es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.
La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com
Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es
Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB
Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com
De venta en librerías: distribuye Maidhisa Distribución internacional: PanopliaDeLibros
Precio ejemplar: 5 €
SUMARIO
ENTREVISTA MARIO BELLATIN por Nicolás Cabral
DOSSIER
INUSUALES. TRES GENERACIONES DE QUIENES NO SIEMPRE COMPRENDIMOS
EL SENTIR DEL EXILIO. LA MIRADA ÚNICA Y PRECURSORA DE MARÍA LUISA ELÍO por Daniel Escandell Montiel
MARGO GLANTZ:
DESHOJAR LA MARGARITA por Francisca Noguerol
PABLO KATCHADJIAN, LA VANGUARDIA KAFKIANA por Vicente Luis Mora
DESPATRIARCOLONIZAR EL CUERPO-CORPUS: GABRIELA WIENER Y LA CONSTRUCCIÓN DE UNA
FIGURA AUTORIAL EXOCANÓNICA por Marta Pascua Canelo
VERÓNICA GERBER BICECCI EN CUATRO ESTACIONES por Cecilia Miranda Gómez
RAROS, RAROS, RAROS por Fernando Iwasaki
FUE UN PEDAZO DE ATMÓSFERA: PERALTA RAMOS por Marc Caellas
CORRESPONDENCIAS
CLARA OBLIGADO Y TERESA
PARODI: «BORGES, TRAMADOR» por Valerie Miles
SEGUNDA VUELTA
TERESA DE LA PARRA, REINA DE LA CONFUSIÓN por Rodrigo Blanco Calderón
PERFIL
UNA PÁGINA
TRÁGAME TIERRA: HISTORIA DE UN DELIRIO por Sergio Ramírez 4 40 42 12 16 18 20 22 24 26 28 44 48 50 54 58 62
LUIS CHITARRONI: ENTERO Y ENTRAÑABLE por Carmen C. Cáceres
SOBRE LA NATURALEZA MÚLTIPLE DE LOS ESPACIOS por Eduardo Ruiz Sosa
MESA REVUELTA RUMBO A LA FIL: MI FILIA A GUADALAJARA por Antonio Rivero Taravillo
AMIGAS, NIÑAS Y SEÑORITAS: QUIÉN TEME A ELENA FORTÚN por María Folguera
LA LOCA SÍ TIENE QUIEN LA ENTIENDA por María Alcantarilla
MONTSERRAT ROIG: EL NOMBRE DE LAS COSAS por Marta Rojo Cervera
BIBLIOTECA
EN DESIERTOS DE TEDIO, UN OASIS DE HORROR. Carmen G. de la Cueva MÓNICA OJEDA Y EL CANTO DE LOS LAGRIMALES DE LA TIERRA. Michelle Roche Rodríguez
LA CONFECCIÓN DE LA IDENTIDAD. Cristina Gutiérrez Valencia
TRES GENERACIONES URUGUAYAS EN UNA NOVELA VIOLENTA Y FRAGMENTARIA. Pedro Pablo Guerrero
LECCIONES DE ANATOMÍA DEL ALMA
Juan Ángel Juristo
ADIÓS A TODO ESO. Antonio Rivero Taravillo
VOCES MÚLTIPLES PARA UNA VIOLENCIA COMÚN. Laura María Martínez Martínez
CONSUMIR PREFERENTEMENTE. Liliana Muñoz
LA MIRADA SALVAJE DE ANDRÉS GARCÍA CERDÁN Javier Moreno
MUNDO FUNGI. Juan Vico
MEMORIA Y REPARACIÓN. Mey Zamora
UN FRANCOTIRADOR MELANCÓLICO.
Raquel Garzón
BANCO DE COMERCIO. Ruby Fernández
MARIO BELLATIN
«Escribir es realizar lo que nadie te pide, ir a contracorriente»
por Nicolás Cabral
Fotografía de Iturbide
Si hacemos caso a ciertos pasajes de Underwood portátil. Modelo 1915 (2005), a su autor le atrajo, antes que el perfil expresivo de la escritura, su mecánica, la pulsión física que dispara caracteres sobre la página. Tuvo la fortuna, entonces, de realizar sus primeros ejercicios en una máquina que, a diferencia de la computadora, da a la acción de escribir un sentido casi performativo: «En ciertas ocasiones, me descubrí utilizándola para copiar páginas enteras del directorio telefónico o fragmentos de los libros de mis escritores preferidos». Esta idea, la del apego al acto antes que a sus efectos, ayuda a entender el trabajo de Mario Bellatin.
En Demerol sin fecha de caducidad (2008) Frida Kahlo habla desde una hipotética ultratumba: «Dijo haber detectado, casi desde los orígenes de su oficio, una inquietud constante por pintar sin pintar. Es decir, por resaltar los vacíos, las omisiones antes que las presencias. Quizá por eso la artista de sus primeras obras –las que era posible ver en ese momento– buscó muchas veces realizarlas sin necesidad de utilizar la pintura en el sentido tradicional, sino como un simple recurso para ejercer, de manera un tanto vacía, el mecanismo de la creación. Por ese motivo, en más de una ocasión copió sin cesar las figuras que aparecían en los frascos de alimentos o de medicinas. También obras de otros autores. Se dedicó durante algún tiempo al trabajo de transcripción. Ejercicio que separa muchas veces al arte de su función original».
Se trata, fundamentalmente, de lo que Bellatin expuso en primera persona en la conferencia «Escribir sin escribir» (2008), donde planteó la búsqueda de una literatura «situada un punto más allá que las simples palabras». Luego de asumir el impulso mecánico que les da vida –la mirada atenta en el procedimiento, la preocupación por el funcionamiento preciso
«Si antes buscaba esculpir los textos para volverlos comunicables, hoy eso ya no me importa, estoy tratando de practicar una escritura desbocada, de hacer un magma del que surja un gran y único libro.
Me cansé de asumir normas, que provienen de afuera, sobre cuál debe ser el camino de un escritor»
de la maquinaria–, queda claro lo que el escritor mexicano produce: artefactos textuales. Ya que es imposible resistirse a la tiranía de la escritura –«una condición que no tengo más remedio que soportar»–, la única alternativa es encontrarle a ese esfuerzo una piel que lo dote de visibilidad: un imaginario impiadoso, historias habitadas por personajes que son un espejo de la prosa que los moldea, sujetos inestables, con el potencial de volverse algo distinto a lo que en un principio se nos presenta.
Se tiene la tentación de deducir el programa teórico de los libros de Mario Bellatin, al menos como hipótesis crítica. El ciclo iniciado por Efecto invernadero (1992) y cerrado con Flores (2000) impone como referencia El grado cero de la escritura de Roland Barthes: «un estilo de la ausencia que es casi una ausencia ideal de estilo; […] un modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan a favor de un estado neutro o inerte de la forma». El segundo ciclo, que va de El jardín de la señora Murakami (2000) a Jacobo el mutante (2002), invita a ser leído desde la perspectiva de Maurice Blanchot en De Kafka a Kafka, donde la literatura tiende a «construir un objeto. Objeti-
va el dolor constituyéndolo en objeto. No lo expresa, lo hace existir de otro modo, le da una materialidad que ya no es la del cuerpo, sino la materialidad de las palabras». Con Perros héroes (2003) comenzó una nueva etapa, un viraje que no puede leerse de espaldas a El placer del texto barthesiano: «Parece que los eruditos árabes hablando del texto emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo?, puesto que tenemos varios: el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores, de los filólogos (es el fenotexto). Pero también tenemos un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones eróticas sin ninguna relación con el primero». Hay, sin embargo, otro modo de organizar los textos, siguiendo lo propuesto por los dos volúmenes de la Obra reunida (2005 y 2014). El primero, que compendia su trabajo hasta Underwood portátil, contiene el imaginario bellatiniano. El segundo concentra sus experimentos de escritura a partir de ese universo, donde intensifica el uso del fragmento y la búsqueda de una escritura que rebase el espacio textual, donde reescribe tramas tratando como un palimpsesto los
«Cuando los pacientes preguntaban a Lacan cuándo terminaría el análisis, él les respondía: cuando se muera. La muerte es la única certeza que tenemos y, en ese sentido, es mejor llegar a ese momento escribiendo»
ejercicios anteriores. Pero después de esos volúmenes, y especialmente a partir de la experiencia pandémica, el trabajo de Bellatin ha seguido nuevos derroteros.
En un principio cada artefacto narrativo poseía un manual de operación diferenciado, cuyas normas no sólo pautaban la escritura y su desarrollo sino que involucraban al lector, que había de construir significado llenando los vacíos que el texto dejaba en el camino, como si se tratara de horadaciones o grietas en la página. Hoy Mario Bellatin se ha abocado a una nueva escritura, un libro único que implica la reorganización de su trabajo previo y la creación de un texto sin final que se expresa en versiones incesantes con el título de La matanza: «Sucede que siempre quise escribir un libro único. Una obsesión. Mi diwan» (revista La Tempestad, octubre de 2023). Recurre a una prosa cada vez más desnuda, expresiva a fuerza de contención, cuya austeridad no es más que un simulacro de transparencia discursiva. El hecho de que los libros de Bellatin se comuniquen entre sí, que unos se vuelvan el tema de otros, que recurran a imágenes o se desplacen hacia la puesta en escena y, por lo tanto, parezcan incómodos en el formato «libro», no es más que una estrategia de autonomía. Se trata de literatura por otros medios: «Nunca salir de la literatura ni de la escritura, más bien echar mano de la fotografía, de la música, para ver cómo estructuran sus propios relatos». Es uno de los recursos
que Reinaldo Laddaga, en Estética de laboratorio, identifica como una estrategia de innovación, «cuando alguien quiere producir, con los medios que una forma de arte dispone, la clase de cosas que otra forma de arte produce casi banalmente, sin esfuerzo». Escribir, para Mario Bellatin, parece más cercano a una práctica espiritual que a un ejercicio de estilo. Y sin embargo su prosa y su imaginario poseen un carácter distintivo, dejan una impronta en quien los frecuenta. La práctica del autor mexicano encontró en los últimos años espacios de mayor libertad, de espaldas a las demandas del mercado literario y, sobre todo, a ese gusto medio que, orientado a los temas de coyuntura, señala el camino a buena parte de la escritura contemporánea. Diwan y La matanza, las nuevas escrituras, abren una senda que, en su extrema singularidad, plantea nuevas preguntas sobre la condición artística de la literatura. Y, sobre todo, proponen una manera móvil e inestable de entender la escritura. Como se lee en El gran vidrio (2007), la cuestión es, sencillamente, «dejar que el texto se manifieste en cualquiera de sus posibilidades».
Visité a Bellatin en dos ocasiones en su casa, en la colonia Juárez de la Ciudad de México, para conversar sobre su concepción de la escritura y algunos de sus más de cuarenta libros. Es la continuación de un diálogo que hemos mantenido por más de dos décadas, en el que no ha dejado de asombrarme su capacidad para llevar cada
vez más lejos una idea radical de la literatura, que ha producido textos de una singularidad infrecuente en cualquier lengua.
Tu vínculo con la escritura, de acuerdo con tus propios testimonios, ha sido físico antes que literario. Performativo, podría decirse. ¿Tu relación con la escritura sigue pasando por el cuerpo?
Hubo un momento, cuando yo tenía unos ocho años, en el que ver mi escritura en letra de molde, como algo que se escapaba de mi cuerpo a través de la máquina de escribir, produjo una impronta. No ha habido ningún cambio desde entonces, es como si mis libros fueran escritos por ese niño de ocho años, impactado por una escritura que el instrumento le devuelve como desconocida. Por eso nunca he escrito a mano, siempre he necesitado un elemento intermediario. Trato de mantener ese fuego, esa sensación. Años después busqué que lo que se producía en ese instante pudiera ser transmisible con cierta armonía, cierta lógica, que tuviera algo que decir. Advertí que si yo me quedaba en ese momento, en el puro placer de la escritura, el texto terminaría comiéndose a sí mismo; la fascinación estaba en que apareciera la frase y el contenido siempre estaba en segundo plano. El trabajo de todos estos años ha sido darle una forma. Por eso estudié cine, en una época anterior a lo digital; lo único que me interesó realmente fue el proceso de edición: al jugar manual-
mente con los fotogramas me di cuenta de que el trabajo de montaje, y no lo que habitualmente creen los espectadores –las actuaciones, la fotografía, etc.–, era lo que volvía maravilloso o espantoso un material. No sé por qué escribo, es una acción que está por encima de todas las cosas.
Esta manera de entender la escritura ¿implica crear ciertas condiciones para practicarla?
Puedes ver que a mi alrededor no hay muchas distracciones. He procurado que existan las condiciones adecuadas para que el deseo y la acción de escribir puedan darse sin mayores interrupciones. A lo largo del tiempo ha habido un deseo vago de que esto permita que surja una escritura única, utópica, en el sentido de un momento que nunca va a llegar. Esto ha pasado por distintas etapas, la última fue con la peste –me hizo pensar nuevamente en el carácter profético de la escritura, pues Salón de belleza [1994] habla de una peste–, que me dio una especie de licencia para desbordar los libros. Si antes buscaba esculpir los textos para volverlos comunicables, hoy eso ya no me importa, estoy tratando de practicar una escritura desbocada, de hacer un magma del que surja un gran y único libro. Me cansé de asumir normas, que provienen de afuera, sobre cuál debe ser el camino de un escritor. He estudiado a Ibn Arabí, un místico murciano. Lo que me interesa es que el origen de la mística es un texto que no existe. El Corán es un libro que nadie ha tocado, no puede realmente ser traducido, porque es fondo y forma, sólo funciona en árabe. Ibn Arabí descubrió que el libro revelado a Mahoma es el reflejo de un texto anterior al comienzo de los tiempos. Quiero hacer una especie de simulación de ese principio a través de un libro que no acabe nunca, donde el final sea la muerte, la única certeza que tenemos.
Aunque tu impulso gira alrededor de la propia escritura, elegiste la prosa narrativa como medio. Eso ha implicado la construcción de un imaginario, de un universo, especialmente en las primeras etapas de tu obra. ¿Podríamos decir que, una vez delineado ese mundo, te orientaste a la liberación de la escritura, como si ya no hubiera necesidad de crear personajes o tramas, que se convierten en temas para variaciones?
Cuando publiqué mi primer relato en una revista universitaria, a eso de los 18 años, entendí que no podía centrarme solamente en el acto de la escritura, porque esta se mataría a sí misma. Y era porque no había un cuerpo al cual remitirse. Una vez que, a través de 30 o 40 textos, creé un universo propio, queriendo o sin que -
rerlo, pude poner en práctica la idea platónica de la reminiscencia, relacionada con la filosofía y con la mística. Mis libros son ahora los límites a partir de los cuales voy recordando ese mundo, del que no puedo salir, con el que la acción física de la escritura se llena de contenido, que no es en realidad más que un recurso para sostener lo insostenible. Esto cierra el ciclo. Con el aislamiento de la peste, al establecer una disciplina para mí mismo y crear un espacio de trabajo con mis propias reglas, me di cuenta de que anteriormente había construido mi práctica a partir del hacer del otro, participaba de la actividad exterior (respetaba los fines de semana, los feriados, etc.). Ahora que el otro ya no estaba busqué reconstruir el momento del niño de ocho años
Fotografía de Iturbide
que escribe. Lo primero que hice fue acudir instintivamente a la máquina de escribir, la misma que he tenido siempre, una Underwood portátil de 1915, el objeto que consciente o inconscientemente me ha perseguido a lo largo de la vida. Había dejado de funcionar en los años noventa, cuando caí embelesado en el mundo de la
escritura digital, que es distinta de la analógica; ese tema se ha dejado de discutir. Me di cuenta de que escribo más rápido en la máquina que en la computadora, por ejemplo. Para mí la acción de escribir tiene más que ver con el arte que con lo que comúnmente se entiende por literatura (tener algo importante que decir).
Cuando buscas reconstruir esa escena inaugural de escritura, sin añadir nuevos elementos ficcionales a los textos, ¿piensas en algo cercano a la idea de la variación, que permite delimitar los recursos de una composición?
Mi nueva escritura, como la llamo no sé bien por qué, parte de la pregunta
Fotografía de Iturbide
de lo que puedo hacer con pocos ingredientes, como cuando comencé a escribir. Hubo un momento, lleno de temores y de dudas, en el que tuve un método del no: no adjetivos, no diálogos, etc. Ahora estoy retomando lo que intenté en ese tiempo con textos que están hechos para prescindir tanto como sea posible de cualquier lógica habitual del texto literario. Utilizo la menor cantidad de elementos: frases cortas, sin comas, cerradas. Un esqueleto, una plataforma que permita al lector acercarse a un universo más extenso. Ocurre el efecto contrario mientras más contenido, forma y expresión proporciona un texto, pues limita la libertad del lector para reinventar ese imaginario. Durante muchos años de mi vida estuve tratando de crear un espacio en el que la escritura pudiera existir, ahora puedo hacer el camino inverso, no tanto como una variación sino, volviendo a lo platónico, como una remembranza. Regreso a Ibn Arabí y la idea de que el Corán es el eco de un texto anterior a la existencia, eso convierte la acción de escribir en un misterio insondable. Si no sonara demasiado egocéntrico o religioso, diría que funciona como un dictado. Me enteré de que el Bolero de Ravel nació por efecto de una especie de degeneración neuronal, lo cual me parece interesantísimo. Que yo me siga sentando todos los días a hacer algo que nadie me pide debe tener que ver con alguna deficiencia cerebral.
Para centrarnos en tu trabajo reciente, concretamente en lo que has publicado en los últimos tiempos, parece haber dos líneas. Una sería la recopilación de versiones depuradas de tus libros anteriores bajo la etiqueta Diwan. La otra parece consistir en ese libro único, sin final, del que has publicado variantes con el título de La matanza. ¿Cómo se articulan?
Se trata de transformar todo en nueva escritura. Aprovecho el imaginario
de la máquina de escribir, que utilicé durante 30 años sin parar y de la que salieron mis primeros libros. El material que surge de ahí, con su materialidad artesanal –me gusta el olor, la textura de las páginas–, pasa a las notas del teléfono, donde lo digitalizo y hago las primeras correcciones. Hay una tensión en ese cambio, que luego se resuelve en la computadora, que utilizo como una sala de edición. La nueva escritura tiene dos caminos. Primero están los Diwan –ha aparecido uno en México, en Sexto Piso, y otro en Perú, en Personaje Secundario–, donde llevo los textos a sus últimas consecuencias, procurando eliminar cualquier elemento de retórica literaria. Hace poco descubrí que en El libro uruguayo de los muertos [2012] comencé a trabajar otro de los principios de la nueva escritura: hay un interlocutor, una segunda persona. Soy yo persiguiéndome, preguntándome a mí mismo, y haciéndolo evidente. En paralelo a los Diwan, que son la materia prima –donde respeto los títulos originales de los textos–, por decirlo de alguna manera, estoy escribiendo un nuevo libro que está dividido en principitos, pues es como si nunca terminara de comenzar, y al que llamo La matanza. En él hay una remembranza de los escritos previos, pero es como si los recordara mal, deformados, como ocurre en los sueños, donde se superponen las historias. En Diwan hay una mayor fidelidad a los textos publicados, pero en La matanza se mezclan unas historias con otras. El hilo narrativo de esos principitos, aunque no me lo propuse, es la hermana ciega y sorda de Etchepare, Eneida, que todo el tiempo ve unos perros correr. Ese es el leitmotiv, que lleva al discurso dirigido a un otro que no existe, soy yo haciéndome preguntas sobre mi propia escritura. Me atrevo a, digamos, mostrar la cocina: algo se va contando y en paralelo se dice por qué se va construyendo de esa manera. El interlocutor todo el tiempo me
«Me identifico como dices con la práctica psicoanalítica pero también con la experiencia mística –siempre es necesario aclarar que no tiene que ver con lo religioso–, escribir como algo que te elige, no planificado, que no depende del libre albedrío. Cuando escribo siento que estoy haciendo lo que para otros es meditación, o poner la vida al servicio de algo. Es realizar lo que nadie te pide, ir a contracorriente»
«Lo que estoy haciendo ya lo he hecho, incluso diría que todo estuvo resuelto desde los ocho años, pero ahora quiero que el proceso sea más radical, que tenga una forma desnuda, donde sea evidente la incertidumbre de la que surgen los textos»
los motivos de esos ejercicios. Efectivamente tiene que ver con el psicoanálisis y el espacio especular, pero lo que sigue siendo un misterio es la necesidad de hacerlo. Cuando los pacientes preguntaban a Lacan cuándo terminaría el análisis, él les respondía: cuando se muera. La muerte es la única certeza que tenemos y, en ese sentido, es mejor llegar a ese momento escribiendo. Por ahí va este libro, La matanza, que es mi propia matanza, pero siempre hemos vivido en una matanza, sólo ha cambiado el punto de vista. Me identifico como dices con la práctica psicoanalítica pero también con la experiencia mística –siempre es necesario aclarar que no tiene que ver con lo religioso–, escribir como algo que te elige, no planificado, que no depende del libre albedrío. Cuando escribo siento que estoy haciendo lo que para otros es meditación, o poner la vida al servicio de algo. Es realizar lo que nadie te pide, ir a contracorriente. Pero también es importante compartir esa experiencia, no volverla hermética, tener amabilidad con el receptor para que se introduzca en ese universo siguiendo una trama o supuestas tramas, porosidades y caminos por los cuales circular.
Tu nueva escritura plantea también una experiencia inestable de lectura: hay distintas versiones de los textos, la obra es un continuo en el que sus diversas manifestaciones exhiben su inacabamiento, como parte de algo en transición constante.
agrede, me pregunta, se molesta, se aburre. Es un diálogo extraño, trunco.
Hay una posible analogía con el psicoanálisis, como si necesitaras que otro te devolviera tu propio discurso para poder observarlo. Las distintas estrategias de escritura que has descrito, e incluso la idea que tuviste de publicar traducciones al español de las versiones de tus libros en otras lenguas, convirtiendo el original en un fantasma, buscan arrancar el texto de tu subjetividad para constituirlo como un objeto literario, donde puedas detectar automatismos, manías, etc. ¿Lo entiendes de esa manera? Desde siempre he buscado maneras de ver mis propios textos y entender
Al encontrar repeticiones o ciertos vicios de escritura en el ejercicio de remembranza que he mencionado antes, me di cuenta de que no puedo huir de ellos. Entonces decidí exagerarlos. Ya que no pude encontrar otros trucos, opté por radicalizar el sistema a través de una escritura muy rigurosa y de volver evidentes los recursos: la segunda persona, las preguntas, etc. Cuando me encuentro en un callejón sin salida y no entiendo cómo dar coherencia a lo que estoy escribiendo, sencillamente lo digo. Como diría César Moro, hay que llevar los vicios como un manto real, sin prisa. Es una manera de ser más honesto, enseñar lo que se debería ocultar, tratando de descubrir de dónde viene el misterio de la escritura.
Tradicionalmente se entiende que la nueva versión de un texto invalida a las anteriores. En mi caso no, todas están validadas. Se trata de mostrar la incertidumbre, la idea de que los textos están en transición. La matanza que apareció en La Tempestad es algo distinto de lo que aparecerá en un par de libros que estoy preparando a partir de ese material. Lo difícil ahora no es terminar los libros sino ver dónde se detiene por un momento ese movimiento constante para poder entregarlo a un editor. No basta con desgajar el texto, me demoro en lograr una versión no única ni definitiva que debe hacer evidente su no unicidad y su no definitividad. El proceso podría no terminar nunca. Me llegaron las pruebas de los libros, y al leerlas llené un cuaderno con ideas que pienso insertar para ir perfeccionando lo imperfecto. Por ahora las versiones de La matanza tienen subtítulos para hacer más fácil la identificación de los principitos, en el propio texto explico en qué consisten.
En tu trayectoria hay libros que funcionan como una especie de corte de caja, donde recurres al archivo para componer textos que cierran o abren etapas. Pienso en Lecciones para una liebre muerta o El libro uruguayo de los muertos. ¿Surgen de la necesidad de hacer un alto y ver hacia dónde puede ir la escritura?
Tres de mis libros han cumplido esa función. El primero fue Flores. Yo quería ir a una residencia de escritores en Ledig House, Nueva York, de la que me interesaba todo menos escribir: pasar un tiempo ahí, conocer a otros autores, etc. Entonces tomé al azar
una serie de papeles que tenía escritos y los llevé; lo que hice en esa residencia, en el año 2000, fue inventar una forma de organizar esos textos. Luego, en 2005, tuve una enfermedad rara y pensé que ya no podría escribir. Nuevamente tomé archivos con borradores, proyectos truncos, ideas
y compuse Lecciones para una liebre muerta, con fragmentos numerados que intercalaban distintas historias. Finalmente, El libro uruguayo de los muertos fue un ejercicio parecido en el que incorporé la figura del interlocutor. Lo que estoy haciendo ya lo he hecho, incluso diría que todo estuvo
resuelto desde los ocho años, pero ahora quiero que el proceso sea más radical, que tenga una forma desnuda, donde sea evidente la incertidumbre de la que surgen los textos.
Fotografía de Iturbide
DOSSIER
Inusuales. Tres generaciones de quienes no siempre comprendimos
El sentir del exilio. La mirada única y precursora de María Luisa Elío por Daniel Escandell Montiel
Margo Glantz: Deshojar la margarita por Francisca Noguerol
Pablo Katchadjian, la vanguardia kafkiana por Vicente Luis Mora
Despatriarcolonizar el cuerpo-corpus: Gabriela Wiener y la construcción de una figura autorial exocanónica por Marta Pascua Canelo
Verónica Gerber Bicecci en cuatro estaciones por Cecilia Miranda Gómez
Raros, raros, raros por Fernando Iwasaki
Fue un pedazo de atmósfera: Peralta Ramos por Marc Caellas
Dossier coordinado por Daniel Escandell Montiel
Fragmento de Composición 8 de Vassily Kandinsky. Fuente: Wikimedia Commons
EL SENTIR DEL EXILIO. LA MIRADA ÚNICA Y PRECURSORA DE MARÍA LUISA ELÍO
por Daniel Escandell Montiel (Universidad de Salamanca)
Quizá peor que el olvido es la incomprensión, esa forma de mirar prejuiciosa hacia aquello que no parece provenir del molde que se conoce bien. Quienes muchas veces nos interesan son quienes no responden a esos parámetros, ni pretenden ser parte de los centros. Decía Pitol que la diferencia entre el excéntrico y el vanguardista es que este último quiere hacer norma de su desorden. La rareza y la excentricidad nos son siempre llamativas y curiosas, al menos durante un rato; luego pasan a ser extenuantes y agotadoras para quienes viven cómodos en hormas. Romper el molde parece conllevar siempre imponer otro (según el pensamiento vanguardista), pero estar fuera es, simplemente, vivir sin su imposición y no desear sucumbir a lo común y usual. Lo convencional, por su parte, tiene tendencia a querer imponerse porque lo homogéneo es percibido como bueno. Es, por tanto, una de las razones por las que algunas firmas caen en el olvido o se las sitúa en las periferias de los centros de poder. En este dossier nos acercamos a una muestra de figuras que trazan una de las muchas posibles líneas difusas de lo inusual. Así, se da una visión intergeneracional que permite pasar desde las figuras de Lola Montez, José Eufemio Lora y Max Jiménez hasta Margo Glantz y Federico Peralta Ramos, y, de ellos, a Gabriela Wiener, Pablo Katchadjian y Verónica Gerber.
Mi intención en estas primeras páginas es sumar a esos nombres raros (expresión que usó Rubén Darío, que retomó Pitol, y que en este dossier retomamos en múltiples ocasiones), el de la actriz y escritora María Luisa Elío Bernal por su carácter de autora (forzosamente) tran -
satlántica tantas veces incomprendida. Una autora con una obra breve, aunque significativa y sentida, que cruzó el océano desde España cuando en 1939, con apenas trece años, toda su familia huyó al exilio en México. Su producción queda lejos de los tomos titánicos de otras trayectorias, pero basta un texto -quién sabe si una línea (o menos para los gigantes de la brevedad)- para merecer el recuerdo.
Como tantos inusuales, la crónica de sus días no siguió una línea recta. Su vida social y profesional estuvo unida desde muy temprano a autores destacados. Octavio Paz, Mary Leonora Carrington, Juan Rulfo, Lezama Lima, Álvaro Mutis y Emilio Prados son algunos de los nombres con los que se codeó. Y es bien sabido que Gabriel García Márquez le dedicó su Cien años de soledad a Elío y a su esposo, Jomí (José Miguel) García Ascot.
Su obra la conservamos por el impulso editor de su único hijo, Diego, a través de El Equilibrista, con sede en México. En 1988 publicó Tiempo de llorar y en 1995 Cuadernos de apuntes en carne viva . Mucho más tarde, ya póstumamente, llega en 2017 Voz de nadie . Con el guion de En el balcón de vacío , de 1961, se cierra su producción. En 2021 Renacimiento, en España, presenta Tiempo de llorar. Obra reunida , un esfuerzo por impulsar su figura, y que sucede a Tiempo de llorar y otros relatos , que Turner había publicado en 2002 y que fue la base para una edición a través de la UNAM en 2022.
Su guion En el balcón vacío llegó a hacerse realidad en 16 milímetros con la dirección de Jomí en 1962. La historia esencialmente autoficcional de María Luisa se hace cine en una cinta que logra presentar desde la candidez
la crudeza de la guerra y el dolor del exilio. Es la historia de una mujer que evoca, desde México, su huida de España y una infancia perdida, combinando la propia vida de la autora con las licencias necesarias para construir una historia en la que tantos otros pudieran verse reflejados. Y hacerlo con ganas, pues se considera la primera película sobre el exilio español y tuvieron que financiarla, escribirla y grabarla exiliados. Elío refuerza ese lazo con su propia vida al aportar su voz como narradora a la cinta: eso ata la autofictividad más incluso que una lectura en paralelo de la biografía que le dedicó Eduardo Mateo Gambarte (2009). Conviene recordar que este es un guion que se firmó y llevó a la pantalla unos pocos años después de que Rodolfo Walsh publicara su Operación Masacre (1957), y antes de que Truman Capote hiciera lo propio con In Cold Blood (y Richard Brooks con su primera adaptación al cine). Elío no buscaba fundar lo que conoció como nuevo periodismo, ni definir las bases de la novela testimonio; sin embargo, podemos afirmar que su guion hizo una aportación destacada situándose entre el documental -el testimonio- y la ficción, y una esencial: buscar la restitución de la dignidad de los exiliados, darles voz y reivindicar la memoria histórica.
En Elío Bernal el fragmentarismo y la brevedad son dominantes. También lo es desdibujar la frontera entre lo prosaico y lo poético, incluso en su guion. Pero a lo poco convencional de esa escritura, debemos incorporar su independencia y su compromiso con los exiliados (rasgos que definieron también a su marido). Esta autora construye con su palabra un retrato de una infancia mitificada, pero doliente, que solo puede resolverse con la decepción de la vida presente, adulta, como tantas veces sucede. María Luisa lo vivió de primera mano cuando en sus textos ya especulaba con el posible desencanto de regresar a su Pamplona natal: esa debacle, por supuesto, llegó. «Y ahora me doy cuenta de que regresar es irse», escribió en Tiempo de llorar.
Elío no es una autora olvidada; no del todo, al menos, como nos recuerda el volumen de Renacimiento, aunque sí es cierto que se la evoca con cierta frecuencia en nóminas (extensas) de aquellas personas a las que no leemos lo suficiente. Es rara e inusual, y, como el resto de quienes aparecen en estas páginas, eso es, sobre todo, por la dificultad para encajar y responder a las exigencias de los troqueladores. Una incomodidad con la preforma de la fábrica de la literatura que han vivido y viven, entre otros muchos, quienes ocupan estas páginas, que quieren celebrar lo inusual de no acomodarse en el molde.
MARGO GLANTZ: DESHOJAR LA MARGARITA
por Francisca Noguerol (Universidad de Salamanca)
En marzo de 2023, la Casa de México organizó un homenaje a la escritora mexicana Margo Glantz (1930) anunciado con un significativo título: Glantz: romper moldes, transgredir lo genérico. Allí intervine con una conferencia de la que proceden estas líneas, encaminada a subrayar la excentricidad de una autora que, aunque hoy se encuentre reconocida con las más prestigiosas distinciones (académica de la Lengua mexicana, Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, entre otros) tardó en publicar y, aún más, en ser reconocida por la rareza de su escritura. Efectivamente, su primer libro de creación vio la luz a la edad de 48 años. Y ello, por la condescendencia con que la trataban amigos escritores como Agustín Yáñez, quien le espetó la frase: «Mire, Margo, a mí me parece muy elegante lo que usted hace, pero son como las cuentas sueltas de un collar». Ante esta situación la gran lectora, crítica y profesora universitaria fue ganada por la inseguridad, como ella misma ha reconocido en numerosas entrevistas, y solo en 1978 se atrevió a publicar por cuenta propia el conjunto de micronarrativas Las mil y una calorías: novela dietética, signada por su diversidad tipográfica y la conjunción del texto con los dibujos de Ariel Guzik. En ese momento, Glantz constató que sabía escribir, pero lo hacía de forma distinta a lo exigido por el canon de su tiempo.
Vida en movimiento
«El estilo es una autobiografía», reza uno de los aforismos más famosos de Andrés Neuman Y la vida de Glantz explica su escritura híbrida por diferentes razones. Así, la autora procede de una familia judía ucraniana que emigró a México en el primer cuarto del siglo XX, lo que nos habla de su identidad fronteriza; además, sus lecturas son tan variadas como numerosas, lo que explica que cursara Letras Inglesas en la UNAM e Hispánicas en la Sorbonne. Pero la cosa no queda ahí: por su trabajo como docente, agregada cultural y escritora, ha mantenido un trasiego de viajes continuo, residiendo frecuentemente en el extranjero. Esto la ha llevado a practicar una poética muy cercana a la que definiera Roland Barthes en Crítica y verdad (1966) –«escribir, es de alguna manera, fracturar el libro, rehacerlo»-, refrendada posteriormente en El placer del texto (1973): «método de desprendimiento [que] consiste en la fragmentación si se escribe y en la digresión si se expone o, para decirlo con una palabra preciosamente ambigua, en la
excursión». Expresión esta última más que acertada, pues las ideas de Glantz asumen el significado etimológico de excursio, saliendo de su curso acostumbrado para practicar el movimiento perpetuo
Una tradición alternativa
No puedo dejar de mencionar la filiación excéntrica de la literatura mexicana a la que se adscribe la autora, de la que Augusto Monterroso constituye ilustre representante con la miscelánea titulada, precisamente, Movimiento perpetuo (1972).
Pero antes de Monterroso, cultivaron los híbridos genéricos y fragmentarios autores como Salvador Novo -inolvidables resultan, en este sentido, Ensayos (1925) y En defensa de lo usado (1938)- o Alfonso Reyes (Marginalia, 1954). Y, más cercanos en el tiempo, Salvador Elizondo (Cuaderno de escritura, 1969); Alejandro Rossi (Manual del distraído, 1978)-; Guillermo Samperio (Textos extraños, 1981); Felipe Garrido (La musa y el garabato, 1984); Bárbara Jacobs (Escrito en el tiempo, 1985); Agustín Monsreal (Diccionario de juguetería, 1996); o Sergio Pitol -El arte de la fuga (1996) y El viaje (2000)-, por citar unos cuantos textos inolvidables, que aúnan sin empacho la reflexión erudita con la observación de los hechos triviales.
Todos ellos pueden adscribirse a lo que supo comentar Pitol en «Los raros», ensayo incluido en El mago de Viena (2005):
«Los “raros”, como los nombró Darío, o “excéntricos”, como son ahora conocidos, aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegría en medio de una cena desabrida y una conversación desganada. Los libros de los «raros» son imprescindibles, gracias a ellos, a su valentía de acometer retos difíciles que los escritores normales nunca se atreverían. Son los pocos autores que hacen de la escritura una celebración. […] Sus miembros han desarrollado cualidades notables, conocen amplísimas zonas del saber y las organizan de manera extremadamente original. […] Escriben de la única manera que les exige su instinto. El canon no les estorba ni tratan de transformarlo. Su mundo es único, y de ahí que la forma y el tema sean diferentes. […] En fin, un escritor excéntrico es capaz de marcarle la vida de varias maneras a los lectores para quienes, casi sin darse cuenta, definitivamente escribía».
De obras y «sobras»
Definido el contexto, repasemos algunos hitos en la producción de Glantz. En ellos, la página se descubre como un «cajón de sastre» donde la narradora -identificada con los traperos que rebuscan en la basura- relata desde las ruinas o, como ella misma destaca en un ingenioso juego de palabras, desde sus «sobras».
Lo apreciamos en Síndrome de naufragios (1984), conjunto de minificciones que reflejan los «despojos» acarreados por los viajes. En la misma línea se encuentran las meditaciones integradas en Doscientas ballenas azules y cuatro caballos (1981), con hilo conductor en ciertos animales y reflejo de su temprana preocupación ecocrítica, o los caleidoscopios dedicados a reflexionar sobre el hecho de nombrar -No pronunciarás (1980)y sobre la saña -Saña (2006)-, conformados por citas de otros autores, leyendas y signos de los más diversos orígenes (firmas, imágenes digitales, facsímiles verdaderos y espurios…).
La crónica familiar Las genealogías (1982) la consagró definitivamente como escritora. Estructurada en forma de entrevista, la obra incluye desde recetas de cocina a fotografías, constituyendo un nuevo ejemplo de escritura expandida. Estas «memorias rotas» y multimodales presentan una estructura muy similar a la planteada por otros dos autores de ascendencia judía, interesados en retratar su incómodo encaje en el ambiente intelectual francés: Edmond Jabès, que sufrió la expulsión de su Egipto natal y asumió su condición intersticial a través de textos paradigmáticos de la escritura fragmentaria como El libro de las preguntas (1963-1973), El libro de los márgenes (19751991), El libro de las similitudes (1976-1980) o El pequeño libro de la subversión fuera de sospecha (1982). Y Marcel Bénabou, nacido en Marruecos y autor de los provocadores Por qué no he escrito ninguno de mis libros (1986), Arroja este libro antes de que sea demasiado tarde (1992) o Jacob, Minahem et Mimoun. Una epopeya familiar (1995).
Regresando a la obra específica de Glantz ¿cómo no hablar de Coronada de moscas (2013), libro de viajes acompañado de fotografías de Alina López Cámara, que transita entre autores y experiencias cotidianas para mostrar las enormes desigualdades existentes en la India? ¿O de los proyectos ensayísticos dedicados a una parte específica del cuerpo -La lengua en la mano (1984), De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos (1984), Esguince de cintura (1994), La cabellera andante (2015), Por breve herida (2016), con el hilo conductor de los dientes, que complementan el pensamiento desarrollado en su ficción? En ellos, se muestra una actitud equivalente a la asumida por quienes han sabido retratar el mundo a partir de una parte muy específica -y generalmente ignorada- del cuerpo: Armonía Somers con la matriz (La mujer desnuda, 1950); Georges Bataille con «El dedo gordo del pie» (Documentos, 1969); o Andrés Neuman con todos los órganos olvidados por «la historia oficial» (Anatomía sensible, 2019).
Dejo para el final dos proyectos que prueban la radiante juventud del pensamiento de Glantz, relacionados con su interés por unas redes sociales en las que se muestra muy activa y
sobre las que ha comentado en entrevista con Fernanda Lobo (2021): «Para mí, funcionan para poder expresar cosas que son muy fragmentarias, muy evanescentes, que de otra manera no puedo yo decir. Pero, por otro lado, siento que la comunicación se fortalece, hay una posibilidad de interacción»
Este hecho explica la aparición de Yo también me acuerdo (2014), libro conformado por tuits y construido a través de la anáfora «me acuerdo» para rendir homenaje a Joe Brainard y Georges Perec, quienes la precedieron en la elaboración de mosaicos literarios con los que retrataron la historia de su tiempo. Así lo afirma ella misma: «Me acuerdo que Brainard y Perec escribieron, cada uno en su país, la autobiografía de una generación. // Me acuerdo que advierto que el tuiteo es semejante a lo que hicieron Brainard y Perec en Yo me acuerdo». Por su parte, adopta un verso de su admirada sor Juana Inés de la Cruz -sobre la que es una de las más reconocidas críticas- para titular Y por mirarlo todo, nada veía (2018), volumen donde va entreverando las noticias más diversas para denunciar la entropía informativa que aturde nuestro día a día.
En definitiva, todas estas obras revelan lo que comentó a la revista Colofón en 2018: «Me interesa la ruptura absoluta del canon, la intertextualidad, el emborronamiento de los límites entre los géneros canónicos. Quiero doblar la teoría aristotélica de la causa y el efecto». Recordando posiblemente que su nombre, Margo, procede de Margarita, plasmó este hecho en una magnífica frase inscrita en Yo también me acuerdo: «Me acuerdo de que este libro es como deshojar una margarita».
Pues eso, que nadie lo sabría decir mejor.
PABLO KATCHADJIAN, LA VANGUARDIA KAFKIANA
por Vicente Luis Mora (Universidad de Málaga)
Puede parecer oportunista traer a colación el nombre de Franz Kafka cuando hablamos de Pablo Katchadjian, como si esas poderosas «K» que principian los apellidos justificasen el pasadizo por fatalismo consonántico. Sin embargo, la relación entre argentino y checo es fácilmente demostrable, y aporta un horizonte de sentido a la lectura del primero. El propio Katchadjian cita a Kafka de manera harto elocuente en varias ocasiones, luego veremos algún caso, y además se ha referido a él en ensayos como «Arte y técnica. La aureola técnica» (Artefacto, n. 6, 2007), como ejemplo de «nueva sensibilidad» por la inclusión de tecnologías en la literatura (Isabel Hernández recuerda en su edición de El proceso en la editorial Cátedra que Kafka fue el primer escritor que describió aviones en vuelo en lengua alemana), donde Katchadjian demuele la falsa imagen de un Kafka ajeno a lo social y despreocupado de la realidad de su época. Es decir, que es el argentino quien no nos deja olvidar a Kafka cuando lo leemos.
Pensemos en la novela de Katchadjian Una oportunidad (2022). Esta obra parte de un supuesto fáctico no plausible, como es el hecho de que el narrador intradiegético se confiesa embrujado. Desde la primera línea de la novela, por tanto, asistimos a un dato imposible presentado como desiderátum e inequívoco punto de partida, ante el cual debemos suspender nuestra incredulidad, según la descripción de Coleridge. Algo similar sucede con La transformación o La metamorfosis de Kafka, que parte de otra situación fantástica aclarada en su primera línea. Katchadjian mantiene el planteamiento a rajatabla, con lógica impecable e implacable, hasta sus últimas consecuencias, como el Kafka de El proceso, libro con el que Una oportunidad puede tener varios puntos de contacto. Katchadjian acota un sistema de reglas para cosechar racional y sistemáticamente las consecuencias sembradas en el esquema original. Y esto se hace mediante dos herramientas conceptuales también presentes en El proceso: la ambigüedad estructural (véase Una oportunidad, Sexto Piso, 2022: 67) y la exposición de todas las opciones posibles, sin que el narrador-protagonista suela optar por alguna, precisamente porque el embrujo se lo impide. Es una situación similar a la de Josef K., que también columbra de forma agotadora todas las posibilidades que se le abren a lo largo del juicio, pero su irritada desesperación le impide afrontarlas y elegir, dejando
que sean otras personas o la libre lógica de los sucesos quienes tomen decisiones por él.
Otro posible punto de contacto con Kafka, detectable tanto en Una oportunidad como en libros anteriores de Katchadjian como La libertad total (2013), es el enfrentamiento de los personajes a una situación no menos injusta que irracional, con puntuales actos de violencia. En Una oportunidad, una pareja de agentes pertenecientes a una suerte de «sección literaria» de la policía somete el narrador a delirantes interrogatorios. Los agentes son cambiados por otros parecidos, lo que recuerda la indefinición colectiva del tribunal de Der Prozess, compuesto por miles de personas de las más variadas edades y trabajos: «Las caras de la gente de la primera fila estaban dirigidas hacia K. con tanta atención que estuvo contemplándolas desde arriba unos instantes. Por regla general eran ancianos, algunos de barba blanca» (Kafka, El proceso, Cátedra, 1989: 103). Igual que K. se relaciona con distintas personas (el abogado Huld, el comerciante Block, el pintor Titorelli) que no pueden ayudarle, el narrador de Una oportunidad pasa por tres brujas (Sandra, Alberta y Luz) que no consiguen desembrujarlo del todo. Quizá por todo eso, en el último interrogatorio de la novela de Katchadjian leemos:
«Mozart era alegre», dije por decir algo. «Mozart era un genio», dijeron. «Un genio como Kafka», dije. (139).
En ambos autores hay una constante tensión entre libertad y forma, que en Katchadjian cobra la forma de la constricción: tanto en el plano semántico como en el formal, las repeticiones vertebran un estilo burocrático, paródico en su procedimentalidad.
Pero no todo son parecidos y alusiones, también hay diferencias: si bien hay sentido del humor en ambos (la escena donde Titorelli le vende a K. tres copias idénticas del mismo cuadro es una simple genialidad), el absurdo de Katchadjian es más luminoso, y el hecho de dar una oportunidad, el gesto de ofrecer una salida, es el núcleo de la novela del argentino, frente al fatalismo brutal y sin escapatoria del checo. Si Kafka es un pesimista absoluto, Katchadjian es un optimista cuyos personajes no olvidan que son sacudidos sistemáticamente por un sistema inicuo. Y el humor no está ahí para suavizar u ocultar la tragedia, sino para elevarla a paradoja, para producir un cortocircuito lector y convertirla en una contradicción tan insoluble como simbólica.
Este compromiso social emboscado tras una trama más o menos abstracta ha sido señalado por parte de la crítica que ha analizado sus novelas, como Victoria Cóccaro al examinar Qué hacer (2010). Adolfo Rodríguez Posada (2018: 53), en un artículo sobre Gracias (2011), ha escrito que «No sorprende pues que el mundo ficcional de Gracias se construya en torno a la barbarie de la esclavitud; ni que la novela, leída en el contexto actual en el que se inscribe, parezca remitir su crítica, en última instancia, a un colonialismo corporativo, un colonialismo débil podríamos alegar, vinculado a la deriva imperialista de la cultura económica de la globalización». En estas condiciones, la obra de Katchadjian se opone a la «prosa de Estado» –según Marcelo Cohen, el modelo del escapismo–, y de hecho su El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007) sería un modo de quebrantar una de las obras fundacionales de la nación argentina, como ha visto Alexandra Saavedra (2018). Pero, junto a la vertiente social de Katchadjian, no hay que descuidar en el análisis los poderosos componentes estéticos. Lo que Mark Fisher (K-punk, 2019: 130) llama la «espacialidad perversa», presente a su juicio en Kafka o en Kazio Ishiguro, también podría encontrarse en la película Nada (2004) de Vicenzo Natali y, por supuesto, en La libertad total (2013) de Pablo Katchadjian; en esta especie de limbo narrativo que une a película y novela el lectoespectador queda atrapado en el onirismo espacial de la diégesis, sin tener claro dónde se encuentra exactamente el protagonista, ni dónde se ubica quien lee respecto a la acción (es decir, no sabemos si asistimos a una ficción o, más bien, a una ficción de segundo grado, una mise en abyme, donde la sorpresa de los personajes ante el espacio límbico es el correlato de nuestra estupefacción ante una novela «sin agarres», concepto mencionado al final de Una oportunidad). Se genera así, en varias obras de Katchadjian, una extrañeza estructural frente a una trama narrativa compuesta por un lenguaje tensionado por la falta de referentes; lenguaje usado por personajes a veces difíciles de distinguir en espacios inasibles, surrealistas o intercambiables, donde nuestro interés es máximo, pese a todo, por la singularidad de la propuesta y por la complejidad irónica de los razonamientos discutidos. Es como un simposio de lógica sostenido entre las llamas del infierno, que se vuelve cómico porque como lectores asistimos a él desde fuera, agazapados tras el lenguaje, viendo cómo lo triste se vuelve evidencia de la condición humana y lo físico descriptivo se volatiliza en el seno de lo metafísico.
Si seguimos la versión de La vanguardia permanente (2018) de Martín Kohan, las novelas de Katchadjian superan el límite de lo sensible de nuestra época, quebrando la idea misma de tradición. Si aceptamos otro criterio, el del Damián Tabarovsky de Fantasma de la vanguardia (2018), Katchadjian sería una de las pocas excepciones a la cristalización del fantasma vanguardista –y, de hecho, recuperar y activar espectros es parte de su poética–. Si seguimos a Julio Premat («Los relatos de la vanguardia o el retorno de lo nuevo», 2013), Katchadjian escaparía del anacronismo característico de la vanguardia
contemporánea porque no pretende ser «nuevo», sino insertarse en una actitud de entronque con cierta tradición –la de Kafka, entre otras–, cancelando el cul de sac donde suelen terminar otras novelerías mal entendidas. «No hay nada original porque existe la Historia, pero la Historia misma es la que da lugar a las cosas originales», confiesa Katchadjian a Anna Maria Iglesia en una entrevista. La de Katchadjian no es una vanguardia contemporánea, sino una vanguardia kafkiana, homérica, borgiana, martinfierrista.
Creo que ese es el milagro: cuando vamos a etiquetarlo, Katchadjian desaparece; al intentar explicarlo, cambia y metamorfosea su prosa, temas y estilo. No se sitúa ni detrás ni delante de nuestro tiempo: el talento de Katchadjian está por todas partes. Es una época distinta, superpuesta al presente, cruda pero brillante. Basta abrir sus libros para vivirla.
Obras citadas:
Iglesia, Anna Maria (2020). «Pablo Katchadjian: ‘Trato de buscar ese desorden culposo activamente, quizá porque no soy antiperonista», The Objective, 17/08/2020.
Rodríguez Posada, Adolfo (2018). «Colonias sin metrópolis: neoimperialismo y barbarie en Gracias de Pablo Katchadjian», Caligrama, 23(3), 47-62.
Saavedra Galindo, Alexandra (2018). «Retóricas de la intervención literaria: El Aleph engordado de Pablo Katchadjian», Revista Chilena de Literatura, 97, 269-295.
DESPATRIARCOLONIZAR
EL CUERPO-CORPUS: GABRIELA WIENER Y LA CONSTRUCCIÓN DE UNA FIGURA AUTORIAL EXOCANÓNICA
por Marta Pascua Canelo (Universidad de Valladolid)
Celebrada como una de las escritoras más singulares del panorama contemporáneo en lengua española, si algo podemos destacar de la sobresaliente trayectoria literaria y mediática de Gabriela Wiener es, con seguridad, el empleo de géneros y formatos discursivos tan marginales como los temas de su escritura. Pese a que su popularidad podría conducirnos a no contemplar la posibilidad de que su nombre pudiera aparecer en un listado de escritores exocanónicos, es indudable que ha alcanzado su fama remando contra una red de fuerzas centrífugas que aspiran a arrinconar a aquellas figuras autoriales que no comulgan con los ideales de un canon monolítico que sigue respondiendo hoy día a la norma patriarcal, heterocentrada y eurocéntrica. Sirvan como ejemplo de estos ejes de descentramiento su defensa del feminismo interseccional, la diversidad sexo-afectiva, la decolonialidad, el poliamor o los modelos de crianza alternativos.
Así, la autora peruana, afincada en España desde hace más de veinte años, ha hecho de la defensa y reivindicación de los márgenes la razón de ser de su literatura. Pero lo ha hecho desde un compromiso estético que ha sabido encontrar en los moldes más heterodoxos el mejor cauce para su poética de la disidencia. Prueba de ello son sus palabras en la entrevista que le realizó su colega y compañera del proyecto Sudakasa —un espacio físico para la escritura y el arte en comunidad desde la diáspora latinoamericana ubicado en las afueras de Madrid—, Claudia Apablaza, en el pasado número de diciembre, donde, tras encajar sus libros en las categorías de extraños, dementes o degenerados, Wiener reconoce que la literatura puede ser cambio y resistencia
Cambio, sin duda, por la constante mutación e hibridación de géneros de la que hace gala su escritura, y resistencia por esa férrea batalla contra los poderes hegemónicos desde su activismo literario. En efecto, como bien afirma Apablaza, a Wiener siempre la ha movido el deseo de poner en tensión todas las fisuras del sistema, incluida la precariedad del trabajo intelectual y creativo a la que tanto se han referido también autoras como Remedios Zafra, Azahara Palomeque o Bibiana Collado.
Por tanto, en virtud de estos dos factores, cabe hablar de Gabriela Wiener como una escritora exocanónica, sí, pero también abanderada de un contra-canon que está remeciendo los cimientos del campo literario hispánico más ortodoxo. Un contra-canon de activistas de la disidencia con poéticas rompedoras que discurre desde hace décadas en paralelo a los cánones institucionales. Se trata de un movimiento centrífugo que quedó inaugurado casi cincuenta años atrás por autores como Pedro Lemebel, Diamela Eltit o Copi, y está liderado en la actualidad por nombres como la propia Wiener, Yolanda Arroyo Pizarro, Camila Sosa Villada, Ángelo Néstore, Cristina Morales o Gabriela Cabezón Cámara.
En el proyecto revolucionario de Gabriela Wiener el activismo y la escritura se dan la mano. Independientemente del género literario al que se adscriban, lo que tienen en común todas sus obras es el pensamiento disidente de la norma patriarco-colonial y heteronormativa. Desde su faceta más vinculada al periodismo, fruto de la cual son sus colaboraciones en medios de prensa, su libro de crónicas Sexografías o su autoensayo Nueve lunas, hasta la más poética de la que nace su reciente título Una pequeña fiesta llamada eternidad, pasando
por formatos más convencionales como el libro autoficcional Huaco retrato, todo en su escritura se encuentra atravesado por el activismo político.
Vida y literatura se imbrican en sus alegatos anticoloniales, en su vindicación de las maternidades disidentes o de las relaciones no monógamas y la libre sexualidad, a fin de trenzar un proyecto autorial asentado en la subversión de las formas y doctrinas del poder. Ciertamente, como bien lo advierte Ana Casas, ese posicionamiento como «escritora de las formas marginales con respecto al canon (crónicas, cómic, entrevistas) tiene mucho que ver con los temas de su escritura». De ahí que la diversidad y ruptura de modelos discursivos de los que hace gala su obra resulte el mejor canal y la prueba más fehaciente de su disidencia exocanónica.
Francisca Noguerol viene proponiendo en sus últimas investigaciones que muchas de las publicaciones más recientes en lengua española desbordan el concepto de literatura para aproximarse al de escrituras. Es a esta noción de escritura, entendida desde su apertura y dinamismo, a la que se aviene la obra de Gabriela Wiener. La maleabilidad de sus textos, de sus escrituras, es una de las señas identitarias de su trabajo. No es de extrañar, entonces, la originalidad de títulos como Dicen de mí, un atípico libro en el que combina la narrativa del yo con su inclinación periodística, dado que se compone de entrevistas que Wiener realiza a personas de su entorno más cercano sobre sí misma; o la mutación a la que se han prestado otros como Qué locura enamorarme yo de ti, que fue primero una crónica autobiográfica publicada en la revista Turia, después una lectura o performance dramatizada, y que acabó convertida en una obra de teatro dirigida por Mariana de Althaus, estrenada en el año 2020 y lanzada finalmente por Continta Me Tienes en 2023 junto con otros fragmentos incorporados a la edición impresa.
No obstante, pese a la originalidad de estas propuestas, quizás su texto más leído sea Huaco retrato, y también aquel en el que la despatriarcolonización golpea de una manera más directa. En esta novela autoficcional, Wiener alterna tres narraciones: la investigación alrededor de la figura de un antepasado colonialista, de nombre Charles Wiener; la exploración de la narradora sobre la doble vida de su padre tras su fallecimiento y, por último, la indagación que ella misma realiza sobre la infidelidad que ha cometido en el seno de una relación sexo-afectiva no normativa. Con ello, queda patente su atentado contra el colonialismo, contra el patriarcado y contra la monogamia, pero también se descubre el cuidado trabajo de construcción, dentro y fuera del texto, de una figura autorial marcada por el grito de rebeldía.
Desde que teóricos como Jérôme Meizoz, Dominique Maingueneau o Ruth Amossy inauguraran las reflexiones y debates en torno a las figuras de autor y las posturas autoriales, los criterios de distinción y singularidad de las autorías más excéntricas han sido sin duda uno de los ejes centrales de atención de la crítica literaria. Desde este planteamiento, se puede afirmar que Gabriela Wiener ha construido su figura
autorial desde el ensalzamiento del margen. Desde esa distinción y singularidad mediática y textual que la caracterizan, como bien demuestran también sus intervenciones públicas y sus perfiles en redes sociales. Y desde el asalto constante a las normas que el poder prescribe.
Su figura y su obra son un ejemplo de lucha contra las políticas de extranjería, contra el machismo, contra la homofobia, contra la pobreza, contra los modelos de maternidad hegemónicos o contra la imposición de la normatividad relacional. Todo ello con el objetivo manifiesto de despatriarcolonizar los géneros literarios y la escrituras más convencionales mediante la asunción de la heterodoxia identitaria y textual.
La disidencia de Gabriela Wiener es la del cuerpo feminizado, migrante, cholo. Y la de sus textos indómitos. Su escritura no olvida que ética y estética van de la mano e impulsa a la acción de despatriarcalizar y descolonizar nuestras vidas. Su exocanonicidad es la prueba de que otra literatura es posible si fijamos la vista y nos jugamos los cuerpos en los márgenes de nuestro campo de batalla. Su disidencia es, en definitiva, la de ese cuerpo-corpus que en el afán de despatriarcolonizar nuestro sistema de pensamiento y de escritura no olvida que una figura autorial exocanónica debe sustentarse en una poética escritural tan inclasificable y combatiente como el cuerpo que la sostiene.
VERÓNICA GERBER BICECCI EN CUATRO ESTACIONES
por Cecilia Miranda Gómez
Desplazamiento/ Escondite/ Secreto/ Espejo/ Aparición/ Reescritura. Palabras que me llegan a la mente al pensar en la obra de Verónica Gerber Bicecci. En ocasiones vienen solas, otras veces se mezclan y se conjugan entre ellas. Pero hay una que, tarde o temprano, siempre se manifiesta. En su práctica, Gerber Bicecci pronostica futuros fragmentarios en los que la imagen y el texto colisionan para decir cosas en apariencia ocultas. A diferencia de una predicción —en la que se parte del decir como hecho fáctico—, un pronóstico surge ante el encuentro previo con el acontecimiento: lo que se cree, lo que se ha dicho, lo que se presiente. Es un camino de indicios en retroceso basado en la memoria.
Las cabañuelas son un método tradicional que pronostica el clima mediante un idioma meteorológico, cifrado con palabras hechas de nubes vaporosas y estrellas tintineantes. El tiempo del primer día del año será el reflejo de ese enero incipiente; el día 2 encapsulará la atmósfera de febrero; el 3 de marzo; y así hasta llegar a diciembre con el cielo del doceavo atardecer. No obstante, el 13 de enero será nuevamente época decembrina. El pronóstico concluirá el 31 de enero, tan pronto el año haya sido subdividido en fracciones: un ejercicio reversible, una matrioshka en la que la figurilla más pequeña contiene a otra más grande.
En la lectura de las cabañuelas la posibilidad de advertir el futuro se materializa. A su vez, permite no sólo imaginar lo que viene, sino releer el pasado a partir de sus condiciones —precipitación, temperatura, presión, humedad—, es decir, desde un lenguaje propio. En un símil, las obras publicadas de Gerber Bicecci, entendidas como indicios del porvenir, podrían ser la clave para atisbar los horizontes a los que sus futuros apuntan estética, discursiva y políticamente. Estar atentas a lo que nos dejan atestiguar como lectoras/espectadoras, ya sea en una exposición o en un libro, en una conferencia o en una clase, por frente y vuelta, es el primer camino para descifrar y previsualizar su estado próximo.
Primavera
Desde sus primeras obras, la «artista visual que escribe» ha desarrollado un interés por las formas en las que el saber es producido de acuerdo a su método de estudio. Relaciones interpersonales, hechos históricos, o condiciones ecosociales oteadas
Está lloviendo, ¿viste? ¿Será que siguen las cabañuelas?
VGB
desde las matemáticas, la física, la biología y la geología. Más que un simple ejercicio de hibridación entre imagen y texto, Gerber Bicecci, —ubicada en la línea fronteriza que separa literatura y artes visuales, con un ojo ambliope y un oído con vértigo periférico—, observa las formas y fuerzas de cada campo para arrojar preguntas sobre su constitución, en tanto «modos de habitar la realidad»: ¿Dónde están? ¿Cómo son? ¿Quiénes los producen?
Sus aproximaciones son cuánticas, miden la energía en pequeña escala: el tiempo suspendido en una tabla contrachapada (Escritura de tiempo, 2005), las pulsiones de un grupo de escritores que se convirtieron en artistas (Mudanza, 2010), un subtexto en el Retrato de un hombre invisible de Paul Auster (Rastro, 2012), una forma de adaptarse a una nueva vida, no atada al lugar en el que se ha vivido (Homesick, 2007). Desde lo que ella intuye, mecanismos sutiles se activan esperando encontrar algún secreto, reconociendo el fracaso y la incertidumbre que ello implica.
Verano
Hay quienes dicen que Verónica Gerber Bicecci consumó sus intereses en Conjunto vacío (2015), una novela-ensayo que ronda la idea de desaparición y borramiento a partir de las experiencias de un personaje homónimo a ella. Si bien en la estructura del libro la intención de llevar al límite las palabras y las imágenes configuran un modo de decir propio, entretejido como un vaivén entre lo que se ve y dice frente a lo no dicho o visto, en obras anteriores ya asentaba mecanismos similares. Tal es el caso del principio de ambivalencia —visto como la zona de transición entre los dos lados de una cosa— que surge al escribir narraciones imposibles de ver y oír, pues están alojadas en un soporte del mismo color (Invisible indecible, 2012); o la abstracción resultante al sustraer las líneas de un texto leído como plano arquitectónico (Las habitaciones de Stein, 2015); o bien, la especulación alrededor de ecuaciones no cuantitativas (Ecuaciones, 2015). En su práctica, una inclinación por el prefijo i prevalece.
Otoño
Paul B. Preciado sostiene que el lenguaje es un tipo de virus que usurpa las características de la vida, desafiando los límites entre lo vivo y lo muerto, lo orgánico y lo inorgánico. Para ase-
gurar su existencia, todo virus requiere de un huésped que le garantice, por un lado, las condiciones de vida, y por el otro, la posibilidad de continuar una cadena de contagio. De acuerdo al tipo, el virus establecerá nexos de beneficio distintos. Será parasitario si intenta aniquilar al huésped; comensalista si se beneficia sin modificar al otro; mutualista si presenta codependencia. En el caso de Verónica Gerber Bicecci podemos hablar de dos tipos de relación. Si nos referimos a las artes visuales y a la literatura como entidades independientes veremos una fijación por el parasitismo. Contagiar hasta que uno haga desaparecer al otro borrándolo (Exhumación, 2006), aislándolo (Diagramas de silencio, 2018), carcomiéndolo (Mujeres polilla, 2018). En cambio, si estudiamos el vínculo entre lenguaje y cuerpo descubriremos intercambios mutualistas en los que, indisociables, se sobreponen (Los hablantes, 2014-2016), intercalan (La resistencia, 2020) y multiplican (La travesía, 2022).
Llegado este punto, vale la pena decir que un virus no es un ser vivo como tal, pero tampoco es materia inerte. Su condición es más parecida a la de un «fantasma biológico» en el que se condensa la historia de la humanidad, al tiempo que su destino. Por tanto, el virus lingüístico de Gerber Bicecci —parasitario y mutualista— es simultáneamente una composta de otros tantos cuerpos: Amparo Dávila, Rosario Castellanos, Anne Carson, Sophie Calle, Donna Haraway, Sofia Coppola, Susan Sontag, Cristina Rivera Garza, Rosângela Rennó, por mencionar algunos.
Invierno
En un quehacer que no escatima en registros —texto, dibujo, fotografía, escultura, instalación, performance, video, intervención, oráculo web—, Gerber Bicecci cava las superficies como una exploradora interesada en el escombro. Al producir, intenta ser consciente de los materiales con los que trabaja, así como de los lugares y circuitos en los que su obra ha de insertarse: el papel del libro que circula en la industria editorial, el carboncillo enmarcado dispuesto en una galería, la pintura acrílica que desaparecerá del muro con el paso del tiempo. Dicha búsqueda le permite operar no sólo a partir de sus intereses temáticos, sino con los sustratos de la producción artística y literaria de forma subyacente: el trabajo, las instituciones, los intercambios económicos. Así, obras como La Compañía (2018), Centón pétreo (2021) y Los folders rosas (2023), componen entramados desde el arte y la literatura para hablar de un excedente: la transformación del paisaje y el saqueo de recursos naturales, las exigencias políticas y sociales de los movimientos feministas, la demanda de inclusión y revisión crítica de escritoras y artistas en la Historia.
Para Suely Rolnik, el mundo es una superficie topológica-relacional hecha de cuerpos y entidades no-humanas en movimiento en la que convergen formas y fuerzas. Las primeras son genéricas, nos permiten reconocer el entorno mediante la experiencia sensible; mediada por el lenguaje. Por su lado, las fuerzas producen extrañamiento. En ellas habitan los sistemas de control y las relaciones de poder. Al tensionar forma y fuerza,
se despierta una incomodidad con potencia emancipatoria. La producción de deseo que Rolnik ha ejemplificado en los cortes que Lygia Clark hizo en una cinta de Möbius.
Si Rolnik ha usado una superficie geométrica no orientable para explicar las relaciones del mundo, y Gerber Bicecci emplea la teoría de conjuntos como estructura lingüística, ¿qué pasaría si explicamos la obra de la última a partir de un mecanismo inspirado en la primera? Cuando inicié el presente ensayo me preguntaba si considerar la obra de Gerber Bicecci como atípica o rara en el campo de las artes visuales y la literatura no es una lectura reduccionista a su persona. De inmediato recordé los espacios en los que hemos coincidido y mis diversas aproximaciones a su trabajo, desde tomar sus clases hasta colaborar juntas en una antología compilada por ella. En el camino me di cuenta de que, si el objetivo es desmenuzar sus cabañuelas, habrá que ensayar no sólo a partir de su obra artística sino de los otros formatos en los que ha echado a andar su máquina pensante: la práctica pedagógica, la labor como editora o curadora, las veces que ha ilustrado textos de otres. Reparar en ello me hizo pensar en que, su universo, más que un diagrama de Venn, es un eslabón de Hopf; una suerte de ligadura múltiple e indisoluble que al desdoblarse amplifica el espacio entre la «artista visual que escribe» y la persona que busca pronosticar a partir de encuentros fortuitos con lo que la rodea.
La palabra es: futuro.
RAROS, RAROS, RAROS
por Fernando Iwasaki (Universidad Loyola Andalucía)
Desde que Rubén Darío publicó Los raros (1896), la fascinación por exhumar la obra de escritores secretos o extravagantes ha llevado a distintos autores a explorar toda suerte de rarezas literarias, como los bohemios reunidos por Juan Manuel de Prada en Desgarrados y excéntricos (2001) o los poetas vanguardistas latinoamericanos que Juan Bonilla y Juan Manuel Bonet antologaron en su fastuosa Tierra negra con alas (2019). Sin embargo, muchas de esas figuras ya deambulaban por las páginas del Pombo (1918) de Ramón Gómez de la Serna, Mi medio siglo se confiesa a medias (1951) de César González Ruano y —sobre todo— en La novela de un literato (1995), los impagables diarios de Rafael Cansinos-Assens.
Ramón J. Sender, por ejemplo, se fijó en los raros suicidas en Nocturno de los 14 (1969) y Enrique Vila-Matas —en Bartleby y compañía (2000)— compartió su debilidad por los raros que amagan con escribir y no escriben nada. A mí, sin ir muy lejos, me dio por buscar peruanos desperdigados por las obras de Julio Verne, Edgar Allan Poe, Marcel Proust o Anaïs Nin y me salió un álbum que publiqué bajo el título de Nabokovia Peruviana (2011).
Las tres mariposas que siguen a continuación no habrían desentonado en mi colección de rarezas.
Canario muerto. José Eufemio Lora y Lora (Chiclayo, 1885 – París, 1908)
Alejandro Sawa fue uno de los tantos «negros literarios» que Rubén Darío reclutó para que le escribieran reseñas, artículos y «postales viajeras» que luego aparecían en periódicos de México, Madrid, Managua y Buenos Aires. Sin embargo, el maestro era mal pagador y por eso, cuando Sawa murió insolvente y acreedor, Valle Inclán instó a Rubén a escribir de gratis el prólogo de Iluminaciones en la sombra (1910), obra póstuma del bohemio sevillano. Mucho menos conocido que Alejandro Sawa fue el chiclayano Eufemio Lora y Lora, a quien Rubén también embaucó para que escribiera sus artículos de La Nación de Buenos Aires a cambio de una mensualidad que el poeta peruano tampoco recibió jamás. Así, en la correspondencia de Rubén Darío encontramos una carta de Eufemio Lora y Lora donde el chiclayano escribió respetuoso y con lápiz: «Ud. me garantizó una mensualidad, a cambio de pequeños servicios que pudiera prestar a Ud. aquí […] ya he mandado mi primer artículo, pero mientras llega a Buenos Aires i viene la contestación i corre la
primera mensualidad, pasarán lo menos dos meses i medio. Ese tiempo es el que se me presenta oscuro, mui oscuro» (París, 28 de octubre de 1906). No tenemos constancia de los pagos de Rubén, aunque sí nos constan la miseria y la desesperación de Lora y Lora, quien falleció atropellado por el metro en la estación Quatre-Septembre de París en circunstancias nunca esclarecidas. Cuando Alejandro Sawa murió Valle-Inclán le reconoció a Rubén Darío que «tuvo el final de un rey de tragedia: loco, ciego y furioso». José Eufemio Lora y Lora también tuvo una edición póstuma —Anunciación (París, 1908)— con prólogos y notas de Chocano, Vargas Vila y Ventura García Calderón, todos locos, ciegos y furiosos porque el poeta apenas tenía veintidós años. La última estrofa de su poema «Piedad» fue la cifra de su vida:
Como la flor helada antes del broche, como el amor extinto antes del beso, como el canario muerto antes del trino.
La escocesa que fingía el duende. Lola Montez (Sligeach, 1821- Nueva York, 1861)
¿Cómo reprocharle a una creativa aventurera del siglo XIX, que se hubiera hecho pasar por sevillana para triunfar como bailarina y ligar a todo trapo? Elizabeth Rosanna Gilbert tuvo una vida novelesca porque vivió en India y Afganistán; se hizo famosa como bailarina exótica y tuvo innúmeros amantes, desde poetastros inéditos hasta un rey, pasando por banqueros, militares, periodistas y empresarios. No era sevillana, pero llevó a Sevilla por bandera. Y su vida torrente dialogó con las de las grandes leyendas galantes sevillanas: la Carmen (1845) de Merimée y el Don Juan que inspiró a Molière, Goldoni, Mozart y Byron, pues Lola Montez era pura pasión, sensualidad y concupiscencia. Es decir, que muy británica no parecía.
Las obras que dejó escritas acrecentaron todavía más su fama de mujer fatal, pues a su autobiografía amorosa y artística -Lola Montez, Lectures with a Full and Complete Autobiography of Her Life (1858)-, tenemos que agregar un sugestivo manual para seducir caballeros -The Arts of Beauty or Secrets of a Lady’s Toilet: With Hints to Gentlemen on the Art of Fascinating (1858)- y un inventario de sus conquistas eróticas titulado Anecdotes of Love (1858), todas ellas publicadas en Nueva York y traducidas al francés, alemán e italiano, pero jamás al español, a pesar de la publicidad que nos hizo. Existen numerosas biografías y artícu-
los dedicados a Lola Montez, aunque me hace ilusión recomendar la lectura de la semblanza que Rocío Plaza Orellana le dedicó en Bailes de Andalucía en Londres y París (1830-1850) (2005).
Rocío Plaza Orellana concentra su atención en los años 1843 a 1847, durante los cuales Lola Montez actuó en diversas ciudades europeas como Londres, París, Varsovia y Múnich, con un repertorio que incluía bailes como «El Oleano» [Olé], «La Sevillana», «La Gitana» o «las Boleras de Cádiz», y con los que Lola Montez desplazó incluso a genuinas bailarinas españolas, incluso después de haber sido desenmascarada como falsa sevillana por la crítica inglesa. Pero la Lola era tan guapa y su baile tan dionisíaco, que los espectadores varones rebuznaban cuando entraba en trance coreográfico. Si así los ponía fingiendo el duende, los más seguro es que haya triunfado con todo el abanico de fingimientos.
En 1846 Lola Montez actuó en Múnich y el rey Luis I de Baviera cayó redondo a sus pies, sobre todo cuando le mostró los pechos para que Su Majestad comprobara que los volúmenes se correspondían con su cuerpo serrano. Luis de Baviera le buscó teatro, le puso un castillo y la hizo Condesa de Landsfeld. Un año más tarde el rey tuvo que abdicar y Lola acabó de nuevo en Inglaterra, donde se casó con un joven heredero y oficial de caballería en 1848. Sin embargo, como fue acusada de bigamia por la familia de su segundo marido, se instaló en París hasta que se les rompió el amor y entonces decidió emigrar a Estados Unidos, porque la fiebre del oro prometía emociones intensas. Lola Montez actuó con gran éxito en San Francisco, donde en 1853 contrajo nuevo matrimonio con un periodista que le puso un rancho. Por supuesto, en menos de dos años Lola expectoró al interfecto y se quedó con el cortijo, donde montó el saloon más espectacular de la costa Oeste, mezcla de tablao y cenáculo de conspiraciones políticas, porque la apócrifa sevillana se olía el advenimiento de la guerra civil americana y promovió el secesionismo entre sus influyentes amantes, para separar California de los Estados Unidos y crear un nuevo país llamado «Lolaland». Estoy seguro de que lo habría conseguido, de no haber pillado una mortal neumonía que se la llevó con apenas 39 años.
Rafael de León le dedicó una copla e Ivonne de Carlo encarnó a Lola Montez en un episodio de Bonanza, donde apareció vestida de flamenca.
Del suicidio como antojo de lujo. Max Jiménez (San José de Costa Rica, 1900 – Buenos Aires, 1947)
Preparado por su familia para ser un hombre de negocios dedicado a la exportación cafetalera, Max Jiménez renunció a una vida de comodidades mientras estudiaba en Londres, para consagrarse a la creación artística con la determinación de los conversos. Fue poeta, pintor, novelista, escultor y mecenas de revistas, editoriales y creadores en apuros, como el poeta peruano César Vallejo, a quien cedió generoso su atelier de la rue Vercingétorix de 1924 a 1926.
Obligado a acreditar sus reconocimientos más que sus conocimientos, Max Jiménez desarrolló una intensa actividad plástica y literaria por París, Madrid, La Habana, Nueva York, Santiago de Chile y Buenos Aires, aunque para los negocios familiares nunca significaron nada los elogios de Siqueiros, Benjamín Jarnés, Alfonso Reyes, Miguel Ángel Asturias o Gabriela Mistral, acostumbrados como estaban al arqueo de pérdidas y ganancias. ¿Qué suponía para ellos la publicación de poemarios como Gleba (1929) en París, Sonaja (1930) en Madrid y Revenar (1936) en Santiago de Chile? Únicamente pérdidas, pues —para su familia— Jiménez era un bohemio de ideas radicales. Jamás vieron en él al genio que hoy celebramos.
Instado a rendir cuentas regresó a Costa Rica, donde en 1936 publicó un libro extraordinario —El domador de pulgas (1936)—, una novela en la que es posible advertir un atisbo de autoficción a través del drama del domador que libera en vano a sus pulgas, porque —una vez libres— ellas imitaron todo lo malo de los humanos y ninguna de sus virtudes, convirtiéndose así en vulgares parásitos que sólo querían alimentarse de la sangre del domador. La lectura consiente una reflexión pesimista sobre la condición humana, pero también ilumina con una luz cenital la agonía existencial de un Max Jiménez que terminó suicidándose diez años más tarde.
Al recordarlo, Miguel Ángel Asturias señaló que «a la angustia personal por el reconocimiento, debo resaltar su generosidad, su entrega al arte, el dolor de reflejar en éste su propia vida y la de quienes le acompañamos en sus crisis existenciales. Admito que no se le ha valorado en absoluto». Y Ramón J. Sender fue todavía más rotundo: «vivió una vida llena de placeres legítimos. Pero era un niño con demasiados juguetes. El suicidio era la única experiencia de lujo que le faltaba».
FUE UN PEDAZO DE ATMÓSFERA: PERALTA RAMOS
por Marc Caellas
Así se publicó en 1968 este texto del artista conceptual Peralta Ramos. Las obras que nos marcan son aquellas que nos hacen perder pie, las que cuestionan nuestras certezas, ese hachazo, en palabras de Kafka, que rompe un mar de hielo; en definitiva, las que nos llevan a caer sin pena ni miedo. Federico Manuel Peralta Ramos fue una de esas obras. Su propia vida porque, como le dijo a un amigo, «hay otra vida, pero es carísima». Para ese empeño imposible de contar esa vida, cualquier vida, Esteban Feune de Colombi escribió una biografía coral después de entrevistar a unas cincuenta personas que lo conocieron en vida. La tituló Del infinito al bife, en referencia a la división que hacía Federico entre la gente infinito –el espíritu– y la gente bife –la materia–. Armó una gran conversación en la que nadie se pone de acuerdo en casi nada. A fin de cuentas, haya buena o mala fe, todo testigo es de alguna manera no fiable. Aun el más recto, el más escrupuloso, termina por contaminar su versión con su propia carga emocional, sus filias y fobias, o sencillamente por el ángulo en que se sitúe ante el hecho sobre el que debe rendir su testimonio.
¿Compró de verdad Peralta Ramos un toro en una subasta en la Rural y lo paseó alrededor del obelisco? ¿Era en realidad una vaca y luego se hizo un asado con los amigos? Leemos a varios supuestos testimonios que cuentan la historia según la recuerdan, o según se la contaron, y en todas ellas hay un halo de verdad. Que hubo un toro, lo hubo, aunque nadie lo toreó.
Lo que es absolutamente cierto es que Peralta Ramos pensó, o hizo, muchas cosas antes que otros. Lo cual es siempre peligroso porque, o bien te toman por loco, o bien te arruinas siendo visionario. Unos años después del momento toro un artista expuso un toro en la Bienal de Venecia y unas décadas más tarde Marina Abramovic la rompió en el MOMA con «The Artist Is Present», que era una suerte de remake (aunque ella probablemente no fuera consciente de ello) de una de las múltiples performances de Federico que él llamó «La salita del gordo», y que consistía en una mesa con dos sillas, en las que el gordo, o sea Federico, recibía a los espectadores, que charlaban y tomaban mate con él. Claro, es mucho más cool titular una pieza «The Artist Is Present» que «La salita del gordo», pero la idea era la misma... El tema del tamaño lo acompañó hasta la tumba. Con los años Federico fue engordando, por eso muchos le llamaban «el gordo». Así, cuando trajeron el cajón para enterrarlo, su cuerpo no entraba. Quizás porque no tuvieron en cuenta que Federico Manuel Peralta Ramos se había convertido en un pedazo de atmósfera.
Cuando le preguntaban a Peralta Ramos cuántos años tenía solía responder: «mis planes abarcan siglos». Quizás a eso se refería Pavese cuando hablaba de la mirada olímpica.
Peralta Ramos también fue precursor del arte escrito en servilletas. Muchos años antes que Carles Rexach firmara el primer contrato de Messi, Peralta Ramos escribió aforismos o poemas en las servilletas del Florida o la Biela, que sus amigos guardaron para la posteridad. Recordemos algunos:
El arte es transmisión de vida.
El arte es hacerse cargo del dolor y la alegría de una época.
El arte es caminar por la calle con vos.
El arte es andar con plata en el bolsillo.
El arte es dar vida metafísica a un mundo superfísico.
El arte es emerger de un viejo desorden y construir un nuevo orden.
El arte es hacer reír y pensar a la gente.
El arte es tener talento para vivir una vida maravillosa.
Como Alberto Greco, otro artista «raro», Federico Manuel era un artista incansable desde que se levantaba hasta que se acostaba. Peralta Ramos no ejercía de transgresor, sino que era la transgresión. Si le preguntaban a él en qué andaba respondía: «trabajo de hijo». Sus gestos sucedían en ese momento que siempre se pierde, o como dijo Carlos Alvárez Insúa, él era la profecía del presente. Y como cantó Calamaro, que le escribió una canción, «el presente es duro, se presenta con su chicle de menta, pero algo se inventa». En ese presente que es lo único que cuenta Peralta Ramos aspiraba a convertir los espacios que transitaba, como el Florida Garden, una histórica cafetería del microcentro porteño, en templos de ternura donde todos se quisieran.
Hay dos asuntos sobre los que Federico Manuel Peralta Ramos es un misterio, y no de economía precisamente. El primero es sobre su intimidad, que de tan expuesta terminó siendo se-
Esta escultura es una réplica de la obra original, en homenaje a la memoria de Federico Manuel Peralta Ramos, artista argentino. Fuente: Wikimedia Commons
creta: no es posible tener una idea definitiva de su condición psíquica ni de sus preferencias sexuales. Decía que era psicodiferente. El otro misterio es su valor como artista. Para muchos fue un visionario, un adelantado a su época particular, e incluso, según Carlos Álvarez Insúa, Peralta Ramos fue ¡un precursor de la web! En esta línea de pensamiento, la comisaria de arte Chus Martínez impartió una conferencia TED en La Habana en la que sostuvo que Peralta Ramos predijo la web con un huevo: el famoso huevo que hizo construir en 1965 y al que llamó Nosotros afuera, y que puso al lado de una mandarina cósmica. El mismo huevo que hizo pedazos el día de la inauguración al constatar que se estaba descascarando, como si fuera a nacer de dentro un dinosaurio. Federico procedió entonces a destrozarlo a martillazos, dejando en nada el trabajo de sus asistentes e impidiendo que se viera el techo del escultor Luis Wells. Federico, como siempre en la vida, rompiendo los huevos. Pero su momento cumbre como artista fue al recibir la beca Guggenheim. Se gastó el dinero de la beca en una cena para sus amigos, en unos trajes a medida, y en comprarle varias obras a otros artistas. «Si Leonardo pintó una cena, yo la di», dijo. Cuando desde Estados Unidos le reclamaron que devolviera el importe de la beca les respondió con una misiva en la que se preguntaba cómo era posible que una organización de un país que había llegado a la Luna tuviera una estrechez de miras que le impidiera comprender y valorar su gesto creador. Desconcertado y asombrado les reiteraba su negativa a devolver el dinero. No hay registro fotográfico, pero aseguran que la carta de Peralta Ramos luce enmarcada en la sede de la Fundación Guggenheim. Desde ese día, la Guggenheim no pide cuentas a ningún artista sobre en qué y cómo se gasta los fondos de sus becas.
Peralta Ramos fue un equilibrista de la sensibilidad, que trató de vivir por y para la belleza. Un raro iluminado que nos dejó gestos inolvidables y frases que repetimos como mantras cuando nos damos cuenta de que tenemos un algo dentro que se llama «el coso».
Valerie Miles
Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.
Teresa Parodi Clara Obligado
Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976, donde dicta Talleres de Escritura Creativa. Recibió el premio Lumen por su novela La hija de Marx, el Juan March Cencilio de novela breve por Petrarca para viajeros (PreTextos) y el Setenil al mejor libro de cuentos del año por El libro de los viajes equivocados. Sus ensayos Una casa lejos de casa y Todo lo que crece han sido reeditados en múltiples ocasiones y el último está siendo traducido al inglés. Como antóloga incursionó en el microrrelatos con Por favor, sea breve y coordinó para Nórdica Editorial el Atlas de Literatura Latinoamericana (arquitectura inestable). Su último libro es Tres maneras de decir adiós, Páginas de Espuma, marzo 2024.
Originaria de Argentina, es lingüista en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). Desde 1996 y se especializa en la adquisición de la gramática en niños y adultos bilingües y multilingües. Antes pasó 12 años en Alemania (en Tübingen, Düsseldorf, Hamburgo), también trabajando en el campo de la adquisición de la sintaxis. Una publicación representativa es Speaking in tongues ( en The Conversation), un artículo de difusión.
Fotografía de Nina Subin
Fotografía de Manolo Yllera
Fotografía cedida por la autora
CORRESPONDENCIAS
Clara Obligado y Teresa Parodi
«BORGES,
TRAMADOR»
Por Valerie Miles
VALERIE MILES
Pertenecer a una generación implica, más allá de las diferencias individuales, compartir experiencias, eventos significativos y referencias culturales que moldean la forma en que vemos el mundo y nos relacionamos con él. ¿Qué pasa cuando estos eventos y referencias incluyen tiempos oscuros, de trauma colectivo, dictadura y exilio? Pero también cuando existe el contrapunto de una presencia deslumbrante, como la de un Borges cercano, en primera persona, maestro y mentor. La influencia de Borges, tejedor de intrincadas tramas literarias, figura emblemática, continúa expandiéndose entre las jóvenes generaciones de lectores y escritores de hoy con su genio literario, sus enigmas. ¿Cómo era vivir ese Borges tan cercano?
CLARA OBLIGADO
Madrid, a finales de febrero.
Querida Teresa, está lloviendo a cántaros, y eso hace que tenga ganas de escribirte. Madrid es muy seca en general, pero de pronto, se pone tan Buenos Aires, húmeda, gris, y entonces ya sabés, la nostalgia, amanece en un día que parece que ya he vivido. Llueve en el pasado, tan etimológicamente (nostalgia; del griego, «nostos», regreso, «algia», dolor. Como una lumbalgia del alma). Llueve siempre en otra parte y en otra época, hacia atrás, la lluvia es siempre remota. Para mí llueve en un país donde estábamos juntas, donde
fuimos jóvenes, y en un texto de Verlaine, il pleut dans mon coeur comme il pleut sur la ville , o en un verso de Borges, La lluvia es una cosa, que sin duda sucede en el pasado . Podría seguir con Machado y su melancolía de lluvia tras los cristales, pero no era melancolía, eso me lo acabo de inventar, sino monotonía, pero creo que es mejor que me deje de hacer asociaciones y no abuse de tu paciencia.
¿Llueve también en tu bonita casa de Cambridge? Pienso en las forsythias, que quizá ya hayan florecido, y también en los olivos que acabo de plantar en la terraza y que estiran sus hojitas grises y sedientas ante el agua inesperada. Pienso, por ejem -
plo, que tendría que ir a prepararme un mate, pero aquí no tomo mate, así que me caliento un café, y vos sin duda leerás mi carta con un té entre las manos. Espero que mejore el tiempo para cuando vengas, te estamos esperando, tengo muchas ganas de conversar. ¿Qué es la amistad, sino una larga charla ininterrumpida? ¿Un soliloquio de a dos?
Encontré una carta tuya de la época de la facultad. Llovía también en la Facultad, veíamos llover desde la ventana y sobre la avenida. Me llega el sonido de esas tardes: Borges leyendo el Beowulf , las sirenas de los patrulleros. Qué contradicciones, ¿verdad? Me sentía dividida entre la
pasión literaria y la política. Es cierto que Borges no había sido aún santificado. Papá detestaba a Borges, decía que no entendía nada de los gauchos y que sólo pintaba el campo en verano. Que Borges parecía un veraneante, un turista. Pobre papá, no sabía en qué se iba a convertir el turismo. Desde mi ventana en la Puerta del Sol oigo las rueditas de las maletas que me crispan los nervios.
¿Seguís estudiando holandés?
¡Con la cantidad de idiomas que ya sabés podrías hacerte guía turística! Yo sigo intentándolo con el inglés. Ahora aprendo poemas de Mary Oliver y dudo que su vocabulario, que se refiere a gansos, cisnes, bosques oscuros y cosas por el estilo, pueda servirme para tener una conversación formal en, por ejemplo, un aeropuerto. Esta carta parece una de nuestras charlas, que empiezan en un tono sublime y terminan compartiendo la receta de los scones . Llueve, sí, hay pequeños ríos que fluyen por la terraza, oigo el sonido de Madrid y a Borges recitando en anglosajón, parafraseando un kenning para reírse luego de esas construcciones abstrusas de los textos antiguos. Los primeros novios y nuestra ansiedad, Borges mirando el reloj de bolsillo para ver si se terminaba ya la clase. ¿Tenés ganas de hacer algún paseo especial cuando vengas a Madrid?
dado una carta prehistórica! Leo que hay una exposición en el Prado que muestra el reverso, el lado oculto de los cuadros. Suena a perspectiva iluminante.
¿Qué si sigo con el holandés? Ja, zeker. Guía turística, no. Cambridge no es la Puerta del Sol, diosgracias, pero aquí también son agobiantes y siempre estoy al borde del turisticidio cuando se me cruzan en el camino de la bicicleta ensimismados en busca de la foto. ¡Que no, que esto no es Disneylandia! ¡Las bicicletas y los semáforos son de verdad! Mejor que me calle: pronto seré yo turista en Madrid.
No sé si te conté que, en la misma época en que a Borges le hicieron difícil la entrada a la UCA, le pasó algo por el estilo en una institución de cultura inglesa en Buenos Aires: ofreció un grupo de lectura en anglosajón, que se canceló al poco tiempo porque, como tenía lugar los sábados por la tarde, no les venía bien pagar a alguien sólo por abrir y cerrar el lugar. Así pasaron las reuniones a la esfera privada y Borges nos invitó a reunirnos en casa de su hermana Norah. De ahí, alrededor de 1974, emigramos al piso donde vivía con su madre, que ya tenía muchos años y se estaba desmejorando.
más célebres, pero también hundíamos nuestras narices en Jack London y Dylan Thomas. La meta no era aprender anglosajón, sino descifrar los textos para luego observar las palabras, las imágenes, el ritmo. Ay, Borges y el ritmo.
Al final lo que aprendí fue a leer con más libertad y menos academicismo. Cuando fui a parar al departamento de clásicas en Tübingen con mi beca para estudiar griego, los filólogos me resultaron reverentes y acartonados. Así, a fuerza de contrastes, descubrí que un enfoque normativo de la lengua no era lo mío, y empecé a estudiar la estructura de las lenguas en boca de sus hablantes. Monolingües, bilingües, multilingües, los que hablan dialectos poco reconocidos ni siquiera por ellos mismos. Así terminamos vos y yo, multilingües e itinerantes: castellano peninsular, argentino, alemán, inglés, etc. Buenos Aires, Madrid, Extremadura, por un lado, diversas estaciones en Alemania y Cambridge por el otro. Y las conversaciones, que siguen enhebrándose.
CLARA OBLIGADO
TERESA PARODI
Cambridge, 28 de febrero
Para mi sorpresa las plantas opinan que es primavera: los junquillos, las camelias. Y los cerezos se preparan. Hay esperanza de que aclare, pues. Clara, gran plan el de mi visita a Madrid. Ya es hora de verse en persona. ¡Qué curioso que hayas guar -
Ya me conocés. Yo era una buena niña, alumna aplicada de la UCA, salida, como vos, de un augusto bachillerato humanista donde estudiábamos latín y griego. Y mi interés por los griegos y latines también me dio curiosidad por ver cómo leía Borges y así llegué al grupo de anglosajón. Esperaba, y más a mis veinte años, cierta solemnidad. Para mi sorpresa, allí nada era académico ni reverente, ni en la selección de lecturas ni en la lectura misma. Leíamos, sí, poemas y prosa en anglosajón, no siempre los
Querida Teresa, qué rápida tu respuesta. Me gusta mucho esa relación entre costura, amistad y literatura. Sigamos, pues, con este hilo de nuestra conversación y, aunque sea un poco dispersa, no demos puntada sin hilo.
Sí, es cierto. Borges y su falta de solemnidad. ¿Tan poco solemne como nosotras, equiparando bordado y escritura? Borges, tan sacralizado, cuando él era todo lo contrario. Decía que, a su muerte, le gustaría que lo confundieran con Quevedo. Basta que digas que fuiste alumna de Borges para que la gente te mire
con admiración, así es ahora, no tiene nada que ver con lo que sentía yo entonces. ¿Me enseñó Borges a escribir? Quizá mucho más tarde. A lo que sí me enseñó fue a leer. Libros de Marlowe más que a Shakespeare, porque él daba por hecho que a Shakespeare era de cultura general. Leíamos al bies, manga ranglan, diría una costurera. Esa manera tan peculiar de acercarse a los textos, más como fuente de placer que como erudición. Yo sigo leyendo así, con entusiasmo adolescente. A medida que me hago mayor releo más que leo, es verdad, pero también mezclo y me asomo a libros que están en los márgenes.
Cuando recorro sus prólogos me resuena esa voz monótona, insegura, el tartamudeo. Los versos en anglosajón, de seis a ocho de la tarde, los martes, cayendo sobre la tarde gris de Buenos Aires, el clima político irrespirable, el cansancio y el aburrimiento. Qué no daría hoy por tener un maestro. Pero la edad nos quita eso también, y nos toca enseñar a nosotras. La voz de Borges, su manera de levantar los ojos casi ciegos hacia el techo para empezar a recitar. Brillaba. Era un aeda.
No recuerdo haberlo escuchado jamás hablar de su propia escritura. No sé cómo será en la academia, pero los escritores, hoy, nos damos codazos para hablar de nuestros libros, somos una promoción ambulante, el primer plano de las fotos. Él, en cambio, tenía una curiosidad insaciable y una ironía que te dejaba sin aliento. Una ironía educada y demoledora. Lo iba a buscar a la facultad un peluquero. Sí, un peluquero, alguien totalmente anónimo, estoy viendo su melena rizada, su conmoción. Así, pues, Borges se asía a su brazo de lazarillo, salía de clase y bajaba la angosta escalera, taponán -
«Sí, es cierto. Borges y su falta de solemnidad. ¿Tan poco solemne como nosotras, equiparando bordado y escritura? Borges, tan sacralizado, cuando él era todo lo contrario. Decía que, a su muerte, le gustaría que lo confundieran con Quevedo. Basta que digas que fuiste alumna de Borges para que la gente te mire con admiración, así es ahora, no tiene nada que ver con lo que sentía yo entonces. ¿Me enseñó Borges a escribir? Quizá mucho más tarde. A lo que sí me enseñó fue a leer»
donos el acceso al bar; una procesión de jóvenes incapaces de interrumpirlo. Como si la clase no hubiera terminado, seguía hablando y hablando. Era un manantial de literatura.
¿Te convertiste en lingüista gracias a Borges? ¿Me convertí en escritora gracias a él? Es muy difícil saberlo. Nunca me sentí tocada por el dedo de su gracia, pero, conforme pasan los años, lo admiro más y más. Copiar a Borges es una de las peores ideas que puede tener un escritor, disfrutar de esa sombra que las palabras dejan cuando se despojan de su semántica es, quizá, uno de los momentos más luminosos de mi vida.
«esto suena a Carriego», «¿Y esto? Parece aquella nota agregada por el autor de un poema diciendo “oportuna licencia poética, ya usada por...”». Irreverente y con razón las más de las veces. Claro que recitaba y recitaba: un aeda ciego. Los que no le permitían los ojos se lo daba el oído, creo, y allí su sensibilidad por el ritmo. Mientras los textos anglosajones eran el centro, también aparecían en los comentarios autores de cualquier época, De Quincey, Silvina Ocampo (más inteligente que Victoria, decía), Swinburne, Quiroga, Hölderlin. Y la Encyclopedia Britannica.
TERESA PARODI
Muy cierto eso de que hablaba de sus lecturas, pero no de su escritura en clase. Curioso, ¿no? En el grupo de anglosajón, casi nunca. Allí uno leía en voz alta, otro manejaba el diccionario. Borges escuchaba y comentaba lo que se le iba ocurriendo:
Nos reuníamos los domingos por la tarde varias horas. El grupo consistía en unas siete u ocho personas, de lo más variopinto: María Kodama, por supuesto, un hombre muy formal, interesado por la lectura y por los pájaros, otro nada formal, con gran interés por las lenguas exóticas (del anglosajón al quenya), una señora inglesa muy leída, un chico de a lo sumo 20 años, que había ganado un concurso en televisión contestando sobre Borges (y quería el dinero del
«Te acordás que poco después del golpe Videla invitó a un grupo de intelectuales a un almuerzo. La historia tiene un capítulo que nunca te he contado. La primera reacción de Borges, que estaba invitado, fue que no iría. Pero al cabo de un rato pensó que era una oportunidad para llevar las cartas de familiares de desaparecidos que venía recibiendo. Y fue. En la foto todos sonríen. Claro que me recuerda la espléndida exposición del Prado: ¿quién sabe lo que se oculta del otro lado? La imagen que se trasluce, la imagen en negativo, algo enteramente distinto…»
premio para comprarse un caballo). Al grupo se agregó el Beppo, el gato, y nos mantuvimos bastante estables a lo largo del tiempo. De vez en cuando aparecía alguien que quería hacer una entrevista o una serie de fotos. La regularidad de los encuentros cambió un poco después de la muerte de la madre, en 1975, cuando Borges empezó a viajar, ahora acompañado por María. Cuando me fui a Alemania a principios de los 80, todavía seguían reuniéndose.
La casa era típica de ese barrio de gente acomodada y conservadora. Conversadora, también. La habitación de Borges era muy pequeña: una cama angosta, una silla, una estantería a la medida del lugar, donde tenía sus libros más queridos, entre otros una edición de la Edda que nos mostraba, pero que no se podía tocar. ¿A dónde habrá ido a parar ese libro? ¿Dónde estarán los libros de Borges?
La mayor parte del tiempo estábamos en la sala, con su sofá y varias sillas para todos. Una para Beppo, que no compartía, de la que era imposible arrancarlo. María era bastante indescifrable, muy cuidadosa de su vida privada, entre ellos había mucho afecto sin el menor atisbo de
sentimentalidad. Era también irónica, con un lado que nadie comenta: le encantaba salir a bailar, a lugares de mucho ruido. Me prometió llevarme en uno de nuestros últimos encuentros, pero no llegamos a hacerlo.
CLARA OBLIGADO
Te mandan saludos mis gatos. ¿Por qué no tenés un gato? Serían felices en tu casa, en tu jardín. Se meten entre mis sábanas y en mis cuentos. Por la mañana saltan a la cama y ronronean mientras trabajo y tomo café, el ordenador sobre una almohada. Abro un ojo y ya están.
Desde la cama veo la terraza, los ciclámenes en flor. ¿Y si organizamos un viaje al jardín blanco de Vita Sackville-West? Ya es hora de que hagamos aquello que siempre quisimos hacer, a nuestra edad se trata de ahora, o nunca. Pasamos muchos momentos oscuros, ¿verdad? Se cumplen cuarenta y ocho años del golpe militar que desencajó nuestra generación. Qué corte tan brutal en ese mundo que parecía idílico. Fui estrepitosamente joven, gasté a conciencia esos años y no echo de menos nada. Me viene una escena
que ahora me parece soñada: Borges en la Biblioteca Nacional. Era noviembre, creo, porque el recuerdo es azul jacarandá. Esos árboles de Buenos Aires, jacarandá, con acento agudo. Allí nos recibía, y allí lo fui a ver con la impertinencia de la edad, y escuchó pacientemente lo que tenía que decirle.
Minifalda, seguro, mi librito de la colección Austral, dispuesta a debatir con él mi lectura de El asesinato considerado como una de las bellas artes , de Thomas de Quincey, uno de los creadores del género policíaco, que a Borges le encantaba. Me oyó en silencio, asintiendo cada tanto a mis observaciones. En la sala estaban también Victoria Ocampo, que llegó alegre y ruidosa, calzada con alpargatas, y Bioy Casares, guapo como el galán de una película antigua. Seguro que yo interrumpí alguna conversación interesante, o divertida, pero Borges me escuchó con toda su atención y salí de allí sintiéndome a su nivel. Así te hacía sentir Borges. Cuando llegó el día del examen, que era oral, también me escuchó asintiendo. Luego lo escuché decir, «¿cómo voy a interrumpir a una señorita?», y me puso la nota máxima. No por mi genialidad, sino porque se la ponía a todo
el mundo, feliz, sin duda, de ese rato de literatura compartida.
Hoy es 24 de marzo, y ese 24 de marzo quebró nuestra historia, nuestra vida, empezamos una diáspora que aún no ha terminado. Borges dice: Los hechos graves están fuera del tiempo y es una gran verdad. Cuando me preguntan qué otros escritores o escritoras componen mi generación, no sé qué decir. Somos una generación rota. Hace muy poco Leila Guerriero sacó un libro, La llamada , que habla sobre una mujer que perteneció a nuestra generación. Seguro que es muy bueno, pero no creo que lo lea, luego tengo pesadillas. Qué difícil me resulta cerrar estas historias. Si acerco demasiado la mano a los recuerdos me quemo.
Libros, jardines, familia, y ahora el bordado. Bordar, unir, pero también clavar la aguja en la sangre. Somos arañas tejedoras, como decía Louise Bourgeois. Los remiendos, como poner un parche de belleza sobre un hueco que dejó la historia. Recuerdo cuando nos reuníamos en tu casa para traducir griego. La Anábasis de Jenofonte, creo, o la Odisea , tal vez. Vos, a toda velocidad, tan segura. Yo, como quien tropieza sobre las piedras. Lo mío nunca fue la lingüística, y sigo admirando tu facilidad. Siempre pienso que éramos como un yo dividido, hacíamos la misma carrera, pero nos especializamos en zonas casi opuestas. ¿Te das cuenta de que tenemos casi la misma edad que tenía Borges cuando nos daba clase? Ni vos ni yo vivimos ya en el Sur, en ese Sur al que siempre descendía, y recuerdo esa frase suya, tan lapidaria, tan efectista, de su poema «Buenos Aires». «No nos une el amor, sino el espanto, será por eso que la quiero tanto». ¿Tuvo sentido que él, que había decidido vivir en el
Sur, viniese a morir al Norte? Mis padres están enterrados en el Sur, yo, probablemente, moriré en el Norte.
TERESA PARODI
Bruselas-Cambridge
Difícil cerrar la historia de una generación rota, dispersa, pero también remendada y sobreviviente. Un poco como esa técnica japonesa de arreglos que no ocultan las fracturas: las resaltan con oro y mantienen la historia del objeto. Similar a la idea de Celia Pym en su libro On mending: stories of damage and repair : no hay nada que no se pueda reparar. Hace unos remiendos fascinantes que incluyen el desgarro como parte del diseño.
Nuestro mundo idílico de las lecturas siguió después del golpe, pero también conocíamos el reverso. Te acordás que poco después del golpe Videla invitó a un grupo de intelectuales a un almuerzo. La historia tiene un capítulo que nunca te he contado. La primera reacción de Borges, que estaba invitado, fue que no iría. Pero al cabo de un rato pensó que era una oportunidad para llevar las cartas de familiares de desaparecidos que venía recibiendo. Y fue. En la foto todos sonríen. Claro que me recuerda la espléndida exposición del Prado: ¿quién sabe lo que se oculta del otro lado? La imagen que se trasluce, la imagen en negativo, algo enteramente distinto…
Llevamos, en efecto, años y años escribiéndonos. Los delirios familiares, las mudanzas de país en país, las casas, los jardines. ¿Bordar parecido a escribir? Sí, claro: las conversaciones escritas o habladas se bordan, se desmadejan, se vuelven a encaminar.
Con variedad de hilos, buscando el más adecuado: ¿mejor otra lengua? ¿Mejor otro estilo? ¿Has visto cómo los hablantes, chicos y grandes, se abren paso en una o muchas lenguas? Intuyen qué andamios sirven y van armando su sistema, su gramática. Es curioso que hayamos terminado las dos trabajando con la palabra, pero en vías distintas: vos con la pluma al vuelo y exquisita sensibilidad para las palabras y el ritmo, y yo con la palabra hablada y las estructuras.
Pintoresco también que nos parezcamos en una vida itinerante: vos presentando tu libro, yo a un coloquio de lingüística. Quizá por los viajes no tengo gatos. Sí tengo mascotas de ficción, sin realidad material. Una visita al jardín de Vita Sackville-West no es descabellada. La lluvia sigue y sigue, pero a todo esto se ha declarado la primavera: florecen los cerezos. Gran abrazo, Teresa
SEGUNDA VUELTA
Teresa de la Parra, REINA DE LA CONFUSIÓN
por Rodrigo Blanco Calderón
Cuando se habla de las virtudes de un personaje literario se suele decir que es «completo» o «redondo» para denotar su construcción eficaz y su perfecto funcionamiento dentro de la trama novelesca (básicamente, que cumple con la triple función de entretener, seducir e intrigar). Sin embargo, pienso que es precisamente en razón de su incompletitud, de su opacidad, de su inconsistencia, que un personaje literario puede trascender en el tiempo y ver pasar las generaciones de lectores. Los grandes personajes son misterios inagotables. ¿Quién entiende al Quijote? ¿Quién entiende a Hamlet? ¿Quién entiende a Emma Bovary? Nadie. Ni siquiera sus más fieles lectores, porque estos no son detectives, ni psicólogos: son sus amantes.
De María Eugenia Alonso, la protagonista de Ifigenia (1924), de Teresa de la Parra (1889-1936), dice la narradora y ensayista Ana Teresa Torres que es «el personaje mejor creado de la literatura venezolana». La afirmación no parece exagerada en vista de que ya han transcurrido cien años de la primera edición de la novela, tiempo suficiente para hacer un balance meditado, y de que los artículos, ensayos, tesis, libros y congresos que se le
han dedicado a esta obra no paran de acumularse. Una abundancia bibliográfica que habla tanto de la maleable condición especular de Ifigenia , cuya andadura sigue reflejando el móvil presente, como de la resistencia de su personaje protagonista a una lectura definitiva, esclarecedora.
Anclada desde su título en una dimensión mitológica, Ifigenia fue una novela que desde su aparición vino acompañada con la aureola de la leyenda y la polémica. Al igual que varias de las obras fundamentales de la literatura venezolana, como Las lanzas coloradas (1928), de Arturo Uslar Pietri, Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, o La mano junto al muro (1952), de Guillermo Meneses, la primera novela de Teresa de la Parra fue publicada originalmente fuera de Venezuela. Específicamente, en Francia, al obtener en 1924 el premio de 10.000 francos que otorgaba cada año la Casa Editora Franco-Iberoamericana de París.
La rebeldía de María Eugenia ante las soporíferas y crueles limitaciones que la sociedad patriarcal imponía a las mujeres provocaron una reacción conservadora entre diversos críticos que detectaron en ese libro una fuerza incendiaria que iba mucho más allá de la aparente inocuidad de su subtítu -
«La rebeldía de María Eugenia ante las soporíferas y crueles limitaciones que la sociedad patriarcal imponía a las mujeres provocaron una reacción conservadora entre diversos críticos que detectaron en ese libro una fuerza incendiaria que iba mucho más allá de la aparente inocuidad de su subtítulo: “Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba”»
lo: «Diario de una señorita que escribió porque se fastidiaba». La persistencia de las injusticias de las sociedades machistas, en paralelo a las sucesivas conquistas del feminismo a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, le han otorgado a Ifigenia una condición precursora en la historia cultural de Hispanoamérica en la lucha por los derechos de la mujer.
No obstante, dos obstáculos principales han impedido la total instrumentalización social y política tanto de la obra como de la autora. Esos dos obstáculos son la propia Teresa de la Parra y su personaje María Eugenia Alonso.
En el caso de Teresa de la Parra, varios factores han influido. Además de la distancia temporal y la falta de documentación sobre largos periodos de su corta biografía, pues moriría en Madrid a los 46 años, concurren circunstancias como el haber vivido la mayor parte de su vida en el extranjero, así como la brevedad de su obra pública (dos novelas y algunos cuentos) y el modo en que su obra privada ha sido tendenciosamente editada, cuando no directamente mutilada (me refiero a su correspondencia y sus diarios). Lo cual, en ocasiones ha forzado una lectura entrelíneas de las novelas para encontrar pistas vivenciales o corroborar intuiciones biográficas que ayuden a completar el retrato de la autora. Principalmente, algunas lecturas que quieren destacar rasgos queer en la historia de María Eugenia Alonso. O, de manera más frontal, como lo ha hecho Sylvia Molloy al desmontar el trabajo editorial y crítico de Velia Bosch, quien habría borrado ciertas marcas textuales que pudieran «delatar» el lesbianismo en Teresa de la Parra y la naturaleza amorosa de su relación con la escritora cubana Lydia Cabrera.
Además de lo no dicho, con Teresa de la Parra tiene mucho peso también lo que sí dijo. Por ejemplo, en su conferencia «Influencia de las mujeres en la formación del alma americana», primera de tres intervenciones que leería respectivamente en Bogotá, Barranquilla y La Habana en 1930. Allí, su opinión sobre el sufragismo, movimiento precursor del feminismo en el siglo XIX y que en la misma época de las conferencias estaba dando al fin sus primeros frutos, puede desconcertar a los lectores y, sobre todo, a las lectoras contemporáneas:
«No quisiera, que como consecuencia del tono y argumento de lo dicho, se me creyera defensora del sufragismo. No soy ni defensora ni detractora del sufragismo por la sencilla razón de que no lo conozco. El hecho de saber, que levanta la voz para conseguir que las mujeres tengan las mismas atribuciones y responsabilidades políticas que los hombres, me asusta y me aturde tanto, que nunca he llegado a oír hasta el fin lo que esa voz propone. Y es porque creo en general, a la inversa de las sufragistas, que las mujeres debemos agradecerles mucho a los hombres el que hayan tenido la abnegación de acaparar de un todo para ellos el oficio de políticos. Me parece, que junto con el de los mineros de carbón, es uno de los más duros y menos limpios que existen. ¿A qué reclamarlo?
La frase, de un conservadurismo risueño, hubiera encantado a G. K. Chesterton, quien también opinaba algo parecido al respecto. Es un ejemplo de ese feminismo sui generis, o «moderado», como le gustaba llamarlo a la propia Teresa de la Parra, que neutraliza los encasillamientos y erosiona el logos masculino: «Yo creo que mientras los políticos, los militares, los periodistas y los historiadores pasan la vida poniendo etiquetas de antagonismos sobre las cosas, los jóvenes, el pueblo y sobre todo las mujeres, que somos numerosas y muy desordenadas, nos encargamos de barajar las etiquetas estableciendo de nuevo la cordial confusión».
Esta cordial confusión, que vuelve por sus fueros, remitiría a la gracia y a un estado de gracia, entendidos como un instinto de armonía cotidiano y a la vez arquetipal, un resabio de naturaleza que la vida urbana, moderna y racional no ha logrado extirpar del todo. De allí que Teresa de la Parra apueste por un feminismo en el que la lucha por los derechos de la mujer se alcance «no por revolución brusca y destructora, sino por evolución noble que conquista educando y aprovechando las fuerzas del pasado». ¿Cuáles serían estas «fuerzas del pasado»?
Creo no errar el tiro si digo que serían, por una parte, la abnegación, y, por otra, la coquetería. De ambas fuerzas dan prueba la totalidad de la obra de Teresa de la Parra.
La abnegación está presente en sus conferencias de 1930 como el principio visible que las articula. Teresa de la Parra explica que, con ellas, había concebido «una especie de ojeada histórica sobre la abnegación femenina en nuestros países, o sea la influencia oculta y feliz que ejercieron las mujeres durante la Conquista, la Colonia y la Independencia». Este abordaje sería completado durante el propio viaje que la llevaría a Colombia, con escalas en Nueva York y La Habana, donde creyó que podía recoger impresiones sobre las mujeres modernas. Sin embargo, esta parte del proyecto se vio frustrada porque las circunstancias no fueron propicias para la escritura. «Me he quedado, pues, por todo haber con mis mujeres abnegadas. Hablando con franqueza les diré que allá en el fondo de mi alma las prefiero: tienen la gracia del pasado y la poesía infinita del sacrificio voluntario y sincero», confiesa.
¿Por qué esta preferencia? Pienso que, por su sola pertenencia al pasado, ya el sacrificio de sus «abnegadas» porta una forma acabada, que es un principio de belleza. No obstante, creo que tan importante como el hallazgo de un objeto antiguo, cuyas formas persisten y permiten la contemplación, es el hecho de que las mujeres que contribuyeron a la formación de la sociedad americana, y que «son innumerables, son todas», no cuentan con una historia propia, con un testimonio verbal de esa gesta civil que Teresa de la Parra llama «la concordia». Esta sería una «obra casi siempre de mujeres, es anónima; carece de elementos trágicos; no ofrece material para hacer epopeyas y la felicidad que es poco brillante, no se perpetúa en los libros, sino en los hijos, en la fusión fraternal de las razas y en la bondad humilde de la costumbre que va limando las asperezas de la vida hasta hacerla sonriente y grata».
Por supuesto, esta visión cándida de la historia americana y sus resultados puede que tenga poco que ver con la realidad. De la Parra es consciente de ello, pero elige creer en esta interpretación del pasado, así como pacta con la versión del Padre Bartolomé de Las Casas sobre la historia Doña Marina, la indígena que fue vendida por su propia
«Por supuesto, esta visión cándida de la historia americana y sus resultados puede que tenga poco que ver con la realidad. De la Parra es consciente de ello, pero elige creer en esta interpretación del pasado, así como pacta con la versión del Padre Bartolomé de Las Casas sobre la historia Doña Marina, la indígena que fue vendida por su propia familia para despojarla de su herencia y que terminó convertida en esposa del conquistador Hernán Cortés, dejando su huella en el devenir del continente con su prole, su inteligencia y su don para las lenguas y la diplomacia»
familia para despojarla de su herencia y que terminó convertida en esposa del conquistador Hernán Cortés, dejando su huella en el devenir del continente con su prole, su inteligencia y su don para las lenguas y la diplomacia. Se trataría de una mentira, quizás, pero una mentira solidaria como la que defiende María Eugenia, esa que «tiende un ala protectora sobre los oprimidos [y que] concilia el despotismo con la libertad».
ellas un atisbo de los tiempos modernos que no llegarán a disfrutar.
Si en las conferencias la abnegación es el tema visible, en Ifigenia esta será la fuerza subyacente, mítica, de la trama. Al igual que la indígena Doña Marina, la huérfana María Eugenia Alonso regresa a Venezuela, después de una larga estadía en París, para descubrir que su tío Eduardo, a través de una serie de triquiñuelas jurídicas, le ha despojado de su herencia, la Hacienda San Nicolás que pertenecía a su padre. A partir de ese momento, su único patrimonio serán su innegable belleza, su encanto, su inteligencia y la colección de vestidos y sombreros elegantes que se trajo de París. Atributos que, junto a su marcada coquetería, de inmediato la hacen destacar en aquella Caracas pueblerina, pacata y aburrida de las primeras décadas del siglo pasado, que ella compara, por cierto, con una ciudad andaluza: «de una Andalucía melancólica, sin mantón de Manila ni castañuelas, sin guitarras ni coplas, sin macetas y sin flores en las rejas... ¡una Andalucía soñolienta que se había adormecido bajo el bochorno de los trópicos!».
La coquetería, para María Eugenia, será una declaración de principios y posteriormente un mecanismo de sobrevivencia. Cuando conoce a Mercedes Galindo, mezcla de madre sustituta y amiga íntima, con quien comparte el culto de París, el glamour y la concupiscencia, la coquetería se convertirá en una manera de diferenciarse de la mediocridad del entorno caraqueño y de las yermas costumbres de la casa familiar, donde reinan la Abuelita y la tía Clara, paradigmas de la mujer abnegada, sumisa y religiosa. La casa de Mercedes Galindo es un oasis de disipación y buen gusto, en el que la coquetería es un espectáculo privado, entre esas dos mujeres, cuyos adornos, formas de hablar e ideas hacen de lo femenino encarnado en
Sin embargo, este oasis se revela pronto como un espejismo, pues Mercedes, en conciliábulo con el tío Pancho, empezará a mover los hilos para que María Eugenia se case con Gabriel Olmedo, un joven médico y libre pensador. Esta parte de la trama marca el comienzo del descenso de las aspiraciones de libertad de María Eugenia, la progresiva mutilación de sus alas. En principio, Gabriel Olmedo solo le interesa como estímulo a su propia vanidad, como público selecto del espectáculo de su coquetería. Sin embargo, una discusión familiar hará estallar la burbuja fantasiosa en la que ha vivido desde su regreso. La Abuelita es quien, después de reprocharle su amistad con Mercedes Galindo, le dice: «Y en cuanto a Gabriel Olmedo, ese necio, ese petulante […]. No se casará nunca contigo, no; no es hombre que se casa con nadie, y mucho menos con una mujer tan pobre como eres tú… Si acaso, después de divertirse un tiempo se burlará de ti: ¡ya lo verás!».
El recordatorio de su pobreza llevará a María Eugenia a ver con buenos ojos a Gabriel Olmedo y a entusiasmarse con el futuro que le dibuja Mercedes Galindo con sus artes de celestina. Este convencimiento, paradójicamente, se reforzará en una de las escenas más conmovedoras de la novela, cuando la apariencia de felicidad de Mercedes se resquebraja y esta le revela el martirio de su vida de casada. En su desgarrada confesión están algunas de las imágenes más duraderas, lúcidas y valientes, de esta obra. Frases que apuntan al horror y al misterio de esa especie de vocación de servidumbre que atenazaba a las mujeres a los maridos:
«no sé si es la fuerza de la costumbre, como decías tú antes, si es miedo, si es debilidad, si es sumisión de esclava, o si es compasión… Yo creo que será compasión, pero no lo sé bien. Hay algo, María Eugenia, que amarra mucho más que el mismo amor, y es el saber que somos indispensables a la vida de otro, como la madre es indispensable a la vida del hijo que no ha nacido todavía. ¡La conciencia de sabernos indispensables nos lleva hasta el heroísmo de dar poco a poco
nuestra existencia toda, sin dejar nada de ella para nosotras mismas!».
Tanto el reproche de la Abuelita como la confesión de Mercedes serán como oráculos que predecirán el destino de María Eugenia. Gabriel Olmedo terminará casándose con otra mujer, y el novio con el que finalmente María Eugenia va a contraer matrimonio, César Leal, da muestras suficientes de ser un sojuzgador de la misma calaña que Alberto, el marido de Mercedes. Al final, faltando pocas semanas para que se consume el matrimonio, Olmedo reaparece para resarcir la incumplida promesa de amor y le pide a María Eugenia que se fugen juntos. Esos hombres son las dos opciones que le plantea la vida. Existe un drama en la elección, por supuesto, pero lo que desconcierta es ver cómo María Eugenia, a lo largo de la novela, parece caminar hacia el cadalso de una u otra celda, de uno u otro hombre, oscilando entre el llanto y la voluptuosidad. Una coquetería menguante pasa a ser el único rasgo que permite identificar a la María Eugenia de la primera parte con la María Eugenia del final de la novela. Ella misma es consciente de lo indescifrable de sus motivos, eso que llama «el enigma obsesionante de mí misma». Quizás lo que hace de María Eugenia Alonso un personaje fascinante es que en ella la coquetería es abnegación. Es esa «simultaneidad del sí y del no» que es, para George Simmel, la fórmula de la coquetería. Fuerza entrañable de caos, terrorismo grácil de lo femenino, llamado a establecer al final de los tiempos el reino de la cordial confusión.
LUIS CHITARRONI
entero y entrañable
Nos conocimos en septiembre de 2011 en la fila de una farmacia. Él estaba en la caja intentando recargar dinero en su línea de teléfono, pero por alguna torpeza, no lo conseguía. Llevábamos más de un mes enviándonos correos. Yo era productora del Festival FILBA y le había escrito para invitarlo a dar el discurso de apertura en el MALBA. Él había aceptado, «con gratitud y pánico», no sé si en ese orden. Editor de Sudamericana, redactor de Babel, conferencista internacional, fundador y editor de La Bestia Equilátera: un personaje conocido pero no del todo valorado; un editor respetable pero demasiado intelectual; un escritor exquisito pero incomprensible; un hombre querible pero no necesariamente querido. Supongo que entonces sentí cierto pudor, pero finalmente me acerqué.
–Luis, soy Carmen, del Filba. ¿Te ayudo?
Sonrisa amplia, como si más que conocerme, me estuviera reconociendo.
–Carmen. Por supuesto que vos sos Carmen del Filba.
No sé por qué nos hicimos amigos. Eran las 11:30 de la mañana y nos fuimos a tomar una cerveza con la misma naturalidad con la que dos compañeras de colegio se van a tomar una Coca después de clases. Ninguna incomodidad. Ninguna ambivalencia.
Siempre llegaba primero a nuestras citas. Lo encontraba esperándome en el Galeón o en el Tolón sentado junto a una ventana, acariciándose la barba con la mirada perdida. Creo que le gustaba llegar antes porque así no tenía que justificar un gesto tan simple como sentarse a tomar notas en un bar. Chitarroni llegó siempre temprano a nuestras citas y tarde a la literatura. Su relación con el tiempo era así, descabalgada, caprichosa. Escribía muy rápido, como si para él el placer llegara después, en los meses que eso pasaba puliendo sus textos. «¿Yo, un procrastinateur?», se defendía en 2017 cuando me contaba «el maravilloso celo del editor
Tampoco sé por qué jamás me intimidó su erudición. No tenía talento para disimular lo que había leído, la lectura era el camino por el que transitaba en este mundo, un camino para él tan legítimo como la química o el derecho penal. Era tímido y el name dropping literario le daba seguridad (como a tantos hombres de su generación), pero tenía la elegancia de alternar ingleses y entrerrianos, cantantes pop y filósofos, memorias de infancia y chismes de la escena internacional. La cara con la que lo recuerdo no es la del pelo hirsuto, la mirada grave y la barba prusiana a lo Marx con la que sale en las fotos que circulan. Sé que muchas personas se quedaron con ese Luis, con el lector exquisito, el reconocido editor, el experto en literatura anglosajona y, por supuesto, en Borges. Si te quedabas con ese Chitarroni, era fácil sentirte decepcionado cuando se iba por las ramas en un panel, cuando llegaba tarde a un evento o cuando aceptaba un encargo que luego no cumplía. Creo que lo que más le aburría del mundillo literario argentino era la seriedad con la que autores, editores y gestores culturales nos tomábamos a nosotros mismos. La cara con la que yo lo recuerdo es con la primera carcajada de la tarde, los cachetes colorados y a punto de soltar otro comentario iridiscente. Tenía un enorme talento para la risa. Incluso de mal humor era capaz de convertir cualquier conversación en un juego. Y yo –que no había leído nada, que era cobarde y no conocía quién era dónde ni por qué– en nuestra conversación también tenía de pronto 53 años y era libre, absolutamente libre en la imaginación.
No es que yo tuviera otro Luis: muchas personas teníamos este otro Luis. El que se burlaba de sí mismo y de nosotros, el que no bebía solo de la literatura sino de también de la publicidad, de los chismes de la música, de lo que fuera siempre que se le pudiera encontrar una segunda vuelta. El Luis que constantemente tenía un libro perfecto para regalarte, pero rara vez lo encontraba en su biblioteca. El marido de Alejandra, el padre de Pedro, el amigo de Gargiulo, el que quería leerle a mi hijo Roque, el que detestaba las prepagas médicas, las mudanzas y las recargas de teléfono en la farmacia. «El que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo», me dijo en uno de mis peores momentos en el exilio. Llevaba muy poco en Madrid, mi suegro había fallecido de cáncer y Luis fue una de las primeras personas en las que busqué refugio. Encontré una cita de Conrad para vos –me escribió unos días más tarde–«Words are always the foes of reality».
Es difícil para mí pensar qué extraño exactamente de Luis, pero en el fondo sé que es la conversación, siempre nuestra conversación. Hacía por lo menos tres años que no nos veíamos. La pandemia, la maternidad y los traslados, por un lado; los problemas de salud, de trabajo y las mudanzas por otro, habían transformado nuestras cervezas en una relación epistolar en la que los mails se volvían cada vez más elípticos y rápidos. En agosto de 2021 Sergio Chejfec me escribió: «Lo vi a Luis. Está muy bien. Flaco y un poco lento, pero entero y entrañable». No quiero ver las fotos del último año, prefiero pensar en él así: entero y entrañable. Es muy difícil encontrar a alguien que haya pasado por todos los estamentos del circuito literario sin perder un centímetro la fe en la lectura. Yo siento que Luis está vivo. No sé dónde, ni por qué. Supongo que es sólo porque lo necesito. En 2014 me escribió un poema del que no entiendo ni la mitad de los versos, pero me aferro a este: «se nota que nos envuelve y abastece / una embarcación invulnerable». En esa embarcación, mi querido Luis, yo te sigo conversando.
por Carmen C. Cáceres de la UDP, que intenta convertirme en un escritor ordenado». Daba tantas vueltas reescribiendo, que parecía que no quería publicar, como si sintiera demasiado respeto por la palabra impresa. Empezaba por los títulos, le sobraban títulos, tenía miles de títulos. Me acuerdo la tarde en la que, hablando se Swift, nos dijo que se podría escribir un poemario titulado Una inmodesta desproporción (publicado póstumamente por Mansalva). Uno de mis poemas favoritos del libro es «Plegarias para que me den el Nobel», donde enumera las razones por las que se merece el premio. «Porque los leí a todos, a casi todos» –dice, cosa que tal vez sea cierta, aunque creo que leía todo porque su corazón de editor no toleraba que se mencionara a una autora o autor que no conocía. Cuando es pasaba, conseguía un ejemplar, lo leía por arriba y en la mayoría de casos ganaba la tranquilidad de rechazarlos por dentro. También leía de todo porque necesitaba textos que corrieran las fronteras de la lengua, las posibilidades narrativas. La escritura con pretensiones innovadoras le parecía cursi, lo que él quería era el espesor del buzo enredado en el coral, domando la aspereza. «Porque me acredita la espera/ y he dedicado la vida misma / (sin pluscuamperfecto de imperfección) a amar / la literatura», sigue defendiéndose ante la academia sueca. «Deberían dármelo a mí» –cierra el poema– «que lo perdí al nacer / tan tarde».
Sobre la naturaleza múltiple de los espacios
por Eduardo Ruiz Sosa
Las casas abandonadas siempre me han provocado una fascinación que oscila entre la curiosidad, el miedo y el misterio de su repentina o lenta desocupación. Algo hay en ellas, sobre su pasado y sobre un (im)posible futuro, que las convierte en una especie de lugar intermedio, un intersticio: algo que no es ni será.
En el centro de Culiacán, en las calles donde crecí, casi no había casas abandonadas: un departamento enorme en el piso inferior del edificio donde vivía la abuela paterna: la sensación, cuando estábamos ahí, de que bajo nosotros había un hueco enorme, un vacío sin ninguna cualidad, ni siquiera la de colapsar; y un hospital, supuestamente incendiado, en la misma calle donde vivía la abuela materna: un edificio que fue deteriorándose poco a poco, sin ninguna intervención, hasta que se convirtió en un páramo con algunos pocos muros de pie. Sin embargo, cuando nos mudamos al nuevo barrio, hacia el norte en el que la ciudad entonces se terminaba, como si la hubieran amputado de un machetazo, en un pedregal lleno de lomas, lo que había no eran casas abandonadas, al menos no en el sentido más estricto posible, es decir, no eran casas cuyos habitantes, un día, decidieran dejar atrás por las razones que sea, y quedaron ahí, como cascarones huecos donde nada, salvo una memoria inventada por nuevos inquilinos, invasores, podría germinar. No. Las casas en el nuevo barrio nunca habían estado habitadas y, aun así, eran casas abandonadas: edificaciones sin terminar, obras en proceso, muros desnudos y ventanas sin cubrir, montones de arena y grava, herramientas desperdigadas y materiales diversos ya nunca utilizados. Como si el proyecto de la construcción se hubiera interrumpido con un grito, una orden sin dueño, y los trabajadores, dejando caer de sus manos palas y costales de cemento, sin importarles las formas, las sombras y rincones del edificio
que quedaba interminado, se marcharan con la conciencia de que su labor quedaría para siempre sin conclusión.
Nosotros entrábamos en esas casas, nos apoderábamos de ellas. Las habitamos antes que nadie en aquellos tiempos cuando los pocos chicos del barrio teníamos unos diez o doce años. Algunas permanecieron vacías durante largas temporadas, y aquel vecindario nuevo, que se fue poblando con cierta rapidez, no dejaba de tener un aire de territorio hecho a medias, de paisaje mal dibujado, que nos intrigaba y nos llamaba cada vez que pasábamos delante de alguna de aquellas casas y no éramos capaces de evitar la intrusión, la exploración de esos espacios indefinidos que sin llegar a estar completos ya eran una ruina.
Los relatos sobre casas, por eso, me interesan especialmente. Desde «La caída de la casa Usher» hasta «Interrupción del servicio», de Tomás Sánchez Bellocchio, pasando por «Casa tomada», «La casa de Asterión», «There are more things», «Los sueños en la casa de la bruja», o los documentos que hacen la crónica de los días de Mary Shelley, Percy, Polidori y Byron en la Villa Diodatti, en Ginebra. Estos y muchos otros textos y autores que han encontrado, en el espacio doméstico, ciertos rasgos de lo inquietante, han sido fundamentales para mí. Pero no es solamente por el lugar común de la casa embrujada, o de la condición ominosa del espacio cotidiano, que me interesan las casas y, sobre todo, las abandonadas. Una casa abandonada es muchas cosas al mismo tiempo: diferentes capas de realidad conviven ahí, y ante todo existe la posibilidad de una nueva ocupación: alguien más vendrá, quién sabe cuándo, a habitar este espacio ahora vacío, renombrándolo, cubriéndolo con nuevos significados, usando ahora como dormitorio alguna habitación que quizá tuvo otra función en el pasado.
La propia casa familiar tenía un aire de casa inconclusa. Durante algunos años, el proyecto del segundo piso quedó en suspenso, y la escalera, terminada, con su barandal y sus
escalones que mi madre mantenía siempre impecables, se cortaban de forma abrupta en un muro: del otro lado, la intemperie: no había nada aún en aquel segundo piso, y si uno subía la escalera, cosa que mi hermana mayor y yo hacíamos habitualmente en los juegos infantiles, topaba con un muro ciego que tardó años en abrirse a un nuevo espacio habitable. Incluso, en aquel segundo nivel, en el fondo de la casa, hacia el patio, había una terraza con una pesada puerta de metal: un cuadrado con un burdo balcón de ladrillos desnudos. Casi nunca usamos ese espacio que, con el paso de algunos años, se convirtió en mi habitación: se levantaron muros sobre el balcón, y sobre los muros el techo y cuando dormía ahí, en los primeros meses, me sentía encerrado en una imposible intemperie.
Quizá es que intento anclar en esa fascinación infantil, que permanece, la posibilidad de pensar en una poética sobre el espacio. Siempre he escrito sobre lugares que antes eran una cosa y que ahora son otra, y donde, además, el pasado, que nunca puede borrarse del todo, interfiere de alguna manera con el presente del relato: un teatro que antes era una cárcel; una casa que se convierte en un museo; una botica que en un tiempo escondía estudiantes que huían de la policía y que después era una suerte de hospital para desahuciados; un almacén de sorgo perdido en medio de la nada donde el guardián se sumerge en la montaña de cereal como si lo hiciera en un mar enrojecido. El espacio es su presente y su pasado, al mismo tiempo. La huella de una memoria que permanece en muros, objetos, habitaciones, salas, jardines y árboles desaparecidos cuya sombra sigue proyectada sobre la tierra como un recuerdo lleno de sustancia, de entraña y peso. Una sombra con peso. Tal vez es esta la manera más palpable que he podido explicármelo hasta ahora: una sombra, un grito, una voz, con materia, volumen y consistencia.
MESA REVUELTA
Rumbo a la FIL: mi filia a Guadalajara por Antonio Rivero Taravillo
Amigas, niñas y señoritas: quién teme a Elena Fortún por María Folguera
La loca sí tiene quien la entienda por María Alcantarilla
Montserrat Roig: el nombre de las cosas por Marta Rojo Cervera
Trágame tierra: historia de un delirio por Sergio Ramírez
MI FILIA A GUADALAJARA
por Antonio Rivero Taravillo
Dijo Federico García Lorca que «el español que no conoce América no sabe lo que es España», y esto es algo que se percibe, en lo concerniente a los libros, cuando se recorre la FIL, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Allí se da uno cuenta del alcance de la cultura española ensanchada en la hispanoamericana. Sirve además para ver en proporción (meter en cintura podríamos decir frente a cualquier veleidad de desaforo chovinista) lo que son hoy españoles e hispanoamericanos: no unos civilizadores de otros, sino hermanos por razones de sangre y de cultura, de tradiciones y de un impresionante Amazonas literario, de un vasto Río de la Plata en cuyas aguas se deslizan poesía, narrativa, crónica y ensayo de muchas naciones entre las que hay grandes diferencias atenuadas por el común denominador de la lengua compartida.
Fue eso lo que sintió Luis Cernuda (gran amigo de Lorca que, al sobrevivirlo, tuvo que cambiar España por la América en la que triunfó este) al cruzar la frontera de México por primera vez en 1949 procedente del norte anglosajón y sentir, como un colibrí o una mariposa Monarca revoloteando junto a sus oídos, el español hablado, de la calle, con un acento nuevo. Lo plasmó con gran belleza emocionada en su libro de 1952 Variaciones sobre tema mexicano.
En la FIL, un invento de hace ya más de tres décadas cuyo eureka exclamó Raúl Padilla, su eterno presidente hasta que murió, y en el cual persevera, tras otras directoras, la energética Marisol Schulz, se comprende la gran vitalidad de la comunidad cultural hispanoamericana. Y escojo aquí la palabra «cultural» porque no es únicamente literaria: la historia, la filosofía, las ciencias y las artes están también muy presentes en el vasto programa de la FIL, desde los libros que se ocupan de esas disciplinas.
Porque el asombroso, por inabarcable, plantel de actividades de la FIL lo toca todo, y con una no menos pasmosa asistencia de público. Cuando en España los estudiantes universitarios dan a conferencias, presentaciones y actos parecidos cada vez más la espalda, allí los respaldan, les dan su espaldarazo, concurriendo a estos, además, los alumnos de las secundarias y la preparatoria. Las colas cuando se abre el público son muy largas, los salones están atestados, las compras (no solo en las firmas de los más conocidos) muy cuantiosas. Y cómo olvidar Ecos de la FIL, el sistema de en-
cuentros con escritores en escuelas de todo Jalisco, que a mí me ha llevado a las localidades de Ocotlán y Zapotlán el Grande, patria de Arreola.
El problema del asistente a la FIL (junto a los atascos en las avenidas que llevan a ella, pero esto es testimonio de su éxito) es decidir a qué ir y a qué no, deshojar la margarita y arrancar muchas actividades que nos interesan pero que, por coincidir con otras, exigen una dolorosa y difícil decisión. Siempre se pierde uno cosas que le parecían atractivas, pero ver y oír a los grandes escritores de un género u otro de tantos países, sin necesidad de intérprete, es un motivo de felicidad. Prácticamente no hay una sola figura destacada de estas décadas que no haya participado en alguno de sus fórums. Su Salón de la Poesía, por ejemplo, ha congregado a una suerte (qué buena suerte) de antología viva de la poesía contemporánea en español. Que el público de estos recitales deguste además un buen tequila no es su mayor acicate.
Yo he ido numerosas veces a la FIL desde la edición de 2006, cuando Andalucía fue el Invitado de Honor, y al Salón de la Poesía he asistido varias veces como público, la ocasión en que fui como poeta, y también como presentador. Del Salón conservo el recuerdo de muchos colegas, no solo de lengua española; también, por ejemplo, evoco a Charles Simic, quien iba perdido al entrar en el gran recinto y, guardia urbano sin uniforme, lo orienté y acompañé hasta su sillón. En ese mismo Salón he estado con los poetas Jorge Ortega, de Tijuana, y Luis Vicente de Aguinaga, de la propia Guadalajara. Los tres hemos instituido la costumbre de desayunar una mañana de esa larga semana de nueve días en Los Otates, un restaurante de la avenida México que frecuentaba cuando estaba en la ciudad José Emilio Pacheco.
La experiencia gastronómica es también, claro está, literaria. Y cuántos libros y revistas me he traído de la FIL, incluido el estuche de tres tomos de Inventario, una antología de artículos de Pacheco. Pero también números a mansalva de Revista de la Universidad (de la UNAM) o Luvina, de la Universidad de Guadalajara, que siempre dedica un monográfico al Invitado de Honor (el año pasado, la Unión Europea, donde tenía comprometida la asistencia como traductor del novelista en lengua irlandesa Tadhg Mac Dhonnagáin, aunque una enfermedad me hizo cancelar el viaje).
Miro mis anaqueles y veo desordenados muchos ejemplares que he cargado en una de las dos maletas que viajan conmigo (una con la revista que coordino, Estación Poesía, y ejemplares de libros míos, solo para soltarlos como lastre y poder sustituirlos por obras de otros). De Guadalajara me he traído además un puñado de poemas propios, pues ella, y la FIL, son estímulos que fácilmente cuajan en escritos. Leer alguno allí, o verlo impreso en un libro expuesto, es un buen motivo, como si hiciera falta alguno, para la vuelta.
Ahora ha cambiado de nombre, y el cuartel general del Hilton ahora pertenece a una cadena española. Salvo la primera vez, me he alojado allí siempre. El número de escritor por metro cuadrado es el más alto del mundo, y en alguno de sus ascensores aún más, literalmente lo del apiñamiento y la altura. Aunque el resto del año me prive de algunas cosas, en la FIL tiro la casa por la ventana y me hospedo en el piso 19. Dos veces han acomodado en la habitación vecina, y comunicada, a Pérez-Reverte. Cuando sucede, me llega su voz al hablar por teléfono. Como soy un caballero, no reproduzco aquí nada de lo que dice; como un granuja, aguzo el oído a ver si suelta la trama de una novela con la que me haga rico y así puedo seguir yendo cada año a la FIL.
AMIGAS, NIÑAS Y SEÑORITAS: QUIÉN TEME A ELENA FORTÚN
por María Folguera
La amistad entre mujeres es un concepto en boga; después de siglos de protagonismo del amor romántico heterosexual como uno de los tres puntales de la ficción -junto con la lucha por el poder y la familiaproliferan, en imágenes y palabras, las reivindicaciones hacia otras formas de relación, no basadas en el deseo sexual o el compromiso patrimonial. Quizá fue Elena Ferrante quien abrió de par en par las puertas a esta deuda histórica con su saga Dos amigas, iniciada en 2011: suena a fecha tardía y desde luego lo es. Las amigas han sido difíciles de encontrar en la literatura y la cultura visual, una desigualdad flagrante si se piensa en que el arquetipo del «amigo del héroe» nace con el Enkidu del Poema de Gilgamesh, alrededor del 1800 antes de Cristo.
Pero, aunque escasas, el pasado nos ha dado algunas muestras de amistad femenina en la literatura. Elena Fortún (18861952) siempre concedió extraordinaria importancia a la figura de la amiga en su obra. La editorial Renacimiento dedica un nuevo volumen de la colección Biblioteca Elena Fortún a esta faceta de su trayectoria, con el título Elena y sus amigos, en claro guiño a Celia y sus amigos, obra de 1935 en el que el personaje fortuniano vivía sus últimas aventuras de infancia. Y en él aparecen otras autoras españolas que también prestaron atención a la amistad entre mujeres, como Carmen Laforet y Carmen Martín Gaite. Purificació Mascarell, responsable de la edición, desentraña esta genealogía de autoras relacionadas entre sí, que fueron maestras de Fortún -Lejárraga-, discípulas directas -Laforet-, indirectas -Gaite, Nieva-, amigas íntimas -Matilde Ras, Carmen Conde- o estudiosas posteriores -Dorao, Bravo-Villasante. No se trata de un ensayo, sino de una original recopilación de fragmentos y testimonios rescatados de artículos, entrevistas o prólogos, cada uno de ellos comentados en nota preliminar por la aguda mirada de Mascarell.
El resultado es mucho más que un afectuoso álbum de recortes, sin desdeñar la importancia del afecto -una de las inspiraciones de la obra fortuniana- ni los álbumes de recortes, tradición femenina asociada a la cursilería, como bien trazó Noel Vallis en su ensayo La cultura de la cursilería. Mal gusto, clase y kitsch en la España moderna, concepto al que volveré más adelante. Se trata de un coro de voces que esboza un doble retrato:
Fuente: wikicommons
el de la escritora biográfica y el de la autora influyente en las generaciones posteriores de escritores. En ambos casos Elena y sus amigos aporta imprescindibles datos y reflexiones para un mejor conocimiento de Fortún y de la (des)consideración hacia la literatura infantil en España. De la escritora sabremos, por ejemplo, cómo era su aspecto y trato a través de la descripción que hace Maria Concepción Cutanda, pedagoga argentina que coincidió con ella en su exilio bonaerense. Inés Field, amiga y amada platónica, nos revelará un desafortunado episodio en la escritura de Celia, institutriz, libro con el que Fortún sufrió un bloqueo y para el cual llevó al extremo su estrategia habitual de utilizar las anécdotas e historias de quienes la rodeaban. Sobre la autora póstumamente influyente, el libro editado por Renacimiento atestigua la incomprensión que ha sufrido habitualmente la literatura infantil española desde el punto de vista del prestigio social, institucional y mediático. En el caso de Fortún, esto se cruza de forma interseccional con el menosprecio hacia la literatura de mujeres. A este respecto, el fragmento de la entrevista a Juan García Hortelano por parte de Rosa María Pereda es esclarecedor: «A mí me parece una gran novelista, una tipa que contaba muy bien […] noto como influencias de aquello. Cosa que no me preocupa en absoluto, más me preocuparía tener influencias de Juan Benet, por ejemplo…». El escritor, en tono cercano y bromista, reconoce la influencia de Fortún pero no puede evitar sentirse excesivamente expuesto: «Dicho de una manera tonta pero expresiva, mi mundo proustiano era Elena Fortún. Yo entré en Proust por Elena Fortún […] Yo leía a Proust antes de saber que existía, unos quince años antes de saberlo, y lo leí en las historias de Celia… Bueno, ahora entenderás más la historia del monumento [García Hortelano participó en la suscripción popular para el monumento a Fortún en el parque del Oeste de Madrid] que la verdad es que deberías quitarlo [de la entrevista], ¿no? Porque parece una especie de mitomanía un poco beata». El dramaturgo Francisco Nieva, que en su aparición en forma de artículo reclama un estudio profundo de la importancia de su obra, explica la renuencia de la alta cultura castellana a apreciar lo infantil: «Pocos críticos literarios “serios” se han ocupado de Guillermo [Brown, personaje de Richmal Crompton] o de Celia de forma seria […] porque aquí el macho se vuelve serio desde los dieciocho años para no recuperar su infancia hasta la vejez […] Aquí el crítico literario nace con barba». Carmen Martín Gaite tomó el reclamo de su amigo Nieva para dedicar a Celia un ciclo de conferencias, y sobre todo llevar a televisión la serie homónima, con la dirección de José Luis Borau y el asesoramiento de la investigadora Marisol Dorao, otras de las voces presentes en este volumen.
Profundizar en Fortún y en su impacto en la literatura hispánica es afrontar el prejuicio hacia lo femenino, lo infantil y lo supuestamente cursi: las cosas de chicas, los cuentos de hadas, los juegos con muñecas, las visitas a la modista. Recuerdo que cuando se presentó la reedición de Celia en la revolución en 2016, en la biblioteca Eugenio Trías de Madrid, Andrés Trapiello explicó al público que en las primeras ediciones de Las armas y las letras. Literatura y guerra civil (1936-1939) no incluyó men-
ción a esta novela por considerarla «literatura para señoritas». Posteriormente leyó el libro y enmendó el error, dándole un lugar relevante en las revisiones de su ensayo. El antes mencionado Noel Vallis explora el nacimiento de la cursilería como acusación cuando la clase burguesa empieza a apropiarse en España de los hábitos estéticos de la aristocracia: lo cursi es el miedo a la atracción y contaminación entre mundos, un exceso delator e incómodo. En la obra fortuniana lo cursi aparece de forma explícita -como cuando en Celia en el colegio las monjas rizan el pelo a todas las niñas para la función de fin de curso y el padre de Celia le dice «Pareces un perrito de lanas»-, y su prosa, entre el costumbrismo y el anhelo de fantasía, no eludió el sentimentalismo; pero supo sostener siempre la calidad de su prosa sencilla, humorística y puntualmente desgarrada por dolores grandes y pequeños -ya sea un obús que cae en Barcelona en Celia en la revolución o un gesto de indiferencia de la madre en Celia, lo que dice-. Los testimonios invocados por Mascarell en Elena y sus amigos se saben solitarios en su comprensión hacia el valor de las cosas de las niñas, o mejor dicho: se saben unidos a través de las generaciones por un relevo de lecturas, manuscritos resguardados, artículos reivindicativos y proyectos de rescate. A día de hoy aún es habitual que la prensa diga, para elogiar a Elena Fortún, «mucho más que una autora infantil». Un epíteto involuntariamente condescendiente para el que tienen respuesta las diecisiete voces aquí invocadas.
LA LOCA SÍ TIENE QUIEN LA ENTIENDA
por María Alcantarilla
Ya no hay locos en las calles. La locura ha pasado de ser una faceta más del poliedro público a ser parte de algo mejorable o tratable ; ha atravesado, el estatuto estar loco , una suerte de normalización perdiendo, sin embargo, matices cualitativos en ese tránsito. Estoy convencida, mi infancia en el pueblo hubiera sido diferente —mucho más plana— sin Carmen, Leocadio o Manolito. Todos locos. Y mi vida de adulta también habría sido diferente si no me hubiese topado con la obra —y con la existencia— de Ida Gramcko (Venezuela 1924-1994) y de Alda Merini (Italia 1931-2009). «Durante un tiempo», escribe Jeannette L. Clariond 1, «llegué a pensar que a los libros se llega por intuición. Luego me di cuenta de que un libro es un encuentro no fortuito, una casualidad presentida. […] Un libro abre una puerta, y ésa, otras más. […] Pretendemos sostenernos bajo una ilusión: oír lo que queremos oír; pero sucede que esa voz nos deja ver lo que ocultamos. Esa voz, al ser leída, ya nos leyó. Frente a un libro nada se puede ocultar. De ser así, mejor dejarlo de lado. Leer es creer».
Dar cuenta de ciertas experiencias psíquicas limítrofes ha sido un tema recurrente entre poetas. Sin embargo, tanto en Gramcko como en Merini, esa experiencia o, más bien, ese modo de estar sobre el mundo, es su destino; una senda que, por otro lado, bien podría emparentarse con la de otros afines como Blake, Santa Teresa de Ávila, Dickinson, Plath o Pizarnik. Ida Gramcko no solo fue poeta. También consagró su labor al cuento, al ensayo, a la dramaturgia y fue la primera periodista policial de Venezuela. Hay en Gramcko, desde su infancia, una doble sensación que a la larga, estimo, la hace ser la finísima observadora que es. La temprana despertenencia y la incomprensión la llevan a mirar alrededor con una consistencia que, volcada en su obra, puede —al resto de mortales— resultarnos paradójica, pero, lejos de ser pobre, su consistencia paradójica es clave para entender hasta qué punto es capaz de tocar los
1. CLARIOND, JEANETTE; Merini o el natural infierno de vivir, La jornada semanal. 19-06-2022. Nº 376.
Fuente: wikicommons
«Dar cuenta de ciertas experiencias psíquicas limítrofes ha sido un tema recurrente entre poetas. Sin embargo, tanto en Gramcko como en Merini, esa experiencia o, más bien, ese modo de estar sobre el mundo, es su destino; una senda que, por otro lado, bien podría emparentarse con la de otros afines como Blake, Santa Teresa de Ávila, Dickinson, Plath o Pizarnik»
goznes de la realidad aparente. Recuerda Gabriela Kizer 2 en la biografía de Gramcko que, en su jardín, y con apenas seis años, es testigo del florecer de un lirio. Ella corre, se golpea y dice que tiene algo en la cabeza — Tengo una cosa aquí , señala— y necesita decir eso . El caso de tal precocidad es asombroso, no sólo por la profundidad poética en la imagen percibida, sino por el uso que hace del lenguaje para transmitirla: en esas matas de verdosas hojas / como un alma blanca. En cuanto a Alda Merini, a sus ocho años ya leía a Dante y le pedía a su padre que le explicase ciertos pasajes de la Divina Comedia , obra que terminó memorizando, y, en paralelo, según recoge en Delito de vida 3: «Me afligía, por así decirlo, el amor tan grande que sentía hacia mis padres; su ejemplo no acababa de sorprenderme y buscaba entender qué era lo que unía a dos seres humanos en un amor tan perfecto». En este punto matizaría más bien el ensalzamiento de la figura paterna frente a la materna, ya que también fue él quien le abrió las puertas de su biblioteca y no la madre, consagrada a las labores del hogar. Responde Carlos Skliar, a propósito de su traducción de La otra verdad 4: «Lo que la mantuvo en pie fue la búsqueda incesante de una figura agigantada de protección, de una suerte de Padre que le diese sostén. Y ese Padre, lo sabemos bien, es un símbolo tanto de religiosidad —en el sentido de lo sublime, de lo espiritual, de la ascendencia—, como inmensamente material, en tanto toma cuerpo bajo la forma de una compañía o de una voz
2. KIZER, GABRIELA; Ida Gramcko, Biblioteca Biográfica Venezolana, 2010.
3. MERINI, ALDA; Delito de vida: autobiografía y poesía , Editorial Vaso Roto, Madrid, 2018.
4. MERINI, ALDA; La otra verdad , Mármara Ediciones, Madrid, 2019.
5. GRAMCKO, IDA; Poemas de una psicótica, Ed. Diosa Blanca, Caracas, 2018.
6. MERINI, ALDA; La carne de los ángeles, Ed. Vaso Roto, España, 2009.
7. MERINI, ALDA; Delito de vida. Autobiografía y poesía . Editorial Vaso Roto, 2018.
Ida Gramcko y Picón Salas,1946. Fuente. wikicommons
«Porque, ¿no es el cometido de un poeta dibujar más allá de lo evidente? ¿No debería tratar, toda alta poesía, toda alta literatura, de desmembrar la relación unidireccional entre la evocación y el concepto sobre el que esa evocación va a caer?»
cotidiana». Me pregunto entonces de qué modo configuran sus identidades dos seres que, desde la infancia, son capaces de atravesar ciertos pliegues de la realidad y lo hacen, además, en solitario. Mi casualidad presentida en torno a ellas , toma cuerpo a través de la figura del ángel; presente, como un apartado, en Poemas de una psicótica 5 de Gramcko, y como elemento fundacional del volumen de poemas La carne de los ángeles 6 , de Merini —aunque no solo—. «Este Ángel», escribe Gramcko, «no era pues ni un tritón ni un endriago. No poseía nada de monstruo escamoso y reluciente. Porque un ángel es lo mismo que un hombre. No es de tul sino de carne y hueso». Del otro lado: Los ángeles , escribe Merini, «curan las llagas de quien cae / e inconscientemente se lastima por amor / pues el amor, que es la tragedia del hombre, / es también la tragedia divina […]». Qué esconde, qué encarna, de qué modo se traduce esa figura simbólica, más allá de la archiconocida tradición judeocristiana, a través de la cual tendemos cerrilmente a confundir lo religioso con lo espiritual. Porque, ¿no es el cometido de un poeta dibujar más allá de lo evidente? ¿No debería tratar, toda alta poesía, toda alta literatura, de desmembrar la relación unidireccional entre la evocación y el concepto sobre el que esa evocación va a caer? El verdadero Ángel está en la materia, 7 y así he creído verlo en mi lectura. Late, en ellas, una necesidad imperiosa y, sin embargo, constantemente frustrada de comunicación con el exterior . Una necesidad malograda de trasladar al resto sus visiones y de que
el resto, lejos de juzgarlas —la escucha, en demasiadas ocasiones, enjuicia—, las comprenda . «El alma se enrarecía. Pues me tornaba más espiritual, y desde aquella inmensa ventana, desde aquel gran tragaluz iluminando la sala, solía ver el descenso de los ángeles. Cuando se lo conté al médico, me dio una fuerte dosis de Haloperidol para las alucinaciones», leemos en La otra verdad. La sensibilidad herida es como un tragaluz que nos deslumbra y, sin embargo, pretendemos sostenernos bajo una ilusión: oír lo que queremos oír « No se tiene la culpa de amar » , escribe Gramcko . « El amor no es consciente. Es un gorjeo, un alarido, un trueno, un silencioso sol, una miseria plana y un milagro. Es un advenimiento, no una búsqueda. Por encima de todas las pesquisas, de todos los que indagan, pensativos, ante una prieta sombra misteriosa, aflora sin reservas, seguro de su luz que no pregunta, como un amanecer espontáneo. Y ya no tengo miedo. […] Pero el amor, precisamente porque resplandece, porque, lo mismo que el amanecer, revela los perfiles de los árboles, es sobre todo entrega. Y por eso, cuando el Ángel me muestra su rostro recorrido por la pátina índiga , humareda que sube a su barbilla cuando triunfa en ardientes espacios, le voy a sonreír y a decir que el dolor ya no salta en mi pecho »
Ida Gramcko y Alda Merini son una brecha, un lugar donde el dolor de la incomprensión —frente a sus lúcidas conciencias— pesa en tal grado que el instinto no tiene más opción que emerger como una suerte de fuerza incontrolable, honesta y bella, que en muchas ocasiones desborda a la propia persona que lo siente. Decía Brodsky que la poesía es un acto de amor y esa figura angelical con la que ambas conversan no es más que el ideal del Buen Oyente, del hombre desprejuiciado que es capaz de acompañar sus voces sin verter un solo juicio. Ese ángel es el anhelo encarnado de la comprensión profunda, una suerte de compañía fingida que las salva a ambas del vértigo de una comunicación imposible. Así, cuando hablamos de la invariable potencia de sus poemas, en el fondo estamos asistiendo al grito que nace de lo inefable y que, por ello, no puede más que conmovernos profundamente, aunque esa conmoción percuta en nosotros de forma inconsciente. «Porque cuando se grita», añade Gramcko, «también se transforma el horizonte. Se convierte en garganta o en eco. El único prodigio es la mano que abarca otra mano. No hay que añadir embrujos. Es suficiente contemplar un semblante deseado, para que un doloroso milagro se produzca: saber que no es bastante el deseo. Basta el amor para el hechizo. Y aun en el dolor, o sobre todo en el dolor, nace lo insólito ».
Contradiciendo a Freud, hablaba Jung de los mecanismos compensatorios 8 . De hecho, comenzó su carrera
8. JUNG; CARL GUSTAV; El libro rojo, El hilo de Ariadna, 2019.
«Ida Gramcko y Alda Merini son una brecha, un lugar donde el dolor de la incomprensión —frente a sus lúcidas conciencias— pesa en tal grado que el instinto no tiene más opción que emerger como una suerte de fuerza incontrolable, honesta y bella, que en muchas ocasiones desborda a la propia persona que lo siente»
en el sanatorio de Burgholzli trabajando con cuadros psicóticos. Fue allí donde desarrolló una nueva perspectiva de trabajo, alejada de la catalogación y del diagnóstico cerrado del paciente. Su manera de tratar de comprender el misterio de la locura pasaba por acercarse a la realidad de estas personas acogiéndolas, respetándolas y escuchándolas
De entre sus tantos pacientes, una anciana que llevaba internada más de veinte años, Babette, afirmaba que Nápoles y ella debían proveer al mundo de espaguetis. Y lo que cualquier psiquiatra hubiese tachado de delirio —Freud la catalogó como mujer horrible—, Jung lo llamó mecanismo compensatorio. ¿De qué? Babette, según comprendió Jung, convivía con un innombrado sentimiento de inferioridad y un temor infantil a ser dejada de lado por los demás. Escribe Merini que «los más bellos poemas / se escriben con las rodillas llagadas / y la mente aguzada por el misterio». Quizá ese orbe misterioso únicamente consiste en alimentar nuestra capacidad de descubrir la belleza, en tratar de comprender esa belleza tras el velo aparente de la locura.
Ida Gramcko. Fuente: Wikicommons
MONTSERRAT ROIG: EL NOMBRE DE LAS COSAS
por Marta Rojo Cervera
Todo empezó con una flor en un patio del Ensanche. En su casa natal de la calle Bailén de Barcelona, Montserrat Roig descubrió que la cuadrícula de líneas rectas de la ciudad también es paisaje, que el catalán prohibido en el colegio también es una lengua literaria y que el terreno difuso entre la verdad y la mentira se llama literatura. «Todo empezó en el patio familiar, bajo el cielo cuadrado del Ensanche, donde las adelfas eran venenosas», recuerda en Dime que me quieres aunque sea mentira. Le habían prohibido tocar la flor de la adelfa bajo peligro de muerte: «Y un día en que quise morirme comí unas cuantas flores de adelfa. Y no me morí. Quizá entonces descubrí que los adultos mentían, aunque sus mentiras pudieran ser muy dulces». Y descubrió también que su casa, su barrio, su ciudad, su «patria», contenían un universo literario. Uno plagado de galerías interiores, de plataneros en las calles, de dragones modernistas en las barandillas, de olores a col hervida y a pescado frito en los patios de vecinos. En él, aprendió el poder de dar nombre a las cosas. «Primero, pertenecemos a una casa. Después conquistamos la calle», escribe Montserrat Roig. En su caso, primero, nació en 1946 de madre escritora, feminista y republicana y de padre abogado, escritor y regionalista y fue la sexta de siete hermanos. Después, Barcelona.
Para ir al colegio de la Divina Pastora, Montserrat Roig solamente tenía que cruzar la calle, pero una distancia de unos pocos metros suponía un cambio total: «La revelación de que existía una lengua “real” me llegó a los cuatro años, cuando las monjas me obligaron a leer unas palabras que no entendía». Su catalán, en los 50, no le servía para comunicarse fuera de casa en un entorno en el que se había impuesto el castellano. Las cosas ya no tenían un nombre claro. Escribe Roig: «Creía que las monjas inventaban una lengua para dominar el territorio de mi yo y mis palabras». Escribiría siempre en catalán, haciendo uso de un razonamiento impecable -«primero, porque es mi lengua; segundo, porque es una lengua literaria y, tercero, porque me da la gana»- y fue testigo y parte en la reconstrucción y normalización de su lengua, un proceso complejo y a veces contradictorio. Como catalanoparlante, se reconoce «esquizofrénica, enferma de lenguas» más que bilingüe. «Soy más yo cuando hablo la lengua de los míos, cuando elijo el habla. En castellano, me siento como si estuviera al otro lado del tamiz», admite.
En 1971, con 24 años, la entonces recién doctorada en Filosofía y Letras escribió una serie de cuentos que agrupó bajo el título Molta roba i poc sabó… i tan neta que la volen y presentó al premio Víctor Català. Lo ganó. «Voces sensatas hablan de mí como una promesa. Solo les recomiendo calma y que me dejen hacer. Escribo en una lengua a medio nacer y vivo entre el caos y la soledad». Dieciocho años después, Roig escribió su última obra narrativa de ficción, el libro de relatos El canto de la juventud (1989). Entre una y otra obra está comprendido todo su universo literario, compuesto siempre por las mismas familias de ese Ensanche barcelonés en el que se crió, a las que acompaña a lo largo de la entrada del siglo XX, la guerra civil, el franquismo y la transición. Del «casarse bien» al desencanto. De las noches en el Liceo a las asambleas del Partido Comunista. En una entrevista con Josep Maria Espinàs en el programa Identitats de TV3, en 1988, Montserrat Roig reconoce que sigue viviendo en el Ensanche porque «es decadente»: «Me gusta porque antes era donde vivía la gente que tenía mucho dinero. Después se fueron. Es un barrio que respeta mucho la vida privada de la gente». Tras los muros de las casas que en otro tiempo fueron señoriales viven en los 70 familias venidas a menos, viudas casi arruinadas, personas solas «con los bolsillos vacíos pero el señorío hasta el fin». Se vive de puertas adentro. Escribe Roig que la gente del Ensanche «sonreía por la calle, inclinaba ligeramente la cabeza al saludar a los vecinos, mentía con agrado, se desconocían entre sí». Como su propia abuela, de quien habla con Espinàs como «una señora del Ensanche, la última señora que llevó sombrero y bastón por Barcelona». Patrícia Miralpeix también es, a su manera, «una señora del Ensanche», aunque no naciera en la ciudad, sino en el campo. Casada con un poeta remilgado, limitada durante años a la casa, las amigas, las meriendas en el Núria, pero liberada -y algo alcohólica- al quedarse viuda, es uno de los personajes preferidos de la propia Roig y el que mejor representa a esas señoras que le fascinaban y por cuyas vidas se preguntaba. Ni Patrícia ni ninguno de los personajes de Roig está anclado en el momento puntual de una novela, sino que el lector los ve crecer, enamorarse, separarse, deprimirse, revivir, mientras se asoman a lo largo de toda la obra; pasan inesperadamente a primer plano o se apagan, son para el resto de personajes un ejemplo de cómo vivir, o de cómo no hacerlo. Una red que parece salir de la literatura, un mapa de relaciones familiares, amorosas, vecinales.
Desde cualquiera de los puntos de ese mapa se tiene una vista privilegiada de una Barcelona en cambio constante, la ciudad en la que viven, en Ramona, adiós (1972) Mundeta Jover, Mundeta Ventura y Mundeta Claret. Como en una revelación, abuela, madre e hija se descubren a sí mismas como mujeres libres con el telón de fondo de tres momentos históricos: el inicio del siglo XX, la guerra civil y la lucha universitaria contra el franquismo. Tres generaciones que también se observan entre ellas, se generan mutuamente intriga, rechazo, incomprensión, amor. La Mundeta joven «sentía una irreprimible curiosidad por la vida de la abuela: la imaginaba llena de misterios, de joyas, de perfumes, de secretos de alcoba, de palabras a medio decir, de revelaciones trascendentales». De su madre, se pregunta por qué insiste en contar historias de la guerra.
Olor de guerra y el imposible «tiempo de cerezas»
La señora Miralpeix y las Mundetas viven, aunque de diferentes formas, la guerra civil española. Les marca «aquel olor a muerto, a sangre coagulada, sin limpiar, a sudor, a corrupción, el olor de la guerra». La Mundeta mediana recuerda el día en que fue al depósito de cadáveres a buscar a su marido. Un viejo anarquista, que también esperaba no reconocer entre los muertos a un familiar, se lamenta: «Y otra vez, la guerra, que nos durará toda la vida, su recuerdo, toda la vida nos reconcomerá, como la carcoma, a nosotros y a nuestros hijos, y quién sabe si a nuestros nietos». Y vaticina también: «Un día, ¡bum!, saltará todo por los aires, y quizá será la generación que vendrá después de la generación de los más jóvenes de ahora la que hará ruido». Es el ruido que hace, décadas después, la Mundeta joven, que participa en las asambleas antifranquistas en la universidad. O Natàlia Miralpeix.
En Tiempo de cerezas (1977), Natàlia vuelve a Barcelona después de doce años en el extranjero, y parece que las cosas hayan cambiado en España para que nada cambie. Natàlia es fotógrafa, Natàlia ha tenido varias parejas, Natàlia ha abortado. Es una mujer moderna: ya no espera casarse bien, ni merendar en el Núria mientras habla de ropa y peinados. Pero vuelve a una España que acaba de ejecutar al anarquista Salvador Puig Antich, y en la que su familia se ha convencido que se puede vivir bien con dinero, aunque sea sin libertad. Tiempo de cerezas es el Nada de los estertores del franquismo: Natàlia ha vuelto a un lugar que ya no es suyo, donde no encaja y en el que no se implica, después de años fuera en los que «sólo había conocido desarraigados como ella, gente perdida que huía de ciudades hundidas». Dice que no le pasan cosas, que ve las cosas pasar, como la Andrea de Carmen Laforet, y Barcelona se presenta como una ciudad en ese claroscuro que Gramsci ubica donde el viejo mundo se muere y el nuevo tarda en aparecer. El viejo mundo se muere: en un capítulo de Tiempo de cerezas, la cuñada de Natàlia organiza una cita de Tupperware con sus amigas. El nuevo mundo tarda en aparecer: en ese mismo capítulo, las amigas acaban montando una orgía en el salón. Hay clandestinidad, y asambleas, y jóvenes poetas revolucionarios, una nueva realidad para la que también hacen falta nombres. Y un «tiempo de cerezas» como un futuro inalcanzable, utópico, en el que no hay ataduras ni penas.
Fuente: wikicommons
En La hora violeta (1980) ha llegado la democracia. «Tuvo que llegar la democracia para que nos sintiéramos expulsados de la política», escribió Rafael Chirbes en sus diarios, y es una frase que podrían firmar los personajes de esta tercera novela de Montserrat Roig, que ven cómo sus energías se desvanecen, cómo las traiciones y los debates interminables ocupan el lugar de la lucha, cómo los ideales se vacían de contenido. Del comunismo al desencanto. «Dijiste, ya verás, transformaremos nuestra historia, y yo pensé, el maldito marxismo, que nos obliga a transformar lo que ya se ha muerto, es decir, la ilusión». Natàlia reaparece en La hora violeta como una mujer ya madura que se ha dejado llevar por una pasión desenfrenada por un hombre casado, un comunista, un hombre de partido. Con él, Natàlia se da cuenta de que «cuando los militantes más abnegados dicen “el Partido”, nunca se refieren a sí mismos, sino a una especie de magma que se cierne sobre sus cabezas, un magma sin rostro concreto». «Y, ¿cómo podemos luchar por una masa sin rostro?», se pregunta. A pesar de que Franco haya muerto, el dolor continúa, reconoce Natàlia: «Franco está dentro de mí, se me aferra como una babosa. La vieja y reseca piltrafa no se acaba de morir. Me hace daño».
Mujeres que se guiñan el ojo
Este viaje al desencanto de Natàlia lo hace de la mano de Norma, trasunto de la propia Montserrat Roig. Norma es periodista, tiene dos hijos y «fue educada en los principios trasnochados del Ensanche». Para Natàlia, que la envidia, es «men-
tirosa y frívola y habría sido capaz de matar a su madre con tal de dejar para la historia una frase brillante». Natàlia y Norma hacen visible un modelo de amistad femenina que ya quedaba esbozado con las Mundetas y sus amigas, pero que la modernidad permite perfilar mejor: el de las mujeres feministas que se enfrentan juntas a sus propias contradicciones, que deciden no idealizar al género femenino, que se descubren fuertes. Las mujeres de La hora violeta están repensando, rehaciendo, su relación con unos hombres de izquierdas sumidos en el desconcierto. «Hay hombres que, como tú, parece que estáis aprendiendo a darnos la razón. Os habéis replegado hacia la retaguardia. Como si no estuvieseis en vuestro terreno. Pero os sentís incómodos en él», le reprocha Natàlia a Jordi. «Hoy las mujeres hemos descubierto la amistad entre nosotras, la complicidad, el secreto por fin compartido. Hablamos en voz alta, hemos dejado de cuchichear», escribe Montserrat Roig en Dime que me quieres aunque sea mentira (1991), un compendio de ensayos sobre feminismo, literatura y la ciudad y el último de los libros de la autora que vio la luz antes de que muriera de cáncer ese mismo año, a los 45 años. En 1991, el feminismo ha dado lugar a una incipiente hermandad, y también a esa realidad quiere Roig darle nombres, ponerla en palabras. «Las mujeres que escribimos hoy, sin miedo a considerarnos a nosotras mismas escritoras, nos guiñamos el ojo a través de los papeles», por fin, parece querer decir. Se aflojan los grilletes, se resquebrajan las cadenas. La palabra de mujer «se esfuerza por volar sola, aguijonea, busca su propio latido, consciente de que la imitación la conduce al vacío» Las mujeres reales, «desgajadas de las imágenes míticas femeninas, tampoco son inéditas. Ni inocentes».
Montserrat Roig utiliza Dime que me quieres aunque sea mentira para responder a todas las preguntas que nunca le hacen en las entrevistas: las que tienen que ver con el oficio de escribir. Escribe, dice, porque «si no contempláramos la vida como representación, no la resistiríamos». Escribe y no puede explicar por qué: «No podemos elaborar ninguna teoría». Escribe para explicarse su propia vida, convencida de que «cuando un escritor recuerda la infancia pone en orden su vida. Y se la inventa». En definitiva, escribe porque le da la gana: «Sin demasiados aspavientos, continúas exigiendo esta pequeña libertad, desprestigiada, solitaria, poco rentable». La de los niños que aprenden a nombrar las cosas, convencidos de que «“árbol”, “casa”, “muñeca” son más poéticos que “deseo”, “felicidad” o “amor”». Pero también la del mundo de mentiras de los adultos. Para Roig, la mentira es un recurso literario, como lo es la exageración. «Si digo que una vieja tiene trescientos cincuenta años, todo el mundo sabe que eso es imposible, pero a la gente le gusta imaginarse que la vieja que tiene ochenta años hace trescientos cincuenta que está viva», cree la autora.
Si hay dos ejemplos claros de esa exageración en la obra de Roig son los personajes de la señora Altafulla en La ópera cotidiana (1982) y de Alpargata en La voz melodiosa (1987) las dos obras que, sin estar al margen de la saga de las Mundetas, Natàlia y Patrícia Miralpeix, se separan argumentalmente más de ella. La señora Altafulla vive voluntariamente recluida en su casa. En su cuarto, ha montado el decorado de una ópera, se viste de noche para escuchar La Traviata metida en la cama, y
cuenta una y otra vez la misma historia de amor apasionado con un coronel, una historia folletinesca, de noches de tormenta y miradas intensísimas. También Alpargata, en La voz melodiosa, vive recluido en casa hasta que cumple la mayoría de edad. Su abuelo, un burgués republicano que no puede soportar el triunfo de los nacionales, busca «salvarlo de los males exteriores mediante el lenguaje poético» y lo educa, aislado, en la poesía, la literatura y los idiomas. Alpargata es feo, monstruosamente feo, casi deforme pero, como el hombre elefante, como la criatura en Frankenstein, quiere hacer su vida en sociedad. Y la hace, y entiende que «el amor absoluto», sobreprotector, como el de su abuelo, «siempre es un amor equivocado».
«Olvidar los campos nazis, olvidar el amor»
El joven monstruoso se enfrenta a una época en la que «el sufrimiento era ridículo, todo debía tener una explicación» «Si la gente no tiene casa, en los libros se explicaba el porqué. Si son los pobres los que mueren en las riadas, en los libros encontrabas la clave. Si la gente no tiene trabajo, los libros te revelaban la razón. Los libros te calmaban. Los estudiosos de las miserias nos eran de suma utilidad». La obra periodística de Montserrat Roig no está formada por esos libros que calman, porque en su no ficción no hay explicaciones sencillas, ni cronologías, ni causa y efecto. Pero sí formas de nombrar lo complejo, lo lejano, lo doloroso, lo traumático.
En 1973, en un autobús repleto de escritores antifranquistas que van a fundar una asociación de autores catalanes, Josep Maria Benet i Jornet le pasó un brazo por la espalda y le dijo que había que hacer un libro sobre los catalanes en los campos nazis. En un artículo en el diario Avui, en 1990, recuerda que no le preguntó de dónde sacarían el dinero para viajar en busca de testimonios. «Al principio, él iba trayendo los “calés” para escribirlo. De dónde, no lo sé. Pero recuerdo que, un atardecer barcelonés, él me dijo que el dinero se había acabado. Muchos de los que él creía que nos ayudarían se habían negado. No le pregunté si se negaban porque trataba de gente que, además de catalana, era roja. Esa noche, Josep Benet temblaba. No sé si de asco», relata. Al final, llegó un cheque de Josep Andreu Abelló, uno de los fundadores de Esquerra Republicana de Catalunya. Montserrat Roig hizo varios viajes para entrevistarse con los supervivientes, pero nunca pisó un campo de concentración. «Es que no puedo, no puedo (...) Tengo la sensación de que no lo soportaría», admitió en la entrevista con Josep Maria Espinàs. Pero entrevistó a 50 personas que fueron deportadas a estos campos y recogió sus voces en una obra que está a medio camino entre el periodismo y la historia. «Más que un libro periodístico, habría que hacer un estudio psicológico», llega a decir en una carta a Benet i Jornet. También, que con cada nuevo testimonio se deprimía cada vez más. En La hora violeta, su alter ego en la ficción, Norma, solo quiere recuperar la paz interior después de escuchar historias de muerte y tortura de los deportados: «Hay que olvidar los campos nazis, olvidar el amor». Els catalans als camps nazis iba a publicarse en Francia porque Franco «parecía que no se acababa de morir, que no había manera», como le cuenta a Espinàs. Pero, muerto el dictador, vio la luz bajo el sello de la editorial catalana Edicions 62.
«Hoy nadie escucha a los notarios. No hay recompensa para los que dan fe de los datos», lamenta en La aguja dorada (1985). En 1980, la editorial Progreso, de Moscú, encarga a Roig un libro sobre el asedio de Leningrado por los nazis. Vivió en la actual San Petersburgo dos meses, durante los que dio forma a Mi viaje al bloqueo, el resultado del encargo, repleto de testimonios de supervivientes del asedio e historiadores. Pero la resistencia de la obra periodística de Roig a ofrecer respuestas sencillas la llevó a publicar, en 1985, La aguja dorada, una crónica periodística, histórica y viajera de una ciudad que la enamoró. Con sus paseos por la avenida Nevski, la recuperación de la contradictoria vida de Aleksandr Pushkin y la resistencia al asedio sexual de su guía, Nikolai, que «pretendía ser como un segundo Rasputín», Roig construye un libro que trasciende cualquier encargo, una obra de género híbrido, libre, que cosechó mucho más éxito que Mi viaje al bloqueo. En Leningrado, ejerce el periodismo de caminar y preguntar, de mirar y recordar. El único periodismo realmente posible. «Tenía miedo de pasar por aquel país sin retener las “cosas” y no los hechos; las personas y no las fechas; la vida y no la Historia, sin pisar las calles con la mirada de los pies, de verdad, cuando los pies te hacen de ojos y te conducen hacia algo que desconoces, pero que eliges inconscientemente», escribe en La aguja dorada. Con la mirada de los pies y sin dejar de hacerse preguntas, trabajó un tiempo en Televisión Española y entrevistó a personalidades del mundo de la cultura en Personatges. Sus columnas en El Periódico de Catalunya, que dieron lugar al libro recopilatorio Melindros, y en el Avui, recogidas en Un pensament de sal, un pessic de pebre, son muestras de un columnismo vivo, sencillo, literario. Su última columna se publicó el 9 de noviembre de 1991. Murió el 10 de noviembre.
Montserrat Roig es consciente de que «escribir es un privilegio». Su Horaci Duc, otro de los protagonistas de La ópera cotidiana, se arranca a teorizar ante Patrícia Miralpeix sobre la literatura y cree que «hay muchas clases de escritores». «Quiero decir, que hay algunos que lo pasan muy bien contando historias imaginarias, que es una manera de salir de uno mismo. En cambio, hay otros a los que les gusta confesarse, replegarse dentro de sus propias obsesiones. Y hay, también, un tercer tipo de escritor, que es el que a mí me gusta más: el que disfraza sus propios temores a base de inventarse personajes que, a primera vista, parecen inverosímiles». Montserrat Roig es la suma de los tres: la que inventa la historia imaginaria de un niño deforme que sale al mundo, la que se convierte a sí misma en un personaje «capaz de matar a su madre con tal de dejar para la historia una frase brillante», la que se inventa a una mujer inverosímil que hace de su vida una ópera desde su habitación. «Se necesita una predisposición especial para mirar, tocar, oler y escuchar como si fuese nuevo lo que a primera vista parece viejo, repetido, agotado», escribe en Dime que me quieres aunque sea mentira. También la propia casa, también la propia lengua, también la historia reciente. Y añade: «Hace falta mucho aerobic mental para volver a la capacidad de maravilla del niño», al placer de nombrar la realidad y de jugar con el nombre de las cosas. Y nada más. No hay trucos de magia, ni recetas infalibles, ni motivaciones ocultas. «Escribir es ir escribiendo».
TRÁGAME TIERRA: HISTORIA DE UN DELIRIO
por Sergio Ramírez
Relata Hernando Colón, quien acompañaba a su padre en su cuarto viaje, que el 12 de septiembre de 1502 se libraron de naufragar en medio de una tormenta en el mar Caribe, cerca de la costa de Centroamérica, frente a un cabo, bautizado como de Gracias a Dios en memoria del hecho. Cuando siguieron su derrotero rumbo al sur, pasaron sin advertirlo frente a la desembocadura del río, que luego sería nombrado el San Juan, por donde vaciaba sus aguas el Gran Lago, la Mar Dulce, como lo llamó el conquistador Gil González Dávila cuando lo tuvo a la vista en 1523, y cuya ribera occidental distaba unas pocas millas del océano Pacífico, la mar del Sur. Era lo que tanto buscaba Colón, el Estrecho Dudoso, el paso entre los dos mares hacia Catay, los dominios del Gran Khan, descrito por Marco Polo.
Fue Vasco Núñez de Balboa, decapitado luego por Pedrarias Dávila, quien tomó posesión de la mar del Sur en nombre de la corona en 1513; pero para atravesar el istmo de Panamá desde la costa del Caribe, a pesar de la estrechez del territorio, tuvo que abrirse paso, a pie, con su tropa, en medio de la selva cerrada. No era aquel el Estrecho Dudoso. Faltaba encontrarlo, y en 1523 Carlos V urgió a Hernán Cortés a emprender su búsqueda desde México; pero siempre eludía a los exploradores.
El escritor nicaragüense José Coronel Urtecho, dice: «… este misterio del Estrecho es la razón de nuestra existencia nacional y de nuestras venturas y desventuras internacionales…».
Cuando en 1848 se descubrió oro en California, miles se arriesgaron a cruzar el territorio continental desde la costa del este, otros se embarcaban para dar la vuelta por el Cabo de Hornos, o atravesaban el istmo de Panamá en el ferrocarril que empezaría a operar en 1855; finalmente, surgió la Ruta del Tránsito, a través de Nicaragua, la vía más rápida, barata y segura, cuando el comodoro Cornelius Vanderbilt constituyó la Accesory Transit Company. Vanderbilt y sus socios consiguieron en 1849 del gobierno de Nicaragua una concesión para el uso de la Ruta del
Fuente: wikicommons
Tránsito, y a su vez para la construcción de un canal interoceánico, a cambio de la promesa de 10.000 dólares anuales y un porcentaje de las utilidades, que nunca se pagaron. Uno de los pasajeros que atravesó entonces el territorio de Nicaragua, entre la Navidad del año 1866 y el año nuevo de 1867, fue Mark Twain, yendo de San Francisco con rumbo a Nueva York. Tenía 31 años de edad, no había publicado aún ningún libro, y en el rol de pasajeros figuraba bajo su nombre verdadero, Samuel Langhome Clemens.
Desembarcó en el puerto de San Juan del Sur en la costa del Pacífico, tomó una diligencia tirada por mulas que lo llevó por el istmo de tierra firme hacia el puerto de La Virgen, en la ribera occidental del Gran Lago, para navegar en un barco de rueda de paletas, como los del río Mississippi, hacia el puerto de San Carlos, allí donde las aguas del lago desembocan en el río San Juan; y luego en un vapor más pequeño por el curso del río, hasta el puerto de San Juan del Norte, o Greytown, en el Caribe, donde se embarcaría hacia Nueva York. Esos eran los tramos y estaciones de la ruta. De esta travesía dejó memoria en Viajes con Mr. Brown , un libro que recoge sus cartas publicadas en el periódico Alta California de San Francisco.
Cornelius Vanderbilt, y tantos otros. El canal interoceánico ha sido objeto de más de veinte intentos, promesas engaños, o proyectos con empresas y consorcios surgidos de pronto de la nada, estadounidenses, holandeses, franceses, ingleses, alemanes, y más tarde chinos, que se han sucedido desde 1824, cuando la compañía Barclay, Herring Richardson & Company hizo la primera propuesta. En 1856 Vanderbilt perdió la concesión porque uno de sus socios, Charles Morgan, se alió con William Walker, el aventurero sureño que se había apoderado de Nicaragua. Una verdadera lucha de tiburones en la que Walker salió perdiendo, pues Vanderbilt ayudó con armas y pertrechos a los ejércitos centroamericanos a expulsarlo de Nicaragua, en lo que se conoce como la Guerra Nacional.
Greytown, en la desembocadura del río San Juan, estuvo por siglos en disputa entre España e Inglaterra, y luego entre Inglaterra y Estados Unidos, y a partir de los tiempos de Vanderbilt empezaría a convertirse en una ciudad cosmopolita en medio de la selva y de la soledad, con hoteles de verandas floridas y palacetes de columnas dóricas, sucursales de bancos con escalinatas de mármol, un tranvía de caballos, lupanares regentados por madamas francesas, alamedas y avenidas, y cementerios ingleses, judíos, alemanes y masones, de los que hoy sólo quedan las lápidas rotas entre la hierba crecida. Hasta hace pocos años una draga oxidada se alzaba sobre las aguas del estuario, testigo de las obras que inició la Maritime Canal Company en 1891, para ser luego abandonadas. En 1897, el presidente, William McKinley designó una comisión para preparar un estudio, otra vez, sobre la ruta del canal por Nicaragua, donde se había producido en 1893 un abrupto cambio de gobierno al triunfar las armas de la revo-
«El escritor nicaragüense
José
Coronel Urtecho, dice: “…este misterio del Estrecho es la razón de nuestra existencia nacional y de nuestras venturas y desventuras internacionales…”»
lución liberal encabezada por el general José Santos Zelaya, quien no tardó en convertirse en dictador.
El gobierno de Zelaya otorgó en 1901 a Estados Unidos una concesión para construir el canal mediante el tratado Sánchez-Merry. El Senado de Estados Unidos entró a entonces a discutir si la ruta debería ser la de Nicaragua, o la de Panamá, y se dio así la «Batalla de los canales», que en 1902 terminó favoreciendo a Panamá, gracias a un curioso episodio. Nicaragua había emitido en 1900 una estampilla de correos, en la que aparecía el volcán Momotombo coronado por un gran penacho de humo. El agente de Panamá, Philippe Jean Bunau-Varilla, sobreviviente del desastre de la quiebra de la compañía de Ferdinand de Lessep, ocurrida en 1891, logró conseguir 90 de esas estampillas, una para
Fuente: wikicommons
«La obsesión por el canal, panacea de progreso y redención económica a través de los siglos, es la materia de una de las novelas fundamentales de Nicaragua, Trágame tierra, de Lizandro Chávez Alfaro, publicada en 1969»
cada senador. Un volcán humeante, capaz de provocar un terremoto, era el peor enemigo de una ruta canalera. Eso fue suficiente. Zelaya no cejó, sin embargo, en su empeño, y buscó el apoyo de Alemania y Japón, pero ninguna potencia estaba en ánimo de entrometerse en los designios de Estados Unidos que, de todos modos, provocó la caída de Zelaya en 1909.
Dos de las figuras malditas de la historia de Nicaragua son Adolfo Diaz, dos veces presidente bajo la intervención militar de los Estados Unidos tras el derrocamiento de Zelaya, y Emiliano Chamorro, presidente también dos veces bajo la misma intervención. El 5 de agosto de 1914, Chamorro, que era entonces embajador de Diaz en Washington, firmó un tratado con el secretario de estado William Jennings Bryan, por el que Estados Unidos adquiría a perpetuidad los derechos exclusivos del canal interoceánico « por la vía del Río San Juan y el Gran Lago de Nicaragua, o por cualquier ruta sobre el territorio de Nicaragua »
El general Augusto C. Sandino, quien en 1927 se alzó en armas contra la ocupación armada de Estados Unidos, y libró una guerra de resistencia que duró hasta 1933, escribió: «Teóricamente se nos pagaron tres millones de dólares. Nicaragua, o más bien los bandidos que controlaban el gobierno por esa época, con ayuda de Washington, recibieron unos cuantos miles de pesos, que repartidos entre todos los ciudadanos nicaragüenses no hubieran bastado para comprar una galleta de soda y una sardina para cada uno…».
El tratado Chamorro-Bryan nunca tuvo efecto, puesto que el gobierno de Woodrow Wilson lo que pretendía era impedir que ningún otro país obtuviera la concesión, ya que el canal de Panamá abría sus operaciones aquel mismo año.
Hasta que apareció de la nada el empresario chino Wang Ying, para seducir a Ortega con el cuento chino del canal, contado una vez más. La Nicaragua Canal Development
Investment Company (HKND), que tenía a Wang Jing por único dueño, fue creada en agosto de 2012 con un capital de 1.300 dólares en Hong Kong. Y el 14 de junio de 2013 se firmaba en Managua el tratado Ortega-Wang, por medio del cual Nicaragua cedía por un plazo de cien años a HKND los derechos absolutos para construir y explotar el Gran Canal Interoceánico.
Y, en el mismo paquete fantasioso, un ferrocarril de costa a costa, oleoductos, aeropuertos internacionales, puertos marítimos, y zonas de libre comercio, en territorios cedidos a la soberanía de la HKND, todo a cambio de 10 millones de dólares anuales.
El tratado apareció en inglés en La Gaceta, Diario Oficial, el lunes 24 de junio de 2013, algo que no ocurría desde que William Walker se apoderó del país y los decretos y leyes se publicaban en inglés.
La obsesión por el canal, panacea de progreso y redención económica a través de los siglos, es la materia de una de las novelas fundamentales de Nicaragua, Trágame tierra , de Lizandro Chávez Alfaro, publicada en 1969.
Lizandro, nacido en 1929 en Bluefields, puerto de la costa del Caribe, hijo de inmigrantes del Pacífico, emigró a México muy joven, empeñado en los primeros momentos en la poesía y en la pintura, y vivió en el distrito federal hasta el año de 1976, cuando se trasladó a Costa Rica para dirigir la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA); al triunfo de la revolución en 1979, regresó a Nicaragua donde fue director de la Biblioteca Nacional. Murió en Managua en 2006.
La narrativa nicaragüense entró en la modernidad con Los monos de San Telmo , el libro de cuentos de Lizandro que recibió en 1963 el Premio Casa de las Américas en La Habana; en sus páginas, la realidad de Nicaragua es diseccionada en todos sus horrores y esplendores, pasada por un tamiz de lenguaje y una concepción del relato absolutamente distinta al camino lleno de abrojos vernáculos seguido hasta entonces por los cuentistas nacionales, salvo el caso de Manolo Cuadra (1907-1957), con Contra Sandino en la montaña (1942), y el de Juan Aburto (1918-1988), que entra en sus relatos en los temas de la Managua provincial, que empieza a ser urbana.
Trágame Tierra , que aparece al final de la década del boom latinoamericano, y es finalista del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, representa la fundación verdadera de la novela nicaragüense, limitada hasta entonces a escarceos más o menos recordables. Otros libros suyos fueron las novelas Balsa de Serpientes (1976) y Columpio al aire (1999); y los libros de cuentos Trece veces nunca (1977); Vino de carne y Hierro (1993), y Hechos y prodigios (1998).
Trágame Tierra , al aparearse con la historia, se convierte en una gran alegoría, como el canal lo es a su vez de la historia de Nicaragua, la alucinación recurrente que se niega a desaparecer. Precisamente porque está erigida sobre un aparato narrativo firmemente asentado en la historia del
«Trágame Tierra, que aparece al final de la década del boom latinoamericano, y es finalista del Premio
Biblioteca Breve de Seix Barral, representa la fundación verdadera de la novela nicaragüense, limitada hasta entonces a escarceos más o menos recordables. Otros libros suyos fueron las novelas Balsa de Serpientes (1976) y Columpio al aire (1999); y los libros de cuentos Trece veces nunca (1977); Vino de carne y Hierro (1993), y Hechos y prodigios (1998)»
país, nos ofrece otra lectura, descarnada y valiente, de lo que se dio siempre en llamar, de manera eufemística, «el ser nicaragüense», oculto hasta entonces tras veleidades y ambigüedades, y que en esta novela se nos revelan sin concesiones a ningún pudor. En ella quedó registrada toda una crónica nacional de la frustración y la hazaña, lo sueños de la gente común, y los engaños del poder.
Uno de los personajes, Plutarco Pineda, sobreviviente de las crónicas guerras civiles entre liberales y conservadores, no se rinde ante la idea de que algún día se abrirá el canal y entonces se hará rico porque posee una manzana de terreno en las márgenes del río San Juan, cuya venta podría negociar con los constructores extranjeros que llegarían a ensanchar sus riberas y a construir las esclusas. Entonces, el progreso de verdad habría llegado por fin al país; a Plutarco Pineda no le importaba de quién era el canal.
Cuando una novela se vuelve espejo de la historia, o presenta claves maestras para interpretarla, puede leerse hacia atrás, o hacia adelante, y en este sentido es capaz de predecir el futuro.
Igual que en Trágame Tierra , con la fantasmagoría del canal, Ortega ha hizo despertar en muchas cabezas los sueños imposibles de Plutarco Pineda, y la imaginación popular se encendió con las visiones de los barcos de gran tonelaje atravesando las aguas del territorio partido por la mitad, pero próspero y rico, como se le ha fantaseado cada vez que el virus de la felicidad, inoculado por el discurso del poder, vuelve a apoderarse de los cerebros. La idea fija, siempre de regreso, se planta en el escenario y parece cada vez nueva, como recién inventada, aunque detrás arrastra una cauda de repeticiones y frustraciones. El fracaso recurrente de la fantasía que se hace humo. En la ruta por donde se iba a excavar el canal chino de Wang Ying, diez años después de firmado el tratado siguen pastando las cabras y las vacas en el monte crecido.
Un terco pretexto soldado a la historia de un país que sigue siendo tan pobre como en el siglo diecinueve, cuando los barcos de la Compañía del Tránsito del comodoro Vanderbilt surcaban el Gran Lago y el río San Juan, y Mark Twain pudo ver la cortina gris de la lluvia cayendo en una ribera, y el sol esplendoroso alumbrando la otra.
BI BLIO TECA
En desiertos de tedio, un oasis de horror
Sara Barquinero Los escorpiones
Lumen
816 páginas
Cuando Roberto Bolaño estaba a punto de morir, escribió una conferencia a la que tituló Literatura + enfermedad = enfermedad, una conferencia larga, llena de epígrafes, que se publicó póstumamente en su libro El gaucho insufrible. En uno de esos epígrafes, “Enfermedad y callejón sin salida”, Bolaño analiza “El viaje”, un mítico poema de Baudelaire que describe como “lúcido y delirante” —Bolaño siempre supo escoger los adjetivos perfectos—. El poema es largo también, es un poema sobre la aventura y sobre el horror y comienza con la mirada de un niño que ama los mapas y las estampas. Los tripulantes del barco emprenden un viaje hacia el horror, un viaje que saben que los llevará por territorios desconocidos, a ver qué encuentran, a ver qué pasa, pero antes de partir, es necesario que los viajeros renuncien a lo que tienen, a todo lo que arrastran, porque para viajar de verdad no deben tener nada que perder. Más que un viaje de descubrimiento es un viaje hacia el abismo mismo. El día que comencé a leer Los escorpiones (Lumen, 2024) de Sara Barquinero, sentí algo parecido a lo que debieron de sentir los viajeros del poema de Baudelaire, leía y leía, la prime-
ra tarde había recorrido trescientas tres páginas y ya estaba dentro del mismísimo abismo, sin posibilidad de salida. En esas primeras trescientas páginas, Barquinero ya ha desvelado las claves sobre los dos protagonistas y sobre uno de los personajes secundarios: Sara, Thomas y Fabrizio/ Manuel/Marta. Y, además, ha lanzado los hilillos de los que el lector deberá tirar y tirar hasta la página 804. Estoy en el barco, quiero decir, en la novela, estoy dentro y me dejo llevar por las aguas de esta tempestad. Me he olvidado de que estoy leyendo como crítica, he dejado de tomar notas, de subrayar líneas, estoy gozando con la lectura. Abrumada, inquieta, por momentos, incómoda, pero muy adentro, como si yo pudiera ser, al mismo tiempo, Sara y Thomas y Manuel. Y paro, cómo no parar, respiro y acomodo las piernas y los brazos, no es fácil sostener entre las manos un volumen así, tan pesado, abro y cierro los ojos, la letra es pequeña, se me nubla la vista. Y me doy cuenta de que esta novela es como una espiral, una espiral de soledades, una soledad que da vueltas indefinidamente alrededor de otra soledad, alejándose más en cada una de las vueltas, una soledad que no tiene fin.
En Los escorpiones hay algo de David Foster Wallace que tiene más que ver con la cultura pop, que con su denso estilo porque la prosa de Barquinero es accesible, comparte códigos con la narrativa comercial, es una novela que podría leer todo el mundo si fuera posible tener el tiempo, la atención y el descanso para leer ochocientas páginas sin pausa, sin prisa. Me parece intuir en la voz de Sara —la protagonista, no la autora—, algo de Alexandra Kleeman y su novela Tú también puedes tener un cuerpo como el mío (Gatopardo, 2020), algo de Ottesa Moshfegh en Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2019), incluso matices de la Natalia de Un amor (Anagrama, 2020) de Sara Mesa, todas ellas, mujeres al borde, con cuerpos heridos, supervivientes de la soledad, mujeres sometidas a grandes niveles de violencia que buscan una salida, en muchos sentidos, autodestructiva. Creí ver en Seymour Tyler, otro de los personajes secundarios que firman una de las novelas dentro de Los escorpiones, ecos del Vernon de Virginie Despentes. Hay fragmentos brillantes, lúcidos, como cuando Sara se encuentra con Fabrizio en Barcelona después de haber estado
chateando un tiempo, la incomodidad, la necesidad de agradar, la dificultad de generar vínculos que no estén sometidos a la misma violencia de la que se quiere escapar: «Fabrizio insiste en desayunar fuera, en una churrería con letrero de neón que está justo debajo de su casa, y también insiste en que le llame Manuel y en que le cuente todo sobre mí, como si conocerme fuese un acto de penetración en mi conciencia. Los días se desenvuelven a través de paseos por la ciudad y conversaciones eternas sobre los mismos temas (…) Fabrizio —Manuel— quiere saber con cuántas personas me he acostado, cuánto tiempo y qué pensé exactamente en cada una de esas veces». Y Thomas, estoy con Thomas en su pueblo, en la pospandemia, paseo con él por los caminos con Mayordomo, su perro, lo acompaño en esa casa familiar destartalada, una capa sobre otra capa y otra capa más de memoria. Y asisto con Manuel a esos primeros encuentros cibernéticos, un espacio tan grande como un océano donde buscarse a uno mismo, donde escapar del bullying y ser otra.
A estas alturas del libro, puedo verlo, Sara Barquinero es una buena novelista, para mí no hay duda. Y una grandísima lectora. Siempre he pensado que quienes mejor escriben son quienes más y mejor leen. Sería una tarea imposible descifrar las decenas, los cientos de referencias que sostienen los andamiajes de esta novela. Una novela que tiene dentro cinco novelas y dos interludios que para mí, sin duda, es una única novela toda entera, oscura, profunda y, sobre todo, muy política. Sara Barquinero ha querido entretenernos con una gran y terrible conspiración en torno a un videojuego El lamento de Orión que, supuestamente, provoca la muerte por inanición de sus jugadores, una conspiración internacional que abarca un siglo entero —desde la Roma de los años veinte hasta 2025 en Nueva York— para hablarnos de los temas que ocupan nuestra conversación cotidiana: lo solos que estamos, la desidia que arrastramos, la ausencia de tiempo, ilusión, espacio para pensarse, para sentir, la destrucción de los vínculos comunitarios, la necesidad
de sentirse amado, querido, deseado, escuchado, la identidad de género, el suicidio, el pesimismo que todo lo invade negándonos la posibilidad de esperanza, de reimaginar el mundo y la propia vida, el capitalismo, el capitalismo como un sistema insostenible que nos individualiza, las adicciones como desconexión del propio dolor, la soledad, la soledad, la soledad. Mi personaje favorito de todo el libro, un personaje muy secundario que podría pasar desapercibido es Margherita Vitale. Ella escribe una de las cinco novelas, Bajo astral, que no es solo una novela, sino una autobiografía que cuenta su vida del 11 de junio al 23 de diciembre de 1922 en Roma. Extraería estas páginas para leerlas una y otra y otra vez, por separado, porque explican algo clave para entender la novela, pero pueden leerse sueltas como una autobiografía que no dejaba de recordarme a El cuaderno prohibido de Alba de Céspedes y al relato “Verano” de Natalia Ginzburg. Son literatura autobiográfica feminista de primera. Es la caída al abismo de una mujer que acaba de abortar, una mujer que, como escribía Ginzburg, se ha cansado de ser mujer y que tiene asco en el corazón: «Jugamos al ajedrez, comimos marisco, nos acostábamos cada noche, todo lo que hicimos durante nuestra luna de miel. Pero si alguien se hubiese fijado, se habría dado cuenta de que nuestros gestos tenían algo de actuación. La edad de oro había terminado, y era imposible predecir qué vendría después, así que actuábamos como debía de hacerlo Teodosio cuando intuía que su imperio estaba a punto de romperse. Al acostarnos yo me esforzaba por ver si algo había cambiado, si Giacomo tenía nuevas técnicas o manías, fruto de su experiencia con Bianca. ¿Le gustaba antes que me diese tanto la vuelta? ¿Había mejorado su manera de tocarme? No era capaz de recordarlo con certeza, pero a menudo me despersonalizaba; en un afán por fijarme en los detalles, fingía orgasmos o los tenía de verdad y me sentía desvalida después».
Había una parte de mí que no quería que la novela acabara. Podría haber leído
doscientas, trescientas páginas más, no tanto sobre la conspiración como sobre Sara y Thomas. Pienso que, al final, después de tanto abismo, tanto dolor, tanta pérdida, lo único capaz de salvar el mundo y salvarnos de nosotros mismos es tener a un amigo con el que compartir la soledad. Los escorpiones bebe, se nutre o quizá sea al revés, de las anteriores novelas de la autora. La angustia de sus protagonistas está en la Emma de Terminal (Milenio, 2020), su primera novela, y en la protagonista de Estaré sola y sin fiesta (Lumen, 2021) y en su necesidad de rastrear la vida de Yna, personas solas que se buscan en el abismo, el amor como una obsesión, la necesidad de encontrar algo que los salve, la dificultad de encajar en un mundo que los arrastra con sus inercias sociales. Y duelo, hay muchísimo duelo en toda la obra de Sara Barquinero. Vuelvo a Bolaño, inevitablemente, porque Bolaño no se acaba nunca, y entre todas las referencias y todos los libros y todas las ideas contenidas en Los escorpiones, me quedo con Bolaño y con Baudelaire. «¿Qué sucede si lo único que siento son pequeños oasis de dolor en un desierto de aburrimiento insoportable? Entre el horror o el vacío ¿qué potencia a qué?», pregunta Sara en sueños a Fabrizio. Para salir del aburrimiento, del punto muerto, explica Bolaño, lo único que tenemos es el mal. «Un oasis siempre es un oasis». Y vuelvo a los versos del poeta que son, además, la cita con la que abre 2666, porque no hay nada dejado al azar en Los escorpiones:
Monótono y pequeño, el mundo, hoy día, ayer, Mañana, en todo tiempo, nos lanza nuestra imagen: ¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!
por Carmen G. de la Cueva
Mónica Ojeda y el canto de los lagrimales de la tierra
Mónica Ojeda Chamanes eléctricos en la fiesta del sol
Literatura Random House 287 páginas
«Los volcanes son los lagrimales de la tierra», asegura Mónica Ojeda. Tan bonita afirmación aparece en dos libros diferentes: la colección de relatos Las voladoras (2020) y su más reciente novela, la cuarta que publica hasta la fecha, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol. Allí, la autora narra cómo la joven Noe encuentra el sentido de su vida en medio del páramo ecuatoriano, durante la quinta edición de un megaconcierto llamado el Ruido Solar, el año 5540 del calendario andino. Y, más concretamente, durante el posterior rencuentro con el padre que la abandonó hace una década, cuando ella era apenas una niña de ocho años.
Noe nunca toma la palabra. En cambio, lo hacen su mejor amiga (Nicole), su padre (Ernesto) y tres personas más del grupo de seis que la acompañan al espectáculo de siete días y ocho noches: Mario, Pedro y Pamela (Pam). A partir de las voces de Nicole y Pam se relata la experiencia transformadora de la música en el comportamiento de la protagonista. «Recordé las palabras del yachak sobre el nacimiento de los chamanes: uno es yachak por herencia, por enfermedad o por tragedia», cuenta Nicole: «Una vez un rayo mató a
una mujer y otro rayo la revivió. Ella fue yachak y enloqueció, pero yachak fue». Los testimonios de Mario y Pedro relatan las revelaciones chamánicas y los momentos orgiásticos que guarda el cinturón volcánico del golfo de Guayaquil. La polifonía de la obra se completa con un coro de Cantoras, a través del cual entran en la narración elementos asociados al paisaje andino, como el cóndor y las cuevas.
Si uno de los ejes de la transformación de Noe es el hacer de los chamanes en las entrañas de la tierra, la roca «madre» del sistema montañoso andino, el otro es la visita a Ernesto, el padre que parece más preocupado por la salud de su perro Sansón que por el estado mental de su hija. El arquetipo de la madre, fundamental en su novela anterior, Mandíbula (2018), queda aquí en un segundo plano, encubierto por el potente imaginario de la montaña. Como ya se anunciaba desde Las voladoras, el modelo que toma la palabra (literal y literariamente) en esta novela es el del padre. Ojeda opone a ese mítico señor-del-cielo, la Madre Tierra, representada por el páramo. Se trata del dios-padre en la versión judeocristiana. «En un principio era el verbo y el verbo estaba con el
padre, y el verbo era el padre», es la frase de reminiscencias bíblicas que inicia el relato en la sección «Cuadernos del Bosque Alto», que escribe Ernesto. «La palabra del padre, en cambio, no empieza ni termina en la lengua de un hombre: guarda consigo la totalidad del tiempo y de la especie», añade más adelante.
El leitmotiv de la bruja, tan central a los cuentos de Las voladoras, también aparece en esta novela, solo que desprovisto del discurso de género que tenía en textos como el que titula la colección, «Sangre de mi sangre» o «Cabeza Voladora». Es más: aunque aparece la bruja —o el recuerdo de una abuela bruja, más bien—, Ojeda la reduce a una pincelada en el recuerdo del hijo Ernesto, muy por detrás de la más importante caracterización de los guías espirituales de la montaña, a veces llamados yachaks, y otras simplemente, chamanes.
Más lírica que narrativa.
El tono elegíaco es el rasgo fundamental de esta obra más lírica que narrativa, aunque el acontecimiento infortunado que cuenta permanece difuso: ¿se trata de la desaparición en la montaña de quie-
nes van huyendo de la violencia urbana de Ecuador? ¿o se trata, más bien, de lo difícil que resulta la conexión entre Noe y Ernesto? Otra posibilidad es que lo narrado en la novela sean los últimos momentos de una cultura ancestral (quizá vista desde el futuro) antes de que la arrastre la lava de un volcán en erupción. Si bien el coro de las Cantoras tiene un vínculo evidente con la tragedia griega, este me parece el aspecto menos elegíaco de la obra, si acaso se trata de un contrapunto alegórico con las tramas de la polifonía.
Más allá del tono, que ya es bastante, aquello que convierte a Chamanes eléctricos en la fiesta del sol en una apuesta lírica es que las decisiones de forma y fondo, Ojeda las toma desde el oficio de poeta. No es de extrañar que tenga dos poemarios publicados: El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2019). En cuanto a la forma, la obra presenta pasajes cuyo estilo es el verso libre. Como cuando Nicole cuenta el inicio de su amistad con Noe: «Teníamos dieciocho años y ya habíamos soportado más de una docena de terremotos.
«Quince volcanes erupcionaron antes de que nos hiciéramos amigas.
«Treinta permanecieron activos.»
Destaca que la historia de Noe se narre siempre desde el punto de vista de los testigos, jamás en la primera persona, incluso su transformación en bruja o chamana. Esta decisión de fondo oculta la epifanía de la protagonista en las voces de los demás personajes, convirtiendo lo que habría podido clasificarse como una novela de formación en una ficción literaria que apela al largo poema en prosa donde a ratos se coquetea con los géneros de la distopía y las aventuras.
Desde la polifonía del páramo.
«Imaginábamos estar en una cabeza gigante que se miraba a sí misma», cuenta Pedro: «La idea nos asustaba, pero para calmarnos pensábamos en el sonido que lo inició todo, en la explosión de la que quedan aún señas en el espacio». Él y su novia Carla son personajes de una breve trama romántica que se redefine en la metáfora
de la relación entre los humanos y la montaña; por eso, el nombre de este narrador —cuyo significado es «piedra»— no parece una elección casual. Otra breve trama es la de Mario. Él va al páramo con Adriana y Julián disfrazado de Diabluma, una suerte de espíritu dionisíaco, más allá del bien y el mal, hecho a la medida del Chimborazo. «El aire enfermo sale de la música y golpea las piedras», dice, citando las explicaciones de los guías espirituales de la montaña: «Entra en los cuerpos y les crea mal de espanto. Así llaman los yachaks al miedo profundo que ahuyenta a la sombra». La interpretación arquetípica de la montaña como el eje del mundo y lugar para la comunión con lo inefable (por aquello de la elevación espiritual) se sustituye aquí por el poder transformativo de la música. Pero no de cualquier género musical. Si bien los personajes definen al Ruido Solar como un festival «retrofuturista», la descripción de Ojeda le atribuye los rasgos paganos de las religiones precolombinas, combinándolos con los géneros musicales urbanos herederos del hip hop y del rap. «Un grupo cantó un trap de Jojairo y algunos se ofendieron porque la canción exaltaba el narcotráfico y las armas, que era de lo que veníamos huyendo, y hablaba de asesinatos y del señor de los cielos y de los rifles y de los Tiguerones, y eso sí que nadie lo soportó», explica Pam. La alusión a la cultura popular aquí es sutil, se resume a la referencia a los géneros musicales o la terminación de algunas palabras en «-e» para referirse al sujeto de género neutro, en las voces de algunos de los jóvenes. Esto representa un cambio con respecto a sus dos novelas anteriores, donde la cultura popular está al centro. En Nefando (2016), el argumento se construye a partir de un videojuego de pornografía infantil en la deepweb y, en Mandíbula, las historias de terror escritas y compartidas a través de Internet llamadas creepypastas informan los gustos eclécticos de las jóvenes protagonistas.
Las alusiones a la crisis social de Ecuador en la cita del párrafo anterior son evidentes. Tiguerones es una banda criminal cuya zona de influencia son las cárceles de Guayaquil. Y Jojairo fue (le asesinaron
en 2021) un cantante famoso por las letras explícitas de sus canciones en donde se tratan temas como la delincuencia, el sicariato y la prostitución. Pero esas alusiones se limitan a focos inaprehensibles de la violencia que suman a la vocación lírica de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol. «La gente del Ruido estaba súper asustada, super jodida y no quería oír música que hiciera una épica de la vida de los narcos, sino una que sublimara la violencia que estábamos viviendo y refundara el mundo, o sea, el canto de los muertos», continúa Pam su explicación.
La poderosa imagen de los volcanes como lagrimales de la tierra encubre las razones por las que cada persona llega al páramo (para buscar aventuras, una comunidad utópica o la epifanía, entre otras). Sintetiza el dolor de la violencia sin explicitarla, a través de alegorías. Ese sentido lírico puede resumirse en una cita que aparece en la novela, atribuida al polímata y explorador prusiano, que murió fascinado por la geografía de las Américas, Alexander von Humboldt: «Los ecuatorianos duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes y se alegran con música triste».
por Michelle Roche Rodríguez
La confección de la identidad
Lucia Lijtmaer
Casi nada que ponerte
Anagrama 200 páginas
Antes de Milei y los millennial, antes de que Argentina ganara su tercera Copa Mundial de fútbol, en el momento en el que ninguna mano de Dios pudo salvarnos de la Gran Recesión, en plena crisis de 2008, Lucía Lijtmaer comenzó a escribir su primer libro, Casi nada que ponerte. Lo hacía como un proyecto de crónica-reportaje sobre dos hombres, Simón y Jorge (nombres ficticios, los originales sí estaban en la primera edición), que crearon y regentaron una famosa y exitosa boutique de ropa de lujo de mujer en Buenos Aires. El proceso de documentación resultó sencillo para una joven escritora que había nacido en Argentina, aunque se hubiera criado ya en España en un hogar de inmigrantes argentinos que tenían relación personal con la pareja -sentimental y empresarial- de protagonistas. Resulta que aquellos hombres amigos de su familia que ella recordaba de sus viajes de pequeña habían marcado varias décadas en la moda y el ambiente social femenino porteño, y su cercanía a las fuentes y al país protagonista de la crónica facilitaban el trabajo. Pero al igual que el resto del planeta y especialmente que Argentina,
en perpetua recesión, Lucía Lijtmaer no se libró de la gran crisis, en su caso de identidad, tanto personal como creativa, y cuando su narración sufrió un giro al colocarse ella como narradora, escribir esta historia se convirtió en una dificultad, y su crónica-reportaje en esta novela que leemos. El resultado, terminado en 2011 y publicado en 2016 en Los Libros del Lince, se ha reeditado en 2023 en Anagrama, tras el éxito de su novela Cauterio en 2022 en esta editorial.
En un par de momentos de la novela se dice que Simón, la parte creativa del negocio de moda (en ambos sentidos), nunca pudo partir de cero y crear sus diseños de la nada, sino que él modificaba y añadía a lo ya confeccionado. Exactamente eso pasa con la identidad de Lucía Lijtmaer, ella se da cuenta de que la confección de su identidad pasa por superponer sus capas a las variadas superficies previas, a las narrativas ya existentes, como la historia que está contando. Así, se va mezclando la narración de la historia de Simón y Jorge con la de la propia Lijtmaer. La vida de los modistos y empresarios es también la de la historia argentina reciente, desde la dictadu-
ra de Onganía a la dictadura militar y el proceso posterior a las elecciones democráticas de 1983 en la postdictadura; en ella transitan el glamour y el ambiente embriagador del lujo de La Colorada, el edificio de ladrillo en el que tenían su negocio. Allí gastaban cantidades locas de dinero las ricas argentinas (las «gallinas cluecas»), sobre todo las mujeres de los milicos e industriales exportadores, y allí se representaba la progresiva apertura de Argentina al mundo con los viajes de la pareja a Europa y posteriormente a Nueva York para copiar modelos y comprar género. Pero también asoma la pobreza, tanto en la infancia de Simón como en la observación de las villas miseria, los basureros con habitáculos en las afueras de las grandes ciudades argentinas, «la mugre de la gran urbe». La vida de Lijtmaer se evoca intercalada desde su niñez y adolescencia, tanto en sus visitas puntuales a lo largo de los años a su familia, como en su estancia más larga en Santa Fe, pero también en su vida habitual en Barcelona, donde su condición de hija de inmigrantes con apellido judío polaco va creando una identidad ecléctica, pero compartida y no exenta de tópicos
(las cuatro amigas que comparten origen tienen un primer amor argentino y, por qué no decirlo, camelador): «ser hijo de emigrantes te convierte en una isla en medio del Pacífico. Tu pasado es una narración. Es como tener la cabeza metida en un tupperware». La analogía entre ambas historias de vida (herramienta que retoma de nuevo desde la ficción en Cauterio) le hace comenzar con una puesta en marcha paralela: «desplazarme de mi origen a su origen» -literalmente, porque viaja a Campo Sagrado, Córdoba, donde se crió Simón-, por eso Jorge le dice «Vos querés una historia del tipo de la magdalena de Proust, ¿no?». Así se va confeccionando la identidad de unos y otros, partiendo de las valijas de ropa del exterior y del pasado, tratando de ir configurando el tono a la vez que se cose la narrativa: «Ahí debería de haber aprendido que la nostalgia, cuando es heredada, es falsa y no sirve para nada. Pero todavía me costó un poco más».
No es la de esta última cita la única muestra de autoconsciencia de la narradora y el relato. Según cuenta ella misma, en el inicio de la acción Lijtmaer era lectora para una editorial que publicaba las ganadoras de un concurso de crónicas de viaje, y por tanto es capaz de identificar los recursos y marcas del género con el que está lidiando para construir esta novela, que es precisamente la historia de cómo se construye este libro desde el germen de una crónica de viaje. «Dentro de esta narrativa, hay un hueco», y en el hueco un recordatorio constante del proceso de escritura, tanto en los momentos en los que cuenta a otros personajes sobre sus avances y sus dudas como en los comentarios de la narradora a escenas o fragmentos ya escritos: «Esta escena funciona perfectamente, pienso».
Precisamente de escenas, en toda su teatralidad, está confeccionada buena parte de la obra. Dividida su estructura en un «Antes», «Durante» y «Después», toda la sección «Durante» está escrita en formato dramático, con actos, un entreacto, escenas, el nombre de quienes
intervienen en el diálogo, la voz en off de Lijtmaer, acotaciones, etc. Esta técnica no viene solo propiciada porque la materia del libro se base en las entrevistas dialogadas con los protagonistas de su viaje (Jorge, Simón y sus empleadas, amigas, clientas y hermana), sino sobre todo por la concepción del mundo que Lijtmaer descubre en la ropa, convertida en vestuario cuando dejamos que nos defina en lugar de simplemente proyectar o cubrir nuestra identidad (el hábito hace al monje). Simón y Jorge entienden su negocio como juego de espejos: «En el mundo, siempre hacemos una representación de nuestra vida», le dicen a la narradora. El lujo que envolvió su vida les señalaba la idoneidad del tópico del theatrum mundi, como si conocieran las propuestas teóricas del sociólogo Ervin Goffman, quien en The Presentation of Self in Everyday Life utiliza la retórica teatral para explicar que en la interacción social el individuo trata de desentrañar mediante un horizonte de expectativas y a través de unos signos y unas interpretaciones qué esperar o cómo reaccionar ante otros individuos. En esa interacción social el individuo actúa de una manera y los otros son impresionados, en el sentido de que crean impresiones, por los signos que se presentan, por la expresión que emite y por la que emana del «actor». En el caso de Simón y Jorge no solo las personas son personajes y la ropa vestuario, también el espacio es decorado, porque la boutique que regentaban en La Colorada era la puesta en escena de una casa, con su cocina, sus baños, su salón, etc., pero sin funcionar como tales, como mero atrezo de toda una representación que se va disolviendo por las crisis nerviosas de Simón y sus obsesiones, que contagian también a la narradora, obsesiva por el detalle y la minucia narrativa o dramática. Lo mismo ocurre a veces con las calles de las ciudades argentinas, que son la utilería de la representación vital de la narradora, del estilo de «En esta calle me enamoré yo». Casi al final de la novela, Simón le dice a Lijtmaer, como en una anagnórisis especular para
poner el broche a su obra: «Detrás del telón no había nada, nena».
Podemos decir, sin embargo, que había muchas cosas detrás de la cuarta pared, porque la historia de la alta costura de los modistos no trata solo sobre las apariencias que creaban, ni la novela solo sobre el hecho de escribirse a sí misma y rubricar la identidad, sino que trata también del amor improbable entre dos muchachos humildes y su éxito y caída, del amor a la familia que parece estar siempre fuera de lugar o de las estrellas que llegaron a ser pero observamos a años luz, cuando su brillo está ya hace tiempo extinto. La iluminación del presente por el pasado, especialmente el argentino, no evita tropezar en la misma piedra (no hace falta volver a nombrar aquí a Milei), pero sí nos ayuda a ver que las rupturas en las expectativas personales, las anquilosadas estructuras sociales y las opiniones dominantes son posibles y sirven para abrir grietas hacia el futuro. Lucía Lijtmaer, crítica cultural y aguda analista del presente, partió hace muchos años de la alteridad de la crónica a la identidad de la autoficción, para apuntar desde ahí a las identidades colectivas, especialmente desde el feminismo y la ficción.
por Cristina Gutiérrez Valencia
Tres generaciones uruguayas en una novela violenta y fragmentaria
Rafaela Lahore Debimos ser felices Montacerdos
«Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio. La tarde en que la leí, estábamos en su casa y yo tenía más de veinte años». Es difícil no engancharse con el inicio de la novela Debimos ser felices, ópera prima de Rafaela Lahore (1985). La escritora uruguaya, afincada en Chile, debuta con una indagación en el pasado familiar que avanza en primera persona mediante párrafos breves, incluso brevísimos, a razón de uno por página (salvo al final), recurso, si no nuevo, administrado con eficacia. Cada fragmento opera como un texto relativamente autónomo, sugestivo, a la manera de estampas, en el sentido que se le da a esta palabra en un libro como Alhué. Estampas de una aldea (1928), de José Santos González Vera. Hay en la novela de Lahore, como en la del chileno, descripciones lacónicas, de prosa cuidada y puntuación irreprochable que, lejos de idealizar bucólicamente el entorno rural del norte uruguayo, se detienen, sin perder el aplomo, en episodios absurdos y brutales. Algunos se remontan al siglo XIX, como la masacre de charrúas perpetrada en 1831 por el coronel Bernabé Rivera, capturado un año más tarde por los nativos sobrevivientes, quienes le dan una muerte atroz.
A la región que debe su nombre al militar, en un campo situado a cuarenta kilómetros de Brasil, se van a vivir los abuelos maternos de la protagonista después de casarse un día de 1946. Eran primos hermanos. Él se llamaba Amantino, un hombre al que la narradora no alcanzó a conocer y que se negó a llamar «mi abuelo», tratándolo siempre por su nombre («como si fuera un personaje histórico, un extranjero, un enemigo»), caracterizado en el libro con rasgos violentos y un manifiesto desapego parental:
«Para Amantino sus hijos nunca tuvieron nombre.
Ernesto era el rengo. Braulio, el pajero. Mi madre, la loca.»
La huida será el único recurso para escapar de esta fuerza anuladora. Tarde o temprano, los integrantes de la familia, salvo uno, se marchan de casa, incluyendo a la esposa. «Ernesto se convirtió en médico. Braulio, en hombre de campo. Mi madre en profesora de literatura», cuenta la novela. En Montevideo, estudia en la universidad, hace clases en liceos, acumula libros,
Rafaela Lahore Debimos ser felices
La Navaja Suiza
se casa después de los 36 años y tiene una hija a la que hace dormir cantándole —con alguna variante— «Érase una vez», el conocido poema breve de José Agustín Goytisolo musicalizado por Paco Ibáñez: «Había una vez un lobito bueno, al que maltrataban todos los corderos».
A pesar de que el tiempo narrativo de la obra coincide, parcialmente, con el de la dictadura uruguaya (1973-1985), esta última se menciona solo una vez en el texto y de manera tangencial, a propósito de un profesor de historia que estuvo preso, y que llega al colegio donde hace clases la madre. Su matrimonio es, a esas alturas, una mera relación de buena vecindad y se enamora enseguida del nuevo colega. Solo hablan una vez, banalidades, pero «le gustaría criticar, despotricar, hablarle del miedo que sintió a veces». Nunca se atreve a decirle lo que siente. Se reprime. Podemos preguntarnos si, hasta cierto punto, y guardando las proporciones, no sucede con Debimos ser felices lo que pasa con la novela autobiográfica Crónica familiar (1947), de Vasco Pratolini, escrita en forma de una carta al hermano del que el autor fue separado cuando niño. Una narración sobre la que Juan Forn observó «que en sus páginas no se menciona ni una
sola vez la palabra Mussolini, pero casi se puede tocar el fascismo en su atmósfera».
En la novela de Rafaela Lahore, los recuerdos de Montevideo se van alternando, en un relato no lineal, con escenas del campo que, a pesar de la distancia, nunca queda atrás. Del rancho llegan noticias de hijos no reconocidos («No hay que andar desparramando el apellido»), episodios de locura, intentos de suicidio y accidentes fatales. «La muerte es tener moscas sobre la cara», reflexiona la protagonista, todavía adolescente, después de asistir a un funeral. Es destacable cómo Lahore captura en un detalle nimio toda la carga ominosa de un concepto. Varias páginas antes, cuando evoca una noche de verano junto a su madre, su abuela y sus tías en la ciudad de Rivera —fronteriza con Brasil—, expresa la inquietud que le causa, a los once años, ver las moscas posadas en las pantorrillas de las mujeres mientras estas conversan y se pasan el mate, sin tomarse siquiera el trabajo de espantarlas. «Siento que la vejez es eso y me da un poco de vergüenza», piensa. Sutil pero revelador desplazamiento metafórico. Si la vejez es tener moscas en las piernas, la muerte es tener moscas sobre la cara. Debimos ser felices está llena de estas imágenes dobles que se mueven, combinan y reflejan unas en otras, alcanzando distinto valor según el lugar que ocupan en el relato. Si el abuelo se arroja a un pozo y lo internan en un hospital psiquiátrico, su hija en un episodio anterior mata involuntariamente un pájaro (un benteveo) al disparar contra la rama de un árbol con un rifle de aire comprimido. Ambas imágenes confluyen en una nueva, en otro pasaje, cuando la madre visita a la narradora, que se ha ido a vivir a Chile: «El pasado es un pozo en el que suelo asomarme a veces, pero a vos te hizo caer, como cayó el cuerpo de Amantino, como el benteveo, como si se pudiera estar siempre cayendo».
Debimos ser felices toma su título de una frase dicha por la madre cuando mira una fotografía en la playa donde aparecen ella, su hija y la abuela. Melancólica reflexión, por cierto; familiar para quienes echan una mirada retrospectiva a una edad en la que ya no se pueden cambiar las cosas. La
irreversibilidad de lo vivido es un motivo literario que, en el siglo XX, frecuentaron narradores como Henry James («La bestia en la jungla»), Kafka («Ante la ley») y Dino Buzzati (El desierto de los tártaros), en variaciones infinitas. La novela de Lahore nada en esas aguas, pero con un estilo propio de nuestro tiempo.
Nos referimos a lo que el crítico Vicente Luis Mora advirtió en 2015, desde las páginas del número 783 de Cuadernos Hispanoamericanos, y que más tarde desarrolló extensamente en un estudio incluido en el volumen Grietas (2022), de Teresa Gómez Trueba y Ruben Venzon (editores). «En nuestros días el fragmento está más vigente que nunca en las letras hispánicas», escribe Mora, comprobando la influencia del texto corto sobre la novela, su infiltración en este género literario, el retorno de las formas breves y la creciente presencia de obras narrativas escritas en modo discontinuo desde mediados de los años 90. En una larguísima enumeración, Mora menciona desde Fabulosas narraciones por historias (1996), de Antonio Orejudo, hasta LUX (2021), de Mario Cuenca Sandoval, solo por nombrar los extremos de un arco temporal que abarca también a numerosos autores latinoamericanos, incluidos Mario Bellatin, Álvaro Bisama y Valeria Luiselli.
El crítico español distingue dos tipos de novelas: las fragmentarias, «compuestas por esquirlas parecidas a secuencias», término que remite a una «continuidad» o «sucesión de cosas que guardan entre sí cierta relación» (Diccionario de la Lengua Española), y las discontinuas, de naturaleza más radical, en las que predominan los «pecios exentos», centrípetos, incomunicados, a los que Mora compara con «mónadas sin ventanas». La novela de Lahore, resulta evidente, pertenece al primer grupo. Pero más allá de las taxonomías, lo que asombra es la certera explicación que Mora propone sobre los orígenes de esta explosión fragmentaria en la que, según creemos, se insertan obras como Debimos ser felices. La fractura y división del discurso sería fruto, en gran parte, del modo sincopado en que recibimos la información en la actualidad. Sobre todo, a partir de la
irrupción de internet, que favorece la «micro-escritura», definida por Martín Prada en los siguientes términos: «La historia del presente se está escribiendo en mensajes de escasos caracteres, en una revitalización del aforismo, del texto fragmentario. No es tanto narración o crónica sino proliferación de impresiones. Es la fase “micro” del lenguaje, tanto en su extensión, el post, el tuit, como en su espectro de referencia: lo personal, lo más particular».
Debimos ser felices se inserta en esta corriente de micro-escritura que fusiona memoria y ficción, pero sobre todo manifiesta desde su título un malestar que, según Vicente Luis Mora, es común a buena parte de la narrativa del fragmento. Una angustia estructural, profunda, disconforme con nuestro entorno y nuestro quehacer creativo, pero que el crítico español pretende dar vuelta, convirtiendo su pathos en un ethos y su ansiedad en un ejercicio de consolación boeciana de la existencia: «Permítanme apuntar que las novelas discontinuas y fragmentarias pueden representar también nuestra humildad: la consciencia de las limitaciones que tenemos como especie, como artistas, como pensadores». Si Mora apela, con voluntad optimista, al principio esperanza de Ernst Bloch —recordando que todo fragmento es una utopía limitada—, Rafaela Lahore intenta, en las secuencias finales de la novela, exorcizar la angustia de su madre invocando los recuerdos más felices de su niñez campesina. Una apelación a cierta especie de memoria emotiva que procura compensar, aunque sea en el terruño de lo onírico, las pérdidas reales que traen aparejadas el envejecimiento y la modernización. «Todas esas cosas había una vez/ cuando yo soñaba un mundo al revés», como arrulla la madre a la protagonista de la novela. Hay en esta letrilla infantil una promesa, al igual que la hay en el camino que inicia la autora uruguaya con Debimos ser felices.
por Pedro Pablo Guerrero
Lecciones de anatomía del alma
Antonio Soler Yo que fui un perro
Galaxia Gutenberg
291 páginas
Después de Sur, una de las grandes novelas españolas en lo que llevamos de siglo, Antonio Soler (Malaga, 1956) se ha puesto el listón muy alto. Mimado por la crítica desde que publicó su primer libro, Extranjeros en la noche -en el que se hallaba un cuento «La noche», más tarde publicado como nouvelle-, y tras la publicación de otro libro de relatos, Muerte canina, enseguida fue calificado de una nueva voz en el panorama narrativo. Pero No
fue hasta Las bailarinas muertas, ganador del Premio Herralde y el de la Crítica en 1996, en que Soler fue reconocido como uno de los más destacados narradores de nuestra literatura. A partir de ahí todo fueron parabienes: El nombre que ahora digo, una de las narraciones más ajustadas sobre nuestra guerra civil, obtuvo el Premio Primavera; El camino de los ingleses, el Nadal; y Sur, el Premio Andalucía de Novela, el de la Crítica, Premio Francisco Umbral y Premio Dulce Chacón. Después de esta novela Soler publicó Sacramento, donde cuenta la historia de Hipólito Lucena, un sacerdote que en los años cincuenta para algunos rozaba la santidad y para otros cruzaba el límite de lo perverso, dedicándose incluso a misas negras y orgías. Soler, devoto de Joyce y de Proust, pertenece junto a otros escritores como Eduardo Lago y Enrique Vila Matas a la Orden del Finnegans donde entre otras cosas veneran la obra de Joyce, asisten cada año al Bloomsday que acaba en la Torre Martello dublinesa y a continuación se dirigen a Dolkey donde terminan la fiesta en el pub Finnegans. Precisamente en Sur esa mezcla de juego y perversa realidad tan propia del autor de Ulises se deja notar en sus páginas, consiguiendo momentos fascinantes, pues Soler aúna muy bien la descripciones de situaciones casi límites con una capacidad lingüística poco común.
Esa ambigüedad presente siempre en la realidad que describe Soler adquiere en esta novela visos soberbios pero creo que es en ésta que ahora nos ocupa, su última entrega, Yo que fui un perro, donde la descripción de esa realidad, aún prestándose a interpretaciones que atienden siempre al gris de la existencia y no al blanco y negro, se hace más explícita y, algo a resaltar, es en la descripción de esa situaciones de contenido explícito donde el lenguaje se eleva por encima del resto del discurso. Así: «Todo el día solo en mi casa. Es domingo. Vino Yoli. Lo hemos hecho. Le miré la cara. Placer y angustia. Ella en algún momento hasta parecía triste. Sin seguridad de que fuera virgen. Sin rastro de sangre. Poca dificultad. Por la no-
che he visto las luces de su casa, de modo distinto. Las aspidistras, en la oscuridad, eran vulvas, ojos, reptiles. Qué decir. Todo está vacío».
En una entrevista con Ana Mendoza en Zenda con motivo de la publicación de Sur, Soler define su peculiaridad de escritor como la de un pesimista que intenta pasárselo bien (no olvidemos el comienzo de la novela donde se describe a un moribundo tirado en un descampado al que miles de hormigas rojas, al modo de las marabuntas, cubren su cuerpo mientras lo devoran). En Yo que fui un perro esa imagen terrible queda reflejada en la cita de Robert Walser que abre el libro: «A nadie le desearía ser yo», y, a continuación, nos introduce en el diario que anota cuidadosamente Carlos Cánovas Merchan, un estudiante de anatomía que tiene una novia a la que llama, según el estado de ánimo, Yolanda, Yuli, Yola, Lili, Yolona... Desde la aparición de la novela se ha resaltado la temática de un hombre machista y manipulador y la maestría con que Soler indaga en la personalidad de éste, lo que es cierto. Sin embargo, no se han resaltado debidamente los logros literarios de la narración, que traspasa la condición de la actualidad tan sensible para adentrarse en la expresión cabal de una obsesión, en este caso se trata de la relación con una mujer pero valdría para otra cualquiera, la política, por ejemplo. La clave se halla en el lenguaje, que actúa siempre como el manipulador último de la psique. A esto quería llegar.
por Juan Ángel Juristo
Adiós
a todo eso
Jacobo Bergareche Las despedidas
Libros del Asteroide
168 páginas
Ser traducido a otras lenguas no es algo que siempre suceda a los narradores españoles, pero Jacobo Bergareche (Londres, 1976) puede preciarse de que su anterior novela (Los días perfectos, 2021) haya sido generosamente vertida a diferentes idiomas (el hecho de que William Faulkner sea uno de sus protagonistas oblicuos, vía epistolario, sin duda habrá ayudado). También ha sido bendecida por la crítica y los lectores de su país, lo que ha allanado el camino a su siguiente novela, esta que aquí co-
mentamos. Las despedidas parece también gozar del favor de muchos (va por la tercera edición en el momento en el que se escriben estas líneas) y voces cualificadas han roto lanzas por ella.
Un cuarentón con éxito, forrado de dinero y que lleva una vida convencional, reconoce en vísperas de la fiesta de inauguración de su casa de veraneo en Menorca a un fantasma del pasado. Este, una chica (pero, claro, ya mujer por la que ha pasado el tiempo, cobrándose lo suyo), le devuelve a un festival de música en los EEUU que marcó un momento álgido en su vida (por conocerla a ella, por tener con esta una singular aventura en la que luego se verá que fue utilizado, y por cargar en aquel momento con el peso del suicidio de su primo, trauma del que hallará alivio contándoselo a su amante).
¿Pero son amantes en verdad los protagonistas? ¿No es el amor algo que busca su continuidad en el futuro? Aquella relación tiene el tiempo tasado (lo que dure el festival) y el pacto de no darse nombres ni posibilidad de seguir, acabado el plazo autoimpuesto. Aquel intenso affaire será una bomba sepultada cuya espoleta hará estallar el inopinado encuentro. En pocas horas todo sucede: el descubrimiento de quién es en realidad esa «desconocida», la verdadera identidad del hijo de ella, la destrucción quizá definitiva de su matrimonio.
Pero no hay suficiente hondura en la psicología de los personajes, y sí abundancia de estereotipos, empezando por el de la esposa ya desinteresada por el sexo y un tanto esquemática en su antipatía, que parece justificar las mentiras de su marido y una casi suicida huida hacia adelante. A aquella despedida inexcusable tras el festival sobrevendrá ahora otra despedida más trágica y que solo por ciertos aires de astracanada (el encuentro del conocido en el muelle) evita lo melodramático. Hay además algo que late implícito en toda la novela: la despedida de Diego de su propia juventud, de su carácter autónomo y libre, de su condición salvaje, domesticado como está en su papel de inversor financiero,
esposo y padre. ¿Quema aquí su último cartucho y optará por el camino difícil, o volverá al redil? Desvelar la trama, y mucho menos el desenlace, es algo que por supuesto va a quedar fuera de esta reseña: sin embargo, algunos comentarios estilísticos son pertinentes.
El libro está escrito con gran solvencia, pero se podría decir que ha sido redactado más que escrito. Todo es muy correcto, «se lee bien». El problema es que no hay una sola palabra que se erija sobre ese discurso insípido, que no hay frases o párrafos que tengan carácter, que el léxico (salvo el sustantivo llaüt, un tipo de embarcación) es reducido, soso, sin relieve. Sí hay algún intento de engastar en los pensamientos de Diego el estilo directo y de compaginar perspectiva y acción. Pero es, en suma, una narración bastante conservadora en lo formal, buena para contar una historia, sin duda alguna, pero desprovista de cualquier logro artístico.
Esto no es una reconvención, pero sí una afectuosa advertencia: Bergareche debe decidir en qué liga quiere jugar. Si se conforma con confeccionar productos dignos que satisfagan a muchos sin mayor ambición, bien; pero si lo que desea (y seguramente lo podrá alcanzar si se lo propone) es crear literatura, tendrá que exigirse más en el futuro y apartarse, como de canto de sirena, de la comodidad de temas y situaciones que ya no le ofrecen puerto sino que por el contrario amenazan con hacerlo naufragar en la calma chicha de la rutina (esa que amenaza ya al protagonista de Las despedidas).
por Antonio Rivero Taravillo
Voces múltiples para una violencia común
Claudia Hernández Tomar tu mano
Barbarie Editoras
256 páginas
A raíz de su novela Roza tumba quema, Claudia Hernández manifestó en una entrevista su admiración por las mujeres del interior de El Salvador: «Me encantaría ser como ellas, pero no creo tener la misma resistencia, fuerza o determinación». Posiblemente como una continuación de
ese respeto y como una forma de suplir las vidas no vividas, la escritora salvadoreña escribió su última novela Tomar tu mano, que publicó Barbarie editora hace tan solo unas semanas en España.
Son muchas las preguntas que sugiere en el libro: ¿es posible ficcionar la violencia sistémica de la guerra civil salvadoreña a través de un solo personaje?, ¿los protagonistas de la guerra fueron únicamente los paramilitares y los guerrilleros?, ¿qué sucede con el horror que no se convirtió en una cifra de decesos?, ¿qué ocurre con las mujeres que sufrieron la crueldad de la guerra como un efecto colateral, invisible e incesante?
Tomar tu mano parte de dos renuncias-base: no contar la historia de los hombres y no pretender que la violencia se preste a un relato sencillo. La autora opta por una estructura coral de estilo indirecto libre donde un conjunto de voces, con una mayoría femenina, narra sus infortunios desde el tiempo de la guerra civil de El Salvador hasta los años de después. Careciendo de nombres, los personajes se presentan mediante vínculos relacionales –«el sobrino», «el tío», «la hija de enfrente»– y solo a través de la caracterización de la voz el lector distingue al hablante. De esta forma, se hilvana una estructura de continuos saltos de focalización que resulta el mayor acierto de la novela y a la vez su mayor reto.
A pesar de que el libro se centra principalmente en la historia de la mujer de la casa de enfrente, la trama también salta y se aventura hacia la vida de otras mujeres colindantes. Se trata de cambios de foco que si bien en una primera incorporación pueden confundir al lector, después sirven para ratificar el clima asfixiante de violencia contra las mujeres.
Todo se confunde porque todo es igual. Da lo mismo cambiar de personaje o seguir la historia de una mujer desde su niñez hasta su entrada en la vejez. Todas sufren las violaciones nocturnas (y bestiales) de sus maridos cuando vuelven de las jornadas de guerra, todas padecen embarazos infantiles, vejaciones diarias y persecuciones constantes. En ningún caso importa que sus maridos las manden
al patio con los perros, que las cojan del pelo y las saquen a rastras de la iglesia, ni que prefieran a las que todavía no portan las marcas de sus golpes. Ellas son suyas y ellos son sus dueños.
Claudia Hernández evoca La guerra contra las mujeres de Rita Segato sin mencionarla, y hábilmente expone las relaciones entre la lucha armada y el patriarcado, entre la conquista del territorio y la violación de los cuerpos. Los paralelismos son muchos y a la par que enseñan al sobrino a atar las manos de los secuestrados y lo inician en la guerra, le inculcan los mandatos de la masculinidad hegemónica más cruenta: «Ve con tu mujer y gózala», «Líbrate en ella. Es lo propio de los hombres».
Sin embargo, ante esa violencia recalcitrante, la autora deja entrar algunas grietas de luz y algunos puntos de alivio. En una primera instancia, lo simbólico: si durante buena parte de la novela parece que el título refiere a las manos masculinas que extienden a las adolescentes para fugarse de sus casas y dar comienzo al futuro de miserias, hacia el final ese tomar tu mano se resemantiza como un gesto de sororidad, de mujeres que ofrecen su ayuda a otras mujeres.
En una segunda instancia, lo evidente: junto al relato de una violencia compacta de la que no se puede escapar, aparecen algunas historias díscolas de mujeres que enfrentan a sus maridos-violadores, de mujeres que consiguen una independencia económica, de mujeres que fracturan la idea de una sociedad cómplice en la que «siempre hay alguien que mira» y tejen una red de cuidados.
Aun insistiendo en la brutalidad de esa violencia estructural, Claudia Hernández escoge no quebrarnos y apunta un resquicio de esperanza. Nos recuerda que la violencia se reproduce, pero también se aprende, y elige dejar un espacio a la posibilidad de la acción, de la organización y del cambio.
Todo es terrible, sí, pero también hay mucho por hacer.
por Laura María Martínez Martínez
Consumir preferentemente
Andrea Genovar Consumir preferentemente
Anagrama
200 páginas
Consumir preferentemente, el debut novelístico de Andrea Genovart (Barcelona, 1993), plantea desde el inicio un doble desafío: por un lado, ser una crítica generacional –a la sociedad de consumo, a las relaciones efímeras, a la precariedad laboral, al malestar endémico–; por otro, ser un aventurado ejercicio de estilo –que combina la oralidad, el monólogo interior, la agilidad en la construcción de los diálogos–. Plantea también, en tanto espejo cóncavo de nuestro tiempo, el reto de no convertirse en esperpento.
La historia del joven iracundo, obsesivo y desencantado con su entorno ha tenido diversas formas, desde Holden Caulfield en The Catcher in the Rye hasta Hannah Horvath en Girls, pero en el caso de Alba, la protagonista de esta novela, la desilusión no la lleva a abrazar la imperfección del mundo, ni tampoco a reconciliarse consigo misma, con sus luces y sombras, ni mucho menos al encuentro con el otro, pues no hay encuentro posible. En Consumir preferentemente, Premi Llibres Anagrama de Novel·la 2023, seguimos a Alba Giraldo Domènech, una barcelonesa de treinta años que no encuentra su lugar en la vida, una vida mediana pero por lo mismo próxima al lector, una vida trivial, acaso mediocre, pero no por falta de esmero sino porque todos los demás parecieran ser dueños de su destino, excepto ella: Alba estudió filosofía pero se dedica al diseño; tiene un follamigo, Uri, al que casi no ve y con quien es incapaz de hablar, a pesar de tener afinidades; una mejor amiga, Berta, que decide montar una editorial con su pareja, antiguo profesor suyo, y no decirle nada; una prima médico, Clara, que representa todo lo que ella no es, en términos personales y profesionales; y para rematar: un jefe que decide echarla del trabajo, o más bien, no renovarle el contrato.
El caso de Alba Giraldo es singular por varios motivos: no hay viaje del héroe, no hay Bildungsroman, no hay desarrollo del personaje. Y precisamente por esto podría resultar interesante: porque no es Alba quien cambia, sino sus circunstancias y las de aquellos que la rodean. Sus palabras son extrapolables a la propia construcción de la novela: «Los TT no son un sintagma moderno sino una nueva unidad temporal. Y extremadamente relevante. Te indican Lo Que Está Pasando, siempre más importante que Lo Que Te Está Pasando porque tú no eres el centro, tú nunca serás el centro». Y es que el libro sugiere temas que, al no ser examinados con tiento, terminan por caer en el saco roto del reproche y la pataleta: la dialéctica esquizofrénica que se crea al saber que todo sucede en otra parte y a otras personas, pero al mismo tiempo sucede para nosotros, para nuestras opiniones;
o la naturaleza del consumismo, encarnada en el conflicto de la protagonista con Abacus, una cooperativa de 900.000 socios que busca brindar, a través de sus productos, la sensación de exclusividad, de ser poseedor de un producto único, a sabiendas de que sus clientes no son meros individuos, sino más bien eso, clientes: «Ya te lo digo yo: unos frikis. Sí. Los mismos que saquean el Tiger, el Henna y cualquier tienda de chuminadas. Esclavos de la compra compulsiva, amargados que vuelven a casa y se refugian en una chaise longue». En el fondo, lo que ocurre es que la novela se pega un certero balazo en el pie: pese al despliegue de recursos narrativos, o precisamente por ellos, la trama avanza a trompicones, propiciando que la poética del ruido y de la queja se apropien de la narración y se conviertan en la única constante del libro, en aquello que da ritmo y unidad a la historia. De este modo, el choque entre la realidad y las expectativas, la épica de la desilusión que define a la protagonista, o el cuestionamiento, no solo de aspectos concretos de la existencia –como la lógica del mercado, el arte o las relaciones humanas– sino de los mecanismos que la rigen, son invariablemente asfixiados por el abuso de elementos retóricos que lindan en la ilegibilidad: «Las intimidades dan cagalera, y hoy en día todos quieren juerga i xerinola, y si hay algo que no cuaja, c’est la vie. No et rallis, let it Flow que Aún Eres Muy Joven. La gente se piensa que es be wáter, així, en general».
Consumir preferentemente es la primera obra de una narradora que se intuye perspicaz, con una soltura estilística verdaderamente digna de atención, pero aún incapaz de moldear el barro y convertirlo en arcilla, es decir, en un libro acabado, redondo y pleno de sentido, un libro que represente la soledad, el individualismo, la alienación, la esperanza y la búsqueda del significado en la sociedad contemporánea, una sociedad que nos asfixia y nos define, així, en general.
por Liliana Muñoz
La mirada salvaje de Andrés García
Cerdán
Andrés García Cerdán
La mirada salvaje
Pre-textos
316 páginas
Como siempre que se asoma a un ensayo, el lector desea saber cuál es su contenido. En el caso de La mirada salvaje, y a pesar del subtítulo (poética del espejo y del espejismo), la respuesta dista de ser sencilla. En un primer nivel, este libro trata acerca de los espejos, sí, pero si entendemos «espejo» en un sentido amplio. No solo esas superficies reflectantes a las que nos asomamos para acicalarnos o constatar nuestra
existencia. También el otro (sea persona, objeto, paisaje u obra de arte) puede ser un espejo donde descubrirnos otros, donde desvelarnos. Porque García Cerdán, lejos del espíritu narcisista que campa en nuestra época, se interesa realmente por el otro, por lo otro; pero no lo hace de manera distante, a la manera clásica y ordinaria del sujeto confrontado al objeto. Berkeley decía que el sabor de la manzana no estaba en el sujeto ni en el objeto sino en el paladar, el lugar de cruce entre ambos. Esa relación entre objeto y sujeto, en el caso del poeta que siempre es Andrés García Cerdán (aunque esta vez comparezca bajo el camuflaje de ensayista) se logra a través de cierto tipo de mirada, una mirada poética, lo que el autor denomina la mirada salvaje. ¿Y qué es la mirada salvaje? Si hay miradas salvajes es porque existen otras que no lo son. Hablamos de las miradas adocenadas, que creen saber lo que tienen delante, o lo que tienen dentro, las que apenas dudan, las que en el viaje de la vida ven de continuo el mismo paisaje. Mirar es un trabajo, una tarea ardua, un ejercicio que requiere tanto empeño (un empeño que a veces se confunde con el delirio) como la disciplina más exigente. Dice el autor: «de esta desconexión y de la manipulación que nos ciega diariamente intenta salvarnos la poesía, aquella habitada por el fuego, la que guarda el secreto de una lengua que es origen». Hay un fuego, un brillo en el origen de las lenguas, como si esa lengua original guardara el rescoldo caliente de las cosas a las que se refieren las palabras. La etimología, dice el autor, es un viaje al pasado que es al mismo tiempo un viaje al futuro, una herramienta para reavivar ese rescoldo, para encontrar una arista nueva en los objetos, un matiz desconocido.
La mirada salvaje es un ensayo hecho de fragmentos cuya temática se dispara en mil direcciones. A veces se acerca a la crítica literaria, otras a la reflexión estética y poética, en ocasiones a la autobiografía; algunos capítulos podrían incluirse en el apartado de literatura de viajes y otros son pura creación literaria. Sin embargo, incluso en sus textos más biográficos, García Cerdán se aleja de la autoficción
tan en boga para centrarse en lo otro, en los otros (las personas que le acompañan en un festival de literatura, un peral, los grafitis de Banksi en las calles de Bristol). Como su admirado John Berger, la mirada de Andrés gusta de ahondar en las cosas en busca de un sentido nuevo, de una savia que salve a la percepción de su esclerosis. Encontramos un hilo que atraviesa todos estos fragmentos, como ya dijimos, y es el tema del espejo. Comparece Narciso, pero también ese otro reflejo artístico que es el autorretrato o ese espejo literario que es lo biográfico. Aparecen, por supuesto, los espejos deformantes del callejón del gato donde se mira Max Estrella. Y el mar, y la obsidiana y el metal pulido.
La multiplicidad es inherente al discurso de Andrés García Cerdán. Podríamos hablar de este libro como de un espejo roto, pero no por la tan manida fragmentariedad postmoderna. Se trata más bien de ser fiel a cierto espíritu realista. En efecto, la realidad es multiforme, como lo son las lenguas en las que esta se expresa. Encontramos, incluso, un aliento místico en algunas de las páginas del autor, un anhelo de unidad entre tanta dispersión. Se trata de un discurso alejado del nihilismo. Aquí, en estas páginas, hay encerrada una fe, la fe en la vida y en la belleza. La fe del que cree que la poesía es un modo imprescindible de acercarse a las cosas, de nombrarlas de manera más aproximada que el número o los datos estadísticos.
En última instancia, el espejo es una metáfora de la propia creación literaria. Desde el stendhaliano espejo realista que pretende (tarea imposible) reflejarlo todo hasta el deformante espejo vanguardista existen todas las gradaciones, gradaciones que le permiten al autor hacer un recorrido por la historia de la literatura. Podría decirse que todo artista necesita fabricarse su propio espejo o, lo que es lo mismo, encontrar su propia manera de mirar. Concluimos afirmando que La mirada salvaje es un espejo -y un reflejo- de Andrés García Cerdán. Y lo bueno de este espejo es que, en él, muchos de nosotros podemos sentirnos reflejados.
por Javier Moreno
Mundo fungi
Simón López Trujillo El vasto territorio
Caja Negra
136 páginas
Aunque el ser humano ha interactuado con los hongos desde la prehistoria, y su vinculación con la mitología, la medicina o la gastronomía ha sido constante, hasta fechas recientes no hemos sabido otorgarles una categoría biológica propia, distinta de la de los animales y las plantas. El llamado reino fungi constituye una gigantesca población que engloba entre dos y cuatro millones de especies, de las que solo conocemos un pequeño porcentaje. La fascinación ancestral por estos seres incluye también su vertiente más amenazante, aspecto que la ficción ha aprovechado en no pocas ocasiones y que en el contexto actual es imposible no relacionar con el trauma ecologista de toda una generación. Es el caso de esta novela con la que debu-
ta Simón López Trujillo, publicada en su Chile natal por Alfaguara y en Argentina y España por Caja Negra, una estimulante editorial que viene dando cobijo a ensayos y ficciones ferozmente enraizados en nuestra época.
Se trata de un texto con un relevante fondo crítico y de denuncia que, por fortuna, consigue evitar siempre cualquier tentación panfletaria. Hablamos, por supuesto, de la irrupción en el discurso cultural del Capitaloceno, concepto que pone el foco tanto en la sobreexplotación de los recursos del planeta y la soberbia especista del ser humano como en las desigualdades sociales que toda actividad económica abusiva comporta, con el trasfondo, aquí, del conflicto mapuche y la larga sombra de la dictadura militar chilena. La narración va trenzando dos historias mediante fragmentos alternados. La primera de ellas está protagonizada por los integrantes de una modesta familia del sur del país. Pedro, el padre, es un trabajador forestal que, pese a su desazón, se ve obligado a participar en el ecocida monocultivo de eucalipto. El contacto con las aspersiones de un hongo que lo sitúan al borde de la muerte va a acabar propiciando que se convierta en el mesías de una nueva secta, momento en que esta parte de la novela bascula hacia Patricio, su hijo adolescente, otro personaje precarizado que, mientras cuida como puede de Catalina, su hermana pequeña, y asiste desde lejos a la mutación de la figura paterna, nos va ofreciendo relevante información sobre el pasado familiar. La segunda historia está protagonizada por Giovanna, una joven micóloga que regresa al país requerida por las autoridades para estudiar el caso y a la que el relato, de forma inteligente, mantiene relativamente al margen de la acción real, denunciando así la burocratización de la ciencia. Las elucubraciones de este personaje dotan a la narración de una ocasional textura ensayística; representa asimismo un estrato social opuesto al de la familia de Pedro, lo que permite efectivos contrapuntos.
El vasto territorio constituye un texto muy elíptico que prefiere resultar un poco ambiguo a demasiado evidente, algo que
siempre es de agradecer. La estructura y el estilo, es decir, su potencia formal, es lo que le permite plantear sus dilemas sin didactismos y hacer frente a sus ambiciosos propósitos en un número tan limitado de páginas. Nos situamos en un registro fantástico empapado de verosimilitud, tanto por el sustrato científico y sociológico que sostiene la narración como por la irrupción de aquello con lo que a menudo acaba topando el desarrollo tecnológico: la fe. Esta doble dimensión, la visión racional de un mundo aún muy desconocido y su lectura en clave religiosa (actitudes más cercanas de lo que parece, hermanadas por una similar fascinación) permite a su autor jugar oportunamente con la alternancia de voces. El trenzado de los dos relatos enseguida se ve contaminado por otros discursos secundarios, que desestabilizan la trama y convierten El vasto territorio en una novela notable y nada previsible. Hay, por ejemplo, breves párrafos en cursiva que podemos asociar con las ensoñaciones proféticas de Pedro, pero cuya coralidad remite a su conexión con el reino fungi. Hay también un puñado de notas a pie de página donde se salta de la tercera persona del relato a una aparente primera persona que, al principio, podríamos asociar con un narrador editor, pero cuya verdadera naturaleza es mucho más resbaladiza e inquietante. La distorsión lingüística comparece en momentos muy precisos, caracteriza el lenguaje religioso, el lenguaje no humano, el lenguaje infantil, en un registro que flirtea con la agramaticalidad, entre el primitivismo y el acceso a un tipo de conocimiento si no superior, sí cuanto menos alternativo, que acaso podamos asociar con el nuevo lugar del ser humano en el mundo, lejos ya de cualquier centralidad.
por Juan Vico
Memoria y reparación
Marta Carnicero Hernanz Matrioskas
Acantilado
192 páginas
Marta Carnicero Hernanz (Barcelona, 1974) es además de una sólida escritora, ingeniera industrial y profesora. Y esa formación se plasma en la elaboración de su último trabajo, Matrioskas, escrita originariamente en catalán, publicada el pasado año y ahora traducida por ella misma al castellano. La ingeniería se percibe en la firme construcción del andamiaje de este volumen que va alzándose página a página de forma consistente y sin titubeos. Revelan los inicios el empeño de ir despacio, sin prisas, para colocar
los elementos y asentar bien los cimientos. Ello exige que el lector sea paciente y que se deje impregnar progresivamente por las alusiones y referencias, que enmarcan las dos historias que confluyen en esta obra.
La tercera novela de Carnicero –tras El cielo según Google y Coníferas- contiene, como las famosas muñecas rusas a las que alude el título, muchas capas pero un tono único, una forma de exponer directa y veraz. Hana es una superviviente de la guerra de los Balcanes, que ya ha cumplido los cuarenta y que ahora vive lejos de su país. La reclusión durante el conflicto bélico en un campo de refugiados marcará el rumbo de su existencia. Allí fue violada (¡50.000 mujeres lo fueron durante la guerra de Bosnia!) y presenció el horror y atrocidades inclasificables. El peso de la tragedia lastra su presente, centrado en un trabajo rutinario en la cocina de un restaurante, sin modo alguno de alcanzar el descanso («¿Cómo se cierra una herida cuando no deja hendidura»).
Conocemos en los primeros compases de la novela lo ocurrido, el relato desgarrador de aquella guerra en el corazón de Europa, que no ha cesado de sonar ni de replicarse en otros territorios. Carnicero evoca con recursos medidos y escogidos un escenario y una violencia desenfrenada cuyas principales víctimas son siempre las mujeres, sin importar su edad. El texto reivindica la memoria frente al olvido, recordar cada uno de los cadáveres sepultados donde el vencedor erige al final un monumento («Ganar la guerra era esto, negar con una sonrisa la barbarie»).
Por otro lado, en Barcelona está Sara, una joven que acaba de cumplir dieciocho años, y que se encuentra sumergida en las turbulencias propias de la adolescencia a la que se suman cuestionamientos familiares. La relación de sus padres se resquebraja y la interacción con la madre se hace cada vez más complicada. La voz en primera persona –frente a de Hana en segunda- parece sacada directamente de la realidad, fresca, llena de expresiones generacionales, sin filtros y cargada de iro-
nía. La joven busca entender, conocerse, y situarse en el mapa. Las amistades juegan un papel clave y funcionan como vía de escape cuando la atmósfera doméstica se le hace irrespirable y los secretos ya no pueden ocultarse.
Las dos tramas se irán acercando de forma progresiva. La autora sabrá poner el punto final en el momento adecuado. Qué fácil habría sido deslizarse por el tópico y completar el puzle de forma previsible. La obra de Carnicero es un relato de ficción «pero el sufrimiento que la inspira es bien real», como apunta ella misma en las líneas finales del capítulo de agradecimientos. Estamos ante una novela impactante que pone en primer plano la violencia ejercida contra las mujeres en escenarios bélicos; una novela que habla de que un mismo hecho cambia según las circunstancias; de preguntas y respuestas, una novela tan bien construida –como los caracteres de los personajes- que rezuma vida.
La escritora va incorporando con sutileza nuevos ingredientes a la narración –el documental de televisión, la visita de la madre y el diagnóstico médico- que hacen que el interés no decaiga. Son recursos que incrementan la tensión de lo planteado. Las dos mujeres, en distintos lugares y diferentes edades, buscan expresar lo que tantas veces se queda en un grito –es un vocablo que se repite- ahogado. Mujeres que mantienen relaciones complejas y de doble filo con sus progenitoras –el título también recoge esa línea-, pero que buscarán caminos de reparación.
Matrioskas es una excelente novela que desempolva las losas de las víctimas, que las honra, que amplifica el grito. Una novela difícil de olvidar, como debe ser.
por Mey Zamora
Un francotirador
melancólico
Damián Tabarovsky
El momento de la verdad
Mardulce
79 páginas
Una esquina cualquiera de la ciudad puede oficiar de mirador o atalaya. El narrador de El momento de la verdad, de Damián Tabarovsky, escoge la de Scalabrini Ortiz y Córdoba, dos avenidas en Buenos Aires. Y espera. Desde allí hace foco a través de una mira, confiando en dar en el blanco (su «misión», su tarea), mientras el semáforo alterna colores. Pasan colectivos, estudiantes, madres con cochecitos, un capataz habla a través de un megáfono,
cruzan figurones de la televisión, taxistas apuran el día y se despliega la vida con su ruido y con su música.
Personajes, recuerdos, lecturas que disparan teorías… Todo se encadena en la cabeza de un narrador que se define en suspenso, en impasse, y se identifica con el «futuro anterior», esa forma verbal que usa el francés para describir acciones que van a desarrollarse en el futuro, pero se describen concluidas como cuando decimos J’aurai fini mon travail avant le dîner (Habré terminado mi trabajo antes de la cena).
El nombre de ese tiempo verbal —se entusiasma el narrador— indica que el futuro llega antes que todo. «Pero el futuro se extravía siempre, dobla en otra dirección, se retuerce sobre sí mismo, funciona como melancolía», concluye como quien desiste de un viaje, cansado antes de partir.
De esa derrota vivida como demolición trata El momento de la verdad, ahondando la apuesta programática de Tabarosvsky (Buenos Aires, 1967): hacer de las ideas personajes, mientras se sospecha metódicamente incluso de la propia narración.
Esta «novela de peripecias mentales» narrada en primera persona por un francotirador quiere explorar el modo condicional (las cosas podrían haber sido de otra manera), desde una lengua en estado de irresolución y titubeo. La vacilación se enarbola «como un lugar en el mundo, como fortaleza, como distancia y reaseguro frente al ruido trivial de la época». Un bullicio en el que caben desde las miserias del capitalismo actual hasta reflexiones acerca de la escritura. Ese anhelo es, a la vez, deseo y decepción. «Narrar es comentar, es un comentario interpretativo o tal vez un conflicto de interpretaciones», afirma.
El protagonista aguarda horas que parecen años (ha envejecido en la espera). Enfoca a través de la mira. ¿Dará en el blanco? Tabarovsky no quiere tramar una historia; no le interesa («… otros las contaron antes y mejor que yo. ¿Se puede seguir contando historias?»), pero no puede evitar que los lectores pendamos de la anécdota de ese hombre en guardia ni que nos escueza la
violencia que proyecta su cabeza en ebullición, imaginados, el dedo en el gatillo y el blanco móvil acercándose, mientras resuena el brrrrrrr ensordecedor del taladro callejero de alguien que cuelga un cartel de un escaparate.
¿Qué podría evitar lo que parece inminente? El miedo a no ver, a perder contacto con la realidad, que se venga encegueciéndolo. «Ahora que el miedo se cumplió, ¿qué ocurre? ¿Qué queda? La imposibilidad de volver al estado anterior, a la vida común y corriente, al café con leche», dice.
Hace 20 años, en Literatura de izquierda (2004) Damián Tabarovsky insistió en una broma atribuida a la poeta Alejandra Pizarnik (por qué no escribía novelas, le preguntaron, y habría respondido: para no escribir frases como «¿querés una taza de café con leche?») y lacró esa bebida como emblema de lo convencional. En ese polémico ensayo el autor de Las hernias analizó el estado de la cultura y la literatura argentinas. La vanguardia se expresa en un «a tientas, un zigzag, un merodeo siempre precario». Frente a ella, el mercado y la academia son «dos lugares a salvo» desde los cuales se escribe la mayor parte de la literatura y la crítica que se publica. Ambos, afirmaba, escriben a favor de sus convenciones, con más certezas que preguntas.
Al mercado y la academia Damián Tabarovsky, autor, crítico y editor, opone la literatura que le interesa: la «literatura de izquierda», escrita por un escritor sin público y dirigida al lenguaje, que sospecha de toda convención, incluidas las propias, y se escribe siempre «sin otra sed que el deseo loco de la novedad».
El momento de la verdad ejercita y afila una vez más ese músculo a través de una mira. «La vista llega antes que las palabras», escribe John Berger en Modos de ver. De allí, tal vez, la lucidez y la desolación.
por Raquel Garzón
Banco de Comercio
Borja Hermoso La conversación infinita
Siruela
260 páginas
«En España hay mucho ruido y poca conversación» espeta Juan Marsé en el segundo bloque de entrevistas de La conversación infinita, el último libro de Borja Hermoso publicado por la editorial Siruela. Partiendo de la premisa de que «cualquier vida merece ser contada porque hablar de nosotros y hacia afuera es una necesidad que nos defiende contra el paso del tiempo, la muerte de la belleza y el exceso de información, y junto a otros autores de primer nivel», este periodista tratará, baremando con excelente gradación y per-
meabilidad, temas e interrogantes comunes al espectro humano.
Nos encontramos ante un cerebro compuesto de cinco lóbulos, regidos todos y cada uno de ellos por una misma espina dorsal, la conversación. Podrán incorporarse rutinas, se denunciará la pérdida de sentido y la conicidad de conceptos. Aquí vida y frontera son la misma cosa, pero ¿dónde empieza una y acaba otra? Pregunta con difícil respuesta, aunque la entrevista con Philipe Lançon puede ayudarte con esta: la violencia.
Con una denuncia más que apta cuando se aborda el atentado del Charlie Hebdo y pasando por los ecos del gulag, conoceremos el tono propio de la culpa a veces perdonada. Y es que vamos tan deprisa que necesitamos atisbos de luz para matarnos, ya no requerimos la plenitud del todo para poder vivir. Nos hemos convertido en diestros especifistas que desecan cuerpo, mente, conceptos y afectos anclados a un ya efímero. En definitiva, lo que aquí se nos plantea es un darnos cuenta de lo perpetuados en la aridez de poder en la que nos encontramos. Anhelamos una cultura transeccional que no coarte sino que, reeducada, crezca llevando a sus padres de la mano, porque ¡la cultura patriarcal ha muerto! pero su dinero nunca gritó tan alto.
Gélidas entrevistas que, a modo de perito de la realidad, sacan a la luz la disforia de clase que la sociedad mundial sufre. Somos los mejores clientes que un mercado protagonista pueda soñar. Compramos conceptos contaminados recubiertos de espinas transparentes de las cuales terminamos por hacernos adictos. Todos los entrevistados están casi de acuerdo en que gran parte de lo que nos rodea es inseguridad, miedo y ansiedad, estamos aterrados y afirmamos que papá estado no nos protege, aunque haya hermanos mayores encargándose de ello. Hay que formar individuos y no meros antagonistas ya que el futuro es plena deriva.
Otro de los temas clave que aquí se tratan es el de la emotividad frente al enjuiciamiento discursivo. Relatos libres de argumento aunque cargados de peligrosa
emotividad y nacionalismo que acabarán por polarizar y avivar la llama del asalto de poder. Nos están intentando educar en la ausencia de análisis propio y la cultura de la cancelación porque a la ciudad de hoy día le aterra el contexto que no le es propiamente reconocible. Fuimos y seremos una sociedad narcisista que producirá enfrentamientos y conflictos armados en exclusividad.
Con diferente lengua aunque unidos por un mismo lenguaje, las voces que aquí se vuelven sólidas, se oponen férreamente a los mercenarios que intentan vestir con diferente ropaje distanciándonos del opus inicial; y es que no todos los idiomas sufren por igual, temen igual. Hemos perdido la capacidad de ironizar ante la escala de grises en la que el mundo se mueve. Tendemos a convertirlo todo en materia oscura, y es que ya nadie sabe luchar, no somos más que opinión pasivo egoísta dentro de fuentes de pensamiento claramente fragmentadas.
Otro de los hilos conductores que Borja Hermoso extiende es el de la cultura contemporánea como arma que se ocupa claramente de los fines, pero ¿de qué fines? No pesamos ni un cuarto que los likes que acumulamos, somos localizables, hackeables y compartibles. Esto ya lo trató Fernández Mallo en su último libro y tenemos que darle la razón en que hoy día somos presa de un agresivo márketing deductivo, consumimos marcas sin ocupar necesidades básicas.
Escarbando en la teoría de cada entrevistado llegamos a la conclusión de lo ilícito del argumento sin instrucción, nadie debería asentar cuestión alguna sin tener en su poder el bagaje necesario para enjuiciar consecuentemente. Se ha de saber en dónde se está en cada momento y hasta dónde llega la propia transversalidad.
por Ruby Fernández
Para suscribirse, escribir a suscripciones@lapanoplia.com