ANTIPODA Í N D I C E · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 9
Lenguajes
El antropólogo como otro: conocimiento, hegemonía y el proyecto antropológico Alejandro C a stille j o C u é ll a r · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 5
Miradas
Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas: encuentros y desencuentros Presentación C arlo s Albe rto U ribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 4 0 La vocación crítica de la antropología en Latinoamérica M yri am Jime n o · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 4 3 Mimesis y paideia antropológica en Colombia C arlo s Albe rto U ribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 6 7 Metrópolis y puritanismo en Afrocolombia J ai m e Aroc h a R od ríg u e z · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 79 ¿Recuperando antropologías alter-nativas? F r anço i s C orre a · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 0 9 La historia, los antropólogos y la Amazonia Ro bert o P in e d a C a ma c h o · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 2 1
Diseminaciones
REVISTA DE ANTROPOLOGÍA Y ARQUEOLOGÍA | UNIVERSIDAD DE LOS ANDES | N° 1 JULIO-DICIEMBRE 2005 | ISSN 1900-5407
ANTIPODA
Presentación C l audi a Ste in e r
ANTIPODA 1
1
NÚMERO 1 JULIO A DICIEMBRE 2005 ISSN 1900-5407
Construcciones japonesas R afael Re y e s- R u iz · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 7 3 Adiós a la inocencia: crónica de una visita al estilo nacional de hacer antropología Pao l a Gir a ld o · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 8 5
9 771900 540705
De los Alpes a las selvas y montañas de Colombia: el legado de Gerardo Reichel-Dolmatoff C arl H en rik L a n g e ba e k · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 39
ANTROPOLOGÍAS METROPOLITANAS Y ANTROPOLOGÍAS PERIFÉRICAS: ENCUENTROS Y DESENCUENTROS
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ANTร PODA Nยบ1 | JULIO-DICIEMBRE 2005
4
TÍTULO CORNISA TÍTULO CORNISA TÍTULO CORNISA | AUTOR CORNISA
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ANTIPODA Í N D I C E Presentación C l audi a Ste in e r
· · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 9
Lenguajes
El antropólogo como otro: conocimiento, hegemonía y el proyecto antropológico Alejandro C a stille j o C u é ll a r · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 5
Miradas
Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas: encuentros y desencuentros Presentación C arlo s Al be rto U ribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 4 0 La vocación crítica de la antropología en Latinoamérica M yri am J ime n o · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 4 3 Mimesis y paideia antropológica en Colombia C arlo s Al be rto U ribe · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 6 7 Metrópolis y puritanismo en Afrocolombia J ai m e Aroc h a R od ríg u e z · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 79 ¿Recuperando antropologías alter-nativas? F r anço i s C orre a · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 0 9 La historia, los antropólogos y la Amazonia Ro bert o P in e d a C a ma c h o · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 2 1
Diseminaciones
De los Alpes a las selvas y montañas de Colombia: el legado de Gerardo Reichel-Dolmatoff C arl H enrik L a n g e ba e k · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 39 Construcciones japonesas R afael Re y e s- R u iz · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 7 3 Adiós a la inocencia: crónica de una visita al estilo nacional de hacer antropología Pao l a G i r a ld o · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 1 8 5
ANTIPODA 1
R E V I S TA D E A N T R O P O LO G Í A Y A R Q U E O LO G Í A N º 1, J U L I O - D I C I E M B R E 20 05 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 · a n t i p o d a @ u n i a n d e s . e d u . c o
PUBLICACIÓN SEMESTRAL DEL DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES UNIVERSIDAD DE LOS ANDES Dirección postal: Carrera 1 Nº 18A-10 · Edificio Franco, Piso 5 · Bogotá D.C., Colombia Teléfono: 57.1.339.4949, Ext. 3483 · Telefax: 57.1.332.4510 Página web: http://antipoda.uniandes.edu.co
UNIVERSIDAD DE LOS ANDES Carlos Angulo Galvis rec tor Carl Henrik Langebaek Rueda decano Fa c u lta d d e C i e n c i a s S o c i a l e s Claudia Steiner direc tor a D e pa r ta m e n t o d e A n t r o p o l o g í a
8
COMITÉ EDITORIAL Claudia Steiner Universidad de los Andes
STAFF Alejandro Castillejo Cuéllar Editor
Myriam Jimeno Santoyo Universidad Nacional de Colombia
Carlos Alberto Uribe Tobón E d i t o r I n v i ta d o
Sonia Archila Universidad de los Andes
María Angélica Ospina Martínez Coordinador a Editorial
Roberto Pineda Camacho Universidad Nacional de Colombia
Diego Amaral Ceballos Diseño original
Roberto Suárez Universidad de los Andes
Editorial El Malpensante Edición, armada elec trónic a y búsqueda fotogr áfic a
Panamericana Formas e Impresos S.A. Impresión
COMITÉ ASESOR Elsa Blair Universidad de Antioquia Heidi Grunebaum Direc t Ac tion Center f o r P e a c e a n d M e m o r y, s u d á f r i c a Rafael Reyes-Ruiz Z ay e d U n i v e r s i t y, E m i r at o s Á r a b e s Araceli García Solomon A sch Center for Study of Ethnopolitic al Conflic t, U n i v e r s i t y o f P e n n s y lv a n i a Fabián Sanabria Universidad Nacional de Colombia Luis Castro Nogueira Universidad Nacional de educ ación a d i s ta n c i a , E s pa ñ a
“Boxeadores” (), Martín Chambi F o t o g r a f í a P o r ta d a
DISTRIBUCIÓN Y VENTAS Editorial El Malpensante Suscripciones y C anje antropographias@uniandes.edu.co Coordinación Editorial Antípoda
VALOR POR EJEMPLAR: $17. 0 0 0 / U S $ 8 . 0 0 Antípoda, Revista de Antropología y Arqueología Nº se terminó de imprimir en los talleres de Panamericana Formas e Impresos S. A. en el mes de septiembre de .
Presentación
E
l a ñ o p a s a d o el Departamento de Antropología de la Universidad de Los Andes cumplió cuarenta años, siendo así el más antiguo del país. A estas alturas sus integrantes estamos orgullosos de que con el paso del tiempo nuestro Departamento siempre haya escogido la posibilidad de renovarse cada vez que lo considera necesario. Pensamos que éste debe ser uno de esos momentos. Durante el último año, el Departamento inició un proceso de fortalecimiento institucional y académico, que condujo a la vinculación de nuevos profesores a la planta, interesados en diferentes áreas de investigación y docencia. Hemos considerado, por lo tanto, que nuestra revista debe reflejar esta misma intención de cambio. De ahí que ahora aparezca Antípoda con una nueva cara, un nuevo nombre unido al antiguo, Revista de Antropología y Arqueología, y un nuevo editor. El paso del tiempo en ocasiones puede ser tanto injusto como increíblemente generoso. Las arrugas de los mayores, los olores de los objetos guardados, los colores desteñidos de la ropa usada y las páginas enmohecidas de los libros viejos nos llevan de manera inevitable a ver los dos lados de todo transcurrir. Hemos de reconocer que el tiempo ha sido generoso con nuestra revista. En los veinte años que lleva desde su primera publicación a cargo de Jorge Morales, ha tenido altibajos y vicisitudes pero a todo lo largo reflejó la dedicación de quienes se han encargado de editarla. Sobra decir que en este primer número de la nueva etapa queremos rendir un homenaje a los cuarenta años del departamento, a los profesores que han pasado por él y a quienes se han encargado de sentar las bases de la antropología y la arqueología en Colombia. Éstas son disciplinas que nos apasionan y quizás éste sea el lugar apropiado para decir por qué. Ellas nos dan la posibilidad de apreciar las arrugas, los olores y los colores desteñidos
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que deja el tiempo a su paso. Igualmente nos permiten encontrar mundos escondidos entre las páginas enmohecidas de los libros y los documentos viejos. Pero, sobre todo, nos dan la posibilidad de nunca ponerle fin a lo viejo, es decir, de percibir el pasado en el presente. Son estas historias del pasado, que aparecen como un destello fugaz según la acertada descripción de Walter Benjamin, las que en nuestro quehacer antropológico agarramos como pequeños tesoros. Historias que escuchamos o leemos y sobre las cuales escribimos después con la esperanza de que los ignorados por los poderes excluyentes puedan usarlas, interpretarlas y recrearlas de manera que les permitan vivir mejor en un mundo cada vez más interconectado y en el cual se hacen insistentes llamados hacia la uniformidad. Seremos sinceros: desde la antropología, como disciplina que estudia precisamente la diversidad, no simpatizamos demasiado con la uniformidad y tratamos, a veces con exagerada tozudez, de entender y explicar la complejidad de lo diverso. Por eso nuestra revista, al sumergirse del todo en la antropología, también hace un homenaje al contrario, al antípoda, a quien está al otro lado no nada más del planeta geográfico, sino al otro lado de cualquier otra frontera, sea ella física o metafísica. La nueva etapa de la revista del Departamento recibe, bajo la dirección de Alejandro Castillejo Cuéllar, un nuevo impulso y una nueva proyección. Con el renovado formato y con la nueva y meticulosa diagramación que atiende a criterios tanto estéticos como formales, la revista busca reflejar, sin duda, los renovados bríos y el renovado carácter del Departamento. Antípoda estará abierta a los cambios pero siempre será fiel al compromiso de mantener una antropología crítica centrada, según sea el caso, alrededor de problemas actuales, no sólo para la disciplina y sus diferentes ramas sino también para el país en general. De igual manera, Antípoda buscará crear lazos entre las diferentes disciplinas sociales y, por supuesto, entre los diferentes contextos nacionales, buscando en la medida de lo posible un diálogo franco y constructivo para así fomentar una ética de la colaboración en el medio académico. Este número de la revista refleja nuestro interés por mostrar las distintas expresiones del quehacer antropológico. Es por esto que hemos escogido al inolvidable fotógrafo peruano Martín Chambi para ilustrar este número de Antípoda. Las fotografías de Chambi, quien retrató entre los años y parte de la vida en el Cuzco, nos muestran desde una perspectiva diferente al texto escrito una forma particular de representar una cultura y una época. Tomando las palabras de Mario Vargas Llosa, “en sus imágenes Martín Chambi desnudó toda la complejidad social de los Andes. Ellas nos instalan en el corazón del feudalismo serrano, en las haciendas de los señores de horca y cuchilla con sus siervos y sus concubinas, en las procesiones coloniales de muchedumbres contritas y ebrias…”.
PRESENTACIÓN | CL AUDIA STEINER
Esperamos que nuestros lectores compartan nuestras opciones y nuestras inevitables ambivalencias: el interés por lo nuevo y por lo viejo, por lo pasado y por lo presente, por lo contemporáneo y por lo antiguo, y esperamos que se decidan con todo el ánimo posible a colaborar con nosotros para hacer de Antípoda una excelente revista que contribuya al desarrollo de la antropología del país y de América Latina.
—Claudia Steiner Direc tor a, Departamento de Antropología, Universidad de los Andes
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EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO | ALEJANDRO CASTILLEJO CUÉLLAR
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Lenguajes EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO: CONOCIMIENTO, HEGEMONÍA Y EL PROYECTO ANTROPOLÓGICO Alejandro C astillejo Cuéll ar
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EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO: CONOCIMIENTO, HEGEMONÍA Y EL PROY ECTO A NTROPOLÓGICO Alejandro Castillejo Cuéllar Profesor asistente Departamento de Antropología, Universidad de los Andes, Colombia Investigador Asociado, Direct Action Center for Peace and Memory, Sudáfrica acastill@uniandes.edu.co
RESUMEN
Este texto discute la manera en
ABSTRACT
This text deals with the ways in
que el silencio, y la gramática del silencio, en
which silence, and the grammar of silence, as a
tanto una forma de tratar con lo traumático,
way of dealing with trauma, is determined by the
es determinado por las condiciones históricas
historical conditions where it is embedded. One
en las que está inmerso. Un registro en el
of the registers in which this silence operates
cual este silencio opera tiene que ver con una
has to do with a particular micro-politics of
micropolítica particular de la investigación social
social research and knowledge production in
y la producción de conocimiento que diferencia
South Africa that separates “testimonies” of
los testimonios de guerra de los expertos en
war and “victims” (or sources of knowledge)
trauma, reinsertando así una serie de jerarquías.
from “trauma experts” in ways that reinstate a
En este contexto, el problema de las credenciales
series of hierarchies. In this context, academic
académicas, el lenguaje transaccional de la
credentials, the language of exchange, and the
investigación y la utilización de agendas de
implementation of non-collaborative research
investigación “no colaborativas” son elementos
agendas are of great importance to understand
para entender la unidireccionalidad de la
the one-directionality of knowledge production
producción de “saber” sobre la violencia.
about violence.
PALABRAS CLAVE
KEY WORDS
Sudáfrica, expertos en trauma, investigación colaborativa, micropolítica del saber.
South Africa, trauma experts, collaborative research, micro-politics of knowledge production.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 20 0 5 PÁ G I N A S 15 -37 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 FECHA DE RECEPCIÓN: ABRIL DE 20 05 | FECHA DE PUBLIC ACIÓN: JUNIO DE 20 05 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E F L E X I Ó N
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ANTÍPODA Nº1 | JULIO-DICIEMBRE 2005
EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO: CONOCIMIENTO, HEGEMONÍA Y EL PROY ECTO A NTROPOLÓGICO
Alejandro Castillejo Cuéllar
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E
A mi hermana Betty
ste texto es el resultado de más de dos años de trabajo de campo etnográfico y de archivo en diferentes lugares del Sur de África. Durante mi estadía inicial en la República de Sudáfrica (rsa), mi intención era comparar la manera como se recuerdan (y se olvidan) dos eventos relacionados con la lucha antiapartheid que ocurrieron en Ciudad del Cabo en . El primero de ellos fue el incidente conocido con el nombre de Caballo de Troya, la muerte de tres niños a manos de las fuerzas de seguridad, el de octubre de en Athlone, un área coloured1 en Ciudad del Cabo. El otro evento en el cual estuve interesado fue el que se ha venido a conocer como “los Siete de Gugulethu” (o Gugulethu Seven), el asesinato, también a manos de las fuerzas de seguridad y miembros de escuadrones de la muerte, de siete jóvenes en la localidad segregada de Gugulethu2. Mi intención de comparar estos dos asesinatos fue restringida por el hecho de que el acceso a organizaciones locales, líderes comunitarios y religiosos y los vecinos que estaban relacionados con estos incidentes fue muy complicado. En ambos casos, inesperadamente, choqué contra un muro de silencio que determinó, en buena medida, el camino que siguió mi investigación3. 1. El término coloured es el nombre que se le da a los descendientes de los esclavos traídos por los holandeses en el siglo xvii desde Ceilán. 2. “Localidad segregada” es mi traducción del término “Black Township”, la forma geopolítica como hoy día se le llama a las zonas donde los “negros” fueron relocalizados durante la década del sesenta y setenta a raíz de la implementación del sistema apartheid. Son áreas de control habitacional y espacialización de lo que los administradores, de origen holandés y asociados al partido nacionalista, concebían como lo otro. 3. Esta investigación fue realizada gracias a la asistencia financiera de las siguientes instituciones. En primer lugar,
EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO | ALEJANDRO CASTILLEJO CUÉLLAR
En lo referente al incidente del Caballo de Troya, por ejemplo, mis solicitudes para hablar con imams locales (sacerdotes musulmanes) y líderes comunitarios —hoy día miembros del gobierno local de Ciudad del Cabo— a menudo fueran rechazadas cortésmente, aduciendo falta de tiempo y la necesidad de “dejar atrás el pasado”. En el caso de las madres de los niños asesinados —más tarde lo entendí— el impacto de la muerte de sus hijos había sido tan destructivo y lesivo para sus familias y sus vidas, y su resonancia estaba tan presente, que incluso la simple idea de relatar el incidente (por ellas u otras personas cercanas) hacía temer el prospecto de una nueva crisis nerviosa. Una de las madres amablemente me envió, a través de un amigo mutuo, su archivo personal con fotografías y recortes de periódico que hacían referencia a los fatídicos hechos del de octubre. Ciertamente, entendí su mensaje. Otra razón para este silencio, con relación al caso del Caballo de Troya sugerida por muchos con quienes conversé durante las fases iniciales de mi investigación, sostenía que seguir indagando sobre el incidente reforzaría la opinión según la cual la gente coloured no estuvo tan comprometida como los “africanos negros” en la lucha antiapartheid, ya que la participación general en esta lucha “pondría” en riesgo la “posición” ventajosa o los “privilegios” que los primeros tenían con el gobierno nacionalista. Por ejemplo, una representación política “independiente” aunque limitada, a través de una asamblea de representantes. Por consiguiente, con el fin de ocultar las divergencias políticas que existían en los movimientos de liberación en el área, el silencio se había convertido en la mejor manera de manejar las fracturas ideológicas. Irónicamente, este silencio contrastaba con la magnitud de los alzamientos populares que se dieron a lo largo de Belgravia Road, testigo de una resistencia antiapartheid masiva durante las primeras etapas del estado de emergencia en . Si bien es cierto que existe una relación compleja de interdependencia entre lo que solía ser categorizado como coloureds (descendientes de esclavos del Sureste Asiático) y afrikaners (descendientes de holandeses y primeros colonizadores de Sudáfrica), basado en la esclavitud, la subyugación y la asimilación, afirmar que los coloureds estaban “parcialmente comprometidos en la lucha de liberación”,
una beca de investigación del Centro Solomon Asch para el Estudio del Conflicto Etnopolítico, Universidad de Pensilvania (2001-2003) me permitió comenzar mi trabajo en Ciudad del Cabo. Segundo, las becas de investigación Holocaust Memorial y Eberstadt, al igual que la beca de investigación doctoral Goldblack, todas de la New School for Social Research, me ayudaron no sólo a concluir mi permanencia en Sudáfrica sino también a concentrarme en la redacción de este texto (2003-2005). Una Subvención de Investigación Individual Wenner-Gren otorgada en 2003 fue de gran ayuda durante el proceso de investigación en los Archivos de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, el Archivo Nacional de Sudáfrica y el Archivo Visual del Centro Mayibuye de la Universidad del Cabo Occidental (2003-2004). Finalmente, quiero agradecer el apoyo del Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología y de la Comisión Fulbright por una beca de estudios que permitió la convergencia en Ciudad del Cabo entre mi vida personal y mi vida académica.
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con el fin de explicar el silencio social que rodeaba este evento particular, tiene que ser tomado más bien cuidadosamente. Sería necesario investigar más a fondo la naturaleza de la política local en esa época para así elaborar un cuadro más matizado. A pesar de su importancia, yo no seguí esta línea de investigación. El velo de silencio y de evasión fue tan omnipresente, por las razones que fuesen, y el tema era tan políticamente sensible, que preferí dejarlo de lado, no obstante la insistencia de líderes comunitarios para que continuara. El caso de Gugulethu es diferente del anterior en varios aspectos fundamentales. El silencio que rodea este evento es distinto. Es, por así decirlo, reactivo, se instala en contra de la intervención permanente de una serie de “expertos” e “intermediarios” interesados en el problema de la violencia. Gugulethu Seven ha sido objeto de dos comisiones oficiales de investigación en y , un juicio en , dos documentales, y un par de audiencias públicas durante la Comisión de la Verdad en . Ha sido inscrito en las memorias colectivas en formas muy diferentes, a través de distintos mecanismos, como una “piedra conmemorativa”, como parte de la historia local, como destino turístico, o como exhibición de museo. Este evento se ha convertido en parte del panorama conmemorativo local. Sin embargo, como decía, un velo de silencio también lo envuelve. Algo similar a lo acontecido con las madres del Caballo de Troya me sucedió con las mamás de Gugulethu. El sufrimiento que ellas tuvieron que soportar en sus vidas me paralizó. Ellas encarnan una historia de desplazamientos forzados, una historia de servidumbre forzada y una historia de pérdida durante el prolongado régimen del apartheid. A medida que conocía estas abuelas, recuerdo cuán irónica me parecía la escena. No obstante, había algo que las diferenciaba de las otras madres: las madres del Caballo de Troya habían sido totalmente olvidadas. Alrededor de las mamás de Gugulethu, por el contrario, había muchas más señales que apuntaban en la dirección de Gugulethu Seven y con las que se configuraba una sutil cartografía del recuerdo en Ciudad del Cabo. Irónicamente, ellas estaban allí, casi olvidadas, habitando una esquina casi invisible en medio de la pomposidad de una ciudad que reclama, en lo fundamental, una herencia europea4. 4. El Centro de Acción Directa para la Paz y la Memoria me presentó a las madres. El Centro tenía una pequeña iniciativa —la Iniciativa de Apoyo a las Madres— orientada a asistirlas en tareas muy concretas —llevándolas al médico, visitando el cementerio, financiando una lápida, consiguiendo fondos educativos para los nietos—, siempre que fuese posible. Inicialmente, sostuvimos largas discusiones durante un período de más de seis meses sobre la naturaleza de la relación que podía establecerse entre el Centro y yo. Decidimos que una relación de mutua colaboración intelectual, una sensibilidad que eliminaría, al menos hasta cierto punto, las jerarquías establecidas entre los “académicos” y los “activistas”, en donde los supervivientes del apartheid serían vistos como interlocutores más que como fuentes de información, era el único camino a seguir. Esta perspectiva era coherente con lo que sentía que debía ser el trabajo académico y con la necesidad de cuestionar las jerarquías
EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO | ALEJANDRO CASTILLEJO CUÉLLAR
En lo que resta de este texto, quiero explorar la genealogía del silencio encarnado por las madres de los Siete de Gugulethu y las formas en que este silencio determinó el destino de mi investigación. A medida que avanzaba en mi trabajo de campo, mi interés se concentró en las razones por las cuales ciertos eventos se inscriben más fácilmente en las memorias que otros. En otras palabras, me interesé más por la visibilidad relativa de Gugulethu Seven que por la invisibilidad relativa del Caballo de Troya. Por eso es que decidí estudiar la naturaleza ambivalente de Gugulethu Seven, un evento que se sitúa entre la invisibilidad y el reconocimiento histórico. Esta decisión tuvo, por supuesto, sus consecuencias. Como lo sugeriré en la siguiente sección, las complejas tensiones entre el problema de la voz y la memoria (la forma como los sobrevivientes del apartheid articulan el pasado) alrededor de Gugulethu Seven, me demostraron lo obvio: por un lado, la necesidad de dejar los recuerdos dolorosos de los familiares en el ámbito de lo puramente íntimo, a menos que hubiera una necesidad, de parte de ellos mismos, de lo contrario. En el contexto de Sudáfrica esta actitud planteó una postura ética diferente, ya que la extracción de testimonios se convirtió en una práctica rutinaria. Para mí, este enfoque no era extraño. Ha sido siempre un horizonte para mis escritos sobre la guerra en Colombia. Respeté, por supuesto, el silencio que las madres me solicitaron respetar, y pronto entendí que precisamente era este silencio, y las formas y fisionomías que tenía, lo que constituía la textura del recuerdo en la Sudáfrica contemporánea. Esto me llevó a evitar —casi por completo— las entrevistas a la familia y los parientes de los siete jóvenes, incluso en detrimento de la investigación. En dicho sentido, el mayor reto de este trabajo era pensar en la realización de una antropología del silencio. En cierta manera, este ensayo (y el texto del que hace parte) podría ser visto con cierta ironía ya que —aunque hablo de voz y de memoria— las perspectivas de aquellos cuyas voces han sido excluidas del registro histórico oficial no aparecen en estas páginas. Por esta vía, podría ser acusado de perpetuar esta exclusión. Sin embargo, siendo consciente del silencio histórico y de los usos y malos usos de los testimonios de guerra en Sudáfrica, la perspectiva de reinsertar sus vidas en mis palabras es —una vez más— casi paralizante. Estoy más interesado en las condiciones históricas bajo las cuales estos silencios se consolidan, en vez de “adjudicarle” a los sobrevivientes en forma paternalista un espacio, una voz dentro de “mi” texto. Ya que no poseo una estrategia de
implícitas en el proceso investigativo. Trabajamos en este contexto, construyendo un archivo de historia oral, transfiriendo conocimientos, organizando talleres de memoria, colaborando con la iniciativa de las Madres de Gugulethu y otras actividades del Centro que eran parte de las estrategias de reintegración y desinvisibilización social de excombatientes del Congreso Nacional Africano.
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escritura polifónica radical, en un idioma que no considero el “mío”, prefiero asumir la responsabilidad de mi propio monologismo5. EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO
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Los académicos cuyo trabajo ha estado profundamente relacionado con formaciones sociales específicas con su cotidianidad, parecen olvidar aquel momento seminal durante el trabajo de campo, cuando una sensación de incertidumbre y ansiedad inherente al encuentro etnográfico engendró un puñado de tímidas pero fértiles reflexiones sobre la naturaleza del trabajo del antropólogo. En la medida en que las contingencias de los encuentros superficiales se transforman en familiaridad con las tribulaciones de la gente en ese universo social específico, el paso del tiempo tristemente parece desencadenar un proceso implacable y desconcertante de desaparición: de los recuerdos cuando el antropólogo, en su inmensa precariedad, se siente aún como extraño, y experimenta el mundo como una sorpresa. Rara vez tenemos acceso a este universo de la creatividad humana (Castillejo, : ).
¿Qué clase de dilemas éticos le plantea la investigación sobre la memoria “colectiva” en Sudáfrica al estudioso del conflicto y la violencia? ¿Cómo dichos dilemas transforman la naturaleza del trabajo antropológico? En el contexto específico de los “grupos de apoyo a víctimas del apartheid” en Ciudad del Cabo, uno de los aspectos más complejos es el relacionado con las interacciones entre los “expertos en trauma” y las “víctimas” de la violencia. La violencia del silenciamiento —a la cual los sobrevivientes en Sudáfrica son particularmente sensibles— puede ser reinscrita a través del proceso investigativo mismo y la intervención de estos expertos. Dependiendo del contexto, ciertas prácticas investigativas causan daños a las comunidades donde son usadas. En Sudáfrica, por ejemplo, este perjuicio se cristaliza en la naturaleza ambivalente y las tensiones que hay entre la voz y el silencio, y entre el reconocimiento histórico y la invisibilidad. Las formas en que estas tensiones no son solamente articuladas sino también resueltas están determinadas por el contexto histórico y social en el que surgen. Ciertas técnicas, cuando son aplicadas sin sentido crítico y sin sensibilidad, pueden amplificar estas tensiones. Uno de los defectos de esta amplificación, la cual determina los límites y las posibilidades de cualquier investigación sobre la memoria, es una reacción contra la intervención de estos “expertos”. En esta sección quiero explorar estos temas, ya que se presentan
5. Este texto fue escrito originalmente en inglés.
EL ANTROPÓLOGO COMO OTRO | ALEJANDRO CASTILLEJO CUÉLLAR
como una oportunidad para mirar más críticamente la manera en que son vitales para entender los límites de la disciplina antropológica como tal. E x pertos , t est i mon ios y l a e conom í a de l a e xt r acc ión Las últimas dos décadas en Sudáfrica no sólo han sido años de confrontación, desafío y represión, sino también de transformación política y social. La historia compleja y fascinante del país ha atraído en gran medida la atención de académicos, activistas y figuras políticas en la actualidad. Este hecho más bien simple y aparentemente inofensivo determina hoy, al menos hasta cierto punto, la viabilidad de cualquier investigación sobre el legado del apartheid: el acceso a las redes de personas y lugares, a los “grupos de apoyo a las víctimas”, y a las organizaciones políticas y religiosas, se ha vuelto extremadamente difícil, puesto que la imagen de los académicos en general se ha deteriorado y su utilidad social ha sido puesta en tela de juicio, tanto en el ámbito popular como en el ámbito de organizaciones no gubernamentales. Una afluencia masiva de investigadores extranjeros, estudiantes de doctorado y legiones de estudiantes de pregrado, en su mayoría de Estados Unidos pero también de Europa occidental, ha llegado a estas organizaciones en la última década buscando “aprender” algo de la “experiencia” traumática de otros, creando con esto el efecto opuesto: la reinscripción de la violencia a través del mismo proceso investigativo6. Durante los últimos años, Sudáfrica ha estado a la vanguardia de muchos debates académicos y políticos alrededor del mundo, es decir, en tanto tema de discusión. Durante los años y , por ejemplo, la lucha contra el apartheid claramente concentró mucha energía, estimulando la producción masiva de escritos sobre los efectos políticos, económicos y sociales que las políticas del último régimen racial ha tenido en la vida de millones de personas. A este respecto, en un comienzo, los escritos críticos en las ciencias sociales y las humanidades sudafricanas, como la antropología, buscaron responder a los retos impuestos por la “lucha de liberación” a la luz de los enfoques y teorías que prevalecieron durante los años de la Guerra Fría. Estos aspectos locales de la vida en Sudáfrica trascendieron más allá de las fronteras del país (Gordon y Spiegel, ).
6. Una aclaración parece ser necesaria en este punto. Lo que deseo mantener en esta sección es la necesidad de meditar seriamente sobre las relaciones entre los “académicos” y los “activistas”. La naturaleza jerárquica de esta dicotomía acompañada de una serie de metodologías se refiere a una distribución social y unidireccional de la circulación de lo que se ha venido a denominar “conocimiento”. Es la reinscripción de esta jerarquía y la reconstrucción de la historia personal del superviviente (usualmente llamada “datos” o “información”), con el propósito de construir “conocimiento” lo que requiere una crítica.
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Internacionalmente, lejos de las contingencias de la vida cotidiana, la centralidad de la “lucha de liberación” se desarrolló alrededor no sólo de la condena moral del apartheid durante el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, sino también alrededor de la figura estoica y popular de Nelson Mandela, la campaña por su liberación, las presiones internacionales, las campañas que buscaban sacar los capitales extranjeros del país, las sanciones económicas, el movimiento activista mundial, el premio Nobel de la Paz en del arzobispo Desmond Tutu, la declaración del apartheid como “un crimen de lesa humanidad” y los medios televisivos independientes que mostraron la intensidad de la represión y de la violencia en los hogares en Europa y Estados Unidos. El país estuvo durante mucho tiempo en el centro del huracán: una minoría racista aferrada al poder a expensas de la empobrecida mayoría. Pero la prominencia de Sudáfrica no se detuvo después que F. W. de Klerk sucedió a P. W. Botha como presidente de Estado y, en , liberó a Mandela de la prisión. Entonces vinieron el “acuerdo negociado”, el premio Nobel de Paz de Nadine Gordimer, el premio Nobel de Paz compartido entre Mandela y De Klerk, el “período de transición”, las primeras elecciones presidenciales de Sudáfrica en , la euforia de la impresionante ceremonia de juramento de Mandela como el primer presidente “democráticamente elegido” de Sudáfrica y la cristalización final de una nueva entidad política tras décadas de lucha (O’Meara, ). Así mismo, desde mediados hasta finales de los años noventa, la Ley de Promoción de la Unidad y Reconciliación Nacional (Acta de ) fue firmada por el presidente, dando origen a la conocida Comisión de la Verdad y la Reconciliación Sudafricana (trc), la institución encargada de descubrir y revelar las “violaciones de los derechos humanos” de años de apartheid (Meredith y Rosenberg, ). Inesperadamente, la unidad, el perdón y la reconciliación fueron las consignas que rigieron durante esos años. Todos estos elementos ayudaron a crear y consolidar la imagen popular, para usar la metáfora de Nadine Gordimer, de “una Sudáfrica que surgía milagrosamente [de la era del colonialismo]” (Gordimer, : ). Una sociedad “excepcional” en búsqueda de la paz y la reconciliación, dispuesta a sacrificarse aún más en procura de la libertad y la justicia. Esta fascinante epopeya, este “Largo Caminar hacia la Libertad” —para usar el título de la autobiografía de Mandela—, atrajo a académicos de una diversidad de campos, disciplinas y opiniones políticas. Sudáfrica fue convertido entonces en “estudio de caso” de una gran diversidad de “áreas”: “estudios de trauma”, “conflictos etnopolíticos”, “justicia transicional” y comisiones de la verdad, estudios de la paz y conflicto, estudios de resolución de conflictos, transiciones políticas y gobierno democrático, estudios de desarrollo, etc. Sudáfrica fue catapultada de nuevo al centro del
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escenario, esta vez por obtener lo que aparentemente parecía imposible (Bennett y Kennedy, ; Sparks, ; Spitz y Chaskalson, ; Hayner, ). Como estudio de caso, por ejemplo, el país ha sido catalogado por académicos asociados a los circuitos internacionales de teorización sobre la “justicia transicional”, como un ejemplo de transición “exitosa” y “pacífica” al “gobierno democrático” 7. En la página electrónica oficial del Instituto para la Justicia y Reconciliación, surgido de la unidad investigativa de la Comisión de la Verdad, por ejemplo, se lee la siguiente declaración programática: El proceso de reconciliación de Sudáfrica representa un ejemplo de justicia transicional y reconciliación8.
En otras palabras, la experiencia de Sudáfrica, colectiva e individualmente, ha sido una fuente para la producción de un conocimiento especializado acerca de las “sociedades profundamente divididas” que buscan la reconciliación. En este sentido, ha habido una gran cantidad de escritos sobre las “lecciones” que proceden de la experiencia colectiva del cambio político del país, los mecanismos concretos y las metodologías usadas durante el proceso de negociación, las formas en las cuales fueron manejadas, resueltas o dispersadas las tensiones de poder dentro del proceso, la naturaleza específica del acuerdo alcanzado, etc., o lo que a menudo se conoce como “la experiencia sudafricana” de transición (Spitz and Chaskalson, )9. Al cambiar la expresión “experiencia sudafricana” a una escala menor, de lo colectivo a lo individual, la pregunta que surge se relaciona con el problema de la experiencia (de la persona) como una “fuente de conocimiento”. Si se aprende de la experiencia colectiva la transición política de Sudáfrica, entonces ¿no se podría aprender algo de los individuos? Sin embargo, lo que me planteo críticamente es: ¿Cómo, a un nivel micro, el problema de la experiencia como fuente de conocimiento afecta a las organi7. La Red de Justicia Transicional incluye el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ictj), dirigido por el antiguo comisionado de la Comisión Sudafricana de la Verdad (trc), Alex Boraine); el Instituto para la Justicia y Reconciliación (dirigido por Charles Villa-Vicencio, antiguo director de la unidad investigativa de la trc); el Proyecto de Comisiones de la Verdad, el Centro para el Estudio de la Violencia y la Reconciliación, el Tribunal Criminal Internacional (Yugoslavia y Ruanda), el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, Globalitaria, y otros. Instituciones específicas, dentro de esta red, también publican revistas especializadas, boletines, informes, fragmentos periodísticos, ofrecen sus servicios como asesores académicos, desarrollan programas de intercambio estudiantil (como el Programa de Asociación para la Justicia Transicional de África/ Sureste Asiático), fomentan programas de educación (entrenamiento general dentro de la teoría y la práctica de la justicia transicional) y otras formas de diseminación de discursos, conceptos, teorías y tecnologías relacionadas con “el campo de la justicia transicional” (página electrónica ictj). 8. Ver la página electrónica www.ijr.otg.za/monitors 9. Como consultor de la Comisión de la Verdad Peruana en 2002, a nombre del Ministerio Danés de Asuntos Exteriores, tuve la oportunidad de discutir la centralidad de la “experiencia de Sudáfrica” como un punto nodal, un referente, como un lugar en el mapa global de las “sociedades en transición”, con el director ejecutivo y el personal de la oficina principal de la Comisión en Lima (Castillejo, 2003).
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zaciones de sobrevivientes en Sudáfrica? Para entender este problema, quisiera explorar el testimonio (una forma particular de reproducir la experiencia personal), con el fin de investigar las complejidades involucradas en la investigación sobre la violencia. Paralelo al desarrollo de esta idea, es preciso mantener como antecedentes del argumento la preponderancia y la centralidad de Sudáfrica, por razones académicas o políticas, como un “lugar”, como referente constante en el mapa global de las “sociedades en transición”. Precisamente en función de estos antecedentes, las críticas al trabajo académico adquieren una dimensión política que, en algunos casos, se equipara con la crisis de su legitimidad. La realización de una investigación etnográfica en este tipo de contexto, imbuida de esta crisis, es de verdad un reto.
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*** La palabra “apartheid” evoca encubrimiento, y por supuesto, silenciamiento. El apartheid fue, en esencia, un régimen de silenciamiento. Creó toda una variedad de mecanismos para asegurarlo: el asesinato literal y las desapariciones de cuerpos, el universo del confinamiento solitario, la prohibición de las reuniones públicas, la prohibición de palabras e imágenes (habladas y escritas, individual o colectivamente producidas), la vigilancia permanente de activistas que destruían sus diarios personales para no dejar “evidencia” que los incriminara, las operaciones secretas de inteligencia militar, la creación de desconfianza dentro de las redes de activistas y soldados y la destrucción masiva de los documentos en por parte del gobierno racista hacen parte de este aparato. El régimen del apartheid creó distorsión, manipuló los hechos y “borró” eventos (diseñando irónicamente una red de no-sitios y no-tiempos), difundió información errónea, fracturó la comunicación entre amantes y compañeros, y generó aislamiento, fragmentación y silencio. Los anales de la Comisión de la Verdad están repletos de testimonios y ejemplos dramáticos. El terror fue, ciertamente, la herramienta de silenciamiento más contundente. Durante el período posterior a ha habido diferentes intentos de romper con este silencio (Gready, )10. Han sido articulados de muchas formas, desde la más general hasta la más específica. Por ejemplo, instituir una Comisión de la Verdad, con el fin de “establecer un registro correcto” de la historia de Sudáfrica en las últimas décadas. En este contexto, como lo expresó el arzobispo Desmond Tutu, “el propósito primario [de las audiencias de las víctimas de la Comisión] era darle a la gente que había sido silenciada durante tanto 10. Durante décadas anteriores, otras formas de romper este silencio fueron realizadas a través de la producción de “escritos autobiográficos en prisión”. Por ejemplo, Breyten Breytenbach (1984); Michael Dingake (1987); Moses Dlamini (1984); Emma Mashinini (1989), Madikizela-Mandela (1985).
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tiempo la oportunidad de contar su historia en un escenario favorable” (trc Reporte Final, Vol. ). En este contexto, el rompimiento del ciclo del silencio ha tomado la forma, por ejemplo, de madres que exigen a los asesinos de sus hijos los huesos para sepultarlos, para sacarlos del silencio y el olvido al que fueron sometidos con su desaparición. La ruptura de este ciclo también ha tomado la forma de lugares para el recuerdo, como las piedras conmemorativas (Gugulethu Seven, Caballo de Troya), los monumentos (Hector Peterson, Tokoza, Katlehong, Tembisa, y los monumentos Vaal, entre otros), y los museos (Museo Apartheid), con el fin de inscribir el pasado en el presente, para que generaciones venideras puedan escucharlo y reconocerlo (Coombes, ; Kgalema, ). La fractura de ese silencio también se ha dado en el desarrollo de escenarios institucionalizados alrededor de los “grupos de ayuda a las víctimas”, en los cuales los sobrevivientes y algunas veces gente “de diferentes orígenes sociales”, a través de diversas metodologías, reinsertan sus experiencias dentro del proceso histórico como agentes sociales, “contando sus historias”, con el fin de “curar” para sí mismos las heridas de un pasado traumático. Tal es el caso del Institute for Healing Memories (Instituto para la Curación de las Memorias), de las enseñanzas peripatéticas del Direct Action Center for Peace and Memory (Centro de Acción Directa para la Paz y la Memoria), las intervenciones psicodinámicas del Khulumani Support Group (Grupo de Apoyo Khulumani) —“Khulumani” es una palabra zulu que significa “hablar en voz alta”—, todas ellas en Ciudad del Cabo, y el Wilderness Therapy Project (Proyecto de Terapia en el Bosque) del Centro de Recursos Katlehong en la provincia de Gauteng, entre otros (Kayser, ; Schell-Faucon, ; Neuman, ). En estos contextos, “hablar”, localizándose uno mismo como actor dentro del proceso histórico, es parte de la reintegración y del proceso curativo. La curación y la voz son conceptos fundamentales para entender la Sudáfrica de hoy, son horizontes de sentido en torno a los cuales gira el proceso de reconstrucción en muchas organizaciones de base11. El rompimiento de este silencio endémico también ha tomado otras formas más abstractas, como la presencia de una Constitución, que asegura el 11. Hay contextos en los cuales la ruptura del silencio se relaciona con los problemas de la memoria, la voz, y la curación. El debate alrededor del sitio Prestwich Street en Ciudad del Cabo, para mencionar sólo un caso, es un ejemplo interesante y elocuente. Este sitio, que es un cementerio de esclavos e indigentes sepultados antes de 1818, fue hallado durante la construcción de un edificio en junio de 2003. Un grupo de ciudadanos llamado “Hands Off Prestwich Street Committee” exigió que los “huesos de los muertos no fueran excavados”. Los huesos fueron “removidos” por los arqueólogos y van a ser enterrados en un parque conmemorativo en Sea Point. Aquí se puede hallar la prerrogativa del llamado “desarrollo” en oposición a la necesidad de la conmemoración. Ciertamente, en el sitio había más que sólo huesos, o “restos humanos”, en el lenguaje aséptico de los arqueólogos: ellos eran los ancestros de muchos sudafricanos. En un momento dado, durante el proceso de consulta entre la Agencia de Recursos de Patrimonio Sudafricano (Sahra) y el Comité, los huesos también
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derecho a hablar, de expresar una opinión, haciendo inevitable que los ciudadanos “tengan voz y voto” en su futuro, y que obliga al gobierno (teóricamente) a consultarles en asuntos pertinentes en sus vidas: la democracia y el derecho al voto son análogos a la adquisición de la voz. Uno de los lemas de la propaganda televisiva electoral de Thabo Mbeki durante la campaña presidencial que invitaba a su distrito electoral a votar por el Congreso Nacional Africano (el partido de Mandela) —diez años después de las primeras elecciones democráticas—, fue: “Deja que tu voz sea escuchada”. Finalmente, desde ha habido también un incremento dramático en la publicación de autobiografías políticas —un género consolidado en Sudáfrica— en las cuales los personajes centrales del proceso político sudafricano durante las últimas décadas “han narrado sus propias historias” acerca de su vida. Entre los autores de dichas biografías encontramos a Nelson Mandela (), Desmond Tutu () y F. W. de Klerk ()12. Hablar a través de estos testimonios, en donde se establece una relación entre la experiencia vivida y su articulación, es una manera de contrarrestar el olvido del apartheid y de la opresión. Se podría afirmar que el problema de la voz y la experiencia, durante la última década, ha tenido una gran centralidad, dada la gran cantidad de contextos donde se concibe como curación, como catarsis, como una purga del pasado. Sin embargo, la elaboración de la experiencia de la violencia a través del trabajo del escrito retrospectivo, al igual que el reconocimiento público del escritor al narrar su propia historia —al entrar en los circuitos de publicación—, están restringidos a una pequeña porción de sudafricanos. Es decir, mediante la narración escrita sólo unos pocos han tenido la posibilidad de hacer su contribución a la lucha de liberación (no sin complejidades y contradicciones, desde luego) más explícita para una audiencia más amplia. En muchos casos, ni siquiera aquellos que tuvieron un papel central durante los años de resistencia han logrado burlar el silencio endémico al que han sido reducidos13. Para muchos de ellos, el reconocimiento es, irónicamente, una abstracción que ronda evasivamente durante los discursos políticos el Día de los De-
fueron recuperados del silencio histórico. Con el permiso de Sahra, un médium habló con el ancestro sepultado allí: “Algunas de sus voces estaban pidiendo ser oídas (...) Muchos fueron enterrados sin dignidad (...) Esta gente no es infeliz por haber sido descubiertos, pues es una oportunidad para ser reconocidos. Tenía que haber honor y dignidad (...) Los espíritus están pidiendo a gritos que los dejen descansar, y cuando puedan contar su historia esto sucederá”. (Staff Reporter, 2003a, 2003b; McGreal, 2002). 12. Véanse también los textos autobiográficos de Sachs (2004), Slovo, (1997), Letlapa (2003), Kathrada (2004), Kasrils (1998), Jaffer (2003), Durbach (1999), De Kock (1998), y Schneider (2000), entre varios otros. 13. Ha habido una serie de razones para esta situación: una falta histórica de educación que se refleja en la falta de rutinas y hábitos de estudio, habilidad para escribir y de destrezas administrativas y organizacionales durante el proceso de escritura, que les permitiría a los sobrevivientes expresar sus opiniones del pasado en formas parti-
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rechos Humanos, cuando “camaradas” cercanos bailan a la manera de los años de lucha (toyi-toyi) y se congregan en torno a “canciones de libertad” y un puñado de recuerdos en medio de la pobreza de una localidad segregada14. Ante la imposibilidad de escribir, y ante la inevitable tangencialidad de su existencia, hablar sobre su experiencia es lo que, en algunos casos, es posible hacer a través de grupos de apoyo. En este sentido, en tanto espacios de comunicación, ellos se encuentran en un momento particular en el cual la centralidad internacional del proceso político del país ha convergido, primero, con una atmósfera que ha estimulado “el hablar” abiertamente sobre las experiencias traumáticas. Segundo, con la necesidad de reconocer las formas de agenciamiento histórico, que aunque casi invisibles, hicieron parte del proceso de liberación. Y, finalmente, con la importancia del “construir el conocimiento” sobre el problema del trauma a partir de las experiencias colectivas e individuales en el país. Durante los años posteriores a , y hasta hace relativamente poco, la consigna colectiva era, por lo menos para aquellos que habían sido objeto de represión, “hablar” para “liberar” el pasado y reconciliar al individuo con el presente. Con el tiempo, esta catarsis colectiva ha tenido dos consecuencias hasta cierto punto inesperadas: por una parte, se ha dado el desarrollo de una industria de la extracción, y por otro lado, un fenómeno que llamaré la ironía del reconocimiento, una expresión del profundo escepticismo acerca de los académicos en general y una marcada reticencia a hablar del pasado15. La industria de la extracción está asociada con un grupo de intermediarios cuyo trabajo principal es la recolección de testimonios de eventos traumáticos, con el fin de entender el fenómeno de la violencia y las consecuencias que ésta tiene sobre individuos y comunidades. Entre ellas, encontramos, en primer lugar, una amplia variedad de expertos en trauma, psicólogos de diferentes persuasiones teóricas (desde expertos en el “síndrome de estrés post-traumático” hasta los culares. El abandono del estudio formal por parte de muchos muchachos durante la década de los ochenta, bajo el lema “Liberación antes que educación” cumplió un papel importante en este proceso. En segundo lugar, en algunas instancias, yo también incluiría el escepticismo acerca de la palabra escrita como un reservorio de historia y como el canal adecuado para su transmisión. Por último, la razón más importante para esta situación es otra clase de vacío histórico: la dificultad por parte de los mismos sobrevivientes de verse a sí mismos como actores históricos. Algunas veces, a la luz de la gran narración histórica, sus esfuerzos son percibidos como pequeños y condenados a ser perpetuamente invisibles. 14. Para las 22.000 “víctimas oficiales de violaciones de derechos humanos”, este reconocimiento ha tomado la forma de reparaciones materiales y simbólicas, según lo propuesto al presidente en el Informe Final de la Comisión. Sin embargo, con una definición tan estrecha de “víctima”, “la Comisión creó una verdad disminuida que dejó a la vasta mayoría de las víctimas del apartheid fuera de su versión de la historia” (Mamdani, 2000: 61). 15. La mayor parte de la información que usaré para indicar con precisión estos problemas proviene de mi trabajo personal y profesional con Organizaciones No Gubernamentales (ong), activistas de paz y académicos en Ciudad del Cabo. Encontré, igualmente, una fuerte resonancia de estos aspectos en el contexto de Colombia, aunque con una intensidad diferente, a través de conversaciones informales. Una gran parte de mis ideas sobre los problemas de la ironía de la voz en Sudáfrica se la debo a Yazir Henri y Heidi Grunebaum.
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psicoanalistas), antropólogos, politólogos, sociólogos y trabajadores sociales. En segundo lugar, tenemos un puñado de diseminadores de las experiencias traumáticas, como los periodistas y otro tipo de comentaristas. El primer grupo está más preocupado por lo que denominan “la producción del saber”, según sus intereses teóricos, sobre las diferentes dimensiones del “trauma”. El segundo grupo está más interesado en realizar un archivo público de tal manera que el pasado no se repita. Estos intermediarios son responsables de reproducir y, en cierta medida, reciclar las experiencias personales del pasado traumático de un individuo para la sociedad en general, a través de diferentes productos como los ensayos académicos, los comentarios en los periódicos y documentales. El experto en “extracción” de testimonios de alguna manera llena el vacío dejado por la falta de reconocimiento que muchos excombatientes y sobrevivientes sienten. Al fin de cuentas, no todos escriben ni lograron encontrar un espacio empático para hablar de su pasado. Según Mandla, un antiguo combatiente del Congreso Nacional Africano que entrevisté en el , el acto original de hablar (con un psicólogo norteamericano en este caso), de “contarle mi historia”, teóricamente sería ese “momento de reconocimiento”, un reconocimiento que trascendería la intimidad de su existencia16. Sería como una extensión del espacio que hasta cierto punto la Comisión de la Verdad ejemplificó. Las expectativas de Mandla hacen referencia al hecho de que la gente que estuvo involucrada en la lucha contra el apartheid, incluso indirectamente, también aspiran a ser reconocidas por su compromiso y sacrificio personal. Especialmente hoy día, ya que ese “reconocimiento” se ha convertido en una herramienta no sólo de respeto social sino incluso de acceso a circuitos políticos. En la vida política y social de Sudáfrica las “credenciales” como combatiente determinan las posibilidades de la persona en el ámbito de la carrera política. A nivel puramente existencial, este reconocimiento es visto como una forma de pagar respeto y recordar la vida de los que hoy ya no están. El encuentro con el experto, en teoría, se tenía que convertir en ese acto de empatía social. Sin embargo, esta necesidad del “reconocimiento” es limitada, a la vez, por la necesidad existencial del silencio17. No sólo el silencio constituido por la idea del lenguaje como fracaso, como se ha mencionado, sino también por un registro diferente del silencio que es inducido por la intervención de los expertos mediante una serie de prácticas investigativas. Por ejemplo, pedirle a los sobrevivientes de torturas que relaten sus experiencias en el universo del 16. El nombre ha sido cambiado. Todas las referencias a Mandla y otros combatientes durante el curso de esta sección provienen de entrevistas grabadas que realicé en Ciudad del Cabo entre mayo de 2002 y diciembre de 2003. 17. “El silencio” también es mencionado por los sobrevivientes como el fracaso del lenguaje para “describir” o “transmitir” la intensidad del sufrimiento humano y las atrocidades del pasado en su “magnitud real”.
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confinamiento solitario, en aras de comprender los efectos que la violencia deja en el sujeto, sin que tal revelación sea parte fundamental de una estrategia a largo plazo para tratar no sólo el trauma, sino igualmente su reverbalización voluntaria, es un ejercicio que plantea muchos problemas. Muchos investigadores, en la realización de sus trabajos, no han sido sensibles a las implicaciones personales, en las vidas de las personas con las que trabajan, de las metodologías que usan. La falta de compromiso de largo plazo con las comunidades con las que los académicos trabajan es el ejemplo más prominente de las prácticas investigativas que perpetúan el silencio histórico y las formas particulares de violencia. En mi opinión, podría haber diferentes razones para esta falta de compromiso de largo plazo. La limitada financiación para efectuar investigaciones es una de ellas. Una permanencia más prolongada en Sudáfrica requiere que el candidato compita aún más por las subvenciones investigativas. Las estadías más prolongadas necesariamente implican, si se está trabajando entre comunidades de sobrevivientes, compromisos y retos adicionales. Por ejemplo, dada la obsesión de los periódicos de Sudáfrica con las estadísticas del crimen y la naturaleza metastásica de la violencia en las localidades segregadas, mucha presión es puesta en el investigador, quien, procedente de zonas confortables de su vida académica, no sólo tiene que “tratar”, aunque superficialmente, con las difíciles condiciones de vida de muchas personas en estas áreas, sino también superar una serie de temores imaginarios que surgen como consecuencia de la circulación de historias que conectan el terror, el crimen y la raza. No se puede subestimar el problema del crimen en Sudáfrica, particularmente teniendo en cuenta la enorme tasa de desempleo. Sin embargo, las conexiones que se asume hay entre el color de la piel y la criminalidad hace que éste sea un tema susceptible para la amplificación de los temores y prejuicios, y en este sentido, los académicos no están completamente protegidos. Otro reto proviene de su necesidad metodológica. Ciertas agendas de investigación no requieren períodos largos de trabajo de campo. La implementación de ciertos protocolos, como los cuestionarios, las entrevistas y las pruebas de escogencia múltiple (muchos de ellos realizados en la seguridad aséptica de las instituciones patrocinadoras), constituye la inmensa mayoría de estas intervenciones reportadas por los sobrevivientes. No es mi propósito juzgar ingenuamente las diferentes agendas de investigación sobre la base y las limitaciones de sus metodologías. Las metodologías en general pueden iluminar así como oscurecer. Sin embargo, es a través de ellas como se establece una relación particular entre los “investigadores” y los “sobrevivientes”. Los compromisos de corto plazo tienden a cristalizar esta dicotomía y a reinscribir ciertas dinámicas de poder dentro del proceso de investigación. Las metodologías, como ta-
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les, tienen una dimensión política que cambia de acuerdo con el contexto de su implementación. Los sobrevivientes hablan ampliamente sobre este problema de las intervenciones de los académicos. Por ejemplo, Michael Lapsley, un reconocido activista antiapartheid y director del Institute for Healing Memories, ante mi interés de trabajar en Sudáfrica responde escuetamente: “Visítenos, pero permanezca con nosotros más tiempo. Los académicos quieren quedarse sólo unas pocas semanas y con eso escribir sus libros.” Los compromisos de corto plazo parecen eludir asimismo, de manera problemática, el problema de la confianza. El encuentro, por lo general, no trasciende las paredes del espacio de la entrevista, y además de la explícita “cláusula del anonimato” que protege la identidad del entrevistado (de la irresponsabilidad del académico), “la construcción de la confianza” es, en los casos mencionados por los sobrevivientes, un eufemismo. La confianza se basa en el conocimiento y el reconocimiento mutuos. No es un procedimiento mecánico como con frecuencia se asume. La confianza es el producto de un encuentro sostenido, de la negociación de un espacio íntimo, intersubjetivo e incluso político. El encuentro para la entrevista, por otra parte, es autoritario y vertical en su estructura jerárquica y su dinámica interna: aunque el entrevistado esté narrando su “historia”, el encuentro es llevado a cabo en un ambiente controlado donde las jerarquías están bien establecidas —y muchas veces reforzadas por el intercambio de entrevistas por dinero— a través de procedimientos que vuelven a recrear ciertos patrones de dominación18. Para la producción de conocimiento, esta estandarización podría ser necesaria, si se desea hacer una generalización empírica. Sin embargo, esta estandarización tiene una naturaleza política que, como investigadores, hay que tener presente. Aunque en algunos contextos estas reflexiones parezcan una obviedad, en el contexto de Sudáfrica no son vistas necesariamente así. El problema no es tanto la aplicación de estas herramientas. Eso ciertamente depende del contexto y las necesidades teóricas particulares de cada investigación. El problema es que, una vez el proceso de la entrevista o la “fase de recolección de datos” concluye, los sobrevivientes pierden el control sobre el destino de sus palabras. La inmediatez del alivio “catártico” de lo expresado es borrada de la curación por la desaparición de su historia dentro de un espacio 18. En una ocasión estuve tratando de desarrollar la noción de “itinerarios de sentido” con el fin de “visualizar” las formas en que las historias personales interactúan con los procesos macro-históricos en el espacio social. La idea fue reconectar la experiencia personal de un individuo con los procesos macro-históricos. Para tal fin, estuve usando los talleres de memoria y las historias de vidas como técnicas de recolección de información. Durante la primera sesión grabada, tras clarificar la naturaleza conversacional de nuestro encuentro, mi interlocutor, Mr. Nyatsumba, se sentó en silencio, y luego dijo: “Usted hace las preguntas, yo las contesto. Esto fue lo que hicimos antes”, agregó, concluyendo: “Esto parece ser muy diferente de lo que yo experimenté anteriormente”.
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de propiedad ambigua. En la mayoría de los casos que encontré, muy pocos sobrevivientes tenían idea de lo que había sucedido con las palabras expresadas por ellos. Y, como Yazir Henri nos lo ha recordado tan elocuentemente con respecto a su propia aparición durante la trc, los testimonios —una vez concebidos como parte de la “esfera pública” y abiertos a la circulación— pueden ser “apropiados, interpretados, recontados y vendidos” (Henri, : ). De alguna manera, a través del encuentro con el intermediario, la experiencia de la violencia, lo que los sobrevivientes llaman “mi historia”, se disuelve dentro de los textos. La violencia del silenciamiento es reinstalada a través de estas prácticas investigativas. En efecto, los sobrevivientes cuyos testimonios han sido “recuperados” del “olvido” ven en este trabajo de corto plazo, casi mecánico y sustractivo, otra forma de apropiación, en la cual las experiencias personales se vuelven “artículos de consumo” cuya “propiedad” parece ser ambivalente. Cuando la dicotomía intelectual entre “los académicos” y “los activistas, los sobrevivientes y las víctimas” es trasplantada o inscrita en el encuentro investigativo, los investigadores e intermediarios, al aplicar las metodologías “no colaborativas”, desplazan el “sitio” de la voz de la persona que la emite al texto académico (creando un sentido diferente de autoridad), redefiniendo —incluso inconscientemente— la localización de la “propiedad” de la narración y la experiencia. Y éste es un problema complejo, puesto que hay extensos debates entre los habitantes de las localidades segregadas, los familiares de los activistas asesinados y las organizaciones políticas en cuanto al establecimiento de la propiedad exacta y el acceso a estas memorias. No todo el mundo tiene acceso a ellas. Esta es la razón por la cual académicos y estudiantes interesados en estudiar la violencia y la memoria en estas localidades han sido rechazados permanentemente por organizaciones de base. Por último, si el inglés es el idioma de intercambio, que en alguna forma aún es el idioma del “colonizador”, esto dificulta la habilidad (para los hablantes de xhosa o zulu) de expresar aspectos más sutiles y complejos de su experiencia. Este tipo de intercambio lingüístico, tal vez en forma inconsciente, vuelve a reinscribir la naturaleza jerárquica del encuentro, ya que los sobrevivientes, al final de una agotadora “reconstrucción” del pasado a través de la palabra, la experimentan como otra forma de extracción (de “información”, “datos” o “testimonios”). Una extracción que muchas veces es comparada con otras: la historia del continente durante los últimos siglos —y aun hoy día— es la historia de la extracción de cuerpos humanos, animales, recursos estratégicos y minerales (como caucho, petróleo, diamantes y coltan), a través del colonialismo, las guerras civiles y los genocidios en sitios como la República Democrática del Congo, Angola, Sierra Leona, Sudán, etc. África no es sólo la “cuna de la humanidad”,
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también es un depositario de “materias primas” (Lind y Sturman, ; White, ). En este sentido, los testimonios tampoco han escapado de este destino. El “testimonio” de la persona se transforma en una “historia”, la fuente de prestigio del académico en un circuito transnacional de recompensas. En un continente caracterizado por siglos de explotación rampante, colonial y postcolonial, y en el contexto de las actuales penurias financieras debidas a la opresión histórica, donde unas pocas monedas constituyen la diferencia entre la vida y la muerte, los “testimonios” son percibidos como otra forma sutil de la riqueza expropiada. A este respecto, el asunto aquí no sólo tiene que ver con el prestigio académico, la unidireccionalidad de la circulación de las ideas y el capital simbólico asociado al trabajo con sobrevivientes de la violencia “en medio de tanta hambruna”, como Mandla una vez lo afirmó, sino también con el hecho de que una vez el proceso investigativo ha “concluido”, no hay una reparación final, no hay mejoramiento de ninguna clase, ni material, ni existencial, ni emocional: los efectos positivos de una catarsis momentánea desaparecen cuando “regresamos a nuestros cambuches”: lo que queda es dislocación, fragmentación y desesperación profundas. Y esto se siente, irónicamente, como otra forma de olvido. Cuando llega el momento y la necesidad de recolectar los pedazos del individuo, muy probablemente el investigador ya se habrá ido. Este patrón crea una profunda ironía y una tragedia: la de querer hablar para sanar y al mismo tiempo evitarlo, la de querer ser reconocido manteniéndose en la invisibilidad. Cuando lo que he llamado el “circuito del silencio” es roto en el contexto de esta economía de la extracción, cuando la palabra aparentemente se convierte en un instrumento de reconocimiento y el académico su conducto, el testimonio es, al final de cuentas, “recolonizado”. En esta forma, el “reconocimiento” se convierte en una realidad vaga, una serie de dispositivos inventados por el experto para legitimarse, en la cual las voces de los sobrevivientes —a menudo fuera de contexto— llenan los “vacíos” dejados en sus textos. Los testimonios son usados en la medida en que ellos han adquirido el valor del cambio basado en su capacidad de circulación19. Si uno como académico no quiere reinstalar esta violencia, tiene que negociar este espacio de intercambio, hallar vías alternas para disolver —al menos idealmente— los patrones creados por otros que nos antecedieron. Y esto, ciertamente, no sólo precisa un compromiso más profundo y prolongado, sino una autorreflexión y, por supuesto, una sensibilidad diferente, en otras pala19. Paradójicamente, las recientes biografías políticas pueden simultáneamente ser una herramienta para el reconocimiento, así como un producto que circula con menor o mayor éxito a través de la industria editorial (de los editores a los consumidores) y otros sitios del mercado. La biografía de Mandela es un ejemplo interesante. Es un sensato y humilde testimonio de sacrificio. Pero el libro también es un best seller excepcional, cuyo original ha sido reimpreso treinta veces desde 1994.
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bras: una ética de colaboración. Esto nos llevaría a repensar de forma más general, pero con mayor precisión teórica, el problema de la producción de saberes y las condiciones de su circulación. Esto sin duda sería materia de otro ensayo ya que el espacio del presente no lo permite. COM E N TA R IO S F I NA L E S He visto a las madres de Gugulethu citadas por intermediarios más de una docena de veces en revistas académicas, libros, artículos de periódico y documentales, durante los últimos años, algunas veces para ilustrar una idea o un argumento, en otras para “permitirles” “hablar” en el texto del autor (Minow, : ; Krog, : ; Ross, : ; Villa-Vicencio, : ). Lo que uno podría en un momento dado ver como una estrategia polifónica de escritura y un best seller, y el libro de Anjie Krog sobre el proceso de la Comisión de la Verdad, Country of my Skull es el caso en cuestión, en otros contextos esta estrategia, y el producto final, el libro, podría ser percibida como un ejemplo de los usos y malos usos de los testimonios. Como es bien sabido, este texto está basado en transcripciones de testimonios presentados viva voz a la Comisión de la Verdad. Muchos sobrevivientes no relacionados con las madres de Gugulethu ni compran ni leen el libro aunque fuera obsequiado, por razones de solidaridad política. Tal y como ellos lo afirman, “no hay regalías pagadas a los dueños de esas historias”. Como lo he mencionado anteriormente, el problema y las objeciones que se pueden tener no son solamente de orden financiero, sino que también tienen que ver con los derechos de autor, por decirlo así, de dichos testimonios, incluso si ellos son parte de un “archivo público”. Tiene que ver también con el derecho y el acceso a ellos, y, finalmente, con el derecho a hablar. Henri () ha hablado extensamente sobre su propia aparición ante la Comisión de la Verdad y la representación equivocada que Krog hace de ese hecho en el libro citado. Cuando estos testimonios son recolectados en el curso de una investigación y las palabras desaparecen en el texto del experto, aparece otra forma de olvido, de sustracción, particularmente si el proceso ha sido mecánico y jerárquico. Si los académicos no reflexionan más seriamente sobre el tipo de silencios que sus intervenciones y productos configuran, se encontrarán reinscribiendo la violencia, en alguna forma distinta, de tal manera que se crearía una continuidad más que una ruptura con el pasado traumático. Hago referencia, como ejemplo, a la forma como el silencio ha sido una de las matrices interpretativas de la historia sudafricana y cómo ese silencio endémico ha sido consolidado. Mi colaboración, es decir, muy grosso modo, la visibilización de lo que podríamos llamar puntos ciegos culturales, tanto en Colombia como en
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ANTÍPODA Nº1 | JULIO-DICIEMBRE 2005
Sudáfrica y en otros lugares, me ha ayudado a comprender no solamente la necesidad de pensar en las dimensiones no sólo políticas y existenciales de ciertas agendas y prácticas de investigación en contextos específicos, sino también en la importancia de reconstituir el espacio epistémico en el cual los estudiosos de la violencia se localizan a sí mismos y refuerzan, quizás sin querer, las relaciones de poder que estructuran, producen, y que permiten la circulación y consumo de nociones específicas de “saber”. Este ensayo es un esfuerzo inicial en esta dirección reflexiva.
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L A VOC ACIÓN CRÍTIC A DE L A ANTROPOLOGÍA EN L ATINOA MÉRIC A | MYRIAM JIMENO
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Miradas
Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas: encuentros y desencuentros PRESENTACIÓN C arlos Alberto Uribe
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LA VOCACIÓN CRÍTICA DE LA ANTROPOLOGÍA EN LATINOAMÉRICA Miriam Jimeno
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MIMESIS Y PAIDEIA ANTROPOLÓGICA EN COLOMBIA C arlos Alberto Uribe
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METRÓPOLIS Y PURITANISMO EN AFROCOLOMBIA Jaime Arocha Rodríguez
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¿RECUPERANDO ANTROPOLOGÍAS ALTER-NATIVAS? Fr ançois Corre a LA HISTORIA, LOS ANTROPOLÓGOS Y LA AMAZONIA Roberto Pineda
109 121
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Presentación
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L
os cinco ensayos que a continuación se publican en esta nueva etapa de la revista del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes tienen ya una larga historia. Ella comenzó por allá en diciembre del cuando en un vuelo de Bogotá a Popayán, Myriam Jimeno y quien esto escribe discutíamos animados sobre la antropología colombiana. Entonces viajábamos a dar sendas conferencias en la sede del Banco de la República de esa ciudad, invitados por nuestros colegas caucanos. En medio del debate que siempre acompaña nuestras conversaciones antropológicas, Myriam y yo comenzamos a jugar con la idea de organizar un simposio para desarrollar dentro de los marcos del x Congreso de Antropología en Colombia, que por entonces organizaba el Departamento de Antropología y Sociología de la Universidad de Caldas (Manizales, al de septiembre de ). Pronto acordamos que queríamos un simposio donde pudiéramos airear los resultados de los quehaceres de la antropología colombiana a partir del decenio de . Queríamos, además, que quienes hicieran esta evaluación fueran antropólogos y antropólogas extranjeros que hubiesen hecho de Colombia el objeto de sus preocupaciones investigativas durante esos más de treinta años. Ellos y ellas nos mirarían y nosotros, los locales, les responderíamos, en un diálogo de pares y de compañeros de muchas lides. Nuestros ardores intelectuales de a bordo no caerían en el vacío. Y una vez regresamos a Bogotá comenzamos a organizar el simposio que titulamos “Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas: encuentros y desencuentros”. El texto de la convocatoria del evento, que se convirtió en uno de los simposios centrales del congreso, rezaba así:
PRESENTACIÓN | CARLOS ALBERTO URIBE
La antropología colombiana se inició como carrera profesional en el Instituto Etnológico Nacional creado en bajo el impulso del etnólogo francés Paul Rivet, quien huía de la guerra europea. Un primer puñado de jóvenes profesionales se interesó en estudiar las culturas indígenas, la arqueología, la lingüística y la antropología física. Esta primera generación fue central para la organización posterior de carreras de pregrado en antropología en varias universidades colombianas. También fundaron el primer ente institucional público para la investigación antropológica y para la preservación del patrimonio arqueológico, el Instituto Colombiano de Antropología () que absorbió el anterior Instituto Etnológico y el Servicio Nacional de Arqueología (antes adscrito al Ministerio de Agricultura). Desde ese primer contacto con Paul Rivet, antropólogos de distintas nacionalidades han realizado sus trabajos en Colombia. A lo largo de estos años se produjo la consolidación de la antropología como profesión. Desde fi nales de los años sesenta se crearon en el país cuatro carreras de pregrado en antropología a las que se le sumaron otras dos hace pocos años [a la fecha ya hay otras dos nuevas]. Durante el último lustro tres programas abrieron estudios de postgrado en antropología social y cultural y antropología forense y jurídica. Todos combinan con bastante libertad distintas influencias teóricas de la antropología mundial. En este orden de ideas, Colombia posee una sólida tradición antropológica situada en el contexto de las llamadas antropologías periféricas. ¿Cómo ha sido la relación entre esta antropología «nativa», que se fortalece y cambia con el tiempo, y los colegas extranjeros? ¿Qué ha significado Colombia como país en la antropología realizada por los colegas extranjeros? ¿Cómo ven los antropólogos colombianos esas antropologías realizadas por los antropólogos de afuera? ¿Recoge la tradición antropológica colombiana una voz de la subalternidad con eco en nuestros colegas internacionales o, por el contrario, el discurso de dicha tradición busca mimetizarse como discurso metropolitano? Estos son los temas de interés en este simposio.
Como se aprecia, la idea original era lograr un intercambio entre antropólogos nativos y extranjeros, todos vinculados por un mutuo interés en Colombia. Entonces comenzó el arduo camino de seleccionar a los participantes. De una larga lista de antropólogos y antropólogas internacionales y nacionales que hicieron trabajo de campo en el país desde el decenio de , a quienes cursamos las debidas invitaciones, la lista de quienes aceptaron quedó reducida a seis de cada categoría. Nuestros seis colegas internacionales debían enfrentar los temas de interés en sus ponencias y los seis colegas nacionales debían hacerles los comentarios correspondientes. Myriam y yo nos limitaríamos a moderar cada uno de los dos paneles en los que pensábamos articular las presentaciones. No obstante, a medida que se acercaban las fechas del congreso comenzamos a recibir comunicaciones de unos y otros excusándose de participar. Al final nos quedamos sin ningún antropólogo extranjero y con sólo cuatro comentaristas,
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ahora ponentes, nacionales. Y quien esto escribe pasó de moderador a ponente. Myriam, la única moderadora que quedó en el simposio, luego se animó a mandar su propio escrito para esta publicación. En las propias deliberaciones del simposio una silla vacía simbolizó a los antropólogos extranjeros. ¿O sería más bien éste el símbolo de un desencuentro? Largo ha sido el tránsito editorial de estas ponencias desde que finalizaron las deliberaciones del x Congreso de Antropología en Colombia. Al final, la nueva revista del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes abrió sus puertas para la publicación de los cinco artículos cuyos autores tuvieron la paciencia de escribir y re-escribir sus contribuciones originales y de esperar el imprimatur final. Hoy los sometemos al ojo escrutador de los lectores y lectoras de esta revista, con la esperanza de que las preguntas originales de la convocatoria hayan recibido por lo menos algunas respuestas interesantes. Acta est fabula. CARLOS ALBERTO URIBE B O G O TÁ , 27 D E J U N I O D E 2 0 0 5
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L A VO CAC IÓN C R ÍT ICA DE LA ANTROPOLOGÍA E N L AT I NOA M É R ICA Myriam Jimeno Profesora Asociada, Departamento de Antropología. Centro de Estudios Sociales CES Universidad Nacional de Colombia msjimenos@unal.edu.co
RESUMEN
La pregunta por la relación y el
contraste entre la manera de hacer antropología
una vocación crítica, pues busca dar cuenta de la presencia perturbadora de Otros.
en Colombia y la que hacen nuestros colegas The relationships and contrast
en los países desarrollados, dado un contexto
ABSTRACT
de interconexión global, nos motivó a Carlos
in the practice of Anthropology in Colombia
Alberto Uribe y a mí para la realización del
and the metropolitan countries within a
Simposio “Antropologías metropolitanas
context of globalization was the main issue of
y antropologías periféricas: Encuentros y
the symposium “Metropolitan and Peripheral
desencuentros”, dentro del x Congreso de
Anthropologies: Encounters and Nonencounters”
Antropología en Colombia celebrado en
(10 th Congress of Anthropology in Colombia,
Manizales del 22 al 26 de septiembre de 2003.
Manizales, September 22-26, 2003). I take this
He tomado esa oportunidad para presentar
opportunity to state my argument based upon
mi argumento sobre el tema, basado en la
the anthropologies of Mexico and Brazil of the
producción antropológica de mexicanos y
1960‘s. The argument is that there is a close
brasileños entre los sesenta y ochenta pasados.
relationship between the anthropological and
El argumento es que existe una estrecha
theorical practices and the commitment to the
relación en Latinoamérica entre la producción
anthropologists has meant that the theoretical
teórica del antropólogo y el compromiso con las
work has a critical bent that attempts to account
sociedades estudiadas. La vecindad sociopolítica
for the disturbing presence of the Other.
entre los sujetos de estudio y los antropólogos se ha traducido en una producción teórica con PALABRAS CLAVES :
KEYWORDS:
Antropología latinoamericana, vocación crítica, México, Colombia y Brasil.
Latin American Anthropology, Critical Anthropology, Mexico, Colombia, and Brazil.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 2 0 0 5 PÁ G I N A S 43 - 6 5 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 F ECH A DE R ECEPCIÓN : A BR I L DE 20 05 | F ECH A DE PUBLIC ACIÓN : JUNIO DE 20 05 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E F L E X I Ó N
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L A VO CAC IÓN C R ÍT ICA DE LA ANTROPOLOGÍA E N L AT I NOA M É R ICA
¿
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Myriam Jimeno A la memoria grata de Guillermo Bonfil Batalla y de Arturo Warman 1
Vale la pena discutir la relación y el contraste entre la manera de hacer antropología en Colombia y la que hacen nuestros colegas en los países desarrollados, dado un contexto de interconexión global? ¿Existe siquiera tal contraste y tienen existencia las comunidades nacionales de científicos, o son apenas localizaciones geográficas volubles, meramente incidentales en relación con la manera como conciben y realizan su trabajo? ¿Ha pasado el tiempo de considerar a lo nacional en relación con el quehacer disciplinario? Éstas y otras muchas preguntas nos motivaron a Carlos Alberto Uribe y a mí, para la realización del Simposio “Antropologías metropolitanas y antropologías periféricas: encuentros y desencuentros”, dentro del x Congreso de Antropología en Colombia. Partimos de preguntarnos por la relación entre quienes hacemos antropología en Colombia y los colegas extranjeros que han trabajado sobre Colombia. También queríamos saber qué había significado Colombia en su realización profesional y, a la inversa, la forma en que nosotros los vemos. Pese a estos propósitos generales, el Simposio fue tomando otro rumbo: cada uno de los colegas extranjeros tuvo impedimentos para asistir al congreso, de manera que lo que se pensó como un diálogo se circunscribió a la perspectiva de los ponentes colombianos. En su escrito, Carlos Alberto Uribe señala la necesidad de problematizar el uso de categorías tales como centro y periferia, pero, al mismo tiempo, es preciso tomar en cuenta las relaciones asimétricas y de poder que atraviesan el quehacer antropológico. Para él, la asimetría está presente en la manera misma como los antropólogos locales asumimos el papel de intérpretes de la produc1. Mientras escribía este artículo ocurrió la muerte en México de Arturo Warman, en octubre de 2003.
L A VOC ACIÓN CRÍTIC A DE L A ANTROPOLOGÍA EN L ATINOA MÉRIC A | MYRIAM JIMENO
ción intelectual de los países desarrollados. En la relación entre unos y otros estaríamos en el lugar de traductores de su producción. El sabor un tanto escéptico que deja la propuesta de Uribe se encuentra contrastado en François Correa, pues coloca su atención en la desigualdad de las condiciones de formación y trabajo entre nosotros y los colegas de los países desarrollados. En buena medida nosotros somos más un laboratorio de investigación con énfasis en el estudio de lo local y con la inmersión del antropólogo colombiano en la dinámica nacional. Correa señala las enormes dificultades que debe enfrentar un antropólogo colombiano para dar continuidad a su línea de trabajo y el peso que adquieren los agentes financiadores, entre ellos el propio Estado, para definir temas y condiciones de trabajo en ese contexto de limitación de opciones. En “Metrópolis y puritanismo en Afrocolombia”, Jaime Arocha se sirve del recuento de los programas de investigación sobre estos pueblos para mostrar dos perspectivas o enfoques contrastados: el de los científicos sociales extranjeros se orienta hacia lo que él llama euroindogénesis. Esto los lleva a asumir posiciones escépticas frente a hechos sociopolíticos que afectan a las poblaciones negras, como la Ley de , que legitima los derechos étnico-territoriales y políticos de los pueblos afrocolombianos. En contraste, para Arocha, la orientación prevalente entre los antropólogos colombianos los vincula y compromete con los logros políticos del reconocimiento de estos pueblos. Roberto Pineda Camacho también organiza su trabajo alrededor del contraste de perspectivas y lo hace sustentado en la etnología de las tierras bajas de Suramérica. A finales de la década del sesenta, nos dice, éste era uno de los campos de estudio menos conocidos de la América del Sur. Internacionalmente, se lanzaron diversos llamados para realizar una “etnología de urgencia”, cuyo objetivo era salvar para la ciencia el conocimiento de las culturas amerindias amenazadas de extinción cultural y biológica, generándose importantes investigaciones etnográficas que privilegiaron el estudio de lo tradicional y de lo exótico. Pero, por entonces, también, en América Latina se desarrolló un nuevo paradigma de estudio de los pueblos indígenas que privilegió el contacto y el compromiso político de los investigadores con los grupos estudiados, conformándose una nueva manera de analizar los datos, entre ellas, un énfasis en el contexto y en el entorno político. Uno u otro “paradigma” tuvo repercusiones importantes en la forma de concebir el trabajo de campo y en la manera de relacionar la antropología con la historia y las políticas de etnicidad. Tendré oportunidad de mostrar mis propios argumentos dentro de esta misma perspectiva. Queda pues iniciado un debate al cual quiero sumarme con los argumentos que tuve oportunidad de presentar ante el ix Congreso de Antropología en
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Colombia, realizado en Popayán en el año , y que continúan hasta ahora inéditos. Argumenté en esa ocasión, y lo creo válido hasta hoy, que la condición histórica de cociudadanía entre el antropólogo y sus sujetos de estudio en países como los latinoamericanos impulsa la creación de enfoques cuya peculiaridad es un abordaje crítico de la producción de conocimiento antropológico. Ello es así porque la construcción de conocimiento antropológico se realiza en condiciones donde el Otro es parte constitutiva y problemática del sí mismo, y ello implica un esfuerzo peculiar de conceptualización y modifica la relación del antropólogo con su propio quehacer. He argumentado también que esto es extensivo a la antropología realizada en Latinoamérica en general.
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La antropología en Latinoamérica, pensamiento y compromiso El argumento que busco desarrollar es el de que existe una estrecha relación en Latinoamérica entre la producción teórica del antropólogo y el compromiso con las sociedades estudiadas. Por ello, los sectores estudiados no son entendidos como mundos exóticos, aislados, lejanos o fríos, sino como copartícipes en la construcción de nación y democracia en estos países. Cada generación de antropólogos latinoamericanos problematiza a su manera la relación entre los antropólogos y el Otro, y se preocupa por las consecuencias sociales de los estudios realizados. Trataré de mirar este argumento en relación con la producción de antropólogos mexicanos y brasileños entre las décadas del sesenta y ochenta pasados, pues permite ilustrar bien la argumentación sobre la estrecha relación entre la producción teórica y el compromiso con las sociedades estudiadas. Ellos privilegiaron la relación entre las sociedades indígenas y los estados nacionales, pero creo que esa vena crítica prosigue, aunque ahora comprende nuevos temas, enfoques y sujetos de estudio. Veena Das () propone que el conocimiento antropológico se construye con base en mapas de alteridad informados por teorías del Otro, en vez de teorías del sí mismo. Considero que, justamente por ello, la vecindad sociopolítica entre los sujetos de estudio y los antropólogos en Latinoamérica se ha traducido en una producción teórica con acentos propios, dada la proximidad inquietante de Otros. Para examinar esta idea, miraré algunos de los conceptos acuñados por varias generaciones de antropólogos en México y Brasil, pues es posible observar el cuestionamiento de la relación entre los antropólogos y los estudiados y el interés por cuestionar las jerarquías sociales en las cuales 2. Agradezco a los colegas colombianos Álvaro Román y Jaime Arocha sus sugerencias y los materiales que me permitieron retomar el indigenismo de décadas pasadas y el aporte de los estudios de negritudes.
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se inscriben los sujetos de estudio. No me detendré, sin embargo, en ningún concepto en particular ni en la historia específica de la antropología en estos países, sino más bien en mostrar que conceptos tales como los de indigenismo, fricción interétnica o transculturación, responden a la preocupación por comprender los pueblos estudiados como parte del problema de construcción de nación y ciudadanía. Me restrinjo a la conceptualización sobre las sociedades indígenas por la importancia que tuvo en la consolidación de la disciplina en la región y porque cuenta con un cuerpo apreciable de producción, pese a que ya hoy día ese tema haya perdido la centralidad de antaño. Vivimos un momento en el cual algunas tendencias críticas en Latinoamérica, inspiradas por similares metropolitanas, proponen reconceptualizar categorías básicas de la antropología y pretenden fundar o iniciar el pensamiento crítico contra una pretendida llanura de autocomplacencias. Subyace allí la idea de que en los países periféricos o no se produce teoría en antropología o ésta es un trasplante de las tendencias teóricas creadas en los centros metropolitanos. Estas propuestas reproducen una muy tradicional postura frente a la generación de conocimiento en países de la periferia, pues ignoran la historia de su producción, y a sus propuestas las considera como irrelevantes. Según este enfoque, incluso la crítica nos llega de fuera y no hacemos más que adaptarla o extenderla. Así, no sólo ignoran la historia de la producción de conocimiento en Latinoamérica, sino que subvaloran el conocimiento como producción socialmente insertada. El pensamiento social latinoamericano ha sido repetidamente sacudido por polémicas intelectuales que son al mismo tiempo formas de entender al Estado, la nación y la democracia, y que se plasman en instituciones, legislación y oportunidades de vida para sectores de cada sociedad. Cada generación de antropólogos y cada comunidad nacional han dado un tinte propio a esa producción cuyos resultados son teóricos tanto como prácticos. Esta vocación crítica no se restringe a la antropología ni a las ciencias sociales y, en cierta forma, puede proponerse que se extiende desde las artes hacia éstas, dada una larga vecindad entre las artes y las ciencias sociales en América Latina. En la historia de las naciones latinoamericanas, las artes, en especial la literatura, han sido fuente privilegiada de imágenes nacionales y han tenido un compromiso particular con la realidad social, “una función testimonial de las aspiraciones colectivas”, dice Arturo Arias (: ). La antropología latinoamericana ha compartido y, en cierta medida, ha heredado esa lucha constitutiva y su disposición crítica. En forma similar a lo que ha ocurrido en la literatura latinoamericana, podemos decir que situarse universalmente pasa en la antropología latinoamericana por indagar propuestas discursivas con las cuales dibujar nuestra fisonomía particular.
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Para desarrollar la argumentación me sustentaré en la producción brasileña y mexicana, pero podría hacerlo con la peruana, la ecuatoriana o la colombiana. Esta última tiene ya una historia acumulada desde sus inicios en la década de ; presenta un cuerpo consolidado de producción cuyos rasgos centrales se articulan alrededor de un fuerte vínculo interactivo entre los estudiosos y la realidad estudiada, y una plasticidad que la ha llevado a incorporar una pluralidad de sujetos y metodologías de trabajo. La antropología en Colombia ha estado involucrada en múltiples debates con efectos sociales, como la modificación constitucional de y, en general, las políticas sobre minorías indígenas y negras y la protección del patrimonio cultural (Jimeno, : ). No me detendré ahora en ello, pues ya lo he hecho en otros textos.
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A n t ropol o gí a y nac io c e n t r i smo Retomando el argumento de Veena Das, ella muestra la reelaboración que el contacto con el Otro ha producido sobre categorías importantes para el conocimiento antropológico. Esto ha permitido criticar un holismo inflexible, como lo llama, que es superado en la actualidad por la experimentación en las representaciones etnográficas y por la reconceptualización de ciertas categorías usuales en la antropología, como las de “tradición”, “comunidad”, “luchas culturales” o “sectarismo religioso”. Das muestra que es precisamente la emergencia en la India de nuevas comunidades, en calidad de comunidades políticas, la que lleva a la discusión y creación de nuevas categorías antropológicas, dada la confrontación entre los sectores diversificados que componen esa abstracción llamada comunidad. La discusión sobre esas categorías tiene todo que ver con la naturaleza de la democracia política en la India. La lucha de los sikjs por la memoria colectiva y por la constitución de una memoria militante en torno al martirio, la vida heroica y al empleo de la violencia no es mero “sectarismo religioso”. Son formas de reclamar un espacio político en el conjunto de la sociedad. En breve, para Das, la antropología realizada en países como la India, al intentar comprender nuevos actores sociales que entran en juego en
3. En Jimeno (1999), se plantea que la antropología colombiana cuenta con unos dos millares de profesionales, cuyo tono ideológico está dado por su afán de ser útiles y conocer la propia sociedad nacional, con cierto desprecio por el “academicismo” y las “torres de marfil”. Ver también Myriam Jimeno, “La emergencia del investigador ciudadano: estilos de antropología y crisis de modelos en la antropología colombiana”, en Jairo Tocancipá (ed.), La formación del Estado nación y las disciplinas sociales en Colombia, Popayán, Universidad del Cauca, pp. 157-190, 2000; “La antropología en Colombia”, en Lourdes Arizpe y Carlos Serrano (comp.), Balance de la antropología en América Latina y el Caribe, México, Instituto de Investigaciones Antropológicas unam, pp. 381-394, 1993; “Consolidación del Estado y antropología en Colombia”, en Jaime Arocha y Nina S. de Friedemann (orgs.), Un siglo de investigación social, Bogotá, Etnos, pp. 200-230, 1984.
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los mismos escenarios sociales del antropólogo, al recuperar sus narrativas peculiares, replantea los discursos totalizadores, rehace categorías de análisis, recupera las variaciones de género, clase, historia, lugar, y no se contenta con ser objeto de pensamiento, sino que se reclama como instrumento de pensamiento (: -). Así, el discurso antropológico se replantea con los escenarios sociales donde tiene lugar el diálogo con Otros, y es con base en los mapas sobre el Otro como se crean nuevas categorías de análisis. La conformación de los estados nacionales latinoamericanos impregna el surgimiento y el desarrollo de las antropologías latinoamericanas y, en sentido amplio, es el gran telón frente al cual dialogan en la región los antropólogos y los Otros. Por ello es útil la noción del naciocentrismo de los conceptos sociales que propuso Norbert Elias (). Quisiera extender este concepto para destacar la polivalencia de sentidos e intereses que se ponen en juego cuando los antropólogos se preguntan por la relación que tienen sus trabajos con respuestas a las preguntas sobre qué nación, qué estado, quiénes, cómo y en qué condiciones participan. En América Latina las respuestas a estos interrogantes no son capítulo cerrado, sino que hasta el presente atraviesan la producción teórica y el conjunto del quehacer de sus intelectuales. Con la noción de naciocentrismo, Norbert Elias desea subrayar la relación entre los conceptos y las condiciones sociales en que se forjan y ejercen (Elias, ; y ver Neiburg, ). De manera específica, hace referencia a la orientación intelectual que está centrada en la nación. Elias demuestra cómo este naciocentrismo se encuentra presente en buena parte de la producción de las ciencias sociales, y lo ejemplifica con los conceptos de civilización y cultura, a los que el naciocentrismo origina y transforma a medida en que se transforman las sociedades y las capas sociales nacionales en las cuales se originaron (ver Elias, ). Los dos conceptos, cultura y civilización, pasaron de ser formas de autopercepción de capas en ascenso en el siglo xviii, a ser ideales de escala mayor, a estatizarse. El término civilización entró a designar la distinción entre el mundo occidental y las naciones con otras formas de organización sociopolítica. Dejó de referirse al destino de la burguesía francesa, para representar la conciencia de la superioridad del Estado-nación como un todo unificado. Se dio así un proceso de “nacionalización” y al mismo tiempo de “estatización” de los conceptos, con implicaciones sobre su significado. Otros conceptos que sugieren unidades sociales, como el de sociedad, adquirieron también ese contenido estatizante, pues describen ideas de equilibrio, unidad, homogeneidad, y se refieren a un mundo dividido en unidades bien delimitadas y pacificado (Elias, ; y ver Neiburg, ; Fletcher, ). 4. Para el desarrollo alemán de cultura y su relación con la antropología norteamericana, ver Bunzl (1996).
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Las anotaciones de Elias, como ya lo han resaltado numerosos autores (Fletcher, ), son fundamentalmente críticas sobre el naciocentrismo como corriente intelectual ligada al ascenso del Estado nacional europeo. Pero su propuesta puede explorarse para las condiciones históricas latinoamericanas, subrayando que no se da en estas sociedades nacionales —como tampoco en las europeas— una homogeneidad conceptual sobre la constitución de la nación, la nacionalidad y los estados nacionales. Por el contrario, en su nombre se disputan distintos sectores sociales y diversas aproximaciones intelectuales. En la constitución de los estados nacionales latinoamericanos esa polivalencia de propuestas está presente desde la ruptura colonial en el siglo xix y atraviesa la historia del pensamiento antropológico en la forma de conceptualizaciones contrapuestas. Los intelectuales latinoamericanos, los antropólogos entre ellos, han participado activamente en la creación de categorías y enfoques generales con los cuales comprender la presencia y la acción social de una variedad de actores sociales, indígenas, campesinos, comunidades negras, mujeres pobres, dentro de los estados nacionales. Los actores sociales emergentes no se restringen a reclamar existencia política, sino que al hacerlo buscan modificar las leyes nacionales, el contenido de la propia memoria histórica nacional, y hacen necesario replantear conceptos como los de comunidad, etnia o identidad, como lo subrayó Das (). También empujan a redefinir y ampliar el contenido de la democracia y de la diversidad cultural en el Estado nacional. Por ello, la presencia o la irrupción como sujetos políticos de Otros dentro del mismo espacio social del investigador colorea la práctica teórica y la práctica social del investigador. Propuse denominar a este investigador como el investigador ciudadano (Jimeno, ) para subrayar la estrecha relación que se establece en los países latinoamericanos entre el ejercicio del investigador y el ejercicio de la ciudadanía. Krotz () lo ha subrayado para lo que él denomina “antropologías del sur” el Otro, los Otros son, al tiempo que conciudadanos, sujetos de conocimiento. La cociudadanía impregna la práctica de la antropología latinoamericana y la aproxima con la práctica política, en una forma de naciocentrismo. Sus huellas son visibles tanto en ciertas figuras destacadas de la antropología latinoamericana como en el estilo cognitivo mismo, pese a las inflexiones y cambios generacionales (Ver Jimeno, y ). Mariza Peirano () destacó como rasgo de la antropología brasileña su volcamiento hacia el proyecto de construcción de nación que se puede observar en la producción de las distintas generaciones de antropólogos entre y . A través del examen de la obra de Florestan Fernandes, Darcy Ribeiro y Antonio Cândido, entre las primeras generaciones, y Roberto DaMatta y Otávio Velho, en las recientes, Peirano sigue las discusiones que construyeron el
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campo intelectual de la antropología brasileña. De manera explícita o implícita, la nación fue la unidad central de análisis para la mayoría de los autores considerados (Peirano, : -). Sin embargo, Peirano asume una falsa homogeneidad en la producción local y no percibe las implicaciones polémicas de los distintos proyectos de nación e integración nacional entre los propios antropólogos. Un solo ejemplo: en el campo del pensamiento sobre las sociedades indígenas dentro del conjunto nacional, es diferente denominarlas “regiones de refugio”, tal como lo propuso Aguirre Beltrán, que como “etnias”, a la manera de Guillermo Bonfil Batalla, para tomar a dos mexicanos. Así, la cercana presencia del Otro modela la práctica antropológica latinoamericana y la convierte, desde el inicio de su ejercicio, no en un campo pacífico donde se intercambian notas académicas en congresos y otros eventos académicos, sino en un terreno de debates metaacadémicos, pues cada caracterización tiene implicaciones sobre la vida social de las personas y sobre el significado práctico del ejercicio de ciudadanía. Sonia Álvarez, Arturo Escobar y Evelina Dagnino () resaltaron el impacto de los movimientos sociales latinoamericanos sobre cambios culturales y de política cultural. Esto les permite afirmar que al luchar por sus derechos a la diferencia en una variedad de esferas de la sociedad y al emplear el discurso de identidad, politizan la cultura e infunden la democracia de preocupaciones culturales (Álvarez et al; ). Este fenómeno, empero, lejos de ser novedad, es la constante en la antropología y, muy de seguro, en las otras ciencias sociales latinoamericanas. De ahí la afirmación de Alcida Ramos de que “en el Brasil, como en otros países de América Latina, hacer antropología es un acto político” (Ramos, -: ). Miremos las implicaciones de esta afirmación.
E st i l os de a n t ropol o gí a Alcida Ramos realizó el artículo “Ethnology Brazilian Style” () con la preocupación de la inserción política de la antropología y su impacto en la construcción conceptual en la antropología brasileña. Roberto Cardoso de Oliveira también la tiene presente cuando propone la noción de estilo para caracterizar la antropología latinoamericana (Cardoso de Oliveira, y ; y para una discusión, ver Jimeno, y ; Krotz, ). Por su parte, Esteban Krotz () critica el modelo difusionista de la antropología que se sustenta en imágenes de “extensión” o “adaptación” en el cual las antropologías del sur son permanentes aprendices de los “verdaderos” dueños de la antropología. Krotz recalca que para la versión difusionista la producción de conocimien5. Ver comentario de Eric Hershberg (1999), en American Anthropologist, Vol. 4 No 101, p. 869.
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to científico no sería un proceso de creación cultural, similar a otros procesos de creación cultural, que no pueden ser analizados como meros sistemas simbólicos separados de otros aspectos de una realidad social más incluyente. La experiencia y ruptura coloniales compartidas por los latinoamericanos no tendrían, en esa perspectiva, influencia en la producción intelectual, como si la producción de conocimiento fuera un proceso sin sujeto y sin referencia a quienes lo generan y lo difunden (Krotz, : ). De cierta forma, la postura difusionista se perpetúa en la actualidad cuando se ignoran las propuestas críticas precedentes que han hecho parte de la construcción de conocimiento en América Latina y que han implicado aportes a la ampliación de la democracia política culturalmente informada. Una selección pequeña de la antropología latinoamericana nos permitirá ahora detenernos en el vínculo entre la responsabilidad social del antropólogo y la producción de conocimiento (Ramos, ). Pese a que los distintos antropólogos le dan un contenido variado a esa responsabilidad social, todos ellos hacen evidente, como lo propone Bourdieu, que el intelectual no puede ser pensado sin la categoría de poder (Bourdieu, ). Si bien el antropólogo latinoamericano realiza su conocimiento a partir de una relación de exterioridad con otras culturas y lo hace a partir de su propia cultura científica de origen principalmente metropolitano, inevitablemente mantiene una relación de intimidad con ese “Otro”. El que ese Otro no sea transoceánico, plantea Roberto Cardoso de Oliveira (), conduce a la creación de un nuevo sujeto epistemológico que puede considerarse una característica peculiar de la antropología latinoamericana. Lo peculiar de ese sujeto cognoscitivo es que no es un extranjero miembro de una sociedad colonizada el que se constituye como sujeto de conocimiento. Por el contrario, el Otro forma parte de la nación en formación del propio antropólogo (Cardoso de Oliveira, ). Es por ello que la política está embutida en la reflexión de los antropólogos, pese a que no la realicen ni la expresen como práctica política. La realización de la profesión es al mismo tiempo la realización de la ciudadanía del investigador y de su compromiso, explícito o no, con la construcción de nación (Cardoso de Oliveira, ). La encarnación privilegiada de ese “Otro” fueron hasta hace un par de décadas las sociedades indígenas; los indios, dice Alcida Ramos, fueron en el Brasil “nuestros Otros (...) ingrediente importante de nuestro proceso de construcción nacional; representan uno de nuestros espejos ideológicos reflejando nuestras frustraciones, vanidades, ambiciones y fantasías de poder. Nosotros no los miramos como completamente exóticos, remotos o arcaicos como para hacerlos ‘objetos’ literalmente” (: , mi versión en español). El énfasis que hizo la antropología regional en las sociedades indígenas durante varias décadas desbordó su inspiración inicial de interés por la dife-
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rencia o por sociedades convertidas en objetos exóticos. Es posible seguir en cada país, de México hasta el sur, las peculiaridades nacionales de ese entretejido entre producción antropológica e indigenismo y entre éstos y los debates nacionales sobre el lugar del indio —y el campesino— en las distintas sociedades nacionales. Es claro que estos debates implicaban la comprensión sobre el lugar de la diversidad cultural dentro de la cuestión nacional. Muchos recogieron posturas radicales de las primeras décadas del siglo xx, como la de José Carlos Mariátegui. El problema del indio, el problema agrario y el nacional fueron para Mariátegui, como para otros pensadores latinoamericanos, uno solo. Esto es palpable en los debates abiertos por Mariátegui entre y , ligados, entre otros, a su propósito de fundar el partido socialista en Perú (Mariátegui y Sánchez ). Desde mediados de los años sesenta, poco después de despegar como disciplina en la mayoría de los países latinoamericanos, ya era un rasgo peculiar del pensamiento antropológico sobre las sociedades indígenas el dejar atrás el interés por realizar monografías de una etnia específica, en favor del interés por el entorno político, la sociedad nacional o la situación colonial. Por ejemplo, la producción de la etnología brasileña entre los sesenta y hasta los años ochenta dio énfasis al contacto entre las sociedades indígenas y las no indígenas, y a las implicaciones del contacto, como lo reseñó Julio Cezar Melatti (). En contraste, los etnólogos extranjeros que trabajaron sobre el Brasil en ese mismo lapso, se concentraron en aspectos de la organización social y la cultura (ver también Cardoso de Oliveira, ). Alcida Ramos () destaca que en los años sesenta el señalamiento de problemas teóricos fue el criterio de escogencia del terreno, bajo la influencia del proyecto conjunto entre David Maybury-Lewis de la Universidad de Harvard y Roberto Cardoso de Oliveira de Rio de Janeiro. Pero fue el énfasis de varios antropólogos brasileños —Roberto Da Matta, Julio Cezar Melatti, Manuela Carneiro da Cunha, Eduardo Viveiros de Castro, Abreu Filho— en la corporalidad, la persona y la substancia, el que abrió perspectivas sobre la etnología de los indios americanos que modificaron la visión sobre las estructuras indígenas como ‘fluidas’, propuesta por etnólogos como Kaplan y Riviére. Campos poco explorados como el arte, la persona, los nombres y el canibalismo fueron abordados por otros brasileños (Lux Vidal, Alcida Ramos, Viveiros de Castro). Uno de los primeros y principales problemas abordados por la etnología brasileña, continúa Ramos, fueron las situaciones de contacto en relaciones interétnicas entre blancos e indios. No florecieron en el Brasil las perspectivas de “culturas puras”, y más bien la atención etnográfica se dirigió al proceso de destrucción violenta de las culturas indígenas de la mano del expansionismo blanco, pese a que las teorías y métodos para captar ese proceso variarán con
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el tiempo y con la formación de cada antropólogo. Entender las estructuras de dominación, los mecanismos de supervivencia indígena, las transformaciones de esas sociedades, ha sido la preocupación principal de la etnología brasileña. Por ello no se vieron las sociedades indígenas como unidades cerradas, autosuficientes. El modelo de aculturación, por ejemplo, traído de Estados Unidos al Brasil por etnógrafos como Charles Wagley y Eduardo Galvão, fue el recurso teórico sobresaliente de los años cuarenta y cincuenta. Pero en las manos de Galvão, y sobre todo de Darcy Ribeiro, se transformó, se politizó. Roberto Cardoso de Oliveira, la otra figura de la antropología brasileña, influyó para hacer de la reflexión sobre relaciones interétnicas un campo de trabajo de varias generaciones de antropólogos (Ramos, ). La diferencia cultural, dice el propio Cardoso de Oliveira (), fue así recolocada. Darcy Ribeiro, nos dice A. Ramos, desarrolló una serie de ensayos sobre la naturaleza destructiva y opresiva del contacto con las sociedades indígenas en Brasil, los cuales tuvieron gran impacto en toda la antropología latinoamericana, especialmente entre los años setenta y ochenta. Su exilio político durante la dictadura militar en Brasil contribuyó a diseminarlos por el continente. Marxismo y neoevolucionismo se combinaron en sus propuestas sobre etnocidio de las poblaciones indígenas brasileñas, cuya magnitud de devastación lo llevó a una visión de la pronta destrucción completa de las sociedades indígenas. En efecto, en los años cincuenta se llegó al punto demográfico más bajo del siglo para la población indígena de aquel país, cien mil habitantes, pero en la actualidad han alcanzado entre y mil personas (Ramos, y ). El concepto que Darcy Ribeiro propuso para entender el proceso fue el de transfiguración étnica, y pese a las críticas que se le puedan formular a éste, no cabe duda de su capacidad para poner en evidencia el drama humano y social del llamado “contacto”. Roberto Cardoso de Oliveira, por su parte, cambió el énfasis en la aculturación por el de las relaciones sociales. Para Ramos, la influencia principal fue la de Georges Balandier con sus trabajos sobre situación colonial en África 6. Esta anotación es igualmente cierta para la antropología colombiana, especialmente desde la mitad de los años sesenta. Incluso este énfasis distanció a las primeras generaciones de antropólogos, pues mientras algunos pretendían el ideal de estudios monográficos de grupos indígenas, otros abogaron por estudiar y confrontar las políticas estatales asimilacionistas (ver Jimeno y Triana, 1985). Fueron de especial impacto las propuestas del historiador autodidacta Juan Friede plasmadas en sus libros El indio en lucha por la tierra (1973, [1944]) y La explotación indígena en Colombia, 1973. También, Siervos de Dios, amos de indios 1968 de Víctor Daniel Bonilla. 7. Os Indios, e a civilizacão: a integracão das populações indigenas no Brasil moderno, 1970; en español, Fronteras indígenas de la civilización; Uirá sai ao encontro de Maíra, 1957. 8. Balandier fue uno de los gestores de la ruptura de la etnología francesa con el modelo de M. Griaule, tanto para tomar en cuenta la situación histórica de los pueblos estudiados como para romper con la monografía de un pueblo, para pasar a los grupos nacionales. Presentó el concepto de “situación colonial” en varios textos
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y con sus postulados sobre “totalidad sincrética”. Cardoso de Oliveira tomó como su objeto de investigación la “situación interétnica” en la cual indios y blancos conviven en interacciones asimétricas e interdependientes, específicas al contexto del contacto (Ramos, ). La fricción interétnica, concepto que proponía, ha sido tema de estudio de discípulos como Roque Laraia, Roberto DaMatta y Julio Cezar Melatti, entre muchos otros. Entre las nuevas generaciones, João Pacheco de Oliveira emplea el concepto de situación colonial para explorar la presencia colonial que instaura una nueva relación de la sociedad con el territorio (). El enfoque de Cardoso de Oliveira llevó también a un énfasis en estudios sobre poblaciones regionales en contacto con grupos indígenas: como ejemplo, los estudios de Lygia Sigaud y Otávio Velho en los años setenta sobre el nordeste rural y la Amazonia, respectivamente. Luego, el interés de Cardoso se desplazó hacia identidad y etnicidad (Identidade, etnia e estrutura social, ), inspirado en una variedad de autores, desde Lévi-Strauss hasta Poulantzas. En resumen, el contacto interétnico, dice Ramos, se convirtió en un sello distintivo de la etnología brasileña. No lo mencionó Ramos, pero entre las propuestas de Cardoso y algunos antropólogos latinoamericanos, especialmente mexicanos, se produjo un intenso intercambio entre los años setenta y ochenta, acicateado por las condiciones de las dictaduras militares en Brasil y otros países del Cono Sur. Ese intercambio dio frutos tales como la declaración de Barbados, Por la liberación indígena. Un grupo de antropólogos reunido en la isla de Barbados produjo en enero de una declaración candente en su tiempo. La declaración fue elaborada por Guillermo Bonfil Batalla (México), Arturo Warman (México), Stefano Varese (Perú), Roberto Cardoso de Oliveira (Brasil), Nelly Arvelo (Venezuela), Víctor Daniel Bonilla (Colombia), entre otros. Fue un manifiesto radical de denuncia contra la situación de opresión de las poblaciones indígenas de Latinoamérica. De manera rápida, la declaración pasó a inspirar a los propios movimientos indígenas continentales y a grupos de antropólogos e intelectuales que los apoyaban. Algunos años después, en , la novedad en una segunda reunión en Barbados fue la protagónica presencia de organizaciones indígenas de distintos países, que propusieron analizar tanto las formas de dominación de los indígenas como estrategias para enfrentarlas (Bonfil Batalla, ). Entre los colombianos se hicieron notorios los delegados del Consejo
entre 1950 y 1955. En especial, ver “La situation colonial: approache théorique”, en Cahiers Internationaux de Sociologie, xii, 1952. 9. Ver especialmente O Indio e o Mundo dos Brancos: a Situação dos Tukuna do Alto Solimoes, 1964. 10. Fue editado en español por el ciesas de México, en 1992, con el título Etnicidad y estructura social. 11. El periódico Micronoticias de la Sociedad Antropológica Colombiana lo editó en su número 3.
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Regional Indígena del Cauca, cric, constituido desde como germen de un vasto movimiento de organización indígena. Los mexicanos, no sobra tal vez recordarlo, tenían por ese entonces una ya larga historia de debates sobre los indios en la nación mexicana. Desde mediados de los años sesenta, el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán incentivó discusiones sobre el indio en la nación mexicana. En propuso el concepto de regiones de refugio. Este concepto, proponía Aguirre Beltrán, permitía dar cuenta del arrinconamiento de las sociedades indígenas latinoamericanas y su expoliación por blancos locales que aprovechaban su poder para explotar la población indígena de varias formas. Lo denominó proceso dominical. “El juego de fuerzas que hace posible la dominación y los mecanismos que se ponen en obra para sustentarla, es lo que llamamos proceso dominical” (Aguirre, : ). Aguirre Beltrán creía que la antropología podría servir de herramienta para encontrar un mejor lugar de las sociedades indias dentro de las naciones latinoamericanas. Contra la postura de Aguirre Beltrán se rebelaron, en el inicio de los setenta, jóvenes antropólogos mexicanos, marxistas, en su mayoría. Entre ellos se destacaron Arturo Warman, Guillermo Bonfil Batalla y Ángel Palerm. Decía Warman, en un artículo que tituló “Todos santos y todos difuntos” ( []) que la antropología “no es una criatura arbitraria de la civilización occidental. Todo lo contrario: es una respuesta a necesidades concretas y precisas de civilización. El conocimiento de otros pueblos nunca ha sido un lujo sino una necesidad” (: ). Sus “conocimientos primarios [los de la antropología], —sistema, conocimiento objetivo y cultura— no tienen contenido universal aunque así lo pretendan. (...) Son conceptos creados por una cultura y sometidos a los propósitos de ésta” (: ). Dejaba sentado, eso, sí, que la relación entre antropología y expansión occidental no implicaba que todo quehacer antropológico “sirva mecánicamente al imperialismo”, sino que toda su actividad se da en un “marco de servicio al que pueda afiliarse o, por el contrario, combatir” (: ). Los contenidos críticos de esa “nueva antropología” circularon rápidamente por toda América Latina de habla hispana y, por supuesto, en los departamentos de antropología colombianos de las universidades Nacional, de Antioquia y del Cauca, pese a que su reproducción se hacía en el muy primitivo método de mimeógrafos. No fue entonces para nada accidental que Guillermo Bonfil Batalla fuera el invitado de honor del Primer Congreso Colombiano de Antropología organizado en por la Universidad del Cauca. En el citado texto de Warman —fue Secretario de Reforma Agraria de los dos pasados gobiernos del pri— él decía que la disidencia era un sello constitutivo de la antropología mexicana. Incluso, resaltaba que desde cuando la an-
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tropología era realizada por los pioneros, como el cura Bartolomé de las Casas, predicaba el derecho de “los naturales a combatir a sus dominadores” (: ). Warman ironizaba que los rebeldes de entonces se financiaban con el presupuesto de la Corona de España. Destacó tres corrientes en la constitución del pensamiento antropológico mexicano: la preterista, que apunta al glorioso pasado prehispánico a través de la arqueología; la exotista, que ve en el indio lo único, lo sorprendente, lo irrepetible; y, finalmente, el indigenismo que se enfoca en el indio contemporáneo y que es transformado con la Revolución Mexicana. Warman resaltó a Manuel Gamio, el primer antropólogo mexicano graduado —en Estados Unidos—, quien lanzó los conceptos básicos de influencia en la antropología por lo menos hasta los años cincuenta, y quien fuera decisivo en la inserción institucional de la antropología en México. “Todos ellos [Gamio y sus discípulos] —dice Warman— giraban alrededor de la unidad para la nación. Su propósito era nada menos que forjar una patria unitaria y homogénea. Para ello [Gamio] planteó como indispensables la fusión de razas y culturas, la imposición de una sola lengua nacional y el equilibrio económico entre todos los sectores” (: ). El concepto de integración nacional había sido el eje del indigenismo de Gamio, que se replicó por toda América Latina impulsado por eventos como el Congreso de Páztcuaro de . Por ejemplo, en Colombia tuvo consecuencias en la formulación de la política hacia las sociedades indígenas a comienzos de los años sesenta (Jimeno y Triana, ). Aguirre Beltrán siguió básicamente la misma orientación de Gamio, como funcionario de distintas entidades de política indigenista en sus enfoques de estudio. “Mi enfoque —dijo Aguirre en una de sus últimas publicaciones en las cuales realizó un balance del indigenismo mexicano— es “integrativo y aculturativo” (Aguirre Beltrán, : ). Él mismo reconoció en este enfoque la influencia de Melville Herskovitz, especialmente sus conceptos de aculturación y sincretismo, pero en cambio no aceptó la que le fue asignada de Julian Steward. Su preocupación central fue “afirmar que México es un país en formación que está en vías de integrar en la cultura y en la sociedad nacionales a grupos étnicos12 —indios y ladinos— rezagados en la corriente maestra de la evolución social” (: ; ver también Aguirre Beltrán, ). Su desarrollo posterior del concepto de regiones de refugio (Aguirre Beltrán, ) va a reforzar su rechazo a propuestas como la de Robert Redfield, pues él juzga que Redfield y su concepto de comunidad folk
12. Aguirre Beltrán fue uno de los pioneros de los estudios sobre comunidades negras en Latinoamérica, vistas como grupos étnicos dentro de la nación. 13. “La sociedad folk”, Revista Mexicana de Sociología (1942); Tepoztlán (1948); La sociedad primitiva y sus transformaciones (1963).
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contempla a las comunidades “como entidades aisladas, autónomas, autocontenidas” (: ). Son éstas sus palabras, no las de algún texto “crítico” actual. Por la misma razón, Aguirre rechazó también con vehemencia lo que él llamó “antropología crítica”, es decir, aquella propuesta por Bonfil y Warman en los años setenta. Acepta que esos nuevos enfoques evidencian una crisis en el indigenismo mexicano, pero encuentra aislacionistas, “utopías laicas”, las propuestas de Bonfil sobre pluralismo cultural y sobre la realización cultural india sin integración a la sociedad nacional (Aguirre, ). Uno de los rasgos de la práctica antropológica especialmente acentuado en México y en otros países como Colombia y Perú (a diferencia de la brasileña, siempre más enraizada en la vida universitaria), que ejemplifica bien Aguirre, es el tránsito de los antropólogos entre proyectos institucionales aplicados, reflexiones académicas y vida universitaria. En aquellos países, las relaciones entre antropología aplicada y antropología han sido bien fluidas, incluso hasta el presente, pese al fortalecimiento de una capa académica dedicada a la investigación básica y distanciada de la antropología aplicada. El gozne de este tránsito es que cada postura teórica a favor de la integración o, por el contrario, de la reafirmación étnica ha tenido implicaciones legales e institucionales. Ha repercutido sobre la docencia y sobre la vida misma de las instituciones académicas; no sólo los estudiantes han formado parte activa de las polémicas, sino que en México, en los años de controversias más candentes, éstas llevaron en más de una ocasión a escindir algunas instituciones y a la creación de otras nuevas como la Escuela Nacional de Antropología e Historia enah y el actual ciesas (cisina, originalmente). Guillermo Bonfil Batalla pregonó en su texto “Del indigenismo de la revolución a la antropología crítica” el fin del integracionismo y propuso una nueva búsqueda conceptual y de acción práctica sobre el lugar de los pueblos indios y campesinos en las sociedades nacionales latinoamericanas. En México profundo. Una civilización negada, Bonfil propuso la génesis del problema mexicano en “la instauración de un régimen colonial a partir del siglo xvi”. Ese régimen instauró “la subordinación de un conjunto de pueblos de cultura 14. Para el caso colombiano, he propuesto que el acento en la aplicación de los estudios antropológicos como una forma de compromiso con la sociedad, y en especial con los sectores más débiles, ha sido a la vez fuente de creatividad metodológica y de apoyo interdisciplinario, como de debilidades en la acumulación y profundización de conocimientos (Jimeno, 1999: 70). 15. A este respecto, en Colombia es bien relevante la compilación de Jaime Arocha y Nina S. de Friedemann (orgs.), Un siglo de investigación social, Bogotá, Ed. Etnos, 1984. 16. Fue publicado en 1970 en conjunto con el artículo ya mencionado atrás de Arturo Warman, con el título De eso que llaman antropología mexicana. 17. La primera de numerosas ediciones fue en 1987; ver también Utopía y revolución (1981), que contiene una recopilación de documentos-proclama de las diversas organizaciones indias de América Latina.
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mesoamericana bajo el dominio de un grupo invasor”, creando, así, una “situación colonial” (: ). El concepto de situación colonial, así como variantes sobre el mismo, fue empleado por numerosos autores críticos de las ciencias sociales latinoamericanas entre los años sesenta y ochenta. Pablo González Casanova, por ejemplo, lo reformuló como colonialismo interno. Bonfil admite en México profundo que en el México prehispánico existieron situaciones de dominación, especialmente la mexica, pero resalta que a diferencia de la dominación moderna los dominadores compartían una misma cultura con los dominados y, por tanto, los efectos del dominio eran de otro orden. Bonfi l empleó también el concepto de grupo étnico y subrayó que la pertenencia a una colectividad no se define por sus “rasgos culturales externos que lo hacen diferente ante los ojos de los extraños” sino por su sentimiento de pertenencia a una “herencia cultural propia que ha sido forjada y transformada históricamente, por generaciones sucesivas” (: ). Por su parte, Ángel Palerm, considerado por muchos como el padre de esa ruptura crítica en la antropología mexicana, resalta que en México el florecimiento de los estudios de comunidad en los años treinta estuvo ligado a los movimientos campesinos que dieron lugar a la Revolución Mexicana, como también que desde entonces “el problema indígena de México empezó a ser tratado por los antropólogos como parte de la cuestión campesina y no en forma meramente etnográfica” (: ). La crítica a los enfoques sobre los estudios de comunidad, en especial al trabajo de Robert Redfield, trajo como consecuencia que “la comunidad debió ser colocada firmemente en el contexto de la sociedad mayor, y no considerada como una entidad aislada. Los procesos históricos tuvieron que ser analizados en sus aspectos reales y concretos, y no vistos como relaciones abstractas entre los tipos ideales folk y urbano” (:). Desde su perspectiva de marxista abogó decididamente entre sus alumnos por “un enfoque histórico” para los estudios campesinos y de comunidad en general (). En fin, el joven Warman afirmaba que pese a que la antropología mexicana “se ha desarrollado en el seno de instituciones (...) [y que] los antropólogos más que rebelarse se han incorporado con entusiasmo al sistema burocrático”, también han ejercido la crítica y al hacerlo han aportado teóricamente (: ). Incluso, los antropólogos como funcionarios estatales, los mexicanos, tal como sus similares en otros países latinoamericanos, se vieron forzados por su propio contexto a alejarse del Otro como exótico y lejano. Recientemente, González Casanova, todavía activo, en una conferencia crítica del pensamiento neoliberal proponía que “la formación de conceptos ha logrado una notabilísima eficacia para la gobernabilidad de los pueblos; se construyen realidades con
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conceptos y los conceptos con realidades”, dijo. Es por eso que con ellos algunos intelectuales pretenden ayudar a alcanzar objetivos de justicia, libertad y democracia (: ). Así, esos ideales políticos impregnan una larga vertiente crítica en el pensamiento latinoamericano. Esto se aprecia también en los estudios sobre comunidades negras, en especial los realizados por Fernando Ortiz en Cuba. Su preocupación por entender la dinámica de las poblaciones negras en América lo llevó a discutir con los literatos Alejo Carpentier y Nicolás Guillén sobre la mejor manera de caracterizar la identidad negra y, finalmente, a proponer los conceptos de africanía y transculturación18. Años más tarde, André Serbin (), estudioso de las culturas afrocaribeñas, señaló que los conceptos antropológicos de aculturación y contacto cultural ignoraban las relaciones de dominación establecidas por los europeos sobre las sociedades nativas, y se apoyó en el concepto de colonialismo de Georges Balandier para entenderlas. No es posible abarcar aquí la gama de propuestas críticas de otros autores como Ricardo Pozas y las más recientes de Rodolfo Stavenhagen y Roger Bartra, todas ellas atravesadas por la influencia marxista. Tampoco la variedad de tópicos sobre los que reflexiona hoy la antropología en Latinoamérica, ni la vasta producción contemporánea de los brasileños o la de peruanos, ecuatorianos o venezolanos. No importa destacar la justeza o no de las apreciaciones de los antropólogos aquí referidos, ni se trata de exaltar las cualidades o las debilidades de sus propuestas conceptuales. Importa, sí, resaltar su decidido intento creativo, realizado en polémica con otras tendencias, a veces hegemónicas, tanto de la antropología de sus países como de la que se produce en los países metropolitanos y cuyo impulso creador ha sido la necesidad de dar cuenta de la proximidad del Otro. Las propuestas de los antropólogos aquí reseñados pueden entenderse como inscritas dentro de un pensamiento social más vasto dentro del cual se mueven corrientes distintas. Una de las más influyentes en la segunda mitad del siglo xx fueron las teorías de la “dependencia”. Su ángulo común fue la crítica a las categorías y las políticas estadounidenses para los países “subdesarrollados” y las teorías que les habían dado sustento (ver, en especial, Rist, ; Escobar, ). Como lo disecciona el texto de Gilbert Rist, donde éste le sigue las huellas al forjamiento de la idea de desarrollo en Occidente y rastrea su metamorfosis en el mito occidental y en políticas de superpotencia para el sistema mundial, el punto de inflexión fue el llamado “punto cuatro”. Éste fue incluido por primera vez por el presidente Harry Truman en un discurso de enero de , en el cual anunciaba el Plan Marshall para la reconstrucción 18. Fernando Ortiz, El contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales.
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europea (Rist, ). El punto cuatro formuló la ampliación de la asistencia técnica estadounidense, ya dada para América Latina, al mundo entero, “para el mejoramiento y crecimiento de las áreas subdesarrolladas” (citado en Rist, : ). Instauró así una nueva categoría, la de “subdesarrollo”, como enunciado sobre la pobreza e inauguró la “era del desarrollo”. Contra esa categorización se rebelaron intelectuales latinoamericanos, economistas y sociólogos principalmente. Propusieron diversas alternativas para pensar la condición de los países de América Latina y África. André Gunder Frank (Chile), O. Faletto y Fernando Enrique Cardoso (Brasil), Oswaldo Sunkel (Argentina), Aníbal Quijano (Perú), Theotonio dos Santos (Brasil), Helio Jaguaribe (Brasil), Orlando Fals Borda (Colombia) y Antonio García (Colombia) son algunos de los más conocidos. Los antropólogos participaron con su perspectiva propia centrando su interés en el lugar de las sociedades indígenas en el mundo “en desarrollo”. En la actualidad, el indigenismo ya no es la fuente privilegiada de la cual bebe la antropología latinoamericana. Migrantes, pobladores urbanos, jóvenes, mujeres, son temas ahora de estudio y preocupación social. El papel preponderante de las sociedades indígenas en la historia de la construcción conceptual latinoamericana, sin embargo, nos remite al argumento central de este texto: el pensamiento sobre las sociedades indígenas fue central para la antropología latinoamericana porque el indigenismo, entendido de manera amplia, como lo propone Alcida Ramos, es en verdad un “campo político de relaciones” entre los indios y los estados nacionales latinoamericanos (: , mi traducción). Como tal, es fecundo para el pensamiento y para interrogarse sobre las implicaciones de los productos del pensamiento. El indigenismo fue entonces el “constructo cultural” que elaboró la antropología latinoamericana para hablar sobre “otredad y mismidad en el contexto de la etnicidad y la nacionalidad” (Ramos, ). Para ello desarrollaron tempranamente conceptos críticos como transculturación, fricción interétnica, colonialismo interno, en contraste con los de aculturación, equilibrio social y consenso.
C onsi der acion es f i na l es La antropología, tanto como la creación literaria y artística, muy cercanas entre sí, han sido en América Latina naciocéntricas en su producción conceptual. Pero, a diferencia de lo que Elias señalaba para Europa, nuestra condición histórica como naciones en construcción a partir de una común experiencia y ruptura coloniales hace que nuestra producción cultural esté atravesada por propuestas polémicas sobre el Estado y la Nación que se quieren construir. Por ello tenemos una larga historia de teoría crítica que se expresa en la diversidad
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de lenguajes individuales y generacionales, y cuyos conceptos pretenden capturar no la lejanía, sino la proximidad sociopolítica del Otro. La antropología latinoamericana ha dejado atrás el indigenismo y enfrenta coyunturas nuevas. No obstante, continúa en la búsqueda de espejos de otredad y mismidad de cara a la construcción de nación pues permanecen proyectos encontrados sobre lo que significa la construcción de nación, democracia y ciudadanía. El modelo de Estado nacional de democracia liberal no se ha convertido nunca en un modelo incontestado para sectores importantes de la intelectualidad y la población latinoamericanas. Ahora nos decimos híbridos y globalizados, pero seguimos precisando abrir grietas en los acuerdos hegemónicos. Por ello seguimos buscando, como lo decía hace más de treinta años Alejo Carpentier, cómo dibujar nuestra fisonomía particular dentro de las corrientes universales, lejos de tipismos y naturalismos (Carpentier, ) y también de vanguardismos. Lejos de la repetición acrítica de modelos que reducen nuestro quehacer a una réplica, y esto significa dar cuenta del cruce de culturas y sociedades en el cual estamos instalados. De manera irremediable, aún requerimos buscar la mejor manera de nombrarlo todo.
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M I M E S I S Y PA I D E I A ANTROPOLÓGICA EN COLOMBIA Carlos Alberto Uribe Profesor asociado Departamento de Antropología, Universidad de los Andes, Colombia Profesor asociado Departamento de Psiquiatría, Universidad Nacional de Colombia curibe@uniandes.edu.co
RESUMEN
En este ensayo se discute el
ABSTRACT
This essay discusses the
desarrollo de tradiciones de pensamiento
development of Colombian Anthropology from
antropológico en Colombia desde la óptica
the perspective of university academic training.
de la didáctica de la disciplina en el ámbito
The key concepts used here are mimesis,
universitario. Los conceptos que sirven de base
paradigm, and research programs. While
para la argumentación son los de mimesis,
asking for the presence of great masters in the
paradigma y programas de investigación.
development of Colombian anthropological
Al preguntarse por la figura del maestro (o
thinking, and the relative absence of names
maestra) en la academia antropológica nacional
who deserve this classification, the essay
y la ausencia relativa de nombres que merezcan
explores the relationships between the
este reconocimiento, se exploran las relaciones
local anthropological community and the
entre la comunidad antropológica nacional y las
metropolitan anthropologies, and their
antropologías metropolitanas y sus influencias
influences in Colombia. The argument maintains
en nuestro medio. Desde esta perspectiva,
that local anthropological thinking is only
la academia antropológica nacional sólo se
validated in so far as it serves to mediate
valida en cuanto sirva de mediadora, en el
foreign research and theory, and thus, local
plano local, de programas de investigación y
anthropologists are best understood as
teorías externas. En consecuencia, el papel de
the local translators of the great masters of
los docentes de nuestras “escuelas” se evalúa
the global anthropological community.
desde su función de mediadores de los grandes maestros de la academia internacional.
PALABRAS CLAVES :
KEYWORDS:
Docencia antropológica, historia de la antropología colombiana, antropologías metropolitanas y antropología local.
Anthropological training, History of Colombian Anthropology, Metropolitan and Local Anthropologies.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 2 0 0 5 PÁ G I N A S 6 7-78 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 F ECH A DE R ECEPCIÓN : OC T U BR E DE 20 0 4 | F ECH A DE PUBLIC ACIÓN : JULIO DE 20 05 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E F L E X I Ó N
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S
Carlos Alberto Uribe (Dedico este escrito a “George Morel” —Jorge Morales G.)
egún Zygmunt Bauman (: -), una descripción paradigmática de la situación en la que se encuentran todos los etnólogos aparece en el relato de Jorge Luis Borges “La busca de Averroes”. Ocupado en la traducción de una traducción de la obra de Aristóteles, la Poética, Averroes se había tropezado con dos palabras, tragedia y comedia, ante las cuales “nadie, en el ámbito del islam —escribe Borges—, barruntaba lo que querían decir”. Por mucho que lo intentó, el Averroes de Borges no lograba encontrar en ninguna fuente escrita lo que las tales palabras podrían significar. Su problema era más que lingüístico. El teatro era por entero desconocido en el islam, y su experiencia estaba más allá del mundo en el que Averroes había nacido y vivido. Al final, Averroes se contentó con escribir: “Aristu [Aristóteles] denomina tragedia a los panegíricos y comedias a las sátiras y anatemas. Admirables tragedias y comedias abundan en las páginas del Corán y en las mohalacas del santuario”. Acto seguido, Borges explica la intención de su relato: En la historia anterior quise narrar el proceso de una derrota. Pensé, primero, en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso demostrar que hay un Dios; luego en los alquimistas que buscaron la piedra fi losofal; luego en los vanos trisectores del ángulo y rectificadores del círculo. Reflexioné, después, que más poético es el caso de un hombre que se propone un fi n que no está vedado a los otros, pero sí a él. Recordé a Averroes que, encerrado en el ámbito del islam, nunca pudo saber el significado de las voces tragedia y comedia.
Según Bauman (: ), después del anterior trozo viene lo principal: la anticipación de Borges a las “atormentadas introspecciones y a las deslumbrantes revelaciones de los antropólogos culturales”:
MIMESIS Y PAIDEIA ANTROPOLÓGICA EN COLOMBIA | CARLOS ALBERTO URIBE
Referí el caso: a medida que adelantaba, sentí lo que hubo de sentir aquel dios mencionado por Burton que se propuso crear un toro y creó un búfalo. Sentí que la obra se burlaba de mí. Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante que yo dejo de creer en él, “Averroes” desaparece.) (Borges []).
Acabado el cuento de Borges, la pregunta es: ¿cuáles son esas atormentadas introspecciones y deslumbrantes revelaciones antropológicas que suscitó en Bauman su lectura? Preguntas que tienen que ver con la paradoja que atrapa la labor etnográfica. La respuesta no puede ser otra que lo que Bauman llama la “barricada de la traducción”: “tanto el traductor como el traducido o lo traducido se hacen realidad y se desvanecen en el mismo proceso de traducción, siendo cada uno de ellos una pantalla imaginaria sobre la que se proyecta la misma labor de comunicación en curso” (Bauman, : ). Por ello no se debe preocupar uno, dice Bauman, de lo que se pierde en la traducción: siempre es mejor atenerse a lo que se puede ganar en el hecho mismo de realizar la traducción. Y ello porque la traducción es un proceso continuo, un diálogo inacabado e inconcluyente, remata Bauman, destinado a permanecer así. Y destinado, además, a hacer de ambos participantes en ese diálogo perfectos y perennes extranjeros en unas fronteras siempre cambiantes, con unos límites difusos y en perpetua labilidad. “Es más ajustado a la realidad —concluye Bauman— describir nuestra difícil situación como una vida que trascurre en tierra de frontera” (Bauman, : ; itálicas en el original). Las reflexiones anteriores las traigo a cuento a propósito del tema que en esta ocasión nos convoca: el de los encuentros y desencuentros entre la antropología que se realiza en los países metropolitanos, en especial en los países noratlánticos, y la antropología que se adelanta en una periferia como Colombia. Porque es que se me antoja que a más de estar nosotros los antropólogos de estos lares atrapados en la barricada de la traducción en relación con aquellos a quienes tratamos de representar en nuestros quehaceres intelectuales, estamos asimismo atraillados en nuestra relación con las traducciones que se realizan en los centros de la antropología mundial. Como el Averroes de Borges, nuestro dilema es cómo salir avante en nuestras traducciones de traducciones. Se ha escrito mucho sobre las asimetrías que existen entre las antropologías metropolitanas y las antropologías periféricas. A riesgo de simplificar, el argumento siempre se procede a señalar cómo existe un desequilibrio en la distri-
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bución del poder en el “sistema académico mundial”, de tal manera que las reglas del juego son siempre definidas en las comunidades antropológicas de Estados Unidos, Inglaterra y Francia, principalmente. Así, lo que cuenta como “buena” antropología —por ejemplo, cuáles son los problemas más relevantes para investigar, cuáles son las soluciones teóricas más sofisticadas o más avant-garde, quién innova y quién simplemente duplica, qué autor o autora son los más destacados en ésta o aquella área de la disciplina y quién hace avanzar los linderos del discurso antropológico— siempre parece ser resuelto en esos países y no en el resto de países que también tienen comunidades antropológicas consolidadas. Aunque hay excepciones, notablemente el caso de la India, y en América Latina, del Brasil y de México, no parece haber forma de competir con el volumen de la producción antropológica metropolitana, sus congresos, sus publicaciones periódicas, la cantidad de fuentes de financiación y de recursos para apoyar la investigación. Ello para no mencionar la contundencia de las cifras demográficas, que muestran cómo esas comunidades antropológicas centrales cuentan con miles de practicantes de la disciplina en todas sus ramas y variedades posibles. El resultado global de esta situación es, según algunos autores, por ejemplo, Esteban Krotz (; ), un silenciamiento de esas otras antropologías que a lo sumo se ven como “ecos” o “versiones diluidas” de la antropología que es y continúa siendo únicamente aquella que se produce en el centro. Un silenciamiento, añade Krotz (), que hace que las antropologías periféricas no existan en realidad ni en sus propios países, por cuanto sus trayectorias y logros particulares siempre son vistos, en una relación de subordinación, en función del devenir de las escuelas, paradigmas, autores y hasta las modas del centro. Asimismo, para este antropólogo mexicano, las tensiones y contradicciones entre los dos tipos de antropología nunca son abocadas de maneras explícitas, dando curso, en cambio, a una especie de actitud paternalista y benevolente de parte de los antropólogos y antropólogas metropolitanos hacia sus colegas “menos favorecidos”, colegas que, dicho sea de paso, a menudo forman parte del grupo de informantes “nativos” de los anteriores, puesto que “el campo” para los antropólogos del Norte siempre parece comenzar en las universidades y centros de producción de conocimiento antropológico locales. Y, como a menudo sucede con casi todos los informantes, poco crédito reciben cuando los primeros publican sus escritos y se llenan de gloria en sus congresos y simposios. Claro está, anota en este particular Krotz (), y es justo añadirlo aquí, los locales también tienden a ver a sus congéneres antropológicos del centro como fuentes de becas y de bibliografías actualizadas, así como de invitaciones a sus universidades, entre muchos otros dones. Para concluir este punto, quiero citar aquí las palabras de un antropólogo japonés, Takami Kuwayama, quien en un número reciente de la revista Anthro-
MIMESIS Y PAIDEIA ANTROPOLÓGICA EN COLOMBIA | CARLOS ALBERTO URIBE
pology Today se queja acremente de cómo los nativos, incluso los antropólogos nativos de Japón, no constituyen todavía contertulios de igual valía en el diálogo antropológico con sus colegas noratlánticos. Y que conste que es un japonés quien esto escribe: (…) los antropólogos del centro pueden ignorar con tranquilidad a los académicos de la periferia sin arriesgar con ello su carrera, mientras que estos últimos serían considerados como “ignorantes” e incluso como “atrasados” si llegaran a mostrarse como desconocedores de la investigación que los primeros realizan. Esta relación asimétrica muestra que el centro tiene el poder de dictar los modos dominantes del discurso académico. La periferia se ve forzada a aceptarlos, por ejemplo, mediante el expediente de adoptar las teorías de los académicos del centro, sus métodos y sus estilos de escritura, si sus miembros quieren llegar a ser reconocidos internacionalmente (Kuwayama, : ; mi traducción).
No me interesa profundizar más en esta descripción, que por lo demás es un tanto simplista y hasta un poco injusta. Porque es que, en primer lugar, las antropologías periféricas no constituyen un todo homogéneo, como ciertamente tampoco lo son las antropologías centrales. En segundo lugar, poca culpa tienen los centros antropológicos metropolitanos en que sus pares de la periferia siempre estén más dispuestos a verlos a ellos, a estudiar sus trabajos y producciones y a validarse en términos de ellos, que a interactuar con sus pares de comunidades antropológicas de países también ubicados en la periferia. Y en tercer lugar, no se puede afirmar con justicia que todos los colegas extranjeros que nos visitan, o que desarrollan sus trabajos entre nosotros o en el territorio de nuestros países, asuman el paternalismo de marras o estén siempre dispuestos a apropiarse de manera descarada de nuestros conocimientos. Por el contrario, siempre hay muchos antropólogos del centro que están de veras dispuestos a brindar sus saberes y su tiempo y dedicación en pro de la consolidación de proyectos de investigación locales, o de elevar el nivel del entrenamiento y la discusión antropológica de nuestras comunidades intelectuales (Uribe, ). Y aunque no es del caso mencionar nombres, mucho se ha beneficiado la antropología colombiana con la presencia entre nosotros de pares internacionales, desde aquellos tiempos heroicos cuando el francés Paul Rivet y un grupo de antropólogos de diversos países europeos iniciaron el entrenamiento de antropólogos y antropólogas colombianas en el antiguo Instituto Etnológico Nacional. Paso entonces a lo que constituye mi preocupación principal en este ensayo, esto es, ¿cómo podríamos hacer para que desapareciera el Averroes de nuestro desasosiego? Creo que un primer paso es emprender una especie de sociología del conocimiento antropológico en un país como Colombia, empresa
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ésta que debe ser comparativa y de la que apenas puedo ofrecer aquí un mero esbozo. Pensemos, pues, comparativamente los estudios de antropología en países como Estados Unidos e Inglaterra y el entrenamiento de los antropólogos colombianos. Hasta hace muy pocos años, la principal diferencia era la inexistencia de estudios postgraduados en antropología en nuestro medio. Mientras que aquí se suponía todavía, después de décadas desde que se inició la cátedra universitaria de la disciplina, que en el pregrado se podrían formar investigadores en el pleno sentido de esta expresión, en el centro los antropólogos se entrenaban como investigadores en el postgrado, con miras a desplegar su actividad posterior hacia la vida universitaria. En esos países, el punto de corte para determinar quién podría aspirar al doctorado era el de que su tesis de grado debería ser una aportación original al conocimiento. Ahora bien: en el centro, optar por estudiar antropología significó hasta más o menos la década de entrar a algo que se llamaba una escuela o una tradición del pensamiento antropológico, generalmente identificada con alguno de los grandes maestros de la antropología que dominaron de manera casi monopólica las admisiones, las becas, las publicaciones y las promociones dentro de sus respectivas comunidades académicas. De esta forma, en Estados Unidos, por ejemplo, los herederos de Franz Boas perpetuaron su poder casi sin excepciones sobre los principales centros académicos de ese país, mientras que en Inglaterra, figuras como Malinowski, después trasplantado a Estados Unidos, Radcliffe-Brown y Evans-Pritchard, para mencionar algunos, hicieron lo propio. Estudiar antropología, entonces, significaba ponerse bajo la égida de alguno de estos grandes monstruos, y el entrenamiento consistía en buena parte en una gran imitación mimética por parte del neófito, quien empezaba por tenerse que leer todas sus publicaciones y las publicaciones de sus adeptos. El poder de los maestros era tal que el neófito era enviado a un sitio particular del planeta para estudiar un grupo previamente seleccionado por ellos, y según una definición de problemas también delimitada por el programa de investigación del propio maestro. Tal escogencia implicaba, desde luego, mayor o menor apoyo en la consecución de los fondos necesarios para “ir allá”. Al regreso del aspirante, el maestro desempeñaba igual papel preponderante en la publicación del correspondiente libro desarrollado a partir de la tesis doctoral, publicación que desde luego señalaba la entrada en firme del nuevo profesional dentro del gremio antropológico. De esta manera, las escuelas antropológicas estaban en su base cimentadas por sólidos vínculos maestro-discípulo que formaban verdaderos linajes de investigadores, que en ocasiones se extendían por varias generaciones y, en la medida en que los nuevos profesionales se ubicaban en otros departamentos de antropología, la extensión de estos linajes también
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ampliaba su distribución geográfica. Huelga añadir que esta visión del entrenamiento antropológico supone dos argumentos: primero, que en una situación maestro-discípulo una buena parte de la transmisión del conocimiento se apoya en la identificación del discípulo con la visión y el estilo antropológicos del maestro, y en una subsiguiente imitación del mismo; segundo, que la creación de una escuela o paradigma antropológico desencadenaba la aplicación de un consistente programa de investigación realizado, en últimas, por una comunidad concreta de personas identificada con sus presupuestos, la definición de los problemas, las bases teóricas adecuadas para enfrentarlos y lo que constituía una solución adecuada a las preguntas de investigación1. En esos países, la transmisión del conocimiento antropológico no siempre procedía desde luego de forma tan fluida. Los linajes antropológicos con frecuencia se fracturaban, como sucede siempre con todos los vínculos de consanguinidad, dando lugar a fisuras que se traducían en enconados y animados debates y a la fundación de nuevos linajes locales que pronto clamaban el título de ser una nueva escuela bajo el firmamento antropológico. En el seno de estos últimos se procedía a reinaugurar, por supuesto, los mecanismos anteriores de transmisión de saberes, que contaban a su favor un hecho innegable: la posibilidad de desarrollar programas de investigación de largo aliento, todo ello apoyado por una expansiva parafernalia de apoyo infraestructural al pensamiento y al estudio. A partir de la década de las cosas se hicieron un poco más complejas en el centro, sobre todo en Estados Unidos, donde sobrevino una gran explosión de nuevos departamentos de antropología en todo el país, con su concomitante necesidad de llenar una cada vez más creciente apertura de plazas para docentes, generándose con ello que se debilitara el control de los grandes maestros de la antropología en ese país. También en esos años surgen en el panorama antropológico mundial una serie de nuevos “ismos” que entraron a disputarle el terreno al “ismo” entonces dominante en la antropología anglosajona, el estructural-funcionalismo. Me refiero aquí a escuelas más o menos homogéneas como los diversos estructuralismos, el marxismo en sus varias vertientes y la ecología cultural, por una parte, sin olvidar la sociobiología, heredera de los etologismos postdarwinianos, por la otra. Pienso, con todo, que a pesar de que estas irrupciones hicieron del conjunto de la profesión antropológica un ejercicio mucho más ecléctico en esos países, ejercicio no exento, por supuesto, de la 1. Estos dos últimos argumentos son una derivación, bastante libre, de las ideas de René Girard (1985; 1995) en torno a lo que él denomina la imitación y la rivalidad mimética, así como todo lo que se desprende de la visión histórico-sociológica del conocimiento científico que surge a partir de la obra de Thomas S. Kuhn (1970). Para una discusión de la idea de Kuhn sobre paradigma en la antropología, cf. Cardoso de Oliveira (1996) y Krotz (1996).
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animación en los debates académicos y en las publicaciones, los sistemas de transmisión del conocimiento antropológico permanecieron inalterados. Como permanecen en buena medida inalterados aún en la actualidad, cuando el panorama antropológico mundial se ha hecho infinitamente mucho más complejo con esta proliferación de “ismos” y de “post” cualquier cosa en la que ahora vivimos. Y es que es mi firme sentir que en el centro la figura del maestro antropólogo (o de la maestra antropóloga) está muy consolidada como aquella en torno a la cual se estructura todo el saber académico antropológico. La anterior transición entre la década de y la de es particularmente importante para una mirada a una antropología periférica como la colombiana. En efecto, ésos son los años en los que la enseñanza antropológica ingresa de manera definitiva a las universidades colombianas, finalizando así un poco más de veinte años de entrenamiento en el Instituto Etnológico Nacional y en su heredero, el antiguo Instituto Colombiano de Antropología. A la par, ésos son los años en los que se acaba la influencia de la vieja etnología a la francesa en nuestra escuela antropológica, y se entroniza la visión de la antropología norteamericana como la forma preponderante de organizar los nuevos programas académicos de antropología en las universidades2. Lo cual no significó que se abandonara lo francés en nuestros departamentos. Porque es que un rasgo característico que desde entonces muestran la docencia y la investigación en nuestros centros académicos es que tanto la una como la otra están muy marcadas por el sitio en el exterior donde se formaron los jóvenes profesores y profesoras que pronto reemplazaron en las universidades a los que se han llamado “pioneros” de la antropología en Colombia, esto es, la treintena o algo así de antropólogos y antropólogas que se formaron principalmente bajo la égida de Paul Rivet y sus primeros discípulos colombianos. Al sitio de formación hay que añadirle los compromisos políticos e ideológicos que asumieron los que para los finales de los años de y comienzos de 2. Todas estas transiciones bien pueden ser una parte de la explicación de la precariedad que marcó el inicio de la antropología universitaria, precariedad que puede ilustrarse a partir de la carencia de materiales bibliográficos en español. Tales limitaciones hicieron del mimeógrafo un dispositivo fundamental en esos primeros departamentos de antropología. En efecto, impresos en mimeógrafo circularon las conferencias, los ensayos y los artículos tomados de revistas extranjeras, capítulos de libros y hasta traducciones completas al español de libros como The Rise of Anthropological Theory de Marvin Harris (1968). (O sea, la traducción de la traducción, como en el caso del Averroes de Borges.) Ello hizo que los originales se constituyeran en preciadas posesiones que la mayoría de las veces eran prestados por sus dueños y tomados de sus bibliotecas particulares. En esas impresiones mimeografiadas los neófitos de entonces tratábamos de empaparnos de los avances y debates teóricos de las antropologías centrales, y también de la antropología latinoamericana, especialmente de la mexicana, dada la poca disponibilidad de libros y revistas en español o en lenguas extranjeras (excepto, quizá, por la literatura marxista), y lo magro de los fondos bibliográficos de antropología en nuestras bibliotecas. Estos materiales bibliográficos “artesanales” fueron el pan de todos los días de los estudiantes universitarios hasta más o menos mediados de la década de 1990. Como un hecho desafortunado en términos de una futura reconstrucción de esta etapa de la historia de la antropología nacional, casi todos estos materiales fueron desechados a mediados de esa última década.
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eran jóvenes docentes, así como las lecturas que ellos y ellas realizaron dentro de sus propios programas de investigación. Porque es que aquí hay que considerar que en esta generación, llamémosla provisionalmente “intermedia” (o, quizá mejor, del Frente Nacional), no todos los antropólogos y antropólogas salieron a “especializarse”, como se estilaba decir, en el exterior. Muchos y muchas han realizado exitosas carreras profesionales fundamentalmente a partir de los viejos estudios de pregrado, que hasta solían denominarse como de Licenciatura. Y es que también hay que decir que es esta generación intermedia de antropólogos la que se ha encargado de asumir casi todo el peso de la docencia, la investigación y la administración de la antropología en nuestro país durante los últimos años, o una cifra parecida. Si lo hizo bien o lo hizo mal no me corresponde a mí decidirlo. El caso es qu’e sólo en los últimos años se está presentando en nuestras universidades un reemplazo generacional, en la medida en que los discípulos y discípulas de los antropólogos de esa generación han ingresado a sus cuerpos docentes ahora en calidad de colegas. La mayoría de ellos, vale decirlo, ingresan a la academia con títulos académicos superiores, maestrías y doctorados, generalmente conseguidos en universidades de los países del centro antropológico. Este reemplazo generacional se acelerará en los próximos años, por cuanto antes de otros años los “intermedios” acabarán todos por jubilarse. Escribí antes que los académicos más jóvenes fueron todos discípulos de esa primera generación de antropólogos formados en nuestras universidades. En un sentido formal, lo fueron ciertamente. Pero no creo que ellos y ellas piensen de sus antiguos docentes y ahora colegas como sus maestros, o por lo menos no los piensan en el sentido en que usé esta expresión para el caso de los países metropolitanos. Dos hechos incuestionables me llevan a hacer esta afirmación. El primero tiene que ver con el hecho de que en la antropología colombiana nunca ha habido maestros en ese sentido, excepto Paul Rivet y unos pocos de la generación de los pioneros (por ejemplo, Gerardo Reichel-Dolmatoff y Virginia Gutiérrez de Pineda), y quizá una media docena de profesores y profesoras de la generación intermedia. Esta afirmación puede aparecer demasiado taxativa a primera vista, pero creo que una investigación histórica sobre la práctica profesional la demostraría. Y es que desde el mismo momento en que Rivet salió del país, entre otras razones por un enfrentamiento con su primer discípulo colombiano, algunos de sus otros discípulos comenzaron una incómoda competencia por ocupar el puesto del heredero: y existe una voluminosa correspondencia entre los colombianos y el maestro Rivet, ya para entonces de regreso en el Museo del Hombre en París, que así lo demuestra3. Igual sucedió con 3. Agradezco a Roberto Pineda Camacho el haberme facilitado transcripciones de esta correspondencia. Las trans-
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los de la generación de pioneros que fundaron los primeros departamentos de antropología en las universidades colombianas: sus discípulos terminaron por rebelarse frente a una antropología que parecía ya caduca y demasiado comprometida con el statu quo local, que a la postre produjo su salida de la cátedra y su reemplazo por los primeros licenciados en antropología de la que aquí he llamado la generación intermedia. Y ya lo dije: los profesores y profesoras universitarios de esta última cohorte tampoco tienden a ser considerados como maestros, en el sentido propuesto aquí de esa expresión, por sus pupilos más jóvenes. Un observador externo con inclinaciones freudianas estaría pronto a afirmar que la trayectoria de la antropología académica se caracteriza por una repetida puesta en escena del “asesinato simbólico del padre”, pero prefiero no involucrarme en finas discusiones de este tipo. Aunque uno podría afirmar que la no existencia de grandes maestros en nuestro medio, aparte de darle su perfil a la antropología local, es algo que debe ser bienvenido, hay un segundo hecho que también tiene que ser considerado en esta cuestión. Éste tiene que ver con que nuestros maestros tienden a ser también los grandes maestros de las antropologías metropolitanas, bien sea porque en algunos casos los antropólogos colombianos que se especializan en el exterior logran la admisión en las escuelas de esos grandes maestros, o porque, como lo anotaba el japonés Kuwayama, sería el colmo de la “ignorancia” y del “atraso” que un antropólogo o antropóloga local no conociera la literatura antropológica mundial: y aquí mundial quiere en realidad decir metropolitana. El resultado de toda esta conjunción de factores me parece claro. Se es un “buen” docente universitario en nuestro medio —cualquier cosa que aquí signifique “buen”— en la medida en que se haga una mediación adecuada con la antropología metropolitana. Esto quiere decir que ejercer la docencia universitaria impone la necesidad de actuar desde una posición mimética en relación con un centro o centros de producción de conocimientos metropolitanos, y sobre todo, con relación a las figuras tutelares de los correspondientes linajes. Asimismo, ser un estudiante de antropología en nuestro medio puede llegar a convertirse en un ejercicio de mimesis doble: se imita a quien imita, y como el Averroes de Borges, al final quedamos atrapados en traducciones de traducciones. Las tragedias se vuelven panegíricos y las comedias quedan convertidas en sátiras y anatemas. La conclusión de estos razonamientos no puede ser otra que la academia antropológica nacional se valida en cuanto sirva de mediadora, en el plano local, de los programas de investigación y las teorías pertenecientes a comunidacripciones originales fueron realizadas por Clara Isabel Botero del Museo del Oro del Banco de la República de Colombia.
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des antropológicas centrales. De igual forma, el papel de los docentes de nuestras “escuelas” sólo se valida en cuanto sean buenos mediadores de los grandes maestros de la academia internacional. Todo lo cual conlleva un grave riesgo: que esos docentes sientan como imperativo el ser buenos intérpretes de modas allende las fronteras. Y la copia puede convertirse fácilmente en simulacro y pastiche. Los planteamientos anteriores me han dejado, lo sé, en una posición vulnerable. Porque no es que yo quiera desconocer, a estas vueltas del camino, la inmensa producción antropológica nacional que está ahí a ojos vista. Todo lo contrario: es indudable que a medida que pasan los años se nota un gran dinamismo en la investigación, una mayor solidez argumentativa y una creatividad que hoy hacen de la disciplina un campo radicalmente diferente del que era hace unos treinta años cuando nos volvimos licenciados, para seguir con el uso de terminologías arcaicas. Tampoco soy partidario —ni aquí lo estoy sugiriendo— de volver a un cierto provincialismo xenófobo, de modo tal que se evite o se censure un conocimiento adecuado de la producción antropológica mundial, incluida aquí, ahora sí, la producción de otros países periféricos. De nuevo: todo lo contrario. Porque de lo que se trata es de romper con la veneración con la que hemos entronizado a veces a esos grandes maestros internacionales investidos con poderes casi taumatúrgicos. Debemos, empero, no dejar de “conversar” con ellos en un plano igualitario, al dejar de lado una cierta mentalidad de periferia de la que aún a veces somos prisioneros. Llego entonces a una propuesta final. Estoy bien convencido de que lo que se trata es de fortificar nuestros propios programas de investigación. Dentro de éstos debemos aplicar concienzudamente nuestra creatividad e innovación. Y aquí debo ser enfático: programas de investigación propios hace décadas hemos tenido. En nuestra ya larga agenda, por ejemplo, hemos incluido temas como el anticolonialismo y la dependencia, antes de que se hablara de la postcolonialidad y la subalternidad. Hace ya mucho empezamos a hablar de la fricción y las relaciones interétnicas como una estrategia de escape de los estrechos linderos de los estudios de comunidad. La etnohistoria formaba parte de nuestro temario antes de que se pusiera en la liza la antropología histórica. El marxismo estaba con nosotros antes que la crítica cultural. Y pensábamos la relación entre el texto literario y la etnografía antes del actual agite con la crisis de la representación. Debemos, en suma, centrarnos en el problema de cómo seguir con la representación de este país, un país que clama por otras voces, por nuestras voces, en un diálogo que aleje, por fin, mediante un ejercicio amoroso de reflexión y autorreflexión, nuestros puntos ciegos, nuestros terrores y fantasmas. Además,
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llegó la hora de lanzarnos en la búsqueda de nuevos desafíos en la paideia antropológica. Debemos, ahora sí, emprender la formación local de doctorados. Nosotros ya podemos legitimarnos a nosotros mismos. Ya estamos listos para hacer desaparecer el Averroes de entre nosotros. El problema del desencuentro entre las antropologías metropolitanas y periféricas, como en el caso del Averroes de Borges, desaparece en el instante en que dejamos de creer en él.
BIBLIOGRAFÍA
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M ETRÓPOLI S Y PU R ITA NI SMO EN AFROCOLOMBIA Jaime Arocha Rodríguez Profesor Asociado, Departamento de Antropología Director Grupo de Estudios Afrocolombianos, Centro de Estudios Sociales (CES) Universidad Nacional de Colombia jarochar@unal.edu.co RESUMEN
A partir de la reforma
ABSTRACT
After the 1991 Constitutional
constitucional de 1991, el constructivismo
reform, anthropologists and sociologists
irrumpió en Afrocolombia, y con él, una
affiliated with constructivism strongly emerged
moral doble de corte puritano: castiga la
in Afro Colombia. Applying puritanical double
esencialización de las historias y culturas de
moral standards, they punish colleagues,
las “poblaciones negras”, pero no la de la
for allegedly essentializating the history and
modernidad, fenómeno que considera deseable,
culture of “black populations”. However at the
irreversible y de larga duración.
same time, they exalt modernity as a desirable,
El resultado consiste en versiones
irreversible and deeply rooted phenomenon.
contraevidentes o estereotipadas de la lucha
Part of their narratives lack empirical support
de esas “poblaciones” —mas no pueblos— en
and stereotype struggles by those ethnic
pro de la aplicación de la Ley 70 de 1993,
people in favor of implementing Law 70 of
la cual legitimó los dominios territoriales
1993 which gave legitimacy to their ancestral
que la Carta de 1886 les negaba. Surgen,
territorial domains, which the 1886 Constitution
además, hipótesis como la del “neorracismo
failed to acknowledge. They further blame
culturalista” para explicar el que la exclusión
anthropologists interested tracing the bridge
de esos grupos se perpetúe, no obstante que
between Africa and the Americas for introducing
la reparación histórica hubiera sido normada.
“neoracist culturalism” and thus contributing to perpertuate social and economic exclusion of Afro Colombians. Explanations by these scholars are highly conspicuous, considering that they tend to deemphasize the importants of those mechanisms for historical reparation introduced by that constitutional reform.
PALABR AS CLAVE :
KEY WORDS:
Afrogénesis, eurogénesis, multiculturalismo, inclusión étnica, Constitución de 1991.
Constructivism, Essentialism, Multiculturalism, Ethnic Inclusion, Colombian Constitution of 1991.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 2 0 0 5 PÁ G I N A S 79 -10 8 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 FECHA DE RECEPCIÓN: ABRIL DE 20 05 | FECHA DE PUBLIC ACIÓN: JUNIO DE 20 05 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E V I S I Ó N
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M ETRÓPOLI S Y PU R ITA NI SMO EN AFROCOLOMBIA
Jaime Arocha Rodríguez
A
E l auge aca dé m ico de l a s pobl acion es n egr a s
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ntes de la reforma constitucional de , en la metrópolis y en la periferia, los estudios sobre Afrocolombia eran insignificantes. Desde entonces, organizaciones gubernamentales y neogubernamentales abrieron un creciente número de programas que abocaron esos estudios, los cuales, desde la metrópolis, incluyen movimientos sociales, entrada en la modernidad, ecología política, raza, discriminación y relaciones interétnicas de las poblaciones negras. En estas páginas aproximaré una muestra de esa producción académica metropolitana, a propósito de la cual mi uso de las letras itálicas ni es casual ni neutro. Tiene que ver con la preponderancia de un paradigma explicativo cuya denominación ha sido poco acogida en el Atlántico Norte, euroindogénesis. Se diferencia de la afrogénesis, según el deletreo que haré más adelante1. El estudio de la literatura consultada me ha puesto ante la propagación del “puritanismo constructivista”, el cual, por su doble moral, me parece emparentado con el que tratan de imponerle al mundo los wasps o blancos anglosajones protestantes2. Consiste en catalogar como “pecaminosos” o “malos” a 1. “Ulrich Fleischmann (1993) fustigó a Robert Chaudeson porque desdeñaba las huellas de africanía que ostentan las lenguas criollas que hoy hablan los pobladores de islas próximas al continente africano como Reunión y Mauricio. Chaudeson se declaraba partidario de la eurogénesis, es decir, de un paradigma de análisis que tiende a resaltar la herencia europea y a minimizar el impacto de los legados africanos. Al defender la afrogénesis, Fleischmann introduce datos afroamericanos y establece correlaciones muy directas entre el ejercicio de la resistencia que de continuo practicaron los esclavizados en busca de la libertad y la creación idiomática y cultural” (Arocha, 1996: 317). 2. En Yo, Tituba, la Bruja Negra de Salem, Maryse Condé (1999) hace un trazo profundo de esa digitalización
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quienes hagan “grandes relatos” sobre aquellos fenómenos que —exceptuando la modernidad— puedan reiterarse durante períodos de larga duración. Quienes lo hagan pueden ser catalogados como “decadentes”, “oportunistas” o “fabulacionistas”. Tienden a omitir del léxico palabras como “ancestral”, “tradicional” y “ritual” o reemplazarlas por sus antónimos, con el fin de no sugerir que algo pueda permanecer o perpetuarse. Formulan sus explicaciones mediante giros condicionales que atestigüen lo efímero, lo opaco o lo borroso, y de manera diáfana debe proclamarse que lo escrito por los no constructivistas carece de valor. De ahí el “renacimiento esperanzador” acerca del cual habla Escobar (: ). No hay disensos acerca de que la entrada a la modernidad sea destino ineludible de los pueblos étnicos, aún capaz de influir la escogencia del título de uno de los libros más comentados en este ensayo, El final del salvaje. La restitución de un término tan peyorativo para denominar a los pueblos “no modernos” y de un camino que se supone ineluctable es una muestra de una regeneración eurocéntrica, cuyo unanimismo quizás tan sólo haya sido igualado por el que primó durante los decenios de y , cuando la teorización sobre la irreversibilidad e inminencia del salto del capitalismo al socialismo incluso logró que fueran casi indiferenciables los programas curriculares para enseñar antropología, sociología, historia y filosofía. Ante la irrupción de estos umbrales para evaluar trabajos propios y ajenos, el libro Identidades a flor de piel es paradigmático por sus fórmulas para absolver los supuestos pecados de esencialización y naturalización. Una de ellas consiste en reemplazar las denominaciones étnicas por los apelativos que durante la Colonia se usaron para designar las castas (Cunin, : ); otra, optar por la “competencia mestiza” como la mejor alternativa para llevar a cabo investigaciones de terreno, y en el mismo sentido, “elegir el buen rol, el personaje adecuado, en función del contexto y los interlocutores” (). Los subraydos anteriores obedecen a interrogantes que me suscitan el que la misma autora haya intentado darle continuidad a la propuesta de Guy Mussat (citado en Arocha, ) de estudiar el mestizaje a partir de las nociones de competencia y cambio de código lingüístico (Cunin, : -). Sin embargo, uno se ve obligado a preguntar cómo un observador puede llegar a adquirir las competencias que le permitan identificar no sólo los sentidos que rigen un contexto ajeno, sino las relaciones entre unos interlocutores desconocidos, y de ahí optar por un buen rol y un personaje adecuado. El que quizás estemos ante actos de fe y no de ejercicio empírico se deduciría de la dogmática a la cual se adhiere Cunin cuando caracteriza al mestizaje como “valoración de los intercambios metropolitana mediante su enfoque sobre “el Maligno” entre los puritanos de Massachussets. En la contemporaneidad, esa orientación cognoscitiva toma la forma del eje del mal.
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culturales, modernidad de los matrimonios mixtos, interpretación de las sociedades, etc.— [e] invención occidental y contemporánea” (). Las palabras que subrayo son otra manifestación de un eurocentrismo capaz de pasar por alto fenómenos que rompen con esa idea estrecha de modernidad, como la exogamia de la familia lingüística tukano oriental: las mujeres deben unirse con hombres que hablen un idioma distinto al de ellas. Por último, habría que considerar el homocentrismo extremo de la propuesta: “[…] la desaparición de [la] noción [esencialista de la naturaleza] es ostensiblemente diferente a negar la desaparición de una realidad biofísica, prediscursiva y presocial si se quiere, con estructuras y procesos propios, que las ciencias de la vida tratan de entender […]” (Escobar, : )3. Me pregunto si una realidad con estructuras y procesos propios no es una esencia, y si algo tan complejo ha podido evolucionar en un ámbito “prediscursivo”, a no ser que uno reduzca toda la realidad discursiva al lenguaje gramatical y al mismo tiempo excluya la relevancia informativa del discurso de la comunicación no verbal. Esta opción que edita teorías poderosas de la antropología me hace recordar que, para Said (: ), el “[…] poder para narrar, o para impedir que otros relatos se formen y emerjan en su lugar, es muy importante para la cultura y para el imperialismo, y constituye uno de los principales vínculos entre ambos [...]” (véase también Zaid, ). Sin duda, esencializar para excluir es condenable. Sin embargo, la condena del procedimiento no debe inhibir su estudio, en especial, dentro de contextos bélicos neocoloniales como el que hoy vivimos en Afrocolombia. Ante esas coyunturas, los pueblos elaboran archivos de lo mejor que han conocido y pensado sobre sí mismos en calidad de fuentes beligerantes de identidad (Said, ). De ahí que la cultura entre a formar parte de los arsenales de las batallas, como hoy se puede apreciar en las pugnas que escenifica el Afropacífico entre bandejas paisas y encocaos de piangua; entre las rancheras de Helenita Vargas y marimbas y currulaos; entre edificios de marmolina con ventanas ahumadas y casas de “tulapuejta”. Es dentro de esas confrontaciones donde uno comprende otra de las aseveraciones tajantes de Said: “Entre las estrategias más corrientes de interpretación del presente se encuentra la invocación del pasado. Lo que sostiene esta invocación no es sólo el desacuerdo acerca de lo que sucedió, acerca de lo que realmente fue ese pasado, sino la incertidumbre acerca de si el pasado realmente lo es, si está concluido o si continúa vivo, quizás bajo distintas formas […]” (: ). 3. Stephen Jay Gould propone la explicación opuesta al resaltar el papel de la contingencia dentro del proceso evolutivo: “[...] quizás únicamente somos una idea tardía una especie de accidente cósmico, sólo una fruslería en el árbol universal de la evolución” (2001: 40).
METRÓPOLIS Y PURITANISMO EN AFROCOLOMBIA | JAIME AROCHA RODRÍGUEZ
En Colombia, la Constitución de le dio legitimidad a la opción de que los excluidos militaran en pro de su inclusión, a partir de esos archivos con lo mejor de sí mismos, y no en función del archivo hispanoamericano. Los nuevos repertorios con las historias y culturas afrocolombianas les sirven a quienes los aprehenden para mitigar las imágenes degradadas que el sistema educativo y los medios de comunicación de masas siempre han propagado. Al fin y al cabo, la degradación sociorracial consiste en actos pedagógicos que anteceden a las acciones militares (Arocha, ). En consecuencia, África figura cada vez más dentro de esencializaciones estratégicas (Restrepo, a y b), ya sea porque hay académicos quienes hemos resaltado continuidades entre las culturas de los donantes de cautivos y las reinterpretaciones de la memoria africana que ellos hicieron en América; porque dirigentes del movimiento social se hayan apropiado de figuras como la de Nelson Mandela, mientras que otros hayan considerado que ser consecuentes con sus búsquedas puede consistir en iniciarse en la religión de los orichas, y por último, quienes desde sus localidades, y a partir de su imaginación, se inventan una África ahistórica que bien pueden representar pintándose de negro, poniéndose faldellines de flecos vegetales y exagerando el frenesí del baile. Para la euroindogénesis, esas opciones son peligrosas en lo político (Cunin, : ; Wade, : -). No obstante, es conspicuo que desde la metrópolis se fabule una nueva amenaza, el “neorracismo cultural”, pero se diga poco de las formas de intimidación que sí se han enseñoreado de las regiones de sus estudios en ambos litorales: conflicto armado como medio de destierro territorial, difusión de cultivos de uso ilícito y megaproyectos para modernizar las comunicaciones terrestres, acuáticas y aéreas que para nada han contado con las formas de producción sostenible o las territorialidades de los pueblos étnicos de esas regiones (Arocha, ). En este ensayo trato de evitar las subvaloraciones implícitas en los conceptos de “conocimiento experto” y “saber local”. Para ello, recuerdo que José Saramago inicia su novela El hombre duplicado con un epígrafe que toma del Libro de los Contrarios, “El caos es un orden por descifrar”. Los académicos descifran el caos mediante la “nética”, consistente en el conjunto de mensajes cuyo sentido depende de reglas epistemológicas acerca de las cuales su comunidad se ha puesto de acuerdo. Entre tanto, los sujetos de las investigaciones académicas descifran el caos mediante la “némica” o conjunto de mensajes redundantes para ellos y cuyos significados pueden llegar a ser accesibles para los académicos y para otras personas, luego de que estos últimos identifiquen y deletreen las reglas mediante las cuales esos emisores definen el sentido4. La 4. Esta conceptualización combina la visión de Harris (1980: 32-34) con las nociones de codificación y redundancia que propuso Gregory Bateson (1991: 427-498).
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operación inversa también es posible, pero en especial deseable, como puede apreciarse por la vinculación de “coinvestigadores” de la base afrodescendiente con los proyectos académicos de investigación.
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hace ya casi veinte años Nina S. de Friedemann hizo un balance sobre los “estudios de negros” en Colombia, desde los inicios de la profesionalización de las ciencias sociales en el país hasta mediados del decenio de 5. A ese arqueo lo tituló “Estudios de negros en la antropología colombiana”, y resaltaba la escasez de enfoques desde la antropología, la historia, la sociología y la crítica literaria sobre el devenir histórico y sociocultural de quienes descendieron de los cautivos traídos desde África occidental, centro-occidental y central. Comparando ese acervo con el que para entonces ya existía sobre los indígenas, de Friedemann enunció la hipótesis de que el ostensible vacío que ella identificaba respondía a patrones arraigados de la discriminación que ella denominó “sociorracial”. Sistematizó las nociones de “estereotipia” e “invisibilidad” para caracterizar las peculiaridades de esa forma de exclusión sociopolítica, sugiriendo al mismo tiempo que se trataba de hábitos profundamente arraigados que se remontaban a los mecanismos que los europeos instituyeron para elaborar la imagen de los “negros” aun antes del inicio de la trata transatlántica. En efecto, ella se acercó a la epistemología mediante la cual los historiadores imperiales ocultaron la complejidad política de los estados subsaharianos y congoleses que aparecían en los crónicas tempranas de musulmanes y europeos, respectivamente. Se detuvo en el caso de Mali, uno de cuyos soberanos más conocidos —Mansa Musa— fue europeizado, y su figura, progresivamente blanqueada. Con respecto a la estereotipia, hizo énfasis en el papel que desempeñaron los evolucionistas seguidores de Herbert Spencer de finales del siglo xix para propagar y consolidar la idea de que la inmunidad al dolor, la fortaleza muscular, la libidinosidad, la indolencia y la incapacidad tanto de pensamiento abstracto como de emociones superiores dizque eran defectos innatos entre la gente de “raza negra”. Analizó la traducción y transferencia de esa “nética” a Colombia mediante enfoques sobre la literatura de “negros” y sobre “negros”, profundizando las opciones que intentaban contrarrestar los discursos y prácticas de la discriminación, así como la oposición de la cual fueron objeto encarnizado. Terminaba llamando la atención sobre las urgencias académicas, políticas y éticas de hacer visibles a los negros, dilucidar los mecanismos de desposesión territorial y discriminación de los cuales eran objeto y contribuir a reparar las violaciones a las cuales habían estado sometidos desde tiempos coloniales. 5. Este es el sentido de la noción de africanía que el paradigma afrogenético emplea desde que Fernando Ortiz la introdujo.
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Hace cuatro lustros era imposible vaticinar la reforma constitucional iniciada a finales del mismo decenio con el proceso de paz como requisito para la desmovilización de los guerrilleros del Movimiento Diecinueve de Abril, m- Tampoco, que la Asamblea Nacional Constituyente fuera a involucrar a representantes de agrupaciones sociales tan diversas, cuyo común denominador consistía en haber sido excluidas de la participación democrática. No obstante la oposición, la carta política que esos grupos contribuyeron a redactar introdujo tres modificaciones significativas para el propósito de este artículo: el reconocimiento y legitimación de la índole pluricultural y multiétnica de la nación colombiana; la reconceptualización del ambiente en calidad de patrimonio futuro; y la democracia participativa. Dentro de ese marco, es relevante el que hubiera sido posible incluir un artículo que, pese a su transitoriedad, por primera vez en la historia nacional permitiera pensar en una reparación histórica para los descendientes de quienes habían sido capturados en África con destino tanto a la trata como a la preservación de la población indígena. Una comisión especial cuya membresía definió el mismo artículo transitorio redactó el instrumento jurídico que se transformaría en Ley de , luego de complejos avatares de diseño y gestión que están por deletrearse. Esa ley recogió buena parte del clamor que expresaban organizaciones de la base, académicos y miembros de organizaciones neogubernamentales en cuanto a que el carácter étnico de las “comunidades negras” correspondía con modelos que delineaban las convenciones de la Organización Internacional del Trabajo ( de y de ), con respecto a los pueblos nativos u originarios (véase Triana Antorveza, en Arocha, ; Sánchez, : ). En consecuencia, a los afrocolombianos les brindó los instrumentos jurídicos necesarios para (i) ejercer dominio real sobre territorios de los cuales habían sido excluidos mediante la legislación de baldíos y otras normas agrarias, no obs-tante el que sus antepasados los hubieran humanizado desde mediados del siglo xvi; (ii) salvaguardar sus acervos culturales y ambientales; (iii) participar en decisiones políticas sin tener que estar afiliados con los partidos que los habían excluido del juego democrático, y (iv) introducir reformas educativas que permitieran ampliar la tolerancia social y combatir la estereotipia que legó el evolucionismo, dando legitimidad a los aportes culturales, políticos, artísticos e históricos de los afrocolombianos. Sin duda, estas transformaciones han contribuido a la permeabilidad de los linderos académicos, a la horizontalidad de las relaciones y al número significativo de obras metropolitanas que, en especial, las prensas del Instituto Colombiano de Antropología e Historia han puesto a circular. No obstante estos logros, persisten interrogantes alrededor de las maneras de contar a los
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diversos y de los antecedentes e índole de la reforma constitucional de . Me referiré a esos asuntos luego de resumir los paradigmas dominantes. Hoy por hoy, c uat ro pa r a digm a s Cuatro paradigmas inspiran o influyen la investigación sobre los afrocolombianos, su historia y su cultura.
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. L a a f r o g é n e s i s es de carácter diacrónico, con manifiesto interés por las expresiones contemporáneas del puente que unió a África con América, calificando las reinterpretaciones de la memoria africana que persisten más que todo en función de su papel dentro del ejercicio de la resistencia contra la esclavización. Especifica las particularidades que ostenta la “Gran Colombia” con respecto a otras Afroaméricas, porque allí no pelechó el sistema de plantaciones azucareras, pero sí la minería y otras formas de extracción. A esas particularidades hay que añadir los efectos del Tribunal de la Inquisición, la disminución significativa en la importación de bozales que tuvo lugar desde la segunda mitad del siglo xviii, de las reformas borbónicas y del código negro de finales del siglo xviii (Arocha, ). De otra manera, no es fácil explicar la ausencia de africanías tan diáfanas como las del candomblé bahiano y la santería cubana, así como la persistencia de la discriminación sociorracial, mediante los cálculos analógicos que caracterizaron el sistema de castas coloniales. Mantiene posiciones críticas frente a las nociones de mestizaje e hibridación, utilizando en su reemplazo las de blanqueamiento y de cacharreo o bricolaje. Entre sus temas preponderantes figuran el de las violencias rurales, el conflicto étnico y los mecanismos de resolución dialógica de las desavenencias homoétnicas y heteroétnicas, debido a que considera que la discriminación sociorracial y la exclusión territorial de los afrodescendientes hacen parte de aquellos conflictos no resueltos que figuran entre las causas fundamentales de la guerra contemporánea. Se apoya en los centros académicos que hacen parte del Programa Unesco “La Ruta del Esclavo” —Universidad de York (Canadá), la Universidad de Alcalá, con su Cátedra Unesco sobre la Africanía, Universidad de Cocodí (Costa de Marfil), el Centro para la Investigación de la Civilización Bantú (ciciba), el Centro de Estudios de Asia y África del Colegio de México, el Programa La Tercera Raíz de México, la Universidad de Costa Rica, la Fundación Fernando Ortiz de La Habana, el Centro Cultural Fernando Ortiz de Santiago— y en el Centro para el Estudio de la Diáspora Africana en Europa y América Latina de la Universidad de Ámsterdam, alrededor del cual confluyen varias universidades del Viejo Continente y de América Latina. Buena parte del énfasis de su trabajo ha
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consistido en la cooperación Sur-Sur, mediante la revista América Negra, cuya publicación, por diferentes razones, se suspendió desde el fallecimiento de Nina S. de Friedemann en octubre de . . L a e u r o i n d o g é n e s i s es un paradigma más bien de carácter sincrónico, con énfasis particulares en las nociones de mestizaje e hibridación para explicar la identidad de las “poblaciones negras” de Colombia. Involucra casi a la totalidad de los aportes metropolitanos y la mayoría de los periféricos. Recalca que en América Latina la discriminación se ejerce menos por las pertenencias étnicas y más por las raciales, a partir de cálculos digitales que no llegan al extremo de aplicar las normas de hipodescendencia que sí se utilizan en América del Norte. Dadas las alertas con respecto a la esencialización, se mantiene alejada de África y de las posibles persistencias, mas no de Europa y de las raíces y permanencias de la modernidad, ampliada mediante la globalización. Se centra en el estudio de movimientos sociales, ambientalistas y religiosos para comprender los procesos de etnización y entrada a la modernidad que brotan con la reforma constitucional de . También ha incluido temas que podrían verse como banales, la historia de las grandes orquestas tropicales del siglo xx (Wade, ) y el reinado de belleza en Cartagena (Cunin, ). Poco dado al análisis del cimarronaje y otras formas de resistencia ejercidas desde la Colonia, más bien toma como punto de partida la abolición oficial de la esclavitud del de mayo de . Tampoco privilegia las explicaciones de la guerra contemporánea (Wouters, ), no obstante el que con celeridad ésta haya incorporado a las áreas de población negra objeto de interés para el paradigma. Lo integran vertientes francesas, noreuropeas y norteamericanas que han desarrollado sus investigaciones mediante convenios con el Instituto Colombiano de Antropología e Historia, el Centro de Investigaciones en Desarrollo de la Universidad del Valle, la Universidad de los Andes y organizaciones de la base del Pacífico sur y el Chocó. Desconozco cualquier vínculo que los adherentes de este paradigma tengan con universidades africanas, y los que hayan hecho con otras de América Latina tienden a excluir la dimensión histórico-cultural de larga duración (Escobar, ). . A n t r o p o l o g í a j u r í d i c a . De índole más bien pragmático, a sus adherentes les ha incumbido el carácter de pueblos étnicos que han identificado entre los afrocolombianos de las áreas rurales de ambos litorales, pero que el Estado ha tratado de desconocer, aun después de que entrara en vigencia la Ley de (Sánchez et al., ). Sus practicantes más que todo son colombianos, pese a que ha habido posiciones metropolitanas que han resultado fundamentales a la hora de iniciar el proceso de titulación, como sucedió con la del antropólogo Shelton Davis del Banco Mun-
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dial sobre el Programa Nacional de Manejo de Recursos Naturales. Con seguridad, esos intereses seguirán ampliándose a medida que la industria humanitaria internacional profundice sus vínculos con las gestiones en pro de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Del mismo modo, es predecible que del énfasis central que ha consistido en el apoyo a los consejos comunitarios para que logren la titulación colectiva que contempla la ley en mención, pasen a trajinar con las formas propias de derecho acerca de las cuales sus colegas indianistas ya llevan una larga tradición. Tal sería el caso de las némicas afrocolombianas sobre delitos, contravenciones y castigos o de las acciones de tutela y cumplimiento que las organizaciones de la base interponen ante el Estado porque los y las afrocolombianas sean víctimas de discriminación laboral o de la expulsión violenta de sus territorios. En este sentido, al movimiento social le corresponden campañas que demuestren que muchas de las violaciones sociales, políticas y territoriales que han experimentado los indígenas también se han dado contra los afrodescendientes, sin que hayan motivado las movilizaciones nacionales e internacionales de carácter multitudinario que sí han tenido lugar para casos como el de los indígenas uwa. . Pastoral afrocolombiana. De índole evangelizadora, este paradigma nace de la Afroteología y la Teología de la Liberación (Quintero, ). Ejerce mayor tolerancia hacia las expresiones religiosas afroamericanas y manifiesta especial interés ante la presente coyuntura, la cual interpreta y busca solucionar, en especial, apelando a la historia y la antropología. Incluso, parecería que el uso y aplicación de la jerga de esas disciplinas para hacer los sermones crea barreras de comprensión con la feligresía. Hoy se realizan estudios para averiguar si sus promotores y practicantes han incorporado elementos de esas teologías y liturgias afroamericanas tradicionales y contemporáneas (Quintero, ). Tal es el caso de (i) el estatus que le reconocen a la Virgen María a la hora de persignarse, cuando recitan en el nombre del Padre, llevando la mano derecha a la frente; en el nombre de la Madre, llevando la mano al pecho; del Hijo, hombro izquierdo, y del Espíritu Santo, hombro derecho; (ii) el valor que otorgan a símbolos como el del canalete a la hora del Ofertorio; (iii) las danzas que sacerdotes, fieles y ayudantes ejecutan a partir de ritmos “afros” de ambos litorales, y (iv) nuevas nociones de pecado: ejercer la discriminación y permanecer ajeno a la guerra y sus consecuencias más graves, como la desterritorialización de los pueblos étnicos y la subsiguiente persecución y destierro (Arocha, ). A este paradigma se vinculan sacerdotes africanos, europeos y colombianos, quienes han estudiado teología en prestigiosas universidades europeas y colombianas.
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Pasando ya a los temas que ilustran diferencias entre metrópolis y periferia, en primer lugar enfoco el problema de los censos y las encuestas, para continuar con el del multiculturalismo. D e mo gr a f í a de l os a f ro col om bi a nos Al reconocer que la nación colombiana siempre había sido multiétnica y pluricultural y que era posible hacerles reparaciones a los pueblos excluidos de la nacionalidad, la Constitución Política colombiana de originó la necesidad de identificar y contar a esas personas. Para el censo de , la tarea se resolvió pidiéndole al encuestador que le preguntara al encuestado cuál era su afiliación étnica. La respuesta era fácil si el interrogado era antropólogo o indígena, quizás los únicos ciudadanos de verdad familiarizados con las nociones de etnia y afiliación étnica. Los primeros, porque habían inventado los conceptos; los segundos, porque de tanto oírlos, los habían aprendido, recordando, además, que una cosa era como ellos se llamaban a sí mismos, otra como los llamaban sus vecinos y otra muy distinta como lo hacían los eurodescendientes. Fue así como hubo subregistro del número de personas que, además de los indígenas, se reclamaban diversas en su cultura e historia. El primero en cuestionarse de manera sistemática cómo contar a los diversos fue el equipo que formó el Centro de Investigaciones y Documentación Socioeconómica (cidse) de la Universidad del Valle con el Institut de Recherche pour le Développement (ird) de Francia. Su investigación Movilidad, urbanización e identidades de las poblaciones afrocolombianas en la región del Pacífico desarrolló una metodología con óptimos niveles de confiabilidad estadística. Los instrumentos para dar cuenta de la población negra de Cali son refinados desde la solución a los problemas cartográficos que presentaban las áreas que se han catalogado como “subnormales”, las cuales albergan buena parte de las distintas olas de inmigrantes, hasta la redacción de las preguntas sobre pertenencia étnica, pasando por las de las trayectorias de migración y trabajo. El resultado consiste en la investigación más fiable sobre las características demográficas y socioculturales de los afrocolombianos de Cali (Barbary, Bruynel, Ramírez y Urrea, ). Estas experiencias desembocaron en que a esa entidad la consultara el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (dane) acerca de cómo perfeccionar el conteo de miembros de minorías étnicas, con miras a diseñar el próximo censo nacional. Para el caso de la etapa de la Encuesta Nacional de Hogares, el equipo del cidse estuvo de acuerdo con que el reclutamiento se hubiera hecho usando cuatro fotografías,
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[...] de un hombre negro vestido con camisa y corbata, de aspecto adulto joven que podría identificarse con un perfi l profesional; la de una mujer negra-mulata entre y años; la de una mujer que podría caer en un fenotipo “mestizo”; y la de una mujer de fenotipo “blanco”. Las dos últimas mujeres en el mismo rango de edad de la primera, y cualquiera de las tres podría ser profesional. Los cuatro personajes (el hombre y las tres mujeres) bien vestidos, además de ser atractivos en términos de belleza física. Cada fotografía estaba [...] numerada de a , con la opción para quien decidía que ninguna de las cuatro fotos se acercaba a su apariencia fenotípica. La tasa de respuesta en este módulo en las áreas metropolitanas en su conjunto fue superior al %; es decir, que los miembros de los hogares se autoclasificaron y clasificaron a los demás miembros en esa magnitud, lo cual indica la eficacia del procedimiento utilizado [...] (Urrea et al., ).
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Al mismo tiempo que los autores presentan un cuadro aterrador de la discriminación contra los afrodescendientes, fustigan las encuestas que se basan en categorías como las de “afrodescendiente”, “afrocolombiano” o “afrocolombiana” porque “[...] no existe a escala nacional en la sociedad colombiana de hoy, un sentimiento de pertenencia étnica compartido y libremente declarado por grupos significativos de población [...]” (Urrea, ). Sostienen además que en Brasil tanto el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística como las organizaciones de la base afrodescendientes adhieren a procedimientos de percepción y autopercepción fenotípicas, y además insisten en que se sigan usando categorías como las de “preto”, “pardo” y “branco” (). Sin embargo, es necesario tener en cuenta que en ese país no se dio el vacío que —desde la segunda mitad del siglo xviii, y exceptuando a Cuba— sí tuvo lugar en el léxico sociorracial que empleaban los miembros de las antiguas colonias españolas. La pérdida afortunada de la terminología pigmentocrática dependió de las reformas borbónicas y la disminución significativa en la importación de bozales que tuvo lugar a partir de . En este sentido, no es extraño que historiadores como Reid Andrews se hayan preguntado cómo fue que durante el siglo xix desaparecieron los “negros” y “negras” de Argentina. Al absolver tal pregunta, ese historiador demostró que además de quienes habían caído víctimas de las guerras de independencia, las palabras que nombraban a esas personas habían ido desapareciendo de los documentos oficiales. Por su parte, en Brasil operaba otra estructura legal y la trata atlántica se prolongó hasta finales del decenio de . Así, la terminología pigmentocrática no entró en las mismas formas de desuso que ocurrieron en el resto de América Latina. De manera más específica, en el litoral del Pacífico colombiano, a los nombres de mulato o mulata, zambo y zamba los fueron reemplazando los de renaciente y libre, a medida que cautivos y cautivas se automanumitían y obtenían la libertad. No obstante, pasarían varios años antes de que esos etnónimos
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llegaran a las grandes ciudades con los inmigrantes o salieran de los libros de antropología e historia para conocerse mejor en el léxico cotidiano (Almario, ). Entonces, en no era posible que quienes diseñaron los cuestionarios para el censo de ese año hubieran incluido preguntas como ¿es usted libre? o ¿es usted renaciente? No dudo de que palabras como afrodescendiente o afrocolombiano aún no son fieles a los sentimientos de pertenencia étnica compartidos y explícitos a los cuales se refieren los investigadores del cidse. Empero, la experiencia que nos brindó el Estudio socioeconómico y cultural de la población afrodescendiente que reside en Bogotá señala que sí es posible captar tales sentimientos considerando etnónimos como los ya mencionados de “libre” y “renaciente” o los nuevos que la gente ha ido introduciendo en las ciudades, como afros, niches, o los de sus respectivas colonias, paimadoseño, guaripereño y magüiseño, entre otros (Arocha et al., ). Nuestra elección implicó complementar el adiestramiento de encuestadores y encuestadoras con sesiones referentes a la historia de Afrocolombia y los motivos de las respectivas ambigüedades del léxico. De ese modo, nuestra encuesta se ajustó a los requisitos del Convenio de la oit. Ratificado en mayo de por el Congreso de la República (Sánchez, : ), ese acuerdo requiere que a los pueblos étnicos se les cense de acuerdo con sus etnónimos, y más aún que, en caso de duda, miembros de la comunidad en cuestión validen la alternativa por la cual opta el encuestado. A si m et r í a s epi st e mol ó gica s A quienes adhieren a la euroindogénesis parecía que poco les ha concernido ese convenio, y persisten en usar la terminología pigmentocrática. Wade (: ) justifica su escogencia argumentando que “[…] el concepto de raza no sólo es útil sino necesario, puesto que emplear otros términos eufemísticos puede, realmente, enmascarar los significados de los que dependen de las identificaciones raciales. Para combatir el racismo, uno tiene que darle nombre a estos significados, no esconderlos bajo el disfraz de otros términos”. Pese a esta intención laudable, ¿por qué ese autor entonces usa el etnónimo “indígena” y no el término racial “indio”? Casi todos los académicos metropolitanos reseñados optan por la misma asimetría, la cual amplían racializando la “cultura negra”, pero etnizando la “cultura indígena”. Incluso, al delimitar distintas “naturalezas”, Escobar (: , ) se refiere a los modelos de “naturaleza orgánica” que mantienen los vínculos entre lo “[…] biofísico y los mundos humanos y sobrenaturales […]” que —por el contrario— la naturaleza capitalista y la tecnonaturaleza sí han escindido. Su categoría es generosa con los pueblos nativos de diferentes lugares del planeta, pero tan sólo se refiere a los renacientes del Pacífico sur de pasada y para insistir en el carácter cambiante de los mode-
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los que originan (). Esta preferencia es consecuente con el carácter efímero que ese autor atribuye a las identidades que reelaboran las “[…] comunidades de la diáspora africana […] por otros caminos (Hall, : )”: el África no como tierra ancestral, sino en lo que se convirtió en el Nuevo Mundo, con la mediación del colonialismo. Esta narración se realiza en dos contextos: aquel de la presencia europea y euroamericana —un diálogo de poder y resistencia, reconocimiento inevitable e irreversible de la modernidad—; y el contexto del “Nuevo Mundo”, en donde el africano y el europeo siempre se criollizan, donde la identidad cultural se caracteriza por diferencia, heterogeneidad e hibridación” (Escobar, : ). Mientras que el mundo de los negros es efímero, al de la modernidad sí puede vérsele no sólo como inevitable e irreversible, sino con profundas raíces de larga duración:
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[…] Como lo demostró Foucault vívidamente, todos los desarrollos son aspectos de la emergencia de “Hombre” como estructura antropológica y fundamento de todo conocimiento posible. Con la economía, el “Hombre” quedó atrapado en una “analítica de la fi nitud”, un orden cultural en el cual estamos condenados eternamente a trabajar bajo la ley férrea de la escasez, un orden cultural que se remonta a la separación entre la naturaleza y la sociedad con particular virulencia. Esta separación es uno de los aspectos esenciales de las sociedades modernas […] (Escobar, : ).
Deduzco que esta epistemología acepta la esencialización de la modernidad y la de los modelos indígenas de naturaleza orgánica, mas no la de los “negros”. En una publicación posterior se palpa este contrasentido cuando el mismo antropólogo persiste en su noción de lo “negro” aplicado a la gente y sus culturas (Escobar, Grueso y Rosero, a: -), pero renglones más abajo uno de sus más cercanos colaboradores del movimiento social habla de “afrodescendientes” (, ), y de “[…] pueblos […] no en el sentido coloquial […] sino también en el sentido cultural, pero fundamentalmente político [cuya identidad debe ser protegida en calidad de derecho…] a partir del Convenio de la oit y de la Constitución del […]” (Escobar, Grueso y Rosero, b: , ). El que la antiesencialización se aplique de preferencia a los pueblos étnicos se deduce del trabajo de Elisabeth Cunin, quien sugiere recuperar la terminología pigmentocrática de la Colonia: Las relaciones interétnicas constituyen un caso particular de las relaciones raciales y no su negación culturalista […] Es por esta razón que no cederé al uso corriente que transforma una apariencia aproximada y socialmente construida en categoría de pertenencia, para la cual el sustantivo, escrito con mayúscula, conlleva la idea de una identidad que sería “natural” e incuestionable. Contra esta escritura consensual y políticamente correcta, emplearé sin mayúscula, pero entre comillas, los términos “negro” y sus derivados
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“mestizo”, “mulato” y “moreno” [los cuales] estarán movilizados de manera relativa entre más/menos “negro” y más/menos “blanco” (: ).
La socióloga francesa complementa estas ideas añadiendo que: […] contrariamente a países como Cuba o Brasil y a ciertas tendencias contemporáneas, oportunistas, que glorifican una pretendida autenticidad “afro”, Colombia, sobre todo en la región Caribe, liberada más tempranamente de la esclavitud, no cuenta con una herencia histórica y cultural constitutiva de una identidad particular y movilizable con fi nes políticos. [Según Wade, : , y Losonczy, : -)]. No hay prácticas similares al culto de los orishas, a los rituales de santería, ni al baile de capoerira: los “negros”, que no poseen las características —presentadas como— evidentes de la cultura “negra” de Cuba o de Brasil y con una historia “perdida” en África y fragmentada por la esclavitud, tienden a ser vistos más fácilmente como ciudadanos colombianos (: , ).
Reitero que en Colombia la sutileza de las africanías obedece a una historia particular de cautivos forzados a trabajar dispersos en las minas de oro, a unos tribunales de la Inquisición que se ensañaron contra los africanos y sus descendientes, y a la disminución del tráfico de bozales a partir de . No obstante, hay africanías cuya persistencia quizás algún día merezcan una respuesta desde la euroindogénesis que vaya más allá de la capacidad de fabulación que escritores como Cunin atribuyen a los científicos sociales no afiliados con su manera de hacer ciencia social. Insisto en que en el Caribe insular y en todo el litoral del Pacífico el Prometeo de los akanes de Ghana y Costa de Marfil aún se perpetúa. El medio consiste en las historias que abuelos y abuelas aún les cuentan a sus nietos. En ellas no sólo permanece el nombre del mismo héroe de fanties y ashanties —Ananse, Anancy , Miss Nancy o Anansio, entre los culimochos de Mulatos (Arocha y Rodríguez, )—, sino los argumentos y moralejas (Arocha, ). La persistencia de africanías como las de la estética del peinado y la culinaria en Bogotá ha sido demostrada en función del papel que tales reinterpretaciones de la memoria africana en América han desempeñado en el ejercicio de la resistencia contra la esclavización y en la reconstrucción sociocultural de los desterrados por la guerra (Godoy, ; Vargas, ). La búsqueda e identificación de esos rasgos requiere no sólo un marco de referencia comparativo, sino aproximaciones metodológicas menos rudimentarias. Las miniaturas se hacen con pinceles de crin de caballo, no con brochas para echar vinilo a las paredes. Sin duda, Wade ha ratificado que no le interesa estudiar las africanías, pero no apostata de ellas, y en cambio —sin sustento empírico— propaga algunas esencias perturbadoras, (i) la capacidad de los blancos para perpetuar la estereotipia sexual sobre negros y negras, y (ii) la de la docilidad de los últimos.
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[…] Si miramos por un momento hacia las imágenes de la sexualidad negra, vemos que se ha argumentado (Bastide, ; Hernton, ) que el atractivo sexual de la mujer negra proviene de la relación histórica de dominación en sí: desde que el hombre blanco pudo “usar” a la mujer negra sin responsabilidad, ella se convirtió en el objeto sexual perfecto […] Creo que estos argumentos, aquí algo caricaturizados, tienen algo de verdad, aunque […] en todo caso, estoy poco dispuesto a reducir completamente la fascinación por la sexualidad negra a unas relaciones políticas subyacentes. En la misma forma que Taussig () ha sostenido que los poderes de curación de los chamanes son en parte proyectados sobre los indígenas de las selvas de las tierras bajas por otros pueblos, a mí me parece que los negros en África o los traídos al Nuevo Mundo tenían ciertas características culturales que los hacían buenos semilleros para el cultivo de las ideas que la sociedad colonial blanca tenía de sí misma […] (: , los subrayados son míos).
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Queda esencializada la pasividad de los “negros en África o los traídos al Nuevo Mundo”, sin aportar evidencia empírica y haciendo caso omiso de trabajos que la cuestionarían (Maya, , ; Spicker, ). Algo similar sucede con “la desorganización de los negros”, cuando Cunin describe la Asamblea General de las Asociaciones “Negras” de la Costa Caribe que se celebró en Cartagena, entre el y de noviembre de , afirmando que “[…] la pausa para el almuerzo fue lo único unánime antes de volver a debatir los horarios de la tarde […]” (: ). Desde esta perspectiva, la euroindogénesis contribuye a perpetuar aquella esencia que originó el eurocentrismo desde que tomó fuerza la trata esclavista. Como lo demostró de Friedemann en el balance ya mencionado, consiste en resaltar la afiliación racial de los “negros”, en ocultarlos argumentando que sus culturas son mestizas y soslayando la capacidad de esas personas para elaborar versiones verbales o escritas de larga duración sobre su propio pasado. La reiteración contemporánea tampoco es tan reciente, como puede apreciarse al leer el acta número de la Subcomisión de Identidad Cultural de la Comisión Especial para las Comunidades Negras, responsable de lo que más tarde sería la Ley de . Fechada en febrero de , el documento recoge la reacción airada de los comisionados de la base afrodescendiente contra la reincidencia que aparecía en un documento que un antropólogo del Instituto Colombiano de Antropología había leído en la sesión anterior de esa subcomisión, además poniendo en duda algunos de los reclamos territoriales que para entonces se discutían. Cito aquí parte de las palabras del abogado Pastor Murillo: El debate sobre Identidad Cultural está ligado necesariamente a la noción de territorio […]. La noción de afro tiene para nosotros mucha relevancia, a pesar del desconocimiento de algunos antropólogos de la conexión histórica que existe entre África y nuestra presencia. No aparecimos por arte de magia,
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sino nuestra situación responde a unas circunstancias históricas muy claras […] somos americanos, pero también es claro que tenemos una ascendencia africana, reflejada no sólo en la pigmentación, en el color, sino en nuestra particular cosmovisión y manifestaciones culturales. Por consiguiente, como se evidencia en el texto que acabamos de leer, hay un total desconocimiento de esa realidad histórica que debe profundizarse y debatirse (Comisión Nacional Especial para las Comunidades Negras, : ).
Complementada con el dato demográfico referente a que en Colombia los afrodescendientes son más del % de la población, la misma esencia le ha servido al actual gobierno para argumentar que a “los negros” no se les debe tratar como a minorías étnicas. Este punto de vista requirió, por ejemplo, que el Centro de Estudios Sociales de la Universidad Nacional de Colombia le mandara al Ministerio de Educación un memorando, aclarando que el concepto de minoría no dependía tan sólo de porcentajes de población, sino de la exclusión social y política, y que había muchos pueblos afrocolombianos cuyas culturas se apartaban del molde nacional mestizo, así aquí no hubiera ni cultos a los orichas, ni capoeira. Otra fuente de desacuerdo entre afrogénesis y euroindogénesis consiste en los antecedentes y consecuencias de la reforma constitucional de . Son fundamentales cuestiones como la relacionada con el conflicto territorial: ¿impostura a partir del indianismo? ¿ R efor m a s i m pu esta s? Al contrario de la versión francesa de la euroindogénesis, la norteamericana de Arturo Escobar ve con buenos ojos la intersección entre cultura y territorio que reivindica la Ley de . No obstante el papel que le reconoce a la reforma constitucional de , hace énfasis en las nuevas versiones del paisaje que surgen a partir de la desencialización de la naturaleza. De hecho, como ya lo escribí, se congratula porque el movimiento social teorice acerca de la identidad y el espacio, como lo hacen los creadores metropolitanos de los estudios culturales y la ecología política. Es “negroptimista”6 con respecto a las reelaboraciones de la modernidad y de los conceptos que ha desarrollado el movimiento social. Tal es el caso de “territorio-región”, proyecto de vida y proyecto político (Escobar, : , ; -). 6. En un ensayo reciente, Olabiyi Yai (2004) critica a la corriente “afropesimista” porque privilegia la “[...] letanía de pobreza, sida, guerras civiles o étnicas [... sobre narrativas acerca de] las múltiples fuerzas y formas de resistencia, pacífica pero obstinada, a los proyectos de muerte [en África...]”. Una variación de ese término —negropesimismo— y su opuesto negroptimismo tendrían que introducirse con respecto a las contribuciones de la academia metropolitana, la mayoría de las cuales pertenecen a la eurogénesis, la cual, como ya dije, rechaza la noción de afrocolombianos, pero adopta la de indígenas y no de indios.
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Pese a que, en notas de página, Escobar (: ) advierte que su trabajo ha privilegiado al Proceso de Comunidades Negras del Pacífico sur, en los textos principales hace caso omiso de su propia advertencia y generaliza para todo el litoral. Asimismo, no complejiza la composición de un movimiento que además de los universitarios con quienes colaboró de cerca incluyó a otros letrados y a los etnosabios de los ríos. Quizás profesionales de las ciencias sociales como Libia Grueso y Carlos Rosero sí hayan captado el sentido de su nética y la hayan aplicado. Sin embargo, es muy posible que el resto de los miembros haya estado por fuera de esos ejercicios epistemológicos y haya terminado escindiéndose de la élite letrada para tratar de formar organismos para ellos más representativos, como la Federación de Consejos Comunitarios (Bravo, ). La inclusión de otros protagonistas y de otras regiones habría generado información más realista que quizás le habría dado mayor “sustentabilidad temporal” a los diagnósticos de Escobar. Es verdad que ha crecido el número de biólogos que han dejado de percibir los sistemas de producción de los afrocolombianos como atrasados, y hoy los ven como sostenibles. O de antropólogos que han abandonado la idea de que las comunidades negras carecen de conocimientos y se han convencido de que tienen “[…] conocimientos culturales válidos para su entorno e importantes para la conservación” (Escobar, : ). Sin embargo, esa calificación de profesionales y funcionarios no ha sido suficiente para virar la voluntad política de los gobiernos que iniciaron la titulación colectiva, hasta haber puesto a la fuerza pública al servicio de la defensa de territorios colectivos cuyo estatus, además, es reconocido por la legislación internacional. La ilusión de que sus coinvestigadores de la base hubieran aprendido a desencializar cultura y naturaleza le restó poder predictivo a esta versión de la euroindogénesis en el asunto trascendental de la guerra. Ni siquiera en los trabajos más recientes el lector percibe cómo, entre y , las máquinas bélicas se enseñorearon del litoral del Pacífico, comprometiendo la territorialización iniciada en febrero de , cuando el Incora les entregó a los consejos comunitarios de los ríos Truandó y Cacarica las primeras escrituras, acreditando la territorialidad colectiva en esos espacios. Al otro lado del espectro se halla el “negropesimismo” de Michel Agier, Odile Hoffmann y Elisabeth Cunin. Para esta última, el “carácter multicultural y pluriétnico de la identidad nacional” no fue reconocido y legitimado luego de una contienda política, sino que “[…] Colombia [lo] decretó mediante la nueva Constitución de […]” (: ; el subrayado es mío), y como instrumento para paliar las crisis de varias administraciones presidenciales y crearle al país una cara moderna ante el mundo (). Con sorna, cita el Plan de Desarrollo de la Población Afrocolombiana, porque considera al multiculuralismo “[…] como la respuesta providencial a la violencia endémica que ensangrienta al país” (ibid.),
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y sostiene que las reivindicaciones étnico-territoriales de los afrocolombianos fueron copia de la utopía del movimiento indígena. Agier y Hoffmann coinciden con Cunin en que a esa utopía la habría clonado el movimiento “negro”, debido al ímpetu misionero de la Pastoral Social. Allí, la Asociación Campesina Integral del Atrato Medio habría adherido al mensaje eclesial y extendido sus reivindicaciones al resto del litoral. El carácter imitativo del proceso, a su vez, explicaría la índole más bien artificial de las reivindicaciones territoriales de los “negros”, pero en especial de la intersección de esa lucha con la reivindicación de la identidad: Michel Agier y Odile Hoff mann iluminan el peligro de una política “etnicista” que estaría fundamentada sobre la construcción de un actor étnico con fines de política interna, y sobre la transformación de un problema de tierras en un reto identitario [sic]: de este modo, someten a discusión el modelo étnico puesto en marcha por el Estado […] El asunto de las tierras tomó una dimensión tan grande en el debate sobre la discriminación positiva y la construcción de una etnicidad afrocolombiana, que ahora el control territorial ya parece la verdadera razón de ser del movimiento “negro”, siendo la etnicidad el mejor medio de conseguir la titulación de las tierras. La trilogía “tierra, comunidad e identidad”, heredada del modelo indígena, se reactualiza sobre falsos aires de originalidad y de surgimiento étnicos; no esconde, sin embargo, una instrumentalización de la etnicidad que, evitando todo debate sobre fundamentos de esta diferenciación, se apoya sobre una concepción —estática, esencialista, discreta— ampliamente manipulable de la identidad. La discriminación positiva actual tiende a ocupar e incluso a impedir la multiplicidad de discursos, la complejidad de los procesos de creación identitaria [sic], sometidos a negociación y objetos de compromiso, basados en la movilización e invención de una memoria colectiva, y los desafíos de la relación identidad/territorio (Cunin, : , ).
Pese a que más adelante demostraré que las aseveraciones anteriores son contraevidentes, uno sí se pregunta por las alternativas que este trío de especialistas habría propuesto para resolver un problema que estaba muy lejos de ser ficticio, a no ser que las víctimas del destierro forzado también obedezcan a “falsos aires de originalidad y surgimiento étnico”. No obstante que Mieke Wouters haya complejizado los papeles que desempeñaron la Acia y los claretianos en cuanto a la delimitación del problema territorial de los negros (), Cunin se reafirma en los supuestos sesgos fingidos del proceso de reforma constitucional, afirmando que la exclusión de la llanura del Caribe del artículo transitorio de la Constitución también se debió a que: Desde las primeras obras (Gutiérrez Azopardo, ; Friedemann, b, a, b; Cifuentes, ; Mosquera, []; Moreno Salazar, ) hasta los trabajos más recientes (Mosquera y Rentería, ; Losonczy, []; Uribe y Restrepo, ; Hoff mann, []; Camacho y Restrepo, , Khittel,
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), todos se han interesado de manera casi exclusiva por las comunidades negras del Pacífico (: ).
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En estas últimas líneas, la socióloga citada pasa de los supuestos contraevidentes a la mentira. En primer lugar la prioridad que el artículo transitorio de la Constitución de le otorgó al litoral del Pacífico tuvo que ver con la inminencia de la expulsión de los afrocolombianos y del conflicto armado, a su vez relacionados con la introducción de una modernidad a espaldas de los moradores tradicionales de la región, indígenas y afrocolombianos (Arocha, ). En segundo lugar, que en cuanto a la investigación, los “primeros trabajos” no son del decenio de , sino anteriores. En el caso de un pionero como Aquiles Escalante, se refirieron a la llanura del Caribe, opción que también tomó Nina S. de Friedemann, quien se inició en el campo con la etnografía de Anancy entre “raizales” de San Andrés, Providencia y Santa Catalina (Friedemann, ); continuó con el establecimiento de una estación de investigaciones etnográficas en la llanura del Caribe, de la cual nacieron los estudios antropológicos y lingüísticos del Palenque de San Basilio, de los cabildos de negros en Cartagena y del Carnaval de Barranquilla, así como de las conexiones históricas y culturales que la resistencia contra la esclavización tendió entre esas manifestaciones (Friedemann, , ). El trabajo que de Friedemann desarrolló en esa época no sólo tuvo que ver con la etnohistoria y la cultura de los afrocaribeños, sino con los procesos de aniquilamiento cultural y desposesión territorial a los cuales los sometían el poder central, la Iglesia, los politiqueros locales y los terratenientes que expandían sus grandes haciendas de ganadería extensiva a costa de tierras como las de los palenqueros. El cuadro de exclusión étnica y expulsión territorial que dibujó de Friedemann hacía parte de una imagen más amplia a cuyo delineamiento habían contribuido, entre otras, las investigaciones del equipo que había formado Orlando Fals Borda con el nombre de La Rosca (). De hecho, el panorama caribeño alimentó las exploraciones sobre ausencia de derechos territoriales que la misma de Friedemann abrió en el Pacífico, con su estudio de la minería en el Güelmambí y de las transnacionales de la minería, la cual sintetizó en una exhibición fotográfica que recorrió todo el país (Friedemann, , a). De este modo, una y otra región figuraron dentro de un mismo horizonte de exclusión jurídica fundamentada en la legislación de baldíos que el gobierno puso en marcha durante la segunda mitad del siglo xix para responder al pago de la deuda externa (Gamboa, ; Palacios, , ). Dentro del cuadro que Cunin dibuja, y acerca del cual parecería haber un consenso con Agier y Hoffmann, no sobresale la literatura sobre la exclusión territorial que desde la Colonia escenificaba la zona plana del norte del Cauca. No le presta cuidado a la contribución que Michael Taussig aportó con el seu-
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dónimo de Mateo Mina (), así como los trabajos del equipo de Educación no Formal del Centro de Investigaciones en Desarrollo de la Universidad del Valle (Cabal, ), pero mucho menos a la contribución de de Friedemann sobre la misma zona (). El resultado de esta omisión consiste en hacer invisibles las conexiones demográficas, culturales y territoriales entre esa zona y regiones del Pacífico como las del Naya, así como las formas de resistencia del pequeño campesinado nortecaucano, las cuales hacen parte de las luchas étnico-territoriales de comienzos del siglo xx (Sánchez, ). Su saga nace de las distintas formas de cimarronaje colonial y pertenece al contrapunto entre etnodesarrollo y contrainsurgencia estatal propio de las luchas agrarias del siglo xx (Arocha, a). Buena parte de esas perspectivas quedó sintetizada en el diagnóstico que elaboró la Comisión de Estudios sobre la Violencia en Colombia a petición del presidente Virgilio Barco Vargas. Los memorandos de Alejandro Reyes Posada y Adolfo Triana Antorveza sobre formas colectivas de dominio territorial, derechos étnicos y legislación de baldíos en el contexto de la geopolítica de comienzos del siglo xx fueron fundamentales para redactar el catálogo de conflictos étnico-territoriales que aparece en el libro que recoge los resultados de ese trabajo, Colombia, violencia y democracia. Ese inventario supera la ecuación etnia = indio que había dominado en las ciencias sociales y en las ciencias jurídicas aplicadas. Así, les presta atención a las exclusiones territoriales que soportaban los afrocolombianos y otros pueblos étnicos. Formula, además, una recomendación que con claridad antecede a la redacción de lo que en sería el Artículo de la Constitución Nacional7. Veamos, en primer lugar, la recomendación aludida: “El Estado deberá reconocer que la nación a la cual sirve es multiétnica [...]” (Comisión de Estudios sobre la Violencia en Colombia, : ), y en segundo lugar el artículo séptimo de la Constitución de : “el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana [...]” (República de Colombia, : ). Entonces, no se trató de que el Estado impusiera el multiculturalismo, sino de que reconociera su existencia antecedente. No obstante que el proceso democrático de esos años involucraba la movilización que realizaban Acia y los claretianos, sería obtuso desconocer que Colombia, violencia y democracia comenzó a recoger parte del clamor ciudadano en contra del unanimismo político, cultural y étnico de la Constitución de . Al mismo tiempo, resaltaba la relación entre exclusión y violencia. Dos años más tarde, todo este conjunto de análisis nutriría buena parte de las conversaciones de paz que se 7. Esos memorandos tan sólo aparecieron en la primera edición del libro Colombia, violencia y democracia, y de manera inexplicable fueron omitidos de las demás.
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iniciaron con el m-, ya desmovilizado en Santo Domingo, cerca de Tacueyó, departamento del Cauca. A su vez, esos diálogos tendrían un escenario formal en las mesas de Concertación y Análisis que se llevaron a cabo con el mismo movimiento en el Capitolio Nacional y ratificaron que una asamblea constituyente fuera requisito indispensable para la dejación de armas. Las opiniones informadas de los académicos periféricos que tomaron parte en esas deliberaciones8 tampoco hacen parte ni de éstos ni de los anteriores estudios metropolitanos sobre los antecedentes de la “ley de negritudes”, no obstante el que hubieran quedado consignadas en el ensayo “Hacia una nación para los excluidos”. El movimiento negro se apropió de este documento; lo reprodujo en la revista Afrocolombia, cuyo primer y único número fue publicado en la Universidad Nacional de Colombia, y empleado por el adalid Carlos Rosero para hacer su primera intervención en la asamblea preparatoria de la Asamblea Nacional Constituyente9. Ese escenario fue instalado después de que en las elecciones de mitaca de ganara la “séptima papeleta” en pro de reformar el estatuto de . No fueron pocas las sesiones de la subcomisión de asuntos étnicos dedicadas a buscar los medios para remediar las asimetrías que siempre habían caracterizado las relaciones del Estado y la sociedad con indígenas y “negros”. No es por casualidad que en una cita anterior, Carlos Rosero se refiera a la noción político-cultural de “pueblo”, porque en ese foro una de las propuestas más debatidas involucró el reemplazo de palabras como “grupo” o “población” por la de “pueblo”, y la de “negro” por “afrocolombiano”, de modo tal que la nueva carta los desracializara a ambos, y los considerara con grados comparables de organización. Este ideal no se alcanzaría, y tanto el artículo transitorio de la Carta Política, como la Ley de hablan de “comunidades negras”. De esta manera es contraevidente la afirmación ya citada de Cunin en el sentido de que a partir de el Estado llama “afrocolombianos” a los “negros”. No se trata aquí de formular reclamos desde la antropología periférica, sino de superar el reduccionismo que tanto critica la metrópolis. La relación entre etnicidad y territorio no puede soslayarse como simple calco de las reivindicaciones del movimiento indígena. Adalides del movimiento afrodescendiente como Zulia Mena han tenido clara conciencia de que la reparación territorial que se merecen tiene que ser de carácter colectivo. De ahí que el de agosto de , al responderle el discurso al presidente César Gaviria, deletreara cuáles eran las franjas sobre las cuales ejercían dominio las comunidades 8. Augusto Ángel Maya, Gerardo Ardila Calderón, Fabricio Cabrera Micolta, Eduardo Pizarro Leongómez y Hernando Valencia Villa, entre otros. 9. Dentro de ese foro, la antropóloga Myriam Jimeno Santoyo presidió la subcomisión de asuntos étnicos.
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afrochocoanas de la costa, durante qué épocas del año las ocupaban y quiénes lo hacían. Además, de esa manera les replicó a los sindicalistas que calificaban la noción de título colectivo como muestra de atraso, y en su reemplazo no sugirieran fórmula alguna (Arocha, ). Por otra parte, hay que completar el complejo escenario de inclusión étnica que por fin inició la reforma constitucional de . La visión acerca de los protagonistas de la base no puede seguir reducida a la élite letrada, ni la del caso de los grupos de apoyo al movimiento puede continuar restringida a los misioneros católicos y a las ong internacionales. Moder n i da d deseu ropei z a da El problema con el puritanismo de corte anglosajón consiste en la dualidad de sus aplicaciones. En los países productores de cultivos de uso ilícito ya conocemos bien los efectos de la doble moral que pretende castigar la producción mediante la aspersión de glifosato y la represión de los pequeños productores, pero es más complaciente con el menudeo de la droga en las calles de Nueva York. En el ámbito de la euroindogénesis, ese estilo de actuar se percibe en la noción de modernidad como elaboración de larga duración y persistencia que se remonta a la Ilustración y se refleja en racionalidad, fluidez de pensamiento y acción, individualismo, progreso, reconocimiento de valores universales (Gros, ), gobernabilidad y mercantilización (Escobar, : ). Queda asociada al librepensamiento de tal forma que incluso Cunin (: ) se vale de ella para absolver a Goffman, a quien “[…] se le acusó de tener una actitud conservadora, interpretando su sociología como una apología de los rituales sociales. Pero también puede ser pensada como una imponente teoría de la modernidad, sostenida por una lógica subversiva capaz de introducir una locura tan vertiginosa como puede serlo la estabilidad del orden social […]”. No obstante, hay escogencias distintas a la de la versión valorativa de la modernidad. En The Homeless Mind, Peter Berger, Brigitte Berger y Hansfried Kellner la ataron al proceso de aplicar la tecnología para generar crecimiento económico, y al advenimiento de la burocracia y demás instituciones que se derivan de esa utilización (Berger et al., : ). Según ellos, la combinación además dio origen a la pluralidad de esferas dentro de las cuales se comenzó a mover la gente —vida pública y vida privada—, en cuya profundización contribuirían la ciudad y los medios de comunicación de masas (-). El proceso también fue inseparable de una tecnología de producción basada en operaciones mecánicas, mensurables y reproducibles¸ para que cualquier persona debidamente adiestrada pudiera desempeñarlas (). Un cuadro muy parecido al que resumo de manera muy apretada fue el que encontró Sydney Mintz entre los árabes que consolidaron la producción de
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azúcar refinado en el norte de África y el sur de España, a medida que propagaban el Corán, desde el siglo viii. Sus inventos se cimentaron en la matemática y consistieron en la agroindustria, la ingeniería hidráulica y la ingeniería industrial, de modo tal que “[…] con los conquistadores árabes también viajaron falanges de administradores subordinados (más que todo no árabes), políticas de administración y tasación, tecnologías de irrigación, producción y procesamiento, así como los impulsos para expandir la producción” (Mintz, : ). La agroindustria azucarera del Mediterráneo explica buena parte del comercio transahariano de cautivos africanos, en tanto que la americana —junto con la minería de metales preciosos— da cuenta de la trata transatlántica (Mintz, ). Entonces, vista desde una perspectiva no europea, a la modernidad estarían entrando desde hace tres siglos los africanos y sus descendientes (Arocha, ). A partir de esos años, la saga “negra” también habría consistido en resistirse al proceso que hoy la euroindogénesis considera redentor. José Jorge de Carvalho () ha deletreado el valor que aún hoy en día tienen las africanías ancestrales para alcanzar esa liberación. Se trata de expresiones que privilegian ámbitos rituales y estéticos dentro de los cuales lo que sus practicantes —aun en espacios urbanos— más aspiran es a no precipitarse en los abismos modernos de la asepsia emocional, estética y espiritual. Entonces, no debe causarnos extrañeza el ver cada día más y más dirigentes del pcn engalanados y engalanadas con las pulseras y collares que los caracterizan como hijos de Changó, de Elegguá, de Ochún guerrero o de cualquiera otro de los orichas mayores. El asunto es que mientras los académicos difunden el puritanismo antiesencialista, los afrodescendientes del Pacífico, del Caribe y de los valles interandinos manipulan esencias, ya sea para esgrimirlas, inventarlas, recuperarlas, difundirlas, cuestionarlas o extirparlas. Esa gente enfrenta una guerra que no se diferencia de otras guerras coloniales en cuanto a que su móvil es la tierra, y una de sus armas, la esencia de la modernidad y el progreso. En consecuencia, los agredidos se defienden recuperando marimbas y currulaos, en tanto que las desterradas se insertan en las metrópolis experimentando con sus esencias culinarias a ver qué tanto caldo Maggi y qué tanta harina de trigo pueden ponerles a las salsas antes de que pierdan el sabor chocoano o tumaqueño, y los “mestizos” del altiplano dejen de ir a las pescaderías “del Pacífico” (Godoy, ). Eso sí, ellas también guardan los ombligos de sus hijos nacidos en Bogotá en frasquitos de vidrio, para mandarlos a Baraudó o Paimadó, de modo tal que las abuelas los entierren y no se pierda esa esencia que los une con su tierra y los hace parte de un mundo espiritual con el cual se rehúsan a romper (Arocha, ). Al contrario de estas constataciones que han tenido lugar en la capital de la República, la nética construccionista hace énfasis en la inestabilidad, la mez-
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cla, la hibridaciĂłn, lo impredicho, la apertura de los sistemas, la fĂĄcil adquisiciĂłn de mĂşltiples competencias, la ausencia de raĂces, la relatividad de descripciones y narrativas cientĂďŹ cas. Desde esas perspectivas, ÂżcĂłmo explicar la terquedad con la cual se sigue expandiendo la violencia por toda Afrocolombia? QuizĂĄs ya sea hora de que el constructivismo comience a explicar, retrodecir y predecir la guerra, tanto como que empiece a sugerir medios para reemplazar la violencia por medios dialĂłgicos para resolver y superar conictos. BIBLIOGRAFĂ?A
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RECUPER ANDO ANTROPOLOGÍAS A LT E R N A T I VA S ? François Correa Profesor Asociado, Departamento de Antropología Universidad Nacional de Colombia fcorrear@unal.edu.co
RESUMEN
Este texto destaca las diferencias
ABSTRACT
This text higlights the way the
en las condiciones del ejercicio de antropólogos
practice conditions of the national and foreign
nacionales y extranjeros, y en el objeto y los
anthropologists´ differ in the object, as well
fines de su trabajo. Aunque ambos se orientan
as in the goals of their work. Although both
a la investigación, los nacionales culminan
of them are guided to the investigation, the
ejerciendo tareas profesionales. Su ejercicio
national ones culminate excercising professional
obligatoriamente enfrentado a la realidad
tasks. Their exercise obligatorily has faced
nacional es el que ha señalado las características
the national reality and it is the one that has
distintivas de la antropología colombiana. Su
pointed out the distinctive characteristics
opción de trabajar con sectores deprimidos
of the Colombian antropology. In the first
del país rebasó las tareas de investigación,
place, their option to work with the depressed
y los indujo a resolver su participación en la
sectors of the country, as the indigenous
sociedad nacional. También obligó a esclarecer
populations, has surpassed the investigation
las transformaciones internas de la población y
tasks to contribute to solve its participation
el impacto de las relaciones externas. Demandó
in teh national society. It also demanded to
sobreponer a la mera investigación la toma de
superimpose to the mere investigation, the
posición sobre las transformaciones generales
taking of position on the general transformations
del país. Por ello, su ejercicio no depende
of the country. Because of this, their excersice
simplemente de la disciplina, sino de las
doesn´t depend simply on the discipline but
condiciones que comprometen a las poblaciones
of the conditions that entrust the populations
de las cuales el antropólogo forma parte.
of which the anthropologist form part off.
PALABRAS CLAVES :
KEYWORDS:
Antropología en Colombia y antropología extranjera.
Colombian anthropology and foreign anthropology.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 2 0 0 5 PÁ G I N A S 10 9 -119 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 F ECH A DE R ECEPCIÓN : A BR I L DE 20 05 | F ECH A DE PUBLIC ACIÓN : JUNIO DE 20 05 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E F L E X I Ó N
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L
François Correa
a antropología realizada en Colombia por extranjeros y nacionales no es ni ha sido homogénea. Como cualquier ejercicio disciplinario, que habría que delimitar en el tiempo y el espacio, ha estado sujeto a transformaciones históricas y, en ellas, las corrientes teórico-metodológicas, los campos de atención y los objetivos. A sabiendas del riesgo que implican las generalizaciones, este ensayo pretende ilustrar ciertas características de la etnología en Colombia realizada por extranjeros y nacionales. Distinguirlos apelando a su origen es, precisamente, la primera generalización que posterga la discusión del contenido que sugiere el subtítulo del simposio, u otras oposiciones como hegemónico/subalterno o colonial/postcolonial que hoy son corrientes en la antropología. Tampoco podré en este opúsculo evaluar las orientaciones teórico-metodológicas ni sus descubrimientos, cuyo análisis demandará elaboraciones que den cuenta de matices más justos, indispensables para la reflexión sobre el desarrollo y los alcances de la antropología en Colombia. Me limitaré a destacar las distintas condiciones de su ejercicio y cierta impronta metodológica que resulta del diferente compromiso social que orienta sus trabajos. Esa sumarísima comparación será aprovechada para argumentar cómo ciertos presupuestos epistemológicos que hoy parecieran novedosos están presentes en la antropología colombiana desde sus orígenes, no obstante parecieran confundirse en la precaria memoria a la que sometemos nuestro trabajo. Recordaré, para comenzar, que la labor del antropólogo extranjero en Colombia se ha orientado predominantemente a la investigación. En su mayoría, se trata de estudios de postgrado con dedicación exclusiva, cuya financiación compromete específicos resultados ante las entidades que les respaldan, y deja poco límite a la improvisación. En general, ha buscado resolver problemas del
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trabajo disciplinario y, en particular, aquellos que avanzan sobre el desarrollo de corrientes teórico-metodológicas de las escuelas de origen. Aunque una perspectiva absolutamente científica que pretendiera atacar objetos de atención predominantemente epistemológicos ha sido y sigue siendo materia de discusión, en buena medida, Colombia es un laboratorio cuyas comunidades y su particular situación son elegibles por su potencial oportunidad para dar cuenta de propios problemas de conocimiento que contribuyen al desarrollo disciplinario. La formación del antropólogo nacional también se orienta a la investigación. La mayor producción se halla en los trabajos de pregrado que, sometidos a requisitos académicos, sin embargo, gozan de una enorme libertad en la escogencia de los referentes conceptuales, los procedimientos y los objetivos. Aunque eventualmente podrían descubrir nuevos campos y perspectivas de análisis, siempre corren el riesgo de la dispersión y la discontinuidad con respecto de los conocimientos alcanzados. Luego, enfrentado a las inalcanzables exigencias de las entidades que se especializan en el respaldo a la investigación (Colciencias, icanh, Finarco, etc.), difícilmente pueden dar continuidad a las pesquisas. Aunque algunos nacionales, en progresivo aumento, siguen estudios de doctorado, deben realizarlos en el extranjero y bajo iniciativa personal, pues aun contando con las recientes maestrías y especializaciones, el vínculo y la continuidad de sus investigaciones no está previsto por nuestras escuelas. Mientras que, en la mayoría de los casos, doctorantes extranjeros terminan vinculados a las escuelas o entidades que respaldan la realización de su trabajo de campo, los pregraduados colombianos tienden al ejercicio profesional que, en su mayoría, depende del Estado, eventualmente de entidades privadas, organizaciones no gubernamentales y, en contadas ocasiones, de proyectos socioculturales autónomos. Las condiciones de financiación y el respaldo de poderosos departamentos de antropología como el de Cambridge en Inglaterra, el Massachusetts Institute of Technology de Estados Unidos o la École des Hautes Etudes de Francia, respalda una experimentada formación teórico-metodológica para garantizar un eficiente trabajo etnográfico. Así, mientras que el antropólogo extranjero puede dar continuidad a su investigación, profundizarla y ampliarla en el seno de equipos especializados, el antropólogo nacional culmina su vínculo académico, investigativo y social con la escuela de pregrado. Éste se enfrenta a las exigencias profesionales que debe responder con su ejercicio, que, las más de las veces, parte de modelos formulados de antemano por la institución en la cual su conocimiento se convierte en instrumental. Aunque sabemos de esfuerzos de las instituciones antropológicas y arqueológicas en la financiación de los trabajos de pregrado y la continuidad de la investigación de los egresados, dicha política no ha sido institucionalizada ni prevista en las universidades. Más preocupante es la distorsión entre la formación para
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la investigación y el ejercicio profesional que no ha sido resuelto por nuestras escuelas, y es constante inquietud de los egresados. Los investigadores extranjeros suelen permanecer por lo menos un año en trabajo de campo, con breves temporadas de descanso. Durante sus estancias en las capitales colombianas se ocupan de la consulta bibliográfica, la conversación con los nacionales y, eventualmente, pronuncian conferencias. Ocasionalmente, prolongan su permanencia para contribuir a la docencia y, excepcionalmente, realizan labores administrativas de la disciplina. Los trabajos de campo de los nacionales, limitados por la financiación personal, suelen restringirse a uno de los semestres del Trabajo de Pregrado. En el caso de profesionales, sean del Estado o entidades privadas, su continuidad se contrae debido a las reglas de contratación. Son selectas las posibilidades de respaldo financiero a verdaderos trabajos de campo. En nuestros departamentos se ha venido disminuyendo el tiempo curricular, argumentándole como privilegio de la especializada formación académica de postgrado y, últimamente, justificándole según presuntas orientaciones recientes del análisis de la cultura periclitada en el discurso y el texto, que legitimaría su restricción a la hermenéutica o la deconstrucción. La intervención personal de los antropólogos extranjeros en la antropología nacional ha sido esporádica y las más de las veces ha estado limitada por el tiempo de su trabajo de campo. Aun contando su vínculo con investigadores nacionales, ello dista considerablemente de la coinvestigación, de la formación colectiva y de la relación interinstitucional. En cuyo caso, y con notables excepciones, frecuentemente se trata de esfuerzos de iniciativa nacional. Becas de estudio y cofinanciación de investigaciones nacionales se convierten en el vehículo que reemplaza el interés de coinvestigación y conformación a mediano término de equipos de trabajo. Huelga decir que ello no ha dependido, exclusivamente, del investigador extranjero. Descansa en la debilidad de la antropología nacional y su capacidad organizativa para generar los espacios de colaboración y gestión científica. El interés en la vinculación de antropólogos extranjeros viene siendo ocupado por la formación de los postgrados. Pero la invitación de docentes extranjeros a contribuir con la formación en las maestrías y especializaciones nacionales no necesariamente responde a la comunidad de intereses derivados de mutuos trabajos de campo, sino a su prestancia académica, que suple necesidades de formación. Un esfuerzo colectivo en la comunicación de los resultados de antropólogos influyentes siguen siendo los congresos de antropología, que, por su naturaleza, no son espacios adecuados para la discusión. Desde la institucionalización de la antropología colombiana por Paul Rivet, los influjos de la antropología extranjera han sido permanentes, no sólo
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en cuanto a la orientación teórica-metodológica (todavía nuestros programas curriculares persisten en orientaciones desde las grandes corrientes euroamericanas), sino aun sobre los temas y problemas epistemológicos. Sin embargo, estudios del cambio sociocultural, como el de Sayres entre comunidades campesinas de Zarzal, el de Swartz entre los guambianos, o la comparación entre poblaciones indígenas y campesinas del Cauca por Sutti Ortiz, han sido reducidos a una episódica atención, o incluso ignorados, como el análisis sobre la cosmología de la ika de Tayler, el de la mitología yukuna de Jacopin, o el realizado sobre el flujo de energía entre los tatuyo por Dufour. De todas maneras, el mayor peso de la influencia de la antropología extranjera en Colombia no parece directo sino que, como ocurre con otros resultados, depende del impacto académico de sus aseveraciones y de la capacidad de alcanzar teorías explicativas inscritas en las grandes corrientes antropológicas que alcanzan cierto reconocimiento internacional y se asientan en el país, básicamente, a través del renombre alcanzado por las publicaciones. Tal fue el caso de los estudios de Price sobre población afrodescendiente; de Morner, sobre el mestizaje; de la teoría del etnocidio, según la experiencia de Jaulin entre los bari; o, entre estas mismas gentes, la discusión sobre la marginalidad de los pueblos selváticos, según la presunta deficiencia proteínica discutida por Beckerman; la relación entre el cuerpo, la sociedad y el cosmos como modelo simbólico que delinea la identidad social de los barasana, realizado por C. Hugh-Jones; el lugar político de la memoria en la identidad social en relación con la sociedad nacional y el Estado, derivado del trabajo entre los nasas y pastos de Rappaport; o el trabajo de campo en el Valle del Cauca y el Putumayo de Taussig, simiente para sus reflexiones sobre el chamanismo, el colonialismo y el terror, para mencionar algunos temas que traspasaron las fronteras nacionales. Sus formulaciones descansaron en prolongados trabajos de campo orientados por corrientes contemporáneas de la antropología que han contribuido a establecer pilotes fundacionales de la antropología en Colombia. Sin embargo, también preocupa cómo algunos de sus resultados, como el libro de Goldman sobre los cubeo o el de Reichel-Dolmatoff entre los kogi, siguen siendo las básicas referencias sobre estos grupos étnicos, aunque sus elaboraciones ya alcanzan medio siglo. Recientemente, se podría decir lo mismo de las elaboraciones de Goulet o Saler entre los wayú, de Langdon sobre los siona, de Isackson o Stipek sobre los embera. Sorprende, al mismo tiempo, la facilidad con que nuestra antropología conduce al olvido ciertos estudios anteriores, como ha ocurrido con los de Virginia Gutiérrez de Pineda entre los wayús, de Segundo Bernal entre los nasas, o de Bonilla entre los kamentsas e ingas. Aun contando con la importancia histórica de sus obras, no han sido del todo incorporados al balance del ejercicio de la antropología en Colom-
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bia, ponderando sus alcances y proyectando la necesidad de nuevos trabajos de campo, con nuevos enfoques y problemáticas que contribuyan a la elaboración de nuevas perspectivas de análisis. Tal falta no sólo lleva a la pérdida de la memoria sino, eventualmente, a la repetición, el retorno y, a la postre, al estancamiento. Por cierto, Colombia comparte problemáticas socioculturales que la comunican, incluso geográficamente, con contextos macrorregionales americanos, como ocurre con otros pueblos del Caribe, de los Andes, del Pacífico, de los Llanos o la Amazonia; pero los estudios de sus comunidades tienden a ser locales. Como se sabe, tal localización no depende de los lugares del trabajo, sino de su actual orientación, que desatiende los contextos regionales, uno de cuyos indicativos es la ausencia de una verdadera “etnología” en Colombia. Por otra parte, aunque una representativa descripción sociocultural del país indígena conocido se halla en las obras de extranjeros, es característica recurrente que sus especializados conocimientos restrinjan su impacto a la antropología nacional. Más precisamente dicho, la influencia de los antropólogos extranjeros suele limitarse al estrecho círculo académico nacional y aún no se ha realizado el esfuerzo necesario para introducir al país el alcance de sus resultados. Las reflexiones suelen restringirse a la formación escolar y sólo esporádicamente se promueven ambientes académicos colectivos que analicen los resultados, sus implicaciones científicas y la trascendencia de su interpretación de las sociedades y culturas nacionales. En parte por ello, ese antropólogo al tiempo que es extranjero en Colombia lo sigue siendo para esa otra sociedad culturalmente distinta, no obstante pretenda contribuir a entender su lugar en la diversidad cultural colombiana. Distingo, pues, las condiciones de ejercicio, de la orientación y capitalización de sus resultados. Las condiciones de producción de la antropología en Colombia realizada por extranjeros y nacionales no son equiparables, y no podrían reclamarse resultados similares. Sus diferencias no sólo deben ser ponderadas según las condiciones de financiación, su ejercicio disciplinario y la pericia para dar cuenta de ciertas problemáticas, sino en las proyecciones trazadas a sus objetivos. El bosquejo anterior evidencia dificultades y desventajas de las condiciones de producción nacional que deben ser salvadas, pero no necesariamente prefiguran el derrotero de un programa para la antropología colombiana. Sus propósitos y alcances guardan una considerable distancia con respecto a la antropología extranjera, algunos de cuyos rasgos destacaré ahora como fortalezas que han orientado el ejercicio de la antropología nacional. La primera determinación del trabajo del antropólogo colombiano ha sido, desde sus comienzos, la caracterización de los indígenas como parte de la sociedad nacional. Desde , Hernández de Alba argumentaba que lo indio constituía “la verdadera expresión continental de América” y, desde entonces,
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los trabajos de campo entre estos pueblos argumentaron su participación constitutiva en la nación y, en consecuencia, cómo la comprensión de la situación de los indígenas era parte de la construcción social, cultural y política de la nacionalidad. Como lo expresara más tarde Torres Giraldo, la situación del indígena en Colombia no podría ser considerada como un “problema” individual sino que se halla articulada en la sociedad nacional, y su resolución debería contribuir a la búsqueda de un proyecto de sociedad en el que participaban distintos sectores de la población nacional. Es verdad que entre aquellos antropólogos pioneros, formados en el Instituto Etnológico Nacional, se alinderaron tendencias que consideraban que la labor del antropólogo debería dar cuenta de las específicas condiciones de vida de los indígenas, mientras que otros optaron por presentar sus resultados de acuerdo con las relaciones asimétricas en las que tales pueblos participaban en la sociedad nacional. Sin embargo, los primeros terminarían por analizar la confrontación sociocultural y política, y los segundos se vieron obligados a analizar sus expresiones culturales, sociales, económicas y políticas compartidas con otros sectores deprimidos de la sociedad nacional. Una vez realizados los primeros trabajos de campo, fue manifiesto que los indígenas participaban de una doble condición social: la de ser indígenas, es decir, constituir pueblos distintivos en el conjunto de la mayoría nacional, pero al mismo tiempo, compartir ciertos rasgos con otros nacionales, como la explotación económica, el marginamiento social y cultural, y la opresión política, que Antonio García acuñó bajo la expresión latinoamericana de “colonización interior”. En , este autor inició un programa de trabajo dirigido a los científicos sociales y a los administradores del Estado, discutiendo su omisión en la comprensión de la sociedad nacional que obligaba a integrar “el problema indígena a los problemas de la sociedad colombiana”. La comprensión de lo que desde entonces se denominó la “cuestión indígena” dependía de la caracterización de la sociedad nacional y del lugar que dichos pueblos ocupaban dentro de la sociedad. Estos rasgos señalaron el derrotero del trabajo del científico social entre poblaciones deprimidas del país, comprometiendo su contribución a la resolución de la asimetría social en la cual se contaban los indígenas. Los trabajos de García, Friede o Hernández de Alba, que estuvieron acompañados de esa primera generación de antropólogos, como Luis E. Valencia, Blanca Ochoa y Gerardo Molina, Luis A. Acuña, Gabriel Giraldo Jaramillo, Virginia Gutiérrez y Roberto Pineda, o los Reichel-Dolmatoff, propugnarían, según García, la adopción simultánea de “una posición en la ciencia y en la política”. Como se sabe, se tradujo en la entonces denominada Antropología Aplicada, que se pretendió instrumentar con la creación de la División de Asuntos Indígenas. Más tarde, con la conformación de los primeros departamentos de antropología, se
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generarían grupos de apoyo universitario a las luchas indígenas por el reconocimiento de sus reivindicaciones sociopolíticas y culturales, y sus derechos como pueblos, a contracorriente de aquella diferenciación social que pretendía su homogeneización en el irremediable camino de evolución hacia el inalcanzable futuro del desarrollo. Es por lo anterior que la producción nacional no sólo ha debido dirigirse a esclarecer las características distintivas de estos pueblos, para argumentar la diversidad sociocultural en el país, sino que su atención se ha orientado, mayormente, al análisis de las transformaciones internas y del impacto de la intervención de la sociedad nacional. La antropología colombiana, desde un comienzo, ha estado signada por el análisis de la dinámica social. En la historia de la antropología nacional es posible recorrer una prolongada genealogía de antropólogos que por décadas han orientado sus elaboraciones en dicha perspectiva. Sus elaboraciones no se han limitado a la comprensión de la diversidad sociocultural, sino que sus resultados han valido para argumentar el reconocimiento de sus derechos como garantes de su participación y pervivencia en la sociedad nacional. Lo anterior nos permite señalar tres características adicionales del trabajo de la antropología colombiana. En primer lugar, que la caracterización de las poblaciones indígenas no dependía, meramente, de sus diferencias culturales. La relación de estas poblaciones con la sociedad nacional obligaba a un análisis de su situación económica, social y política en el concierto de la sociedad nacional. Por ello mismo, los resultados del ejercicio antropológico en la comprensión de las situaciones locales han demandado un camino de aproximación que sobrepasa las fronteras disciplinarias, o como hoy se dice, bajo una orientación transdisciplinaria. Dicha impronta, que el profesor Reichel-Dolmatoff denominó “trabajo en las fronteras”, ha obligado al antropólogo a comunicarse con miembros de otras disciplinas, y a la alianza con otros intelectuales, como los abogados, los sociólogos o los biólogos. Por otra parte, el ejercicio de la antropología en Colombia también ha comprometido el análisis de estos segmentos de población con respecto a otros, campesinos y sectores deprimidos, con los cuales comparte relaciones sociales similares; el contexto local dependía de una comprensión de la situación nacional, y ésta, de la encrucijada de las relaciones internacionales, que hoy se propone recobrar articulando lo “local” con lo “global”. Pero, adicionalmente, la comprensión sobre la situación social del país, resultado de los trabajos de campo entre poblaciones mayoritariamente deprimidas, privilegiando el análisis de las transformaciones sociales, condujo a una toma de posición y participación de los antropólogos nacionales. No es, pues, gratuito que buena parte de los resultados puedan leerse como contribu-
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ción al reconocimiento de la diversidad social y cultural nacional. Ejemplos de ello han sido el acompañamiento a grupos étnicos en el reconocimiento de sus derechos y de sus territorios, concebidos a veces meramente como naturaleza. También se ha contribuido al ajuste del ejercicio político-administrativo del Estado; no solamente en términos de los procedimientos jurídicos-políticos, como el peritaje antropológico, sino por cuanto el ejercicio político hace necesario, cada vez más, contar con conocimientos profesionales para dar cuenta de variables socioculturales indispensables para la política. También puede mencionarse la ampliación del denominado patrimonio cultural, resultado de la contribución de arqueólogos y la ampliación del espectro de la política cultural en Colombia. Más allá de los resultados científicos, las prácticas profesionales que se dirigen al reconocimiento de las identidades han sido la impronta de la contribución al ejercicio de la diversidad sociocultural del país. Así es como podemos leer la apertura del estado, de entidades internacionales, de empresas privadas y, particularmente, de las ong, en la contratación de antropólogos como necesidad institucional de sus programas. Dicha demanda ha promovido la reciente aparición de nuevos departamentos de antropología en la Universidad del Magdalena, en la Universidad de Caldas, en la Universidad Externado de Colombia y en la Universidad Javeriana, y la creación de los postgrados de antropología en la Nacional y los Andes y, próximamente, en la del Cauca y la de Antioquia. Las características anteriores indican que la orientación de la antropología colombiana no puede referirse, meramente, a las condiciones de ejercicio y el lugar en que el antropólogo se desempeña en el campo disciplinario. El ejercicio de la antropología en Colombia ha estado signado no sólo por las orientaciones de la disciplina, que últimamente ha promovido la ampliación hacia nuevos objetos de atención, como los de la antropología en las ciudades, los movimientos sociales, de género y raza, y, por supuesto, de la guerra y sus efectos, sino por el entendimiento del lugar que ocupan las comunidades locales en el contexto nacional, y éste, en su articulación internacional. La posición del antropólogo no depende meramente de la ubicuidad de la disciplina que compromete resultados para la ciencia, sino que sus afirmaciones involucran asuntos sociales, culturales y políticos. Su ejercicio involucra resultados académicos y sociales, de investigación y profesión, que comprometen su propia relación con la comunidad en la que trabaja. El antropólogo nacional no sólo está obligado a poner a prueba sus resultados en el exclusivo campo académico; depende de su comunicación con otras experiencias teórico-prácticas, y, sobre todo, de los efectos de su discurso y de las implicaciones de su conocimiento. Los antropólogos, los arqueólogos y los etnohistoriadores deben reconstruir el lugar ocupado por las interpretaciones y prácticas culturales pero, si
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hemos de seguir las improntas de la experiencia, sus resultados están orientados a las acciones sociales que contribuyen a la transformación histórica de las relaciones de poder en Colombia. No se trata meramente de intervenir en la política dirigida a la cultura sino, como lo han expresado Álvarez, Escobar y Dagnino, de contribuir a la construcción de una verdadera cultura política que, agenciada por los movimientos sociales, promueva una nueva relación social y política que se exprese culturalmente. Por cierto, dicha tarea, mucho antes de la institucionalización de la antropología en Colombia, tiene voces propias. No basta con la presunta mediación, la interpretación, la asesoría o el acompañamiento. Los movimientos sociales, como el indígena, han construido, desde hace tiempo, su propia voz. Al contrario de desestabilizar nuestro trabajo, precisa su lugar. Propone los límites de su dominio y relativiza la presunta distancia de un “otro” construido bajo el auspicio de lecturas euroamericanas. El antropólogo forma parte de la sociedad, no es un “otro” distinto. Y cuando comunica y reivindica experiencias, prácticas, conocimientos y derechos para “otros”, siempre presupone su propia posición en la sociedad y, en consecuencia, sus propios derechos. Sin embargo, aunque éstos entre otros rasgos permiten distinguir el ejercicio de la antropología colombiana, común a otras experiencias de América Latina y del Tercer Mundo, algunos antropólogos dudan de su experiencia, de su capacidad y de su potencialidad. Apelan al cómodo camino de justificar su trabajo bajo el auspicio de la presunta legitimidad de conocimientos vertidos en teorías cuya validez depende del difuso ámbito de la “internacionalización”. Con retraso arriban al país y, de hecho, pocas de ellas alcanzan a ser respondidas por su experimentación en las condiciones socioculturales colombianas, convirtiéndose en estilos de trabajo que se transforman al vaivén del tiempo. Es por eso que se convierten en “teóricas”. Esta fácil y sumisa aceptación conduce a percibir su sociedad según alteridades, el progresivo extrañamiento que descansa en constructos distantes en el tiempo y el espacio que, como por varias décadas lo ha advertido el profesor Fals Borda, reafirman lo que denominó “colonialismo intelectual”. Es por eso que preocupan los contados espacios para la evaluación y reflexión sobre los referentes, los avances, las necesidades y las perspectivas de la antropología, y los muy discretos alcances de los estudios periódicos sobre la que se realiza en Colombia. Si no contamos con una permanente recuperación de su memoria, es difícil capitalizar sus propios resultados y evaluar sus proyecciones. Las dificultades del ejercicio de la antropología colombiana no se refieren a la incapacidad de articular sus preocupaciones con la asimilación de teorías y métodos de las corrientes generales de la antropología. La dificultad no es teórica. Por el contrario, los intelectuales colombianos participan de una deci-
¿ R ECUPER A NDO A N T ROP OLOGÍ A S A LT ER- N AT I VA S ? | F R A N ÇO I S COR R E A
dida hospitalidad intelectual, una predisposición a la aceptación de nuevas corrientes teóricas, de nuevos métodos explicativos, de la permanente renovación epistemológica. Más bien, descansa en la dificultad para capitalizar su propio conocimiento y experiencia, en un permanente proceso de reorientación sobre su reinterpretación de la realidad del país. La consolidación de la antropología colombiana depende menos de los vacíos teóricos que de la capacidad de potenciarlos como referente explicativo de la realidad nacional. Una de cuyas tareas es auspiciar la comunicación con otras sociedades y culturas, entre lo cual es fundamental organizar la de la disciplina que cuenta a su haber con un representativo número de antropólogos extranjeros que trabajan en el país.
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LA HISTORIA, LOS ANTROPÓLOGOS Y LA AMAZONIA Roberto Pineda Camacho Profesor Asociado, Departamento de Antropología Universidad Nacional de Colombia rpineda@uniandes.edu.co
RESUMEN
La antropología colombiana de
ABSTRACT
Colombia´s antropology of
la Amazonia —como las otras antropologías
the Amazon, like the other Latin American
latinoamericanas de la selva— se preocupó
anthropologists of the rain forest, was concerned
por desarrollar una visión histórica de la
whit developing a historical vision of the place,
Amazonia, complementando las perspectivas
complementing in this way other metropolitan
de las antropologías metropolitanas de la
perspectives on basin that were centered, whit
cuenca, centradas sobre todo —con algunas
few exceptions, around a synchronic perspective.
excepciones— en una perspectiva sincrónica.
Understanding such situation demanded
Comprender esta situación les exigió recurrir
from them not only the explorations of oral
a la tradición oral y concebir la antropología
traditions, but also conceiving the anthropology
del Amazonas como una antropología
of the Amazon as a historical anthropology
histórica, creando una experiencia relevante
of the Andes, from India and in the context
para discutir con las otras tendencias de
of the certain metropolitan anthropologies.
la antropología histórica surgidas en los Andes, en la India y en ciertos ámbitos de las antropologías metropolitanas.
PALABRAS CLAVE :
KEYWORDS:
Antropología histórica, Amazonia, antropología del Sur, etnología.
Historical Anthropology, Amazon rainforest, Southern Anthropology, Ethnology.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 2 0 0 5 PÁ G I N A S 121-135 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 F E C H A D E A C E P TA C I Ó N : A B R I L D E 2 0 0 5 | F E C H A D E P U B L I C A C I Ó N : J U N I O D E 2 0 0 5 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E F L E X I Ó N
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D
Roberto Pineda Camacho
Ti er r a de sa lvaj es
esde el siglo xviii, en particular, la selva fue concebida, en términos generales, como una región inepta para la civilización, en contraste con la región de los Andes, al menos propicia para un eventual progreso o desarrollo. Las montañas de los Andes fueron, en efecto, comparadas con las zonas templadas del mundo, lugares apropiados para el desarrollo de la civilización. Allende la cordillera Oriental, las inmensas sabanas del Orinoco o la exuberante vegetación verde de la Amazonia eran un territorio sin historia donde campeaba la “barbarie”, donde los hombres —aún los “racionales”— caían, sometidos por la ley de la selva, a la condición humana más abyecta o al imperio de los instintos (Serje, ). Cuando, en , fue publicada La Vorágine, los letrados bogotanos apenas pudieron comprenderla. La Vorágine no sólo carecía de una referencia en la literatura nacional, sino que fue leída como el eco de una naturaleza salvaje donde los hombres se contagiaban —en una especie de mimesis— de la misma condición salvaje. Como novela de la selva —como texto—, se recibió a partir de los mismos imaginarios que circulaban entre los letrados y ciudadanos del interior, que veían en cierta medida como natural la violencia ejercida por los caucheros. Casi nadie captó su propósito de denuncia social, de denuncia de la situación de oprobio que sufrían tanto los indios como los caucheros frente a las rapaces casas caucheras. La desilusión de Rivera no podía ser mayor; frente a uno de sus críticos (el poeta Jorge Trigueros), diría: “... la obra se vende pero no se comprende. Es para morirse de desilusión” (Rivera, de noviembre de , Ordóñez, : -). Como ha sido advertido por Enna von der Walde, el fracaso de la mediación de La Vorágine se debió en gran medida a la incapacidad por parte
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de la ciudad letrada de incorporar al espacio de la Nación estos territorios de frontera, definidos por fuera de la Historia, en el sentido de al margen de todo proceso civilizatorio. La condición natural connotaba la negación de la historia y una visión de los indios como “salvajes”. Todavía a finales de la década del sesenta del siglo pasado, La Vorágine y otras novelas de la selva eran percibidas como ficciones, como una gran métafora de la selva devoradora. A pesar de la existencia de algunos ensayos, para entonces en nuestro país la historiografía amazónica era prácticamente inexistente. La Amazonia, en general, carecía de Historia y de historiadores, a no ser la Historia de las Misiones, leída en gran medida como una empresa también de civilización. En el panorama historiográfico sobresalía, como excepción, el estudio de Juan Friede titulado Los andakí: historia de la aculturación de una tribu selvática (), en el cual su autor dedicó diversos capítulos a las misiones franciscanas del Colegio de Propaganda Fide de Popayán, trabajo que, ante la indiferencia nacional, llevó a que su autor tuviera que editarlo en México; asimismo, como el mismo Juan Friede lo señalara, la indiferencia nacional ante el problema indígena lo llevaría a buscar nuevos rumbos en la historiografía nacional y a posponer su gran proyecto de una historia india.
Vi aj eros y et nó gr a fos del A m a z ona s Entretanto, durante la segunda mitad del siglo xix y principios del siglo xx emergió también un destacado grupo de naturalistas, viajeros y exploradores que se propusieron describir aspectos de las sociedades indígenas del noroeste amazónico, para entonces una región poco conocida, debido a la presencia de grandes raudales que dificultaban la navegación y el comercio, aunque esto no había impedido el reclutamiento de los indígenas para el trabajo del caucho y el establecimiento de barracas en prácticamente todo el territorio. Entre estos viajeros y etnólogos sobresalieron Theodor Koch-Grünberg, autor de Dos años entre los indios (), en el cual relata su reconocimiento etnográfico del alto río Negro (el gran Vaupés colombiano), y el capitán del ejército inglés Thomas Whiffen, autor de The Northwest Amazon. Notes of some Months Spent among Cannibal Tribes (), en el cual se hace por primera vez una descripción detallada de la gran región uitoto, comprendida entre los ríos Caquetá y Putumayo, al este del río Caguán. Con excepción del texto de Koch-Grünberg, mucho más sensible a la situación histórica, en la mayoría de estas primeras etnografías el entorno del cinturón del caucho se menciona muy poco o está poco desarrollado. Su preocupación se concentró, sobre todo, en la vida tradicional, en lo que ocurre aden-
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tro, más que en el mundo exterior. Sin duda, ésta era la tendencia general de los estudios etnográficos mundiales, preocupados por recuperar lo tradicional frente a su inminente “desaparición”. Durante los siguientes cincuenta años, la región amazónica colombiana sería apenas estudiada por los etnólogos. Con excepción del gran trabajo de Irving Goldman sobre los cubeo del Vaupés, cuyo trabajo de campo fue realizado entre y pero cuya monografía sólo sería editada en ; de los escritos de Marcos Fulop de , y de los aportes de los misioneros capuchinos de Sibundoy, la etnología de la Amazonia contemporánea data de los años sesenta y, sobre todo, de los años setenta. A este desolador panorama se debe añadir una nula o casi inexistente investigación arqueológica en toda la región. Los escasos estudios existentes en la Amazonia —entre ellos, los de Betty Meggers y Clifford Evans ()— seguían por lo general los parámetros expuestos por Julian Steward en el Handbook of South American Indians (), según el cual en la Amazonia se había presentado un fenómeno de involución cultural, debido a la escasa capacidad del bosque para sostener sociedades complejas. Aunque Meggers variaría parcialmente su posición —al distinguir entre sociedades complejas de varzea y sociedades de tierra firme—, la adaptación al medio ambiente siguió siendo percibida como la clave para comprender la historia de la cuenca.
L a et nol o gí a de u rgenci a En , Gerardo Reichel-Dolmatoff publicó un documento titulado “A Brief Report on Urgent Ethnological Research in the Vaupés Area, Colombia”, en el marco de un gran programa internacional destinado a rescatar para la ciencia las culturas en peligro de extinción cultural y biológica; dos años antes, en , Alicia Dussán de Reichel editó su influyente escrito Problemas y necesidades de la investigación etnológica en Colombia. Doña Alicia organizó su material desde una perspectiva regional, destacando la urgencia de realizar trabajos de campo en los diferentes grupos aborígenes del país. En la Amazonia, resaltó la necesidad verdaderamente imperiosa de realizar investigaciones de campo, dadas la precariedad de los trabajos etnográficos en la mayoría de las comunidades indígenas y la amenaza de extinción cultural y biológica que enfrentaban muchas de ellas. Los Reichel eran también conscientes de la importancia de efectuar trabajos de investigación sobre los procesos de aculturación (de hecho, habían realizado estudios clásicos a este respecto en la Sierra Nevada de Santa Marta), y para el efecto, Gerardo contrató al eminente etnólogo brasileño Egon Schaden, de la Universidad de São Paulo, quien por entonces era un experto en el tema en Brasil y autor del importante libro Aculturação indígena
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(), en el cual describió y analizó los procesos de cambio entre los indígenas del Brasil como consecuencia del contacto con el “mundo de los blancos”. La influencia de los escritos mencionados, además del texto de Reichel Desana: Simbolismo de los indios tucano del Vaupés, publicado en , y del estructuralismo levistraussiano —que basaba gran parte de sus fascinantes trabajos en la selva tropical suramericana—, motivó una verdadera oleada de trabajos de investigadores nacionales y extranjeros. Entre los primeros etnólogos extranjeros se encuentran, entre otros, Steve y Cristina Hugh Jones, Patrice Bidou, Jean Jackson, Peter Silverwood, Kaj Århem, Pierre Jacopin, Jürg Gasché, Mireille Guyot, en su mayoría estudiantes de doctorado de las universidades de Cambridge, de la Sorbona y Stanford. También por entonces Jon Landaburu y otros investigadores iniciaron densos trabajos sobre las lenguas aborígenes. Todos desarrollaron intensos trabajos de campo, que culminarían en importantes publicaciones que cambiaron el panorama del conocimiento de muchas de las sociedades del Amazonas, en particular del Vaupés y del bajo Caquetá-Putumayo. En los enfoques de los etnólogos predominó nuevamente una mirada que privilegiaba la vida tradicional, el medio interno, analizado en general con una perspectiva de organización social que combinaba un enfoque de descendencia —propio de la gran antropología inglesa africanista— con una perspectiva de la alianza levistraussiana. Ya Goldman había utilizado el concepto de “linaje” para entender la organización social cubeo; en el Vaupés, los nuevos trabajos afinaron con más detalle el funcionamiento de los “linajes”, la importancia de la jerarquía social y de los “hermanos de madre”. Allí, la alianza se constituyó en un elemento clave para entender la dinámica regional, en la medida que se destacó la existencia de un sistema regional fundado en la exogamia lingüística. La relación de estos tesistas con Reichel-Dolmatoff fue importante para el desarrollo de sus trabajos, aunque en un ambiente de cierta tensión y crítica. Reichel había elaborado, como se sabe, su trabajo sobre los tucano sobre la base de largas entrevistas con Antonio Guzmán en la ciudad de Bogotá; su trabajo de campo en el Vaupés no superó los tres meses. El mismo Reichel consideró a Desana como una especie de etnografía experimental, que mostraba la posibilidad de realizar encuestas etnográficas con los indígenas fuera de contexto, migrantes a las grandes urbes. Sin duda, esto contrastaba con el estilo tradicional malinowskiano del trabajo de campo, caracterizado por grandes temporadas in situ y un aprendizaje de la lengua. Los nuevos tesistas —muchos de los cuales pasaron largas temporadas de campo en sitios muy “tradicionales” (como el río Pirá Paraná o el Mirití Paraná)— no dejaban de sentir cierta desconfianza ante Desana,
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aunque con frecuencia lo leían y era para ellos una fuente importante de reflexión. De otra parte, bajo la influencia directa de Reichel-Dolmatoff, numerosos estudiantes del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes volcaron también su interés en la Amazonia, particularmente en el estudio de sus mitologías y organización social. Por ejemplo, Álvaro Soto elaboraría una extensa tesis sobre la mitología de los cubeo () o Alfonso Torres Laborde iría a estudiar a los barasana (), cuya tesis se transformaría en un interesante trabajo sobre esta sociedad del Pirá Paraná. Igualmente, otros profesores y estudiantes de la Universidad Nacional también se concentraron en el estudio de la vida social y la cultura de los aborígenes del Amazonas. Entre ellos sobresalieron Horacio Calle y Fernando Urbina, interesados en la región uitoto. Desde la geografía, Camilo Domínguez asumió una posición de liderazgo que conserva hasta nuestros días. En gran medida, el funcionalismo y el estructuralismo también constituían su foco de mirada, aunque sus trabajos de campo fueron mucho más cortos y, por lo general, carecían del conocimiento de las lenguas aborígenes. La crisis del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes en abortó un estimulante proyecto de investigación de las selvas tropicales, aunque la influencia de Reichel se proyectaría en las generaciones subsiguientes, sobre todo a través de su modelo sobre la relación sociedad-naturaleza entre los tucano, en virtud del cual los tucano sostienen también una relación de alianza con los animales, mediada por la actividad del chamán.
L a ef erv escenci a t eór ica l ati noa m er ica na En aquellos tiempos, la antropología fue sacudida por una creciente conciencia de su relación con el colonialismo, y algunos autores la percibían como un subproducto de los encuentros coloniales. De otra parte, desde mayo del , el marxismo había tenido un nuevo aliento que culminó en la creación de una antropología marxista, como un paradigma que competiría con el funcionalismo o el estructuralismo, aunque habría también un marxismo estructuralista. Asimismo, por entonces, en América Latina —en particular, en México y en Brasil— se habían forjado nuevas visiones del cambio cultural de los pueblos amerindios, alternativas a los conceptos de aculturación y cambio social de corte funcionalista. En México, Gonzalo Aguirre Beltrán creó el concepto de “regiones de refugio” (), mediante el cual pretendía formular una nueva teoría y práctica del indigenismo. También, González Casanova acuñó el término de “colonia-
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lismo interno” para referirse a las mismas condiciones de las sociedades latinoamericanas, cuya dualidad había sido percibida bajo los parámetros de moderno-tradicional. El antropólogo Rodolfo Stavenhagen sobresaldría con sus “Siete tesis equivocadas para la América Latina” (), que fueron una especie de manifiesto que llamaba a pensar la especificidad de nuestro continente, y negaba diferentes teorías en boga sobre la naturaleza del “subdesarrollo” en América Latina. La teoría de la dependencia —cuya génesis la encontramos en las teorías de la Cepal— fue formulada por diversos autores latinoamericanos, para los cuales, como diría Antonio García, “crecimiento” no era sinónimo de desarrollo. En Brasil, por su parte, Charles Wagley, Eduardo Galvão y Darcy Ribeiro impulsaron los estudios regionales de la Amazonia; Ribeiro propuso el concepto de “transfiguraciones étnicas” e intentó explicar bajo esta óptica lo que ocurría en los diferentes frentes de expansión agrícola, ganadera o forestal en los territorios indios. Años más tarde, Roberto Cardoso de Oliveira, un discípulo de Darcy Ribeiro, acuñó el concepto de “fricción interétnica” para caracterizar las relaciones de los ticuna del río Amazonas con la sociedad nacional. Sin duda, la genealogía de estos conceptos es compleja y hay que entrelazarla con ideas y perspectivas que emergían también en las antropologías y ciencias sociales metropolitanas. La sociología de la explotación latinoamericana se vinculaba con la sociología de la colonización africana que hacia énfasis en el estudio de los procesos de cambio en el ámbito de una situación colonial, en la que los dos términos de la ecuación se influyen y recrean mutuamente, como el amo y el esclavo de la filosofía hegeliana. El desarrollo engendraba el subdesarrollo, como dos caras de una misma moneda.
L a c r i si s de l a a n t ropol o gí a En ese nuevo panorama, las antropologías latinoamericanas tuvieron, en general, una sacudida importante. En México, Bonfil Batalla y otros investigadores de la Escuela Nacional de Antropología e Historia se rebelaron contra los presupuestos del indigenismo mexicano y su peculiar matrimonio con el Estado mexicano. En , publicaron De eso que llaman la antropología mexicana, donde rompían con la antropología aplicada tradicional. Los antropólogos mexicanos enfatizaron la idea del indio como una categoría colonial y estimularon el estudio de las relaciones interétnicas a través de los conceptos de clase y etnia. Esta influencia llegó también a Colombia, a sus diversos departamentos de antropología cada vez más radicalizados y politizados desde una perspectiva marxista. Al concepto de cultura lo sustituyó el de modo de producción, y una
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realidad social —una “formación económica social”— fue percibida como la articulación de los modos de producción. La antropología como disciplina fue concebida como una herramienta política al servicio de los oprimidos. De otra parte, las sociedades —como lo había advertido Marx— eran productos históricos y no era viable comprenderlas sin una dinámica histórica; el marxismo era la ciencia de la Historia, capaz de comprenderse a sí misma y de entender sus propias metamorfosis. Bajo este ámbito, los nuevos antropólogos de América Latina impulsaron trabajos de campo en los que cada vez tomó más importancia la acción que la reflexión teórica. Los etnólogos colombianos más radicales de la región amazónica —como Horacio Calle Restrepo— pregonaron incluso el abandono de la grabadora y otros instrumentos convencionales de la etnografía, con el objeto de sumergirse en la vida de las comunidades para luchar en aquellas regiones contra las Misiones, las cuales habían llamado la atención de los investigadores colombianos desde la segunda mitad de , cuando Juan Friede visitó a los arhuacos o ijkas de la Sierra Nevada de Santa Marta y, sobre todo, debido a la publicación del libro Siervos de Dios y amos de Indios (), de Víctor Daniel Bonilla, en el cual se describe y analiza (denuncia) el proceso de la misión capuchina en el valle del Sibundoy.
H i stor i a y a n t ropol o gí a del A m a z ona s La influencia de las antropologías latinoamericanas, el marxismo y la renovación del pensamiento histórico en la década del setenta en Colombia —en lo que ha sido llamado la Nueva Historia— nos sensibilizó frente a la Historia, ante la necesidad de enfocar nuestros problemas con una perspectiva histórica y regional, en un momento en el cual la mayoría de los colegas “extranjeros” que trabajaban en las tierras bajas proseguían en gran parte con unos lentes —como se dijo— en gran medida sincrónicos y enfocados en la comprensión de la dinámica tradicional. En otros países de América Latina, nuestros colegas latinoamericanos también enlazaron la antropología con la Historia. En Perú, para citar un ejemplo, Stefano Varesse elaboró un refrescante trabajo titulado La sal de los cerros (), sobre los campa de la ceja peruana. En el caso colombiano, los diversos investigadores que desarrollaron sus trabajos de campo en la región del bajo Caquetá-Putumayo descubrieron —como lo he reiterado en otra oportunidad— en los mambeaderos indígenas su trágica historia del caucho, narrada y denunciada casi medio siglo antes por Rivera; las poblaciones que estudiaban eran en realidad los sobrevivientes de esta hecatombe. Eran sociedades profundamente sacudidas y transformadas por
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este proceso; se habían conformado nuevas localidades, que agrupaban a los sobrevivientes de “clanes” y a grupos diferentes e incluso enemigos en el pasado. A diferencia del Vaupés, aquí los lentes funcionalistas y estructuralistas no funcionaban tan bien. ¿Cómo representar de manera adecuada la historia y la cultura de estas sociedades, atravesadas por un sino trágico y por su incoporación como trabajadores de la Casa Arana al capitalismo internacional? A diferencia del Vaupés, en la región del Caquetá-Putumayo no tuvimos, y en parte todavía no tenemos, esas monografías omnicompresivas, totales, casi cerradas, propias del género etnográfico clásico, ya sea sobre un grupo o sobre un aspecto de la cultura, que caracterizan la etnografía realista. La mayoría de los trabajos sobre las sociedades aborígenes del Caquetá-Putumayo son en realidad ensayos, artículos, que dan cuenta de un aspecto de la realidad social, estudios fragmentados, lo que, de hecho, ha influido para que sea una de las regiones del Amazonas con menos visibilidad internacional. En realidad, esto no se debe a la incapacidad de sus etnógrafos sino, por lo menos en gran medida, a que sus condiciones etnográficas particulares no se prestaban a las convenciones de la escritura etnográfica clásica que inventa totalidades, sociedades bien delimitadas en el tiempo y en el espacio. Tendríamos que esperar lo que se ha denominado la crisis de la representación para, en cierta medida, tomar conciencia de que nuestros instrumentos de representación etnográfica clásicos son por lo menos insuficientes para armar su “rompecabezas” —como se aludiera al reto de la etnografía del área en un simposio en el Congreso de Americanistas celebrado en la ciudad de Santiago de Chile ()—, en cuanto nos permiten dar cuenta de lo de adentro, pero no articularlo de manera adecuada con el lado del “mundo exterior”, que en realidad es la otra cara del mismo tapete. En lugar de presuponer el “rompecabezas”, implícito en las teorías sociales en boga, aquí encontramos fragmentos, indicios, trazas. ¿Qué hacer con ellos? • ¿Reconstruir un presente etnográfico representado en un pasado etnográfico, privilegiando la idea de una cultura ideal estable? • ¿Efectuar la historia de este proceso? • ¿Reconstruir las sociedades del presente a través de esos fragmentos? Los diversos investigadores de la región del Caquetá-Putumayo se percataron entonces de la necesidad de hacer historia, ya que —siguiendo la famosa frase de Evans-Pritchard— allí no era posible comprender las sociedades contemporáneas sin entender cómo habían llegado a ser lo que son. En este contexto, se vieron abocados, sobre todo, al estudio de la tradición oral, en cuanto que en gran parte la experiencia histórica estaba condensada en mitos, cantos y otras formas de memoria, y a reconocer en ellos no sólo fuentes para la Historia, sino verdaderas historias orales.
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Esta perspectiva se concretó, en algunos casos, en una forma de aproximación que difería en gran medida de los enfoques monográficos clásicos. En , por ejemplo, Manuel José Guzmán presentó su tesis de grado sobre los andoques del río Caquetá (), en la que incorporó de forma creativa una visión regional de los andoques del Medio Caquetá y adoptó un punto de vista marxista —apoyado por las ideas de Godelier y Meillasoux— sobre la relación del modo de producción tradicional y el sistema extractivo del caucho. Luego, publicó su ensayo “Etnohistoria, estructuralismo y marxismo” (), un verdadero programa de trabajo en el que insistía en la historicidad de las estructuras sociales. Este ensayo, si hubiese sido editado en una revista internacional, seguramente habría tenido un impacto considerable, en cuanto, en realidad, Guzmán se anticipó a prever la relevancia de la conexión de antropología e historia en la Amazonia, que hoy preocupa tanto a la academia metropolitana. Sin duda, este movimiento hacia la historia no ha sido exclusivo de la región del Caquetá-Putumayo, sino que lo encontramos también en otras regiones de la Amazonia. Pero pareciera como si en estas otras regiones, la urgencia del trabajo histórico fuese menor, debido a que es posible tener cierta inteligibilidad de tipo sincrónico. Sin embargo, a medida que la perspectiva histórica nos ilumina algunos aspectos de su pasado, comprendemos que también su presente etnográfico es la cristalización de profundos ciclos históricos y no son sociedades estables, bien delimitadas, con territorios y gentes distribuidas de forma tradicional. Por ejemplo, a finales del siglo xix, en toda la región del Vaupés se presentaron grandes movimientos mesiánicos, con indígenas que se autoproclamaron como Segundos Cristos, imbricados en el contexto de procesos de evangelización y de creación de una sociedad regional cabocla en toda la región del río Negro. Su supuesta naturaleza tradicional obedece, entonces, más bien a nuestra mirada que a sus propiedades intrínsecas. En cierta medida, Koch-Grünberg y el mismo Goldman se percataron de su dinámica histórica al enfatizar cómo algunos grupos se habían tucanizado u otros habían sido asimilados. Al respecto, el trabajo pionero de Hugh Jones () sobre la historia del Vaupés, y otros estudios más recientes de F. Correa (), entre otros, pusieron de presente la influencia de los ciclos de expansión esclavista, misionera o cauchera, cuya trama es fundamental ligarla con la etnografía de las poblaciones del área. En este contexto, las sociedades amazónicas y la selva, lejos de ser expresiones del mundo natural, ajeno a la expansión de la civilización, deben comprenderse en el marco de la temprana inserción de la Amazonia en la economía-mundo, que provocó una debacle demográfica de una población estimada en por lo menos .. de personas en el siglo xvi, y que generó también
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importantes transformaciones en su medio ambiente y la génesis de nuevas sociedades. A partir de la década del ochenta, la gran mayoría de los investigadores amazónicos comprendieron la relevancia de la antropología histórica para analizar la dinámica de estas sociedades. Los brasileños, por ejemplo, bajo la guía de Manuela Carneiro da Cunha, publicaron un gran trabajo titulado “Historia del indio brasilero”, en el cual se destaca su dinámica temporal. Un volumen de la revista L´Homme, de , “A la Remonté du Amazonas”, explicita claramente esta tendencia, y las más recientes formas de comprensión de la relación entre sociedad y naturaleza se autodenominan Ecología Histórica. En este caso, la idea general es que aun la selva es un producto histórico. Ballé y otros investigadores han resaltado que la llegada del europeo a la Amazonia fue algo así como la caída del meteorito sobre la Tierra —hace unos setenta millones de años—, que produjo un verdadero cataclismo planetario. Asistimos también, en la actualidad, al surgimiento de una historia ambiental de la región que tiene como eje comprender las transformaciones en el paisaje en su interacción con la vida social. Esto no obsta para que no podamos afirmar, sin ser chauvinistas, que, en gran parte, esta nueva conciencia histórica se debió al trabajo de los antropólogos latinoamericanos, aunque con frecuencia sus artículos, anteriores cronológicamente, no aparezcan mencionados en revistas internacionales, con excepción de aquellos que fueron traducidos al inglés, o sus autores mantienen fuertes vínculos con la academia norteamericana o europea.
L os r etos de l a a n t ropol o gí a h i stór ica de l a A m a z on i a A pesar de la creciente conciencia sobre la necesidad de comprender la Amazonia desde una perspectiva histórica, en el marco de estructuras de larga y mediana duración, subsiste todavía a la hora del análisis la dificultad de articular las dimensiones sincrónicas y diacrónicas, de manera que gran parte de la antigua dicotomía de privilegiar lo interno sobre lo externo, o lo tradicional sobre el entorno, aún sobrevive, a pesar de que la mayoría de las etnografías prestan cierta atención a la perspectiva histórica. En el caso de los trabajos históricos sobre la Amazonia, una gran parte de ellos son aún descripciones minuciosas del escenario externo, sin suficiente conexión con la experiencia de sus pobladores o con la historia local contemporánea. La etnología ha asumido nuevas categorías de análisis, como el concepto de Casa o los sistemas semicomplejos, pero sin resolver de manera satisfactoria
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la relación heurística y analítica entre la cara interna/externa; y sus complejas y sutiles imbricaciones. Reconocer la impronta de la historia del capitalismo en la Amazonia en sus diferentes sociedades, captando la singularidad de sus propias prácticas y experiencias, requiere sin duda de una “imaginación etnográfica” que asuma la investigación del proceso colonial y de dominación de la Amazonia como un proyecto cultural y, por decirlo de otro modo, civilizatorio. Esto significa que deberíamos comprender más la textura cultural de los proyectos misioneros, de las Casas caucheras y de las nuevas formas de ocupación y apropiación de sus recursos. A partir de la posición minoritaria de Evans-Pritchard expresada en su conferencia “Historia y antropología”, en la que sostenía que la historia es antropología social o corre el riesgo de no ser nada, y viceversa, cada vez más los antropólogos postestructuralistas insisten en la historicidad de la práctica, y algunos de ellos, forjados en el marco de los procesos políticos postcoloniales de la India y del sudeste asiático, subrayan la necesidad de fundar nuevamente la antropología como una antropología histórica. Estas nuevas tendencias han mostrado problemas y enfoques que podrían enriquecer nuestros propios estilos de antropología histórica en la Amazonia, de manera que debemos activar nuestro diálogo con dichas orientaciones, aportando nuestras propias experiencias y herramientas, nuestra propia tradición acumulada durante casi tres décadas, aquí y allá, a la mesa común. ¿Es esto posible? Antes de responder, y para terminar, permítaseme situar esta discusión en un campo más amplio.
E pí l o go Roberto Cardoso de Oliveira ha planteado la necesidad de considerar la relación antropologías periféricas o del sur versus antropologías metropolitanas sobre la premisa de que la antropología es una sola, conformada por diversos paradigmas: funcionalismo, estructuralismo histórico, cultural, interpretativo. El mismo autor entiende paradigma en un sentido relajado, diferente de su definición propiamente kuhniana. Aclara que la historia de las ciencias sociales no es un proceso de sucesión paradigmática, sino más bien de articulación, de coexistencia en diferentes grados, de estos paradigmas (Cardoso, ). En este sentido, la idea no es construir un toldo aparte, sino cultivar nuestro propio estilo, injertando lo que parezca relevante, teniendo la conciencia de que ese bloque que llamamos antropología también ha sido construido en gran parte por las antropologías periféricas o del sur. También es necesario comprender, como el mismo Cardoso lo ha reiterado, que las antropologías latinoamericanas se insertan en el campo más
LA HISTORIA, LOS ANTROPÓLOGOS Y LA AMA ZONIA | ROBERTO PINEDA CAMACHO
general de la formación de los Estados-nación y que el antropólogo —como ciudadano de su país— tiene asimismo obligaciones políticas y éticas con los otros ciudadanos, muchos de los cuales han sido discriminados o excluidos en los proyectos nacionales, o considerados como los otros a “integrar”. Este compromiso ético de los antropólogos —que se remonta en la antropología colombiana hasta sus mismos años de fundación— no debe perderse de vista, a la hora de replantear nuestra relación con la antropología metropolitana, como tampoco debemos olvidar la existencia de otras antropologías periféricas —algunas de gran complejidad como la japonesa y la de la India— que también deben ser interlocutores válidos. La antropología histórica latinoamericana de la Amazonia tiene el reto de dialogar con las nuevas tendencias de la antropología histórica e injertar sus teorías e ideas en nuestra propia tradición. Nuestra responsabilidad no está sólo en función de la academia internacional, sino, y sobre todo, de nuestra propia región amazónica y sus gentes, en la medida que logremos crear verdaderos espacios de mediación y construir saberes que permitan comprenderlas y respetarlas, oír sus voces y perspectivas. En este marco, entonces, el diálogo con las antropologías metropolitanas es importante, pero no a costa de que nos mimeticemos hasta perder nuestra identidad. Comparto las ideas de Carlos Uribe (), cuando comenta el artículo de Esteban Krotz, en cuanto que la antropología latinoamericana o el antropólogo latinoamericano no debe verse como víctima de sus condiciones frente a la relación dominante del norte. Creo que debemos organizar y coordinar más nuestras propias experiencias, y organizar en el campo de la antropología histórica nuestras propias revistas y nuestros propios centros de docencia e investigación, donde, en lugar de ser “antropólogos papagayos”, según la expresión de Darcy Ribeiro () para referirse a aquellos antropólogos cuya obsesión es estar a la última de las últimas modas, compartamos nuestra experiencia latinoamericana, reconstituyamos nuestras propias tradiciones, dialoguemos con los que nos antecedieron e injertemos en ellos también las mejores ideas y prácticas de las antropologías metropolitanas y de otras “periféricas”. Tenemos una tradición en antropología histórica del Amazonas para compartir con otros colegas no sólo del Amazonas, sino con aquellos que se interesan en la antropología histórica, como una manera de reflexionar sobre los viejos y nuevos problemas de la antropología.
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CONSTRUCCIONES JAPONESAS R a fa e l R e y e s - R u i z
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ADIÓS A LA INOCENCIA: CRÓNICA DE UNA VISITA AL ESTILO NACIONAL DE HACER ANTROPOLOGÍA Pa o l a G i r a l d o
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D E L O S A L P E S A L A S S E L VA S Y MON TA ÑA S DE COLOM BI A : EL LEGADO DE GE R A R D O R E IC H E LD OL M ATOF F Carl Henrik Langebaek Profesor Asociado, Departamento de Antropología Universidad de los Andes, Colombia clangeba@uniandes.edu.co RESUMEN
El presente artículo analiza
ABSTRACT
This paper explores Reichel-
la producción académica de Gerardo
Dolmatoff’s archaeologic academic production in
Reichel-Dolmatoff en el campo de la
Colombia. It traces the main themes,
arqueología colombiana. Hace un seguimiento
influences, virtues and limitations of his
de los principales temas, influencias,
interpretations regarding Colombia’s
virtudes y limitaciones de las
Indian past. Particularly, it focuses on
interpretaciones de este investigador
the ways in which the work of Rivet,
sobre el pasado indígena. En particular
Steward, and the ecologism school, were
se concentra en la forma como se fueron
incorporated into Reichel’s thinking,
incorporando aportes del pensamiento de
transforming his ideas about the past.
Rivet, Steward y, más tarde, del ecologismo, los cuales transformaron su idea sobre el pasado a través del tiempo.
PALABRAS CLAVES :
KEYWORDS:
Reichel-Dolmatoff, arqueología, Colombia.
Reichel-Dolmatoff, archaeology, Colombia.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 2 0 0 5 PÁ G I N A S 139 -171 I S S N 19 0 0 - 5 4 07 F ECH A DE R ECEPCIÓN : A BR I L DE 20 05 | F ECH A DE PUBLIC ACIÓN : JULIO DE 20 05 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E F L E X I Ó N
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a obra de Gerardo Reichel-Dolmatoff ha sido objeto de numerosas reflexiones por parte de arqueólogos y antropólogos más jóvenes que han visto en su obra uno de los más importantes legados de la disciplina en el siglo xx (Furst y Furst, ; Uribe, , ; Cárdenas, ; Gnecco, ; Oyuela, ; Ardila, , s.f.; López, ). Sin embargo, gran parte de estos trabajos se han concentrado o bien en recuento de sus rasgos biográficos y producción académica, en apologías a su labor, o en críticas sobre su personalidad o supuesta orientación política. Sólo en pocas ocasiones se ha tratado de analizar la producción de Reichel-Dolmatoff críticamente (Uribe, ; Cárdenas, ; Gnecco, ). Por supuesto, ni las acusaciones políticas ni las apologías han sido productivas. Reichel-Dolmatoff no favoreció ninguno de esos dos caminos con respecto al trabajo de sus colegas y probablemente tampoco son las que él hubiera aspirado en su propio caso. En este artículo se quiere hacer un análisis de la obra de Gerardo Reichel-Dolmatoff como arqueólogo, con el fin de identificar las fuentes que nutrieron su pensamiento, los aportes y limitaciones de sus planteamientos, y las razones por las cuales fue ampliamente aceptado en algunos círculos y rechazado en otros. Su obra, en otras palabras, se utilizará como un pretexto para entender buena parte de lo que fue la disciplina en la segunda mitad del siglo xx. Primero, unos breves e inevitables comentarios biográficos. Reichel-Dolmatoff nació en Salzburgo, Austria, en . Su educación primaria estuvo a cargo de tutores privados. Luego, recibió una sólida formación clásica en la escuela benedictina de Kremsmünster y se graduó en artes en la Academia Bil-
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denden Künste de Munich en . Luego se trasladó a París, donde se vinculó con el Museo del Hombre. Llegó a Colombia, en , a trabajar con Rivet y muy rápido se relacionó con intelectuales del país, algunos de ellos inclinados hacia el indigenismo. Gran parte de la primera parte de la obra de Reichel-Dolmatoff no se apartó de las propuestas del grupo de etnólogos y arqueólogos que trabajaban con Rivet. En sus primeros artículos (Reichel-Dolmatoff, ) consideró que la diversidad cultural de las sociedades prehispánicas en Colombia era el resultado de la llegada de grupos procedentes del Amazonas, Centroamérica y los Andes centrales. Incluso durante los primeros años de su carrera, no descartó la influencia polinésica, como lo demuestra su preocupación por encontrar los perdidos yurumanguíes de la Costa Pacífica, cuya lengua supuestamente era de ese origen (Langebaek, : ), así como sus esfuerzos por contribuir en el propósito de obtener muestras de sangre de grupos indígenas con el fin de contribuir a solucionar el problema del origen del hombre americano (Reichel-Dolmatoff, ) o en la reconstrucción de antiguas migraciones mediante el estudio de la toponimia (Reichel-Dolmatoff, ), todas tareas propuestas por Rivet. En uno de sus primeros trabajos sobre toponimia, en el Tolima y Huila, Reichel-Dolmatoff encontró que existían lugares con nombres quechuas, chibchas y caribes, hallazgo que coincidía con la idea que Rivet (y otros antes que él) tenía sobre sucesivas invasiones prehispánicas a territorio colombiano. El tropiezo consistió en que no se podía resolver el problema de su ubicación cronológica. Reichel-Dolmatoff estableció entonces una analogía con las excavaciones estratigráficas: la toponimia era equivalente a la lingüística estratificada. No obstante, mientras la arqueología trabajaba en “tres dimensiones”, estableciendo capas culturales superpuestas, la toponimia sólo permitía entender un plano de dos dimensiones (Reichel-Dolmatoff, ). Mientras la “extensión de una tribu” se podía estudiar mediante la toponimia, indagar por la “sucesión de capas lingüísticas” representaba un problema: todas las evidencias se encontraban en el mismo nivel, “la una al lado de la otra”. En consecuencia, el asunto no podía ser resuelto sin ayuda de la arqueología. A partir de entonces, emprendió numerosas excavaciones en diversos lugares del país. En un principio, el investigador renunció a concentrarse en lo que consideraba como “grandes centros” arqueológicos. Después de un breve y frustrado intento de hacer arqueología en Soacha (territorio muisca) (ReichelDolmatoff y Dussán, ) emprendió más bien investigaciones en el prácticamente desconocido Valle del Magdalena (Reichel-Dolmatoff y Dussán, ) y luego inició prolongadas temporadas de campo en la Costa Caribe, también vista como un área marginal, al menos desde el punto de vista de la arqueología andina concentrada casi toda en San Agustín (Reichel-Dolmatoff, ). El
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diseño de la investigación fue en un principio completamente clásico, dentro del ámbito de la tradición histórico-cultural. La justificación de su tarea era trabajar en un área prácticamente desconocida, “relacionar las antiguas civilizaciones aborígenes del Continente” (Reichel-Dolmatoff y Dussán, : ) y comprender “rutas de migración e intercambio”. Los resultados fueron también convencionales: dado que a lo largo de la cuenca del río Magdalena se podían reconocer entierros en urnas, era evidente que había cierta homogeneidad cultural, y más aún, incluso “una concepción idéntica de un elemento tan importante ideológicamente como el entierro” (Reichel-Dolmatoff y Dussán, : ) Para Reichel-Dolmatoff, el trabajo en la Costa Caribe ofrecía dos ventajas también enmarcadas en el contexto de la práctica histórico-cultural. La primera, estudiar las relaciones prehispánicas con Mesoamérica. La segunda, aprovechar que el área había sido poco trabajada, lo cual permitía hacer aportes novedosos. Reichel-Dolmatoff estudió la Costa Caribe con el fin de encontrar evidencias de “cronología” y “relaciones culturales” prehispánicas. El único antecedente sistemático de investigación en la región lo constituía el trabajo de Alden Mason en Santa Marta, pero como Reichel-Dolmatoff y su señora Alicia Dussán (: ) anotaron, dicho autor “no tocó en su publicación el problema cronológico ni intentó una interpretación y correlación de la cultura”. Este tipo de vacíos era el que había que llenar. Y, con esos dos objetivos en mente, dividió la región no en “áreas culturales”, como había hecho Hernández de Alba en años anteriores (), sino en zonas geográficas. En todas ellas buscó evidencias de sitios estratificados profundos, aunque tuvo que contentarse con recolecciones superficiales en la mayoría de los casos. En cada región procuró tener una muestra, lo más amplia posible, de tiestos (a los cuales dio el peculiar nombre de “especímenes”): . en la cuenca del río Ranchería, . en la del río Cesar, . en el Bajo Magdalena y así, en otras regiones. La impresión de Reichel-Dolmatoff fue que en cada región había sitios más antiguos que otros, aunque no se encontraran profundos sitios estratificados, y que era probable que hubieran existido relaciones culturales con Panamá y Venezuela. Los sitios parecían representar ocupaciones cortas y tener la influencia de múltiples tradiciones culturales. El material era muy diverso y, además, no parecían reconocerse largas ocupaciones continuas, sino sobresaltos, hiatos y falta de correspondencias. Esta situación, desde luego, no era nueva. Muchos de los arqueólogos de su época estaban obsesionados por hacer excavaciones estratigráficas, pero la enorme dificultad de hacerlo se achacó a la incompetencia de los académicos. Reichel-Dolmatoff ofreció una explicación completamente novedosa: la falta de profundos sitios estratificados no era gratuita, ni el resultado de la incompetencia de los investigadores. Tenía que ver con la historia misma de las sociedades
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prehispánicas en la región. Algo tenía que explicar que no aparecieran en Colombia, pero sí en México y Perú, donde se habían desarrollado civilizaciones prehispánicas. En este sentido retomó una idea que ya había sido planteada por Haury y Cubillos () en su investigación sobre los muiscas: la ausencia de basureros profundos en el país se relacionaba con una historia particular de los grupos indígenas, no con la pobre aptitud de los arqueólogos. Al igual que Haury y Cubillos, Reichel-Dolmatoff propuso que el medio ambiente tenía que ver con el asunto. Este punto de vista se desarrolló a partir de la investigación que él, al lado de Alicia Dussán, hizo en la cuenca del río Ranchería. Y como se verá más adelante, también de la creciente influencia de Julian Steward. El trabajo de Oppenheim en esa región era una atractiva invitación para los intereses de la pareja. Por un lado, en ese trabajo se anunciaba una “nueva” cultura que valía la pena estudiar detenidamente. Por otro lado, se describían basureros profundos donde el estado de conservación de los restos culturales era excelente. El proyecto de Gerardo y Alicia Reichel-Dolmatoff tuvo, al menos en un comienzo, un diseño bastante convencional. Su objetivo original consistió —de nuevo— en establecer una cronología de los desarrollos de la región, e identificar las características “culturales” de los sitios. No obstante, la dirección que tomó el trabajo de campo llevó a preocupaciones diferentes. La ocupación humana más temprana se habría iniciado alrededor de la Era Cristiana con el Período Loma, al cual habrían seguido los períodos Horno, Los Cocos y Portacelli. No parecía haber existido mayor continuidad entre la ocupación más temprana y la más tardía; de hecho, se trataría de culturas, unas sobrepuestas a las otras, provenientes de fuera de la región. Además, Reichel-Dolmatoff encontró evidencias de que la ocupación Portacelli no había continuado hasta la conquista española. Una cuestión importante para Reichel-Dolmatoff consistió en explicar cómo una población numerosa había desaparecido antes de la llegada de los españoles. El estudio arqueológico mostraba una enorme cantidad y densidad de sitios prehispánicos en un lugar donde hoy día la ocupación humana es muy escasa. Para explicar el problema, acudió al medio ambiente de una forma que raramente había sido planteada en el pasado. Propuso que el Período Loma correspondía a un clima más húmedo que el actual. En una época posterior, el deterioro ambiental ocasionado por la cantidad de gente que vivía en la región, habría generado un desastre que limitó el tamaño de la población. La originalidad de Reichel-Dolmatoff consistió en que no simplemente propuso un escenario probable para explicar la secuencia arqueológica, sino que propuso una lectura de la misma. Su primera observación consistió en que en los sitios más antiguos se encontraban restos de caracoles que requieren humedad para sobrevivir. La segunda, que en esos mismos sitios antiguos, en contraste con
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los más tardíos, no tenían evidencia de manos de moler y metates asociados al cultivo de maíz. Probablemente, dedujo Reichel-Dolmatoff, los habitantes más tardíos habían iniciado el cultivo del maíz, lo cual a su vez llevó al deterioro ambiental, y como consecuencia obvia, al abandono de la región. Años más tarde, Reichel-Dolmatoff excavó un basurero en Momil, un lugar a orillas del río Sinú, donde el depósito alcanzaba los . metros de profundidad y en el que logró obtener cerca de . tiestos. Se trataba de la colección de cerámica más grande que arqueólogo alguno había tenido oportunidad de trabajar en Colombia. La cantidad de tiestos, la profundidad del basurero, además de la fertilidad de los suelos circundantes y la abundancia de pesca, le sugirieron que Momil representaba una “etapa bien desarrollada” y caracterizada por la presencia de una numerosa población sedentaria. Sin embargo, aún en este sitio tan especial, habían hiatos y discontinuidades. La cerámica del sitio parecía corresponder a dos fases porque su acumulación se encontraba interrumpida por una delgada capa de arena. Toda la cerámica, incluyendo la de los niveles por debajo de esa capa (Momil i) y la que se encontraba por encima (Momil ii), tenía un extraordinario parecido con la alfarería del Formativo mexicano y del Preclásico peruano, es decir, de la etapa anterior a la del desarrollo de los grandes imperios en esos países. Sin embargo, en los niveles inferiores no se encontraron evidencias de manos de moler y metates asociados, mientras en los de más arriba sí los había. Esta información coincidía con la propuesta de un famoso arqueólogo norteamericano, Alfred Kidder, quien en México había planteado que los períodos más antiguos se habían caracterizado por el cultivo de yuca y los más tardíos por el de maíz. A partir de las excavaciones en Momil, Reichel-Dolmatoff propuso una secuencia que abarcaba los siguientes períodos: Paleoindio, Arcaico, Formativo, Subandino, Floreciente Regional e Invasionista. La etapa Subandina se había caracterizado por el desarrollo de sociedades que pudieron colonizar las tierras alejadas de los ríos, gracias al cultivo del maíz. Su desarrollo había sido interrumpido por grupos “invasionistas” que habían llegado desplazados de la región de los Andes peruanos o de México, a medida que en esas regiones se consolidaban los imperios. Quizás también algunos grupos amazónicos habrían arribado al territorio. En todo caso esto cuadró bien con un patrón en el que Reichel-Dolmatoff ya había insistido anteriormente: existía cierta discontinuidad en los procesos prehispánicos que había impedido el desarrollo de grandes civilizaciones. Tan solo los muiscas y los taironas se diferenciaban por su mayor grado de complejidad política. A ellas, se refería el término de Floreciente Regional. En la década de los sesenta, Reichel-Dolmatoff avanzó en firme hacia una nueva propuesta interpretativa del pasado prehispánico. En un corto artículo
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titulado “Las bases agrícolas de los cacicazgos subandinos”, señaló que estas sociedades se caracterizaban por ser pequeñas, tener líderes permanentes y una subsistencia garantizada por una estable producción agrícola. Su tecnología era similar; por lo tanto, la permanencia de los asentamientos dependía de la fertilidad del suelo. Otra característica era que, a juzgar por las crónicas españolas, habían dedicado buena parte del tiempo a la guerra. En estas peculiaridades, Reichel encontró la clave para entender por qué se había dado un poblamiento inestable, caracterizado por movimientos de pueblos y guerras frecuentes, razones que además explicaban por qué no se habían conformado imperios. La guerra, en opinión del autor, era más frecuente entre grupos que ocupaban zonas con diferente productividad. Los pueblos agresores eran, por lo general, los que ocupaban regiones con una precipitación menor y sólo podían sembrar maíz una vez al año. Los pueblos con más frecuencia atacados eran los que ocupaban los mejores suelos. La guerra cumpliría así diversas funciones. Por un lado, consolidaba la autoridad de los caciques como líderes de guerra y reafirmaba la cohesión social. Por el otro, ayudaba a controlar el tamaño de la siempre creciente población. Pero, al mismo tiempo, obstaculizó la intensificación de la producción agrícola e impidió el desarrollo de grandes estados con un amplio control regional. La influencia de arqueólogos norteamericanos como Julian Steward fue clave en los planteamientos de Reichel-Dolmatoff. Para Steward (, ), entrenado en la Universidad de Berkeley, era importante la investigación empírica de secuencias específicas de “evolución” con el fin de establecer comparaciones. En lugar de un evolucionismo interesado en una escala única de desarrollo, o en dudosas relaciones entre raza y cultura, abogó por un enfoque “multilineal” interesado por el origen de instituciones sociales muy similares, pero en contextos diferentes. En pocas palabras, Steward propuso que los arqueólogos debían concentrarse en el estudio de los paralelismos en “forma” y “función”, sin preocuparse tanto por el establecimiento de relaciones culturales, como por el análisis de aquellos rasgos que estuviesen causalmente interrelacionados. Ésto lo llevó a criticar la noción de “área cultural” y a interesarse más bien por “tipos culturales”. El principal reto consistía en estudiar los procesos mediante los cuales la población se adaptaba al medio, en especial, si tenía que ver con procesos de cambio. Se trataba, en efecto, de algo muy similar a lo que planteaba Reichel-Dolmatoff sobre la guerra y su papel en el desarrollo de las sociedades subandinas. Para Steward (), las sociedades no se adaptaban al medio en circunstancias universales, sino de forma particular en cada caso. Por esta razón, aunque cada caso era “único”, resultaba legítimo establecer generalizaciones que dieran cuenta de procesos de adaptación comparables. Aunque medios
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ambientes similares tendían a tener efectos culturales también similares, las mismas causas en contextos diferentes podían tener consecuencias distintas. El conjunto de todo lo que se relacionaba con la sobrevivencia conformaba un “núcleo cultural” que tendía a ser semejante en sociedades que debían adaptarse a un medio parecido. La propuesta, además de “ir más allá” de las clasificaciones de cerámica y la descripción de sitios, tenía como atractivo adicional poder incorporar nuevas formas de evolucionismo aceptables para nuevas generaciones formadas bajo la influencia de Boas o Rivet. En , en el libro Colombia, Reichel-Dolmatoff ofreció una síntesis diferente de arqueología nacional. Las descripciones de cultura material pasaron a un segundo plano, pero se favoreció la interpretación sobre los procesos de cambio social. La introducción del maíz en Momil ii había sido revolucionaria. Planteó que los cacicazgos necesitaban producir excedentes para mantener a los especialistas religiosos y políticos, así como a todos aquéllos que no se vinculaban con la producción de alimentos. El maíz, por su gran productividad y por la capacidad de ser almacenado permitió su acumulación. Además, también facilitó, por sus ciclos de crecimiento, el desarrollo de otros aspectos importantes para la consolidación de élites: el uso y control de calendarios, por ejemplo. Conocedor de los hallazgos en México, y de las ideas que indicaban que el maíz había sido domesticado en esa región, dedujo que la planta había sido introducida desde ese país, con lo cual se generaron profundos cambios en las sociedades de la Costa y luego, mediante un proceso que denominó “colonización maicera”, también en las de la región andina. Del A rca ico a l For m at i vo Te m pr a no En sus primeros trabajos Reichel-Dolmatoff había comparado la secuencia prehispánica de la Costa Caribe con la de Mesoamérica. Existían manifestaciones culturales parecidas: los primeros habitantes habían sido cazadores, luego habían enfatizado la recolección, más tarde la agricultura. No pocos detalles parecían similares: por ejemplo, el paso del cultivo de la yuca al maíz; incluso algunos aspectos de la cronología se asemejaban. Los desarrollos de Momil se interpretaron entonces como una caja de resonancia de lo ocurrido en México. Aunque sin dataciones absolutas que lo apoyaran, por las comparaciones con sitios mexicanos, no había duda para el investigador de que ese lugar debía estar ubicado entre el año a. C. y los inicios de la Era Cristiana, algo razonable para el formativo mexicano. Por otra parte, existía una vieja idea en la arqueología colombiana que reforzaba la propuesta de Reichel-Dolmatoff. Se trataba de la propuesta según la cual las guerras de conquista por parte de los imperios mesoamericanos habían forzado la migración de pueblos hacia el sur, en dirección a Suramérica. No obstante lo razonable de la propuesta, esta
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era incompleta: la información sobre sitios más antiguos era escasa. No existía una comparación posible entre secuencias por la sencilla razón de que no se conocía secuencia alguna en la Costa Caribe. Desde la década de los cincuenta, Reichel-Dolmatoff había sospechado de la existencia de sitios mucho más antiguos. El hallazgo de depósitos de conchas y cerámica burda lo había llevado a proponer la existencia de un “complejo arqueológico” muy antiguo, anterior al desarrollo de la agricultura. En sus primeros trabajos encontró una cerámica procedente de Isla de los Indios, pequeño islote de la Ciénaga de Zapatosa que no se parecía a la alfarería de los grupos más tardíos. En uno de sus primeros trabajos sobre la Costa (Reichel-Dolmatoff, ) sugirió que la cerámica de ese lugar parecía indicar un “horizonte” formativo muy poco conocido, pero probablemente muy extendido y culturalmente homogéneo. Años más tarde eso fue justamente lo que encontró. En reportó el sitio de Barlovento, conformado por una serie de concheros con restos de alfarería, dispuestos en círculo, en el cual las fechas se ubicaron entre y a. C. Más tarde encontró Canapote, datado en antes de Cristo. Entre y excavó el sitio de Puerto Hormiga, donde el análisis de una muestra de carbón dio una fecha cercana al a. C. (Reichel-Dolmatoff, b). Se trataba de la cerámica más antigua de América, más, incluso, que cualquier cerámica encontrada en Mesoamérica. De esta forma, una conclusión pareció obvia para Reichel-Dolmatoff: aunque en el siglo xvi, en lo que hoy es Colombia, sólo existían pequeños cacicazgos, milenios antes se había tratado de un área fundamental para entender el desarrollo de Perú y México. El norte de Colombia era, ni más ni menos, el sitio donde se había “descubierto” la cerámica. En sus primeros artículos sobre el tema, Reichel-Dolmatoff se limitó a considerar a Barlovento y Puerto Hormiga propios de una etapa arcaica. En su primer artículo sobre el tema (Reichel-Dolmatoff, ), aseguró que Barlovento representaba una fase cultural relativamente antigua y que la acumulación de restos de conchas indicaba que se trataba de restos dejados por grupos de recolectores. La “sencillez de la cerámica y de los demás artefactos, las características de la decoración así como la completa ausencia de indicios de agricultura, parecen sugerir que se trata de una cultura de simples recolectores”. En su reporte sobre las excavaciones en Puerto Hormiga, señaló que el sitio también contenía vestigios culturales característicos de la Etapa Arcaica, que precedía el desarrollo de la horticultura (Reichel-Dolmatoff, b). Y es que, con excepción de la cerámica, los restos materiales de la cultura eran escasos y “poco desarrollados”. En Colombia (Reichel Dolmatoff, a), afirmó enfáticamente que en América la introducción de la cerámica precedía el desarrollo de la agricultura. Incluso en , cuando realizó una nueva síntesis de arqueología
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colombiana, no dudó en afirmar que, aunque quizás los indígenas que ocuparon Barlovento y Puerto Hormiga tenían una economía diversificada, se trataba de recolectores que tenían cerámica, pero no agricultura, la cual sólo vendría a aparecer en el sitio de Malambo, investigado por Carlos Angulo Valdés, y que tenía una cronología más reciente, cercana al año a. C. Pero la interpretación cambió. Mucho y sin aparente sustento. Ya en la década de los setenta la interpretación de Reichel-Dolmatoff se hizo progresivamente más entusiasta. Muy pronto (Reichel-Dolmatoff, ) anunció que el hallazgo de cerámica en un contexto arqueológico indicaba un modo de vida sedentario que a su vez podía ser relacionado con los inicios de la agricultura. Años más tarde, cuando en publicó Monsú, el último sitio del Formativo Temprano que excavó, el autor se inclinó definitivamente por aceptar que desde la ocupación más temprana del sitio los pobladores habían tenido una economía mixta que incluía lo que en ocasiones describió como horticultura y en otras como agricultura. En su última síntesis de arqueología colombiana concluyó que incluso los primeros habitantes de Monsú practicaron una “forma rudimentaria de agricultura” (Reichel-Dolmatoff, : ), pese a que en una nota de pie de página reconoció que no existía necesariamente una conexión entre agricultura y cerámica (Reichel-Dolmatoff, : ). De esta forma, el norte de Colombia habría conformado el verdadero clímax cultural en el Nuevo Mundo, fuente desde la cual se habían nutrido Perú y Mesoamérica. Esta idea, por su puesto, no era nueva. Diversos autores habían especulado desde hacía muchos años sobre la base común de las grandes civilizaciones americanas, o lo que Spinden había llamado un “horizonte” arcaico que había sentado las bases de los desarrollos culturales más notables. Poco antes de los descubrimientos de Reichel-Dolmatoff, el tema había recibido una especial atención. Hallazgos de cerámica temprana en Guatemala se compararon con los que se venían realizando en Ecuador y finalmente se llegó a formar un comité internacional para resolver el asunto. Allí estaban Kirchhoff, Willey, Bernal, Evans, Ekholm, Bushnell y, por parte de Colombia, el propio Reichel-Dolmatoff (Ekholm y Evans, : ). Con la ayuda de la National Science Foundation ese grupo se dedicó a estudiar las amplias relaciones entre las sociedades de la Costa Pacífica entre México y Ecuador. Finalmente, dentro del que terminó por denominarse Proyecto H, se incluyeron dos proyectos de Colombia: uno de Carlos Angulo sobre el Caribe Colombiano y otro de Reichel-Dolmatoff sobre la Costa Pacífica (Ekholm y Evans, : -). Pero no sólo se trataba de indagar por el origen de la cerámica, sino también por el de la agricultura. Sitios como Puerto Hormiga, que antes habían sido vistos como campamentos temporales de recolectores, resultaron importantes para entender “los orígenes de las primeras culturas agrícolas del
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Nuevo Mundo”. Si bien unos años antes había considerado que la cerámica de Barlovento era tan sencilla que sólo podía corresponder a recolectores, en la década de los ochenta su interpretación fue completamente diferente: los sitios arqueológicos más antiguos tenían “una cerámica mejor hecha, mejor decorada, más artística y competente”. La más tardía era mucho más simple. Era como si se pudiera hablar de una lenta decadencia, donde los desarrollos más antiguos tecnológicamente eran los más avanzados, y los más tardíos habrían estado caracterizados por un empobrecimiento artesanal, es decir, por un declive de la cultura material y artística. La región, en otras palabras, habría perdido su “ingenio dinámico y creador”. Desde luego, esa interpretación es cuestionable; el grado de elaboración de la cerámica no necesariamente tiene que representar ningún grado de complejidad social o cultural. Pero, para entender a Reichel-Dolmatoff en este punto, es necesario preguntarse: ¿Qué sucedió entre las primeras y las últimas interpretaciones sobre Barlovento y Puerto Hormiga? Reichel-Dolmatoff no realizó nuevos hallazgos que sugirieran que sus primeras interpretaciones fueran erróneas. Simplemente, el mismo material y los mismos sitios fueron mirados con ojos diferentes. Para dar una posible explicación al cambio de opinión del arqueólogo, es necesario tener en cuenta dos cosas. La primera es que mucho antes de que encontrara evidencias de lo que llamó “Arcaico” existían investigadores que habían trabajado el tema de la agricultura prehispánica de tal manera que sus ideas podían adecuarse a esas propuestas. H. J. Spinden () había presentado una ponencia en el Congreso Internacional de Americanistas de Washington en la cual defendió la idea de que la agricultura era la base de la civilización, noción que venía repitiéndose desde la Ilustración y que los evolucionistas norteamericanos, europeos y latinoamericanos de fines del xix aceptaron gustosos. Pero más importante, Spinden había sugerido que las ventajas de la agricultura eran tan obvias que probablemente su dispersión habría sido tan rápida como la del caballo en tiempos modernos. Y, por otra parte, que quien practicara la agricultura debía ser ceramista al mismo tiempo. Esta idea implicaba que las investigaciones se debían concentrar en el centro o centros donde los indígenas habían “descubierto” la agricultura y desde los cuales se había propagado a otras regiones. Y que la cerámica podía ser una buena forma de encontrar sociedades agrícolas. Además, dada su biodiversidad, Colombia, sostenían algunos botánicos, podría ser uno de los centros más importantes en la domesticación de plantas. Y sin duda, domesticación y agricultura debían ser dos procesos relacionados, si no idénticos. No obstante, es necesario acudir a un antecedente más inmediato y más prosaico también: el trabajo que arqueólogos ecuatorianos y norteamericanos venían realizando en la Península de Santa Elena, en el litoral ecuatoriano. Poco
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después de que Reichel-Dolmatoff excavara Barlovento, Emilio Estrada (), estudió el sitio de Valdivia y lo consideró como característico del Formativo. No sólo eso, también que el sitio correspondía a la “más antigua” cultura ecuatoriana. Con la colaboración de Betty Meggers y Clifford Evans, arqueólogos norteamericanos, quienes empezaron a excavar el sitio, llegó a la conclusión de que la cerámica encontrada allí era la más antigua de América (alrededor de a. C.) y que probablemente era originaria del Japón. En el informe de las excavaciones en Valdivia, Meggers, Evans y Estrada () señalaron que la cerámica de Valdivia y Puerto Hormiga era similar pero que ésta última, y la de otros sitios del Formativo Suramericano, eran “derivaciones” de la cultura del Pacífico ecuatoriano. La idea fue además acogida por prestigiosos investigadores norteamericanos como Gordon Willey (, : ). Esto dio origen a una larga disputa con Reichel-Dolmatoff porque éste consideraba absurda la idea de contactos entre Ecuador y Japón y porque sin duda sus hallazgos en la Costa Caribe colombiana eran más antiguos. Si la cerámica había sido llevada de un sitio a otro, habría sido al revés: de Colombia a Ecuador. Emilio Estrada, en sus primeros escritos sobre el tema, señaló que Valdivia correspondía a recolectores y pescadores que no practicaban la cerámica. El informe técnico del sitio () aseguró que la cerámica se había desarrollado en contextos costeños (Valdivia, Puerto Hormiga, Barlovento), precisamente porque los abundantes recursos de la pesca permitían cierta vida sedentaria. En las zonas del interior, argumentaron, la adopción de la cerámica sólo fue posible cuando se desarrolló la agricultura. En otras palabras, los primeros alfareros no fueron agricultores. A mediados de la década de los sesenta, Valdivia fue de nuevo presentada como una aldea de pescadores y recolectores que aprovechaban algunas plantas domesticadas, pero no se trataba de agricultores (Meggers, ). Es decir, la interpretación de Estrada y Meggers sobre el sitio apuntó en la misma dirección en la que Reichel-Dolmatoff se había basado para interpretar Barlovento un poco antes. Sin embargo, posteriores estudios del arqueólogo Carlos Zeballos encontraron tiestos Valdivia asociados con granos de maíz. Sin duda, se asumió, los antiguos habitantes de ese lugar habían sido agricultores. El hallazgo de Zeballos ocurrió en , al mismo tiempo que los antiguos habitantes de Barlovento y Puerto Hormiga empezaron a ser considerados por Reichel-Dolmatoff como agricultores incipientes. Es posible que la interpretación sobre Valdivia hubiese afectado la forma como Reichel-Dolmatoff descifró el Formativo más antiguo de la Costa Caribe. Como fuese, pasar a hablar de Arcaico a Formativo y de recolectores a agricultores fue apenas una de las transformaciones en su mirada. Hubo otras aún más importantes. Al comienzo de sus investigaciones, su interés por los sitios formativos del Caribe colombiano encajó perfectamente
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en el programa normativo clásico: su intención fue la de reconstruir cronologías, áreas culturales y relaciones entre ellas. Pero, años más tarde, el conjunto de investigaciones en la Costa Caribe se presentó como parte de un conjunto de trabajos que, bajo la influencia de Steward, daba enorme importancia al medio ambiente. Ya en la primera publicación sobre Barlovento, la explicación de la economía del sitio se concentró en aspectos ambientales: se hallaba a pocos metros de manglares, sobre una franja de costa donde abundaban los moluscos; por lo tanto, en términos ecológicos y tipológicos —concluyó— parecía tratarse de una fase preformativa a formativa sin agricultura. En su monografía sobre el sitio de Monsú, publicada en , resumió dos razones por las cuales la Costa Caribe había llamado su atención en la década de los cincuenta. Ambas son de carácter muy diferente a las que se presentaron al comienzo de las investigaciones, aunque se conservaba el interés por lo ecológico. En primer lugar, la situación ambiental de la Costa distaba mucho de la de los Andes: como no había mayor diversidad ambiental esperaba que tampoco hubiera mayores contrastes culturales como los que había en el interior. Pero, además, la Costa resultaba apropiada para la recolección y el cultivo de raíces, lo cual significaba que podría tener evidencias sobre el Formativo, es decir, sobre sociedades que no vivían de la agricultura. La región ofrecía —como anotó Reichel-Dolmatoff— abundantes recursos lo cual resultaba ideal para una población poseedora de tecnología muy simple. Sin abandonar el aspecto ecológico del Formativo, Reichel-Dolmatoff () empezó a ocuparse de otro aspecto: la ideología en tiempos prehispánicos. Ya como etnólogo se había preocupado por el tema, especialmente por todo lo que tuviera que ver con el consumo de drogas narcóticas y la cosmovisión. Era cuestión de tiempo que esos temas se trasladaran al pasado prehispánico. Entonces, observó que los sitios de Puerto Hormiga y Barlovento tenían un plano anular y que el centro carecía de restos culturales. Ello implicaba que probablemente se trataba de un “círculo gnóstico”, orientado a determinar fechas y estaciones; es decir, se trataba de la base de un futuro calendario agrícola. Los concheros pasaron a considerarse, entonces, como construcciones ceremoniales. La esfera de lo ideológico, paulatinamente, ocupaba un lugar importante en sus preocupaciones, en parte por su lectura de Lévi-Strauss, quien ya había elogiado su libro Desana como uno de los más importantes de la etnología americana. Pero para que el interés por la ideología se impusiera, la década de los setenta seguiría caracterizando a un Reichel-Dolmatoff preocupado por la discusión académica entre arqueólogos. Y eso implicaba un fuerte interés por el pensamiento dominante en esa época: la difusión.
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E l di f usion i smo de l os sesen ta y set en ta Cuando Reichel-Dolmatoff publicó los resultados de sus excavaciones en Barlovento, la arqueología americana se caracterizaba por la consolidación de la tradición descriptiva. Decenas de sitios arqueológicos habían sido detalladamente estudiados a lo largo y ancho del continente. Al mismo tiempo, la datación radiocarbónica y las excavaciones estratigráficas habían podido dar cuenta de la existencia de diferencias cronológicas en los materiales arqueológicos, especialmente en la cerámica. Colombia, después de las investigaciones de Preuss, Hernández de Alba, Pérez de Barradas, Luis Duque y el mismo Reichel-Dolmatoff, por no mencionar los arqueólogos extranjeros que habían trabajado en el país, no era una excepción. Lo anterior hizo tentador especular sobre la posible influencia de los habitantes de unos sitios sobre los habitantes de otros sitios donde la cerámica era similar, y sobre todo, lo relativo a posibles rutas de migraciones. La arqueología asumía que los parecidos en la cultura material implicaban un mayor o menor grado de afinidad cultural. Ese era el centro del método histórico-cultural que había defendido Schottelius. Por lo tanto, era evidente el interés que tenía la semejanza de la cerámica en distintos lugares del continente. A principios de los sesenta, Eliécer Silva () reportó el hallazgo que había hecho un hermano lasallista, Remigio Abel, de una enorme piedra en el río Hacha, afluente del Orteguaza, cerca de Florencia, Caquetá, que resultaba similar al Lavapatas en San Agustín; la única conclusión posible era que en algún momento las culturas que habitaban la región fueran parientas de los agustinianos. De hecho, podía tratarse de la misma gente: el hallazgo probaba la migración de pueblos desde las tierras bajas de la Amazonia hacia los Andes. De las relaciones se podía pasar fácilmente a las migraciones y en alguna medida eso fue lo que sucedió con la información sobre el Formativo de la Costa Caribe. Gordon Willey () resumió el asunto de la siguiente manera: la cerámica de Valdivia y la de Puerto Hormiga se parecían, aunque la de este último era menos elaborada. Las fechas de radiocarbón no ayudaban a establecer cuál era más antiguo, pues eran relativamente similares. Como la cerámica de Puerto Hormiga era más sencilla, probablemente se trataba de la más antigua. Pero, por otro lado, apelando también al sentido común, se podría pensar que la cerámica de Puerto Hormiga era una cruda imitación de la de Valdivia. El caso es que los hallazgos de Reichel-Dolmatoff fueron aprovechados para plantear el problema de las relaciones con Valdivia, con Centroamérica e incluso con la costa sur de Estados Unidos. Cada investigador tuvo cierta tendencia a considerar que su sitio de investigación debía ser el más antiguo, un lugar desde el cual se habían dado los primeros pasos en cierta dirección (la cerámica más antigua, la agricultura más temprana, etc.). Cada sitio empezó a ser tomado
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como, o bien el origen de cierto hito cultural, o al menos como una etapa en el mismo. En la década de los cuarenta se desarrollaron conceptos con los cuales se pretendió dar un manejo sistemático al estudio de las semejanzas entre sitios arqueológicos. Ejemplo de ello es el concepto de Área Intermedia. Esta área, que abarcaba desde Centroamérica hasta los Andes Centrales se definió a partir de rasgos comunes: cultivo de yuca y maíz, asentamiento en aldeas, unidades políticas pequeñas, cerámica derivada del Formativo Temprano, y ciertas técnicas orfebres, entre otros. Otro ejemplo son las nociones de “tradición” y “horizonte”. Para Gordon Willey (), las tradiciones se definían como categorías descriptivas de la decoración cerámica que expresaban relaciones históricas. Esto quería decir que las relaciones de la cerámica de un sitio con otros sitios se podían traducir en relaciones entre los habitantes de uno y otro. Meggers, Evans y Estrada habían afirmado algo similar en su trabajo sobre Valdivia y la comparación que hicieron con otros sitios. En la arqueología colombiana realizada entre la década de los cuarenta y los setenta el asunto fue de gran importancia. Casi siempre, además de las descripciones exhaustivas de cerámica, los investigadores incluyeron un capítulo en el cual se comparaban los hallazgos con los de otros lugares del continente con la esperanza de encontrar evidencias de relaciones culturales. El trabajo de Hernández de Alba () sobre San Agustín terminaba con un estudio de las semejanzas de esa cultura con las civilizaciones arcaicas de la América Central. Un breve examen de los hallazgos en esa región sugería indudables parentescos con la cultura maya y también con Chavín y Tiahuanaco en los Andes Centrales. Sólo que los hallazgos de San Agustín eran más rudimentarios y más cercanos al origen de una cultura que a su florecimiento. Esto podía significar que San Agustín era clave para entender el surgimiento de esas alejadas sociedades. En fin, que San Agustín era ni más ni menos “el origen de otras civilizaciones llamadas arcaicas o megalíticas de América”. Este tipo de observaciones, de las cuales Preuss había sido un protagonista, se repitió en la obra de numerosos investigadores colombianos. En Tumaco, Julio César Cubillos () comparó sus hallazgos con los de otras partes de América. En Momil, Reichel-Dolmatoff también comparó extensamente sus hallazgos con los de sitios de México y Perú. En la Costa norte colombiana, Carlos Angulo () comparó la cerámica de Malambo con la del Bajo Orinoco. Resultó inevitable que el hallazgo de la cerámica de Puerto Hormiga y Barlovento despertara una viva polémica entre los arqueólogos de todo el Continente. Desde el siglo xix, uno de los debates importantes era el sentido de las relaciones entre Mesoamérica y Perú. Algunos arqueólogos, como Alfred Kroeber, sostenían que las relaciones entre esas dos regiones habían sido super-
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ficiales y esporádicas. Nordenskiöld, Lothrop y Kidder mantenían que se trataba de desarrollos independientes, caracterizados por contactos tardíos. Pero otra tradición, que se remontaba a los tiempos de Uhle y de Jijón y Caamaño sostenía que la cultura peruana dependía de la mexicana. Gordon Willey, arqueólogo norteamericano, sostuvo que los “contactos” entre las dos regiones se remontaban hasta el Formativo y se habían mantenido inclusive a la llegada de los conquistadores. Investigadores como Michael Coe, que estudiaba el Formativo en la Costa Pacífica de Guatemala encontró enormes parecidos con los hallazgos de Ecuador (). Para el mismo autor era indudable que existían relaciones entre Olmeca y Chavín. Años más tarde, en , Ford () señaló la similitud entre los hallazgos correspondientes al Formativo en la costa septentrional de Suramérica y la costa sur y sudeste de Norteamérica. No obstante, también se discutieron intensamente las relaciones entre los Andes y la Costa, los Andes y la Amazonia, las tierras bajas del norte de Suramérica y las Antillas. El hallazgo de una cerámica muy antigua en la Costa Caribe colombiana no sólo ubicaba a Colombia en el centro de esta clase de debates, sino que permitía reafirmar la estrecha relación que supuestamente habían tenido las sociedades del Formativo a nivel americano. La fuerza con la que el difusionismo acaparó la atención de los arqueólogos terminó, incluso, por diluir otros intereses, aún de quienes habían promovido la importancia del medio ambiente y de los estudios evolucionistas. Steward mismo es un buen ejemplo. El autor (Steward, ) sostuvo que los primeros habitantes de la Amazonia eran tribus marginales. En un período posterior, grupos procedentes de los Andes colombianos habrían invadido la costa norte de Suramérica. En las bocas del Orinoco se dividieron en dos: unos se dirigieron a las Antillas y otros a las bocas del Amazonas. En cada una de esas regiones, los indígenas encontraron condiciones diferentes para su desarrollo: en las bocas del Amazonas, las condiciones ambientales desfavorables hicieron que se transformaran en sociedades típicas de selva tropical. Tan solo en las Grandes Antillas, las sociedades pudieron mantener cierto grado de complejidad social. Otro caso es el de Betty Meggers y Clifford Evans, estudiantes de Steward que conservaron su interés por esquemas evolucionistas. Meggers (), por ejemplo, mantuvo un esquema evolucionista para presentar una síntesis de la arqueología de Ecuador. Comenzó por el Formativo Temprano, continuó con el Formativo Tardío y culminó con el Período de Desarrollos Regionales, el Período de Integración y la conquista Inca. Meggers y Evans () publicaron los resultados de excavaciones en el Bajo Amazonas con el fin de evaluar las propuestas de su maestro. Encontraron, en contra de Steward, que los cacicazgos Circumcaribe habían sido precedidos por grupos más simples, típicos de selva tropical. Sin embargo, resultaba evidente que el grado de complejidad de
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una sociedad se podía medir por la capacidad del medio ambiente para producir alimentos. Por esta razón, las nuevas sociedades procedentes de la región andina que habrían llegado al Bajo Amazonas habrían abandonado su antiguo nivel de complejidad para regresar a un estado más primitivo. En Venezuela, Irving Rouse y José María Cruxent () hicieron uno de los primeros esfuerzos por sintetizar la arqueología venezolana. Esa síntesis seguía en apariencia una lógica evolucionista: comenzaba con la división en “épocas” como Paleoindio, Mesoindio, y Neoindio, lo cual claramente rememoraba la división en Paleolítico, Mesolítico y Neolítico de la arqueología europea. No obstante, adoptaron la idea de “Tradición” propuesta por Willey y acuñaron el término de “Serie”, como una síntesis de los de “Horizonte” y “Tradición”. Esto implicó que la atención de la obra se centrara en cómo las diferentes series que se habían identificado en el país habían surgido, y cómo se habían relacionado en el tiempo y en el espacio. Las conclusiones no se alejaron de la idea de que similitudes en cultura material significaban automáticamente algún tipo de “relaciones”. En Colombia, además de Reichel-Dolmatoff, el interés durante los años sesenta por esquemas evolucionistas fue compartido por pocos arqueólogos. Entre ellos se debe destacar a Carlos Angulo. Pero también en este caso el difusionismo terminó por jugar un papel preponderante. Angulo () propuso una secuencia evolucionista comparable con la de Reichel-Dolmatoff. En un principio su terminología era similar a la de Steward y Reichel-Dolmatoff. Luego, en la década de los noventa (Angulo, ), la terminología que adoptó fue marxista: diferenció el modo de producción comunitario simple o apropiador, el modo de vida tribal o productor y el modo de vida aldeano cacical. Pero eso no impidió que los hallazgos de Malambo fueran comparados con los del Bajo Orinoco, en la década de los sesenta, y que en los noventa hablara de un proceso de “tránsito” de las poblaciones desde Colombia, hasta Venezuela y luego las Antillas, para explicar la similitud de la cerámica en sitios de los tres países. En sus primeras publicaciones sobre Malambo, afirmó que dado que las migraciones que habían poblado las islas del Caribe eran procedentes del Bajo Orinoco y que en esa región se hablaban lenguas arawak a la llegada de los españoles, indudablemente los pobladores de Malambo de hace cerca de . años también hablaban una lengua de esa familia. Luis Duque Gómez, en contraste, fue más reacio a cualquier esquema evolucionista y consecuentemente más inclinado hacia esquemas difusionistas. Pero, incluso, en él hay cambios sutiles a favor del evolucionismo en los setenta. Su síntesis de arqueología colombiana (Duque, ) organizó la información disponible por áreas geográficas, no por etapas o períodos, aunque en la primera parte del trabajo concedió importancia al esquema planteado por Reichel-Dolmatoff en Colombia. Pocos años más
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tarde (Duque, ), cualquier aproximación evolucionista fue descartada. Por el contrario, dividió la región quimbaya en zonas, cada una de ellas caracterizada por relaciones con otras regiones arqueológicas, las cuales incluían por igual a Centroamérica y a Perú. Desde luego, no todos los arqueólogos de la época compartieron el entusiasmo por el difusionismo. El mismo Reichel-Dolmatoff, aunque acudió a él más de una vez, también fue crítico por lo menos de algunas de las ideas más radicales. En una reseña sobre el trabajo de Horst Nachtigall sobre San Agustín, lamentó las comparaciones con culturas de Norteamérica y Argentina (Reichel-Dolmatoff, ). John Rowe (), que había sido profesor visitante en la Universidad del Cauca, sostuvo que el difusionismo había llevado a una situación absurda: si los arqueólogos serios se dedicaban a criticar cada una de esas fantasiosas ideas, no tendrían tiempo para hacer nada más con sus vidas. Con el fin de criticar las bases conceptuales del difusionismo, elaboró una larga lista de aspectos culturales compartidos por las culturas del Mediterráneo y de la región andina. La impresionante lista de elementos en común no era prueba de contacto directo. Y, por lo tanto, no había base seria para afirmar que los argumentos sobre similitudes entre sitios arqueológicos sirvieran para hablar de contactos directos tampoco. Desde luego, en el pasado, la difusión y las migraciones existieron, pero simplemente no se podían asumir como la mágica interpretación en todos los casos. Para solucionar el problema, los arqueólogos requerirían nuevas y más ingeniosas teorías. Algunos investigadores abandonaron paulatinamente el énfasis que le daban al tema. Por ejemplo, es justo reconocer que aunque las ideas difusionistas siempre fueron importantes para Carlos Angulo, este investigador se preocupó cada vez más por estudiar el paso del “modo de vida recolector-cazador” al “modo de vida aldeano” en la Costa Caribe colombiana, como lo planteó en , o entre los modos de producción comunitario simple o apropiador, tribal o productor y aldeano cacical, como lo propuso en . Pero para que el difusionismo dejara de tener un papel protagónico en la arqueología americana —y colombiana en particular— habría de pasar mucho tiempo. E l com prom i s o aca dé m ico y l a a n t ropol o gí a a pl ica da Los años sesenta y setenta fueron agitados por todo tipo de convulsiones políticas y sociales. Y la antropología no fue ajena a esa agitación. La arqueología había sido criticada desde fuera de la disciplina, y a principios de los sesenta los mismos antropólogos fueron críticos de la orientación de sus colegas arqueólogos. Tan pronto la arqueología se empezó a enseñar formalmente en la Universidad colombiana, el debate con respecto a la relevancia de estudiar el pasado prehispánico se hizo evidente. En se había fundado en la Universidad de
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los Andes el primer Departamento de Antropología del país. Esta universidad mantenía un modelo de educación liberal y perspectivas para la formación de antropólogos. Originalmente, se debatió la idea de fundar un Departamento de Sociología, pero finalmente se optó por la antropología y se contrató a Gerardo Reichel-Dolmatoff y a doña Alicia Dussán de Reichel. Apenas cuatro años más tarde, ambos renunciaron en medio de una polémica sobre la importancia —entre otras cosas— de estudiar el pasado indígena. En el informe sobre las actividades del Departamento durante (Doc. ), Reichel-Dolmatoff hizo un diagnóstico del descontento en la Universidad: los jóvenes estudiantes tenían una visión del mundo “etnocéntrica y dominada por prejuicios tradicionales”. La peor experiencia se había presentado con el curso de antropología aplicada; allí, los estudiantes habían confundido la investigación científica con “la acción administrativo-política” y se perdían en “discursos emotivos sobre lo que se debía hacer, para salvar el mundo y la humanidad”. Su actitud, en lugar de corresponder a la de académicos, era más semejante a la de las hermanas de la caridad o los asistentes sociales. El tema de la antropología aplicada era importante para Gerardo Reichel-Dolmatoff, para su señora Alicia Dussán y para los estudiantes, pero unos y otros la veían de diferente manera. Para los primeros la necesidad del rigor, la ciencia y el conocimiento venían primero. En el seminario interno del Departamento, de julio de (Doc. ), la antropología se definió como un puente entre las humanidades y las ciencias naturales. Los problemas que se planteaban —que incluían el papel de Colombia en la domesticación de plantas y los diversos modos de adaptación humana en las diferentes regiones de Colombia— de ninguna manera eran parroquiales o locales; hacían parte, por el contrario, de una “gran tarea internacional”. Desde luego, ese conocimiento era importante para la acción, sobre todo para una élite que no conocía el país, y más cuando existían “verdaderos fenómenos de patología social” que tenían causas culturales y ambientales. Por otra parte, aunque el Departamento tenía interés en temas campesinos, la visión más común era que “el verdadero campo de la antropología ha sido siempre el mundo de los primitivos”. Existía un importante antecedente que sustentaba esa visión. En se había reunido el International Committee on Urgent Anthropological and Ethnological Research en Viena, bajo el liderazgo de Robert Heine-Geldern. Este, a su vez, era el resultado del cuarto Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas y Etnológicas de en el cual había existido un simposio sobre tareas etnológicas urgentes, del interés de la Unesco y de los gobiernos de Francia y Holanda. En ese congreso, académicos de varios lugares del mundo insistieron en que existía una enorme cantidad de sociedades primitivas que estaban siendo llevadas a la extinción. Las epidemias, la baja natalidad y otros
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males estaban acabando con las sociedades de cazadores-recolectores que aún quedaban. La modernización estaba empujando a muchas otras sociedades a su aniquilamiento. En los números que produjo el Boletín se alertaba sobre la pérdida que todo ello implicaba para la humanidad y para la ciencia, y en uno de ellos Gerardo Reichel-Dolmatoff colaboró con un escrito. En la Universidad, Alicia Dussán de Reichel-Dolmatoff animó el debate en un texto llamado Problemas y necesidades de la investigación etnológica en Colombia (). En él, la autora señaló que la rápida expansión de las ideas y valores de Occidente se difundían cada vez con mayor velocidad, lo cual llevaba a la desaparición culturas milenarias que no habían sido aprovechadas por la ciencia. Era una pena. Como legado de Rivet, Alicia y Gerardo Reichel-Dolmatoff aceptaban que cada cultura contribuía con una herencia particular a la humanidad; también que en los pueblos primitivos, con frecuencia, la gente disfrutaba de una vida “más integrada y armónica”. Esto no implicaba poner en duda la importancia de la antropología aplicada, pero sí “planificar el desarrollo del futuro” después de “disponer de un gran acopio de informaciones básicas” que sólo el antropólogo de campo podía aportar. No obstante, el descontento con la arqueología —y la misma antropología— que se percibía como ilimitada recuperación de información, sin mayor utilidad práctica, se tradujo en la inconformidad entre muchos estudiantes. La formación científica se consideró entonces alejada de cualquier compromiso con la “realidad nacional”. Entre las quejas de Reichel-Dolmatoff en su carta de renuncia a la Universidad, el de noviembre de (Doc. ), así como en la de José de Recasens que pronto le siguió (Doc. ), se encuentra que los estudiantes habían pedido reducir la formación científica, y eliminar la arqueología, la antropología física y la lingüística, todas ellas fundamentales en el estudio del pasado prehispánico, pero que seguramente algunos consideraban como simples pasatiempos intelectuales. Desde luego, esto no era nuevo: muchos habían considerado especulativa a la disciplina encargada de estudiar el pasado, como es el caso de Laureano Gómez. La acusación de ser de “derecha” por hacer arqueología o, en general, por compartir la visión de Reichel-Dolmatoff sobre lo que debía hacer la antropología, fue, sin embargo, matizada por acusaciones en sentido contrario. Robert Jaulín (: -), uno de los profesores franceses con que contó el programa acusó a los estudiantes de representar intereses burgueses y de no haber respetado las ideas de su maestro por “la falta de fórmulas largas y huecas, de sonrisas inútiles y de demagogia”. El i n dígena ecol ógico El hallazgo de un período Formativo muy antiguo en la Costa Caribe resultó trascendental en la vida académica de Gerardo Reichel-Dolmatoff. Muchos
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arqueólogos de otros países aceptaron sus propuestas y se dedicaron a investigar cómo, desde Colombia, la agricultura y la alfarería habían llegado a sus respectivas regiones de estudio. Gracias a ello, el país pasó a ocupar un lugar importante en la arqueología americana y mundial. No obstante, su preocupación por la arqueología se diluyó a favor de otros intereses, de modo notable, la etnografía. Y, especialmente, lo que ella podía aportar para el estudio de la cosmología nativa. Desde luego, Reichel-Dolmatoff nunca había desechado la utilidad de la información etnográfica para explicar el registro arqueológico. Por ejemplo, en la década de los sesenta, comparó las figuras que los grupos cuna y chocó elaboraban con fines curativos, con aquellas encontradas en Momil (Reichel-Dolmatoff, b). La similitud hallada le sirvió para plantear que habían sido utilizadas de la misma forma y, en consecuencia, el tratamiento de enfermedades en Momil tal vez había sido similar al que se podía observar en esas sociedades vivas. Estas ideas fueron aceptadas por muchos arqueólogos, incluso por Meggers y Evans que las utilizaron para interpretar las figuras de cerámica que se encontraban en Valdivia. Pero con el tiempo, Reichel-Dolmatoff llevó el razonamiento más lejos. En la Sierra Nevada de Santa Marta, los taironas terminaron por ser asimilados a los actuales kogi. En el Alto Magdalena, la cosmología de los artífices de la estatuaria agustiniana se asumió idéntica a la de las sociedades del Amazonas. El sitio de Monsú, además de ser representativo del inicio de la agricultura, representaba un pensamiento dual como el que Lévi-Strauss describió para las sociedades del norte del Amazonas brasilero. De forma gradual, el interés por secuencias de cambio social o la relación entre la disponibilidad de recursos y el desarrollo de sociedades subandinas dio paso a otras preocupaciones, ya no evolucionistas sino más centradas en los “universales” y las “constantes” del pensamiento indígena americano, sin duda, resultado de su lectura de Lévi-Strauss. En este sentido, retomó una ya vieja tradición de la cual, en el fondo, se había apartado momentáneamente: el pasado se podía comprender entre las sociedades indígenas del presente. Reichel-Dolmatoff fue un convencido de que, pese al proceso de conquista, las sociedades nativas habían mantenido su manera autóctona del ver el mundo. Como resultado, empezó a preocuparse por interpretar los objetos arqueológicos a partir de lo que decían los indígenas más que a partir del contexto arqueológico. Esta metodología culminó en la obra Orfebrería y Chamanismo (), basada en el análisis de la colección del Museo del Oro que gracias a una coyuntura política le abrió las puertas por unos cuantos meses. En este libro, el interés por entender secuencias de cambio social fue reemplazado por el deseo de encontrar la cosmovisión de los antiguos orfebres, a partir de sus estudios etnográficos, y darle así sentido a los objetos arqueológicos. Llamó a este método “etnoarqueológico”. Se basaba en la idea de que, dada la ausencia
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de contextos, el estudio de los objetos de orfebrería pertenecía al campo de lo especulativo, a menos que se acudiera a la etnografía y su poderoso conocimiento de sociedades que históricamente estuvieran vinculadas con quienes los habían elaborado antes de la llegada de los españoles. Reichel-Dolmatoff no cayó fácilmente en la analogía etnográfica, en el sentido de comparar sistemas de vida y organización de indígenas actuales con épocas o etapas del pasado. Pero en cambio, circunscrito al mundo de la cosmovisión aborigen, aceptó plenamente una continuidad en el mundo de las ideas que nada se relacionaban con eventuales cambios históricos en la organización social de los indígenas a través del tiempo. La idea de explicar hallazgos arqueológicos a partir de sociedades vivas fue justificado por un renovado interés por la ecología, pero transformado en un verdadero “ecologismo nativo”. Su mismo interés por el chamán prehispánico se basó en una consideración ecológica: el chamán —al fin y al cabo— era el intermediario entre las sociedades indígenas y su entorno ambiental. El chamanismo ofrecía, además, una buena manera de articular su preocupación por la cosmovisión aborigen y su viejo interés, derivado de Steward, por cuestiones ambientales. En sus trabajos de la década de los sesenta, siempre había dado importancia al medio ambiente y su impacto en los desarrollos culturales. Pero el Reichel-Dolmatoff de los setenta estaba impresionado por el conocimiento ambiental de los indígenas del Amazonas, en especial de los tucano. En su escrito “Cosmología como análisis ecológico” () defendió la idea de que esos indígenas eran verdaderos “filósofos abstractos” en lo que se refería al manejo del medio. En el caso de las sociedades que vivían en el Amazonas, se necesitaba “una sociedad sana y enérgica para hacer frente a las rigurosas condiciones climáticas y al uso productivo de los recursos fácilmente agotables”. Aunque en el fondo se trataba de una imagen etnocentrista sobre la selva, esa imagen era ahora “aliada” del indígena. Su conducta adaptativa ante un medio hostil había tenido éxito por una compleja cosmovisión, en la cual el equilibrio entre lo que se tomaba del medio y se daba en retribución era cuidadosamente guardado mediante complejas estrategias que iban desde un cuidadoso control de la natalidad hasta el desarrollo de la idea de un “dueño de los animales” ante el cual debían dar cuenta de cualquier abuso sobre el medio ambiente. Este del “dueño de los animales” era un tema viejo, tanto que ya había llamado la atención de Rafael Uribe Uribe en la primera década del siglo xx. Pero había sido abandonado y ahora, con Reichel-Dolmatoff, se incorporaría de lleno a la interpretación del pasado arqueológico. En efecto, las conclusiones de su trabajo sobre los tucano se hicieron extensivas a toda su obra. Aunque, en principio, la experiencia con esa sociedad no debía cambiar su interpretación de las sociedades andinas, cuyo medio
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nunca fue descrito como hostil, sino más bien como diverso y rico, a partir de los setenta la interpretación sobre las sociedades prehispánicas —y contemporáneas— fue otra. En una monografía sobre San Agustín (Reichel-Dolmatoff, : ) definió la arqueología como “el estudio del hombre prehispánico en la naturaleza, el estudio de las culturas cambiantes en cierto medio físico que daba significado a su vida y que, lejos de constituirse en mero escenario, era parte esencial de los procesos históricos; aunque sostuvo que el medio no podía medirse en términos de potencial económico, sino en relación con el impacto en el “orden moral” y su “código social”. Los antiguos habitantes de San Agustín habrían tenido la noción de un “dueño de los animales” como el que tenían los tucano. El chamán, que antes sólo aparecía de forma marginal en su interpretación de las sociedades prehispánicas, empezó, como lo demuestra Orfebrería y Chamanismo, a ocupar un lugar destacado. Reichel-Dolmatoff hizo un llamado a una arqueología que se alejara de simples relaciones entre causa y efecto y se preocupara más por modelos tomados de la teoría de sistemas, la misma que, aunque expresada en términos nativos, resultaba útil para explicar las complejas relaciones entre los indígenas de las tierras bajas y la selva. En un trabajo posterior (Reichel-Dolmatoff, ) sostuvo que, por su complejidad, las tierras bajas habían resultado “más propicias y estimulantes” que las cordilleras para los desarrollos culturales. San Agustín había sido un “verdadero foco cultural” por la fertilidad de sus suelos. Nada extraño que en ese mismo trabajo brindara una justificación basada en consideraciones ambientales para el estudio del pasado prehispánico. En lugar de considerar a Colombia como una región “clave” para la investigación de las civilizaciones de México y Perú, como fue su idea a partir del estudio arqueológico de sitios tempranos en la Costa Caribe, en planteó un interés más local, pero también más relacionado con la sociedad contemporánea: la investigación de los antiguos indígenas resultaba fundamental porque se había dado en el mismo “medio ambiente físico” en que vivían los colombianos. Si bien no habían desarrollado civilizaciones, tenían “una gran enseñanza ecológica” debido a que habían logrado crear “sus culturas sin que sufrieran las selvas o las sabanas”. No es claro cómo el ecologismo llegó a Reichel-Dolmatoff. Desde luego, existían ciertas bases que se remontaban años atrás. Occidente siempre había mantenido una imagen ambigua sobre el indígena americano. Desde la misma llegada de Colón, al indígena se le había visto simultáneamente como bárbaro, pero también como habitante del paraíso, algo muy cercano a guardián de la naturaleza (Ellingson, ); para muchos cronistas del siglo xvi, los indígenas poseían notables conocimientos sobre plantas medicinales. Los jesuitas Juan de Velasco (en Ecuador) y Francisco Javier Clavijero (en México) incluyeron en su “defensa” de América un reconocimiento al conocimiento de la naturaleza
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que poseían los indígenas. Para Tadeo Lozano, los indígenas hacían parte de la naturaleza; y más tarde, para Ancízar, selva e indígena no reducido se presentaban elogiosamente como un todo imposible de separar. Desde luego, cuando alcanzar la civilización implicaba, como proponía Caldas, la destrucción de la selva, el indígena era poco más que un obstáculo. Era una parte de la naturaleza destinada, como ella, a ser domesticada. No obstante, incluso desde Mutis, y especialmente desde Florentino Vesga, se consideraba que los indígenas tenían poderosos conocimientos de la naturaleza que podían servir a la civilización (Langebaek, ). Cuando en la segunda mitad del siglo xx se afianzó la idea de un rápido deterioro de la naturaleza, la íntima relación entre ésta y los pueblos nativos hizo de éste un elemento más en la conservación del mundo natural. Obviamente un antecedente más inmediato era el determinismo ecológico de los años cuarenta y cincuenta el cual asumía no sólo que la estructura de las sociedades nativas dependía del medio, sino que además éste no podía ser modificado por ellas. Pero, además, desde sus primeros trabajos, Reichel-Dolmatoff ya había sentado las bases para el desarrollo de ese pensamiento. Desde un principio compartió la idea de Rivet sobre que cada cultura había aportado algo a la civilización y en particular que los aportes indígenas habían sido menospreciados. En esto fue consecuente desde sus primeros trabajos hasta los últimos (Reichel-Dolmatoff, ). En el programa de de cursos del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes, en ese entonces bajo su dirección, se leía que el ingenio humano no era exclusivo de las grandes civilizaciones y que las sociedades por más primitivas que fueran habían acumulado experiencia y luchado por valores humanos para lograr una sociedad más armónica “y una relación más satisfactoria con las fuerzas que rigen el mundo” (Doc. ). En “Cosmología como análisis ecológico” ya era claro lo que se tenía que aprender de los indígenas; en ese artículo argumentó que los indígenas se habían anticipado a la ciencia en conceptos fundamentales que en su momento estaban en boga en los estudios ecológicos. Reichel-Dolmatoff aprovechó el texto para sostener que las aproximaciones que entendían las relaciones entre sociedad y naturaleza en términos de sistemas tenían una buena posibilidad de ofrecer explicaciones satisfactorias. Pero también sostuvo que los indígenas habían llegado a esa misma conclusión hace mucho tiempo. Reichel-Dolmatoff pudo encontrar un pensamiento sistémico en la cosmología indígena, gracias al entorno intelectual de la época o, por el contrario, encontrar autónomamente que el pensamiento sistémico y la cosmología nativa se basaban en principios similares de forma independiente. En la década de los setenta, las condiciones estaban dadas para que el planteamiento ecológico tuviera todas las posibilidades de ser bien recibido.
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Era la época de movimientos contra la guerra en Europa y Estados Unidos, por los derechos civiles, y contra los derrames de petróleo, los pesticidas y las basuras tóxicas. Era también la época en la cual en Estados Unidos las comunidades indígenas fueron caracterizadas como ecologistas y conservacionistas. Las décadas de los sesenta y setenta se han llamado con frecuencia de ecopesimismo. En , Paul Elrich había publicado Population Bomb; en se instauró el Día de la Tierra; en se fundó Greenpeace; y, en , el Club de Roma dio a conocer su informe sobre los límites del crecimiento que daba gran importancia a las identidades culturales. La conquista de América misma, pasó de ser vista tan solo como un genocidio a verse también como un desastre ecológico (Crosby, ). Desde luego, las propuestas de Reichel-Dolmatoff también fueron recibidas en Colombia con los brazos abiertos. Por un lado, los propios movimientos indigenistas profundizaban por entonces su discurso ecológico. De hecho, una estrecha “relación con la naturaleza” —aunque no necesariamente de carácter conservacionista— había llegado a ser parte importante de la representación del nativo, desde mucho antes. Basta mencionar a Tadeo Lozano a principios del siglo xix (Langebaek, : ). A finales del siglo xix, el general Uribe Uribe () ya había hablado del “dueño de los animales” en la Amazonia y había sugerido su rol para controlar la caza desmedida. Por otro lado, el debate generado en torno a la decadencia de la raza tuvo también una arista relacionada con la “sabiduría ambiental”. En la década de los cuarenta, algunos investigadores se habían cuestionado por las razones que podían explicar el éxito de la raza indígena en las condiciones adversas en que vivía. A finales de los años treinta, el discurso en Colombia de líderes nativos como Manuel Quintín Lame había presentado la sociedad indígena como estrechamente vinculada con la naturaleza (Jaramillo, ). El líder indígena sostuvo que las leyes naturales primaban sobre las religiosas y que el conocimiento sobre la naturaleza que tenían los nativos debía traducirse en un dominio efectivo sobre tierras. La obra de Lame, muy anterior a la visión del indígena como ecólogo nativo por parte de los expertos, fue rica en metáforas relacionadas con la naturaleza; él mismo —que se presentaba como “hijo de la selva”— había sido educado en la naturaleza “como educó las aves el bosque solitario”. La sabiduría provenía de la naturaleza, no de la escuela (Lame, ). Durante la década de los sesenta y los setenta, justo cuando Reichel-Dolmatoff planteó la existencia del indígena ecológico, el debate sobre el medio ambiente adquiría una dimensión nunca antes vista. Para la Ilustración, con Mutis, Caldas y Lozano a la cabeza, el medio ambiente hostil debía domeñarse: la civilización pasaba por destruir la naturaleza o al menos transformarla al servicio del hombre. Medir la consecuencia de ello parecía exagerado: la po-
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blación era escasa (más importante aún, se percibía como insuficiente) (Langebaek, ); Medardo Rivas () había continuado exaltando las bondades de la conquista de la tierra caliente, aunque había advertido ya por primera vez a fines del siglo xix sobre la indiscriminada destrucción del medio que su explotación estaba implicando. Pero en la época en que Reichel-Dolmatoff hizo sus planteamientos, el tema del medio ambiente se convertía en el eje de una reflexión política. Algunos pensadores del mundo industrializado hablaban de los límites del crecimiento, del peligro representado por el aumento inusitado de la población en los países más pobres. En los países subdesarrollados se planteaba la necesidad de desarrollarse y se manifestaba la necesidad de hacerlo sin desbordar los límites que imponía el equilibrio con la naturaleza. Precisamente en , Julio Carrizosa (Vidart, : y ) presentó su informe Política Ecológica del Gobierno Nacional, en el cual comparaba la idílica situación ambiental descrita por los conquistadores españoles y la trágica situación de su momento. El mayor causante de la tragedia era el conflicto social: la explotación de las grandes empresas agrícolas, el minifundio, la colonización incontrolada. El propio trabajo del antropólogo y sociólogo Daniel Vidart () desenmascaraba la agresión a un medio ambiente frágil, frecuentemente ocupado por sociedades indígenas, particularmente en la Sierra Nevada de Santa Marta y en la Amazonia. Se presentó entonces el caso de Industrias Puracé S. A., la cual explotaba azufre dentro de los linderos del resguardo páez. Justo en la década en que se escribieron “Cosmología como análisis ecológico” y la monografía sobre San Agustín se descubría para los arqueólogos Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta. El debate en torno al sitio mostraría el impacto de la obra de Reichel-Dolmatoff. Los arqueólogos que hicieron las primeras investigaciones plantearon que los constructores de Ciudad Perdida habían manejado el medio ambiente sin tacha alguna (Herrera, : ). Pero, desde luego, esa era la conclusión definida de antemano en los medios. Para los periodistas, el hallazgo ratificaba la idea de la sabiduría ambiental nativa. Germán Castro Caycedo describió en un artículo de El Tiempo del de marzo de impresionantes obras “realizadas con técnicas que podrían ofrecer soluciones más efectivas que buena parte de las que hoy hacen en el país ingenieros blancos”. La enorme población que habría vivido a la llegada de los españoles en la región —cerca de mil indígenas— “gracias a sus grandes culturas, sí lograron conservar todo el sistema ecológico, sin destrozarlo”. En marzo de , Daniel Samper Pizano le dedicó tres columnas al tema. En la primera, que llevó el nombre de “Aprender de los tairona”, aseguró que “los indígenas consiguieron lo que no pudo la civilización: integrarse con la selva”, y que sin duda sus antiguos habitantes habían conservado el bosque primario. Los taironas ni siquiera habrían hecho claros en la selva; todo, absolutamente
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todo, cuanto les había rodeado era “selva primaria”. Durante estos años, el hallazgo tuvo resonancia internacional. Publicaciones como Le Figaró, The New York Times y Die Stern dieron cabida en sus páginas a la noticia del hallazgo de una civilización que había vivido en armonía con el medio. En Le Figaró, por ejemplo, un conocido reportero de guerra consideró que sin duda se trataba del hallazgo más notable de la arqueología suramericana después de Machu Pichu (El Espectador, febrero de ). El de abril de , El Espectador publicó de Eduardo Galeano un extracto de su libro próximo Memorias de Fuego, que incluía una apología a los tairona. Pese a la amplia aceptación del “indígena ecológico” hay que reconocer que no hay antecedentes de esa noción en su propia obra previa. Por el contrario, en su famoso artículo “Las bases agrícolas”, Reichel-Dolmatoff (a) escribió que los indígenas prehispánicos tenían prácticas culturales con poco sentido ambiental. Habían tenido riego en zonas de alta pluviosidad, o cultivado yuca donde habrían debido sembrar maíz. Y es que la visión ecológica de los indígenas se apartaba de su propia propuesta sobre el desastre ecológico que los indígenas habían causado en la cuenca del río Ranchería. A principios de los cincuenta, Reichel-Dolmatoff y Alicia Dussán (: ) habían afirmado que “El desarrollo de una alta cultura como la de los taironas, que se extendió sobre toda la pirámide de la Sierra Nevada y que se basaba en la agricultura intensiva de maíz y yuca, debe haber tomado varios siglos y así la despoblación forestal y el problema de la erosión de las tierras deben ser fenómenos que se hicieron notar ya en épocas anteriores a la Conquista”. Desde luego, Reichel-Dolmatoff no fue el único en preocuparse por el asunto ecológico. El propio trabajo de Betty Meggers () en el Amazonas había convertido a la arqueología en un potencial aliado de los movimientos ambientales. Con el fin de interpretar la historia indígena en el Amazonas, Meggers argumentó que las áreas alejadas de los ríos en el Amazonas no permitían la agricultura intensiva y que los indígenas que las habían ocupado antes de la llegada de los españoles las habían explotado sabiamente, sin deteriorarlas. En las zonas aledañas a los ríos, las comunidades pudieron desarrollar cierta forma de complejidad social. Lejos de ello, sólo se podían sustentar sociedades igualitarias. La “lección” del pasado remoto parecía pertinente en un momento en el cual se empezaba a tomar conciencia del peligro que amenazaba a la selva tropical y en el que los movimientos ecologistas en Europa y Estados Unidos estaban más que dispuestos a considerar a los indígenas como guardianes naturales del medio. El enfoque de Reichel-Dolmatoff, a diferencia del de Meggers, no se basaba en consideraciones ecológicas, sino ideológicas. Independientemente del medio, el indígena había desarrollado cierta “sabiduría ambiental”. El nuevo
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enfoque de Reichel-Dolmatoff lo hizo internacionalmente conocido (Furst y Furst, ), pero implicó en alguna medida un alejamiento de la arqueología. El caso es que como sus planteamientos tuvieron cada vez más relación con su visión del indígena ecológico y cada vez menos con los vestigios del pasado, su labor se hizo menos sugerente para los arqueólogos que trabajaban en campo excavando basureros y viviendas, sitios donde rara vez encontraban adornos de oro que se pudieran asociar a prácticas chamánicas y, menos, pruebas de una supuesta sabiduría ambiental. En cambio, se hizo muy popular en los museos que contenían objetos que se podían asociar, con facilidad, al chamanismo; en esos lugares, además, el discurso ecológico brindaba una bienvenida contextualización de objetos que aparecían “mudos” en sus colecciones y, a la vez, permitía establecer una relación entre un supuesto pasado prehispánico y las sociedades indígenas del presente.
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C onsi der acion es f i na l es Reichel-Dolmatoff determinó en buena parte el curso de la arqueología a lo largo de la segunda mitad del siglo xx. Su obra se inició dentro de las orientaciones de la etnología liderada por Paul Rivet, pero luego la influencia de la obra norteamericana en arqueología, y del estructuralismo francés en etnología marcarían de forma definitiva el carácter de una obra compleja, rica y contradictoria. A lo largo de su carrera, sus planteamientos sirvieron de inspiración para muchos de los arqueólogos. Inicialmente sus propuestas evolucionistas influenciadas por Steward dieron pie a que muchos de ellos se esforzaran por complementar, ratificar o contradecir propuestas que por primera vez ofrecían un esquema en el cual los hallazgos arqueológicos tenían sentido en términos de una secuencia cultural. Más adelante su propuesta sobre el ecologismo nativo determinó la orientación de buena parte del trabajo de sus colegas. Y, por último, su apropiación de la etnología como fuente de interpretación de los hallazgos arqueológicos, también fue aceptada por un sinnúmero de antropólogos y arqueólogos que aún se inspiran en esa propuesta y la forma como la llevó a cabo. En ninguna de sus ideas Reichel-Dolmatoff fue el primero. Ni siquiera se puede alegar que en cualquiera de los casos tuvo una influencia siempre positiva. Pero lo que sí se puede afirmar es que en cada caso fue el más sofisticado punto de referencia. Por otra parte, es justo reconocer que cada nueva teoría desarrollada por Reichel-Dolmatoff, incluyendo su noción de etapas de desarrollo cultural, la “sabiduría ecológica”, o lo que vendría a llamar el método etnohistórico de Orfebrería y Chamanismo, no reemplazó las anteriores, sino que se acomodó de la mejor manera posible. El caso de las migraciones y la difusión como explicación de los cambios culturales es una muestra de ello. Pese a su interés por
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Steward y luego por la ecologĂa nativa, nunca abandonĂł ideas sobre migraciones y difusiĂłn. Tan pronto encontrĂł el sitio Formativo de Barlovento, una de las primeras cuestiones por resolver era la de sus relaciones con sitios de MĂŠxico, Ecuador y el sur de Estados Unidos. La polĂŠmica con respecto a Valdivia se concentrĂł en la direcciĂłn que habĂa tomado la inuencia de un sitio sobre otro. En Colombia, el autor sostuvo que los indĂgenas de la Sierra Nevada de Santa Marta habĂan recibido fuertes inuencias de MĂŠxico y CentroamĂŠrica. ExistĂan paralelismos entre los indĂgenas de la Sierra y los de esos lugares: el mito de mĂşltiples creaciones del mundo, la concepciĂłn de un universo dividido en estratos y la observaciĂłn cuidadosa de los solsticios y equinoccios, entre otros. En su monografĂa sobre San AgustĂn (Reichel-Dolmato, ď™„ď™Œď™Šď™ˆ), reconociĂł que San AgustĂn tenĂa inuencias mesoamericanas. MĂĄs adelante (Reichel-Dolmato ď™„ď™Œď™‹ď™†) insistiĂł en que los tairona eran de origen centroamericano. Al ďŹ nal, en su Ăşltima sĂntesis de arqueologĂa colombiana, hablĂł de reconsiderar su hipĂłtesis de que la cultura de la Sierra Nevada de Santa Marta se originara en Costa Rica y que tuviese un importante componente mesoamericano; pero la propuesta no fue desechada del todo (Reichel-Dolmato, ď™„ď™Œď™‹ď™‰: ď™„ď™Œď™‹). La capacidad de asimilar cada nueva teorĂa fue el punto mĂĄs polĂŠmico de su obra. A la vez que una muy productiva manera de interpretar de forma dinĂĄmica el pasado indĂgena, tambiĂŠn generĂł contradicciones y problemas. Al estar permanentemente al tanto de los desarrollos acadĂŠmicos en el mundo anglosajĂłn y europeo, Reichel-Dolmato fue agregando consideraciones novedosas a las mĂĄs tradicionales, pero sin revaluarlas o abandonarlas. Unas se sobrepusieron sobre otras, ayudando a forjar, mĂĄs que una interpretaciĂłn sobre el pasado, una serie de aportes que nunca defendieron una manera de ver el pasado prehispĂĄnico o una forma de estudiarlo. MĂĄs bien, contribuyeron a generar adiciones superpuestas, todas de buena calidad, en las que los arqueĂłlogos de hoy encuentran magnĂďŹ cas sugerencias, no obstante todas las cuales no pueden ser vĂĄlidas al mismo tiempo.
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CONSTRUCCIONES JAPONESAS R afael Reyes-Ruiz Profesor Asistente de Estudios sobre la Globalización, Departamento de Ciencias Sociales Zayed University, Dubai (UAE) Rafael.ReyesRuiz@zu.ac.ae Traducción de Lina Bojanini
RESUMEN
Desde la perspectiva de la
ABSTRACT
From a Visual Anthropology
antropología visual, este artículo examina la
perspective, this article discusses how the
disposición estructural de un parque temático
structural arrangements of a European theme
europeo en Japón, donde el esparcimiento,
park in Japan mediated by photographic
facilitado por las tecnologías fotográficas,
technologies facilitates an entertainment
refuerza de forma activa la orientación
experience that reinforces the Eurocentric
eurocéntrica de la internacionalización japonesa.
orientation of Japanese internationalization. 17 3
PALABRAS CLAVES :
KEYWORDS:
Antropología visual, parques temáticos, Japón.
Visual Antropology, Theme Parks, Japan.
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a c u l t u r a j a p o n e s a ha sido reformada de manera continua por los contactos de esta nación con el resto del mundo. Hacia finales del siglo xix, los ideólogos del nuevo Estado japonés dirigieron su mirada hacia Occidente como modelo para su país; así lo demuestra el lema de la época: “Deja el Asia y únete a Europa”. La retórica de la reforma nacional sirvió como la base discursiva que eventualmente justificó el colonialismo japonés en la región, el cual terminó parcialmente con la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial. En el período subsiguiente a la guerra, se dieron las condiciones para la alineación cultural contemporánea de Japón con Occidente, especialmente con Estados Unidos, que era en ese momento tanto el amo de la derrota japonesa como un benefactor voluntario de la reconstrucción de dicho país. La ocupación estadounidense introdujo una nueva constitución que desarticuló de manera eficaz el aparato militar japonés y su control sobre la 1. En 1889, Fukuzawa Yukichi, fundador de la Universidad de Keio (una de las seis universidades del Ivy League en Japón) y cofundador de uno de los dos grandes partidos anteriores a la guerra, escribió: “Aunque nuestro país está ubicado en el borde oriental de Asia, el espíritu de nuestra gente ya abandonó las costumbres retrógradas asiáticas y abrazó la civilización occidental. Tenemos aquí dos países vecinos desafortunados, China y Corea. Aunque antiguamente su gente compartía con Japón una educación similar en cuanto a las doctrinas o costumbres de tipo asiático, ahora, ellos por alguna diferencia racial o por alguna diferencia formal en el interior de esa educación heredada... no comprenden el sendero de la reforma nacional... Al elaborar políticas actuales no disponemos de tiempo para esperar su despertar y revivir el Asia conjuntamente... no les podemos dar un trato especial sólo porque son nuestros vecinos, debemos tratarlos tal como lo hacen los occidentales” (Dower, 1986). Debe señalarse que el concepto de civilización occidental, al igual que el de civilización china, previa fuente cultural de Japón, eran señalados con frecuencia como separados de la tradición japonesa “autóctona”. Expresiones como “civilización china y espíritu japonés” y “civilización occidental y espíritu japonés”, usadas como eslóganes nacionales en diferentes épocas, sirvieron para justificar la importación de nuevas tecnologías y conservar simultáneamente una esfera aparte para la cultura japonesa autóctona. Para un estudio de las (re)formulaciones culturales japonesas, véase Harootunian (1988).
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producción industrial, el flujo de la información y la política exterior; se efectuaron cambios en el sistema educativo y en las leyes de herencia y de propiedad para que se ajustaran de forma adecuada a nuevas realidades políticas, y el emperador y el sistema imperial fueron secularizados para poder establecer la libertad de cultos. La Guerra Coreana consolidó esta relación, ya que le dio a Japón la oportunidad de reconstruir rápidamente su infraestructura industrial, importar nuevas tecnologías y acumular capital. Por otra parte, la relación de Japón con el resto del Asia no sufrió ningún cambio cualitativo importante. Corea y Taiwan, que anteriormente habían sido colonias japonesas, emprendieron proyectos propios de industrialización acelerada, y se inclinaron por conservar lazos más cercanos con Occidente que con su antiguo amo colonial. La negativa de Japón a ofrecer disculpas oficiales por los crímenes de guerra, al igual que la renuencia de su Ministro de Educación a incluir la historia de la agresión japonesa en los libros de texto de las escuelas públicas, ha contribuido a acrecentar la tensión en esta relación. Los llamados para llevar a cabo una mayor “internacionalización” (kokusaika) que promueva la apertura y el carácter cosmopolita en el Japón, se han traducido hasta ahora principalmente en un aumento de las exportaciones de productos, capital y tecnología japoneses hacia el resto de Asia, y en un intercambio cultural relativamente escaso. En el Japón de principios del siglo xxi resulta todavía extraño encontrar un interés activo por las culturas y las lenguas asiáticas. Esta apertura selectiva y limitada de Japón, asociada a la incapacidad estatal de reconocer abiertamente su papel durante la Segunda Guerra Mundial, ha suscitado críticas dentro y fuera del país, que pueden resumirse en la afirmación de que se comporta como si no hiciera parte de Asia. En este contexto de intercambio y memoria selectivos, quiero volver la mirada hacia un conocido parque temático europeo donde el esparcimiento facilitado por las tecnologías fotográficas refuerza en forma activa la orientación eurocéntrica de la internacionalización japonesa. 2. Aquí hago referencia a la controversia sobre omisiones e imprecisiones en los textos japoneses de historia utilizados en la escuela intermedia y superior. Los críticos han señalado, por ejemplo, que los libros de ahora emplean eufemismos como “incursión” (shinshutsu), en vez del término “invasión” (shirryaku), que es más concreto, para referirse a los eventos que tuvieron lugar con la movilización de las tropas japonesas hacia otras partes de Asia durante la guerra, y la dominación subsiguiente de la población civil. El asunto de la amnesia histórica japonesa oficial volvió a ocupar las primeras planas en abril de 2005 con las demostraciones públicas de los chinos contra la petición de Japón para ser miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Véase http://edition.cnn.com/2005/WORLD/asiapcf/04/09/china.japan.protest.ap/index.html. Para informes sobre la expansión de Japón en Asia, véase Dower (1986). 3. Éste fue uno de los temas de la Asian Studies Conference Japan a la que asistí en Tokio en 2002. Aunque varios miembros del panel mencionaron que había habido un aumento en el turismo hacia el resto de Asia, e incluso en el aprendizaje de las lenguas coreanas y chinas, la principal preocupación dentro de la comunidad académica era la falta de interés de los estudiantes por la historia y la cultura de la región. 4. La investigación para este artículo hacía parte de un proyecto mayor sobre la acogida de los extranjeros en la
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Pa i saj es a rt i fici a l es e h i stor i a sel ect i va Algunas de las atracciones turísticas de construcción reciente en Japón incluyen lugares donde se hace una simulación de lo cultural y de lo natural: hay playas artificiales encerradas y completamente cubiertas cerca de las costas, pistas de esquí con nieve sintética en centros metropolitanos y parques temáticos nacionales e internacionales por doquier. El Huis Ten Bosch (htb), en Kyushu, un parque temático holandés que lleva el nombre de la residencia oficial de la reina Beatriz de los Países Bajos, es quizá el parque cultural más grande y conocido de Japón. Recrea una ciudad imaginaria de Holanda, combinando casi todos los temas reconocibles de la arquitectura de este país, como los canales de Amsterdam, una plaza del siglo xv, varios molinos de viento tradicionales —activos y mecánicamente precisos—, un palacio y un museo reales, una torre de iglesia y un magnífico hotel del siglo xix, entre otros. Estas estructuras fueron construidas como réplicas exactas; para ello, se utilizaron elementos importados como ladrillos, muebles y obras de arte, incluyendo estatuas de bronce para los lugares públicos. Animadores y artesanos, de Holanda y de otros países europeos, como artistas callejeros, conductores de taxi, fabricantes de queso y otros, vestidos con los trajes típicos holandeses del siglo xviii, desempeñan sus labores cotidianas en el parque en horarios programados, para darle a éste un aire de verosimilitud. Alrededor del parque florecen cerca de . tulipanes en jardines impecablemente cuidados. Contiguo al htb hay un complejo habitacional, también de estilo holandés, que utiliza sectores del parque como ciudad.
sociedad japonesa, y está descrito parcialmente en mi disertación doctoral sobre los inmigrantes latinoamericanos en Japón (2001). En general, la mayor discriminación es hacia los asiáticos, y la menor, hacia los europeos caucásicos. Como lo sugería al principio de este artículo, la acogida de otros en Japón se ha visto moldeada por los contactos e intercambios de este país con el resto del mundo. Véase Silverberg (1997) para asuntos sobre representaciones del yo y otros en el contexto del colonialismo japonés en Asia. Véase en Weiner (1997) aspectos sobre la discriminación racial pasada y presente. 5. Otras construcciones incluyen “Dom Tower”, una réplica de la torre de la Catedral de Utrecht, la de mayor altura en los Países Bajos, y un ala completa de la Universidad de Leiden, que fue enviada por barco y ensamblada en el parque en su forma original. 6. Éste es un recuento de la historia del parque según la página web oficial de htb (http://english.huistenbosch. co.jp/ ): “Durante el verano de 1979, el Sr. Yoshikuni Kamichika, el fundador del Huis Ten Bosch, hizo su primer viaje a Europa. El esplendor natural del mar Mediterráneo le recordó la bahía de Omura. Pensó que, a pesar de su hermoso paisaje, Omura no atraía esa cantidad de visitantes. El Sr. Kamichika sopesó las posibilidades de convertir la hermosa área de la bahía en un lugar excepcional. De repente pensó en la pequeña isla de Dejima, cerca de Nagasaki, desde donde sólo a los holandeses se les permitió llevar a cabo actividades comerciales durante el período de aislamiento nacional de Japón, y la relevancia del rol que tuvo esa isla en la historia del país. Así nació la idea de construir un “Dejima moderno”. Durante la visita del Sr. Kamichika a los Países Bajos, conoció la antigua costumbre holandesa de ganarle terreno al mar y urbanizarlo... Kamichika decidió construir una ciudad en Japón que combinara la planeación urbana holandesa con la tecnología japonesa. La construcción del Huis Ten Bosch comenzó en octubre de 1988... y el 25 de marzo de 1992, abrió sus puertas. El costo total del proyecto fue de US$2.500 millones.
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Aparte del énfasis sobre la autenticidad, el htb también tiene una función narrativa. La disposición de los edificios y de otras estructuras alrededor de temas científicos y culturales está concebida para conmemorar un período específico de la historia de Japón, período que tiene gran relevancia hoy en día, ya que señala el comienzo de su rápida y exitosa modernización: la llegada de las tecnologías occidentales. Los primeros europeos que arribaron a las costas japonesas, trayendo consigo el cristianismo y armas modernas, fueron los españoles y los portugueses. Sin embargo, durante la política de aislamiento entre -, fueron los holandeses quienes mantuvieron activo el comercio con Occidente, desde puertos localizados estratégicamente cerca de la ciudad de Nagasaki, en la punta de la isla Kyushu; htb está ubicado en esta área, en un pedazo de tierra que se le ganó al mar. A los visitantes del parque se les recuerda, a través de publicaciones y de abundante material audiovisual, la forma en que el saber occidental le permitió a Japón modernizarse y el papel que desempeñaron los holandeses en ello; algunas de las atracciones están diseñadas para señalar aportes específicos como la ingeniería hidráulica y técnicas quirúrgicas. Una invitación a explorar htb es, por lo tanto, mucho más que un llamado a deleitarse en la fantasía de visitar a Holanda. Es también un llamado a ver parte de la historia, una historia particular que puso en marcha la rápida supremacía de Japón en la comunidad de naciones: una historia del éxito. Lo que sigue sin contarse, porque no existen estructuras que lo conmemoren, es que los puertos de Kyushu y de otras islas del archipiélago japonés fueron también puntos de entrada de productos y cultura asiáticos, antes y después de la influencia occidental. El budismo, la alfarería y la escritura, para nombrar sólo unos cuantos elementos, llegaron a Japón desde diferentes regiones del Asia a través de China y Corea. La ausencia total de reconocimiento de las influencias asiáticas sobre la cultura japonesa es un punto particularmente sensible para los gobiernos chino y coreano a la luz de la negativa del gobierno japonés a reconocer haber obrado mal durante el período de expansión y agresión imperiales en la primera mitad del siglo xx.
7. En el multimedia Horizon Adventure, los visitantes pueden experimentar las inundaciones que devastaron a los Países Bajos durante siglos, y observar los avances de la ingeniería hidráulica para hacerles frente. En el “Museo von Siebold” se muestran otros avances tecnológicos con explicaciones detalladas. Algunas de las atracciones se centran en tecnologías específicas u oficios como el AstroGebouw (astronomía holandesa y europea); Cheese Farm (tecnología para lácteos); Golden Hop (fabricación de cerveza) y Música Fantasía (instrumentos musicales). 8. Además, las referencias de las influencias asiáticas sobre la cultura japonesa no se celebran de forma abierta en Japón. Existe, sin embargo, un mercado limitado para la producción cultural asiática, bajo el rótulo de “étnico” (esunikku), de manera similar a los de Estados Unidos y Europa. El distintivo homogeneizador de “étnico” para los productos asiáticos es también muy elocuente si se compara con los productos europeos, a los cuales se les da un claro sentido de origen nacional (cocina italiana, traje francés).
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Vi aj es c u lt u r a l es Las agencias de viaje y los medios de comunicación promueven parques temáticos europeos como el htb conjuntamente con los destinos turísticos tradicionales. Hasta la década de los ochenta, como lo observa Marilyn Ivy (), los escenarios tradicionales como destinos turísticos habían sido asociados con la idea de un (re)descubrimiento del Japón antiguo, un Japón que para muchos nativos ya se había vuelto “exótico”, debido a la fuerza homogeneizadora de la modernización. Las campañas publicitarias durante esa década le apostaron a una lógica basada en la nostalgia y centraron su imaginería en un estereotipo femenino occidentalizado, citadino, que ahora regresaba a un Japón “tradicional”, de monumentos, templos y estilo de vida rural. La publicidad actual para el htb, que incluye panfletos, folletos informativos, el sitio en Internet y otros medios electrónicos, también le apuesta a una lógica de retorno y nostalgia, aunque más a tono con las realidades de un mundo globalizado y de un Japón supuestamente “internacionalizado”. La experiencia del viaje como una forma de descubrimiento visual de la historia y la tradición es una costumbre muy arraigada en Japón. Ivy (), al discutir la relación entre el viaje y los parajes visitados, señaló que en esta nación, “incluso el viaje poético de los personajes históricos y clásicos ha estado íntimamente asociado, durante mucho tiempo, con la contemplación de sitios designados de manera convencional como lugares relevantes” (). Desde la creación del Estado japonés, las excursiones empresariales y escolares seguían esta costumbre, y seleccionaban itinerarios bien conocidos, que solían incluir templos budistas y santuarios sintoístas de importancia. Las excursiones empresariales, sin embargo, tienden a preferir destinos donde se puedan combinar esparcimiento y cultura en un mismo lugar, tales como complejos históricos cercanos a aguas termales o a centros vacacionales en las montañas. En las últimas décadas, no obstante, Disneylandia Tokio y muchos otros nuevos parques temáticos culturales se han convertido en los sitios más visitados por las excursiones escolares y han desplazado lugares tradicionales significativos, como las antiguas capitales de Kioto y Nara y sus tesoros culturales. Desde la década de los noventa, los folletos turísticos de Kyushu patrocinados por los Ferrocarriles Nacionales de Japón sugerían itinerarios que combinaran lo mejor de ambos mundos: la historia y el entretenimiento, o lo que se ajusta mejor a lo que quiero mostrar: la historia como entretenimiento. Un paquete turístico de tres días, por ejemplo, incluía en el primer día el Santuario Ise, el más sagrado de los santuarios shinto por su conexión con la familia imperial; al día siguiente, “Mundo español”, un parque que recrea algunas de las construcciones más representativas del turismo de España, y el último día, en el Huis Ten Bosch. El combinar lugares tradicionales con parques temáti-
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cos europeos cambia la lógica que apuntaba hacia “el Japón antiguo” como un punto de regreso utópico, y la convierte en algo más congruente con el discurso sobre la Kokusaika o la internacionalización de Japón. Modifica la dirección de “descubrimiento” desde uno de raíces autóctonas hacia otro que incluye la influencia europea. De esta manera, se le concede un origen simbólico a la producción cultural contemporánea en Japón, bastante criticada por copiar a Occidente.
Foto gr a f i a r el deseo En las secciones anteriores, propuse una interpretación del htb como un lugar para el re-cuento de una narrativa histórica particularmente deseada. Me interesa también interpretar el parque como un escenario para la recreación de un conjunto de deseos más concretos: el deseo por los cuerpos y los paisajes europeos. Pienso que las herramientas mediadoras en este proceso son las tecnologías fotográficas. Las dimensiones utópicas de la fotografía y de otras tecnologías de representación fueron anunciadas por Walter Benjamin (). En su ensayo fundacional “La obra de arte en la época de la reproducción mecánica”, Benjamin planteaba que las nuevas tecnologías podrían (según el deseo público) acercar las cosas a nivel espacial y humano, y también (al permitir que la reproducción fuera al encuentro del espectador… en su propia situación particular) lograr la reactivación del objeto reproducido” (). Por ejemplo, la fotografía de un paisaje o de un yo específicamente deseados contiene el potencial de producir múltiples re-creaciones y goces subsiguientes. Es decir, sirve para acortar la distancia entre el objeto o el yo deseados y el yo que observa. Los objetos seleccionados o deseados, en este caso, sin embargo, no son aleatorios, y como lo expuse anteriormente, se relacionan con circunstancias históricas y políticas particulares. Para describir la naturaleza de ese “acortamiento”, encuentro útil el concepto de ideología de Louis Althusser (), definido por él como “la representación de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones de existencia reales”. En otras palabras: la ideología permite que la gente ejecute cambios en su realidad para acomodarse a su imaginación. Cuando la fotografía se convierte en una experiencia comunitaria, es decir, cuando muchas personas participan de un comportamiento fotográfico que pone de relieve relaciones iguales o similares entre sujetos y objetos, la fotografía se convierte en el puente ideológico entre la gente y los objetos. La puesta en escena, la disposición de los objetos y las posiciones de los sujetos en relación con los objetos deseados es lo que cristaliza el aspecto ideológico de la experiencia fotográfica.
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Durante mi trabajo de campo en Japón, las fotografías fueron las herramientas más útiles para ilustrar asuntos de identidad y diferencia. Mientras discutíamos la acogida de extranjeros en ese país, dos de mis informantes japoneses, una mujer de unos veinticinco años y su pareja, me mostraron fotografías de un viaje reciente al Huis Ten Bosch, adonde habían ido para contraer matrimonio. Aunque al principio habían tenido la intención de casarse en Europa (Roma era su primera opción), optaron por un paquete vacacional de Kyushu para que muchos de sus amigos y parientes cercanos pudieran asistir a la ceremonia. Escogieron al htb porque habían visto un documental en televisión sobre el parque y la ceremonia de bodas, que lo comparaba de manera favorable con los paquetes de ceremonias nupciales en otros parques temáticos. Aparte de las fotografías matrimoniales tomadas por fotógrafos profesionales en una capilla especialmente diseñada en el segundo piso del “Pasaje”, un área comercial dentro del parque a la manera de las galerías comerciales europeas del siglo xix (los mismos espacios que llamaron la atención de Walter Benjamin para su trabajo inconcluso sobre “El libro de los pasajes”), su fotografía predilecta era una de varias que se le tomaron a la novia y algunas de sus amigas frente al Palacio Real, una construcción a la que se refirieron como “el edificio más hermoso que jamás habían visto”. En la foto, hecha también por uno de los fotógrafos profesionales del parque, la novia y sus amigas están en las escalinatas del palacio y lucen trajes holandeses tradicionales del siglo xviii. A diferencia de las otras fotografías donde todo el mundo está relajado, haciendo una v con los dedos, o manifestando de cualquier otro modo su alborozo, las mujeres de la foto aparecen sonrientes pero en una pose formal, llamando la atención hacia sus disfraces alquilados, como en un retrato. Sin embargo, lo más importante es que la foto fue tomada a una distancia que permitía una vista completa del palacio y de algunos de los edificios circundantes; las mujeres estaban en el centro pero ocupaban menos de una cuarta parte de la superficie de la imagen. En este sentido, las fotografías eran tanto de los edificios como de las mujeres. Cuando pregunté por qué habían escogido ese ángulo en particular, respondieron que era un punto especial para tomar fotografías, marcado en el piso por la administración del parque con ese propósito. Ese punto, de acuerdo con un empleado del htb, había sido diseñado para “aumentar el efecto de realidad del retrato”. En efecto, la foto no era simplemente la representación de unas mujeres disfrazadas en un entorno artificial. Aquí, el entorno, sin lugar a dudas, era tridimensional y a gran escala. Había pistas sutiles en la imagen que le indicaban a un espectador atento que no había sido tomada en Holanda, como la relación de la ubicación de los edificios entre sí (la narrativa de la disposición sigue la lógica del entretenimiento y del deseo, propia de un parque
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temático, y no la de la planeación urbana) y la ausencia de tráfico vehicular, o algunas otras señales de vida urbana contemporánea. Al hacer comentarios sobre los recuerdos ligados a las fotografías, la pareja afirmó que las imágenes del palacio “eran las más divertidas”, porque les permitían “representar sus fantasías”, a diferencia de las otras fotos de la boda, hechas para satisfacer las expectativas de la familia y los amigos. Para la novia, y también hablaba por sus amigas, lo más divertido fue tener el placer de “lucir un disfraz tan espléndido” en el escenario adecuado. En algunas de las otras imágenes aparecían las amigas y parientes mientras se fotografiaban unas a otras con los trajes puestos. La novia expresó que el aspecto más impresionante de los disfraces (incluidos los accesorios) era su “autenticidad”, pues habían sido diseñados y manufacturados por artesanos holandeses, con materiales importados. Es importante anotar aquí que en Japón, como en muchas otras sociedades, el placer fotográfico está asociado con ritos de paso, viajes y otros eventos significativos. Es también claramente un asunto “femenino”. Por ejemplo, en el festival Shichigosan que se celebra en noviembre, participan niñas entre los tres y los siete años de edad vestidas con kimonos muy elaborados, que son fotografiadas frente a un santuario; hacen esto de nuevo a los años (Seijinshiki, Día de la Mayoría de Edad), pero esta vez en un estudio fotográfico. Probablemente, los eventos fotográficos más costosos son las bodas. Son también un negocio grande; la publicidad se encarga de ofrecer paquetes de bodas en todos los medios de comunicación en Japón, sobre todo en los trenes y metros. Las agencias de viajes también preparan folletos de paquetes turísticos hacia muchos destinos en el exterior, particularmente Hawai y el Pacífico Sur, que incluyen una ceremonia nupcial. Una buena parte del costo asociado con los matrimonios, sin embargo, se relaciona con la parte fotográfica. Los espacios para llevar a cabo ceremonias son relativamente escasos y no es raro tener que esperar hasta seis meses. La importancia del lugar tiene que ver con sus múltiples funciones. El escenario ideal, por ejemplo, debe tener una capilla cristiana y un santuario sintoísta, servicios de alquiler tanto de kimonos como de trajes de boda de estilo occidental e instalaciones apropiadas para fotografiar y filmar las ceremonias, de la mejor manera posible. En el htb, un plano de la capilla de bodas muestra una utilización del espacio similar a la que se hace 9. Para un estudio sobre las bodas en Japón, véase Goldstein-Gidoni (1997). Basados en un trabajo antropológico de campo realizado en capillas para bodas, los estudios de Goldstein-Gidoni analizan la producción del ceremonial japonés, desde el punto de vista comercial “tras bambalinas”, centrándose en las ceremonias nupciales y no en el matrimonio y, por lo tanto, en las actividades de los productores de bodas y no en los protagonistas. Su principal argumento es que la industria de las bodas participa en el invento y producción de la tradición, tanto japonesa como occidental, con el objetivo del consumo.
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en los estudios, con varias cámaras de fotografía y de video instaladas discretamente detrás de las paredes falsas adelante, atrás y a los lados del altar. Todas las áreas públicas del htb tienen también una disposición estructural que hace posible el placer fotográfico. Los edificios más impresionantes tienen amplias plazas adelante con puntos señalados para fotos que le permiten a la cámara captar diversos ángulos. Además, el parque se mantiene impecablemente limpio, y por supuesto, libre de cualquier indicio de deterioro urbano. Estos impresionantes complejos también albergan hoteles y restaurantes, decorados en un elegante estilo europeo, que ofrecen muchos espacios adicionales para fotografiarse. Establecer una comparación concisa entre la experiencia de tomarse una fotografía disfrazado, dentro de un estudio, y la experiecia de sentir realmente una estructura tridimensional y funcional, llevando un atavío concebido de forma apropiada, puede interpretarse fácilmente como una narrativa progresista en la cual la tecnología y el capital actúan para disminuir la fantasía de la experiencia y aumentar el placer de la imitación. Una comparación entre el costo total de un viaje al htb y uno a Holanda, que incluya alojamiento en lugares igualmente lujosos y oportunidades similares de placer fotográfico, puede inclinar la balanza a favor del parque. Pero son experiencias distintas, que involucran placeres y también riesgos diferentes. La Europa de “alta cultura”, sitios atractivos, etc., puede ser complicada en términos de la planeación del viaje (los vuelos hacia algunas ciudades europeas están, por lo general, completamente vendidos con meses de anticipación, durante la época de vacaciones de Japón) y también en términos de la seguridad personal. Uno de los mitos más manidos en Japón hoy en día tiene que ver con la relativa seguridad que disfruta la gente durante los viajes nacionales, y esta suposición tácita ayuda a promover el htb como una situación ideal: toda la belleza de Europa sin las complicaciones de los vuelos aéreos y de la seguridad personal. Para concluir, en el htb, las tecnologías fotográficas, tales como la disposición tipo estudio de las construcciones monumentales y la presencia y disponibilidad de la escenografía adecuada, le permiten al público espectador “el acercamiento a nivel espacial y humano” de paisajes y objetos de deseo seleccionados. En su función narrativa como estructura conmemorativa, sin embargo, el parque hace parte de un discurso políticamente delicado sobre la historia de Japón y su (re)posicionamiento contemporáneo en la comunidad de naciones.
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ADIÓS A LA INOCENCIA C RÓN IC A DE U NA V I S I TA A L E S T I L O N AC ION A L DE H AC E R A N T ROP OL O G Í A Paol a Gir aldo Unidad editorial, Convenio Andrés Bello, Colombia pgiraldo@cab.int.co
RESUMEN
Diversos estudios en los campos de
ABSTRACT
Diverse studies on philosophy of
la filosofía y la historia social de las ciencias se
science and social history of science have been
han ocupado de las relaciones entre el desarrollo
concerned about the intricate relations between
de las ciencias sociales y los avatares del poder.
social sciences development and the avatars
Los trabajos brasileños, mexicanos y venezolanos
of the political power. Some Mexican, Brazilian
sobre el tema, impulsaron reflexiones acerca de
and Venezuelan works on this topic promoted
los estilos nacionales de la ciencia y su papel en
more thoughts around the national styles of
la construcción de sus sociedades nacionales,
the sciences, and its role on their national
cuestionando imaginarios, sistemas de valores
foundations. This essay reviews the initial era of
e incluso el uso que hacen de la información. El
the Colombian anthropology and the themes
presente artículo revisa el período fundacional
that influenced later the current development of
de la antropología en Colombia, para rastrear
this discipline.
las luces y sombras que incidieron en el desarrollo de la disciplina antropológica y sus temas, tal como hoy la conocemos.
PALABRAS CLAVE :
KEYWORDS:
Historia social de las ciencias, historia de la antropología, antropología en Colombia, ciencia y poder.
Social history of the sciences, history of anthropology, Colombian anthropology, science and political power.
A N T Í P O D A N º1 J U L I O - D I C I E M B R E D E 2 0 0 5 PÁ G I N A S 18 5 -19 9 I S S N E N T R Á M I T E F ECH A DE R ECEPCIÓN : A BR I L DE 20 05 | F ECH A DE PUBLIC ACIÓN : JUNIO DE 20 05 C AT E G O R Í A : A R T Í C U L O D E R E V I S I Ó N
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El inconsciente de una disciplina es su historia; el inconsciente son las condiciones sociales de producción ocultadas, olvidadas: el producto separado de sus condiciones sociales de producción cambia de sentido. E. Durkheim
olver a la Universidad desde las páginas de una revista implica revisar con cierto escepticismo las vergonzosas locuras de la infancia —profesional—. Sin embargo, han pasado siete años desde el último recorrido como estudiante por el Departamento y, al parecer, resulta que la visión de mundo que entonces nos dominaba —impulsándonos a cuestionar el “para qué” de nuestra disciplina— no se ha transformado de manera radical: la mirada antropológica en Colombia y en el Departamento de Antropología de los Andes sigue pendiente de acercarse al todavía inconsciente quehacer de ser antropóloga, hoy, en Colombia. A manera de reflexión, retomamos el planteamiento de Arocha y Friedemann () cuando afirman que el conocimiento posee un carácter “edificador y reproductor de un orden”, dentro del cual la antropología y, más ampliamente, el estudio de las sociedades en América Latina pueden entenderse como un “sistema de información” asociado a ciertas esferas de poder, lo que da un carácter específico y distinto a las búsquedas que la ciencia emprende. Tenemos, entonces, que toda consideración del papel de la antropología en la construcción de una sociedad nacional, y viceversa, debe comenzar por el análisis de sus relaciones con la sociedad nacional colombiana, con el interés de rastrear un “estilo nacional” —y, por qué no, continental— de antropología que nos permita comprender, evaluar y consolidar las tendencias que caracterizan nuestra disciplina y la ponen en diálogo con el país que nos habita. Esto, partiendo del supuesto de que el estilo nacional de hacer antropología puede explicarse a partir de las relaciones de las ciencias sociales con su contexto sociopolítico. Preguntarnos por el inconsciente quehacer de la antropología en Colombia es también plantearnos el problema de la conformación de una disciplina
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—la antropológica— como “sistema de información”, dentro de un período de cambio político y social específico, tratando de reconocer los factores que la vinculan con una tradición de hacer ciencia con un estilo propio, tal como lo entiende Hebe Vessuri: Por estilo antropológico de una escuela de investigación o en un país dado, entiendo los rasgos peculiares de una práctica científica realizada en contextos socioinstitucionales particulares, que comparten con otros contextos la creencia, como apropiada y natural, en la estabilidad y universalidad de las formas fundamentales de pensamiento y práctica disciplinaria. A través de la noción de estilo interesa identificar contexturas sociocognitivas que en algún sentido sean comparables entre sí al interior de configuraciones más amplias que las que engloban (: ).
La antropología, en cuanto espacio de reflexión sobre las relaciones que existen entre diversas formas de pensamiento y sectores de la sociedad, también se encuentra mediada por los sucesos ocurridos en tales esferas. Precisamente por ello, el quehacer antropológico en Colombia no ha sido ajeno al devenir de su lugar y su tiempo, de manera tal que sus temas y enfoques son también parte integral de esa realidad que se mueve a su alrededor. En el mismo sentido, el antropólogo mexicano Esteban Krotz, al reflexionar sobre el desenvolvimiento de la antropología en el contexto latinoamericano, plantea que [cualquier] análisis de la ciencia antropológica tiene que incluir de manera fundamental la atención a las características de las comunidades científicas que generan y difunden los conocimientos antropológicos considerados por ellas mismas y por otros sectores sociales como científicos. Es crucial caer en la cuenta de que los generadores —que siempre son colectivos— de tales conocimientos, al igual que sus estructuras organizacionales y sus vínculos con la realidad social más comprehensiva, no son algo “externo” al conocimiento antropológico, sino que se trata de elementos [...] intrínsecamente constitutivos del mismo ().
En el caso de la antropología colombiana, todavía resulta impresionante recorrer los diversos escenarios de su desarrollo y notar de qué manera los conflictos políticos y sociales han influenciado sus intereses, sus preguntas, sus métodos y, claro está, las respuestas que como disciplina es capaz de dar sobre la sociedad que la enmarca. Precisamente, este texto es una aproximación a la manera como se desenvuelve la antropología dentro de un contexto social, político, ideológico y económico específico. Así, pues, intentaremos reconstruir el proceso de consolidación de esta disciplina a lo largo del período conocido en nuestro país como la “República Liberal”. Para adentrarnos en tal proyecto, recurriremos a algunas miradas complementarias sobre la construcción del conocimiento. En primer lugar, nos hemos acogido a una perspectiva historiográfica que recoge los aportes de la historia social de las ciencias, en la búsqueda de
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un acercamiento desde la historia a los avatares del proceso de desarrollo e institucionalización de la antropología en Colombia. Tal historia social de las ciencias puede entenderse como un campo del conocimiento dentro del cual convergen diferentes disciplinas sociales interesadas en elucidar los factores y las características de los procesos a través de los cuales se construyen los saberes científicos. La otra herramienta para analizar el tema señalado es la aproximación sociológica propuesta por Bourdieu (), donde el devenir del cambio en la sociedad es entendido como un “juego” entre las normas y la realidad que la sociedad y la cultura plantean. Este “juego” ocurre en ámbitos específicos y diferentes —como el campo de la antropología o el del arte—, dentro de los cuales se producen, transforman y aplican ciertas reglas o principios de comportamiento propios. El desarrollo del “juego” es predeterminado por los contextos sociales y culturales donde se realiza, pero también es producto de su dinámica interna y de la interacción entre éstos, e incluso con la experiencia de sus actores. En este sentido, la historia de la antropología colombiana es como una colcha de retazos que puntada tras puntada va tomando un orden aparente, que siempre puede ser reinterpretado al capricho del lector —o de quien la escribe—. Por eso, más que un documento que da respuestas o identifica tendencias, este texto es un paso más en la reflexión sobre la naturaleza del quehacer antropológico en Colombia, a través de la exploración de su pasado. El trabajo de grado que dio origen a este artículo se aproxima, desde la perspectiva antes descrita, a la etapa de surgimiento de la disciplina, en la época de las reformas liberales condensadas en la “Revolución en Marcha” de Alfonso López Pumarejo. La Escuela Normal Superior y el posteriormente creado Instituto Etnológico Nacional fueron las instituciones a través de las cuales las políticas educativas irradiarían su ideología sobre las ciencias sociales y, especialmente, sobre la antropología, marcando así su estilo nacional particular, ligado además a los acontecimientos intelectuales, sociales, culturales y económicos de su momento. Veamos cómo sucedió. Después de la Guerra de los Mil Días y la separación de Panamá, la década de se caracterizó por una relativa calma que trajo la prosperidad económica. El país empezaba a integrarse en el mercado mundial, a través de las exportaciones de café, y se hacía necesario transformar las estructuras nacionales. Aprovechando la bonanza cafetera y la entrada de la indemnización por Panamá, el gobierno del momento emprendió la renovación de las instituciones colombianas. Por esta razón, llegaron al país las misiones Kemmerer (encargada de las finanzas), una misión suiza (para el ejército) y la misión alemana (para la educación). Así mismo, empezaba a cuestionarse el rol del Estado como ente de poder y el papel de la Iglesia como control de la sociedad.
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El cuestionamiento de la Iglesia y el Estado se relacionaba especialmente con dos corrientes de pensamiento opuestas que se expresaban en el ámbito político: el conservatismo, a la sazón en el poder, defensor del orden hacendatario, la tradición y la Iglesia, versus el liberalismo, cuyos estatutos promovían libertades económicas y de pensamiento, además de la disminución de los poderes de la Iglesia y el Estado. Estos aspectos reaparecerán más tarde en las reformas del gobierno liberal. Los enfrentamientos entre los liberales vencidos durante los Mil Días y los conservadores en el poder, se diluyeron con el tiempo pero no desaparecieron. Los liberales, relegados a la oposición, se dedicaron a promover su modo de pensamiento a través de una educación laica, cientifizante y moderna, como la impartida en el Gimnasio Moderno y en la Universidad Externado, donde la élite se preparaba para el poder. Mientras tanto, los levantamientos indígenas y campesinos, así como los incipientes sindicatos obreros, evidenciaban la existencia de nuevos actores sociales que requerían soluciones para sus necesidades. Estas reivindicaciones populares, así como la intención de “mejorar la raza” a través de la higiene y la capacitación, se convirtieron en la base electoral que en llevaría a Alfonso López Pumarejo a la presidencia. Entre los rasgos más notorios del proyecto liberal de Estado se encuentran el intervencionismo, la secularización y el proteccionismo, a través de los cuales se pretendió darle autonomía al Estado y fortalecerlo —con la nueva legislación tributaria, y de propiedad— frente a otras esferas sociales. El propósito de tal fortalecimiento era asegurar la aplicación de reformas en campos relacionados de manera más directa con la sociedad, tanto en respuesta a las inquietudes populares, como por la necesidad de responder a los cambios del mercado, por medio de la modernización del país. Así, pues, la reforma educativa puede leerse como la capacitación estratégica de la mano de obra colombiana, con el objeto de integrarla a los parámetros productivos de la modernización. A partir de una mirada a la génesis y estructura de la Escuela Normal Superior, encontramos que en los estamentos de poder existía la necesidad de responder a las reivindicaciones de los movimientos sociales contemporáneos. Parte de la respuesta consistió en la reforma constitucional de , que trajo consigo una reforma educativa donde se reformuló el papel del maestro dentro de la nación. Esta reformulación se realizó en dos frentes: dándole estatus pro-
1. Entre éstos, los movimientos campesinos, indígenas y obreros, así como el movimiento estudiantil, e incluso las corrientes americanistas y nacionalistas de los intelectuales de la época.
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fesional a esta labor y planteando la preparación del docente en los términos de la modernidad. Proponer una educación moderna era la condición necesaria para capacitar a la población colombiana para enfrentarse a los cambios producidos por la inserción del país dentro de la economía de mercado mundial. En dos sentidos, correspondía a las inquietudes de los gobiernos liberales. De un lado, la reforma educativa era la alternativa que prepararía el terreno y la mano de obra para la modernización nacional y, de otro lado, era el resultado de las percepciones sobre la idiosincrasia del pueblo colombiano, tan debatida en la década de con la idea de “mejorar la raza”. En un marco más amplio, podríamos decir que estas inquietudes traen consigo dos expresiones de modernidad: la capacitación para la tecnificación —en el plano de lo público— y la higiene —en el plano privado—. En ambos casos, lo que se estaba proponiendo era la transformación del “mestizo” colombiano en un ciudadano civilizado, capaz de desenvolverse —en la justa medida— dentro de un país moderno. Y el actor principal de tal transformación era el maestro, en su doble papel de investigador y docente. Así pues, el maestro formado en la Escuela Normal Superior debía desempeñarse no solamente como transmisor de conocimientos, sino que debía elaborarlos y sistematizarlos él mismo: “... el maestro habría de ser el gran ojo social [...] Así el maestro es pensado como una conciencia sensible, la conciencia producto de la ciencia experimental (aplicada), de los movimientos de la vida y de las expresiones sociales” (Quiceno, : ). De ahí la estructura de la Escuela Normal Superior: no solamente fue pensada como una entidad académica, sino como un centro investigativo que poseía biblioteca, laboratorios, escuelas de prácticas e incluso institutos de investigación donde todo lo aprendido debía aplicarse al análisis de la realidad nacional. Incluso los programas de estudios contemplaban tales necesidades, y los enfoques de los maestros extranjeros contribuyeron a pulimentar la formación de los docentes-investigadores. No solamente se ejercitaba el método científico, sino que se trabajaba con enfoques novedosos, todo ello a través de estudios que se iniciaban en la bibliografía, pasaban por el terreno mismo y finalizaban en los debates del curso. Precisamente, ésta fue la metodología que aplicaron los estudiantes del Instituto Etnológico Nacional. En el curso de geografía, por ejemplo, el profesor Ernesto Guhl introdujo una noción de región que integraba los procesos socioeconómicos y las características geográficas y ambientales del país. El posterior uso de este concepto y sus desarrollos en el campo de la antropología están ejemplificados de manera diversa en trabajos como los de Virginia Gutiérrez de Pineda, Roberto Pineda Giraldo, Graciliano Arcila o Luis Duque Gómez.
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Tenemos entonces un aparato educativo que, además de enseñar profesores, preparaba investigadores en etnología, pero cuya visión del país se encontraba permeada por los debates del momento. En primer lugar, la herencia “tolerante” de los intelectuales de principios del siglo xx propició el desarrollo de una visión crítica sobre los fenómenos sociales, distante de anteriores aproximaciones, de corte partidista. En segundo lugar, este aparato se encontraba inmerso en una dinámica mucho más amplia de modernización del país, no solamente en el sentido ya expuesto de capacitación, sino en el de construir un Estado-nación moderno. Precisamente en este aspecto, tanto la etnología planteada por Paul Rivet como la antropología aplicada promulgada por Gregorio Hernández de Alba pueden entenderse como dos propuestas modernizantes construidas desde la antropología, cuyos elementos, replanteados en el ámbito de la Escuela Normal Superior, participan de las preocupaciones sobre la raza y la identidad nacional que ya estaban siendo planteadas por los gobiernos liberales en términos de civilizar (modernizar) al país. En este contexto, la Escuela Normal Superior se constituyó en un espacio de formación de maestros con una sólida formación como investigadores sociales, con el objetivo de hacer de ellos los “soldados de la nación”, y al mismo tiempo, ojos avizores para recabar información variada sobre las características socioculturales de los habitantes del país y, al mismo tiempo, reproductores de la ideología estatal. Sin embargo, educar ha resultado a lo largo de la historia un acto casi subversivo, en cuanto genera visiones críticas sobre la sociedad. Éste será un factor esencial para la configuración de la disciplina antropológica en todos los ámbitos donde se establecerá. Tenemos, entonces, que la Escuela Normal Superior se encontraba inmersa en un plan más amplio de renovación, ya no solamente en el ámbito tributario o político, sino cultural. Este proceso de cambio quizá no era tan consciente como parece. Si nos devolvemos a mirar el entorno intelectual del momento, podremos rastrear dos aspectos principales: ) la existencia de movimientos americanistas y nacionalistas en el continente, y su desarrollo dentro del país, ligado a luchas obreras y campesinas; y ) dos confrontaciones de tipo intelectual: Los Nuevos y Bachué versus Centenario, que es también Europa versus América. 2. Entre los institutos anexos dedicados a la investigación tenemos, además del Etnológico, el Instituto de Psicología Experimental y el Instituto Caro y Cuervo. 3. Entre los diversos grupos que emergieron durante el primer tercio del siglo xx en el campo cultural colombiano, los centenristas se caracterizaron por su tendecia pro-hispanista y europeizante, con actitudes políticas mesuradas y partidarios del estableciemiento de las libertades burgesas. Aunque de espíritu nacionalista, el centenarismo realmente vio a la generación siguiente, la de Los Nuevos, ciristalizar los ideales de progreso que ambos deseaban, pero esta vez con las banderas de un nuevo orden mundial de corte modernizante, aunque sí
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Otro tema fundamental para la época, y que luego habrá de determinar la concepción de la nacionalidad colombiana, fue la resonancia de los debates realizados en el Teatro Municipal alrededor de la raza, los cuales oscilaban entre la defensa a ultranza de lo indígena y su —mayoritaria— asociación con lo primitivo. Estas discusiones llegaron hasta el punto de plantear la “mejora de la raza”, aunque no impulsaron una política oficial de migración, tal vez por miedo a que ésta abriese las mentalidades del país. Lo que sí quedó sembrado en la mentalidad colombiana fue la asociación de lo indígena con lo subdesarrollado. Sólo tras la Constitución de , los miembros de los pueblos indígenas serán reconocidos como parte de la nación colombiana y considerados como seres autónomos, cuyas capacidades son tan válidas como las blancas y mestizas. Ésto, claro está, sólo en el papel. Esta antigua defensa de lo indio puede relacionarse con los posteriores movimientos indigenistas de la antropología posterior a la mitad del siglo xx. Junto al debate sobre la raza se presentaban otras tensiones. La chicha, bebida ancestral, perdía terreno y mercados frente a la importada cerveza, entre otros, gracias al argumento de la higiene. Precisamente, la limpieza —de cuerpo y alma— era la otra cara de la misma moneda: como lo ha explicado Zandra Pedraza (), entre otros, el dominio sobre el cuerpo, frecuentemente a través del discurso higienista, fue otra de las puertas de entrada de parte de la sociedad colombiana a la modernidad. Estos tópicos participaron también en la consolidación del pensamiento antropológico colombiano. Como ya hemos visto, de alguna manera heredaron, por así decirlo, los principios básicos del liberalismo, mas también aquellos hacían parte de situaciones que nuevamente permearon el discurso de los antropólogos. Por ejemplo, el indigenismo latinoamericano, ligado con proyectos nacionalistas y telúricos, en Colombia fue patrimonio de intelectuales como los de Bachué o el Instituto Indigenista Colombiano, pero no se arraigó del mismo modo en el quehacer antropológico de varios etnólogos del Instituto, quienes adoptaron posiciones menos beligerantes. Esta situación devino en una dicotomía entre la variante académica de la práctica antropológica versus la tendencia beligerante de la profesión, de la que hablaremos más adelante. Según Roberto Pineda Camacho (), la “orientación netamente académica” en el Etnológico era tanto una manera de “defender” el Instituto en medio de una coyuntura política azarosa, como una opción compartiendo el respeto por las libertades. Más pragmáticos —finalmente realizaron las reformas modernizadoras de 1936—, Los Nuevos deseaban renovar los estamentos sociales del país, y para ello renovaron la literatura de su época tanto como la política. Ambos grupos compartían su vuelta a lo indígena, matizada en el Centenario y con mayor tendencia a solidarizarse con el país entre Los Nuevos. De estos últimos surgiría el grupo Bachué, cuyo fundamento era una crítica a la psicología nostálgica de los centenaristas y al arte decorativo, proponiendo un arte indigenista sin caer en lo folcrórico.
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metodológica y de escuela. Herrera y Low () mencionan el academicismo en la formación y el ejercicio antropológico como uno de los rasgos típicos de la escuela francesa. En términos de Jaime Arocha, sucedió que Rivet hizo en Colombia una réplica del relativismo cultural metropolitano, no sólo en lo que se refiere al particularismo histórico, sino en cuanto a la dualidad ético-política. [...] Frente a [los problemas sociales y económicos del país], él y un buen número de miembros del recién fundado Instituto asumieron una actitud neutral, en aras de la objetividad científica (: ).
Según Milciades Chaves (), a finales de , a raíz de la partida de Rivet a Francia y del nombramiento de Duque como director del Etnológico, Hernández de Alba renuncia a la dirección del Servicio Arqueológico y se va para el Cauca, donde funda el Instituto Etnológico de esa región y continúa con su labor indigenista. La posición de Hernández de Alba, así como la de otros egresados y maestros del Etnológico Nacional, apuntaba hacia un mayor compromiso con el problema indígena. El dilema de Hernández de Alba y otros antropólogos es descrito por Milciades Chaves () en los siguientes términos: Para el antropólogo a secas su acción es limitada, su papel es estudiar la realidad, producir el diagnóstico, clarificar las metas deseadas para un grupo determinado. Pero sabe que el mecanismo de decisiones no se encuentra en sus manos. La realidad lo empuja a desempeñar el papel de denunciador de realidades insoportables, insufribles. Es un tanto ilusorio traducir el postulado político de que no se trata de entender al mundo sino transformarlo; esto corresponde al campo de la acción política o aquello de que es mejor transformar la realidad para no conocerla y no el proceso de conocerla para transformarla. En el terreno práctico, tanto el científico social que entrega el diagnóstico de los fenómenos estudiados, [como] su trabajo, sólo puede pasar del planteamiento de soluciones a los hechos prácticos si una fuerza social lo apoya o sea, que la acción política ponga en práctica sus ideas de cómo transformar esa realidad. [...] Cuando el investigador social es el mismo que toma como tarea llevar a cabo el cambio social por él deseado, la tarea es tan difícil, tan enmarañada, que las dos tareas se resienten de ineficiencia (Chaves, : ).
Quedaron planteadas, de un lado, la antropología de posición “beligerante”, que encuentra en el “orden social” la causa del problema indígena y opta por una “acción indigenista [que] debe buscar el cambio radical de la estructura agraria y política del país” (Pineda, citado por Uribe Tobón, : ). Por otro, una concepción de la antropología que “circunscribe su acción a lo meramente científico, académico; se empotra en una concepción culturalista de la sociedad; queda constreñida en una visión burguesa del cambio cultural” (Pineda, citado por Uribe Tobón, : ). Otro aspecto del dilema entre el ejercicio académico de la antropología y su práctica es el de sus influencias. Tanto los enfoques tomados de México
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como los aportes de las teorías anglosajonas sobre el “cambio cultural” permearon el trabajo del Instituto Indigenista Colombiano. El antropólogo Hernán Henao plantea que el indigenismo en América Latina es el producto regional de lo que se teorizó y practicó en Inglaterra y Estados Unidos —principalmente— con el nombre de “Aculturación” o “cambio cultural” (Cfr. la obra de Redfield, Herskovits, Linton y Malinowski). El indigenismo hace referencia al problema del contacto y el cambio, en la perspectiva de los grupos “aborígenes americanos”. Se corresponde con lo que fue el enfrentamiento de los países colonialistas europeos y norteamericanos con los aborígenes africanos, asiáticos, australianos y norteamericanos (Henao, : ).
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Dentro de este ámbito y con el terreno preparado por los sucesos ya descritos, surge un grupo de pensadores identificados con estas inquietudes. El círculo indigenista se hallaba conformado por egresados y maestros de la Normal, además de otros intelectuales del momento. Era interdisciplinario y “pretendía estudiar al indígena colombiano con la finalidad de recuperar su identidad cultural y combatir las teorías deterministas sobre la degeneración de la raza” (Herrera y Low, : ), además de defender la conservación de los resguardos, hacer conocer y comprender la situación de los indígenas por medio de la denuncia. Aunque los líderes del movimiento indigenista fueron Hernández de Alba y Antonio García, sus posiciones tuvieron ciertas diferencias. La posición más cercana al academicismo con la que Hernández se identificara al principio fue modificándose paulatinamente, debido a sus contactos con miembros del Partido Comunista Colombiano, las lecturas de Mariátegui y la antropología estadounidense, hasta desembocar en una posición “más comprometida con la causa indígena pero también mucho más aplicada”. Mientras tanto, para García, el indigenismo estaba enmarcado en lo regional, y dentro de problemas sociales más amplios y complejos (Chaves, ; Rueda E., b). Precisamente, asuntos relacionados con la economía de mercado, como la explotación de la mano de obra indígena, la propiedad comunal de la tierra y las relaciones de las comunidades con el Estado, ocuparon gran parte de los análisis de García. De ahí que la solución a la cuestión indígena tienda a un integracionismo, en el que “la comunidad indígena deberá transformarse en cooperativa integral” para sobrevivir. En este sentido, diseñó tres puntos para una política indigenista del Estado: ) Racionalización, ) Integración nacional, ) Protección activa. El primero consiste en introducir nuevas tecnologías y en integrar al indígena a las modernas condiciones del mercado; el segundo aspecto comprende las medidas de orden político y docente para la incorporación del indio a la vida nacional, sin arrasar sus características ni desprenderse de su tradición comunal; el tercer punto se refiere
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a disposiciones conducentes a la provisión de crédito (en instrumental y especies agrícolas) con un absoluto carácter de servicio social (García, citado por Pineda Camacho, : ).
Juan Friede, quien se desempeñara principalmente como etnohistoriador en el macizo andino, a través de su punto de vista integracionista, deja entrever la profundidad de la contradicción entre la actitud científica y el compromiso: escribe sobre la diversidad de lo indio frente a la sociedad, señala sus elementos positivos y se cuestiona sobre “cómo incorporar al indio a la sociedad, sin destruirlo”. En sus estudios destaca el sempiterno interés presente en las leyes españolas de conservar y proteger al indio, situación que contribuye a la formación del pueblo mestizo (Chaves, ; Henao, ). De un lado, Gerardo Cabrera Moreno se dedica a analizar la legislación de los resguardos y el conocimiento sistemático de sus comunidades. Luis Duque Gómez, mientras tanto, debe retirarse del Instituto al ser nombrado director del Etnológico. Por ser empleado oficial, debe dejar de lado sus trabajos de denuncia y análisis de la situación indígena. A despecho del integracionismo que caracterizó el indigenismo del Instituto, era evidente que las conclusiones emitidas por los indigenistas cuestionaban la base misma del aparato estatal y la estructura social del país. No es de extrañar, entonces, que después de se acallara la labor indigenista. Roberto Pineda Camacho () cita una entrevista a Blanca de Molina, donde ella afirma que “los antropólogos no podían hacer investigaciones en el campo, la mayoría se dedicó a trabajar en las oficinas... Muchos trabajos no se publican porque se consideran subversivos y se cree que no compaginan con la política oficial...” (Pineda Camacho, : ). La posición del Instituto Indigenista Colombiano contenía una actitud diferente del indigenismo anterior, puesto que los trabajos e investigaciones fruto del Etnológico le dieron a la “cuestión indígena” un aspecto diferente, insertando su problemática dentro de la sociedad nacional y, en parte, como fruto de ella, además de aportar metodologías y teorías para analizar con un enfoque científico estos asuntos: En este nuevo enfoque influyeron los avances de la etnología en torno al conocimiento del mundo indígena y el movimiento indigenista gestado por algunos núcleos intelectuales de América Latina que valoraban las culturas indígenas como elementos que integraban las distintas nacionalidades latinoamericanas. [...] [en el caso colombiano] el ambiente institucional creado en la Normal ayudó a formar una conciencia en torno a la cultura nacional y a la valoración de los grupos étnicos indígenas que constituían parte de dicha nacionalidad, a través de monografías, descubrimientos arqueológicos, etc. (Herrera y Low, : ).
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El panorama social colombiano estaba totalmente transformado. Con el ascenso al poder del conservatismo, el proyecto liberal fue abortado, la Normal Superior eliminada y el Instituto Etnológico modificado, y sus egresados se dispersaron, con algunas excepciones. A este respecto, resulta clarificador el siguiente pasaje de Jaime Arocha: Hubo, sin embargo, investigaciones etnológicas y arqueológicas que no se detuvieron. Buena parte de estas expediciones se llevaron a cabo en áreas donde los efectos de la violencia fueron tenues, como en la llanura caribe, el litoral pacífico y las selvas tropicales del Vaupés. También continuaron viniendo antropólogos de otros países, a cuyos proyectos se asociaron colombianos que pudieron seguir investigando. También se dio el caso de antropólogos que lograron maniobrar dentro del laberinto político y mantener posiciones que, si bien se tradujeron en estrechez económica, les permitieron seguir saliendo a terreno. Tal fue el caso de Segundo Bernal (: ).
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Otros investigadores que continuaron trabajando fueron Alicia y Gerardo Reichel, a pesar de que los ensayos que realizaron podían considerarse subversivos, puesto que contraponían una etnia tairona sagaz y vital a la imagen oficial del indígena pasivo. La publicación de La conquista de los tairona y Contactos y cambios culturales en la Sierra Nevada de Santa Marta data de esa época. Esto se explica por el carácter netamente académico de estas publicaciones [...] Los ensayos que aquí se comentan van dirigidos a un lector que puede comprender el origen, la naturaleza y función del clásico método comparativo que a finales del siglo xix le dio su especificidad a la antropología. Un lego no puede descifrar los contrastes entre los datos arqueológicos y etnohistóricos o entre éstos y los etnográficos recogidos a finales del decenio de [...] Su impacto, pues, debió limitarse a un reducido número de expertos. [...] otra respuesta podría hallarse en la prominencia del relativismo cultural, más característico de su estudio etnográfico sobre los coguis (, ) que de su etnohistoria tairona. La publicación sobre la cultura cogui reitera un mensaje incompatible con la ideología conservadora de la época: una sociedad puede desarrollar una intrincada red de relaciones sociales, amén de complejos sistemas científicosfi losóficos, y elaborados conceptos teológicos y morales, no sólo sin apoyarse en la cultura hispano-cristiana, sino más bien rechazándola (Arocha, : -).
En el otro extremo, los antropólogos se exiliaban ante la imposibilidad de ejercer su profesión. Tal como lo afirma Milciades Chaves, no nos dejaron ser antropólogos. Estábamos en el dintel de comenzar a dar, y en ese momento nos truncaron. Nos echaron. [...] teníamos un interés muy grande en ser antropólogos. Tomamos con verdadera pasión la antropología. Pero ser liberal —porque ninguno era marxista— lo hacía imposible (Chaves, citado por Arocha y Friedemann, : ).
El período siguiente en las relaciones entre antropología y política ha sido denominado por Jaime Arocha (; Arocha y Friedemann, ) como de
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“atomización”, puesto que las investigaciones realizadas por los miembros del Instituto no correspondían a la política oficial que destacaba la cultura hispana y católica propagada por Laureano Gómez. Con la persecución desatada, los investigadores del Instituto se dispersaron, siendo expulsados del país con la acusación de comunismo; se cerró el Etnológico del Cauca y el gobierno dividió la Escuela Normal Superior (Arocha, ). Mientras tanto, Segundo Bernal, Rogerio Velázquez, Marcos Fulop, Gerardo y Alicia Reichel, continuaron con las investigaciones antropológicas en Colombia (Arocha y Friedemann, ; Arocha, ). Después de este período, varios de los egresados del Instituto entraron a formar parte del cuerpo de investigadores y docentes de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional, donde desarrollaron investigaciones de corte urbano y campesino, ligadas al trabajo dentro de proyectos y programas gubernamentales. Se abre allí otra etapa de las relaciones entre la antropología y el Estado. En su trabajo de grado, Andrés Barragán () describe con detalle el proceso de creación del Departamento de Antropología en la Universidad de los Andes, y reseña allí las diversas implicaciones que surgieron a partir de darle cabida en esta universidad al proyecto antropológico, por naturaleza crítico de los valores propios de cualquier sociedad dominante. Nacida bajo los principios de no confesionalidad religiosa, autonomía de cátedra y neutralidad política, la Universidad de los Andes se desarrolló como un espacio alternativo y liberal frente a las presiones sociales de la época. No es éste el espacio para caracterizar la Universidad, mas resulta pertinente señalar que, en alguna medida, los rasgos anglosajones asociados con la educación uniandina hicieron ver la propuesta culturalista implícita en la “antropología urgente” de los Reichel como la más apropiada para la Universidad, en contraposición, por ejemplo, a la sociología de la década de , cuya crítica social era de ruptura (Barragán, ). Y al revés: el auge de las posiciones críticas de izquierda, que reclamaban cierto “compromiso social” de la ciencia, además de la aparición de diversos cuestionamientos al orden establecido, amén de la teoría de la dependencia, sin contar con los escándalos de la disciplina antropológica misma —como el proyecto Camelot—, y las diferencias internas en el manejo de las ciencias 4. Hacia 1965 se descubrió con escándalo en Chile que el departamento de defensa de Estads Unidos iniciaba un proyecto de investigación social, llamado Proyecto Camelot, con el objetivo de estudiar, para neutralizar, las causas del descontecto social que pudieran provocar insurrecciones armadas. Además de éste, se supo de proyectos similares en Argentina, Bolivia, Brasil, Canadá, Colombia, Guatemala, México, Paraguay, Perú y Tailandia, entre otros. Como consecuencia del revuelo, la Asociación Colombiana de Antropología impidió que los proyectos finalmete se realizaran, y en 1976 emitió una declaración oficial sobre la ética en el ejercicio de la disciplina.
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sociales dentro de la Universidad (Barragán, ), contribuyeron en conjunto al surgimiento de un grupo estudiantil que impulsó la salida de los Reichel de la Universidad y la consolidación de un perfil diferente para el Departamento. Sin embargo, la tradición científica colombiana se ha edificado en un proceso acumulativo que, como plantea Diana Obregón (), tiende a identificarse con los trabajos precedentes, justificando y legitimando su tarea a partir de los “gérmenes” de determinada disciplina en el pasado. Pero el camino de estas acumulaciones no es recto, ni siempre el mismo. Podríamos decir, por ejemplo, que el excesivo énfasis que se ha hecho —en una determinada época— en el estudio de los grupos indígenas en nuestro país —y la consiguiente invisibilización de otras gentes y otros temas—, se encuentra ligado con las inquietudes de principios de siglo sobre la “cuestión indígena”, preocupación que hacía parte del afán de integrar a estos grupos dentro de la sociedad nacional y de mercado. Incluso, podríamos aventurar que la aparente indiferencia de los antropólogos —en algunos momentos, aunque no todos— a involucrarse en otra clase de estudios puede relacionarse con la represión política desatada después de la “República Liberal” o con la desesperanza política de ésta, nuestra época. En todo caso, nuestros motivos para ser y hacer antropología, como sea que se haga, también están ligados a un pasado que no podemos desconocer, porque puede iluminar nuestro trabajo de hoy. Sería interesante pensar en cuáles son las huellas de esa antropología y de la situación política y socioeconómica que subsisten en el quehacer antropológico actual. Mas eso implica hacer otra historia. Mientras tanto, podemos decir que el devenir de la antropología, y, especialmente, sus rasgos característicos como estilo nacional, se encuentran ligados a un programa político con el cual se complementó perfectamente. Pero también tenemos que afirmar que la antropología ha tenido que ajustarse al cambio de poder a lo largo de su historia. No tenemos, es cierto, muchos estudios que revelen los sinuosos caminos del poder dentro del laberinto de las ciencias en Colombia. Sin embargo, podemos comenzar a decir adiós a la inocencia.
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Revista de Antropología y arqueología | Universidad de los Andes | n° 8 enero-junio 2009 | issn 1900-5407 http://antipoda.uniandes.edu.co / Páginas 1-219 / PVP $ 24.000 / US $ 15.00
Lugar y memoria
Presentación Lugar y memoria
C l audia Steiner y Margarita S erje · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·
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Meridianos................................ 10 Reconfigurar la cultura
Pa ul Stoller · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 12
Pa r a l e l o s . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3 2 Paseo de olla. etnografía mínima de una práctica social en el Parque Nacional Enrique Olaya Herrera
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Ó s c ar Iván Sal a z ar · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 35
La construcción del patrimonio como lugar: un estudio de caso en Bogotá
M a ría C l ar a Van der Hammen,Thierry Lulle y Dolly C ristina Pal ac io · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 61
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J u a n Ric ardo Aparic io · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·
Construcción de territorios: percepciones del espacio e interacción indígena y colonial en el Chaco austral hasta mediados del siglo XVIII
C a rina Luc aioli · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · ·
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P a n o r á m i c a s .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 4 1 Paisaje sociopolítico y beligerancia en el valle de Hualfín (Catamarca, Argentina)
F e deric o Wynveldt y Bárbar a Balesta · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 143
Paisajes del desarrollo: la ecología de las tecnologías andinas
A l ex ander Herrer a y Maurizio Ali · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 169
R e s e ñ a s .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 9 5 “Rio Abajo” una exposición de Erika Diettes
S i lvia Monroy Álvarez · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 197
Counting the Dead: the Culture and Politics of Human Rights Activism in Colombia. Winifred Tate
D avid Stemper · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · · 201
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