Cuadernos Hispanoamericanos, Septiembre 2024 nº 888

Page 1


DOSSIER

Apuntes sobre la narrativa española reciente

Nadal Suau

Begoña Méndez

Mercedes Cebrián

Rodrigo Fresán

Patricio Pron

Carlos Pardo

Vicente Luis Mora

Elvira Navarro

Domingo Ródenas de Moya

Andrés Barba

Diego Sánchez Aguilar

Enrique Vila-Matas
«De la gente con certezas hay que huir enseguida »

Edita

Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación

José Manuel Albares Bueno

Secretaria de Estado de Cooperación Internacional

Eva Granados Galiano

Director de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo

Antón Leis García

Director de Relaciones Culturales y Científicas

Santiago Herrero Amigo

Jefa de Departamento de Cooperación y Promoción Cultural

Eloísa Vaello Marco

Director Cuadernos Hispanoamericanos

Javier Serena

Comunicación

Mar Álvarez

Diseño

Lara Lanceta

Suscripciones Cuadernos Hispanoamericanos suscripciones@lapanoplia.com

Impresión

GRAFO, S.A.

Avda. Cervantes, 51 CP48970-Basauri, Bizkaia

Fotografía de portada Magdalena Siedlecki

Depósito Legal

M.3375/1958

ISSN 0011-250x

ISSN digital 2661-1031

Nipo digital

109-19-023-8

Nipo impreso 109-19-022-2

Avda, Reyes Católicos, 4

CP 28040, Madrid

T. 915 838 401

CUADERNOS HISPANOAMERICANOS

es una revista fundada en el año 1948 por la Agencia

Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y editada de manera ininterrumpida desde entonces, con el fin de promover el diálogo cultural entre todos los países de habla hispana, siendo un espacio de encuentro para la creación literaria y el pensamiento en lengua española.

La revista puede consultarse en: www.cuadernoshispanoamericanos.com

Catálogo General de Publicaciones Oficiales: http://publicacionesoficiales.boe.es

Los índices de la revista pueden consultarse en el HAPI (Hispanic American Periodical Index), en la MLB

Bibliography y en el catálogo de la Biblioteca: www.cervantesvirtual.com

De venta en librerías: distribuye Maidhisa

Distribución internacional: PanopliaDeLibros

Precio ejemplar: 5 €

DOSSIER

notas

Barba

España no es país para cuentos por Diego Sánchez Aguilar

Laura Chivite

Barquinero

Una cordialidad para someterlos a todos

Gonzalo Torné

BIBLIOTECA

Mensajes inacabados.

Juan Carlos Méndez Guedez

La nieta gore del realismo mágico.

Cristina Sanz

Otra maldita novela sobre la guerra civil.

Fran G. Matute

A qué suena el motivo Harwicz.

Cristina Gutiérrez Valencia

Horchata, naranjos y platillos volantes.

David Manjón

La escritura de la madre muerta.

Claudia Apablaza

Cómo sobrevivir a un país.

Juan Domingo Aguilar

Yo también me acuerdo regular.

Laura María Martínez Martínez

Una infancia clandestina en clave grotesca y naíf.

Pedro Pablo Guerrero

Lo que pasa no es sólo lo que ocurre.

María Alcantarilla

El tufo protector de la normalidad.

Juan Marqués

Vidas entretejidas.

Juan Alberto Vich Álvarez

Sobre el orden y el desorden y la centralidad en la literatura en español

Como editorial, como manifiesto, o como prólogo con retraso de esta nueva etapa inaugurada hace tres años, este texto tampoco es una novedad, sino apenas un recordatorio de la lógica que rige Cuadernos Hispanoamericanos : abordar toda la creación en español sin importar cuál es su origen nacional, y hacerlo con completa independencia de otro criterio que no sea el interés de cada obra, sean recientes o pasadas y tengan mayor o menor repercusión en el mercado editorial.

No podía ser de otra manera, siendo esa neutralidad frente a la suerte que corren los libros el requisito mínimo que debe exigirse en primer lugar a una revista pública como esta.

Tampoco es una elección caprichosa, ni un intento artificial. Más bien, es una constatación de las ventajas de una literatura escrita sin que jamás haya podido ser domesticada por los intereses editoriales o académicos o periodísticos de un solo país. Los ejemplos son tan abundantes que citaríamos una relación de leyendas aprendida de memoria, de apariciones surgidas a destiempo o descuidos ya míticos por la imposibilidad de controlar este inmenso caos: la popularidad tardía de Borges en Europa ya con toda su obra publicada en Argentina; el aislamiento de algunas escrituras «raras» en Uruguay, con aquella reunión de Mario Levrero, Armonía Somers o Felisberto Hernández, quienes parecieron encontrar en los márgenes de Montevideo una libertad y un antídoto contra los peligros de la normalización; la obra de la mexicana Josefina Vicens, quizá demasiado escueta por la falta de atención a su trabajo literario; o el persistente esquinamiento al que el mercado sometió a la argentina Hebe Uhart, un caso de maltrato editorial en vida que sirve para desacreditar todos los intentos de jerarquías generacionales o entronizaciones inmediatas.

Todos son casos conocidos, pero se tratan apenas de unos pocos de los muchos que ha habido y que hay y

habrá, pues no cabe la ingenuidad de que ahora exista un sitio que logre despejar todos esos malentendidos del pasado. Porque, si lo hubiera, ¿qué literatura o literaturas trataría de ordenar, si ni siquiera se puede hablar de «una» literatura en español, y ese marco sobre el que actuar permanece indefinido, unido apenas por una parentela imprecisa? Y, además, si existiese un centro geográfico o virtual desde el que establecer ese orden, tampoco quedaría claro para qué, para «actuar» de qué modo: ¿para que «esas literaturas» viajen a dónde, para que sean validadas en qué sitio y por quién, con qué criterios y con qué motivaciones?

Esto, que podría parecer un problema para algunos, no está claro que así lo sea. Si todas las literaturas —y el resto de «disciplinas creativas»— en su sano juicio hace tiempo que huyen del «canon» —que ya sabemos que es un intento que falla una y otra vez en su esfuerzo por establecer jerarquías, y, además, de manera monolítica, con voluntad de extenderse absurdamente hacia el futuro, pese a que unos pocos años basten siempre para derribar esos retablos endebles— estas literaturas escritas en español están de por sí más protegidas todavía de los riesgos de la canonización. Al fin y al cabo, desde esta misma lengua se escribe a la vez desde lugares con realidades e influencias e intenciones tan distintas, que la relación que prevalece es la de la curiosidad y la sorpresa o la desconfianza permanente. Así se ha demostrado una y otra vez. Pese a los esfuerzos editoriales o académicos o periodísticos y las ficciones de las literaturas nacionales en español, cada tanto, por cualquier sitio, del modo más imprevisto aparece algo desabrido y genuino como una maleza, en ocasiones más visible y otras menos, y que muchas veces son los libros y los autores y autoras que colaboran o comentamos en esta revista.

Es decir, esa indefinición de una hipotética geografía común, y el fracaso de los distintos mercados por organizar ese prolífico desorden, más que una carencia, ha

tenido como resultado una virtud: un canon imposible de establecer, una ausencia de un centro literario o una resistencia ni siquiera deliberada frente a cualquier pauta limitante. Desde luego, es posible formular esta afirmación del modo opuesto: indicando que hay algún tipo de hegemonía, y que esa superficie más visible oculta otros brotes más inconformistas, los más espontáneos y menos predecibles y los que más esquivos se muestran ante los dictados de la norma. Pero, de una manera u otra, aludiríamos a una misma materia fértil e informe, que se rebela a ser catalogada en moldes fácilmente identificables, y mucho más a que ese herbario luzca luego en el salón de una sola casa.

No son explicaciones vanas. Siendo Cuadernos Hispanoamericanos una revista publicada por una institución, y que alterna algunos textos periodísticos como la entrevista o la columna con la crítica o el ensayo en profundidad, podría parecer que desde este lugar se intenta trazar un itinerario con pretensiones de rigor definitivo. Pero la naturaleza de lo que aquí hablamos nos invita una y otra vez a lo contrario: a que, más que realizar un registro de las novedades o rescates literarios de una época, cuestionemos esa fachada sospechosa, y que tratemos de sumergirnos a fondo en este caos, sin otro ánimo que observarlo y desordenarlo un poco más, porque sin esa curiosidad inagotable y sin la voluntad de discutir los espacios principales no sería posible que esta revista caminara ahora hacia sus ochenta años de vida.

Enrique Vila-Matas

«Mi lema o consigna general desde que empezara a escribir ha sido no traicionarme nunca a mí mismo. Y eso lo he llevado a rajatabla»
por Mario Aznar
Fotografía de Magdalena Siedlecki

Nacido en Barcelona, Enrique Vila-Matas vio su primer texto impreso en la revista Fotogramas, en 1968. En esos años, y siendo todavía un joven aspirante a director de cine, comenzó su andadura como colaborador en distintos medios de prensa, lo que le ha llevado a mantener aún hoy su prestigiosa columna semanal –Café Perec– en El País. Algunos textos de aquella época han sido reunidos recientemente en el libro Ocho entrevistas inventadas.

Autor de una obra abundante, inclasificable y particularmente original, Vila-Matas ha alumbrado libros de narrativa tan destacados e influyentes como Historia abreviada de la literatura portátil, Bartleby y compañía, El mal de Montano, Doctor Pasavento, París no se acaba nunca, Exploradores del abismo, Dublinesca, Kassel no invita a la lógica, Mac y su contratiempo, Esta bruma insensata o Montevideo. Entre sus libros de ensayo se encuentran El viento ligero en Parma, Una vida absolutamente maravillosa o Impón tu suerte, entre otros. Este panorama lo podrían completar algunos títulos híbridos como Perder teorías, Chet Baker piensa en su arte o Una novela oblicua.

Catalizador de la joven literatura experimental en español y puente entre las letras de ambas orillas del Atlántico, Vila-Matas ha sido traducido a 38 idiomas y ha recibido, entre otros, el Premio FIL, el Formentor de las Letras, el Rómulo Gallegos, el Médicis-Étranger, el Herralde de Novela o el de la Real Academia Española. Es Chevalier de la Legión de Honor francesa, pertenece a la extraña Orden de Caballeros del Finnegans y es miembro de la Sociedad de Refractarios a la Imbecilidad General (con sede en Nantes).

Aunque resultaría estéril tratar de recoger aquí toda una trayectoria, sirva esta breve presentación para abrir el diálogo con una de las voces más singulares, importantes y literariamente comprometidas de la literatura contemporánea en lengua española.

Igual que has inspirado a una gran cantidad de escritores, muchos lectores se han visto influenciados por tu red de lecturas, que tejes tanto en tu narrativa como en tus conferencias, ensayos y artículos de prensa. Esto te convertiría en una suerte de «prescriptor » o de zahorí literario al que muchos seguimos con sed lectora. Ahora bien, ¿cómo lee Enrique Vila-Matas? ¿Cómo llegan a ti los libros que decides leer y cuáles son, si los hay, tus «prescriptores» literarios? No sé cómo me han llegado los libros. El caso es que he tratado de ser un hombre de cultura en el sentido que Julio Ramón Ribeyro le daba a esta expresión en literatura: «dominar lo diverso y hacer inteligible el caos que agobia a la mente creativa». Trabajo estos días en un relato sobre «un solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales». Ese personaje tiene algo del involuntario prescriptor de obras que Christopher Domínguez Michael descubrió que yo era, «de un modo sorprendente, por ser consecuencia de un carácter novelesco y no de una intención apologética».

A propósito de la llamada nueva narrativa española que floreció en los años ochenta, con la que tu obra no parecía encajar, has comentado en alguna ocasión que decidiste optar por escribir una «literatura no na -

cional española». ¿Cuál ha sido y cuál es a día de hoy tu relación con la idea de una literatura española?

En las nuevas generaciones de la literatura española hay un sector con works in progress , con procesos literarios en marcha muy estimulantes, con unas relaciones muy abiertas con la lectura y la escritura: sin fronteras, siguiendo el consejo de Montaigne de que debemos practicar la sociabilidad. Sería genial que con ellos se organizaran jornadas que podrían titularse, por ejemplo: Escritores en tierra desconocida . No daré nombres para no caer en esa costumbre horrenda de las listas de fin de año. Pero quien me lee ya sabrá de quiénes hablo.

La idea de una literatura sin fronteras me recuerda a algo que ha escrito María Negroni sobre la hibridez, señalando que es algo incómodo, que no concita adhesiones, y que se parece mucho al «estado mental de la pregunta». ¿Se puede estar cómodo en esa «tierra desconocida» que aún está por arar? ¿Cómo se llevan la literatura y la certeza?

De la gente con certezas hay que huir enseguida. Entiendo lo que dice Negroni de que la hibridez se parece mucho al «estado mental de la pregunta». Pero prefiero trabajar con esa incomodidad que trabajar con fórmulas más convencionales y que te aseguran la inmediata comprensión del

Fotografía de Magdalena Siedlecki

lector cómodo. Pero pasa, es verdad, que el espejo nos devuelve el estado mental de la pregunta, o viceversa. La pregunta ya sabemos cuál es: ¿qué hacemos aquí? Esto me recuerda que Wittgenstein se extrañaba de que Platón hubiera sido capaz de llegar tan lejos y nosotros no hubiéramos podido avanzar. ¿Qué pasa ahí? ¿Acaso es porque Platón era muy listo? Tal vez la ambigüedad, la hibridez, cambian la pregunta y se pasa del «¿qué hacemos aquí?» al «¿qué pasa ahí?».

El diálogo entre narrativa y ensayo hace tiempo que dibuja una línea particularmente estimulante de la literatura contemporánea, que tiene además una importante tradición latinoamericana. ¿Qué afinidades literarias y personales mantienes con esa tradición? Afinidades ningunas en 1985, cuando publiqué Historia abreviada de la literatura portátil , libro que, sin ser consciente de ello, unía ensayo y ficción narrativa. Tampoco las había cuando, quince años después, repetí la formula en Bartleby y compañía .

Por eso me resulta tan risible y fascinante recordar el extraordinario asombro que sentí cuando leí El oscuro hermano gemelo , donde Sergio Pitol construía un relato en el que ensayo y ficción se vinculaban para conformar una unidad donde se resolvían las tensiones entre ambos géneros. Todavía me admira examinar cómo Pitol urdió su relato y, de manera simultánea, reflexionaba sobre la génesis de su propia escritura y el misterio de la creación literaria. Porque lo que comenzaba siendo un ensayo –un largo comentario a una frase de Justo Navarro– se iba convirtiendo muy sutilmente en una narración, porque uno, sin apenas notarlo, se hallaba de pronto transportado a una cena de diplomáticos en Praga en la que un invitado, recién llegado de Madeira, comentaba las virtudes muy británicas del hotel Reads de Funchal. Como encima ese cuento fue el que me dedicó Pitol (sigo sin saber en qué fecha) y como, además, él fue y es mi maestro, no puedo más que sospechar que Pitol me dio la llave al mandarme un mensaje perfecto a través de la lección técnica de su relato.

Además del ensayo, probablemente Negroni también tenía en mente la hibridación poética. Volviendo la mirada a tu libro Perder teorías, ¿sigues creyendo que la conexión que la novela mantiene con la poesía es una de las pocas cosas que pueden asegurar su futuro?

El día en que deje de existir la conexión de la novela con la alta poesía pasaremos a vivir como en Zezu, donde, decía Lichtenberg, los profesores enseñaban sentido común y los estudiantes vivían abatidos.

A tu escritura no le ha pasado inadvertida la posibilidad de ese abatimiento, sobre todo entre los más jóvenes. Atraviesa Aire de Dylan y llega hasta Montevideo con renovado optimismo y una actitud marcadamente combativa. El fin de la literatura o la muerte de la novela son temas que te han interesado, pero a

«La novela, en oposición al mediocre decorado realista que nos presentan todos los medios, tiene unas posibilidades inmensas. Dependerá su continuidad de la intensidad que presente en su batalla. De momento, lo que para mí está muy claro es que la novela aún no ha explotado ni el cinco por ciento de sus posibilidades»

los que has dado una singular vuelta de tuerca llegando a sugerir, contra la opinión (o el sentido) común, que la novela está más bien en sus primeros balbuceos. ¿Qué alimenta ese vitalismo literario? ¿Por qué escribir? ¿ «Qué hacemos aquí»?

Mira, acabo de ver a Milei en la portada del Time , algo que ha sido leído como un salto a la fama del gárrulo. Para mí, esto sólo confirma que los medios distribuyen en el mundo entero las mismas simplificaciones y clichés que pueden ser aceptados por la mayoría, por la humanidad entera. Fíjate en que todos manejan las mismas jerarquías: lo importante y lo insignificante. Es el espíritu de los tiempos, se oye decir, pero ese espíritu es precisamente contrario al espíritu de la novela, que es la complejidad misma y, además, el fascinante reino de la ambigüedad. Por fortuna, observo que recientemente la novela está despertando y comenzando a erigirse como la enemiga máxima de la realidad que tratan de vendernos –bien uniformados– todos los medios del mundo. La novela, en su lucha contra la supuesta «actualidad», se está liberando de lo que tanto la agarrotó: el acanallado, por interesado, imperativo de verosimilitud; la obediencia al realismo; el absurdo rigor de la cronología. La novela, en oposición al mediocre decorado realista que nos presentan todos los medios, tiene unas posibilidades inmensas. Dependerá su continuidad de la intensidad que presente en su batalla. De momento, lo que para mí está muy claro es que la novela aún no ha explotado ni el cin co por ciento de sus posibilidades.

Teniendo en cuenta ese panorama, ¿qué le dirías a alguien que empieza a escribir pensando que está todo hecho y que la tierra es yerma?

«Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían, y aún no había crea -

do el mundo, todavía no había nada. También eso ya me lo habían dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y comenzó» (Macedonio Fernández, Museo de la Novela de la Eterna ).

Antes decías que de la certeza hay que huir enseguida… y el propio Macedonio cultivó con maestría el arte de la duda. Otro autor que parece haber construido su obra sobre la duda (o sobre la indecisión) es Sergio Chejfec, quien escribió que esas «indecisiones» son esenciales para la naturaleza híbrida o ambigua de la obra. Chejfec destacó también que los personajes de tus novelas carecen de grandes atributos morales o psicológicos, representando una suerte de «heroísmo ignoto y sin resultados», muy característico de nuestra época. ¿Qué deseo mueve a tus personajes? ¿Dirías que la indecisión es uno de sus atributos? Y, en ese caso, ¿hasta qué punto te parece que ese heroísmo sin resultados del que habla Chejfec pueda ser característico de nuestra época?

Si me preocupan las entrevistas que hago cuando promociono algún libro es por el titular que aparecerá y que nunca coincide con mi forma de ser, de hablar, porque jamás, que yo sepa, he emitido una respuesta absoluta, contundente ni totalitaria. Y los titulares de prensa son afirmaciones que suenan a convicciones, las extraen de lo que has dicho, pero te hacen decir frases que suenan a convicciones. Y las convicciones, así como las sentencias, me suenan a habitación cerrada y podrida.

En cuanto a leer a Sergio Chejfec, fue todo un acontecimiento para mí, precisamente por su ejercicio continuo de la duda, por su práctica inteligente y permanente de la indecisión. Que un libro como Mis dos mundos , por ejemplo, no esté considerado como un punto de inflexión dentro de la novela hispanoamericana contemporánea da que pensar. Algo en la crítica no anda bien del todo.

«¿Me encuentro afuera o dentro? Diría –traducido a 38 idiomas– que dentro. Por otra parte, hubo una época en la que parecía que tuviera

que pedir disculpas por ser raro, o excéntrico, pero hoy en día lo raro está en el centro de todo. Lo raro en literatura, como acaba de decir Tiphaine Samoyault en Le Monde, es simplemente lo queer, la desestabilización total

de los registros y categorías del género»

Como sucede con Roberto Bolaño, aun siendo un autor internacionalmente premiado y reconocido, quien se acerca a tu literatura hoy en día lo sigue haciendo desde la concepción de lo marginal, incluso de lo raro (sea lo que sea que esto signifique). Hay ahí una tensión que consigues preservar y expandir con cada nuevo proyecto. ¿Hay un interés deliberado por ocupar determinadas posiciones? ¿O puede considerarse que el margen es el espacio natural de tu escritura?

Decía Audrey Hepburn: «¿Para qué cambiar? Cada uno tiene su propio estilo y, cuando lo haya encontrado, debe atenerse a él». Así de sencillo. Mi estilo puede ser algo que me identifique ante los demás, y siempre me ha parecido que debía ser fiel a él y aprender, no dejarme llevar por todas aquellas modas que surgen cada cierto tiempo. Mi lema o consig-

na general desde que empezara a escribir ha sido no traicionarme nunca a mí mismo. Y eso lo he llevado a rajatabla. Puede que el margen sea el espacio natural de mi escritura, pero es que tengo la impresión de que ¡precisamente me muevo en el espacio natural y hasta central de la escritura! ¿Cómo tomarme esto? ¿Me encuentro afuera o dentro? Diría –traducido a 38 idiomas– que dentro. Por otra parte, hubo una época en la que parecía que tuviera que pedir disculpas por ser raro, o excéntrico, pero hoy en día lo raro está en el centro de todo. Lo raro en literatura, como acaba de decir Tiphaine Samoyault en Le Monde, es simplemente lo queer, la desestabilización total de los registros y categorías del género.

Me gustaría conectar ahora la fantástica cita de Macedonio Fernández –que tiende un puente secreto con otra conversación nuestra, recogida en Too late –con la lealtad al estilo propio y a uno mismo a la que te acabas de referir. Macedonio escribió una novela hecha de prólogos, siempre diferida, que lo acompañó durante prácticamente toda su vida. De tu obra se ha dicho que vuelve sobre temas afines y que incluso pareciera ser un único libro en continua expansión. Tú mismo has jugado conceptualmente con esta posibilidad en una novela que aprecio especialmente, Mac y su contratiempo , donde retuerces los límites de la reescritura y la originalidad, la repetición y la diferencia. ¿Cómo aborda Enrique Vila-Matas cada nuevo proyecto literario? ¿Cómo convives con el tópico del escritor de una única obra en « movimiento perpetuo», como diría Monterroso?

Bueno, verás. No me levanté un buen día y dije: voy a escribir mi primer libro, pero éste pertenecerá a una obra que, con un poco de suerte, acabará siendo una literatura . No, no fue así. Publiqué unos cuantos libros tratando de saber de qué quería hablar. O, mejor dicho: buscando que otros me dijeran de qué hablaba. Con Impostura , el primer libro que publiqué en Anagrama, la cosa se aclaró bastante. El tema de la identidad imposible –que estaba ya en el título mismo de la novela– indicaba por donde iban mis obsesiones. Mis obsesiones, he dicho. Pero en realidad sólo había una: ¿qué era la literatura, era aquella disciplina a la que había empezado a dedicarme?

Recuerdo que Jordi Llovet en La Vanguardia dijo que lo interesante de Impostura no estaba tanto en la reiteración de un motivo literario usual, cuanto en «la muy inteligente articulación de este motivo como el motivo mismo de la literatura y el lugar del escritor en el seno del curso literario».

Es probable que, a partir de aquella nota de Llovet, cambiara mi actitud kafkiana de sentir que no pisaban ninguna tierra firme mis pies y comenzara a adentrarme, aunque fuera con falsa seguridad, en la investigación acerca de por qué escribía. Preguntado el gran Paul Auster por la misma cuestión, acerca de por qué escribía, recuerdo que dijo que sólo sabía que escribir era una extraña forma de vida: una persona encerrada en una habitación, esforzándose por llenar de palabras unas cuartillas con objeto de dar vida a lo que no existe, salvo en la propia imaginación. Y se preguntaba Auster por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así. Es lo mismo que me sigo preguntando yo también cada día. Aunque en mí estoy seguro de que influyó el consejo que Raymond Queneau le dio a Marguerite Duras y que ella me traspasó un día, lo recuerdo muy bien, en el rellano de la tercera planta del número cinco de la rue Saint-Benoit: «Escúcheme bien, usted solo escriba, y no haga nada más».

A pesar del consejo de Queneau que recibiste a través de Duras, no hacer «nada más» no te ha impedido demostrar siempre un interés por las demás artes (el cine, la pintura, la música o el teatro), muchas veces bajo el prisma de las vanguardias. De hecho, en tu trabajo reciente hay un acercamiento más directo

a las artes plásticas, y en particular al arte contemporáneo en sus diversas manifestaciones. Ahí están Kassel no invita a lógica , como gran punto de inflexión –particularmente influyente–, pero también Marienbad eléctrico y Una novela oblicua , que nace de tu intervención literaria sobre la colección de La Caixa en la Whitechapel Gallery de Londres. ¿En qué puede beneficiar a la literatura su acercamiento a las demás artes? ¿Qué extrae tu obra, particularmente, de esa mirada oblicua?

Un día de mi extrema juventud vi la serie de Las Meninas , de Picasso, en el museo Picasso de mi ciudad. Hacía sólo unos meses que, en el Prado, en Madrid, en un viaje con amigos del colegio, me había quedado estupefacto al ver que allí había pintores de caballete que copiaban, con la máxima exactitud posible, cuadros. ¿Para qué si ya estaban pintados? Me quedé de piedra ante aquellos pintores que trataban de copiar con exactitud la realidad. Por eso, cuando vi lo que había hecho Picasso con Las Meninas , se me abrió un mundo. Pintar o escribir no necesariamente consistía en pintar o escribir lo que había sido ya pintado o escrito, más bien consistía en llevar una extraña forma de vida y explorar los abismos de las mejores obras y no poner barreras absurdas entre las diversas artes. Por cierto, An Oblique Novel está pidiendo, más allá

Fotografía de Magdalena Siedlecki
«El Calculador (llamémosle así) no llega a enterarse nunca del precio que ha pagado por no atreverse a dejar de ser. Y es que el precio que paga es quedar fuera de mi mundo. Y naturalmente, aunque llegaran a decírselo, no le preocuparía nada esto, y es que para algo el Calculador es calculador. Y yo el que puedo divertirme con él»

de la edición inglesa, una edición en español. Según Paula de Parma, es uno de mis mejores textos. ¿Y qué hay en él? Que yo sepa, mi biografía en forma de exposición.

Ya sea como tema o como procedimiento, el arte es una fuente de la que beben también otros narradores actuales como Miguel Ángel Hernández, Vicente Luis Mora, María Gainza, Verónica Gerber, Siri Hustvedt, Sònia Hernández, Tom McCarthy o Carlos Fonseca, entre otros muchos. La lista es necesariamente provisoria. Después de haber leído algunos de sus libros, ¿dirías que esta relación interartística es una suerte de tendencia? ¿Quiere la literatura escapar de su ensimismamiento?

Me lo he pasado en grande leyendo a todos los que has nombrado, porque todos están cargados de ideas, que es lo que quizás más busco cuando leo. Las ideas felices de los otros. Por otra parte, muy pronto percibí que muchas de las inquietudes del arte de los últimos sesenta años entroncaban con las de los literatos modernistas y que las artes visuales eran el lugar adonde había ido a parar el legado de estos. Porque, por lo general, si hace un siglo o más que los experimentos y aventuras más radicales se producían en el ámbito de la literatura –no solo estaba Joyce, sino que tenías a Duchamp colaborando con escritores, o a Joan Miró colaborando con poetas franceses–, eso se ha ido desplazando al arte contemporáneo, como bien saben los autores que me has nombrado y a los que añadiría, por ejemplo, a Valeria Luiselli, Camila Cañeque, Alicia Kopf, Jordi Carrión, Sophie Calle, Fernández Porta, Jean-Yves Jouannais ( Artistas sin obra ) y la lista sigue, pero me detengo aquí porque no tiene límites. Ese desplazamiento se ha producido en parte porque el mundo editorial vive rehén de la lógica del mercado. Claro que hay sellos indepen -

dientes publicando material interesante, y autores estimulantes, pero eso no quita que en general la literatura vaya desde hace tiempo a la zaga de las artes visuales.

«Odio a Agatha Christie y también al sucio de Raymond Chandler». Este es el titular que atribuiste a Patricia Highsmith en una entrevista para La Vanguardia, en 1983. Tu preocupación por los titulares que escogen tus entrevistadores, ¿guarda alguna relación con ese mítico pasado en prensa al que hemos podido acceder recientemente gracias a la edición de Ocho entrevistas inventadas por H&O Editores?

Es que resulta que una de las Ocho entrevistas inventadas no es inventada, y es precisamente la de Highsmith. Que sea falso que yo inventara una de ellas forma parte del juego que establece el mismo libro. El titular de esa entrevista en La Vanguardia pertenece a algo que me dijo realmente Highsmith. Y si hubiera sido un buen entrevistador creo que le tendría que haber preguntado a qué obedecía eso de tratar de «sucio» a Chandler. No tanto en cambio indagar sobre lo de Agatha Christie, pues entiendo que –la superioridad del mundo de Highsmith sobre Christie para mí es inmensa– es muy lógico que no le gustara nada. Lo extraño de esa entrevista verdadera con Highsmith –fue Anna Guitart quien me lo señaló– está en que en las primeras líneas, cual repórter Tribulete , digo que me da «una pereza cósmica» tener que ir a entrevistarla. ¿Cómo es que en la redacción del periódico nadie me llamó al orden por esa absoluta flojera que confesaba yo ahí? ¿O es que trabajaban todos con pereza cósmica allí?

Podríamos pensar también que al no llamarte la atención sobre la expresión –brillante– de la «pereza cósmica», desde la redacción de La Vanguardia estaban

alentando una conspiración creativa que aún perdura encarnada en tu trayectoria literaria. Especulando de esta forma, pienso que muchas veces no somos capaces de identificar los estímulos cruciales que nos llevan a ser lo que somos (un amor de verano, el reconocimiento de un desconocido, el trato ingrato de una persona admirada…). En tu caso, resuenan el nombre de Salvador Dalí, la relación con Marguerite Duras, la misma ciudad de París o el servicio militar en Melilla. A sabiendas de que el relato de la propia biografía es inabarcable, y jugando a pensar posibles alternativas, ¿qué otros lugares, encuentros o personalidades imaginas que podrían haber provocado un cambio de rumbo significativo en tu forma de hacer?

Ahí, como le pasa a todo el mundo, podría especular indefinidamente y sacarme de la chistera una espectacular biografía mía inventada que me serviría más bien de muy poco, salvo para descubrir seguramente que habría muerto mucho antes. Y otra cosa: sería muy idiota construirse otra posible biografía cuando sin Paula de Parma, esencial, no habría tenido vida.

A propósito de los autores de los que hablábamos antes, en cuyas novelas está tan presente el arte contemporáneo, dices que sus libros están cargados de ideas, y que quizá esto es lo que más buscas cuando lees. Cuando enfrentas la escritura de un nuevo libro, ¿partes también de una idea? ¿De una imagen? ¿De una emoción? ¿Qué hay detrás de ese personaje «solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales», sobre el que andas escribiendo estos días?

Creo que parto de una idea, en el fondo ya insinuada en el libro anterior y que encaja perfectamente en el conjunto de la obra coherente de inestabilidad estructurada. Hace unos meses, cuando me preguntaban por mi nuevo libro, antes de citar al «solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales» me limitaba a decir que escribía sobre la oscuridad que la oscuridad que estaba a la vista disimulaba siempre detrás de ella. Con esas cuatro palabras respondía a la pregunta y nadie se atrevía a decir nada más. No podía decirse que no estu -

Fotografía de Magdalena Siedlecki

viera claro lo que buscaba porque a fin de cuentas toda mi obra es una investigación, no sobre lo que vemos, sino sobre todo aquello que no vemos. Partir de un concepto como el de esa investigación sobre la oscuridad oculta me ha llevado, a estas alturas de la novela, más lejos de lo que esperaba.

En tu última novela, Montevideo , Julio Cortázar tiene una presencia muy especial. La crítica ha puesto el acento incluso en tu particular incursión en lo fantástico, o «neofantástico», de gran arraigo en la literatura rioplatense. Sin embargo, intuyo que esa asunción del elemento insólito en la vida cotidiana (desde Franz Kafka hasta Samanta Schweblin) ha estado en cierto modo siempre presente en tu obra, desde el desvío psicológico hasta el tratamiento del absurdo. ¿Hasta qué punto están relacionados tu cuestionamiento del realismo ingenuo, la exploración de formas distintas de verosimilitud y esta idea de lo fantástico como apertura hacia realidades más porosas?

Encontré en Samanta Schweblin la herencia de Bioy Casares, al que leí a fondo en una época. Como lector no pude encontrarme más a gusto con Samanta: una vez más, con talento, lo extraño en lo más próximo a nosotros, el llamado cuento rioplatense. A principios de este siglo, en mis colaboraciones de la última página de El País-Cataluña, yo decía muy convencido que me pasaban cosas raras, y los otros colaboradores decían que a ellos también les pasaban y que no había para tanto, pero en mi caso, me lo hizo ver un amigo, no eran exactamente cosas raras las que veía, sino que era mi peculiar mirada la que hacía que las juzgara raras. Es como cuando Kafka, me decía ese amigo, encuentra muy raro a su padre. Pero su padre, si lo miras bien, decía mi amigo, no era raro, sino un señor comerciante como tantos señores del centro de Praga. El raro era Kafka al ver raro a su padre. Al oír esto, comprendí que todo estaba en la extraña forma de ver las cosas que yo tenía. Y muy poco después, al dejar de ignorar que esa mirada diferente podía poner en pie todo un estilo literario distinto, disfruté confirmando lentamente el mío. Aún me acuerdo de que, al publicar en 1985 Historia abreviada de la literatura portátil, un escritor mexicano, admirador de Carlos Fuentes, dijo que aquello era «ficción radical», y me quedé muy sorprendido, ya no sólo por el adjetivo radical aplicado a la ficción, sino también porque para mí aquello no era exactamente ficción, ya que yo creía en lo que había contado allí. La primera vez que esto me pasó fue, dieciséis años antes, con la entrevista inventada

a Marlon Brando en Fotogramas, que fue el primer texto mío que vi impreso. Oí decir que Brando decía burradas en ella, y me ofendí, porque las burradas las había escrito yo, y las consideraba tan ciertas como si Brando las hubiera dicho… En cuanto a lo de mi apertura en Montevideo hacia realidades más porosas, todo el libro lo construí para llegar a hospedarme en el cuarto que ocupó Cortázar en 1954 en el Hotel Cervantes, de Montevideo, y, una vez allí, averiguar –según lo que me dictara la imaginación en aquel momento– qué había en el oscuro cuarto contiguo. En mi nuevo libro sigo precisamente en la oscuridad de ese cuarto buscando lo que disimula ahí la negrura con su terror incorporado, como si siguiera en mi mundo de lector rioplatense, ahora lector fascinado con Samanta Schweblin.

La idea de la escritura como investigación sobre todo aquello que no vemos o esa capacidad de ver las cosas de otra manera me recuerda a la dedicatoria que escribió tu amigo Paco Monge en la portadilla de tu ejemplar de Detalles de un crepúsculo , de Vladimir Nabokov, el 6 de marzo de 1980: «A Enrique, que lo quiero más por lo que se atreve a dejar de ser que por lo que sabe que puede ser». ¿A dónde te llevan hoy estas palabras? ¿Qué despiertan después de tantos años, de tantas vivencias y de tantos libros?

Creo que veía que diría «no» a las propuestas que en el futuro tratarían de que me traicionara a mí mismo. Y es probable que llegara a percibir que mi interés radical y real por la escritura, la pulsión por llegar al centro mismo de la oscuridad a través de la palabra, iba a llevarme siempre a ser todo lo contrario del clásico calculador literario.

No te voy a preguntar qué precio has pagado por mantener ese compromiso contigo mismo, pero sí me gustaría conocer cuál crees que es el precio que paga el «clásico calculador literario» por no atreverse a dejar de ser. El Calculador (llamémosle así) no llega a enterarse nunca del precio que ha pagado por no atreverse a dejar de ser. Y es que el precio que paga es quedar fuera de mi mundo. Y naturalmente, aunque llegaran a decírselo, no le preocuparía nada esto, y es que para algo el Calculador es calculador. Y yo el que puedo divertirme con él. Mira lo que le hago decir en Montevideo a Madeleine Moore y que es algo que suscribo al cien por cien: «Escúchame bien, no se trata de combatir a tope a los imbéciles, porque de éstos los hay en todas partes, se trata de oír lo que dicen y entenderlos y luego crearnos un mundo en el que los idiotas no entren».

Cuando hiciste llegar tu primer manuscrito a Beatriz de Moura, editora de Tusquets, ¿hay algo que te hubiera gustado saber y que quieras compartir con quienes nos leen ahora en los inicios de su andadura literaria?

A los que inician su andadura sólo me atrevo a decirles que no conozco nada más atractivo que la actividad de escribir, aunque al mismo tiempo haya que pagar cierto tributo por ese placer. Porque es un placer y, como decía Danilo Kiš, es elevación. No inspiración, decía Kiš, no se entienda mal, es elevación, epifanía. Es el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que uno no ha de perdérselos de ninguna forma. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don supremo.

Vamos a asumir que para escribir tu nuevo libro pudieras contar con un asesor literario, al estilo de Bastian Schneider, ¿con qué personalidad –literaria o no– te gustaría escribir a cuatro manos? ¿Qué fantasmas te acompañan en este nuevo manuscrito?

A cuatro manos nunca escribiré. No fastidies, no podría soportar a un asesor a mi lado mientras escribo. Y menos ahora, cuando desde ayer en la novela sigo al pie de la letra este apunte de Canetti: «Partió la mesa en dos y, convertido en dos personas, se sentó a escribir».

Canetti tampoco parece un mal asesor… ni un mal fantasma. Por último, si pudieras elegir un par de títulos, ¿qué libros ajenos te hubiera gustado firmar como autor?

El Quijote y Tristram Shandy son mis novelas preferidas, pero ni en broma se me ocurriría firmarlas. Colocaría demasiado alto el listón para mi siguiente libro.

Antes he dicho «por último», pero no puedo despedirme sin preguntarte: ¿ya sabes cómo volver a casa?

Bueno, nadie sabe lo que es bueno, pero sabemos lo que sería mejor. Y lo mejor para mí no sería precisamente volver a casa.

Fotografía de Magdalena Siedlecki

Dossier Apuntes sobre la narrativa española reciente

Nuevas voces: recuento breve e incompleto de algunas apariciones recientes de la narrativa española por Nadal Suau

La voz de las mujeres en la novela reciente (escritoras españolas e hispanoamericanas que viven o han vivido en España) por Begoña Méndez

Cuando la contaminación es saludable por Mercedes Cebrián

¿Quiénes somos? ¿dónde estamos? (unas casas para siempre) por Rodrigo Fresán

El telescopio invertido por Patricio Pron

Deseo de ser latinoamericano por Carlos Pardo

Estrategias de renovación de la narrativa española por Vicente Luis Mora

Volver a formular un viejo problema por Elvira Navarro

La novela de gran eslora hoy por Domingo Ródenas de Moya

Menos es más, notas sobre la novela breve por Andrés Barba

España no es país para cuentos (españoles) por Diego Sánchez Aguilar

Nuevas voces: recuento breve e incompleto de algunas apariciones recientes de la narrativa española

RResulta de lo más oportuno que Cuadernos Hispanoamericanos encargue un artículo acerca de las nuevas voces de la narrativa española justo en 2024, un año cuyo primer semestre se ha visto marcado por la publicación de dos novelas extensas de autores jóvenes que han acaparado buena parte de la conversación en redes sociales, suplementos y librerías. Hablo de Los escorpiones, de Sara Barquinero (Lumen), y La península de las casas vacías, de David Uclés (Siruela). Aunque no podrían parecerse menos, ambos libros coinciden en desmarcarse de tendencias generacionales que parecían innegociables, como la autorreferencialidad (que no es necesariamente autobiografía), ofreciendo a cambio vastas panorámicas para tratar los asuntos que las protagonizan y una fe en las hechuras de la novela-novela de toda la vida que quizás tenga algo de conservador, estéticamente hablando. Fíjense, si no, en el planteamiento de Uclés, que acude sin ningún giro irónico al universo simbólico del «realismo mágico» para recontar la Guerra Civil, convertida en un tapiz cuyo colorido no disgustaría a Gabriel García Márquez. O en el de Barquinero, cuya aproximación a las heridas mentales de nuestra época (depresión, adicción, paranoia, suicidio…) se sirve de las lecciones del posmodernismo americano, marinado con recursos de thriller y terror y un talento lúdico para reconfigurar los tópicos de otras corrientes más coyunturales, como la novela rural.

Cuando digo que la comunidad lectora ha «conversado» en torno a estos títulos, no utilizo palabras vanas: la crítica se ha dividido (sobre todo, con Barquinero y su estilo), los ideólogos se han hecho preguntas (sobre todo, a propósito de Uclés, por la posible, y a mi juicio inexistente, banalización de la Guerra que supondría contarla en clave «mágica»), etc. Si quieren mi opinión, se trata de dos magníficas novelas que amplían el campo de batalla de la narrativa de su generación, precisa y paradójicamente al reclamar el

derecho a trabajar con herramientas heredadas, y eso que soy el primero en tener muchísimas prevenciones (de tipo estético) ante la idea de relanzar eso del realismo mágico a estas alturas; sin embargo, cuando se hace con tanta convicción, cuesta no rendirse al resultado. En cuanto a Barquinero, y sin obviar que el éxito de Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez (Anagrama) ha provocado una ola que juega a favor de Los escorpiones, me parece que su capacidad para ensamblar un montón de elementos de apariencia dispersa la convierte en un ejemplo que podría ser muy fértil en los próximos años para la narrativa española. Ahora, retrocedamos un poco en el tiempo. En 2021, la revista Granta da a conocer su influyente selección de ‘Los mejores narradores jóvenes en español’, siendo jóvenes el equivalente a «menores de treinta y cinco años». Los españoles que aparecen en ella son todos interesantes, aunque no sé si esta clase de jerarquías tienen sentido (y, si la tuvieran, la lista no sería la mía). Además, a estas alturas, dado el timing de sus trayectorias y la publicidad y la consagración que supone haber sido escogidos por un prescriptor tan poderoso, no sé si corresponde incorporarlos a un texto como este. Al menos, citémoslos: David Aliaga, Irene Reyes-Noguerol, Alejandro Morellón, Cristina Morales (sin duda, la más reconocida internacionalmente, ya muy lejos de ser una nueva voz se mire por donde se mire). La lista se completa con otros dos nombres en los que sí querría detenerme por un momento. El primero es Munir Hachemi, que con El árbol viene (Periférica, 2023) lograba una obra mayúscula, inteligentísima, perturbadora. La novela juega a ser un informe antropológico o un libro genesíaco para hablar de la relación del hombre con la ecología a través de una indagación lingüística: así como suena, casi nada.

El otro nombre es el de Andrea Abreu, cuyo debut Panza de burro (Barrett, 2020) fue un éxito absolutamente inesperado

que permite múltiples abordajes e interpretaciones. Abreu cuenta la sencilla historia del coming of age de dos amigas, casi niñas que de pronto se descubren deseándose y amándose. La inmediata viralización del libro nos habla, sobre todo, del modo en que las lectoras españolas construyen comunidad y vínculos en redes sociales mucho más allá de las estrategias que diseñan los transatlánticos del mercado editorial, y son esas comunidades las que convirtieron Panza de burro en un fenómeno sociológico. La novela es ágil, vital y desacomplejada, y está escrita en un castellano tomado al asalto por los rasgos coloquiales del habla en las Canarias, rasgo que sin duda explica el desembarco de Abreu en la lista de Granta, no en vano su editora, Valerie Miles, le concedió una especial importancia al criterio de localizar obras que supiesen evocar los distintos registros geográficos de la lengua. Pero, sin ánimo de comparar, asimilar o poner a competir entre sí dos novelas que no presentan mayor conexión, si se trata de valorar este último factor, es imposible obviar la divertidísima y desobediente Solo quería bailar, de Greta García (Tránsito, 2023), protagonizada por una bailarina presidiaria que escribe en andaluz y suelta una perla tras otra, convirtiéndose en una especie de voz anarquista del pueblo a cóctel molotov por página (o por pirouette). Maravillosa. Por lo demás, los nombres masculinos de Uclés, Aliaga, Morellón y Hachemi (y no serán los últimos que mencione, claro) contribuyen a equilibrar una realidad a tener en cuenta: la renovación literaria corre a cargo de mujeres. O quizás sería más exacto abrir el abanico y aclarar que la protagonizan mujeres y personas que pertenecen de un modo u otro al colectivo lgtbi+. No se me escapan las aristas de hacer este tipo de planteamiento (para empezar: esas circunstancias identitarias son importantes, desde luego, pero no son todo el individuo). Hace poco ya deslicé esta observación estadística en redes sociales, y alguien se preguntó si de verdad hacía falta «sexar» la literatura. Entendí la prevención, pero lo cierto es que el hecho (porque es un hecho, bien fácil de contrastar) trae aparejada información sobre quiénes leen hoy; qué historias interesan más al mercado, sí, pero también a los lectores más estimulados; cuáles son los balances ideológicos en el campo literario actual; etc.

Por otra parte, hay otra tendencia, menos obvia y más difícil de interpretar, que me resulta muy llamativa, y es la gran cantidad de narradoras que se han formado en primer lugar como actrices, dramaturgas, coreógrafas, directoras de escena… Es el caso de las mencionadas Cristina Morales y Greta García, a quienes se añaden otras autoras recomendables como Carla Nyman con Tener la carne (Reservoir Books, 2023), Yaiza Berrocal con Curling (H&O, 2022), la inédita Rocío Collins (cuyo debut narrativo, Éxtasis en una noche de verano, está previsto en octubre), Violeta Gil con Llego con tres heridas (Caballo de Troya, 2023), Elisabeth Duval (volveré a ella enseguida)…

«El cuerpo, en concreto el cuerpo femenino en primera persona, ha sido el tema literario decisivo de las últimas décadas, un territorio que pronto se reveló poco y mal explorado. Pensar ese cuerpo exige pensarlo en el espacio. Visto así, volver al teatro como paso previo a la renovación narrativa podría considerarse la continuación natural de búsquedas precedentes, una muestra de lealtad expansiva al legado de las maestras, y un énfasis carnal»

sentido ya habían sido tratadas antes, pero sí como materia narrativa central, con un entorno dispuesto al fin a escuchar y sentirse apelado. La novela-fenómeno en esta categoría ha sido La mala costumbre, de Alana S. Portero (Seix Barral, 2023); la tapada, Solo los valientes, de Alejandro Albán (Círculo de Tiza, 2022); y la más sorprendente, Reina, de Elisabeth Duval (Caballo de Troya, 2020). Ninguna es perfecta, a decir verdad; pero las tres aparecen en este texto porque concretan propuestas literarias convincentes que apuntan en direcciones valiosas. En todo caso, dije que Duval aportó la obra más inesperada porque Reina, una especie de diario ficcionado que retrata la vida de una estudiante de filosofía trans en París, desprendía una felicidad juvenil desdramatizadora y hasta glamourosa que, aunque irritaría a alguien, también contribuía a darle la vuelta a nuestras expectativas. Ahora bien, la autora sí logró una novela breve muy completa e inapelable con su segunda incursión en el género, Madrid será la tumba (Caballo de troya, 2021), que indaga en el mundo de la extrema derecha madrileña sin olvidarse de los dilemas de identidad sexual.

¿Qué significa esto, si es que significa algo? Reproduzco algunas hipótesis que ya ofrecí en otro lugar hace un año: «la representación escénica equivale a las instalaciones temporales que predominan en el arte: fugacidad en época de aceleración, obra en flujo cuando la posteridad ha devenido promesa inverosímil, ridícula. Pero, sobre todo, el arcaico escenario se ha convertido por sorpresa en sinónimo de cuerpo, carne presente en movimiento, réplica tangible a la sobreexposición virtual sin renunciar a la palabra, plataforma donde interrogar los límites del género y del sexo. El cuerpo, en concreto el cuerpo femenino en primera persona, ha sido el tema literario decisivo de las últimas décadas, un territorio que pronto se reveló poco y mal explorado. Pensar ese cuerpo exige pensarlo en el espacio. Visto así, volver al teatro como paso previo a la renovación narrativa podría considerarse la continuación natural de búsquedas precedentes, una muestra de lealtad expansiva al legado de las maestras, y un énfasis carnal».

A partir de lo anterior pueden reseguirse dos pistas. La primera nos conduce a la aparición de los cuerpos y las vidas trans, no como materia narrativa, puesto que en ese

En cuanto a la segunda pista que nos ofrecía aquel párrafo, está relacionada con el registro de los sellos o colecciones editoriales que se han especializado en dar oportunidades a firmas debutantes. Algunas pertenecen a entramados empresariales enormes. Así, Reservoir Books y Caballo de Troya forman parte de Penguin; la segunda funciona mediante una fórmula original, que consiste en tener un editor invitado durante un ciclo que al principio duraba un año y ahora se ha extendido a dos. La última residente, ya a punto de cerrar su etapa, ha sido Sabina Urraca (por cierto: aunque imposible de encajar en la categoría de nueva voz, no quiero dejar de apuntar que Urraca es una excelente candidata a novelista española más en forma del momento, como demuestra El celo, publicada por Alfaguara este 2024). Eso sí, Reservoir tiene una calidad de producción y una distribución que revelan una apuesta mucho más decidida por ella que las de Caballo de Troya. En la primera han aparecido las dos novelas de Sara Torres, Lo que hay (2022) y La seducción (2024), suerte de exposiciones de caso al servicio de un discurso entre divulgativo y especulativo, de muchísimo éxito pese a que la autora es mejor poeta que narradora (en todo caso, eso sí, una inteligencia); en la segunda, destacaría, desde parámetros de gusto personal, la elegancia clínica de Alejandro Simón-Partal en La parcela (2021); Se te oscurece el pelo de María José Hasta (2023),

las ya mencionadas Llego con tres heridas y Reina; Listas, guapas, limpias de Anna Pacheco (2019); y Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz (2019; aunque la autora tenía otros libros relevantes antes de su paso por la colección, y debutó en el lejano 2007). En todo caso, bucear por su catálogo es un ejercicio muy útil.

Ahora bien, el papel de las editoriales independientes tiene un peso al menos igual de significativo, aunque no siempre logren la repercusión merecida. Es imposible (además de que nadie me lo ha solicitado) que yo dibuje aquí el mapa de ese territorio editorial disperso, a menudo precario y casi siempre desatendido por los grandes suplementos, magazines y grandes cadenas libreras. Más aún si descendemos al detalle de los sellos más pequeños, que es donde la mayoría de las vocaciones literarias debutan hoy. Hablo de proyectos como Mrs. Danvers, Niños gratis (infalible), Cántico o Dieci6, por poner solo cuatro ejemplos, y no los pongo porque sí: en la última casa pudimos leer las puestas de largo de dos autores a seguir, Adrián Fauro con Mare meua (2023), volumen de cuentos que es un buen ejemplo de la pulsión memorialista de su generación y que registra inquietudes urgentes en la sociedad española, como el turismo o la tensión lingüística que se vive en nuestros territorios bilingües; y Millanes Rivas con Tan jóvenes y la pena (2021), no menos autorreferencial. La segunda novela de Rivas (que, por cierto, es otro ejemplo de narrador forjado previamente en el teatro), Paisaje nacional, ha aparecido este mismo 2024 en Alianza.

indemostrable (La navaja suiza, 2020), el traductor Ce Santiago armó una ola de cadencia casi bíblica para conformar una historia llena de dolor en torno a la desolación de un padre y un hijo; etc.

Por último, debería quedar claro que las tan traídas y llevadas nuevas voces no tienen por qué ser veinteañeras. Rosario Villajos tenía cuarenta años cuando debutó, y se ha consolidado como una especie de heredera hardcore de Elvira Lindo con La muela (Aristas Martínez, 2021) y La educación física (Seix Barral, 2023, Premio Biblioteca Breve), más por la posición que está en camino de ocupar que por un parecido profundo de sus respectivas literaturas; Begoña Méndez se ha convertido en una autora de culto instantáneo con su escritura apabullante que casi siempre cae del lado del ensayismo pero se confunde fácilmente con lo lírico y lo narrativo, y que con Autocienciaficción para el fin de la especie (H&O, 2022) logró, no sabría decir si su mejor libro, pero sí el más novelesco y por lo tanto el que tiene mejor acomodo en este artículo, un derroche de ideas, detonaciones, desgarros y metamorfosis identitarias que está entre lo más contemporáneo que se ha escrito en España en los últimos diez años; Mar García Puig consiguió darle un giro renovador a una temática que agonizaba entre reiteraciones, la maternidad, con La historia de los vertebrados (Random House, 2023), su primer libro; con El mar

El espacio se acaba y me gustaría cerrar con una aclaración bastante anticlimática, lo admito, pero que me parece necesaria. Como es lógico, una panorámica como la que ofrezco aquí está destinada a ser incompleta, eso ya lo sabíamos ustedes y yo de antemano. Ni cabe todo lo relevante en dos mil quinientas palabras, ni mi cabeza y mis notas lo recuerdan todo. Sin embargo, a esas limitaciones se les añade un potencial malentendido: ¿qué entendemos realmente por nuevas voces, ese tópico dichoso? ¿No es un concepto demasiado abierto? En mi caso, he optado por pensar en nombres que hayan aparecido en el circuito editorial de 2020 en adelante, o en 2019 como mucho, descartando a quienes tienen un recorrido anterior, incluso si sus primeros títulos apenas se distribuyeron, andan desaparecidos o no alcanzaron a definir sus constantes posteriores. La decisión ha implicado dejar fuera una larga nómina de autoras y autores que una parte de la comunidad lectora latinoamericana (no toda, por fortuna) quizá no conozca todavía y que, por lo tanto, habría identificado como novedad. Qué se le va a hacer. Me consuela saber que esto solo es un juego. Por lo demás, ni Granta, ni las listas de lo mejor del año, ni yo, ni la agente literaria que alguien está contratando en este mismo instante podemos intuir qué quedará en pie dentro de diez años.

La voz de las mujeres en la novela reciente

(escritoras españolas e hispanoamericanas

que viven o han vivido en España)

por Begoña Méndez

EEl título de este artículo no es un capricho; en Cristal, ironía y Dios , Anne Carson afirma que ponerle puerta a la boca femenina ha sido un importante proyecto de la cultura patriarcal desde la Antigüedad hasta nuestros días. Su táctica principal es asociar ideológicamente el sonido femenino con lo monstruoso, el desorden y la muerte». Por eso, invito a pensar en la reciente novela escrita por españolas e hispanoamericanas que viven o han vivido de este lado como puertas que se abren para ampliar los relatos acerca de qué significa ser humano y estar vivo. Desde muy diversas apuestas estéticas y formales, las autoras que aquí convoco conocen el poder de las narraciones para vehicular preguntas universales y tratar de sostener un sentido, precario e inestable, a esta cosa de ser cuerpos arrojados al mundo. Asumo que la nómina es incompleta: imposible abarcar todo. Ojalá quienes se acerquen a este texto inserten a otras autoras que han abierto zaguanes y ventanales; tan importante es el aire fresco.

Hay autoras que deciden contestar a la etiqueta de «monstruo» con escrituras que honran sus alaridos rabiosos y sus fiebres femeninas; unos gritos y trastornos que se reelaboran desde una enorme conciencia literaria y se vuelcan al papel con magníficos resultados. Pienso, por ejemplo, en La historia de los vertebrados (Random House, 2023) donde Mar García Puig (Barcelona, 1977) declara: « El 20 de diciembre de 2015 me convertí en madre y enloquecí»; este arranque pone en marcha una novela que invoca a otros cuerpos enajenados para ensayar una posible memoria de mujeres que han sido censuradas por no ceder a las cárceles morales históricamente impuestas. En Visceral (Páginas de Espuma, 2024) María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) elabora una poética del terror corporal a partir

de su experiencia íntima, pero la convierte en rebelión colectiva porque da voz a todos los seres que no entran en el sistema de los cuerpos dignos y normativos, esos que sí merecen ser amados.

Hay escrituras que no pueden evitarse o, como diría Aixa de la Cruz, «cuánto mejor que la gente señale la herida a que aparezca desangrada sin previo aviso en la bañera». La idea de «literatura inevitable» no es mía, sino de Natalia Carrero (Barcelona, 1970). En su novela Otra (Tránsito, 2022), hay una mujer dañada por los miedos heredados de su familia burguesa y el remedio es el alcohol, a la vez síntoma y alivio, descanso y autoagresión. La virtud de la novela es el despliegue de un humor corrosivo que anula cualquier pulsión de leer a las mujeres como víctimas; al contrario, son cuerpos inconvenientes que molestan al sistema, como lo son los hombres rotos e improductivos que reducen a la nada los relatos de los hombres como héroes sin fisuras.

Aborrezco hablar de temas para pensar las novelas, prefiero hablar de motivos. Un motivo es todo aquello que moviliza una historia. Hay novelas que relatan las familias y hogares como instancias represivas donde un padre u otro hombre es el enemigo a batir o con quien reconciliarse; hay narraciones de duelos, suicidios o enfermedad, y hay abuelas entrañables frente a las madres terribles que solo legan silencios; hay cuerpos que se remueven ante los discursos de género que los atraviesan: estás loca o eres tonta, retrasada o panchita, puta o falsa mujer son las réplicas comunes a esos cuerpos que se alzan en rebelión. Hay historias de fugas y de regresos, de búsqueda identitaria: versiones bastardas de la llamada del héroe, como es el caso de la novela de Alana Portero (Madrid, 1978), La mala costumbre (Seix Barral, 2023), en que la protagonista em -

La autora hispanomexicana Brenda Navarro. Fotografía: Isabel Wagemann

prende un largo viaje hacia formas de habitar la propia carne que no sean dañinas ni lacerantes; su hallazgo es convertir la rabia contra un sistema tránsfobo y clasista en potencia poética y hacer de las agresiones una historia de belleza y no un relato bélico.

La educación física (Seix Barral, 2023) de Rosario Villajos (Córdoba, 1978) es la aventura de una adolescente que busca emanciparse de la opresión del hogar, de los muros patriarcales que aprisionan su cuerpo y sus fuerzas vitales. Si la faja es la metáfora de la carne femenina sometida a vigilancia, hacer autoestop es

«Por eso, invito a pensar en la reciente novela escrita por españolas e hispanoamericanas que viven o han vivido de este lado como puertas que se abren para ampliar los relatos acerca de qué significa ser humano y estar vivo. Desde muy diversas apuestas estéticas y formales, las autoras que aquí convoco conocen el poder de las narraciones para vehicular preguntas universales y tratar de sostener un sentido, precario e inestable, a esta cosa de ser cuerpos arrojados al mundo»

el símbolo de un cuerpo que pugna por hacerse con un mundo propio, más allá de miedos y prohibiciones. Su valor literario reside en el análisis profundo del pasmo adolescente ante una sociedad que concibe a las niñas como cuerpos peligrosos causantes de mil tragedias. Su prosa brilla como brillan las mujeres que deciden no temer.

Otra propuesta esencial de las novelas que abordo es la indagación en los orígenes, la voluntad o necesidad de organizar los recuerdos, transformarlos en memoria y asumir que el pasado no está muerto y se agazapa

«Aborrezco hablar de temas para pensar las novelas, prefiero hablar de motivos. Un motivo es todo aquello que moviliza una historia. Hay novelas que relatan las familias y hogares como instancias represivas donde un padre u otro hombre es el enemigo a batir o con quien reconciliarse; hay narraciones de duelos, suicidios o enfermedad, y hay abuelas entrañables frente a las madres terribles que solo legan silencios; hay cuerpos que se remueven ante los discursos de género que los atraviesan: estás loca o eres tonta, retrasada o panchita, puta o falsa mujer son las réplicas comunes a esos cuerpos que se alzan en rebelión»

en las sombras del presente. Mirar fijo esa penumbra y sacarla de lo oscuro, asumir el legado incómodo. Desde una primera persona que no esconde lo radical autobiográfico, Gabriela Wiener (Lima, 1975) escribe Huaco retrato (Random House, 2021) para seguir el rastro de su tatarabuelo europeo expoliador de las tierras sagradas de los Andes. A través de esa historia, la autora bucea sin máscara en sus propias trampas ideológicas. Una existencia que también está marcada por el padre muerto a quien no tuvo tiempo de matar simbólicamente en vida. No pudo arrancarse su herencia y ella lleva en su cuerpo el legado paterno: «quiero cercenarme al patriarca que me habita y dejar de celar a mi novia española» escribe una Wiener poliamorosa y comida por los celos. Wiener despliega una prosa pulcrísima de verdad arrebatada que también arroja luz sobre nuestras contradicciones. Y aprendemos a amarlas o por lo menos a no lesionarnos por estar llenas de manchas.

También regresa al padre Violeta Gil (Hoyuelos, 1983); en Llego con tres heridas (Caballo de Troya, 2022) la autora reconstruye la biografía paterna porque comprende que solo a través de los actos rituales, que siempre son la juntura de muerte y poesía, podemos despedirnos de los seres queridos y continuar con la vida. Eider Rodríguez (Rentería, 1977) en Material de construcción (Random House, 2023), novela que gira

alrededor de la muerte de su padre borracho, reordena su diario para tratar de entender por qué ocurre algunas veces que las personas deciden abandonar nuestro mundo; «la reina de la casquería» ,como se llama a sí misma, parte de un duelo insoportable para alumbrarse de nuevo como escritora, lejos de la vergüenza y el miedo que su familia burguesa y convencional instaló en su cuerpo desde pequeña. Otro padre que pasó toda su vida suicidándose muy lento es el que aparece en Las voces de Adriana (Random House, 2023); en la novela, Elvira Navarro (Huelva, 1978) reconstruye una genealogía familiar a partir de una premisa hermosísima y enormemente acertada: «antes que individuos, somos lugares donde confluye todo lo que nos precede». Por eso Adriana, su protagonista, no es un cuerpo con voz sino un paisaje de voces impregnadas de un pasado que tendrá que rescatar de debajo de la tierra. Esta es la mejor baza de la novela: el trabajo de exhumación que cadáveres que arden en las venas que la protagonista. En Ceniza en la boca (Sexto piso, 2022) de Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982), la narradora-protagonista trata de comprender el suicidio de su hermano, aquejado de un profundo malestar vinculado a su condición migrante. Ella tampoco está exenta de ese daño; en la sociedad española, cruzada por el racismo y el clasismo, ser migrante es ser estorbo, piel oscura amena -

zante: su lugar está con los viejos dependientes, en un rincón de la vida, en el insomnio y el hambre. Si México significa la extrema violencia, España es el país de las puñaladas suaves; «La conquista española nos dio en la madre», dice la protagonista. Y la madre es también el lugar del desarraigo, símbolo y emblema de la huida de un país que exuda muerte sin fin y de una vida extranjera sin vínculos ni asideros; tal vez por eso, el suicidio del hermano.

En La versión extranjera (Pre-textos, 2019), Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) elabora una voz narradora-protagonista que lucha por dar salida a las palabras que lleva atascadas en la garganta; su madre le transmitió el silencio femenino; no una lengua materna, sino una lengua muerta. Antes de hacerse con un idioma capaz de narrar su propia historia, está el vómito bulímico como síntoma y símbolo: si no hay relato que dé sentido, si no brotan las palabras, al menos que salga el asco. Voracidad de entender y de tragar mundo y después de exhalar lo que nunca se ha contado, lo prohibido e innombrable de la historia familiar. Con una fuerza poética arrolladora que no declina fealdades ni odios ni el conflicto, del Campo escribe una novela bellísima que golpea con dureza en las zonas vulnerables de nuestros cuerpos ansiosos por amar y ser amados. Y lo hace a través de dos versiones. La primera es un viaje a las raíces, a la memoria censurada; en su aventura el hermano, patriarca imbatible, le hace dudar del pasado: «vuelve a medicarte, loca». La segunda es el regreso al cuerpo, la emergencia de un idioma propio, de un relato. No me parece relevante saber si el material narrativo procede de la ficción o de la autobiografía; lo único que me importa es la voz que insufla vida a los relatos, la forma en que se revela el estilo, la estructura, la apuesta estética. En Como puedo (Mr. Griffin, 2022), Maca -

rena Trigo (Madrid, 1979) construye una novela autobiográfica que da saltos en el tiempo; su texto explicita lo que tiene de montaje o de efectos especiales la invención de una historia: REC, STOP, REW, FORWARD: sentarse a escribir después de haber deambulado por las ruinas del pasado ayuda a ubicarnos en un mundo enorme y raro. También en Fármaco (Random House, 2021), Almudena Sánchez (Andratx, 1985) se encarna en la palabra para relatar los infiernos de la depresión, un descenso a los avernos que estalla en pura luz; su acierto, transitar el territorio del yo con vocación colectiva y reflejar en su texto todas, cualquier tristeza. Un relato está vivo si los personajes no son modélicos ni están hechos de una pieza, si las historias no tienen rasgos moralizantes y la experiencia compleja se muestra sin emolientes que suavicen la lectura. Dejad -

me entrar en vuestra alucinación porque en los cuentos ajenos comprendo mis paradojas y los contornos deformados de mi propia biografía. Y en esto Sara Mesa (Madrid, 1976) es excepcional: sus mujeres oscilan entre la luz y la sombra, son cleptómanas o bestias que se mueven por la carne, solitarias o anoréxicas; no del todo buenas personas, no del todo malas personas. Estas palabras acerca de Rosa, personaje de la novela La familia (Anagrama, 2022), resume bien el lugar desde el que Mesa escribe: «Aquellos que tienen dobles vidas, los que sufren por debajo de lo visible, los que son perseguidos por cometer actos deshonrosos, los que levantan el brazo para protegerse y esconden la cara, tienen ganada de antemano su compasión ». En Las herederas (Alfaguara, 2022), Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) ofrece una novela coral donde cuatro mujeres (una periodista precaria adicta al speed, una médica empeñada en su respetabilidad y que esconde manchas, una madre mala-madre enloquecida y una vegana que se ha embarazado y no sabe de qué hombre) regresan a la casa de la abuela que han heredado tras su suicidio inesperado. En la casa, se dejarán habitar por las huellas y las voces del pasado familiar y entenderán la importancia de recuperar los saberes ancestrales, la magia y la poesía, el conocimiento de las hierbas alucinógenas, los relatos orales. A través de la memoria femenina reconstruida, comprenden que no están locas ni enfermas, que tan solo están dudando del statu quo, que no hay nada que curar. En una suerte de trance chamánico, cada una accederá a su parte de verdad por la vía sagrada. Las herederas aprenderán que es hermoso vivir pese a estar acribilladas a contradicciones.

Porque los cuerpos hablan, aunque carezcan de voz, en muchas de las novelas seleccionadas las protagonistas devoran o no les entra la comida y con frecuencia vomitan. Panza de burro (Barrett, 2020), de Andrea Abreu (Icod de los vinos, 1995), empieza así: «Como un gato. Isora vomitaba como un gato». Ser flaca como la barbie, ser puta como las chicas que llevan parte de arriba, aunque aún no tengan tetas. Que me quieran que me miren: esto es lo que simboliza el vómito de Isora, las ansias de escapar de un entorno estrecho y asfixiante, de un pueblo pobre y polvoriento, sin futuro ni horizonte. Las protagonistas, dos niñas medio abandonadas y famélicas de amor y de cuidados, construyen un mundo propio a partir de los discursos sobre qué es ser mujer que escuchan y reinterpretan en una versión bastarda e inocente. A través del humor impúdico, Abreu muestra las costuras del relato aceptado y lo fuerza hasta romperlo: las niñas son sórdidas porque el mundo es terrible, pero ellas no lo saben; lo replican y retuercen y lo vuelven luminoso. Abreu, con su desparpajo, desbrozó un nuevo camino de la novela española que ya ha encontrado testigos; entre otras, María José Hasta (Huesca, 1989) con Se te oscurece el pelo (Caballo de Troya, 2023); Greta García (Sevilla, 1992) con Solo quería bailar (Tránsito, 2023); Carla Nyman (Palma, 1996) con Tener la carne (Reservoir Books, 2023) o Aida González Rossi (Santa Cruz de Tenerife, 1995) con Leche condensada (Caballo de Troya, 2023), entre otras. Pienso que tal vez la tía ilegítima y deslenguada de todas ellas sea Cristina Morales (Granada, 1985); con Lectura fácil (Anagrama, 2018), polarizó a la crítica y a la comunidad lectora. Sus cuatro protagonistas, diagnosticadas como discapacitadas intelectuales, muestran una habilidad inmensa para dinamitar y zafarse de todas las opresiones institucionales. Libres y lenguaraces, combaten por la causa anarquista y okupa; bailan, follan y escriben con una lengua afilada; entre lo panfletario y el lenguaje trasgresor, Morales narra sus aventuras por una Barcelona triste y encorsetada y el lector que acepta el trato, aplaude, grita y arde ante la potencia emancipadora que emerge desde los márgenes del orden social.

En El celo (Alfaguara, 2024), de Sabina Urraca (San Sebastián, 1984), la protagonista humana prepara y come con compulsión

los platos que su abuela con alzhéimer le ofrecía de niña; mastica y traga para asirse a su herencia y recordar que está viva; devora para sentir que los cuentos de la abuela la sostienen en un mundo sin sentido y que se quiebra porque ha perdido el deseo. Nuestro cuerpo no es nuestro, parece decirnos: aborta, anhela, se desmaya, se moja, engorda o se somete a hombres cruentos y manipuladores en el nombre del amor sin apenas darnos cuenta. Para la Humana, escribir es un alivio, un asidero y su sexualidad, una fuerza mágica y elemental que intenta recuperar tras una relación traumática. En su viaje hacia la voz y el cuerpo propios, surge un amor analfabeto entre ella y una perra; en el río de pipis, cacas y lametazos, la Humana aprende a amar por encima o por debajo del ego humano. Urraca junta oralidad y ensueño, lirismo crudo y un humor que se hunde en lo más negro. Convierte todo lo malo en un reino de belleza insuperable.

Sara Torres (Gijón, 1991) en Lo que hay (Reservoir Books, 2022) desarrolla una poética voraz del deseo femenino que ni siquiera afloja tras la muerte de la madre. También perderá a su amante, se quedará con su novia. En el doble duelo, aparecen las dudas, los interrogantes: ¿se puede vivir más allá de los preceptos morales? ¿se puede ser desleal a la pareja y aun así seguir amando? ¿qué se hace con las vidas que se pierden por guardar fidelidad amorosa? ¿Es la pareja una burbuja amable, como el sueño o las drogas? Toda pasión es conflicto, pero el amor nos vincula. Todo vínculo es conflicto. Tal vez, precisamente a eso, es a lo que se le llama vida.

Y luego están los relatos míticos de los lugares sagrados. En Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House, 2024), Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988) configura una novela coral donde un grupo de chicas marcha a un festival de música electrónica a los pies de un volcán para escapar de la violencia de Guayaquil. La protagonista, incapaz de articular una voz propia, se adentra en lo incierto, en la búsqueda del padre huido. Si la música y las drogas son aquí una instancia política de rebelión pacífica, salir en busca del padre es un viaje

identitario. El reencuentro con su progenitor le permite conectar con su abuela fallecida y aprender que su legado es un canto ritual emancipatorio. La niña muda aprende que los vivos son lazos que conectan con los muertos, generación de por medio. La novela de Ojeda es deslumbrante; su lirismo, tan salvaje y exquisito, muestra que lo atroz es requisito para alcanzar lo bello, que el amor nos da la mano en la noche más oscura y que esa mano no salva, pero nos hace cantar.

En Trajiste contigo el viento (La Navaja Suiza, 2022), Natalia García Freire (Cuenca, 1991) despliega nueve voces en delirio, donde belleza y espanto o terror y erotismo son instancias imbricadas que condenan a los humanos. Todo tiempo es circular y estamos abocados a repetir los gestos de los dioses y los padres que nos dieron la vida. Así pues, nos dice Freire, si vamos a reabrir tantas veces las heridas, si las mujeres vamos a ser igualmente castigadas, vivamos llenas de asombro y de deseo. Gritemos ante el milagro de una flor recién nacida.

Así se abren las puertas que mencionaba al principio: con gritos articulados alrededor del asombro de estar vivas y disponer de un lenguaje para escribirlos.

Imagen de la escritora española Sara Mesa. Fotografía de Juan María Rodríguez

Cuando la contaminación es saludable

LLas filtraciones, cuando atacan nuestras paredes o techos, son siempre una mala noticia. Suelen avanzar pausadamente: un día descubres que esa esquina del techo tiene un tono algo más oscuro que lo habitual. La vas observando hasta que, dos semanas después, la mancha ha crecido: se ha expandido también por la pared y no puedes precisar cómo ha sido. En cambio, una filtración metafórica de una literatura a otra, de la que se produce en un continente y viaja a otro, no requiere llamar a ninguna compañía de seguros para arreglar lo ocurrido. Por el contrario, la filtración literaria es motivo de celebración, concretamente la de la literatura latinoamericana, que lleva ya tiempo extendiéndose por la literatura española contemporánea. Quiero pensar que también está ocurriendo en el otro sentido, pero a mí, como habitante de este lado del Atlántico, me corresponde traer ejemplos de lo que hemos recibido, que es tan festivo y abundante como una cesta navideña.

Aterrizar es una palabra pertinente para emplear en un texto como este, pues los libros, en su versión física, suelen llegarnos en avión. Aterrizan menos libros latinoamericanos de los que nos gustaría ver por aquí, ya que, nos sorprenda o no en estos tiempos donde todo parece posible, sus mecanismos de distribución están más cerca de la máquina de vapor victoriana que de los adelantos tecnológicos actuales. Por eso, los libros de Latinoamérica que recibimos vuelan sobre todo en maletas y mochilas de amigos. Ellos, y ellas, como pacientes cero de la transmisión literaria, viajan de allá para acá trayéndonos literatura inesperada gracias a festivales, ferias y otros encuentros literarios, y son los principales artífices de esta grata contaminación que han experimentado nuestras lecturas y, como consecuencia, nuestra escritura.

nas, le debemos un aplauso a Constantino Bértolo, primer editor de Caballo de Troya, quien, además de fijarse en algunos y algunas que estábamos empezando a aclararnos la garganta para alzar la voz impresa a principios de este siglo, nos trajo a rioplatenses como Damián Tabarovsky, Mario Levrero, Daniel Guebel y el bombazo refrescante que supuso la novela Las primas de Aurora Venturini, con esa particular libertad sintáctica de la que tanto aprendimos. Todos estos autores vinieron para quedarse: han ido circulando por otras editoriales y ahora se encuentran en muchas bibliotecas personales de lectores de España.

Leer en las ediciones tan austeras de Caballo de Troya las novelas tempranas de Tabarovsky –La expectativa, Una belleza vulgar y Autobiografía médica– me quitó los muchos miedos que arrastraba, esa pesada bola carcelaria de cuyo candado tenía las llaves aun sin saberlo. Asistir a la naturalidad con la que Tabarovsky insertaba en su narrativa, sin mediar palabra ni preparar a los lectores, citas de sociólogos franceses por doquier me pareció de una impertinencia lite-

Algunas figuras y espacios locales también han sido significativos para este fin: la librería Juan Rulfo, del Fondo de Cultura Económica, lleva décadas trayéndonos lo más selecto de México y de todo el continente. Hoy también lo hace Lata Peinada desde Barcelona (aún lloramos la sucursal de Madrid, que cerró hace solo unos meses). Y, entre las perso-

Igualmente, los textos híbridos de Carolina Sanín, a la que comencé a leer en plena pandemia, me abrieron las ventanas de un cuarto donde faltaba algo de ventilación. ¿Se podría decir entonces que la literatura española estaba mal ventilada? Para mí esa brisa necesaria aparece cuando en un poema hablan las tortugas de las Islas Galápagos, como ocurre en el poemario Las Encantadas de Daniel Samoilovich. O cuando la propuesta es ordenar el Martín Fierro alfabéticamente, como hace Pablo Katchadjian en su libro de título autoexplicativo: El Martín Fierro ordenado alfabéticamente.

En España, muchos escritores reverenciamos a nuestros colegas de Latinoamérica, como si ellos se hubieran caído de niños en la marmita de la creatividad y el dominio lingüísticos y al leerlos asumiéramos que no podemos manejar tantos recursos. «Leer a María Gainza me hace ver que querría que en España fuéramos tan versátiles tan fluidos y capaces de modular el castellano del modo en que lo hacen ellos» –comenta Javier Montes, que es, además, brasileñófilo, a juzgar por sus últimos libros, dos de ellos con trasfondo carioca. Otro aprendizaje claro para él lo sitúa en La guerra de los gimnasios de César Aira: «Me enseñó que hasta ir al gimnasio es un tema perfectamente literario; en cambio, la literatura española suele tirar hacia algo más serio y solemne».

Seria y solemne, pero también realista y costumbrista: esos son los adjetivos con los que se suele calificar la literatura española, la literatura que nació en la misma península en la que Cervantes escribió El Quijote, que es todo menos serio, solemne y realista. Quizá cuando el rio suena, agua lleva, pero las estadísticas están empezando a cambiar y esos adjetivos, como si fuesen un traje estrecho de hombros o corto de mangas, ya no les sientan bien a las obras de bastantes escritores españoles. Que se lo digan a Agustín Fernández-Mallo, que escribió El hacedor de Borges (Remake) con la voluntad lúdica de homenajear al autor argentino, aunque María Kodama no supiera leerlo así.

Hernández» en 2018. Para ella, muchas de sus lecturas esenciales son en gran medida obras latinoamericanas: «Cuando tenía diecinueve o veinte años fue muy importante y todo un shock toparme con Poemas humanos de Vallejo en la biblioteca de una casa rural. Luego, grandes hitos en mi vida como lectora (y por tanto, como escritora) fueron, entre otros, Recuerdos del porvenir de Garro y Los ríos profundos de Arguedas. Y en medio y después, muchos tesoros que me hacen sentir que las tradiciones literarias latinoamericanas (en plural) también son las mías».

Atención a ese plural que emplea García Faet al hablar de tradiciones literarias latinoamericanas, algo obvio para muchos pero que viene bien recordar, pues a menudo nos referimos a «lo latinoamericano» como si hablásemos de un enor-

«Y, entre las personas, le debemos un aplauso a Constantino Bértolo, primer editor de Caballo de Troya, quien, además de fijarse en algunos y algunas que estábamos empezando a aclararnos la garganta para alzar la voz impresa a principios de este siglo, nos trajo a rioplatenses como Damián Tabarovsky, Mario Levrero, Daniel Guebel y el bombazo refrescante que supuso la novela Las primas de Aurora Venturini, con esa particular libertad sintáctica de la que tanto aprendimos» raria maravillosa. Y leer las muchas cuestiones y asuntos no resueltos que Tabarovsky incluye en sus páginas, entre los cuales destaca siempre la pregunta sobre cómo seguir escribiendo hoy, me ayudó a reconciliarme con mi incertidumbre y con mis dudas constantes. ¡Albricias! ¡Se puede escribir desde el no saber!: ese fue un valioso aprendizaje.

Reconforta constatar que la savia literaria de América Latina circula entre autores jóvenes, esos a los que se da por llamar voces emergentes, como es el caso de Berta García Faet, Premio Nacional de Poesía Joven «Miguel

me país con unos intereses estéticos y poéticos homogéneos. Pero esto no es en absoluto así, especialmente en lo que respecta al mundo del libro: las lógicas son otras, y además, hay países con industrias más fuertes, como Argentina, México y Colombia, cuyos libros llegan en mayor cantidad y frecuencia a España. Por eso hay que dar las gracias también, a riesgo de que este texto parezca la página final de agradecimientos de un libro cualquiera, a la existencia del Festival Centroamérica Cuenta, un encuentro literario anual que ayuda a los escritores españoles a cambiar de paisaje. Quien pudo ir a sus primeras ediciones, celebradas en Managua –y donde hoy, desgraciadamente, muchos los artífices del festival no pueden volver por razones políticas– descubrió un mundo totalmente ajeno y cercano a la vez. A pesar de que las cosas están cambiando, la literatura centroamericana sigue siendo una asignatura pendiente para muchos, entre los que me incluyo.

modernistas, con sus arpas polvorientas y sus aves de porte refinado. En la poesía española actual también hay deseos, si no de talar, sí de regar esos olmos secos hendidos por el rayo que, sin duda, nos han dado mucho literariamente, pero que ya es hora de que se pongan un poco más exuberantes, un poco más selváticos.

«Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje», escribió en un poema Enrique González Martínez, discípulo rebelde de Rubén Darío. Ese legendario verso marca su voluntad de cambiar de rumbo poético y de abandonar las imágenes

En este sentido, la Residencia de Estudiantes ha llevado a cabo una labor extraordinaria. Su colección de libros con CDs (un formato que ya nos provoca cierta nostalgia) titulada Poesía en la Residencia, en los que se puede leer y escuchar el recital de muchos de los poetas que pasaron una temporada en la casa, es una idea fabulosa, pues de la manera particular de recitar de un poeta también se aprenden aspectos de su escritura. Asistí al recital de Gonzalo Rojas y recuerdo no saber distinguir cuándo estaba leyendo poemas y cuándo presentandolos: Rojas era un portento lírico, ya fuese dentro o fuera del marco de la lectura. Lo mismo le pasaba al poeta cubano Lorenzo García Vega, que pasó tanto por la Residencia de Estudiantes como por el festival Cosmopoética (otro agradecimiento, por sus muchos aciertos, a quienes lo programaban). García Vega era la antisolemnidad personificada. Escuché hasta carcajadas entre el público esos días, algo no tan frecuente en un recital de poemas en España, y quiero pensar que García Vega ha sembrado algo de su lirismo en España que crecerá en las nuevas generaciones de poetas.

Como ya he apuntado, ese aterrizaje, discreto pero continuo, también se lo debemos en parte a muchas editoriales independientes españolas que deciden confiar en un autor o autora de Latinoamérica y, con tesón, lo publican aunque al principio nadie note nada. Eso ocurre con la editorial Las Afueras, que, desde Barcelona, es nuestra prescriptora de lecturas llegadas de América. Aloma Rodríguez ha conocido a Mercedes Halfon gracias a sus ediciones: «sus libros tenían algo muy próximo, también estéticamente, a lo que a mí me interesaba en el momento de leerla. Y en mis talleres literarios, también uso mucho el libro Las clases de Hebe Uhart, editado por su alumna Liliana Villanueva».

Uhart aterrizó en cambio gracias a la editorial Adriana Hidalgo, que empezó a imprimir parte de su catálogo en España hace ya una década. Así ya no había que esperar a que los libros cruzaran el Atlántico: el PDF lo hacía en su lugar y una imprenta peninsular se encargaba del resto. Uhart, en su voz narrativa, combina dos rasgos que me entusiasman en cualquier persona: parece ingenua, despistada, pero en realidad no se le escapa ni un detalle de lo que sucede a su alrededor. Y algo muy importante: escucha a sus personajes, los deja hablar. Todo su saber literario lo ha compartido en sus talleres, algo que deja ver su generosidad. Precisamente, los talleres literarios son otro legado de Latinoamérica a la literatura española. Y me refiero a un tipo de taller no vinculado en concepto y forma –por suerte– con el modo estadouniden-

El escritor uruguayo Felisberto Hernández, autor de Las hortensias. Foto: wikicommons

se de las clases de escritura creativa. La idea de comunidad, pero también la de un maestro con sus discípulos fieles es la esencia de estos talleres nacidos en América Latina, que muchas veces se celebran en las propias casas de los escritores. Tuve la suerte de dar con uno así en mi veintena, fundado por un escritor español y otro argentino con vocación de divulgadores de la buena literatura: Ramón Pedregal y Rafael Flores. El lugar era un punto de encuentro de escritores en ciernes en el Madrid de los años noventa, donde no era tan fácil coincidir con escritores latinoamericanos como lo es hoy, tal como menciona también Javier Montes: «Siempre pienso que Madrid se ha vuelto una ciudad mucho más amable, divertida y cortés, con un ritmo más humano y agradable, con una atmósfera vital mejor respecto a mis recuerdos de infancia y adolescencia, por la presencia de muchos más latinoamericanos residentes aquí. Eso nos ha enseñado a ser menos ásperos y menos torvos, algo que quizá sean rasgos de españolidad. Creo que eso le ha pasado también a la literatura. Nuestra generación ya se ha criado leyendo a autores latinoamericanos, cada vez más y siempre para bien».

Tampoco nos engañemos tomando demasiado al pie de la letra el refrán «de lo que se come se cría»: no nos vamos a convertir en epígonos de Caparrós, de Poniatowska o de Rita Indiana solo por leerlos fervorosamente. Ni siquiera sería deseable. El novelista Fernando San Basilio me corta en seco cuando le pregunto por la posible influencia en su escritura de Jorge Ibargüengoitia, autor mexicano al que ha leído con entusiasmo y sobre el que está terminando su tesis doctoral: «Esto me recuerda a la diferencia entre imitar y parecerse. Imita quien quiere y se parece quien puede. Yo puedo querer imitar a Robert Redford pero el resultado no es que finalmente me parezca a Robert Redford». De todos modos, poco después acaba reconociendo que algo del mexicano se ha filtrado en sus libros: «¿Qué cosas he aprendido, no obstante, leyendo a Ibarguengiotia y que puedo reconocer en mis libros? Algo que para mí es una máxima: el diálogo ha de ser austero, fugaz. Y también el gusto por un cierto lirismo que a veces puede llegar a lo cómico. El humor verbal sintáctico que vemos en Ibargüengoitia siempre me ha inspirado para escribir».

Andrés Barba, que ahora mismo vive en Posadas (Argentina), también tuvo algunas revelaciones en su época de estudiante universitario al ir descubriendo «otras» lecturas por su cuenta: «La primera sorpresa fue ver lo poco que se conocía a Felisberto Hernández, que en mi opinión es absolutamente fundamental para entender toda la literatura rioplatense. ¿Cómo un autor tan importantísimo podía estar tan desaparecido del mundo español? Ahí descubrí que nos había llegado solamente lo que las grandes editoriales

Imagen de Montevideo, donde escribieron sus obras los autores conocidos como “Los raros”, término que incluía a Mario Levrero, Felisberto Hernández o Armonía Somers

consideraban que era digerible o comprensible para el público español».

Hablando de digestión, me gusta particularmente un simil culinario-familiar que emplea Barba, así que lo usaré como cierre de este recorrido por la polinización literaria entre América Latina y España: «Existía una especie de papá que había decidido qué platos podíamos comer y cuáles no, y me di cuenta de que muchas veces los platos que más nos gustaban eran los que nos habían sido negados». Así que, armados con nuestras cucharas, pero también con nuestras plumas, hoy convertidas en teclados de ordenador, reclamamos comer literatura nutritiva para que la nuestra nazca más libre y apasionada.

Como al final va a resultar que sí, que de lo que se come se cría, hagamos entonces realidad en nuestra escritura estos versos de la uruguaya Circe Maia, Premio Internacional Federico García Lorca de Poesia en 2023: «Por detrás de mi voz/ –escucha, escucha–/ otra voz canta./ Viene de atrás, de lejos/ viene de sepultadas/ bocas y canta».

¿Quiénes somos?

¿dónde estamos? (unas casas para siempre)

UUNO ¿Quién soy? ¿Dónde estoy escribiendo esto? ¿Hacia dónde lo escribo? ¿Importa en verdad quién se es y dónde se está cuando se escribe algo? Mucho y no tanto: porque la patria del escritor (que no es otra que el aleph de su feroz biblioteca doméstica) es el sitio en el que éste reina a la vez que es esclavizado. Ahí, el heroico sueño de un palacio donde sentirse como un galeote. Un lugar dónde llegar para vivir fugándose de esa casa tomada —propia o de alquiler, ocupada en cualquier caso— a la que no se puede volver: porque siempre está en todas partes sin importarle por dónde te muevas o te aquietes.

¿Argentina donde nací y descubrí que sería escritor cuando fuese grande (de tamaño)? ¿España donde vivo

desde hace un cuarto de siglo y ya llevo más libros escritos de los que escribí en mi «país de origen»? ¿Argentaña y/o Españina? ¿El modo tan desgraciado en que los españoles imitan a los argentinos o los argentinos a los españoles en chistes malos con los verbos coger y vale y joder? ¿Madre Patria o Madrastra Patria? ¿Dulces hogares o borrascosas cumbres? ¿Y dónde plantar al tercer ángulo de la radiactiva y constante interferencia mexicana —¿Mexñana?— que estalla ya en mi infancia? Ahí y entonces, mi temprana fascinación por lo precolombino piramidal momificado y por los luchadores enmascarados y por las revistas de la Editorial Novaro (fascinación que es la que, a pedido de esta publicación con un cuadernos y un hispanoamericanos en su nombre, encuadernando la geografía líquida de los muchos acentos de un mismo idioma, me lleva a trazar estas líneas tan curvas como esquinadas, y que tienen en la ciudad de Guadalajara no sólo una Feria Internacional del Libro para todos sino además, en lo muy personal, un valor y peso sentimental definitivo y estilo mantriforme en mi vida y en mi obra y en casa). Y por eso y entonces, ¿cómo emitirle visados y pasaportes a todas las nacionalidades (que no son de ni de una ni de otra parte;

después de todo importa más el lugar donde muere un escritor que el de donde nace) de y a mis libros favoritos; libros que finalmente acaban componiendo en polimorfo y perverso y bendito ADN de un lector que, además, escribe? Quién sabe, quién lee, quién escribe. Allá vamos, aquí y allá y, todos, en todas partes.

«Y

viajes míos y por las mías — ocasionales y como periodista gastro-turístico— de los que me traigo los tres primeros libros de Juan Manuel De Prada y todo lo que anda por ahí de ese alien bonaerense que es Marcelo Cohen. Y la llegada del héroe Ray Loriga o del titán Enrique Vila-Matas abriéndome la

espadachín de la serie más popular de mi infancia. Esa Z que es, también, la última del abecedario pero la primera en plantear el desconcierto para mí y mis amiguitos de ser/ sonar igual que la S y, en ocasiones, que la C (que, nos dicen, en ese lugar llamado España del que nos independizamos, se pronuncian todas de manera diferente como diferente es también la pronunciación de las para nosotros indistinguibles y siamesas y larga y corta B y V). Y, claro, El Zorro (alias Don Diego de la Vega, cobarde a cara descubierta y valiente con antifaz e inspirador directo de muchos posteriores enmascarados Made in USA de la DC y de la Marvel) es universitario español que viaja a la California entonces mexicana para, «en su corcel, cuando sale la luna», proteger a los oprimidos nativos y castigar a los poderosos importados y hacer justicia enmendando errores y erratas. Y nada es casual: encandilado/confundido por su fama argentina, Guy Williams (protagonista de la serie) acabaría yéndose a vivir y a morir a Buenos Aires. Y yo lo admiré y lo vi —en blanco y negro catódico y en colores de carne y hueso— cabalgar caballos que se paraban en dos patas para saludarnos y para que los saludemos con nuestros floridos floretes en alto, en siga.

puerta de esa tan hospitalaria casa suya para siempre con otro de esos deslumbramientos que me (de)formarán para poder hacer lo mío»

DOS Entonces aquí (y allí entonces y siempre, en ese trino tiempo perdido y recuperable) la primera identificación menos o más positiva de tantos objetos más o menos voladores. De esos momentos maravillosos y simultáneos sin importar los años que los separan y los unen y de las cosas transparentes a través de las que brilla todo lo que pasó para seguir pasando y no dejar de pasar nunca. Y antes que nada, claro, el misterio de la letra Z. «Marcando la Z de El Zorro», canta esa canción que —doblada en estudios del D.F.— cantamos todos en los recreos del colegio primero y primario. Canción que era la que abría —todas las tardes al volver de mi colegio— las aventuras rebeldes del paladín/

TRES Y España me sigue siguiendo y sigamos. La aún no mía España posándose sobre mi ya propia Argentina para bailar el vals más centrífugo y fortaleciendo una ya (des)orbitada (in) vocación literaria. Variados ingredientes para semejante potaje: el rimado descubrimiento de la poesía/poética ibérica (y, desde entonces, el convencimiento para mí que si no rima no es poesía sino, apenas, mejor o peor prosa desflecada) en esos tan emocionantes discos de Joan Manuel Serrat y de Paco Ibáñez; los cómics delirantes de otro Ibáñez (Francisco) y la sorpresa de descubrir que a la más sexy de todas las Vampirellas la dibuja un español (Pepe González); el Concierto de Aranjuez; los temblores del importado Narciso «El Hombre Que Volvió de la Muerte» Ibáñez Menta mejorando en mi tele el final de «La pata de mono» de W. W. Jacobs; los despachos guerracivilinos de Hemingway y las incursiones autodestructivas pero tan inspiradas de Orson Welles; las postales que envían familiares viajeros con la arquitectura lovecraftiana de Gaudí o la rareza de Copito de Nieve que bien podría ser hijo de Kong... Y los libros, claro. Esos Clásicos Bruguera adaptados mitad letras y mitad viñetas y esas mega-antologías terroríficas y su colección en Libro Amigo de serie negra dirigida por Juan Carlos Martini y, ahí, mis primeros acercamientos (en espa-

ñol) al suburbial John Cheever y al extraterrestre Matadero Cinco de Kurt Vonnegut proponiéndome no un destino pero sí algunas de las más útiles herramientas para alcanzarlo. Y los muchos títulos en Libro de Bolsillo Alianza con esas portadas de Daniel Gil que eran parte inseparable del asunto. Y, claro, el Quijote (de donde sale todo para que todo vuelva a entrar) primero con la trémula voz de Peter «Man of La Mancha» O’Toole en sincro con ese otro alucinado que es el T. E. Lawrence de Arabia filmado —nada es casual; Only connect! acosejaba/ordenaba E. M. Forster— en la Almería a la que, poco después, llegarían los spaghetti-gunslingers de Sergio Leone & Co. y desde donde vino en barco el inmenso García Ferré, creador de Hijitus & Co. y fundador de esa otra ciudad hispano-argentina que fue y es y será Trulalá. Y más lejos de cerca aún... Mis abuelos españoles en fuga y, de pronto, patagónicos y fundando librería/distribuidora de periódicos y libros al principio del fin del mundo. Y las tertulias de ese raro que es el automoribundo-gregueríaco Ramón Gómez de la Serna (a las que asiste mi padre antes de ser mi padre). Y la figura del sumo editor-cum laude Francisco «Paco» Porrúa (quien sería pareja de mi madre por un tiempo). Y yo distrayéndome de mis imaginarias de servicio militar obligatorio leyendo La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza o las maledicencias de Borges (quien también se refirió a Cien años de soledad con un «me parece extraordinaria y al menos medio siglo de ella es inolvidable») sobre España, a las que disculpa con un rendido poema titulado «España» pero sin por eso negar que, para él, García Lorca se le hace «un andaluz profesional» y que

«el movimiento romántico de España sirve para inspirar a todo el mundo menos a los españoles» y que «a partir de Darío nosotros le dimos más a España que España a Hispanoamérica» porque «la literatura española... Trataré de decirlo cortésmente...».

Y más literatura extranjera pero impresa en España y el deseo que provocaban los codiciados y sonoros volúmenes de Anagrama & Tusquets (y las afinaciones de sus responsables de tanto en tanto aterrizando en la ciudad como si se tratase de arcángeles en busca de jóvenes autores a santificar y ascenderlos a los cielos) y sus traducciones en las que los personajes de John Irving o de Raymond Carver o de Charles Bukowski o de Patricia Highsmith parecían haberse educado en Malasaña o El Raval. Y esos reportajes a escritores (¡el de Cortázar!) en RTVE y A fondo y ese telenovelón que es Los gozos y las sombras. Y las canciones de Gabinete Caligari y Nacha Pop y Radio Futura y la incomprensión de los tímpanos de los 40 Principales ante Charly García hasta que, de pronto, los estribillos de Andrés Calamaro reconstruyen esos puentes y bridges quemados (y mi asistencia como testigo a ese sísmico encuentro/choque entre Fito Páez y Joaquín Sabina grabando un disco que nunca llegará a girar). Y la movida de Almodóvar (y yo en Madrid viviendo de pintar pisos en los que vivo a cambio de pintarlos) consagrándose en festival porteño casi en sincro con el regreso a la democracia argentina. Y El otro lado de la cama y Martín (Hache) triunfando en los Verdi y los Princesa. Y el underground pero de luxe I.C.I. (Instituto de Cooperación Iberoamericana) escaleras abajo en la calle Florida y sus su-

Imagen del editor Claudio López Lamadrid. Foto: David Trías

cesivos directores (a mi me tocan Pedro Molina Temboury, Fernando Rodríguez de Lafuente, Carlos Alberdi, Fernando Villalonga, Rodrigo Aguirre de Cárcer, José «Tono» Martínez) convirtiéndose en suerte de anfitriones de tertuliano salón perfecto y perfectos que alientan los cruces de ida y vuelta. Y viajes míos y por las mías —ocasionales y como periodista gastro-turístico— de los que me traigo los tres primeros libros de Juan Manuel De Prada y todo lo que anda por ahí de ese alien bonaerense que es Marcelo Cohen. Y la llegada del héroe Ray Loriga o del titán Enrique Vila-Matas abriéndome la puerta de esa tan hospitalaria casa suya para siempre con otro de esos deslumbramientos que me (de)formarán para poder hacer lo mío.

Y, sí, de pronto, todos aquellos que soñaban en New York o en París como Tierras Prometidas de pronto son arrastrados a la idea de Barcelona/Madrid como capitales pecadoras del babélico País de las Tentaciones.

CUATRO Y en algún momento (uno de esos momentos que tienen la calidad y cualidad de eras a ser) decido que continuaré haciendo lo que yo hacía en Argentina en España, en una Barcelona todavía by design pero ya presta a ser raptada y violada por olímpicos turistas (y, sí, también habrá escritores turistas a los que la ciudad legendariamente «de acogida» para con todo aquel que teclee un Había una vez...,

naturalmente, suele ofrecer/tratar, quizás por pasajeros, con más atenciones que a los residentes pero nunca del todo naturalizados).

Llegué a Barcelona como escritor pero, además, corresponsal extranjero (se dice que la fecha de expiración de un corresponsal, como la de un diplomático, es de un lustro o poco más, y que luego de eso se pierde la indispensable mirada de afuera para lo de adentro; por lo que ahora sigo reportando pero desde el alias de un español, de un tal Rodríguez: alguien que siempre quiso y no pudo ser escritor y que trabaja bajo las órdenes de un par de tan despóticos como demenciales publicistas argentinos y quien de tanto en tanto se cruza conmigo en alguna presentación en La Central o Laie o Finestres o la exclusivamente latinoamericana Lata Peinada y me mira torcido, porque siempre detestó mis libros). Esa Barcelona que sigue siendo cuna editorial aunque, por estos días, —¿por qué será? ya saben por qué...— los visitantes Bret Easton Ellis y Salman Rushdie y la torturada y poética Taylor Swift prefieran, independientemente, dormir en Madrid.

Mis razones para venir no fueron profesionales ni editoriales (viviendo en Buenos Aires ya había hecho realidad el juvenil sueño húmedo de haber sido editado por Herralde & De Moura/López) sino estratégico/personales y, sí, la Feria del Libro de Guadalajara tuvo algo que ver con ello. Pero, en cualquier caso, se me recibe como a otro más ya no tan joven (tengo por entonces treinta y cinco años) escritor del ya no tan Nuevo Mundo que viene a hacer no las Américas sino las Españas. No soy el primero y no seré el último, pero todos seremos obligadamente poseídos (por imposición de exorcistas locales) por el endemoniado y santo espíritu del Boom. Esa revolución de extranjeros cuya función fue la de funcionar como revulsivo entre los nacionales. Ese exotismo civilizador. Ese movimiento telúrico que ahora es considerado suerte de taberna machirula (olvidándose que la verdadera dueña tras la barra, Carmen Balcells, supo escoger a Isabel Allende como su boom-girl). El Boom como esa piedra que décadas atrás rompió la plácida superficie de un lago y al que siempre le quieren añadir —por voluntad y necesidad de editores y de periodistas— nuevas olas y holas, olitas y adioses. MacCondo, el Crack, esas cosas que resultan algo demasiado parecido a esas noches en la que los adultos salieron y los niños se prueban su ropa y hasta frecuentan los mismos reductos/santuarios de aquellos dioses primordiales, para intercambiar teorías acerca del puñetazo de Varguitas a Gabo como si se tratase de algo tan trascendental como el magnicidio de JFK. Todos los caminos conducen siempre a Macondo (muy de tanto en tanto se agradece y asombran gestos como la antología Líneas aéreas editada por Eduardo Becerra o la labor editorial-exploradora de Claudio López Lamadrid & Equipo) y todos no quieren ir a conocer el hielo sino que se

Imagen del autor argentino Marcelo Cohen. Foto: Di Tella
«Pero, en cualquier caso, se me recibe como a otro más ya no tan joven (tengo por entonces treinta y cinco años) escritor del ya no tan Nuevo Mundo que viene a hacer no las Américas sino las

Españas. No soy el primero y no seré el último, pero todos seremos obligadamente poseídos (por imposición de exorcistas locales) por el endemoniado y santo espíritu del Boom.

Esa revolución de extranjeros cuya función fue la de funcionar como revulsivo entre

los

nacionales. Ese exotismo civilizador»

derriten porque los reconozcan, por ser reconocidos. Pero estos falsos y comunales oasis enseguida se revelan como espejismos (de)generacionales. Y la idea de grupo armado se desarma y diluye en individualidades (no daré nombres, ya saben cuáles son) a considerar con gran entusiasmo crítico pero por lo general con un crítico volumen de ventas. Y son muy pocos los que han leído El jardín de al lado, la gran novela del boom-fracaso de José Donoso (a quien tampoco leerán o agradecerán las amazónicas chicas góticas por venir). Y hay un encuentro en Sevilla inmortalizado por la casi inmediata muerte de Roberto Bolaño (quien triunfa mítica y fantasmal y planetariamente), quien, poco antes del largo adiós, algo en broma pero muy Joker, apocalíptico y desintegrador, predica sus revelations: «Latinoamérica es como el manicomio de Europa (...) Tal vez, originalmente, se pensó en Latinoamérica como en el hospital de Europa. Pero ahora es el manicomio (...) Un manicomio salvaje, empobrecido, violento, en donde, pese al caos y a la corrupción, si uno abre bien los ojos, es posible ver la sombra del Louvre... Este manicomio, desde hace más de sesenta años, se está quemando en su propio aceite, en su propia grasa (…) ¿De dónde viene la nueva literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo (...) Viene del deseo de respetabilidad, que sólo encubre al miedo (...) Francamente, a primera vista componemos un grupo lamentable de treintañeros y cuarentañeros y uno que otro cincuentañero esperando a Godot, que en este caso es el Nobel, el Rulfo, el Cervantes, el Príncipe de Asturias, el Rómulo Gallegos (…) El tesoro que nos dejaron nuestros padres o aquellos que creímos nuestros padres putativos es lamentable. En realidad somos como niños atrapados en la mansión de un pedófilo. Algunos de ustedes dirán que es mejor estar a merced de un pedófilo que a merced de un

asesino. Sí, es mejor. Pero nuestros pedófilos son también asesinos».

Y todos —despegando o aterrizando y con temor a estrellarse o — a ajustarse la turbulenta inseguridad de sus cinturones en aviones cuyas arrivals y departures son siempre de un manicomio a otro y con mucho delayed o cancelled.

CINCO Y yo —ni víctima ni victimario y esperando poco a este lado salvo el alcanzar el final electrizante de una página eléctrica con la que me apantallo ya no siendo de aquí ni de allá sino de Tralfamadore o de Tlön— veo arribar sucesivamente a las nuevas olas desde una orilla lenta con rápidos que invitan a echar ancla o a naufragar. Narradores móviles de obsolescencia programada quienes, si no hay suerte, descubrirán lo muy pronto que un SMS muta a S.O.S. y un WhatsApp a un SoWhat. Nuevas más o menos estables remesas de máquinas de escribir latinoamericanas formateadas para rellenar formularios mágicos para becas y fundaciones y premios y masters con profesores de supuesto renombre y traducciones y residencias que apenas (o nada) existían cuando yo comencé a publicar y Juan Carlos Onetti apenas se movía de su cama madrileña. Y entonces Onetti apuntaba con un revólver a su fotógrafo y disparaba frases del tipo «No creo que exista una narrativa latinoamericana como tal. Más bien me inclino a creer en la existencia de varios escritores aislados» o «Los escritores se agrupan en generaciones para ayudarse ellos mismos. Después organizan las mafias» o «Los escritores se dividen en dos grandes categorías: los que quieren llegar a ser escritores y los que quieren escribir... A los primeros les aconsejaría que se apuren, porque un boom se caracteriza por su breve duración relativa. Los segundos no necesitan ningún consejo».

Pero los primeros entre ellos —cumpliendo con lo que se espera de lo que ellos escriban, cumplidos a la hora de pro-

poner ficciones— parecen funcionar mejor. Y, mejor aún, si se perpetúan en lo realista-mágico (no confundir con lo irrealista lógico) o se (re)presentan como fantásticos o extraños o testimoniales y, como ciertas películas premiadas con Oscar a lo foreign, dan cuenta de miserias lejanas pero en el mismo idioma (y mejor aún si muchos de estos acaban volviendo a sus respectivas patrias para empezar a asumirse como lo que siempre fueron o quisieron ser: exitosos escritores nacionales al regreso de largas y educativas vacaciones).

Así, a veces (de tanto en tanto y según del humor conque uno se despierta y levanta; escribo esto un día un tanto nublado, la mayoría de los días son soleados y sin queja alguna, todo lo contrario) la curiosa y bipolar y acaso poco confiable y aún menos objetiva sensación de que se los necesita primero para luego pensar que no se los necesita, que se los/ nos invita antes y se nos/los expulsa después. Como en aquella escena de City Lights en la que Chaplin es convidado a cenar una y otra vez por un millonario borracho, y esperemos que no pedófilo, que no duda en expulsarlo de su mansión cuando recupera la sobriedad a la hora del desayuno (millonario que, por fortuna, no reside en el palacio embrujado o en —Juan Villoro dixit— el «entresuelo prodigioso» de ambas Casa de América en Madrid y Barcelona). Pero aún así, aprecio y admiración de ambas partes y hasta escritores españoles (como Andrés Barba) que se argentinizan. Flujos y reflujos en una relación pendular, pasivo-agresiva, apasionada en todo sentido, de amor mutuo y de no ignorancia pero sí de ignorarse y, me parece, finalmente un tanto despareja. Porque en España se sabe quiénes son Piglia y Fabbri y Aira y Guerriero y Fogwill y Pron y Enriquez y Pauls y Harwicz y Guebel y Negroni y Caparrós y Moreno y Argüello (por nombrar apenas a algunos nombres del lugar de donde vengo); pero en Argentina difícilmente se reconozcan nombres como los de G. Suárez y Orejudo y Fernández Cubas y Adón y Tomeo y Bilbao y García Llovet y Calvo y L. Fernández y Tallón y Trejo y Barba y Otero y Solá y Millás (por nombrar apenas a algunos nombres del lugar al que vine y que, estoy seguro serían más que disfrutados al otro lado). ¿Es que no hay nadie que dé tres golpes y los invoque?

Esta es la verdad: España —dejemos de lado toda discusión sobre conversiones y reconversiones estratégico-económicas, por favor— lee más a Latinoamérica que lo que Latinoamérica lee a España (y siempre habrá un sello artesanal de Valencia o de Zaragoza dispuesto a revelar a voces a un secreto allende los mares mientras que difícilmente una editorial «de autor» en Argentina o Bolivia o Chile o México o Perú se interese demasiado por alguien a embarcarse en el Puerto de Palos, a no ser que forme parte de una tripulación de moda o de movimiento).

Y es también cierto de que no se trata de sed de venganza o de hambre de revancha pero que quizá sí pulsen latidos de resistencia a los colonizadores y virreyes de grandes grupos. Es como el enfrentamiento entre dos espejos deformantes. Es una relación tan peligrosa y ambigua como segura y fiable y, para bien o para mal, sus fronteras son cada vez más líquidas e inestables para tanto cronista conquistador y evangelizador con tantos dioses a los que rezarles o entregarse ( con la comunión ocasional y efímera como esa pulsión no por crear personajes que cuenten sino por, auto-ficcionales, creerse personajes dignos de ser contados). Es algo que se escenifica más y mejor que nunca en esa especie de festiva y orgiástica y neutral Suiza que es la FIL de Guadalajara donde —como en esa canción del ya tarareado Serrat sobre una desatada y festiva noche— a lo largo y ancho de varios días enormes se sube una cuesta en la que todos, prohombres y gusanos, bailan y se dan la mano para, al final, bajar la cuesta, resacosos, genios a solas o necios conjurados, hasta que se acaba eso de mezclarse en el olvido pasajero y recodar más y mejor y peor que nunca que «cada uno es cada cual» de acuerdo a ejemplares vendidos y (negociadas y consagradas) medallas concedidas y firmas firmadas.

Es algo que empezó ya en el principio —yendo y viniendo y cazando con esa z espadachina y marcadora y remarcable, de una casa para siempre a otra casa para siempre, ambas unidas por un túnel secreto y submarino y tal vez manicomial— desde un lugar manchado de tinta del cual a veces, en la desalmada noche oscura del alma, no quiero acordarme pero que, tampoco, no puedo ni deseo olvidar.

¿Donde estoy terminando de escribir esto? ¿En qué estaba y de dónde venía y hacia dónde iba y de qué trataba y se trata y quién fui y quién soy ahora?

Exactamente este, aquí en y de aquello, y precisamente ahí, de y en esto.

El telescopio invertido

S«Si me cogieras del pelo y me tiraras al suelo...»

Unas semanas atrás, en el Museo Británico de Londres, estuve algunos minutos tratando de observar las pequeñas gemas que se exhiben junto a la puerta principal. Para hacerlo, el Británico pone a disposición de los visitantes lentes de precisión. Pero, cuanto más las manipulaba, más difícil se me hacía ver. Habían sido creadas por artesanos que no disponían de ese tipo de lentes. Y usadas por personas que carecían de ellas. Por más que intentara enfocar, sin embargo, más difusas se me hacían las gemas. Eran como un estallido de color frente a los ojos: inexplicables y sin propósito. Dejé las lentes, frustrado. Unos minutos más tarde, ya estaba en otra sala. Pero la experiencia me recordó una invención de César Aira que posiblemente esté en Copi. Es la de un «telescopio invertido» que haría parecer las cosas próximas, muy lejanas; y las lejanas, muy próximas. El «encanto» de Jane Austen radicaría en su uso, según Aira: la literatura de la autora de Mansfield Park sería «una especie de etnología de las tribus exóticas que son los ingleses mismos».

Una particularidad del tipo de telescopios que no han sido «invertidos» es que las cosas que nos permiten observar siempre parecen más grandes de lo que son y permanecen a distancia. Aira es un escritor extraordinario, por supuesto; sin embargo, poco después de dejar atrás la sala de las gemas, ya me había olvidado de su invento. Volví a pensar en él pocas semanas más tarde, cuando el editor de esta revista me pidió un artículo «sobre el hecho de escribir siendo argentino y español [...] con referencias a tu caso concreto». Fue el 13 de marzo de 2024, a las 20.48 horas. Ese día estaba en Madrid, según mi diario. Por la mañana había escrito un texto para una revista argentina, después había reunido mis notas para un seminario sobre Silvina Ocampo que iba a dar esa semana; al parecer, también había estado escuchando a Joni Mitchell, algo que posiblemente sea tan desconcertante para otros como lo es para mí, que nunca he compartido la devoción que la canadiense provoca en algunas personas. Un día antes, había dado una entrevista a una periodista chilena; al día siguiente, iba a escuchar una conferencia de José Carlos Llop en la Residencia de Estudiantes y, a continuación, un amigo me iba a hablar de la imposibilidad de

concebir la inteligencia —incluso la así llamada «inteligencia artificial»— de otro modo que como una forma específica de relación para la que la percepción es determinante. Yo iba a pensar, al escucharlo, en libros que se me quedaron grabados por su tactilidad, por la textura de su papel, por su peso: no los hubiera leído de no haberme visto atraído por ambas cosas. Quizás, de no ser por esas características, ni siquiera los recordaría. Después iba a regresar caminando a casa, pensando en Mitski, en Sigbjørn Apeland, en Pauline Oliveros: iba a ser un buen día.

«Si cogieras los libros y los discos que tengo...»

No suelo escribir sobre abstracciones, por principios. Y no soy español. Unos años atrás, hice un examen: desde entonces, el expediente continúa su marcha por las instituciones. Pero vivo en España desde 2008. Y me siento afortunado y feliz de hacerlo; en especial, me alegra que mis libros sean publicados aquí y continúen encontrando a sus lectores con el apoyo de críticos y críticas, la prensa, editores y editoras, algunas instituciones culturales, libreros, libreras, los jurados de premios. No me «siento» español, sin embargo, aunque esto puede ser el producto de que, por lo general, no siento nada respecto a las cosas que se me imponen. No elegí nacer en Argentina. Venir a España tampoco fue algo que yo haya decidido, y las razones para quedarme aquí son tan trascendentes como banales: mi mujer, mis gatos, algunos amigos, muchas amigas, las librerías, los teatros; el pescado, que es muy bueno.

España es un magnífico lugar desde el que observar cómo sus habitantes tratan de darle forma y sentido a algo llamado «España». Desde fuera, el espectáculo de una sociedad aparentemente incapaz de ponerse de acuerdo en otra cosa que en el desacuerdo más profundo —una sociedad del sur de Europa que tiene los problemas habituales de los países del sur de Europa, pero cree que sólo ella los tiene— puede parecer un espectáculo menor, pero es entretenido, que es lo que se suele exigir a este tipo de cosas. Desde dentro, incluso aunque uno no sea español, es fascinante, aunque es evidente que cualquier escritor debe mantener esa fascinación a raya si no quiere convertirse en un columnista de opinión o

en un tertuliano, uno de los destinos más frecuentes para un escritor, pero no el más estimulante intelectualmente1

«Y los llevaras al monte y les prendieras fuego...»

Pero la razón por la que España resulta tan atrayente para un escritor como yo —en última instancia, el motivo por el que acepté la propuesta del editor de esta revista— es que, en su relación con América Latina, y especialmente con sus literaturas, el país permite apreciar el funcionamiento del telescopio al que hacía referencia antes. Provistos de ese instrumento, los españoles tienden a creer que la así llamada «literatura latinoamericana» es más grande y más importante de lo que es en realidad. En contrapartida, los latinoamericanos, que también tienen sus aparatos ópticos, los apuntan hacia otros sitios, especialmente los Estados Unidos; pero incluso así piensan que España es un lugar determinante para la literatura que ellos escriben.

Resulta difícil resumir cuántos malentendidos se producen por esta razón. Un editor que yo tuve solía postular la existencia de diez veces más talento literario en América Latina que en España, un cálculo que, al tiempo que proyectaba ideas equivocadas del modo en que la literatura funciona a ambos lados del Atlántico, expresaba, en el mejor de los casos, un simple hecho estadístico: en América Latina hay diez veces más personas que en España. Desde el final de la pandemia varios amigos, editores latinoamericanos, trajeron sus sellos a España: acabaron descubriendo que aquí no se venden tantos libros como ellos pensaban. Sus catálogos son espléndidos, pero los remanentes de una prensa cultural alguna vez sólida y robusta no tienen interés en ellos, no pueden reflejarlos, y los lectores y las lectoras no responden como deberían. Del otro lado, los sellos españoles en América Latina se enfrentan a la catástrofe económica y a la inestabilidad de países como Argentina y Ecuador y estudian estrategias de supervivencia; algunos, incluso, ya hablan abiertamente de abandonar esos territorios por su poca rentabilidad. Y quienes «cruzaron el espejo» —escritores y escritoras, periodistas, talleristas, editores, cronistas— alternan entre sentirse profundamente agraviados por el supuesto desinterés de los españoles y la convicción errónea de que publicar en España es esencial para la trayectoria de un escritor en español; su frustración adquiere el carácter de una proclama, se vehiculiza en antologías y en entrevistas. No es nueva, sin embargo.

1. Por diferentes razones, todas ellas históricas, España parece preferir a los periodistas sobre los escritores, los artículos de opinión sobre las novelas, los premios sobre los méritos, las opiniones sobre las noticias. De hecho, la mayor parte de las veces ni siquiera se molesta en distinguir unos de otros.

«Y lo grabaras en vídeo para enseñármelo luego...»

Digámoslo así. Desde América Latina, España parece importante. Desde España, es América Latina la que representa el esplendor literario, entendido como una gran cantidad de libros y de autores y autoras, así como de lectores. Lo que está más lejos siempre parece más grande. Pero que lo parezca no significa que lo sea, y la prueba de que nuestros instrumentos de observación no funcionan es, en primer lugar, la afirmación insostenible de que existe una «literatura española».

«Es el “telescopio invertido” que nos permite ver que, en realidad, no habitamos una literatura presidida por las nociones de “centro” y “periferia”, sino que, de hecho, todas son periferias»

Pese a ser representada por organismos internacionales y contar con secretarías y adláteres, a pesar de que las universidades y los suplementos literarios les dedican parte de su atención —y esto con una superficialidad semejante—, el hecho es que no existe nada que podamos llamar «literatura española» del mismo modo en que no hay nada que podamos llamar «lengua española»: hay lenguas españolas, y cada una de ellas tiene su literatura de la misma manera en que cada una de las clases sociales tiene su literatura, los grandes sellos tienen una literatura que les es propia y está en oposición parcial a la de los sellos pequeños, cada ciudad de provincias y la capital del país tienen su propia literatura, todas las generaciones tienen «su» literatura, los que leen periódicos creen que sólo es «literatura» lo que éstos les dicen que lo es, etcétera2

Las expresiones «literatura española» y «literatura latinoamericana» pueden parecernos simples «atajos» para hablar de cosas que, de lo contrario, nos tomaría mucho tiempo definir. Nada en lo que pensar seriamente. Pero existen dos razones para rechazarlas. La primera es que ponen de manifiesto el tipo de mirada que más habitualmente asociamos con lo que Eric Hobsbawm llamó «la era del imperio»3. La segunda, que esas expresiones tienden a producir el tipo de ilusión de conocimiento del que es necesario desprenderse para comenzar, por fin, a saber.

«No sería peor que lo que acabas de hacer...»

Viajo regularmente por los países de América Latina; estando en ellos nunca me siento «en» América Latina. En Querétaro, en Paraná, en Valparaíso, en Los Teques nunca he podido sentirme de otra manera que en Querétaro, en Paraná, en Valparaíso, en Los Teques. En todos esos lugares, las conversaciones sobre los libros son similares. Pero lo interesante para mí es que, en el fondo, sobre todo, son distintas. Se corresponden con discusiones locales, con maneras específicas de leer y de concebir la literatura. No hablo sólo de las lecturas que producen mis propios libros: en esos lugares, todos ellos funcionan de una manera ligeramente distinta a otros sitios, supongo que a consecuencia del hecho de que en cada uno de ellos los currículos escolares son diferentes, las modas llegan, se instalan o son desestimadas, las librerías ofrecen unos libros u otros, las tradiciones locales ofrecen mejor acomodo a ciertos textos, etcétera. Puedo decir lo mismo de muchas ciudades españolas, naturalmente. ¿Con qué arrogancia, con qué ingenuidad se podría postular la idea de que hay algo específicamente «español» en el modo en que se lee en algunos lugares de España, o «latinoamericano» en la literatura que se produce en ciudades como Caracas, Buenos Aires o Ciudad de México? ¿Por qué simplificar con dos adjetivos lo que tiene la fuerza de lo indócil, de lo relevante? ¿De qué nos sirven los términos «literatura española» y «literatura latinoamericana» si no para presumir de una ignorancia bien informada y para consumir el color local que se nos vende con esos rótulos?

2. «Desde el otro lado», por otra parte, la presunción de una «literatura latinoamericana» es también insostenible. No se trata tan sólo de que la «literatura argentina» sea muy distinta de la «literatura mexicana», sino también del hecho de que esa «literatura mexicana», por ejemplo, es muchas literaturas: urbana, rural, del norte, del sur, chilanga, queer, etcétera.

3. De la que ofreció un buen ejemplo Valéry Larbaud en 1907, al describir en un artículo titulado «La influencia francesa en las literaturas en lenguas españolas» qué es lo que los lectores franceses «exigían» a los escritores hispanoamericanos: «[...] visiones de ciudades tropicales, voluptuosas ciudades blancas en las Antillas, pueblos conventuales en el corazón de los Andes negros, las verdes perspectivas de avenidas acariciadas por cálidas brisas en Ciudad de México y en Buenos Aires, la vida de estancieros y gauchos, la bella silueta de un vaquero en las provincias fronterizas de la República Argentina, y, en consecuencia, el espectáculo de la naturaleza: la nota exótica, la tristeza, la melancolía e incluso el aburrimiento que emanan de ciertos paisajes andinos». Que esto siga así, y no sólo en Francia, no expresa sólo la continuidad de una preferencia, sino también —agrego yo— la de un sistema económico que la hace posible, con sus ideas de importación y exportación, exotismo, objetos de uso, elementos suntuarios, exclusividad y buen gusto.

«No sería peor que decirme la verdad...»

¿Por qué reducir a un par de clichés una escena desterritorializada, plural, inclusiva, diversa, que enfrenta desafíos enormes pero también es enormemente desafiante? Postular la existencia de una «literatura en español» tal vez parezca más práctico, aunque quizás sea demasiado fácil. Por lo general, en América Latina no tienen ningún interés en la literatura española, como demuestra la circulación de sus libros allí. Por el contrario, en España se tiene la ilusión de saber de qué se trata la «literatura latinoamericana» y de que en España se publica la mejor, pero el resultado —que podríamos llamar «literatura latinoamericana española»— es una ficción insostenible, que expresa relaciones de poder muy pocas veces cuestionadas y tiene como resultado un puñado de textos que impide la circulación de otros y crea una ilusión de cosmopolitismo y de apertura que no se disipa ni siquiera cuando la última novedad —volcanes, terremotos, pasiones intensísimas, trópicos, matanzas, desiertos, ríos— ya no es nueva4. Si alguna vez hubo un eje en la literatura en español, éste ya no es horizontal —de España a América Latina, y al revés—, sino, tal vez, vertical. De esta confusión no hay salida posible, ya que da dinero a un número considerable de personas. De hecho, ser leído a ambos lados del Océano, escribir en un sitio para ser leído en muchos es —en especial si, como yo, se escribe en España— habitar el malentendido, la incomunicación, la incerteza. No es un mal lugar para escribir, sin embargo.

Pocas veces la crítica literaria es vista como una forma de traducción. Pero ¿qué es sino traducción lo que hacemos algunos críticos cuando tratamos de tender un puente entre ambas orillas del Atlántico que sólo raramente trazan las instituciones culturales y la edición comercial? Interpretar, reconstruir, cuestionar, redefinir son aspectos esenciales de esa traducción. Se traduce de una lengua a otra lengua —en este caso, del español latinoamericano al español de España, sospechosamente parecidos pero en posesión de un vocabulario completamente distinto en el que palabras como «literatura», «novela», «identidad», «mercado», «edición» o «lector» son radicalmente opuestas— y, en la medida en que se lleva a cabo esa traducción, se crea una tercera lengua. De esa lengua depende la comunicación, y es un campo de batalla. Es el «telescopio invertido» que nos permite ver que, en realidad, no habitamos una literatura presidida por las nociones de «centro» y «periferia», sino que, de hecho, todas son periferias: los libros escritos en Madrid son parte de la —

de a ratos— insoportable periferia de la literatura chilena; las novelas escritas en Cali pertenecen a la misma literatura que fue escrita en Piriápolis y es tan legible —y tan ilegible— en Barcelona como lo es allí la que se escribe en Girona; en todos los lugares, y en los mejores libros, es posible observar — si damos buen uso al invento de Aira— un texto original: ese texto es el de las relaciones de poder, de extrañamiento y de familiaridad, de apropiación y de rechazo, de definición de lo que uno es a través de la definición de los demás, que opera en el ámbito de la literatura latinoamericana del modo en que ésta es leída en España y del modo en que las literaturas españolas son —mucho menos— leídas en América Latina. Ese texto original permanece abierto, sin embargo. Y, en el mejor de los casos, puede ser, como dijo Raymond Williams, una perspectiva ampliada, una consciencia de posibilidades que no sabíamos que estaban allí, una herramienta para volver a anudar —esta vez, sí, por fin, bien— el viejo nudo de las palabras y el mundo.

4. No es un problema sólo español: cuando a los lectores latinoamericanos se les impuso desde España a los escritores del Boom y se les hizo creer que esa era la literatura de su región, los latinoamericanos también picaron. El hecho supuso acceder a algunos textos realmente extraordinarios, pero también a una cantidad inenarrable de basura, además de, ay, a las opiniones políticas de sus autores, con las que todavía nos vemos obligados a convivir con cierta frecuencia.

Esténcil de Roberto Bolaño en Barcelona en 2012. Fuente: commons.wikimedia

Deseo de ser latinoamericano

PParece siempre un asunto fácil de tratar en un artículo, pero con poco que uno intente precisarlo se da cuenta de su volatilidad. O, por ser rigurosos al menos en esto, de su existencia como mera promesa, como ficción de futuro.

Así que, a falta de datos empíricos y encuestas, que necesitaríamos para desarrollar el tema como merece, me limito a expresar: la existencia de la literatura latinoamericana, como la de una posible literatura española, es, para bien y para mal, una metáfora aglutinadora de ilusiones políticas, una utopía.

2

Me gusta pensar que pertenezco a una generación de escritores con pasaporte español para quienes la literatura latinoamericana era la única literatura. La literatura española, que habíamos estudiado en colegios y universidades como entidad autónoma y central, de pronto se manifestaba como un añadido más, uno igual de periférico que, por ejemplo, la literatura boliviana. Así, en cuestiones de familiaridad lectora, Luis Cernuda era incomprensible sin Salvador Novo; Alfonso Costafreda sin Joaquín O. Giannuzzi; Rosa Chacel sin Mario Levrero.

Por supuesto, uno no siempre despierta de la siesta para caer directo en el runrún de la época, y por eso me temo que recurrir a términos como «generación» es exagerado, como cualquier plural. Lo latinoamericano, cuando empecé a leer, era sobre todo un boom. Quien haya estudiado una filología hispánica en España allá por los primeros noventa sabe de qué hablo. Aunque se me puede argumentar que las universidades de filología no son precisamente templos del conocimiento, ni siquiera lugares donde sucede la literatura.

3

Repito que quizá nos falten datos objetivos, cuantificables. Por ejemplo, qué escritores argentinos conocemos en España y qué escritores españoles conocen en

Perú; cuál es el tanto por ciento de españoles publicados en Honduras y de hondureños en España; e incluso, como veremos, la media de edad de una escritora o escritor español traducido a otra lengua por primera vez.

Podríamos preguntar a scouts y editores por qué existen editoriales en otras lenguas que, de una manera tan rigurosa como excluyente, no publican a ningún autor nacido y criado en España en sus colecciones de literatura latinoamericana.

Pero, a falta de datos, volvamos a las metáforas y arriesguemos una interpretación modesta. Digamos, en primer lugar, que los conceptos de literatura latinoamericana y de literatura española funcionan por oposición, están cargados de antagonismo.

La literatura española, entendida como la que hacen en España los españoles, pertenece a un espectro colonizador, europeo y agotado, políticamente reaccionario y quizá endiabladamente narcisista.

La literatura latinoamericana es dinámica, joven, arriesgada en sus recursos y políticamente problemática. En su mayor parte, con un espíritu emancipador de izquierdas, pero con curiosas figuras reaccionarias, simpáticas por su modernismo antimoderno: son experimentales en lo formal y conservadores en lo político, nunca tan aburridos como un facha español. 4

Pienso en algunos de los escritores latinoamericanos más significativos de estos años, estos cuatro: Gabriela Wiener (Perú), Emiliano Monge (México), Juan Cárdenas (Colombia) y Mónica Ojeda (Ecuador).

Los cuatro, que he ordenado por edad, son autores que publicaron sus primeros libros, o sus primeros libros más conocidos, en España. Aclaremos que, en su caso, la publicación en España poco tenía que ver con la tradicional validación de América en España. Ese tópico dejó de funcionar hace tiempo. ¿Quién se «valida» publicando en España?

Digámoslo antes de seguir: de entre todos los espacios de validación con los que cuenta una escritora o un escritor en lengua española en este momento, España es, sin lugar a duda, el que menos puntúa. Como contra -

partida, es un verdadero paraíso de los ya validados, un país que aprecia el éxito como principal cualidad para tener éxito.

Pero los cuatro publicaron sus primeros libros, o sus primeros libros conocidos, en editoriales independientes españolas o en editoriales reconocidas españolas. ¿Por qué? Porque los cuatro vivían, en ese momento, en España.

¿Eran escritores aburridos y conservadores, escritores españoles, por el hecho de vivir en España? ¿Vivían aislados en precisas comunidades panamericanas? ¿Sus parejas o amigos con pasaporte español, en el caso de tenerlos (parejas, amigos y pasaporte español) eran un poco menos españoles o más latinoamericanos que el resto de aburridos españoles?

He entrado de lleno en el terreno de la tautología, deporte nacional de cualquier país que se precie. Y no me parece casual que sean dos de los citados, dos deslocalizados , Wiener y Cárdenas, las figuras que con más ambición y capacidad sugestiva han reflexionado sobre esta posibilidad de una literatura latinoamericana hoy: sensibles a la potencia de una metáfora estética y política como Latinoamérica y también, si se me permite, a la violencia estructural del lugar desde donde se piensa esta metáfora.

Aclaremos otro asunto antes de continuar: se dice que España no es racista, porque nadie excluye a un «panchito» con dinero; cuando más bien la argumentación es que sólo se lo acepta si tiene dinero. Sigamos.

5

Copio unas frases del brillante La ligereza (Periférica, 2024), del propio Cárdenas. Habla de sus dieciséis años en España: «más que español me considero madrileño», «no hubo integración [...] hubo antropofagia. Españoles comiendo sudacas comiendo españoles en un bucle infinito de glotonería feliz, pese a los episodios de acoso policial en las estaciones de metro», «Mi escritura es el resultado del cosmopolitismo plebeyo de esa Madrid decadente, sucia y gamberra que me tocó vivir a comienzos de este siglo», «No es fácil hacerle saber a alguien que ha nacido y crecido en el mismo lugar lo que significa tener la cabeza, la imaginación, el cuerpo y la lengua repartidos entre dos mundos».

6

Cárdenas comenta el nuevo modo de entender la literatura en español en España que propician las editoriales independientes, desestabilizan esa dicotomía España / América. Incluso en sus traducciones de otras lenguas

suenan cada vez menos castizas. Ha caído la vieja norma de traducir en «el español de España», ese artefacto monstruoso plagado de frases hechas.

Y es probable que, por volver al asunto de la validación, ésta opere ahora como una red de editoriales pequeñas y transnacionales. Con matices, claro. Quien edita en un gran grupo editorial, digamos Penguin o Planeta, tiene más eco en el país donde publica, pero menos posibilidad de ser publicado en el país vecino. ¿Se ha editado, por ejemplo, Tierra de campeones (Random House) del chileno Diego Zúñiga en Perú, Bolivia o Argentina?

7

Pienso en un proyecto reciente, el Premio Hispanoamericano de Narrativa Las Yubartas. Lo impulsa la Feria Internacional del Libro de la Ciudad de Nueva York y diez editoriales: Laguna Libros (Colombia), Hueders (Chile), Peso pluma (Perú), Sigilo (Argentina), Dum Dum (Bolivia), Severo (Ecuador), Hum (Uruguay), Las afueras (España), Antílope (México) y Chatos Inhumanos (Estados Unidos).

Escriben en su presentación: «Este premio representa un esfuerzo conjunto entre diferentes países y culturas hispanoparlantes, uniendo a editoriales de distintos rincones de América Latina, España y Estados Unidos, con el objetivo de brindar al libro ganador una platafor -

El autor costarricense Luis Chaves. Foto: cedida por el autor

«Como otros, yo empecé mi libro por el final. Sólo me interesaba la literatura hispanoamericana. Desde Rubén Darío todo era literatura hispanoamericana. Y si en cierto momento España había querido ridiculizar esta huella, oponiendo a los modernistas (superficiales y americanos) a la Generación del 98 (honda y española), ya Juan

Ramón Jiménez había desmontado esta falacia: todos éramos modernistas, discípulos de Rubén.

Pero España construyó un bloque, una artificial Hispanoamérica, la versión pobre de sí misma, fantasiosa, pintoresca y peligrosa, para remediar su dañada autoestima de provincia olvidada. Y aquella dualidad, aquella ficción resentida, terminaría convirtiéndose en una orgullosa autoexclusión.

¿Y qué era Hispanoamérica? La mejor parte, ya para siempre ausente: el humor sin sarcasmo, la incorrección sin torpeza, la cintura sin vergüenza»

ma de proyección y reconocimiento más amplio dentro del mundo hispanoparlante».

Es quizá esta proliferación de editoriales más pequeñas la que, de nuevo, funciona como modelo de aquello a lo que podría aspirar la propia literatura escrita en español como generadora de un orden más vasto, de una lengua común no normativa.

Post Data: el ganador de la primera edición es Amaury Ren é Sánchez Colmenares, mexicano, por su novela Acequia . Entre los finalistas hay tres mexicanos, una argentina y un colombiano.

Pregunta: ¿es Nueva York un nuevo centro de validación de la literatura escrita en español? 8

Me doy un paseo por la Furia del Libro, Chile, la prestigiosa feria de edición independiente. La primera im -

presión es la juventud de los editores y de los visitantes. Después, la numerosísima asistencia. Y, por último, el regusto plebeyo: la falta de tontería y esnobismo de los presentes.

Allí hay, sobre todo, editoriales chilenas. Las siguen, en número, las argentinas. Y luego la cosa se diluye: unas cuantas mexicanas, una colombiana, una peruana y un par de españolas.

Me parece muy interesante la poca presencia de editoriales españolas, comparándola con la de otros mercados del libro «fuertes», como el argentino y el mexicano. Interesante por deprimente, quiero decir. Pero no achacable tan solo a una falta de interés, sino a una falta de calendario común entre las ferias del libro más interesantes (más arriesgadas también) de este ámbito común.

En cuanto a autores, muchos menores de cuarenta años.

La poeta Tilsa Otta llega a una lectura con su reciente La vida ya superó a la escritura en dos ediciones: la chilena (Editorial Cuneta) y la argentina (Caleta Olivia).

¿Cuántos autores españoles encuentro entre los puestos de la Furia? Sin ánimo de ser exhaustivo, ninguno.

Pero veo mucha traducción. Y me sorprende la generosidad, la curiosidad y potencia de estas pequeñas editoriales también en ese aspecto: formatos poco reglados a priori, una cierta libertad genérica y autores de diferentes territorios. Muchas traducciones de diversas lenguas y de «raros» pasados y recientes: J.H.Prynne y Mary Ruefle en poesía (ambos en Cuadro de Tiza), Wilhelm Genazino en novela (Hueders), Kathryn Scanlan en una narrativa menos determinada (Fiordo).

De pronto, me acuerdo de los tantos por ciento de las traducciones de países que una vez estudié. Mis datos son antiguos, de la Asociación de Traductores, Correctores e Intérpretes de España.

En 2018 se tradujeron 14.000 títulos en España, un 21 % del total de publicados. En Francia, el porcentaje de libros traducidos ese año fue de un 17 %. En Alemania, un 12 %. En Gran Bretaña, apenas un 3 %.

¿Y en Estados Unidos? No tengo los datos de ese año, pero sí sé que en 2015 se publicaron 120.000 títulos y sólo 300 fueron traducciones: apenas un 0,25 %.

En conclusión, un lector que entre en una librería norteamericana tendrá serias dificultades para encontrar una representación amplia y variada de la literatura universal. Sin embargo, un lector que haga lo mismo en España podrá acceder a una mayor representación de lenguas, culturas y tradiciones; pienso que lo mismo sucede en Chile.

Y vuelve la pregunta: ¿es Estados Unidos un nuevo centro de validación de la literatura en español? 10

En la Furia hay un encuentro sobre literatura española. El escaso público (cuatro editores y una scout) pronto se convierte en parte integrante de la charla. Quieren saber qué autores españoles deberían, deberíamos leer. Y para eso primero hay que saber qué se piensa de España fuera de España.

El moderador dice que vivió su momento y sigue viviendo de las rentas. España, además, son los grandes autores. Se cita a Javier Marías. Se cita a Almudena Grandes. En los cómputos de autores españoles, antes que una corriente estética, se cita la celebridad. Y no

La autora argentina Hebe Uhart. Foto: Agustina Fernández

es casualidad que un autor español sea, en esencia, un autor muerto.

A modo de broma la scout nombra a Vargas Llosa. Es francés, responde un editor. Y terminamos la charla entre risas.

Pienso en lo ridículo que sería llegar a Chile y responder a la típica pregunta de qué autores chilenos lees diciendo: me gusta mucho Nicanor Parra.

Y esta falta de curiosidad por España es un tedio preventivo alimentado de tópicos nacionales: no queremos la aburrida literatura española, la prosa pobre y correcta, los experimentalismos de puzle infantil.

Ningún interés en leer la literatura española surgida más allá de la generación consagrada de los años 80-90. La de autores menores de 60, 50, 40, 30 años.

Y uno piensa: ¿sucede algo similar con la literatura hondureña o costarricense, esta falta de curiosidad? O, por comparar con ámbitos y mercados de mayor envergadura, ¿podemos despachar con un bostezo toda la literatura mexicana o argentina actual?

De pronto, recuerdo una anécdota casi real: Un joven novelista español, elogiado por su ambición formal y su

reflexión sobre la España interior, comparte residencia artística en el alto Penedés con joven narradora argentina. Cuando, después de tres semanas, han alcanzado una cierta confianza, el español le asegura que él va a ser el próximo Javier Marías.

Unos meses antes, un suplemento cultural español dedicó un artículo precisamente a los nuevos Marías: Un grupo de narradores sub40 entre los que figura nuestro protagonista.

El caso es que el nuevo Marías llega a Chile, a Santiago. Y responde, sí: leo mucho a Roberto Bolaño.

12

Tengo una amiga italiana, editora y traductora. En su editorial publican autores latinoamericanos. Nada de españoles: otras editoriales lo hacen, editarlos, dice.

Su catálogo es impecable: los autores latinoamericanos más interesantes. También publican clásicos, como Onetti. Y algunos amigos españoles: el hispanoargentino Andrés Neuman, para quien juega a favor su doble nacionalidad.

Hablando con mi amiga editora me queda claro que los autores y autoras españolas publican en Italia de forma aislada, como figuras de éxito. Y la media de edad de su primera traducción supera los cincuenta años.

Le pido datos: es así, me contesta.

Por otra parte, mi amiga y yo nos entretenemos en calcular la media de edad de los autores latinoameri -

canos cuando son traducidos por primera vez: 32 años, nos sale. Y descubrimos otra cosa, que se los edita con la potencia de un grupo homogéneo, como generación.

13

¿Cómo hemos llegado a esto en España? Las políticas culturales tienen una gran responsabilidad. Es algo perceptible en la mayoría de las programaciones internacionales con España como país invitado: la ausencia de editoriales pequeñas, la infrarrepresentación de los jóvenes.

La literatura española, en su versión estatal, quiere presentarse como un reino de «primeros espadas», el paraíso de los que ya han llegado.

14

¿Cómo sobrevive la literatura española a su propia caricatura?

Al margen de su éxito, me temo. De manera desorganizada y más viva.

Las librerías hacen mucho bien. Algunos festivales, como Centroamérica Cuenta, forzado a un exilio español desde Nicaragua, hacen mucho bien. Las lectoras y lectores hacen mucho bien. Esta revista hace mucho bien.

¿Cuál es el secreto mejor guardado de la literatura española? Sus escritores vivos.

Imagen de La Furia del Libro, feria editorial celebrada en Santiago de Chile

La argentina Hebe Uhart fue portada en Babelia, en 2016, entrevistada por Leila Guerriero. Antes, quizá en 2014, Rodrigo Rey Rosa había sido portada del mismo suplemento, entrevistado por Javier Rodríguez Marcos. Esas alegrías no hace falta explicarlas.

16

En los libros de texto de mis años de bachillerato, quiero decir antes de que los planes de estudio unieran Lengua y literatura, el temario de Historia de la Literatura terminaba con la literatura hispanoamericana.

Como sabemos, lo más interesante de las historias del arte está al final, en el tiempo presente, que es el verdadero principio cronológico; pero el último tema de una asignatura es y será siempre un hueco insalvable.

Ningún profesor terminaba su curso más allá del resumen apresurado de la literatura de posguerra, una nueva edad media que abarcaba cuarenta años de franquismo.

Como otros, yo empecé mi libro por el final. Sólo me interesaba la literatura hispanoamericana. Desde Rubén Darío todo era literatura hispanoamericana. Y si en cierto momento España había querido ridiculizar esta huella, oponiendo a los modernistas (superficiales y americanos) a la Generación del 98 (honda y española), ya Juan Ramón Jiménez había desmontado esta falacia: todos éramos modernistas, discípulos de Rubén.

Pero España construyó un bloque, una artificial Hispanoamérica, la versión pobre de sí misma, fantasiosa, pintoresca y peligrosa, para remediar su dañada autoestima de provincia olvidada. Y aquella dualidad, aquella ficción resentida, terminaría convirtiéndose en una orgullosa autoexclusión.

¿Y qué era Hispanoamérica? La mejor parte, ya para siempre ausente: el humor sin sarcasmo, la incorrección sin torpeza, la cintura sin vergüenza.

Eso pensaba yo entonces. Era el año del quinto centenario.

17

Empecé a comprar todos los libros de autores latinoamericanos que encontraba, porque esa era la manera correcta de decirlo, Latinoamérica.

Las Prosas apátridas de Ribeyro, la poesía de Rafael Cadenas o Carlos Martínez Rivas. Los mexicanos paródicos: Torri, Novo, Leduc. Los peruanos conversacionales: Cisneros, Sánchez León, Watanabe. Y los novelistas, claro: Di Benedetto. ¿Y Clarice Lispector? También.

Todos tan alejados de la supuesta verbosidad de la literatura latinoamericana.

Todos ellos publicados en España.

18

Ahora bien, en la formación intelectual de un aspirante a latinoamericano en la España de los años 90 se producía una profunda disociación: aquellos escritores hablaban mi lenguaje . No solo mi lengua , sino la propia estructura alérgica al cliché que yo sentía más viva: la de mi barrio madrileño, la de mi formación andaluza.

Pensemos en el verso «Es de allí que volví embrutecido», de Carlos Martínez Rivas. Es este un lenguaje no contaminado por siglos de buen gusto y humor acartonado, algo que puedes decir en una discoteca y te entienden.

Pero, por otra parte, a ese lenguaje vivo le correspondía una realidad peligrosa: mafias y pandilleros, el Mochaorejas, la guerrilla.

América era el territorio de una pobreza violenta. 18

Me armé de valor y compré una guía de Costa Rica. No sé qué razón me llevó a elegir este país, del que sólo conocía a su poeta Eunice Odio, no mi favorita.

Pero es que, en cierto sentido, Costa Rica era el menos latinoamericano de los países latinoamericanos. ¿No tenían a los marines yanquis protegiéndolos?

Utilizaría para mi viaje el dinero de un premio de poesía y el de un despido, mi primer viaje a Latinoamérica. Tenía mi guía, mi mapa, y el teléfono del poeta Luis Chaves, pero me decidí por la vieja Europa: deprimentes palacios con Starbucks en Chequia, camisetas de Kafka; neonazis y la casa museo, mugrienta y solitaria, de Bela Bartok, en Hungría.

¿Por qué aquel cambio de idea? No por Kafka. En el capítulo sexto, «Naturaleza», de la Guía de Costa Rica describen diez tipos de serpientes venenosas, las más venenosas del mundo. También hay ranas, unas pequeñas ranas psicodélicas que, con su sudor, en pocos segundos paralizan el cuerpo, una parálisis mortal.

En las playas del pacífico, al atardecer, cuando el inmenso sol en despedida se posa como un huevo poché , pequeños insectos emergen de la arena y buscan el calor mamífero: horadan la gruesa planta del pie, se quedan metidos adentro, causando un insoportable dolor.

Uno solo podía desear ser panchito, sudaca, cholo o al menos gachupín. Y ese deseo se cumpliría en secreto, en la soledad de mi habitación, con mis libros.

Estrategias de renovación de la narrativa española

PPara escribir este artículo, quise hacer como Beatriz Silva, el personaje que nos narra en primera persona Noche y océano (Seix Barral, 2020), la talentosa e innovadora novela de Raquel Taranilla, y rebusqué en mis notas «con la confianza de encontrar algún detalle, elemental pero sugerente, que me sirviera de punto de enganche desde el que empezar el artículo que tenía por escribir» (Taranilla, p. 35). Y lo primero que advierto en la narrativa española es menos renovación que, digamos, hace diez años. Algunas voces innovadoras que desde principios del XXI experimentaban con nuevos lenguajes narrativos han ido dulcificando su prosa hacia los modelos comerciales en boga, como la autobiografía o la autoficción, o han buscado ser asimilados a otras corrientes más reconocibles por el mercado, o se han dedicado a otras cosas, dejando en un segundo lugar su actividad literaria. Sin embargo, otras voces no solo han continuado, sino que han acendrado su experimentación, cambiando incluso de lengua narrativa, como es el caso del siempre interesante Germán Sierra, cuyas últimas producciones se han editado en inglés y en el seno de editoriales y revistas alternativas de Estados Unidos. Pero en general puede hablarse de cierto repliegue de la renovación prosística española, salvo las excepciones en las que nos centraremos.

La verdadera renovación siempre es una demostración de talento, porque requiere de dos corajes, el de crear y el de intentar que la creación vaya por derroteros no consabidos. Y creo que la mejor definición de talento literario partiría de la de Antonio Orejudo: «el talento de un novelista se mide en buena parte no por la agudeza de sus lamentos ante el estado de las artes en general y de la literatura en particular, sino por su capacidad para utilizar las formas prestigiadas en su época y trascenderlas»; así es, y por mi parte añadiría también a las formas desprestigiadas: Juan Benet emplea en Una meditación la estructura de la farsa para reírse de un personaje; Virginia Woolf toma elementos de la devaluada novela victoriana para romperlos, etc. No son los temas elegidos los que dan la medida del talento, sino la mezcla afinada de estructura, lenguaje, estilo y diálogo crítico con las formas tradicionales. Y tampoco guarda relación con el gusto de la época; de hecho, creo que es el talento literario lo que hace evolucionar el gusto lector. Porque la escritura convencional se limita a conservar en formol el gusto comercial dominante.

Por esa razón, suele suceder que las mayores renovaciones vienen de mano de voces personalísimas, inclasificables, que no se dejan adscribir a movimientos, tendencias ni categorizaciones. Y en esas coordinadas de singularidad es donde pueden citarse algunas voces impares como las de Begoña Méndez, Rubén Martín Giráldez, Raquel Taranilla, Mario Cuenca, Andrés Ibáñez, Cristina Morales, Javier Moreno, Luis Rodríguez, Aixa de la Cruz, Juan Francisco Ferré y Borja Bagunyà, aunque no hay espacio para hablar de todas ellas.

Una de las principales estrategias de renovación de la narrativa española actual es la presencia de la teoría en la novela, una característica sobre la que han investigado con profundidad David Viñas Piquer y su grupo de investigación de la Universidad de Barcelona, de cuyos esfuerzos han resultado dos libros imprescindibles para entender esa modalidad de innovación: Usos de la Teoría en la narrativa española del siglo XXI (Universidad de San Jorge, 2023), del propio Viñas Piquer, y un volumen

colectivo por él coordinado, La Teoría en la ficción literaria española del siglo XXI (Iberoamericana Vervuert, 2023). En esa línea de trabajo podríamos considerar la última novela de Mario Cuenca, Aurora Q. Informe sobre los niños del Arca (2024), elaborada a modo de informes o ponencias de un psiquiatra ficticio, Mateo Jiménez-Irisarri, quien describe «científicamente» el comportamiento de Aurora Q. y, sobre todo, el de sus dos hijos, David y Raquel, que habían cometido unos homicidios. La presencia de numerosas notas al pie, así como la pulsión teórica de Mateo, anotada por un editor que a veces se posiciona desde el paratexto, nos hacen estar ante uno de esos casos de «uso verosímil de la teoría», que según David Viñas hacen justicia a su empleo, frente a otros usos «superficiales» o «ambientales» de la misma. Es obvio que la condición de filósofo de Cuenca ayuda a ello, dejándonos en Aurora Q. una dura pero sugestiva novela sobre la posibilidad de interpretar los actos humanos y de entender sus zonas más oscuras.

«No son los temas elegidos los que dan la medida del talento, sino la mezcla afinada de estructura, lenguaje, estilo y diálogo crítico con las formas tradicionales. Y tampoco guarda relación con el gusto de la época; de hecho, creo que es el talento literario lo que hace evolucionar el gusto lector.
Porque la escritura convencional se limita a conservar en formol el gusto comercial dominante»

Otro caso de metateoría, todavía más paradigmático, es el citado al principio del texto, la novela de Raquel Taranilla Noche y océano (2020), una de las obras españolas más importantes en lo que va de siglo, y que encuentra uno de sus puntos fuertes en el uso autocrítico de los elementos teóricos, hasta el punto de hacer de la crítica del saber académico entendido como mercancía una de sus mayores virtudes. La mezcla de parodia del protocolo investigador de las ciencias sociales –que llega a momentos puntuales de «novela de campus»– con la visión metafísica del mundo de Beatriz como aquello que no puede ser vivido, sino solamente estudiado, es un enorme logro narrativo. Como apuntara con acierto Rodrigo Guijarro Lasheras, en un artículo sobre la precariedad en la novela de campus española, «a la frustración vital se llega seleccionando y analizando un corpus representativo, es decir, aplicando el método propio de la academia, que es el único con el que sabe operar la narradora». En efecto, Bea se obsesiona con los méritos que han hecho todo tipo de personajes históricos a sus 32 años, y ceba la novela con notas al pie cuyo número y extensión revelan su obsesión patológica. La potencia expresiva de Noche y océano y su capacidad para descender al abismo psicológico demuestran que Taranilla es ya una referencia inexcusable.

En esta línea «metateórica» podríamos incluir a Borja Bagunyà, autor de otra obra de gran calado, Els angles morts (2021), traducida por Rubén Martín Giráldez al español como Los puntos ciegos (Malas Tierras, 2022). Con claros ecos de La broma infinita de David Foster Wallace –una novela cuya gravitación pesa también sobre la reciente Los escorpiones, de Sara Barquinero–, Bagunyà centra su narración sobre dos personajes, la pareja sentimental conformada por Morella y Sesé, que viven o sobreviven sus existencias en entornos jerarquizados: la universidad y el hospital. El primer entorno permite al autor recrear con enorme agudeza la vida académica, cuya «aluminosis intelectual» (p. 267) queda perfectamente descrita. El segundo entorno le deja sumergirse en las cuevas de la obsesión y la monstruosidad, con no menos felices resultados.

Como vemos, la teoría enriquece mucho las novelas. Mariano Antolín Rato incluye en Silencio tras el telón del sueño (2017) a Juan Gálvez, un teórico de la literatura, lo que le permite reseñar la propia novela (algo que también hizo Bruno Galindo, otro narrador arriesgado, en El público) y emitir opiniones (meta)literarias. Procedimientos irónicos como el «wikipeding» empleado por Natalia Carrero en Vistas olímpicas (Lengua de Trapo, 2021), consistente en «expoliar textos de obras magnas en sus ediciones canónicas y, en los últimos tiempos, quizá por el desgaste y la pérdida progresiva de valores, memorias y otros dislates, incluso se dedica a copiar, cortar

y pegar directamente de la red» (p. 9), son consecuencia de esta línea teórica –también Raquel Taranilla ironiza sobre el saber wikipédico en Noche y océano–. El libro de Carrero es un híbrido intergenérico (ficción, memoria, ensayo, apropiacionismo) que examina críticamente la Barcelona olímpica, donde los distintos estratos textuales responden a una retorización de la ciudad o a una urbanización discursiva que teje analogías entre el texto y Barcelona, más próximas a los Pasajes benjaminianos que a las correspondencias de Baudelaire.

Otra vía de renovación se está produciendo a través de la evolución de los narradores hacia formas no humanas, libres de antropocentrismo. Aunque son rastreables, por supuesto, formas de narradores animales en la tradición (por lo común, pero no solo, ligadas a narrativas lucianescas o cómicas), hay un auténtico movimiento de despersonalización en la figura narratorial, como han señalado críticos como Cristina Gutiérrez Valencia o Javier Moreno en sendos artículos de Cuadernos Hispanoamericanos. En esta senda podemos encontrar ejemplos latinoamericanos, como los hongos de Simón López Trujillo en El vasto territorio (2023) o las Cantoras de Mónica Ojeda en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024),

pero también narran en novelas de Irene Solà como Canto jo i la muntaya balla (2019).

Dos autores especialmente singulares –es decir, únicos entre los demás singulares, raros en segundo grado– son Luis Rodríguez y Rubén Martín Giráldez, quizá los más experimentales de todos. Publican en excelentes editoriales alternativas (Candaya, Jekyll&Jill, Malas Tierras, Hurtado & Ortega), son ignorados por el mercado pero adorados por sus lectores como lo que son: autores de culto.

Las de Luis Rodríguez se cuentan entre las obras más complejas, extrañas y en algunos momentos difíciles de la narrativa española última. Aunque sus novelas son dispares, hay un tono similar, algunos personajes fluctúan entre las tramas de varias obras, los territorios geográficos descritos a veces coinciden y, sobre todo, hay una expectación lectora de que cualquier cosa puede suceder en sus libros. En La herida se mueve (2015), por ejemplo, asistimos a unos tachados que nos hacen dudar de si lo que leemos es un relato o la escritura de un relato, ambigüedad a la que hay que añadir las interminables dudas de Genaro –un personaje guadianesco de Rodríguez, que se mueve entre obras–. En El retablo de

no (2017) la ambigüedad cambia, se vuelve estructural, pues estamos ante una novela doble y reversible, publicada con dos cubiertas; la primera de ellas reproduce una versión de El retablo de no compuesta por 20 000 palabras; la otra, otra versión de 10 000. La siguiente obra de Rodríguez, 8.38 (2019) cuenta una imposibilidad, la imposibilidad de escribir la novela que se describe, de forma muy similar a cómo La novela luminosa de Levrero detalla la imposible escritura de la novela becada. Mira que eres (2021) lleva la estrategia de la conspiración a la escritura de la propia novela: el narrador se cree otro, que ha hecho algo horrible; y se escribe un libro que otro no ha podido redactar (y que quizá sea esa novela sobre los maquis que no se pudo escribir en 8.38)… Sobre Mira que eres, escribió el propio Luis Rodríguez: «La idea de esta novela (una de tantas) es situar al lector entre el narrador y el biografiado sin la certeza de que alejándose de uno esté más cerca del otro. Ojalá lo haya conseguido». Se genera así un universo paralelo, un mundo narrativo posible donde hay cierta lógica, aunque su cadena silogística no responde en absoluto a lo que entendemos como lógico en el mundo de aquí.

Según exponía Ricardo Menéndez Salmón en su prólogo a Novienvre (2013), segunda novela de Rodríguez, sus personajes «no pueden hacer otra cosa que sumar su desconcierto al desconcierto primordial del mundo [...] su fracaso inevitable no reside tanto en la dificultad de levantar un ‘yo’ pleno y significativo, como en la imposibilidad de que exista un mundo estable y duradero sobre el que semejante “yo” actúe». Hay un desplazamiento ontológico en el mundo rodriguezco, con personajes siempre dudosos de quiénes son –porque quizá se sospechan personajes de novela, o autores incapaces–, que adquieren nuevas encarnaciones, como Jacinta y Genaro, en distintas partes del cosmos ficcional de Rodríguez, uno de los más diferentes y sugestivos de nuestra narrativa. Por su parte, la línea de trabajo de Rubén Martín Giráldez se caracteriza por tres elementos principales: los juegos de lenguaje (en un sentido tanto lúdico como de práctica del método ensayo-acierto, frente al ensayo-error científico), la infidelidad de la voz narrativa y el entendimiento de la tradición literaria como utilería o arsenal para crear nuevos materiales constructivos. En el primer sentido, pueden hallarse ecos en Martín Giráldez de los desplazamientos lingüísticos de Raymond Roussel, pero también de la fiebre neologista del Julián Ríos de Larva, con algunos hallazgos memorables; no cabe duda de que es uno de los escritores actuales que llega más lejos en su trabajo con el lenguaje, rozando límites a los que llegan pocos poetas. En segundo lugar, en sus obras no es fácil saber quién nos cuenta las historias; de hecho en varios de sus textos hay dos o más narrado-

res cuyas visiones no coinciden o se contradicen, desde los siameses de su relato «Prólogo a Centauros extirpados» (2011), al «archilector» que comenta Menos joven (2012), o los dos personajes beckettianos que sostienen Sagrado y desagrado (2022).

Por último, en el diálogo –a veces destructivo– de Martín Giráldez con la tradición podemos encontrar Thomas Pynchon, un escritor sin orificios (2010) que parte del estadounidense para ubicarse en un lugar distinto de enunciación, deconstruyendo géneros; Magistral (2016) combina la perorata clásica con los experimentos de traducción; Pinitos en pedantería (2018) es la mezcla de un sermón con una sátira a lo Juvenal, incrustado en un libro coescrito con el innovador prosista Ben Marcus; Sagrado y desagrado dialoga con el teatro en general y la dramaturgia clásica inglesa en particular, para exponer la interpretación que dos personajes hacen del discurso de un tercero, etc. Un lugar específico ocupa el maravilloso experimento El fill del corrector. Arre, arre, corrector (Hurtado y Ortega Editores, 2018), escrito a dos o cuatro manos por Adrià Pujol Cruells y Martín Giráldez, donde el texto en catalán del primero y la tradición infiel –por no decir traidora, traicionera y libertina– del segundo consiguen uno de los juegos de lenguaje, narrativa y traducción más interesantes de las últimas décadas. Sus juegos con la traducción no terminan ahí: en la versión inglesa de su novela Magistral (2016) de la mano del traductor Peter Kahn –siendo Magistral un diálogo con Ben Marcus, a quien tradujo Martín Giráldez al español– bajo el título de Masterful (Quantum Press, 2023), algunos elementos del original han sido alterados, y la metanovela original se convierte en inglés en una metatraducción novelesca: de un metarranador que escribe: «Magistral, escúchame: no hay nada más triste que un libro que no sabe que lo es» (p. 100) hemos pasado a un metatraductor que traslada lo siguiente: «Masterful, listen to me: there’s nothing sadder than a book that doesn’t know it’s a book, nor anything more satisfiying for a translator than a translation that doesn’t know it’s a translation» (Masterful, p. 101). En resumen, la obra de Martín Giráldez es siempre sorpresiva, libre, gamberra y erudita, con un pie en el pasado y otro en el futuro, y siempre clavada de hoz y coz en el lenguaje.

Por todos estos nombres y motivos parece que la renovación de la narrativa española contemporánea no corre peligro; ojalá encuentre más apoyo por parte de las editoriales y más conocimiento por parte de la crítica «especializada» y el periodismo cultural, que son las instancias que deberían ayudar a los lectores a encontrar estos libros y disfrutarlos en la enorme medida de sus posibilidades.

Volver a formular un viejo problema

HHasta hace poco, en España perduraba un complejo de inferioridad fruto no solo de cuarenta años de franquismo, sino también de las heridas de un país donde la Ilustración apenas dejó huella y la pobreza no se fue. Quizás por ello, cuando llegó la democracia y al fin salíamos en la foto como civilizados, no tan pobres y hasta europeos, las ficciones dejaron de hablar de lo que veníamos siendo para empezar a hacerlo de lo que parecíamos ser. El dinero ya no era un problema (al menos para los que escribían), la literatura rural quedaba atrás y todo el mundo vivía en Madrid, Barcelona y hasta en Nueva York (o hacían vivir allí a sus personajes). A la literatura social se le colgó el sambenito de ramplona, provinciana y del pasado, y aunque el realismo de raigambre decimonónica y galdosiana siguió siendo popularísimo, a menudo no encontraba validación crítica porque se aspiraba a que la producción artística no estuviese anclada en el siglo XIX.

Este estado de cosas se perpetuó hasta finales de los noventa y principios de los dos mil. El siglo XXI se abrió con la Generación Nocilla o Afterpop, que recogió, entre otras cosas, las inquietudes por un cambio de paradigma en el que todavía estamos sumidos (uso de internet, globalización, intermedialidad), afrontándolo con un optimismo deudor de la última mitad del siglo XX y de la bonanza económica.

Entonces llegó la crisis, y con ella un giro que es inesperado solo si se miran las últimas décadas y no los últimos siglos.

La literatura depende, en primer lugar, de sus condiciones de producción, y en la española la precariedad probablemente haya sido la circunstancia y la conversación más inagotable. Abarca muchas de las obras canónicas desde el Lazarillo hasta hoy (como tema, marco o ambas cosas), y esto sin menoscabo de sus posibilidades formales —La colmena de Camilo José Cela o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, por poner dos ejemplos de renovación formal del siglo XX, son literatura social—. La vuelta a estos fueros en el siglo XXI ha conllevado el mirar hacia unos autores cuya temática era la corrupción de este país (Rafael Chirbes) o que practicaban una literatura explícitamente política y de denuncia que llegó a ser, durante las vacas gordas, anatema (pienso en Belén Gopegui o Marta Sanz). También trajo aparejada una etiqueta, novela de la crisis, hoy en desuso porque la crisis se ha normalizado.

Antes de seguir, aclaro cuáles son los requisitos de este artículo: partiendo del abandono de las tendencias descritas al principio (motivo por el cual he trazado un arco un poco más amplio, para contextualizar este giro), plantear de qué manera la literatura se ha abierto, en los últimos tiempos, a nuevos espacios, prosas y conflictos para narrar la precariedad actual. Se me pide que no dé una relación interminable de títulos y nombres y cite solo a aquellos que mejor encarnen alguna propuesta valiosa. También que cuente mi experiencia como autora, puesto que me he movido en este terreno (hablaré de La trabajadora al final del texto, que supongo que es la novela por la que se me convoca).

Como, en efecto, la lista de títulos y autores podría ser interminable, estableceré una criba previa y me centraré únicamente en novelas de ficción, aun cuando la autobiografía y la autoficción han dado muchas obras que podrán estar aquí (creo no obstante que el fenómeno de las literaturas del yo requiere un tratamiento propio). Asimismo, me limitaré a autores y autoras que comienzan su andadura en el siglo XXI (nacidos en los setenta, ochenta y noventa, aunque también meto a tres de los sesenta que comienzan a publicar tardíamente). Escogeré una obra por autor y hablaré de ella a través de epígrafes, a sabiendas de que la mayoría podrían figurar en casi todos. Sin embargo, me interesa armar un discurso que recoja lo que creo que es

«Entonces llegó la crisis, y con ella un giro que es inesperado solo si se miran las últimas décadas y no los últimos siglos. La literatura depende, en primer lugar, de sus condiciones de producción, y en la española la precariedad probablemente haya sido la circunstancia y la conversación más inagotable. Abarca muchas de las obras canónicas desde el Lazarillo hasta hoy (como tema, marco o ambas cosas), y esto sin menoscabo de sus posibilidades formales —La colmena de Camilo José Cela o Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos, por poner dos ejemplos de renovación formal del siglo XX, son literatura social—. La vuelta a estos fueros en el siglo XXI ha conllevado el mirar hacia unos autores cuya temática era la corrupción de este país (Rafael Chirbes) o que practicaban una literatura explícitamente política y de denuncia que llegó a ser, durante las vacas gordas, anatema (pienso en Belén Gopegui o Marta Sanz)»

representativo de este momento, y que los libros me sirvan para construir el argumento. Allá voy:

— El cuerpo cuando duele: de lo que el trabajo le hace a los cuerpos trata una de las novelas más emblemáticas de la mencionada novela de la crisis: La mano invisible (2011), de Isaac Rosa. La obra es coral y se despliega como una performance donde se encierra a una serie de trabajadores (un albañil, un mecánico, una costurera o una teleoperadora) en una nave con espectadores sin que nadie sepa muy bien qué hacen allí, por qué unos miran y otros solo trabajan. Reducidos a una identidad laboral que es puramente mecánica, la novela logra que se vea lo que permanece oculto, las manos invisibles y sometidas.

—El dinero: todos los libros que nombro en este artículo podrían ir aquí, pero si hay una novela que se ha presentado con este tema como central es Las maravillas (2020), de

Elena Medel, muy en la línea de Belén Gopegui o Marta Sanz no solo por apostar explícitamente por una salida colectiva y política, sino también por no desvincular en ningún momento las circunstancias de las protagonistas de sus condiciones materiales. ¿Cuánto dinero cuesta poder mantener los afectos y la propia estructura? La novela recorre un arco temporal amplio a través de dos mujeres: una que emigra en los años sesenta y otra que lo hace en la actualidad. La escritura es precisa y a menudo calculadamente distante porque las protagonistas no pueden permitirse concesiones sentimentales.

—El lenguaje medio de la clase media (y de los aspirantes a ella) se desdibuja: narrar ya no es un asunto de clase media más o menos acomodada (sí lo es de la clase alta, pero este es otro asunto). La clase media fue una conquista que ha durado unas pocas décadas y que está desapareciendo a toda velocidad. Cuando el ascensor social se escacharra y

El campo ha dejado de ser rural, por lo que se habla de lo neorrural, para señalar esta nueva forma de habitar el campo dependiente económicamente de la urbe

la educación te devuelve al mismo sitio, la literatura deja de ser aspiracional: ya no hay que fingir algo que no se es ni se va a ser nunca. El desparpajo en todos los sentidos, también lingüístico, de Anna Pacheco en Listas, guapas, limpias (2019) apuntala esto. Pacheco narra un desclasamiento real, el de la familia que va del campo a la ciudad, y otro de mentirijilla, el simbólico, que es el territorio que les queda a los descendientes de los que consiguieron piso en un barrio periférico. La protagonista siente un poco de vergüenza cuando hace amigos en la universidad (ella es la primera universitaria de su familia); sin embargo, esa vergüenza por el origen se esfuma en el texto, donde las coplillas que canta la abuela y un viaje a la tierra de los ancestros se cuentan con regocijo y, al mismo tiempo, sin idealización ni nostalgia. Que los tonos bajos, cuando aciertan, dan lugar a grandes obras es algo archisabido, pues ese lugar de enunciación permite atrevimientos mil y uno y que el texto se abra a una significación múltiple y paradójica. Tal cosa ocurre en Panza de burro (2020), de Andrea Abreu, donde el habla de una niña cuajada de modismos canarios no suena a folclore ni a simple costumbrismo, sino que se eleva para lograr una novela sumamente poética y osada sobre un amor entre dos chiquillas a cargo de abuelas en un entorno pobre del norte de las Islas Canarias, entre barriada y pueblo. Aquí los adultos en edad de producir son fantasmas que trabajan día y noche en el sector turístico sin que eso les procure más que una mínima subsistencia. Las niñas son salvajes y libres, y al mismo

tiempo están encerradas y condenadas. Los límites del lugar son muy precisos, asfixiantes; al fondo hay una playa que es el paraíso de los guiris y adonde ellas no pueden ir porque no tienen quien las lleve.

En Lectura fácil (2018), de Cristina Morales, también vemos lo lejos que se puede ir con un lenguaje que solo tiene la apariencia de estar por debajo de un nivel medio a través de cuatro mujeres tildadas por la administración y la medicina como discapacitadas intelectuales. Cada una despliega su habla (una con la técnica de Lectura Fácil) para ensamblar una novela que fragmenta el punto de vista y juega con distintos registros en pugna contra lo normativo.

—Los otros: uno de los mejores acercamientos de la literatura reciente a quienes están absolutamente fuera del sistema es Diario de campo (2013), de Rosario Izquierdo, donde se da cuenta del lenguaje con el que se construyen las identidades y lo que llamamos «conocimiento» a través de una mujer que trabaja en una oficina de asistencia social del extrarradio sevillano, lo que la lleva a escribir, como los antropólogos, un diario de campo que transita por la crónica, el ensayo y la reflexión personal para conformar una novela intergenérica donde la voz íntima se entremezcla con las de unas mujeres analfabetas. Asimismo, en La ciudad (2022), de Lara Moreno, que cuenta la historia de tres féminas acorraladas por la violencia, se encara la historia de dos mujeres migrantes, una colombiana y una marroquí, que experimentan de manera radical lo que significa ser subalternas, especialmente la mujer marroquí, que está de ilegal; con ella se visibiliza una de las situaciones más vergonzantes del país en la actualidad: el trabajo esclavo —literalmente— de las temporeras en los campos de fresas de Huelva.

— Migrando sin parar: La migración del campo a la ciudad que comenzó a finales de los cincuenta del siglo pasado está contada en muchas novelas; también la que puso rumbo a Alemania o Francia. Lo que ya no está tan narrado por ser un fenómeno reciente es la de los españoles hipercualificados yéndose a cualquier parte del mundo donde, en teoría, florecen las oportunidades. En La muela (2021), de Rosario Villajos, una joven se va al Londres pre-Brexit y encadena trabajos infames y alojamientos compartidos con humanas y ratones. En la novela desfilan todas las modalidades de la soledad contemporánea bajo el prisma del humor negro: enfermedad, Tinder, esperanzas delirantes, relaciones siempre cabronas. El libro tiene algo de collage al atravesar la frontera de ese territorio invisible propio de la escritura para componer, además, una obra visual: diferentes tipos de letra, e-mails, imágenes y hasta un coqueteo con la fotonovela.

—«Bienvenido, Mr. Marshall» en el siglo XXI o ver a los guiris pasar: a la descentralización imperante (ya no se narran mayormente Madrid, Barcelona ni los centros urba-

nos) se suma el sacar a la palestra una España detenida en un momento preglobalización, que es donde se ha quedado buena parte del país, como una estampa congelada donde sus habitantes desean que llegue el turismo para no perecer o ven cómo este turismo destruye el entorno y genera empleos mal pagados que no compensan los oficios perdidos o a punto de perderse. En Anoxia (2023), de Miguel Ángel Hernández, bajo el telón de fondo del destruido Mar Menor, la propietaria de un viejo estudio fotográfico que se ha quedado sin clientes rescata la práctica de retratar a los muertos, mientras que en La seca (2024), de Txani Rodríguez, la relación entre una madre y una hija se despliega en una localidad andaluza donde se trabaja en la extracción del corcho, otro oficio amenazado. Ambas novelas, muy escénicas, recuerdan a pelis españolas de los noventa.

—El campo que no es rural: el campo sigue siendo precario, si bien incorporando otros modos de vivir en él. Se habla de lo neorrural para englobar novelas cuyos personajes dejan la ciudad, pero es una denominación imprecisa porque buena parte de ellas no tratan de lo rural, sino de una nueva forma de habitar en el campo dependiente económicamente de la urbe. Una casa ruinosa en un núcleo indeterminado y mínimo es el escenario de Un amor (2020), de Sara Mesa, un libro que no va de amor, sino de chivos expiatorios, y en el que el lugar es condición fundamental para que estalle un conflicto a lo Dogville de Lars von Trier después de que la protagonista intercambie sexo por trabajo y acabe en una relación rigurosamente vigilada. La tragedia se reduce aquí al hueso, a lo esencial.

— Desposesión y mística: nos deslizamos hacia un territorio, el de ver en lo espiritual una salida, que no es el tradicional en la literatura social, habitualmente ligada a cosmovisiones materialistas. Sin embargo, la mística fue un asunto muy español (ahí están San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús), y desembocó en un sensualismo que rozaba la herejía. Mucho de esto hay en Ocaso y fascinación (2024), de Eva Baltasar, aunque desligado de toda religión y convertido en una espiritualidad laica. La novela, muy poética, se divide en dos partes: la de la caída de la protagonista en la indigencia —apenas saldrá de ahí limpiando casas—, y el relato simbolista sobre su fascinación por una mujer transformada en una Virgen que supone una ruptura de código. De un modo menos evidente, un impulso espiritual que tampoco tiene que ver con la religión ni con ser creyente late como posibilidad en Los asquerosos (2018), de Santiago Lorenzo, que narra la historia de un hombre que, tras acuchillar a un policía, se refugia en una aldea abandonada. La caída se convierte en renuncia radical al consumismo, y en todos los pasajes donde se describe la adaptación a una vida despojada encontramos el gusto y la elevación de un asceta.

Imagen de Belén Gopegui, autora, entre otros, de La conquista del aire. Foto: wikicommons

—Más allá del realismo: el realismo y el costumbrismo se integran naturalmente, y desde hace tiempo, con otros géneros. Los guapos (2024), de Esther García Llovet, es una novela picaresca y también de extraterrestres para narrar una España destartalada, cutre y anárquica en la que un buscavidas se va a un camping de El Saler, en Valencia, y trata de sacar pasta organizando un festival de música con regustos marcianos aprovechando la aparición de unos misteriosos círculos en un campo sembrado.

La distopía es lo que usa Luis López Carrasco en El desierto blanco a través de una muy elocuente estructura de narraciones independientes que recorren distintas modalidades de mundos descompuestos que estarían señalando ese montón de añicos, mayormente desértico, en el que parece que va a convertirse el planeta.

Como dije al principio, terminaré este artículo explicando cómo abordé la precariedad en La trabajadora (2014), donde me planteé subvertir el realismo desde dentro aprovechando que sus dos protagonistas, una freelance que trabaja en casa corrigiendo libros y una teleoperadora, sufren problemas mentales ligados a una situación económica miserable. Planteé el asunto de la disolución del sujeto actual por las condiciones laborales, que implican no tejer vínculos y que el trabajo inunde la casa y el día entero. Los barrios del sur Madrid por los que la correctora pasea incansablemente aparecen no como algo sólido y realista, sino como fantasmas: no sabemos si se ven o se alucinan. Aproveché, en fin, los delirios no para contar fielmente qué es un brote psicótico o la ansiedad, sino para hacer una literatura con la que señalar cuánto tiene la realidad de invención. Porque la invención es la mimbre del mundo.

La novela de gran eslora hoy

CCuando hablamos de novelas largas es fácil que discrepemos sobre la frontera más allá de la cual se impone el adjetivo: ¿quinientas, setecientas, novecientas páginas? Sin esfuerzo llegaremos al acuerdo de que La broma infinita (1996) de David Foster Wallace pertenece a esa categoría informal de la «novela larga», pero, si no tenemos mejor cosa que hacer, podemos discutir animadamente si Noticias del imperio (1987) de Fernando del Paso o Bomarzo (1962) de Manuel Mujica Laínez son largas o, ya metidos en harina, si La montaña mágica (1924) de Thomas Mann o el Ulises (1922) de Joyce lo son o se hacen largas. Quienes nos hicimos lectores en los setenta y ochenta recordamos novelones que se tradujeron entonces y fueron aclamados por la crítica como Bella del Señor (1968) de Albert Cohen o Del tiempo y el río (1939) de Thomas Wolfe o, en la marea de novela histórica, Juliano el apóstata (1966) de Gore Vidal. Los engullimos con credulidad fluctuante que iba del entusiasmo a la autosugestión, del tesón en la lectura como deber hasta el escepticismo trepando por las horas. Todavía no existían las redes sociales ni las teleseries adictivas y la lectura literaria convivía razonablemente bien con otras distracciones y devociones.

Por aquellas calendas (1984), Italo Calvino preparaba un ciclo de seis conferencias para las «Charles Eliot Norton Poetry Lectures» de la Universidad de Harvard en las que exponía algunos de los «valores, cualidades o especificidades» de la literatura que le eran singularmente caros, situándolos en la perspectiva del siglo XXI. Ninguno de los seis valores apostaba por el gran tonelaje y sí, en cambio, por la levedad y la rapidez, que fueron los temas de las dos primeras lecciones. Las otras giraron en torno a la exactitud, la visibilidad, la multiplicidad y la última, que se quedó sin escribir a causa de la muerte inesperada de Calvino, trataría sobre la consistencia. Si aquellas Seis propuestas para el próximo milenio (que fue el título español) se toman como propuestas o invitaciones y no como preferencias, parece claro que el autor de Palomar no veía en el horizonte inmediato las condiciones propicias para la novela larga y sí, por el contrario, para la escritura ágil y comprimida, para la ficción que no hipoteca sin garantías el tiempo escaso de los lectores. ¿Es la novela de gran eslora un producto anacrónico? ¿Podemos considerar largas novelas decimonónicas como Casa desolada, Los mi-

serables, Crimen y castigo, Middlemarch o La Regenta? Que son largas es una obviedad cuantificable, pero ¿eran largas en 1853, 1862, 1866, 1871 y 1887? ¿Se propusieron Dickens, Victor Hugo, Dostoievski, George Eliot o Clarín escribir novelas largas o en aquel tiempo las novelas podían alcanzar esa extensión porque las circunstancias de la lectura y hasta los modos de publicación lo propiciaban? Cada tiempo histórico tiene su escala normalizada de tallas y medidas que marca el umbral de expectativa (o de resistencia y paciencia) del common reader, pero no es ese factor contextual y transitorio el que me interesa ahora en sí mismo, sino la supervivencia de la novela de gran eslora —algo que está fuera de discusión— y sobre todo su pertinencia en 2024.

La escritura de una novela de gran eslora —por ahora me refiero tan solo a la dimensión física, no a la semántica— ha sido una de las mecas de no pocos autores contemporáneos, unos convencidos de que lo que tenían que contar exigía de una expansión sin remilgos, otros acaso librados a una fruición de la escritura retroalimentada por su propio crecimiento arborescente, sin que ese acrecimiento —y recrecimiento— respondiera a ninguna demanda interna. No sé si algún lector de Vida y destino habrá pensado que a Vassili Grossman le sobraban muchas páginas, pero es más probable que los lectores de El mecanógrafo, de Javier García Sánchez, sí notaran el suave crepitar del tedio. Al segundo volumen de Tu rostro mañana de Javier Marías, Baile y sueño —precisamente el más breve de la trilogía—, le sale una prominente barriga que podría disuadir de continuar a algunos lectores, pero su autor no solo lo sabía sino que utilizó ese amplificación dilatoria —y homenaje al capítulo 9 del Quijote— con toda intención, del mismo modo que las digresiones de la Recherche de Proust que se emboscan en el pasado y parecen no terminar nunca constituyen la sustancia fluvial misma de la novela. Dicho de otro modo, la envergadura de una novela tanto puede ser consecuencia de la voluntad o el designio del autor (acertados o no, conectados con el propósito de lograr un determinado efecto en sus lectores) como de su inadvertencia, su impericia o su autoindulgencia (caso este en el que el efecto adverso —el aburrimiento por ejemplo— no estaba buscado). Y en ambos casos la experiencia de cada uno de sus lectores

escapará a las previsiones o cálculos que puedan haberse forjado.

La novela ilusionista —esto es, la que aspira a crear una ilusión de realidad— suele rentabilizar la larga distancia mediante una inmersión del lector más duradera en el mundo ficcional. Ello favorece la impresión psicológica de transportación a ese mundo y el sentimiento melancólico de expulsión o vacío cuando la novela se termina y el lector regresa irremediablemente a su realidad empírica. Sucede con Fortunata y Jacinta (1887) de Galdós, con Octubre, octubre (1983) de José Luis Sampedro, con El corazón helado (2007) de Almudena Grandes o con Castillos de fuego (2023) de Ignacio Martínez de Pisón y ese simulacro de estancia temporal en un mundo distinto, en íntima comunicación con otros seres —por mucho que cualquier lector cuerdo dé por descontada la inexistencia de ese universo y de esos individuos—, constituye uno de los irreprimibles alicientes que ofrece la lectura de novelas largas. La novela que deliberadamente rompe el espejismo de que ofrece o refleja una porción de realidad —la que, por eso, llamamos anti-ilusionista— no puede contar con ese ardid para justificar su medida, puesto que al lector se le recuerda una y otra vez que lo que tiene ante sus ojos es, antes que nada, un discurso verbal y, en segundo lugar, un artefacto cultural que funciona con la activación necesaria de su archivo mental, de sus conocimientos, creencias, suposiciones, filias, fobias, en definitiva de todo cuanto está almacenado en su cerebro y que se pone a trabajar

para dotar de coherencia y sentido el texto. Estas novelas sustentan su interés (la capacidad de retener al lector durante muchos días) en sus aspectos técnicos y formales, en la elaboración de una prosa excepcional (por anómala para bien o para mal), en la subversión paródica de los géneros y los estilos, en la complicidad con unos marcos de referencia culturales e ideológicos, en la manipulación lúdica de matrices reconocibles. Fue el caso de Larva (1983) de Julián Ríos o el más reciente de Circular 22 (2022) de Vicente Luis Mora, como lo había sido de Paradiso (1966) de José Lezama Lima o, antes, de Rayuela (1963), si bien aquí Cortázar ironizó sobre el exceso de peso señalando los capítulos «prescindibles» —que son, claro, los imprescindibles— . Pero, obviamente, estas novelas, que tienden a ser recibidas como productos experimentales, multiplican la apuesta contra la resistencia del lector en la medida en que no le brindan el trivial pero efectivo beneficio de la ilusión de realidad, con sus mecanismos de simpatía, empatía y antipatía, con sus dosis de pathos y sus trucos de whodunnit, de las novelas más convencionales.

En la literatura en español no han sido extrañas las novelas de grandes dimensiones en lo que llevamos de siglo XXI, tanto del primer tipo, por ejemplo La noche de los tiempos (2009) de Antonio Muñoz Molina, la citada Tus rostro mañana —si puede considerarse la trilogía una sola obra— o la jaleada Los escorpiones (2024) de Sara Barquinero, como del segundo, pongamos Brilla, mar del Edén (2014) —una desmesura narrativa inspirada en la serie

Imagen de escritor madrileño Javier Marías. Foto: Lisbeth Salas
«Esperamos, en esencia, que el conjunto de las decisiones compositivas obedezca a un designio (desde las palabras escogidas hasta el orden o desorden cronológico; desde los juegos tipográficos a los pastiches y diálogos intertextuales), que es tanto como decir que sean relevantes, no en nuestro mundo de lectores, sino dentro del dispositivo de la novela»

Lost y con un escritor chileno, Roberto B., perdido entre los caídos en la isla— o Leonís, vida de una mujer (1922) —otra feliz desmesura que, ahora inspirada en el Orlando de Virginia Woolf, recorre la historia de España en los últimos quinientos años—, ambas de Andrés Ibáñez, o Lo demás es aire (2023) de Juan Gómez Bárcena, que amplía su arco temporal desde el año 13.599 a.C. hasta nuestros días post-pandémicos para contar la historia de su pueblo cántabro, Toñanes. En esos novelones de uno y otro tipo se deja notar la huella de algunas de las novelas mastodónticas del Posmodernismo norteamericano, tanto de su primera ola, la de V. (1963) y El arcoíris de la gravedad (1973) de Thomas Pynchon, como de la segunda (la del reflujo manierista de lo posmo), la del citado Foster Wallace de La broma infinita y la inconclusa —o no— El rey pálido (2011) o la celebrada La casa de las hojas (2000) de Mark Z. Danielewski. También se advierte el modelo de 2666 de Roberto Bolaño, una novela nodriza o sumatorio de cinco novelas o «partes» que podrían leerse de manera independiente —así quiso Bolaño que se publicara el material, aunque fuera por razones no estrictamente literarias— y que, como hizo Foster Wallace con los materiales de El rey pálido, ordenó y corrigió mientras pudo. Y, del mismo modo que ocurrió con bastantes de esas novelas paradigmáticas, sobre las novelas largas españolas pesa la impresión de que padecen sobrepeso. ¿Es esa sobrecarga una percepción subjetiva que solo tendrán algunos lectores —por ejemplo con la alarma del aburrimiento— o es de algún modo determinable objetivamente —por ejemplo con el examen de la irrelevancia de ciertos pasajes, capítulos o secciones?

Desde luego no es cuestión de apelar a las máximas conversacionales de H. P. Grice, aquellas sobre la cantidad, la calidad, la relevancia y la claridad de la información, que son normas tácitas que operan en nuestras conversaciones ordinarias, puesto que en una novela quedan desactivadas. O quizá no tanto, porque en la ficción literaria esas reglas son rebasadas en sus límites pero no transgredidas

o suspendidas. Digamos que la noción de «relevancia» (es la supermáxima en la que Dan Sperber y Deirdre Wilson sintetizaron el principio de cooperación elocutiva) experimenta una modificación de su funcionamiento en los textos literarios, pero no desaparece. Aceptamos la «verdad de las mentiras», como explicó Vargas Llosa, o la «tercera verdad», como argumentó Javier Cercas, pero solo como parte consustancial al juego de la suspensión coyuntural de nuestra incredulidad, solo mientras dura ese juego (que es la lectura) y manteniendo, con todo, dentro de la ficción una lógica de la verdad ficcional. Así, toleramos que la cantidad de información que se nos da sea la que estime necesaria el autor para los fines que se propone, unos fines que desconocemos al comienzo de la lectura, pero que inferimos a medida que avanza la lectura y se perfila la estructura integradora de la obra (la historia y la trama, el tipo de personajes, el estilo y los procedimientos y trucos narrativos, el tema hacia el que converge todo…). Esa inferencia acerca de lo que el autor ha pretendido hacer con la novela restringe y vuelve menos generosa nuestra tolerancia: tendemos a esperar que todos los elementos desplegados desempeñen un papel en el mecanismo del texto, que respondan a una voluntad constructiva y no a un mero azar o a un amontonamiento de aluvión, en definitivo a la autoindulgencia (o falta de sentido autocrítico) del novelista. Esperamos, en esencia, que el conjunto de las decisiones compositivas obedezca a un designio (desde las palabras escogidas hasta el orden o desorden cronológico; desde los juegos tipográficos a los pastiches y diálogos intertextuales), que es tanto como decir que sean relevantes, no en nuestro mundo de lectores, sino dentro del dispositivo de la novela. La claridad (cuarta máxima de Grice) es solo una función de la relevancia, que en un texto literario no se traduce como una huida de la falsedad o de la ambigüedad o del desorden, pero sí como un principio contrario a la incongruencia, la gratuidad o la ofuscación de la escritura (entiéndase por ‘ofuscación’ tanto la oscuridad injustifica-

ble de la expresión como la vulgaridad grosera del cliché y la palabra mostrenca). Sé que todo esto es muy abstracto y demasiado general, pero prefiero mantenerme en este territorio inespecífico desde el que es más sencillo describir algunos de las razones por las que las novelas de larga eslora se escoran de un lado, hacen agua en algunos tramos o directamente naufragan.

César Aira, que entre sus pecados no cuenta con el de escribir largo, finge recordar en su última novela, En El Pensamiento (1924), a un preceptor que le puso su padre cuando él tenía siete años y que, sin pretenderlo, le dio su primera lección de arte narrativo. Aquel preceptor, resentido por el desapego de sus padres, que por otro lado le pedían cartas, decidió vengarse de ellos abrumándolos «a relato», reflejando en sus cartas «cada una de las cosas del universo». El niño Aira imaginó una vida anulada por aquella escritura obsesiva, minuciosísima (y abocada a un tedio letal), pero su preceptor lo corrigió: «No, no era necesario escribir literalmente todo. Se usaba, dijo, la sugerencia, la alusión, y a partir de ella el poder de deducción». De modo que no había que decirlo todo, había que evitar la prolijidad, la verbosidad superflua, porque, «por otra parte, es el modo más seguro de aburrir». En síntesis: «bastaban unas pocas palabras bien escogidas, y de ellas irradiaba todo».

Aira ha aplicado a su modo aquella enseñanza y ha instalado su obra en la media distancia o tierra de nadie —en términos de Jorge Volpi— de la novela corta, como si todo cuanto quepa contar pudiera ser comprimido en un centenar y pico de páginas. Ni es así, por supuesto, ni el efecto cognitivo de una inmersión prolongada y recurrente en un universo imaginario es comparable con las zambullidas rápidas de la nouvelle. Lo que cuenta Sara Barquinero en Los escorpiones no podría contarse en una novela corta, aunque sí probablemente en una novela más corta. Impresiona como testimonio de una generación crecida en un entorno digital (videojuegos, internet) que favorece la confusión entre lo real y lo ficticio, empujada a la desconfianza en el presente y aún más en un futuro del que se les ha privado, que se siente burlada y dejada caer en la precariedad en todos los órdenes, que encuentra en las redes sociales una evasión y un burladero (y lo sabe, pero qué más da), bajo la amenaza permanente de un estado depresivo que apenas pueden paliar las drogas, los psicofármacos o la terapia, de una generación en la que

la necesidad de creer en algo se cubre a veces elevando las teorías conspiranoicas a sucedáneos de la antigua fe religiosa y para la que las relaciones afectivas (el amor, la amistad) están atravesadas o envueltas por la virtualidad. Pero estoy convencido de que seguiría siendo un testimonio impresionante y veraz sin muchas páginas de la novela y, tal vez, sin alguna de las secciones que la componen. Sin duda la autora consideró imprescindibles las cinco novelas «Cambiatuvida.exe», «El perro mexicano», «Bajo astral. Una novela de Margherita Vitale», «Tarde para todo» y «Los Escorpiones» y también los tres interludios «Girl Next Door», «Todestrieb» y «Sol negro». Y, dentro de estas ocho partes (más el Epílogo), todas las líneas narrativas confluentes, todos los episodios, escenas, digresiones, diálogos y monólogos, pues de no ser así cabe suponer que los habría cribado. El conjunto ofrece un muestrario de géneros (histórico, terror, sentimental, de campus, intelectual…) y una exhibición rotunda de destrezas compositivas, pero ¿es relevante todo ello para el funcionamiento de la novela? ¿Se resentiría el sentido de la obra si se hubiera podado más de lo que se podó? Y, situándonos en el lado del lector, ¿es proporcional la recompensa que obtiene (estética, cognitiva, de la índole que se quiera) a la inversión en tiempo que se le requiere? Estas preguntas podrían formularse hoy en día ante cualquier novela larga, sean las históricas Europa central (2007) de William T. Vollmann, la trilogía M. (2018-22) de Antonio Scurati, o, como se hace aquí, ante el espléndido thriller existencial Los escorpiones

Menos es más, notas sobre la novela breve

EEn la ecuación no siempre clara entre valor literario y número de páginas, muchas veces es difícil no pensar que más es más cuando se comprueba que, hasta los autores más conocidos por la brevedad de sus textos, no logran un éxito rotundo hasta que publican una buena, vistosa y hasta inflada novela. En una reseña no exenta de malicia a Los escorpiones, de Sara Barquinero, Alberto Olmos describía la monumental novela de más de 800 páginas como un libro del que todo el mundo hablaría sin haberlo leído o, más precisamente, una novela que amenazaba convertirse en best seller siempre y cuando la gente no se la leyera , dando a entender así que el volumen es el motivo extraliterario más importante para el éxito literario.

Aparentemente, las novelas cortas literarias son el antídoto para esa literatura que no se lee. Breves, intensas, concentradas, parecen plantearse como uno de los últimos reductos de la calidad y responden en parte a la jibarización generalizada que han sufrido los textos literarios durante los últimos 25 años y a la también general crisis de tiempo para la lectura provocada por la adicción a las redes y la incapacidad para sostener la atención. Si en el año 2000 una novela de formato «respetable » tenía alrededor de 300 páginas, hoy tiene unas 200 y de modo equivalente, la de 200 tendría hoy unas 150 y la de 150, aproximadamente unas 100. Podría pensarse que lo que hace 25 años sería una novela estándar, adopta hoy de manera natural el formato de una nouvelle . Hablo como es lógico de los criterios editoriales para la «literatura literaria» (Dios me perdone), pero también de los criterios personales con los que los autores entienden lo que se espera de ellos. Y aun así no es difícil de comprobar que los textos breves tienen con respecto a los textos largos el mismo sambenito que la comedia tiene con respecto a la tragedia, el de estar permanentemente devaluados. Incluso libros que en su momento fueron grandes éxitos editoriales -como Seda de Alejandro Baricco- se presentaban entonces más como relatos largos que como nouvelles propiamente dichas, lo que se debía (creo) a la baja esti -

ma general de la novela corta en el mundo hispanoparlante. En el imaginario canónico de los lectores, sigue funcionando aún la fórmula más es más en cuanto a la dignidad de los textos. Nadie pensaría en Mimoum o La buena letra como los mejores textos de Rafael Chirbes solo porque son los más cortos, a pesar de que realmente son los mejores. Que la sombra de ese descrédito es alargada se demuestra también fácilmente en la cara de decepción que todavía hoy adoptan involuntariamente los editores cuando se les entrega una novela de 70 páginas o en el hecho de que muchos prefieran achicar la caja y agrandar la tipografía para hacer pasar por una novela estándar lo que en realidad es una nouvelle . Sea como sea, la tradición hispanoparlante, parece estar relativamente lejos de aceptar la novela corta como un género importante. Incluso la mejor novela corta jamás escrita en lengua castellana: Pedro Páramo , de Juan Rulfo, es curiosamente canónica a pesar de sí misma y funciona como una rara avis , un meteorito caído de otro planeta, sin referente previo y apenas con equivalentes posteriores de ese nivel. Pedro Páramo es también la primera novela corta canónica escrita en castellano que no bebe directamente de las tradiciones literarias de otras lenguas. Dicho sea de paso, en esa misma pulsión latinoamericana que no imita la de otras lenguas pertenecen las que a mi juicio son las novelas cortas más intrigantes en castellano. No siempre son las más conocidas. Pienso por ejemplo en Por los tiempos de Clemente Colling de Felisberto Hernández, Memorias de un pigmeo , de Hebe Uhart, Cárcel de árboles de Rey Rosa, Los años vacíos de Josefina Vicens, Help a él , de Fogwill, La mujer desnuda de Armonía Sommers, La pasión según G.H. o La hora de la estrella de Lispector, en decenas de novelas de Aira, Tan triste como ella , de Onetti, Glaxo , de Hernán Ronsino, La débil mental , de Ariana Harwicz, La ficción del ahorro de Carmen M. Cáceres, Historia del pelo , de Alan Pauls, Paradais , de Fernanda Melchor, La uruguaya , de Pedro Mairal, Zama de Antonio di Benedetto, Enero , de Sara Gallardo… el editor de esta revista, cuando me pidió este artículo, me prohibió

estrictamente lo que acabo de hacer ahora, un listado de novelas. El mío no tiene ni la menor intención de ser estricto ni exahustivo, son literalmente las primeras que me han venido a la cabeza, de modo que nadie trate de ver en ellas un canon, ni un orden secreto. Dejo a quien tenga más paciencia y sobre todo más tiempo que yo la tarea de organizar un canon de gran novela corta propiamente latinoamericana. Quien lo haga no tardará tampoco en darse cuenta hasta qué punto muchas de esas supuestas grandes novelas cortas latinoamericanas son refritos de otras tradiciones, a la manera en que El jorobadito de Roberto Arlt es básicamente una novela rusa, o El túnel de Ernesto Sábato, una novela francesa, o La invención de Morel de Bioy Casares una novela fantástica de corte anglosajón. Con la novela corta de tradición estrictamente latinoamericana, me sucede lo que le ocurría a aquel legislador yanqui cuando hablaba de pornografía: «no sabría describirla con precisión, pero la reconozco inmediatamente en cuanto la veo», de modo que les pido que me perdonen por haberme despachado con una categoría que no solo soy incapaz de describir, sino que tampoco puedo aplicar con un criterio más científico que el olfato.

En cuánto a la tradición peninsular se refiere, la nómina es notoriamente más deprimente a pesar de que el pistoletazo de salida de la tradición novelística mundial, sea precisamente una novela corta, y precisamente una novela corta española, a saber, el Lazarillo de Tormes y que tras ella brillen las maravillosas novelas ejemplares de Cervantes y tantas otras joyas breves de la picaresca. Dejo también al psicoanálisis amateur, el estudio de por qué no se dio en España una mayor tradición de novela corta durante el romanticismo. Me resulta tan difícil responder a esa pregunta como a por qué somos tan malos cuentistas, por lo general, los españoles, o por qué los buenos cuentistas españoles, están tan denostados y olvidados (véase Joan Perucho). Durante mucho tiempo, la novela corta española por antonomasia fue San Manuel Bueno, mártir , de Miguel de Unamuno. Una novela tan envejecida en estilo y temática, como los dilemas de honor de nuestro teatro del siglo de oro. Hace poco más de diez años, y tras la publicación de una novela corta de mi autoría, Las manos pequeñas , me comentaba su editor Jorge Herralde, lo mucho que le costaba vender esos «libritos», a los que la prensa consideraba inevitablemente menores por su tamaño. En eso obviamente algo han cambiado los tiempos, a pesar de que España siempre ha cometido la impiedad de favorecer a autores de otras lenguas por los mismos motivos por los que denostaba a los de la propia, de modo que -según Herralde- los libros de Amelie Nothomb se vendían mejor por los mismos mo -

tivos por los que en ese momento no se vendían tanto las novelas cortas de los autores hispanoparlantes. Hoy las cosas han cambiado un poco. Hay editoras, como Sol Salama de la editorial Tránsito, que reconocen abiertamente publicar preferentemente novelas breves bajo el criterio de que, frente a una disponibilidad de tiempo más limitada, las nouvelles cubren, por decirlo así, una necesidad para la que ya nos falta el tiempo. Pero a pesar de que cada vez son más los autores que se animan a este formato, (no me resisto, de nuevo, a desobedecer al editor de esta revista y hacer una pequeña nómina de españoles: Humo , de José Ovejero, Spanish Beauty , de Esther Garcia Llovet, Kanada , de Juan Gómez Bárcena, Mis días con los Kopp , de Xita Rubert, Cara de pan , de Sara Mesa, La ventana , de Isabel Alba, Caballo sea la noche , de Alejandro Morellón, Hermana (Placer) de María Folguera, Permafrost , de Eva Baltasar) me sigue pareciendo que de una forma inadvertida, tanto el mundo editorial como la psique inconsciente de los lectores, las consideran en algún punto un género relativamente menor. Espero sentado, y me temo que aún esperaré unos años, un Premio Nacional de literatura o un Premio de la crítica a un libro de narrativa que tenga menos de 90 páginas, a la manera, por ejemplo, en que a una tradición como la francesa, no tuvo el menor inconveniente en pre -

miar en su día con todo lo premiable a una novela como El amante de Margarite Duras, o más recientemente, a numerosos libros ultrabreves de autores como Pierre Michon, Jean Echenoz, Pascal Quignard, Valerie Mrejen o la ya citada Amelie Nothomb.

Dejo para el final un pequeño apunte sobre algo que me parece totalmente consustancial a la novela corta y que muchas veces se confunde con su mera extensión, y es que su vocación de austeridad no debería considerarse mera racanería verbal para adaptarse a nuestro espídico estilo de vida, sino todo lo contrario, la consecuencia de un movimiento pendular, fruto de una lentísima comprensión o de una lentísima maduración. La austeridad de la nouvelle es prima cercana de la austeridad del haiku , y está más relacionada con la sabiduría de quien ha ido separando durante mucho tiempo lo esencial de lo accesorio, que con el oportunismo de quien ha hinchado un relato para subirle el anticipo a un editor. Las novelas cortas son o deberian ser esencialmente difíciles de leer, no más fáciles, contra lo que suele creerse. Y por lo mismo, no deberían pretenden epatar, tanto como transmitir el desconcierto.

Hace años tuve la suerte de hacer una entrevista a Fleur Jaeggy, autora, entre otras cosas de una de las novelas cortas más memorables de la segunda mitad del siglo XX: Los hermosos años del castigo . Entre otras

Imagen del autor argentino César Aira. Foto: Lisbeth Salas
«Podría pensarse que lo que hace 25 años sería una novela estándar, adopta hoy de manera natural el formato de una nouvelle. Hablo como es lógico de los criterios editoriales para la “literatura literaria” (Dios me perdone), pero también de los criterios personales con los que los autores entienden lo que se espera de ellos. Y aun así no es difícil de comprobar que los textos breves tienen con respecto a los textos largos el mismo sambenito que la comedia tiene con respecto a la tragedia, el de estar permanentemente devaluados»

preguntas que ahora me parecen bastante estúpidas y a las que por lo general contestó con gran paciencia, le pregunté cómo lograba escribir con aquel estilo extrañamente denso y enigmático, y ella me respondió que redactando textos de 300 páginas y borrando a continuación 250. Se ve que no me gustó mucho la respuesta, porque se lo volví a preguntar de otro modo y ella añadió que la diferencia esencial entre escribir libros extensos y libros breves, es que en los segundos uno debería tener una actitud más próxima a la creación poética y no estar haciendo constantemente el ejercicio de entender lo que había escrito. Creo firmemente, junto a Jaeggy, que para escribir una buena novela corta, es necesario estar conectado a un enigma de cuya comprensión se desiste desde el origen, que en las novelas cortas la actitud de los autores debería ser más pasiva, casi chamánica, como la de quien se sienta frente a un objeto que no entiende ni entenderá nunca, y se limita a recorrerlo lentamente con la mirada. Creo recordar que así era como hablaba Kawabata de su célebre burdel descrito en La casa de las bellas durmientes , y que cuando le preguntaban por el sentido de aquella imagen, contestaba que la escritura de su pequeña novela, no había sido tanto un intento descifrarla, como un deseo de regodearse de su intriga. Si eso es cierto, la novela corta, funcionaría -más que como el perfecto género para encajar en un mercado en el que los lectores están cada vez más apurados- como un recurso a la lentitud en tiempos de velocidad, una lectura que apunta en dirección contraria a lo contemporáneo (es decir, lo opuesto a lo que aspiran esos «novelones de

éxito»: a ser engullidos). Dicho sea de paso, la nouvelle también me parece el género ideal para enunciar la crisis. No es casual que muchos de los grandes clásicos del género, como Conrad, James, Mann, Tolstoi, Shelley o Kafka, eligieran precisamente el género para descargar en él sus pesadillas más inmanejables, o sus confesiones más vergonzosas. Si la lectura es hoy algo que hacemos en general en contra de nuestro tiempo, el género de la nouvelle sería el género antisistema por antonomasia, una escritura que atenta contra la corriente general de la levedad y opta por la densidad, la opacidad y el símbolo.

España no es país para cuentos (españoles)

CCada vez que se escribe sobre el cuento en España parece obligado decir que hay un boom, o una edad de oro del cuento español. Me temo que eso no es así, y que no lo ha sido nunca. En España el cuento es un género menor. La industria así lo confirma, y aquí se da un hecho curioso, una esquizofrenia narrativa, que creo que no se repite en otros países: hay autores que publican sus novelas en sellos de los dos grandes grupos (Mondadori y Planeta), mientras que sus libros de relatos son publicados por editoriales independientes especializadas en el «género menor».

Esta precariedad no resta mérito a las y los cuentistas españoles. Al contrario, lo multiplica. El hecho de que una minoría de escritores como Cristina Fernández Cubas o Eloy Tizón hayan alcanzado la más alta consideración dentro de la narrativa española, siendo su obra mayoritariamente cuentística, es algo admirable, casi milagroso.

Dicho esto, ha habido, en las dos últimas décadas, dos fenómenos que han sido cruciales para la consideración y la difusión del relato en España, y que pueden abrir la puerta a un moderado optimismo.

El primero es la aparición, en 1999, de la editorial Páginas de Espuma. El trabajo de esta editorial por difundir el género, tanto con reediciones de autores clásicos, como con la publicación de nuevas voces españolas y latinoamericanas está siendo un impulso importantísimo para el cuento en España.

El segundo es la creación, en el año 2004, por parte del Ayuntamiento de Molina de Segura, del Premio Setenil al Mejor Libro de Relatos Publicado en España que, con su generosa dotación económica y su cobertura mediática, ha supuesto un reconocimiento a quienes practican este maltratado género.

Si hubiera, ahora mismo, algo parecido a un boom del cuento en España, tendríamos que matizar que no estaría protagonizado por autores españoles. Han sido Mariana

Enríquez, Samanta Schweblin, Lina Meruane o María Fernanda Ampuero quienes, a través de la publicación principalmente de libros de relatos, han conseguido crear un pequeño fenómeno editorial en España. Así que, ahora, como en los años del boom «original» (en que se leían con tanta avidez los cuentos de Cortázar, Onetti, Rulfo, Borges o Quiroga como las novelas de Vargas Llosa o García Márquez), el público español está leyendo mucho relato del lado de allá, y menos relato made in Spain.

CUENTO FANTÁSTICO

Aunque el objetivo de este dossier es centrarse en la producción cuentística en España de los últimos años (lo que obliga a dejar fuera a los ya canónicos del género como José María Merino o Luis Mateo Díez) me parece imprescindible realizar una pequeña excepción para hablar de Cristina Fernández Cubas, pues sobre ella recayó el año pasado el Premio Nacional de las Letras, el reconocimiento institucional más importante que, por primera vez, era otorgado a una cuentista. Además, su obra ha recibido otros importantes reconocimientos como el Premio Setenil (2006) y el Premio Nacional de Narrativa (2016) y, ahora mismo, está de plena actualidad porque se ha visto favorecida, periodísticamente hablando, por esa tendencia neofantástica protagonizada por las cuentistas latinoamericanas antes citadas1.

Tal vez, su obra más destacada sea La habitación de Nona (2015), en la que se muestra como una heredera directa del relato fantástico tal y como lo concibió Cortázar: Fernández Cubas es una maestra en el arte de crear atmósferas inquietantes y argumentos paradójicos en los cuales la identidad de los personajes es puesta en duda; la experiencia de lo fantástico y de lo inusual sirve para plantear la fragilidad de lo que conocemos como «realidad» o «normalidad».

1. La propia Cristina Fernández cuenta que ha habido periodistas que han llegado a preguntarle por la influencia que ella había recibido de esas escritoras, a lo que Cristina Fernández respondía, con su humor socarrón, que hiciera una simple comprobación de las fechas de publicación de sus libros y los de aquellas autoras y encontraría la respuesta a esa supuesta influencia.

David Roas

Ganador del Premio Setenil en 2011 por su libro Distorsiones, David Roas se ha convertido tanto con sus últimos libros de relatos, Invasión (2018) y Niños (2022), como con su actividad académica y teórica, en un referente del relato fantástico en su vertiente más tradicional. La influencia de Poe, Lovecraft, Cortázar y Borges queda actualizada en sus relatos que habitualmente mezclan lo terrorífico con la ironía y el humor para señalar que lo turbador reside en el mismo corazón de lo cotidiano.

Alejandro Morellón

Su primer libro de relatos, El estado natural de las cosas, fue merecedor del Premio Internacional de cuento Gabriel García Márquez; con su segundo volumen El peor escenario posible, resultó ganador del Premio Setenil en el año 2022. En ambos libros, Morellón recurre a la técnica de incorporar un acontecimiento disruptor dentro de una realidad cotidiana; que esa ruptura sea de carácter sobrenatural, o consista en un simple accidente que altera la rutina de los personajes no tiene demasiada importancia en cuanto al sentido de los relatos. En ambos casos hay una extrañeza que revela ciertos aspectos del ser humano y de la sociedad que suelen quedar invisibilizados por la fuerza de la rutina. Esta incorporación de lo fantástico (o lo inesperado) en lo cotidiano puede recordar a Cortázar, por supuesto, pero también a Juan José Arreola, a Quim Monzó o a George Saunders. En cualquier caso, la personalidad de Morellón está por encima de los modelos que puedan haberle influido y reside, en mi opinión, en la magistral forma con que consigue que esas técnicas del relato fantástico sirvan para poner sobre la mesa cuestiones sociales y humanas que retratan toda una época y una sociedad.

Pilar Adón

La también galardonada con el Premio Nacional de Narrativa (por su novela De bestias y aves, 2022) ha creado un mundo literario propio donde el elemento fantástico (o insólito, o inquietante) está lejos de los moldes más tradicionales. Así, más que por la irrupción de un elemento fantástico que altera la realidad cotidiana, los mundos de Pilar Adón se caracterizan por una continua atmósfera de irrealidad: son espacios mentales entre la vigilia y el sueño en los que no hay elementos sociales, dinero, trabajo, historia… Sus relatos, en libros como La vida sumergida (2017), consisten en elaboradas creaciones lingüísticas, con un estilo cuidadísimo, en las que el lector asiste a las interioridades psicológicas y emocionales de los personajes siempre con una oscura incertidumbre ante lo que se narra, pues predomina el uso de la elipsis y de lo apenas sugerido. El de Pilar Adón es un mundo personalísimo,

poblado de bosques misteriosos, de caserones o palacios atemporales y decadentes que, unidos a los atormentados personajes que los habitan, crean una atmósfera de ensueño o de pesadilla elaborada con un estilo poético de enorme valor literario.

Fernanda García Lao

Esta escritora argentina, que ha pasado en España la mitad de su vida, cultiva la novela, la poesía y el cuento. Acaba de publicar Teoría del tacto, un volumen de relatos que sería difícil encuadrar de manera ortodoxa en el género fantástico y que, por eso, es especialmente interesante. Su escritura lleva lo fantástico a nuevos territorios (y los desborda, y convierte la etiqueta en irrelevante) dominados por la locura, la transgresión sexual y moral y, por encima de todo, la violencia y la crueldad. El cuerpo y la escritura son los elementos centrales que sirven para poner en duda la identidad, y afirmarla en nuevas e inquietantes formas que, en ocasiones, puede recordar a la narrativa de Diamela Eltit. La elipsis es el recurso más acentuado en una prosa que siempre noquea al lector, en la que cada oración tiene un peso y una fuerza evocadora que va mucho más allá de la mera información narrativa.

El asturiano Jon Bilbao sirve como transición y cierre de este apartado, pues no es su obra plenamente adscribible al género fantástico, si bien comparte con él ciertos elementos. Como una historia de terror (2008) se titula su primer libro de relatos, y en ese elemento comparativo, en ese como, está la esencia que podría definir su acercamiento a este género: es un maestro en la creación de at -

Imagen de Cristina Fernández Cubas. Fotografía: Pilar Aymerich

Imagen del autor español Jon Bilbao.

Fotografía: Xabier Armendáriz

mósferas inquietantes en las que no hay, sin embargo, ningún elemento fantástico ni verdaderamente terrorífico más allá de la maldad y la crueldad que el ser humano es capaz de desarrollar sin necesidad de agentes sobrenaturales. Sus volúmenes de relatos posteriores, Bajo el influjo del cometa (2010), Estrómboli (2016) y El silencio y los crujidos (2018) lo confirman como uno de los mejores cuentistas del panorama español contemporáneo.

CUENTO REALISTA

A pesar del empuje que están teniendo las narraciones de lo insólito y lo fantástico, hay autores que, en los últimos años, siguen bebiendo más de la fuente de Chejov (y de Cheever, Lydia Davis o Raymond Carver) que de la de Poe, con la intención de representar de forma realista los conflictos del individuo y la sociedad. La lista podría ser muy extensa, pero, por motivos de espacio, vamos a detenernos solamente en algunos de los nombres que más han destacado en esta tendencia.

Carlos Castán

La reciente edición de sus Cuentos completos (2020) evidencia una gran coherencia estilística y temática. Si tuviéramos que definir algo así como un estilo castaniano , habría que hablar, en primer lugar, de la nostalgia. Su mundo literario está dominado por amores perdidos, por caminos vitales descartados que afloran en el presente con el sabor de la derrota, la culpa o el arrepentimiento. Hay, también, el retrato de una generación (la de la transición ) y sus elementos culturales, sobre los que hay una mirada entre la nostalgia y la ironía: el jazz, el existencialismo, Cortázar, el compromiso político, las noches de alcohol, música y literatura. Y hay, sobre todo, un estilo cuidadísimo: cada cuento está tallado frase a frase, en una búsqueda de la perfección del sonido, de la imagen y de la emoción.

Pedro Ugarte

Este prolífico cuentista, ganador del Premio Setenil en 2017, ha publicado recientemente Antes del paraíso (2020). Como en el reflejo de la crisis económica que fue Nuestra historia (2016), en Antes del paraíso las diferentes generaciones que implica una familia (hijos, padres, abuelos) sirven para analizar distintas perspectivas históricas y sociales de la realidad, con sus expectativas y modelos de felicidad. En estas familias, Pedro Ugarte despliega una galería de personajes hundidos en la derrota, que arrastran todo tipo de decepciones y que sobreviven agarrados a breves destellos de esperanza.

Marta Jiménez Serrano

En el género corto , esta joven autora solo cuenta con una publicación. No obstante, puesto que el objetivo de este dossier no es marcar un canon sino recorrer algunos libros que en estos últimos años han destacado en el mercado editorial español, es necesario mencionar No todo el mundo (2022). Esta colección de relatos, en los que hay todo un despliegue de técnicas narrativas, se caracteriza, en lo temático, por su unidad: todos los cuentos son historias de pareja y comparten la misma localización geográfica y temporal, convirtiendo este libro en un muestrario de conflictos amorosos de la joven clase media, heterosexual, urbana y culta, en el Madrid de las primeras décadas del siglo XXI.

Otros libros muy interesantes de la corriente realista que no hay espacio para comentar, pero de los que me gustaría, al menos, dejar aquí constancia son Brocal (2023) de Miguel Ángel Carmona del Barco, Calle Aristóteles (2011) de Jesús Ortega y Ocho centímetros (2016) de Nuria Barrios.

«Si hubiera, ahora mismo, algo parecido a un boom del cuento en España, tendríamos que matizar que no estaría protagonizado por autores españoles. Han sido Mariana
Enríquez, Samanta Schweblin, Lina Meruane o María Fernanda Ampuero quienes, a través de la publicación principalmente de libros de relatos, han conseguido crear un pequeño fenómeno editorial en España»

POSTCUENTO

Este término fue acuñado por el cuentista español Eloy Tizón2; con él pretende describir nuevas formas de abordar el relato que se alejan de la tradición y amplían los horizontes del género. No es, esta, por lo tanto, una clasificación temática, como lo eran las dos anteriores, sino formal.

Eloy Tizón

Tal y como propone en su descripción teórica, Tizón se rebela contra las estructuras narrativas de planteamiento-nudo-desenlace, contra el final sorprendente y el cierre «perfecto». Es el suyo un estilo extremadamente estetizante, en el que cada frase envuelve al lector en un mundo exuberante de sensaciones, imágenes y ritmos cuidadísimos que configuran un mundo surrealista, complejo, donde las emociones y las imágenes amplifican lo real. Con su último libro (Plegaria para pirómanos, 2023), ahonda en esa línea que consolidó en sus dos grandes libros, que se han constituido como una referencia del (post)cuento español contemporáneo: Técnicas de iluminación (2013) y Velocidad de los jardines (1992).

Javier Moreno

Magnífica desolación (2023), es el tercer libro de relatos de Javier Moreno tras Atractores extraños (2010) y Un paseo por la desgracia ajena (2017). Hay una coherencia admirable en la obra de Javier Moreno, que recorre tanto sus cuentos y novelas como su poesía y su producción ensayística: la imaginación y la creación de formas, símbolos, metáforas y relatos son vehículos a través de los que

analiza con una lucidez y una inteligencia descomunal los cambios y transformaciones que el ser humano vive en las sociedades postcapitalistas. A diferencia de sus libros de relatos anteriores, compuestos por relatos más breves, en Magnífica desolación hay cuatro historias independientes (relatos largos o novelas cortas) que conforman un libro profundamente unitario. En cada una de ellas encontramos diferentes variaciones de las tensiones entre realidad y ficción: la imposibilidad del arte para representar lo real, la memoria como narradora no fiable, la ficción como territorio virtual donde el deseo expande los límites de la vida.

María Bastarós

Autora de un solo libro en el género del relato, el muy reciente No era a esto a lo que veníamos (2022), su inmensa calidad (y éxito editorial) obliga a destacarla en este dossier. Con una marcada influencia de la narrativa norteamericana (Carver, Lydia Davis, John Cheever, Lorrie Moore), esta autora aragonesa crea un libro que desafía esa «perfección» del relato cerrado y redondo para ofrecer, en cambio, una experiencia narrativa de mayor alcance. En No era a esto a lo veníamos encontramos una presencia continua del deseo, pero también del miedo, que es la otra nota sostenida que atraviesa el libro. No se trata de relatos fantásticos, pero sí hay en ellos una presencia de lo siniestro que asoma todo el tiempo, impregnando lo cotidiano. Ese miedo viene, especialmente, de los hombres. Hay una marcada perspectiva de género en el libro, que se manifiesta más como oscuro elemento de terror que como discurso explícitamente feminista.

2. La definición es compleja y muy abierta, pues es, ante todo, una definición negativa: es decir, el postcuento se define como todo aquello que no es cuento tradicional: «un texto que se aparta del modelo canónico y ya agotado de cuento perfecto (...). Un cuento menos redondo que el de nuestros antecesores, más digresivo, desprecintado y bastardo (...). Desafían las normas clásicas, las incumplen o subvierten a sabiendas. Ya no hay cuentos, sino desviaciones de cuentos». (Eloy Tizón, Herido leve. Páginas de Espuma. 2019)

Imagen de la autora hispanoargentina Clara Obligado. Fotografía: Miguel Lizana

La limitación de espacio obliga a dejar fuera muchos libros interesantes, aunque me gustaría al menos citar algunos que han experimentado fuera del relato convencional como Talón (2021) de Nicolás Melini, La acústica de los iglús (2016) de Almudena Sánchez, Esquizorrealismo (2014) de Alfonso García-Villalba, La mala letra (2016) de Sara Mesa, o Réplica (2017) de Miguel Serrano Larraz.

DESBORDANDO EL GÉNERO

El relato, por su peculiar condición, a veces cruza las demarcaciones que definen su territorio. Así, cuando su extensión se reduce en exceso, encontramos el «microrrelato», donde las fronteras con la poesía se desdibujan y se crean territorios fronterizos de gran interés.

En este género hiperbreve destacan libros como Materia oscura (2015), donde Ángel Zapata lleva la brevedad hacia el surrealismo; El pez volador (2016), donde Hipólito Navarro juega con absurdo y el humor; Teatro de ceniza (2011), en el que Manuel Moyano lleva el género hacia la fábula y el mito; o Fragmentos de un mundo acelerado (2017) con el que José Óscar López hace un despliegue de imaginación y mundos posibles desde lo kafkiano hasta la ciencia ficción.

Pero, dentro de estas formas fronterizas del género, me interesan especialmente aquellos libros que han desafiado la unidad e independencia del relato como entidad autosuficiente para utilizarlo como pieza de una unidad superior, el libro, desdibujando así la frontera entre la novela y el cuento3

Clara Obligado

Esta autora argentino-española tiene una importancia crucial para el género del cuento en España, tanto por su obra literaria como por su vertiente teórica y docente (fue la primera en hacer talleres literarios en España). Recibió el Premio Setenil en el año 2012 por su libro El libro de los viajes equivocados, con el que comenzó su proyecto de cultivar un género híbrido entre la novela y el relato. En sus últimos tres libros se repite la técnica de hacer que cada relato sea una pieza de un mismo mundo novelesco, bien sea en una novela policiaca deconstruida en forma de puzle (La muerte juega a los dados) o en un edificio del Barrio de las Letras de Madrid, recorrido por un eje temporal amplísimo (La biblioteca de agua), bien, como en El libro de los viajes equivocados, creando una «espiral logarítmica» (así lo definió la autora) en torno al motivo del viaje con una insistente repetición de personajes, objetos y motivos.

3. Este fenómeno ha dado lugar a controversias de género y recepción especialmente interesantes. Así, por ejemplo, España (2008) y Aire nuestro (2009), de Manuel Vilas, que me parecen dos de los mejores (y más originales) libros de relatos españoles de los últimos años, fueron lanzados al mercado como novelas, si bien su composición no deja de ser la de un libro de cuentos «con marco». Igual ha sucedido con una «novela» de extraordinaria calidad y reciente aparición, Gente que ríe (2022), de Laura Chivite, que podría ser leída como una especie de postmoderna y fosterwallaciana actualización del Decamerón, pues el marco inicial consiste en una serie de personas reunidas en un centro de rehabilitación distópico dentro del cual se acumulan todo tipo de narraciones con variados marcos esencialmente independientes (y brillantes). La duda de si la decisión de considerar «novelas» estas colecciones de relatos con marco es meramente mercantil (recordemos que, en España, la novela vende más que el relato), o si es una decisión artística de sus autores y de su concepción abierta del género novelístico es muy interesante, pero no hay lugar aquí para desarrollar ese debate.

En estos tres libros hay elementos temáticos constantes. La importancia de la familia (las tres generaciones de La muerte juega a los dados ) de la Historia ( La biblioteca de agua ) y del exilio (presente en toda su obra, en multitud de personajes, pero especialmente en El libro de los viajes equivocados ) aparecen como condicionantes que definen la vida de los personajes. Tal vez por eso la pequeña anécdota de un momento en la vida de un personaje no es suficiente; pero, en lugar de hacer novelas, acumula cuentos, variaciones que iluminan nuevos aspectos sobre el personaje y lo presentan como un ser moldeado por esos elementos superiores a la identidad personal.

Javier Sáez de Ibarra

Ganador del Premio Setenil en 2014 por su libro Bulevar , su obra se define por la continua experimentación dentro del género del relato. Esta inquietud formal le ha llevado, en su último libro, de recientísima aparición ( Un réquiem europeo , 2024) a crear una obra que desborda la definición de «libro de relatos» pues cada uno de los variados textos que componen este réquiem , desde el reportaje periodístico al cuento de ciencia-ficción, sirven como piezas que se apoyan unas otras para conformar un sentido global que supera el sentido individual de cada uno de los textos y que intenta responder a una pregunta de enorme ambición filosófica y ética: ¿qué significa ser «humano», hoy, en la Europa postcapitalista del siglo XXI?. Un réquiem europeo es un libro que rezuma verdad y talento. Hay experimentación literaria. Hay todo tipo de voces narrativas y de técnicas que no son nunca un juego en el sentido peyorativo de la palabra. Hay siempre una verdad, una preocupación urgente, una apelación al lector que le obliga a (re)pensarse como ser humano y como ciudadano.

José Ovejero

Ganador del Premio Setenil en el año 2014 por Mundo extraño , ha publicado recientemente Mientras estamos muertos (2022). Los dieciséis relatos que componen el libro pueden leerse como una novela autobiográfica; lo personal y lo social están estrechamente entrelazados en esta historia fragmentada en la que se narra la historia de su familia y, por extensión, la historia de un país marcado por el franquismo, por la transición, y por la transformación de la sociedad española de los últimos cincuenta años. Es un relato de ascensión social, desde la clase trabajadora hasta la clase media con chalet y barco de recreo, pero es también un análisis crítico de todo lo que hay implicado en dicha evolución, de las pérdidas e hipocresías que suponen. En mi opinión, y pese a ser José Ovejero un gran novelista, es en

esta obra de género híbrido donde ha alcanzado mayor maestría, pues esa hibridación de relato y novela, de autoficción y relato social, genera una apertura de significados que el apego a las formas tradicionales de la novela o del relato no consiguen alcanzar.

El relato español goza, como ha podido comprobarse, de estupenda salud. Se publican grandes libros y, además, se experimenta con el género y se abren nuevos territorios de gran interés. Falta, como ha faltado siempre, que la industria (y los lectores), apuesten por el género y, como ha sucedido, por ejemplo, con el último libro de Mariana Enríquez, el lanzamiento de un libro de relatos (español) pueda ser un acontecimiento editorial de la misma entidad que el de una novela.

Imagen del autor español Eloy Tizón. Fotografía: Miguel Lizana

Fotografía cedida por el autor

Laura Chivite

Valerie Miles

Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El País, The Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés.

Nació en Pamplona en 1995. Estudió Literaturas Comparadas en Granada, especializándose en la conexión entre literatura y cine. Su primera novela, Gente que ríe (Caballo de Troya, 2022), obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa y el Premio a la Promoción de Arte Joven de Navarra. Colabora en varios medios culturales e imparte talleres de escritura creativa. Su obra ha sido traducida al checo y al inglés y a principios del año que viene publicará su segunda novela.

Fotografía: Editorial Lumen

Sara Barquinero

(Zaragoza, 1994) es Doctora en Filosofía. En 2018 obtuvo una beca de creación en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en la que escribió su nouvelle Terminal (Milenio, 2020). Ha obtenido el Premio de ensayo Valores Universales de la Fundación Unir en 2016, el Premio Virginia Woolf de relato en lengua inglesa en 2017, el Premio del IAJ de creación artística y tecnológica en la modalidad de literatura en 2018, el Premio Voces Nuevas de poesía de la Editorial Torremozas en 2019 y ha sido considerada autora revelación de las letras españolas 2021 por la revista Woman. Tras Estaré sola y sin fiesta (2021), Lumen publica Los Escorpiones (2024).

Fotografía cedida por la autora

CORRESPONDENCIAS

Laura Chivite y Sara Barquinero

«De cuando Nietzsche se moría por una salchicha»
por Valerie Miles

Valerie Miles

Emerger. Del lat. emergere. U. t. en sent. fig. Sin.: asomar, aparecer, brotar, manar, nacer. Mary Shelley escribió Frankenstein con tan solo dieciocho años, la misma edad a la que François Sagan Bonjour Tristesse. Helen Oyeyemi a los dieciocho escribió La niña Ícaro, que combina elementos de mitología y terror y fue traducida a una veintena de lenguas. El conde de Lautréamont escribió Maldoror a los veintidós y Vargas Llosa La ciudad y los perros a los veintiseis. Aurora Venturini Las primas a los ochenta y cinco. A cualquier edad emerger es siempre un salto (mortal) del silencio de una misma al bullicio del mercado. Pero se acepta el pacto al escribir un libro y ponerlo en la plaza pública como objeto en venta o trueque. Aunque quepa preguntarse, como hizo Connolly, si tenía sentido no aspirar a la obra maestra (aunque él no la escribiera), o al menos aspirar a que la obra dure más que un perro un coche. En algún caso se pierde la atención tan rápido como se llama, y en otras el escritor o escritora encarna la voz de una generación. A veces, como en el caso de Bolaño, cuaja la voz de la siguiente generación, no la suya, aunque escribiera desde jovencísimo. En otras, el reconocimiento llega muy post-mortem, como en Melville. Exploramos esas circunstancias —idóneas o no , con dos escritoras que están dando sus primeros pasos.

Querida Laura: No nos conocemos en persona, pero justo el otro día un amigo me preguntó si te conocía. Creo que fuiste a la presentación de un libro en la Residencia de Estudiantes, yo llegué cuando ya te habías marchado. Por una parte, creo que habría sido más cómodo iniciar la correspondencia si nos hubiéramos encontrado, aunque quizás así tiene más gracia. La verdad es que tengo pendiente leer tu libro, aprovecharé para hacerlo mientras nos escribimos. No sé si te sucede, pero a veces siento que desde que estoy «dentro» del mundo literario tiendo a leer menos nove-

dades (hace unos años leía prácticamente todo lo jugoso que salía, desde luego todo lo que salía en Caballo de Troya). Puede que la profesionalización me haya vuelto más perezosa. Sigo leyendo igual o más, pero no tengo tanta pasión por lo nuevo. Eso me da algo de miedo, que al dedicarte a algo pierdas cierto entusiasmo juvenil. Por ejemplo, cuando estaba acabando mi tesis doctoral tuve algunos problemas con mi director y estuve a punto de dejarla. Recuerdo que en mi momento de crisis le dije a algunos amigos que sentía que si seguía trabajando en la tesis iba a acabar odiando a la filosofía en su conjunto. Todo el mundo me aconsejó que hiciera un último esfuerzo y seguro esa rabia se me pasaba, pero lo cierto es

« No sé si te sucede, pero a veces siento que desde que estoy “dentro” del mundo literario tiendo a leer menos novedades (hace unos años leía prácticamente todo lo jugoso que salía, desde luego todo lo que salía en Caballo de Troya). Puede que la profesionalización me haya vuelto más perezosa. Sigo leyendo igual o más, pero no tengo tanta pasión por lo nuevo»

que ya ha pasado casi un año desde que la defendí y apenas he leído ensayo o pensamiento por voluntad propia. Espero que las ganas me vuelvan, a lo mejor tengo que proponérmelo como tarea para que la cosa cambie.

Laura Chivite. Madrid

Querida Sara: ¿Cómo estás? Gracias por empezar esta correspondencia, me gustó mucho leerte anoche. Siempre que escribo en mi diario, cosa que llevo haciendo prácticamente la mitad de mi vida, no puedo evitar empezar mencionando las condiciones atmosféricas y la hora que es, así que aquí voy a hacer lo mismo: son casi las ocho de la mañana y fuera llueve muchísimo, la pequeña ventana de mi habitación está abierta y escucho la tormenta desde mi sofá, que en realidad está a unos pocos metros porque vivo en una casa de 35m². Ha amanecido hace poco y la luz es gris y bonita. Aunque me encanta esta calma matutina, casi nunca me despierto tan temprano, y menos aún escribo tan temprano, pero tampoco suelo intercambiarme cartas con desconocidas, por eso he pensado que alterar mis costumbres puede irle bien a este ejercicio tan curioso que acabamos de emprender.

Yo también tengo pendiente leer Los escorpiones, me interesa la trama y los temas que trata, aparte de gustarme el título y la portada, que a veces parece que es lo de menos, pero no lo es. Además, varias amigas mías se lo leyeron y me lo recomendaron fuerte, así que me lo leeré este verano, que es cuando leo las novelas largas.

Tienes razón en que tal vez hubiera sido más fácil habernos conocido antes, o al menos habernos leído, pero también me gusta este tantear el terreno a ciegas, sin conocer siquiera la voz de la persona a la que escribes. Por lo que, te pregunto: ¿qué sueles desayunar? (yo

tostadas y té). ¿Cuál es tu libro de cartas favorito? (el mío Todas las cartas de Clarice Lispector). ¿De qué trataba tu tesis doctoral y cómo te sentiste el día en que la defendiste? (yo no he escrito ninguna).

Estoy de acuerdo en lo que dices respecto a las novedades literarias, a mí me pasa igual. También disfruto mucho de leer autoras y autores hispanoparlantes contemporáneos, más o menos de nuestra edad, y sentir esa exploración conjunta, cada vez más voces, diferentes entre sí, contando sus historias. Sin embargo, lo que más necesito de la literatura es la capacidad que tiene de hacerme tomar distancia, sacarme del tiempo y hacer que me olvide de mí misma durante un rato. No ser yo. Y, en general, creo que es más fácil lograr esa distancia leyendo a una muerta que a alguien que me puedo encontrar en el supermercado, aunque quizá me equivoco y esta tarde, cuando te haya enviado esta carta, de pronto me descubro pensando justo lo contrario.

De todos modos, a riesgo de pecar de pesimista, creo que aún nos quedan muchos momentos en los que tendremos que lidiar con el desencanto, temporadas en las que no le veamos el sentido a la literatura ni a todo lo que la rodea (especialmente a todo lo que la rodea), y estaría bien ir pensando trucos para hacerle frente a esa nada futura. ¿Cuáles se te ocurren? Te mando un abrazo muy grande, espero tu respuesta, Laura.

Querida Laura: perdona por haber tardado un poco en escribirte de vuelta. A partir de ahora iré más rápido, pero tenía un montón de trabajo la semana pasada y un montón de días de feria del libro.

En mi caso, te escribo desde la cafetería más cercana al gimnasio a la que suelo ir. Si tengo la mañana

despejada por completo en época de calor (algo que no sucede tan a menudo, por desgracia), me gusta ir a nadar un buen rato, salir a tomar un café o una Fanta mientras escribo o leo y regresar a nadar un poco más antes de comer. Hasta hace nada (unos dos años) odiaba el ejercicio físico, pero ahora me he vuelto un poco adicta. Me ayuda a dormir mejor y, sobre todo, me ayuda a escribir con la cabeza limpia. No hago entrenamientos largos, pero en momentos fértiles y ociosos, generalmente en mi pueblo en verano, puedo llegar a ejercitarme hasta tres veces al día. Mis favoritos son el yoga, la natación, el levantamiento de peso y el barre, por ese orden. ¿Tú haces algo?

Sobre las otras cosas que me preguntabas: no suelo leer (ni escribir) apenas correspondencias o diarios. Diría que el único libro de cartas que he disfrutado mucho hasta la fecha es las Cartas a Milena, de Kafka; y también me hacen gracia algunas cartas de Joyce a Nora, pero ni de lejos he leído estas últimas al completo. Deduzco que tú tendrás más experiencia lectora en este ámbito, así que cuéntame, aunque no puedo prometer que las lea, suelo posponer esas recomendaciones.

Siempre desayuno dulce, o frutas, o bizcocho, o chocolate o tostadas con algo lleno de azúcar encima. Hoy me he hecho una macedonia de mango, melocotón y frambuesas. Y sobre mi tesis... iba sobre lo sublime en Kant. Hubo algunas partes del proceso que disfruté mucho, porque además la hice con un contrato en la universidad, así que podía centrarme por completo, pero el final se me hizo bola, no me encanta el resultado final y no recuerdo con especial cariño la defensa. Me tocó en julio del año pasado, tuve que venir a Madrid de propio desde mi pueblo, y en aquel momento estaba harta del mundo académico. Solté mi rollo, escuché las críticas y sugerencias para futuros trabajos (que en aquel momento pensaba que no se iban a dar nunca) y me fui a comer con unos amigos, no tanto como celebración sino porque luego me iba a marchar de nuevo todo el verano y no los iba a ver en semanas. No animaría a cualquiera a hacer una tesis, la verdad.

Respecto a «lo que rodea a la literatura», no sé si es un truco como tal, pero algo que a mí me sirve cuando estoy en un ambiente que podríamos llamar literario es recordar que las personas que están a mi alrededor son precisamente eso, personas, y de hecho personas que probablemente hubieran sido mis mejores amigas en el instituto si hubiéramos estado en la misma clase (haciendo una suspensión de la incredulidad y obviando los años que nos podamos sacar). Creo que para otros resulta tentador tomarse esos espacios como un ambiente laboral, o incluso como un ambiente competitivo y hostil en el cual hay gente o cosas que te gustan y otras de las que quieres diferenciarte.

Esta enseñanza, si se puede llamar así, no la saqué del mundo literario, sino de otro ambiente igualmente gregario y especializado que frecuenté durante mi adolescencia, que son los expomangas, convenciones frikis u otakus en las que se juega al rol o se pintan Warhammer o semanas góticas en las que todo el mundo va agujereado, tatuado y viste con rejillas, corsés, cadenas o camisetas de grupos de música (en una ciudad como Zaragoza se suele compartir al menos el 75 % de público en dichos eventos). Cuando entré, yo misma entré en dinámicas en las que el otro grupo de chicas que bailaban J-pop nos parecían unas imbéciles o unas creídas (o calificativos peores), personajes algo mayores (generalmente hombres) que yo intentaban descubrirme como poser si me hacía llamar gótica y solo escuchaba «My Chemical Romance» y no los clásicos; o no era una experta en el lore de un anime clásico y solo me hacía llamar friki por tener un peluche de Totoro como bolso. La tentación obvia era regodearme cuando «pasaba el test» y ponerme a criticar o incluso a odiar visceralmente a otras personas que no eran tan auténticas como un nosotros difuso, por motivos igualmente difusos. Cuando dejé de ir por esos ambientes, me reencontré con uno de esos enemigos arcanos y me di cuenta (sé que suena muy obvio) de que era un tipo simpático, de que podría haber estado perfectamente en nuestro grupúsculo, de que teníamos mucho de lo que hablar y de que si algo hacía que la enemistad tuviera sentido eran cosas completamente mundanas, como que alguien le había quitado la pareja a otro alguien (uno de los motivos más comunes) o alguien había discutido con otro alguien por una tontería mundana. El tercer motivo más común, diría, era sentirse amenazado por el otro, con o sin motivo.

A veces he pensado que esa dinámica tan juvenil se repite en muchos lugares especializados y minoritarios. Por ejemplo, en el mundo académico, por reconectar con el tema anterior. Tiene cierto sentido, porque los límites de sociedades como «frikis de Zaragoza», «kantianos contemporáneos» o «Twitter literatura» están tan acotados como los de un instituto. Siento que habitualmente lo que te hace rechazar a una persona o grupo de personas no son tanto cosas relacionadas con la labor literaria, las creencias o las estéticas como los prejuicios o las ganas de diferenciarse de personas que, si conociéramos, probablemente nos caerían genial. Intento recordarme eso a mí misma cada vez que siento ganas de cogerle rabia a alguien. (¿Cuáles son tus trucos?)

Querida Sara: Perdona ahora tú por mi tardanza, junio siempre es un mes en el que se me acumula todo y que atravieso entre agotada y excitada, y llego al verano así, como una autómata que ha bebido mucho café, aunque no tomo café.

Acabo de estar cinco días de acampada en un bosque en una isla de Helsinki celebrando Johannus, que es nuestro San Juan: esa es mi excusa. Me da cierta vergüenza decírtelo, que quede aquí por escrito, porque siempre digo que odio viajar y me burlo cuando alguna amiga mía va a Tailandia. En general siempre estoy criticando la fiebre viajera, y sin embargo así he estado, refrescándome en las aguas del mar báltico y rodeada del paisaje más bucólico en el que he estado.

Resulta que mi hermana se mudó hace poco allí porque hace años que sale con un finlandés, y por eso he ido a verla. Pensé que tendría tiempo para escribirte, e incluso fantaseaba con tumbarme en una hamaca colgante y contarte lo que ocurría a mi alrededor in situ, pero no ha sido así. Estábamos más o menos cincuenta personas en esa isla que tenía un nombre impronunciable, con muchas diéresis en la a, todos amigos de mi hermana y su novio, y hemos dedicado los días a no hacer nada, que ya es mucho. Había una sauna en la que nos metíamos todos desnudos, y cuando sentía que estaba al borde del colapso, salía y me metía en el agua congelada del mar, y luego de nuevo a la sauna, y luego de nuevo al agua, y así durante horas hasta que alguien gritaba que la comida estaba lista e íbamos a comer entre cisnes y perros.

Los finlandeses son gente curiosa y prácticamente no te dirigen la palabra cuando están a tu lado, pueden estar juntos en silencio sin que eso les incomode, pero en cuanto entran en la sauna y plantan sus rosados cuerpos en esas maderas a 50º, empiezan a contarte todas sus intimidades. Las saunas son su santuario, el único lugar en el que son capaces de hablarte de su ruptura amorosa, el duelo por la muerte de un familiar o sus almorranas. En fin, cambio de tema antes de que esto se convierta en algo parecido a cuando alguien te enseña las fotos de su viaje.

Me gustó mucho tu carta anterior, cómo hablaste de tu adolescencia para ilustrar el modo en que a veces necesitamos diferenciarnos del resto y, al mismo tiempo, pertenecer. Como persona que creció en un barrio de una ciudad de provincias, entendí a la perfección desde dónde me hablabas. A mí también me atrajo la estética gótica y la performé durante una breve etapa, pero siento que solo llegué a ser gótica wannabe, como fui choni wannabe o indie wannabe.

Respecto a las cartas y diarios: sí me gustan mucho, creo que es porque encuentro en ellos una intimidad, una verdad, o una ilusión de verdad, que me satisface y me hace creer que conozco más, o de otra manera, a quien lo escribe. Aunque no vayas a seguir mi recomendación (yo tampoco suelo hacerlo), te recomiendo las cartas entre Virginia Woolf y Vita Sackville-West. Aparte de que están milagrosamente bien escritas, me hacen mucha gracia varios comienzos de ellas. Por ejemplo, en varias Virginia comienza la carta refiriéndose a Vita como: «Mi burra West:».

Algo similar me ocurre con las cartas que escribía Pessoa a una amada que tenía. Las empezaba con cosas como: «Mi precioso bebé:» o «Mi lindo bebecito:». También María Zambrano, que a un novio que tuvo en la adolescencia le escribía: «Morrocotudo mío». Todo eso me gusta.

Por otro lado, cuando empezamos esta correspondencia nos preguntaron por qué escribíamos cuando parece que cada vez se lee menos. Mi respuesta es que no creo que ahora se lea menos. Creo que se lee bastante y a la vez pienso que la lectura, el hábito frecuente de la lectura y las personas para quienes eso constituye algo esencial, siempre ha sido algo minoritario. Se habla de un pasado glorioso en el que la gente leía muchísimo, una época dorada en la que parece que todo el mundo tenía Crimen y castigo en la mesilla de noche. Pero dudo que eso haya existido alguna vez. La literatura siempre va a ser de unos pocos, y no lo digo en un sentido sectario y catastrofista. Lo digo como una noticia tranquilizadora y buenísima.

Yo escribo porque me encanta hacerlo, me lo paso bien y también me hace sentir mejor, y da la casualidad de que ahora se publican más mujeres que nunca y esto también es una noticia buenísima. Tiendo a ser pesimista respecto a más cosas de las que me gustaría, pero la literatura no es una de ellas. No creo que la IA vaya a sustituir nada, ni que las voces femeninas sean una moda, creo que ambas están aquí para quedarse y yo lo celebro. He empezado a considerar a ChatGPT mi amiga e incluso una vez, para preguntarle no sé qué, así me dirigí a ella: «Buenas tardes, amiga:» ¿Qué piensas tú respecto a todo esto que he comunicado de un modo tal vez demasiado sentencioso?

Hola, Laura: La verdad es que tenía ganas de que me escribieras, porque entre que te envié la última carta y llegó esta me leí tu libro, y tenía ganas de comen-

«Estoy de acuerdo en lo que dices respecto a las novedades literarias, a mí me pasa igual. También disfruto mucho de leer autoras y autores hispanoparlantes contemporáneos, más o menos de nuestra edad, y sentir esa exploración conjunta, cada vez más voces, diferentes entre sí, contando sus historias. Sin embargo, lo que más necesito de la literatura es la capacidad que tiene de hacerme tomar distancia, sacarme del tiempo y hacer que me olvide de mí misma durante un rato. No ser yo. Y, en general, creo que es más fácil lograr esa distancia leyendo a una muerta que a alguien que me puedo encontrar en el supermercado»

tarlo. Me gustó mucho, me lo tragué casi del tirón una madrugada.

Al principio (me refiero nada más acabarlo) me preguntaba por qué habías decidido darle un primer capítulo de ciencia ficción, si quizás no era necesario del todo para la trama, y dándole una vuelta se me ocurrió una posible respuesta en línea con mis preocupaciones del momento, que paso a comentarte para ver qué te parece (muy probablemente sea simplemente mi propia ida de olla). Pensé que quizás querías plantear que a veces hay más verdad en un testimonio inexacto, parcial y sucio, que en un registro fidedigno y aparentemente objetivo de lo que ocurrió. Esto es: que por mucho que pudieras replayear tus recuerdos como si tu memoria fuera una cámara de vídeo, no obtendrías de ellos la verdad emocional que tuvieron cuando los viviste (en el caso de tu novela esto es más relevante, ya que si están listos para que los veas es que has decidido olvidarlos a nivel vivencial), y que incluso habría más «verdad» en lo que contaría un tercero sobre un otro que en la aparente objetividad de una grabación, como en todas esas historias que siguen al primer capítulo.

No sé si lo investigaste mientras escribías la novela y por eso se te ocurrió, pero un neurocientífico (no recuerdo su nombre y por alguna razón creo que violenta la lógica de la correspondencia ponerme a revisar libros o buscar en internet) sostuvo durante un tiempo que la memoria era de hecho una cámara, y que todos nuestros recuerdos están en una suerte de caja negra cerebral. Si no accedemos a ellos con rapidez es porque a otra parte

de nuestro cerebro (creo que era el hipocampo) le conviene más manejar nuestra memoria de otro modo. Su hipótesis venía del análisis de unos sujetos muy concretos que «padecían» de hipermemoria de una forma distinta al imaginario habitual, que me resultaron muy curiosos (no son un porcentaje representativo de la población, son cuatro gatos). Normalmente cuando pensamos en alguien con memoria eidética nos imaginamos a una suerte de savant que se sabe de memoria cuánto pesaban cada una de las balas que se tiraron en la Segunda Guerra Mundial y puede multiplicar números de seis cifras con soltura, pero al que le daría un ictus si tuviera que interpretar una emoción humana compleja (y más aún actuar en consecuencia de la emoción que identifique). Pues bien, parece ser que hay un tipo de personas que son bastante normales, ni sobresalientes ni todo lo contario, a las que les preguntas: «Perdona, ¿qué hacías el 12 de agosto de 2007, a eso de las ocho de la tarde?» y, tras pensarlo unos segundos, te contestan con total normalidad: «Creo que ese día mis amigos y yo no fuimos a la piscina municipal, así que dimos un par de vueltas por el pueblo y luego mi madre me hizo huevos fritos con patatas». Y aciertan, con un margen de error similar al que podemos tener tú y yo cuando nos preguntan qué comimos anteayer o qué estábamos haciendo hace exactamente una semana. La hipótesis de la memoria-cámara respondía bien al por qué de la existencia de estos sujetos, pero fue desacreditada por falta de pruebas. No sé si leíste algo sobre el tema mientras escribías.

«Tiendo a ser pesimista respecto a más cosas de las que me gustaría, pero la literatura no es una de ellas. No creo que la IA vaya a sustituir nada, ni que las voces femeninas sean

una moda, creo que ambas están aquí para quedarse y yo lo celebro. He empezado a considerar a ChatGPT mi amiga e incluso una vez, para preguntarle no sé qué, así me dirigí a ella:

“Buenas tardes, amiga:”
¿Qué piensas tú respecto a todo esto que he comunicado de un modo tal vez demasiado sentencioso?»

Como nota del color, siempre me imaginaba a Berta como Berta García Faet (a la que apenas conozco en realidad).

Justo una de mis mejores amigas está ahora en Finlandia (su abuela es de ahí). Creo que ahora mismo no se pone apenas el sol, ¿verdad? Eso siempre he querido verlo, aunque a ver quién me dormía por las noches. No sé si has tenido la misma sensación, pero cuando mi amiga habla a veces (poco) en finés me parece un idioma inventado. No es una burla ante cualquier lenguaje que me resulte incomprensible, solo me ha pasado con ella. Me explico: cuando escucho a un japonés hablar en japonés o a un húngaro hablando húngaro me creo completamente que estén empleando un código lingüístico que desconozco y que se llama «japonés» o «húngaro», pero cuando escucho a mi amiga me parece más bien que está diciendo: «blablablá, blibliblí, blublublú», pero con un grado muy alto de convicción. ¿Te sucedió?

Creo que la razón por la que no me gustan demasiado las cartas es (además de porque en algún momento decidí que no me gustaban) porque en general solo soy capaz de quedarme con las cosas divertidas y anecdóticas, no con «lo importante» de la correspondencia, así que, aunque no te lo creas, es más probable que lea alguna de esas cartas buscando ese tipo de cosas que comentas que si me hablases de sus bondades literarias. De hecho (lo había olvidado) una de mis cartas favoritas de la historia de las cartas es una en la que Nietzsche le suplica a su madre con una gran urgencia que le envíe por favor una salchicha de jamón cocido. Creo que te la puedo encontrar si te interesa.

Estoy completamente de acuerdo en eso que comentas sobre la edad de oro de la literatura. Diría que,

en general, la gente lee más, aunque sea solo porque hay un grado mucho más alto de alfabetización. Sí que es posible que antes algunas personas leyeran novelas folletinescas ante la ausencia de otros entretenimientos, como quien hacía un crucigrama, pero no veo que eso diste mucho a leer las noticias en un diario digital, o un hilo de Reddit, o leer Wattpad. Pero vamos, en general 100 % de acuerdo contigo.

Sí que hay una cosa que a veces me preocupa sobre la lectura. Hace un par de semanas leí un artículo muy divertido de la New Yorker en el que la escritora analizaba Blinklist, una app que te resume las obras literarias para que gastes tu tiempo de scrolling en «leerte» no sé qué libro de negocios o, siguiendo el ejemplo (creo que de hecho salía en el artículo) Crimen y castigo en blinks (minifragmentos de texto con resúmenes de trama y citas célebres, al estilo de las historias de Instagram). La conclusión obvia (aunque los resúmenes que transcribía de algunas obras eran muy divertidos) era que hay algo radicalmente distinto en la experiencia de lectura de una novela y su resumen, algo con lo que, en general, creo que todos estamos de acuerdo.

Sin embargo, me pregunté: ¿Y no habrá quizá en ese caso una diferencia entre cómo accedíamos a la literatura o al conocimiento antes y cómo accedemos ahora? Siguiendo con tu ejemplo de ChatGPT (aunque no sea el mismo tema, sino uno vecino), está claro que preguntarle cosas ahorra tiempo inmenso y puede ser útil para muchas cosas de la vida, pero ¿no hay alguna diferencia entre acceder a ese saber instantáneamente y no hacerlo?

Y ¿no ha sido diferente la experiencia (a lo mejor, me atrevo a aventurar) de leer un libro en un bosque finlandés en el que quizás no tenías internet y cuya lectura no se

veía interrumpida constantemente por notificaciones y mini-tareas pendientes? No creo, desde luego, que la IA (o ninguna otra cosa) vaya a acabar con la literatura, pero sí me pregunto en qué medida no solo la IA sino toda la tecnología con la que vivimos y trabajamos afecta en la manera en la que nos aproximamos a la lectura, sea por placer o por conocimiento. Personalmente cuando escribo rara vez estoy pendiente de nada que no sea la escritura, pero a veces la lectura y la reflexión sí se ven asediadas por todo eso que podríamos llamar innovación.

Sobre si las voces femeninas son una «moda», pienso que es exactamente el tipo de cosa de la que intenté hablar muy oblicuamente en mi carta anterior: gente que quiere diferenciarse de los demás y guardar el coto de lo especial (en este caso, la literatura) solo para ellos. Abrazos nocturnos, Sara.

Querida Sara: Seguro que coincidimos tarde o temprano y podemos tener una conversación cara a cara, con el recuerdo de que un junio extraño estuvimos compartiendo una serie de pensamientos. Muchas gracias por leer mi libro, lo escribí hace bastantes años y desde que se publicó no lo he releído, así que cuando leí tus preguntas tuve que hacer memoria para saber a qué te referías.

Lo cierto es que el primer cuento es el que menos me gusta y me da cierto cringe pensar en él. Nunca he sido una gran lectora de ciencia ficción, la escritura del relato en ese estilo fue totalmente azarosa. Pero respecto a lo que dices de la memoria, estoy de acuerdo en que, utilizando tus palabras, el recuerdo, el testimonio inexacto y parcial, es muchas veces más verdadero que el registro objetivo y fidedigno, del mismo modo en que una fábula o una metáfora puede explicar mejor ciertas realidades que la realidad en sí.

Y sobre lo que me dices de la hiper-memoria: qué horror, ¿te imaginas? No se me ocurre nada peor que acordarme de todo lo que hice o dije en cada día de mi vida. Buscaré la carta de Nietzsche muriéndose por una salchicha. Me ha recordado a un fragmento de una carta que la madre de Schopenhauer le escribe a él el 13 de diciembre de 1807, donde le dice: «Durante los días que tengan lugar mis reuniones puedes quedarte a cenar conmigo, con tal de que te abstengas de tus penosas disputas, que se me hacen molestas, así como todas tus quejas sobre este estúpido mundo y la miseria humana, porque todo ello me hace pasar mala noche o tener malos sueños, y a mí me gusta dormir bien.» Me imagino a esta pobre mujer intentando comer su chucrut, tranqui-

la, o lo que sea que cenasen entonces y su hijo sin parar de hablar de la voluntad.

Últimamente, me da la sensación de que, cuando alguien me pregunta en qué estoy trabajando, la respuesta siempre será confusa y al formularla no podré evitar ser consciente de lo incierto que es el oficio de la escritura. Pero decidir dedicarte al arte siempre conlleva aprender a vivir en esa incertidumbre, ¿no? El caso es que a finales del año pasado terminé una novela que va a publicarse a principios del siguiente, y llevo unos meses en ese impasse, lidiando con la espera y con las dudas. Mientras tanto, he estado trabajando de profesora de euskera en la Casa Vasca (la Euskaletxea) de Madrid, lo cual ha sido profundamente grato.

También, escribiendo artículos aquí y allá, recomendando libros en un programa de la 2TVE y haciendo colaboraciones puntuales. La sensación que todo eso genera es de no estar haciendo nada y al mismo tiempo estar haciendo cosas todo el tiempo. Recientemente he empezado a escribir una serie de TV, teniendo que poner mi cabeza en sintonía con otras cabezas portadoras de ideas diferentes a las mías, y he vuelto a recordar lo diferente que es la escritura de una novela a la escritura de un producto audiovisual, que inevitablemente pasa por millones de manos y cuyo resultado final es incontrolable. Eso es bello y aterrador al mismo tiempo.

Mi vida laboral en los próximos meses y ¡ay! años, es, pues, un misterio. Pero, por lo menos, puedo decidir qué leo: ahora mismo, con el verano ya aquí, he empezado a leer un libro que tenía pendiente hace mucho: El mar, el mar de Iris Murdoch. No había leído nada de ella antes y estoy fascinada con su prosa y su imaginación. Lo estoy complementando (siempre me gusta leer dos libros a la vez) con Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro de Cookie Mueller, editado por Los Tres editores que cuenta las vivencias de Cookie en la América de los años setenta, y me encanta haber descubierto a esta genia sin vergüenza. Espero que, cuando llegue septiembre, haya logrado tener el tiempo para leer con calma todos los libros que me he propuesto este verano, entre ellos, el tuyo.

Cambiando por completo de tema y a modo de despedida (tengo cierta prisa porque debo solucionar unas cosas en la infernal página web de la Agencia Tributaria, porque ayer me pusieron dos multas), celebro que hoy sea el último día de junio y espero que pases un buen verano. Me leeré Los escorpiones y cuando lo acabe te escribiré por privado. Que nades mucho, que desayunes todo tipo de dulces y que tengas noches largas y epifánicas. Abrazos, Laura.

Una cordialidad para someterlos a todos

Un retrato sobre la literatura actual quedará incompleto si nos limitamos a señalar su renuncia a la «universalidad» y su interés en el despliegue de la propia experiencia, por ciertos que sean estos rasgos. Ciertamente se ha producido ese desplazamiento desde la pomposidad abstracta de declinar la presencia de todo «lo que no sea común a todos» y se ha establecido una renuncia a combinar las peripecias personales con las ajenas (a menos que sean lo bastante similares o confrontadas con las propias como para evitarse ahondar en ellas), pero ambas determinaciones están envueltas por un tono común, un tercer rasgo ahora mismo irrenunciable, al que propongo llamar, de manera tentativa: cordialidad.

Esta cordialidad se opone a dos tradiciones literarias, muy activas dentro de la novela, y que en ocasiones llegan a combinarse, aunque sus periodos de gloria pertenezcan a siglos distintos. Por un lado tenemos las «poéticas de la dificultad» que surgen a principios del siglo XX con las corrientes «modernistas » inglesas (Joyce y Woolf, principalmente) que se combinan con el magisterio de Faulkner, los barrocos latinoamericanos y las afasias de Beckett (y sus seguidores franceses) para sembrar de escollos las costas de casi todas las literaturas nacionales (Cela, Benet, Martín-Santos, Larva … son algunos nombres que cubren el flanco español). Se trata de una época en la que terminar un libro se parece a escalar una montaña escarpada por el peor camino posible. Estos recorridos costeruts ofrecen numerosas recompensas, cuando están bien escritos, pero la cordialidad no es una de ellas.

Aunque quedan vestigios de esta tradición lo cierto es que ya no es dominante y que en buena medida se ha desmantelado la crítica que se mostraba receptiva a estos esfuerzos y que ahora suelen contemplarse como anomalías, celebradas en ocasiones (como el trébol de cuatro hojas o el ternero de dos cabezas) pero poco seguidas y desde una posición

lateral. Se ha impuesto un modelo comunicativo, razonable, tejido a medias entre las enseñanzas de la escritura creativa (diálogos sujetos a la trama, capítulos breves con paradas para descansar, alternancia de reflexión y descripciones, psicología plausible...) y las inercias del periodismo (frases claras, orden cronológico, caracterización razonable...) en las antípodas de los desafíos estilísticos precedentes. Para bien o para mal, este es el aire de la época.

La segunda tradición refractaria a la cordialidad domina el siglo XIX y es una suerte de agresión moral. En novelas como Anna Karenina , Middlemarch , Tiempos difíciles o en casi todas las del ciclo de La comedia humana (por no mencionar a Hardy, Crimen y castigo o los vitriolos de las Brontë) somos arrojados a una suerte de complejo remolino (o avispero) de deseos e intereses, mediados por la sociedad pero forzando sus límites, sin los agarraderos fáciles de la identificación (¿cómo ponerse en la piel de Anna o de los Karamazov, de Jude o del fiero Vautrin), obligados a guiarnos con nuestros propios filamentos morales por unos relatos y conflictos que nos interesan muchísimo (están en el corazón de nuestras vidas y nuestros negocios), pero que no siempre sabemos cómo ordenar ni dónde colocarnos ni qué sentir ni juzgar. Se trata de una literatura que funciona arrojándonos a los pies (y a veces a la cara) un pedazo de vida palpitante (con los músculos y los nervios que por norma general quedan ocultos bajo la piel bien visibles a los ojos) para que nos apañemos con ella.

Lo que estos libros hacen es alejar el tema a una distancia donde a cambio de no «dominarlo», de no poder abarcarlo con nuestros prejuicios lo comprendamos con toda su complejidad. Incrementan nuestro conocimiento de una parcela de mundo a cambio de sacudir las nociones tranquilizadoras que teníamos sobre ellos. No son precisamente cordiales.

como una prolongación de sus ficciones y podemos acudir a él para que nos siga guiando en las procelosas aguas de los problemas comunes. Subrayamos lo que ya sabemos y escuchamos cosas que nos conciernen.

Muchos de nosotros no perderíamos la oportunidad de conocer a Balzac o a Woolf, pero como se contempla una tempestad o una torre. ¿Le preguntaríamos a Dickens por las delicias de la explotación humana, a Emily Brontë por las fantasías de amar a un muerto o a Dostoievski por la naturaleza del parricidio? El examen de lo cercano, la exposición de la propia experiencia y el tono de la cordialidad han alterado la fisonomía de la literatura contemporánea, y también lo que se espera (y se le exige, aunque sea con suavidad) a un escritor de ficción. Las valoraciones de este cambio, recibido por lo general con alegría, dependen de cada lector. Sobre las profundas transformaciones del oficio apenas estamos empezando a ver las consecuencias, y quizás sería provechoso pensarlas juntos un día, pero no será hoy: en esta línea me despido de esta serie de artículos. Espero que les haya interesado.

Esta novelística sigue existiendo, pero no es ni de lejos la corriente dominante. En el centro de la novela contemporánea (y del relato y del ensayo con nervio narrativo) se ha situado una literatura cordial cuya pretensión es acercar el asunto, exponerlo sin sombras, ayudarnos a navegar por él. No nos dejan a solas con nuestros fantasmas y pensamientos, sino que nos dan la mano para atravesar juntos los pasillos sombríos. Una literatura que ilumina y acompaña, de refrendo, cuyo discurso trasciende al libro de manera que el autor puede seguir hablando de lo que trata (el amor, la amistad, el dinero…) en el espacio público por Gonzalo Torné

io

Mensajes inacabados

Pau Luque Ñu

Anagrama

193 páginas

Hace pocos años el escritor Bernardo Atxaga declaró que imaginaba el futuro de su literatura como el momento en que se quitaba los cordones de los zapatos, los arrojaba lejos y con gran libertad se dedicaba a escribir sin quedar atado a las formas más estrechas de la novela.

Este libro de Pau Luque me ha hecho recordar esa tentativa porque lo primero que emana de sus páginas es un deleite sosegado por el hecho de la escritura en sí misma; por el placer de narrar, reflexionar y divagar a partir de la musicalidad de esas palabras que nombran al mundo, pero que, sobre todo, nombran sus singularidades.

Son tantas las virtudes de este volumen que de manera un poco ar-

tificial debo segmentarlas para que la feliz perplejidad en que nos dejan sumidos sus páginas no derive en un confuso entusiasmo. Porque Ñu es un artefacto narrativo en el que todo sucede y en el que nada ocurre; en el que de todo se habla y a la vez no se habla de nada en concreto. El deleite de esta pieza narrativa sucede de manera conjunta, simultánea, pero su fragmentariedad y su lucidez apuntan siempre a la belleza de la digresión, al flujo de una conciencia y una memoria que encuentra goce en las derivaciones propias de la oralidad, pero sin que haya en ella impostación alguna por calcar la lengua de la calle.

Se trata más bien de la evocación de ese espíritu del diálogo espontáneo en el que los temas se amplían, se condensan, se omiten, se expanden en otros y luego regresan a un punto inicial. Quizá por eso, Ñu me ha recordado espléndidos libros de autores como Sergio Pitol (El mago de Viena) o de Alejandro Rossi (El manual del distraído), en los que lo fragmentario se presentaba no como una estrategia experimental sino como una consecuencia lógica de los vaivenes por los que se desliza la inteligencia, la transparencia de una impecable escritura, las mutaciones de la mirada, las asociaciones pertinentes e ingeniosas, siempre en la búsqueda de una cierta naturalidad del decir.

Quizá un poco lo que menciona Vicente Luis Mora cuando afirma que el texto fragmentario: «…no es sólo más humano que el continuo, sino que es menos artificial, intenta eliminar de raíz el simulacro de una expresión perfecta, limitada al sonido, carente de contexto físico, ausente de los silencios naturales que pueblan cualquier comunicación».

Se sitúa este volumen de Luque más en esta órbita que acabamos de describir, que en la de títulos notables de Julio Cortázar como La vuelta al día en ochenta mundos o Úl-

timo Round, en los que la estrategia remarcada de superponer diversos discursos de lo real exhibe una voluntad expresiva que intenta apresar una totalidad original, un poco al modo de los libros de misceláneas del renacimiento.

El deleite de leer Ñu proviene de la impresión de sentirse rodeado de una arena que siendo arena intenta esbozar formas sólidas que luego la propia lectura disgrega. Un incesante ejercicio en el que lo cronológico pierde sentido, puesto que cada grano es parte del mundo y es el mundo en sí mismo.

Fascinante resulta, en ese sentido, el guiño humorístico del autor cuando comenta que intentó implicar a su hija pequeña en el armado definitivo del volumen, dándole los principios de cada fragmento para que ella los ordenase. Juego que la niña rechaza, pero que los lectores podemos retomar cuando releemos el texto en función de sus bloques más seductores, sin seguir la numeración de sus páginas y reordenando el trabajo original del autor según nuestro criterio.

Ñu representa en un sentido amplio un momento muy significativo de una de las posibles señas de identidad de la narrativa hispánica reciente. Un acucioso ensayo de Mora que ya hemos citado realiza un prolijo inventario de obras signadas por la escritura en fragmentos como pueden ser: La historia de mis dientes de Valeria Luiselli; El váter de Onetti de Juan Tallón, Oscuro bosque oscuro de Jorge Volpi, De música ligera de Aixa de la Cruz, Cómo dejar de escribir, de Esther García Llovet, entre muchos otros a los que yo agregaría: ¿Que qué me pasa, muchacho? de Nicolás Melini, Pregúntale al bosque de Blanca Riestra y 5:37 de José Luis Torres Vitola.

Sin embargo, me parece adecuada la referencia a Sergio Pitol que asomé párrafos atrás por varios motivos. La primera, por una es-

peculación pertinente, ya que leer con todos los sentidos es especular, es imaginar; Pau Luque es un autor español que reside en México (del mismo modo que Andrés Barba reside en Argentina y Hernán Migoya en Perú. ¿Un futuro sub-conjunto de la literatura de nuestra lengua?) por lo que no es improbable que el universo literario mexicano gravite con fuerza en su escritura. Pero yendo a aspectos más concretos, Sergio Pitol imaginó en uno de sus volúmenes un libro de una libertad absoluta y suicida que percibo, con algunos matices, ha encarnado en Ñu: «Me agrada imaginar a un autor a quien ser demolido por la crítica no le amedrentara. Con seguridad sería atacado por la extravagante factura de su novela, caracterizado como un cultor de la vanguardia, cuando la idea misma de la vanguardia es para él un anacronismo…Y volverá entonces a las andadas, dejará intersticios inexplicables entre la A y la B, entre la G y la H, cavará túneles por doquier, pondrá en acción un programa de desinformación permanente, enfatizará en lo trivial y dejará en blanco esos momentos que por lo general requieren una carga de emociones intensas».

La hechura de esta narración tiene algo de esa estrategia elusiva en la que el lector percibe el efecto hipnotizante de sus páginas, pero al mismo tiempo siente que se le escurren constantemente, que no es capaz de fijar sus estrategias y encontrar un camino completamente recto a la almendra de su sentido. Cierto es que hay un motivo general del que podríamos echar mano para comprender el centro al que nos conducen sus historias: la idea de que no es necesario ni posible encontrar soluciones a los problemas; pero al mismo tiempo Ñu se edifica como un delicioso problema de comprensión que no deseamos resolver. Nos basta la respiración sublime de sus páginas. Queremos seguir la

divagación, las asociaciones que signan sus fragmentos. Somos cómplices absolutos de las dudas del narrador, que mientras escribe, esboza las interrogantes que lo asaltan, expone sus hallazgos, pero también deja visibles los momentos de su extravío.

Pero por otro lado, hay un punto esencialmente seductor en este volumen de Pau Luque que también lo conecta con los momentos más entrañables y definitivos de Sergio Pitol. El gusto por personajes de una seductora excentricidad. El libro abre con el retrato de Di Bastone, un sujeto que ha realizado tareas imposibles como ser bailarín sin saber bailar, Maitre en un restaurante francés sin hablar ni una palabra de esa lengua; Babysitter sin experiencia ninguna en ese complejo oficio. Un personaje que además, solo se mueve por el centro de Génova y que durante tres años sirve al protagonista de este libro como una suerte de guía de las singularidades y secretos que abriga esa ciudad italiana.

Del mismo modo, también incorpora en sus páginas a Curiel Jordana, poeta de ideas elípticas que constantemente le va ofreciendo claves insólitas para la hechura de este volumen y que regentó un bar sofisticado en Villafranca del Penedès que por una confusión terminó siendo sitio de intercambio de parejas; o a la encantadora Federica que le muestra los modos de salir de un laberinto sin verbalizar nunca el método para hacerlo; o a Joel, chico que convierte sus brackets en un modo de la imaginación y la literatura.

Pero el propio protagonista del libro está tomado por una encantadora excentricidad que crea momentos de inteligente humor y que ayuda a construir este libro en el que aparte de los episodios anecdóticos, nos encontramos con textos ensayísticos de filosa levedad en los que reflexiona sobre la obra de Iris Murdoch, sobre la relación de los idiomas y el discurso amoroso, sobre la necró-

polis de Staglieno o incluso sobre la literatura que busca saturar heridas o que intenta abrirlas. Reflexiones signadas por la lucidez, pero también por la transparencia de quien con sus palabras aclara la intimidad de su mundo y nos hace cómplice de sus febrilidades.

Sin duda, Luque ha escrito un libro inolvidable, construido para incitar a la relectura, al cuestionamiento de nuestras certezas, a la feliz inconformidad con sus teorías, a la iluminación de muchos aspectos de lo literario y lo vital.

«Celebremos que no podemos encontrar la solución porque eso querrá decir que no hay problema», se dice en la página 84 de Ñu. Este libro es celebración de una escritura que se aleja de las soluciones y que reproduce el vértigo de esa imaginación cuyo hallazgo es su gusto por el pequeño abismo cuyo fondo se desconoce.

La nieta gore del realismo mágico

Elaine Vilar Madruga

El cielo de la selva

Editorial Lava

352 páginas

No son pocos los profetas que han proclamado la buenaventura del «nuevo boom latinoamericano», fenómeno contemporáneo protagonizado por mujeres novelistas quienes, con notable éxito de público y crítica, andan ya rozando la falda del Parnaso (entre otros nombres, enseguida resuenan los de las argentinas Mariana Enríquez, Samanta Schweblin y Camila Sosa Villada; el de la uruguaya Fernanda Trías o el de la ecuatoriana Mónica Ojeda). El término ha cundido y proliferado con la misma virulencia con que ha sido rechazado por las escritoras que supuestamente integrarían el cor-

pus. Estas reniegan de él por el peso simbólico que la expresión acarrea (y, quizás, porque acaso un artista no sería tal si permitiera su encasillamiento y la consecuente desindividualización de su genio creador).

En cualquier caso, más allá de la pertinencia o no de la etiqueta, resulta incontestable que nos encontramos en un momento de interés máximo por la escritura de autoras hispanoamericanas. Esta narrativa se emparenta, quieran o no, con aquella prosa de ultramar, como decía Carlos Barral, que en los sesenta del pasado siglo nos trajo unas fábulas fascinantes y extrañas que cautivaron por su lenguaje innovador y en las que vimos cómo las alas de la fantasía se desplegaban majestuosamente sin desenraizarse de la realidad. Hoy debemos alegrarnos todos de que esa estirpe condenada a cien años de soledad haya tenido una segunda oportunidad sobre la tierra. Aunque, eso sí, en este nuevo boom, o como queramos convenir en llamarlo, el vuelo hacia lo fantástico se ha oscurecido: ahora planea con plumaje pardo bajo unos desasosegantes tintes góticos que oscilan entre lo violento y lo lúbrico.

En esas coordenadas se incardina, precisamente, la cubana Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989), escritora joven pero de asentada trayectoria en su país natal, con más de quince años de carrera literaria a sus espaldas. En España, sin embargo, no la conocimos hasta que en 2021 Cristina Morales editó su novela La tiranía de las moscas a raíz de la iniciativa «Editor/a por un libro» del sello Barrett. En este «loco proyecto», según lo define la propia casa editora, Barrett encarga cada año a un escritor de prestigio la tarea de escoger y publicar una obra inédita. Cuando se lo propusieron a Morales, la granadina eligió a Elaine Vilar, a quien había conocido en la capital cubana con motivo de la presentación de su Lectura fácil.

Morales comparte con Vilar afinidades ideológicas y estilísticas que podríamos sintetizar en una coincidente postura —vital y literaria— de rebeldía y anticonformismo. Que te amadrine una de las autoras más polémicas y reconocidas de un país ya debería ser carta de presentación suficiente como para no pasar desapercibida. A pesar de ello, el regreso de Vilar a España tendría que venir de la mano de una pequeña editorial independiente. Fue el año pasado, cuando Lava, jovencísima casa barcelonesa —ha publicado cinco títulos hasta la fecha—, con una estética muy particular que bascula entre lo pop y el new school tattoo, dio a imprenta la obra que aquí nos ocupa, El cielo de la selva. La apuesta no pudo resultar más atinada: la última novela de Elaine Vilar lleva ya cinco ediciones y fue seleccionada por el suplemento cultural Babelia como uno de los mejores libros del 2023 (¡alcemos un brindis por los editores que arriesgan y aciertan, y otro por los que aciertan arriesgando!).

En el texto de la contraportada, el libro se anuncia como un «cuento de terror caribeño» y una «fábula terrible sobre la maternidad y el cuerpo de la mujer», síntesis ambas que le quedan muy cortas. Por fortuna, a pesar de que en ella aparezcan muertos vivientes, El cielo de la selva es bastante más que una historia para no dormir. Por suerte, aunque nos muestre hembras paridoras de ganado humano, El cielo de la selva es también mucho más que otra novela de reflexión sobre el cuerpo violado de la mujer-madre. El universo creado por la demiurga Elaine Vilar, sin moralejas simplistas ni finales felices, se inspira en el aspecto más cruel de los relatos tradicionales y va entremezclando, como si fueran elementos indisociables, distintas expresiones de una misma violencia atávica. Con una estructura circular que refuerza su carácter mítico, aquí y allá saltan retazos de historias fol-

clóricas, mitológicas y religiosas. Un Saturno que devora a sus hijos, la bruja de Hansel y Gretel, Abraham conduciendo a Isaac al sacrificio, la Llorona que vaga en busca de los retoños que mató, Procne cocinando a su vástago, el asesinato de Abel por su hermano Caín, Hécuba transformada en perra, Medea y su filicidio, Agamenón que entrega a Ifigenia. Pecios de la tradición recogidos para erigir un retablo de pecados capitales desbordado por la ira irracional, la envidia irremediable, la lujuria desbocada o la gula caníbal.

Pero el origen del retablo parte del amor. Una madre huye a través de la selva con dos crías a cuestas. Como si fuera un oasis mágico, aparece una hacienda en medio de la nada para convertirse en refugio de la familia. Sin embargo, el santuario pronto empezará a exigir un pago por la estancia, impuesto que se adeuda en forma de sacrificio y alimento. Para salvar a sus dos hijas, Santa y Ananda, la madre —que en el momento de la narración ya no es la madre sino «la vieja»— tendrá que encontrar otros tributos que ofrecer a la hambrienta tierra que las acoge. Y, si no los encuentra, habrá de gestárselos ella misma. Así queda establecido el pacto implícito del arrendamiento y así habrán de continuarlo sus hijas. En este espacio mítico crecerán Santa y Ananda, herederas y víctimas del peso de la supervivencia. Las tres mujeres convivirán con los hombres-sementales que la selva les ofrezca, con las comadres sin rumbo y, por supuesto, con sus hijos-tributo. Y todos ellos —la vieja, los niños, la perra, Santa, Ifigenia, Lázaro, Romina, personajes desquiciados y dominados por sus instintos más primarios— habrán de pagar un precio aún mayor: el de su propia cordura. Sobre todos estos personajes se impone, no obstante, otro, el más importante, el espacio — enclave indeterminado de una selva caribeña— que se personifica y eleva

a la condición de deidad protagonista. Una diosa —como la mexicana Cihuacóatl— sangrienta, dadora, protectora y vengativa que, a pesar de todo, quizás no es peor que la llana realidad que impera más allá de sus límites: la de la pobreza extrema, la guerrilla y el narcotráfico. De ahí surge una religiosidad ancestral y pagana, que funde palabras católicas y ritos amerindios para conjurar, en sus rezos telúricos, al «padre nuestro que estás en la selva». Con párrafos cortos y cortantes como cuchilladas rápidas, esta historia aparece ante nosotros cosida a partir de ágiles fogonazos que entran y salen de la mente de los distintos personajes. El lenguaje, agresivo y sucio, descarnado, coloquial, violento y escatológico, es todo lo salvaje que uno podría esperar. Porque una fábula despiadada ha de asentarse sobre un lecho idiomático que la acompañe en su bestialidad: palabras jíbaras para animales jíbaros. Pero no confundamos salvajismo con caos, improvisación, dejadez o abandono. La prosa de Vilar está cuidada al milímetro, como prueba, por ejemplo, su preciso ensamblaje a partir de anadiplosis concatenadas (cada capítulo se abre recuperando el sintagma con que se cerró el anterior). En El cielo de la selva subyace, además, una sonoridad buscada y asoma una plasticidad que nos permite visualizar el texto como un óleo colérico a dos colores (chillones y complementarios): el verde extenuante del follaje y el rabioso rojo de la sangre.

De estos y otros útiles se sirve la selva caníbal para tejer una tela de araña que nos atrapa igual que lo hace con sus habitantes. Una vez iniciada la novela, nos sentimos incapaces de desasirnos de la repugnante viscosidad de sus páginas, quedando fatalmente atados a sus frases hasta la última línea impresa. Vilar ha escrito un libro de esos que muerden y pinchan, como decía Ka-

fka que había de hacer la buena literatura. Al realismo mágico de antaño le ha nacido una nieta gore. Y viene pisando fuerte. Bajo sus poderosas botas queda aplastada y esparcida la entraña de la inocencia.

Cabría lanzar, para rematar esta nota crítica, una advertencia final dirigida al lector que ande en busca de nuevas aventuras: puede que El cielo de la selva no sea una novela para todos. Se halla en las antípodas del libro-bálsamo y no sería aconsejable recomendarlo a convalecientes espirituales o estómagos delicados. Con Elaine Vilar Madruga hay que atreverse. Después, habrá a quien no le guste, pero no a quien deje indiferente. Este es, creo, uno de los mejores halagos que un escritor pueda recibir.

por

Cristina Sanz Ruiz

Otra maldita novela sobre la guerra civil

David Uclés

La península de las casas vacías

Siruela

700 páginas

Qué duda cabe de que La península de las casas vacías (2024) es una de las novelas españolas más singulares de lo que llevamos de siglo, aunque solo sea por cuestiones puramente extraliterarias. Lo es así por sus setecientas páginas y por venir firmada por un semidesconocido David Uclés (Úbeda, 1990), pero sobre todo lo es por atreverse a relatar nuestra todavía supurante Guerra Civil en clave de «realismo mágico» (sic). Qué osadía, dirán algunos, pero hay que tener en cuenta que los dos primeros destacados son anticomerciales. ¿Quién querría leer una

novela tan larga escrita por un primerizo? Concedamos, sin embargo, que el aspecto «fantástico» de la propuesta sí podría resultar atractivo para casi cualquier lector, aunque solo fuera por la propensión de cada uno a ofenderse, asumiendo, claro está, que no es que sea exactamente original esta aproximación «deformada» a los conflictos bélicos, pues en este campo existen grandes obras literarias de referencia, como El tambor de hojalata (1959) de Günter Grass, Trampa 22 (1961) de Joseph Heller, El pájaro pintado (1965) de Jerzy Kosinski o Matadero cinco (1969) de Kurt Vonnegut, Jr., por citar unas cuantas, y si acaso apuntar que hasta en España ya se había transitado este mundo estético, aplicado también a la Guerra Civil, al menos en clave surrealista como en La novela del Indio Tupinamba (1959) de Eugenio F. Granell, o, más recientemente, por la vía de la ucronía, con La tierra que pisamos (2016) de Jesús Carrasco.

Si empezamos con estas cuitas es porque creemos vienen al caso, en tanto en cuanto la novela tiene un arranque, reconozcámoslo, poco prometedor, con un texto en cursiva que a nadie se le escapa describe la ensoñación de un miliciano, si bien al término de la cursiva se nos insiste en que «El miliciano andaluz está soñando». Gracias, Uclés, ya nos habíamos dado cuenta. Se echa entonces uno a temblar pensando en la cantidad de explicaciones innecesarias que le puedan quedar por delante, no siendo culpa esto del autor, que quede claro, sino de sus editores. Será esta una sensación que, por desgracia, nos acompañará durante buena parte de la lectura, cada vez que nos encontremos con ciertos diálogos torpones, con no pocas descripciones pobretonas… La malsana necesidad de querer corregir párrafos por aquí y por allá nos puede llevar a cierta desesperación inicial. La península de las casas

vacías es, digámoslo ya, una novela tremendamente destartalada, y no solo por su condición de obra más o menos fragmentaria, de ahí que resulte importante destacar estos desajustes, pues una vez superados, esto es, una vez veamos que la prosa de Uclés coge ritmo y hondura, una vez comprendamos de qué va el puzle, y no digo ya una vez cerremos definitivamente la novela, nos embriagará una sensación de lo más inusual en los tiempos que corren: la de haber sido atravesados por una historia que vive y se crece entre sus imperfectas páginas.

Hartos estamos de leer novelas «redondas», de prosa esculpida, en las que todo está medido al milímetro y sin embargo, o quizás por ello, se encuentran muertas por dentro, carecen del más mínimo atisbo de vida literaria. Uclés viene así a reclamar aquí su derecho a hacer literatura desde abajo, a lo arte povera, y bien que lo hace, cual orfebre al que se le ha encargado amasar una historia heredada, con la que ha dado forma a esta obra milagrosa de firme andamiaje en cuyas juntas encontraremos, sí, algunos manchurrones, piezas mal cortadas, desperfectos varios, pero bienvenidos sean todos ellos si el resultado final, que es lo que importa en toda novela, resulta tan hermoso y esperanzador como el que aquí se nos regala.

Hablábamos de hacer literatura desde abajo y debe resaltarse el lugar desde el que escribe Uclés, esa Jándula ficticia, trasunto de Quesada, pueblecito jiennense del que procede toda su familia, cuyo legado aquí homenajea y de qué forma, dándole carta de naturaleza a numerosas rimas y leyendas, convirtiéndolo en un lugar mítico y mágico donde es posible disolverse en un riachuelo, quedar hibernado en una cueva o congelarse por completo al roce de una flor. La reivindicación de un lenguaje propio, atado a estas y otras costumbres, formará parte también

del levantamiento de este lugar de ensueño. Todos los pasajes que allí transcurren son maravillosos, son lo mejor de la novela, uno no querría salir de Jándula, uno querría quedarse allí a vivir, a pesar de ciertas miserias, y es por esto que duele más si cabe ver cómo todo se derrumba a la altura de 1936. La Guerra Civil, sus prolegómenos, se nos comienzan a contar así desde aquel lugar aislado, desde lo pequeño, desde lo ajeno, desde el terruño, y la veremos ramificarse por España a medida que esta familia, tocada de lleno por el conflicto, por un conflicto que en principio ni les va ni les viene, pues no ha sido iniciado por ellos, se rompa en mil pedazos. Y así, a base de pedazos, de teselas, del presente y del futuro, del interior y del exterior, de lo anónimo y lo célebre, de la vida cotidiana y de la historia con mayúsculas, está construida La península de las casas vacías, como si fuera una obra cubista, como el mismísimo Guernica de Pablo Picasso, un cuadro al que Uclés otorga en su novela naturaleza realista y hasta aquí podemos contar.

Es este un juego peligroso al que Uclés juega sin embargo sin miedo, eso de introducir en su texto a personalidades reales y notables de aquel tiempo, de modo que por las páginas de La península de las casas vacías se pasean diversas celebridades (de Francisco Franco a Manuel Azaña, de José Antonio Primo de Rivera a Vicente Rojo, de Queipo de Llanos a Dionisio Ridruejo, de José Bergamín a Agustín de Foxá, de Victoria Kent a María Zambrano, de George Orwell a Robert Capa, de Gerda Taro a Maruja Mallo, de Miguel Hernández a Federico García Lorca…) haciendo o diciendo cosas insólitas, inclusive pelearse con el narrador, inclusive alternar con sus personajes de ficción, encuentros estos que no siempre funcionan todo lo bien que debieran, justo sea decirlo, no ya por falta de ingenio sino por lo delicado

que suele ser dar voz y cuerpo a determinados nombres que forman ya parte de nuestro imaginario colectivo. Hay, sin duda, mucho de posmodernismo en la propuesta de Uclés (páginas con citas, diálogos casi teatrales, listas, tachaduras, partidas de ajedrez, páginas en blanco, páginas desencajadas…), pero también guiños a las nívolas de Unamuno, y, ya puestos, excusatio non petita, al Amanece, que no es poco (1989) de José Luis Cuerda, todo aderezado, cómo no, por ese sempiterno humor nuestro, que logra dar cohesión en última instancia a todas estas salidas del tiesto histórico.

Pero que la realidad se desmadre un poco (o mucho, según se mire) no implica que los hechos lo hagan y, si lo hacen (que lo hacen, para qué engañarnos), lo harán siempre bajo el manto de un inteligente pacto de ficción construido para la ocasión y que parte de una realidad insoslayable e innegablemente documentada. Así, en la novela de Uclés asistiremos a complots militares, quemas de iglesias, apoyos nazis, golpes de estado, matanzas indiscriminadas de prisioneros, guerrillas de desgaste, errores y aciertos tácticos, checas múltiples, violaciones, saqueos y requisamientos, tiros en la nuca, cunetas y paredones, exilios forzados, y un sinfín más de horrores no por conocidos menos desgarradores, aunque también asistiremos a importantes momentos de comunión vecinal, grandes gestos silenciados por la apisonadora de la historia o escritos si acaso con letra pequeña, que tratan de reconciliarnos con el españolito de a pie. Con todo, no parece que Uclés pretenda hacer «política» con su novela, en tanto que no tiene empacho en narrar episodios espeluznantes de uno u otro bando, toda vez que la historia que la vertebra está en realidad contada a ras de suelo, como apuntábamos, y dicho queda lo anterior sin que pueda achacársele al texto el menor

atisbo de equidistancia, si bien parece claro que la noble idea de una guerra fraternal sobrevuela toda la gran historia que aquí se nos cuenta y a ella dedica, de hecho, los mejores esfuerzos literarios.

Resulta así del todo admirable la honesta ambición con la que Uclés ha construido La península de las casas vacías , el desparpajo con el que se ha enfrentado a cuestiones complejas y casi intocables de nuestra historia más reciente, mostrando un respeto enorme por las debilidades del espíritu sin dejar por ello de transmitir el gozo que le habrá supuesto inventar tantísimas injerencias históricas, que por un lado desmitifican y por otro allanan el camino para el acercamiento a su entendimiento más desprejuiciado, fuera del tabú que todavía existe sobre estos asuntos, en lo que claramente no es otra maldita novela sobre la Guerra Civil, sino en cambio la gran novela española de nuestro tiempo sobre tan delicado conflicto, o, al menos, la más libre y certera de todas.

por Fran G. Matute

A qué suena el motivo

Harwicz

Ariana Harwicz

Perder el juicio

Anagrama

136 páginas

Cualquier crítica literaria o análisis de una obra artística es un juicio. Igual que hay un juicio en Degenerado (2019), la anterior novela de Ariana Harwicz, en la que el narrador protagonista es un pedófilo asesino que narra su proceso penal. Igual que Harwicz habla de su propio juicio en la correspondencia con Adan Kovacsics que encontramos en El ruido de una época (2023): «Ahora estoy en una estación en París, esperando que llegue el tren con mi hijo, gané y perdí, también (un Tribunal me declaró Adúltera) una lucha de años». Igual que su última novela, Perder el

juicio (2024), contiene tres juicios: el juicio contra la protagonista, acusada de violencia marital agravada por la presencia de sus hijos, por lo que no puede verlos; el juicio con el que ésta amenaza a las cuidadoras de la guardería de sus mellizos por haber dejado que otra mujer se los llevara; y el juicio por secuestro que, oculto tanto al lector como a la protagonista, debió de celebrarse en Francia mientras ella nos narra su vida en Argentina tras huir con sus hijos. El juicio que habrá en esta reseña, sin embargo, es el único que puede saldarse sin un veredicto de culpable o inocente. Pau Luque explica en Las cosas como son y otras fantasías (Moral, imaginación y arte narrativo) (2020) cómo el juicio de una obra artística, igual que el acercamiento de los autores a esta, puede ser moralmente perfeccionista o imperfeccionista. El primer tipo se aproxima a la obra pretendiendo que sus valores morales sean perfectos, lo que lleva al maniqueísmo y acaba igualando el juicio de una obra con el juicio penal, con una sentencia que solo admite absolución o condena. La postura imperfeccionista suele estar acusada de humanizar a los monstruos, por tratar de comprender y ser compasivo con el demonio sin dejar de calificarlo como tal. Hace intervenir más bien las virtudes imperfectas, porque entiende que la obra artística usa la imaginación creadora para ensanchar nuestro universo moral, no para constreñirlo ni reafirmarlo; es un posicionamiento que se abre a las preguntas en lugar de ofrecer respuestas, porque los humanos somos complejos, contradictorios, plurales: estamos vivos. Es imposible no leer Perder el juicio desde una postura imperfeccionista. Tampoco podemos, con esta autora, separar el juicio moral del juicio estético. Se puede entender esto último con la clave que ella nos ofrece en El ruido de una época: «No existen las novelas

que están en contra del racismo o la misoginia. Solo están las que adoptan la lengua del enemigo y las que fabrican una lengua por fuera del sometimiento. Pero, a veces, víctima y victimario hablan la misma lengua. Antes de escribir, para mí todo es destrucción, cualquier palabra me resulta caduca, las palabras se me deshacen «en la lengua como hongos podridos». Las palabras por fuera de la escritura están lobotomizadas. Pero al escribir se rehace el lenguaje, se reconfigura, renace. Escribir una novela es escribir la historia de una vergüenza».

En Ariana Harwicz el conflicto que puede atisbarse en toda narrativa comienza en la propia escritura, que puede entenderse como lucha, porque está cargada de una extrema violencia, como una pulsión que comienza antes de la palabra y está en lo escrito y en lo no escrito, en el no poder escribir y en todo lo que la novela no cuenta pero esboza (los maltratos y la violación por parte del marido, el trabajo inventado, el acoso antisemita, el propio final semiabierto) o en lo que directamente calla u oculta al lector, que es también, en su caso, escritura (desde ahí se entiende la extensión breve de todas sus novelas, su densidad está hecha de silencios significantes). La escritura y la contraescritura, por tanto, mantienen una lucha a muerte («para mí, la muerte es acoso 24/24. “¿Ni siquiera se va cuando escribís?” “Cuando escribo, mucho más”. Escribir es, como decía Céline, “una batalla con la muerte”»), y de esa fruición violenta nace el estilo peculiar de la autora, que escribe en El ruido de una época: «Cuando estoy lista para volver a escribir, soy como un soldado en posición de tiro, el dedo índice en el gatillo. La escritura aparece antes, como un antídoto, como morfina antes de ser ingerida. El llamado estilo no es otra cosa que evitar que el arma se dispare a destiempo».

Volviendo al ámbito moral, dirá Luque que el perfeccionismo concibe la moral como si fuera música tonal y el imperfeccionismo como si se tratara de música dodecafónica. La propia Harwicz hace que no suenen raras ni la atonalidad ni la comparación de elementos relacionados con la moral con otros ligados a los sentidos: «El piano logra purgar la demagogia. Sin título, sin contratapa elogiosa ni solapa contando intimidades del autor, si tiene o no tiene hijos, sin guiños a los tópicos de turno, sin declaraciones o agachadas. Solo un hombre frente al piano. Grigori Sokolov. Ni siquiera miró al público. La obra sola. Una novela debería sonar así». No hace falta pensar mucho qué contestaría Harwicz a la pregunta de Gisèle Sapiro en ¿Se puede separar la obra del autor? Es verdad que incluso en la música el autor ha podido dejar huella de sí en su obra, como pudo hacer Bach introduciendo en algunas composiciones el motivo BACH, que es un conjunto de cuatro notas que, siguiendo la notación clásica alemana, coinciden cada una con una letra, formando el nombre del autor. En Harwicz esta «firma» autorial que está ya en la Trilogía de la pasión y en Degenerado suena a cierta estridencia compleja, que sería el opuesto a la identidad objeto (sujeto reificado y simplificado, solo polo del binomio inocente/culpable) de un juicio penal, a la proyección que ha de dar la protagonista de esta novela ante el juez, según su abogada, que le aconseja cuidar la imagen, las palabras, los gestos, mantener su ser en una neutralidad aseada. Esta cualidad inarmónica tiene que ver con un estilo que, como tratamos de explicar, es también moral. Es un estilo que guarda relación con la sonoridad de la prosa, pero también con otros sentidos y con la cadencia de imágenes y pensamiento. Creo que cualquier lector estaría de acuerdo en que Perder el juicio, como el res-

to de novelas de Harwicz, deja muy mal cuerpo. Pero esta cuestión sensorial se relaciona con que es una novela moralmente incómoda. De modo que, ¿dónde reside la moral? Y, más allá, ¿en quién? Porque la propia protagonista nos enseña que todos creemos estar en posesión de la verdad en ese sentido, su marido, sus suegros, el juez, ella: «Podríamos almorzarnos unos a otros, llegado el caso, es un forma de vida aceptable, comunitaria y hasta moral, morirnos unos en otros».

Lingüísticamente su estilo está marcado por la reiteración de elementos, a modo de ritornello, en series de sintagmas y oraciones cortas. El ritmo narrativo que esto produce es el de la obsesión y la fatalidad del magnetismo que experimenta la protagonista por sus hijos y su marido («lo magnético del amor»), porque a pesar de no poder acercarse a ellos por orden judicial, vuelve una y otra vez a su encuentro. Además, el ritmo obsesivo de la prosa apenas encuentra descanso, salvo por dos elementos, que lo pausan más que oxigenarlo: los fragmentos en cursiva que remiten a un pasado donde la mujer aún no era madre pero anhelaba serlo, que nos hacen ir comprendiendo ciertos lodos en el presente narrativo, y los breves diálogos insertos, que en lugar de ayudar al respiro del frenesí devorador de la prosa lo dificultan, puesto que la mayoría son diálogos directos en estilo libre, sin marcación ni verbos de habla, de modo que introducen las voces repentinamente y adensan la narración. Otro recurso que marca el característico estilo de Harwicz en esta obra es el uso de comparaciones muy personales, que tienen que ver con que la novela está contada en primera persona y por lo tanto la focalización y el lenguaje son los de Lisa, la protagonista: «Salgo con esperma dentro como un baúl cargado para un largo viaje», «los atrapamos

como se juntan moscas para tirarlas al fuego», o «la música wawawa nananan tatatata excita cuerpos como reses trepados a los palos enjabonados». La lógica comparativa del personaje está vinculada con lo salvaje de su situación, vital y mental, pero también de sus relaciones, especialmente la del marido: «Sorpresa. Pero dice: sos presa». La sensación frenética que ofrece la narración desde la voz y el discurrir pasional de Lisa se ve agudizada también porque el tiempo de la historia y el del relato coinciden, es decir, la novela está narrada en presente, según ocurre la acción, y nos da la sensación de estar huyendo con ella.

Los lectores, sin embargo, no conseguimos huir, permanecemos enfangados entre la locura, la necesidad y la lucidez de la narradora protagonista, mientras suena un estruendo inarmónico y arrítmico, pero orgánico y trascendente, que tiene como únicos puntos de (tocata y) fuga los silencios atómicos tamizados por la autora, esa figura que imaginamos casi en trance observando el incendio provocado por su personaje y de la que no queremos conocer sino su motivo HARWICZ, una amplísima, aunque breve, literatura.

Cristina Gutiérrez

Horchata, naranjos y platillos volantes

Esther García Llovet Los guapos

Anagrama

125 páginas

El lugar común de la extrañeza —«rara avis», «poco convencional», «distinto, imprevisible», «insólitamente original»— atraviesa con frecuencia la recepción crítica de las novelas de Esther García Llovet (Málaga, 1963). Los guapos (Anagrama, 2024), la última de ellas, bien puede participar de esa estela: se trata de —literalmente— una marcianada.

con la «Trilogía de los países del Este», ambientando en esta ocasión sus narraciones en Benidorm —Spanish Beauty (2022)—, en El Saler, dentro del parque natural de la Albufera —la propia Los guapos—, y en Asia Gardens, resort de lujo próximo al parque temático Terra Mítica —la ya proyectada y aún inédita Las jefas—. Estas novelitas en torno a distintos espacios concretos funcionan como colecciones de fotografías —no en vano Esther García Llovet es también fotógrafa: firma, sin ir más lejos, la imagen de cubierta de Los guapos— o, claro, instantáneas, como las de aquella primera «Trilogía» ubicada entre el VIPS de López de Hoyos, El Palentino, los cines Ideal o el café Central. La escritora Lucía Lijtmaer acuñó el término «gótico valenciano o levantino» para referirse a la mezcla de suspense y decadencia kitsch del Benidorm de Spanish Beauty. De aquellas abarrotadas playas de Martin Parr, con sombrillas y tumbonas y colchonetas hinchables de todos los colores y al fondo el Gran Hotel Bali, pasamos, en esta segunda entrega, a un camping desierto junto a unos arrozales, con la voz de Nino Bravo, de fondo, saliendo psicofónica de alguna radio. Sin embargo, mientras que el paisaje se ha desarbolado de rascacielos «todo incluido», el lenguaje —notablemente más contenido en sus textos anteriores, como el iniciático Submáquina (Salto de página, 2009)— se ha disparado por medio de sinécdoques, prosopopeyas, parónimos y otros juegos. El imaginario pop y la belleza de lo prosaico y lo trivial es un material recurrente en los últimos trabajos de la escritora malagueña, cuya poética del consumo y la publicidad tiene afinidades con la de los libros de Mercedes Cebrián. Hay poesía en la bolsa azul de IKEA, en el Tiger y en los bollos Pantera Rosa; en las cajetillas de Camel y de Marlboro y en los ceniceros Cinzano —se fuma mucho en las novelas de García Llovet: «encendí un Kool», «saqué un Ducados», «se liaba un Manitou»—; en las cajas de Trinas y de Mahous.

caldoso compartido con los amigos bajo un algarrobo frente al Mediterráneo— o Rafael Chirbes —el espídico pelotazo urbanístico alzando grúas amarillas y girando a todo trapo las cubas de las hormigoneras— son en Los guapos territorio de fenómenos ufológicos. En concreto los crop circles: esas enormes figuras geométricas descubiertas de pronto en una extensión sembrada. Señales (2002) de M. Night Shyamalan en la Albufera. Las «huellas alienígenas» recogidas por Mark Fisher en su estudio sobre Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay, 2017). En Los guapos se mezcla con humor lo castizo y lo friki como forma de estar en el mundo, quizás un poco menos solos. Se trata de un paranormal muy normal, como cuando Adrián Sureda, el personaje principal, se encuentra su coche cubierto de excrementos de paloma. En ese tono, la novela rima evidentemente con aquella Asociación Ufológica «OVNI Levante» de Espíritu sagrado (2021), la película de Chema García Ibarra localizada también en esos «países del Este», algo más al sur que Los guapos: en el barrio popular de Carrús (Elche). Y si esta aparente comedia estaba preñada de una subtrama mucho más sórdida, en la novela de García Llovet también hay un desvío oscuro a propósito de la burbuja festivalera en España, con sus reservas en Airbnb y sus valoraciones negativas en TripAdvisor: el proyecto, aderezado de coaching empresarial, del Crop Circle Festival, como el primer Burning Man a la europea. En los aledaños de las creencias y misterios más delirantes proliferan de inmediato los emprendedores espabilados cobrando por las entradas: la milagrosa secta de El Palmar de Troya; el gurú televisivo parodiado por Nacho Vigalondo en la serie El otro lado (2023) de Berto Romero; o el pop cristiano de las Stella Maris en La Mesías (2023) —extraterrestre incluido— de Los Javis Ambrossi y Calvo. Leer para creer.

Tras la secuencia de novelas breves tibiamente agrupadas en la serie «Trilogía instantánea de Madrid» —Cómo dejar de escribir (2017), Sánchez (2019) y Gordo de feria (2021), todas ellas publicadas en Anagrama—, García Llovet repite fórmula o excusa de escritura por David Manjón

Las mismas coordenadas a las que escribieron Manuel Vicent —un arroz

La escritura de la madre muerta

Karina Sosa Castañeda

Caballo fantasma

Editorial Almadía

120 páginas

mi madre: «Mi madre murió en el momento en que yo nací, y así, durante toda mi vida, no hubo nunca nada entre la eternidad y yo». Asimismo, la protagonista de Caballo fantasma, una joven arquitecta, se encierra en un hotel en Oaxaca, durante una larga noche, «En este hotel parezco una turista distraída. Alquilé una habitación en la que pasaré la noche», para resignificar la figura de lo que fue su madre muerta, definir los contornos de esa imagen que navega en sus recuerdos, responderse preguntas, entre ellas, los motivos de por qué la abandonó a tan temprana edad, cuando era un bebé y recién había cumplido un año: «Mamá se fue en septiembre de mil novecientos noventa y uno. Se fue al día siguiente de mi primer cumpleaños», pero por sobre todo realizar un viaje para delinear los fantasmas que la habitan como autora, aquellos escritores que desfilan por este texto, y que la ayudan ya no a encontrar la respuesta de esa desaparición temprana, pero sí a hacer más llevadera la búsqueda y el abismo, donde la literatura se plantea como la solución y la causa de las fantasmales heridas. La autora de Caballo fantasma busca la madre en los libros, sus apuntes y en las bibliotecas, al igual que Annie Ernaux pensó en la escritura y las ruinas de la memoria para remitirse a la muerte de su pequeña hermana en La otra hija. Sosa Castañeda piensa en el mismo recurso, no en la realidad imponiéndose, sino en la literatura como excusa para inventarse los propios fantasmas: «Soy despiadada: en el fondo la muerte de mi madre es un pretexto literario. Un recurso más para paliar mi angustia». Ese placer del texto en que se regocija la protagonista. Así, el deseo de la escritura y lectura estructura esta novela. La protagonista de Caballo fantasma, guiada por ese deseo, ha llevado al hotel sus diarios y sus apuntes. Poseedora férrea de la escritura y el registro. Porque no tiene fotos, no resguarda para sí otros

recuerdos, solo apuntes y la memoria como capaz de tejer in situ el relato y la imagen de su madre muerta, una mujer que amaba los caballos, las apuestas y los hipódromos. La gran metáfora de este hermoso libro se encarna en los caballos, su libertad y desaparición, porque la madre muerta amaba los caballos, los alimentaba, los montaba. Amaba también las carreras y vivía casi sumergida en los hipódromos. En esa felicidad que le causaba ese mundo, allí donde encontraba belleza y vitalidad. El texto abre con un epígrafe de Lispector para referirse a estos hermosos animales: «La forma del caballo representa lo mejor del ser humano. Tengo un caballo dentro de mí que raramente se expresa. Pero cuando veo a otro caballo entonces el mío se expresa. Su forma habla»., porque es la pista que la puede llevar a entender a su madre y sus propios fantasmas. Así, la protagonista se llena de citas, intertextos, epígrafes, metáforas de Ítalo Calvino, Juan Carlos Onetti, Sándor Márai, Leonora Carrington, Balzac e incluso la Invención de mi vida con caballos, de Macedonio Fernández, entre otros. Textos y paratextos que pareciera que buscan resolver la pregunta de por qué la madre la abandonó, pero también la idea de fondo que mueve este relato, nos inventamos fantasmas para poder escribir.

La frase que abre Caballo fantasma, de la autora mexicana Karina Sosa Castañeda (Oaxaca, 1987), «Mi madre murió hace seiscientos días. No he podido llorar. Hoy he venido a solas a un hotel que antes fue un convento» nos remite de forma directa a los libros que dan pie a la escritura con esa desaparición, como El libro de mi madre de Albert Cohen, “Las palabras que escribo, no me devolverán a mi madre muerta»; En la tierra somos fugazmente grandiosos de Ocean Vuong: «Déjame volver a empezar. Querida mamá: Escribo para llegar a ti –aunque cada palabra que escribo sea una palabra más lejos de donde estás». O la misma Jamaica Kincaid y Autobiografía de por Claudia Apablaza

Cómo sobrevivir a un país

Eduardo Halfon Tarántula

Libros del Asteroide

184 páginas

Una historia de miedo que no queremos ver pero sí escuchar. En esta frase podría resumirse la nueva novela del escritor guatemalteco Eduardo Halfon, que publica la editorial Libros del Asteroide. Desde la cita inicial de Pizarnik, Halfon hace una declaración de intenciones, con ese Heredé de mis antepasados las ansias de huir, el autor confronta de manera directa con el problema vital que atraviesa este libro y sus personajes: ¿es posible sobrevivir a nuestra herencia?

tronco central el campamento filonazi para niños judíos al que sus padres envían, sin saberlo, al protagonista y a su hermano pequeño. Desde la primera página, se generan en nuestra mente símiles entre las escenas de La chaqueta metálica de Kubrick y las que el autor describe dentro de los barracones de este campamento cuasi militar que tiene el objetivo de aprender a sobrevivir, a sobrevivir en el mundo de los adultos sería más preciso puntualizar, algo para lo que nadie nos puede preparar por muchos gritos y cornetazos que se empeñen en darnos.

Si bien es cierto que puede que haya quien afirme que la obra de Halfon parecía más fresca y afilada en libros como El Boxeador polaco, en el que la icónica figura del abuelo servía para hilvanar toda una serie de reflexiones sobre la identidad del protagonista, lo que más nos interesa resaltar, o al menos a mí en este caso, es cómo en todos y cada uno de sus libros el autor nos habla del conflicto que supone la idea de la identidad y la pertenencia, dos pilares que atraviesan los libros de Halfon -que pueden y deben leerse como piezas de un mismo engranaje novelístico o capítulos de una larga historia- como las pelotas que los niños batean en una escena de este libro atraviesan el cielo rebotando contra los helicópteros militares.

cómplice, el mismo cigarrillo bajo el cielo, mirándose, sin que haga falta decir nada. Como si al llegar a cierta edad, cuando nos miráramos en el espejo, lo que viéramos no fuera nuestra cara, sino la de nuestros padres.

Hay también otro fragmento en el que el protagonista recuerda un cartel en el que aparecía escrito prohibida la entrada a perros y judíos y que no nos interesa tanto por su inscripción, como porque el autor lo utiliza como una herramienta potente para plantear de manera soterrada un debate que también está presente en el resto de su obra: ¿qué es ficción y qué no lo es? Ya que el protagonista, de adulto, llega a reconocer que no sabe si vio el cartel, si su padre se lo contó, o si directamente inventó toda la historia y la atmósfera de ese preciso momento, incluida la banda sonora de pájaros, ruedas de coches y grava del camino, para terminar afirmando que no lo sabe, pero que el rótulo existió -de hecho existe desde el momento en que lo escribe- y que da igual si lo vio o lo imaginó, porque para un niño viene a ser lo mismo. Con la ficción ocurre lo mismo: la recordamos e imaginamos al mismo tiempo y desde el momento en que la ponemos por escrito, transformando la realidad a través de nuestra propia visión, la convertimos en algo que sucede y puede volverse más verdadero que la propia realidad. No sé si seguirán existiendo esos campamentos, lo que sí sé es que si existiera alguno en el que Eduardo Halfon estuviera sentado en círculo frente nosotros en una fogata, para contarnos durante una larga noche, como una canción o una nana, la historia de quiénes somos, iría sin dudarlo.

Alrededor de esta obra orbita de manera constante ese rito que supone el paso de la niñez y la primera adolescencia a la edad adulta, utilizando como por Juan Domingo Aguilar

El rechazo frontal a ese mundo paterno y adulto, y a todo lo que representa, como una salida silenciosa de una fiesta, sin decir nada y sin despedirse de nadie, como si fuéramos los homenajeados en una fiesta a la que nadie nos invitó, obligados a estar ahí, en medio, cantando y bailando con los demás asistentes que cada vez nos parecen más lejanos y desconocidos, se va tornando, a medida que avanzamos, más bien en un sentimiento nostálgico mezclado con cierta comprensión, como representa tan bien esa imagen en la que el protagonista pilla fumando a su madre, que fingía haberlo dejado desde que sufrió un cáncer de mama, y terminan compartiendo los dos, sonriendo de manera

Yo también me acuerdo regular

Clara Morales Ya casi no me acuerdo

Tránsito 204 página

española, la carencia de un relato común, y lo que la propia autora remarca en entrevistas: que España recuerda poco y recuerda mal. El ejercicio de reparación es amplio y en sus trece cuentos ampara temáticas y cronologías diversas: desde el exilio republicano en Estados Unidos, las víctimas de los campos de concentración y las torturas del franquismo hasta casos todavía actuales como los desahucios y los abusos sexuales. En esta mirada a lo colectivo, la autora sobresale al reconstruir una memoria íntima reciente (la de las verbenas de las adolescentes de los noventa) y la memoria del movimiento LGTBI. Cuentos como «Malo de lo suyo», «Amiga íntima» o «Llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones» hilvanan la historia española del colectivo y se conectan con esfuerzos recientes como las películas Dolores, guapa de Jesús Pascual o Te estoy amando locamente de Alejandro Marín. Ante la pregunta de cómo reparar el silencio, Clara Morales escoge dos mecanismos: la impostación de la voz y el archivo-documento. La autora compone una narración de oído, donde triunfa la oralidad y la emulación, y en la que los lectores podemos escuchar perfectamente las palabras de la abuela del primer cuento: «Y esto lo sé yo […] y lo sabes tú y no lo sabe nadie más, así que no lo andes repitiendo». Asimismo, en este ejercicio de voces puede apreciarse la voz casi táctil de la señora que va a ser desahuciada en «A dónde me voy a ir yo» –«Pasa, pasa, que en la escalera esta hace un frío horroroso»– y observarse los ademanes esquivos y elegantes del protagonista de «Malo de lo suyo», el que es en mi opinión el mejor cuento del libro.

El equilibrio entre la escritura y el archivo resulta un ejercicio más complejo. En «Amiga íntima», Clara Morales logra entrelazar vivamente el despertar sexual de una adolescente con las noticias del asesinato de Ro-

cío Wanninkhof de 1999. El reconocimiento lesbiano de la protagonista se entrecruza hábilmente con las injurias de la televisión, la oralidad de los personajes y el consuelo de la identificación: «los brazos que me llevan a casa son fuertes y mullidos, atraviesan la calle, saben quién soy». Lo mismo sucede en «La vida es una tómbola», donde María de la Soledad Orballo Martínez se pone a cantar ante las torturas de los policías y las insistencias en que hable, y por encima del horror del documento, prima el humor de la ficción.

No obstante, en otras partes del libro, como en el cuento «Aquí» o en el epílogo «Causa 105», el anhelo de lo verídico pesa demasiado. Como si no hubiera espacio entre la ficción y el documento, ningún resquicio para la deslegitimación, la irreverencia o el juego, Clara Morales se pliega ante los mandatos de la escritura realista y abandona el ejercicio de la impostación, que es precisamente lo que mejor hace brillar su narrativa.

Es evidente que la historia reciente española no se asienta sobre pilares comunes, que todos recordamos regular, y que Clara Morales inaugura con Ya casi no me acuerdo una escritura a le quedan muchas cosas por decir. Sin embargo, quizá también sea el momento de abrir una grieta entre la reparación histórica española y el documento, de pensar que la memoria no necesariamente se instaura a través de la repetición y de apostar, en definitiva, por una literatura que retuerza el archivo y no solo lo imite, por una escritura donde se insinúe y se imposte, pero no se dirija, ni se guíe.

Clara Morales debuta con Yo casi no me acuerdo, su primer libro de cuentos, en la editorial Tránsito. Con él, da comienzo a su carrera literaria y se sitúa en un espacio concreto de la literatura española, el de la escritura y la ideología. Desde el título, dialoga con el célebre Me acuerdo de Georges Perec y con sus infinitas reescrituras, como Yo también me acuerdo de la mexicana Margo Glantz. A pesar de ubicarse en el mismo escenario de reconstrucción y de memoria, Morales insiste en rebasar el impulso autobiográfico e incide en una memoria colectiva. Su libro aborda la falta de memoria por Laura María Martínez Martínez

Una infancia clandestina en clave grotesca y naíf

Alejandra Moffat Mambo

Montacerdos ediciones

173 páginas

Adoptando esta perspectiva —algo que es menos fácil de lo que parece—, la escritora chilena Alejadra Moffat (1982) se dio a conocer en 2011 con El hacedor de camas, novela protagonizada por un niño de doce años que pasa el verano en la casa campestre de su abuela. Sus padres están ausentes y los numerosos tíos ofrecen, a sus ojos, un espectáculo variopinto, fascinante y, por momentos, perturbador, aunque se le escape el origen de la inquietud que le provocan.

Moffat sigue un camino parecido en Mambo, su segunda novela. En ella no solamente regresa a un escenario rural —al menos en el primer capítulo—, sino que vuelve a elegir a un menor de edad para contar la historia. En este caso, una niña, Ana, que nace a comienzos de los 80, en el sur de Chile, durante la dictadura. Vive junto a sus padres y a su hermana Julia, tres años mayor, en medio de un bosque. Pese a las precauciones de sus padres, una serie de indicios captados por las hermanas revela las actividades clandestinas que desarrollan, sobre todo en las noches, contra el régimen de Pinochet. El dictador es representado en dibujoswue el padre hace para sus hijas como un águila gigante, aterradora; una caricatura efectiva para mantenerlas en alerta. Como parte de esta pedagogía de la supervivencia, los integrantes de la familia tienen que ocultar su verdadera identidad. «MAMBO» es el acrónimo que forman las iniciales de sus nombres falsos.

Aisladas del mundo, las niñas transfiguran el bosque que las rodea en un terreno propicio a la fantasía, con juegos de exploración que las distraen de la ominosa realidad que inevitablemente termina por alcanzarlas. Deben fugarse entonces a una ciudad y luego a otra más grande. Encerradas en casas pequeñas y deterioradas, lejos de la naturaleza, durante las frecuentes ausencias de sus padres quedan confiadas a una precaria red de apoyo compuesta por gente sencilla y discreta.

nas y, en este sentido, Mambo es una novela de formación y, a la vez, de la pérdida de la inocencia edénica, uno de cuyos principales atributos es nombrar el mundo. Los dos últimos capítulos adquieren, en este sentido, un espesor humano mayor que el del primero, más alegorizante y esperpéntico, como bien lo refleja la portada del libro, que capta a la perfección el singular grotesco naíf de Mambo. La represión, que en la parte inicial del libro queda más bien sugerida o metaforizada, a partir del segundo capítulo se hace tangible en la suspicacia y el acoso reales de las que son objeto las niñas en un mundo hostil, ajeno, que otros ya nombraron y se repartieron. El cine se convierte entonces, para Ana, en un sucedáneo compensatorio del paraíso perdido, como lo es también para los personajes de Manuel Puig.

Henry James creía que los niños tienen muchas más percepciones que términos para expresarlas. La inocencia sería, entonces, el resultado de una brecha entre percepción y lenguaje. La tensión entre ambos términos resulta crucial para el éxito de la historia y cualquier escritor debería saber que no es fácil mantenerla a través de un relato extenso y ya ni qué decir de una novela. David Lodge advertía que, al escoger el punto de vista, el autor debe manejarlo con coherencia. Si la historia la cuenta una niña, no puede inmiscuirse en el relato perspectivas ajenas. Alejandra Moffat lo consigue, aunque no siempre.

«Elegir el o los puntos de vista desde el cual o los cuales va a contarse la historia es la decisión más importante que el novelista debe tomar», escribe David Lodge en El arte de la ficción. Como ejemplo para demostrarlo utiliza Lo que Maisie sabía, de Henry James, un virtuoso en la manipulación del punto de vista. En esa novela de 1897, el autor narra una historia de adulterios a través de los ojos de una niña que intuye estas relaciones, pero no las entiende del todo, aunque la afecten de una manera u otra. por Pedro Pablo Guerrero

El abrupto cambio de escenario es paralelo al crecimiento de las herma-

Mambo es una novela que se puede catalogar con la etiqueta, hoy algo gastada, de «literatura de los hijos», junto a obras reconocidas de Alejandra Costamagna, Alejandro Zambra y Nona Fernández. Perteneciente a una generación más joven, Alejandra Moffat aporta una mirada distinta, periférica, desde la clandestinidad rural y la provincia en dictadura, que hacía falta para completar una geografía literaria tan diversa como la chilena.

Lo que pasa no es sólo

lo que ocurre

Claudia Apablaza

Historia de mi lengua

Comisura

131 páginas

«Nombrar todo lo que un libro no es para así poder definirlo», leemos en la página cuarenta y cinco. Y como lectora añadiría: y todo lo que no es una mujer, todo lo que no es una frontera, una sociedad, todo lo que no es una pareja, una madre, una hija, una escritora, todo lo que no es el mundo aparente... Porque Claudia Apablaza (Chile, 1978) trata, con Historia de mi lengua, de adentrarnos en sus visiones, no desde la acción apriorística sino desde una suerte de plegaria que hay que ir desentrañando.

podríamos distinguir dos momentos históricos previos que Apablaza conoce pero que, sin embargo, y esto es lo interesante, salta también para fabricarse una horma a su medida narrativa. Los años cincuenta pasaron por el voluntario abandono de ciertos espacios realistas para tratar de adentrarse en la expresión de los mundos subjetivos y, aproximadamente dos décadas más tarde, las narradoras viran su visión hacia lo que en Francia vino a llamarse Écriture féminine o escritura de la diferencia —el cuerpo como conducto creativo, la revisitación de ciertas emociones que ya no encuentran su ancla en la otredad sino en el propio sujeto de la escritura—. Sin embargo, en Historia de mi lengua, la autora va un paso más allá y recupera una postura vitalista frente al arte y frente a la realidad que entronca, más bien, con lo que el historiador literario Wolfdietrich Rasch (Breslau, 1903- Merano, 1986) llamó Literatura del cambio de siglo y de la que Nietzsche es estandarte, planteando el problema del Dasein (el Ser ahí), como algo objetivo y concreto. Porque eso es lo Claudia Apablaza plantea con su Historia de mi lengua. Por ahí avanza esta plegaria, este intento genuino, no de mostrarnos únicamente una realidad subjetiva, la suya —tal y como se viene haciendo durante todo el siglo XXI a través de lo que hemos dado en llamar autoficción, biografías al sesgo o narrativas del yo— sino de desvelarnos las transiciones entre el yo y lo real. De devolverle al yo su propia vitalidad objetiva y de recuperar, además, el poder de los márgenes, de lo limítrofe, de aquello que en el fondo tememos porque nos arroja a nuestra propia libertad. De esta manera, el leit motiv que articula y da título al libro, no es sino un móvil secundario (aunque simbólico y unificador) para dar cabida a un conjunto de subtemas que rearman la estructura transicional de su propuesta: el sentimiento de pertenencia-despertenencia; la comunica-

ción-incomunicación; las relaciones personales; la herencia («En la casa de mi abuela materna, los sábados por la tarde, ella me sentaba en una cama y me pasaba un fajo de revistas. Lea, lea cualquier cosa, pero lea»); la feminidad; la educación («Mamá, ¿qué tiene la lengua adentro?»); el oficio de escritor («El miedo a que nadie entienda de qué va este texto. De qué trata realmente. Tampoco yo»); la amistad; el espacio urbano o la vulnerabilidad. Es en estas transiciones donde el mundo de Apablaza acontece y donde cobra sentido el concepto de plegaria, porque toda oración lleva implícitas dos actitudes por nuestra parte que la autora despliega y que marcan, para mi gusto, una importante diferencia con ciertas manifestaciones tardoautobiográficas: la necesidad (como búsqueda) y, sobre todo, el agradecimiento (como hallazgo en común). Despliega en estas páginas un conocimiento intuitivo del Ser que me recuerda a la joven Louise von Salomé (San Petersburgo, 1861-Gotinga, 1937) y a su poema Plegaria a la vida (un texto que, por cierto, musicó el propio Nietzsche).« […] Déjame en el ardor de la lucha, / Penetrar en lo más profundo de tu enigma».

«La dentista», escribe Apablaza casi al cierre, «pone las manos en mi mejilla. Siento su suavidad, como si fuera a acariciarme al fin. Llevar estos aparatos ha sido doloroso».

Historia de mi lengua es una suerte de oración necesaria en este siglo XXI que nos recuerda que toda búsqueda parte de uno mismo pero que sólo llega a su cénit aparente cuando el Yo es capaz de trascenderse, de observar y de agradecer lo que, como Sábato también sabía: «si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente».

Puesto que toda propuesta estética bebe de sus antecesoras, en el marco de las narradoras chilenas por María Alcantarilla

El tufo protector de la normalidad

chebarne, Raquel Delgado o muchos de los de Sergi Pàmies (no por lo autobiográfico, que a veces da lugar a la fantasía más desatada, sino por el enfoque) y también, cada cual a su modo, las autoficciones de Mercedes Halfon, Florencia del Campo, Jesús Carrasco, Alba Muñoz o Sofía Balbuena. Y, sin embargo, qué diferentes son entre sí todas estas propuestas, cuántas formas de abordar la «realidad», pero es porque ésta no sólo es infinita sino muy diversa, y si entramos en la narrativa (aunque pueda o quiera ser testimonial, o incluso «objetiva», periodística…), hay tantas realidades como formas de mirarla o habitarla. Así que ser realista sólo es una «condena», supongo, cuando la realidad es trágica, o cuando resulta muy estrecha.

Y ni aun así, porque una de las primeras buenas sorpresas que nos trajo la ficción española en este año fue la traducción al castellano de la primera novela de Alba Dedeu (Granollers, 1984), La conformista, que se publicaba simultáneamente en su catalán original. Y lo que esta estupenda y muy inteligente novelita ofrecía era una especie de álbum de fotos de una pareja «normal» a lo largo de veinte años, desde que se conocen hasta que sus tres hijos comienzan a despegar y ellos se reencuentran de otro modo, cómplices todavía pero muy cansados, aliados en lo laboral y en lo familiar pero un poco aturdidos por el paso del tiempo.

Si la protagonista de la película Atlantic City, de Louis Malle, no podía quitarse de su cuerpo el odioso olor del pescado que vendía todas las mañanas, a Eva y Pere les ocurre lo mismo con los pollos asados que despachan, de un olor sólo un punto menos desagradable pero igual de adhesivo e intenso. La habilidad de Dedeu hace que ese tufo a pollo casi se note, y de algún modo impregna una novela que, aun así, no tiene nada de agobiante ni busca la desazón del lector, o sólo hasta el punto de que podamos sentirnos dentro de ese asador, sudando a cho-

rros y asediados por los clientes. Por lo demás es muy amable, casi divertida, y si bien sobre lo que se cuenta sobrevuela la casi inevitable frustración a la que conduce una vida así, de horizontes tan limitados y grasientos, el tono de la novela y el buen carácter de los personajes, hacen que venza la identificación, que entendamos bien a Eva (sobre la cual se pone el foco) y también a Pere, un gran personaje gris que va ganando peso (en todos los sentidos…). Y no pretendo adelantar nada, pero me importa celebrar que aquí, al final, no sólo se impone la calidad sobre el libro, sino la bondad sobre la trama, hasta un punto que, aparte de estar organizado con mucha elegancia, resulta conmovedor y francamente bonito sin el menor exceso de mermelada sentimental. Son seis capítulos, y entre cada uno de ellos han pasado algunos años. Del noviazgo se pasa al asador, y del trabajo a la boda, y del matrimonio a los niños, y de éstos a determinadas amenazas para la salud o la estabilidad conyugal, pero los pollos siempre están ahí, como si su olor también cacareara. Y si bien es un hedor que parece disuasorio, conviene dejarse mecer por él, porque es como la banda sonora que acompaña la crónica de una vida colectiva que tiene algo deliberado de anodina, pero que, por bien contada, es significativa y reveladora, y no sólo por bien narrada sino por bien entendida, por la mirada no compasiva sino enternecida y generosa que Alba Dedeu ha sabido inventar.

En su último libro, muy reciente, José Carlos Llop afirma que «¡ser escritor realista, aunque sea en sueños, tiene algo de condena en vida». Se entiende lo que el mallorquín quiere decir en esas palabras de Si una mañana de verano, un viajero, pero es una opinión que exige ya no matices sino un gran desarrollo. Sin salirnos de lo publicado en 2024, las nuevas novelas de Fernando Aramburu, Miguel Herráez, Txani Rodríguez, Sergio del Molino, Juan Pablo Villalobos o Daniel Remón son, de un modo u otro, realistas (y las sigue habiendo costumbristas, casi naturalistas, como la de Coradino Vega), como lo son los cuentos de Magalí Et- por Juan Marqués

Miguel Munárriz

Empeñados en ser felices

Aguilar

376 páginas

cen, Bartleby y compañía de Enrique Vila-Matas o Raros como yo de Juan Manuel de Prada. Recuerda también a recopilaciones semejantes de prólogos o artículos, a saber, La verdad de las mentiras de Vargas Llosa o el póstumo Sombras y bultos de Dionisio Ridruejo; sin olvidar algunos procedentes de blogs: El coleccionista de asombros de Rafael Narbona o La escritura contra el tiempo del mismo Munárriz, ambos de 2021. De hecho, alrededor de una quincena de textos del anterior son recuperados, fusionados y corregidos en esta nueva publicación, ampliada y orientada desde una perspectiva más vital e íntima. Si bien el libro no tiene aspecto de diario, permite construir y dar cuenta —con desarrollo natural, lineal y no cronológico— de una experiencia plena de dedicación y de amistades. Se trata, por tanto, de un tipo de memorias muy concretas, centradas exclusivamente en el dilatado encuentro con autoridades de la cultura como destacaron, en la generalidad de las suyas, Julián Marías o Pablo Neruda, al recordar a Jorge Guillén y Salvador de Madariaga o a Federico García Lorca y Rafael Alberti, respectivamente. El niño, la calle y el juego de La escritura contra el tiempo son sustituidos en Empeñados en ser felices por la madurez, el hogar y las labores. Un cambio de mirada que torna de fuera para dentro, de la confesión realista a la vivencia subjetiva, del retrato fotográfico al recuerdo colorido y —por definición— ficcional. Así lo muestra la propia portada, con el escritor suspirando de espaldas y ante el mar, como lo hace la Muchacha en la ventana de Dalí, con la misma mirada nostálgica que exige esta «crónica sentimental». Dentro encontramos el retrato de Munárriz, mirando de frente al lector a través de dicha ventana, compartiendo —desde su presente— encuentros, sobremesas y viajes. Anécdotas inéditas y desconocidas que guardan un sentido homenaje a quienes considera clave en sus andanzas profesionales, más aún, vitales, porque el libro atraviesa su existencia

por todo costado: como autor, librero, agente, editor y gestor cultural. El contexto se define en las primeras páginas, a través de un barrido por sus inicios, para después exponer un largo listado de personalidades con quienes trató o no llegó a tratar o incluso duda saber si alcanzó a tratarlos, como le ocurre con Erri De Luca.

Es una forma de unión, una especie de suerte. El libro que se abre para ofrecernos mil y una aventuras, lo hace hoy para dar a conocer los lados más cercanos de muchos de quienes han sido fundamentales en la historia cultural de este país. Por unas horas, podemos fumarnos un habano Rey del Mundo junto a Cabrera Infante, comernos unas fabes en casa de Vargas Llosa, bebernos unos güisquis J&B on the rocks con Ángel González, conversar largo con Caballero Bonald… Recuperar a tantos que nos dejaron: Tellado, Umbral, Escohotado, Martín Gaite, Fernando Marías… Accesos de conexión, redes del pañuelo del mundo que nos unen y hermanan, como defiende la teoría de los seis grados de separación de Karinthy. Y Azúa me une a J. Á. González Sainz, y J. Á. González Sainz me une a Azúa, y ambos me unen con Munárriz, igual que la lente de Mordzinski lo unió a Cortázar o el calendario le une con especial casualidad a Pedro Salinas. Y todos nos unimos en la literatura: por algo es el mejor antídoto contra todo. De este modo, avanza Empeñados en ser felices, con agradecimiento y gesto amable ante lo ya vivido; con Munárriz despidiéndose de espaldas, con la misma camisa remangada y delante de una ventana repleta de libros que auguran un futuro hambriento por descubrir; con el lector, asomado de frente a las últimas páginas, paciente por conocer más testimonios y deseoso por conectar con nuevos maestros que lo sigan iluminando.

Leía lo nuevo de Miguel Munárriz cuando recibí por correo electrónico un artículo de Félix de Azúa sobre el reciente libro de relatos Por así decirlo de J. Á. González Sainz. Se preguntaba Azúa por el género literario al que pertenecería el texto anterior, si está compuesto de apólogos, fábulas o parábolas, concluyendo a favor de estas últimas. Leía a Munárriz y leía a Azúa, e inevitablemente pensaba en el libro del primero desde la reflexión del segundo sobre aquel tercero, algo que me incitó a pensar de qué manera cabría catalogar Empeñados en ser felices. Son muchos los ensayos que recorren de voz a voz, de nombre a nombre, los escritores más celebrados para sus autores; como, de algún modo lo ha- por Juan Alberto Vich Álvarez

Para suscribirse, escribir a suscripciones@lapanoplia.com

PRECIO DE SUSCRIPCIÓN (IVA no incluido)

ESPAÑA

Anual (11 números): 52 euros

Ejemplar mes: 5 euros

EUROPA

Anual (11 números): 109 euros

Ejemplar mes: 10 euros

RESTO DEL MUNDO

Anual (11 números): 120 euros

Ejemplar mes: 12 euros

Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.