Cuadernos Hispanoamericanos, Junio 2024 nº 886

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Entrevista

FERNANDA MELCHOR

Segunda vuelta

DIEGO SÁNCHEZ AGUILAR

Perfil

CARLOS F. GRIGSBY

Dossier

LA NOVELA BREVE

MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

DANIELA TARAZONA

HERNÁN RONSINO

JUAN CÁRDENAS

MIGUEL SERRANO LARRAZ

XITA RUBERT

No hago más que escribir sobre Veracruz, lo más lejos de Veracruz que puedo

Edita

Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

José Manuel Albares Bueno

Secretaria de Estado de Cooperación Internacional

Eva Granados Galiano

Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Antón Leis García

Director de Relaciones Culturales y Científicas

Santiago Herrero Amigo

Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural

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Director Cuadernos Hispanoamericanos

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ISSN digital 2661-1031

Nipo digital

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Nipo impreso 109-19-022-2

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CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com

Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB

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ENTREVISTA FERNANDA MELCHOR por Mario Martz

4 42 16 10 20 24 28 32 44 50 52 54 58 62 66

DOSSIER LA NOVELA BREVE «UN PROBLEMA DE ONOMÁSTICA» Y «LA EJEMPLAR BREVEDAD» por Michelle Roche Rodríguez

NUEVOS CUERPOS PARA MUNDOS EN TRÁNSITO por Daniela Tarazona

ONETTI, BOMBAL, RULFO por Hernán Ronsino

MERLINA ÓRFÃ.

EL LUGAR DEL MISTERIO por Juan Cárdenas

TODO ESTÁ EN POCO por Miguel Serrano Larraz

HISTORIA DE UN CRIMEN

AMBIGUO: EL SECRETO, EL RELATO Y EL BOTÍN por Xita Rubet

SEGUNDA VUELTA

LA ESCRITURA PARRICIDA DE FOGWILL EN HELP A ÉL: SEXO, DROGAS Y DECONSTRUCCIÓN por Diego Sánchez Aguilar

PERFIL

UN PERFIL EN CUATRO ETAPAS: LUIS CHAVES por Carlos F. Grigsby

CORRESPONDENCIAS ÓSCAR ESQUIVIAS Y GINÉS

CUTILLAS: «LAS REVISTAS LITERARIAS COMO CLIMA DE CONVERSACIÓN Y PROPUESTA ESTÉTICA Y MORAL» por Valerie Miles

UNA PÁGINA LAS CONMOVEDORAS AVENTURAS DE LA LITERATURA UNIVERSAL por Gonzalo Torné

MESA REVUELTA RUMBO A LA FIL: DESDE QUE ME RAYÓ LA LUZ DE LA RAZÓN por Alejandro Morellón

¿PUEDE LEER EL SUBALTERNO? NOTAS SOBRE LECTURA FÁCIL por Munir Hachemi

UN EXCESO INVERTIDO por Juan Gracia Armendáriz

SALARRUÉ, LAS MANOS DEL ALFARERO por Sergio Ramírez

BIBLIOTECA

LA VIDA INSISTE. Lorena Amaro

BUSTOS Y EL DISCRETO ENCANTADO DE LOS INVISIBLES. Lucas Martín Jurado

VOLVER NO ES BUEN NEGOCIO. Eva Cosculluela

UNA NUEVA MIRADA A LA VIDA DE NICK DRAKE. Mey Zamora

SOÑANDO ETERNAMENTE CON OVEJA ELÉCTRICAS. Fran G. Matute

FIDEL ALEJANDRO CASTRO RUZ. Toni Montesinos

UNA ODISEA DE LA MEMORIA. Miguel Barrero

ESTE VACÍO QUE HIERVE. Sergio Galarza

FALLAR OTRA VEZ Diego Gándara

PIROTECNIA Mario Martín Gijón

QUEDA LA ESCRITURA. David Manjón

COBRA. Ángel Esteban

DESDE LA OTRA RIBERA. Ernesto Pérez Zúñiga

DE LA CLOSE READING COMO REPETICIÓN A CÁMARA LENTA. Cristian Crusat

FERNANDA MELCHOR

«Yo necesito desarrollar una especie de lengua nueva cada vez que escribo algo»
por Mario Martz
Fotografía de Lisbeth Salas

«Creo que muchas personas constantemente soñamos con liberarnos de las ataduras que nos oprimen, que nos impiden ser nosotros mismos», afirma Fernanda Melchor en esta entrevista. La autora, dueña de una voz narrativa que indaga en la violencia y sus repercusiones en el sur profundo de México, toma como locación un Veracruz imaginario que se materializa en lugares que la cartografía oficial no es capaz de representar. Sus escenarios —Carrizales, La Matosa y Progreso— podrían considerarse su Comala, su Cuévano, su Santa Teresa o su Yoknapatawpha: el telón de fondo para construir historias que exploran la inevitable condición humana en un contexto social complejo y desolador contaminado por la violencia.

Sus novelas, impregnadas de la oralidad propia de la región, nos presentan personajes complejos y multidimensionales, marcados por la crudeza de su entorno. El estilo característico de Melchor podría definirse por frases y párrafos extensos, que en ocasiones pueden desafiar al lector no habituado a su prosa. Sin embargo, esta particularidad, junto con sus giros lingüísticos, es un elemento esencial que demarca su estilo único y consolidado desde Temporada de huracanes, y todo ello denota las destrezas narrativas de una autora que rompe con las convenciones estructurales narrativas.

Nacida en Veracruz, estado del este de México bañado por el Golfo, Melchor ha cosechado numerosos reconocimientos por su trabajo, incluyendo el Premio Anna Seghers, el Premio Internacional de Literatura de Berlín y el Premio PEN a la Excelencia Literaria. Su novela Temporada de huracanes ha sido traducida a más de 30 idiomas y ha recibido elogios de la crítica especializada a nivel internacional y de los lectores, que con frecuencia destacan la visión personal de la autora sobre la violencia de la que son víctimas sus personajes.

En esta entrevista realizada vía e-mail, Fernanda Melchor reflexiona sobre su proceso creativo, sus obsesiones e intereses a través de la literatura, así como su particular visión sobre la escritura, su paso como co-guionista de la serie mexi-

«Me encanta el trabajo de desarrollo de personajes y de tramas, y he aprendido muchísimo de escritores como Monika Revilla, James Schamus, Alan Page Arriaga, Alejandro Landes, Helen Shang y Marco Ramírez en los cuartos de escritores en los que hemos trabajado juntos. Me encanta trabajar en el cuarto, para mí es la mejor parte del proceso, cuando las cosas todavía no cuajan y todos los escritores deben remar juntos para proponer narrativas interesantes y sorprendentes»

cana Somos, y la adaptación al cine de su novela Temporada de huracanes, ambos proyectos disponibles en Netflix.

Tanto en tus novelas como en las crónicas de Aquí no es Miami, se percibe una fuerte oralidad en las historias, que los personajes parecen narrar o contar directamente al lector. ¿Cómo influye esta oralidad en tu forma de abordar el lenguaje y construir tus historias?

Me gusta mucho crear la ilusión de la oralidad, es un elemento que para mí es inseparable del contenido, de la historia propiamente dicha. Hasta ahora, todos los libros que he escrito tienen como escenario Veracruz, el puerto y el estado, y sus personajes son casi todos gente muy joven, y entonces me he preocupado mucho por incluir mi propia versión del lenguaje popular jarocho en los diálogos de los personajes y en sus monólogos interiores para dar una impresión de «realidad», como en

mi primera novela, Falsa liebre, en donde los intercambios entre los personajes trataban de imitar el habla de personas de carne y hueso que conocí en mi adolescencia. Yo creo que en esta primera novela fui un poco más allá de la mera reproducción que a menudo ocurre en los testimonios de Aquí no es Miami, donde a menudo había una grabadora de por medio, pero es en mi siguiente trabajo, la novela Temporada de huracanes, en donde la riqueza del español que se habla en esta zona del Golfo de México me sirvió también como inspiración para el diseño de los aspectos formales de la narración. En Temporada de huracanes yo quería recrear una ranchería olvidada en donde un grupo de personajes luchan y se ahogan en medio de circunstancias materiales y espirituales muy desventajosas, y para mí era muy importante que el narrador pudiera estar a ras de suelo con estos personajes, lejos del desdén y la superioridad moral del narrador omnisciente clási-

Fotografía de Lisbeth Salas

co. La novela está contada por una tercera persona equisciente que conoce el interior de los personajes y que a menudo habla empleando sus voces, sus registros más desgarrados y oscuros, como una especie de narrador ventrílocuo que por momentos parece una voz independiente pero que a menudo se mimetiza con el habla y la consciencia de cada uno de los personajes que rinden su «testimonio» en cada capítulo. El lenguaje es muy crudo, vulgar, y yo sentía que la historia necesitaba de esta textura áspera para poder construir con verosimilitud estos mundos interiores devastados, y para poder implicar al lector emocionalmente en la historia, al confrontarlo con discursos llenos de odio, de machismo y homofobia. El ritmo de la novela y su forma espiral están también inspirados en los recursos poéticos del chisme, esa forma de comunicación oral tan antigua y tan interesante, eminentemente femenina... Estos recursos poéticos me llevaron a escribir después Páradais, mi tercera novela, en donde mezclo este lenguaje coloquial con un registro aparentemente más elevado y lírico, pues yo tenía necesidad de una mayor distancia entre el narrador y los personajes; ya no quería estar a ras de suelo con ellos, sino más bien, observarlos como bichos bajo el microscopio, para que el lector pudiera comprender lo insensato e impulsivo de sus acciones, la total falta de lógica detrás de la violencia, esa que tan cotidianamente vemos en los periódicos, que ya no nos asombra. La distancia, el tono de farsa, la ironía, lo grotesco de los escenarios y los personajes (desde la visión llena de asco y resentimiento del protagonista Polo) son elementos que me hicieron avanzar en la historia, encontrar un ritmo que definitivamente toma elementos de la expresión oral.

proceso de escritura individual, propio de la novela, a participar en un entorno colaborativo, como ocurre en la escritura de guiones?

Me encanta el trabajo de desarrollo de personajes y de tramas, y he aprendido muchísimo de escritores como Monika Revilla, James Schamus, Alan Page Arriaga, Alejandro Landes, Helen Shang y Marco Ramírez en los cuartos de escritores en los que hemos trabajado juntos. Me encanta trabajar en el cuarto, para mí es la mejor parte del proceso, cuando las cosas todavía no cuajan y todos los escri-

«Yo necesito desarrollar una especie de lengua nueva cada vez que escribo algo, y eso es demasiado tardado, requiere demasiada energía, mientras que la lengua en un guion es sólo un vehículo, es aún más utilitaria que en el periodismo»

televisión, pensando siempre en imágenes impactantes, en hitos de la trama, y no en términos de lenguaje. Yo necesito desarrollar una especie de lengua nueva cada vez que escribo algo, y eso es demasiado tardado, requiere demasiada energía, mientras que la lengua en un guion es sólo un vehículo, es aún más utilitaria que en el periodismo. Por eso mi papel en los proyectos en los que he participado ha sido más bien limitado, porque no puedo escribir guiones, sólo inventar personajes y tramas y servir como lo que en la industria se conoce como «consultor de tropicalización»: alguien que está ahí para impedir que todo parezca demasiado agringado.

¿Ha sido el cine una influencia en tu obra? En caso afirmativo, ¿de qué modo?

Claro, admiro mucho la obra de David Lynch, pero no solo sus películas sino sus pinturas, su música y sus libros, lo considero un artista inspirador. Terciopelo azul me cambió la vida en la adolescencia y me impulsó a crear ficciones que combinaran lo siniestro y lo sórdido, lo absurdo y lo tétrico, sin olvidar nunca la belleza. También admiro mucho a David Cronenberg, a Larry Clark y a Lars von Trier, entre muchísimos otros.

Trabajaste en la escritura del guión de la serie Somos para Netflix. ¿Cómo fue la experiencia al cambiar de un

tores deben remar juntos para proponer narrativas interesantes y sorprendentes. Es un reto, porque cuando las cosas marchan bien y se logra establecer una mente colectiva, se siente increíble, pero cuando las cosas no avanzan y el proyecto se empantana, ay, puede ser un martirio. Pero es la parte del trabajo de escritura de series que más me emociona, el de la confección de la biblia del proyecto; por el contrario, la escritura de los guiones propiamente dicha no me parece nada estimulante comparada con la escritura literaria. Todavía no sé bien por qué, pero creo que tiene que ver con la forma en la que se escribe

El año pasado se estrenó en México la película basada en Temporada de huracanes. A algunos escritores no les gustan las adaptaciones cinematográficas de sus obras. ¿Qué te pareció la adaptación de tu novela?

Me gustó muchísimo. Creo que fui extremadamente afortunada de que fuera una directora del calibre y la pasión de Elisa Miller quien se interesara en llevar a cabo la adaptación, porque ella luchó con uñas y dientes para que su visión de la novela persistiera hasta el final, a pesar de lo complicado que puede ser llevar un proyecto a la pantalla grande y negociar con todos los poderes involucrados. Sobre todo me encantó lo que hizo con los

«Creo que para mí escribir es una actividad que se sale de lo cotidiano, es siempre una irrupción, como un rapto: me dejo atrapar por la historia, por la narración, por la forma del relato y me abandono por completo a esta voz, me dejo poseer por ella, hasta donde la historia quiera llevarme emocionalmente»

personajes, con los actores, que verdaderamente hicieron un trabajo genial y se dejaron la piel para recrear una historia que es sumamente cruel y descarnada. Yo no participé en la selección del reparto, ni en la elaboración del guión, ni en ningún momento de producción, por eso fue una sorpresa bellísima cuando Elisa, en algún momento de 2022, me mandó fotografías de los actores ya caracterizados, y cuando los vi, especialmente cuando vi a la Bruja, me emocioné mucho. Es raro porque, aunque escribí el libro y viví muchos años con los personajes y los escenarios en mi cabeza, nunca le puse un rostro concreto a la Bruja, como tal vez sí se lo puse a Luismi, a Brando, a Norma... Es como si la Bruja hubiera sido una especie de sombra sin rostro en mi mente, y realmente no tenía claro cómo eran sus rasgos, y me fascina la idea de que de ahora en adelante sea el maravilloso rostro de Edgar Treviño el que mucha gente, yo incluida, veamos cuando pensemos en este personaje... Creo que Elisa definitivamente encontró maneras muy interesantes y efectivas de espejear el torrente verbal de la novela en un discurso audiovisual que igualmente es vertiginoso y adictivo, y hay también en la película, como en la novela, una intención de representar a Veracruz con realismo, tanto su brutalidad como su belleza. Aunque la peli se filmó en Tabasco por motivos de seguridad, para mí presenta con bastante fidelidad a La Matosa, o al menos yo sí la veo y la oigo y la siento cuando veo las imágenes de la película: en los interminables campos de caña, en las chimeneas

de la refinería, en las caras de los actores y los extras, en los tonos de pieles y los acentos, y hasta en el canto de los pájaros, los bienteveos y los zanates que se escuchan al fondo, todo el tiempo.

¿Afectó esto tu percepción de tu propia obra?

No realmente, para mí son dos cosas distintas, la película y el libro. De hecho, acepté que Elisa hiciera la adaptación porque me parecía que la única forma de que la adaptación saliera bien era que otra autora hiciera suya la historia y creara su propia versión.

En cuanto a la escritura de tus novelas, ¿prefieres planificar las historias o dejar que fluyan mientras van tomando forma durante el proceso de escritura?

Hago las dos cosas: planifico mucho y luego, mientras escribo buscando la voz que lo va a contar todo, voy viendo cómo todos esos lindos planes se van haciendo pedazos en mi cabeza y tengo que parar. Luego vuelvo a reconfigurar lo que se necesita para escribir esas nuevas ideas que surgen de los pedazos, y nuevamente al escribir las primeras cuartillas me doy cuenta de que no va a servir y vuelvo a empezar, y así durante muchos meses hasta que finalmente logro escribir lo que quiero decir con la voz que se necesitaba para contarlo... Creo que para mí escribir es una actividad que se sale de lo cotidiano, es siempre una irrupción, como un rapto: me dejo atrapar por la historia, por la narración, por la forma del relato y me abandono por completo a esta voz, me

dejo poseer por ella, hasta donde la historia quiera llevarme emocionalmente.

Hablando de los oficios compartidos con la escritura, específicamente de la traducción, ¿qué consideraciones tomas en cuenta al traducir obras de otros autores? ¿Qué desafíos específicos enfrentas al traducir la voz y el estilo de otro escritor?

No me considero una traductora profesional en absoluto. Casi todas las traducciones que he hecho han sido encargos que acepté porque tenía deudas y necesitaba dinero, y porque el ejercicio intelectual de traducir es delicioso. La traducción es un poco como interpretar una pieza en un instrumento: sigues una partitura que ya está escrita, y cuesta trabajo y esfuerzo y requiere de cierta pericia, pero al mismo tiempo, al menos en mi caso, no está la presión de estar creando, de estar sacando algo de la nada, y es muy relajante, es un trabajo que me gusta mucho y que prefiero a otros trabajos que he hecho para ganar dinero, como redactar notas periodísticas, atender mesas, o sacar copias. Entonces nunca he traducido algo que verdaderamente yo quisiera, pero tampoco diría que son libros que no he disfrutado, al contrario, he aprendido muchísimo de todos, y algunos fueron verdaderos retos, como Marinero raso, de Francisco Goldman. Pero finalmente, cuando traduzco no pienso tanto en el autor sino en el lector: me interesa que la lectura sea fluida y que no haya tropiezos, y ese me parece el mejor servicio que un traductor puede hacerle a un autor, que su libro se lea con placer.

Ricardo Piglia en «Las versiones de un relato» comentaba que el texto está siempre en potencia de ser algo más y que, aun después de publicado, puede seguir fluyendo de otro modo. ¿Qué reflexiones surgieron al trabajar la revisión de Falsa liebre?

El proceso de publicación de Falsa liebre, en 2012-2013, fue muy acelerado. Era mi primera novela, y yo no tenía casi ninguna experiencia lidiando con editores, y me sentía muy intimidada por el proceso, y en general sentía que Almadía me estaban haciendo un enorme favor al publicarlo y dije que sí a todo, y pues aunque estuve conforme con el resultado, sentí que me hizo falta más tiempo con el manuscrito final. Sentí que tuve que soltarlo antes de lo que me hubiera gustado, y siempre pensé que de haber una segunda edición, me dedicaría a pulir algunas cosas. Así que cuando Random House contrató la novela me puso muy contenta la idea de volver al manuscrito y revisarlo. Como Borges explica en el prólogo de Fervor de Buenos Aires, mi intención no era reescribir el libro sino «mitigar sus excesos barrocos, limar asperezas y tachar vaguedades», lo que yo llamé en sus momento «errores» de lenguaje y de imaginación. Pero no quería escribir otro libro, solo quedarme más tranquila con ese. El proceso me hizo reflexionar mucho en mis propios métodos, en el tipo de escritora que soy. Ahora pienso que Falsa liebre es lo más crudo y violento que he escrito hasta ahora. Ni siquiera Páradais, con su crueldad gélida, o Temporada de huracanes, con su vertiginosidad y su pathos me parecen ahora tan violentas como Falsa liebre... El trabajo de re-edición fue muy intenso, sobre todo en lo emocional, y fue duro volver a un texto que escribí hacía tanto tiempo, cuando prácticamente era otra persona. En su momento, escribir esa novela me costó muchos sacrificios, y mientras la corregía me conectaba con las cosas que sentía en ese momento, y a veces el dolor era intolerable, pero al mismo tiempo fue una gran experiencia volver a encontrarme con quien era cuando escribí esa novela, y valorar lo valiente, arriesgada y sensible que era.

La necesidad de huir es un tema notorio en tus novelas y en el libro de crónicas, especialmente entre los jóvenes. Algunos se van con aquellos, como sucede en Páradais; mientras que otros se quedan, pero con un fuerte deseo de escapar. ¿Qué te lleva a explorar este tema?

Creo que muchas personas constantemente soñamos con liberarnos de las ataduras que nos oprimen, que nos impiden ser nosotros mismos. Soñamos con no tener que complacer a nuestras familias ni a nuestras parejas, ni tener que honrar a nuestros padres, sobre todo cuando nuestros padres nos convirtieron de niños en el vehículo de sus deseos y sus culpas. Nos sentimos atrapados en relaciones en donde no hallamos comprensión, o prisioneros en cuerpos que quisiéramos transformar para cumplir con las expectativas de los demás, de la sociedad, de las redes sociales. Coincido con Milan Kundera, que en El arte de la novela decía que la existencia es una trampa: venimos a este mundo, que no elegimos, en un cuerpo que está muriendo desde el primer día, en vidas que de alguna forma parecen ya haber sido trazadas por nuestros padres, por la sociedad, por las costumbres. A esto hay que sumarle vivir en un lugar como México, en donde en cualquier momento, sólo por ser joven, por ser mujer, por ser pobre, puede pasarte una horrible desgracia sin que haya siquiera esperanza de encontrar justicia o retribución, gracias a la corrupción de nuestro sistema político, y de los valores de nuestra sociedad, estrangulada por la degradación y la violencia. Ante todo esto, estoy obsesionada con las decisiones, a veces terribles, que tomamos para escapar de estas prisiones, con las ilusiones que desesperadamente soñamos para encontrar salidas, a veces en lugares en donde no hay un consuelo real, como en la pasión o las drogas, pero sobre todo creo que me obsesionan las mentiras que nos contamos a nosotros mismos para justificar nuestra violencia, nuestra crueldad ante los demás, nuestra total falta de responsabilidad. Páradais va de esto, pero creo que también Temporada de huracanes, y Falsa liebre.

En tus novelas se denota una cartografía imaginaria con lugares como Carrizales, La Matosa y Progreso, trasuntos de Veracruz. ¿Cómo influye «el lugar real» en la construcción de la atmósfera y la autenticidad de tus historias?

No hago más que escribir sobre Veracruz, lo más lejos de Veracruz que puedo. Tal vez porque en el fondo no escribo sobre el lugar real sino sobre un Veracruz subjetivo, ese lugar que yo me fui haciendo a lo largo de mi vida, un lugar que es tanto real como imaginario. Al menos así ha sido hasta ahora, pero tal vez en un futuro escriba sobre otros lugares, sobre otros paisajes. La verdad no es algo que tenga planeado. Simplemente todas las veces que me he sentado a escribir ha salido una historia que, por algún motivo, yo siento que sólo puede ocurrir en Veracruz, en ese clima particular, en esa atmósfera que es, a la vez, bella y seductora y sórdida y pestilente.

En una entrevista con Antonio Ortuño mencionaste que estabas cansada de escribir textos largos y que posiblemente te enfocarías en escribir textos cortos, como relatos o cuentos. ¿Cómo te ha ido con eso? ¿Qué proyectos te gustaría desarrollar en el futuro después de tus experiencias en traducción y colaboración en la escritura de guiones?

Cuando dije que quería escribir textos cortos, yo pensaba más bien en novelas cortas. No creo tener el temperamento para escribir cuentos. Aquí no es Miami es la excepción porque aunque los relatos que componen ese libro parecen cuentos, en realidad son historias que supuestamente sí ocurrieron, entonces la forma breve era la que mejor le convenía, para encerrar cada historia en un texto separado. Pero ahora creo que si no hubiera escrito y publicado esas crónicas cuando estaba empezando mi carrera, yo creo que ahora habría tomado todo ese material y habría escrito una novela. Y justo estoy trabajando ahora en algo relacionado, pero no quiero hablar todavía de ello. Ya hablé demasiado.

DOSSIER

La novela breve

Dos pequeños ensayos sobre la novela corta: «Un problema de onomástica» y «La ejemplar brevedad» por Michelle Roche Rodríguez

Nuevos cuerpos para mundos en tránsito por Daniela Tarazona

Onetti, Bombal, Rulfo por Hernán Ronsino

Merlina Órfã. El lugar del misterio por Juan Cárdenas

Todo está en poco por Miguel Serrano Larraz

Historia de un crimen ambiguo: el secreto, el relato y el botín por Xita Rubert

Dossier coordinado por Michelle Roche Rodríguez

DOS PEQUEÑOS ENSAYOS

SOBRE LA NOVELA CORTA: «UN PROBLEMA DE ONOMÁSTICA» Y

«LA EJEMPLAR BREVEDAD»

i.

«Un problema de onomástica »

El territorio de la novela corta es una tierra de nadie, dice Jorge Volpi en «Elogio de la media distancia», el sugestivo título del preámbulo a Días de ira (2011), libro que contiene tres obras suyas escritas en ese género. La afirmación se refiere a la dificultad para establecer los límites precisos de una novela o cuánta brevedad se queda corta. Por eso, el autor prefiere referirse a la media distancia: aquello que está más allá del cuento, pero más acá de la novela. Aunque peligroso en literatura, el criterio de la longitud es fundamental para comprender a esta forma literaria, lo cual podría ser una causa para su recepción desigual entre lectores, editores y críticos. Porque si bien cuenta con grandes cultivadores desde la Edad Moderna, y en la actualidad muchos lectores se declaran entusiastas de la novela corta —como también de los cuentos, por cierto—, la mayoría de las editoriales prefieren no publicar en este género y los críticos parecen reacios a emprender estudios que certifiquen cómo se desarrolla en las culturas hispanohablantes de ambos lados del Atlántico.

El problema que ha ocupado a lingüistas y filólogos durante décadas es más bien onomástico. Similar a la voz inglesa novel, el término castellano «novela» que identifica a las obras narrativas de cierta extensión es menos preciso que otras lenguas romance. La raíz de la palabra corresponde a la forma femenina del adjetivo en latín novellus, diminutivo de novus, cuyo significado es «novedoso» o «nuevo», de donde viene también la palabra noticia. En francés, por ejemplo,

el género literario se llama romain y, en portugués, romance. En el mundo francófono, a las noticias se les llama nouvelles. Fue al calor de las rotativas en Francia, donde nació en el siglo XIX un tipo de romain caracterizado por sus narraciones centradas en en una sola trama, llevada por pocos personajes y sin disgresiones de la voz narrativa que se distribuía por entregas en diarios o revistas, al cual se conoce como nouvelle —así, en singular—. Si no queremos apelar al galicismo, para nombrar a este género en nuestro idioma nos vemos obligados a recurrir a la fórmula de sustantivo más adjetivo, una dualidad terminológica que sin duda contribuye a oscurecer su caracerización.

Aunque nos disguste, ciertos críticos dividen el extensísimo campo de la narrativa bajo criterios de espacio, un aspecto puramente formal. Así, la narrativa queda picada en dos pedazos: la larga y la corta. Esto representa un problema porque obliga a traducir del inglés la denominación short story, no como «cuento» sino como «relato corto», y enmaraña géneros de ordinario bien delimitados como el cuento y la novela. Más pragmáticos aún son quienes apelan a los criterios del número de palabras o de páginas para establecer las diferencias. Consideran larga una pieza narrativa a partir de las cincuenta mil palabras, y la llaman novela: novel, romain, romance. Hasta ese número de palabras las clasificaciones van haciéndose cada vez más arbitrarias. ¿Debemos suponer que hasta las cuarenta y nueve mil novecientos noventa y nueve palabras estamos leyendo una novela breve, pero que si se le añade una sola más —un artículo, quizá, una interjección…¡ay!— aquello que hasta hace un momento nos parecía pieza compacta se hace de pronto mastodóntica? Otro es el problema que plantea la longitud

de los cuentos: ¿qué tan corto es un relato corto? Los mismos pragmáticos se han dedicado a establecer límites con el empeño con que los monjes bizantinos intentaron calcular cuántos ángeles cabían en la cabeza del alfiler más pequeño. Continuamos sin saber si los cuentos son naraciones de nueve mil novecientos noventa y nueve palabras, pero los críticos coinciden en que los relatos breves (short stories) ocupan una longitud de entre dos y cinco mil palabras. Para eso han creado la denominación mini cuento o relato corto corto (the short short story). Y es que los caminos formales del cuento parecen aún más intricados que los de la novela. Hay cosas más importantes que la extensión de un texto. La impresión sostenida, en el caso del relato —short short o solo short—; la autonomía de los personajes, en la novela. El «Elogio de la media distancia» es, en realidad, un lamento donde el autor mexicano se queja de que aprisionada entre la concisión del cuento y la amplitud de la novela, la media distancia en la narrativa se rehúsa a ser una cosa u otra, pareciéndose más a «una criatura deforme e innominada» o a «una aberración de la naturaleza». Volpi desprecia todas las formas de la dualidad terminológica: al cuento largo lo considera un mal cuento y a la novela corta, «una histroria larga que ha sufrido una amputación». Mario Benedetti respondió a esa queja, y desde el criterio de la forma sobre el fondo, en un ensayo de 1953 donde escribió que el cuento se sustenta en la peripecia y la novela breve, en el proceso. «Al hecho, al estado de ánimo, al simple retrato, que en el cuento aparecen a modo de instantánea, se les agrega aquí [en la nouvelle] su evolución (parcial, naturalmente, ya que la evolución total sólo cabe en una estructura de novela)», escribe en el ensayo «Cuento, nouvelle y novela: Tres géneros narrativos» publicado en su libro Sobre artes y oficios: «El cuento actúa sobre el lector en función de la sorpresa; la nouvelle recurre a la explicación».

Las ideas de Volpi y Benedetti se pueden sintetizar en una definición de la orgullosamente escurridiza nouvelle como un camino intermedio entre el cuento y la novela, que celebre la libertad que otorga la confusión. A mí que me encantan los monstruos, ese bicho que en «Elogio de la media distancia» se presenta «con pies y cabeza, pero sin tronco», me parece ideal para los tiempos híbridos y de líquidas certezas que corren. Es pues una prerrogativa de los raros, las marginales y les desadaptades en general la demora en la brevedad.

ii.

«La ejemplar brevedad»

Si se quisiera poner fecha al dejillo moralizante que tiene eco en gran parte de nuestra tradición narrativa quizá sea

necesario remontarse al siglo XIII, en tiempos de la convivencia entre moros, judíos y cristianos, cuando el castellano no era todavía una lengua establecida y se llamaba novellus a los acontecimientos relatados por bardos y sacerdotes para despertar la curiosidad del pueblo, así como su adhesión a la monarquía y la Iglesia. Entonces las ficciones venían de todas las tradiciones disponibles. La fábula era la reina, acompañada por el relato jocoso (antepasado de la comedia y otras formas teatrales) y del cuento (que era una variación de las leyendas y los coloquios de la antigüedad). El paso a la escritura de esas ficciones orales supuso un acercamiento realista al mundo a partir de la prosa vulgar para contar historias ligeras sobre personajes estereotipados, con intención didáctica. Algo similar pasaba en otros territorios de Europa, como prueba la aparición del Decamerone y las Tales of Caunterbury. El primero es un compendio de cien narraciones breves escritas por el florentino Giovanni Boccaccio entre los años 1351 y 1353; el segundo, una colección de veinticuatro relatos del londinense Geoffrey Chaucer, escritos entre 1387 y 1400. Ambos libros dramatizan temas como el amor, la inteligencia y la fortuna, a partir de estructuras narrativas simples. En realidad, leyendas, fábulas y cuentos tradicionales apenas se disfrazan con pericia por los escritores que recurren a estrategias ficcionales que van desde lo cómico y lo trágico hasta lo erótico. Con el Decamerón se cristalizó una forma narrativa por completo nueva y separada de los géneros clásicos ligados a la historia, como la epopeya y la tragedia. A partir de ese momento, los géneros clásicos más antiguos comenzarían a perder conexión con los probemas de su época.

A partir del modelo italiano, la narativa breve creció en una selva de géneros afines. Siguiendo el camino abierto por la obra de Boccaccio, las novelas cortesanas del Siglo de Oro referían lances de amor a partir de una trama sencilla que caminaba sin contratiempos hacia un desenlace. Lo original eran los personajes individualizados que comenzaban a separarse de los estereotipos, cruciales para el carácter moralista de la fábula y para la concisión del relato. Lo contrario pasaba con el ambiente, que se comprimió hasta el esbozo, limitándose a mostrar lo necesario para solidificar el contenido simbólico de la narración. Estos rasgos aparecen en las doce narraciones publicadas en 1613 bajo el título Novelas ejemplares de honestísimo entretenimiento, donde Miguel de Cervantes establece las bases de la novela breve en castellano. «La ilustre fregona», «El casamiento engañoso» y «El coloquio de los perros» se encuentran entre las más célebres de estas narraciones y constituyen modelos para la narrativa posterior, breve y no tanto. La mayoría de los argumentos de las Novelas ejemplares son enredos sentimentales centrados en personajes cuya motivación es satisfacer deseos que transgreden los códigos del honor, casi siempre

por estar enamorados, o lo que quiera que fuera enamorarse en el siglo XVI. En la primera novela aquí citada, los nobles Carriazo y Avedaño cortejan a la criada en un mesón de Toledo haciéndose pasar por pícaros y, en «El casamiento engañoso», Alférez Campuzano se propone seducir a una noble de nombre Estefanía, atraído por la dote que ella supuestamente podía aportar al matrimonio, solo para descubrir que esa dote no era tal cuando ya es tarde.

Dirán que las obras citadas de Boccaccio, Chaucer y Cervantes pueden considerarse como antecedentes más bien de los cuentos modernos. Y estarán en lo cierto. El asunto es, de nuevo, onomástico. Durante el Sigo de Oro, la palabra cuento fue un término peyorativo, pues se le asociaba con los «cuentos de viejas». De esa manera despectiva se llamó a ciertas historias pseudodidácticas que las abuelas contaban para controlar el comportamiento de los nietos o formar su carácter. Si bien hoy sabemos que estos relatos populares se conectaban con las leyendas clásicas, en aquella época se tomaban por chismorreos de gente ignorante. Por eso, en el prólogo del libro, Cervantes insiste en que las doce obras son de su autoría; gesto que, además de desmarcarlo de la cultura oral de su época, intenta separarlo de la tradición italiana. «Soy el primero que he novelado en lengua castellana», explica: «que las muchas novelas que en ella andan impresas, todas son traducidas de lenguas extranjeras, y estas son mías propias, no imitadas ni hurtadas; mi ingenio las engendró, y las parió mi pluma, y van creciendo en los brazos de la imprenta».

Emilia Pardo Bazán puede tomarse como continuadora, trescientos años después, de esta tradición. Al cultivo de la narrativa breve en paralelo a una intensa labor crítica debe su notoria productividad. Para 1885, cuando publicó La dama joven, su primera novela corta, el género ya se conocía y practicaba en España. Cuatro años antes, Pedro Antonio de Alarcón había sacado sus Novelas cortas y en la prensa se discutía sobre las diferencias entre este género y lo que en Francia llaman romain. Se discutía con cierta turbación de que en castellano no existiera una palabra precisa como nouvelle para establecer la diferencia entre la narrativa que es extensa y aquella que no. El interés en periódicos y revistas se mantuvo más o menos en iguales términos durante dos décadas, tiempo durante el cual publicaron nouvelles autores como Clarín (Doña Berta, Superchería), Jacinto Octavio Picón (Novelitas) y, por supuesto, Pardo Bazán. Si la casi veintena de obras en este género escritas por ella hoy se conocen poco se debe a que el interés de los estudios críticos se ha concentrado más en rescatar sus relatos y artículos periodísticos, así como en discutir sus obras de mayor fama y trascendencia, como La tribuna (1883), Los pasos de Ulloa (1887) o Insolación (1889).

Pardo Bazán misma promueve la conexión con Cervantes en sus nouvelles, como prueba que titulara Novelas ejemplares al libro que sacó en 1906, donde recopila con el inédito «Mujer», dos textos antes publicados en la revista La España Moderna: «Los tres arcos de Cirilo» y «Un drama». En esta serie de obras escritas entre 1895 y 1896, la intención di«Pardo Bazán misma promueve la conexión con Cervantes en sus nouvelles, como prueba que titulara Novelas ejemplares al libro que sacó en 1906, donde recopila con el inédito «Mujer», dos textos antes publicados en la revista La España Moderna: «Los tres arcos de Cirilo» y «Un drama». En esta serie de obras escritas entre 1895 y 1896, la intención didáctica es bastante marcada, como ocurría en el Siglo de Oro; sin embargo, el tono de instrucción toma aquí la forma de meditaciones sobre la condición femenina, un tema fundamental en la obra pardobaziana»

dáctica es bastante marcada, como ocurría en el Siglo de Oro; sin embargo, el tono de instrucción toma aquí la forma de meditaciones sobre la condición femenina, un tema fundamental en la obra pardobaziana. Si se mira de cerca, no es de extrañar que a la entrada del siglo XX, la autora se propusiera actualizar los antiguos códigos del honor para comprender cómo afectaban a su género. También de estas meditaciones se pueden sacar moralejas. «Los tres arcos de Cirilo» problematiza la tendencia a buscar éxito en la vida no por medio del trabajo honrado, sino a través de la búsqueda de matrimonios por conveniencia, una evidente alusión a «El casamiento engañoso». La forma en que los enredos amorosos vulneran honor es el tema que une «Mujer» con «Un drama».

Durante las centurias que separan a Cervantes de la autora gallega, la gran novedad en la narrativa suscinta fue la fórmula satírica popularizada en tiempos de la Ilustración por autores como Denis Diderot o Voltaire. Pero el desarrollo del género novelístico no se detuvo allí, si bien el género favorito de la época fue, en realidad, el ensayo. En paralelo al pensamiento crítico ilustrado y al relato cáustico se desarrolló un tipo de novela extensa, de tipo didáctica y con inflado argumento, como son las obras Pamela o la virtud recompensada (1740) del inglés Samuel Richardson y La nueva Eloísa (1761) del suizo Jean-Jacques Rousseau, ambas escritas en formato epistolar. En la primera se cuentan las peripecias de una doncella que protege a toda costa su honor de un jefe que la intenta seducir; la otra vuelve sobre los inconvenientes de las relaciones amorosas entre personas de distintas clases sociales. Ambos casos prueban que el interés entre las sociedades «ilustradas» en normativizar las relaciones amorosas y el papel de las mujeres en la comunidad no era exclusivo de los españoles.

El control de la acción social de ellas y el propósito de encerrarlas en el ámbito privado fue una constante a lo largo de la Edad Moderna y va paralelo a la Querelle des femmes, un debate sobre sus capacidades intelectuales que duró cuatrocientos años, en el cual participaron filósofos, escritores y religiosos de ambos géneros. Las novelas breves de Pardo Bazán (como sus ensayos y artículos) sumaron a esa «querella» en la plena época del sufragismo al criticar el control patriarcal sobre la alteridad femenina —a través de padres, preceptores y maridos, así como de las rígidas divisiones sociales— al tiempo que muestran la repercusión de esas restricciones en la psique de las hijas, esposas y madres. La autora misma fue víctima de las convenciones de su época, cuando su marido quiso obligarla a que dejara de escribir, debido al escándalo que causó «La cuestión palpitante», la columna que publicó durante el año 1882 en La Época. Afortunadamente, se separó de José Quiroga y se dedicó a la literatura. Eso fue en 1884, justo a tiempo para participar

en el éxito comercial de las novelas por entrega publicadas en los periódicos, lo cual permitió la proliferación de los géneros breves. Gracias a eso, Pardo Bazán formó un estilo propio y llegó a ser muy leída en su época. El alcance de su legado se oscureció después, durante el franquismo, cuando se promovió una irreal imagen suya de autora regional gallega; por eso ahora es necesario rescatar buena parte de ese legado. La razón y las estrategias de tal oscurecimiento son materia para otro ensayo.

Lo importante aquí es que Pardo Bazán sigue el camino de Cervantes y abre birfurcaciones nuevas para los autores y autoras posteriores. A ella se la considera hoy también una ejemplar cultivadora del naturalismo español porque su trabajo en la ficción se alimenta del oficio de crítica que ejerció en paraleo. A través de «La cuestión palpitante» y de otros artículos sobre literatura, se encargó de difundir las ideas de ese movimiento artístico tributario del realismo, cuyo objetivo era reproducir la vida en todas sus posibles gradaciones, de lo sublime a lo sórdido. Esa doble condición de narradora y crítica sustenta su estilo literario. Como estaba vedada a las mujeres la formación profesional, literaria o de otra índole, Pardo Bazán fue autodidacta y al principio de su carrera se mantuvo alejada de los círculos de sociabilidad literaria, lo cual explica por qué valora la crítica por encima de la poética. Además de sus contemporáneos de Francia le interesó la obra de maestros rusos como Alexander Pushkin, Fiódor Dostoievski y León Tolstói. Pero fue entre autores como Émile Zolá, Guy de Maupassant y Gustave Flaubert donde encontró a sus maestros. Igual que fue la prosa italiana para Ceravantes, ella reconoció en la narrativa breve francesa un modelo que imitó en obras cortas como Belcebú y Allende la verdad (1908) y Una gota de sangre (1911).

La mitad de los autores citados en el párrafo anterior se hicieron célebres con novelas protagonizadas por mujeres que se desviaban de la norma, como la prostituta Naná (Zolá) y las adúlteras Ana Karénina (Tolstói) y Madame Bovary (Flaubert). A ellos responden las novelas breves de la autora gallega, que discuten temas aún vigentes como la violencia de género, sacan a las mujeres del entorno doméstico, defienden su necesidad de educación y tratan asuntos tabú en la época como era su despertar sexual. Sus protagonistas van más allá de la intención didáctica de los autores. No son negligentes madres y esposas, como Ana Karénina o Emma Bovary, sino seres tan virtuosos como defectuosos, con motivaciones humanas que trascienden su capacidad alegórica de personajes para promover una visión más amplia del mundo. Las obras de Pardo Bazán son ejemplares en el tratamiento de la narrativa breve, pero lo son menos porque retraten la corrupción moral del género, que por incorporar la psique femenina al sórdido retrato de la realidad.

NUEVOS CUERPOS PARA MUNDOS EN TRÁNSITO

Ante la invitación para comentar un conjunto de cinco novelas breves escritas en lo que va del siglo xxi, he elegido Jacobo el mutante (2002), de Mario Bellatin; El vasto territorio (2023), de Simón López Trujillo; Moho (2010), de Paulette Jonguitud; Casi perra (2023), de Leila Sucari e Informe sobre ectoplasma animal (2014), de Roque Larraquy, a las que considero novelas de cuerpos dislocados. En ellas se presentan cuerpos anómalos, identidades superpuestas, mutaciones, devenires y espectros animales.

Las cinco novelas incluyen corporalidades deshechas o atravesadas por nuevas experiencias. La forma convencional se quiebra para anunciar cuerpos repentinos. Quizá las modificaciones de nuestra percepción mediada por lo tecnológico y lo científico acompañe a estas nuevas criaturas del siglo xxi. Estos cuerpos desestabilizados, cuya intensidad expresiva desafía al lector, toman su sitio como criaturas contemporáneas susceptibles a la transformación. Cuerpos mutantes, híbridos, difíciles de etiquetar que corrompen la tendencia homogeneizadora del sistema en el que vivimos.

Si algunos aspectos de la novela breve se anclan en el secreto, entendido como «vacío de significación (…) algo que alguien sabe y no dice» (Becerra y Piglia), eso que no se enuncia es propio de estos narradores que vacilan y que son poco fiables. Los cuerpos dislocados se encuentran, de manera natural, en mundos desestabilizados. En el sitio de la mutación del texto (Bellatin), de la transformación de la naturaleza (López Trujillo), de la mutación del cuerpo (Jonguitud), de la animalidad (Sucari) y de la espectralidad (Larraquy) ocurren desplazamientos: lo que es deja de serlo y ante nuestros ojos se levantan sucesos construidos con cadenas de preguntas. Los narradores procuran comprender lo que pasó. Y el secreto conforma un vacío como mecanismo que articula las tramas.

El cuerpo textual de la nouvelle, por su condición enigmática, es ideal para que los cuerpos representados sean otros, distintos, deformes, insólitos. Así como se transforman los cuerpos o presentan anomalías, las novelas breves dan pie a líneas de fuga. El cuerpo representado es anómalo y, a la vez, el cuerpo textual se revela como otro distinto. En Jacobo el

mutante, El vasto territorio e Informe sobre ectoplasma animal, se muestran fotografías, gráficas o dibujos, respectivamente, que remiten a una forma más de lectura dentro de los libros: la visión gráfica de lo que se enuncia.

La vida exterior coloniza algunos de estos cuerpos: la piel de la protagonista de Moho es invadida por el hongo hasta el punto de convertirse en un cuerpo novísimo y se diferencia así de un cuerpo humano. La sintomatología en El vasto territorio consiste en que los hongos contaminen el cerebro para transformar el pensamiento en otro antes no reconocido.

Cada nuevo giro de las tramas consigue ampliar el sentido de las variaciones o la valía de estos cuerpos. Mientras los narradores ponen en tela de duda y juegan con las convenciones sobre los recursos para representar las historias, los cuerpos establecen roturas y espacios abiertos para otras formas de percepción y conocimiento. Desde el cuerpo textual revisitado e imaginado por Bellatin, hacia el mundo vasto de López Trujillo y hacia la piel enmohecida de Jonguitud, con el pase del devenir animal de Sucari y los fantasmas de Larraquy que significan otra forma de conocer el mundo, las corporalidades son múltiples y distintas. Ocurren, además, en varias capas de sentido: como si la novela breve fuera un libro en forma esférica o fractalizado del que se desprenden páginas circulares: una nos lleva a otra debajo y a otra faceta más.

El lugar de los cuerpos políticos aquí es otro. El desafío que presentan sus legibilidades o catalogaciones disuelve la rigidez de las formas convencionales. Y se lee: «Nada estaba en su lugar. Lo que debiera ser una cosa, parecía responder a otra» (López Trujillo, 55) o «¿Dejaré yo de ser mujer? ¿Se me descompondrá el cuerpo? ¿Se me caerá algo?» (Jonguitud, 27). El cuerpo anterior no basta para enfrentar la actualidad de estos entornos: «Me alimento sólo de huesos y eso está bien. Dejé de necesitar otras cosas» (Sucari, 49) o «Mientras más alejada en la persona, el género y el tiempo se presente la transmutación adquirida, el relato se acercará un punto más a otra dimensiónп (Bellatin, 313) y «De un tigre amaestrado con electricidad pueden conservarse sus espasmos musculares, el goteo de la saliva sobre las patas y la figura móvil del domador impresas en sus ojos etéricos» (Larraquy, 51).

Quizá, más que nunca, nos encontremos en un tiempo presente adecuado a estas formas breves. La nouvelle como cuerpo textual en desplazamiento, sitio de la elipsis y la desescritura, morada de cuerpos en tránsito y espacio abierto a las interpretaciones o aberturas en los ojos de los lectores, resulta idónea para ejercer la imaginación y dar pie al aprendizaje dentro de un contexto que, día a día, se desplaza y se disloca. Un mundo que deja de serlo para convertirse en un enigma. Frente al movimiento, estos textos, de formas y voluntades espirales, son espacios dinámicos para ensayar nuevas formas de apreciarnos.

El lector encontrará múltiples respuestas a las cuestiones de estos cinco narradores vacilantes. La duda es necesaria: en la pregunta se asume la condición misteriosa de la existencia. ¿Cuál es el cuerpo? El cuerpo visto como fantasma, hongo, animal o mutante. La figuración de nuestros cuerpos sociales y políticos que trasluce el significado de la manera en que habitamos estas dos primeras décadas del siglo.

Las miradas sobre estas novelas se enfrentarán a la ambigüedad vital; indagarán en la indeterminación y la fragilidad, en la ausencia de certezas, y en los espacios vacíos hallarán sentidos que serán multiplicados. El secreto que guardan los narradores de estas novelas implica la disposición a no saber pues ¿qué es, en realidad, lo que sabemos? La pregunta se come a sí misma. El secreto esconde la capacidad de elegir y salirse por la puerta del fondo con alegría. En el universo de lo breve tiene lugar la fuga.

A partir de la desintegración y la reconfiguración, en Jacobo el mutante, de Bellatin, el rabino Jacobo Pliniak se transforma, tras sumergirse en un lago, en su hija adoptiva mayor de ochenta años de edad. El texto se superpone a una novela inacabada de Joseph Roth, La frontera, y la intertextualidad parece tener la consistencia de una mutación más: el texto que referido se convierte en otro revisitado por la voz de un narrador que investiga: «Pero mientras continúen perdidas las páginas originales de Joseph Roth, es poco lo que se puede hacer para conocer la verdad de los hechos» (329) y «Las figuras quedan en suspenso. La piel de los hombres perpetuamente mojada. Un Golem. Una docena de huevos cocidos. La empleada de la editorial Stroemfeld, buscando borrar las huellas del texto» (334). Las referencias no son lo que semejan y así la historia reescrita del rabino aparece como una nueva fulguración. Mario Bellatin recurre aquí a sus intereses habituales: un texto que gira y se transforma, como su propio protagonista: «Es importante señalar que en la Cábala a estas transformaciones, que implican a la persona, el género y el tiempo se las suele nombrar Remansos Aforísticos».

El vasto territorio, de Simón López Trujillo

El mundo en esta novela se asemeja al real que ha sido devastado por la actividad humana. Es la tierra asolada por el extractivismo, cuyos árboles se han contagiado de la idea de morirse. La naturaleza transmutada; las redes que estable-

Jacobo el mutante, de Mario Bellatin

cen los hongos. La novela se teje a través de dos historias: la de Pedro Marambio, trabajador forestal, y la de Giovanna, una científica que investiga la micología. Y se vislumbran revelaciones de la tierra: «Pedro avanzaba uniéndose a lo que encontraba por debajo, bichos, cadáveres, raíces, piedra molida y el contacto expandía su propia referencia, como una sombra blanca estirándose bajo la tierra». (56). Somos lectores de una época que está terminándose o que atraviesa un umbral y divisamos otra posibilidad inquietante: el futuro que estaba guardado en la potencia de la naturaleza maltrecha por la humanidad. «Pensaba en el deseo de los hongos, ese ímpetu que inicia como una sola mancha y al cabo se expande por kilómetros ¿En algún punto se reprime, duda si avanzar?» (71). Y el hongo dice: «No importaba, volveremos a crecer, sabíamos. No alcanza número para llegarnos. Vamos siempre yendo de arriba por debajo. Todos juntos somos tantos que ningún hombre nos cabría en torno. (…) Ser uno y no vasto es el problema» (61).

El cuerpo de una mujer invadido por el hongo. Poco a poco, el intruso se multiplica sobre la piel para ser una analogía de la transformación del seno familiar. La narradora viaja de ida y vuelta a registros realistas para retornar al cuerpo mutante. Además, aparece la imagen fantasmal de un feto de nombre Rafael. Con descripciones inquietantes e imágenes crudas y escrita en capítulos cortos, el compás que consigue

Paulette Jonguitud se asemeja a la transcripción de una experiencia verídica. Y, a pesar de lo insólita que parezca esta mutación del cuerpo de la protagonista, creemos que, en verdad, está ocurriendo. El miedo es un motor de la historia, pero también el despojamiento y el desamor. El cuerpo se parece al espacio que habita: «(…) junto a aquella mancha en los azulejos. Era una réplica exacta del intruso que me crecía en la pierna». (11) Y el crecimiento del moho es, además, modificado de manera soprendente: «al entrar en contacto con el feto el moho creció veloz, fertilizado, aumentó de grosor como si quisiera arroparlo (…)» (43). La protagonista se pregunta, también, si tendrá filamentos blancos en el cerebro.

Casi perra, de Leila Sucari.

Casi perra, de Leila Sucari, discurre hacia el devenir perra de su protagonista. Un cuerpo casi animal. Las experiencias del personaje la conducen hacia la naturaleza canina «La falta de futuro me trabó la mandíbula» (15). La ferocidad latente tiene salida. Los testigos reprueban su comportamiento «Salgo de la carpa en cuatro patas, me acuesto sobre los yuyos y cierro los ojos. Debo parecer una mujer tranquila. Tal vez en el fondo lo sea» (25) y «Algunos se acercan como si fuera una rareza del zoológico, un animal en peligro de extinción» (31); ella come huesos, pero no se detiene; así como la vida va siendo una suma que marca el instante siguiente, esta nouvelle presenta un registro sobre lo inevitable: se va siendo lo que nos corresponde ser; nos transformamos en lo que el cuerpo precisa. «No me baño porque ya está haciendo

Moho, de Paulette Jonguitud

frío y porque parte del proceso en el que estoy incluye reconocer mi cuerpo en estado puro. ¿Existe algo así? Mis uñas crecen fuertes y mis piernas están cubiertas por una capa de pelos negros que acaricio en sentido contrario antes de dormir. Son espinitas suaves que me cuidan de los bichos. Es increíble cómo la biología tan pronto se pone a tono con las necesidades» (32).

Informe sobre ectoplasma animal, de Roque Larraquy

Aquí los cuerpos de otro tiempo reaparecen. «Los habitantes de la casa dicen que algo invisible les interrumpe el paso en la puerta de entrada. Creen que es Federico, perro querido de la familia, que murió en el umbral en 1948» (9). Su luminosidad modifica los espacios, trastoca la arquitectura, resignifica la Historia (hay un «pato espectral con el cuello quebrado asomando entre dos mingitorios», o una cuchara que levita clavada en el aire). Los espectros son otra forma de conocimiento: quiebres en el tiempo y el espacio, y Larraquy les otorga una singular corporalidad. «Llamamos espectro a un tipo de residio matérico inscripto en el éter que el animal deja de sí cuando muere: la síntesis de sus salivaciones, la huella de los diferentes tamaños de su cuerpo en el tiempo (…)» (49). Con humor, se da vuelo para hacer ver a los fantasmas en distintas frecuencias de luz. La ciencia se dispone como herramienta para comprender lo inexplicable, pero desde un ángulo peculiar. Se ven «peces momentáneos» en una oficina o un contador huye con el espectro de un «erizo de mar clavado en la rodilla». Los aparecidos se presentan también en enjambres de ectoplasmas.

«Las

cinco novelas incluyen corporalidades deshechas o atravesadas por nuevas experiencias. La forma convencional se quiebra para anunciar cuerpos repentinos. Quizá las modificaciones

de nuestra percepción mediada por lo tecnológico y lo científico acompañe

a estas nuevas criaturas del siglo XXI. Estos cuerpos desestabilizados, cuya intensidad expresiva desafía al lector, toman su sitio como criaturas contemporáneas susceptibles a la transformación. Cuerpos mutantes, híbridos, difíciles de etiquetar que corrompen la tendencia homogeneizadora del sistema en el que vivimos»

ONETTI, BOMBAL, RULFO

En 1995, Ricardo Piglia da un seminario sobre las novelas cortas de Onetti en la Universidad de Buenos Aires. Recorre así la obra del uruguayo con la mirada minuciosa que conocemos de Piglia. Hace unos años, la editorial Eterna Cadencia compiló esas clases en un libro que lleva por título Teoría de la prosa En ese seminario, Piglia va a pensar, fundamentalmente, la tensión que se pone en juego en la novela corta: ¿Qué cosa define a una nouvelle? ¿La extensión de páginas o la relación que se da entre secreto y forma?

Hay tres novelas breves que aparecen en América Latina en la primera parte del siglo XX que se han transformado en momentos disruptivos para la literatura. La aparición de El pozo, la primera novela de Onetti; La amortajada, de María Luisa Bombal; y unos años después, influenciado por Bombal, como se dice, la aparición de Pedro Páramo de Juan Rulfo. Las tres novelas podrían ser leídas siguiendo la tesis de Piglia, porque «el secreto, la incertidumbre y el fantasma» las constituye.

Onetti

En 1939 se publica en Montevideo la novela El pozo de Juan Carlos Onetti. Tiene 30 años, ha cruzado un par de veces el Río de la Plata probando suerte de un lado y del otro; después de leer un cuento de Faulkner en la revista Sur quedó descentrado y conmocionado. El pozo es una novela breve que casi pasará desapercibida para la crítica y el público. Los ejemplares de esa primera edición estuvieron años en el sótano de la editorial. Pero es la primera novela de Onetti en donde se encuentra condensado su universo. Ese que se expandirá en La vida breve , en Juntacadáveres , en El astillero por ejemplo. Onetti no sólo trabaja con el mito del fracaso, también su propia obra en el comienzo lo encarnó. En las primeras páginas del relato hay un paralelo muy fuerte con lo que pasará en su cuento «Bienvenido Bob». El pasaje a la vida adulta arruina a las personas. Le pasa a Linacero, le pasa a Bob. A su vez se ve de un modo muy fuerte la tensión entre realidad y fantasía. Tensión que se verá con claridad en La vida breve donde se produce la fundación de Santa María. También encerrado en un cuarto, como está Linacero, Brausen inventa una ciudad imaginaria que le permite escapar de esa realidad agobiante. Linacero está hundido en el pozo existencial. Y lo único que lo mueve es esa imaginación que lo invade por las noches y lo lleva por Alaska, lo enreda con prostitutas, lo hace esperar en la cabaña de troncos a la muchacha que se acostará en el colchón de hojas. Lo potente de esta novela es el modo en que se estructura. Tan afín en su búsqueda existencial a La náusea (que se publica un año antes), El pozo , me atrevería a decir, es mucho más vanguardista en la forma que La náusea Como dice Piglia, El pozo se articula como una sucesión de historias que desenfocan la realidad, que hacen que esa frontera entre la imaginación y lo real se vuelva difusa, fantasmal. Y allí es donde aparece condensado, como un aleph, el universo onettiano que veremos no sólo en su obra sino también en su biografía. Uno puede pensar en Linacero hundido en el pozo de su existencia encerrado en un cuarto y puede pensar en el mismo Onetti hundido en esa cama en los últimos años de su vida, sin fe, sin importarle nada más que la imaginación.

La amortajada es la segunda novela de la escritora chilena María Luisa Bombal. Aparece en 1938, es decir, un año antes que El pozo, por la editorial Sur en Buenos Aires. Bombal había trazado buenos vínculos con el círculo de Sur (Ocampo, Borges). «Libro de triste magia, libro que no olvidará nuestra América», escribió Borges el mismo año de su publicación. La amortajada es una novela breve narrada por una mujer que ha muerto. Desde el cajón donde la velan, la mujer va reconstruyendo su vida a partir de la presencia de quienes la acompañan en esa despedida. Ve a sus hijos, a su amante, a sus cercanos y vuelve a vivir esa vida que ha perdido. La técnica narrativa se asemeja a la planteada por Faulkner, unos años antes, en 1930, cuando incorpora en esa polifonía de voces que es Mientras agonizo la voz de la madre muerta. La voz de la madre muerta que es trasladada por la familia para ser enterrada irrumpe en la novela por única vez para provocar una conmoción. En cambio, en La amortajada uno va descubriendo poco a poco quién esa mujer, y cuál es el punto de vista de esa voz. Ese cuerpo que es un misterio para quienes la rodean habla. Cuenta desde el secreto lo que nadie puede oír. La voz del fantasma sólo es escuchada por el lector. Con 28 años, Bombal tiene dos libros publicados, un reconocimiento del mundo literario. Pero su obra quedará en esa brevedad que impactará en la tradición latinoamericana. Como cuenta Diego Zúñiga en su ensayo sobre Bombal, los fantasmas de Comala fueron influidos por esa voz espectral que narra en La amortajada. «Le dije, escribió Rulfo, que sus páginas habían inspirado varias calles de Comala y dijo sentirse honrada».

En una entrevista para la televisión española, Juan Rulfo, en los años setenta, aparece con un gesto calmo y hablando a media voz. O mejor, con la boca entrecerrada. La voz de Rulfo es como la voz de sus personajes, habla en tensión con el silencio y apretando los dientes. Como si un rencor lo atravesara. «Es un rencor vivo», así describe a Pedro Páramo. A Rulfo sólo le bastaron dos años para construir un mito con una obra breve pero que alteró la narrativa latinoamericana. Entre 1953 y 1955 escribe sus dos libros, El llano en llamas y Pedro Páramo. Hay una síntesis en los títulos de sus libros que reúne dos elementos fundamentales para su obra. Un paisaje y un murmullo de espectros. Una zona, el llano de Jalisco, y los fantasmas de una época. Pero Rulfo no es un realista. Más bien, como plantea Rivera Garza, «no refleja ni representa realidad alguna». Lo que hace Rulfo es inventar su propia realidad aplicando una técnica narrativa que, a partir del fragmento, de las voces dislocadas, como ecos que resuenan en el aire, van montando una trama. ¿Quién habla, quiénes son? Son los murmullos. Si bien no es una escritura realista, Pedro Páramo, por ejemplo, muestra la ruina de un tiempo sangriento en México. La obra que cierra la primera parte del siglo XX y le da lugar y voz a los fantasmas de las disputas revolucionarias a través de la experimentación literaria. Cierra y abre una época. Así, con una voz que lucha, permanentemente, entre el silencio y el rencor.

Rulfo

Cuatro novelas cortas contemporáneas.

Caballo fantasma de Karina Sosa.

Hay una larga tradición de novelas sobre el padre. O sobre la muerte del padre. De Pedro Páramo a La invención de la soledad, por ejemplo. Caballo fantasma (Almadía, 2020), la primera novela de Karina Sosa, invierte la ecuación y pone, de un modo notable, en el centro de la búsqueda no al padre sino a la madre. Es la madre el enigma, la ausencia, el fantasma a develar. La madre es una pregunta abierta que la narradora, una tal K, tratará de entender a lo largo de toda la novela.

Esa mujer que se marchó cuando la narradora tenía un año, esa mujer que vivía en esa misma ciudad, según el relato del padre, pero a la que no va a ver nunca. Esa mujer que estaba relacionada con caballos. «¿Qué tienen que ver, se pregunta la narradora, la memoria, los fantasmas, los caballos? ¿Qué tiene que ver mi madre con los caballos?».

La madre es la columna ausente que organiza el sistema de la novela. En algún momento se dice recordando a Hemingway: toda historia guarda una historia secreta. La novela entonces es una gran pesquisa que trata de develar esa historia secreta.

Una de las cosas más potentes es cómo la autora ensambla esta pesquisa, cómo articula la búsqueda del fantasma, cómo lo dice. Y allí aparece el trabajo poético, la manera de administrar lo que se dice y lo que no se dice. De tensar las fronteras entre lo que se narra y lo que no se narra.

La arquitectura del fantasma es la ficción. Y la manera, potente, bellísima que tiene Karina Sosa es la forma de la poesía. «Ahorrarme palabras para decir lo importante». Ese es el modo, entonces, el susurro incesante del galope.

La Filial y Autor material de Matías Celedón.

La Filial es una novela breve experimental del escritor chileno Matías Celedón. Publicada en 2012 por Alquimia, Celedón construye un objeto potentísimo. A diferencia de una trama convencional, la escritura acá se da a partir de timbrados, esos que se usan en la burocracia. Cada página lleva un sello que dice cosas y así, no sólo nos vamos situando en el espacio y el tiempo, también vamos descubriendo qué es lo que está pasando.

Las acciones suceden dentro de una institución, la Filial. Se corta la luz y comienza a desatarse una situación de encierro y asfixia. Pero de todo esto nos enteramos a través del discurso oficial, el funcionario que timbra los papeles va dando las señales. Hay mucho silencio contenido. Y eso mantiene una tensión permanente en el relato. La historia sucede entre el 5 de junio y el 13 de junio de 2008.

«A todo el personal. No hay luz. Han cerrado las salidas. Se han cortado las líneas telefónicas. Se oyen gritos». Este es un ejemplo de la sucesión del relato. Cada una de estas frases ocupa una página en forma de timbrado. La violencia es inminente.

El trabajo con objetos y con tecnología obsoleta como recurso narrativo no es algo que Celedón haya usado solo en La Filial. También utilizará una serie de diapositivas que adquirió en el mercado persa de Santiago para la elaboración de su novela El clan Braniff. Pero en su última novela breve, Autor material (Banda Propia, 2023), Celedón hace un trabajo más complejo, de orfebrería. El militar Carlos Herrera Jiménez es condenado a prisión por los crímenes del carpintero Juan Alegría y del sindicalista Tucapel Jiménez en la dictadura de Pinochet. Ya en prisión, Jiménez comienza a

«Como dice Piglia, El pozo se articula como una sucesión de historias que desenfocan la realidad, que hacen que esa frontera entre la imaginación y lo real se vuelva difusa, fantasmal. Y allí es donde aparece condensado, como un aleph, el universo onettiano que veremos no sólo en su obra sino también en su biografía»

grabar una serie de audiolibros. Graba para los presos los libros de la biblioteca del penal. Celedón investiga e interviene en las grabaciones, los libros que elige el represor; analiza su voz para construir esta novela. Busca señales secretas que puedan funcionar como mensaje o pista que el represor esté dejando en los libros. El artefacto que construye Celedón es conmover. Y vuelve a poner, al igual que en La Filial, el efecto de violencia en el presente de la lectura.

Cuando nadie nos nombre de Luciana Sousa.

Cuando nadie nos nombre (Tusquest, 2022) de Luciana Sousa vuelve a pensar un territorio. Como en su novela anterior, Luro, la protagonista vuelve a un pueblo en Argentina. Pero ahora una serie de planos constituyen el relato. Arman una trama hojaldrada que va y viene en el tiempo. Que va y viene recorriendo tanto la memoria de un lugar, Mariano Miró, como la memoria de una familia. La familia de Ana.

La novela cuenta la historia de tres generaciones de mujeres. La abuela, la madre, Ana. Los hombres no habitan en este presente de la novela. Los hombres no están. Aparecen cuando entra la reconstrucción del recuerdo, cuando la memoria comienza a nombrar lo que ya no está. Y esa memoria se canaliza a través de Ana.

Ana es una especie de antena que se conecta con el pasado, con otros lugares -Bariloche, donde está Mara-. Ana siempre busca señal. Toma distancia y busca señal. Es una antena que articula el sistema narrativo. Pero los hombres no están. No son protagonistas en el presente. Fueron protagonistas (abandonando a la familia, como cabezas de familia, como patriarcas). Ahora las cosas funcionan de otra manera. Hay secretos familiares y hay un pueblo escondido debajo de ese retazo de pueblo. Hay ruinas. Hay paisajes arrasados por la soja. Hay campos abandonados y, sobre eso, emerge una sensibilidad diferente.

La escritura de Sousa enhebra con sutileza y con belleza esa complejidad. Pinta escenas, personajes con trazos precisos. Por momentos la escritura se vuelve rápida, por momentos se detiene para capturar un color, el estado de un paisaje. A diferencia de Luro, en donde la búsqueda de lo extraño y de lo otro pareciera estar encarnada en ese inmigrante difícil de atrapar, acá lo otro no está afuera sino que opera al interior de lo propio: en los restos de un pueblo enterrado, en el interior de lo familiar.

MERLINA ÓRFÃ. EL LUGAR DEL MISTERIO

Gracias a los esfuerzos de Urutaú Vermelho, exquisita casa editorial con sede en Recife, Brasil, se publicaron hace unos meses en un único volúmen todas las novelas cortas de Merlina Órfã (Bezerros, Pernambuco, 1953). Se trata de uno de esos pequeños acontecimientos editoriales que vale la pena reseñar, no tanto por el ya manido gesto de rescatar voces marginadas, provenientes de sectores sociales poco o nada representados (en este caso, las secretarias y empleadas administrativas de clase media baja), sino por el carácter singularísimo de la exigua obra de Órfã, compuesta por una docena de novelas cortas publicadas de manera casi secreta entre 1987 y 1996. El breve volumen, titulado simplemente Pequenos romances (Urutaú Vermelho, 2023), viene acompañado por un extenso prólogo del escritor Joca Reiners Terron, quizá uno de los mejores lectores de la obra de Órfã, quien, además de ofrecernos una formidable reconstrucción del contexto social y político en que se escribieron estos textos, aprovecha para reflexionar acerca de un proyecto que socava los consensos en torno al género de la novela corta. «Pues, en últimas, ¿cuánto dura una novela corta?», se pregunta el prologuista ante la pasmosa confirmación de que algunas de estas obras son, al menos en teoría, demasiado breves para ser consideradas dentro del género. Pese a que en el volumen, gracias a la diagramación, el cuerpo de letra, la disposición tipográfica, pueden llegar a ocupar hasta cincuenta o sesenta páginas, lo cierto es que varios de esos textos no tienen más de seis o siete mil palabras y, sin embargo, como bien lo explica Reiners Terron, «no se sienten como cuentos, poemas, aformismos o ensayos, sino, justamente, como novelas cortas». Si omitimos todos los procedimientos de puesta en página, un texto como Senzala & senzala (1990), por ejemplo, no alcanza las seis cuartillas. Y por extraño que parezca, lo mismo sucede con los de mayor aliento, como la inquietante Marciana (1987), que roza las cien páginas. «Todas parecen durar más o menos lo mismo», apunta Reiners, «independientemente de cuántas páginas ocupen». Vale la pena demorarse en la pregunta del prologuista: ¿cuánto dura una novela corta? Es difícil responderla sin volver a mencionar,

como lo hace el propio Reiners, la perplejidad que el género ha provocado en todos aquellos teóricos de la literatura que han intentado definirlo, desde Viktor Shklovski hasta Piglia, pasando por Deleuze o Auerbach. En este punto me gustaría trazar una línea divisoria entre los conceptos de extensión y duración, algo que queda ilustrado perfectamente en el caso de Órfã. La extensión es un dato objetivo, corresponde a un número de páginas, a una cantidad de caracteres. La duración, en cambio, es un fenómeno subjetivo, una experiencia del tiempo provocada por una determinada manera de organizar la materia de una narración en un espacio físico determinado (las páginas de un libro). Reiners argumenta con buen tino que las novelas cortas de Órfã proponen un tratamiento del tiempo similar al que emplean músicos como Brian Eno o Erik Satie, esto es, estructuras casi flotantes de tan sencillas, basadas en repeticiones interrumpidas, ritornellos quebrados o discretos bucles de melodías entrópicas, cuyo efecto habitual es una especie de captura psíquica en un diminuto campo sonoro artificial. Y como sucede en ese tipo de música, uno podría quedarse a vivir indefinidamente en el interior de las novelas de Órfã sin sentir en ningún momento el hartazgo que suelen producir ciertas repeticiones machaconas del pop o los bucles cerrados de las producciones de la industria musical actual. Desde luego, esta serenidad estructural aplica solo a la construcción de las duraciones, pues la literatura de Órfã está llena también de pasajes tremendamente ruidosos, con inmersiones en el grotesco y la escatología que solo se pueden calificar como punk.

Toda la obra de Órfã está protagonizada por un mismo personaje llamado Nelly Branco, secretaria en distintas empresas privadas y oficinas de la ciudad de Recife, como lo fuera la propia autora durante su breve vida (murió en 1996 a causa de una enfermedad autoinmune). En Senzala & senzala, para no ir más lejos, se nos cuenta el relato colorido y ligeramente fantasioso de la infancia de Nelly en una pequeña ciudad del interior del estado; la chatura humorística de su pobre entorno social, el barrio de casitas uniformes, la renuncia precoz a cualquier aspiración intelectual o económica, pero también los paisajes del interior

pernambucano, el horroroso despertar sexual y hasta el asedio de una ciudad imaginaria, todo eso aparece con lujo de detalles mediante una morosa sucesión de miniaturas que uno se ve tentado a recorrer con lupa: tan definidas son las líneas con las que Órfã traza los contornos de su pequeño mundo. De hecho, Treva trovão (1990) comienza con una idea que podría servir casi como un ars poetica jibarizada del proyecto general: «Cuando una frase se cierra es preciso volver a levantar la casa entera. Qué difícil es erigir lo que un punto acaba de suturar. Después de un punto no quedan ni las ruinas. Tenemos que crearlo todo de nuevo en la siguiente frase como si nada hubiera existido antes». La trama de Treva trovão avanza justamente así, borrando con el codo lo que la mano acaba de escribir, tejiendo y destejiendo en un exasperante ejercicio de conjeturas que giran en torno a un suceso aparentemente trivial: la llegada de una nueva secretaria a la oficina donde Nelly sostiene dos romances simultáneos, con un gerente y un ascensorista. Lo que parece una comedia de enredos se va transformando en una pesadilla cuando Nelly descubre que la nueva secretaria, a la que todos llaman Kelly, es en realidad una versión mejorada de ella misma. Es como Nelly pero más guapa, más eficiente, mejor amante, mejor cocinera, mejor educada. No quisiera que se me escapara algún spoiler, pero la escena final, cuando Nelly persigue a Kelly hasta el apartamento donde la doppelgänger tiene su guarida, es una de las cosas más aterradoras que he leído en mucho tiempo.

Como decía antes, estos descensos en lo macabro y el terror grotesco no son raros en la obra de Órfã O velo de ouro (1993) empieza con una larga escena de sexo en el baño de un cine. El lenguaje es a la vez lírico y explícito, cargado de palabrotas donde la escatología y las referencias cultas se deslizan peligrosamente hacia la rima infantil (Jasão/ tesão, es decir, Jasón / lujuria). Al final uno tiene la impresión de que el argumento se extiende como una mancha de líquido oscuro sobre un mantel blanco, describiendo una forma cuya figura definitiva depende de un procedimiento de expansión aleatorio o al menos imposible de predecir. Poco a poco vamos sabiendo más sobre el hombre con el que Nelly tiene sexo en el baño del cine: es policía federal y su labor principal consiste en torturar mujeres en la comisaría (la novela ocurre durante la dictadura). Nelly ama la mezcla de olores que hay en ese baño y por momentos, en un estado paradojal entre el éxtasis mecánico del sexo y una elevada concentración intelectual, se distrae leyendo los letreros obscenos, donde finalmente descubre que alguien ha escrito una novela entera. Una novela corta llamada El vellocino de oro. Esta nouvelle dentro de la nouvelle ocupa el núcleo del libro y funciona como una especie de ensayo o pequeño tratado sobre el misterio de la ficción.

Imagen hipotética de Merlina Órfã, de la que es experto el autor del artículo.

¿Qué efectos tiene la ficción en nuestra vida cotidiana? ¿En qué medida es necesario ese efecto para movernos en la delgada línea que separa la salud de la enfermedad? Esas son las dos preguntas entre las cuales parece moverse el texto que Nelly lee en las paredes del baño. Lo que nos lleva a otro elemento feliz del proyecto de Órfã, que no es otro que su concepción de la novela corta como discreto paisaje de ideas. No me refiero tanto a los numerosos pasajes ensayísticos como a una cierta secreción orgánica de conceptos dentro del mismo gesto poético. Las ideas no están pegoteadas sobre la narración; al contrario, la narración ejerce una presión tal sobre sí misma que una cierta discursividad acaba derramándose sobre la página como si alguien hubiera exprimido el relato para sacarle un extraño jugo. Y ese jugo opera como un determinado orden del acto poético de pensar que, al menos en la obra de Órfã,

se concibe como inherente a la forma misma de la novela corta. En pocas palabras, la nouvelle como una especie de organismo especulativo. Aunque vale advertir que el movimiento especulativo no va dirigido nunca a despejar el misterio, a quitarle el velo a los enigmas. Recordemos fugazmente las descripciones que la teoría formalista clásica ofrece sobre el papel del misterio como punto de articulación de todos los otros elementos de la trama; según esta teoría, hay un misterio, un núcleo vacío de alta densidad, operando como centro gravitacional que pone a girar la historia. La novela corta no ofrece explicaciones sino que te pone a pasear por los alrededores, en el horizonte de sucesos, podríamos decir, del agujero negro. Esto podría aplicarse sin mayores problemas a las novuvelles de Órfã si no fuera porque la topología del misterio que proponen es distinta. Comparemos estos dos diagramas:

Diagrama 1. La forma clásica de la nouvelle: el círculo central es el misterio. Las flechas son los elementos de la trama. La línea fluctuante es el relato, lo que vemos en la página.

Obsérvese cómo este diagrama obedece a una concepción kantiana donde el misterio funciona como una especie de noumeno invisible que es condición de posibilidad de los fenómenos circundantes observables. Los lectores solo vemos los fenómenos pero no el vórtice metafísico que los hace posibles. En las novelas de Órfã , en cambio, no hay ningún núcleo invisible, ningún noumeno. Por eso digo que la topología es diferente, es una topología no-kantiana.

Diagrama 2. Aquí se cruzan dos ejes: el eje horizontal corresponde a los extremos Saber y Sabor (la acción se pone en marcha porque alguien quiere saber algo y en el camino va acumulando experiencia, diversiones, peripecias; pero también opera al revés: alguien se deja llevar por un impulso sensorial y acaba sabiendo algo). El eje vertical corresponde a los extremos Ley y Transgresión (la acción se pone en marcha porque hay una norma social establecida y alguien se ve obligado a o decide romperla; pero también en sentido inverso: alguien que transgrede las normas sociales acaba convirtiéndose en una encarnación de la ley y la obediencia). La nube en el contorno exterior es el misterio, cuya percepción o intuición se produce por efecto del giro de los ejes interiores. Si pudiéramos ver este diagrama en movimiento observaríamos una hélice central en perpetuo giro y una nube borrosa de polvo gris que se levanta en los alrededores del aparato central. El misterio, por tanto, no es una causa sino un efecto residual de la narración que se despliega en virtud de la dinámica giratoria de los ejes de pares opuestos. Esto se puede comprobar en Miguelzinho Rep-Olho (1996), considerada por muchos como su obra más lograda, donde Órfã ensaya una reescritura del Michael Kohlhaas , la enigmática y magistral nouvelle de Heinrich von Kleist. El héroe aquí es Miguelzinho, un humilde nordestino que, en venganza por el vil asesinato de tres cerdos, sus únicas posesiones terrenales, a manos de un terrateniente abusivo, organiza una revuelta de descamisados y muertos de hambre que pone en jaque, primero a las autoridades locales, y más tarde a todo el ejército imperial. Aparte de las referencias evidentes a Deus e o diabo na terra do sol , la película de Glauber Rocha, y a Os sertões , de Euclides da Cunha, la novela da un giro sorprendente cuando Miguelzinho empieza a tener una serie de sueños donde aparece la oficina en la que trabaja Nelly, con todas sus rutinas, absolutamente inexplicables para el héroe. Los sueños lo perturban y afectan su vida cotidiana, tanto que a la postre hacen naufragar toda la, hasta entonces exitosa,

campaña militar. No por nada, la novela lleva por epígrafe un verso de The Clash: I fought the law and law won. Miguelzinho Rep-Olho se publicó apenas dos meses después de la muerte de la autora y es el único de sus libros que cosechó alguna recepción, algo tibia, eso sí. En el prólogo de Reiners Terron se recogen algunos testimonios de los pocos críticos y lectores que, en su momento, prestaron atención a Merlina Órfã. Entre ellos destaca un brevísimo comentario que hizo la poeta Hilda Hilst en una entrevista radial: «Hace unos días estuve en Recife y un amigo me regaló un libro interesante de una menina joven. Luego resultó que la pobre acaba de morir por un lupus. Me dio mucha tristeza porque me pareció una escritora sobrenatural. Incómoda, como tiene que ser, pero con algo verdaderamente milagroso. Tengo entendido que era secretaria, no sé». De hecho, hemos tenido que esperar décadas para que el proyecto de Merlina Órfã haya caído bajo el radar de la academia y, en tiempos más recientes, incluso algunas figuras prominetes de los estudios culturales se han ocupado de leer sus nouvelles en una clave anti-racista y decolonial (Kimberly Jackson-Pantoja o Sylvester Estupiñán, entre otros).

Mención aparte merece Telépata (1992), la novela más extensa, de casi ciento veinte páginas, centrada por completo en las aventuras de Brunilda, la empleada del servicio, rubia escultural de origen alemán, encargada de limpiar la casa de Nelly Branco. Una tarde cualquiera Brunilda le revela a su jefa que tiene poderes mentales. Así comienza una sesión de telepatía, casi un torneo de ping-pong, donde las dos mujeres discuten sin abrir la boca y descargan sus más oscuros pensamientos. No parece haber límite en las perversiones que las dos mujeres se lanzan entre sí, fantasías incestuosas, ideologías autoritarias, sadomasoquismo, coprofagia; hasta que Brunilda comienza a contar todas las peripecias que la han llevado a peregrinar por el país. La narración adquiere tintes realistas cuando la empleada doméstica habla de su pequeño pueblo, una comunidad de inmigrantes alemanes en Río Grande do Sul. A los quince años se entera de que sus padres son producto de los experimentos que un científico nazi, prófugo de la justicia bajo una identidad falsa, ha estado realizando en esa zona desde finales de la guerra. Brunilda, fruto de esa unión de las mejores cepas humanas jamás cultivadas, es reverenciada en su pueblo casi como una deidad. El descubrimiento de sus facultades parapsíquicas, sin embargo, desata el rechazo de su comunidad, que decide expulsarla y así comienza su viaje por distintas ciudades y pueblos. El relato logra ablandar el corazón de Nelly, que se funde en un abrazo con su empleada doméstica (esta escena es analizada por Kimberly Jackson Pantoja en un paper sobre sororidades radicales).

Desde luego, resulta imposible no incurrir en una pregunta -inevitablemente cargada de prejuicios- que suele brotar

cada vez que se menciona a Merlina Órfã: ¿cómo es posible que una secretaria de orígenes humildes, en una ciudad costera del nordeste brasileño, haya escrito una obra donde es fácil percibir diversas influencias cultas? En otras palabras, ¿cómo llega una persona de ese estrato social, económico y educativo a leer -y citar, como sucede en varios de sus libros- a autores de la talla de Joseph Roth, Heinrich von Kleist, Borges o Leonora Carrington? ¿Y cómo es que en sus libros se menciona tanto a Roberto Carlos como a The Clash, tanto a Nelson Ned como a Yoko Ono?

Para responder a esta cuestión habría que estudiar -y ahora mismo no disponemos ni del espacio ni de las herramientas- los modos en que ciertos sectores sociales tradicionalmente vulnerables acceden a la cultura letrada en América Latina, venciendo a veces obstáculos inimaginables. Y otro tanto habría que hacer con los azares de la circulación de los libros en nuestro continente. Durante todos estos años, la obra de Órfã ha pasado de boca en boca como un secreto, en la casi total clandestinidad, a través de fotocopias, PDFs, versiones adulteradas, ediciones piratas o cartoneras y su recepción, como no podía ser de otra manera, ha sido un camino muy accidentado, lleno de malentendidos. Como dijo un encopetado periodista cultural paulista hace poco, estamos ante «la Clarice Lispector de los que no llegan a fin de mes». Me parece una comparación muy desafortunada. No porque se señale una analogía atravesada por una diferencia de clase, sino porque son artistas muy diferentes la una de la otra, si bien es cierto que comparten algunos rasgos -la ironía y el vuelo hacia lo fantástico, por ejemplo-. Merlina es Merlina, por derecho propio. Y el personaje de Nelly Branco se consolida cada día más como un icono de las nuevas subjetividades no binarias, racializadas y subalternizadas; eso por no hablar del lugar especial que su obra merece en la tradición de la novela corta latinoamericana.

En uno de los pasajes finales de Brigadeiro de bosta (1990) escribe: «Mi nombre no es Merlina. Mi apellido no es Órfã [es decir, huérfana]. Mi nombre y mi apellido son solo mi condición, mi enfermedad terminal. No conocí a mi padre ni a mi madre, así que puedo decir que no desciendo de nadie. No me llamo huérfana, soy huérfana. O quizá solo se trata de un estado temporal, algo transitorio, y quizá me ha sido dado elegir a mis progenitores, como una forma de compensación de la justicia universal. Si tal cosa es cierta, prefiero dilatar la elección de manera indefinida y quedarme hasta el día de mi muerte así, tan solita, tan huérfana, más Merlina que nunca».

Nota: la editorial argentina Sigilo prepara una edición del volúmen de Urutaú Vermelho con las novelas cortas completas.

TODO ESTÁ EN POCO

Todo cabe en lo breve», escribió Alejandro Dumas (hijo), tal vez pensando en la obra de su padre, o en el destino de su padre, o en la imagen desmesurada que las fotografías de su padre han dejado a la posteridad. La cita amputada de Dumas (hijo) pertenece a La dama de las camelias, y en su versión original e igualmente mutilada es aún más breve, aunque tal vez no diga exactamente lo mismo: «tout est dans peu». La frase no impidió que la carrera de Alejandro Dumas (hijo) fuese extensa, ni que estuviese salpicada de novelas, ese mecanismo humano para defenderse de la brevedad.

Se empieza a escribir como un modo de eludir un tema, o de rodearlo: se empieza siempre por otra parte. Al menos si se dispone de espacio. La brevedad no puede definirse en sí misma, sino por contraste. Comienzo a escribir sobre la novela breve con citas que nada tienen que ver con la novela breve, porque tal vez sea la única forma de definir o delimitar un asunto, cercándolo. Antes habría que definir la novela: tarea inalcanzable.

Otra cita célebre (y también amputada) del Oráculo Manual no impidió que Baltasar Gracián escribiera ese monumento ya casi ilegible, El Criticón, donde la prosa se expande y se contrae al mismo tiempo en una marea que todavía nos alcanza y nos desborda: «Lo bueno, si breve, dos veces bueno». No siempre estamos a la altura de nuestros consejos.

El oficio de escritor es muchas veces estrambótico, o al menos conduce a situaciones inesperadas. En cierta ocasión me contrataron para escribir una crónica parlamentaria. Tenía que asistir a un debate, o a una sucesión de debates, y escribir un texto que se publicaría junto a otros textos similares de otras jornadas políticas. A mi llegada al palacio, me recibió una encargada de protocolo o de comunicación, simpatiquísima y eficaz, que me facilitó los materiales necesarios: un plano con la distribución de los diputados, una pequeña biografía de todas las personas que allí participaban (más adelante me enviaría también, por correo, la grabación de la sesión). Asistí al espectáculo fascinado, sin parar de escribir, o de tomar notas. A la salida, aquella misma encargada de protocolo o de comunicación se despidió de mí con la cortesía preventiva con la que me había recibido. En ocasiones la amabilidad es un cortafuegos para la indignación. En mi recuerdo, las intervenciones parlamentarias quedaron ligadas a la persona que me había recibido y orientado. Debo

dejar constancia de que hablo de un parlamento autonómico, por supuesto, no del parlamento nacional.

Años después, cuando el partido político en el que trabajaba aquella encargada de protocolo o de comunicación ya no tenía un papel tan destacado en la política aragonesa, volví a encontrarme a la misma mujer en un lugar distinto. Puede que fuera en la presentación de un libro. Se había mudado a otro país y había cambiado la política por la cerámica, pero regresaba de vez en cuando a Zaragoza. Su nuevo destino, o su forma de asumirlo y contarlo, tenía algo de hippy, de renuncia a los protocolos. Fue ella la que se acercó a mí o me saludó y me contó de su vida. Jamás la habría reconocido. Tardé varios segundos en situarla. No fue su rostro lo que me desconcertó, o la forma de vestir, o el cambio de escenario, sino su estatura. En mi recuerdo, era una mujer mucho más alta que yo, una mujer que medía en torno a un metro ochenta, y sin embargo la persona que pronunció mi nombre y me tendió la mano era mucho más pequeña, había menguado casi veinte centímetros. Me llegaba apenas a la altura de los hombros. Su recuerdo se había expandido, y en el reencuentro me topé otra vez con su medida real, con una brevedad que ya no llevaba los zancos institucionales, los tacones de mi servilismo o de la vergüenza con que la había leído aquella primera vez.

¿A dónde quiero llegar? Escribo o trato de escribir sobre las novelas breves de mi vida, o de esbozar una teoría, y no me queda más remedio que levantarme y acercarme a mi (mutilada, o amputada) biblioteca cada vez que creo que recuerdo una novela que me entusiasmó y que tal vez fuera breve o pudiese encajar en el género, si es que se trata de un género. Si me levanto para comprobarlo es porque quizá la novela no fuera tan breve, tal vez fuese otro tipo de objeto. ¿Cuántas páginas componen Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel? No hay ejemplares conmigo, en mi casa. Muchos de los libros que recuerdo y busco han desaparecido de mis estanterías, ya no están en mi biblioteca, o quizá no los localizo debido a su brevedad, porque el lomo no destaca entre los lomos de las grandes novelas, así que me siento de nuevo y me resigno a buscar el número de páginas en internet, pero me cuesta fiarme de los datos si no tengo el libro delante, su volumen, para comprobar la caja, las palabras o los caracteres que hay en cada página, porque a veces nos engañan o nos engañamos. Es la memoria la que declara la

extensión, la concentración de la trama. ¿La novela breve lo es en el texto o en la memoria del texto, en su recreación, en el mito o el prejuicio que ha creado en el lector? ¿Ha crecido o ha menguado aquella novela, desde que la leí condicionado por las columnas del palacio, por el ambiente decrépito de sus instituciones, por la encargada institucional que me recibió con una sonrisa?

Las encuestas sobre las mejores obras literarias de la década, o del siglo, o de la historia de una lengua, siempre aparecen encabezadas por objetos inabarcables, por textos extensos y múltiples, como si la inaccesibilidad fuese un mérito superior que tiene, como primera ventaja, la imposibilidad de equivocarse, o al menos la posibilidad de justificar una preferencia. En el caso de nuestra literatura (que son muchas), es imprescindible que se mencione el Quijote, si se habla de España o del idioma, o que se hable de Javier Marías, de Rafael Chirbes (o de Bolaño) si el estudio o la encuesta se centran los últimos veinte o treinta años. Pero tal vez no deberíamos olvidar nunca que nuestra tradición novelística no nace con Cervantes (ni con Javier Marías), sino con el Lazarillo, que es una obra anónima y es también una novela breve, al menos en cuanto a extensión. En el Lazarillo escuchamos, ante todo, una voz, un punto de vista. La trama es anecdótica, pero existe un ritmo, un zumbido de fondo que nos recuerda que todo es burla y desengaño. Las novelas breves tienen dos opciones para enfrentarse al mundo: una única trama o una única voz. Tal vez esa sea la única forma de delimitar la novela breve: es aquella novela que es capaz de sostenerse solamente con el tono o solamente con la anécdota, a diferencia de las novelas extensas, las que aparecen en las listas, que necesitan ramificar los dos ámbitos para sobrevivir, para perpetuarse.

Desde hace menos de un año soy profesor de secundaria. No termino de acostumbrarme. Una alumna me lanza una frase que recibo como un reto: «Mira, Miguel, ahora estoy más lejos de la muerte que ahora». Me recorre un escalofrío y, al mismo tiempo, tengo que mantener el tipo, la compostura, la pedagogía. Me identifico. Lo he vivido antes, aunque no lo recuerde. El resto del grupo mira a su compañera sin comprender, con la mirada vidriosa y esperanzada de la adolescencia. Tienen catorce años. Así que ella repita la frase, con un énfasis particular, gesticulando, marcando las pausas: «Ahora estoy más lejos de la muerte que ahora». En la segunda versión demorada, entre el primer ahora y el segundo ahora transcurren tan solo cuatro o cinco segundos, suficientes para cobrar conciencia de nuestra fragilidad. La frase es poderosa precisamente porque es breve, y porque no se explica a sí misma. Trato de reformular la idea: «Cuando comienzo esta oración estoy más lejos de la muerte que cuando la termino». Ahora el grupo sonríe en su adolescencia herida, todos salvo la alumna, que no parece satisfecha,

«Tengo la sensación de que una novela fragmentada, con independencia de su extensión, no puede considerarse en ningún caso una novela breve, es decir, una novela que pertenece, digamos, a la estirpe de El extranjero, de La muerte de Ivan Ilich o de El corazón en las tinieblas. En la lucha de los géneros, una novela breve y fragmentada será antes fragmentada que breve.
La voz y la trama se quiebran. Decido que en la novela breve tiene que haber un hilo de agua, un arroyo que no se detenga»

sabe que no es lo mismo, no es lo que ella dijo o ha dicho. La brevedad es una medida de nuestra decadencia, del paso inexorable del tiempo.

Tengo la sensación de que una novela fragmentada, con independencia de su extensión, no puede considerarse en ningún caso una novela breve, es decir, una novela que pertenece, digamos, a la estirpe de El extranjero, de La muerte de

Ivan Ilich o de El corazón en las tinieblas. En la lucha de los géneros, una novela breve y fragmentada será antes fragmentada que breve. La voz y la trama se quiebran. Decido que en la novela breve tiene que haber un hilo de agua, un arroyo que no se detenga.

Pedro Páramo es fragmentaria y sin embargo también es un arroyo, o más bien un torrente, porque es una voz que nos empapa o en la que nos sumergimos. ¿Pero podemos calificarla como una novela breve? Las hortensias, de Felisberto Hernández, es una voz (inescrutable) y es al mismo tiempo una esquirla de esa misma voz multiplicada, y es también un pantano de aguas estancadas, o un charco. Seguramente es una novela breve. El lugar sin límites muestra una voz, la voz de Donoso, que prefigura las voces transportadas de una línea de la narrativa contemporánea en nuestro idioma que nos lleva otra vez a Lemebel, pero también a Camila Sosa Villada y a Giuseppe Caputo y a Copi (aunque Copi escribía en francés, que es otra forma de la brevedad), y antes aún a Manuel Puig. Una apoteosis de la tristeza y de la voluntad. ¿Son novelas breves, las que escribieron y escriben? Son una voz que es una fiesta y un páramo, una belleza y una maldición, pero seguramente no son novelas breves. Otro tipo de palacio. La invención de Morel es su argumento, aunque la voz asome también en la repetición. El pozo, de Onetti, es una voz, pero es una voz masculina, tóxica, lo contrario de la fiesta. Esa sí es una novela breve.

La novela muta, también en el nombre. En Cervantes y Bocaccio la novela es brevísima, equivalente tal vez a nuestro cuento, y por lo tanto no puede despegar ni multiplicarse: el adjetivo que la contenía sobró durante siglos. Después aparecieron otras variantes, la nouvelle, que tiene un encanto exótico y ligero, la novella, que interesó especialmente a los alemanes y se convirtió en Novella. August Schlegel y Goethe escribieron sobre las Novellen, que podían ocupar unas pocas páginas o varios cientos de páginas, y que dependían de un giro en la trama. Goethe escribió que el género trataba de sucesos sin precedentes (o algo similar). Se consideraba que sólo podía haber un conflicto, una acción. También encontramos la novelette, que en lengua inglesa tiene un matiz despectivo, de kiosco y papel barato. En francés surge un género con un giro etimológico inesperado, le récit, que se parece mucho a mi idea de la novela breve, salvo por un detalle: es un género, como la Novella, que no tiene nada que ver con su extensión, al menos en principio, aunque ha ido derivando, como por inercia, a ese terreno intermedio entre el cuento y la novela-novela.

Recuerdo perfectamente la primera vez que leí El pozo, que no fue mi primer Onetti. No recuerdo las circunstancias, no sé si tenía treinta años o veinte, no recuerdo el lugar, no recuerdo si era de noche o de día (o de madrugada), no recuerdo si fue en una época feliz o infeliz de mi vida, pero

sí sé que la leí de un tirón y guardo una impresión de lectura que es duradera. Lo mismo podría decir de La hoja roja, aunque en el caso de Delibes sí puedo situar la época, no en términos absolutos, sino en términos relativos. Sé que leí La hoja roja (y La familia de Pascual Duarte, y Réquiem por un campesino español) antes de leer El pozo. Fue también en esa época cuando leí las novelas breves de Unamuno, antes de que llegara el gran deslumbramiento hispanoamericano que aún no termina. Unamuno hizo su propio intento de nombrar lo que hacía, con un término desafortunado, esa nivola que se sigue repitiendo en los libros de texto como si fuera una hazaña o un hallazgo.

¿Qué hacemos con «El perseguidor»? ¿Cómo nos referimos al texto, cómo lo nombramos? ¿Con comillas o en cursiva? ¿Escribimos «El perseguidor» o El perseguidor? En ese matiz tipográfico está la esencia de la discusión, o su forma de entenderlo. ¿Es igual el énfasis de las comillas que el énfasis de la cursiva? ¿Hay una misma entonación, una misma forma de condensar o señalar las palabras, un mismo cambio de voz?

También en el cuento o la nouvelle o la novela corta de Cortázar hay una voz, pero no es la voz que narra, la voz interpuesta, sino una voz que no escribe sino que habla o dicta. ¿Y qué hacemos con Aura, de Carlos Fuentes? ¿Escribimos Aura o «Aura»?

Son novelas de voz, seguramente breves, las de Mario Bellatin, Yuri Herrera y Alejandro Zambra (las primeras novelas de Zambra). También Caballo sea la noche, de Alejandro Morellón. Hay algunas novelas breves de Horacio Castellanos Moya que son novelas de voz, y otras que son novelas de argumento.

En El coronel no tiene quien le escriba, la tragedia está en la repetición y en la espera. El tiempo no transcurre porque todo sucede infinitas veces. En Crónica de una muerte anunciada, sin embargo, la tragedia está en un único suceso, tan memorable para los testigos que es como si se repitiera de forma infinita, como si se desplegara en el tiempo y percutiera siempre en mismo fragmento de madera. En los dos casos hay una distorsión del tiempo que funciona porque está acotada. Son dos novelas breves que leí al final de mi adolescencia, y que no me abandonan. ¿Son novelas breves?

No es suficiente con que una novela ocupe poco espacio real, además debe ocupar poco espacio en la memoria, tiene que mantener su capacidad de condensación en el recuerdo. Me cuesta calificar Pedro Páramo como una novela breve, pero tengo la certeza de que las dos de García Márquez que he mencionado merecen pertenecer al género. A la fiesta de la brevedad siempre se suman invitados fugaces. Aunque algunos invitados fugaces acaban viviendo en nuestra casa para siempre.

Es posible que el límite de la novela breve pueda examinarse leyendo a César Aira, o al menos analizando el punto

en que las novelas de Aira dejan de ser novelas y se convierten en cuentos, o el punto en que algunas de sus novelas dejan de ser novelas breves y se convierten en novelas. Cómo me hice monja es una novela breve, como lo son Festival, Parménides, Cumpleaños o Las conversaciones. Pero uno no sabe bien qué hacer con Los fantasmas (a pesar de su concentración) o con Varamo (a pesar de su brevedad). Algunas de las novelas brevísimas de Aira son en realidad folletines interminables en los que la trama se dispersa en muchas direcciones distintas. Son lo contrario a la concentración. Ni siquiera la voz las condensa, porque también la voz se abre una y otra vez a posibilidades distintas, contradictorias. He leído veinte o treinta libros de Aira. Algunos no los recuerdo. Yo he tenido muchas veces la tentación de escribir una novela breve. Un artefacto perfecto cuya idea surge de forma inevitable de una trama, de un argumento. Como escritor, siempre he entendido por novela breve una novela perfecta, un mecanismo sin grasa, lo más parecido a un cuento. En mi imaginario, la novela breve no es la voz sino la trama, la anécdota, una anécdota cerrada. Sin embargo, las novelas breves o brevísimas que he escrito no son esos mecanismos autocontenidos, sino la expansión de una voz, no nacieron como novelas sino como cuentos que se me fueron de las manos y que se perdieron por el camino y no supieron llegar a cuento. Dos de ellas, «La disolución» y «Réplica» (¿o debería escribir La disolución y Réplica?) pudieron haber derivado en algo más, en libros autónomos y absurdos, porque la voz no se apagaba y tuve la sensación, por momentos, de que podía quedarme a vivir en ellos y alargarlos hasta la agonía durante doscientas o trescientas o cuatrocientas páginas. He llegado a un momento de mi vida en que todo me parece trivial, y tal vez por eso no trato de explicarlo, ni de entenderlo.

Hablando de novelas monstruosas, no está de más recordar al farmacéutico de 2666, que «escogía La metamorfosis en lugar de El proceso, escogía Bartleby en lugar de Moby Dick, escogía Un corazón simple en lugar de Bouvard y Pécuchet, y Un cuento de Navidad en lugar de Historia de dos ciudades o de El Club Pickwick», ante el pasmo de Amalfitano, que concluía que «Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren camino en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamiento, pero no quieren saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez». Tienes un libro en la mano. Apenas pesa. Lo sostienes en la palma de la mano, le das la vuelta, lees una frase al azar, puede que incluso una página entera, buscas algún indicio,

alguna señal que te sugiera qué hacer con él, cómo tratarlo, cómo enfrentarte a él, cómo sobrevivirlo. Ese momento decisivo, en las novelas, marcará varios días. En la novela breve, la lectura ya ha comenzado.

Me pregunto si son novelas breves las novelas de Juan Pablo Villalobos, de Rodrigo Rey Rosa, de Andrés Barba, de Fernanda Melchor, de José Antonio Garriga Vela, de Samanta Schweblin, de Sara Mesa. Me cuesta encontrar una respuesta que no recurra al recuento de palabras o de caracteres. Sin embargo, no tengo ninguna duda de que sí son novelas breves algunas de las obras de Adelaida García Morales, de Roberto Bolaño, de Carmen Laforet, de Teresa de la Parra, de Enrique Vila Matas, de Rosa Chacel, de Elvira Navarro, de Eduardo Halfon. Me pregunto si lograré escribir alguna vez una novela breve.

Gabriel García Márquez cuenta con varias novelas cortas en su producción. Fuente: wikicommons

HISTORIA DE UN CRIMEN AMBIGUO: EL SECRETO, EL RELATO Y EL BOTÍN

El crimen

El mejor retorno que un escritor puede recibir sobre sus páginas es el ambiguo: no el veredicto, ni siquiera la opinión, sino algo más parecido a la constatación de un hecho, o mejor dicho, de un crimen. Cuando matas a alguien, el testigo dice: Lo mataste. Aunque tú sujetabas el hacha, sólo entonces te das cuenta. El testigo no te juzga. Por supuesto, no te elogia. El testigo te dice: Lo mataste. Y tú repites: Lo maté.

Cuando publiqué mi primera novela –una novela breve–el retorno que más gracia me hizo, porque también era un hacha, fue el de la poeta Ida Vitale. No recuerdo quién me trasladó su lectura; no fue ella misma, y quizás no fueran éstas sus palabras exactas; incluso puede que ahora, al recordarlas, yo las esté alterando una vez más. Según el emisario, «dijo que era una historia con el centro vacío, con un núcleo invisible».

¿Sabe una historia cuál es su núcleo? No. Pero lo sorprendente es que tampoco lo sabe, al principio, el autor: el autor de la historia y del crimen. El núcleo se convirtió así en secreto, en tentación, en agujero negro hacia el que gravitaron todos los personajes, sin saberlo; todas las escenas, sin saberlo; todas las frases, sin saberlo. Cuando uno está componiendo, no es todavía autor, es todavía y también, testigo, auscultador. Yo escuchaba los ecos, las vibraciones de ese núcleo. Procuraba no preguntarle nada. Ni quién eres ni qué esperas de mí

Mi relato omitía, es cierto, su centro. ¿De dónde viene la atracción de algunas personas (entre las que me incluyo) hacia lo enigmático, y de dónde viene la tendencia de algunos escritores (entre los que me incluyo) a lo enigmático en las historias? ¿De dónde emerge la devoción por el secreto, el vacío y la omisión? Hay quien lleva esta manía al extremo. Es una cualidad que comparten todos mis autores predilectos, escritores elusivos como si tuvieran algo que ocultar, pero que erigen una obra en esa ocultación.

La novela de centro vacío –así la llamo desde entonces– tuvo otras lecturas menos perspicaces que la de Ida Vitale. No venían con hachas sino con descripciones o valoraciones: era una «novela de formación», una «historia de duelo», una «misteriosa nouvelle». Ninguna me parecía desacertada, pero tampoco acertada, y la más literal me parecía la última, porque remitía a su extensión. Yo había empezado a escribirla como un cuento y, bajo mis pies, creció de modo autónomo como una novela breve, sí. No hubo ni voluntad ni resistencia por mi parte: simplemente me puse al servicio del relato.

Me puse al servicio de ese núcleo invisible, sin nombre, el nombre se lo pone quien lee. Mi trabajo era de ocultación, de máscara, más que de apertura. Se trataba de llenar el hoyo con tierra definitiva, se trataba de sepultar. Esas ficciones se sostienen como un hecho, son innegables como un cadáver. Ahora tengo una novela «larga» entre manos, lidio con su complejidad compositiva, arquitectónica, y cada vez que me da pavor erigir la siguiente escena, construir al siguiente personaje, fantaseo con el placer autónomo de la novela breve. Me entrego a esa fantasía cuando lo que me espera enfrente no es un milagro sino una construcción humana, un edificio. Eso es la novela. Pero la novela breve destruye, cava un hoyo, omite, se ríe. Es venganza divina.

Escribe Franz Kafka en un párrafo final: «Si ahora no encuentras nada por los pasillos, entonces golpea las puertas. Si no hay nada detrás de las puertas, más allá hay otros pisos, y si aun allí no encuentras lo que buscas, no te preocupes, siempre hay más escaleras. Siempre habrá escalones mientras te empeñes en subir, ellos crecen bajo tus pies». De ese modo, siento ahora, creció mi nouvelle: los escalones crecían bajo mis pies. Y el último escalón no es un escalón final, es un precipicio con vistas al abismo, al hoyo. La escritura tiene que ver con algo inevitable que se va a expresar mientras tú sigas subiendo las escaleras, fingiendo, como Kafka, que no intuyes a dónde te llevan.

El secreto

Acababa de mudarme a Princeton. Había conseguido una beca de doctorado que implicó el tiempo y la concentración para dedicarme a la ficción mientras cumplía con los requisitos académicos. Meses más tarde, había terminado de escribir Mis días con los Kopp. Cuando, tras múltiples reescrituras, tras su falso origen como cuento y su falso deseo de ser novela, se convirtió en la novela breve que terminó publicándose, yo me acercaba al final del doctorado y descubrí que mi universidad tenía los archivos de Ricardo Piglia. Acabé topándome con unas clases que Piglia dio, precisamente, sobre la nouvelle como género. Se basaba en las narraciones de Juan Carlos Onetti y utilizaba ejemplos de otros escritores como Henry James. Estas clases terminaron transcritas en el libro Teoría de la prosa, que publicó Eterna Cadencia. Durante mis años de doctorado he evitado a toda costa la intromisión de lo académico en lo literario. La palabrería académica se injerta como un hermano erudito y discapacitado en los brazos de un hermano bello e inteligente. Pero la de Piglia no es palabrería académica, y a cualquiera que se pregunte por este género en el contexto hispanoamericano le interesarán sus ideas. Escribe Piglia: «La nouvelle sería un tipo de relato en el que lo que importa es la existencia del relato en sí y el hecho de que exista un espacio vacío, digamos, algo que no se conoce en el interior de la narración. El secreto es un elemento formal del texto». Algo muy parecido al comentario –quizás apócrifo– de Ida Vitale. Quizás el género de la nouvelle no depende sólo de la extensión, sino también del alma del relato: no es sólo un texto más largo que un cuento y más breve que una novela. Hay un tercer elemento y es ese ambiguo espacio vacío, el secreto. Antes de mudarme a Estados Unidos, antes de escribir la novela breve, y antes de conocer las ideas de Piglia sobre el género, mi relación con la nouvelle se remontaba, imagino –trazar causas e influencias siempre es engañoso– a una fascinación ante el gran cuento largo. Las lecturas que me habían dejado patas arriba habían sido en inglés: los cuentos largos de Alice

Munro y su nieve opaca, los de Carson McCullers y sus hombres elusivos, los de Herman Melville y sus frases fantasmagóricas, impenetrables. En estos prodigios del cuento largo (o novela breve, según la edición), quizás haya una relación entre la ambigüedad que es central a sus tramas y la forma también ambigua: las estructuras y finales suelen ser escurridizos. Dice Piglia que la nouvelle «se opone al sentido común de lo que llamaríamos mercado literario, rompe el equilibrio respecto de lo que podríamos llamar la buena forma de un libro», así como «el ocultamiento contradice el orden social que está basado en la transparencia, la comunicación y el diálogo».

Acerca de la comunicación y la transparencia, Leonora Carrington escribió esto: «El hecho de tener que hablar una lengua que no conocía fue decisivo: no me condicionaba la idea preconcebida de las palabras. Esto me permitió dotar a las frases más corrientes de un sentido hermético». Carrington habla aquí de su tiempo en España y su relación con una lengua extranjera, el español. El adjetivo que usa –hermético– vuelve a aludir a algo secreto, algo oculto pero sustancial. ¿Y si el hermetismo no fuese sólo el de las historias, o el de la forma de la historias (como sugiere Piglia), sino también el del propio lenguaje, la unidad mínima y básica de cualquier relato? ¿Y si más allá del alma elusiva, y la extensión elusiva, la nouvelle también se caracterizase por un lenguaje elusivo, parcial, jamás adecuado?

Aquí estuvo el quid, para mí. Mi vida tomó pronto la dirección de una inmersión constante con lenguas extranjeras, y las utilizo por necesidad –para comunicarme, para trabajar, para leer–, lo hago como si nada, como si eso no modificase mi percepción del mundo, pero lo cierto es que cada lengua añade una capa de extrañeza a la realidad. Al no entenderlo todo, o no de inmediato, y al no estar acostumbrada a la sintaxis y los gestos de otra lengua, una empieza a relacionarse con la lengua propia de un modo mucho más distante, difícil y misterioso. Sé que desde ese nuevo lenguaje, que nunca había oído y nadie me había enseñado, escribí la novela del centro vacío. Es posible que ese nuevo «hermetismo» apareciese en mi escritura en español, cuando hacía años que ya no vivía en España. Lo que entendemos a medias, lo que se mantiene escondido a nuestra comprensión inmediata, adquiere la estructura de un secreto. Pero también es posible que desde el inicio de la escritura (en la niñez) me relacionase con «mi» lengua a cierta distancia. Escogí el español como lengua para la ficción, pero el español no era la lengua de mi casa. ¿Mi casa? Mis casas eran dos. En casa de mi madre sólo se hablaba gallego, en Santiago de Compostela. Y en casa de mi padre sólo se hablaba catalán, en Barcelona. Nunca fue el español mi lengua familiar, mi lengua automática, sino mi primera lengua adquirida. Pronto hubo cuatro lenguas de uso diario para mí –gallego, catalán, español e inglés. Como para Carrington, las frases más corrientes –aquellas cuyo significado parece obvio– tienen para mí un sentido misterioso, y no expresan realmente lo que creen expresar. El lenguaje me parece una herramienta deficiente y misteriosa, y ninguna lengua expresa la realidad de modo unívoco, total. Aunque todo esto pueda sonar como una riqueza, creo que las nouvelles en general –y mi nouvelle en particular–tienen más que ver con la pérdida. Durante la reescritura, limé la historia hasta que no quedase casi nada, y todo lo que eliminé permaneció igualmente, de modo más significativo que si dijera: ¡presente, estoy! Estas son las obras elusivas, con el núcleo vacío. Si lo pienso, ninguna de mis piezas nace al nacer, sino al empezar a morir, en la revisión, reducción, pérdida constante de elementos. Las novelas breves se componen al ser descuartizadas. Toman su peso de todo lo que ya no existe. Se revelan en la construcción de su secreto. El secreto, además, es sólo un tipo de pérdida (la del sentido, la de la transparencia). Pero existe la pérdida de cosas (el olvido), de personas (el luto), de facultades físicas o mentales (la enfermedad), del lenguaje (la afasia), de recursos (la precariedad). Y no son solemnes, son vergonzosas. De ahí surge a menudo el humor que caracteriza a los autores verdaderamente enigmáticos y sus novelas breves: pienso de nuevo en Kafka, en Melville. No saber, dejar de entender, haber perdido es triste y descomunal. Ni la vida ni la escritu-

ra son una suma de adquisiciones, técnicas o ideas, sino una progresiva pérdida, una excavación hacia el núcleo.

El relato

Según Piglia, en la nouvelle, «el acto de la narración» importa más que «lo narrado». Más que narración yo prefiero la palabra relato: remite a alguien contando algo, a una intimidad entre voz y lector que casi no tiene que ver con la literatura, sino con el fuego y la tentación. Es un rito. Somos testigos de la necesidad, la obligación, la urgencia de la voz. No quiero leer un «cuento». No quiero leer una «novela». Quiero escuchar al secreto convertirse en relato. Quiero que me hables y me eleves por encima de tu habla, quiero la hipnosis, quiero someterme a lo que todavía no comprendo, quiero claudicar.

Hay dos maneras de revertir esta balanza de poder y esquivar esta dificultad –la de los relatos elusivos–, y la primera es preguntar «qué significan» en vez de entregarse a ellos. Es la pregunta preferida de los periodistas. Los grandes relatos no responden. Se mueven en un mundo resbaladizo y engañoso, casi hecho de espejismos más que de escenarios, de fantasmas más que personajes, de voz narrativa manipuladora más que conocedora de los hechos.

Otro modo es preguntarse por «influencias o referencias», pero uno encuentra sus referencias a posteriori, como sabía Borges. Cuando me preguntaron sobre autores que me hubiesen «inspirado», me inventé algo verosímil. Luego, mi editor en portugués dijo que mi novela breve le recordaba a Cosmos de Witold Gombrowicz, y el editor alemán a Trastorno de Thomas Bernhard. Yo no había leído ninguno de los dos libros, pero ambos resultaron ser misteriosas nouvelles. Hay más influencias posteriores: pienso en Clarice Lispector y en Silvina Ocampo, dos autoras cuyas últimas obras escritas en vida son, curiosamente, nouvelles: La hora de la estrella y La promesa. No hace falta conocerse para parecerse, las relaciones literarias funcionan así, del revés: el relato sirve para encontrarse frente al fuego, acercarse al hoyo y mirarse de reojo.

Al contrario que los académicos, yo tiendo a pensar que las razones formales –lo que llamamos el «estilo»– es la contrapartida lingüística de algo no-formal, de algo sustancial y que corresponde a los pliegues y dificultades de la propia conciencia. ¿Lo mostraríamos sin dificultades en la vida? No. Entonces, ¿cómo vamos a describirlo sin dificultades –sin omisiones, sin rodeos– en el relato? El hoyo es lo que resulta impronunciable. Un hijo huérfano puede pasarse la vida buscando a su padre, y eso –esa ausencia, esa búsqueda– le da su identidad: lo mismo sucede con las novelas en busca de su secreto, de su centro vacío. Lo que hay que decir es brutal y vergonzoso. Si pudiéramos, no lo contaríamos. Es inconfesable. Por eso un mudo, un bebé, un muerto –los elu-

sivos– tienen una relación más certera con el lenguaje que los elocuentes.

Es posible que sólo tras una experiencia de extrañamiento radical (se puede tenerla y no saberlo) con el propio lenguaje, con la propia vida, pueda uno destruir la lengua, destruir el cuento, destruir la novela y escribir una nouvelle, dedicarse al agujero que se llena de otra cosa para no mostrarse desnudo, y, sin embargo, mostrarse mediante su disfraz. ¿Cómo esperan que un condenado confiese abiertamente?

El botín

El condenado esconde su botín. ¿Dónde se ha visto que lo entregue? Si varios de estos elementos componen la novela breve –el secreto, un nuevo lenguaje, la elegía tras la pérdida, el humor– hay uno que se erige por encima de los demás: la seducción que emana del botín.

Cuando leyó por primera vez Mis días con los Kopp, mi editora dijo que la voz narrativa «mostraba la patita y la escondía de inmediato». Decía que eso le daba al texto una cualidad de «engaño» y «seducción». Quienes no soportan ser seducidos lo llaman ambigüedad o secretismo, como suele decirse de Onetti, Kafka, Melville o Lispector. Pero no hay que culpar a nadie por desconfiar: dejarse seducir es abrir la puerta al engaño y a la manipulación. Estás en manos de otro.

La nouvelle es algo nuevo e inesperado cada vez, como la seducción. Inesperadamente, me encontré hace unos días con Paula de Parma –quien conozca la obra de Enrique Vila-Matas sabrá que ella es su primer y último personaje–, no sé cómo empezamos hablando de literatura y pronto estábamos hablando de hombres, o acaso de un solo hombre. «Para las mujeres –dijo– la seducción pasa por las neuronas». Paula de Parma tenía razón, todas hemos sido seducidas por un feo, porque en nuestra mente se estaba produciendo el mismo efecto que opera ante un gran relato: secreto, engaño y tentación. En la vida, la seducción se convierte en engaño cuando recubren de diamantes algo que no brilla, o al revés, cuando nos hacen creer que algo que no brilla esconde un diamante. Pero en la seducción del relato sucede lo mismo, y del calibre del engaño depende el éxito de la historia. ¿Quién en su sano juicio se adentraría en ella –en él– si alguien no se hubiese ocupado, de antemano, de envolverlo y esconderlo hasta que parezca algo hermoso?

La novela breve, pensada como crimen, secreto y relato, como feo, engaño y seducción, es la forma más primitiva y sofisticada, porque, pese a todos los géneros y técnicas sólidas, hay que llegar al magma líquido y, luego, atravesar las capas de magma para llegar al núcleo. Engaño: no es magma, es barro. No se llega al botín desde la superficie, sólo tras una excavación. La excavación puede darse de muchos modos –en una trama o en una lengua, en un personaje o en un ritmo–, pero donde hay un secreto hay una tentación. Y donde hay una tentación que se infringe –que se lee– hay un sacrilegio. El sacrilegio es otro modo de llamarle al crimen. El crimen es el otro nombre del secreto. El secreto es el apellido del botín. El botín siempre es feo, y eso no quita que sea el botín.

J. D. Salinger, otro gran escritor de nouvelles, pone esto en boca de Seymour, que le da un memorable retorno lector a su hermano escritor: »He estado aquí sentado destruyendo mis notas para ti. Empiezo a decirte cosas como: “Este relato está maravillosamente construido”, “La mujer en la parte trasera del camión es muy graciosa” y “La conversación entre los dos policías es estupenda”. Pero me siento falso. No sé muy bien por qué. Empecé a ponerme un poco nervioso justo después de que empezaras a leer, y darme cuenta de que sonaba como algo que tu archienemigo llamaría “una maravillosa historia”. ¿No crees que llamaría a esto “un paso en la dirección correcta”? ¿Y eso no te preocupa? Incluso lo que es gracioso acerca de la mujer en la parte trasera del camión no suena a algo que tú piensas que es gracioso. Suena mucho más a algo que crees que es universalmente considerado gracioso. Me siento estafado. ¿Eres escritor, o sólo un escritor de “historias maravillosas”? Me molesta recibir tus “maravillosas historias”. Yo quiero tu botín”.

La escritora argentina Silvina Ocampo. Fuente: wikicommons

SEGUNDA VUELTA

LA ESCRITURA PARRICIDA DE Fogwill

EN HELP A ÉL: SEXO, DROGAS Y DECONSTRUCCIÓN

por Diego Sánchez Aguilar

Nada más apropiado que el nombre de esta sección («Segunda vuelta») para hablar de Help a él , la nouvelle que Rodolfo Fogwill publicó por primera vez en el año 1982. Esta obra es una versión de El Aleph de Jorge Luis Borges; y, si atendemos a la etimología de «versión» (que nos explica que el verbo latino vertere significa «dar vueltas») nos encontramos con que la narración de Fogwill supone una «segunda vuelta» sobre el texto borgiano. Además, puesto que El Aleph es también una «segunda vuelta» en torno a la Divina Comedia , hay aquí todo un viaje circular de versiones, diversiones, perversiones y subversiones.

De la versión a la subversión: la escritura como parricidio

Desde su irrupción en el panorama literario argentino, Fogwill se arrogó el papel de escritor maldito y se propuso subvertir el canon de la literatu -

ra argentina en el que Borges era el padre, la ley. Help a él , al reescribir El Aleph , incorpora todas estas tensiones con el canon, la autoridad y la (omni) presencia borgeana, al mismo tiempo que desarrolla una estética basada en «la explicitación de la circulación del poder, del deseo y del dinero en el proceso narrativo» 1 . Como veremos enseguida, en Help a él el deseo circula muy explícitamente.

Fundamentalmente, Help a él trabaja sobre todo aquello que El Aleph ignora, desprecia o evita. Hagamos una breve y apresurada comparación de aquellos elementos del cuento de Borges que Fogwill subvierte.

Desde el inicio aparecen ciertos guiños, imprescindibles en cualquier texto paródico. Los más evidentes son los anagramas que se dan en el título y en el nombre de la mujer protagonista (Beatriz Viterbo en Borges, Vera Ortiz Beti en Fogwill). Estos juegos empiezan a ser más interesantes y significativos a partir de las primeras líneas del relato,

1. «Por debajo de la insulsa y redundante apariencia de la literatura nacional, circula una nueva estética. Fundada sin pretensiones por Leónidas Lamborghini en la década del cincuenta, encuentra sus mejores expresiones en la narrativa de Osvaldo Lamborghini –hermano y acólito– y en las novelas Ema, la cautiva de César Aira y Los sorias de Laiseca. Carácter común a estas obras es la explicitación de la circulación del poder, del deseo y del dinero en el proceso narrativo y el reemplazo de la “supersticiosa ética del lector” del modelo borgeano de público por una furiosa estética basada en los goces del poder y la sumisión». (Rodolfo Fogwill. «Política pública y literatura confidencial». 1984. Los libros de la guerra, Buenos Aires, Mansalva, 2010, pp. 124-125).

«Desde su irrupción en el panorama literario argentino, Fogwill se arrogó el papel de escritor maldito y se propuso subvertir el canon de la literatura argentina en el que Borges era el padre, la ley. Help a él, al reescribir El Aleph, incorpora todas estas tensiones con el canon, la autoridad y la (omni) presencia borgeana»

que son casi idénticas. Donde Borges comienza diciendo «La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios» (subrayado mío), el de Fogwill dice «La pesada mañana de febrero en que Vera Ortiz Beti tuvo esa muerte espectacular que ella misma habría elegido, al salir de la torre de Madero, mirando hacia la Plaza de San Martín, vi unos peones de mameluco blanco que trabajaban sobre las carteleras que afean la estación Retiro. A la distancia parecían animalitos adiestrados sólo para arrancar los viejos carteles de L&M y reemplazarlos por no sé cuál otra marca extranjera de cigarrillos».

¿Qué no sabe Borges? Fogwill, con su (sobre) escritura ocupa ese hueco y lo aprovecha para introducir todo ese mundo ignorado en el cuento de Borges: el dinero, los poderes políticos y econó -

micos, la actualidad, el trabajo, las clases sociales, el mundo real que en el arranque aparentemente idéntico de ambos relatos ya está marcado por esas sutiles diferencias: la marca de cigarrillos está explicitada y también aquello que hace posible que las cosas del mundo avancen, cambien, funcionen, aunque Borges finja no conocerlas: el trabajo, los peones de mameluco blanco

A vueltas con el problema del conocimiento, la representación y la escritura: De la Divina Comedia a Help a él

Esa ignorancia borgeana implica toda una poética y una filosofía con las que Fogwill establecerá una dialéctica. El problema del conocimiento y de la representación del mundo es el verdadero corazón de El Aleph y, por ello, Borges replica el argumento de la obra de Dante. En el canto épico del italiano, Beatriz, desde su privilegiada posición de viva/muerta, se encarga de guiar a su amor platónico por las regiones del inframundo con la ayuda de Virgilio en un viaje de conocimiento que culmina en una cegadora visión de la sabiduría divina cuando alcanza el último círculo del paraíso.

En El Aleph , el amor platónico de Borges, Beatriz Viterbo, es también una presencia/ausencia que, a través de su primo, el pésimo escritor Carlos Argentino Daneri, conducirá a Borges hasta una visión del conocimiento total y simultáneo del mundo materializado en un Aleph.

En Dante, la revelación de la sabiduría está guiada por el amor puro de Beatriz que refleja el amor de Dios: esa luz ilumina el sentido, sustenta el significado de las visiones y les otorga unidad, plenitud. En Borges (que invierte el movimiento ascendente hacia el conocimiento, pues él debe descender a un oscuro sótano), no comparecen ni Beatriz ni Dios. Sí hay una esfera inmóvil , un Aleph en el que pueden verse todas las cosas del mundo en su multiplicidad y simultaneidad; pero no hay nada que sustente, dé unidad y sentido a esa concentración de conocimiento. No hay, tampoco, amor platónico que refleje a Dios. Al contrario, la última visión de

Beatriz es una degradación de su amor platónico: esas «cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino».

El conocimiento total, sin una luz o guía que le dé sentido y unidad, es decir, sin Dios, es, por lo tanto, algo terrible; ya no es la verdad , sino lo real . Y la simultánea visión de lo real es, por lo tanto, algo caótico, heterogéneo (recordemos el horror de Borges a todo lo que multiplica , como la cópula y los espejos) y obsceno. Por ello, en El Aleph, a diferencia de Dante, que intenta no olvidar nada de lo que aprendió en su viaje de conocimiento , Borges agradece el olvido («felizmente me trabajó otra vez el olvido») porque solo en el olvido de esa realidad multiforme y obscena puede el ser humano mantener su identidad y su cordura. Es en la subjetividad del sujeto que representa el mundo donde puede haber unidad.

Este planteamiento filosófico acarrea también una poética , que se manifiesta en la burla constante que en El Aleph se hace de esa absurdamente ambiciosa obra literaria que el primo está escribiendo en la que intenta representar la totalidad de las cosas del universo 2 . El desprecio a esa obra se extiende al rechazo de cualquier literatura, por considerarla igualmente suplementaria , falseadora. Por ello, el Borges protagonista-narrador de El Aleph insiste en que él no está escribiendo literatura, sino «un informe», es decir, algo que no es escritura , sino puro instrumento para lograr la más exacta identidad posible entre palabra e idea. Help a él es, en este sentido, una provocación punk, un trabajar los olvidos de Borges pues, tras ese inicio casi mimético del relato, la escritura prolifera como excrecencia sobre el modelo ideal que sería el cuento de Borges. Fogwill realiza una subversiva operación acumulativa e insustancial de narración de hechos sin importancia argumental, un auténtico aleph anodino que intenta representar, como aquel horrible poeta primo de Beatriz, la minuciosa totalidad de la vida cotidiana, carente de unidad y de sentido, puro presente múltiple,

económico, social, temporal, lleno de dinero, de viajes en coche y en barco, de deseo y de azar, que subvierte esa contención, concisión, idealismo, abstracción y esencialidad que son las características del padre-canon-ley que Borges representa.

Sinestesia y sexo: identidad y (con)fusión. Amores nada platónicos.

Cuando, tras ese viaje insustancial , el narrador-protagonista de Help a él decide ir a la casa de la difunta Vera Ortiz Beti, el relato vuelve de sus desvíos para replicar de nuevo su modelo: allí está el primo de Vera, Adolfo Laiseca, que también es escritor y que también repite el motivo del veneno. En El Aleph , Borges es invitado por el primo a tomar una copa de pseudocoñac que cumple en el relato la función de poner en duda la fiabilidad de ese narrador en primera persona a la hora de contar la aparición de un objeto fantástico. En Help a él , el narrador es invitado por el primo a tomar un «jarabe» que es una mezcla de sustancias alucinógenas que abrirán el espacio de la revelación, el Aleph fogwilliano.

Este se puede dividir en dos partes bien diferenciadas, si bien ambas tienen que ver con lo sensorial. En la primera parte, que ocupa unas veinte páginas, el narrador relata minuciosamente los efectos que la droga produce sobre su organismo: se trata de una paulatina desintegración de su identidad que comienza por una anulación de la voluntad (no puede moverse) y continúa con una privación de los sentidos (primero pierde la vista y luego el oído) que se reorganizan sinestésicamente a través del sentido menos idealista de cuantos nos sirven para percibir la realidad: el tacto.

Desde que toma el veneno, el narrador de Help a él deja de ocupar esa posición de sujeto que observa el mundo y lo representa como hacía el narrador de Borges. En virtud de la sinestesia, se convierte en algo indistinto que no es sujeto ni objeto, es un medio o un medium que se sitúa en el límite entre la

2. Tal vez pueda verse en la burla que Borges hace del propósito de Carlos Argentino Daneri de escribir en su poema La Tierra «una descripción del planeta», un dardo contra Pablo Neruda. En las fechas en que Borges escribía El Aleph, el poeta chileno componía también su Canto general, que incluía un planteamiento tan ambicioso y totalizador (múltiple y obsceno, seguramente, para Borges) como el de Carlos Argentino Daneri. El título del poema del primo, La Tierra, puede recordar a Residencia en la tierra. Y la referencia a la primera parte del poema del primo de Beatriz, titulada Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo no dejan de recordar, por paronomasia el Canto general nerudiano.

«Help a él es, en este sentido, una provocación punk, un trabajar los olvidos de Borges pues, tras ese inicio casi mimético del relato, la escritura prolifera como excrecencia sobre el modelo ideal que sería el cuento de Borges. Fogwill realiza una subversiva operación acumulativa e insustancial de narración de hechos sin importancia argumental, un auténtico aleph anodino que intenta representar, como aquel horrible poeta primo de Beatriz, la minuciosa totalidad de la vida cotidiana»

vida y la muerte, en algo que no es sólido, que no tiene un fundamento y queda «en suspenso»: «Tal vez, la gente no se muera nunca. Quizás al morir le llega el nombre de la muerte, y mientras sigue rebotando la idea de la muerte contra el signo y la noción de la muerte, la vida sigue en suspenso».

De la subversión a la perversión: el aleph pornográfico

En ese estado de suspensión entre la vida y la muerte, en ese espacio de indistinción o confusión sensorial e identitaria creado por el veneno, Vera aparece en la escena. Puede pensarse que el narrador ha muerto y está experimentando una agonía alucinatoria, o que está, simplemente, teniendo alucinaciones. Puede pensarse, como elucubra el confuso narrador, que no hay tal alucinación, sino que Vera está efectivamente viva, y que su muerte fue un engaño orquestado por su padre para alguna oscura y corrupta maniobra económico-legal. Seguimos en el espacio del suspenso Pero, sobre todo, entramos ahora en el territorio en que la versión se convierte en perversión. Durante treinta páginas, asistimos a una detallada y explícita escena sexual («obscena, increíble, precisa»). El Aleph fogwilliano profundiza en lo sensorial y se convierte en un aleph sexual y placentero, en una escena donde el sujeto y el objeto, la dominación y la sumisión, intercambian sus papeles. Vera es chupada y penetrada por distintos órganos y el narrador es a su vez chupado y penetrado por

Vera; los fluidos se intercambian en una totalidad sexual en la que el semen, la sangre, las heces y la orina pierden sus significados y se hacen indistinguibles, todos ellos un solo fluido intercambiable que debe entregarse y recibirse. El Aleph no es una esfera inaccesible para ser contemplada por un espectador impotente, sino un «tubo» orgánico donde las identidades y el placer se confunden hasta perder toda definición.

La escritura como pharmakon

A la mañana siguiente, esa experiencia sensorial, sexual y alucinógena provocada por el jarabe queda en suspenso, en cuanto a la oposición realidad/ sueño. En las últimas líneas del relato, como una forma de (no) responder a la cuestión de si Vera está viva o muerta, el narrador explica que «no hay mejor regalo para una muerta que dejarla jugar por unos instantes con las memorias y las fabulaciones de los vivos».

Es una conclusión de lo más interesante. Por un lado, parece culminar la perversión con el texto de Borges pues, al fin y al cabo, Help a él ha consistido en un juego con aquella escritura que, como toda escritura, está muerta y viva al mismo tiempo. Por otro lado, ese juego con Borges es una expresión simbólica también de la relación subversiva de Fogwill con el canon: como en toda relación con el poder, hay un placer en ensuciarlo y en dejarse ensuciar por él, en jugar a difuminar las relaciones de sumisión y dominación.

Pero, especialmente, esa declaración explicita la poética de Fogwill, que puede leerse no solo a la luz de su oposición a Borges, sino también de su similitud con las características de la escritura que Derrida señaló al hablar del pharmakon y el origen de la escritura. En cierto modo, en la oposición El Aleph / Help a él , se replica la oposición palabra oral/escritura tal y como Derrida la analiza en su comentario sobre Platón.

Al analizar el texto de Platón sobre la escritura, Derrida deconstruye una serie de oposiciones que recuerdan mucho la dialéctica entre Borges y Fogwill. En primer lugar, está la oposición interior/ exterior: para Platón, como para Borges, la memoria, el conocimiento interior, es el conocimiento verdadero por oposición a la escritura, que es falso conocimiento pues viene del exterior y es repetición; del mismo modo, la nouvelle de Fogwill es repetición y por lo tanto deformación, falseamiento del original borgeano. Pero, junto a esta, aparecen otras dialécticas como padre/hijo, señor/esclavo, alma/cuerpo, legítimo/bastardo que Fogwill replica: él es el hijo y el esclavo , del padre-canon que era Borges en los 70 para los jóvenes escritores argentinos; él es bastardo respecto a la legitimidad o Ley que suponía el canon; y él es, sobre todo, el cuerpo (el sexo) frente al alma (amor platónico) de Borges. Derrida advierte, sin embargo, que a pesar del aparente rechazo de Platón a la escritura, hay también un reconocimiento de que ese carácter suplementario se da igualmente en la memoria, pues esta se parece a la escritura en que es repetición de algo que ya no está presente y, por lo tanto, comparte la naturaleza ambigua del pharmakon . Así se manifiesta en Borges. Su memoria, esa memoria «a la que se dedicará» (la de Beatriz), es también escritura, repetición. Una vez desaparecida la presencia de Beatriz, Borges opera re-creando (escribiendo, recordando) en su memoria una Beatriz sobre la que el olvido trabajará para eliminar la obscenidad que el Aleph le mostró. El olvido ejercido por Borges es al mismo tiempo correctivo, iróni -

co y platónico: es una operación que reivindica lo subjetivo de la Idea o Logos como verdad, pero para ello ha tenido que olvidar voluntariamente (rechazar o corregir) la otra verdad exterior de lo múltiple y obsceno 3 . Fogwill explota esa contradicción irónica de Borges y sobre ella expande su escritura como suplemento y como parricidio que se explicita en esa conclusión o moraleja sobre la diversión con la muerta : su poética (como esa escena sexual alucinógena con una viva/muerta) es la de una escritura entendida derrideanamente como juego, como pharmakon , de una forma muy similar a como la definió Derrida: «no es posible en la farmacia el distinguir el remedio del veneno, el bien del mal, lo verdadero de lo falso, el adentro del afuera, lo vital de lo mortal, lo primero de lo segundo, etc. Pensando en esa reversibilidad original, el phármakon es el mismo precisamente porque no tiene identidad. Y el mismo (es) como suplemento. O como diferencia. Como escritura». 4

Enfrentado al idealista canon borgeano, en Help a él se cumple esa idea derrideana de una literatura que asume la indeterminación inherente a la escritura parricida. La escritura, como una experiencia psicodélica o sexual, no se rige por la lógica de la identidad, no pretende ser una «transcripción» ni un «informe» que transmite (o inútilmente intenta transmitir, como admite Borges) la verdad (o la corrección de la verdad ) de lo que sucedió en un presente siempre ausente, sino que asume su carácter de huella hecha de huellas, su capacidad de pervertir, desplazar y crear el significado, la capacidad y el peligro de disolver la identidad y el significado.

3. Borges actúa respecto a Beatriz como don Quijote respecto a Dulcinea; Aldonza Lorenzo es la presencia original y obscena que debe ser anulada, negada, para que triunfe la ideal Dulcinea, del mismo modo que la muerte de Beatriz Viterbo abre la posibilidad de que su memoria repita otra Beatriz Viterbo que es suplemento, escritura. Como don Quijote, Borges ejerce un quijotesco autoengaño que ya estaba anunciado en el comienzo del relato cuando el protagonista explica que decidió cortar él mismo los libros que antes daba a Beatriz intonsos, para olvidar o para ignorar ese desprecio que suponía que Beatriz se los devolviera sin cortar.

4. (Jacques Derrida, La diseminación. Madrid. Fundamentos. 1975, p.211).

UN PERFIL EN CUATRO ETAPAS

Luis Chaves

La última vez que vi a Luis Chaves fue en una película. Una producción costarricense llamada Tengo sueños eléctricos, sobre la relación entre una hija y su padre. En un momento del filme, el padre le cuenta a su hija que ha empezado a escribir versos. Unas escenas después, el padre asiste con su hija a un taller literario en una casa de la capital, San José. Ahí aparece Luis Chaves actuando de Luis Chaves. Se nos presenta como «The Poet» de la escena literaria costarricense: parece ser él quien dirige el taller. Desde un cómodo sillón, cerveza en mano (esto quizá sea añadidura mía) y rodeado por los talleristas, el poeta dirige la lectura al final de la sesión nocturna.

Aquí sería un buen momento para hablar sobre lo cinemática que es la poesía de Chaves, pero quiero pausar esa idea por un momento. Este será un perfil contado por etapas.

Empiezo con la primera vez que escuché hablar de él.

IFue en torno al año 2010 o 2011, en una de mis estancias de vuelta en Managua (desde el 2006 vivo fuera del país). Unos poetas jóvenes nicaragüenses me habían propuesto que empezáramos una revista. La idea era publicar crónica, cuento y poesía. En una de las reuniones en que discutimos los detalles de

Fotografía de Esteban Chinchilla

ese proyecto malogrado, ellos me comentaron que pensaban incluir poemas de Luis Chaves en el primer número.

Yo no sabía quién era Luis Chaves. Luego comprendí que esto fue dicho a manera de darle más credibilidad al proyecto, para subrayar la seriedad y el rigor de la propuesta incluyendo a un poeta de la talla de Chaves.

Lo leí. Desde entonces no he olvidado un poema que aquí transcribo:

Estuve en colegios privados Lupe cocina de lunes a viernes, el fin de semana la dueña de casa prepara sus exóticas recetas, las de verdad.

Lupe plancha, dobla la ropa, encera los pisos donde se reflejan sus duras piernas nicaragüenses.

La familia se levanta de la mesa para que la nica cene sola la comida que ella misma adobó.

De noche Lupe no cierra la puerta para que el señorito de casa entre, de lunes a viernes, a manosearle las nalgas.

El fin de semana, con su novio de Bluefields, es el turno de las sesiones profundas, las de verdad.

Como indica su título, el texto es lo que vulgarmente podríamos llamar un poema social, pero hay un par de detalles que a quien no es centroamericano acaso se le escapen. Nicaragua y Costa Rica son países vecinos. En muchos sentidos, son países cuyas historias están entrelazadas. Sin embargo, desde hace por lo menos medio siglo, los nicaragüenses migran a Costa Rica porque allí los salarios son mejores (es el caso de Lupe en el poema). Como resultado, en el imaginario costarricense, los «nicas» representan a los migrantes; en las conversaciones en torno a la inmigración, suelen ser discriminados por xenofobia.

El poema de Chaves le da la vuelta a todo esto e ironiza sobre las ilusiones masculinas del paterfamilias costarricense que abusa de su trabajadora doméstica de Nicaragua.

II

Estoy en el festival Centroamérica Cuenta en Madrid y acaba de caer la noche. Los participantes hemos migrado de la sala del conversatorio a un restaurante bar: un rebaño de personas remolonas y locuaces atravesando la ciudad.

Me hallo en una mesa donde se habla de un escándalo ocurrido en otro festival. Sin esforzarme demasiado, intento inferir quiénes son los protagonistas. Luis Chaves está en otra mesa al lado opuesto de la sala. Mi intención es hablarle.

En ese momento, no somos completos extraños. Chaves era un ávido tuitero. En esa plataforma intercambiamos algunos mensajes, en especial cuando él estaba en Nantes durante una residencia literaria y yo vivía en París trabajando como maestro. A pesar de esos mensajes, sin embargo, nunca hemos hablado en persona.

Luis atraviesa el restaurante en dirección a la mesa. Viste una camisa celeste de mangas cortas y bluyín: estatura mediana, pelo negro abundante, gafas y barba. Se acerca a la mesa a preguntar si alguien tiene un cigarrillo. Su modo es amigable y carismático. Pero nadie en la mesa es fumador. Yo aprovecho para decirle que también estoy buscando fumar, así que emprendemos los dos una búsqueda por tabaco.

Preguntando aquí y allá, terminamos en un bar vecino tratando de hacer funcionar la máquina de tabaco. Nos ayuda un camarero. El de la barra tiene que apretar un botón y luego, al fin, tenemos en nuestras manos un paquete rubio de cigarrillos Camel.

Volvemos al restaurante bar y cada uno se prende un cigarrillo bajo los aleros, frente a la puerta de entrada. Fumamos con

sendas cervezas. Le cuento entre volutas que hace poco estuve enseñando sus poemas en la Universidad de Oxford, donde trabajé brevemente después del doctorado. Ah, qué buena onda.

III

Los poemas de Chaves se demoran en fotografías viejas, en álbumes familiares rescatados del tiempo. En ellos se oyen canciones de Pixies y Cat Power que los anclan en una época, los rodean de una melancolía discreta. En lugar de metáforas, prefiere imágenes. Algunos poemas parecieran desarrollarse como secuencias de montaje; otros como cortos experimentales y líricos. Con ojo cinematográfico, a veces sus poemas terminan con la misma imagen con que empezaron, pero subrayando las pequeñas diferencias visibles en el marco de la cámara. Los poemas filman el paso del tiempo o buscan suscitar en el lector una sensación similar. La voz lírica nunca explica esas diferencias entre las imágenes, solo las muestra. A Chaves le gusta que las imágenes hablen por sí mismas.

En su prosa tiene la actitud del miniaturista. No porque cultive la brevedad extrema: le interesan los detalles y a fuerza de detalles mínimos construye sus historias. Como esa hermosa imagen en Vamos a tocar el agua, la cual capta la llegada de la primavera en Berlín al describir las semillas de los álamos que, en esa estación, llenan de pronto el aire de la ciudad y parecieran flotar ingrávidas. La temática en torno a la familia, tanto en la que creció como la que ayudó a crear, está mitificada con ironía tierna. Como resultado, los que lo hemos leído sentimos haber conocido a LaMenor y LaMayor.

No puede entenderse su escritura sin sus desplazamientos fuera de Costa Rica. Primero, sus años formativos en Argentina, donde encontró una comunidad literaria que lo lee y es leída por él. Segundo, sus residencias literarias en Europa: Berlín, Nantes, Cataluña. Todas o casi todas han desembocado en una nouvelle o una crónica.

IV

Estamos en su casa de San José. Recuerdo un conejo, un perro (¿perra?) con quien me hice amigo, gatos. Los animales son parte de la familia. Hay en ese momento una plaga de mapaches en la ciudad, así que siento su presencia invisible alrededor de la casa, como mil ojos abiertos en la oscuridad. Luis ha invitado a amigos. Recibo libros costarricenses gracias a la generosidad desmedida de su editor. En el jardín hablamos del desastre de Nicaragua, de política costarricense, de sus años en Argentina, de la poesía de Germán Carrasco, de cuánto nos gusta La insidia del sol sobre las cosas, de lo antipático que dicen que es en persona. El aire de la noche es fresco. Fumamos con sendas cervezas. Es la penúltima vez que vi a Luis Chaves.

por

Ginés S. Cutillas Valerie Miles

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

(Valencia, 1973) es director de la revista Quimera y profesor de la Escuela de Escritores. Autor de los libros de relatos La biblioteca de la vida (2007) y Los sempiternos (2015); de las novelas La sociedad del duelo (2013), El diablo tras el jardín (2021) y La vida en falso (2022); de las obras de no ficción Mil rusos muertos (2019) y Valencia, geografía de una ciudad (2023); de los libros de microrrelatos Un koala en el armario (2010 y 2021) y Vosotros, los muertos (2016) y de los ensayos Lo bueno, si breve, etc. (2016) y El ensayo-ficción: una nueva forma narrativa (2024). Su obra ha aparecido en varias antologías. Colabora en diversas revistas literarias y medios radiofónicos.

Óscar Esquivias

(Burgos, 1972) es el codirector, junto a Asís G. Ayerbe, de la revista Mirlo, dedicada a proyectos que aúnan fotografía y literatura, fundada por ambos en diciembre de 2022. Antes, participó en la fundación y dirección de El mono de la tinta (1994-1998) y Calamar, revista de creación (19992002). Como autor, ha publicado poemas, cuentos, reseñas y artículos en Luzdegás, Entelequia, Fábula, Quimera, Rey Lagarto, Renacimiento, El Extramundi y los Papeles de Iria Flavia, Eñe, El Cuaderno, Versión Original, Librújula, Luvina, Zenda o Archiletras, entre otras. También ha publicado novelas y libros de cuentos.

Fotografía de Nina Subin
Fotografía cedida por el autor
Fotografía de Asís G. Ayerbe

CORRESPONDENCIAS

Óscar Esquivias y Ginés Cutillas

«LAS REVISTAS LITERARIAS COMO CLIMA

DE

CONVERSACIÓN Y PROPUESTA

ESTÉTICA Y MORAL»

VALERIE MILES

La innovación, la audacia, la experimentación, el desafío a las convenciones y el debate sobre temas contemporáneos y atemporales. Las revistas literarias son piezas vitales en el ecosistema de la literatura nacional e internacional. Son lugares de refugio, alejados del apresuramiento habitual imperante en nuestra época. Celebran la diversidad mientras crean conexiones, constelaciones y sobre todo complicidad entre ellas. Comienzan por detectar antes que nadie un clima en la conversación de las letras, y terminan por proponer y defender un criterio estético y moral. Como es el caso de esta directora de Granta en español, que colabora con Cuadernos Hispanoamericanos para establecer un diálogo contra la volatilidad de unos tiempos de revelaciones.

ÓSCAR ESQUIVIAS

Querido Ginés: Espero que estés muy bien, tan quimérico y activo como siempre. Yo, esta misma mañana, he participado en un congreso académico dedicado al mar. Me he acordado (pero no lo he contado en público) de cómo, cuando mis padres tenían algún día libre en verano y decidían ir a Santander o a Laredo a pasarlo en la playa, antes de montarse en el coche, compraban el Diario de Burgos y alguna revista (y también un tebeo para mí, lo que me hacía muy feliz). Se ve que para viajar necesitábamos bibliografía,

pero lo cierto es que era un placer enorme pasar las horas leyendo frente al mar.

Mi madre tenía predilección por una revista llamada Pronto, quizá porque era barata (el Hola lo leía en la peluquería). Y en Pronto había una sección que me fascinaba. Se titulaba «Qué hubiera sido de mi vida si...» y en ella eran los propios lectores los que contaban alguna experiencia propia, una encrucijada vital determinante que les marcó la existencia, y fantaseaban sobre los resultados de haber tomado otro camino.

Yo era un niño con mucha imaginación y siempre estaba tentado de mandar una historia (por supuesto, falsa) a esta sección de Pronto, fingiéndome adulto. Nunca lo hice, pero discurría continuamente posibles argumentos, así que se puede decir que la prensa rosa alentó mi vocación literaria en la infancia, como si fuera un niño escapado de una novela de Manuel Puig.

Este es mi primer recuerdo sobre publicaciones periódicas, ¿qué te parece? Luego, ya de jovencito, conocí las revistas literarias burgalesas. Había una, El lucernario, en la que soñaba

publicar, pero sus responsables nunca aceptaron mis textos (esto no es un reproche: por lo que recuerdo, los que les mandé eran recuelos de Kafka y Vicente Huidobro; porque, aquel niño que leía Mortadelo y Pronto, pasó a ser un universitario que mezclaba El castillo y Altazor y escribía de corrido, sin puntos, comas, ni tildes, en algo que no se sabía si era prosa o verso). Con todo, la existencia de esta y otras revistas literarias en Burgos (y de los grupos de escritores que se congregaban en torno a ellas y organizaban tertulias y recitales poéticos) fue determinante para mí. En aquellos años universitarios participé en la fundación y dirección de varias revistas y desde hace año y medio, el fotógrafo Asís G. Ayerbe y yo editamos en Madrid Mirlo, la revista más bonita y simpática del mundo (o, por lo menos, de España, por ser modesto).

Fundar una revista se parece a fundar una ciudad: uno crea un ágora, allí se reúne gente, se crean relaciones y se levantan edificios de letras e imágenes, con una estética reconocible, porque cada revista acaba teniendo una identidad propia. Participar en una revista le puede cambiar la vida a un escritor, sobre todo si es joven y está en los comienzos de su vocación (se me ocurre que, si Pronto sigue existiendo, podría escribirles hoy un testimonio titulado: «Qué hubiera sido de mi vida si… no hubiera publicado de joven en revistas literarias»).

Un abrazo muy fuerte (ahora mismo escucho por la ventana el canto de un mirlo: parece un tenor italiano en plena aria di bravura). Otro abrazo más, Óscar

Madrid, 9 de mayo de 2024

GINÉS CUTILLAS

Querido Óscar:

Mientras escuchas el mirlo con ínfulas operísticas, yo escucho un martillo

hidráulico, ¿cómo es posible estando en la misma ciudad? Nombras el mar, nombras Laredo y regreso a unos días maravillosos en los que cruzaba en barca a Santoña para comer anchoas y queso.

Gastronomía aparte, me hablas de publicaciones periódicas. A medida que te leo, me saltan a la memoria revistas y libros de colecciones que perseguía con ahínco hasta completarlas. Pero empecemos por esa revista Pronto que comentas. Supongo que en tu casa entraba por tu madre, como en la mía. He de confesar que poco me interesaba lo que allí se decía, a excepción de la sección de consejos sentimentales. Como crío que era, me fascinaba ver a los adultos complicarse la vida. Siempre pensé, nunca lo supe a ciencia cierta, que muchas de aquellas historias eran inventadas por una sola persona encargada de sacar adelante aquella página porque comencé a detectar en las preguntas ciertos patrones que se repetían. Desde entonces no he dejado de confundir realidad y ficción.

El otro semanario que entraba en casa, y que sí que devoraba de principio a fin, era El Caso. Yo, que por aquel entonces estaba leyendo a Poe con sus muertos emparedados, veía en este periódico reminiscencias góticas de los frustrados escritores, que, sospechaba, eran aquellos periodistas. Recuerdo en especial el caso del mesón del lobo feroz, por el que un exlegionario regente de una bodega en Madrid emparedaba prostitutas en el sótano de su establecimiento. Cosas de la vida, viví años después en la calle Luciente, justo enfrente de donde habían ocurrido los hechos.

Hablas de tus padres comprando el diario y a ti un cómic con ánimo de crear un futuro lector. Para mí esta figura fue un tío que se llamaba igual que yo, Ginés. Siempre que me llevaba con él a comer, me soltaba antes en una librería de Ruzafa, en Valencia, y me decía que hasta que no eligiera un libro, no salía de

ahí. Pronto aprendí, para no hacerle perder el tiempo a él ni al paciente librero que alguna vez nos aguantó la persiana, a seguir colecciones, muchas de ellas de Bruguera, como las novelas de Julio Verne. Recuerdo otra, Hombres Famosos, de la editorial Toray, que eran biografías de personajes ilustres de la historia. Desde Hernán Cortes hasta Edison pasando por Marco Polo. Ninguna mujer. Ambas colecciones tenían en común que se podían leer como novela y como cómic. Yo, por supuesto, siempre me iba por la segunda opción. Lo que no soportaba, y sigo sin soportarlo, eran aquellas otras publicaciones más adolescentes como Cimoc, Totem, Cairo, 1984 o El Víbora, donde las historias iban por entregas y te dejaban con la miel en los labios por un mes. O, ya que has nombrado al maestro Ibáñez, esa otra publicación que duró cuatro años, Guai!, para la que creó los personajes Chicha, Tato y Clodoveo, de profesión sin empleo, y que me provocó un trauma de infancia por no haber conseguido acabar una historia de Percevan, un personaje de la escuela franco-belga.

Quedan muchas cosas pendientes a las que me gustaría responderte.

Abrazo de oso gigante —el abrazo, no el oso—, Ginés

ÓSCAR ESQUIVIAS

Querido y osado Ginés: Te contesto a vuelta de correo, como hacían los enamorados decimonónicos. Sí, sí, me fascinaban los consultorios sentimentales, al igual que los anuncios por palabras del periódico, muchos de los cuales eran verdaderos microrrelatos: «Se vende bonita verja de hierro para camposanto»; «Perro perdido, “Boly”. Necesita medicación diaria, está enfermo»; «SEÑOR 74 años. En plenas

facultades. Busca señora». La casa de la literatura tiene muchos accesos, y sin duda este es uno de sus portillos más transitados: el primer libro de José-Miguel Ullán, de hecho, está compuesto por noticias sacadas de los periódicos, que él convirtió en versos.

Las revistas son adictivas porque tienen algo de cita. Se parecen a quedar periódicamente con un amante (o con un amor que vive en otra ciudad), casi en secreto (es raro que la prensa cultural reseñe la aparición del nuevo número de una revista, ¡qué tiempos cuando sí lo hacía!). Ser lector asiduo de una revista (o un periódico) te define como persona y, según el momento, puede ser peligroso: durante la Guerra Civil estar suscrito a ciertas publicaciones bastaba para fusilar a alguien.

De jovencito, las revistas literarias locales me dieron la posibilidad de publicar mis primeros textos y, por tanto, de tener lectores ajenos a mi círculo de amistades (y esta debería ser una de las principales funciones de las revistas: ser semillero de vocaciones, dar voz a los jóvenes y sus inquietudes). Una revista ofrece la posibilidad de conocer almas afines, de compartir un proyecto vital, una estética, una forma de mirar el mundo, y también de contrastar tus ideas e intuiciones con las de otros autores. Las revistas tienen algo de empeño colectivo, de ilusión compartida. En mi caso, el dirigir o codirigir aquellas primeras revistas también afiló mi criterio como lector. No se juzga de igual manera un texto si se lee por simple deporte (como diría Ortega) a si se hace como editor, esto es, si está en tu mano decidir si se publica o no. Esa mirada responsable (por denominarla de alguna manera) es muy importante: una revista no puede (no debe) ser un centón inconexo y desnortado de palabras e imágenes en el que quepa todo. Participar de joven en la confección de revistas creo que me hizo mejor escritor y mejor lector, además de cambiar mi forma de entender la literatura. Hasta

«Otras publicaciones periódicas que no vivimos porque no nos tocaban por edad — menos mal, porque habríamos plegado ya la servilleta— fueron aquellas del siglo XX que hicieron emerger el género de la nouvelle en España, tales como El cuento semanal (1907-1912), La novela del sábado (19531955) o La novela popular (1965-1967), que sirvieron, primero, para dar a conocer un elenco de autores que conforman la literatura en español actual, segundo, para, como bien dices en tu última carta, como punto de encuentro de almas afines. He querido recordar este tipo de revistas porque eran necesarias en su época»

que no me trasladé a vivir a Madrid no conocí y frecuenté de verdad las grandes revistas culturales españolas. Litoral, Sibila y Scherzo fueron mis primeros amores (y todavía perduran). Recuerdo el efecto que me hacía entrar en la Casa del Libro de la Gran Vía y encontrar aquel enorme revistero, ubérrimo, que rebosaba revistas como pámpanos rubenianos, y que tanto echo de menos. Ahora casi todas las librerías se han deforestado de revistas. ¡Con lo que me gusta tocarlas, hojearlas (¡hasta olerlas!) antes de comprarlas! Porque, por supuesto, prefiero las ediciones en papel.

También prefiero recibir cartas en el buzón a correos electrónicos, y ya espero la tuya. Ojalá que el martillo neumático de tu calle esté calladito (hoy, aquí, el mirlo todavía no ha venido a cantar, quizá esté ocupado o tenga una cita...).

Recuerdo que, ya de niño, me sorprendía el volumen con el que cantan los pájaros en Madrid, ¡hasta los gorrionci-

llos chillan como descosidos! Supongo que lo hacen para sobreponer su canto al estruendo de la ciudad. Pienso ahora que nuestras revistas se parecen a esos trinos en mitad del ruido, a veces insoportable, del mundo. Bueno, todo ese párrafo (aunque no lo parezca) era una despedida. Aquí pongo el punto final (tras un fortísimo abrazo), Óscar

GINÉS CUTILLAS

Madrid, 10 de mayo de 2024

Querido Óscar:

Me siento Valmont en Las amistades peligrosas. Ojalá estas epístolas degeneren en tales.

Has tocado un punto sensible. Como microrrelatista que soy, me fascinan los anuncios por palabras porque has de

«Las

revistas literarias, en concreto, tienen también algo que las hace muy simpáticas: se nutren de todo lo que la gran industria editorial generalmente rechaza o desatiende. Me refiero a los cuentos, los microrrelatos, los poemas sueltos, los aforismos, los textos breves e híbridos, la poesía visual, todo lo pequeño y, a veces, inconexo, que no llega a conformar un poemario, un ciclo de cuentos, un ensayo, mucho menos una novela»

elegir las exactas para hacer atractivo el producto que pretendes vender. Eso me da pie a recordar otra revista mítica de nuestra época universitaria, El Jueves, la única que sobrevivió a todas las del boom del cómic adulto en España, donde leí un anunció que aún recuerdo a día de hoy: «Se vende bote de fabada o se cambia por abrelatas» de un supuesto vendedor que jamás probaría aquellas alubias.

Otras publicaciones periódicas que no vivimos porque no nos tocaban por edad —menos mal, porque habríamos plegado ya la servilleta— fueron aquellas del siglo XX que hicieron emerger el género de la nouvelle en España, tales como El cuento semanal (1907-1912), La novela del sábado (1953-1955) o La novela popular (1965-1967), que sirvieron, primero, para dar a conocer un elenco de autores que conforman la literatura en español actual, segundo, para, como bien dices en tu última carta, como punto de encuentro de almas afines. He querido recordar este tipo de revistas porque eran necesarias en su época. Actualmente, a través de Internet, la gente con los mismos intereses, hasta los más raros que no mencionaré aquí, se encuentran con facilidad e instantaneidad. Y he ahí el tema que en algún momento tenía que salir y que ya has enarbolado. ¿Son necesarias entonces las revistas en papel? Pues sí. Porque la literatura es papel, la literatura es tocar, oler, pasar adelante, atrás, marcar páginas, subrayar, arrancar, colgar en

la pared, como altares improvisados a maestros y maestras vivos y muertos… La literatura, como la música, no son bits viajando por la red, tienen que posarse sobre un soporte físico que puedas tocar, que puedas hacer tuyo. Mis libros, a base de subrayarlos, son objetos únicos. Qué te voy a contar que no sepas… Por eso, cuatro amigos llevamos los últimos once años, de los cuarenta y cuatro de Quimera, defendiendo esa manera de hacer literatura, dando voz a quienes no la tienen, poniendo el foco en autores y obras mal olvidadas. Pero tampoco somos santos. ¿Qué sacamos a cambio? Sentarnos con los grandes en conversaciones lentas de viejos amigos que se acaban de conocer. Aprender, al fin y al cabo, porque en literatura aprendemos los unos de los otros, como ahora mismo ocurre con este intercambio de misivas. Me apena ver cómo las revistas desaparecen de los anaqueles de las librerías y sólo permanecen aquellas que remitíamos al principio, Prontos, Lecturas y demás aquelarres que no aguantan el paso del tiempo, todo lo contrario de lo que es la buena literatura, aquella que nace con la idea de ser universal y atemporal y que adquiere nuevos prismas de lectura acorde al tiempo en que te enfrentes a ella.

Ya que lo mencionas, es verdad que en Madrid los pájaros se hacen escuchar por encima del tráfico, una bonita analogía de esos nuevos autores y autoras que gritan desde nuestras revistas en papel para hacerse oír.

Abrazo gigante de oso —ahora creo que está mejor formulada la frase—,

Ginés

ÓSCAR ESQUIVIAS

Grizzly Ginés, amigo: ¡Es verdad, El Jueves! Yo la leí también mucho (tuve gran vocación de dibujante). De los periódicos y las revistas siempre me interesaban más las viñetas de Chumy Chúmez (mi favorito), Forges o Mingote que los editoriales o artículos de fondo. Las revistas servían (sirven) para afianzar vocaciones, encontrar personas afines, profundizar en intereses concretos, a veces inconfesables (yo escondía las revistas pornográficas en la carpeta de un LP de la Sinfonía de la Reforma, ¡qué habrían pensado Lutero y Mendelssohn!). Como bien dices, muchas de estas funciones ahora las suple (y, a menudo, con ventaja) internet. Pero en el caso de la literatura y del arte, una revista en papel (si está bien hecha, con criterio y gusto), creo que aporta belleza al mundo y ayuda a la lectura, la contemplación y la memoria.

Además, como de jovencito compraba casi todos mis libros en el rastro, me gusta mucho que las ediciones impresas se conviertan en pecios y lleguen a otras manos en el mercado de segunda mano. Durante mi adolescencia, mi

biblioteca se nutrió de ejemplares descabalados de Historia 16, de Revista de Occidente, de los suplementos de FMR, la publicación de arte de Franco María Ricci, mi mayor tesoro, que no sé cómo llegaban con tanta abundancia a España (o, por lo menos, a los tenderetes del rastro burgalés).

Ay, Ginés, creo que, pese a estar tantas veces involucrado en la publicación de revistas, nunca había pensado tanto en ellas como ahora que nos cruzamos estas cartas, ni era consciente de cuánto las debo. Las revistas literarias, en concreto, tienen también algo que las hace muy simpáticas: se nutren de todo lo que la gran industria editorial generalmente rechaza o desatiende. Me refiero a los cuentos, los microrrelatos, los poemas sueltos, los aforismos, los textos breves e híbridos, la poesía visual, todo lo pequeño y, a veces, inconexo, que no llega a conformar un poemario, un ciclo de cuentos, un ensayo, mucho menos una novela (reina y señora de las librerías). Un libro es (en principio) algo único, cerrado, extraordinario, casi siempre fruto de un esfuerzo individual. Una revista, sin embargo, es una obra en marcha, colectiva, que camina hacia el futuro.

Así que las revistas que más me gustan tienen algo acogedor, de recreo, de patio de colegio lleno de jolgorio y felicidad; por eso las amo y disfruto tanto con ellas. Cuando Asís G. Ayerbe y yo fundamos Mirlo pensábamos en estas cosas. Yo tengo muy presentes unas palabras de John Cage que te cito de memoria (espero no traicionarle demasiado): «Un verdadero artista no tiene que perder el tiempo atacando a otros; lo que debe hacer, si se siente crítico, es responder con su obra, dar una respuesta creativa». Así que Mirlo es nuestra respuesta creativa. Me gusta pensar que cada uno de sus números es un juego nuevo que nos inventamos, con reglas diferentes, y que, vistos en conjunto, conforman una especie de olimpiada de la fotografía

y la literatura, con todos sus deportes representados.

Esta tarde voy a escuchar a la Orquesta Nacional (sería gracioso que tocaran la Sinfonía de la Reforma justo hoy). Un fuerte abrazo de tu irreformable amigo, Óscar

GINÉS CUTILLAS

Madrid, 12 de mayo de 2024

Querido Óscar:

Nuestra correspondencia llega a su fin y la verdad que me apena. Fíjate que esta excusa, la de encontrarnos en estas páginas sin habernos conocido antes en persona, ha sido una oportunidad única para hablar de un tema en concreto que veo que nos apasiona. Las revistas, cada una en su temática, son espacios de encuentro de ideas recién germinadas que sirven para agitar conciencias y regalar semillas a otros que las plantarán en obras mayores.

Mencionas las revistas pornográficas y me acuerdo de aquella, vamos a llamarla erótica, que era Interviú, nacida en la Transición, la primera en enseñar señoras desnudas en portada. Mi tío la compraba con la excusa de que tenía buenos artículos políticos —¿por qué no compraba entonces aquellas otras con más letras y menos fotos como eran Cambio 16, Tiempo, Tribuna, Época, El Viejo Topo o las de contracultura como Ajoblanco, Star, Ozono o Nueva Lente?—. Creo que cada revista tiene su utilidad por un tiempo, para abrir espacios de libertad y de debate necesarios al tiempo que transitan. Interviú fue tapando poco a poco los atributos físicos femeninos, porque entendieron que a la primera eclosión de libertad que siguió a la muerte del dictador, el erotismo bien entendido, como la buena literatura, no debe enseñarlo todo,

sólo lo necesario para dejar espacio a la imaginación del lector. Por fortuna, revistas como aquella ya no son necesarias y el propio mercado dejó de demandarlas. También por fortuna, el mercado mantiene vivas, por necesarias, a revistas como Quimera, único indicador que me da esperanzas en esta especie a la que pertenecemos y no ceder todavía el testigo a la siguiente que, sin duda, lo hará mejor.

Mencionas a Chumy Chúmez, Forges y Mingote al recordar El Jueves, y viajo contigo a todas aquellas revistas de humor gráfico que la precedieron, El Papus, Hermano Lobo y Por Favor, todas herederas de la incomparable La Codorniz. Lástima no haber vivido aquella época de locura editorial en papel que hizo de España un país más librepensador.

Revistas como la tuya, querido mirlo, son necesarias ahora. También esta en la que nos damos cita, Cuadernos Hispanoamericanos, y otras junto a las que establecemos una hermandad de resistencia como Litoral, La maleta de Port Bou o Clarín. Hay más, claro, algunas vigentes, otras ya extintas, algunas en papel, otras digitales, unas mensuales, otras ni se sabe, como Granta, Paralelo Sur, Kokoro, Revista de Letras... Todas forman un entramado de bellos locos y viejas quimeras que aún creen en la literatura como camino para mejorar al mono que somos. Y ya que tú acabas con música y yo con hermanamientos, y aprovechando que hace apenas cinco días se cumplió el doscientos aniversario del estreno en Viena de la Novena sinfonía de Beethoven, desearte de corazón que forme parte del repertorio de hoy.

Oso abraza a gigante —ahora sí, por fin, las palabras en el orden correcto—,

Ginés

Las conmovedoras aventuras de la literatura universal

Leo a menudo que la literatura debe dedicarse a lo Universal, a lo importante, al meollo, ir al grano. Y casi siempre esta apuesta por lo «universal» (y por el espíritu y la condición humana) se aprovecha para desmerecer literaturas que abordarían cuestiones menores y regionales, o por emplear el lenguaje de nuestro tiempo: identitarias.

¡Lo universal! Nada menos.

Es cierto que hay una serie de rasgos básicos de la condición humana que todos compartimos: el nacimiento, el amor o la muerte (comer y beber, sudar y la digestión)... Pero, ¿qué ocurre si observamos de cerca estos fenómenos? Pues que del nacimiento apenas se puede decir nada (a menos que uno sea Sterne); que la muerte y el luto cobran interés literario cuando las creencias empiezan a darle un sentido que trasciende al colapso físico, ¿y puede ser la muerte más distinta para un católico que para un ateo, para un estoico que para Lucrecio? Y mejor que no nos asomemos a las vertiginosas variaciones (históricas, regionales y de género) que propone el amor, y que parecen dispuestas para pintarle un bigotito burlesco a las pretensiones de «universalidad».

Lo que caracteriza a la literatura es su plasticidad cognitiva, la capacidad de ampliar el alcance de su imaginación moral. Un progreso que suele expresarse mediante el conflicto. O por decirlo al estilo de las series de televisión: el reconocimiento cuesta y en la literatura es donde empezamos a pagar. Para que hacia el final de la Ilíada Aquiles y Príamo comprendan el alcance de sus respectivos dolores y lo poco que son para los dioses, se ha recorrido antes un largo camino de incomprensión y antagonismo entre la cultura griega y la troyana. ¿No propone la tragedia un examen de empecinamientos que van más allá de la sensibilidad común y el choque inevitable entre la legalidad de los dioses y la justicia humana? ¿Qué tienen de universal las presiones a las que Shakespeare somete a la pa-

sión cuando nos explica los pormenores de enamorarse de un asno? ¿Qué hay de universal en el cover de Alonso Quijano de las aventuras caballerescas? Los ejemplos pueden multiplicarse tanto como se quiera.

De todos estos autores extraemos una «enseñanza», o, si preferimos esquivar los términos de la catequesis, una comprensión de distintos aspectos de la vida, pero solo se alcanza por la vía de confrontarnos con mundos, sensibilidades y pensamientos que no son los nuestros ni son habituales. Que nos confunden, nos seducen o nos perturban. Lo «universal» es contrario a la ficción literaria, cuyo reino está velado de una «familiar extrañeza», el reino de lo plausible desconocido, de lo que «uno no sabía que sabía», por decirlo con palabras parecidas a Javier Marías. Las verdades de la literatura están arraigadas a un tiempo, un espacio, unos personajes y unas circunstancias. Las lecciones de Proust sobre los celos o de Kafka sobre la vergüenza seguirán siendo valiosas (en tanto que posibilidades de la existencia) aunque uno no los sienta.

Lo que llamamos universal en literatura es la imagen de lo que ya ha sido expuesto como conflicto y asimilado (en el mejor sentido) después de años de lecturas. Para convencernos de hasta qué punto lo «universal» tiende a confundirse con lo que el varón blanco cristiano sabe (o proyecta) de sí mismo, basta con repasar la recepción de Virginia Woolf, Saul Bellow y V. S. Naipaul. Celebrados y asimilados, premiados y editados, estos tres autores provocaron al manifestarse una recepción áspera, por no decir adversa.

A Woolf se le reprochaba desdibujar el relato por un exceso de sensibilidad verbal y emotiva (femenina, por supuesto), de no tener carácter para imponerle una historia a sus personajes. Bellow fue acusado de alterar el inglés y llenarlo de «marranadas» judías, de corrupción verbal y moral. A Naipaul se le rebajó por servir platitos exóticos en lugar de prolongar los amoríos de ingleses en paisajes ingleses.

Hoy sabemos de sobra que Woolf abrió sutiles intersticios de conciencia donde prospera la madurez moral, que Bellow fue el primer novelista en sentirse como en casa en el mundo que emergió tras la segunda guerra mundial (aceleración, consumo, acopio y el deseo de no envejecer nunca), y Naipaul expuso con tanta imaginación literaria como dureza las consecuencias humanas del fenómeno político más importante de la segunda mitad del siglo XX: la descolonización. En sus novelas se iluminan las vidas de millones de personas que para la ficción eran apenas bultos opacos.

Claro que todo esto lo sabemos después de las tensiones y de la batalla crítica, después de poner el canon patas arriba para abrirse un espacio e instalarse. Lo que el presente le pide al lector es que elija: o se toma el trabajo de diferenciar entre lo nuevo lo bueno de lo mediocre (y claro que predomina lo mediocre, tanto como en tiempos de Dickens y de Horacio, como en todos los tiempos antes de que alguien se tomase la molesta de aclarar el asunto por nosotros), o se parapeta en la defensa de la fantasía de universalidad: la misma intolerancia fantasiosa que durante siglos consideró inaceptable que Shakespeare acudiese a las tabernas, que Flaubert y Baudelaire escudriñasen el adulterio y la noche del opio, que George Eliot amparase el judaísmo o que Joyce explorase la vulgaridad de los pensamientos mundanos.

DESDE QUE ME RAYÓ LA LUZ DE LA RAZÓN

De mi primer viaje a la FIL de Guadalajara, en 2017, conservo varios recuerdos: una charla que tuve con Alberto Manguel a propósito de El estado natural de las cosas ; otra charla con Evelio Rosero, a aquien yo acababa de leer en mis viajes por Colombia; que le concedieran a Juan Casamayor el Premio a la labor editorial por Páginas de espuma (cosa que nos alegró mucho a los amantes del relato corto); haber ido con Mercedes Cebrián a una de esos cócteles refinados en la casa de uno de los mandamases, no recuerdo quién; otra fiesta de una editorial en la que un grupo de escritores, ya de madrugada, acabamos improvisando una jam session en un cuarto de música (el del hijo adolescente de nuestro anfitrión, que se nos acabó uniendo).

Pero más que ningún otro, el recuerdo que se me impone es el de una mañana del 30 de noviembre. Con motivo de mi estancia en la FIL me invitaron a dar una charla a los alumnos de una escuela politécnica de Guadalajara. El encuentro era a las 11 de la mañana y yo conseguí levantarme, no sé todavía cómo —llevaba una cruda considerable—, y subir medio sonámbulo al coche que me llevó lejos del centro.

Tengo que decir que casi nadie me había leído en España, y no quería ni imaginarme quién podría haberme leído en una escuela politécnica al otro lado del atlántico, en una tierra llamada Jalisco que yo solo conocía por Juan Rulfo. Pero claro, como he sabido después, México es tan fascinante como impredecible y Jalisco no lo iba a ser menos. Y aquella escuela politécnica tampoco.

En el trayecto en coche me dijeron que los alumnos habían leído varios de mis relatos, algunos del libro y otros que había colgados en internet. Entre ellos había uno en el que un cajero automático empieza a expulsar billetes de 500 euros y un hombre se los va guardando donde puede, incluso bajo la ropa y dentro de la boca, hasta que se atraganta y muere. Otro iba de un hombre al que le crece desmesuradamente un testículo y su mujer acaba encariñándose de él, del testículo, como si fuera un bebé.

A las puertas de la escuela politécnica, nada más entrar al recinto, vi que había expuestos una serie de murales

que los alumnos habían dibujado. Al acercarme descubrí con asombro que estaban inspirados en los relatos; ilustraciones, pinturas, viñetas de cómic, e incluso habían fabricado un cajero automático de cartón del que salían billetes falsos de 200 pesos mexicanos. Por si esto fuera poco, los billetes habían sido artísticamente intervenidos: en lugar de la efigie acostumbrada de Sor Juana Inés de la Cruz, alguien había estampado una foto de mi cara, aunque había conservado el velo de la religiosa.

Cuando quise darme cuenta ya unos brazos a los que no atendí por estupefacción mística me empujaban hacia el interior del colegio. De repente me vi en un aula grande, supongo que pensada justamente para los eventos de la escuela, rodeado de jóvenes que coreaban mi nombre y me aplaudían como si fuera una nueva estrella del pop. Debían de tener unos quince o dieciséis años. Al cabo de un rato dejaron de aplaudir y entonces se escuchó una voz al fondo de la clase. Un chico, micrófono en mano, empezó a cantar la canción «Guadalajara»:

Tienes el alma de provinciana; hueles a limpia rosa temprana, a verde jara fresca del río. Son mil palomas tu caserío Guadalajara, Guadalajara, hueles a pura tierra mojada.

Todavía con las palabras resonando en mis oídos, otros brazos me fueron conduciendo al estrado y alguien, sin que me diera cuenta, me había puesto en la mano una botella de tequila. Miré la botella y miré a los alumnos, que empezaron a corear: shot, shot, shot, hasta que entendí que me estaban pidiendo que le diera un sorbo a la botella, un lingotazo, un shot . Luego miré al que me habían presentado como director del centro de educación, interrogándole con gestos si era procedente beber frente a los chicos, en un aula de escuela, a lo que me respondió: échele, muchacho, que estamos en México. Así que yo, obediente como soy, le di un buen trago al reposado y sentí que la cruda se desvanecía y daba paso a un nueva y bendita euforia.

Entonces me tocó hablar a mí: no recuerdo lo que dije de mis relatos, ni tampoco importa ahora, pero creo recordar que leí uno de ellos en voz alta y que luego los chicos me hicieron preguntas hasta que comencé a darme cuenta de algo: a veces, alguno de los alumnos miraban hacia un lado de la clase, a mi derecha, y sonreían tímidamente. No le di importancia al principio pero a medida que iba pasando el tiempo cada vez más alumnos se giraban y se reían (la sonrisa tímida había ido transformándose en una carcajada), así que no me quedó otra que girarme yo también y descubrir, cómo llamarlo, el esperpento, o la maravilla.

Al principio solo pude distinguir una masa indefinida y marrón, una protuberancia de la que salían unas piernas y unas manos con los pulgares levantados en señal de que todo iba bien. Un bulto ovoide sentada en una silla, ¿una croqueta?, pensé, pero luego vi que repartidas sobre la superficie marrón colgaban algunas tiras de color negro, como si fueran, no estaba seguro, ¿pelos? Entonces caí en la cuenta. Allí, a mi derecha, levantando los pulgares en mi dirección, había un chico disfrazado de testículo.

Un testículo como el de mi relato.

Yo me quedé en silencio durante no sé cuánto tiempo y luego la carcajada se hizo más sonora y ya después los alumnos se acercaron a mí para que les firmara libros y para que nos hiciéramos fotos. Uno de los alumnos me entregó un trofeo: una escultura de hierro fabricada por él mismo durante sus clases de metalurgia; había fundido piezas de un ordenador para representar la figura de un hombre sacando dinero de un cajero. Es uno de los únicos trofeos que sigo conservando en mi casa, a decir verdad. En algún momento, sin que me diera cuenta, el muchacho ovoide, el chico-testículo se acercó a mí y nos hicimos una foto juntos. Al preguntarle por el disfraz, me contó que lo habían hecho entre su madre y él, y yo me imaginé el momento en el que un chico le dice a su madre que le ayude a confeccionar un disfraz de testículo para la escuela.

«Desde que me rayó la luz de la razón», decía la propia Sor Juana Inés de los billetes, hablando de su inclinación a la escritura, y yo podría decir lo mismo. Pero a veces la luz mengua, o uno no sabe si lo que hace es relevante, y otras veces alguien (aunque sea disfrazado) viene a recordarte que no importa que sea relevante con tal de que signifique algo.

Le di un abrazo al testículo y él me pidió que le firmara el disfraz, y supe al instante que si mi escritura no servía para momentos como los que viví esa mañana de noviembre en Jalisco, entonces no servía para nada. Quiero dar las gracias a cada uno de los profesores y alumnos de la Escuela Politécnica de Guadalajara por ello.

¿PUEDE LEER EL SUBALTERNO? Notas

sobre Lectura fácil

Ahora iba, le responde la declarante, y le dice que la «lectura fácil» es una forma de escribir para las personas que tienen dificultades lectoras transitorias o permanentes, como los inmigrantes o la gente que ha tenido una escolarización deficiente o una incorporación tardía a la lectura, o como la gente que tiene trastornos del aprendizaje o diversidad funcional, o están seniles.

Dificultades lectoras es que sabes leer pero te cuesta mucho trabajo. Transitoria es que no es para toda la vida y permanente es que sí es para toda la vida. Inmigrante es alguien que viene de fuera.

Lectura fácil, Cristina Morales

Uno: artefactos

«Si quería que me la publicaran», dice Cristina Morales hablando de Lectura fácil en una conversación con Iván Repila, «pues tenía que ser legible». Esas palabras sugieren la existencia de otra novela, o mejor –porque (ataja la autora unos segundos después) «la novela es un producto burgués»–: otro libro, otro texto secreto (¿un fanzine?) que no nos es dado leer y cuya huella o cuyo miembro fantasma ha de estar, necesariamente, en el volumen de Anagrama.

Las novelas de Cristina Morales parecen seguir una función lineal cuyo eje horizontal es su fecha de publicación. La primera, Los combatientes, tiene mucho de artefacto (explosivo, digo) en la construcción minuciosa de un lenguaje que tardó, tras su publicación, en explotar, y que cuando lo hizo se llevó por delante a lectores, críticos, editores y al jurado que lo premió. Esa elaboración del texto como artefacto se atenúa en Malas palabras (reeditado como Últimas tardes con Teresa de Jesús), casi desaparece en Terroristas modernos y deja de existir –en principio– en Lectura fácil.

Digo en principio porque, si pensamos el campo español como un campo en el sentido literal (un campo, digamos, de amapolas), ese campo estaría poblado de animalillos que, en cuanto llega un nuevo visitante (un libro) se abalanzan sobre él para hacerle la pregunta crucial que lo anima y le da una posición en esa cadena trófica: «¿de qué tratas?». Si no responde se lo condena a una vida breve e invisible y antes o después su cadáver termina por ser pasto para las amapolas. Lectura fácil

parece haberse adaptado bien en el ecosistema, parece saber de qué trata e incluso ocupar una posición de dominio en la cadena trófica. Parece, en resumen, una novela española, incluso muy española. Al menos la novela visible, la legible, la que publicó Anagrama en 2018.

A mí la idea de un texto armado al milímetro para explotar en el momento idóneo, cuando todos los animalillos del campo estén arremolinados en torno a él, me seduce. Por eso hasta ahora mi novela favorita de las de Cristina Morales había sido Los combatientes. Lo cierto, sin embargo, es que afirmar que algo no es una bomba antes de que explote supone incurrir en una forma de soberbia.

La primera vez que leí Lectura fácil lo hice desde las coordenadas de lectura que venían con la novela, casi como un suplemento. Concretamente: como una novela no literaria (es decir, una novela que se limita a exponer una trama y unas propuestas políticas, por más interesantes que éstas resulten); como una novela temática; como una novela española; aceptando la identificación entre el personaje de Nati y la voz de la autora. Ella misma parecía dar en cada una de sus entrevistas las claves interpretativas del texto: la idea, simplificando, es que los cimientos del dispositivo al que llamamos discapacidad intelectual no responden a una evaluación dizque objetiva de la inteligencia por parte del sistema médico de producción de verdad sino que dicho dispositivo responde a la existencia de una serie de sujetos que se resisten en mayor o menor medida (en relación directa con su porcentaje de discapacidad) a ser normalizados. En otras palabras: «una persona con un alto grado de discapacidad» sería sinónimo de «una persona con una alta resistencia a la normalización». En sus entrevistas, charlas y presentaciones, Morales (y sus interlocutores) entablan diálogos en los que la dimensión política de la novela opaca a la literaria. Algunas de las cosas que dice, además –y algunos artículos que publicó en los meses que siguieron–suscitaron ciertas polémicas que redujeron, digamos, el libro a sus propias profundidades.

La segunda vez que leí el libro fue cuando, entre todo aquel fragor herraldiano, tuve el placer de presentar Lectura fácil en Granada. Preparé algunas preguntas en las que también caí en las profundidades de la novela (digo profundidades frente a superficie, que sería lo propiamente lingüístico, la tinta que corre y los sonidos con que la cantamos). Sólo en la última de mis preguntas –que fue la mejor porque fue la más tonta– emergí. Le pregunté a la autora si no le preocupaba que hacer que un personaje discapacitado hablara como un «catedrático de derecho constitucional» pudiera constituir también una modalidad de la lectura fácil.

En esos meses, cada cosa que Cristina Morales decía parecía estar medida; análogamente a lo que pasaba con su libro, sólo teníamos acceso a la dimensión legible de su discurso, que parecía dotar de profundidad a la novela (la visible, id est: Lectura fácil, Anagrama, 2018. Premio Herralde, Premio Nacional de Literatura).

La tercera vez que he leído el libro ha sido hace unos meses. He intentado atenerme a lo superficial y la superficie de

un libro es su portada. En el horizonte significante del campo literario español (donde el tema es un agujero negro), era una fatalidad que las palabras «Lectura fácil» convocaran una respuesta a esa pregunta que por estos pagos es casi una letanía: «¿de qué trata?». La lectura fácil como tema de Lectura fácil constituye, reconozcámoslo, una lectura bastante facilona del título de Lectura fácil

Dos: superficie

En «Examen de la obra de Herbert Quain», Borges señala un procedimiento propio del género policial: proponerle al lector una solución para distraerlo de la segunda solución, que es secreta. Pablo Martín Ruiz ha probado que el propio Borges utilizó el procedimiento en «Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto». De alguna manera, las claves que han asolado hasta ahora las posibilidades de legibilidad de Lectura fácil constituyen su primera solución, la visible. Basta con correr el tema del centro y poner en su lugar el procedimiento literario para encontrarle otro ángulo al título de la novela. Ya en Los combatientes, la clave de lectura –los discursos quinceemeros del relato en realidad son de Ramiro Ledesma, falangista, et. al.– llena de sentido lo que de otro modo queda como un juego de palabras: los combatientes, los que combaten o los que saltan a la comba, los que se gastan en no desplazarse, aquellos cuya única forma de combatir es el gesto repetido ad nauseam. En Lectura fácil, la operación es otra. Todos los capítulos de la novela de la vida de Àngels (la escribe en un grupo de whatsapp, supuestamente en lectura fácil) vienen encabezados por las siguientes palabras: «género: lectura fácil». Si le damos vuelta a la novela de dentro hacia fuera, podemos desplazar el título de su función convencional y entender que éste no es sino una indicación, casi una advertencia: eso que vamos a leer está escrito en lectura fácil. La ilustración de portada invita a esa confusión productiva: no son pocas las personas que, aun hoy, dicen haber leído una novela titulada Ni dios / ni marido / ni partido / ni de fútbol.

La conclusión es evidente: un libro titulado Lectura fácil necesariamente aborda el problema de la lectura y el problema de la dificultad, es decir: es un libro en el que se juega la natu-

raleza de lo literario. Basta con notar esto para darse cuenta de que el narrador no es fiable. Sin embargo, de la misma forma en que toda la discusión en torno al libro acabó por envolverlo en sus propias profundidades, la densidad documental de la novela divierte la atención a otra parte. En Lectura fácil hay actas de una asamblea libertaria, una novela escrita en whatsapp, actas judiciales, un fanzine elaborado por Nati… es una maraña textual difícil de destrabar en la que las partes narradas quedan como interludios rítmicos. En esas partes, Morales parecería responder a la famosa pregunta de Spivak (que el título de este análisis reformula) con un no rotundo. Nati puede hablar pero no es escuchada. Basta con regresar a cualquiera de sus pasajes para notar la dislocación entre lo que leemos y lo que oyen sus interlocutores. Por ejemplo, tras una larga y muy bien argumentada diatriba suya en torno a la posibilidad de ejecutar una «danza desintegrada», leemos:

Terminé de hablar y Lluís Cazorla esperó unos segundos a que surgiera alguna réplica. Solo entonces, y al no surgir ninguna, pidió que fuéramos recogiendo nuestras cosas porque ya nos habíamos pasado unos veinte minutos de la hora y otra gente iba a usar el espacio.

El ninguneo de Nati es sistemático a lo largo de las partes, digamos, narradas. En la novela visible, esto es una forma de reflejar la condescendencia y el paternalismo a los que se la somete. En cuanto a la invisible, Cristina Morales no miente: ha hecho legible ese urtext para poder publicarlo, y la novela se puede leer desde sus propias coordenadas interpretativas. A sus lectores –la palabra es crucial para este análisis– nos queda la tarea de preguntarnos si no habrá publicado también el otro texto, el ilegible, disfrazándolo de novela, de novela española, con un vestido de Anagrama. Regresemos a Nati. En los párrafos que siguen al de arriba, mantiene una conversación con la monitora de Ibrahim. Ese debate, que sí se podría entender como un diálogo entre iguales, está sin embargo jalonado de advertencias en las que Morales nos recuerda que las respuestas de la «moni-poli» de Ibrahim están predefinidas, que son una suerte de manual de debate del votante de las CUP (un argumentario), es decir: que lo que Nati dice entre respuesta y respuesta de la monitora es irrelevante, que podría balbucear algo incomprensible y la monitora le respondería lo mismo. Hay, entonces, palabra, pero no hay diálogo, que es una distinción fundamental en la definición que hace Spivak del sujeto subalterno.

Los únicos pasajes en los que se entabla un diálogo con Nati son los de las asambleas libertarias, que se nos entregan en forma de actas de las sesiones en las que se debaten los pormenores de la okupación de Marga. Sabemos que el narrador no fiable no puede intervenir en las palabras de Nati (porque las actas son una transcripción más o menos literal) y, además, las respuestas que le dan el resto de miembros de la asamblea son consistentes con lo que ella dice. En ese caso sí hay diálogo, por la naturaleza del espacio libertario y porque no hay narrador, no hay economía de la información. En las actas

judiciales que conducen a la esterilización forzosa de Marga –aunque también se trata de una transcripción realizada por un taquígrafo– no hay, sin embargo, diálogo. En las partes narradas, entonces, hay una mediación que distorsiona el discurso. La propia Àngels nos da la clave en su novela: «Las palabras de Nati no fueron exactamente esas / porque la discapacidad del síndrome de las Compuertas / no le deja hablar normal». En otra parte, escribe: «puede que se me hayan olvidado cosas / o que haya añadido cosas. / Eso se hace siempre en los libros / para que los lectores se enteren mejor». Cristina Morales nos somete a sus lectores, entonces, a una operación de lectura fácil que se juega en el filo de una duplicidad.

Tres: Lectura fácil + lectura fácil = Lectura fácil (Anagrama, 2018)

Cristina Morales ha señalado en varias ocasiones (también dentro del propio libro) que el fanzine central (Yo, también quiero ser un macho) es la clave interpretativa de la novela. Es –habría que agregar– la única parte que no está en lectura fácil, o que está en una modalidad truncada y paródica de la lectura fácil. En la conversación que he citado con Iván Repila, la autora cuenta cómo sintió que había «conseguido escribir lo ilegible» cuando una alumna de la Universidad de Sevilla le dijo que «no sabía leer» Yo, también quiero ser un macho.

Habría que matizar, sin embargo, que el fanzine es una de las claves interpretativas de Lectura fácil. La otra es la novela de Àngels, que funciona como una distorsión de las pautas de la lectura fácil, como la puesta en texto de un sujeto incapaz de someterse aun a pesar de su propia voluntad de sometimiento. Una forma de resumir esa tensión pasa por pensar en la poesía en un sentido muy amplio, como forma lingüística en perpetua ruptura, como una reducción del lenguaje a su propia superficie, una superficie en la que las ideas se asocian libre o arbitrariamente a través de dimensiones que no pertenecen al plano. De nuevo, nos vemos abocados a una doble lectura.

Por una parte, la lectura fácil aparece como un dispositivo de disciplinamiento. En un diálogo con Elvira Navarro, Morales da un ejemplo prístino: los creadores del sistema de lectura fácil se vanaglorian de que éste haya sido usado para asegurarse de que todos los presos entiendan el reglamento de una prisión.

Por otro lado, la novela de Àngels distorsiona el sistema de lectura fácil. Primero, se lo apropia mediante un procedimiento metaliterario, convirtiendo su propia novela en una suerte de manual truncado. Por ejemplo, leemos: «hay que utilizar un lenguaje coherente con la edad / y el nivel cultural del receptor. / Si son adultos, / el lenguaje debe ser adecuado y respetuoso / con esa edad. / Evitar el lenguaje infantilista». Acto seguido, aclara, siguiendo otra de las directrices de la lectura fácil: «coherente quiere decir acorde». «Acorde», sin embargo, no es una forma más sencilla de decir «coherente», más bien al contrario. En otro pasaje, escribe:

Que quede claro que no quiero hacer / publicidad de ninguna marca. / Solo las pongo para poner ejemplos. Marca tampoco significa / marca como muesca de la madera que haces con una navaja, / o como doblar la página de un libro / para saber dónde te has quedado, / o como marca de nacimiento. En este caso, lo que marca de marcador significa / es escribir una palabra que significa algo, / en este caso que significa cortesía. / Mucho cuidado con la palabra marca / porque es más polisemia todavía / que la palabra justificar. / Y cortesía significa buena educación.

Resulta imposible no acudir aquí al verbo que mejor describe lo que Àngels está haciendo con sus lectores: cachondearse. La disposición textual de la novela, sin embargo, es magistral: al considerar a Àngels una «retrasada mental», y al enfrentarnos al libro desde cierta posición intelectual (podemos remitirnos ahora al último elemento de la portada que nos quedó por señalar: el logotipo de Anagrama), las condiciones de lectura para la novela secreta no están dadas y aceptamos como lectura fácil lo que en realidad es una lectura imposible. Es un texto antiliterario por lo que tiene de antipoético. En un párrafo del mismo pasaje al que pertenecen los dos que encabezan este artículo, Àngels le dice a la jueza: «No se puede mezclar y decir “Yo como pan y vivo en Barcelona”, porque eso son dos mensajes muy distintos, porque el pan y Barcelona no tienen nada que ver». Es el reverso de la directriz básica de cualquier taller de poesía; lo de Àngels (que va politizándose como escritora y, cerca del final de la novela declara, no sin la ironía de quien quiere, precisamente, normalizarse, «soy una escritora rebelde») es una antipoética, un manual de antiescritura.

Cuatro: el lector desintegrado

La analogía es evidente: Àngels se cachondea de sus lectores y Cristina Morales se cachondea de nosotros. El fanzine, por ejemplo (la única parte de la novela que tiene existencia autónoma fuera de la misma; es decir, que se puede comprar aparte, que escapa, siquiera parcialmente, al dispositivo editorial), está escrito en una versión paródica y bastarda de la lectura fácil. Si Àngels se apropia del sistema mediante el malentendido (por ejemplo, interpreta que la directriz «no se puede […] justificar el texto» significa que debe escribir su novela en verso), Nati –como «autora» de Yo, también quiero ser un macho– ahonda en dicha apropiación y la politiza. Escribe «esta es, compañeras, la ideología del dominio. / Con decir ideología ya no hace falta decir del dominio, / por si queréis […] ahorraros dos palabras».

Lejos de quedarse en una operación de cachondeo, esta arquitectura del artefacto explosivo tiene otra capa que hace que Lectura fácil, siempre doble, siempre legible e ilegible al mismo tiempo, responda dos veces a la pregunta de Spivak. ¿Puede hablar el subalterno? «No», dice Lectura fácil, la de Anagrama; «sí», dice (más o menos, porque el asunto es más complejo) el texto ilegible que acompaña a la novela como un fantasma.

En la declaración que Àngels hace ante la jueza, como en la mayoría de conversaciones en las que Nati interviene, hay palabra pero no hay diálogo. Sin embargo, se da una inversión. Si el destinatario de la lectura fácil es aquel que el sistema considera un idiota (por más que esa designación se revista de eufemismos) y Àngels le habla a la jueza en lectura fácil (como se puede ver, por ejemplo, en la cita que abre este artículo), la conclusión es evidente: si no hay diálogo –en un sentido literal: Àngels termina por negarse a declarar porque la jueza no entiende su demanda de que su declaración se transcriba en lectura fácil– es porque la jueza es idiota. Y lo más importante: es idiota en tanto jueza, no porque así lo dicte un cuestionario que mida su coeficiente intelectual. Es incapaz de atender a las demandas de Àngels porque su posición en el campo del poder no la habilita para la escucha, en tanto el lugar que ocupa en la red de relaciones sistémicas está en un ángulo muerto al que no llega el habla de Àngels.

Una primera conclusión, casi trivial: Lectura fácil pone al lector en la posición del discapacitado. Nos entrega un discurso de una lógica incontestable –el de Nati (que sólo somos capaces de leer porque está en lectura fácil, ya que los demás personajes (menos Marga y los del ateneo libertario) no la pueden oír)– y hace ver cómo son nuestras elaboraciones las que, ante la imposibilidad de desactivarlo, lo desprecian desde el humor o la condescendencia. Pero la maniobra genial de Cristina Morales aún tiene otra dimensión. Al ponernos sin previo aviso en la posición del subalterno (en la que el diálogo es imposible, como corresponde al lugar del lector en el sistema literario), construye un régimen discursivo en el que el que antes era subalterno (y volverá a serlo en cuanto cerremos el libro) ahora puede hablar. Así, en esta novela doble, Morales le encuentra la vuelta al problema de la legibilidad. En otra entrevista, repite que Lectura fácil es la «adaptación de un texto» [el subrayado es mío] que «le gustaría que fuera más ilegible de lo que es». No es raro que esa postura tensionada produzca la mejor literatura; no aquella que ignora sus propias limitaciones (queriendo o sin querer) ni la que se regodea en ellas, sino la que las convierte en su condición de posibilidad, la que trata de responder a una pregunta que es, por principio, irresoluble. Cristina Morales tiene, entonces, razón: su novela es extremadamente legible (porque la ha escrito en lectura fácil) y al mismo tiempo ilegible (porque nuestra posición como lectores la hace ilegible).

«El arte», dice Morales en la conversación con Elvira Navarro a la que ya me he referido, «debería hacer que el receptor ponga en cuestión los cimientos de su vida». En el caso de Lectura fácil, una novela de una metaliterariedad abigarrada, se nos da también la solución secreta, quainiana. Está engarzada en la primera solución, según la que Nati propone, frente a la institución de la danza integrada, una danza desintegrada. Análogamente, Cristina Morales postula o fabrica a su propio lector y, en Lectura fácil, exige uno desintegrado, desanagramado, casi analfabeto, un no-lector que ponga en cuestión los cimientos de su vida, se reconozca en la posición del idiota –del subalterno– y, desde ahí, aprenda de nuevo a leer.

UN EXCESO INVERTIDO

La poesía aplicada consiste en no mirar con ojos llenos de vida estropeada. Francisco Javier Irazoki

La obra de Francisco Javier Irazoki prolonga, contra todo pronóstico, una vida excesiva. Reconozco que el adjetivo resulta engañoso, pues sus excesos traen consigo una semilla que contradice las adicciones tradicionales: sexo, drogas, rocanrol… a excepción de la comida. Cocina con la delicadeza artesanal de los buenos cocineros. Exige, casi ordena, que no dejes nada en el plato, pero es una orden inocua porque colma el deseo del anfitrión. Este lector siente lo mismo con su obra reunida por Hiperión y titulada Los descalzos. Poesía completa (1976-2023). Él nunca ordenará que lean su libro, donde pone punto final a su trayectoria poética; eso me toca a mí, aunque suene excesivo.

Hace años, Irazoki recordaba a aquellas matriarcas que cocinaban suculentos guisos telúricos: alubias rojas con tocino, migas de pastor, un cuenco de cuajada… Platos que poseían el preternatural don de resucitarte. La escritura de Irazoki posee el mismo poder transformador. Su «poesía en prosa», como él prefiere denominar a sus textos que prescinden de la versificación, se centran en tres títulos: Los hombres intermitentes, (1999-2003); Orquesta de desaparecidos (2007-2014) y El contador de gotas (2016-2019). Sin embargo, pueden hallarse textos de similares rasgos en sus cuatro libros de versos: Árgoma (1976-1980); Desiertos para Hades (1982-1988); La miniatura infinita (1989-1990) y Retrato de un hilo (1991-1998), así como en La nota rota (2007) y Ciento noventa espejos (2016). Aunque la poesía sea su plato principal, esta se expresa también en prosa, que condimenta y liga su cocina literaria.

Añoro su pollo al horno, acompañado de lechuga y cebolla recién arrancadas del huerto, pero desde que se fue a vivir a París su cocina ha alcanzado una perfección que aúna la modernidad con la sutileza zen. Nada que ver con Rabelais, nada que ver con La Grande Bouffe . Suele enviar fotografías que acompañan a sus recetas esotéricas. Albergo la convicción de que las escuelas de alta cocina de -

El poeta navaro Francisco Javier Irazoki. Fuente: Wikicommons

berían incluir en su programa de estudios la asignatura de Artes Amatorias. No se puede cocinar como él si no eres un buen amante… Cocinar no es el exceso más destacado de Irazoki. Como ya se ha dicho, es poeta y vive en París, lo cual si no es un exceso sí es una hipérbole.

Nació en 1954 en Lesaka, un pueblo fronterizo de la montaña navarra. Irazoki ha dejado escrito que la pobreza y el trabajo duro fueron parte de su paraíso de infancia. Hijo de campesinos, su madre no tuvo zapatos hasta los veinte años. Su hermana le enseñó el español para facilitar su ingreso en la escuela, pues su lengua materna fue el vascuence, aunque haría del castellano su lengua literaria. En el seminario, un grave accidente deportivo le quebró la espalda y le impidió alcanzar la estatura del hombretón que, presumo, sus genes le tenían programada. Su hermana Nica lo introdujo en la literatura con tres autores que exigían un lector avezado: La realidad y el deseo, de Luis Cernuda; Ulises, de James Joyce; y el conjunto de ensayos de Octavio Paz, Los signos en rotación. En tanto, afilaba su oído escuchando música de las bandas de la época, cuyas formaciones memorizaba con precisión enciclopédica. Era feliz. Pero la sombra del daño se cernía. Su padre, figura clave en la formación moral de Irazoki, murió. Al tiempo, su madre enfermó, quedando al cuidado de Nica. Su escritura precisa y los amplios conocimientos musicales le permitieron colaborar en Disco Expres, semanario de difusión nacional editado en Pamplona, lo que le permitió trasladarse a Madrid como crítico musical en la prestigiosa revista El musiquero . No consigo imaginarlo: un joven delicado, culto, con el oído de un búho boreal, caminando por las calles de Lavapiés. Seguía escribiendo entre el descubrimiento de grupos como Burning o los arpegios de un nuevo guitarrista flamenco. El destino, más retorcido que su maltrecha espalda, le tenía preparado otro camino. Nica cae enferma e Irazoki regresa a Lesaka. Tras el fallecimiento de su hermana, pasa siete años de reclusión al cuidado de su madre. Dos mil quinientos días con sus noches. Con la muerte de la madre, se abre una cesura. Podríamos pensar que de una experiencia así sólo puede salir un hombre herido por la amargura; un adicto al silencio triste en el mejor de los casos. Pero de aquella casa salió un hombre que había decidido abrazar la bondad como guía vital. El joven que había entrado en el caserío no era el mismo que cerró la puerta tras él y lo abandonó. Uso el verbo abandonar porque no es una exageración. Lo regaló al que había sido novio de Nica, que entonces formaba una familia y no disponía de vivienda. Al lote añadiremos otra casa, once terrenos, cada uno del tamaño de un campo de fútbol, y trescientas mil pesetas. Repartió entre los amigos su biblioteca personal. Este gesto de renuncia nos da una pista sobre la clase de excesos que le caracterizarían el resto de su vida. Durante un tiempo, trabajó como archivero del ayuntamiento y secretario

«No consigo imaginarlo: un joven delicado, culto, con el oído de un búho boreal, caminando por las calles de Lavapiés.
Seguía escribiendo entre el descubrimiento de grupos como Burning o los arpegios de un nuevo guitarrista flamenco»

del juzgado de Lesaka. Los legajos y sumarios del archivo podían competir en orden y pulcritud con los del Pentágono. Su mansa rebeldía se unió al grupo CLOC de Arte y Desarte, formado en San Sebastián por Fernando Aramburu, Álvaro Bermejo, José Félix del Hoyo, Juan Martínez de las Rivas o Miguel Ángel Antón, entre otros miembros. El plan, durante los años convulsos de la Transición, era abrir un hueco para que entrara el aire de la provocación y el humor surrealistas. Una de las acciones que idearon sin posibilidades de éxito fue disfrazar al Cristo que corona el monte Urgull de casero o de guardia civil. En los días de la consulta para refrendar la Constitución, la opción de CLOC fue Nietzsche bai, consigna que decoró algunas paredes de la ciudad. La tomaron con la escultura del Peine del Viento , de Chillida; vendían a periodistas culturales el supuesto descubrimiento de un poeta de la Generación del 27 o presentaban poemas de Neruda a concursos en los que el poeta chileno nunca ganaba…

Cuando lo conocí vestía un jersey de lana de color naranja, pantalones azules de faena y sandalias. Añadamos al atuendo melena y barba rubias, piel de recién nacido, ojos azules. De tan limpia, no era fácil mantenerle la mirada. Me intimidaba un poco sin él pretenderlo. No bebía, no fumaba, no se le conocían novias o amantes. «Tengo manos de pianista virgen», decía. Nos veíamos en un bar que la clientela evitaba porque el dueño tenía el carácter de un demonio de Tasmania. Éramos los únicos clientes, así que en aquel local se podía conversar sin alzar la voz. Solía traer bajo el brazo un libro de poemas recién comprado para mí. Tras ahorrar peseta a peseta se fue a la India. De regreso, nos contó que un día, cansado de callejear por Benarés, se sentó en una esquina. Al poco rato, las rupias tintineaban

«Tras ahorrar peseta a peseta se fue a la India. De regreso, nos contó que un día, cansado de callejear por Benarés, se sentó en una esquina. Al poco rato, las rupias tintineaban a su alrededor arrojadas por los turistas, en la creencia de que era un mendigo.

Su delicadeza es un exceso invertido contra el que no hay armaduras. No es creyente, pero un día, sentados en un banco, me dijo:

“Hay que obrar bien, aunque sea por estética”»

a su alrededor arrojadas por los turistas, en la creencia de que era un mendigo. Su delicadeza es un exceso invertido contra el que no hay armaduras. No es creyente, pero un día, sentados en un banco, me dijo: «Hay que obrar bien, aunque sea por estética». Cuando halaga sin límites a alguien, el escritor Roberto Herrero tiene una regla que yo hice mía: de entrada, le descuento cincuenta puntos y luego ya veremos si la renta del desconocido aumenta o disminuye.

A principios de los años noventa, Barbara Loyer, catedrática de Geopolítica de la Universidad París 8, acudió a su casa para entrevistarlo. Se enamoraron e Irazoki la siguió, «sin saber si viviría bajo un puente roto». Una hermosa casa en el barrio de Bastille lo esperaba. A los pocos años era padre de Adriel e Ilka. Por esa casa han pasado artistas, escritores, filósofos… Y siguió escribiendo. A veces, la vida olvida la maldad o regresa con ella. Cuando el daño acecha, trabaja. En Ciento noventa espejos da cuenta de ello: «He pasado muchas horas de aprendizaje en centros a los que nadie desea ir. Los pasillos y salas de hospitales son libros que me instruyen. (…) Salgo dispuesto a retener lo aprendido. En las proximidades de los hospitales circulan las ambulancias de la filosofía».

Como ya se habrá sospechado, Irazoki no es un poeta maldito, aunque viva muy cerca del café donde Verlaine se sentaba a beber absenta. La placa exterior que indica el lugar la colocó el Ayuntamiento de París por su empeño. Hasta entonces, los funcionarios municipales parisinos desconocían el verdadero significado de la palabra terquedad. En Café con grito, que pertenece a El contador de gotas, escribe: «Paul Verlaine existe todavía. Nos cuesta identificarlo porque está dividido en sus herederos de la calle Saint Sabin. Sus fragmentos son un círculo de jóvenes acurrucados en los soportales, una muchacha que pinta precipicios, un borracho violento que tiene una

barra metálica en la voz. Otras fracciones del escritor se desplazan en el cuerpo de una guitarra y duermen en el mercado. Hemos visto las astillas de Verlaine en el carro de la compra que empuja un vagabundo».

Rimbaud, Lautréamont o Baudelaire se adentraron en la isla de los excesos; otros avistaron las nieblas de la locura. A Lautréamont, Irazoki le debe un doble asombro, él que los colecciona; la belleza de sus versos y una lección de vida: hacer exactamente lo contrario de lo que proclama el poeta nacido en Montevideo. En Enemigo admirado , perteneciente al libro citado, leemos: «Mi juventud pasó muchas horas rebatiendo la crueldad bella de los seis cantos del libro de Lautréamont. Las frases doloridas del poeta me exigían elegir con cuidado los argumentos de mi repulsa. Demolí para construirme. (…) Abro mi ejemplar de Los cantos de Maldoror y mastico una pequeña bola de luz: pan, caracoles, patatas que encierran los alaridos subterráneos de un poeta que, al acogerme en la oscuridad de sus habitaciones, me guio por un camino opuesto». Aunque comparte año de nacimiento con el baterista de AC/DC, Phil Rudd, y su generación se crio entre los aullidos de Janis Joplin y los riffs flamígeros de la guitarra de Jimi Hendrix, la única droga que ha probado fue el tabaco de efectos lisérgicos que un tío emigrante en Estados Unidos llevó al huerto familiar. Irazoki lo cuenta en Humo paralelo , prosa que incluye en El contador de gotas. Años después de la experiencia, su hermana Nico le diría: «Gracias a aquel tabaco, seremos borrachos sobrios » .

Frecuentó al epítome del malditismo español. Visitaba a Leopoldo María Panero en el manicomio de Mondragón y lo llevaba a pasear por San Sebastián. Panero hacía chistes o escupía relámpagos de ingenio. Las risas y el disimulo bajaban el telón cuando llegaba la hora de volver al manicomio. En el taxi de regreso, Irazoki veía caer la máscara. Lo miraba un hombre roto por la enfermedad.

Dudo que la cita a AC/DC sea de su agrado, aunque la música sea una de sus artes más queridas, (casi) a la altura de la comida. En París cursó estudios de musicales de Armonía y Composición, Historia de la Música… Se ha destacado la eufonía como una de las características de su escritura, y si bien es cierto que posee un oído admirable, la música es uno de los temas recurrentes de su obra, en la que se pueden encontrar citados a los bluesmen más conspicuos, anónimos guitarristas callejeros, grandes compositores clásicos y modernos, músicos de jazz… Junto a la música se hallarán los marginados: inmigrantes, vagabundos, dementes del barrio, alcohólicos que se beben a morro el desierto… La poética de Irazoki transmuta el dolor ajeno en visiones que quedan fijadas en la memoria visual del lector. En Paisaje visto desde el saxo de John Coltrane, incluido en su libro Los hombres intermitentes, escribe: «Los monjes del alcohol pasan el día en las calles y al anochecer regresan a sus monasterios de cartones rasgados. Ya no buscan el retiro para ser anacoretas; toda la urbe es lugar solitario, porque los paseantes y conductores de automóviles circulan a una velocidad de viento repentino. Los monjes les saludan levantando su muerte embotellada».

Otro ejemplo, tomado de Orquesta de desaparecidos: «(…) El ave llamada Charlie Parker voló desde el gueto pobre hasta la burla de unos aplausos. Ahora prende fuego a la habitación del cuarto piso y ve arder su juventud (…)».

La poesía en prosa de Irazoki es fruto de una mirada muy alejada de lo pintoresco. La suya es una mirada compasiva que entre restos del banquete social encuentra poesía postrada. En El perro del ventrílocuo, texto perteneciente a Los hombres intermitentes, un excremento de perro se convierte en el símbolo escatológico del hombre ensimismado: «(…) Bastantes personas llevan en la mano un perrito del tamaño de una tarjeta de crédito, un animalito cuyas claves secretas pulsan para recibir lametones o travesuras que a ellas les permite el bálsamo de regañar o desahogarse. (…) El excremento de perro sobre la acera es el guarismo de la soledad en París; un signo que expresa la cantidad de hombres que imitan voces. Veo un río de seres que, sin otra compañía que la de los animales, hablan solos».

Así como los marginados forman un orfeón de disonancias poéticas, tampoco la obra de Irazoki ha sido ajena a la violencia terrorista. En su libro Los hombres intermitentes, los textos Muerte roñosa y Definición de la patria son muy elocuentes al respecto. La libertad personal y el respeto al otro son límites morales; también la rebeldía individual. Dos referencias muy queridas por Irazoki: El hombre rebelde, de Albert Camus, y el pensamiento de Hanna Arendt. La libertad individual es ensalzada en La miniatura infinita: «El paraíso sería insoportable / si no pudiéramos huir de él».

La poesía de Irazoki es una destilación natural de su forma de estar en el mundo. Entiende por poesía un acto de bondad, belleza e inteligencia.

Hace unas semanas presentó su poesía completa, acompañado por su mujer, Barbara Loyer. Fue un acto de amor, aunque la palabra genere inquietud entre los mercachifles de la posverdad. En Barbara (1), incluido en Música incinerada, Irazoki escribe: «(…) Meses después del primer saludo, nos refugiamos en una vivienda de maderas crujientes. Nos oponíamos a las tristezas exteriores uniendo la literatura, el entendimiento y los entusiasmos físicos. (…) Tres décadas y dos hijos más tarde, repaso su sabiduría callada y su equilibrio paciente. Afila la palabra justicia. Todos los días contemplo a un ser ante el que la enfermedad debería avergonzarse».

Aunque con Los descalzos pone punto final a su poesía en verso, la encontrará en otros cauces creativos. La bondad y la belleza nunca son suficientes. Las necesitamos más allá de todo exceso.

SALARRUÉ, LAS MANOS DEL ALFARERO

El salvadoreño Salvador Salazar Arrué (18991975), más conocido como Salarrué, representa, por una parte, la culminación de la corriente vernácula que se define luego en regionalismo; y por otra, la pretensión de acceder hacia una literatura cosmopolita a través del esoterismo.

Su narrativa repite permanentemente estas dos instancias, alternándolas a lo largo de su escritura, lo vernáculo y lo cosmopolita; la que se enraíza a partir de Cuentos de barro (1934) y que pueblan los indios de Izalco, arquetipos del mundo campesino; y una cosmópolis teosófica que tiene por escenarios remotas regiones atlántidas, a partir de O’Yarkandal (1929).

Salarrué publica sus dos primeras obras en el año de 1927: El Cristo negro, un relato lineal, y El señor de la burbuja, un intento de novela, al cabo malogrado.

En ambos campea ya lo que llegaría a ser una de sus preocupaciones definitivas: el verdadero carácter del bien y del mal, concebidos como fuerzas antagónicas de un debate moral en el que el mal debe desempeñar un papel redentor; esta proposición que es el tema central de El Cristo negro se repite más tarde en muchos de sus escritos: «La santidad positiva consiste en dar la cara al mal y no al bien. Cuando se ha comprendido el propósito de la vida se llega a estar en condiciones de dar la cara a Satán, porque quien sabe, quien tiene certidumbre de que Dios guarda sus espaldas, no flaquea» dirá en 1934 en un ensayo sobre «Los santos y los justos». La concupiscencia, el robo, el crimen, el sacrilegio no son más que formas de santidad, actos ejecutados para evitar que el prójimo peque por sí mismo, una apropiación beatífica del infierno para evitar que los otros caigan en el infierno.

Para el tiempo en que aparece publicado O’Yarkandal en el año de 1929, Salarrué ha comenzado a definir su universo esotérico. O`Yarkandal trae un mapa del imperio Dahdálico, con sus mares de Edimapura, Xibalbay y Dundala, sus islas y continentes de nombres que evocan extraños parajes orientales, pero también toponimias aborígenes.

A través de las sucesivas reencarnaciones, el autor no es más que un sobreviviente del imperio sepultado de la Atlántida, y sus creencias, al tocarse con la más absoluta de las Salarrue en una imagen de joven. Fuente: Wikicommons

fantasías, le llevan a inventar, o recordar, hasta el último recodo de la Dahdalía. Paraísos encantados, ciudades de hombres alados, islas a la deriva que cruzan por mares ignorados.

El lenguaje y la invención de O’Yarkandal penetran dentro de la tradición de los libros sagrados, y de las literaturas orientales, siguiendo incluso una estructura como el de los cuatro vedas: Amur, Ur, Surgabar, Tatulav, Angara, Siaphata... «Las fuentes que surten mi lengua y alimentan mi espíritu proceden, no de una fantasía vacua y desbordante, sino de una tradición verbal y suntuosamente humana», dice al abrir sus historias.

Remontando el Uluán (1932), concebida dentro de la misma intimidad fantasiosa del lenguaje poético de todos los relatos de O`Yarkandal, penetra ya más profundamente dentro del credo teosófico del joven Salarrué, y la narración del misterioso viaje a lo largo del río Uluán, también una radical invención, se convierte en una experiencia astral.

Y los desplazamientos a grandes velocidades semejantes al vuelo, la refundición de los sentidos en uno solo, formando un cuerpo único de sensaciones; la existencia de un cuerpo mental, o cuerpo búhdico, hasta llegar a la plenitud de la verdad, en que ya el hombre no está sujeto a las pasiones o deseos, fundiéndose con la unidad divina.

La filosofía esotérica llegaba entonces a Centroamérica con distintos ecos no sólo a los escritores, sino también a los educadores y políticos de la época, desde la ya añeja francmasonería que había coloreado las conspiraciones liberales y las guerras morazánicas del siglo anterior, al credo rosacruz y a una teosofía militante que ya en El Salvador tenía a su más prestigiado propagandista al filósofo don Alberto Masferrer, a quien Salarrué pidió escribir unas líneas de introducción para presentar O`Yarkandal.

Examinada la obra narrativa de Salarrué desde la consecuencia última de toda creación, que es su permanencia, no hay duda que la corriente que se impone representa Cuentos de barro, libro publicado en 1933, y a la que se suman principalmente Trasmallo (1954) y Cuentos de cipotes (1945/1961).

Salarrué nació en Sonsonate, cabecera del departamento del mismo nombre en el occidente de El Salvador, tierra de los izalcos, descendientes de tribus aztecas emigradas desde México. Son los personajes de Cuentos de barro, y es la tierra de su infancia.

Con Cuentos de barro logra no sólo la mejor de las realizaciones artísticas que el relato vernáculo pudo alcanzar en Centroamérica, sino que en muchos sentidos prepara también su agotamiento, pues a partir de entonces, pese a la nutrida cauda de seguidores que el género gana dentro del estilo literario propio de Salarrué, breve y metafórico, ya nunca más vuelve a alcanzar aquella excelencia.

Raptos y venganzas de amor, velorios y duelos a machete, aguardiente clandestino y embrujos, procesiones de rogativa para la lluvia, pasan a totalizar el mundo narrativo, y es

«La filosofía esotérica llegaba entonces a Centroamérica con distintos ecos no sólo a los escritores, sino también a los educadores y políticos de la época, desde la ya añeja francmasonería

que

había

coloreado las conspiraciones liberales y las guerras morazánicas del siglo anterior, al credo rosacruz

y a una teosofía militante que ya en El Salvador tenía a su más prestigiado propagandista al filósofo don Alberto Masferrer, a quien Salarrué pidió escribir unas líneas de introducción para presentar O`Yarkandal »

la comarca poblana, el caserío, la finca, la expresión de ese mundo, que hunde sus raíces en el subsuelo de la tradición indígena.

Salarrué concibe sus cuentos como Huidobro la poesía, que debe gustar por su unidad y por la fuerza de sus imágenes inéditas, propiedades que se encuentran condensadas en el hai-kai japonés, que trae a América José Juan Tablada, y que para la época en que se escriben los Cuentos de barro,

«Salarrué concibe sus cuentos como Huidobro la poesía, que debe gustar por su unidad y por la fuerza de sus imágenes inéditas, propiedades que se encuentran condensadas en el hai-kai japonés, que trae a América

José Juan Tablada, y que para la época en que se escriben los Cuentos de barro , está en su apogeo, brevedad del trazo poético y cierta sensorialidad oriental heredada del modernismo»

está en su apogeo, brevedad del trazo poético y cierta sensorialidad oriental heredada del modernismo.

El tono nostálgico del haikai, la permanente alusión al paisaje, la sugestión por medio de la brevedad y el lirismo, la captación fugaz de situaciones y coloraciones del medio, la imagen exabrupta y la plasmación esquemática de paisaje, y en fin, esa ebullición del tumulto de metáforas que son características del haikai, integran línea a línea la concepción artística de Cuentos de barro.

Pero los cuentos buscan en un siguiente plano una identificación con el lenguaje popular, el habla campesina matizada de valores arcaicos, voces indígenas. Una apropiación desde dentro de los personajes, como si la única manera de interpretar el mundo en palabras, para un campesino, fuera desde una textura lírica.

Para toda una época de la literatura vernácula centroamericana, el indio, el campesino, y su paisaje, no fueron más que una invención, una realidad tan gaseosa como la de los

planes astrales: por mucho tiempo, el escritor académico no hizo más que tender sus redes en el vacío para hacer su pesca milagrosa, provocando una falsificación sin límites de situaciones y personajes, como si el mundo rural colocado debajo de sus pies fuera el más lejano y extraño de los universos románticos, falsificaciones que alcanzaron, antes que nada, al lenguaje.

Pero los cuentos vernáculos de Salarrué no sólo penetran un plano real y concreto por debajo de la superficie metafórica de su construcción, sino que logran deslindar y reproducir verdaderas relaciones sociales, conflictos de dominio; el personaje de Cuentos de barro es el indio de Izalco, dueño de un habla vernácula que Salarrué tamiza a través de un filtro poético, de unas costumbres y unas creencias que afloran en los relatos; y es también el siervo de la tierra, el colono desposeído que recibe un pequeño jornal a cambio de una oferta abierta de su fuerza de trabajo.

En este plano, no son personajes pintorescos arrancados a lo que más tarde serían las estampas litográficas de los calendarios de turismo, sino aparceros, campesinos sin tierra, trabajadores estacionarios, pescadores sin fortuna, contrabandistas, peones, familias desarraigadas que emigran hacia Honduras con un fonógrafo a cuestas, atraídos por la fiebre del banano, o hacia las ciudades cabeceras de provincia, y hacia la capital.

Los relatos vernáculos de Salarrué eliminan de su contexto la visión arcádica que la literatura costumbrista había impuesto al mismo mundo rural que él describe, pues las relaciones inocentes y felices que se daban en esta literatura estaban lejos de informar el proceso histórico salvadoreño del primer cuarto de siglo, donde la tónica de las sucesivas dictaduras militares impuestas por los terratenientes había sido la expropiación masiva de tierras a los indígenas, sobre todo en las fértiles regiones del occidente del país, creándose así un estado de servidumbre agraria.

Y la aparición de Cuentos de barro en 1933 responde a una coyuntura cultural que no puede pasar desapercibida. Al advenir la crisis económica mundial de 1929, comienza a desatarse una feroz represión popular en El Salvador; impera lo que en la historia del país se conoce como «el terror blanco», la policía ametralla manifestaciones de mujeres, se asesina a los campesinos, son quemados sus cultivos.

En diciembre de 1931 llega al poder a través de un golpe de estado el general Maximiliano Hernández Martínez, y en enero del siguiente año, se levanta una de las más formidables insurrecciones campesinas que registra la historia de América Latina.

El ejército desata una represión que deja cerca de treinta mil muertos; Izalco, Nahuizalco, Salcoatitán, Sonzacate, que son aldeas de los izalcos, poblados de los campesinos de Cuentos de barro, son barridas por el fuego de la metralla; los indios izalcos asesinados son los indios de Cuentos de barro; y hay un Feliciano Ama, cacique de Izalco, caudillo de su pueblo, jefe de la cofradía del Espíritu Santo, que muere

ahorcado en una plaza pública como cabecilla de la rebelión, que parece salido de las páginas de Cuentos de barro.

Aunque más tarde en Trasmallo, la colección de cuentos publicada en 1953, Salarrué dejaría testimonio de esta represión en el cuento El espantajo, la publicación de Cuentos de barro en el año de 1933 tiene una verdadera significación política, porque en periódicos, en emisiones radiales, en folletos, en libros, se pide nada menos que la erradicación total de los indios.

El ciclo vernáculo de Salarrué habría de cerrarse con La espada y otras narraciones, publicado en 1960, y que en verdad contiene tres libros diferentes: La espada, Breves relatos y Nébula nova. La última de las tres colecciones se aparta totalmente del tema regional y entra en los territorios cosmopolitas de Salarrué.

Para el tiempo de la publicación de sus primeros relatos regionales en los periódicos salvadoreños, Salarrué comenzó a publicar sus «Noticias para niños» a manera de rellenos en las páginas del diario Patria que dirigía don Alberto Masferrer, y a cuya planta de redacción pertenecía.

De las «Noticias para niños», surgieron los Cuentos de cipotes que también comenzaron a publicarse en Patria alrededor de 1928, y que se recogieron en libro por primera vez en 1945, para lograr su edición definitiva, con la incorporación de todos los textos, en 1961.

El encanto de los Cuentos de cipotes reside esencialmente en su pretensión de reproducir el lenguaje coloquial de los niños salvadoreños, un lenguaje que ya es urbano y callejero; utilizando siempre la metáfora, sólo que deformada en distintos juegos sintácticos, este lenguaje se alimenta de retahílas, refranes, deformaciones, contracciones, neologismos. Son relatos verbales que en su incontenible fluir arrastran la anécdota, que es a veces tan inocente como intrascendente, pero por la misma apropiación del juego sinfín de palabras, no menos graciosa.

«Son los cuentos que nuestro niño nos está contando, a su manera -dice Salarrué en “¿Qué hay en los cuentos de cipotes?”, que sirve de introducción al libro-, no a mi manera sino a su manera... se cuentan en todas partes pero el adulto no está escuchando por una sencilla razón: porque no cree al niño capaz de contar un cuento que pueda oír un mayor... él no quiere descender hasta ese plano mínimo de la atención y el propósito del niño falla; quizá nace fallido porque sabe de antemano que el adulto no lo entiende; pero sabe además que el niño compañero lo atenderá menos, y no teniendo el Cuento de cipotes la atención concentrada del adulto se rducirá el cuento a mera chacota, divierta, motivo de risa crónica...».

Son, pues, relatos contados en soledad por el niño, que se sabe sin auditorio posible: «El cuento de cipotes es la magia que provoca al adulto que hay en el fondo del niño para consolar al niño que hay en el fondo del adulto».

De su juventud en que conoció bastante de esa bohemia centroamericana, alegre y dispendiosa, que congrega a los

amigos para curarlos de las frustraciones culturales; de sus días en el galpón de la Cruz Roja Salvadoreña; de sus estudios de pintura en Estados Unidos, inscrito en Washington en la academia de un ruso gracias a la exigua beca que le otorgara el gobierno de los hermanos Meléndez, una de las escasas gracias de aquella dictadura; de sus estancias en Nueva York; de su retraimiento y de sus rechazos, pues renunció a los pocos meses al único cargo burocrático que tuvo, fuera de sus servicios diplomáticos, como director de Bellas Artes de El Salvador; de todo eso, en fin, obtuvo esa firmeza moral desde la cual referirse en dos instancias diferentes a sus dos mundos, para él reales y concretos, sólo que ubicados en distintos planos astrales: el de Cuentos de barro y Cuentos de cipotes; y el de sus atlántidas sumidas bajo un mar ignoto, desde la cual llegaba a su propia época, como último sobreviviente, al que pone pie en O’ Yarkandal

Contar fue desde siempre su modo de resistir en el mundo. Y desde esa resistencia solitaria, su obra narrativa vindica el oficio de escritor en Centroamérica.

BI BLIO TECA

La vida insiste

Magalí Etcherbarne

La vida por delante

Páginas de Espuma 120 páginas

Parecen unánimes las alabanzas para el trabajo de la argentina Magalí Etchebarne (1983), autora de un libro de relatos que tuvo excelente acogida en Argentina y España, Los mejores días (2017), con varias reediciones. Destacan que le ponga «el cuerpo al nuevo cuento argentino» (Gabriela Cabezón Cámara), también los despliegues de sutileza (Leila Guerriero), poder de síntesis, gracia y ritmo (Hebe Uhart), sabiduría y compasión (Margarita García Robayo) de su escritura, capaz incluso de «reinventar el lenguaje de la poesía», como sugiere Lucía Caleta a propósito de Cómo cocinar un lobo (2023), un volumen de poemas en que dolor y duelo conectan con los cuentos galardonados por el Premio Ribera del Duero 2024, La vida por delante. El título de este último libro resulta, pues, irónico: lejos de presentarnos historias de juventud, retrata la vida como un baile a punto de precipitarse en la catástrofe de sus últimos, acelerados pasos: el envejecimiento propio o de los padres, la enfermedad, la muerte de las personas amadas, el deterioro de las relaciones de pareja. Sin embargo, en la reflexión de dos hermanas que van a

arrojar las cenizas de su madre a la playa, emerge una esperanza: «Una madre vieja es un hijo a contramano —me dijo Nadia—, una inmersión que solo involuciona. Ya va a volver la vida. La vida insiste» («Temporada de cenizas»).

La ironía del título del libro se transforma, de este modo, en algo más: sí, es posible que tengamos algo más por delante que el sufrimiento y la extinción, y son los intersticios por donde se cuela ese mensaje los que Etchebarne explora con lupa en los cuatro relatos que conforman el conjunto. ¿No son muy pocos? Inevitablemente, es lo primero que salta a la vista. En su famoso y controversial libro Despidan a esos desgraciados, Jack Green se refería al cliché de la extensión como algo totalmente irracional por parte de los críticos: «tienden al conformismo: rechazan lo demasiado extenso y lo breve en extremo, pero nunca atacarán un libro de una longitud dentro de la media», escribe con justa razón. Aun así, cuando hay un premio de por medio, específicamente al género del cuento, es comprensible que nos quedemos con ganas de más, entre otras razones, porque se percibe cierto desbalance.

El primer y el tercer relato, «Piedras que usan las mujeres» y «Temporada de cenizas» están en absoluta continuidad, con aparentemente la misma protagonista/narradora, una hija que observa el deterioro de su madre, Beatriz, desde que el padre decide irse con Luisa, una mujer más joven. Tanto el tono de la narración como la atmósfera y el modo de presentar las imágenes —bellísimas, contundentes, precisas— revelan esta sintonía entre dos historias que pudieron formar parte de un conjunto en sí mismo, quizás de una novela. Un misterioso huevo de obsidiana es el objeto mágico que transita de un cuento a otro, para revelar, más allá del sufrimiento de las mujeres, su posibilidad de resistir a ella.

Ya se ha dicho de la escritura de Etchebarne sobre su prodigiosa capacidad de aunar tragedia y comedia contemporáneas; es lo que permite dar vida a los personajes de «Piedras que usan las mujeres», que comienza con una catástrofe familiar y social: los maridos de un grupo de amigas deciden dejar a sus esposas por mujeres más jóvenes: «Ellos jugaban al póker o al truco, y mamá y las otras

esposas que quedaban se agruparon en una esquina como excombatientes: la tía Nely, Bochi, Gaby y mamá». Genial es la escena en que hacen cantar a una de las odiadas novias nuevas en una reunión social: «encima de linda, con talento y trágica». Las tensiones entre los personajes tienen resonancias bélicas, pero la mayor batalla es la que se libra contra la muerte, encarnada en la cotidianidad de enfermedades como el Alzheimer, la demencia, el cáncer, la depresión, las debacles nerviosas: «Agus la lleva del brazo y yo camino atrás, con su almohadón para la espalda. Esther ya está en el patio acomodando la silla en la que la vamos a sentar. La vejez es una guerra y por eso su ejército».

Como ya lo anticipé, «Temporada de cenizas» retoma a algunos personajes del primer cuento y los desarrolla. Es así como la madre —a quien ya vimos en su vejez, sufriendo de demencia senil o Alzheimer—, aquí muere. Su hija, acompañada de una hermanastra, Nadia, van a lanzar las cenizas al mar. Nos enteramos de que ellas y sus madres hicieron una amorosa alianza frente al padre, que también abandonó a su segunda familia. En la playa conocen a dos lugareños, pero la narradora ya no vive muchos entusiasmos: «Siento un tirón en la cintura, un dolor metálico y blando que arrastro desde hace un año y me quedó de levantar a mi mamá en brazos». De algún modo, sigue anclada al cuidado de su madre. «Básicamente no hay que pensar en nada que a una la aleje del presente —me dijo Nadia una vez—, como los astronautas, siempre atados a lo que te pueda devolver a la gravedad de tu tiempo». Como la hermana, la madre también parece estar preñada de consejos y de imágenes: «La ternura es cara, pero es lo único que puede salvarte; no es el amor. El amor sin ternura te deja sola, es un presente que alguien te envía a la distancia (…). Durante mucho tiempo me sentí uno de esos chanchos oliendo en la tierra, buscaba que fueran suaves, que me vieran por dentro, buscaba la emoción. Buscaba la ternura como una posesa».

El hallazgo de buenas imágenes está por todo el libro, incluso en las narraciones menos potentes del libro. En «Un amor como el nuestro» la protagonista, Julia Gigotti, es una correctora de textos en una editorial, muy disociada de su cuerpo. De joven sufrió un accidente que dañó sobre todo una pierna: «Una vez corrigió un libro sobre un astronauta que había vivido un año entero en el espacio. Lo primero que pudo decir cuando pisó la tierra de nuevo fue que el dolor de piernas era insoportable. La sangre le pesaba una bestialidad, su cuerpo es un edificio. Julia se siente así, aunque apenas se aleje de su casa». Lo inesperado hace su ingreso con Leslie Tecsi, una escritora norteamericana de padre mexicano, famosa por sus bestsellers eróticos. Julia debe adaptar sus libros, traducidos en España, a los lectores argentinos. El humor es clave en el encuentro de estas dos mujeres, sobre todo en lo que toca a la autora famosa: «En una entrevista, dijo que no podría definir sus influencias, que todo está en su cabeza, los personajes le piden acción y ella solo cumple órdenes. Y que jamás podría leer una novela escrita en primera persona». La astucia narrativa de Etchebarne consiste en poner a la dramática Julia y a Leslie —con su imaginería de látigos en mix con la novela rosa— en un hotel de las cataratas de Iguazú, y hacerlas atravesar una ola de suicidios.

Cierra el volumen el cuento «Casi siempre desesperados», en que Ana y Ramiro son una pareja que, como ya nos anticipa el título, se destroza minuciosamente desde hace años. Él es un paranoico obsesivo, que parece odiar el impulso vital de ella: estás demasiado preocupada por estar bien parada del lado de la vida». Ana encuentra una confidente y consejera en una amiga actriz, que ha conseguido hacerse medianamente famosa, Malena, un personaje que estructuralmente viene a reemplazar a la madre de las historias antes mencionadas. La prosa resulta menos porosa e inventiva; el loop de odios y reconciliaciones se afirma en una narrativa cíclica de la

pareja, que no logra proponer fisuras o fugas interesantes respecto de los relatos que giran ya no sobre la fatiga del material corporal, sino sobre la decadencia de las relaciones amorosas.

La vida por delante corrobora el innegable talento narrativo de Etchebarne, si bien es mezquino con sus lectores. Después de un primer volumen con tan buena recepción crítica y lectora, bien podríamos esperar más historias, más personajes, más imágenes. Es indudable la capacidad de la autora para construir mundos. Pero conviene sincerar otro punto, que va más allá de este libro puntualmente y del que es un magnífico ejemplo. Me refiero a la tendencia de la narrativa contemporánea de la última década a conformar una literatura identitaria, en que uno o varios traumas son expuestos, con mayor o menos fortuna, buscando consciente o inconscientemente a las y los lectores que puedan proyectarse en ellos. Como ocurre, por ejemplo, en el último libro de Mariana Enríquez, en este volumen de Etchebarne el asunto es, particularmente, el envejecimiento, la edad madura, las enfermedades y muerte de los padres. Otras y otros han escudriñado las infancias, las maternidades y paternidades, las relaciones de pareja y también otros duelos, un recetario de las inquietudes más recurrentes. Cuando son libros bien escritos, como el de Etchebarne o la propia Enríquez, no es raro que generen sólidas alianzas e identificaciones con sus lectores. ¿Qué pasa con la literatura que, por el contrario, produce extrañeza, dificultad, rechazos, reconciliaciones, porfías lectoras? ¿Dónde se la premia? Insisto en que no es problema del libro de Etchebarne, sino un síntoma, creo, de los tiempos.

por

Bustos y el discreto desencanto de los invisibles

Libros del Asteroide 192 páginas

En el ejercicio, cada vez más ensimismado, del periodismo, y más cuando se practica con pretensiones literarias, existe un denodado mecanismo de reingreso y de pureza que curiosamente no deja de ser el mismo que en su escala más primaria determina el acercamiento a una buena historia. Un proceso que, con más obstinación entre los profesionales azotados por el éxito y la rutina, tiene mucho de reflexión íntima y previa y, sobre todo, de carambola del azar. A Jorge Bustos (Madrid, 1982) existen pocos seguidores de la actualidad informativa que no lo conozcan en España y quizá todavía menos que no lo tengan etiquetado en alguna de esas categorías maniqueas con las que a todo el que opina sobre política se le constriñe públicamente en este país tan encenagado en sus propias costumbres. Y eso que, en su caso, el reduccionismo resulta todavía más meritorio, dada la multitud de géneros en los que ha ido adquiriendo visibilidad en los últimos años: desde la crítica literaria a la subdirección de un diario, la televisión o la tertulia del deporte. O, dicho de otro modo, la plana mayor de la cercanía con el poder y sus candile-

jas, que es un veneno tan concentrado y exigente que apenas deja espacio para la reconciliación con lo más primitivo y a la vez vivificante del oficio: la vuelta al cuaderno, a la necesidad de ver y escuchar y seguir el rastro a un estímulo que a menudo se manifiesta por el camino menos presumible de todos.

En más de una ocasión, y ya hablando de Casi, su último libro, el autor ha confesado que hace tan sólo unos años jamás se le habría ocurrido escribir sobre temas sociales. Mucho menos aún sobre la realidad de los sintecho, a los que apenas -y como casi todos, no nos engañemos- se atrevía a sostener la mirada por la calle. Fue al mudarse cerca del madrileño Centro de Acogida San Isidro, en las inmediaciones de Príncipe Pío y del Palacio Real, cuando tomó conciencia de algo que sólo los cínicos y los solidarios por control remoto son capaces de soslayar: el rechazo que inspiran, quién sabe si por miedo o por falta de identificación -quizá también por el pavor a llegar a sentirse reconocido- las personas que viven a la intemperie. Una epifanía periodística que, acelerada por la coexistencia en el barrio, le llevó a interesarse

por la residencia asistencial e inquirir de un modo no exento de autocrítica en la vida de la población con menos recursos de todas, así como por las razones de su invisibilidad y el exiguo lugar que ocupan en nuestras lenitivas conciencias. Incluyendo la cotidianeidad de los trabajadores, con los que convivió durante una investigación que se prolongó durante un año, procurándole el contacto directo con un ecosistema tan omnipresente como silenciado en su inmediatez y en sus sorprendentes singularidades. Incluso cuando éstas son enunciadas neurálgicamente desde un edificio con tanta llaga e historia como el de San Isidro, conocido en la jerga como el Casi, el mayor y más antiguo hogar para los que no lo tienen de España y uno de los más prominentes de Europa.

A pesar de asentarse en el terreno comúnmente colindante a la crónica -novela, señalaban la teoría de la recepción e investigadores como Manuel Alberca, es todo lo que debajo del título y del nombre del autor lleva escrito la palabra novela- el nuevo trabajo de Bustos, publicado por Libros del Asteroide, es tan inclasificable dentro del ensayo y el

periodismo peninsular como la casuística que le inspiró a concebirlo. Quizá, por lo poco que se subsume en las artimañas de moda. Bustos, y eso queda claro desde la primera página, no se acercó al Casi con la intención de adoctrinar a nadie. Tampoco de proponer un diagnóstico de la exclusión atrincherado en la elocuencia de los datos, que, si bien aparecen y contextualizan la narración, no aspiran a sentar una cátedra que si reluce por algún pliegue es por la vía mucho menos acotada de la emoción y del relato de la suma informe de experiencias individuales. La de las religiosas de las Hijas de Caridad que todavía residen en el centro y que evocan un pasado de penitenciaria y de complejo de atención a la masa heteróclita de desesperados a los que se les aplicaba la ley de vagos y maleantes. La de los profesionales actuales, que, con el edificio como punto cardinal, abarcan una escalera de funciones que va desde la labor en el exterior del Samur Social a la puerta de diagnóstico del edificio y su derivación a sus dependencias satelitales. Y, por supuesto, la de los usuarios, que sólo tienen en común haberlo perdido todo y bracean al fondo de un abismo que con frecuencia desdibuja los componentes más básicos de la identidad. También, por supuesto, el lenguaje, que, como insinúa el autor, únicamente existe en su presupuesto comunicativo y volitivo. Es decir, cuando alguien está dispuesto a escuchar a alguien. Privilegio y tal vez epifenómeno de la condición de estar vivo que, entre los sin hogar, la mayoría de las veces no se cumple.

¿Cómo utilizar el lenguaje para hablar de los que apenas tienen lenguaje? ¿Cómo interactuar con ellos sin caer en la trampa y perder el mínimo control de lo que se pretende? Bustos, y en eso también consiste la honestidad de estilo, se pregunta por ello una y otra vez y no siempre explícitamente. Y eso le confiere al libro un valor adicional que seguramente se remonta a sus fases iniciales y prosigue su propio viaje tanto en los hechos que narra como en la digestión posterior. Cualquiera que haya traba-

jado en el periodismo sabe lo difícil que es entrevistarse con alguien que sufre sin sentirte morosamente culpable. Sobre todo, porque el que pregunta, aunque sea de manera bienintencionada, persigue un fin que no tiene por qué ser concedido por el otro: el de la información, que, en este caso, discurre entre el dolor de relatar golpes tan personales como salvajes, la desconfianza hacia los demás y al mismo tiempo la satisfacción de sentirse escuchado. Un reto que Bustos aborda con una filosofía que acaso en sus horas previas vino impulsada por el respeto y el desplazamiento total del interés hacia la gente del Casi y que posteriormente desembocó -y no por razones artísticas- en una actitud que tiene mucho de Herzog y del derribo de la cuarta pared y de El desencanto de Chávarri: la asunción de que es imposible eludir la autoconciencia y que la presencia de un periodista también modifica la actitud del que cuenta. Y más en el contexto de las poblaciones sin hogar, en el que las historias, en contra de todo patrón dickensiano, presentan también zonas borrosas, cuando no directamente en blanco, para sus propios protagonistas.

La verdad es belleza y la belleza, verdad, como sostenía, entre otros, Keats. Incluido en sus fases intermedias de intención y búsqueda, lo que traducido a la investigación de Bustos otorga a este relato un tono que, tanto en su énfasis como en su depuración, elude la condescendencia y la cursilería. Bustos compone un poema alejado de la afectación en el que los personajes desfilan con un rumor sorprendentemente galdosiano, con escenas como la excursión a Soria e historias como las de Jesús, el pintor de El Retiro, Gonzalo el lector del Faulkner, el asiático que ha perdido el habla o el periodista que conoció a Warhol, que remiten a ratos a Buñuel, Hamsun y hasta a Beckett. Especialmente, en el registro de una anomia y una diversidad que es justamente la que se le escapa a la horda de creadores atraídos por el género y el tribalismo. Gente impredecible, fuera del código compartido, capaz de lo mejor

y de lo peor, que no resiste los elementos de juicio habituales en la sociedad precisamente porque habita en sus márgenes. Aunque con una gran diferencia: si Coleridge decía que adentrarse en la ficción implicaba suspender voluntariamente la incredulidad, los personajes del Casi, con la intermediación de Bustos, logran sin pretenderlo, y quizá también por ser reales, el efecto humano que codicia con sus mejores armas la literatura. Y de paso llevan a reflexionar sobre ese holocausto inclemente de simultáneas víctimas y victimarios que sucede frente a nuestros ojos sin que seamos capaces de alzar la vista. Mucho menos, bajo el velamen resultón de los maximalismos. Priorizando lo particular -qué otra cosa, en el fondo, es el hombre- frente a los vaporosos y tentadores axiomas de la sociología. Casi’ traza un homenaje a la dignidad desde el único lugar en el que la dignidad puede ser verdaderamente entendida: la vida de los que no la tienen y buscan recuperarla. Esa épica que revienta las costuras de la moral, que a menudo ni siquiera aporta grandes lecciones y que resulta, en suma, consustancial, con toda su saña y arbitrariedad, al acontecimiento más bobo e incomprensible de todos: la vieja partida de dados de existir, su grandeza e impudicia.

Volver no es un buen negocio

El pasado andará tras nosotros

Anagrama 256 páginas

«Me había convencido de que los días que iba a pasar en México serían tan solo un intermedio, una pausa en mi vida real en el extranjero, y me había propuesto dedicarme solo a lo importante, a lo que había venido a hacer, a cuidar a mis papás y nada más, como si hubiera viajado al pasado y tuviera miedo de que mis acciones trastocaran el futuro». Así, como si caminara de puntillas, el protagonista de esta novela —se llama Juan Pablo, es escritor y hace años que salió de Lagos de Moreno (en Jalisco, México) para hacer su tesis doctoral en Barcelona— vuelve a su pueblo natal. Sus padres, ya mayores y necesitados de cuidados, siguen viviendo en Lagos: su padre sufrió un ictus del que se está recuperando y su madre debe someterse a unas pruebas diagnósticas por sus fuertes dolores en la columna vertebral. Para ayudar a sus hermanos con los cuidados durante el tiempo en que su madre se somete a las pruebas, Juan Pablo regresa a la casa familiar y lo que era un viaje que se presumía plácido, pronto empieza a torcerse. Su amigo Everardo insiste en salir a tomar unas copas y rememorar los viejos tiempos —unos tiempos que parecen

más felices en la imaginación del amigo que en la memoria de Juan Pablo—, y, aunque intenta evitarlo, no le queda más remedio que acceder. La noche se complica y acaban a golpes: Juan Pablo pega un puñetazo a su amigo y el camarero los separa antes de que la pelea vaya a más, Everardo lo amenaza de muerte vía whatsapp y, a la mañana siguiente, aún tratando de metabolizar todo el alcohol ingerido durante la noche, Juan Pablo le responde con la foto de una bala que llega a sus manos por casualidad. Para él, todo esto no es más que una broma —incluso tiene que explicar a su hermana de qué se ríe mientras manda el mensaje—, pero unos minutos después recibe la noticia de que han encontrado muerto a Everardo y, aunque parece claro que la causa de la muerte es un infarto, las circunstancias —la pelea en el bar, las amenazas cruzadas, la bala— ponen a Juan Pablo en el centro de las sospechas. Esto, que es el punto de partida de la novela, se enreda mucho más según avanza la historia: hay estafas presentes y pasadas, hay deudas desconocidas y acreedores que quieren cobrarlas, hay amigos de verdad y otros de cartón

piedra, hay compromisos adquiridos difíciles de cumplir. Y hay pastillas, muchas pastillas que quienes rodean a Juan Pablo le ponen en la mano todo el rato para distintas cosas, casi siempre contrarias: ansiolíticos para calmarse, anfetaminas para activarse, melatonina para dormir, estimulantes para despertar…

Juan Pablo Villalobos siempre ha reivindicado la «literatura de la imaginación» frente a la «literatura de la experiencia», y eso se veía muy claro en sus primeras novelas —Fiesta en la madriguera (2010), Si viviéramos en un lugar normal (2012), Te vendo un perro (2015)—, que podríamos clasificar de ficción pura, aunque no están exentas de ese reflejo de la realidad que toda ficción contiene. Contagiado de ese punto juguetón que siempre tienen sus obras, en 2016 decidió experimentar con la autoficción de una forma bastante libre y despegada, como una suerte de parodia y sin prescindir de esa reivindicada imaginación, e inició una trilogía que empieza con No voy a pedirle a nadie que me crea, con la que ganó el premio Herralde de novela, continua con Peluquería y letras (2022) —donde explora esta diferencia en la forma de

entender la literatura— y que culmina ahora con esta novela. Juntas tienen una estructura circular: en la primera vemos al protagonista salir de México, en la segunda nos cuenta su vida apacible y feliz en Barcelona y en la tercera lo vemos regresar; y en las tres utiliza un narrador muy parecido a él, con un entorno muy parecido al suyo, y, despegándose ya del prefijo «auto», lo enfrenta a una serie de calamidades —¡cómo le gusta a Villalobos poner en aprietos a su alter ego!—. Su protagonista tiene que hacer frente a una acumulación de imprevistos que empiezan por algo intranscendente y que se van enredando poco a poco, que cuanto más intenta solucionarlos, más se enmarañan, y que complican enormemente la vida de este hombre incapaz de controlar la situación, porque todo se le escapa. Esta es una novela sobre la extrañeza, sobre lo rara que puede ser la vida por muy anodina que parezca. Esta extrañeza viene dada, en una parte bastante importante, por la condición de expatriado voluntario y es uno de los puntos fuertes de la novela: el lugar desde donde el autor cuenta, donde coloca a su protagonista para que narre la historia. La suya es la mirada del que vuelve después de mucho tiempo al lugar donde nació y creció, del que sigue conectado con el territorio, pero lo ve desde fuera; una mirada congelada en el tiempo, que calibra y mide en función de cómo eran las cosas cuando se marchó y es consciente de la distancia que separa a su yo de entonces con el de ahora. Una distancia que aumenta por los reproches de quienes lo rodean, que no pierden oportunidad de recordárselo: «¿Cómo te vas a acordar si te fuiste hace tanto tiempo?», «Así es en todos lados, si no sabías es porque no vives aquí, no te enteras de nada». En realidad, nadie le reprocha que viva fuera del país, sino que se haya ido por voluntad propia. No es la condición de migrante lo que molesta, sino que su marcha fuera voluntaria, y de ahí el rencor: «… me molestó muchísimo, era una de las cosas que más me hacía enojar, que la gente me echara en cara que ya no

sabía cómo eran las cosas en México, esa superioridad moral con la que me castigaban por haberme ido».

Me gusta mucho este punto de vista tan fresco. Porque el desarraigo, la crisis de identidad, el no sentirse del país de origen pero tampoco del de destino, ese sentirse extranjero en los dos lugares, se ha trabajado mucho en la literatura, pero suele venir acompañado de unas circunstancias mayores que obligaron a la marcha y que, de alguna manera, se imponen. Sin embargo, en esta novela Villalobos pone el foco en cómo se entiende esa voluntad de marcharse entre los que se quedan y como la vive el que se fue. El protagonista no sólo tiene que lidiar con ese no ser de ningún lado, sino que tiene que escuchar cómo se lo echan en cara todo el tiempo: cuanto más abajo está su interlocutor, más contundente es el reproche. Y eso le genera una intensa sensación de rechazo: «Cada vez que alguien me decía que ya no sabía cómo eran las cosas en México, yo sentía que me estaban diciendo que me fuera, que debería pensar en irme cuanto antes, regresar a mi vida en el extranjero y no volver más aquí, para qué, por qué se me había ocurrido volver, aunque fuera unos días».

Ese rechazo continuamente subrayado no es más que una forma de violencia de baja intensidad. Porque, igual que ocurre en novelas anteriores del autor, la violencia aquí está muy presente, aunque Villalobos no la pone en el centro ni la muestra de forma explícita. Es como el líquido amniótico en el que flota la historia, que no se ve, pero todo lo rodea y todo lo impregna. Una violencia estructural, arraigada entre los habitantes del pueblo —y del país—, que es costumbre y excusa, que condiciona la vida allí y también la explica.

La novela despliega también una interesante reflexión sobre el lenguaje como marca de clase —«Que te crees la gran caca por haberte ido de Lagos, hasta hablas todo mamón para distinguirte de nosotros, me desprecias y desprecias a todos los que nos quedamos»— y como

herramienta para modificar el peso de lo que se va a decir: durante todo el texto se repite esa forma de introducir las frases con un «Escucha» que nunca presagia nada bueno, que se utiliza para decir lo contrario de lo que el interlocutor espera. Villalobos también reflexiona sobre la memoria y los mecanismos de la ficción, sobre cómo se construyen los recuerdos y se retuercen para que encajen con nuestro marco mental, y cómo a veces cobran sentido muchos años después, cuando se accede a una verdad desconocida hasta entonces —en este caso es algo que los padres habían ocultado a sus hijos para protegerlos y que el protagonista descubre ahora—, aunque, de algún modo, intuida.

Sobre todo, tal como avanza el título de la novela, que en la portada interior se amplía —«El pasado anda atrás de nosotros como los detectives los cobradores los ladrones»—, Villalobos ha escrito sobre la herencia y el peso del pasado. Sobre lo que cada uno acarrea consigo, lo que no es posible dejar atrás por muchos kilómetros que se pongan de distancia, de lo que no se puede escapar. Y es una novela sobre la «hijidad», sobre la condición de hijo en ese momento de la vida en que cambian las tornas y hay que cuidar a quienes nos cuidaron, proteger a quienes nos protegieron, convertirnos en padres de nuestros padres.

Villalobos consigue lo que se propone en esta novela divertida y ácida, en la que vuelve a demostrar que no hay nada mejor que alejarse de la solemnidad para hablar de cosas profundamente serias.

Una nueva mirada a la vida de Nick Drake

Miguel Ángel Oeste

Perro negro

Tusquets

296 páginas

Quizá sería una buena idea empezar a leer el último libro de Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973), Perro negro, por el final. Puesto que en el epílogo el autor explica la génesis de esta novela y cómo elaboró la escritura a lo largo de los años hasta desembocar en el volumen que ahora tenemos entre las manos. Hubo un tiempo –señala- en que la música del británico Nick Drake (1948-1974) ocupaba en exclusiva su atención («Era el único al que dejaba pasar»). Durante seis años se documentó y se empapó de sus composiciones hasta publicar en 2014 Far Leys, obra que toma el nombre de la casa familiar del cantante folk, ahora de culto. Allí, de niño, Drake se sentía seguro con la música sonando en el piano que tocaba su madre.

El escritor malagueño apunta también que las letras de las canciones de Drake fueron durante unos años «un hogar en el que refugiarme». Si quien aborda esta narración lo hace con la última obra de Oeste en la memoria –e, inevitablemente, en el corazón-, Vengo de ese miedo –demoledor y sanador relato de su infancia de abusos y violencia-, estas explicaciones resultarán clarificadoras y una

buena guía para entender el abordaje de esta nueva versión literaria sobre el músico, entretejida con diversos mimbres tomados de la realidad y de la ficción.

Una década después de la publicación de aquella obra en torno al mundo del cantautor Nick Drake la experiencia en la vida y en la escritura es otra. La madurez ha permitido nuevos y más ambiciosos retos. Esa distancia temporal está también en el seno de estas páginas que van de un tiempo pasado a uno presente enarbolado cada uno por los dos narradores principales.

Perro negro se asemeja a un amplio reportaje de investigación en el que diferentes voces nos hablarán y contarán aspectos de la existencia del cantante prematuramente desparecido, que pasó a integrar el llamado «Club de los Veintisiete», como se conoce a aquellos artistas que murieron a esa edad y que aglutina nombres como Brian Jones, Jimi Hendrix, Kurt Cobain o Amy Winehouse. El perfil del artista, creativo, que frecuenta una vida bohemia, de aquí para allá, frenética, de excesos y vacíos conlleva una cierta visión mítica, que la muerte no hace más que incrementar. La realidad está en la

base de este trabajo que deviene una ficción al incorporar el autor sus propios personajes –con sus particulares historias y puntos de vista- y una forma de contar que se aleja de las biografías al uso de artistas o bien de aquellas que se han novelado. Aquí la complejidad estructural es mayor y un logro.

Oeste sostiene la obra sobre dos personajes, Janet Stone y Richard West, quienes vehicularán la narración de la corta existencia de Nick Drake, nacido en Birmania por cuestiones laborales de su padre pero que regresó a Inglaterra donde creció en un entorno acomodado junto a su Nanny, sus padres y su hermana Gabrielle.

Janet es una mujer que trabajó de periodista. Arrastra sus propias penas y mantendrá con el artista una relación marcada por las carencias de ambos –ella le ayudará a pasar sus canciones y le prestará siempre una atenta y maternal escucha a cambio de nada-. Richard es un actor reconocido –apunta Oeste que está inspirado en Heath Leager- que ahoga su angustia en sexo y alcohol. Lo conocemos cuando acaba de iniciar una relación con la joven Erika con la que ha

coincidido en un rodaje. Ella escucha en sus auriculares la música de Drake y se lo da a conocer. El descubrirá sus temas y eso le llevará a adentrarse en su mundo de forma apasionada. Decide entonces que quiere preparar una película sobre el músico desaparecido, con toda la vida por delante, al que considera un genio.

Eso le llevará a Stone, con la que contacta, y a quien quiere entrevistar para documentarse y conocer aspectos de Drake de boca de personas que lo trataron en vida. Con este planteamiento, que aparece en los primeros compases de la novela, Oeste ya ha establecido las conexiones entre los personajes. Estas derivarán en nuevas líneas, en figuras que se irán incorporando al retrato a través de la memoria aletargada de Janet («los recuerdos empiezan a salir sin haberlos reclamado») y de las pesquisas del actor.

La música de Drake se percibe de fondo y llena el interliniado. Autor de tres álbumes (Five Leaves Left, Bryter Layter y Pink Moon), sus canciones, que interpreta con su guitarra, aluden a la naturaleza y a unos estados de ánimo, los suyos, que son en muchas ocasiones el de aquellas personas que los escuchan, como van apuntando los protagonistas. La lluvia impregna el paisaje interior y los escenarios de esta novela. Es un elemento constante en este relato y contribuye, como las melodías, a crear una atmósfera.

Janet actúa como vínculo e hilo conductor de aquel tiempo pretérito en el que vivió Drake y del que formó parte («El pasado. Dos colmillos que se hincan en la memoria para chuparnos la sangre y dejarnos desmadejados, translúcidos», dice) aunque fuera de forma colateral y del trabajo en curso de Richard. Con una carrera profesional ya formada impulsará con su proyecto la figura del músico hacia el futuro, lo recuperará, tal como ha ocurrido en la vida real –en los años ochenta fue reivindicado y desde entonces se le considera un autor de prestigio que ha sido versionado por otros cantantes como Norah Jones o Elton John-. La figura de Janet Stone funciona también como punto de apoyo de los

altibajos de la vida: la prematuramente truncada del músico, que ansiaba un éxito que no le llegó en vida («Alguien que deseaba ser luz. Sin embargo, Nick no brillaba»), y la de Richard con una trayectoria que busca nuevos alicientes en medio de un gran desasosiego existencial. Ella es también la depositaria del recuerdo: «Subo por los recuerdos igual que las burbujas en el agua. Una lluvia al revés». El binomio vida y muerte planea por el relato.

De su mano, recorreremos, treinta años después, los pasos de Drake, desde su vuelta a Inglaterra hasta el final de sus días sumido en una depresión y de nuevo instalado en la casa familiar tras el abandono de los estudios y el ajetreo de Londres. En su hogar morirá a causa de una sobredosis de pastillas. El cantante, que «te muestra la oscuridad del más allá» y que buscó en la música la manera de ubicarse en el mundo, se perfila en este volumen como una persona solitaria, huidiza, apesadumbrada, entrañable y sensible en algunos momentos, egoísta y esquiva, en otros. Reflejar a Drake a través de visones y opiniones dispares, que permiten ver su complejidad y no una foto estática, es otro de los aciertos del libro.

Oeste entrelaza los testimonios sobre el personaje que aporta Janet –con sus recuerdos- y Richard –con sus entrevistas- y nos ofrece una visión panorámica del músico y de su entorno. La novela contiene muchas capas –una estructura bien conseguida que exige atención de quien lee, y eso tiene recompensa-, de testimonios mediados o directos, de transcripciones, que encierran una variedad de existencias marcadas por el desasosiego y la soledad. También por sus infortunios y desórdenes mentales. Los trastornos psíquicos afectan a varios de los seres que circulan por esta historia. El propio título recoge esa inestabilidad. «Perro negro» es una expresión inglesa que remite a un estado depresivo, a los espectros y a la muerte.

Suenan en estas páginas los temas de Nick Drake, especialmente de su álbum Five Leaves Left, que él auguraba exitoso

pero que no lo fue –el reconocimiento musical le llegó póstumamente- y los ecos de los de un Bob Dylan consolidado. Esta obra sobre Drake es también de Janet, que anhelaba platónicamente al músico y que acabó recluyéndose en un apartamento en Nueva York rodeada de muñecas, y de Richard, que huye hacia delante sin cinturón de seguridad. Todos ellos buscan ser queridos y comprendidos. El libro recoge el ambiente artístico de los años 60 y 70 en Cambridge y Londres, donde las noches se impregnaban de ese agua que siempre caía del cielo, de drogas y alcohol.

De la mano de un Oeste, que ha «trabajado» sus propias heridas, conocemos las de Nick Drake y de otros seres que estuvieron cerca de él –o no-. Entendemos esa «afinidad difícil de explicar», que sentía por el cantante. Quizá uno puede elaborar y transmitir mejor el dolor de otros cuando ya lo ha hecho con el suyo. El escritor rinde homenaje al músico con esta novela construida con precisión y ritmo que revive su memoria y su música. Al acabarla querrán ver y escuchar al Drake de carne y hueso, que murió en Far Leys, en Tanworth-in-Arden, donde está enterrado. En su sepultura están inscritos dos versos de su tema «From the morning»: «Now we rise/We are everywhere».

Soñando eternamente con ovejas eléctricas

ga; y Persianas metálicas que bajan de golpe (Anagrama, 2023), de Marta Sanz. Lo que comparte la novela de Navarro con estos textos es mucho, creo, no ya en cuestiones de trama, ni siquiera en términos de propuesta narrativa, sino en el empeño de la construcción estética, desde la pura palabra, de un futuro no lejano, siempre con la alargada sombra metafórica de las redes sociales y la telefonía inteligente mediante, esto es, bajo el yugo de la hiperconexión tecnológica que padecemos en nuestros días. Ahora bien, mientras en las novelas de Loriga y Sanz podía uno encontrar un cierto programa crítico contra dicha realidad, cada vez menos distópica, lo cierto es que a Navarro parece importarle poco ese aspecto combativo, que percibimos de fondo, sí, pero de manera casi inevitable (quizás un poco más evidente al final…), mientras nos dejamos llevar por la maravilla poético-ambiental que consigue levantar en las pocas pero densas, ajustadas y muy intensas páginas que componen su última y excepcional novela.

profiláctica que se trata de imponer es conectándose con la «suciedad» de antaño, llena de vida, a través de una droga mental creada a partir de experiencias y sonidos, de sueños y ruidos en definitiva, enlatados para el consumo por un productor de música bioelectrónica reconvertido en dealer de una selecta clientela evasiva, perseguido a su vez por una entidad supranacional con intereses oscuros. El mundo ficcional de Navarro se apoya así también en un imaginario lisérgico, de diseño químico y electrónico, de ahí que muchos de sus personajes asuman diversos nombres y personalidades, pudiendo ser uno o varios a la vez, o varios en el tiempo, gracias a los borrados de memoria o a la superposición de nuevos injertos vivenciales. Las estéticas del cómic más filosófico se combinan aquí a la perfección con las más terroríficas del noir cósmico, y si no lean los pasajes dedicados a la Costra, angustioso e inmundo pasadizo laberíntico de cuyas paredes emergen brazos aplastadores.

Justo Navarro

DumDum, estudio de grabación

Anagrama, 2024 176 páginas

Novela sin duda atípica este DumDum, estudio de grabación incluso dentro de la ya atípica de por sí novelística de Justo Navarro (Granada, 1953), por más que se trate de una propuesta en línea con los tiempos que corren, reivindicadores de lo distópico desde lo literario, también en castellano, cómo no, y pienso en ello, sobre todo, en dos novelas recientes escritas por otros dos escritores españoles de renombre: Rendición (Alfaguara, 2017), de Ray Lori-

De DumDum, estudio de grabación (qué gran título, por cierto) resulta particularmente destacable la serenidad de la prosa sosegada que gasta Navarro durante todo el metraje, creando un importante juego musical a partir de una arriesgada pero exitosa aliteración pseudo-robótica que impone al habla de sus personajes. El mundo que crea Navarro para su novela es un mundo deprimente, todo sea dicho, obsesionado con el control y la limpieza, la armonía y la higiene (más moral que sanitaria), donde el pasado (digamos que nuestro presente) y las cosas que lo recuerdan son tratados como basura que debe ser eliminada o mantenida al menos fuera del alcance del grueso de la población. Solo en los márgenes de la ciudad (una Granada tuneada para la ocasión, una Granada interconectada en verdad con todo el mundo…), ya en forma de detritus, pueden encontrarse estos vestigios de otro tiempo, o si no a modo de museos de nostalgia involuntaria en sótanos de coleccionistas o antros underground (qué hermoso cántico a la verdad es el Hipódromo subterráneo). La única forma de huir de la realidad

La querencia de Navarro por la cultura popular no es nueva (y ahí está el guiño, para quien lo quiera ver, al ignoto autor de culto Charles Willeford), pero ante la solidez y brillantez de DumDum, estudio de grabación quizás sea necesario replantearnos toda su narrativa. Pareciera que el granadino esté construyendo con ella, poco a poco, título a título, una suerte de renovación de la literatura de género en español, con especial énfasis puesto en la novela negra, claro está. Brío desde luego no le falta, pues, qué duda cabe, a estas alturas, de que estamos ante el escritor más joven y desprejuiciado que hay ahora mismo en lengua hispana.

Fidel Alejandro Castro Ruz

Carlos D. Lechuga

Esta es tu casa, Fidel

De Conatus

137 páginas

En Holguín, al este del caimán que forma Cuba, o en Pinar del Río (al suroeste de la isla), por no decir en La Habana, resulta difícil oír el nombre de Reinaldo Arenas. Es imposible encontrar alguna de sus novelas en las librerías que muestran en el escaparate pequeñas historias infantiles firmadas por el mismísimo Fidel Castro. Es inútil hacerlo desde los años sesenta, cuando el gobierno ordenó una limpieza social que llevó a homosexuales y gentes contrarias a la política del momento a cárceles o campos de concentración para, luego, en 1980, embarcarlos en dirección a Miami en un

gran exilio del que se beneficiaría el propio escritor y algunos de sus amigos.

Citamos Holguín porque en una aldea colindante nació Arenas; Pinar del Río, porque allí fue enviado para cortar caña como trabajo forzado; La Habana, porque en la capital, además de difundir allá su vocación literaria con la ayuda de José Lezama Lima y Virgilio Piñera, empezó a ser señalado. «En aquel momento, en que éramos perseguidos y vigilados, nosotros escribíamos cosas condenatorias contra el régimen», dice en Antes que anochezca, pensando en los que habían recibido «prebendas oficiales» (Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, Cintio Vitier y Eliseo Diego) y en los colegas de tertulia desaparecidos en turbias circunstancias.

Hablar de Cuba y arte, por desgracia siempre, es hacerlo de censuras y maldades gubernamentales que de tan estúpidas y psicopatológicas, resultan cómicas. Pero tal realidad es sufriente en grado sumo para aquellos que, como el cineasta Carlos D. Lechuga (La Habana, 1983), han tenido que lidiar con la represión castrista. Sin embargo, su caso es más particular si cabe, pues, como reza el subtítulo de estas memorias, su historia es la «de un nieto de la Revolución». Así, este cineasta a quien el régimen cubano intentó impedir la difusión de películas como Santa y Andrés –protagonizada por un «homosexual con problemas ideológicos»– o Vicenta B, presenta en Esta es tu casa, Fidel, un magnífico testimonio de lo que fue crecer en la isla caribeña.

«Cuando era pequeño esperaba con ansias que mi abuelo muriera para ver si Fidel se aparecía en el entierro. Yo era un pionero comunista, de esos que llevaban pañoleta roja y eran obligados a recitar ¡Seremos como el Che! Y venía de una familia muy cercana al poder», empieza diciendo el autor, a lo largo de un texto que aterra y conmueve, lleno de honestidad y claroscuros. Y es que Lechuga presenta sus vivencias entre grises, sin negar los privilegios que tuvo al formar parte de una familia más acomodada que la mayoría, pero poniendo el acento en las jerarquías colectivas y bajo el techo en que vivió a la vez.

Con el triunfo de la Revolución cubana, en 1959, el abuelo del escritor empezó a tener un peso preponderante, pero entonces «el gran jefe: Fidel Alejandro Castro Ruz» (nombre que repetía como un mantra Lechuga) lo envió de embajador al extranjero durante muchos años: «Era su manera de sacarse de encima a gente inteligente que pudiera caer en la tentación de debatirle”. De hecho, nadie se atrevía a cuestionar al dictador en voz alta; tampoco el abuelo, que vivía en el lujo pero decía que el comunismo consistía en tener todos lo mismo. No obstante, el autor se daba cuenta de niño que, en contraste con el grueso de la población, que sufría unas carencias descomunales, sobre todo en el llamado Periodo Especial, el entorno familiar constaba de mansiones que “visitaban militares, políticos o celebridades como García Márquez».

Este seguimiento acrítico hacia Fidel por parte de sus acólitos o algunos cubanos incluso de vida inevitablemente austera se expone muy bien en Esta es tu casa, Fidel. Un ambiente de represión –que alcazaba ridículamente los juegos de mesa y las fiestas navideñas, aparte de la prostitución y la propiedad privada, claro está– en que era mejor mantener oculta toda fe religiosa y sexual no permitida por el gobierno, y que dejó atrás Lechuga «con una carcasa de hielo para no sentir». De tal modo que no se permitió sentimentalismo alguno al decidir irse del país. Lo haría, muy probablemente, pensando, como escribió Gabriela Guerra Rey en el extraordinario Nostalgias de La Habana, memorias de una emigrante, que salir de allá era hacerlo «de esa ciudad fantástica que ha sido mi hogar y mi cárcel eterna, la luz de mi vida y las sombras y las tristezas« y que, al fin y a la postre, iba a generar «de forma irreversible esta necesidad de escribir».

Una odisea de la memoria

Juan Cruz Ruiz Mil doscientos pasos

Alfaguara

216 páginas

Todo viaje termina constituyendo, aunque sea sólo de manera simbólica, una expedición por las interioridades de uno mismo. El que la historia de la literatura señala como el viaje por antonomasia, el que acometió Ulises para regresar de Troya a Ítaca, fue un desplazamiento a través del tiempo y el espacio, pero también una oportunidad para que el héroe emprendiera un camino por la recapitulación íntima y la consumación de diversos exorcismos tan privados como imprescindibles. Si todos los viajes comportan una coartada eficaz para la in-

trospección, aquellos que nos llevan de vuelta al lugar del que procedemos propician nuestra evaluación en el espejo de unos hechos consumados que siempre admiten nuevas interpretaciones, la evidencia de que nadie permanece indemne al transcurso de los días, que en esencia también es un viaje que transforma.

A Juan Cruz Ruiz (Puerto de la Cruz, Tenerife, 1948) se lo conoce sobre todo por una amplia trayectoria periodística que a menudo se ha ceñido al terreno literario y ha convertido la suya en una de las firmas ineludibles de nuestra historia cultural reciente, durante muchos años en El País y últimamente en El Periódico, y también, aunque quizá en menor medida, por la peripecia editorial que a finales del siglo pasado lo llevó a tomar las riendas de Alfaguara. Dotado de un carácter hiperactivo que no es ajeno al entusiasmo, y bendecido por un don de la ubicuidad que le permite manifestarse al mismo tiempo en los foros más diversos, durante varias décadas ha estado en todos los lugares en los que había que estar para contar aquello que era pertinente dar a conocer. Por más que todo esto sea conocido y le haya granjeado reconocimientos importantes —obtuvo en 2012 el Premio Nacional de Periodismo Cultural—, tengo la impresión de que su ajetreo vital ha ensombrecido injustamente una trayectoria literaria en la que, de Crónica de la nada hecha pedazos en adelante, se ha venido revelando como un magnífico escritor con especial pericia para tomar los mimbres de la memoria personal y urdir con ellos un gran cesto en el que caben todas las vicisitudes de nuestra andadura colectiva.

Como si la literatura le sirviese de subterfugio para resguardarse de las obligaciones del presente, ésas que les impone su oficio, Cruz acomete en su obra narrativa un ejercicio de indagación en sus recovecos más íntimos con el propósito de ordenar aquellas piezas que se descabalaron y componer con ellas un gran puzle que, si bien en ciertos casos adquiere tintes de retrato generacional, no deja de proponer al mismo tiempo una lec-

tura totalizadora de los significados de la existencia. Si bien la envergadura, la ambición y la excelencia de su proyecto han quedado de manifiesto en no pocos de sus títulos —pienso, a bote pronto, en Ojalá octubre, o La playa del horizonte, o Muchas veces me pediste que te contara esos años—, quizá sea en Mil doscientos pasos, su última obra narrativa hasta la fecha, donde se evidencia con más crudeza y mejor conocimiento de causa.

Hay aquí un doble viaje: de un lado, el que realiza el protagonista al lugar donde nació, al modo de un Ulises maduro que volviera a la Ítaca de su niñez; del otro, el que cubre la breve distancia que separa el libro y que marca la separación entre el punto exacto en el que se encuentra y la que fue su casa. Entre uno y otro se abre un paréntesis en el que unos minutos pueden contener los ecos y los desabrigos de una biografía a la que se vuelve para buscar una explicación a lo que no se llegó a entender entonces e indagar hasta qué punto puede incidir el pasado en el presente. Cruz hace gala de sus mejores talentos líricos y su capacidad para explorar tipos humanos, y entre descripciones de trazo impresionista y evocaciones que se descomponen en perspectivas múltiples construye un relato tan eficaz como hipnótico cuyos capítulos auscultan el latido de una vida que se conjuga en pretérito imperfecto desde un presente discontinuo, al amparo de esa memoria que es escurridiza y en demasiadas ocasiones tramposa, impulsada por la obstinación de unos recuerdos que vuelven a emerger una y otra vez sin que los acierte nunca a borrar del todo el aire.

Este vacío que hierve

Jorge Comensal Ese vacío que hierve

Alfaguara

312 páginas

Jorge Comensal es un autor mexicano nacido en 1987. Su primera novela, Las mutaciones, recibió una acogida favorable tanto a nivel de crítica como comercial, pues aparte de ser bienvenido como una voz audaz consiguió una decena de traducciones. La trama de la historia partía de la tragedia de Ramón, diagnosticado de cáncer por un tumor en la lengua que le impide hablar. Ramón es el relacionista público de un bufete de abogados, por lo que su enfermedad lo priva también de su medio de vida. Pero en vez de escarbar en el dolor y despertar lástima, Comensal construía un libro donde

el drama se transformaba en comedia, con personajes como su hermano Ernesto, la psicóloga Teresa o el loro Benito, que le permitían desplegar el abanico de reacciones que desata la amenaza de la muerte y la forma cómo la enfrenta el enfermo y su entorno.

En su segunda novela la muerte vuelve a tener una presencia importante. Corre el año 2030 y dos biografías marcadas por los muertos, aunque de distinta manera, se cruzan como consecuencia del incendio del Bosque de Chapultepec, cuyas llamas llegan hasta el Panteón Dolores. Las dos biografías corresponden a Karina y Silverio. La primera es una joven de veinticinco años que está diseñando una nueva teoría de la gravitación universal. Es huérfana y vive con su abuela Rebeca de noventa años. Su mejor amiga es Mila, que estuvo enamorada de ella. «Karina siempre estuvo fascinada por lo invisible, lo demasiado pequeño, lo sutil, lo imperceptible. Su mejor amigo de la infancia fue el electromagnetismo». La frase anterior contiene la personalidad de una niña que crece sola y se refugia en su curiosidad. Años más tarde se cuestiona cómo fue posible que se dedicara a investigar cuestiones científicas y no su propio pasado. Esta contradicción nace cuando encuentra borracha a su abuela la noche del incendio. Rebeca confunde a su nieta con otra persona y se dirige a ella acusándola de haber hecho algo contra su hijo, lo que lleva a Karina a preguntarse qué pasó en realidad con sus padres, por qué no existen fotos de su madre.

Silverio trabaja como vigilante en el cementerio, el Panteón Dolores. Antes era barrendero pero Yadira, su mujer, lo obligó a renunciar porque no le parecía un trabajo higiénico, sobre todo porque tenían una niña recién nacida. El cambio fue peor, pues según su mujer era otro trabajo insalubre y además la avergonzaba. Se separaron y Silverio perdió el contacto con Daenerys, su hija, hasta la noche del incendio del bosque, que arrasó de paso el zoológico. Ella lo contacta por teléfono, alarmada por los

animales, pues ha escuchado que han muerto todos. Su preocupación sirve para que vuelvan a verse. Aquí la muerte y la destrucción funcionan como en la realidad, su fuerza es el imán que reúne a los personajes, como los parientes que no se ven hasta que fallece uno de ellos, y aprovechan el día del entierro para contarse intimidades o secretos que creen ya es oportuno contar.

Con una prosa sencilla y, por momentos, demasiado funcional, Comensal hilvana estas dos biografías sumando personajes secundarios, hasta que confluyen y se acompañan en la aventura que provoca el incendio. La estructura no es novedosa y tampoco la propuesta distópica. En su caso se trata de un apocalipsis climático que tiene su Greta Thunberg personificada por Daenerys. Esta aparición puede desvirtuar el sentido de la novela y convertirla en una parodia, pero la clave para que la trama sobreviva se encuentra en el tono. Aquí no se busca aleccionar, tampoco hay una épica contra los poderes que destruyen el planeta ni se convoca una revolución. Lo que hay son pruebas de afecto entre dos familias que necesitan reconciliarse con un pasado que han mantenido oculto. Karina hará todo lo posible por averiguar la verdad sobre sus padres mientras que a Silverio se le presenta otra oportunidad con su hija. Los datos científicos y las reflexiones que despiertan están integrados con naturalidad en el discurso de Karina y la curiosidad de Daenerys. Nada es gratuito en esta novela que no llega a ser memorable, pero se deja querer y contagia la curiosidad por la ciencia.

Fallar otra vez

Alan

Pauls

Fallar otra vez

Gris Tormenta 76 páginas

Carson McCullers dijo que si hay algo difícil de hacer para un escritor, eso es escribir. Una afirmación parecida a la que expresó la esposa del escritor Frederick Brown, quien se encerraba en una habitación con un gorro rojo de esos que se usan para dormir como señal de que no podía ser interrumpido mientras escribía, en un prólogo a sus cuentos completos: «Fred —dijo recordando a su marido— odiaba escribir, pero amaba haber escrito».

El argentino Alan Pauls, en cualquier caso, no se pregunta por qué, para un escritor, resulta tan difícil escribir, sino que sube la apuesta y arriesga otra pregunta: ¿por qué corregir, quizás, y no tanto es-

cribir, sea realmente la más difícil de las tareas para un escritor?

La respuesta, en todo caso, se encuentra en las páginas de «Fallar otra vez», este libro breve y bastante esclarecedor sobre el acto de escribir y de corregir, dos actos, por otra parte (y ahí está uno de los tantos encantos del libro) que para Alan Pauls no son las dos caras de una misma moneda, sino el reflejo de un proceso constante de prueba y error, de insatisfacción permanente. Una insatisfacción que persiste, incluso, o especialmente, una vez que se le ha puesto el punto final a un texto que, a fuerza de escritura y de rescritura y de correcciones, ha sido (más que concluido) abandonado.

Escrito inicialmente como una conferencia que el autor de El pasado y El factor Borges pronunció en Casa América de Madrid en noviembre de 2019 con el título de «Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor, sobre escribir y corregir (o reescribir) en la literatura y el cine», el texto, que cuenta con un prólogo del escritor mexicano Julián Herbert, tiene como referencias ineludibles a autores tales como Peter Handke, Karl Ove Knausgård, Copi o César Aira (que no se caracterizan por ser obsesivos con la corrección) pero también a guionistas como Charlie Kaufman o a directores de cine como David Lynch y, como si fuesen los tres pilares de lo que significa escribir, corregir, fallar, reescribir, fallar otra vez, al trío formado por Proust, Joyce y, claro, Samuel Beckett, de quien Pauls, por otro lado, ha tomado su famosa frase para titular primero la conferencia y, ahora, el libro.

Alejado, en todo caso, del concepto de escritura (o de redacción) que se manejan en muchos talleres de escritura creativa, Pauls propone una mirada aviesa, sesgada, sobre los auténticos problemas a los que se enfrenta un escritor. Problemas que nada tienen que ver con los procedimientos adecuados para «crear» una buena historia, con el argumento, con la trama, sino con las imperfecciones y las taras, esa piedra en el camino, con la

que un escritor se relaciona con su escritura. Y con el mundo.

Como señala Julián Herbert en el prólogo, eso, de alguna manera, es lo esencial de este libro: la propuesta de un síntoma literario (la insistencia de cada autor en practicar disciplinadamente, una y otra vez, el mismo tipo de defectos) como algo que tiene que ser buscado y explorado, ejercido en la repetición de equivocarse y fallar y fallar otra vez, de caer siempre de nuevo en el error y volver a fallar. Cada vez mejor.

«Pues bien —dice Pauls—, ese error en el que no dejamos de caer no es cualquier error. Es nuestro error, tiene la forma y la consistencia y el sabor y la temperatura y el ritmo de nuestro deseo, nuestra imaginación, nuestras alucinaciones, nuestras ideas descabelladas sobre escribir y sobre el mundo sobre el que escribimos».

Nada mejor, parece afirmar Alan Pauls, que reconocer que esa piedra con la que se tropieza, esa piedra que no se elige, es propia. Es única. Entre esa piedra y el que escribe, seguramente, hay una afinidad secreta, una especie de comprensión íntima, invisible y silenciosa. ¿Qué puede hacerse?, se pregunta Pauls. Una, la menos aconsejable, es eliminarla. La otra, no aconsejable pero irremediable, es abrazarse a ella. Reconocerla como una señal, como un indicador del vínculo que todo escritor mantiene con su escritura.

«Queremos escribir, no curarnos, y escribir es seguir el rastro de nuestros síntomas», concluye Pauls. Palabras más, palabras menos, parecidas a las que decía aquel que decía: «No me cure la locura, doctor, que es lo único que tengo».

Pirotecnia

Eloy Tizón

Plegaria para pirómanos

Páginas de Espuma

192 páginas

Es bien sabido que a muchos editores españoles, cada vez más, les cuesta publicar libros de relatos, que apenas toleran como devaneo ocasional del narrador antes de volver a la fidelidad al género que vende: la novela. Quizás nos falte en este país un Borges, o un Cortázar, para recordar que cinco o diez páginas pueden concentrar toda la potencia emotiva y estética de una novela de varios cientos. En este panorama, el caso de Eloy Tizón (Madrid, 1964) es sin duda la excepción que confirma la regla, pues se trata de un escritor tanto de novelas como de libros de relatos, pero que es mucho más conocido por estos, sobre todo por sus antológicos Veloci-

dad de los jardines (1992) y Técnicas de iluminación (2013).

Su último libro, Plegaria para pirómanos, recoge nueve narraciones de extensión variable (las hay de seis y de treinta páginas), la mayoría de las cuales tienen como hilo conductor la mirada de un personaje apodado Erizo y caracterizado, valga la redundancia, por sus escasas cualidades, o características. Convencido de que «vivir también es eso: vivir es no enterarse», es capaz sin embargo de las mayores pasiones, sea por la lectura del ficticio escritor maldito Xavier Serio, en «Grafía», o de imaginarse, en «El fango que suspira», con todos sus pormenores, en una rara mezcla alterna de crueldad y compasión, la vida de una anciana vecina, fallecida sin que nadie la echara en falta, lamentando «la locura de pretender que algún día la humanidad se sacuda de encima la indiferencia, igual que el león la melena». En medio de sus observaciones hay aforismos con valor de máximas: «El miedo tiene una ventaja sobre el valor: que siempre es sincero». Guionista improbable o empleado de la «Banca Becerra», reportero gráfico o parado de larga duración, Erizo confiesa, en el titulado «Agudeza», tener «un grifo mental que no se cierra nunca», lo cual provee la gracia y a la vez la fatiga de su estilo, propenso a las enumeraciones heteróclitas, verdadera pirotecnia de imágenes que se esfuman en su espuma verbal. «No sé qué pensar de mí», dice en otra ocasión, y el lector tampoco sabe a qué carta quedarse o a qué cara, pues no podemos ponerle verdaderamente rostro al protagonista de estas aventuras malabares, que en «Ni siquiera monstruos» viaja a la ficticia República de Kubeï para fotografiar a un niño soldado y, en «Cárpatos» se ve embarcado en una inverosímil excursión subterránea a raíz de un contrato firmado en un bar a altas horas de la noche.

Seguramente, por otra parte, esa fuera la intención del autor, pues, más allá del mero gozo de estas enumeraciones caóticas ya presentes en otros libros

y que, en una entrevista publicada en esta revista hace unos años, vinculaba con la poesía, se trata de desestabilizar las expectativas del lector y barrenar cualquier tipo de conclusión pues, como dice la narradora del cuento «Mi vida entre caníbales» (título tan impactante como hiperbólico en cuanto a su contenido), que por una vez no es Erizo sino una alumna de un internado religioso, integrante de un Club de las Amazonas, que haría las delicias de cualquier lector o espectador libertino, «al final no tienes nada, absolutamente nada, pero tienes el cuento». Y en el cuento, al final, una sensación de extrañamiento tan sibarita como la de la narradora de «Anisópteros», enclaustrada con su extraño amante Magnes, o la de los protagonistas de la ficticia película italiana que recuerda el narrador anónimo (no se nos dice esta vez si se trata de Erizo) que, desde su encierro en una institución psiquiátrica evoca a un grupo de amigos que se recluye en una mansión en el campo para escuchar grabaciones de sonidos de la naturaleza, en lugar de abrir la puerta y percibirlos directamente. De un modo similar, los relatos de Plegaria para pirómanos nos recluyen en una habitación a la vez asfixiante y gozosa, donde los monologantes protagonistas despliegan los fuegos artificiales de una verbosidad floreciente.

Queda

la escritura

Brais Lamela No queda nadie

Cuatro lunas

140 páginas

La escena, en blanco y negro, es ya todo un cliché sobre el régimen: el dictador Francisco Franco visitando e inaugurando embalses constituía uno de los contenidos preferidos para la propaganda emitida por el NO-DO con campanuda voz en off. El reverso de aquellas coberturas promocionales del proyecto desarrollista que iría dejando atrás la autarquía (al calor del Plan Nacional de Estabilización Económica de 1959) fueron las radicales transformaciones sociales y naturales derivadas de aquellas grandes construcciones hidráulicas. Aquel período crucial de transición económica propició un fértil material documental para algunas de las

novelas españolas publicadas a finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, bajo el paraguas de aquella operación editorial etiquetada como realismo social y auspiciada singularmente por Carlos Barral y José María Castellet. Es el caso de Central eléctrica (1958), la primera novela del madrileño Jesús López Pacheco, con la que fue finalista del premio Nadal en 1957; también, en distinta medida, de textos como El río (1963) de Ana María Matute, Pantano (1966) de Miguel Signés o El pantano (1967) de Santiago Lorén. La investigadora Ana Fernández-Cebrián, de la Columbia University, se ha dedicado a estudiar aquel fenómeno.

No queda nadie, debut en la novela de Brais Lamela (Vilalba, 1994) —él también investigador en Literatura en la Universidad de Yale—, recupera y actualiza aquella temática, en concreto las consecuencias del «Plan de Colonización de A Terra Chá». A las viviendas de nueva construcción de aquella comarca fueron enviadas sin alternativa un centenar de familias campesinas procedentes de sus casas en las aldeas Barcela, A Barqueira, Colomba, Lorizo o Pena da Nogueira, que resultaron anegadas con la construcción en la primera mitad de los cincuenta del embalse de Grandas de Salime, en Negueira de Muñiz. Publicada originalmente en galego en 2022 (Ninguén queda), ha sido traducida por María Alonso Seisdedos y ha obtenido el premio «El ojo crítico» de RNE de Narrativa 2023. La novela está dividida en dos partes («Los que se van» y «Los que vuelven») introducidas por sendas citas de Olga Tokarczuk y Antonio di Benedetto. La primera de ellas está ambientada en Nueva York durante un sofocante verano (el pegajoso ambiente funciona como aglutinante: el murmullo de los ventiladores, el sudor, los periódicos refiriéndose a la histórica ola de calor; «se cae el pájaro muerto» en expresión gallega) durante el que el narrador compagina la investigación para su tesis doctoral (en un principio sobre la arquitectura forense —los recuerdos ligados a los espacios— y la colaboración estadounidense en los planes de colonización en A Terra Chá, se desviará después en la indagación sobre una mujer desaparecida) con una

paulatina mudanza al piso de su novia para compartir los gastos del alquiler (cuya deriva cada vez más asfixiante se compara con el ascenso del agua del embalse que inunda un pueblo) y con la escritura de otro texto de vocación más literaria y que terminará siendo la propia No queda nadie. La segunda parte relata la visita del narrador, acompañado de su pareja, su hermano y su padre (afectado por ELA o una enfermedad semejante) al territorio objeto de su estudio, donde logrará entrevistarse con uno de sus habitantes actuales, un jipi hijo de notario y portador de algunas fotografías sobre la memoria de la comuna allí establecida.

El narrador escogido es el habitual en esta clase de novelas que declaradamente funcionan como ejercicios de memoria de un pasado histórico relativamente próximo: uno en primera persona que ejerce en nuestro tiempo algún tipo de profesión pesquisidora (reportero, novelista, documentalista...), en este caso un investigador universitario (que dota al texto de una lectura posible en clave de novela de campus sobre las ansiedades y precariedades inherentes a los jóvenes doctorandos, con el director de tesis como villano). Probablemente el más paradigmático de esta clase de narradores en la tradición española contemporánea fuera aquel personaje Javier Cercas, periodista homónimo del propio autor de Soldados de Salamina (2001), novela con la que No queda nadie también coincide en el recurso cervantino de la obra autogeneradora («self-begetting novel», en expresión del crítico estadounidense Steven G. Kellman). Es precisamente en esas escenas autorreferenciales (como cuando la novia del narrador lee a hurtadillas lo que está escribiendo por encima de su hombro o cuando le corrige: «Esto tampoco fue así, me dice Mariana, al leer estas líneas») donde el puzle conjunto brilla más. La trama es interrumpida por el making-of. La anécdota doméstica y el paisaje (neoyorquino o gallego) atemperan los tramos más estrictamente ensayísticos. Viejos y nuevos destierros encuentran un mismo arraigo en la literatura.

Cobra

Severo Sarduy

Cobra

Editorial Cuneta

1999, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores la editó para la Colección Archivos (ALLCA), en un extraordinario trabajo que significó la recuperación de toda la obra narrativa, poética, ensayística y dramática del cubano. Una edición de dos volúmenes y casi dos mil páginas, con una labor encomiable de fijación de textos y un aparato crítico en el que colaboraron intelectuales y escritores de primera línea, como Roland Barthes, Juan Goytisolo, Héctor Bianciotti, Emir Rodríguez Monegal, Roberto González Echevarría o Andrés Sánchez Robayna, bajo la esmerada coordinación de Gustavo Guerrero y François Wahl. Pero esta edición, obviamente, no tuvo una gran difusión, ya que se trataba de un proyecto exquisito, solo interesante para especialistas, bibliotecas, universidades.

Después de casi veinticinco años, una editorial independiente y pequeña, de un país no excesivamente cercano a la órbita de Sarduy, que nunca había publicado su novela, se atreve con una edición muy cuidada desde el punto de vista de la versión utilizada y la presentación del texto. Cuneta nació en 2009 con la idea de difundir especialmente la literatura latinoamericana, sobre todo la chilena. La reciente edición de Cobra ha sido señalada por La Tercera como uno de los mejores libros editados en Chile en 2023. Ojalá esta iniciativa sirva para que Sarduy deje de ser el escritor «menos leído».

cuando el escritor se encontraba en una playa de Cannes, sintió un impulso irrefrenable que le llevó a escribir sobre él. En la novela, Cobra trabaja en un teatro y se obsesiona con el tamaño de sus pies, claramente desproporcionados. Debido a ello, intenta reducir la dimensión de sus extremidades mediante una operación, y en ese itinerario se encuentra a un cirujano que puede ayudarle no solo en el problema que expone sino también en el cambio de género.

La novela indaga, alrededor de esa síntesis argumental, en la naturaleza de las metamorfosis y la relación entre la máscara y la realidad. Sarduy trabaja con la inquietud de aquellos años por el concepto de identidad, aplicado no solo al ámbito del boom latinoamericano, sino en general, como problema no superado de la civilización occidental, por la obsesión con el origen, que proviene del cristianismo: saber quién se es, de dóndes se viene y adónde se va. Para Sarduy, el acaecer sin origen es la única realidad. Por eso, cualquier transformación es bienvenida, como la que pretende Cobra. Frente al inmovilismo del hombre contemporáneo, que busca obcecadamente su lugar en el mundo, Cobra encuentra el ser en el devenir, a lo Heráclito. Con este planteamiento, Sarduy se adelantó varias décadas a unos registros identitarios que ya son comunes en nuestro siglo. De ahí el acierto de esta nueva edición de Cobra

216 páginas por Ángel Esteban

Esta nueva edición de Cobra pone a prueba el funcionamiento lógico de las leyes del mercado editorial. Severo Sarduy (Camagüey, 1937–París, 1993) fue, en palabras de García Márquez, el «mejor escritor de la lengua» española, pero también «el menos leído». A pesar de ello, durante los años setenta y ochenta sí hubo interés por su obra. Cobra se publicó por primera vez en 1972, en Sudamericana, con reimpresiones en 1973, 1974, 1983 y 1986. En España la editó Edhasa, en 1981. En Francia la publicó Seuil en 1972, la editorial donde Sarduy trabajaba, junto a su pareja, François Wahl. También fueron notables las traducciones al inglés, en el mismo año, y al italiano, al griego, etc. Pero aquel flujo se truncó, hasta que en

A mitad de los noventa, Leonardo Padura dedicaba un extenso y nada disimulado homenaje a la figura de Sarduy, en su novela Máscaras, cuyo título ya remite a uno de los presupuestos estéticos y vitales del autor de Cobra. Padura ponía en boca de un personaje, el Recio, las líneas básicas del ensayo de Sarduy La simulación, que explica teóricamente lo que se plantea en sus novelas, y que trata sobre las posibilidades, características y consecuencias físicas y psíquicas de las transformaciones que llevan a cabo los travestis. Cobra fue un artista de los años sesenta al que Sarduy conocía por referencias, un personaje que se hizo famoso en el Carroussel, un tugurio parisino centrado en el travestismo. Al enterarse de su muerte,

Desde la otra ribera

Ramón J. Sender Nocturno de los 14

(Prólogo de Juan Marqués)

Amarillo editor

360 páginas

Sender es uno de los grandes novelistas del siglo XX en lengua española. Su ámbito creativo, propiciado por el exilio en EEUU tras la guerra civil, excede la literatura peninsular también por razones literarias. La variedad y ambición de su obra, continental, podría decirse, le abre el espacio de la narrativa americana, al que él contribuye con obras decisivas, como El epitalamio del Prieto Trinidad (Destino, Barcelona, 1966), con ecos evidentes del Valle-Inclán de Tirano Banderas. No es casualidad que el primer libro que accedió a publicar en España, después de la guerra, estuviera dedicado a su maestro, con el que, de joven y absorbiendo sus palabras,

paseaba por la calle Alcalá: Valle-Inclán o la dificultad de la tragedia (Austral, Madrid, 1965), pues seguía dialogando con él en el prólogo que le dedicó a su edición neoyorkina de las Sonatas en 1961. Sender aprendió la lección estética de Valle-Inclán, y la expresó siempre a su manera, usando solo los hilos que le servían: los títeres en la mansión de El rey y la reina (1948): la Sonata de primavera en el comienzo de las Crónicas saturnianas (1970), y, desde luego, este Nocturno de los 14 (1969 y 1970), que parece poner en práctica la doctrina que Valle-Inclán expresa en Los cuernos de don Friolera (1921): «Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse la historia de los vivos».

Es justo lo que ocurre en esta novela recuperada por Amarillo con un prólogo muy estimulante de Juan Marqués, quien recoge una entrevista del año 1969, en la que Sender afirma que «el mejor estilo es el que no se percibe». No deja de ser paradójica esta afirmación, pues Sender lo cambiaba de novela a novela a lo largo de su abundante obra: qué diferente es la prosa «prieta» y poética del Epitalamio, o de su primera novela, Imán (1930), del estilo de este Nocturno de los 14, escrito en un tono desenfadado y en primera persona, lleno de humor y de algunos anglicismos del habla de la ciudad y del apartamento de New York, donde la novela sucede.

La voz narradora, que se abre con un capítulo 0 que es la novela completa y que hace un guiño jocoso al infinito, es anfitriona y testigo de una suerte de fiesta de muertos. Al apartamento de Nueva York van acudiendo suicidas o sospechosos de haberse suicidado, algunos conocidos del Sender real (Pedro en la novela), otros imaginados, con los que el novelista hace repaso precisamente de sus fantasmas: los que habitaron la guerra civil, sus experiencias amorosas, la soledad o la literatura, representada por un exitoso Hemingway, al que el autor le lee las cuarenta.

«Así como en los grandes ríos hay remansos donde se ahoga la gente, en la historia hay rincones (casi siempre al final o comienzo de los siglos) donde se suicida la gente», escribe el narrador-anfitrión

que va recibiendo y dialogando con los los suicidas. Y entre todos van intentando comprender esa historia del siglo XX rota desde sus inicios por la energía sísmica del idealismo contra el fanatismo («Sabía Fabián que a la mitad de sus amigos los iban a matar en nombre de una España u otra»), y que avanza por los vericuetos encendidos de las relaciones humanas, con la literatura como el lugar más propicio para la comprensión de la realidad. «La luz en la que nos movemos ahora es la misma luz que ilumina el paisaje de vuestros sueños», afirma uno de los personajes.

Esa luz, entre la memoria y la invención, hace que el lector se mueva entre un aire onírico y otro testimonial y jocundo, lleno de aforismos, conversaciones y reflexiones que concentran la experiencia de Sender, el cual parece anticiparse a nuestro mundo: «Si las máquinas electrónicas (computadoras, etc.) escriben un día libros, lo harán a la manera de Hemingway, es decir, con una eficiencia mecánica que actúa infaliblemente ante una realidad dada». Más quisiéramos.

Con este Nocturno del 14, Sender volvió a romper los esquemas de su propia narrativa, mostrando un diálogo de muertos que hacen recuento del pasado como si estuviesen más vivos, incluso, más vivales que nunca. Desde la distancia. Como quería Valle-Inclán: «Desde la otra ribera». Donde la narrativa de Sender vuelve a reivindicar su actualidad.

De la close reading como repetición a cámara lenta

en Atlas no solo aborda un posible cruce entre deporte y letras hispanoamericanas, sino que corre paralelo al colapso histórico consumado en 1940. Por lo demás, la utilería analítica de Toro coincide con la de los mejores ensayistas: sabe ver lo general y lo particular sin perderse en contradicciones, exhibe una prosa clara, tensa y despierta, sabia tanto en la pausa descriptiva como en la duda atenta. Entre sus muchos méritos se cuenta el de convertir la close reading en una especie de cámara lenta. Su efecto es el mismo: un impacto.

En lo esencial, el libro de Toro –docente e investigador en la Pontificia Universidad Católica de Chile– articula dos asombros finiseculares, a partir de los cuales traza su particular cartografía. En primer lugar, descubrimos que la idea de incluir la maratón en el programa de atletismo en los Juegos Olímpicos le fue sugerida al barón Pierre de Coubertin por Michel Bréal, el impulsor de la semántica, esa nueva ciencia de la significación consolidada a finales del siglo XIX. En otras palabras: la maratón –la única carrera a pie en ruta de los Juegos– como fantasía de filólogo. En segundo lugar, asistimos a un atractivo entrelazamiento de olimpismo y escrituras que marca el momento en que la literatura hispanoamericana comenzó a plantearse su modernidad literaria en términos atléticos.

mediante los que denotar una automática continuidad con el pasado.

Y, de repente, la cámara crítica de Felipe Toro enfoca, entre los espectadores de este revival olímpico y atlético de Coubertin, a dos figuras fundamentales de la literatura hispanoamericana: Rubén Darío y Horacio Quiroga. Para entonces, «el deporte todavía se llamaba sport». En verdad, el sport fue para Darío, principalmente, una jerga, una semiótica capaz de mediar entre el mundo anglosajón y el mundo hispanoamericano, «contorsiones destinadas a desplazar el eje peninsular del idioma y a multiplicar el repertorio disponible de gestos retóricos». Sin duda, acabaremos entendiendo un poco mejor la labor periodística de Rubén Darío, esa gimnasia del estilo. Las virtudes críticas de Toro sobresalen en su aproximación a Horacio Quiroga: gravitando en torno a la pasión ciclista del autor uruguayo, Toro logra hacer el fidedigno retrato de quien siempre se ocultó tras dos máscaras: la del hombre de acción (como escritor y periodista) y la del letraherido (como ciclista). Apasionante capítulo, además de un merecido elogio de la bicicleta, a la que Quiroga transformó en una especie de máquina solipsista y nietzscheana. Como afirmó Marc Augé, «la bicicleta es un humanismo».

Felipe Toro Franco Atlas. Un mapa literario del deporte (1888-1940)

Editorial Cuarto Propio

210 páginas

«La nueva pleamar filosófica», escribió Ortega y Gasset en el diario argentino La Nación, «revela que un nuevo tipo de hombre inicia su dominación. Yo he procurado reiteradamente y desde distintas vertientes sugerir su perfil: es el hombre para quien la vida tiene un sentido deportivo y festivo». Si no me engaño, este audaz mapa de lecturas de Felipe Toro contribuye a entender desde un nuevo punto de vista aquel perfil intuido por Ortega en 1925. Pues el ejercicio crítico desplegado

El arco temporal analizado por Toro se abre durante la época de la restauración de los Juegos Olímpicos. Debe recordarse entonces que la primera edición de la era moderna tuvo lugar en Atenas en 1896, poco después de que el barón de Coubertin fundara el Comité Olímpico Internacional. Aunque parezca que siempre han estado aquí, los Juegos son un fenómeno contemporáneo: he ahí la impronta de esos acontecimientos y prácticas que, gobernados por reglas de naturaleza simbólica o ritual, afloraron en especial entre 1870 y 1914, esa encrucijada histórica repleta de aquello que Eric Hobsbawm identificó como «tradiciones inventadas», desde el culto a la bandera en los Estados Unidos a la edición de sellos conmemorativos. El olimpismo no parece ajeno a este clima social y político, atravesado por un angustioso aceleramiento histórico que requirió la inculcación de valores y de ritos

Los casos de Enrique Larreta y Gabriela Mistral culminan el análisis de Toro: mientras Larreta parece estar «disputando, desde Latinoamérica, el patrimonio de Olimpia a los Juegos de Coubertin», Mistral invierte en su poesía la leyenda de Filípides aludiendo al atleta finlandés Paavo Nurmi, al tiempo que levanta un stadium en su escritura, recinto que por esos años se había convertido en uno de los escenarios predilectos de la liturgia totalitaria. Al cabo, la imaginación del deporte ilumina una parcela esencial del canon hispanoamericano en el esclarecedor y amenísimo libro de Felipe Toro. Pero también eleva una reflexión necesaria y, a su modo, nos invita a seguir su línea de pensamiento: por alguna razón, nos acordamos de la isla de W en W o el recuerdo de la infancia de Georges Perec, publicado en 1975. Sin duda esa isla forma parte del mismo mapa que ha trazado el autor de este magnífico Atlas.

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