¿qué importa eso cuando el resultado es tan bueno?

En cuanto al tema, también es reconfortante, pues es indudable que hasta hace muy poco faltaban partos en la literatura, pero es importante entender que esta historia trasciende con mucho el tema de la propia maternidad novelada (como en El bebé, de Marie Darrieussecq, o Diario de quedar embarazada, de Claudia Apablaza, por citar los primeros que recuerdo) para pasar a ser un ensayo, es decir, algo en la línea del excelente Linea nigra de Jazmina Barrera, pero llegando aún más lejos en lo diacrónico.

Por otro lado, me gusta la variante de compasión que exhibe la autora, sin mermelada sentimental pero con hambre de justicia histórica, con necesidad retrospectiva de entender unas malas prácticas clínicas, unos «errores» que siempre afectaban principalmente a las mujeres más desprotegidas en lo social. Este libro es, en fin, iluminador, un camino con más datos que conjeturas, con más constataciones que sospechas, y que ante todo cuenta una historia personal palpitante para ensayar con ella un acercamiento a una Historia creíble.

Cuando la verdad no duele tanto

Ricardo Dudda

Mi padre alemán

Libros del Asteroide

216 páginas

Cuando publicó Coto Vedado, su primer libro de memorias, en 1986, Juan Goytiloso explicaba que había pretendido «huir de la hipocresía y el exhibicionismo» de la tradición literaria española, atreviéndose con un género que, decía, «no se ha cultivado en España, salvo excepciones», pero que tenía «numerosos y magníficos ejemplos en las literaturas francesa e inglesa». Se refería Goytisolo a la indagación cruda de la propia vida sin escatimar miserias ni ocultar nuestros secretos más escandalosos, pero también al hecho de hacerlo

desde la sencillez del estilo, evitando la grandilocuencia de la leyenda épica en que normalmente convertimos nuestra biografía. Más allá del exhibicionismo del escritor barcelonés, la obra se convirtió en un pequeño hito literario en un tiempo (y un mercado editorial) donde las memorias, mal o bien escritas, aparecían siempre bajo la forma de la hagiografía.

Viene la mención a cuento de Mi padre alemán (Libros del Asteroide, 2023), última obra del periodista y escritor Ridardo Dudda y finalista del II Premio de No Ficción de la mencionada editorial. Y lo hace porque el libro contiene algunas de las virtudes que Goytisolo destacaba de su propia obra memorística, pero también por su relación directa con la obra de Monique Lange, quien fuera pareja de Goytisolo y autora, entre otros maravillosos libros, de Les cahiers déchirés (1994), obra íntima y caleidoscópica sobre la relación con su padre enfermo y que funciona como antecedente lejano del libro de Dudda. Construido, al igual que aquél, como un collage de recuerdos, conversaciones, escenas y atmósferas, Mi padre Alemán nos cuenta la historia del fabuloso Gernot Dudda, el padre del autor, aunque, como ocurre con toda obra fecunda, en realidad sea un libro sobre muchas otras cosas.

¿Cuántos libros puede contener un libro? ¿Cuánta verdad hay en nuestros recuerdos? ¿Cuán diferente son la vida y su relato? Son algunos de los dilemas que atraviesan esta obra de indagación familiar que se inicia como una investigación dialogada sobre la vida del padre del autor (el título original iba a ser La vida anterior de Gernot Dudda) y que, ya desde su brevísimo prólogo, se convierte en otra cosa. «Es un collage, es una exploración del pasado familiar, es una reflexión sobre la culpa y el desarraigo, es una biografía y una autobiografía, es una larga conversación frente al mar y llena de disgresiones entre un padre y un hijo», nos dice Dudda, y así es efectivamente, pues Mi padre alemán es un libro que contiene otros muchos libros: un ensayo sobre el fin de la II Guerra Mundial y la Europa comunista, una indagación sobre el Holocausto, una reflexión sobre la culpa, una historia del

desarraigo. Y hay también en sus páginas preguntas directas, crudas, suscitadas por la recuperación del archivo familiar y el descubrimiento de la figura del abuelo, Richard, policía de la Alemania nazi y colaborador en el exterminio de judíos y otras minorías. ¿Cómo contarle a Gernot que su padre participó en el Holocausto? ¿Cuál será su reacción? ¿Es hereditaria la culpa?

Gernott Dudda, el padre alemán de Ricardo, nació en Prusia en 1940, en una ciudad que hoy es polaca y en una región que ya no existe. Vivió en la Alemania nazi y luego en la RDA, de la que huyó ilegalmente junto a sus padres y su hermano, sobreviviendo al hambre y a los campos de refugiados. Ya de adulto, aburrido de su vida en la Alemania de los 70, Gernott viajará a España en busca del sol, vivirá en Burgos y el País Vasco y se hará publicista de éxito en Madrid antes de acabar jubilado en la costa murciana. Todo esto nos lo cuenta Ricardo Dudda hilvanando las conversaciones con su padre con sus propios recuerdos de infancia, la investigación sobre el archivo familiar y los secretos ocultos tras el viejo y ensangrentado pasaporte nazi del abuelo Richard, y lo hace con un estilo preciso, casi de reportaje periodístico, cargado de lucidez narrativa al evitar deliberadamente la tentación literaria para esquivar la tendencia al melodrama y el sentimentalismo de toda biografía.

Como ocurría con las memorias de Goytisolo, Mi padre alemán tiene la gran virtud de ser un libro alejado de nuestra propia tradición memorística, una obra breve y precisa que exuda autenticidad, compleja y sencilla a un tiempo, surcada de dilemas, enigmas y desgarraduras, pero también de humor, ironía, ternura y delicadeza. Un libro, en fin, sobre la identidad de quien ya no tiene patria, sobre la memoria perdida y recobrada, sobre la relación de un padre y un hijo, sobre silencios y secretos. Un libro que, en palabras del propio Ricardo Dudda, pretende «contar la verdad porque luego la verdad no duele tanto».

por Rubén Sáez Carrasco

«Bolivianos, não, le dijo el asiático»

otros temas; el principal, el de la identidad.

Una identidad tan arraigada como permeable: de un lado, la realidad mestiza de Bolivia, con algunos blancos, bastantes cholos o mestizos y una mayoría indígena o colla (en este caso, la familia Pacsi, protagonista, pertenece a la etnia aymara, la misma a la que pertenece Evo Morales). Ese problema de identidad se traslada también a las banderas: la wiphala indígena (ese damero septicoloreado) o la tricolor del Estado boliviano (ambas desde 2009 comparten la oficialidad).

patriotismo a mitad del camino», leemos. También, que «de un tiempo a esta parte ha sabido mezclar bien su pendejez brasuca con la pendejez andina». Entre los estudiantes universitarios hay un llamado movimiento indianista. El narrador comenta: «Ninguno puede evitar perderse en un torbellino de peroratas de media hora cada vez que les pregunto en qué consiste ese movimiento, así que siempre que alguien menciona la palabra raza o aymara intento cambiar de tema para no tener que soportar otro sermón».

Seúl, São

Periférica

162 páginas

Publicada originalmente en 2019 y ganadora del Premio Nacional de Novela de Bolivia de ese año, Seúl, São Paulo ha sido editada en España en 2023 por Periférica, una de las editoriales que más atención vienen prestando a las letras hispanoamericanas actuales, baste decir que en su catálogo reúne a Juan Cárdenas o Yuri Herrera. Se trata esta de una narración que puede calificarse de bildungsroman, una novela de formación o aprendizaje, en la que confluyen

Para complicar aún más la cosa, está la emigración: el narrador comienza contando la historia de su primo Tayson, emigrante en Brasil; conforme avance el relato, el narrador se irá quedando con el protagonismo y al final será él quien marche al país en el que vivió Tayson. También está la emigración de los tíos a diferentes países. La capital surcoreana presente en el título se justifica por la convivencia (más bien habría que hablar de competencia) entre las comunidades coreana y boliviana en São Paulo. La segunda copia en sus talleres las prendas que confecciona la primera en los suyos, pero la mímesis también alcanza a la música: el K-pop hace furor en el primo (que incluso en ciertos momentos parece haberse blanqueado la piel para darse un aire a joven del país asiático). Otros furores son el fútbol y el sexo, más el habitual porno, recordemos que estamos ante adolescentes. Chicos que además recuerdan a los personajes de La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, por estudiar en el cerrado ambiente de una escuela premilitar. «Dicen que uno entra en el cuartel siendo niño y sale hecho un hombre; yo creo que uno entra siendo humano y sale convertido en animal de carga», reflexiona el narrador.

Tayson «silba el himno del Brasil» en El Alto, la reciente aglomeración urbana vecina a La Paz. Está hecho un lío y a veces se pone a hablar en portuñol. «Que era un paria, ni boliviano ni brasuco; que se había bajado del autobús del

Uno de los personajes secundarios se llama Mamani, como el autor. Gabriel Mamani Magne (La Paz, Bolivia, 1987) ha escrito aquí una obra concisa, de capítulos breves y frases cortas en las que los diálogos se mezclan con el cuerpo de la narración con la misma fluidez que se confunden las identidades. No hay especial crudeza en las escenas de violencia o en la de la visita al prostíbulo, y tampoco se rehúye cierto toque poético. Sí impera la absoluta fidelidad al lenguaje oral, desde las construcciones verbales al léxico. Algún leve elemento fantástico-telúrico hay también (un monolito clavado en la sala que recibe el nombre de Tunupa, deidad andina), aunque no es algo que luego tenga especial trascendencia (es obra realista, no de realismo mágico). Pero sobre todo, pobreza y lucha por la supervivencia, con un personaje, Dino, vendedor de libros y estudiante en la miseria, que resulta hasta entrañable. A él se debe esta aguda, si bien amarga, observación: «Bolivia es un intento fallido de no ser Bolivia».

Mamani Magne sabe de lo que habla: estudio una maestría en Río de Janeiro y vive en Brasil. Es aymara. Periférica anuncia la próxima publicación de su segunda novela, Rehén. Aquí tiene ya un lector que la espera.

La isla de Karina Sainz Borgo

Karina Sainz Borgo La isla del doctor Schubert

Lumen

152 páginas

Del primer estupor pueden nacer obras tan interesantes como inclasificables, como del miedo al fracaso o de las heridas por dentro. La última creación de Sainz Borgo se aparta de la trayectoria marcada por La hija de la española y El tercer país. En esas novelas primeras ya había lidiado con monstruos o «monstruas» (como suele llamar a sus protagonistas); ya había jugueteado con las referencias a los clá-

sicos y otros autores de cabecera como timones en momentos de zozobra; pero es ahora, en La isla del doctor Schubert, donde el peso y abundancia de todo ello es excepcional.

Se trata de una novela corta y poética de ritmo hipnotizante, marinero. Cuenta con las ilustraciones de Natàlia Pàmies y subyacen en ella las secuelas que deja en cualquier ser el contacto con otros seres que se escapan a nuestra comprensión («monstruos» en el amplio sentido de la palabra con todas las curiosas acepciones que le otorga el diccionario). Esos que descubren en nosotros aristas, facetas que estaban ocultas. Y a medida que avanza el relato, vemos que el protagonismo se refleja y pasa, como por un espejo, del monstruo observado a la observadora, y de esta al lector o lectora. Imposible escribir esta obrita si no es bajo la alucinación que sucede a ese encuentro con lo insondable, o tras una catástrofe. Se sitúa en una Mallorca muy peculiar circundada por dragones que habitan en el fondo del mar, y ondinas y lamias, y sirenas, y seres mitológicos que parecen humanos pero que se presentan con restos de naufragio, o se transfiguran con miembros y pedazos de animales y otros elementos.

La «copista», de cuya voz y observaciones depende gran parte del relato, llega a la isla después de un naufragio, y queda atrapada por el magnetismo del extraño doctor Schubert. Su entrada es aparatosa. Resbala y se le caen cincuenta perlas que van a dar a los pies de Schubert. Este se quedará con una de ellas, con la que jugará después bajo la lengua, mientras observa los avatares de su isla. Desde ese primer encuentro, la amanuense irá desgranando sus observaciones sobre el enigmático personaje, así como sobre la isla y sus habitantes. A cada aproximación, el personaje central se escurre por una nueva pregunta, un nuevo enigma. Hay además otra voz omnisciente que describe y narra a la copista. Este libro está escrito para ser escuchado, como el recuerdo de un sueño. Nunca podremos saber quiénes son en realidad Schubert,

su personaje principal, o Tristán, o la copista, pese a todas las descripciones simbólicas que los definen. En ese misterio y, por tanto, en esa búsqueda reside la fuerza de este libro.

Es una obra barroca, breve pero inabarcable en una sola mirada, compuesta de fragmentos, escenas diminutas, casi de jardín bosquiano. La fascinación por Schubert, tan contradictorio como para generar tormentas y trabajar por la paz de otros lugares, recuerda a la que provocaba el Kurtz de El corazón de las tinieblas Y como entonces, cuando no sabemos bien por donde andamos, nos asimos a la palabra que nos lleva:

Desprovista de sus perlas, que de nada servían para evitar una guerra declarada desde el inicio de los tiempos, la amanuense demoró el regreso a la isla del doctor Schubert. Prefirió el juego a la verdad. Retozó en el fondo de un mar con el que otros sufren pesadillas. Pero… ¿quién puede concentrarse en la caída cuando le ha sido concedido el espectáculo del abismo?

Quizá las demasiadas referencias literarias a Javier Marías, Borges, Pessoa, Conrad y una larga cartografía literaria puede producir alguna distracción o sensación de debilitamiento de la trama. Podría leerse como un puro juego de artificio literario. En ciertos momentos, el texto parece autocomplacerse en sus hallazgos y asociaciones simbólicas. Pero, aunque solo fuera un engendro verbal o acrobático, ya habrá valido la pena su lectura, por la singularidad que irradia.

El tema de fondo persigue a la autora como una sombra: el desarraigo, la negación de los amarres que, a cambio, da como resultado este hallazgo: «A falta de lo propio, se puede vivir desterrado en el lenguaje o escondido dentro de las obras completas de San Agustín».

Sea o no un paréntesis, un libro «isla» en la trayectoria de la autora, esta obra rara rinde un homenaje a la literatura por encima de todo.

La novela del historiador

Domingo Ródenas

El orden del azar

Anagrama

600 páginas

Al grueso de los lectores el nombre de Guillermo de Torre apenas les sonará de nada; poco importa, porque la seducción irresistible de ese libro está en la felicidad de estilo con que Domingo Ródenas lo ha rescatado imprimiendo el swing más fresco a una erudición apabullante. Al poco de internarnos nos arrastra una populosa trama de manifiestos, revistas, pullas, estrategias e intrigas de todo tipo brotadas o urdidas en torno a ese oscuro Torre, abanderado de la batalla de lo joven en la Edad de Plata y bregado en todas las ramas de las letras: desde la creación, la

crítica, la teoría o la historiografía hasta el sinfín de responsabilidades desempeñadas en las salas de máquinas de Austral, Sur o Losada.

Son varias las tramas con las que Ródenas da nervio novelesco a esta minuciosa enciclopedia de la vida cultural de preguerra: una —garantizo carcajadas— son las ansias de grandeza de una inteligencia intemperante y precocísima que a fuer de años y mofas pulió sus estridencias sin perder un ápice de brillantez. Es el Torre ultraísta, petulante y redicho, afanoso por que la sociedad literaria le abra las puertas y dar el salto a las principales cabeceras. Riámonos, pero solo lo justo, porque de aquella intemperancia nació una correspondencia salvaje con toda suerte de nombres de la vanguardia europea y latinoamericana requiriendo plaquettes, revistas, colaboraciones... una balumba que contiene el sueño húmedo de cualquier bibliófilo y con la que Ródenas despliega un gigantesco atlas de la vanguardia y del internacionalismo de las élites. Fue el Torre con pujos de director de orquesta, el que pronto asombraría urbi et orbi con Literaturas europeas de vanguardia (1925) y el que recibiría mil y un merecidos pellizcos por la torpeza con que propuso una capitalidad madrileña que desplazase a París como meridiano de las vanguardias hispanohablantes. Aún hoy, entre los pocos que lo recuerdan, parece que aquellas meteduras de pata hubieran eclipsado el resto, que fue ingente, como verá el lector de este libro.

Pero en el largo aliento de esta historia cultural hay por lo menos dos tramas novelescas más: la segunda trata de un Torre concomido por la angustia de no hallar tiempo para escribir las grandes obras que de él se esperan. Dividido en mil tareas, acosado por la falta de ingresos suficientes, su tesitura guarda no pocas concomitancias con los sinsabores de su cuñado, Borges, para afianzar una carrera sembrada de bandazos y tropiezos hasta alcanzar su madurez de escritor. El juego de espejos recorre el libro de tal manera que no es exagerado decir que contiene en filigrana una biografía literaria de Bor-

ges con mucho de biografía moral; una que arroja el retrato de una figura más bien mezquina, fatalmente desvalida, sublimadora de sus frustraciones en prodigiosa literatura.

Queda una última novela: es de amor y preside el conjunto. El flechazo con Norah Borges fue inmediato y se alimentó desde la distancia geográfica mediante cartas y reseñas en las que Torre ponderaba las primeros cuadros de Norah y ella los poemas de Hélices Es esta la parte emotiva del libro, llena de entusiasmos e impaciencia epistolar y de versos como los que se leen en la página 169, dignos de saltar a cualquier antología. Después llegó el «aturdimiento feliz» de ser padres, por citar una de las muchísimas perlas expresivas de estas páginas.

Me digo, con todo, que hay un último libro que no está propiamente escrito, sino que se nos va imponiendo por efecto de la técnica compositiva. Urdido mediante la alternancia de capítulos que avanzan con y contra el orden del tiempo, el conjunto acaba creando un centro inexpresado fruto de narrar la etapa desde el mirador de la derrota republicana. Ese centro ausente —la dictadura, fuera del plan narrativo— queda estética y moralmente incorporado como drama y truncamiento de una etapa feraz de modernidad cultural resucitada con toda la fastuosidad de lo menudo.

Es muchísimo más lo que cuenta este medio millar de páginas con la gracia de quien comparte, generoso y jovial, lo atesorado a lo largo de una vida de estudio. Está aquí, con una prosa excepcional y adictiva, el sueño de todo historiador: que los libros y las vidas suenen con la voz que tenían cuando aún no eran cuanto acabaron siendo; devueltos a la fragilidad de lo contingente, cuando eran azar y no el orden que el tiempo les impuso. Un festín de inteligencia y estilo. Un libro verdaderamente importante.

Una metáfora de la mar

Sediento de mar

Pre-textos Valencia, 2022

204 páginas

Para entender bien este libro de Pello Otxoteko (Irún, 1970) habría que referirse, aunque sea de pasada, al sistema literario vasco donde la poesía ocupa un lugar menor, tras la desaparición de los grandes poetas antifranquistas y los poetas idealistas que con su fallecimiento formaron una brecha en los primeros años del siglo XX (2001-2005) entre sus figuras y la obra de los poetas que vinieron tras ellos y que no mantuvieron

el mismo capital simbólico. Además el sistema literario ha derivado hacia una preeminencia de la prosa narrativa más acorde con los gustos de consumo de los lectores.

En esa contracción estructural del género llama la atención la continuidad de un grupo de poetas, Felipe Juaristi, Aritz Gorrotxategi, Juan Ramón Makuso y Pello Otxoeko, el autor del libro que comentamos. Se definen a sí mismos como «Poetas del pensamiento», crean con referencias a la filosofía y a la experiencia vital, y su último proyecto ha consistido en poner en marcha una editorial, Balea Zuria/ La Ballena Blanca, dedicada a la publicación de poesía, que se ha convertido en una plataforma de descubrimiento de nueva voces, pronto fichadas por editoriales más poderosas, lo que habla del riesgo que ha aceptado el grupo.

El libro de Pello Otxoteko puede considerarse fruto de esas dos concepciones que definen el día a día del grupo, es decir, riesgo y coherencia dentro de una estética de rigor conceptual.

Sediento de mar es la versión en español de Itsas Bizimina (2019), título original que remite a la experiencia del mar. Fue galardonado con el Premio de la Crítica y el Premio Lauaxeta de la Diputación de Bizkaia, el más importante para el género de la poesía en el sistema literario vasco. Este volumen recoge en una edición preciosa y precisa el original en euskera y la traducción al castellano.

El libro se divide en dos partes que el poeta ha titulado «Deshaciendo la bruma» y «Luz de hilo», división que marca una sutil diferencia en la estructura del significado. La primera parte se pregunta por la validez de la mirada sobre la realidad, como si una especial pregunta platónica interpelara al poeta: «Este mundo no es real/ si no es bajo el prisma del pensamiento» (33), mientras que en la segunda parte, bajo un imaginario que remite al mar y a su entorno, el yo del poeta se acerca, sin lograr aprehenderlo del todo, al ser de la belleza: «Cuál era el destino del hombre:/ ver sombras en el fondo de cada verdad» (145).

Pero una concepción unitaria acompaña al lector en su lectura. Pello Otxoteko ha concebido una obra celular en torno a la vivencia, más que a la noción, de mar, y lo ha convertido en una alegoría de la vida. La creación de un mundo conceptual y vivencial representa el punto de partida de una obra, que es capaz de crear una estructura que construye una bóveda en torno a una percepción, y desde ella desarrolla los nervios en los que van a concretarse los poemas.

El libro se dispone en tres hilos significativos: la experiencia personal que se muestra en los poemas cortos del libro; la referencia a autores literarios que recrean la visión de sentido del autor: Kafka, Hamlet como sombra de Shakespeare, nombres propios entreverados con una serie de citas que configuran un mapa de las emociones; y la metáfora del mar, como un paraguas protector de la última imagen sobre todas las cosas, desde la primera mención a Ismael y a la ballena, que ha cambiado la percepción de la mirada.

El yo del poeta vincula el sentido de la obra al acercamiento sensitivo e intelectual a las vivencias del ser y la perfección, a la verdad y a la belleza, en una serie de textos que se acercan de forma vibrante a los aforismos: «En el reflejo de los espejos/ el crepúsculo es más lento, y el olvido, tanto más rápido» (135). Los poemas vinculados a los escritores recrean formas y estilos que recogen los ecos literarios de las obras de estos autores admirados, como en el caso del poema «Chair» (109). La potencia creativa del autor queda patente en los poemas de largo recorrido donde plantea las cuestiones de fondo que preocupan a una persona que trabaja con los grandes temas de la existencia como la belleza de la vida en «Una mañana asomado a la ventana» (23), que dialoga con «El falso arte de los ojos» (27), o en «Instante mágico» (67) que contrasta con «Los golpes de odio de Dios» (123), porque vive en el balanceo entre la esperanza y el silencio, entre la muerte y «las bellezas de la vida» (171).

El péndulo viajero

Cristóbal Serra

El viaje pendular

Wunderkrammer

677 páginas

A Cristóbal Serra (Palma de Mallorca, 1922-2012) se le considera hoy un escritor de culto: alguien que pergeñó su obra en secreto, o sin alharacas publicitarias, y con un cierto cultivo de la marginalidad, una marginalidad a la que estaba naturalmente inclinado, dada su condición de isleño, y de la que nunca abjuró. También se le reputa escritor de culto porque muchas de las vetas que recorren sus libros, tanto ideológicas como formales, disienten de las principales corrientes de pensamiento y estilo de su tiempo. Sin embargo, Serra no fue un desconocido, ni al-

guien oculto en los entresijos de la cultura balear, que practicase el malditismo o que consumiera sustancias psicotrópicas para alimentar una personalidad a contrapelo. Su primer libro, Péndulo, data de 1957, publica el segundo, Viaje a Cotiledonia, en 1965, y, hasta la muerte del general, Franco Serra no da rienda suelta a su inventiva. Pero, a partir de 1975, los títulos —de libros propios o traducidos— se suceden, incluyendo una obra completa, Ars Quimérica, en 1996, hasta configurar uno de los catálogos más rozagantes y heterogéneos entre los prosistas españoles del último medio siglo, que recibió, además, los tempranos elogios de Octavio Paz y ha recolectado después los de otros prestigiosos escritores, como Pere Gimferrer, José Carlos Llop o Basilio Baltasar. De esa obra magna, Nadal Suau ha seleccionado ocho títulos, los a su juicio mejores o más representativos del mundo serriano, para configurar este viaje pendular: los dos primeros que publicó, ya mencionados, más Diario de signos (1980), La noche oscura de Jonás (1984), Con un solo ojo (1986), Augurio Hipocampo (1994), Las líneas de mi vida (2000), Saverio el servicial (2000) y Tanteos crepusculares (2007).

La obra de Cristóbal Serra constituye un festín literario. Su prosa, en la que un castellano recio y sabroso, que se nutre tanto del habla corriente como de la cultura libresca, se llena de requibros irónicos y exquisiteces eruditas, es persuasiva, exacta y musical. Esto escribe, por ejemplo, en Péndulo: «Un experto demonógrafo, conocedor del arte de desendemoniar, asegura que en la posesión furiosa los posesos rompen utensilios, desparraman el grano, muestran la furia del perro rabioso. Gentes que antes de ser arrebatadas ofrecían una desmesurada fortaleza, presas del diablo, enflaquecen hasta quedarse en puro hueso. A veces, el espíritu arrepticio lanza desenfrenadamente al juego, Nada ni nadie es capaz de detener el desenfreno de los que van a quedarse desplumados». Devoto de la concisión y la brevedad, que extrema a menudo hasta el aforismo —como le enseñaron los moralistas franceses—, de la frase ejecu-

tada con precisión, en la que cada palabra encaja matemáticamente con las adyacentes, como quería Montaigne —otro de sus principales inspiradores—; admirador de los místicos, los metafísicos ingleses y algunas figuras excéntricas y visionarias como William Blake o Juan Larrea; amante de los bestiarios, las cosmogonías extrañas y los alter ego; y seguidor heterodoxo pero leal del cristianismo y su libro sagrado, una Biblia llena de personajes inverosímiles, empezando por el propio Dios, y sucesos sanguinarios, Cristóbal Serra privilegia la imaginación, el misterio y la fábula para la construcción de un cosmos literario caracterizado por la imprevisibilidad y el humor. Algunos caracteres testamentarios lo acompañan siempre, como Jonás, el tragado por la ballena, que protagoniza La noche oscura de Jonás, uno de sus libros más aburridos. Otras obsesiones, verdaderas o ficticias, escoltan asimismo a Serra, como la reivindicación del asno, sin reverencia al cual «decae toda civilización, pierde esta su carácter sacro y se hace vertiginosa y alocada». Las inclinaciones esotéricas y la pulsión antirracional y anticientífica de Serra lo vuelven un escritor premoderno, como señala Nadal Suau en su minuciosa introducción. No se le ha de reprochar este sesgo. Al contrario, debe valorarse como una rareza meritoria; y es meritoria porque está bien resuelta estéticamente. Sucede, no obstante, que con los años Serra decae en pesarosas elucubraciones bíblico-teológicas, sin mayor interés para un lector indiferente a los tenebrosos encantos de la fe, y se deja arrastrar por la fascinación de lo insensato, lo que le lleva a sostener, entre otros desatinos, que Iberia fue la cuna del pueblo judío, que el vasco está emparentado con el arameo, la lengua de Jesús, o que, según los rosacruces, las erupciones volcánicas «han aumentado con el crecimiento del materialismo».

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