PR E S E N TAC IÓN V i o l e n c i a , R E P A R ACI Ó N Y T ECNOLO G Í A S D EL R EC U E R D O : P E R S P EC T I VA S D E S D E Á F R ICA Y A M É R ICA LA T INA
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esde la década de 1980 las comisiones de la verdad han sido implementadas con mayor legitimidad y entusiasmo a lo largo del llamado “mundo en desarrollo”. En épocas de cambios decisivos en la economía política global, cuando el llamado “fracaso del socialismo real” ha sido atravesado por la ascendencia simultánea de un fundamentalismo económico, algunas comisiones de la verdad se han abrazado como instituciones nacionales que pudiesen administrar el cambio social y enfrentar el pasado. En este sentido, entendemos las comisiones de la verdad como tecnologías de gobernabilidad que, como instituciones nacionales, han modelado en diferentes contextos geopolíticos las percepciones sociales del cambio político a través de la producción de conocimiento histórico y de narrativas colectivas que apoyan las teleologías de dichos cambios. En aquellas sociedades que han experimentado guerras prolongadas, al igual que violencia estatal y estructural, los discursos inherentes a las comisiones –tales como el de reconciliación, perdón, recuperación psicosocial, justicia de transición, memoria, posconflicto y democracia– han definido, legitimado y delineado ciertos aspectos de la experiencia humana sobre lo atroz. Los discursos políticos y sociales sobre la transición, sancionados institucionalmente, se han disgregado o distanciado de las etiologías históricas, materiales y estructurales de la violencia en las cuales se hallan insertos. Ciertamente, la reconciliación, como logos globalizado de la reconstrucción nacional, la justicia y la consolidación de la paz, ofrece barreras ideológicas y morales que estructuran una manera de “entender” lo que se supone que es la verdad histórica y los tipos de comunidades, organizaciones sociales e iniciativas que son objeto de reparaciones y apoyo financiero. Más aun, estos contextos son
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frecuentemente caracterizados por un cierre progresivo de espacios discursivos, simbólicos y sociales que fomentan alternativas colectivas e individuales para configurar sentido, en contracorriente con las acomodaciones ideológicas y continuidades sistémicas de las “transiciones”. así, cuando ciertos grupos sociales –como los indígenas, los sin-tierra o los desplazados– reclaman su derecho –humano– a la restitución y la reparación, o cuestionan la manera en que dichos derechos se diluyen en su implementación para acomodar políticas económicas neoliberales, son frecuentemente tildados como objetores del proyecto de reconstrucción nacional y de reconciliación. el campo general de los estudios sobre las transiciones políticas que ha extendido el discurso de la comisión de la verdad, también ha desbordado las ciencias sociales. la manera en que las comisiones de la verdad moldean los significados sociales y enmarcan las relaciones entre memoria y justicia han estado relativamente ausentes de las discusiones teóricas existentes. este número cuatro de Antípoda, el primero de dos, presenta algunas meditaciones, en una perspectiva que cobija diferentes contextos geográficos, sobre estos temas generales, en un intento por interpelar el proceso que se ha estado desarrollando en colombia. Heidi Grunebaum editora invitada university of Western Cape, Sudáfrica Alejandro Castillejo Cuéllar Profesor asociado, Departamento de Antopología universidad de los Andes, Bogotá, Colombia
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C UAT RO D É C A DA S D E ANTROPOLOGÍA: EN T R E V I S T A CON J O R G E M O R ALE S G Ó M E Z Realizada por Juan Camilo Niño Vargas Departamento de Antropología, Universidad de los Andes
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a trayectoria del profesor Jorge Morales Gómez como antropólogo abarca cuatro décadas. A través de todos estos años ha ejercido la disciplina desde diferentes posiciones. Se inició como estudiante en el Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes y hoy día, después de muchos años de investigación y docencia, se desempeña como profesor honorífico en esta misma institución. Mediante sus escritos y lecciones se ha encargado de mostrarle a miles de estudiantes la importancia del trabajo etnográfico de campo, la complejidad del pensamiento indígena, el gran valor de las manifestaciones culturales campesinas y la apremiante necesidad de desarrollar una antropología crítica sobre nuestra propia sociedad. Por todas estas razones, y con motivo de hacerle un merecido reconocimiento, se presenta la siguiente entrevista, dividida en tres partes estrechamente relacionadas. Cada una coincide, o por lo menos intenta coincidir, con una dimensión de su vida como antropólogo. Cada una –a su manera, también– contiene puntos clave asociados a la situación pasada, presente y futura de la antropología en Colombia.
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L os a ños de for m ación Cuatro décadas de antropología… Sí. Prácticamente sin interrupciones. Desde el momento en que entré como estudiante a la Universidad de los Andes en 1964 hasta el día de hoy, como profesor del Departamento de esta misma institución. Tantos años de desempeño antropológico…
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La antropología era una disciplina que en la década de 1960 se estrenaba en las aulas universitarias. ¿Qué despertó su interés por inscribirse en un programa como éste? Hubo un precedente importante. Mi familia tenía una pequeña casa en Villeta, cerca de la vereda panelera de Bagazal. Me hice amigo de un campesino vecino cuya casa funcionaba como posada. En ese lugar se reunía mucha gente. Durante la noche no paraba de conversar con ellos y a lo largo del día me dedicaba a observar su modo de vida. Muchas veces no tenía grabadora pero anotaba o memorizaba todo lo que escuchaba. La gente contaba cómo le había ido en el negocio de la panela y en los quehaceres del mercado, cantaba y componía coplas. El material que recogía enriqueció un bagaje de conocimientos con el cual ya contaba. Las coplas me llegaban al alma, admiraba su estética y entreveía la enorme sabiduría que escondían. Este interés lo retomé mucho después para escribir un artículo sobre guerras civiles y coplas que fue publicado en la Revista Colombiana de Antropología.
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¿Y de dónde provino el interés por conocer y registrar este tipo de manifestaciones culturales? ¿Hubo algún antecedente específico que lo impulsara a desarrollar estas tareas? Sin duda le debo a Luis Alberto Acuña una gran parte de mi admiración por este tipo de manifestaciones folclóricas. El maestro Acuña era mi tío y sostuve prolongadas charlas con él sobre las tradiciones del campesinado, el arte y el indigenismo. Me obsequió el libro Folclor santandereano y varios números de la revista del Instituto Etnológico en donde aparecían los resultados de las investigaciones arqueológicas de Gerardo Reichel-Dolmatoff y de Alicia Dussán en el departamento del Magdalena. A mis quince años devoraba con avidez toda esta literatura y pronto me encontré a mí mismo buscando tiestos en el campo, de una forma rudimentaria, pero motivada por un sincero interés en el pasado. Otra importante ayuda fue Guillermo Correal. Guillermo se encargó de asesorarme profesionalmente y canalizar mis aptitudes en la dirección adecuada. En varias ocasiones le comenté la atracción que sentía por las humanidades y, en especial, por la psicología. Él me dijo que era una buena opción pero que, teniendo en cuenta mis intereses por la vida campesina y el folclor, no debía descartar iniciarme en la antropología. Aparte de estas motivaciones personales, ¿qué podía llevar a un joven de su generación a estudiar antropología? ¿Qué pasaba con los intereses intelectuales y los móviles políticos de los estudiantes? Efectivamente existían otras razones. Tal vez no había intereses directamente relacionados con la antropología, pero muchos jóvenes manifestaban
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aptitudes humanísticas. La geografía, la literatura, la historia universal y, en especial, la europea y la americana, eran temas de frecuente conversación entre los bachilleres de mi época. En cuanto a lo político, muy poco. Lamentablemente, y lo digo así, a la mayoría la conciencia política nos llegó tarde. Probablemente lo único que nos importaba era una agonizante contienda entre liberales y conservadores que ya había sido sellada por el Frente Nacional. De parte de algunos sectores también se percibían temores, por cierto infundados, por las ideas y las acciones de lo que se conocía como “comunistas”. Usted tuvo la oportunidad de formarse con un grupo de profesores excepcionales. ¿Qué le aportó este equipo de docentes a usted, a sus compañeros y a las generaciones que siguieron? Claro. Hubo gente excepcional cuya contribución es innegable. Gerardo Reichel-Dolmatoff, Juan Villamarín y Alicia Dussán. Ili Uprimmy puede confirmar con lujo de detalles lo sorprendente que fueron para nosotros estos maestros. Reichel fue fundamental. Nos introdujo a la disciplina y a la investigación. Resaltó la importancia de sacar del olvido otras tradiciones y sistemas de conocimiento tan válidos como los nuestros. Le debo al profesor Reichel el reconocimiento de la profundidad del pensamiento indígena. Juan Villamarín también incidió significativamente en el desarrollo de nuestra capacidad crítica y de análisis. Nos enseñó a no tragar entero: a no creer en todo lo que nos decían. En varias ocasiones realizó incisivas críticas al relativismo cultural y a las concepciones teóricas que tendían a observar ciertas sociedades como entes aislados. En sus cursos sobre el campesinado también insistió en la importancia de la dimensión política. En ese entonces relacionar grupos y comunidades locales con el mercado mundial no se nos ocurría ni se nos enseñaba. Otro profesor, cuya contribución debe destacarse, es Segundo Bernal. Segundo produjo excelentes etnografías indígenas. Sus textos son el producto de un arduo trabajo. Dudaba mucho de su escritura. Se preguntaba si estaba escribiendo como occidental, como blanco. También hay que nombrar a Alicia Dussán. Su curso nos introdujo en temas clave como el cambio cultural y el concepto de aculturación.
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¿Y qué pasó con ese cúmulo de enseñanzas? ¿Es pertinente hablar de continuidades en la tradición de la antropología del Departamento de los Andes? En años recientes se ha discutido la existencia de escuelas en la historia de la antropología colombiana. Algunas personas sostienen que en esa época
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no se formó nada parecido a una escuela. Podría concedérseles algo de razón. La inauguración del Departamento fue un experimento por ser el primero en el país. Fue un experimento lúcido y brillante pero corto, que se vio truncado abruptamente por la crisis causada por el movimiento estudiantil y la consecuente salida de Reichel-Dolmatoff.
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Entonces usted no está completamente en desacuerdo con las ideas de estas personas… No. ¡Hay que matizar! Uno puede formar escuela directa e indirectamente: transmitiendo conocimientos personalmente o formando otra gente para que ella lo haga. Aunque en el caso de la etnología es difícil hablar de una escuela consolidada; ciertas personas, unas más destacadas que otras, han hecho etnografía sobre la base de la tradición reicheliana. Muchos de mis trabajos sobre los cuna tuvieron una clara marca suya. El análisis del significado del incesto y del oro que hice entre este grupo estuvo influenciado por la interpretación simbólica que el profesor Reichel empleó en Desana. Leí muy cuidadosamente todos sus textos etnográficos sobre el noroeste amazónico, aprovechándolos para desarrollar mis propias investigaciones. Ahora bien, si hablamos de la Universidad de los Andes podemos nombrar a Carlos Alberto Uribe y a Roberto Pineda Camacho. Yo fui alumno de Reichel, pero ni Roberto ni Carlos se formaron directamente con él. Eso no significa que no lo hubieran leído. A pesar de estar físicamente ausente, Reichel fue uno de los centros de su formación académica. Es evidente que Carlos leyó metódicamente sus trabajos de la Sierra Nevada de Santa Marta y Roberto hizo lo propio con los del noroeste amazónico. Ambos produjeron trabajos muy profundos sobre esas bases. Abordaron temas muy ligados a la tradición reicheliana, comentaron y criticaron sus etnografías. En muchos sentidos siguieron los pasos de mi profesor. En otro nivel, mucho más general, también puede detectarse una importante huella reicheliana. El profesor Reichel y Alicia Dussán se encargaron de inculcarnos la importancia de la diversidad cultural y las bases del relativismo cultural. Y hablo de un relativismo no romántico, alejado de cualquier sentimentalismo. Por todo esto creo que debe matizarse esa idea tan rampante sobre la ausencia de escuela en los Andes. ¿Qué esperaba usted como estudiante? ¿Cuáles eran sus objetivos profesionales y académicos en aquella época? En principio quería formarme como etnógrafo pero con un concepto algo reducido de lo que era la etnografía. Quería ser un descriptor. Sin embargo, con el tiempo y el estudio, ya no sólo quería describir sino también explicar, dar ra-
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zones de lo que observaba. Pero la descripción y la explicación no debían ser un simple ejercicio intelectual. Eran un medio para un fin. El verdadero objetivo era educar y educar en dos niveles. En primera instancia quería ejercer la docencia, educar a otros antropólogos. En segundo lugar, quería educar a los “blancos”, a los occidentales. Aspiraba a explicar por qué los indígenas se comportaban de forma diferente pero igual de lógica. Había que mostrar que sus costumbres e ideas no eran absurdas. Usted se graduó poco antes de acabarse la década de 1960, en medio de una atmósfera de agitación estudiantil. La crisis incidió con bastante fuerza en el Departamento de Antropología de los Andes. ¿Cuál es la importancia de esta serie de hechos en su desarrollo profesional? Mayo del 68 fue un detonante. El detonante fue francés pero lo nuestro no fue copia. Las condiciones eran propicias para una crisis. Existía una serie de contradicciones sociales y los estudiantes eran concientes de ellas. Querían transformar la realidad, reaccionar contra las desigualdades. A esto hay que sumar cierto tipo de presión, cierto tipo de rechazo a ser “burgués”. Todo esto se tradujo en los Andes en huelgas, protestas y, finalmente, en la salida del profesor Reichel. Muchos, y entre esos yo, estábamos alejados del movimiento. Pensábamos que denunciando por vía escrita podríamos lograr más cosas que haciendo agitación política. En mi caso calaron mucho las lecciones de Reichel-Dolmatoff y Juan Villamarín. Ellos se encargaron de enseñarme que los antropólogos podían denunciar la injusta realidad social por medios escritos. Sus ideas se reflejan en mi artículo sobre el fondo de renta de los tabacaleros en Guane, que en realidad eran los fondos de dominio. Fue un trabajo que le presenté a Juan Villamarín en uno de los cursos que dirigía. A él le pareció interesante y me animó a publicarlo. Con mi entrada al Instituto se facilitó la aprobación de la publicación y apareció en el volumen xiv de la Revista Colombiana de Antropología. Su nombre era “El fondo de renta”, un título inspirado en la obra de Wolf sobre el campesinado. En él describo y explico las condiciones de opresión vigentes a nivel local. La Compañía Colombiana de Tabaco, los intermediarios y algunos terratenientes explotaban injustamente a los cultivadores del producto en Santander. Me sentí bastante satisfecho al poner al descubierto esas relaciones de poder. Es verdad que Reichel, por lo menos explícitamente, nunca nos invitó a denunciar. Villamarín sí lo hizo. Pero no sólo era Villamarín. Era la situación en la que vivíamos.
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L a i n v est igación y el t r a bajo de ca m po El trabajo de campo como iniciación… ¿En qué forma la educación que recibió y sus intereses personales lo llevaron al campo? Como estudiante nunca dudé en realizar trabajo de campo. Era una ilusión que teníamos desde el mismo momento en que pisábamos la Universidad. Todos fuimos a zonas indígenas. Leonor Herrera, Inés San Miguel, Antonio Gómez y yo nos desplazamos a territorio cuna. Mi tesis fue sobre este grupo. Y este trabajo resultó refrendando la idea del etnógrafo como aventurero: los cuatro estudiantes viajamos en un barco que naufragó en la bahía de Triganá.
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Pero ese trabajo de campo no se limitó a un requisito para graduarse. Usted continuó yendo y viniendo de su escritorio al terreno… El trabajo de campo que hice para redactar mi tesis duró unos cuatro meses. Me desplacé un par de ocasiones más y, después de un prolongado receso, pasé una serie de temporadas largas. Hacia la década de 1990 ya tenía un dominio relativamente bueno de la lengua cuna. Una gran parte de mi producción intelectual se apoya sobre esta experiencia etnográfica y sobre otras que siguieron hasta hace relativamente poco. Sin duda alguna los cuna ocupan un lugar relevante dentro de su producción antropológica. ¿Qué otros temas han llamado su atención? A pesar de la variedad de problemas que he abordado existen dos temas muy definidos en los que se han centrado mis estudios. El primero es el de los cuna. Otro, un poco menos vistoso en las publicaciones, pero no menos importante, es el del lenguaje: el tema del diminutivo. Para ello hice trabajo de campo pero no precisamente observación participante. Observé directamente y, puesto que mi estudio era el lenguaje, le di mucha importancia a la dimensión auditiva. Escuché con atención el uso que se le daba al diminutivo en poblaciones de la zona andina como Villa de Leyva, Honda y Socorro. Tomé nota de la frecuencia con la cual éste se usaba en comparación con las formas regulares de comunicación. Mis conclusiones apuntaron a que el empleo del diminutivo estaba relacionado con la noción de enfermedad. He recibido muchos comentarios al respecto. Personas de otras partes del mundo me han solicitado copias de estos trabajos: de Estados Unidos, Rusia, Rumania… La investigación les pareció sugestiva y les llamó la atención la vinculación con el aspecto médico. El uso de metodología cuantitativa fue un aspecto que resaltaron. De hecho, el Departamento de Matemáticas de la Universidad tomó mi estudio para ilustrar el uso de las matemáticas en ciencias sociales en una publicación sobre metodologías cuantitativas.
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Otras investigaciones que han generado discusión, pero que, sin embargo, no logran eclipsar ni a los cuna ni al diminutivo, son las de los imaginarios campesinos sobre la Conquista y el oro. Traté de sistematizar toda esta información para encontrarle una lógica interna. Viajé a varias partes del altiplano. Recuerdo que en la laguna de Iguaque sucedió algo muy interesante. Tomé una foto e inmediatamente empezó a llover. El guía con el que me encontraba me aseguró que la laguna estaba encantada y que la lluvia era un signo de disgusto por haber interrumpido su calma con la cámara. “Si la laguna no se la hace a la entrada se la hace a la salida”, me dijo. Y la hizo a la salida. Más tarde, en un desafortunado incidente, el guía se resbaló y falleció. Yo terminé en la cárcel. La antropología colombiana no siempre le ha concedido al trabajo de campo la misma importancia que usted resalta. En muchas ocasiones ha sido sobrevalorado o, por el contrario, ha quedado subordinado a otras etapas del proceso de formación e investigación… Sí, efectivamente. Hay altibajos. Me da mucha tristeza que hoy en día el trabajo de campo esté disminuido pero, de cierta forma, esta tendencia es resultado, hasta cierto punto lógico, de un proceso histórico complejo. En principio, la Universidad de los Andes se destacó por una tradición indigenista de tinte reicheliano. Como ya lo mencioné, durante ese periodo el campo era algo más que una obligación. Esta tendencia se reforzó, aunque con diferencias, en la década de 1970. Vino una avalancha más grande de trabajos de tesis etnográficos guiados por intereses muy diferentes. Se privilegió el estudio de comunidades rurales y grupos urbanos. Paralelamente se le dio una gran importancia a la dimensión política. La implementación del sexto semestre como semestre de campo durante la década de 1970, terminó de completar el círculo. Los estudiantes se desplazaban a algún lugar más o menos apartado durante todo un periodo académico para iniciarse como etnógrafos. Pero la cuestión no es mandar a los estudiantes al campo por cumplir un requisito. A eso me opuse como profesor. Así lo hice y tenía mis razones. El sexto semestre era algo espontáneo. En muchas oportunidades no pasaba de ser una aventura en la que no se adquirían conocimientos de forma sistemática. Carecía de estructura y dirección.
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¿No es muy radical su posición? Mi posición no debe malinterpretarse. Me opuse al semestre de campo pero de ninguna manera al trabajo de campo en sí. Siempre he sostenido que un trabajo de campo intenso y continuado es la mejor manera de desarrollar y poner a prueba el conocimiento antropológico. El campo es nuestro laboratorio: un antropólogo sin campo es como un físico sin laboratorio.
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¿Y cómo es ese laboratorio? ¿Qué se necesita para que funcione correctamente? Así parezca algo positivista, el campo es el lugar de donde extraemos, donde ponemos a prueba y donde producimos nuestros conocimientos. Esto no sólo se limita a salir de la ciudad, viajar y llevar un diario. Tampoco se limita a describir, que es como se entendió en muchas ocasiones. También consiste en proyectarse analíticamente sobre la situación estudiada. Para esto se necesita un buen entrenamiento y una buena guía. Ahora bien, está la perspectiva comparativa. Todo este conocimiento se enriquece cuando tenemos nuestros trabajos de campo y, además, los de nuestros colegas. Podemos contrastar nuestras experiencias, compararlas, formular generalizaciones, comprobar hipótesis o, como se decía antes, pasar de la etnografía a la etnología. Pero nunca debemos dejar de tener en cuenta que tanto la una como la otra, la etnología como la etnografía implican una enorme labor de análisis.
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¿Y qué tipo de inconvenientes pueden ser considerados los más graves para la investigación de campo actual? Muchos. Hay un punto que ha afectado el trabajo entre indígenas y es interno a la disciplina. En muchos sentidos, los antropólogos hemos cavado nuestra propia tumba. No siempre vinculamos los problemas de investigación con los problemas de la sociedad estudiada. Hoy día, muchos indígenas no quieren repetir esa experiencia. Puede percibirse cierto rechazo, cierta falta de confianza. No tienen garantías, nada que les asegure una contraprestación. Pero hay otro problema de más difícil solución. Reside en el conocimiento de la lengua. De ese problema adolece mi tesis y muchos de mis primeros escritos. El conocimiento de una lengua como el cuna o el ette o el andoque demanda aptitud, dedicación y mucha paciencia: tiempo. No basta con saber ciertas palabras y expresiones: hay que hablar, oír y entender la lengua en una forma sistemática. Resolver esto no es nada sencillo. Deberían abrirse espacios para adquirir conocimientos al respecto. Y los espacios de los que hablo no son cursos o seminarios. Hay que volver a la idea de una especialización, a la idea original del Centro Colombiano de Estudios de Lenguas Aborígenes, ccela, con las líneas que alguna vez lo hicieron fuerte: la descripción y el análisis lingüístico, sin descuidar la dimensión sociolingüística. Sobre la base de su experiencia, ¿cómo percibe la relación entre la antropología foránea y nuestra propia forma de hacer antropología? El conocimiento de afuera no sólo ha sido valorado sino, también, sobrevalorado. En unas épocas esta tendencia es más evidente que en otras, pero
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siempre ha sido constante pensar con referentes externos. El colonialismo intelectual es evidente. A lo nacional y lo latinoamericano no se le presta la misma atención. También es muy difícil desarrollar una ciencia propia en un mundo que está sistemáticamente dominado por algunos países del Primer Mundo. Nuestros conocimientos científicos no pueden ser ruedas sueltas de ese carro. Entonces el problema tiene dos dimensiones relacionadas. Por un lado está la falta de valoración de los logros disciplinarios locales y, por otro, las difíciles condiciones para desarrollar un pensamiento propio. Uno y otro se refuerzan… Por eso, debemos empezar a preocuparnos por el desarrollo de un pensamiento propio. Esto no significa aislamiento. Debemos seguir al tanto de lo que ocurre afuera, de las ideas de afuera. Pero también debemos desarrollar planteamientos originales, ligados a nuestro contexto, nuestras teorías críticas. ¿Y cómo puede concretarse este proyecto intelectual? Otra vez, hay varias dimensiones. Para que una explicación de un aspecto cultural sea buena, no tiene por qué estar vinculada a un gran paradigma teórico. Una explicación sin mayores pretensiones teóricas puede ser muy rica y mostrar hechos novedosos. Ahora bien, las explicaciones de la gente no son menos ricas. A veces las grandes teorías no nos dejan apreciar este hecho. Mucho de lo que viene desde afuera deja en un segundo plano las interpretaciones nativas de la realidad. Eso es etnocentrismo. Lo que debería hacerse –y ya– es incluir activamente investigadores nativos. Ya están dadas las condiciones para superar la relación antropólogo-informante.
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¿Y qué impide que se pueda desarrollar una antropología de carácter más autónomo? Hay muchos obstáculos: desde la actitud del estudiantado hasta las políticas de las instituciones que patrocinan la investigación. Vayamos por partes. Tengo una anécdota muy diciente sobre el estudiantado: la anécdota de un famoso antropólogo francés. El colonialismo intelectual puede percibirse en muchos niveles y uno de ellos es el estudiantado. ¡Incluso en aquellas personas que apenas se están iniciando en la disciplina! Para muchos estudiantes los latinoamericanos, las personas que tienen un nombre parecido al de nosotros, no merecen gran atención. Como es obvio, esto es el resultado del ejercicio del poder en la ciencia. En alguna ocasión quería transmitir una idea propia. Sabía que si decía que era mía los estudiantes no le iban a dar la misma importancia. Entonces le atribuí el planteamiento a Georges Morel. Fue algo espontáneo
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pero también era el resultado de una toma de conciencia acerca de las relaciones de poder a las que me enfrentaba como profesor. Todos los estudiantes anotaron el nombre y me preguntaron sobre su ortografía. Eso no hubiera pasado si hubiera dicho “este concepto es de Jorge Morales”. Pero también existe un inmenso obstáculo institucional. Me refiero a Colciencias. Aunque su función es estimular la investigación, resulta haciendo lo contrario. Son tantos los requisitos, las trabas y, sobre todo, los modelos extranjeros mal apropiados que sus resultados no son los mejores. Ni qué decir de los puntajes por publicaciones. Los requerimientos para presentar un proyecto me parecen absurdos.
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L a doc enci a u n i v ersita r i a En su caso la docencia y la investigación han ido de la mano. ¿Cuál es la relación entre las dos actividades? Sí. Dentro de mis ideales, ser un buen antropólogo es ejercer la investigación y la docencia, combinar estas dos dimensiones hasta donde sea posible. Investigar conlleva una responsabilidad: la de dar a conocer lo investigado. Una vía para realizar esta labor es publicar. Por eso me empeñé en fundar la Revista de Antropología y Arqueología en 1985, cuando era director encargado del Departamento de Antropología. En aquella época el Departamento ya tenía un cuerpo de docentes consolidado, había investigación y veía que lo único que faltaba era un espacio para publicaciones periódicas. El otro camino es la docencia. La docencia es otra cara de la investigación, es una retribución que debe darse por haber podido investigar. Estoy muy agradecido con la vida y con la Universidad de los Andes por haberme dado la oportunidad de desempeñarme como docente y como investigador. Desde muy temprano usted se desempeñó como profesor. ¿Cómo fueron sus primeras experiencias al respecto? Fue un comienzo muy duro. Mi experiencia era reducida. Cuando era estudiante teníamos que preparar una exposición para los alumnos de semestres más bajos. Reichel me observó detenidamente, me criticó constructivamente y me dio a entender que tenía aptitudes para desempeñarme como docente. Este aval me lo terminó de dar cuando le comuniqué la posibilidad de estrenarme como profesor de antropología médica en la Universidad Javeriana en 1968, sin haberme graduado. Después me vinculé a los Andes en 1972 como profesor de cátedra, durante la dirección de Álvaro Chávez. En tal condición permanecí hasta 1982 cuando el jefe del Departamento, Carlos Uribe, me llamó para nombrarme como profesor de planta.
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¿Cómo esta clase de experiencias enriquecieron su vida profesional? Gracias a este tipo de experiencias uno aprende a manejar el auditorio, a percibir la actitud de los estudiantes, a descubrir qué temas son los que más les interesa. Además de esto, preparar y dictar clases demanda una labor analítica tan profunda como la que requiere la investigación. Cuando se expone un tema también se analiza, se profundiza en él, se vincula con otras materias, se descubren las relaciones ocultas que guardaba con otros asuntos, se ejemplifica de maneras distintas… Las relaciones que se entablan con los estudiantes también le deben haber aportado mucho. ¿Qué satisfacciones tiene al respecto? Sí. Desde luego he tenido muchas satisfacciones. Muchos estudiantes que han pasado por mis clases se han convertido en grandes antropólogos. Algunos han sido directores del Departamento, decanos y otros se destacan en el exterior. No quiero decir que nuestra labor de docentes formó por completo a estas personas. En gran parte se formaron ellas mismas: era gente disciplinada, verdaderamente interesada en la antropología. A lo que apunto es que me enorgullece que mis enseñanzas hayan calado, que les hayan servido de algo. Pero las relaciones no han terminado allí. Comparto una amistad con ellos que se apoya en intereses intelectuales comunes. Pero también es una amistad que va mucho más allá. Esto colma con creces las expectativas de cualquier docente.
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Seguramente hay más de un denominador para caracterizar su relación con el estudiantado. ¿Qué cambios ha notado a lo largo del tiempo? Sí. Tristemente he notado cambios. ¿Tristemente? Aunque siempre he tenido buenas relaciones con los estudiantes, ahora no logro entender por completo su actitud. Más aun si la comparo con la que se asumía en otras épocas. Se puede percibir cierta atmósfera de irreverencia. Y esta irreverencia no sólo está dirigida a los profesores. Se manifiesta en su actitud respecto a problemas científicos y sociales. Seguramente la causa de este fenómeno no radica en el estudiantado sino en la sociedad de la cual hace parte. ¿Qué es lo que está detrás de este cambio de actitud? Obviamente existen causas. Los estudiantes están bombardeados por una cantidad de estímulos. La sociedad actual no estimula ni el compromiso académico ni el compromiso político. Observemos, por ejemplo, la forma en la
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que los antropólogos han sido estereotipados. Los antropólogos deben ser diferentes y esa diferencia conlleva desventajas. El mundo alternativo hace parte de la imagen del estudiante de ciencias sociales. En algunos casos semejante estereotipo termina por minar el rendimiento académico. ¡Cómo si los antropólogos pudiéramos darnos el lujo de dejar a un lado el estudio y la disciplina académica!
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¿Y qué pasa a nivel institucional? ¿Estos inconvenientes se fundamentan en algún tipo de falla institucional? Cualquier docente tropieza con un obstáculo inmenso: los estudiantes llegan a la universidad con una formación muy superficial. La educación secundaria no estimula la reflexión. Y este problema es más agudo en ciencias sociales que en otras disciplinas. La culpa es de aquellos que diseñan y planean las políticas educativas. Formar buenos antropólogos en la actualidad es una empresa algo quijotesca. La educación básica es muy deficiente. Como si fuera poco, tenemos que competir con los estímulos provenientes de los medios de comunicación y con los desacertados estereotipos que se han formado sobre los antropólogos. Ciertamente, este diagnóstico no es el mejor. Tengo que reconocer que soy bastante negativo. ¿Qué debe hacerse para estimular al estudiantado? Un punto clave es iniciarlo en el proceso investigativo. Creo que debe institucionalizarse la asistencia de estudiantes en proyectos de investigación en diferentes niveles. Pero este es un punto problemático. Aunque hay que estimularlos en este sentido, no es nada sencillo formar investigadores en cuatro años de carrera, con semestres de cuatro meses y con todos los nuevos campos que se le abren a la disciplina antropológica. Afortunadamente, hoy tenemos unos postgrados consolidados que nos permiten satisfacer esa necesidad. En principio, un estudiante de maestría cuenta con un conjunto de conocimientos más sólido y, además, si está dedicado de lleno a sus estudios, tiene la oportunidad de realizar un trabajo etnográfico más o menos extenso. Usted ya recalcó la obligación académica de presentar y analizar las injusticias de nuestro orden social. ¿Cómo la antropología comprometida se integra en el ejercicio de la docencia? Como antropólogo y como persona he visto en el campo el desastre de eso que llamamos “Estado colombiano”. No hay que esperar el balance que se haga en la celebración de los doscientos años de Independencia para saber que
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el estado es un fracaso. Y no hay lugar donde esto se me haya hecho más visible que durante los trabajos de campo. es tal la historia de abandono, de corrupción, de ausencia de autoridad que el concepto de estado en el campo es el de un atropellador. Por eso no me canso de repetir la frase de Malinowski, “la antropología comienza por casa”. Tenemos que estudiar nuestra propia sociedad, criticar el orden en el cual vivimos. Y hay que hacerlo desde diferentes flancos. Uno de ellos, tal vez el más cercano a mí, es la docencia. Dedicarse a la política no es el único camino para realizar una antropología con dimensión política, una antropología comprometida. la antropología tiene que ser una escuela para pensar. Siempre me he preocupado por hacerle entender a los estudiantes la grave situación que atravesamos. Trato de que se cuestionen el orden establecido, de que vean al estado de Derecho como una construcción cultural. la verdad no me gustaría morirme antes de ver un cambio en eso que llamamos democracia. ¿Hasta qué punto esa antropología crítica es posible? ¿Hasta qué punto la disciplina puede desligarse del Estado para confrontarlo? Muy difícil. en colombia, como en todo el mundo, la antropología se desarrolló en un marco estatal. el estado es y seguirá siendo una fuente de financiación para la investigación. Pero que la disciplina no pueda desligarse del estado no significa que deba ser su cómplice. Debe mantenerse una relativa independencia. Desde diversas posiciones y de una forma más o menos virulenta, todos lo hemos criticado. Tanto en la escritura como en la práctica. así debemos seguir haciéndolo.
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Publicaciones de Jorge Morales Gómez
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PA R A N O O LV I DA R : H I J O S E H I J A S P O R LA M E M O R IA Y CON T R A LA I M P U NI D A D Diana Gómez Antropóloga, estudiante de la Maestría en Historia, Universidad Nacional de Colombia Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad hijosehijas@yahoo.es
José Antequera Estudiante de Derecho, Universidad Externado de Colombia Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad hijosehijas@yahoo.es
Daniel Chaparro Estudiante de Ciencia Política e Historia, Universidad de los Andes Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad hijosehijas@yahoo.es
Óscar Pedraza Antropólogo, historiador y magíster en Antropología, Universidad de los Andes Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad hijosehijas@yahoo.es
Resumen
El movimiento Hijos e hijas por la
Abstract
Sons and Daughters for Memory,
memoria y contra la impunidad surge a partir de
Against Impunity arises from the search for
la búsqueda por reivindicar un pasado particular
claiming a particular past of the history of the
de la historia del país, así como por la exigencia
country, as well as for the exigency that practices
de que las prácticas de aniquilación y exterminio
of annihilation and extermination against
de las organizaciones de oposición no se repitan
social and political organizations do not repeat
y no queden en la impunidad. En este artículo
themselves and don’t be left in impunity. In this
se expone, desde la experiencia vivida de sus
article is exposed, from the life experience of its
miembros, la manera en que se ha construido un
members, the way that an hegemony project
proyecto hegemónico que termina por anular las
resulting in the annulment of the possibilities for
posibilidades de construcción de una democracia
the construction of new alternatives to the existing
real, silenciando la trayectoria histórica de
democracy has been constructed, silencing the
generaciones anteriores así como anulando las
historic trajectory of past generations as well as
capacidades políticas de nuevas generaciones.
the politic potentialities of new generations.
Palabr as clave :
Key words:
Memoria, hegemonía, historia,
Memory, Hegemony, History, Experience, Social
experiencia, movimientos sociales.
Movements.
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a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 27- 4 6 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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PA R A N O O LV I DA R : H I J O S E H I J A S P O R LA M E M O R IA Y CON T R A LA I M P U NI D A D Diana Gómez1 Daniel Chaparro2 José Antequer a3 Oscar Pedraza4 La memoria intenta preservar el pasado sólo para que le sea útil al presente y a los tiempos venideros. Procuremos que la memoria colectiva sirva para la liberación de “los hombres y no para su sometimiento”.
E
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Jacques Le Goff
I n t roducción
n medio de la premura que para el gobierno y gran parte de la sociedad colombiana suscita el actual proceso de paz con los grupos paramilitares, en términos de algún necesario y sorpresivo encuentro con la “verdad”, de un rapaz acercamiento a algún tipo de justicia o de una reparación –bueno, de eso mejor ni hablar–, desde hace poco más de un año algunos jóvenes, entre ellos hijos e hijas de personas que han sufrido crímenes de Estado, preocupados por la marginalización y estigmatización de las luchas políticas de nuestros padres y madres, hemos tomado el camino de la lucha contra una injustificable “razón” de olvido instaurada en nuestra sociedad, como principal opción para la construcción de una democracia radical en Colombia. Lejos de ubicarse en un escenario enteramente coyuntural, Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad es una organización que parte no sólo
1 Antropóloga, Universidad Nacional de Colombia. Estudiante de la maestría en Historia, Universidad Nacional de Colombia. Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad. 2 Estudiante de Ciencia Política e Historia, Universidad de los Andes. Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad. 3 Estudiante de Derecho, Universidad Externado de Colombia. Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad. 4 Antropólogo e historiador, Universidad de los Andes. Estudiante de la maestría en Antropología, Universidad de los Andes. Miembro de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad.
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de un necesario compromiso político –que implica la reconstrucción de memorias fragmentadas en el país–, sino también de la búsqueda de las luchas políticas de nuestros padres y madres, del rescate de nuestra herencia como hijos, como país. Todos ellos objetivos que pretenden plantear una mirada crítica sobre el pasado y la forma en que nuestras experiencias de vida han sido conducidas a esferas privadas, a círculos dominados por el silencio. En buena hora, Hijos e hijas encuentra en este espacio la posibilidad de compartir con el apreciado lector algunas de sus ideas, inquietudes y certezas sobre los olvidos y recuerdos que deja la lucha política en una sociedad, así como la forma en que han sido administrados, según nuestro entender, en Colombia. También pretende manifestarse frente a ciertas dinámicas políticas en nuestro país, donde la configuración de amenazas para la nación ha servido de guía para la acción gubernamental y para el establecimiento de un tipo de memoria, que ubicó o ubica a nuestros padres y sus ideales en orillas enemigas. Este artículo está dividido en dos partes. La primera es una explicación, fundamentalmente construida desde nuestra experiencia de vida, acerca de lo que hemos venido entendiendo como la política de la memoria que se ha instaurado en el país y que ha ejercido violentos silencios, no sólo en la academia y en las posibilidades de construcción de una democracia real, sino también en nuestras vidas. La manera en que hemos afrontado esa política de la memoria nos ha conducido por un camino de organización con el fin de buscar la no repetición, la verdad social y la posibilidad de posicionar en el debate público el significado que puede tener para la democracia el reconocimiento de los procesos políticos alternativos que han sido silenciados, acallados o simplemente exterminados. La segunda parte es un ejercicio colectivo para pensar el presente desde nuestro pasado, uno que se ha construido a partir de incesantes discusiones con diferentes sectores de la sociedad civil y que recogemos a manera de planteamientos surgidos de nuestra propia trayectoria de vida. Vale la pena decir que quienes escribimos, finalmente lo que hacemos es reunir en este artículo las discusiones y planteamientos que hemos llevado a otras instancias, tanto académicas como políticas, siempre tratando de dejar claro que no es un trabajo que hayamos hecho de manera individual, o que se limita a quienes redactan, sino que se ha construido en el conjunto de la organización.
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M e mor i a y h ege mon í a : de n u est r a s v i da s y del si l encio Nuestra memoria no puede quedar en silencio. La verdad no puede ser ocultada; el futuro no puede ser hecho a la medida de las pretensiones de quienes le han causado tanto daño a Colombia. Documento inaugural de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad
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El asunto en boga es, claramente, la memoria. Mejor aún, su batalla, que aunque poco reconocida y más bien puesta como parte de las pugnas implícitas del mundo político, adquiere connotaciones particulares en este tiempo en que vienen reactivándose las discusiones históricas en nuestro país. Hablar de la memoria a veces requiere de una posición desde la cual sea posible descubrir que el pasado es más, o distinto, a lo que todos los vehículos de su identificación certifican. Nosotros, por ejemplo, ya nos dimos varios golpes ante los libros de historia, los documentales, los noticieros, las películas y las elaboraciones académicas. Para explicar mejor de dónde viene nuestra voz, podríamos decir que somos un grupo de personas que decidimos reunirnos porque compartíamos experiencias de vida similares. Algunos de nuestros padres y madres habían sido asesinados o desaparecidos, otros son militantes de izquierda e intelectuales que han sufrido vulneraciones a sus derechos fundamentales, o están situados en un proyecto de transformación de las condiciones de vida de la sociedad. Sabíamos y sabemos que portamos una historia, no la compartida, no la supuestamente consensuada. Somos hijos e hijas de proyectos políticos de diversas gamas pero que siempre han estado al “otro” lado, en la oposición5. La izquierda surge en el seno mismo de la Revolución Francesa sustentada en los valores de igualdad, fraternidad y solidaridad que propugna (Bobbio, 1995). Sin embargo, con el tiempo –y con mucha claridad en Colombia– se ha convertido en su cara política oculta. Hemos visto la manera como siendo un espacio de generación de propuestas alternativas al orden social, económico y político, ha sido estigmatizada, relegada, situada en un lugar maldito, más cercano a una serie de valoraciones negativas que a la de la legítima participación en las dinámicas políticas de una sociedad.
5 Bauman (1996) habla de la izquierda como una contracultura de la modernidad, como un campo político cuyo locus de enunciación era fundamentalmente el de la crítica de las prácticas sociales y de las relaciones de poder, construyendo una propuesta dentro del orden social moderno, pero cuyas características pretendían la búsqueda de nuevas relaciones.
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Cual antítesis de la derecha, como su otro constituyente, la izquierda se ha mantenido como un campo político que se forma a partir de la distinción de la derecha, de alguna manera en términos indisolubles, relacionados, indivisibles. La trayectoria de la izquierda en Colombia está marcada sin embargo por la radicalización de esa diferencia, en la medida en que su condición de otredad política se profundiza hasta caer en el punto de la más peligrosa estigmatización, segregación y exclusión, negando las posibilidades de formación de una democracia medianamente legítima. Sabemos cuánto cuesta el reconocimiento del “otro” en un Occidente que ha construido un proyecto universalista desde nociones hegemónicas como las del hombre blanco, rico y adulto. Nuestros padres y madres emprendieron una lucha por el cambio social dentro de las ilusiones que el proyecto moderno le brindó al mundo occidental. En ese anhelo sus propuestas fueron radicales y tocaron puntos neurálgicos de nuestras sociedades: la tradición, la propiedad y la familia6. Estando en el bando opuesto, en el de quienes no ostentan el poder en términos formales, nuestros padres y madres iniciaron una lucha que siempre los ha puesto en desventaja en el juego democrático. Se trata pues de la desventaja con que los más deben afrontar la reivindicación de su dignidad en medio de un sistema político de características reprochables. Las clientelas electorales, el control de los medios de comunicación, el bipartidismo7 y el ejercicio de las fuerzas del Estado para la represión, han sido la base de un proyecto hegemónico que no ha visto sino desfilar nombres distintos, siendo el mismo sector el que se encuentra sentado en la silla del poder. Parte esencial de ese proyecto ha sido, por supuesto, la elaboración de recuerdos y olvidos colectivos, en la medida en que sobre ellos se confieren legitimidades con miras al futuro, dentro de una lucha por el poder, por la hegemonía misma, que en el sentido gramsciano implica la resignificación constante de las relaciones sociales. No es que consideremos que esa máxima presente de “nosotros defendemos la memoria y ellos el olvido” sea cierta. Creemos, eso sí, que asistimos a una batalla por la resignificación de los sentidos del pasado donde las versio-
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6 Los temas políticos, la lucha por la transformación de las condiciones materiales, de las condiciones de existencia, no estaba exenta de la búsqueda de la construcción de nuevas relaciones sociales. Desde las críticas al sentido capitalista de la propiedad, hasta las relaciones sociales, pretendían ser transformadas en la cultura de la izquierda. Lo sabemos, claro, no necesariamente porque se diga en los textos. Lo sabemos ante todo porque lo vivimos. 7 Basta recordar las múltiples críticas durante los años sesenta y setenta del siglo pasado con respecto al Frente Nacional y la exclusión del ámbito político tradicional que dejaba a sectores o grupos minoritarios por fuera del ejercicio de la política.
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nes históricas en disputa están conformadas por ambas cosas. Se elige entonces qué se recuerda y qué se olvida. En ese orden de ideas, existe una política de la memoria en la que se definen las construcciones del pasado, y una lógica del poder por la memoria, por establecer en diferentes esferas de lo social qué es lo que ha de ser recordado y qué ha de ser condenado al olvido. Y claro, no es ésta, como ninguna otra, una batalla entre iguales. La producción de la memoria se da en la constante definición hegemónica de la historia, es decir, en la lucha de múltiples proyectos hegemónicos que chocan continuamente definiendo y redefiniendo lo social (Laclau y Mouffe, 1985). Por supuesto, siendo el asunto de las memorias un asunto de pluralidades interpretativas ancladas a los intereses presentes8, no pueden menos que generar antagonismos9 que rebasan la condición de datos anecdóticos para convertirse en la manera en que, como seres humanos, vamos dando sentido a las propuestas y realidades sociales concretas, ayudando a construir nuestros mundos, las relaciones con los otros, los parecidos y las diferencias. La selección del olvido y/o el recuerdo permite la posibilidad de procesos identitarios con ciertos proyectos políticos, o su negación, o la búsqueda de caminos alternativos. La hegemonía como una cuestión de poder produce lo social a partir de la orientación de los proyectos existentes y el resultado de los antagonismos. De esa manera, las trayectorias de la izquierda a la que pertenecen las historias10 disidentes se enfrentan a hegemonías que pretenden defender y mantener una serie de estructuras sociales determinadas, situándose estratégicamente en una posición que cede espacios con el objetivo de construir consensos, incorporar visiones y articular posiciones. Así, se forman nociones del pasado que se permiten incorporar, negar o incluso redefinir, trayendo importantes consecuencias en la vida social. En nuestro caso, las nociones del pasado reciente niegan el carácter político de la lucha de nuestros padres y madres –también suyos, lector o lectora, si
8 El popular Memory Group (1998) concibe el tema de la memoria como una relación manifiesta pasado-presente que se diferencia de la historia como disciplina, en particular porque la memoria no necesariamente tiene esa pretensión racional y científica, no es producida desde un campo de conocimiento ilustrado. Los recuerdos no necesariamente apelan a una idea diacrónica y procesual, validada por ser construida desde el método científico. 9 La idea de antagonismos hace referencia a la manera en que los discursos de los proyectos hegemónicos entran en conflicto para producir lo social (Laclau, 1985). 10 Gramsci, explica Torfing (1999), entiende dos formas básicas de la hegemonía. Una de ellas es defensiva y hace referencia a la manera en que desde ciertos sectores se busca generar un consenso y se redefinen los proyectos hegemónicos sólo en función de mantener un orden hegemónico, cediendo algunos espacios únicamente con el fin de construir el consenso necesario para mantener la base de la hegemonía. La otra, ofensiva, se refiere a la conformación de una hegemonía capaz de articular diferentes posiciones de sujetos en una apuesta democrática radical.
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así lo siente–, sus fundamentos, su trayectoria en los años ochenta y noventa11, su vida. Es una historia que se ha naturalizado en una parte importante de la sociedad, que nos sitúa a quienes la reivindicamos en el lado de los innombrables, “guerrilleros”, “terroristas”, “bandoleros” en otros tiempos. No parece haber lugar en la memoria de este país para reconocer en los hombres y mujeres mancillados sus propuestas, sus motivaciones e incluso su cultura. Por supuesto, en esa historia se han encubierto las estrategias de terrorismo de Estado impartidas en contra de los proyectos políticos de izquierda, de la legal y la ilegal, que sitúa nuestras experiencias en el ejercicio de la violencia y la impunidad. Si se entiende, por lo tanto, que en lo social existen múltiples memorias vivas –tantas como la pluralidad de sujetos que las producen–, debe reivindicarse y discutirse el reconocimiento de la diversidad de experiencias que constituyen historias y memorias específicas para construir nociones diferentes de la democracia. La historia hegemónica ha sido seriamente cuestionada desde múltiples sectores de la academia, ya que obedece a la construcción de un proyecto de nación que tiende a negar otras historias, a homogenizar la experiencia sobre el territorio, a buscar en los consensos del recuerdo su propio silenciamiento. Los esfuerzos llevados a cabo desde diferentes sectores para romper con esa historia cristalizada y homogénea se suman a tales aperturas. Aun así, en nuestros días se mantiene su innegable poder de definición del pasado, del sentido del presente y de las posibilidades del futuro, ajeno a la participación, si se quiere, a la comprensión pública. A pesar de los esfuerzos por cuestionar su sentido político, no ha sido fácil llevar a otro nivel la discusión sobre la importancia de legitimar diferentes experiencias históricas. Por eso, la trayectoria de las organizaciones de izquierda, de sus sentidos y reivindicaciones, se limita a espacios que impiden la discusión social acerca de su propio devenir y de las razones de su recorrido. Hechos hijos e hijas de esos proyectos, para nosotros mismos ha sido difícil conocer esa historia por múltiples razones, ya sea por los miedos, por el rechazo causado, por el dolor de las ausencias obligadas u optadas, por la seguridad, por el imaginario de la sociedad en general que veía en nuestros padres y madres rebeldes sin causa más que sujetos con unos objetivos legítimos, como aquellos que perdieron el tiempo descuidando lo verdaderamente importante: la familia, el dinero, el trabajo.
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11 Nuestros padres y madres tuvieron su desarrollo político y social durante esos años. De manera tal que hacemos referencia a ese momento particular de la historia caracterizado por una serie de procesos de emergencia de diferentes alternativas políticas que fueron exterminadas, silenciadas o segregadas a través de diferentes prácticas.
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Ahora bien, siguiendo a Butler (2000) se puede considerar que existe una pretensión universalista por parte del proyecto hegemónico de la historia tradicional. Esa pretensión tiene como objetivo central incluir dentro de una gran racionalidad todas las experiencias, haciendo que en el proceso éstas sean reducidas a la unidad, a esa racionalidad básica que las incorpora negando sus especificidades12. En ese orden de ideas, ciertas memorias, ciertas construcciones históricas y diversos sujetos sociales, quedan subsumidos y con dificultades para poder hacer su trayectoria lo suficientemente válida como para ser reconocida. La historia de nuestros padres y madres, su vida, a lo que le apostaron, termina relegada a esferas privadas y no socializadas, sin los espacios requeridos para que se discuta realmente la complejidad de esa trayectoria, con el resultado de un cercenamiento de las posibilidades de construcción de la democracia. En el plano subjetivo, con la negación del lugar del sujeto en su pasado, se anula no sólo nuestra experiencia como hijos e hijas, sino la experiencia de la sociedad en general, de aquellos cuyos padres y madres han ostentado el proyecto de derecha, o quienes desde las instituciones de nuestro país han buscado el mantenimiento del estado de cosas. La noción contemporánea de democracia se sitúa en el plano de la universalidad, consiguiendo que la díada historia-memoria sea consecuente con ese proyecto político. Así, otras experiencias entran al juego de la democracia en calidad de epifenómenos de la memoria hegemónica y del proyecto político que la sustenta. Reconocer el significado de la neutralización de historias políticas en la construcción de un proyecto hegemónico universal significa un avance para la configuración de nuevos espacios cimentados sobre la base de la pluralidad y el reconocimiento de las diferencias. Sin embargo, el recorrido de esa posibilidad debe estar mediado por el entendimiento explícito de la historia y de la legitimidad de propuestas alternativas. La negación de esos horizontes se transforma inevitablemente en la construcción de lógicas antidemocráticas y de posibilidades de participación política restringida. Las interpretaciones del pasado no sólo tienen efectos a niveles macro, es decir, en la constitución de historias hegemónicas que definen buena parte de lo que se recuerda y lo que se olvida en el ámbito público. La hegemonía, como
12 Quijano (2000) da un ejemplo interesante que se puede relacionar también con lo aquí planteado. Según él, la idea de los derechos humanos universales tiende a obligar a los sujetos a que con el fin de gozar de los beneficios de esa carta, se sometan a una racionalidad universal moderna que en algunos casos niega la experiencia cultural-histórica que los constituye, es decir, a entregar los elementos que producen la diferencia con el fin de permitir la universalidad de los derechos.
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un ejercicio del poder que articula las posiciones del sujeto, ejerce mecanismos para silenciar experiencias y procesos sociales, integrándolos de una manera específica en el orden hegemónico instaurado. La experiencia de Hijos e hijas ha sufrido una especie de desvanecimiento en el proceso de constitución de silencios y recuerdos. Nuestra vida se sitúa en los intersticios de los silencios de la historia hegemónica, en los cuales se encubre la trayectoria de nuestra existencia. Muchos, desde pequeños, nos hemos visto obligados a recluir los aspectos políticos de nuestros padres y nuestras madres a los ámbitos más privados de la vida. Pero esa situación en la que la participación y la acción política por diferentes medios constituía o constituye buena parte de la identidad de nuestros padres y madres, y que debía ser negada para evitar problemas de cualquier índole, se traslada velozmente al ámbito específico de las relaciones familiares, donde su tramitación no deja de ser difícil. Así, ya no es sólo cuestión de callar la actividad política de nuestros padres y madres, porque los mataron, desaparecieron, torturaron o sufrieron el exilio. Algunas veces es también cuestión de callar los juegos, las conversaciones, las peleas y, en general, esos aspectos de la vida cotidiana considerados externos a la esfera política. Para muchos de nosotros se logró una díada que excluía la vida misma de la historia, pues no poder hablar sobre lo que pasaba, lo que se vivía o lo que se vivió, nos obligaba a encerrar los recuerdos en espacios privados, herméticos y limitados. Forzaba a un silencio cada vez más poderoso, un silencio que exigía el grito como salida, como única alternativa ante la negación pública de la experiencia. En muchos círculos nuestros padres y madres han sido valorados desde un punto de vista negativo. Desde la simple connotación del ser “malos”, pasando por “subversivos” y ahora, con mayor contundencia, “terroristas”. Hombres y mujeres que desde una irracionalidad incomprensible se dedicaron a provocar la inestabilidad de un orden social legitimado por la democracia representativa, por el voto de los ciudadanos, quienes nunca están conformes con ningún gobierno y a todo se oponen. Personas que en una actitud anormal, se enfrentaban a una sociedad que no los comprendía ni los aceptaba, para llevar a cabo acciones sin sentido, sin ningún tipo de objetivo coherente13.
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13 Situados en el contexto de la Doctrina de la Seguridad Nacional durante la Guerra Fría, la búsqueda por ordenar y mantener la estabilidad de la sociedad pasaba por el control del Estado y por esa misma vía, buscaba el orden de la nación. Los grupos disidentes, siguiendo la retórica militar, terminaban siendo considerados como una constelación de gérmenes capaces de desestabilizar la democracia y el orden social imperante. Por tanto, la Doctrina
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Esa idea se repite en el tiempo y construye una serie de representaciones acerca de las características culturales y políticas de las personas que decidieron tomar un camino que para nosotros es el de la legítima búsqueda de una democracia diferente. Pero esas vidas, esas apuestas, esos proyectos de transformación fueron cercenados a través del ejercicio de diferentes formas de violencia: desde la física –la forma más evidente– hasta la negación de la historia que ellos construyeron. Nosotros crecimos en esa historia y nuestra experiencia, tal y como sucedió con la historia, ha sido negada, pero además de eso fragmentada, convertida en recuerdos desarticulados en las vidas de las familias, de los partidos, de los sindicatos, de las organizaciones sociales. El silencio no sólo se situó en la vida de la gran cantidad de la población del país sino que también logró hacerlo en los lugares desde donde se producía esa historia misma. Si uno de los problemas de la izquierda –ya sea política o social– ha sido una fragmentación creciente del campo político como producto de una serie de fuertes discusiones tanto nacionales como internacionales (Archila, 2003; Múnera, 1998), la historia de la lucha por la transformación como sustento común para las organizaciones terminó siendo una constelación de recuerdos que han perdido la conexión entre sí y que han sido rearticulados de una manera particular para aparecer en un lugar específico de la historia hegemónica. L a e x per i enci a y el desva n eci m i en to de l a v i da Hay diferentes sucesos que para nosotros han sido importantes, que han dejado huellas imborrables en nuestra existencia y los cuales son constitutivos de nuestra experiencia. El exterminio de la Unión Patriótica14 puede servir tan sólo como un ejemplo de esos momentos. Aun en la universidad, en los departamentos de historia, en las facultades de humanidades o ciencias sociales, esa historia se recluye a los lugares más privados posibles. El desconocimiento generalizado de lo que sucedió con aquella propuesta política desde los años ochenta nos llegó a causar sorpresa y confusión. Ahora son muchos los lugares donde esa historia no aparece, donde al nombrar el exterminio de un partido, la respuesta alude al desconocimiento.
de la Seguridad Nacional logró construir un discurso donde las organizaciones de izquierda eran peligrosas para una sociedad estable en el camino correcto de la democracia y la economía de mercado (Leal, 2003). 14 En el marco de la tregua entre el Estado y diferentes fuerzas insurgentes en el país a comienzos de los años 1980, se conforma la Unión Patriótica, up, con la intención de convertirse en una fuerza de izquierda que permitiera la solución del conflicto y la posibilidad efectiva de la participación en el orden democrático. Desde su fundación, se orquestó una estrategia de exterminio a la organización que dejó como resultado por lo menos tres mil muertos, desaparecidos y torturados.
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Esos lugares de expresión y aparición de la izquierda eran privados porque el silencio se convierte en una condición para continuar, porque esos recuerdos suelen emerger en ciertos lugares sobre los que se puede tener control. Porque esos recuerdos, para muchos, se mantienen como cuestiones que no se pueden nombrar, que no pueden salir de los lugares en donde se expresan. Se obliga a callar, a dejar lo que se siente y lo que se vivió en los anaqueles perdidos de la memoria. Son recuerdos que aparecen eventualmente pero que nos esforzábamos por esconder, por no hacerlos públicos. Lo propio sucede con las desapariciones y las torturas de las cuales fueron objeto militantes del m-1915, de otras organizaciones e intelectuales y activistas políticos. El silencio se instala ya que se supone que ellos fueron responsables de lo que les pasó; se reconoce como vía legítima de lucha el terrorismo de Estado sin que se haga alguna reflexión sobre la justicia y el deber del Estado en su aplicación. Esos silencios nos han obligado en momentos a callar y en otros nos han producido rabia. Cuando en las conversaciones de la vida cotidiana surgen ese tipo de temas y las respuestas hacen de esa historia algo inexistente, de alguna manera deja de existir también el lugar desde donde nosotros, como hijos e hijas de esa historia, nos ubicamos. Inevitablemente lo que podría ser una salida, un mecanismo para volver a situar los recuerdos en lo público, queda de nuevo limitado, haciendo que los recuerdos sigan en ese estado, desarticulados y, sobre todo, recluidos en lo privado. Haber crecido en ese contexto nos hace parte del mismo, obliga a que nuestra formación como sujetos esté inevitablemente determinada por la historia que vivimos, por ese mundo que nos rodeaba y rodea. La negación de esa historia que tiene profundas implicaciones para el país es, por tanto, la negación de nuestra propia vida, de nuestros sueños y nuestras apuestas, de las decisiones que tomamos y los caminos que elegimos. Por muchos años nuestra experiencia terminó siendo relegada y el significado político de esa historia deslegitimado, convirtiéndose incluso en justificador del terrorismo de Estado16.
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15 Se tiene como referente histórico de la formación del Movimiento 19 de Abril, m-19, el fraude a las últimas elecciones del Frente Nacional. Ante esta situación, algunos miembros de la anapo, partido comandado por Gustavo Rojas Pinilla, asumieron la oposición armada como opción política frente al Estado. A finales de los años 1980, junto con otras organizaciones insurgentes, el m-19 entró en un proceso de diálogo con el gobierno, que resultó en su disolución como guerrilla y su aparición pública como partido, ad-m-19. Junto con esto y como resultado de las negociaciones, se convoca en febrero de 1991 a la Asamblea Nacional Constituyente. 16 En Argentina, por ejemplo, buena parte de la discusión en torno a la interpretación de “los dos demonios” pasa por la legitimidad del terrorismo de Estado como táctica necesaria en un contexto de guerra sucia. La Seguridad Nacional, dirían algunos, requería de ese tipo de acciones con el fin de mantener el orden y la estabilidad de la sociedad. Sin temor a equivocarnos, algunos de los debates que se han dado actualmente en Colombia tienden a justificar el paramilitarismo como un proceso válido dado que la falta de presencia del
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Los silencios en el tiempo no sólo terminaron por encubrir el hecho innegable de la represión como forma de construcción de un orden político determinado, donde se ejerce una democracia particularmente restringida, sino que negaron las mismas vidas que nacieron en esa historia, así como las que las forjaron. En el proceso, sus muertes, su aniquilación, sus sueños confinados al olvido, el silencio y la estigmatización de la vida de nuestros muertos –y nuestros vivos–, han generado una política de la memoria sólida que niega no sólo una historia particular del país, sino la experiencia y las subjetividades que se han producido en ese contexto. La historia así negada no es sólo la anulación de una serie de eventos articulados por el tiempo sino, sobre todo, la anulación de la potencia política de un sector particular de la sociedad y de la experiencia intersubjetiva que es creación y creadora de esa apuesta. Como hijos e hijas nos negamos a esa anulación política de ellos –nuestros padres– y, por consiguiente, la nuestra. Por ello, buscamos desde las reflexiones sobre la memoria y la lucha contra la impunidad validar nuestras apuestas y reivindicar un pasado que no sólo es nuestro, de ámbitos privados, sino que compete a la historia de Colombia, a sus múltiples trayectos, a las diversas verdades que deben ser puestas a circular. Nuestra posición se basa en el reconocimiento de la necesaria recuperación de esa historia, en las fisuras de las historias hegemónicas que niegan la potencia política de otras formas de entender los procesos del país. Para nosotros, recordar es una necesidad que se convierte en lucha. Es, de una parte, reconocer la importancia que tiene, en términos políticos, validar y hacer legítima la historia de nuestros padres y madres, y de otra, descubrir nuestra propia vida, que tanto como la historia de ellos ha sido velada en el ejercicio de la construcción de una hegemonía determinada. Teji en do l a v i da, r ei v i n dica n do l a h istor i a Unidos, Hijos e hijas hemos convertido el dolor en esperanza, hemos decidido asumir la lucha en contra de la impunidad. Documento inaugural de Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad
Hijos e hijas empieza a formarse en el encuentro con los recuerdos, en la reconstrucción de los lazos de la historia que se habían perdido, que habían sido rotos. En ese proceso, por primera vez para muchos de nosotros, la historia, Estado, tanto institucionalmente como en términos de su pie de fuerza, obligó a un tipo de organización militar a que fuera capaz de defender la región de esa tendiente inestabilidad producida por las organizaciones político-militares de izquierda.
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nuestra historia, dejó de ser privada y empezó a ser pública. Para otros y otras comenzó a tener sentido. Algunos encontramos fuerza en esas historias compartidas –historias de muchas voces y contraídas de muchas formas– para seguir adelante con un proyecto político alternativo. El reencuentro con gente que creció en esos contextos significó también el reencuentro con nuestra vida y de paso nos trazó un objetivo. Nos obligó a dejarnos llevar por el grito, por una lucha contra el silencio de nuestra historia que nunca más podía volver a ese estado de privacidad, de invisibilidad, de cuestionamiento per se y de reclusión. Cada uno de nosotros se ha situado en los silencios de la historia y desde ahí ha crecido. Algunos le dimos la espalda a nuestro pasado, tratamos de hacer de cuenta que no existía pues era demasiado doloroso; otros no lo conocían, algunos más no llevaban la discusión acerca de la necesidad de recordar a las esferas políticas en las que se movían. La reflexión se vuelve necesaria frente a la constatación del ejercicio de la fuerza y la violencia. El contexto de guerra, de aplicación de una política de exterminio, de represión de Estado en Colombia y de impunidad constante, es lo que nos mueve a la organización y a la reflexión17. El propio reconocimiento de un otro que ha vivido ese proceso de silenciamiento histórico, que ha sentido la autocontención del grito de su propia historia –ante la imposibilidad de encontrar alguien que escuche–, ha llevado a que emerja la experiencia de vida como una cuestión fundamental en el ejercicio político. Encontrar personas que han vivido historias similares a las nuestras nos permitió, primero, reconocer en el otro unas trayectorias similares, es decir, construir relaciones basadas en la misma historia silenciada, en un esfuerzo por redescubrir nuestras vidas. Segundo, entender que era necesario llevar a otro nivel ese problema, que no éramos nosotros los que manteníamos el silencio, sino que era una sociedad que en su conjunto había sido copartidaria de esa laguna. De ahí que consideremos la necesidad de luchar por la memoria, de entrar en ese combate y exigir no sólo la legitimidad de nuestra historia, sino en ese mismo orden de ideas su reivindicación como condición de posibilidad para el ejercicio de una democracia real, plural, capaz de reconocer las diferencias políticas y permitir la búsqueda de caminos alternativos para la construcción de un país diferente.
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17 Pese al recrudecimiento de la guerra con la acción paramilitar en el contexto de negociación iniciado en el primer periodo presidencial de Álvaro Uribe con las Autodefensas Unidas de Colombia, es notorio el alto activismo y organización de procesos sociales y políticos que exigen procesos de verdad y justicia. Entre ellos es de resaltar el número creciente de organizaciones de víctimas.
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Para eso hemos de decir que hablamos desde nuestra experiencia, desde lo que vivimos, desde nuestro dolor y nuestra rabia, desde nuestra capacidad creadora ahora potenciada por el encuentro con nuestro pasado, desde la necesaria proyección de nuestras vidas al futuro. Es en ese ejercicio en el que situamos nuestra lucha política. Nuestra experiencia articulada en un colectivo nos ha permitido reconocer que esa historia en la que nos formamos está compuesta tanto del más puro realismo político como de los aspectos más emocionales de la vida cotidiana. La diferenciación entre la política –como concepto explicativo de la lucha por el poder–, donde se encuentra el reino de la razón ilustrada, y las emociones que están vedadas en dicho mundo, es para los Hijos e hijas una distinción no sólo innecesaria sino con una capacidad sorprendente para segregar y excluir la experiencia de vida de los espacios de la lucha por el poder. Así, reconocer(nos) exige reivindicar la memoria en términos del poder. Pero esa memoria no se construye por fuera de las emociones y, definitivamente, lo que nosotros y nosotras sentimos por nuestros padres y madres, por las luchas de las organizaciones sociales y políticas, es la potencia que permite organizarnos para exigir el grito irreducible del silencio, su reivindicación y su desencubrimiento en la historia. Como escribe Holloway (2002), primero fue el grito, un grito de descontento y de búsqueda de la transformación. Es imperante no olvidarlo jamás. P ensa n do el pr esen t e –ej ercicio col ect i vo pa r a no ca ll a r– Hoy nos concentramos en generar opinión crítica ante el espectáculo bochornoso de las listas al Congreso de la República, en las que los victimarios responsables del exterminio de miles de colombianos y colombianas aparecen como candidatos legítimos representantes del pueblo, mientras todos sus crímenes, como autores, beneficiarios o cómplices, siguen en total impunidad, al tiempo que el control económico y político que consiguieron a sangre y fuego se consolida día a día en las regiones del país. Comunicado internacional solicitando vetar a candidatos al Congreso con nexos con el paramilitarismo. Hijos e hijas por la memoria y contra la impunidad
I Ocurre que en estos días, mientras apenas se van destapando pequeñas verdades, entre novelas inculpadoras de todo el mundo e incapacidad judicial para verificarlas, aparece desde distintos sectores el reclamo, tal vez la advertencia, de que debemos investigar los crímenes de la guerrilla, sus responsabilidades y sus nexos con políticos. Para quienes vemos en ello sospechosas trampas, la situación no es fácil. Entrar en esa discusión es casi ponerse en una silla que el gobierno quiere que
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alguien ocupe. La del acusado sin defensa, por defender lo indefendible: al “terrorismo de izquierda”, como es llamado. La teoría de los dos demonios ha sido vista por muchas personas como el nombre dado a la reconstrucción histórica realizada por Ernesto Sábato en el informe de la Conadep (1984), para la transición desde la dictadura a la democracia en Argentina. Para otros, como para quien escribe, la teoría de los dos demonios remite a una estrategia conocida de exculpación del Estado, para un exitoso proceso de transición de la guerra a la paz, siendo la primera el proceso de eliminación de los que se oponen a la segunda, como consolidación del capitalismo neoliberal. De acuerdo con esta teoría, como estrategia de lenguaje, los asesinos contra la humanidad debieron oponerse a unos asesinos primigenios, compuestos por marxistas que tuvieron la violencia por principio, y así actuaron para conquistar el poder desde siempre –de hecho, así actuarán siempre–. Así pues, los criminales contra la humanidad, paramilitares o dictadores y sus ejércitos, rayaron en las prácticas terroristas y deben ser juzgados, para que ya sin su sacrificada naturaleza se permitan los tiempos pacíficos de la inversión extranjera y el enriquecimiento sin distribución. Según esa estrategia develada por quienes sospechamos de ella, el Estado no se hace responsable por la comisión de delitos atroces y se permite, sin más, sacar de la discusión histórica las verdaderas causas de los conflictos, legitimando un futuro donde el modelo económico, político y cultural que se impondría es la perpetuación de esas mismas causas: la miseria, el hambre, la ignorancia y la humillación. A la colombiana, la teoría de los dos demonios tiene sus formas propias. Aquí, para innovar, la teoría ha visto la flexibilización de la estrategia, para convertirse en un principio de igualación de guerrilla y paramilitares, positivo o negativo, según las necesidades del poder. Negativo, si ambos se toman como terroristas, teniendo en cuenta que así se designó primero a la izquierda. O positivo, como cuando en la original Ley 975 de 2005, los paramilitares debían ser calificados como delincuentes políticos, ya que así se había hecho en el pasado con los grupos guerrilleros que habían realizado pactos de paz. Y bueno, a riesgo de ocupar la silla que desde el poder se construye para culpar y seguir culpando a sus enemigos por pensar distinto, es necesario develar el gran daño que esa teoría –o estrategia– está por hacerle a este país, si se consolida en la opinión pública. Partamos desde una alocución concreta. Pongamos en frente, por ejemplo a Iván Orozco Abad, uno de los mejores exponentes del artificio. Según sus palabras en el diario El Tiempo del domingo 29 de abril de 2006, “… al negociar con las auc se visibiliza a los paras y al Estado y se invisibiliza a la guerrilla y sus apoyos”.
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Allí está la silla y Uribe y sus amigos frotándose las manos a ver si una defensa de las farc o del eln nos hace enemigos públicos, para que ellos se carcajeen de su mejor invento: la demonización del adversario. Pero no, aquí estamos nosotros, con un argumento lejano a tal defensa. Esa le corresponde a quienes están siendo cuestionados. A nosotros, como actores de la llamada sociedad civil, nos corresponde mejor alguna profundización de nuestras exigencias, ya que don Orozco nos ha brindado la posibilidad de mencionarlas. Para ello habría que recordar que este proceso de “negociación” con las auc sólo se admite a la luz de la búsqueda de la paz. O sea, si no es bajo ese objetivo, es claro que allí la negociación es imposible. ¿Lo recuerdan? ¡Justicia y paz! ¡Es su invento! Eso de que hay que sacrificar cosas de la una para lograr la otra, pero si no es con ese fin, no hay sacrificio admisible. En ese orden de ideas, decimos, la sociedad civil en Colombia exige, como primera medida, que la investigación, o sea, la justicia respecto de las farc, se realice en el marco de un proceso de negociación y de búsqueda de paz. No habría que confundir a la opinión pública. Fuera de esos procesos, la investigación de los crímenes de la guerrilla es pura retórica encaminada a que nosotros, votantes legitimadores de las propuestas desde el poder, sigamos ahondando en imputaciones a la guerrilla y a la izquierda política que ha de ser investigada, para que crezca la guerra y el proyecto de “seguridad democrática”. Y en segundo lugar, la exigencia tiene que ver con una clarificación del asunto de nuestros dos demonios. Qué buena oportunidad ésta en que se están investigando los crímenes de los paramilitares –los que nunca se habían investigado y visibilizado– para que se indague sobre la manera en que, y sólo gracias al Estado, usaron la imputación jurídica para culpar personas como “colaboradoras de la guerrilla” –argumento en virtud del cual hicieron cosas peores, como el asesinato mismo–. ¿Es que en Colombia se nos olvidó que había presos políticos? ¿Es que el caso de Correa de Adreis o de Freddy Muñoz18 no ejemplifica el uso de la justicia por parte de paramilitares? Muchas veces tendremos que repetir esta verdad mientras no sea transformada: la sociedad colombiana no es ingenua ni cree ciegamente en la limpieza moral de los personajes del gobierno actual. Pero la sociedad colombiana apuesta a Uribe y su proceso con los paramilitares con la esperanza de que llegue la paz. Señorita Sociedad Civil, usted sabe que escribimos como parte suya; no permita que como antes la traicionen.
18 Alfredo Correa de Adreis, dirigente de la Asociación Sindical de Profesores Universitarios, aspu, quien había sido detenido el 17 de junio por agentes del das acusado de rebelión y a finales de julio absuelto por falta de pruebas. Posterior a su liberación fue asesinado en la ciudad de Barranquilla. El periodista Freddy Muñoz, corresponsal colombiano para Telesur, fue también acusado de rebelión, investigado y posteriormente liberado.
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II Siguiendo esta misma línea, podemos ver otro caso. Cuando el senador del Polo Democrático Alternativo, Gustavo Petro, citó el 18 de abril de 2006 a un debate sobre la formación del paramilitarismo en Antioquia, donde relacionaba la formación de las Convivir19 con la gestación de los grupos paramilitares en la región, hubo una reacción muy particular. Varios de los argumentos acerca de las razones por las cuales se formaron esos grupos –pero sobre todo, porque su legalización fue legítima– tenían una suerte de retórica enraizada en la historia. Para los defensores del presidente Uribe20, Antioquia era una más de esas regiones inestables en el país. Constituida como una región de frontera, estaba caracterizada por la débil presencia del Estado, donde se seguía la ley del más fuerte. Esa situación, en la que entre otras cosas el pie de fuerza era bastante reducido, llevó a la guerrilla a la posibilidad de hacer de las suyas y de llegar a controlar la región. Las Convivir se crearon como respuesta a la incapacidad militar de hacer presencia efectiva en la región. Eran una apuesta que tenía como primer objetivo restaurar la estabilidad en el departamento, devolver la soberanía sobre el territorio al Estado atacando uno de los factores más peligrosos para ese proyecto: la guerrilla. Como segundo objetivo pretendían sacar de la neutralidad a la población civil. A partir de esa estrategia, se buscaba rodear al Estado como agente legítimo de la región por parte de la población. Algún senador expresó estar seguro de que “mucha gente debe estar orgullosa ahora de haber pertenecido a alguna Convivir y así repeler la inestabilidad que generaba la guerrilla en Antioquia”. Las desviaciones posteriores, por supuesto, se salían de la jurisdicción del gobierno. Es decir, que el hecho de que algunas Convivir luego fueran el sustento del paramilitarismo, era una situación sobre la cual no tenía responsabilidad el gobierno puesto que también había sido una decisión autónoma de los ciudadanos. El paramilitarismo se convierte finalmente en una especie de dispositivo de respuesta que es explicado por las dimensiones históricas del conflicto. La inestabilidad del país, las instituciones y la debilidad del Estado son fenómenos
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19 Con la Ley 356 de 1994, el presidente César Gaviria Trujillo estableció criterios para la formación de empresas especiales de seguridad privada, cuyo fin sería el de proteger a los pobladores de zonas con dificultades importantes en el orden público. Su labor, relacionada con la lucha contra la insurgencia bajo el argumento de la incapacidad estructural del Estado para hacerle frente en su totalidad, legaliza el porte de armas y la conformación de fuerzas de carácter militar capaces de sustituir al Estado en la defensa de los ciudadanos. Su devenir, con el tiempo, permitiría la consolidación del paramilitarismo en su sentido pleno. 20 Acusado por Petro de haber permitido a través de la legalización de empresas Convivir el paramilitarismo en la región.
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leídos en términos de un proceso diacrónico que expone la necesidad de las formas privadas de defensa. A las falencias históricas del Estado se le suma entonces la incapacidad de defender el orden social y de orientarlo hacia un futuro de progreso y desarrollo. Aquellas faltas, dentro de esa argumentación, generan los descontentos suficientes para la formación de las organizaciones guerrilleras que profundizan el caos de las regiones del país. Las guerrillas –y así se expuso en aquel debate en el Congreso– se estaban tomando el país y la incapacidad del Estado obligaba a una acción drástica, que sacara de la neutralidad a la población civil y recondujera al país por la senda del orden y el progreso. Por lo tanto, el problema es el Estado que, en un sentido histórico, no fue capaz de hacer presencia legítima en la totalidad del territorio y obligó a la gente a armarse –cuestiones de legítima defensa, de una nueva democracia de las armas–. De tal manera, si la guerrilla surge como estrategia teóricamente planificada del ejercicio de la combinación de todas las formas de lucha para la toma del poder por parte de grupos influenciados por el marxismo, las autodefensas surgen también frente a la incapacidad de defender las personas del caos guerrillero –cuestiones de simetría histórica–. El llamado constante a hablar de la guerrilla cuando se nombran los grupos paramilitares se convierte en un eco que no deja de repetirse y que resuena por todo el paisaje de lo político. Ya no sólo se habla de una explicación histórica del conflicto sino de la justificación en el tiempo del porqué el paramilitarismo existe para suplir lo que el Estado no puede suplir. Por más indeseable que se considere la idea de un Estado débil, incapaz de ser efectivamente soberano, lleva a que la extensión de su proyecto a las manos privadas termine legitimándose. El equilibrio de las fuerzas militares construye un balance bipolar que muestra cómo la creación de un grupo requirió como respuesta la formación de otro: dos demonios. Mientras tanto, el Estado está al margen. En nuestra versión de los dos demonios, el Estado, como figura histórica y reguladora de la sociedad, se sitúa como un tercer actor al margen de las profundas contradicciones que permitieron el surgimiento de esos demonios. Su posición es la distancia, la asepsia, la mirada conciliadora entre dos demonios que produjeron el caos. En la nueva edición del informe Nunca más en Argentina, el presidente Kirchner trata de sentar una posición diferente al respecto. Es preciso dejar claramente establecido, porque lo requiere la construcción del futuro sobre bases firmes, que es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de parti-
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culares frente al apartamiento de los fines propios de la nación y del estado, que son irrenunciables21.
al parecer, en argentina el asunto tiene otro matiz. la guerra sucia como estrategia para aniquilar las propuestas alternativas es inaceptable. Pero lo es ante todo porque el terrorismo de estado emergió como estrategia para silenciar, aniquilar y destruir. eso no tiene justificación. Kirchner trata de que sea claro que no es posible equilibrar las fuerzas del conflicto en términos políticos porque es irresponsable y particularmente ilegítimo. nuestra versión de los dos demonios sitúa varios actores por fuera de la esfera del choque. Uno de ellos es el estado. aparecen entonces los paramilitares, el estado y la guerrilla como tres actores que se enfrentan de manera violenta. nosotros, de plano, cuestionamos la idea de los dos demonios y, en ese orden de ideas, entendemos que la acción del estado y de los paramilitares no es radicalmente diferenciable. Pero yendo más allá, tenemos la certeza de que hablar desde esa interpretación del pasado significa salvar las responsabilidades del paramilitarismo mismo, es decir, de aquellos que actualmente están siendo juzgados. Siendo esa una intención que ha buscado silenciar nuestros gritos, nuestra vida, nuestra historia, ahora nos paramos para exigir que eso nunca más vuelva a pasar.
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21 Diario La Nación, viernes 19 de mayo de 2006.
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referencias
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Resumen
En este trabajo me propongo
Abstract
I want to compare the perspective
discutir la perspectiva de la memoria como
of memory as a resistance against oblivion and
resistencia al olvido y recuperación del pasado,
recovery of the past to the narrative standpoint
cotejándola con el enfoque narrativo y sus
and their relativist consequences. My objective
consecuencias relativistas, con el fin de mostrar
is to show that “objectivist” and “relativist”
cómo ambas posiciones fallan al no poder dar
perspectives cannot understand the social
cuenta analíticamente de las formas sociales de
experiences of the past as social processes.
experimentación del pasado. Pretendo señalar
Instead of memory as a normative or an
la importancia crucial de analizar la memoria
exceptional phenomenon, or as a discursive
colectiva como parte de los procesos sociales,
realm, I aim to understand it as an indispensable
como constitutiva de las prácticas sociales
part of social processes, a constituent aspect of
contextualizadas, en lugar de las aproximaciones
social practices in specific contexts.
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puramente normativas –para las cuales es un fenómeno de excepción– o de aquellas que la reducen a una mera manifestación discursiva. Palabr as clave :
Key words:
Memoria social, resistencia al
Social Memory, Oblivion, Past Recovery,
olvido, recuperación del pasado,
Narrative, Temporality, Social Experience, Cocial
narrativa, temporalidad, experiencia
Anthropology.
social, antropología social.
a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 49 -74 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : f e b r e r o d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 7
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E
ntre el viernes 28 y el domingo 30 de agosto de 1992 fueron celebradas las Primeras Jornadas-Encuentro del Servicio de Psicopatología del Policlínico de Lanús-35 Años, acto que tenía por objetivo conmemorar la creación del Lanús3, el más célebre de los servicios de psiquiatría4 en hospitales generales del país, al mismo tiempo que homenajear a quien lo fundara en 1956 y fuera su jefe hasta 1972, Mauricio Goldenberg5. Desde el retorno
1 Una versión anterior de este trabajo fue publicada en la revista Entrepasados. Revista de Historia. Año xiii, No. 26, pp. 127-145, 2004, con el título “Entre lo evidentemente sucedido y lo posiblemente experimentado: para una reconciliación entre historia, memoria social y análisis narrativo”. 2 Profesor adjunto regular, Departamento de Ciencias Antropológicas, uba. Profesor en la Maestría en Antropología Social, ides/idaes-unsam. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Conicet. Centro de Antropología Social, Instituto de Desarrollo Económico y Social, ides. 3 El Lanús es el término nativo empleado para designar al Servicio y no al hospital al que pertenecía, y refiere metonímicamente a la zona geográfica en la que está ubicado, el partido de Lanús. Se trata de una denominación consuetudinaria, distinta a los nombres reconocidos por el Estado para designar al hospital: Servicio de Psicopatología y Neurología del Policlínico denominado “Doctor Gregorio Aráoz Alfaro” entre 1956 y 1973, y 1976 y 1987; o, en otras circunstancias –como en la actualidad–, el Hospital Interzonal de Agudos “Evita”, entre 1952 y 1955, 1973 y 1976 y 1987 al presente. 4 A veces denominado también de psicopatología y neurología o salud mental. 5 Nacido en Buenos Aires en 1916, Goldenberg estudió medicina a comienzos de los de los años cuarenta –Universidad de Buenos Aires–, especializándose en psiquiatría. Sus prácticas médicas las llevó a cabo en el Hospicio de las Mercedes –actualmente el Hospital Neuropsiquiátrico Borda–, formándose al lado de figuras como Gonzalo Bosh, un influyente psiquiatra en los años treinta y cuarenta; Carlos Pereyra, jefe del Servicio, quien lo inició en la psiquiatría fenomenológica francesa; Eduardo Krapf, psiquiatra alemán, discípulo de Oswald Bumke en Berlín, y que había terminado su formación como didáctico en la Asociación Psicoanalítica Argentina, apa, y que lo introdujo en el psicoanálisis; y Enrique Pichon Rivière, uno de los miembros fundadores de la apa en 1942. Hasta su llegada a la jefatura del servicio del Lanús, Goldenberg había publicado libros y artículos sobre temáticas diversas, tales como la inmigración, el alcoholismo, la epilepsia y la técnica de la lobotomía.
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democrático en 1983, el Lanús ha sido evocado por ex profesionales del servicio –médicos psiquiatras, psicólogos, una gran parte de ellos autodenominados “psicoanalistas”– como un caso ejemplar para América Latina y el mundo, basándose en auténticos logros y en un prestigio nacional e internacional obtenido desde los años sesenta; entre ellos, la implementación de psicoterapias inspiradas en el psicoanálisis, el desarrollo de las terapias grupales y breves, la aplicación de los últimos descubrimientos psicofarmacológicos, la realización de intensos programas de actualización profesional, la formación de postgrado en psiquiatría e investigación en diferentes áreas, y el desarrollo pionero en América Latina de modelos alternativos como el Hospital de Día y la psiquiatría comunitaria. El Lanús se ha convertido en una presencia frecuente, ya sea en testimonios u homenajes, placas recordatorias, relatos de experiencia, actos conmemorativos, referencias expertas en textos, clases y eventos profesionales. Restaurada la democracia en 1983, las experiencias sobre el Lanús cobraron inusitada actualidad, y Goldenberg y muchos de quienes habían sido sus discípulos y más estrechos colaboradores pasaron a ocupar cargos importantes en el área de salud mental en el Gobierno Nacional y en el de la por entonces Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires –hoy, ciudad autónoma–: los planes, explícita o implícitamente, invocaban al Lanús como el modelo inspirador de las urgentes reformas que el área demandaba en el plano de la organización institucional y terapéutica. A menudo, el Lanús y Goldenberg eran objeto de artículos periodísticos en secciones especializadas o columnas de opinión. En todas estas instancias, el Lanús era evocado como una “ideología” dentro de la salud mental en Argentina, que se presentaba como la antítesis de lo manicomial, a la vez que ponderaba ciertos valores que operaban simultáneamente en los campos psiquiátrico y político, ya que asociaban lo represivo y autoritario del manicomio con los regímenes dictatoriales –particularmente, con la última dictadura militar, autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional”, prn, entre 1976 y 19836–, diferenciándolo de la democracia, el pluralismo y el
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En las décadas del cincuenta y sesenta fue varias veces convocado como funcionario en el área de salud mental. Permaneció en la jefatura del Servicio por él creado hasta 1972, cuando se marchó junto con algunos colaboradores a un hospital privado, el Hospital Italiano, para dirigir un nuevo Servicio de Psiquiatría hasta 1976, cuando se exilió en Caracas, Venezuela, luego del golpe militar. Con posterioridad, Goldenberg se desempeñó como colaborador de la Organización Mundial de la Salud, oms, y asesoró en su especialidad al presidente Raúl Alfonsín en 1983, con el retorno democrático. Actualmente, reside en Washington. 6 Como lo ha señalado Robben, “… el régimen militar de la Argentina entre 1976 y 1983 ha sido descrito con una serie confusa de nombres, cada uno de los cuales deja traslucir diferentes causas, condiciones y consecuencias imputadas. Los militares han usado términos tales como ‘guerra sucia’, ‘guerra antirrevolucionaria’, ‘lucha contra la subversión’, y ‘Proceso de Reorganización Nacional’. Los grupos de derechos humanos hablan de ‘terrorismo de Estado’, ‘represión’ y ‘dictadura militar’. Las ex organizaciones revolucionarias emplean términos usados por los grupos de Derechos Humanos, pero también hablan de ‘guerra civil’, ‘guerra de libe-
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humanismo que suelen estar asociados al Lanús (Goldenberg et ál., 1966) y al nuevo régimen político en la Argentina desde 1983. Durante el curso de la mencionada conmemoración, los protagonistas de la experiencia lanusina hicieron uso explícito del término “memoria” para referirse a sus recuerdos del Lanús. Una de las ponencias escritas especialmente con motivo del acto se titulaba simplemente “Memoria”, y estaba escrita por el sucesor de Goldenberg en la jefatura de la institución en 1972, Valentín Barenblit, junto a otro médico, Víctor Korman. Hacia el final, el trabajo explicaba el sentido de su título: “Quisimos sumarnos a este homenaje colectivo a nuestro Maestro7 y al festejo del treinta y cinco aniversario del Servicio8 [sic] con un acto de memoria” (Barenblit y Korman, 1992: 16, énfasis mío). Hasta su conclusión, el texto constaba de ocho párrafos, todos los cuales eran iniciados con la palabra “memoria”: memoria del Lanús como resistencia al olvido de una institución comprometida; memoria para confrontar el pasado con el presente; memoria para el futuro; memoria de quienes no estaban entre los presentes; memoria de quienes partieron al exilio; memoria de los que se quedaron; memoria contra la impunidad; memoria para que se reanimen viejos proyectos… El recurso de la repetición cumplía el principal cometido: la resistencia al olvido. Otros trabajos, haciendo un uso explícito o implícito del vocablo “memoria”, tenían el mismo propósito: “Sobre las huellas de la enseñanza de Goldenberg”, “Memoria histórica y salud mental”, “Algo para recordar”, “La pesadilla de la historia”, “Mis recuerdos”, “Tres recuerdos”, “Memorias del Lanús”, “Recuerdo sobre el trabajo y trabajo sobre los recuerdos”, “Palabras sobre el silencio”. Estos profesionales consideraban que su paso por la institución –hubiese sido de diez años o de diez meses– había constituido un hito insoslayable no sólo en sus carreras profesionales, sino en todas sus vidas. Haber estado en el Lanús les había dejado impresa una “marca” o “huella” imaginarias, que les había permitido formar parte de un grupo mayor. Y para reafirmar su pertenencia –al modo de la ads-
ración’ y ‘lucha antiimperialista’. Tanto en el caso de que la violencia de los años setenta sea descrita con el término de ‘guerra antirrevolucionaria’, ‘guerra civil’ o ‘terrorismo de Estado’, resulta importante para estos grupos porque cada designación implica un juicio histórico y moral diferente que puede transformar patriotas en opresores, víctimas en ideólogos, y héroes en subversivos” (1999: 139, traducción libre). Aquí empleo preferentemente el término “Proceso de Reorganización Nacional”, entre comillas, o más a menudo abreviado prn, para designar el modo nativo de autodefinición del gobierno militar asumido en 1976. Cuando aludo a las características de dicho régimen, no dudo en acudir a la noción de “terrorismo de Estado”, pues entiendo que el mismo no sólo constituye un uso local sino que permite aprehender una realidad que trasciende las interpretaciones singulares. 7 En Goldenberg se ha reconocido su autoridad como jefe eterno del Lanús; al líder carismático, mediador de conflictos, con la capacidad para amalgamar las posturas más contrapuestas; y el maestro formador de generaciones tanto en los aspectos profesionales como humanos. 8 En realidad, eran treinta y seis años.
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cripción incondicional a un club de fútbol–, sostenían llevar puesta una “camiseta inmaterial”, la camiseta del Lanús. Esto significaba que en su cometido por “hacer memoria” estaba implicada su identidad; identidad no sólo asociada al vínculo con el espacio hospitalario o la práctica profesional –por ejemplo, del psicoanálisis–, sino también a la política nacional. En efecto, el Servicio se ubicó prontamente en un lugar significativo dentro del campo de la salud pública y la psiquiatría argentinas, al punto que diez años después la conducción del mismo podía escribir triunfalmente su breve historia, incluyéndola en el contexto más amplio de los problemas del campo psiquiátrico y la salud pública en el país, inexorablemente atravesados por los procesos políticos; se trataba de un relato que representaba la historia del Lanús como una gesta iniciada en el humilde y pequeño Servicio de un hospital en las afueras de la ciudad de Buenos Aires, y que concluyera en la creación de una institución mayor y compleja emergida tras la lucha por desterrar los prejuicios de la medicina –con la que compartió el espacio hospitalario– respecto de la psiquiatría. Este pasado brillante, legendario y heroico –a menudo calificado como una Edad de Oro– se habría extendido hasta 1976, cuando fue truncado por el prn. Expulsiones, persecuciones, secuestros, desapariciones y represión hicieron que el Lanús pasase a formar parte de la lista de personas e instituciones que habían sufrido de modo directo o indirecto las consecuencias del terrorismo de Estado9. Quienes organizaron el acto conmemorativo del Lanús albergaban dos temores: en primer término, que las nuevas generaciones no conociesen “el pasado de la institución” y “las ideas” forjadas en la misma en torno a la atención de las enfermedades mentales, cayendo en el “olvido”; en segundo término, que no se transmitiese “la verdad” sobre dicho pasado, dando lugar a otras versiones bien o malintencionadas, pero equivocadas. Por ende, se impusieron la tarea de “comunicar el pasado” y “las ideas” del Lanús, como medio para garantizar su “transmisión y vigencia en el presente”. Dicha tarea era posible, ya que ellos habían sido los protagonistas directos de ese pasado: “… sólo ellos podían impedir el olvido transmitiendo la verdad”. Suponían que:
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1. El pasado se funda en la experiencia de realidades acontecidas, transformadas en recuerdos personales y colectivos; como, por diferentes razones, estos recuerdos pueden perderse, es decir, olvidarse, es imprescindible fijarlos a través de expresiones orales y escritas de carácter público. 2. Dado que el pasado se basa en experiencias de hechos realmente ocurridos, no cualquier pasado es igualmente válido.
9 Para la historia del Lanús y la producción de diferentes versiones en conflicto de su pasado, véase Visacovsky (2002).
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3. Hacer memoria de este pasado constituía un modo de hacer justicia.
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El lector argentino encontrará poco de sorprendente en esta concepción de la memoria; efectivamente, los participantes de la conmemoración de 1992 compartían la noción dominante de la “memoria” en la Argentina después de 1983, en tanto un concepto de uso estrictamente político, inexorablemente ligado a las prácticas de los organismos de derechos humanos tendientes a reclamar justicia frente a los crímenes perpetrados por el terrorismo de Estado entre 1976 y 1983. “Memoria” aquí significaba, pues, no “olvido y justicia”10, y en esta lógica se inscribían los recuerdos del Lanús. Por tal razón, su negativa a entregarse a la seducción de aceptar todo pasado como igualmente válido constituía un valor ético capital (Todorov, 2002; Yerushalmi, 1996). Sin embargo, esta autoexigencia ético-política de los participantes del acto conmemorativo de 1992 se vio comprometida, debido a que no todo el pasado del Lanús era públicamente expuesto. Sólo un ejemplo: en 1967, durante el gobierno militar de la autodenominada “Revolución Argentina”11, el secretario de Salud Pública de la entonces Municipalidad de Buenos Aires, Carlos García Díaz, convocó a Goldenberg como jefe del Departamento de Salud Mental. Goldenberg y un equipo de colaboradores llevaron a cabo importantes cambios en la estructura y funcionamiento de la atención –como la creación de servicios de psicopatología en hospitales generales y centros de salud mental–. Pero en 1968, Goldenberg debió renunciar como miembro de la recién creada Federación Argentina de Psiquiatras, tras invitar al director del Instituto Nacional de Salud Mental, el coronel médico (re) Julio Ricardo Estévez, a una conferencia en la ciudad de Mar del Plata, de cuya comisión organizadora era presidente (Asociación de Psiquiatras de la Capital Federal, 1969: 2-3). Aun cuando la convocatoria de Goldenberg por el gobierno militar podría obedecer a que era considerado un “especialista” ideológicamente neutral, su figura no podía escapar a los cuestionamientos de un campo cada vez más politizado. No obstante, en un documento especialmente escrito para la conmemoración de 1992, dos colaboradores de aquella gestión de Goldenberg rememoraron su gestión en la 10 Los actos públicos de los grupos de derechos humanos son concebidos como una forma de resistencia, cuyo propósito es impedir que el pasado se olvide (Roniger y Sznajder, 1998). Este mismo modelo es el que siguieron organizaciones surgidas también a partir de hechos de violencia social que permanecen impunes, tales como Memoria Activa, la asociación formada por familiares de las víctimas del atentado que destruyó la Asociación Mutual Israelita Argentina, amia, en 1994, que costara la vida a ochenta y seis personas. Incluso, el término es utilizado en las manifestaciones en las que se reclama justicia por jóvenes víctimas de la represión policial o por asesinatos comunes que permanecen impunes durante las décadas de los años ochenta y noventa (Jelin, 1995, 2000). 11 El 28 de junio de 1966 una junta militar encabezada por el teniente general Juan Carlos Onganía había derrocado al presidente radical Arturo Humberto Illia.
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ciudad de Buenos Aires, pero en ningún momento podían situar el hecho en el correspondiente contexto del gobierno de facto de Onganía, y sí podían calificar su papel en tanto funcionarios como una “cuasi utopía”, debido a las importantes reformas en el sistema de atención psiquiátrica realizadas en la ciudad de Buenos Aires (Vidal y Gili, 1992). Soy conciente de que todo esto dista de resultar una novedad; si en algo han insistido los estudios sobre memoria social es en el carácter actual y selectivo de los recuerdos, y en la variabilidad interpretativa de lo recordado12. La mayoría de los autores declaran poseer una plena conciencia respecto a que toda memoria resulta de un proceso activo de aprehensión del pasado desde el presente: ordenar los eventos de un determinado modo y no de otro; evaluarlos y conferirles un valor; suprimir –conciente o inconcientemente– acontecimientos o aspectos de ellos, dirimiendo qué es significativo y qué no lo es; dar razones por las cuales hacer los pasados creíbles; en fin, prueban la existencia de una actividad, de una elaboración de los agentes respecto al pasado. Lo que sí puede resultar extraño es cómo muchos trabajos han podido conjugar esta convicción sobre la naturaleza de la memoria con la pretensión asumida de recuperar el pasado olvidado, o impedir que lo recordado se olvide. ¿Cómo explicar la “resistencia al olvido”, es decir, la afirmación de una “verdad” respecto al pasado –dicho de otro modo, un presente que permanece fiel al pasado13 y un pasado inalterado por las presiones presentes– si toda memoria es resultado de un proceso de reorganización de las experiencias pasadas en contextos presentes? ¿Cómo algunas memorias se impondrían privilegiadamente a los procesos de actualización? Esta es la razón por la cual la conmemoración del Lanús resulta altamente significativa: se trata de un caso que permite ver de cerca el esfuerzo llevado a cabo por un conjunto de actores por resolver las paradojas a las que eran conducidos en su pretensión de conciliar, precisamente, la convicción de recordar para no olvidar con “las condiciones de elaboración de las experiencias pasadas que imponía el presente”. Y, como valor agregado, este desafío era acometi-
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12 En efecto, los estudios contemporáneos han mostrado que el pasado constituye un recurso manipulable, ya que la justificación del presente en el pasado demanda una interpretación activa del pasado desde el presente. El pasado, así, se transforma en algo flexible, maleable: un mismo acontecimiento puede ser recordado de modo diferente, tan sólo destacando u omitiendo determinados aspectos del mismo. Aun más, si el pasado puede ser modificado, puede contribuir a generar transformaciones sociales en el presente. Por consiguiente, en toda sociedad pueden coexistir en relaciones de desigualdad y disputa, varias versiones del pasado vinculadas a la conservación o la modificación del presente (Valeri, 1990). 13 Durkheim había ya destacado que toda recordación colectiva tenía por objeto hacer que la comunidad permaneciese fiel al pasado –pues de éste provenía su legitimidad–, bajo el riesgo en su defecto de la disolución del orden social (Durkheim, 1995). Nótese que si el pasado era concebido como algo inmutable, la fidelidad al mismo no podía sino tener como corolario la inmutabilidad también del presente.
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do por miembros de los sectores sociales medios, profesionales, autodefinidos como “progresistas”, que padecieron de modo directo o indirecto las atrocidades del prn, y de los cuales ha salido la enorme mayoría de los especialistas que se han ocupado de la memoria colectiva en la Argentina, y que a menudo han apelado a esta concepción nativa de la memoria como dispositivo analítico de sus estudios. En este trabajo me propongo discutir esta perspectiva de la memoria como resistencia al olvido y recuperación del pasado, cotejándola con el enfoque narrativo y sus consecuencias relativistas, con el fin de mostrar cómo ambas posiciones fallan al no poder dar cuenta analíticamente de las formas sociales de experimentación del pasado. Quiero señalar la importancia crucial de analizar la memoria colectiva como parte de los procesos sociales, como constitutiva de las prácticas sociales contextualizadas, en lugar de las aproximaciones puramente normativas –para las cuales es fenómeno de excepción– o de aquellas que la reducen a una mera manifestación discursiva.
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Ver da d h istór ica, v er da d polít ica La concepción de la memoria como resistencia al olvido ya está presuponiendo toda memoria como intrínsecamente selectiva: si se resiste al olvido es porque algunas memorias –o más exactamente desde esta concepción, no-memorias– han sucumbido al imperio del olvido14. Si la memoria es siempre memoria sobre algo, y este algo lo constituyen los objetos de recuerdo, esto es, eventos pasados que se tienen por efectivamente sucedidos, respecto a los cuales los agentes han tenido experiencias directas o indirectas, es posible hablar de ella metafóricamente como una suerte de archivo o depósito cuya información puede ser destruida parcial o totalmente –y, por lo tanto, “olvidarse”–, pero que también puede ser recuperada15. Sobre esta base, algunos han sostenido que, siendo la memoria intrínsecamente selectiva, corresponde al historiador someterla al mismo tipo de crítica que usualmente emplea con todo documento, antes de que el mismo pueda llegar a ser una fuente; este es el caso de una de las formas usuales en que se presenta la memoria al investigador: los relatos orales sobre el pasado, que deben atravesar una serie de pruebas antes de convertirse en fuentes confiables.
14 En un sentido semejante, el “terror al olvido” al que refiere Yerushalmi (1996) para comprender la singularidad de la memoria judía. 15 Para el caso de la memoria psicológica o individual, esta concepción ha sido cuestionada, entre otros, por el psicólogo cognitivo Jerome Bruner y el sociolingüista James Paul Gee, quienes discutieron la pertinencia del uso de metáforas tales como la computadora o la cámara fotográfica para entender la mente humana (Bruner, 1990; Gee, 1991). En el caso de la memoria social o colectiva, véase Portelli (1991).
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Quienes proceden de este modo entienden que estos productos suministran un medio complementario –nunca sustitutivo– de los documentos escritos; por lo tanto, su propósito es ampliar los medios para los vacíos temporales que ofrece el pasado (Joutard, 1986; Lummis, 1988). Las actividades interpretativas de aprehensión del pasado –expresión de procesos psíquicos, culturales o sociales– serían no negadas, pero sí vistas como una molestia desde el punto de vista de la reconstrucción historiográfica. El modo de superar las mismas radicaría, pues, en la actitud crítica de la ciencia16. La emergencia de la historiografía como disciplina ha impuesto una percepción universalista del pasado: “historia” es, desde esta perspectiva, un pasado verdadero, fundado en evidencias organizadas de acuerdo a un principio de clasificación lineal y progresivo de la temporalidad (Chapman, Mc Donald y Tonkin, 1989; Guber, 1994; Leach, 1971; Munn, 1992; Rutz, 1992). Esto implica el conocimiento de los fenómenos en su autenticidad, trascendiendo las distorsiones existentes en la tradición oral de los pueblos y, aun, en ciertos documentos escritos que barnizaban la verdad con capas de prejuicios, intereses e ideologías –tales como los textos religiosos–. De ahí que la historiografía debía ser, ante todo, una disciplina crítica, puesto que la verdad pasada no podía ser alcanzada si no se realizaba un minucioso examen de las fuentes17 de acceso al pasado. La tarea de la historia aparecía así como un método capaz de construir la memoria correcta de la humanidad y, por ende, el medio más eficaz para “resistir” al olvido.
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Aun las teorías más innovadoras sobre la memoria social han partido de un supuesto: la ruptura irremediable entre historia y memoria. De acuerdo con la mayoría de ellas, el conocimiento del pasado fue atravesado por procesos de racionalización y desencantamiento, dando lugar a la historiografía como ciencia en el siglo xix (Le Goff, 1977; Lowenthal, 1985). En virtud de sus éxitos cognoscitivos objetivos y de sus pretensiones autolegitimadoras, expulsó del campo de conocimiento del pasado un sinnúmero de formas narrativas profanas (Hill, 1988; Trouillot, 1995); aquellos modos como el mito, el ritual o la genealogía, ligados a la producción y la reproducción social, quedaron arrinconados en el mundo de las sociedades llamadas “primitivas”, los sectores campesinos o el dominio de las instituciones religiosas; en definitiva, se había producido una ruptura de la relación viviente de los individuos con el pasado (Halbwachs, 1992; Nora, 1989). La consolidación de una
16 Es notable cómo esta posición puede encontrarse en autores que, precisamente, han basado gran parte de sus argumentos en problematizar los límites entre historia y memoria, tales como Le Goff (1977), Nora (1989) y Lowenthal (1985). 17 Le Goff señala el paso en el siglo xix del “monumento al documento”. Mientras que el primero constituía un signo del pasado que podía ser ubicado a partir de objetos arquitectónicos o escultóricos con fines conmemorativos, el segundo se basaba en el principio de la prueba del campo jurídico y legislativo (Le Goff, 1977).
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historia científica demandó así, una des-socialización del acto cognoscitivo mismo, esto es, el ocultamiento de sus condiciones sociales de producción. Desde esta concepción, la reaparición de las formas consideradas “tradicionales” de aprehender el pasado sólo podía interpretarse como una pérdida de la fe en el progreso de la modernidad (Huyssen, 1995), o una restauración impuesta por una voluntad por producir lugares que regeneren el vínculo perdido (Nora, 1989)18.
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Diversos estudios contemporáneos han puesto en tela de juicio las pretensiones de la historiografía como discontinuidad absoluta respecto de otras formas de conocimiento del pasado. Ya Claude Lévi-Strauss había conjeturado que los mitos de las sociedades sin escritura y nuestros relatos históricos tenían muchos puntos en común, si se ponía énfasis no en sus aciertos fácticos sino en sus propiedades sociales19. Estas suposiciones de Lévi-Strauss hallaron confirmación en las investigaciones respecto al papel que habían cumplido algunas historiografías en la conformación de los nuevos Estados nacionales durante el siglo xix. Las historias nacionales constituyeron no sólo proyectos científicos sino, al mismo tiempo, políticos, pues estaban comprometidas con la creación de nuevas identidades colectivas a través de la producción de historias unificadoras del pasado de grupos sociales integrados territorialmente (Connerton, 1989; Hobsbwam y Ranger, 1999; Hutton, 1993; Olick y Robbins, 1998)20. De este modo, los límites entre memoria e historia se tornaron mucho más problemáticos de establecer desde fines del siglo xx21.
18 Es verdad que la historiografía impuso y naturalizó la concepción lineal y progresiva del tiempo por sobre otras, mientras que proporcionó un medio para tornar críticas las versiones del pasado; pero esto no destruyó otras formas de temporalidad, ni postergó la producción de pasados ligados a experiencias colectivas forjadoras de identidades, ni clausuró el papel propiamente social de la producción de imágenes del pasado, incluyendo la historiografía (Olick y Robbins, 1998; Zonabend, 1984). 19 “No estoy muy lejos de pensar que en nuestras sociedades la historia sustituye a la mitología y desempeña la misma función, ya que para las sociedades ágrafas, y que por tanto carecen de archivos, la mitología tiene por finalidad asegurar, con un alto grado de certeza –una certeza completa es obviamente imposible– que el futuro permanecerá fiel al presente y al pasado. Sin embargo, para nosotros el futuro debería ser siempre diferente, y cada vez más diferente del presente, diferencias que en algunos casos dependerán, es claro, de nuestras elecciones de carácter político. Pero a pesar de todo el muro que existe en cierta medida en nuestra mente entre mitología e historia probablemente pueda comenzar a abrirse a través del estudio de historias concebidas ya no en forma separada de la mitología, sino como una continuación de ésta” (Lévi-Strauss, 1986: 65). 20 Pierre Nora, por ejemplo, ubica la historia del desarrollo de la nación como una de las más viejas tradiciones colectivas, un milieu de mémoire: desde la Edad Media hasta los historiadores del siglo xix, basados en la metodología científica, el objetivo fue establecer una memoria verdadera. Nora se propuso catalogar todos los lugares de memoria en la sociedad francesa, organizando el análisis alrededor de tres principios que concibe como capas: la República, la Nación y Les Frances. La condición peculiar del segundo principio, la memorianación, es la pieza clave, puesto que confió en narrativas históricas nacionales para proporcionar continuidad a través de identidad (Nora, 1989). 21 Para Le Goff (1977), la historia en tanto historiografía es la forma moderna y “científica” que asumió la memoria. A su vez, para Lowenthal (1985), los límites entre historia y memoria son oscuros, aunque esta última,
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Una vez introducida la sospecha en torno a la pureza de la disciplina historiográfica, su lectura en tanto instrumento de poder corrió paralela a la revalorización de las versiones profanas, escritas u orales. Si la historiografía constituía una expresión oficial y dominante del pasado, las versiones de aquellos sectores subalternos –trabajadores, mujeres, minorías sexuales, opositores políticos– pasaban a ser “las voces de los que no tuvieron voz”; ellos no sólo podían retener colectivamente acontecimientos silenciados por el poder, sino que sus versiones de eventos reconocidos como reales por la historiografía oficial podían ser muy distintos, como resultado de sus posiciones sociales subordinadas, a sus posibilidades de expresión y reconocimiento en la esfera pública. Al ocuparse de la memoria de estos grupos o sectores, los investigadores no sólo llevarían a cabo una tarea científica, sino a la vez política, ya que contribuirían con o participarían de la resistencia –explícita o implícita– que los mismos mantienen con el poder (Joutard, 1986; Leydesdorff, Passerini y Thompson, 1996; Passerini, 1987; Popular Memory Group, 1982; Portelli, 1991; Thompson, 1988). Extendiendo la célebre frase de Gramsci “todos los hombres son filósofos” a la humanidad entera, ahora todos los hombres serían considerados historiadores, y sus versiones se encontrarían en un pie de igualdad política con la historiografía. No obstante, este enfoque no implicaría renunciar necesariamente, a las pretensiones de validez cognoscitiva de la historia como ciencia; tal vez, las mismas podrían hallarse fuera del campo disciplinario de la historia, albergadas en los recuerdos de los sectores subalternos. La dirección de la investigación quedaría subsumida, de este modo, en un proyecto mayor: el de las luchas por la verdad. Como sostiene Todorov frente a las posturas relativistas de la historia, es insensato afirmar que toda versión del pasado es
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sostiene, se presenta como ineludible y prima facie indudable, y la historia aparece como contingente y empíricamente testeable. No obstante, señala, “historia y memoria son distinguibles menos como tipos de conocimiento que como actitudes hacia el conocimiento” (Lowenthal, 1985: 213, traducción libre). Sin embargo, las diferencias básicas para Lowenthal descansan en su llamativa atribución a la memoria de un carácter individual difícil de compartir con otros –no existiendo para él nada semejante a una “memoria social”–, al contrario de la característica colectiva de la historia. Por su parte, para Nora (1989) la memoria está abierta a la dialéctica del recuerdo y el olvido, siendo ante todo un fenómeno actual al servicio del presente; la historia, por el contrario, es la reconstrucción siempre problemática e incompleta de lo que ya no es, es decir, es una representación del pasado. Esta oposición, sin embargo, es una construcción social, resultado de la emergencia de la modernidad, la cual necesitó generar un extrañamiento respecto del pasado. Para Nora, en la postmodernidad ya no hay una memoria espontánea como en las sociedades tradicionales, sino que es necesario inventarla. Nora nos indica con acierto que una característica del mundo contemporáneo reside en cómo las tradiciones han sido horadadas por la crítica de los agentes, un paso que había sido ya dado por la naciente historiografía en el siglo xix al pretender imponerse sobre las imágenes singulares del pasado. Pero esta caída de los grandes relatos histórico-nacionales no ha asumido el carácter dramático y, sobre todo, universal que Nora pretende, sino que más bien lo que se presenta hoy es un cuadro conflictivo en el que distintos grupos formulan versiones del pasado contrapuestas pero constitutivas de sus identidades.
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equiparable cuando está en juego la justicia22. No obstante, la asociación entre el pasado, la verdad y la justicia circunscribe la agenda de investigación de la memoria social a un modo en que la misma es formulada en ciertas circunstancias sociales del mundo occidental presente, pero en modo alguno agota la variedad de formas posibles en diferentes contextos socioculturales, incluso en la misma sociedad autodenominada “occidental”: es preciso distinguir el ejercicio conmemorativo de su identificación conciente por parte de los agentes con un acto de reparación.
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I n t erpr etación y na r r at i va Muchos especialistas han insistido en la necesidad de disolver toda oposición de la “memoria” con la “historia”, si lo que se pretende es aprehender su especificidad. Por el contrario, tanto la memoria como la historia serían esencialmente interpretativas; no se las debería tratar como referencias a eventos efectivamente sucedidos, sino como construcciones o elaboraciones que expresarían significados. De este modo, el análisis se desplazaría de la adecuación entre lo dicho y lo acontecido a la comunicación de significados mediante el lenguaje (Gee, 1991; Peacock, 1969; Portelli, 1991; Turner, 1969). Más específicamente, se trasladaría a “la narrativa”23, una modalidad del discurso24 relacionada con la aprehensión de las experiencias pasadas (Labov y Waletzky, 1998),
22 “Imagínese en el banquillo de los acusados, inculpado a causa de un crimen que no ha cometido: ¿aceptaría como principio previo que verdad y ficción son equivalentes, o que la ficción es más verdadera que la historia?” (Todorov, 1993: 121). 23 En sentido estricto, la unidad narrativa está constituida por su argumento, esto es, una estructura que puede ser considerada en función de un principio, un desarrollo y un final, donde se despliega un conflicto planteado inicialmente y desarrollado, para concluir con una resolución (Bruner, 1990; Mitchell, 1981; Scholes, 1981). 24 La noción de narrativa no está necesariamente ligada a una concepción discursiva-verbal del mundo social; éste no puede ser reducido al discurso ya que existe, ante todo, como práctica, la cual posee un papel epistemológicamente fundante al englobar la actividad lingüístico-cognitiva (Bakhtin, 1998). Los discursos existen en y a través de prácticas sociales que se despliegan en contextos temporo-espaciales específicos. Los significados lingüísticos cobran vida a través de los usos peculiares que los agentes realizan en dichos contextos, por lo que un estudio del discurso en cualquiera de sus formas no puede escindirse del estudio de las prácticas específicas y los contextos particulares en los cuales han sido producidas. Los usos lingüísticos refieren tanto a los significados “indexicales” producidos en cada contexto de acción, como a las consecuencias materiales sobre los propios cursos de acción sucesivos. Los contextos cotidianos de acción proveen la matriz principal de la organización narrativa de la vida. Todo narrador echa mano de una serie de recursos gramaticales y sintácticos con los que produce un contexto interpretativo del propio relato: puede pasar de un relato de experiencia personal a otro compartido pasando del pronombre personal yo al nosotros; igualmente, puede objetivarlo empleando un estilo impersonal, o actualizar el relato pasando del tiempo verbal pasado simple a un presente vida (Bauman, 1986; Bruner, 1990; Degh, 1995; Garfinkel, 1967; Giddens, 1979; Herstein Smith, 1981; Ochs y Capps, 1996; Stewart, 1983; Young, 1987). Como señalé, estos usos responden a un concepto amplio de lenguaje; la organización secuencial de la experiencia puede estar expresada verbalmente, bajo la forma de un discurso oral o textual; en géneros de performance como el ritual o el teatro (Turner, 1992), o a través de imágenes, tales como mapas de recorridos o trayectos, representaciones pictóricas, gráficas, fotográficas o escultóricas. A este listado pueden añadirse las representaciones musicales instrumentales las cuales, sin embargo,
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un medio a través del cual dichas experiencias son organizadas mediante el establecimiento de relaciones secuenciales entre eventos (Ochs y Capps, 1996)25. El análisis narrativo focalizaría, así, en las subjetividades, ideologías o concepciones culturales que modelan la experiencia sobre el pasado26. Una de sus consecuencias más importantes radica en la relativización de la verdad histórica, que ha conducido en algunos casos a tratar el mismo discurso historiográfico como un género narrativo (White, 1992), lo que lo emparentaría con las formas que adopta la ficción. Históricamente, los enfoques narrativos han permitido importantes avances en los estudios sobre diversas formas de narrativa oral –como los mitos, cuentos y leyendas–, al mostrar cómo las perspectivas centradas en la evaluación fáctica de dichos productos en relación con la historiografía o la ciencia impedían capturar su naturaleza interpretativa. Los enfoques narrativos de la memoria constituyeron, pues, un notable esfuerzo por cambiar la visión sobre la memoria colectiva, vista no ya como el resultado de un gigantesco depósito de experiencias, sino como un producto interpretativo que exigía reglas propias de análisis, tales como el sentido de un determinado orden secuencial, el tipo de recursos lingüísticos o las peculiares categorías de clasificación de los eventos. Esta perspectiva ha resultado productiva en el caso de los relatos señalados, debido a que los mismos poco tenían que decir respecto a la realidad –en particular, a la realidad de los investigadores–, pero ¿podría este enfoque tolerar su aplicación a la experiencia de eventos efectivamente sucedidos27? Si el conocimiento del pasado es necesariamente interpretativo y actual, expresado en una serie de versiones narrativas, ¿cómo podría ser recuperada una idea de realidad pasada que no fuese ella misma una versión narrativa? Aun más, ¿qué sentido tendría entonces la idea de experiencia del pasado y, en definitiva, el
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necesitan de otros medios expresivos cuando posee pretensiones descriptivas o evocativas; y el cine sonoro, un ejemplo de combinación de medios expresivos: verbales, prácticos, visuales, sonoros, etcétera. 25 De acuerdo a la célebre definición de Labov y Waletzky, la narrativa es “… un método para recapitular la experiencia pasada, ligando una secuencia verbal de oraciones a la secuencia de eventos acaecidos realmente” (1998: 12, traducción libre). Algunos han problematizado la especificidad del discurso narrativo; por ejemplo, Herstein Smith (1981) sostiene que la narrativa como género es inespecífico, y que no existe forma de diferenciarla de simples descripciones; por su parte, Scholes (1981: 205, traducción libre) asegura que “enumerar las partes de un automóvil no es narrarlas”, puesto que sólo se puede narrar un evento, es decir, la relación entre una cosa y el tiempo. 26 Toda narrativa posee dos dimensiones analíticas: a) la secuencia misma, u orden diacrónico, y b) el marco de categorías culturales, como las nociones de espacio, tiempo, persona, causa, etcétera, que funcionan como ordenadores de las secuencias de eventos, u orden sincrónico. 27 Soy conciente de la problematicidad de la expresión “auténticamente sucedido”; en todo caso, quiero aludir con ella a la posibilidad cognitiva en torno a aspectos básicos de los fenómenos experimentados que, bajo ciertas condiciones, no admitirían controversias –por ejemplo, desplazamientos individuales o colectivos desde un lugar a otro–, independientemente de su sentido.
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conocimiento del mismo bajo cualquier forma? Y al ser la memoria desplazada de una matriz cognitiva a otra lingüística, ¿cómo podría sostenerse la existencia de olvidos? La problemática instalada en torno al olvido como inherente al recuerdo desaparecería, porque si toda expresión sobre el pasado no sería sino una versión narrativa posible, ¿cómo conferirle a una y sólo una de las versiones atributos privilegiados de realidad y verdad que le permitan a un observador establecer lo olvidado en las restantes versiones? L a e x per i enci a del pa sa do como const it u t i va de l os proc esos soci a l es
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Una evaluación rápida de las dos posiciones comentadas arrojaría como saldo que cada una posee ventajas y desventajas, lo cual supondría que la solución residiría en la unificación compensatoria de los enfoques en cuestión. Para la primera, la realidad –los eventos que conforman los procesos históricos– es algo externo a los agentes cognoscentes: aquí, el discurso narrativo refiere a la realidad, no la crea. Para la segunda, la realidad está constituida por el discurso narrativo mismo en tanto acto significativo, siendo la realidad aquello que el discurso narrativo delimita como tal. De tal modo, mientras el primer camino conduce fundamentalmente a estudios orientados a la crítica de los medios de acceso al conocimiento del pasado real, el segundo lleva a análisis discursivos. Sin embargo, ambas perspectivas adolecen de una misma dificultad: son sociológicamente débiles al separar los procesos sociohistóricos de las elaboraciones significativas, en lugar de entender a estas últimas como constitutivas de los mencionados procesos, puesto que las experiencias y elaboraciones significativas de los agentes son una precondición de las experiencias y elaboraciones sucesivas. Para decirlo de otro modo: carecen de una teoría que permita explicar cómo se produce el pasado en su doble dimensión de prácticas en proceso e interpretaciones narrativas sobre el mismo. Ciertamente, las narrativas no son meras ilustraciones de procesos generales, ni textos analizados sólo en función de sus propiedades gramaticales y semióticas: es indispensable centrarse en sus formas de producción histórico-social (Trouillot, 1995). Una perspectiva de la memoria colectiva como proceso social demanda entender su eficacia en la producción y reproducción social en el presente. El auténtico problema es cómo la experiencia de los eventos pasados es producida por y constitutiva de las prácticas sociales. El proyecto de formulación de una teoría de la producción social de la experiencia de los eventos pasados es inseparable de una teoría de la acción social. La memoria, pues, no es un resabio precientífico de las sociedades tradicionales, ni una expresión de la crisis de la modernidad, ni un fenómeno excepcional sólo emergente de situaciones sociales especiales: es un proceso inherente a la existencia misma de los conjuntos
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sociales. En otros términos, el pasado es relevante socialmente porque constituye una fuerza viva, que proporciona fundamentos a las pretensiones de identidad, legitimidad y conflicto en las condiciones presentes. Circunscribo la memoria social a las formas de producción social de interpretaciones públicas del pasado para constituir socialmente el presente. La distingo de todos aquellos procesos de recuerdo individual en los que se conjugan mecanismos cognitivos e intrapsíquicos28. El abordaje de las formas de producción social del pasado involucra dos aspectos básicos: los procedimientos interpretativos y sus condiciones sociales de producción y uso. Diferentes autores han remarcado la diversidad de formas que pueden adquirir las interpretaciones del pasado, no sólo entre sociedades que poseen opuestas nociones de temporalidad, sino dentro de las sociedades llamadas “post-industriales”; los grupos sociales pueden aducir, además, diferentes criterios de evidencia, autoridad y validez para generar sus versiones. Las concepciones colectivas de temporalidad, evidencia, autoridad y validez constituyen los recursos interpretativos mediante los cuales se producen “interpretaciones actuales del pasado” (Burke, 1989; Douglas, 1986; Guber, 1996; Hill, 1988; Küchler y Melion, 1991; Porter Benson, Brier y Rosenzwig, 1986; Wright, 1985). A través de estos actos interpretativos, se seleccionan eventos y se postulan secuencias a las cuales, a su vez, se les atribuyen valores que las tornan –o no– plausibles (Peel, 1984). La selección de eventos no es sólo una operación intelectual que permanece en el reino de las ideas: frecuentemente se materializa en la delimitación de espacios o en la conservación de restos o reliquias, todos los cuales requieren de dispositivos prácticos mediante los cuales los eventos pasados sean tornados significativos para el presente. La creación de secuencias de eventos o narrativas sobre el pasado se funda en narrativas anteriores que operan como esquemas de interpretación a priori, narrativas maestras o paradigmas (Sahlins, 1988; Valeri, 1990). Esta función es posible debido a que, para los agentes, el pasado guarda una conexión analógica con el presente, con el fin de asegurar una continuidad que lo legitime. Estas operaciones actualizan el pasado y desafían su reproducción estereotípica al producir nuevas versiones emergentes de condiciones contextuales específicas. Dirigir la atención a los contextos sociales en los que el pasado es generado mediante su interpretación, implica conectar el estudio de las narrativas con sus formas de producción y uso por agentes en circunstancias concretas.
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28 Autores como Jerome Bruner (1990) rechazan la posibilidad de pensar en mecanismos autónomos de memorización que no sean, al mismo tiempo, sociales.
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Desde este punto de vista, las interpretaciones del pasado son inseparables de las prácticas y los procesos sociales reales. Por lo tanto, los agentes producen las interpretaciones sobre el pasado desde sus posiciones relativas dentro de un campo con la finalidad de reforzarlas, mejorarlas o disputarlas: el interés por el pasado es un asunto de poder. De tal modo, las interpretaciones del pasado contribuyen a la definición de identidades, confiriéndoles prestigio y autoridad. La supeditación de los procesos de interpretación del pasado a los intereses del presente explica, en primera instancia, los silencios, olvidos e interpretaciones contrapuestas. El problema principal de la producción de la memoria social radica en cómo diseñar interpretaciones del pasado que sirvan a los intereses presentes siendo, al mismo tiempo, plausibles dadas ciertas reglas de admisibilidad colectivas (Appadurai, 1981). En otras palabras, la fe en las versiones depende de estas reglas o marcos de plausibilidad pública; por lo tanto, los agentes deben no sólo postular interpretaciones que sirvan a sus intereses presentes, sino también hacerlas admisibles. Ilustremos estas cuestiones volviendo a la conmemoración de 1992. Habíamos mostrado cómo se conjugaban en la escena conmemorativa las pretensiones oficiales de los organizadores por “hacer justicia al Lanús” a través del ejercicio de su memoria, con notorios silencios respecto al desempeño de funciones públicas por parte de Goldenberg entre 1967 y 1968, durante el gobierno de facto del general Onganía. Si bien, en primera instancia, esta puntualización parece un cuestionamiento a aquellos participantes de la conmemoración que conocían tal evento –pero mantuvieron sobre el mismo silencio–, no se trata tan sólo de oponer nuestras versiones a las versiones nativas con pretensiones de denuncia o corrección. Lo que importa es entender cómo ha llegado a ser posible que sean expresadas y admitidas. Con posterioridad a 1983, y durante los años 1990, el marco de plausibilidad público en la Argentina se fundó en la distinción entre filiaciones democráticas y autoritarias (Cavarozzi, 1983, 1997). Una institución como el Lanús, que había sido objeto de la furia represiva por parte del terrorismo de Estado entre 1976 y 1983, quedaba filiada desde 1983 con la democracia. Ésta fue la interpretación de las generaciones que habían abandonado el servicio tras el golpe militar de 1976; sin embargo, su sustentación dependió del silenciamiento de varios aspectos de su pasado que podían afectar su pretensión de pureza democrática. Estos aspectos silenciados no sólo radicaban en el desempeño de Goldenberg en la autodenominada “Revolución Argentina” y el conflicto con la Federación Argentina de Psiquiatras; desde una perspectiva fragmentada y cíclica del pasado del Lanús –que expresaba las discontinuidades del sistema político argentino–; también se omitía su filiación de origen con el gobierno emergido del golpe militar de 1955, puesto que en 1983 lo instalaba como un incómodo eslabón en la cade-
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na filiatoria autoritaria. Esta selectividad obedecía a los cambios señalados en los marcos de admisibilidad pública, y a la necesidad de resolver las paradojas a las que podía conducir la reinserción del Lanús en la genealogía democrática, algo innecesario entre 1956 y 1966, ya que su origen en el marco institucional de la autodenominada “Revolución Libertadora” constituía de por sí un atributo democrático. Como vemos, la filiación del Lanús con la democracia no era nueva, y databa seguramente del primer decenio –1956-1966–, cuando el servicio construyó una versión oficial de su pasado para fortalecer su ya significativo prestigio; en realidad, se trataba de aquello que Goldenberg y sus primeros discípulos definieron como “ideología del Servicio”, la cual se anclaba en … una relación interpersonal no discriminatoria por prejuicios raciales, políticos, religiosos, etc., y por la tolerancia y respeto hacia las distintas orientaciones teóricas individuales, permitiendo una coexistencia doctrinaria, el intercambio y la colaboración (Goldenberg et ál., 1966: 82).
Resulta imposible comprender cabalmente esta definición si no es vinculada a un contexto postperonista, en donde gran parte de los sectores medios autodenominados “progresistas” estaban profundamente sensibles ante las exclusiones y discriminaciones sufridas por ellos durante el peronismo. Los agentes dispusieron de estas categorías organizadoras de sus experiencias, que obraron como precondiciones que guiaron sus esfuerzos interpretativos ulteriores. Así, en la mencionada declaración de pluralismo holista podía buscarse la apoyatura para redefinir al Lanús como democrático no ya en 1956 o 1966, sino en 1983 o, más exactamente, en 1992, cuando aquellos que se habían desempeñado en el servicio hasta mediados de los años setenta, hacía mucho tiempo que habían cortado sus vínculos con el Lanús físico, real29. Si la reacción de la Federación Argentina de Psiquiatras constituye una muy buena muestra de cómo los atributos que hicieron de Goldenberg una figura incuestionada en 1956 habían variado, el silencio respecto al episodio en 1992 expresa la ardua tarea por reubicar a Goldenberg como cabeza de una genealogía “progresista y democrática” en el campo psiquiátrico y psicoanalítico. Este esfuerzo, no obstante, no
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29 Un aspecto no menos revelador fue el de comunicar la tradición del Lanús bajo la forma de piezas de oratoria en el contexto ritualizado de la conmemoración, lo cual resultaba de capital importancia para obtener el consenso del público. Como lo ha mostrado Bloch, la oratoria constituye una forma de control social; debido a su mayor formalización con respecto a las formas de comunicación cotidianas, representa un código restringido a través del cual se pretende ofrecer el modo en que los ancestros hablaron. Mantener la tradición supone, así, la construcción de un tipo de autoridad especial, la “autoridad tradicional”, basada en la apelación al pasado (Bloch, 1989). En el caso de la conmemoración de 1992, sucedió algo peculiar: los oradores eran al mismo tiempo los ancestros, por lo que sus discursos no interpretaban, sino eran la tradición del Lanús viva.
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tenía por mero objeto el mundo de las ideas: resultaba crucial para los fines de definir, catalogar, distinguir psiquiatras y psicoanalistas democráticos y progresistas aceptables de aquellos que no lo eran; es decir, las prácticas de elaboración del pasado del Lanús bajo la presión de nuevos marcos de admisibilidad pública estaban profundamente asociadas a las disputas de legitimidad en los campos psiquiátrico y psicoanalítico argentino. De modo tal que el Lanús constituía una identidad frecuentemente invocada, merced a la cual resultaba posible obtener cualidades valiosas con el fin de obtener posiciones ventajosas en los campos particulares de acción social. Como vemos, el examen de este caso está lejos de aceptar las pretensiones que el mismo campo formula respecto a sus pretensiones de verdad histórica y política, lo cual no nos conduce a una relativización de sus versiones. Por el contrario, el análisis exige un concepto más complejo de realidad, el cual no sólo incluye versiones narrativas privilegiadas, sino la producción y uso contextualizado de las mismas por parte de los agentes. Si abordar el campo que los propios agentes definen como “memoria” representa siempre un riesgo, debido a que podemos quedar inexorablemente atrapados en las disputas que lo constituyen para concluir reproduciéndolo, se impone la interrogación de sus reglas generativas; esto es, de los modos mediante los cuales las interpretaciones narrativas y las prácticas de los agentes conforman los procesos que devienen en campos sociales de consagración de imágenes públicas del pasado. C onc lusion es Hoy, ninguna investigación social parece poder escapar a la tentación de la memoria; si bien campea en los estudios sobre los efectos y secuelas de la violencia social y política, sus límites se extienden hasta incluir desde las investigaciones sobre etnicidad y nacionalismo hasta aquellas aparentemente menos pertinentes como el padecimiento por las enfermedades o los usos de tecnologías virtuales. Pocos campos han mostrado en los últimos años semejante crecimiento, ofreciendo una imagen de novedoso hallazgo y llave mágica que permite abrir todas las puertas. Es cierto, este boom científico iniciado a comienzos de los años 1980 ha sido paralelo –y en buena medida dependiente– del ejercicio de la memoria, esto es, la práctica política de numerosos grupos sociales, particularmente de aquellos que fueron objeto, de modo directo o no, de violencia política –estatal o no–. También es cierto que la emergencia de este campo de las ciencias sociales ha permitido el desarrollo de importantes debates alrededor de cuestiones tales como la relación entre el ejercicio de la memoria como aspecto constitutivo de las prácticas sociales, y la pretensión de verdad histórica como consustancial a la práctica historiográfica. Como corolario, un nuevo y más amplio concepto de historia como práctica sociocultural
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concedió el ingreso al ámbito de estudio de las ciencias sociales de diferentes formas de historización –profanas y profesionales–, las cuales, ahora, podían revelar una verdad no sometida sólo a su confiabilidad empírica. Muchos antropólogos sociales se plegaron a este movimiento, dando por descontado que, en efecto, habían incorporado una temática novedosa a la disciplina, que la enriquecería indefectiblemente. De modo llamativo, muchos de estos antropólogos habían olvidado que su propia disciplina había estudiado empíricamente, antes que ninguna otra, los modos sociales de experimentación del pasado; y, al mismo tiempo, había ofrecido importantes arsenales analíticos para su comprensión. Pese a la preponderancia que hasta los años cincuenta tuvieron los modelos ahistóricos en la antropología, en cierta forma ésta siempre dirigió su atención a los modos mediante los cuales el pasado es narrado y participa en la constitución de la vida social. Tras el cuestionamiento de aquellos abordajes de las sociedades llamadas primitivas como “pueblos sin historia transcurriendo en un eterno presente”, la antropología potenció elementos conceptuales de los que ya disponía, para poner de manifiesto: 1) cómo la actividad de contar el pasado es consustancial a la vida social; 2) cómo ésta es una tarea en la que están comprometidos todos los miembros de una sociedad, además de los “expertos”; 3) cómo el interés por el pasado es esencial a los fines del presente, pues coadyuva a producir las identidades colectivas; y 4) cómo los modos de narrar el pasado están ligados a concepciones social y culturalmente específicas. Reinsertar la memoria social como un aspecto de la producción de la experiencia pasada y la organización de la temporalidad inherente a todos los procesos sociales, es una consecuencia, pues, de hallazgos empíricos y elaboraciones teóricas que la antropología social y cultural llevó a cabo desde los años veinte, los cuales fueron, en su mayor parte, o ignorados o subutilizados por las investigaciones sobre memoria social que adquirieron un notable auge desde la década de los ochenta. Para éstas últimas, la selectividad de los recuerdos colectivos, los fenómenos de amnesia, la actualización del pasado y su vinculación con la formación de las identidades presentes constituían novedades generadas en un nuevo y pujante campo disciplinario. Mas mi intención no es la de reclamar para la antropología la prioridad del descubrimiento, sino la de insistir en un modo de abordar el pasado social del que la antropología clásica, pese a las diferentes modalidades teóricas fue pionera: como una fuerza viva modeladora del presente, constitutiva de la producción y reproducción social, y elaborada mediante recursos culturales específicos. Dicho de otro modo: el énfasis en el estudio de la producción del pasado –bajo la forma de mitos, rituales conmemorativos o genealogías– no debe hacer perder de vista que se está estudiando un aspecto de la producción social.
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Lo que he denominado “memoria social” son “formas de producción social de interpretaciones públicas del pasado para constituir socialmente el presente”. No se trata de presentar con nuevo ropaje la clásica oposición entre historia –en tanto pasado verdadero– y narrativa como interpretación –generalmente asociada a invención o ficción– del pasado. La indispensable distinción entre realidad y ficción no debe impedir comprender el papel que cumplen todas las narrativas –incluidas las de la historiografía– como fuerzas activas del proceso social, lo que hace necesario estudiar todas las manifestaciones sobre el pasado como productos constitutivos de los procesos sociales. Como sostiene James Young respecto a las interpretaciones del Holocausto, la historia nunca se desarrolla independientemente de los modos en que la comprendemos; el mundo factual y el mundo interpretado se encuentran interpenetrados, de modo tal que –como también lo sostienen con sus diferencias Claude LéviStrauss, Victor Turner y Marshall Sahlins–, el mismo curso de los acontecimientos está configurado por las interpretaciones producidas (Young, 1988). Es preciso analizar cada modelo interpretativo del pasado como una forma histórica, con un origen y un desarrollo ligados a contextos temporo-espaciales particulares, cuyas variaciones son la condición para su reelaboración en nuevos modelos interpretativos. Si bien es preciso abordar las versiones narrativas como cuentos que las personas se cuentan a sí mismos sobre sí mismos (Geertz, 1997), esto no nos conduce a reducirlas al rol de meros artefactos culturales, sino que deben estudiarse las formas en que las mismas han sido producidas práctica e históricamente: es imperioso mostrar cómo los relatos han sido creados y procesados, incorporando los específicos contextos de producción histórico-social. “Historizar” la memoria social implica, pues, dirigir la mirada a los procesos prácticos de producción social, lo que equivale a reconocer que la diversidad de modos de experimentar los procesos sociales, generada por las prácticas de los agentes, es parte constitutiva del proceso social. Si desde esta perspectiva, la memoria social no es sino una dimensión de las prácticas sociales, aquellos estudios orientados por la pretensión de establecer o restituir la justicia y la verdad o bien prolongan los esfuerzos nativos, o bien los corrigen. Ya hemos señalado la importancia y legitimidad de esta tarea, aunque es necesario enfatizar su diferencia respecto a la labor de comprensión de los procesos de constitución de experiencias e interpretaciones sobre el pasado. Desde la antropología social, es imposible sostener una existencia presocial, pre-histórica o pre-cultural de la ética. Esto podría funcionar sólo en el plano de una narrativa, una creencia moral del investigador, “su historia sagrada”. Pero si hay investigadores que están dispuestos a tratar sus propios principios morales como a-sociales, ¿no implica esto que también tratarían otras
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CUANDO L AS SOCIEDADES CONCIBEN EL PASADO COMO “MEMORIA” | SerGio e . ViSacoVSky
perspectivas como a-sociales? ¿no implicaría esto que estarían sólo dispuestos a contar historias sagradas de algunos de sus interlocutores, incluyendo sus relaciones con ellos?30. cuando una investigación social sólo se propone ser portavoz de las demandas de justicia, abandona la posibilidad de conocer la forma peculiar que adopta un punto de vista –aun sagrado– según los contextos en los que se expresa; renuncia a conocer cuáles han sido sus condiciones de producción y, aún más, qué relación guarda con otras formas ya existentes. en suma, no puede ver las historias sagradas como productos sociales específicos (Visacovsky, 2005b). Finalmente, lo expuesto aquí está en relación con una propuesta de agenda de investigación antropológica en la argentina. las ciencias sociales –y la antropología no constituye una excepción–, centradas en estudiar la propia sociedad, deben afrontar el desafío de la primacía que posee lo político, o cierto modelo del mismo, como un esquema interpretativo de la realidad social en la argentina. esto incide no sólo en la elección de ciertas temáticas de investigación en detrimento de otras, sino también en los abordajes teóricos y las formas de delimitación de sujetos y espacios. Por el contrario, es indispensable interrogar lo político como la manera peculiar en que los argentinos aprehendemos la realidad social, si a lo que aspiramos es a generar un conocimiento descentrado de las prácticas y experiencias de lo político. Y esto demanda el desafío de alejarse de las pretensiones que el mismo campo formula respecto a sus pretensiones de verdad histórica y política (Visacovsky, 2004b).
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30 Allan Hanson (1989) mostró a través del caso de los movimientos políticos reivindicatorios de la identidad maorí, cuán falsa era la creencia en la existencia de tradiciones “auténticas” e “inauténticas”; que ni las producidas desde el poder, ni desde la subordinación, dejan jamás de ser construcciones o productos.
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L A G L O BA L I Z AC IÓ N D E L T E S T I MO N IO : H I S T O R IA , S ILENCIO EN D É M ICO Y LO S U S O S D E LA PALA B R A 1 Alejandro Castillejo Cuéllar
“Why a Truth Commission here –in Sierra Leone–?”, I asked. “Because it is modern”, she answered. “¿Porqué una Comisión de la Verdad aquí –en Sierra Leona–?”, pregunté. “Porque es moderna”, ella respondió. Notas de campo, mayo de 2003.
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I n t roducción
as comisiones de la verdad son, entre otras cosas, mecanismos de reconstrucción histórica que se encargan de la definición, recolección y producción de un saber institucionalmente legitimado sobre el pasado violento de un país o un Estado-nación (Boraine y Levy, 1995; Minow, 1998; Nuttal y Coetzee, 1998; Villa-Vicencio, 2000). En cierto sentido, no se diferencian, en lo esencial, de otro tipo de comisiones de investigación (Posel y Simpson, 2002; Richards, 1993). En el caso que aquí nos concierne, ellas hacen parte de una red de conceptos que podrían denominarse tecnologías de gobernabilidad, y que se despliegan durante períodos –o espasmos– de transición política entre regímenes autoritarios, dictaduras militares o conflictos armados, de un lado, y, exclusivamente, democracias parlamentarias bajo la
1 Este texto hace parte de una investigación de mayor envergadura sobre la violencia y la memoria, realizada gracias a la asistencia financiera de las siguientes instituciones: Solomon Asch Center for Study of Ethnopolitical Conflict, Universidad de Pensilvania, la Mellon Foundation, The New School for Social Research, la Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research, la Comisión Fulbright y, finalmente, el Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología, Colciencias. Mis estadías como investigador visitante en el Institute for Justice and Reconciliation, la University of Cape Town y en el Direct Action Center for Peace and Memory, y como profesor invitado de la School of Oriental and African Studies, University of London, fueron vitales para el desarrollo del trabajo.
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efigie de una economía capitalista, del otro (Marais, 2001). La lógica de la idea de “transición” es precisamente permitir, en teoría, esta teleología política, de un estado de guerra o no democrático a uno en paz. Este axioma hace parte de todo ese circuito transnacional de teorización conocido con el nombre de transitional justice con su respectivo evangelio de la reconciliación, la verdad y el perdón como horizonte para una futura comunidad moral (Battle, 1997; De Grunchy, 2002). Parte de este proceso pasa por una reinterpretación de la noción de pasado; de ahí el papel de la comisión investigadora para documentarlo y producir una instantánea social lo más completa posible de las violaciones de derechos humanos (Meredith y Rosenberg, 1999). Con frecuencia, este pasado se cristaliza en una serie de productos específicos, como los “informes finales” o los archivos y documentos institucionales donde reposan no sólo los folios donde se consignan y guardan las investigaciones propias de la comisión, sino además las transcripciones de miles de testimonios recogidos durante el proceso investigativo2. La versión final de este proceso, usualmente, si las condiciones políticas de su producción y desarrollo son apropiadas, debe generar una historia que hable de las causas y los efectos de la guerra y la dictadura durante un periodo específico, delimitado por el mandato de la ley que con frecuencia ha dado origen a la comisión misma. La sociedad en general vuelve, siempre que sea necesario, a esta historia institucionalizada, a los periodos, eventos y protagonistas que el relato indexa como relevantes, para recordar los hechos, las responsabilidades y los procesos históricos que han dado origen al presente. De ahí su importancia, ya que los términos de referencia con los que se construye este relato, la forma como se elabora y se aborda la causalidad histórica, la manera como se definen las diferentes formas de agenciamiento en el proceso social, determinan, de antemano, la manera como será leído ese pasado por las generaciones por venir, no sólo de historiadores o investigadores sino de ciudadanos. En efecto, las comisiones son formas sociales de administración del pasado, de archivarlo y, como plantearía Jacques Derrida en su lúcido ensayo sobre Freud, “consignarlo” (Castillejo, 2007c: 129; Derrida, 1995: xi). Dado que uno de sus objetivos es la producción de dicho saber, enmarcado fundamentalmente en el discurso de los derechos humanos y en el derecho internacional humanitario, la comisión busca producir datos sobre “graves vio-
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2 La masa bibliográfica, que con frecuencia terriblemente apologética y evangelista, se da largas describiendo las experiencias de aquí y de allá, es tan vasta que ya parece una industria cultural y editorial, una verdadera industria del “nunca jamás” que permite sostener toda una tecnocracia internacional y local de consultores permanentes, observadores, consejeros, especialistas en transicionalidad, centros de investigación y programas de estudio.
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laciones a los derechos humanos”. Las fuentes de dicha producción son, como se podría esperar, muy diversas (Bur, 2002; Wilson, 2004): desde investigaciones de carácter jurídico y forense, a cargo de unidades especiales, hasta la recolección de testimonios a través de diferentes mecanismos, como las audiencias o protocolos de recolección. La diversidad de fuentes de una comisión se consigna o congrega siempre alrededor de una matriz interpretativa preestablecida por el marco teórico-institucional que dirige la investigación (Castillejo, 2007b; Ross, 2003). En este contexto, la presencia de testimonios de supervivientes no sólo define parte de la legitimidad que una comisión debe tener, en la medida en que demuestra una apertura hacia la experiencia de otros seres humanos, sino que además este demostrar sólo es posible a través de su articulación dentro de una matriz teórica e interpretativa. Mi interés en este ensayo es pues explorar la manera como dicho proceso de reconfiguración histórica produce y refuerza una serie de silencios –sobre la experiencia y los hechos de la guerra– que emergen, paradójicamente, “en el momento mismo de su articulación en el lenguaje” (Castillejo, 1997). Particularmente, me interesa la manera como el testimonio del sobreviviente hace parte de los mecanismos de legitimación de las comisiones –y toda una red de ejercicios miméticos que escenifican el dolor– a través de su incorporación en una serie de topos de enunciación (Bozzoli, 1998; Latu y Harris, 1996). En ese momento, la densidad semántica de lo narrado queda supeditada a las presiones que definen discursivamente este topos (Meyer, 1999). Este ejercicio de análisis quiero hacerlo en tres partes. La primera, es sobre el trabajo de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación del Perú, a través de la cual espero ilustrar de forma introductoria el problema de la violencia, la palabra, el topos de la enunciación y la imposibilidad del escuchar. La segunda es una lectura de las relaciones entre desplazamiento forzado, la imposibilidad de la verdad colectiva y el problema del silencio instaurado por la ley en el contexto de la South African Truth and Reconciliation Commission (Bonner y Nieftagodien, 1998). La tercera, una última viñeta en donde describo muy brevemente la puesta en escena del testimonio en el contexto de una reciente Conferencia Internacional sobre Víctimas del Terrorismo, celebrada en Bogotá en febrero del 2005. Con estas viñetas quiero, en el contexto de diferentes eventos donde se reproduce y se nombra el pasado violento, plantear el problema de las vicisitudes de la palabra y del silencio en el contexto global.
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LA GLOBALIZACIÓN DEL TESTIMONIO | Alejandro Castillejo Cuéllar
P erú y el ot ro como a por í a En diciembre del año 2002 tuve la oportunidad de visitar y participar dentro del proceso de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación del Perú3. Durante esos días de diciembre, se había organizado una de las audiencias públicas temáticas: esta especie de espacio de interlocución itinerante y complejo, en donde “víctimas de graves violaciones de derechos humanos”, en el sentido legal del término, se sentaban, frente a un público empático, a contar sus historias de tragedias y sufrimientos. Las audiencias se realizaron en diferentes lugares de la nación y tenían por objeto general, como la propia Comisión lo planteó en su momento, “… visibilizar ante la opinión pública las violaciones a los derechos humanos” que sufrieron “desproporcionadamente algunos sectores de la sociedad” (Informe final, Vol. 2: s. p.). Así mismo, en la misma línea de la Comisión sudafricana, la audiencia era igualmente concebida como un espacio de dignificación, reconocimiento y sanación de la persona que narra, e idealmente de la comunidad de escuchas (Asmal, Asmal y Roberts, 1997). La de ese 12 de diciembre era una audiencia sobre “La violencia política y las comunidades de desplazados”. Como se sabe, el desplazamiento forzado está tipificado en el derecho internacional humanitario como una violación a una serie de derechos fundamentales. En el caso de mi trabajo específico, mi asistencia a la audiencia y a una variedad de eventos institucionales estuvo mediada por extensas conversaciones con los funcionarios de la Comisión en Lima –incluyendo el director general, el director de audiencias, la dirección de medios, al igual que otros cargos intermedios–, donde se llevaría a cabo la audiencia, al igual que con algunas personalidades políticas y académicas locales. Varias cosas me sorprendieron de esa visita. La primera, que a diferencia de lo que había constatado en mi investigación sobre la Comisión en Sudáfrica, la peruana no había tenido la misma centralidad social. Digamos que por lo menos no cautivó el escenario mediático (Castillejo, 2007c). Es decir, durante las semanas precedentes a la audiencia, el silencio casi total de todos los medios de comunicación privados, excepto el canal estatal que en su momento la transmitió en directo, era una realidad palpable. Esto se debía, en lo fundamental, a que la Comisión investigaba violaciones de derechos humanos que se habían dado bajo el mandato de diferentes presi-
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3 Gracias a una invitación del Ministerio de Relaciones Exteriores de Dinamarca y del Institute for Justice and Reconciliation en Sudáfrica, donde fui investigador visitante entre 2001 y 2003, tuve la oportunidad de fungir como observador internacional y consultor del proceso que se desarrollaba en Perú a finales de 2002. El propósito era hacer un seguimiento del tema del desplazamiento forzado y de las audiencias públicas, dos temas que han hecho parte de mi trabajo tanto en Sudáfrica como en Colombia, con miras a informar a los financiadores internacionales acerca las audiencias y del desarrollo de la mismas, al igual que facilitar el proceso. En este texto utilizo el título que di a uno de los informes que fueron presentados ante el gobierno danés.
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dentes, algunos con intenciones políticas en el Perú postconflicto, en el periodo entre 1980 y 2000. Los medios, por supuesto, hacían eco a esos grupos de presión, ya que al fin de cuentas estaban umbilicalmente conectados con ellos, creando así una cortina de desinterés generalizado. Como si no hubiera pasado nada. Eso fue corroborado por encuestas informales que demostraban que más allá de los grupos representados en la audiencia, el desconocimiento o el desinterés sobre la Comisión era alarmante. Antes de puntualizar algunos elementos importantes para el argumento de este ensayo, quisiera resumir brevemente las actividades de la audiencia temática a la que asistí. Este ejercicio, en todo caso, será útil para contextualizar el punto que desarrollaré posteriormente. El programa de la mañana estaba dividido en tres partes o bloques diferentes. El primero constaba de un emotivo video sobre el tema, precedido por un discurso inaugural por parte del presidente de la Comisión o algún comisionado delegado, en donde se daba la bienvenida a los testimoniantes exhortando a la sociedad en general a pensar sobre su pasado y a reconocer el dolor del otro. El segundo bloque, centrado en las causas y antecedentes del fenómeno del desplazamiento contaba con la participación de tres testimoniantes, con veinticinco minutos cada uno, donde describían la naturaleza de las violaciones de las que fueron objeto en las zonas del Valle del Monzón y Alto Huallaga, en el departamento de San Martín, al igual que en las comunidades de Ostocollo, Tancayllo, Izcahuanca y Huayrapampa en el departamento de Apurimac. Estos testimonios eran puntualizados con intervenciones de representantes del Comité Internacional de la Cruz Roja y la Mesa Nacional de Desplazados. El último bloque aglutinaba testimoniantes de otras regiones, igualmente puntualizado por funcionarios y miembros del Programa de Apoyo al Repoblamiento y Desarrollo de Zonas de Emergencia, la Mesa Nacional de Desplazados y la Coordinadora Nacional de Desplazados y Comunidades en Reconstrucción del Perú. No es mi interés desarrollar ninguna clase de exégesis de los testimonios presentados esa mañana; quizás sí afirmar que en general ellos presentaban, como es obvio, la experiencia de la guerra a manos de los diferentes actores armados, particularmente Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas del Perú. Los testimonios fueron presentados, como sería de esperar, en diferentes idiomas, atestiguando, como posteriormente la Comisión lo estableció en su Informe, la manera como la violencia había golpeado las comunidades campesinas indígenas del Perú. Según sus propias cifras, “del análisis de los testimonios recibidos resulta que el setenta y cinco por ciento de las víctimas fatales del conflicto armado interno tenían el quechua y otras lenguas nativas como idioma materno. Este dato contrasta de manera elocuente con el hecho de que la población que comparte esta característica constituye solamente el dieciséis por ciento de la población peruana de acuer-
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do con el censo nacional de 1993” (Informe final, Vol. 7: 316). En otras palabras, dada la geografía de la guerra, localizada fundamentalmente en las zonas más pobres del país, los indígenas pusieron la abrumadora mayoría de muertos. Aunque la Comisión hizo una evaluación de la escala de la violencia política, la violencia estructural no hace parte, estadísticamente hablando, de sus cálculos; ésta aparece sólo como parte de las condiciones que precipitaron la guerra, sumada a los errores de las élites políticas al abdicar la democracia a los grupos armados legales o ilegales. Aunque reconoce la existencia de la exclusión –pero no de la opresión–, el Informe final es muy claro –por las razones teórico-institucionales de las que hablaba anteriormente– al plantear o establecer un horizonte temporal en 1980 como el año en el que comienza el conflicto armado, es decir, el momento en que Sendero Luminoso asume las armas. Este hecho deja por fuera la posibilidad de una relectura más articulada e integral de la guerra y un contexto histórico más amplio que daría una relación de continuidad con el presente y que permitiría entender que la riqueza de unos es consubstancial con la pobreza de otros, y que más que causas son también formas de violencia y de violación a los derechos humanos. La misma noción de responsabilidad o culpabilidad se vería dramáticamente redefinida. Es evidente que para llegar a la conclusión citada anteriormente, los testimonios tuvieron que haber sido escuchados –y a la vez no escuchados–, clasificados y catalogados de una forma muy específica. Y es hacia este punto, teniendo como marco de referencia lo que escuché ese día, a donde quisiera dirigir esta primera parte del texto. La pregunta que surgió durante la sesión de aquella mañana fue ¿hasta qué punto existe una cierta incapacidad para escuchar –es decir, una especie de punto ciego auditivo– las articulaciones complejas y los reclamos históricos presentes en el acto de recordar un pasado violento a través del testimoniar? ¿Hasta qué punto la nueva reconstrucción histórica realizada por la Comisión incorpora o reinscribe esta red de silencios y jerarquías en el texto escrito? Como parte de las consecuencias de la violencia política durante el periodo a cargo de la Comisión, la audiencia se concentró en la experiencia casi irreconocible de las comunidades indígenas y campesinas que sufrieron el conflicto. Puesto que el epicentro de la guerra entre el Estado y los grupos guerrilleros se localizó principalmente en las montañas, la audiencia pública, hasta cierto punto, tuvo la capacidad de fracturar, al menos temporalmente, esa sensación de insuperable distancia física, emocional y cognitiva que existía entre la guerra, un lugar tanto geográfico como existencial, y otros sectores de la sociedad. Tal distancia cognitiva que concibe la guerra como un problema de allá, replicó las ya clásicas dicotomías alrededor de centros organizados y periferias violentas (Bauman, 1993: 145). Fue precisamente la liminalidad de la persona desplazada, como se ha documentado sobre Colombia, hablando de un lugar
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caracterizado por la ambigüedad de su estatus en tanto desplazada, ni de aquí –el tugurio urbano– ni de allá –la selva o la montaña–, lo que me permitió entrever los distintos registros de sentido que constituyeron su testimonio verbal (Castillejo, 2006c). Un día antes de la audiencia, la Comisión, junto con unas pocas organizaciones de desplazados, organizó una jornada cultural en el Centro Cívico de Lima. Su propósito fue sensibilizar e informar al público en general sobre el problema del desplazamiento en Perú –un tema que había pasado casi completamente desapercibido durante todo el conflicto– y la necesidad de enfrentar el impacto social de tal fenómeno. Fue básicamente una expresión y una puesta en escena, por así decirlo, de identidades culturales, a través de presentaciones artísticas como danzas, teatro callejero y música. Una representación de la cultura en su sentido más tradicional. Una serie de elocuentes discursos de parte de los representantes de estas comunidades también fueron incluidos en el programa general del día. La mayoría de los oradores, campesinos e indígenas de la región andina –de la sierra–, destacaron las muchas dificultades que tuvieron que soportar durante el proceso de expulsión4. A pesar de la diferencia en las experiencias personales y colectivas en el proceso de desplazamiento –abrumadoramente sentidas como un momento de ruptura con los territorios ancestrales y una fractura de las relaciones sociales–, el acto fue, a mi modo de ver, una declaración política en dos registros diferentes: por una parte, evidenció la existencia de una categoría muy específica de personas, los peruanos desplazados, que se habían convertido en una de las consecuencias invisibles de la guerra. Por otra parte, expresó reclamos políticos que sutilmente se refirieron a anteriores formas de exclusión, al hablar de la guerra y la violencia en registros distintos a los definidos por el derecho internacional humanitario. En primer lugar, en las notas de campo y en las entrevistas que realicé durante este evento particular, la principal solicitud de los desplazados fue la del reconocimiento y la aceptación, no sólo institucional, por parte del poder gubernamental, y que se expresaría al promulgar leyes que pudieran favorecer su vida diaria, sino también existencial, por parte de la sociedad en general, la cual parece ser indiferente a su sufrimiento. Este reclamo, esta necesidad de ser reconocido como un “otro” legítimo dentro de las fronteras de un espacio social
4 La tipología del desplazamiento, según la Comisión, se puede resumir de la siguiente manera: aquellas comunidades de comuneros o campesinos e indígenas que se han insertado definitivamente en un nuevo medio social; retornantes: que son aquellos que están en proceso de reinserción y regresan a su lugar de origen, y aquellos que están en proceso de reubicación y no se encuentran en sus lugares de origen (Truth and Reconciliation Commission, 1998: 642).
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particular, estuvo usualmente articulado a través de un lenguaje que interconectaba la experiencia colectiva y la personal: “… por favor, no olviden que nosotros existimos, que también somos seres humanos y merecemos un sitio para vivir”, decía una líder comunal a la concurrencia. La declaración, sobra decirlo, integra en formas sutiles toda una cartografía social y una economía política de la experiencia y la exclusión. Es, en todo caso y retrospectivamente, una articulación que requeriría indagar más seriamente sobre su densidad semántica, sobre los intersticios de sus palabras, sobre la temporalidad y la espacialidad de este enunciado y la historia de opresión que se cristaliza en esa existencia. Los debates sobre subjetividad con frecuencia dejan de lado la historicidad de dicha fenomenología (Castillejo, 2006a; Steiner, 2005). Este evento cultural, que yuxtaponía imágenes de indígenas presentando, en el sentido teatral, sus costumbres e identidades mientras los discursos de los líderes comunitarios aludían a esta falta de reconocimiento, eran escenificados para una audiencia general de transeúntes. En cuanto a la gente que estaba observando este evento y que tomaba unos minutos para observar, éste se interpretó como un acto de testificación que amalgamó –en una sola palabra, desplazado, y en formas casi irreconocibles– distintas categorías de seres humanos: comuneros, indios, cholos, mestizos, víctimas, campesinos y los procesos históricos a través de los cuales estas categorías han sido socialmente constituidas5. Esta amalgama de categorías ciertamente puede ser vista como una consecuencia de la diversidad en el origen cultural y geográfico de las comunidades desplazadas. Cada una de ellas tiene su propia genealogía. Sin embargo, más que aparentes confusiones categoriales, la noción de desplazamiento, puesta en escena durante este evento, articula diferentes historias de opresión que, en general, han permanecido al margen de la sociedad peruana, a pesar de su obviedad. Ellos, los desplazados, son percibidos y estigmatizados por las comuni-
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5 Aún en la actualidad se puede percibir la normalización de estas dicotomías como la existencia de jerarquías dentro de las diferentes jerarquías entre las comunidades indígenas de la sierra y la selva. Es decir, la diferencia que se establece entre los quechuas y los aymaras, hablando de comunidades que viven en las montañas andinas –el gran territorio del emperador inca–, particularmente en lo que hoy se conoce como el Cuzco y Huancavelica, entre otros sitios, y las comunidades indígenas que viven en poblados más pequeños dispersos a través de la selva húmeda tropical amazónica –particularmente Loreto, Junín y Amazonas– que representan alrededor de cincuenta y cinco grupos etnolingüísticos. Esta clasificación se basa ciertamente en la localización ecológica: los grupos se definen por su contexto ambiental. Aún parece que hay grados de olvido, dado que los indios de la selva no comparten la misma clase de capital simbólico concedido a los incas y sus descendientes en las montañas, cuyas ruinas son una prueba evidente de su gloria. La selva, por otra parte, transmite imágenes de otro mundo, de diferencia radical –al menos desde el punto de vista de los urbanistas eurocéntricos–. En su significado social, la selva denota la supervivencia de la naturaleza más adaptada, en su pura y cruda realidad, y la fiereza indómita.
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dades receptoras que los ven como una masa de desconocidos que personifican el peligro, la ambigüedad, el atraso y la ignorancia. Son un reservorio de “lo otro” y, en este sentido, parecen habitar un no-lugar. Al mismo tiempo, estas representaciones hablan del complejo proceso de la inserción urbana y la reubicación comunal, ya que estas personas tratan de reconstruir un proyecto de vida. Esta experiencia de no tener un sitio, en el sentido metafórico y literal, de no ser bienvenido, es el mismo centro de sus demandas sociales. En este sentido, salvo la magnitud y algunas especificidades, no hay muchas diferencias con las poblaciones desplazadas en Colombia (Castillejo, 2000). En un registro interpretativo diferente, me parece que las demandas de reconocimiento que emanan de las declaraciones pronunciadas durante la audiencia y los eventos culturales que la precedieron también articulaban una clase particular de voz que combinaba, quizás de forma más clara, el presente y el pasado, las ansiedades actuales y las expectativas hacia el futuro. Este evento, en un país donde el quechua es también un idioma oficial –aunque el español sea el idioma de la burocracia gubernamental–, la frase “nosotros existimos” –pronunciada en quechua y repetida en español– ciertamente expresa, como se ha planteado, la realidad de las poblaciones desplazadas y su situación actual, pero también tiene, a mi modo de ver, un peso histórico de mayor profundidad. Fue la violencia –en un sentido muy específico y durante un periodo particular, entre 1980 y 2000– la que le permitió a la Comisión la posibilidad de existir. Es decir, su nacimiento institucional está, tristemente, unido a la destitución de otros seres humanos. Sin embargo, esta violencia originaria, que define las posibilidades de lectura del pasado, rebasa este periodo, dado que otras violencias, por decirlo así, y otros desplazamientos han sido parte de ese pasado y han definido el presente. Fue precisamente en los sutiles detalles de aquellos discursos que esta necesidad de reconocimiento adquirió un tono más complejo y, yo sugeriría, una temporalidad distinta. “Nosotros existimos” hablaba de un pasado muy distante, anterior a 1980, en el idioma del presente –la verdad, la justicia, la reconciliación y el desplazamiento forzado–, refiriéndose a la vez al mismo presente. La noción de voz se volvió entonces más difícil de comprender, menos autoevidente. Su significado iba más allá de la simple afirmación, más allá de la narración, más allá de la declaración, rebasando los límites de las categorías legales que de alguna forma las enmarcaba en un topos específico de enunciación. Fue la convergencia de estos ejes, mutuamente constituyentes, personales y colectivos, anclados en una multitud de temporalidades –en el pasado colonial, en los años de guerra o en el hecho de que América es un continente de indios desplazados, y en Perú, de muertos–, la que permitió vislumbrar la profundidad histórica de la palabra.
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Pero esta posible profundidad histórica, aunque en este texto por razones de espacio no sea más que una invitación a pensarla, se ve desvirtuada a través de la exclusión normalizada, de la invisibilidad, en el sentido más cotidiano. Recuerdo cuando les hablaba a los transeúntes acerca de las reuniones organizadas por la Comisión de la Verdad con ocasión de la audiencia pública: “Esos indios quejándose de nuevo. Si ellos se sienten tan aislados en las montañas o en la selva, es porque ellos se aferran a sus costumbres tradicionales”, replicaba el ciudadano malhumorado. Esta persona particular fue un buen ejemplo de alguien incapaz de escuchar, culturalmente sordo y parcialmente ciego. Sólo que, en este caso, el punto ciego era un ser humano y su historia. Su respuesta expresa otra ironía, además de culpar al indígena y al empobrecido campesino, y es la de ser partidario de su propia miseria y desolación. Quisiera dejar algunas cosas claras. Una, existe una complejidad inherente al ejercicio de escuchar que plantea la dificultad de asir la densidad semántica e histórica de una frase. El problema no es darle una voz al otro, como reza el argumento neocolonialista, sino recalibrar la capacidad propia de escuchar con profundidad histórica. Adicionalmente, oír o escuchar está determinado por el contexto de enunciación que le impone unos límites a ese escuchar e incluso a ese decir. Cuando una comisión realiza estadísticas de violaciones de derechos humanos, guiada por el horizonte de una transición, la verdad y la reconciliación producen un abismo epistemológico, una incapacidad que imposibilita leer más allá de los límites impuestos por la definición. La violencia enunciada y definida dentro del recinto es diferente, aunque consubstancial, con la que se enunciaba fuera de él: entre estas dos hay varios abismos, varias formas de ininteligibilidad, varias traducciones. La experiencia de la persona es traducida a otro lenguaje, por así decirlo, en donde esa profundidad se diluye en el presente. Pero para ver este fenómeno, que requiere de un mayor entramado, quisiera recorrer muy brevemente los corredores del régimen del apartheid en Sudáfrica, particularmente en lo que respecta al tema del desplazamiento.
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C onsignación, l egi bi li da d y desa pa r ición En esta parte del texto quisiera proponer, en una misma clave que relaciona la palabra y su ausencia, una serie de meditaciones sobre el tema del desplazamiento forzado, la violencia política y la noción de reparación. Esto lo hago con un doble interés: por una parte, en el contexto de la actual coyuntura nacional, en donde se ha instaurado una comisión encargada de investigar un aspecto del pasado de este país, mi objetivo es pensar la naturaleza del archivo y de los silencios que se estructuran a través de este proceso. En este sentido, ésta es una invitación a detenerse y meditar por el tipo de pasado que se articula y desarticula institucionalmente. Una labor que por supuesto debería ser par-
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te del quehacer de la historia académica. Por otro lado, derivado de lo anterior, me interesa reflexionar sobre la idea de reparación en la medida en que ésta se conecta con el tema del desplazamiento y el problema de la reconstrucción histórica y la experiencia de la violencia. Este ejercicio, que no pretende ni agotar estos temas ni ser exhaustivo en su planteamiento, hay que leerlo como un alto en el camino ya que el futuro habita en el lenguaje del pasado. Quiero realizar esto mediante la discusión de lo que es o podría ser un archivo y lo que el proceso de archivar implicaría, es decir, localizar y nombrar el pasado, además de permitir pensar las condiciones de posibilidad o imposibilidad de un futuro, en el momento mismo de esta enunciación. Sobre esta base, primero quiero mirar las relaciones entre la ley, la violencia y la víctima en el contexto sudafricano de la Comisión de la Verdad, un contexto que tuve la oportunidad de conocer de cerca. Aquí lo que quiero mostrar es que, incluso en un caso que se ha convertido en ejemplo icónico de justicia de transición, el gran ausente en las discusiones sobre reparaciones es el desplazamiento interno forzado. 86
Nom br a r l a v iol enci a En un texto titulado Los archivos del dolor: ensayos sobre la violencia y el recuerdo en la Sudáfrica contemporánea, he intentado entender la manera como la memoria colectiva –llamémosla así provisionalmente– es un artefacto cultural, cuya configuración específica está determinada por una serie de condiciones históricas específicas de producción. Es decir, lo que llamamos el pasado, o lo que identificamos como tal, no necesariamente es lo mismo a lo largo de la historia de un país o de un grupo social específico. Aquello, a estas alturas, resulta una autoevidencia. Sin embargo, lo que no resulta tan obvio es que el contenido de ese pasado está en relación directa con las maneras en que se articula en el lenguaje y se inscribe dentro de una matriz discursiva. Debates alrededor del pasado versan también sobre la manera de nombrarlo (Amadiume y An-Na’im, 2000; Trouillot, 1995; Werbner, 1998). En el seno de esta cuestión, se encuentra el problema de cómo asirlo, o recordarlo, para utilizar una palabra más familiar. Quiero distanciarme por el momento de la idea de memoria, que es el término genérico con el que se discute este tipo de asuntos, y hablar de este asir, o mejor de este aprehender, como un proceso mediante el cual el pasado es archivado. Con “archivo” no hago referencia exclusiva al lugar o al depositario, sobre el que resta parte del poder del Estado, o al archivador, quien administra su acceso ritualizado y en quien se deposita su cuidado. No hago referencia al espacio donde se almacenan los documentos, que con frecuencia son escritos, que fungen como fuentes naturales y neutrales del pasado, esperando la exégesis del especialista. Detrás de este
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“archivo” existe una voluntad de consignar y organizar. Esta voluntad hace del archivo un artefacto, un producto de lo político. La propuesta es, en este sentido, pensar el archivo en el momento en que se nombra el pasado, es más, pensar ese nombrar como archivo mismo. Esta idea emparentaría el testimonio, el silencio, las comisiones de la verdad y la historia académica. Saliéndome por el momento de esta idea de archivo como depositario, permítanme entonces aventurar una definición de este archivar para así clarificar esta idea. Archivar nos habla de una serie de operaciones conceptuales y políticas por medio de las cuales se autoriza, se domicializa –en coordenadas espaciales y temporales–, se consigna, se codifica, y se nombra el pasado en tanto tal. Este ejercicio es esencialmente análogo al ejercicio de producir un mapa. Con esta definición, mi interés no se centra únicamente en el contenido de aquello que se recuerda o se silencia, sino en el proceso social y político a través del cual se recuerda lo que se recuerda y se olvida lo que se olvida; es decir, las condiciones que posibilitan identificar un cierto lugar –en el tiempo y en el espacio, tanto discursivo como geográfico– como “archivo”, como arkhé, según su etimología griega, como origen, como principio, como autoridad. En otras palabras, para identificar y autorizar el pasado como pasado es necesaria una matriz interpretativa, una serie de conceptos y presupuestos que permitan aprehender una inmensa variedad de experiencias y articularlas en un corpus. En este sentido, la mirada siempre es una mirada interesada. Es a esta articulación, a este mapa conceptual, al que hago referencia con el término operación conceptual. Este mapa enmarca nuestra mirada sobre el pasado, influyendo en su concepción, definiéndolo, haciéndolo posible dentro de un horizonte de posibilidades. Esta matriz está, por supuesto, en una tensión permanente con lo político, en sentido amplio, y con las diferentes formas como circula el poder en una sociedad. Se ha dicho con frecuencia que la historia es la historia del vencedor. Hablar de memoria implica pues hablar de formas sociales de administración del pasado. Y en esto hay una calibración de esta mirada sobre él, de donde surgen diferentes clases de documentos, de narrativas e historias al igual que otro tipo de artefactos. Archivar implica pues nombrar ese pasado, codificarlo por medio de una serie de conceptos y regímenes de clasificación, y unificarlo en un corpus interpretativo. En este sentido, nuestra relación con el pasado es análoga a la relación que el mapa tiene con el territorio. Así, cuando hablamos de violencia, el término “reparación” implica hablar de un mapa conceptual que ilumina tanto como oscurece. En otras palabras, hablar de “reparación” implica nombrar, codificar y consignar la violencia de una manera muy particular. Algunas sociedades pasan por procesos políticos a través de los cuales emerge una necesidad de enfrentar la atrocidad. Una forma de hacerlo es orga-
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nizando comisiones de investigación, con frecuencia llamadas comisiones de la verdad, que son instauradas mediante el mandato de la ley y la autoridad: leyes de reconciliación nacional, o de unidad nacional, o de justicia y paz. Estas leyes permiten la producción de un conocimiento sobre lo traumático, sobre lo histórico y, en este sentido, se constituyen como matriz conceptual que dinamiza la discusión social sobre el conflicto, sobre la guerra y sobre la posibilidad de la restauración de la verdad, de la humanidad, y del futuro. Estas leyes son el archivo mismo. Permítanme hablar de las relaciones entre el archivo, la ley y la reparación, usando como base la experiencia sudafricana. Su dá f r ica, l a L e y y l a v íct i m a En el prefacio a la Ley de Unidad Nacional y Reconciliación de 1995 –la reglamentación que dio origen a la Comisión Sudafricana para la Verdad y la Reconciliación–, la centralidad de la clarificación factual fue establecida claramente desde el comienzo. Uno de los objetivos de la Comisión era, y lo cito extensamente: Permitir la investigación y el establecimiento de una imagen lo más completa posible de la naturaleza, causas y extensión de graves violaciones a los derechos humanos cometidos durante el periodo de marzo de 1960 y mayo de 1994, dentro o fuera de la República, que emana de los conflictos del pasado, al igual que el destino y ubicación de las víctimas de dichas violaciones. Es necesario para establecer la verdad en conexión con eventos pasados –develar– los motivos y las circunstancias en las cuales estas graves violaciones a los derechos humanos han ocurrido.
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La Comisión estableció una serie de mecanismos que permiten dilucidar dicha imagen del pasado del país bajo el régimen del apartheid. Por una parte, un proceso de investigación y corroboración –suscitado por los testimonios de las víctimas y realizado por la unidad de investigación– que colaboraba en localizar y “mapear” ciertos incidentes dentro de unas coordenadas generales de violaciones de derechos humanos definidos por el mandato de la Comisión. Este mandato no sólo identificó actos específicos como violaciones –basados en un sentido específico del término “violencia”–, sino que también restringió y definió el horizonte de la investigación al desconectarla de una serie de relaciones de causalidad que hubieran podido explicar, por ejemplo, las interrelaciones históricas entre el apartheid y el uso que el régimen hizo de otras formas de violencia. Segundo, una gran cantidad de información provino de perpetradores de graves violaciones a los derechos humanos que aplicaron para amnistía. Esta información fue recolectada a través de declaraciones juramentadas, audiencias públicas y entrevistas a puerta cerrada. La conexión entre estos dos mecanismos produjo lo que se denominó en el Informe final los “hallazgos de la
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Comisión”, es decir, un conocimiento destilado a partir de un proceso social de investigación y realizado dentro de ciertos parámetros conceptuales. En este sentido, por ejemplo, la Ley nos habla de una verdad factual o forense que se debe establecer dentro de los confines espaciotemporales del mandato y que concentra sus esfuerzos en dar razón de cierta clase de actos, tipificados como graves violaciones a los derechos humanos. Estas violaciones son definidas por la Ley, por un lado, como el “asesinato, abducción, tortura o maltrato severo a cualquier persona” o “cualquier intento, conspiración, instigación u orden de cometer actos referidos en el párrafo anterior”, por otro. Para que estas acciones fueran clasificadas como graves violaciones, tenían que ser realizadas en el contexto de los conflictos del pasado y estar asociados a un objetivo político. De entrada, la Comisión cualificaba y orientaba la búsqueda. Este proceso de recolección, que oscilaba entre lo fáctico-jurídico y lo testimonial, creó un saber especializado y legitimado socialmente: una cartografía del pasado que se realizaba sobre la base de unos conceptos transversales y unos presupuestos que estructuraban las ideas de “agenciamiento” histórico, violencia, dislocación social, y las presentaba en formas particulares a través de tablas estadísticas de violaciones segmentadas por regiones, ciudades, agrupaciones militares y patrones de violación. Estos dos mecanismos, que se basaban en dos conceptos de lo que constituyen las “fuentes”, en un sentido epistemológico, fueron el fundamento que permitió no sólo el prospecto de la restauración de la verdad, sino la producción de un conocimiento sobre el pasado y la viabilidad de articular el lenguaje de la reparación. Ciertamente, uno de los problemas del proceso de toma de testimonios fue el hecho de que la definición del acto era tan restrictiva que no podía tomar en consideración la red de efectos de la segregación en el mundo de la vida en la familia o la comunidad. Durante el tiempo de funcionamiento de la Comisión, entre 1996 y 1997 fundamentalmente, una serie de cambios en los protocolos de recolección de testimonios, producto de un debate interno sobre la definición de verdad, depuraron el relato de sus dimensiones narrativas para convertirlo en una relación de fechas y eventos descritos y organizados según la tipología establecida por la Ley de Unidad Nacional. La información recibida por este medio en las oficinas locales de la Comisión era traducida, a través del Sistema Nacional de Información, en estadísticas de graves violaciones a los derechos humanos y patrones de abuso que permitían llegar a una serie de hallazgos y conclusiones generales. Comparaciones entre oficinas regionales inevitablemente llevarían a generalizaciones nacionales sobre el fenómeno en cuestión durante el mandato espaciotemporal. El producto de este proceso es el Informe final.
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Este procedimiento redujo la historia sudafricana de los últimos cuarenta años a una relación de patrones de abusos de derechos humanos en donde se situaban víctimas, en el sentido definido por la Ley, y se localizaba la culpabilidad en perpetradores de dichas violaciones. Cuestiones relacionadas con la historicidad del apartheid como una experiencia compleja que actúa sobre el ser humano en múltiples registros subjetivos no hicieron parte, por razones epistemológicas, del Reporte final. La Comisión no investigó la violencia inherente al refuerzo permanente y diario de las leyes de segregación raciales establecidas desde la década del cincuenta. Tampoco indagó sobre las condiciones objetivas para la producción de la experiencia y la subjetividad como una manera de aprehender la naturaleza sistemática del apartheid, como un sistema legalista de segregación racial a través del cual se cristalizaba la explotación económica, la dominación política, las causas centrales que llevaron a muchos africanos negros a enfrentar militarmente el régimen neocolonial. Así mismo, la perspectiva del mandato constitucional de la Comisión difícilmente permitió un examen detenido de los fenómenos de violencia política y sus efectos más allá de las definiciones limitadas de la Ley de Unidad Nacional, violencias que eran consubstanciales con los pilares teóricos del sistema racista, como la idea de desarrollo separado. La indagación dejó por fuera la distribución social del dolor y del sufrimiento colectivo, a través de la dislocación social, el desplazamiento forzado, la apropiación de la tierra y la riqueza y, en general, la experiencia de un sistema avasallador que buscaba, para mantener los privilegios de algunos pocos, regular incluso las dimensiones más íntimas del ser humano. Las experiencias de un sistema injusto, cuya violencia no se centraba en la espectacularidad de la muerte masiva sino en el rastro invisible que el poder inscribe, no fueron, teóricamente hablando, parte del conocimiento y la historia producida por la Comisión. Entre 1950 y 1960, como parte del proyecto de ingeniería social concebido por los teóricos de la segregación total, el gobierno nacionalista hacinó el ochenta por ciento de la población en el diez por ciento del territorio nacional, a través de un programa masivo de desplazamientos forzados. Las consecuencias se sienten aún hoy, generaciones después, en los barrios polvorientos y miserables, y las localidades segregadas que fueron asignadas para albergar africanos. En total estamos hablando de millones de personas cuyas vidas fueron irreversiblemente fracturadas. Estas experiencias de violencia no hicieron parte del conteo estadístico de violaciones, ni se convirtieron en víctimas oficiales de este proceso investigativo. El reconocido politólogo ugandés Mahmood Mamdani lo plantea de la siguiente forma: La injusticia ya no es la injusticia del apartheid: desplazamientos forzados, leyes de flujo, familias partidas. Por el contrario, la definición de injusticia ha
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sido limitada a los abusos dentro del marco legal del apartheid: detención, tortura, y asesinato. Las víctimas del apartheid ahora están estrechamente definidas como aquellos militantes victimizados en su lucha contra el apartheid, y no aquellos cuyas vidas fueron mutiladas en la red de regulaciones que era el apartheid. Llegamos a un mundo en el cual las reparaciones son para los militantes, aquellos que sufrieron la cárcel o el exilio, pero no para esos que sufrieron los trabajos forzados y los hogares destruidos (1997: 23).
Esta depuración de la experiencia colectiva, en detrimento de una historia más integral de proceso sudafricano, este amaestrar lo sistémico en el momento mismo de su enunciación y apropiación en el lenguaje jurídico-legal durante el proceso de recolección testimonial y su análisis subsiguiente, finalmente se cristalizó en la narrativa histórico teleológica del Informe final. El informe es un relato unilineal que describe, en términos de muertos y torturados, el tránsito de la oscuridad y la inmoralidad del pasado a la luz del porvenir. La prerrogativa técnica y política que requería el descubrimiento de patrones generales de abusos nunca puso seriamente bajo la lupa el fenómeno llamado apartheid, el centro mismo y la causa de la confrontación política por más de cuatro décadas. Esto llevó a que la culpabilidad penal cayera sobre perpetradores específicos por haber cometido crímenes motivados políticamente, dispersando la responsabilidad política que tendría la parte de la sociedad que se privilegió del sistema. El Informe describe un proceso de violencia, lo cuantifica, pero no da razón ni explicación de él. La historia oficial, a la que el estudiante de colegio vuelve para leer su pasado, es una historia con unos enormes silencios. A través de la Comisión, podemos entender lo que el apartheid hizo en casos específicos, pero no lo que en el fondo era. Producto de la investigación llevada a cabo por la Comisión Sudafricana para la Verdad y la Reconciliación emerge la siguiente cifra: veintidós mil víctimas de graves violaciones a los derechos humanos; es decir, veintidós mil personas que directa o indirectamente fueron maltratadas, torturadas o asesinadas por los conflictos políticos del pasado. Éstas serían las personas que a partir de 2005 recibirían de parte del gobierno central las reparaciones. Las discusiones sobre el problema de las reparaciones en Sudáfrica han tenido dos registros complementarios. Por un lado, en el contexto de quienes de manera oficial tienen derecho a ellas por haber sido clasificadas como víctimas, las reparaciones han sido o bien materiales o bien simbólicas. Sobre las primeras no hay mucho que decir, salvo que el gobierno –de las arcas estatales– ya repartió el equivalente a cuatro mil dólares a cada víctima o beneficiario. Las segundas hacen referencia a monumentos, memoriales y toda una serie de rituales –desde los entierros simbólicos hasta el cambio de nombres a las calles– que permiten a familiares y comunidades víctimas del régimen elaborar
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un duelo, restituir un sentido de lo humano, dignificar la vida y honrar a aquellos que murieron durante el proceso de liberación. Por supuesto, esto fue posible para quienes fueron clasificados como víctimas por la Comisión. En este sentido, si el tejido urbano es también el tejido del recuerdo, las ciudades sudafricanas están talladas con los rastros de los crímenes que la misma Comisión indexó como provistos de centralidad histórica: los Siete de Gugulethu, el Alzamiento de Soweto, la Masacre de Shapeville, entre muchos otros eventos. Por supuesto, hay en esta cartografía urbana aún incontables silencios. Pero lo que me interesa de las reparaciones no son las políticas oficiales que, inmersas en el evangelio transnacional de la reconciliación y el perdón, circulan globalmente. De hecho, en el contexto de esta circulación, el discurso público sobre el tema separa verdad, justicia y reparación. Sin embargo, lo que más me llama la atención, en un segundo registro, son las reparaciones de aquellos quienes no tuvieron derecho a recibirlas. Estamos hablando de más de dos millones de personas que fueron trasladadas forzosamente y sectorizadas en virtud de su color de piel. Como se ha mencionado, esta población no hace parte del conteo oficial. Este hecho ha tenido dos efectos fundamentales en cuanto al tema de la reparación. Por un lado, ha obligado al gobierno a emprender procesos de reparación colectiva que esencialmente se reducen al mejoramiento de la infraestructura en las localidades segregadas. Por ejemplo, en los últimos años de la década de los noventa, más de cuatro millones de llaves de agua potable, al igual que tendidos de redes eléctricas y de alcantarillado fueron instalados en estas localidades. Por un tiempo, esto fue leído como parte del proceso global de reparación. Infortunadamente, la dinámica de la economía sudafricana, cuyo proceso de liberación económica ha producido más pobres de los que había, pone en tela de juicio esta noción de la reparación colectiva, una reparación que no desestructuró las relaciones de poder económico que han existido desde el periodo colonial y que aún hoy día definen la vida de muchos. La transición política y una concepción particular de reparación dejaron ese poder intacto. Una manera de ver este problema es el relativo al desplazamiento forzado en Sudáfrica. Si el concepto de violencia, centrado en el maltrato puramente corporal, no permite ver la dimensión sistémica de la guerra, aquella que es también producto de la expropiación forzada, quiere decir que la Comisión no pudo ver en el desplazamiento endémico como una consecuencia de la violencia, de lo contrario los afectados también hubiesen sido clasificados como “víctimas”. Para la Comisión, el desplazado no es una víctima en el sentido oficial. Esto tuvo como efecto, además de producir una jerarquía moral alrededor de la guerra y hasta un privilegio en el mundo de la pobreza, haber sacado de la discusión pública el complejo problema de la restitución de la tierra y la mane-
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ra como en Sudáfrica se forjó un conflicto acerca del tema. En otras palabras, dada la definición de violencia, y de lo que ésta excluía, la Comisión dejó intacto el fundamento mismo del apartheid. Para muchos ciudadanos, reparar la sociedad implicaba, precisamente, socavar el fundamento de esta apropiación del territorio. De este universo de desposeídos endémicos e históricos, por supuesto, nace todo el movimiento de los “sin tierra” y todas las iniciativas de restitución violenta que se han dado en el país en los últimos años: masas de pobres que quieren reapropiarse de lo propio, incluso si eso implica liquidar los propietarios y herederos del sistema colonial, como pasa en la región de Natal. La Comisión no permitió el debate de forma sistemática de todo el problema de la violencia estructural, de los privilegios de una parte de la sociedad. En su momento permitió agilizar una serie de cambios políticos, que para el contexto de segregación total fueron radicales. Sin embargo, permitió el anclaje del poder económico e imposibilitó una discusión que permitiera cambios más profundos dentro de la sociedad. En otras palabras, fue una forma de administrar el conflicto sin que se interviniera de forma efectiva en los orígenes de dicho conflicto. Haber excluido el desplazamiento forzado, en tanto efecto del conflicto político –o incluso como parte de su origen–, de las discusiones sobre reparaciones –que en últimas son individuales– implicó excluir una de las dimensiones más palpables de cómo habita el pasado en el presente; un presente que para muchas organizaciones de base está comenzando a ser profundamente cuestionado, donde la retórica de la nueva nación, de la reconciliación, el perdón y la teleología de la democracia parlamentaria comienzan a mostrar profundos clivajes. Esto ha traído nuevas formas de violencia y ha permitido la criminalización del reclamo por la tierra. La reparación colectiva y, en particular, aquella que no es tipificada legalmente, en un sentido más sistémico, podría ser la piedra angular que daría pie a temas fundamentales alrededor de los orígenes de la guerra y las responsabilidades de la sociedad.
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E l m a pa, el pa sa do y el a rch i vo La legislación sudafricana que dio origen a la Comisión de la Verdad estaba estructurada sobre la base de unos conceptos clave: “graves violaciones a los derechos humanos”, “pasado conflictivo”, “conflicto político”, “víctima de graves violaciones”, “perpetrador de graves violaciones” y “reparación”. Es a este proceso a lo que hacía referencia con el término “codificar” o “clasificar”. Estos conceptos determinaron la mirada de la Comisión sobre el periodo de mandato, el tipo de eventos que busca y tabula, y el tipo de agenciamiento histórico implícito en esta selección. Es decir, nos ofrece una visión de la historia y, en
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este sentido, del futuro. De igual manera, los conceptos determinaron el lenguaje que se usaría para nombrar ese pasado, la manera como retrospectivamente se volvería a él, como fuente o archivo de la historia misma. Digamos que la Comisión localizó el pasado en el espacio creado por el discurso de los derechos humanos y su apego al maltrato físico como efecto de la violencia política. Esto iluminó una dimensión de la guerra, a la vez que hizo invisibles muchas otras. La Comisión implicó un “mapeado” del pasado, definió y restringió las posibilidades de la reparación –haciéndola posible a una minoría– y sacó del debate público temas centrales para el país. La Ley es, en sí misma, la lupa con la que la mirada se acerca a las relaciones entre trauma e historia. En este sentido, el archivo y la posibilidad de sanar el futuro son determinados por unas condiciones históricas de producción. Quiero terminar esta sección con una pregunta que me surgió luego de una lectura desinteresada de la Ley de Justicia y Paz. ¿Qué implica, para un país como Colombia, unas operaciones conceptuales que producen un pasado centrado en un mapa conceptual del que han sido desterradas –o al menos no es muy clara su presencia en la letra menuda de la Ley– las ideas de un conflicto político? ¿Qué clase de causalidad histórica emerge de esta dinámica? Unas operaciones conceptuales que cartografían el pasado –y el presente– como un enfrentamiento entre grupos armados “al margen de la ley” y con una definición de víctima y de violencia tan amplia y a veces tan despolitizada que navega casi en la indefinición. ¿Qué concepciones del daño, de la responsabilidad y, por tanto, de la reparación pueden emerger de un modelo así? Despolitizar la guerra implicaría decir que el desplazamiento forzado es el efecto de agrupaciones ilegales en disputa –en este punto, “maras”, pandillas, bloques o frentes resultan categorías casi indiferenciables–. ¿Qué clase de archivo se produce y legitima en el momento de su recolección y qué clase de silencios se están labrando? A mi modo de ver, aquí no sólo hay que restaurar un daño, sino el pasado, el presente y especialmente el futuro. La estructura de la Comisión, las formas de recolección de información, las maneras como definía la violencia determinaron las condiciones para la presencia o la ausencia de la palabra, del testimonio como artefacto político, convirtiéndolo, en esta reducción, en parte de un proyecto político. E pí l ogo: C ol om bi a y el f et ich ismo de l a pa l a br a El 23 y 24 de diciembre de 2005, la Universidad Sergio Arboleda en Bogotá, respaldada por la Universidad de San Pablo en España, organizó el Segundo Congreso Internacional sobre Víctimas del Terrorismo. El primero había sido celebrado en España, en la citada universidad, y había dado como producto la llamada “Declaración de Madrid”. Muchas cosas podrían decirse sobre
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un evento de esta envergadura, al que asistieron cientos de personas y varias decenas de conferencistas. Por un lado, la conferencia contó con el apoyo de grandes conglomerados mediáticos de radio, televisión y prensa, del Partido Conservador de Colombia, al igual que de empresas privadas. La bandera del evento, colgada en las áreas laterales del prestigioso Salón Rojo del Hotel Tequendama en Bogotá, avasallaba al incauto visitante. Adicionalmente, el comité de honor estaba conformado por figuras de la política y la Iglesia colombiana y española: el presidente de Colombia Álvaro Uribe, los ex mandatarios de España José María Aznar y de Colombia Alfonso López Michelsen, el arzobispo de Bogotá, el presidente de la Universidad Sergio Arboleda, el presidente de la Universidad San Pablo, un miembro del consejo directivo de la Sergio Arboleda y, curiosamente, el científico Manuel Elkin Patarroyo. Además de la gran envergadura política y mediática, la propia puesta en escena del evento hablaba de su importancia. Sonido estéreo, traducción simultánea para los invitados internacionales, pantalla gigante que mostraba escenas de muerte y carros bomba, mientras los conferencistas hablaban. Fueron dos días intensos sin duda, pues además de escuchar una gran cantidad de testimonios sobre el terrorismo, el escenario era compartido por multitud de soldados colombianos y civiles sin piernas y sin brazos, en sillas de ruedas, muletas y cojeando. No cabe duda de que la guerra, en cualquiera de sus dimensiones existenciales, deja marcas sobre el cuerpo. Como su nombre lo indica, el Congreso estaba dedicado a la víctima del terrorismo, a escucharla y a crear junto con ella una comunidad de dolor y un lenguaje para hablar de su propia experiencia. El evento además ocurría en un momento en el que el proceso de desmovilización paramilitar estaba cobrando mayor legitimidad, especialmente en las instancias institucionales que eran las que le daban su momentum. Tomando en cuenta que el vicepresidente de la República de Colombia abrió el congreso con una presentación de su propia experiencia de secuestro, y el presidente Uribe lo cerró, no cabe duda de que este evento respaldaba una política institucional, severamente cuestionada por otros sectores, se puede decir, por otro tipo de víctima, por la sociedad colombiana. El primer día estuvo esencialmente dedicado a víctimas internacionales, quienes fueron presentadas apropiadamente y tuvieron gran cantidad de tiempo para hablar. Las víctimas nacionales, por supuesto, se aglutinaron en las dos últimas horas de la jornada que culminaba hacia las ocho de la noche. Ese día hablaron cinco testimoniantes relacionados con los eventos del 11 de septiembre en Estados Unidos, dos expertos del National Institute for the Prevention of Terrorism, dos representantes de Irlanda, el padre de dos sobrevivientes de la toma de la escuela en Rusia, dos parientes de víctimas de una bomba en Yakarta. Colombia apareció al final, con Bojayá, Machuca, Carmen de Chucurí, Club el Nogal,
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Urrao, Alto Naya. En estos casos, a diferencia de los otros, no hay nombres que identifiquen a las personas. Al día siguiente, a excepción de dos hijos de desaparecidos durante las dictaduras del Cono Sur, el evento giró fundamentalmente alrededor de las bombas de marzo 11 en España. Varias cosas quiero resaltar. La primera es el contexto de enunciación. Nuevamente la presencia de la experiencia vivida de la muerte hace parte del andamiaje moral que se desplegó dentro del evento. La legitimidad del proceso con el paramilitarismo se veía sustentado en la medida en que se pudiera demostrar la maldad del enemigo. Evidentemente, los ejemplos en los que las guerrillas colombianas se tenían por responsables eran de tal magnitud, que voces de perdón se escucharon hacia aquellos que, a pesar de sus tácticas, veían a las autodefensas como parte de la línea de defensa contra las farc. Sobra decir que de los muy conocidos casos de matanzas paramilitares a finales de la década del noventa, no había ningún representante. Segundo elemento interesante es que, en buena medida, el evento giraba masivamente en torno al eje Washington-Madrid y al terrorismo islamita, como el mismo Aznar lo calificaba. Sin embargo, Colombia parecía pues parte de la doctrina oficial antiterrorista, que en círculos norteamericanos significa que los terroristas son todos iguales, son maníacos, locos o degenerados morales, como afirmó uno de los expertos. Las explicaciones históricas o contextuales son excusas. Se puede decir que así como el terrorismo es un mal transnacional, la víctima también lo es. Esto me lleva al siguiente punto, que es una consecuencia lógica de lo anterior. Todos los testimonios citados carecían por completo de contexto histórico. Eran narración tras narración, sufrimiento. El único marco temporal posible estaba delimitado por los eventos mismos, ocurridos durante los últimos cinco años. El problema con todo esto es que el testimonio, como artefacto de legitimación, puede ser utilizado en una variedad de escenarios, incompatibles unos con otros. El dolor aparece presentado como si fuera un cataclismo repentino, como si no hubiera condiciones nacionales y globales que convierten la muerte en una posibilidad. En este sentido, el marco temporal y la cartografía de la guerra y la muerte en el que estaba inmerso dicho testimonio, nos definía lo que podría llamarse terrorismo. Resultaba particular que, en el caso de Colombia, no había memoria de nada antes del 2000. Con eso, los cientos de asesinados de la Unión Patriótica fueron doblemente asesinados. La víctima es una víctima abstraída de cualquier contexto histórico y, en este sentido, se diluye la responsabilidad que la sociedad en general puede o no tener en cuanto a las condiciones de vida de un país. De esta manera, el evento construía un solo lenguaje para hablar de la muerte, lo legitimaba a través de los medios, fracturaba el pasado histórico y lo establecía como un régimen de verdad. El evento era una réplica, en diferentes registros, de una comisión de la verdad. El problema
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es que si se escribiera un informe final sobre la base de esta recolección, no cabe duda de que tendríamos una versión muy peculiar de la historia colombiana. casi se podría afirmar que, antes de 2000, colombia era un país pacífico. eso con seguridad, antes que acabar con la posibilidad de la guerra, la extendería otro siglo más. De ahí la vital importancia de mirar con cautela iniciativas de reconstrucción histórica, de los límites que la definen, de las formas de recolección e interpretación del pasado, en general de todo eso que hemos llamado la comisión de la verdad. en este sentido, hay que mirar las leyes que decretan sobre el pasado, que producen eventos y desaparecen otros. estos serán los documentos y los archivos de los futuros investigadores, historiadores, etcétera. ante la reciente marea de leyes para permitir desmovilizaciones, leyes que inscriben el pasado y el futuro, resulta muy particular el silencio de muchos historiadores alrededor de la producción del archivo y, por lo tanto, del pasado. la sola presencia del superviviente no asegura que su voz no sea, paradójicamente, doblemente secuestrada. referencias
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una E conomía P olítica D e L a M emoria en la C omisión de la V erdad S uda f ricana Kenneth Christie
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I n t roducción
a Comisión de la Verdad sudafricana fue una institución pionera y reveladora que intentaba exponer lo diabólico del apartheid, proveer amnistía por crímenes políticos y propiciar reconciliación entre los sudafricanos para promover la construcción de una nación, entre otros objetivos teleológicos. En esencia fue un cuerpo diseñado para democratizar, para inculcar transparencia y responsabilidad en la nueva administración, cuando el régimen luchaba por mantenerse en las elecciones sin precedente de 1994. Si fallaba en obtener la mayor parte de sus objetivos era, en parte, porque estaba limitada como institución por su historia sancionada por la élite y sus contradicciones. Este artículo analizará cómo la Comisión de la Verdad sudafricana –South African Truth and Reconciliation Commission, trc– estaba inserta en unas políticas de la memoria sobre el pasado y cómo estas diferentes versiones del pasado afectaban sus resultados. Además hará énfasis en el pasado como un acuerdo político negociado, que finalmente limitaría los efectos de la trc. También expondrá de qué manera el rol de la Comisión de la Verdad es en parte el de hacer legítima la transición hacia el nuevo estrato de poder, mientras sirve para deslegitimar el viejo aparato de gobierno. M e mor i a col ect i va y com ision es de l a v er da d La pregunta no es, entonces, si uno vive en la historia, sino mejor en la historia de quién vive uno. Como dijo Voltaire, “les debemos respeto a los vivos, a los muertos sólo les debemos la verdad” (Carroll, 1990: 209).
Manejar el pasado en forma de recuerdo y olvido ha emergido como una de las más importantes formas narrativas de finales del siglo veinte y comien-
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zos del veintiuno. Los Estados nacionales han buscado cómo superar varios legados traumáticos y moverse hacia adelante: el pasado en ese sentido necesita ser “superado” y, tal vez aún más importante, debe ser “visto como superado”. El reconocimiento del pasado en forma de confesión se ha vuelto central en la legitimidad del Estado-nación. Establecer la “verdad” histórica y reconocer el pasado no es por supuesto nada nuevo: los mejores intentos para establecer tal verdad, crear memoria colectiva y castigar transgresores de atrocidades en tiempos de guerra fueron los juicios de Nuremberg y Tokio al final de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, es significativo que Japón aún se rehúsa a aceptar responsabilidad y presenta arrepentimiento por abusos de derechos cometidos durante la guerra –en el este y sureste de Asia–. En la reciente víspera del duocentésimo aniversario de la abolición del comercio británico de esclavos, el primer ministro británico Tony Blair también reconoció la atrocidad de la participación de su país en la esclavitud, pero pronto brindó una disculpa completa. Durante el proceso de descolonización posterior a 1945 muchos países recientemente independientes y en vía de desarrollo revisaron sus textos de historia, renombraron calles y ciudades, y demolieron monumentos públicos que celebraban los logros de los colonizadores. Recientemente el pasado tiene una historia seria que debe ser reestructurada para favorecer a la víctima y al victimario. En los últimos treinta años muchas transiciones políticas de dictaduras hacia administraciones democráticas han sido acompañadas por cuestionamientos acerca de sus difíciles historias. Desde 1974 ha habido más de treinta de éstas, con el proceso de “destapar” la verdad. A veces también son solicitadas investigaciones en sociedades donde el conflicto no está del todo resuelto, aumentando la complejidad de la escena. Tales investigaciones se han convertido en cruciales teniendo en cuenta que los nuevos gobiernos no solamente buscan destapar el “verdadero” pasado, sino también intentan crear una nueva –y políticamente aceptable– versión de su historia, en parte en un intento por reconciliar y curar las heridas que han afectado varios sectores de la comunidad política. Algunos argumentan que estos esfuerzos son utilizados en el sentido político para cubrir abusos por parte de las –alguna vez– víctimas –o luchadores por la libertad– y ahora élites en la estructura gubernamental. En esencia vemos una politización de la memoria colectiva a favor de los “vencedores” y en contra de los previos “transgresores”. De manera más simple, la narrativa histórica es simplemente reescrita para el beneficio de las nuevas élites. Esto ayuda a legitimar cualquiera de sus abusos pasados y tal vez, aun más importante, afianzarlos en el poder por su “heroica” estatura moral.
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L a i m porta nci a de l a m e mor i a col ect i va Una de las maneras que los Estados utilizan para adquirir una narrativa institucionalizada del pasado es la memoria colectiva o compartida. James Fentress y Chris Wickham hablan de la importancia de los eventos y las experiencias –sean reales o imaginarias–, las cuales proveen imágenes compartidas del pasado histórico. Éstas a su vez tienen importancia en la constitución de grupos sociales en el presente y en su identidad. Son estos recuerdos comunes de cosas del pasado los que tienen una repercusión directa en el estado del ser. De hecho están íntimamente interrelacionados. En esta instancia, cuentos folclóricos, anécdotas, historias, mitos, etcétera, son todos relevantes, sean o no verdad. Lo que en realidad importa es que son creídas. La memoria social no es sólo selectiva, sino también a menudo distorsionada e inexacta. Maurice Halbwachs también dice que en la memoria colectiva son los individuos como grupo los que recuerdan; esto es particularmente relevante en el caso de Sudáfrica (Halbwachs, 1980). El pasado se ha convertido en un lugar extraño, más amargado, más debatido y más revisitado que nunca, en términos de cómo una sociedad recuerda –u olvida–. Además, Connerton ha argumentado que el control de la memoria de la sociedad condiciona en gran parte la jerarquía del poder. La manera en que la memoria colectiva es guardada no es simplemente una fórmula técnica, sino que está relacionada directamente con la legitimación de las relaciones de poder (Connerton, 1989). El asunto del control es un tema político crucial; por ejemplo, el control de los medios y de los archivos. Imágenes del pasado, en este sentido, hacen comúnmente legítimo el orden social actual a través de la memoria compartida. Esto puede ser tomado en cuenta cuando vemos al Congreso Nacional Africano –African National Congress, anc– en Sudáfrica dando argumentos que culpan a las actuales circunstancias del pasado de apartheid. Esto no significa que ello no pueda ser necesariamente verdad, pero lo que sí logra es servir como función para la política contemporánea y su legitimación en Sudáfrica. La memoria en este sentido es material, cuenta, sirve a un propósito. Se ha sostenido que hay una necesidad real de crear una conciencia de la ilegitimación del autoritarismo y de la dictadura para prevenir que estos vuelvan a ocurrir. Un psiquiatra británico, Dereck Summerfield, se ha manifestado a favor del rescate de la memoria común en dichas sociedades por el hecho de que “… aquellos que abusan del poder generalmente se rehúsan a reconocer sus víctimas muertas, como si nunca hubiesen existido y fuesen simples espectros en las memorias de los dejados atrás (…). Aquellos con el poder de abusar, son enemigos de la memoria” (Summerfield, 1995: 495-497). Es una lucha de poder que continúa: el poder de recordar y de olvidar. De igual manera, para justificar la necesidad de la trc, Benita Parry dice que es parte de “… la batalla para re-
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velar los reclamos morales de las víctimas muertas” (Parry, 1996: 12). Es probable que haya pocos lugares en que los reclamos de las víctimas hayan sido tan altamente contestados, politizados y peleados. El dilema que muchos Estados en transición enfrentan es si la prosecución de crímenes pasados llevaría a la violencia política, o tal vez incluso a la guerra civil, lo cual debilitaría un ya vulnerable sistema democrático luchando por mantenerse en pie. Común a todos estos aspectos está la noción de que los gobiernos transitorios se encuentran obligados a establecer un recuento de su historia pasada y junto a ello está el objetivo de una memoria “nacional”, una compartida y legitimizada. Ernest Renan argumentaba que la construcción de nación requiere que la historia sea olvidada para que el pasado se rehaga en la imagen del presente; sin embargo, el reconocimiento, y quizás el cierre de los eventos problemáticos del pasado son necesarios en algunos casos para que las nuevas administraciones se legitimen a sí mismas políticamente. Están entonces enfrentados con una paradoja: ¿cómo es establecida esta legitimidad? Muchas preguntas del pasado, en este sentido, son entonces compromisos políticos y acuerdos logrados dentro del marco de las negociaciones políticas alrededor de las transiciones. Este fue sin duda el caso de Sudáfrica.
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L egit i m a n do l a h istor i a en Su dá f r ica Teóricamente el pasado sirve como herramienta de legitimación para los regímenes políticos contemporáneos y su sanción en la mayoría de los países. Se puede ver esto en la forma en que Robert Mugabe ha utilizado el pasado colonial de Zimbabwe para justificar su trato brutal hacia los recientes oponentes locales (Fentress y Wickham, 1992)1. Este uso de la historia como herramienta no es diferente en Sudáfrica. La noción de la verdad como cosa en este mundo tiene una relevancia directa en cómo la historia está construida. Foucault decía, de hecho, que la verdad no es externa; más bien está ligada de manera circular con sistemas de poder que la producen y la mantienen. Por ello, el régimen de la verdad, la verdad de un tiempo o lugar particular, no puede ser separado de su más amplio contexto dentro del cual está situado. Naturalmente, los sistemas políticos están aquí incluidos, pero estamos hablando a la vez de cuestiones sociales, económicas y culturales extendidas (Foucault, 1980). Hay pocos lugares donde estas ideas son más aplicables que en la nueva Sudáfrica. El Estado del apartheid celebraba su propio éxito y, a través de los medios masivos, monumentos públicos, museos y textos educativos, presenta-
1 Fentress y Wickham, de hecho, usan el caso de los revolucionarios franceses quienes tuvieron que volver a la República romana para la legitimación de sus acciones políticas que no dependían de reyes.
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ba su punto de vista sobre el pasado sudafricano. Significantemente el Estado del apartheid se habilitó a sí mismo con un gran poder estatutario para prohibir versiones alternativas de la historia. Sin embargo, interpretaciones alternativas de la historia siempre existieron y se convirtieron en fundamentales para la educación política de los grupos de resistencia clandestinos y para la lucha. Hacia la mitad de la década de 1980 el punto de vista de la historia del anc se había convertido en esencial. Un punto de vista en que la lucha armada heroica en contra de un Estado criminal del apartheid era justificado en términos morales. Otros lo vieron en términos de una oprimida mayoría siendo subyugada por una colonia de minoría. Estaba la Guerra del pueblo establecida por la conferencia de Kitwe en 1985, cuando la guerra fue comprendida como una “guerra moral”. Los líderes del anc se expresaron sobre la lucha de liberación en términos morales cuando Oliver Tambo firmó la Convención de Ginebra, la cual limitó los ataques del anc a objetivos militares y no civiles. Se resaltó que ésta era la primera vez que un grupo guerrillero hacía tal labor. Tom Lodge, un importante historiador sudafricano, dijo que “… en términos comparativos con la conducta general de las guerras de liberación en otras partes del mundo, el anc peleó una guerra limpia. Y si cualquier rebelión armada es justificable moralmente, la decisión del anc de tomar las armas era ciertamente defendible” (Lodge, 1996: 7). Cuando el Frente Unido Democrático –United Democratic Front– surgió en los ochenta como una cara para las actividades del anc, hubo una nueva e importante historia que también estaba surgiendo, una en la que los desposeídos escribirían desde abajo. Era el tiempo de la historia del pueblo y estas voces fueron representadas por gente que buscaba resistirse y transformar el viejo régimen y el Estado del apartheid. Algunos decían: La memoria individual con fuentes a través de “voces de resistencia” recolectaba la “memoria de un pueblo”, e implicaba una memoria colectiva no declarada de resistencia. Al “pueblo”, imaginado como un cuerpo visible y ensamblado, le fue concedida una memoria colectiva aunque construida a partir de la acumulación de las voces de sus líderes, a través de la integridad inscrita en la memoria e identidad de líderes nacionalistas individuales (Minkley y Rasool, 1998: 91-92).
La sancionada narrativa blanca, aferrada por el régimen del apartheid, se desmoronaba, pero el acuerdo post-apartheid vio pocos cambios en la actitud política o ideológica. De hecho, miembros de la iglesia blanca afrikáans, y la antigua fuerza de seguridad que tenía el poder en el régimen anterior, argumentaban a favor de lo que ellos llamaron el “equilibrio moral” en los debates iniciales. Atrocidades cometidas por el Estado y sus agentes deberían ser vistas como iguales o equivalentes a las cometidas por las fuerzas de liberación, específicamente el anc, en cuanto le concernía al régimen anterior. Ninguno de
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los lados podía atribuir mayor importancia moral a sus actos bajo dicho código. Por otra parte, la versión del anc insistía en que el régimen bajo el Partido Nacional –National Party– fue inherentemente malévolo y hacía un llamado al reconocimiento de la forma criminal de gobierno del apartheid. Tendría que haber verdad y reconciliación aquí, pero también alguna forma punitiva de retribución dirigida por el nuevo Estado en contra de quienes eran posibles criminales de guerra. Esta posición no quiere decir que las partes representaban una dualidad: el anc reclamando victoria y el Partido Nacional reclamando ser víctimas. Las víctimas están en todas partes donde uno mire en la Sudáfrica contemporánea. Por ejemplo hay una tendencia a restar importancia al conflicto entre negros y negros. Esto también fue visto por el Partido de Liberación Inkatha –Inkatha Freedom Party, ifp– como algo completamente descuidado por la narrativa histórica. En una entrevista que realicé en 1998, Mangosuthu Buthulezi explicó en forma prolija: La mayoría del mundo occidental ha decidido ignorar los conflictos entre negros y negros, cuya verdad es muy incómoda para todos esos intereses occidentales que dieron recursos políticos, financieros y logísticos para la lucha contra el apartheid. Por esta razón nuestro conflicto ha sido simplificado como uno bipolar entre una minoría blanca racista y una oprimida mayoría negra. De todas formas, las cifras de muertes en los conflictos de nuestro pasado revelan por sí solas la falencia de esta explicación superficial y al estilo Disney de los eventos, porque sólo alrededor de seiscientas personas blancas murieron durante la lucha en contra del apartheid, mientras un estimado de veinticinco mil personas negras perdieron sus vidas, la mayoría de las cuales fueron asesinadas por personas negras (Christie, 2000: 188-189).2
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Buthulezi continúa argumentando que la lucha de liberación del anc buscaba una agenda política específica, sobre y por encima de la liberación. A través de la desestabilización de los sistemas de educación y de las comunidades negras, buscaban hacer que los pueblos y las ciudades negras fueran ingobernables por medio de la violencia y la intimidación y así disponerlos fácilmente para seguir a los promotores de la lucha armada (Christie, 2000). La ignorancia de este lado destructivo del conflicto molestó claramente a los integrantes del Partido de Liberación Inkatha quienes se veían a sí mismos como víctimas del proceso de la trc, de la misma manera como aún algunos afrikaners necesitan disculpas por parte del gobierno británico por atrocidades cometidas durante 2 Esto fue parte de la respuesta provista por Mangosuthu Buthulezi, líder del ifp a mi primera pregunta dirigida a los líderes políticos involucrados con la trc (Christie, 2000). ¡Buthulezi respondió mis preguntas con un fax de quince páginas!
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la guerra anglo-boer –entre el ejército inglés y los boer–. Buthulezi dice que la lucha armada fue manipulada y … utilizada por un componente del movimiento de liberación para eliminar o reducir el apoyo de los otros, y fue también usada como herramienta de acción política para obtener una hegemonía después de la liberación. Uno de los propósitos de la trc fue crear una imagen y hacer una recolección de eventos pasados que cambiarían el énfasis y redireccionarían el foco fuera de esta tragedia (Christie, 2000: 188-189).
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El líder del ifp afirmó que cuatrocientos de sus líderes fueron asesinados, así como catorce mil simpatizantes de la organización, y ninguno fue discutido por la trc. La apropiación del pasado para propósitos políticos no es un fenómeno nuevo; ha estado ahí tanto tiempo como la política. En el caso de Sudáfrica grupos con intereses, motivos y tácticas divergentes buscaron ganar la ventaja moral y legitimarse dentro de la nueva administración, ya fuera como vencedores morales, víctimas del nuevo Estado o simplemente como víctimas. Cuando viví en Sudáfrica en los años después de las elecciones de 1994, el sentimiento de víctima estaba siempre en el plano político. Nadie era entusiasta al estar en el lado perdedor y nadie quería tomar partido para apropiarse de una versión compartida de la historia, la cual alimentaría sus intereses políticos. H aci a l a T RC: u n ac u er do com prom et i do En la década de 1990 hubo un gran debate acerca de cómo Sudáfrica debería manejar su pasado problemático dentro de la fase de transición que experimentaba. Qué ocurriría con aquellos que manejaban el sistema en un escenario post-apartheid era un tema crucial en estos debates. Tres opciones se ofrecían y podrían haber sido utilizadas. La tercera era una opción de olvido completo –amnesia– y juicios al estilo Nuremberg instituirían una comisión de la verdad por el estilo de la comisión chilena, ampliamente interpretada como una de las indagaciones más exitosas acerca del pasado. La comisión no estaría basada en términos de venganza o retribución y, en parte, tendría una función reconciliadora en la construcción de una nación. Finalmente ésta era vista como manejable pero no sin controversia. De todas formas representaba un compromiso político. Se discutió el hecho de que las alternativas pudieron haber llevado a la guerra civil y a un derramamiento de sangre, y pocos estaban preparados para contemplar esto en un acuerdo político. El momento, el contexto y las circunstancias de la transición de la dictadura a la democracia dictaban los límites y procedimientos de la trc. Las otras opciones sobre la mesa son ahora muy difíciles de imaginar.
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Ti e m po pa r a el ca m bio En la temprana etapa de las negociaciones, muchos sentían que Sudáfrica sería precipitada a la guerra civil sangrienta. Esto fue expresado varias veces por los partidos que entrevisté. Sin las negociaciones, Sudáfrica pudo haberse convertido en otra Bosnia. Dullah Omar, el ministro de Justicia del momento, decía que la situación de Sudáfrica era cualitativamente diferente a la de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No había victoria revolucionaria en Sudáfrica, no estaban lidiando con un enemigo derrotado. En cambio había una cantidad significativa de negociaciones políticas. Por esto, cualquier propuesta para una comisión de la verdad, desde este punto de vista, tenía que ser ubicada dentro del contexto de la realidad sudafricana, que en el momento estaba constituida por la constitución provisional (Omar, 1995). El nuevo gobierno electo en 1994 tenía como intención una alianza entre antiguos enemigos; sin embargo, la mayoría del anc, entre estos el gobierno, la junta parlamentaria y la sociedad civil, hacían énfasis en la necesidad de la intervención del Estado para asistir a aquellos cuyas vidas habían sido dramáticamente afectadas por la previa legislación discriminatoria y, a la vez, en la necesidad de tratar de traer a la justicia a los que habían cometido crímenes serios en el viejo Estado. Fue un proceso político extremadamente complejo que dependía de la participación de todos los actores involucrados. La Comisión de la Verdad y Reconciliación sudafricana emergió a través de una serie de negociaciones políticas y compromisos que eran parte de una revolución más amplia, negociada en la nueva Sudáfrica entre grandes contrincantes del poder en un periodo de transición. No pudo haber sido de otra forma. El Acuerdo Nacional de Paz, el desarrollo de la codesa (Carroll, 1990; Halbwachs, 1980) y de la Constitución Provisional y la serie de cláusulas sobre indemnización, además de los desarrollos finales constitucionales entre 1994 y 1996, tenían todos el sello de un arreglo negociado basado en un pacto transitorio por las partes protagonistas. El diálogo entre los diferentes partidos políticos y las ong dentro de la sociedad civil fue invariablemente positivo en un sentido democrático, a pesar del hecho de que tenía repercusiones para la estructura de la trc. En el último análisis se reflejó una mente abierta, un compromiso y el deseo de negociar, elementos estos que no habían estado presentes en la sociedad sudafricana por más de treinta años. A pesar de las diferentes influencias e intereses que salieron de este planteamiento, creo que el proceso se benefició por ser inclusivo. Podemos ver claramente cómo el Partido Nacional cínicamente manipuló temas como el principio de Norgaard y las cláusulas de confidencialidad para su propio beneficio. El punto sobre la fecha de corte para las aplicaciones de la amnistía también dejaba ver cuánto forcejeo político y cuántas negociaciones fueron llevadas a cabo para obtener un acuerdo, particularmente entre parti-
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dos e internamente en el anc. El nombramiento de comisionados y los niveles de confidencialidad muestran cómo la sociedad civil se unió a través de las ong y cómo les fue permitido influenciar en los procedimientos. Esto hubiera sido muy raro de haber ocurrido en la vieja Sudáfrica. La opinión pública fue conducida para ejercer presión y funcionó; era un buen signo para la nueva democracia. El poder no estaba concentrado en un solo grupo durante el proceso; en cambio la participación, el aporte y el diálogo aparecían en diversos sectores, de una manera pluralista. Mientras que el régimen del apartheid hacía que las decisiones se tomaran en un contexto centralizado, el nuevo espacio político invitaba a la descentralización y a la delegación en la toma de decisiones con la participación de diferentes y hasta contrarios puntos de vista. En esencia significaba que la nueva Sudáfrica estaba abriendo su proceso de gobierno al escrutinio público. Eso anunciaba un cambio en relación con el pasado, cuando los procesos para asumir responsabilidad no eran más que proposiciones retóricas por parte del régimen del apartheid. Al fin y al cabo, la fortaleza de la democracia sudafricana reflejaría en cierto sentido la manera en que las negociaciones, compromisos, tratos y arreglos entre diferentes grupos era llevada a cabo. Las comisiones de verdad raramente emergen de un vacío. Hay numerosas limitaciones que determinan el éxito o el fracaso de estas investigaciones en el reto enfrentado por la transición. Muchos gobiernos están limitados por la herencia del antiguo régimen, del servicio civil, de las instituciones de seguridad y del personal, todos leales al viejo gobierno –los baathistas en Irak, por ejemplo–. Un gobierno transitorio se enfrenta a problemas serios, particularmente cuando el país ha sido dividido de la manera como lo fue Sudáfrica: Una nación dividida durante un régimen represivo no emerge como unida repentinamente después de que los tiempos de represión hayan pasado. Los crímenes en contra de los derechos humanos son cometidos por compatriotas, que viven junto con los demás, y estos pueden ser poderosos y peligrosos. Si el ejército y la policía han sido las agencias de terror, los soldados y los oficiales no van a convertirse de la noche a la mañana en modelos de respeto de los derechos humanos. Sus cifras y su manejo experto de armas letales permanecen como factores significativos de la vida… Los soldados y los oficiales pueden estar aguardando su tiempo, esperando y conspirando para volver al poder. Pueden estar buscando mantener o hacer nuevos simpatizantes en el grueso de la población. Si son tratados muy fuertemente –o si la red de castigo abarca zonas demasiado amplias– puede haber una reacción violenta que les podría favorecer. Pero sus víctimas no pueden simplemente perdonar y olvidar.3
3 Este aparte es tomado de un libro del juez Marvin Frankel titulado Out of the Shadows of the Night: The Struggle for International Human Rights y fue citado en el prólogo hecho por el presidente y arzobispo Desmond Tutu, en el Vol. 1, Cap. 1, p. 2, disponible en http://www.truth.org.za/final/1/chap1.htm
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El programa de construcción de nación del anc se preocupaba por los conflictos de la sociedad que continuaban, en un esfuerzo por enlazar amplios objetivos transformacionales, como la reconstrucción y el desarrollo de una democratización de la sociedad. En particular se preocupaba por los conflictos de las fuerzas de seguridad que jugaban un papel tan grande en el pasado de la sociedad y sus delitos. La participación de la comunidad es esencial en este proceso. Todo esto asume un tipo de valores compartidos y pienso que la trc, por lo menos al desarrollar una memoria común del pasado, puede actuar como un puente entre éste –cuando los derechos humanos y los valores compartidos no existían– y un futuro –cuando estos se entienden como importantes–. En la nueva Sudáfrica, un modelo cívico, no étnico y nacionalista aparece para ser apropiado como parte del proyecto para construir estructuras democráticas y promover la construcción de nación y de identidad común. Muchos de los comisionados y observadores del proceso con quienes hablé, señalaban primero, y como lo más importante, que la amnistía política a perpetradores que se habían sometido representaba un acuerdo político, resultado de las negociaciones que tuvieron lugar cuando el apartheid se vio en crisis en los noventa. Los argumentos a favor de la amnistía se basaban en consideraciones pragmáticas, que iban hacia adelante y evitaban la guerra civil y el derramamiento de sangre que hubieran ocurrido sin este compromiso. Al mismo tiempo fue un acuerdo útil para procurar la verdad y el conocimiento acerca de los crímenes del apartheid, que de otra manera no se podían haber conseguido. Escuché repetida y vigorosamente la noción de lo cerca que estaba Sudáfrica de una guerra civil antes de la creación de las elecciones de 1994, además de las razones por las cuales no había realmente una alternativa a la amnistía. La trc no tuvo un rumbo fácil. Fue atacada por todos los ángulos del espectro político y social por alguna u otra razón. El Partido Nacional rechazó la comisión, argumentando que era una cacería de brujas en contra de los blancos junto con grupos de extrema derecha como Puerto Libertad –Freedom Port–. Su rechazo a la trc como proceso y mecanismo de reconciliación era simple; su argumento era que reflejaba preferencia partidaria diseñada para reforzar el gobierno del momento. Al culpar al apartheid por las pobres condiciones económicas, la oposición cree que el anc puede legitimar su base de poder indefinidamente. Una vez más el pasado es llamado para sancionar el presente. Tal prejuicio imposibilita cualquier visión objetiva para el cambio social y la transformación pacífica, según este punto de vista. Sin embargo, el anc condenó el Reporte final, argumentando que había producido una criminalización de la lucha anti-apartheid. Entre otras cosas, el anc fue encontrado culpable de grandes violaciones de los derechos humanos que incluyen torturas y ejecuciones llevadas a cabo en sus campos en exilio, y de métodos indiscriminados usados
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en operaciones de bombardeo como la de Magoos Bar en Durban, el cual dejó civiles inocentes muertos. El Congreso Panafricanista lo denunció como un circo al igual que el Partido de Liberación Inkatha (The Guardian, octubre 29, 1998: 3). Se enfrentaba con un trabajo imposible. Sin embargo podemos decir que ha tenido algo de exitoso. Lo que no se puede negar más es que ha encontrado su aparición en las pantallas de televisión, los periódicos y la conciencia pública de una manera jamás antes vista. Por lo menos las tareas de reconocer e identificar han entrado en el discurso político. Por último, la trc permitió, de manera incipiente, una transformación en la sociedad y en el establecimiento del comienzo de una identidad común. La trc no estaba preocupada meramente por un pasado simple, con una búsqueda de datos, como ha sido entendido. Fue la toma de una perspectiva teleológica, una manera experimental continua de moverse hacia el futuro de forma pacífica. Y debe ser reconocido que es un mecanismo de transición en Sudáfrica, donde hay otros cuerpos que tienen un papel activo en la transformación económica y social, en la reconstrucción y el desarrollo, merecidos desde hace mucho tiempo, y que también deben ser tomados en cuenta en la ecuación del proyecto dinámico que está teniendo lugar. Todas las comisiones de verdad y reconciliación, en este sentido, son compromisos y negociaciones trabajados en el marco político alrededor de las transiciones. M e mor i a y ca m bio Nosotros no destruimos nuestro pasado; es indestructible. Lo llevamos con nosotros; su registro está escrito profundamente en nuestras vidas. Nosotros sólo nos rehusamos a reconocerlo como nuestro verdadero pasado y tratamos de hacerlo algo extraño, algo que no le ocurrió a nuestros verdaderos seres. Así que nuestras historias nacionales no le recuerdan a la conciencia de los ciudadanos los crímenes y lo absurdo de la conducta social pasada, así como nuestras autobiografías escritas y no escritas fallan en mencionar nuestra vergüenza (Niebuhr, citado en Boraine y Levy, 1995: xvi).
La manera como dos grupos totalmente opuestos pudieron sentarse y negociar el futuro de Sudáfrica es un paso extraordinario por sí mismo. El hecho es que la trc tenía una exigencia del Acto Parlamentario que fue el que la creó; la exigencia destacaba que el trabajo de la trc debía ser un proceso para lidiar con un pasado violento e investigar casos de violación de los derechos humanos. Pero ésta no era una oficina gubernamental porque su estructura era limitada. La solución para la responsabilidad en la gestión fue resuelta a través de la amnistía basada en una solicitud individual, y era el Acto, no la trc, el que establecía las condiciones para la concesión de esta amnistía. Así que dentro de la exigencia de
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la Comisión había un intento por crear las condiciones para el perdón a través de la responsabilidad personal, la cual identificaba perpetradores, pedía a las víctimas dar testimonio y proveía medidas para la reparación y rehabilitación. Por último, la trc ha permitido, en cierta manera, una transformación en la sociedad y estableció el comienzo de una identidad común. La memoria selectiva y los recuerdos fracturados siempre son un problema cuando se trata de entender el pasado. Uno de los ataques que más condenaba a la trc en este aspecto vino del líder del Partido de Liberación Inkatha, Chief Buthulezi, en un cuestionario que me envió en diciembre de 1998. Decía que: Las dinámicas que tuvieron lugar en la trc pueden ser comparadas con las de la Santa Inquisición del Cardenal Ximene, la cual desmanteló una larga lista de crímenes imaginarios. Las características de éstas estaban muy a menudo en las mentes del inquisidor y no en los hechos que involucraban a las personas. En el caso de la trc, este perverso mecanismo no operaba lo suficiente como para alterar la verdad sino para elegir aspectos de la verdad que debían ser expresados, mientras otros eran ignorados o distorsionados (Christie, 2000: 179-180).
Aquí la trc misma está siendo acusada de memoria selectiva, mientras tiene como función producir algún otro resultado además de la verdad objetiva real. Pero aún siento que Buthulezi está exagerando el caso en muchos sentidos y no logra ubicar la Comisión y sus hallazgos en un contexto de la historia sudafricana más extensa. Es así como la identificación y el reconocimiento ayudan a proveer las bases para una comunidad política que pueda trabajar, y además contribuyen a que tenga legitimidad y durabilidad. Pero hay más aspectos involucrados aparte de la verdad según un autor. La verdad es útil para la reconciliación sólo de algunas formas y, “… a menos que esté ligada a alguna forma de justicia diferente al castigo, es probable que el reconocimiento de la verdad genere indignación en las víctimas y miedo en los beneficiarios” (Mamdani, 1997: 25). Para Chris Ribeiro, cuyos padres, Fabian y Florence Ribeiro, fueron acribillados fuera de su hogar en Mamelodi a principios de diciembre de 1986, el perdón y el olvido son problemáticos: “… si los asesinos de mis padres reciben amnistía, es como si mataran a mis padres una segunda vez… Si los asesinos no van a afrontar las consecuencias no estoy interesado en la Comisión de la Verdad y Reconciliación” (Coetzee, 1994: 19). El Informe final de la trc, proporcionado en noviembre de 1998, se acerca a un millón de palabras, pero esto no es nada en comparación con las lágrimas derramadas durante el curso de su reconocimiento, o, incluso, en el curso de la horrorosa historia del apartheid. David Baresford dijo que era “… el testamento político más importante que emergió de Sudáfrica”, aunque sería conservador juzgarlo como uno de los documentos más importantes del siglo veinte. Para él,
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… el poder del Informe final se encuentra en que es un testamento del pueblo. Las historias personales que son el centro de la trc ofrecen una experiencia valiosa que es casi bíblica, guardadas las proporciones. Gran parte de ella es horrorosa y difícil de digerir, pero tiene pasajes de gran simplicidad que tienen su propia majestuosidad (Beresford, 1998: 22).
El efecto terapéutico, que puede ser nada más que la trc, ha llevado a millones de hogares en Sudáfrica la escala y la profundidad del sufrimiento de la gente común bajo el régimen del apartheid. Sin embargo, si ésta alcanzó aquel nivel de conciencia entonces habrá sido exitosa.
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C onc lusión Alrededor del mundo, las investigaciones sobre el pasado auspiciadas por el Estado se están convirtiendo en un lugar común. La vuelta a la revisión del pasado no limita solamente a los países en transición. Desde Japón a Estados Unidos, los gobiernos están activamente revisando su pasado y sus roles históricos en políticas problemáticas que ocurrieron bajo su predecesor. Uno de los más recientes ejemplos de esto, se trata de las disculpas presentadas por el ex presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, a Guatemala y otros Estados centroamericanos, los cuales fueron testigos de una campaña antiterrorista a través de cuatro décadas de política exterior, financiada por Estados Unidos. En Guatemala miles de civiles murieron como resultado de esto (Guardian Unlimited Archive, marzo 13, 1999; Guardian Unlimited Archive, marzo 12, 1999). 4 Pocos conflictos prolongados pueden igualar el terror y dolor que causó el apartheid en su auge a sus víctimas. En Sudáfrica, el Estado declaraba estar peleando en contra del terrorismo comunista para justificar sus políticas del apartheid. El resultado fue la militarización del aparato de Estado a gran escala y la creación de mecanismos de seguridad secreta que no se adherían a las reglas de la ley en ninguna forma. Parte de la ironía de la transición en la nueva Sudáfrica es la dependencia problemática que tiene la sociedad de las fuerzas de seguridad y del servicio civil del Estado del apartheid. El hecho de que las fuerzas privadas mercenarias estuvieran autorizadas a operar en tierra sudafricana resulta en la compleja interacción de la política y su naturaleza en este país. Manteniendo en parte una cultura cerrada, de actividades misteriosas y encu-
4 Los Estados Unidos estaban generalmente involucrados en varias guerras sucias en América Central y Suramérica en el periodo posterior a 1945. En Nicaragua apoyaban una guerra contra el gobierno sandinista; en el Salvador y Guatemala, entre otros, fueron responsables de la represión por parte del Estado y abusos de derechos humanos. La comisión independiente del Historical Clarification reveló en 1999 que los Estados Unidos eran responsables de la mayoría de los abusos a los derechos humanos en los treinta y seis años de guerra en los que murieron doscientas mil personas.
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biertas, la dificultad está en motivar un servicio civil y un sistema de seguridad de Estado que “… en su mejor momento puede ser pasivamente resistente y en su peor activamente hostil hacia las nuevas iniciativas democráticas” (Simpson y van Zyl, 1995: 3). Además puede ser que Sudáfrica esté en un estado permanente de transición como lo argumentó Robert Thornton: Todos sienten ahora que Sudáfrica está “en transición”. Pero Sudáfrica no está simplemente en “transición” hacia un estado final o algún otro “fin de la historia”. Para ser exitosa debe permanecer en una especie de transición permanente. Como la idea de Trotsky de una “revolución permanente”, Sudáfrica parece que puede permanecer en transición permanente así como alguna vez pareció existir perpetuamente delante del Apocalipsis. Es importante mantener este sentido de transición porque no puede haber un fin en la historia de Sudáfrica que no sea también apocalíptico (Thornton, 1994).
Además, algunos han hecho preguntas acerca de si el Partido Nacional, como perdedor de la última guerra sudafricana, pudo haber esperado el mismo trato que el vencedor, el anc. En Nuremberg los nazis estaban en el puerto. Si los alemanes hubieran ganado entonces, tal vez, los aliados hubieran sido encarcelados por el bombardeo de Dresden o la destrucción de las ciudades japonesas. Según Richard Goldstone, el juez sudafricano y jefe fiscal de los tribunales de crímenes de guerra para la antigua Yugoslavia y para Ruanda, los juicios de Nuremberg “… fueron un instrumento significativo para evitar que la culpa de los nazis se le asignara a todo el pueblo alemán” (Norton-Taylor, 1995: 6).5 ¿Podría ser la Comisión de la Verdad de Sudáfrica interpretada como una forma significativa para prevenir la adjudicación de la culpa al colectivo de la población blanca? Sin embargo, a diferencia de los juicios de Nuremberg, la trc no tiene poderes de acusación. Además, su función no es hacer distinciones entre crímenes –cometidos por o en contra del apartheid–, sino investigar a lo largo del espectro político. En Nuremberg, los aliados no estaban en juicio, o amenazados de ser juzgados. Una vez más, en el caso de compromiso y negociación de Sudáfrica, los límites entre vencedores y perdedores están mucho más difuminados. El caso de Chile era mucho más problemático porque el poder se mantenía por las fuerzas armadas bajo Pinochet, a pesar de una transición al gobierno civil, asegurando así que los cargos fueran difíciles de establecer y aún más difíciles de implementar. Todas las comisiones de la verdad, en este sentido, son entonces compromisos y acuerdos logrados en el marco de las negociaciones políticas alrededor de las transiciones.
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5 En otro texto, Goldhagen (1996) pregunta si los alemanes fueron responsables colectivamente del holocausto judío y la respuesta es afirmativa.
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Los comisionados y otras personas que entrevisté tenían puntos de vista diferentes sobre lo que constituía los propósitos de la trc, cuáles eran sus implicaciones y cuál podría ser su papel en la nueva Sudáfrica. Parte del problema es que tal institución, nacida de la negociación donde no hay claridad sobre los vencedores ni los perdedores, está a disposición de todos los sectores de la comunidad. Objetivos diversos como la justicia, el castigo, la retribución, la reparación, la confesión, la reconciliación, la construcción de nación y la transformación democrática, entre otros, son parte de los regímenes transitorios. Sin embargo, la reconciliación y el hallazgo de la armonía entre las partes son un objetivo enormemente complejo y difícil, especialmente cuando las expectativas fueron tan elevadas –como diría que fue el caso de Sudáfrica–. Los comisionados, sin embargo, tenían todos la certeza de una cosa: la trc era un proceso necesario. Si alcanzaba o no el destape de toda la verdad, era un proceso necesario. Si alcanzaba justicia o no, era un proceso necesario, y si lograba la conciliación o no, era un proceso necesario. La trc sudafricana pudo haber sido un mecanismo defectuoso; pudo haber abierto heridas viejas –y sus críticos la acusaron de ello–, pero esto hubiera sido inevitable de todas formas. La alternativa hubiera sido dejar que estas heridas supuraran y se pudrieran bajo la superficie de la sociedad hasta que hubiera una real explosión social. Sí, ha habido un enorme dolor, pero tenemos derecho a hacer la pregunta: ¿y qué?, en respuesta a las críticas de estas revelaciones. El apartheid causó un inmenso dolor; la terapia rara vez es fácil, casi siempre incompleta, pero esto no significa que no se debe intentar. Enterrar el pasado hubiera sido la peor opción posible para la nueva Sudáfrica. Hubiera sido empezar con una mentira y no hay democracia nueva que en realidad pueda soportar esto si quiere establecer firmemente su legitimidad política y sus títulos democráticos. En este aspecto, necesitaba ser retrabajada. Un autor ha discutido que se supone que, de todas maneras, las comisiones de la verdad no deben reparar divisiones sociales. En este sentido, éstas no tienen una función de reconciliación: Sólo puede seleccionar el centro sólido de los hechos sobre el cual los argumentos de la sociedad deben ser conducidos. Pero no puede llevar estos argumentos a una comisión. Críticos de las comisiones de la verdad discuten como si el pasado fuera un texto sagrado, el cual ha sido robado y vandalizado por gente malévola y que puede ser rescatado y transformado en un caso transparente, en una gran declaración pública como la constitución de los Estados Unidos o el acta de los derechos. Pero el pasado no tiene ninguna de las identidades fijas y establecidas de un documento. El pasado es un argumento y la función de las comisiones de la verdad es simplemente purificar el argumento para aminorar el rango de las mentiras permitidas (Ignatieff, 1996: 113).
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UNA ECONOMÍA POLÍTICA DE LA MEMORIA EN LA COMISIÓN SUDAFRICANA | kenneth chriStie
la negación del pasado y la impunidad de aquellos que tenían las riendas del poder necesitaban –y aún necesitan– ser retados para forjar el tejido social de esta sociedad multirracial y dar poder a los reclamos morales de las víctimas muertas. referencias
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Resumen
Este artículo plantea la idea
Abstract
This article argues that reparations
de que las reparaciones juegan un papel
also play a critical role. The author share her
crítico: la autora comparte sus observaciones
observations of how government agencies,
sobre cómo las agencias gubernamentales,
nongovernmental organizations –ngo’s– civil
las organizaciones no gubernamentales
society sectors and victim-survivor’s associations
–ong– la sociedad civil y las asociaciones
struggle over reparations in post truth
de víctimas sobrevivientes de Perú luchan
commission Peru, offering a preliminary analysis
para la implementación de reparaciones en
of key theoretical suppositions about transitional
la etapa que sigue al trabajo realizado por
justice. She explores whether the act of telling
la Comisión de la Verdad. Así, se ofrece un
the truth to an official body is something that
análisis preliminar acerca de las suposiciones
helps or hinders a victim-survivor in his or her
teoréticas sobre la justicia transicional. La autora
own recovery process, and whether in giving
explora si el hecho de dar testimonio ayuda
testimonies victim-survivors place particular
en el proceso de recuperación, y si con sus
demands upon the state. The author concludes
testimonios las víctimas sobrevivientes hacen
that while testimony giving may possibly have
ciertas demandas al Estado. La conclusión
temporary cathartic effects, it must be followed
es que si bien el hecho de dar testimonio
by concrete actions.
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puede tener efectos de catarsis temporales, debe estar seguido de acciones concretas. Palabr as clave :
Key words:
Comisiones de la verdad, posconflicto,
Truth Commissions, Post-Conflict, Transitional
justicia transicional, Perú.
Justice, Peru.
a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 119 -145 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : e n e r o d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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D E S PU É S D E L A V E R DA D : D E M AN D A S P A R A R E P A R ACIONE S EN EL P E R Ú P O S T CO M I S I Ó N D E LA V E R D A D Y R ECONCILIACI Ó N Lisa Laplante1 “Ay, ¿por qué debo recordar todo otra vez? De la punta de mi cabeza hasta la punta de mis pies y de la punta de mis pies a la punta de mi cabeza, ya he contado todo lo que pasó aquí una y otra vez. Y, ¿para qué? Nada nunca cambia”. Entrevista con Justiniana Huamán, cuarenta y ocho años, campesina de la comunidad de Carhuahurán, Ayacucho, Perú, 2002.
E
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I n t roducción 2
n la actualidad, las comisiones de la verdad son aclamadas, paralelamente, como mecanismos clave para alcanzar los objetivos de la justicia y la reconciliación en sociedades de postconflicto así como también como prerrequisitos óptimos para anunciar el establecimiento de un nuevo orden democrático, un orden que rompa con los precedentes de un pasado violento. Aun así, hasta la fecha ha habido escasa investigación acerca de lo que debe suceder para asegurar que el proceso de transición iniciado por una comisión de la verdad continúe exitosamente, tiempo después de que ésta concluya su trabajo de acopio de la verdad y luego de que presente su informe final. Dada la relati-
1 Lisa Laplante ejerce como directora de proyectos e investigaciones de Praxis Instituto para Justicia Social. Viene acompañando el proceso de la Comisión de Verdad y Reconciliación, cvr, del Perú desde 2002, como investigadora de la Área de Audiencias Públicas de la cvr, auspiciada por el Center for Transitional Justice de la Universidad de Notre Dame, Estados Unidos. En los últimos años, ha apoyado grupos de víctimas sobrevivientes en sus demandas para reparaciones, además de dirigir investigaciones sobre el proceso. 2 La autora y su coinvestigadora Kimberly Theidon reconocen gratamente al United States Institute of Peace y al Centro Weatherhead de Asuntos Internacionales de Harvard por el apoyo que hizo posible este proyecto. Por su excelente ayuda en la conducción de investigaciones, agradecen además a Edith del Pino y a Leonor Rivera Sullca. Finalmente, dan gracias a todos los peruanos y peruanas que generosamente les otorgaron su tiempo y compartieron con ellas sus experiencias. Una versión anterior del presente texto, escrita por Lisa Laplante y Kimberly Theidon, apareció en inglés en la revista Human Rights Quarterly, 29 (2007). La traducción estuvo a cargo de Kimberly Theidon..
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va novedad de las comisiones de la verdad y la reconciliación como instrumento para la promoción de la justicia transicional, existen muchas preguntas sin responder en relación con su impacto y su eficacia. Por ejemplo: ¿de qué maneras el proceso de ofrecer testimonios y participar en audiencias públicas impacta a los testigos sobrevivientes en cuanto a su estado emocional, las relaciones con sus familiares, la comunidad y el Estado, así como también sus expectativas sobre lo que debe o no debe lograr una comisión? Una vez compilada, ¿hacia dónde nos conduce la verdad?3 ¿Cuándo se cumple la justicia en toda su complejidad? Por lo general, se entiende que aquellas medidas que usualmente acompañan o prosiguen una comisión de la verdad, tales como los procesamientos judiciales y las reparaciones y reformas institucionales, contribuyen indispensablemente en la reconciliación y en la construcción de un futuro más justo y pacífico. Efectivamente, las experiencias de aquellos países que implementaron comisiones de la verdad previamente indican que el hallazgo de la verdad debe estar seguido de medidas concretas para eliminar la impunidad y para construir un Estado de Derecho que asegure que el proceso de transición conlleve una democracia viable (Arnson, 1999; Kritz, 1995). No obstante, comparado con la atención prestada a los procesamientos judiciales y las reformas institucionales durante los procesos de transición, el grado de interés en las reparaciones ha sido mínimo, siendo los ítems anteriores prioridad en las investigaciones hasta la fecha. A pesar de que la evidencia preliminar ya ha demostrado que las reparaciones juegan un papel importante en la delicada tarea de la reconstrucción de naciones y, por último, en el campo de la reconciliación, el tema de las reparaciones ha sido, en gran parte, muy poco estudiado. Hasta el momento existe un magro cuerpo de investigaciones que examinan las discusiones centrales con respecto al diseño y a la implementación de programas de reparación, anotando que “existe un llamado claro para colocar cierta atención sistemática a las demandas de las reparaciones bajo condiciones de transición”4.
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3 El término víctima y la elaboración de categorías diferentes de victimización figuran prominentemente dentro del trabajo de las comisiones de la verdad. A la luz de nuestro trabajo en el Perú, nos parece que la denominación víctima sobreviviente es la más apropiada porque, primero, no todas las personas con las que conversamos se identifican como víctimas en sus vidas diarias. De hecho, muchas rechazan completamente el término víctima dado el grado de vulnerabilidad y abandono que éste implica, prefiriendo conscientemente distanciarse de una imagen tal. Segundo, preferimos el vocablo víctima sobreviviente porque un aspecto de nuestros estudios continuos se concentra simultáneamente en las formas en las que las personas se organizan para demandar reparaciones así como en el cómo este activismo político lleva a nuevas percepciones de ciudadanía y agencia individual y colectiva. Finalmente, evitamos el simple nombramiento de víctima porque nuestro trabajo se ha visto influenciado por el de Mahmood Mamdani, quien aboga por la necesidad de abandonar identidades frecuentemente dicotomizadas como manera de buscar nuevas formas de justicia y coexistencia tras la atrocidad. 4 Pablo de Greiff, director de investigación del Instituto de Justicia Transicional, ictj, en su paper “Justicia y reparaciones” –“Justice and Reparations”–, presentado en la conferencia del mismo nombre en Queens College el 11 de febrero de 2004
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En este artículo intento cubrir esta falta examinando diversos debates relativos a la implementación de un programa de reparaciones en el Perú postComisión de la Verdad. En particular, apunto a divulgar las actuales políticas de reparaciones del Perú para así examinar las suposiciones teóricas dominantes sobre justicia transicional. En el caso peruano, en cuanto a las agencias del gobierno, organizaciones no gubernamentales, sectores de la sociedad civil y asociaciones de víctimas, que discuten, deliberan, y luchan por las reparaciones, surge simultáneamente un caso de estudio valioso acerca de lo que sucede luego de que las comisiones terminan su mandato. Con seguridad, los resultados de estos debates informarán a las futuras comisiones, así como también determinarán si las recomendaciones hechas por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación peruana, trc, se transformarán de un simple documento en la genuina realidad. Para explorar la política de las reparaciones, empleamos el contenido de nuestras investigaciones, en forma de entrevistas y observaciones con las víctimas y sobrevivientes, llevadas a cabo durante y después de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación peruana, en funcionamiento del año 2001 al 2003. Procediendo de manera doble, permitimos que nuestra evaluación y seguimiento de los múltiples debates acerca de las reparaciones fuera informada por los estudios que condujimos con aquellos designados como beneficiarios del programa de reparaciones recomendado por la trc (2003). Estudiando las experiencias de la gente que provee testimonio o participa en las audiencias públicas convenidas por una comisión de la verdad se cubren tres propósitos. Primero, es importante determinar si el acto de decir la verdad a un cuerpo oficial es algo que ayuda u obstaculiza a las víctimas en su propio proceso de recuperación. ¿Es la provisión de testimonio per se una acción curativa? Segundo, si se argumenta, tal como aquí se hace, que el éxito de la transición democrática de un país depende de las experiencias, percepciones y protagonismo de su ciudadanía, entonces las experiencias de quienes han dado testimonio son claves para evaluar cómo los que cargaron el peso de la violencia pasada pueden ejercitar emergentes formas de ciudadanía. Tercero, ¿qué clases de demandas al Estado son articuladas por las víctimas en los testimonios provistos? Completando una investigación cualitativa con las víctimas del caso peruano, se han explorado las experiencias y el impacto complejo de la provisión de testimonio y de la participación en audiencias públicas, así como también hemos analizado los conceptos de justicia, reparación y reconciliación que las víctimas articulan. La presente investigación en Perú nos incita a afirmar que existe un contrato implícito establecido en el acto de dar y recibir testimonio sobre la historia dolorosa de la violencia política. Cuando las víctimas y los sobrevivientes
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hablan de sus sufrimientos y de sus pérdidas, colocan una responsabilidad en sus interlocutores, una demanda de respuesta. Así, el testimonio es un claro pedido de reconocimiento y reparación. En parte, también los sobrevivientes y las víctimas de la violencia política participan en reclamar su historia, como una forma de exigir un futuro diferente. Claramente, la verdad no es suficiente. La verdad sin consecuencias –aquella verdad que emerge sin “producir un puente al futuro”– es abiertamente antonímica a las metas de la justicia de transición (Minow, 2000). Como el caso peruano demuestra, el retraso en la implementación de medidas de reparación ha causado en las víctimas desilusión y una actitud cínica frente a la Comisión de la Verdad de su país. Argüimos entonces que, aunque las concepciones de justicia de la gente son extensamente dinámicas y complejas, aún se puede comprobar una constante en el panorama postconflicto: las reparaciones juegan un papel central no sólo en satisfacer las expectativas de justicia y reparación de las víctimas y sobrevivientes, sino en la reparación efectiva del serio daño que les causaron las previas y severas injusticias estructurales y la violencia política (Minow, 2000). Basándonos en nuestras investigaciones en Perú, argumentaremos, de hecho, que la implementación de las reparaciones es fundamental para generar el reconocimiento, la confianza cívica y la solidaridad social que son fundamentales para producir una democracia significativa. De esta forma, nuestros estudios miran tanto al pasado como al futuro, exactamente como hacen las víctimas con quienes hemos trabajado todos estos años.
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C om isión de l a Ver da d en P erú El proyecto de justicia transicional del Perú comenzó en el 2001, año en el que un gobierno de transición estableció la Comisión de la Verdad y la Reconciliación para investigar las dos previas décadas de conflicto armado interno –1980-2000–, caracterizadas por los enfrentamientos entre la guerrilla Sendero Luminoso, las Rondas campesinas –patrullas armadas de campesinos– y las Fuerzas Armadas del Perú. Durante la época, el Partido Comunista Peruano, pcp, a manos de Sendero Luminoso, había comenzado una campaña de terror para poder derrocar al Estado peruano desde las remotas montañas del país y llevar a la nación hacia una inminente utopía comunista (Degregori, 1990; Palmer, 1992). A esto, el gobierno respondió con una brutal guerra ofensiva de contrainsurgencia en la cual la categoría de campesino andino era automáticamente combinada con la de terrorista. Si bien es cierto que las tácticas para confrontar este conflicto variaron de acuerdo con cada presidente elegido democráticamente, fue Alberto Fujimori –quien llegó al poder en 1990– quien ganó el crédito por haber pacificado al país usando medidas legales draconianas, permitiendo tácticas paramilitares,
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consumando un autogolpe que truncó a un Congreso recalcitrante, reescribiendo la Constitución y desmantelando políticamente de lleno a todo partido e intermediarios institucionales en el desarrollo de lo que él llamaba “democracia directa”. En efecto, en septiembre de 1992, la administración de Fujimori logró localizar y arrestar al líder de Sendero Luminoso, descabezando así al movimiento guerrillero y aislándolo a las selvas del interior. El grado de derrota era tal que las negociaciones políticas entre el gobierno y la guerrilla nunca fueron llevadas a cabo5. Siguiendo una campaña presidencial altamente corrupta, Fujimori finalmente dejó el país luego de que fueran descubiertos miles de videos que lo mostraban a él y a su compinche, el anterior jefe del Servicio de Inteligencia Nacional, sin, Vladimiro Montesinos, sobornando a un colorido elenco que se extendía desde miembros del Congreso a conductores de talk shows. Sin duda fueron las acusaciones de corrupción las que finalmente forzaron a Fujimori a abandonar su puesto, enviando al mismo tiempo a generales y políticos significantes a la cárcel, proveyendo el espacio requerido para una apertura política que permitiría el establecimiento de la trc en 2001 por medio del mandato establecido por decreto ejecutivo del presidente interino Valentín Paniagua. El mandato de la trc fue llamado para finalmente esclarecer los procesos, los hechos y las responsabilidades de la violencia y las violaciones de los derechos humanos cometidas durante el pasado conflicto armado interno. De tal forma, cuando la trc concluyó sus dos años de investigación en el 2003, ésta había producido nueve volúmenes basados en 16.917 testimonios, catorce audiencias públicas y centenares de documentos y archivos otorgados no sólo por el gobierno peruano, sino también por el Departamento de Estado de los Estados Unidos. En su reporte final, la trc estimó por primera vez en el país que aproximadamente 69.280 personas habían sido asesinadas y desaparecidas, hecho que convertía el pasado conflicto interno en una de las confrontaciones más sanguinarias del país. En la sección del Reporte final que trataba sobre la distribución de la responsabilidad, los comisionados indicaron que Sendero Luminoso era responsable del cincuenta y cuatro por ciento de las muertes y desapariciones reportadas por la trc, mientras las Fuerzas Armadas eran culpables de un treinta y seis por ciento. La trc confirmó que las muertes por la violencia política podían ser claramente distribuidas por clase y pertenencia étnica, reportando que el setenta por ciento de las personas muertas o desaparecidas hablaban un lenguaje dife-
5 Sendero Luminoso ha sido reducido a grupos aislados, en gran parte confinados a la región selvática de Ayacucho y el valle del río Huallaga.
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rente al español, y que tres de cada cuatro personas asesinadas vivían en regiones rurales o eran personas campesinas pobres y analfabetas. La indiferencia nacional, especialmente aquella que imperaba entre la élite del poder residente en los centros urbanos, es culpada en gran medida por haber permitido esta masacre étnica (Peruvian Truth and Reconciliation Commission, trc, 2003). Estos resultados, empero, reflejan una tradición no singular pero histórica, de aguda marginalización de una porción significativa de sectores pobres y étnicos del Perú, de condiciones excluyentes que la trc culpó por el desarrollo de la violencia desatada, y de condiciones que ésta señaló como prioritarias para ser reformadas y así poder asegurar una paz duradera. La trc dedicó también un capítulo a las secuelas y efectos psicosociales del conflicto, detallando el daño serio infligido a niveles individual y colectivo. En su totalidad, el Reporte final logró detectar el miedo y la desconfianza que continuaba debilitando las comunidades peruanas más afectadas por la violencia, truncando y aminorando la participación cívica y social de sus miembros. Un estudio dirigido por psicólogos de la trc halló que más de la mitad de la gente que testificó –53.3 por ciento– mencionó espontáneamente el miedo asociado con la violencia que aún conservaba, mientras un 43.6 por ciento describió sentimientos de desamparo e impotencia permanentes (Rivera, Reyes y Cueto, 2003). A nivel colectivo, la trc también detectó grave desintegración de las comunidades y de los enlaces familiares, así como también un debilitamiento global en los niveles de confianza mutua, creando un sentimiento de vulnerabilidad e inseguridad que afecta todos los niveles de funcionamiento social (trc, 2003). Así, estos hallazgos de la trc concluyen que los desórdenes y enfermedades psicosociales “traspasan a nuestro futuro una seria deuda que afecta decisivamente la construcción de una comunidad nacional libre e igualitaria para su ciudadanía en una democracia pluralista que cimiente el camino al desarrollo y la equidad” (trc, 2003). Para responder a los daños masivos dejados como consecuencia del conflicto armado interno, la trc designó el Programa Integral de Reparaciones, pir, como una forma de reafirmar la dignidad y estatus de las víctimas, y de ofrecer esperanzas para el futuro a pesar de la pérdida de seres queridos y la interrupción de proyectos de vida. El pir fue explícitamente citado como el vínculo entre el logro de la reconstrucción nacional y la paz sostenible. A la fecha, el pir peruano es uno de los programas de reparación más comprensivos jamás propuestos por una comisión de la verdad. Sus definiciones de víctimas y beneficiarios son, además muy inclusivas, de la misma manera que lo son sus clasificaciones de reparaciones. Por ejemplo, son parte de los mecanismos que califican como reparaciones gestos simbólicos, tales como gastos públicos, actos de reconocimiento, monumentos, etcétera; programas
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de servicios en el área de salud y educación; iniciativas cívicas, tales como la restitución de los derechos ciudadanos; reparaciones económicas individualizadas y colectivas, y, finalmente, reparaciones a nivel comunitario. En su introducción, el pir presenta justificaciones éticas, políticas, psicológicas y jurídicas para sus propósitos, vinculando las reparaciones a la prevención de la violencia y la promoción de la reconciliación nacional. En todo momento, además, se aclara que la implementación del pir debe incluir la participación prominente de las víctimas, brindando especial consideración a los temas relativos a la cultura y al género, observando que el proceso inclusivo cuenta con beneficios simbólicos y psicológicos en potencia. C om ision es de l a v er da d: ¿t r a nsición h aci a l a j ust ici a?
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Una breve genealogía de la justicia transicional indica que desde los tribunales de Nuremberg y Tokio en la etapa que siguió a la Segunda Guerra Mundial hasta las comisiones de la verdad predominantes en el presente periodo, el campo de la justicia transicional se ha ampliado y normalizado (Teitel, 2003). El crecimiento de la justicia transicional es generalmente asociado al clima político de la era tras la Guerra Fría, en la cual un significativo número de estados autoritarios y opresivos inició un proceso de transición hacia la paz y la democracia procedural (Hayner, 2001). La escala masiva de daño –característica de estos escenarios–, el cese y debilitamiento de las instituciones legales y sociales tradicionales, así como la destrucción de la solidaridad social y la confianza civil, indicaron la necesidad de innovaciones en la administración de justicia. Normalmente, los mecanismos tradicionales de justicia están diseñados para transformar desviaciones ocasionales –no crónicas– en normas legales. Por tal razón, han fallado miserablemente en satisfacer este desafío. En la misma medida, y en gran parte, las propias instituciones legales de los países involucrados habían simplemente promovido o justificado las violaciones de derechos humanos cometidas (Teitel, 2000). Por lo tanto, las medidas judiciales y legales innovadoras de la naciente justicia transicional tenían como objetivo realinear a las sociedades con las normas consistentes de un Estado de Derecho, con respeto a los derechos humanos y a la consolidación democrática. Así, a medida que la justicia transicional ha sido implementada en diversos escenarios, se han ampliado también las expectativas de sus ejecutores y propositores. Una área de enfoque en particular dentro de esta expansión del interés en la justicia de transición ha sido la exploración de cuáles mecanismos son más favorables para asistir a países y ciudadanos emergiendo de prolongados conflictos violentos en los cuales el daño fue en gran parte infligido por el gobierno, o en los que el “enemigo” eran los propios familiares o vecinos (Thei-
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don, 2004). El consenso indica que la reparación de tales brechas profundas requiere respuestas creativas y flexibles que no solamente atiendan a la recuperación de las personas y comunidades afectadas directamente por la violencia política, sino también a la urgencia de construir un Estado de Derecho, consolidar la democracia, implantar una cultura de derechos humanos y prevenir futuros ciclos de violencia (Minow, 1998). La fórmula de justicia transicional utilizada varía, entonces, dependiendo de las realidades políticas, históricas y culturales de cada país, atestando al hecho de que no existe un modelo unánime o “de talla fija”. Así como las metas de la justicia transicional han sido ampliadas para incluir también la reconstrucción de la sociedad y la recuperación individual, las comisiones de la verdad han surgido como la medida más favorable en el movimiento de la justicia transicional (Torpey, 2003: 1-34). De hecho, las comisiones de verdad y reconciliación, cvr, han llegado a ser sinónimos virtuales del campo de la justicia transicional, siendo invocadas como una forma alternativa de justicia al ser empleadas en la ausencia, el debilitamiento, la terminación o el fraccionamiento de las instituciones democráticas tradicionalmente confiadas para asegurar la protección de los ciudadanos. La función primaria de una trc es recoger testimonios de tantos individuos como sea posible, incluyendo pero no limitándose a las víctimas, perpetradores, testigos y representantes institucionales involucrados. En conjunto, estos testimonios han de clarificar la verdad de lo sucedido durante un episodio específico de la historia de un país. Así, estas entidades temporales se enfocan en el pasado, investigando abusos que resultaron en la derogación de los derechos humanos básicos, incluyendo actos de violencia como tortura, violación, encarcelamientos injustos, matanzas extrajudiciales y desapariciones6. Basándose en los testimonios recolectados, una comisión de la verdad publica finalmente un expediente oficial del pasado ocurrido, al mismo tiempo que ofrece recomendaciones al gobierno transitorio o al sucesor. Las recomendaciones pueden incluir una amplia gama de reformas, incluyendo las reparaciones morales, simbólicas y económicas de las víctimas, las reformas institucionales o, según el caso, también la transferencia de casos específicos a mayores autoridades para la conducción de más extensas investigaciones criminales7.
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6 Para leer una discusión general sobre el tema, ver Hayner (2001, supra No. 13). 7 Para leer más acerca de cómo la cvr peruana fue excepcional en preferir las investigaciones criminales en vez de la amnistía, ver Lisa Laplante, “Complementary Paths to Justice? The Inter-American Human Rights System and the Peruvian Truth Commission”, en Paths to International Justice, London, Cambridge University Press, en prensa.
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Pr egu n ta s no r espon dida s: ¿pu eden l a s com ision es de l a v erda d satisfacer l a s ex pectati va s de j ustici a de l a s v ícti m a s?
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La relativa novedad del modelo de la comisión de la verdad, con aproximadamente treinta comisiones establecidas alrededor del mundo desde 1974, nos deja muchas preguntas en lo que respecta al cómo éstas pueden o no pueden contribuir a los esfuerzos de transición hacia la paz y la democracia procedural de aquellos países afectados. Existen distintos desafíos que contribuyen a complicar la tarea de evaluar las comisiones de la verdad y su impacto en las víctimas sobrevivientes y en la sociedad en general. Por ejemplo, aunque hay similitudes fundamentales entre las diferentes comisiones de la verdad, tales como la función común de búsqueda de la verdad, cada comisión tiene sus propias idiosincrasias que oscurecen la tarea de dar una precisa evaluación de las comisiones de verdad como un modelo uniforme de justicia transicional. Obviamente, el contexto social y político en los cuales una comisión de la verdad funciona influye inevitablemente en los resultados del trabajo, introduciendo un set innumerable de variables adicionales, terriblemente obstaculizantes. En la ausencia de una evaluación precisa cuantitativa de las comisiones de la verdad, por lo tanto, una pregunta que aún queda por contestar es si éstas son o no un modelo verdaderamente beneficioso para aquellos que dan testimonio. Un sujeto de preocupación principal es si las comisiones de la verdad pueden posiblemente tener un impacto negativo en las víctimas sobrevivientes. Con una mínima base científica, muchos han argumentado comúnmente que el dar testimonio, especialmente en los foros públicos, es un acto catártico para el individuo y para la sociedad (Chapman y Ball, 2001: 1-43). Se espera que el proceso de relatar sus historias restaure la dignidad humana y civil a aquellos que no sólo han sido violados en sus derechos sino también en sus requerimientos y demandas de reparación, consistentemente ignorados o reprimidos, creando una cultura del silencio (Hamber, 1995). No obstante, recientemente han surgido críticas que proponen que, si bien es indispensable el rol de las víctimas en las comisiones de la verdad, su condición como población vulnerable y su participación puede conllevarlos a exacerbados problemas de salud mental o a la renovación del trauma. Estas son, de hecho, dos opiniones distintas y establecidas analizando el tema. Así, basándose en un estudio de individuos que habían testimoniado ante la trc sudafricana, el psicólogo Brandon Hamber indica que … los que están, en gran parte, a favor de la trc, argumentan que ésta curará las heridas del pasado a través de los sobrevivientes que cuenten sus historias a los individuos comprensivos quienes, en primera medida, tendrán conocimiento del daño real. Paralelamente, quienes se oponen a las trc ar-
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gumentan que son un mecanismo destructivo que simplemente abrirá las pasadas heridas, las cuales están actualmente ya curadas, resultando en cólera, amargura y venganza (Hamber, 1995).
A pesar de casi dos décadas de acumulación de experiencia en distintas comisiones de verdad alrededor del mundo, todavía no hay una conclusión final acerca de cuál opinión es más válida. Hamber ha afirmado que “a pesar del potencial de las trc para funcionar psicológicamente como un mecanismo curativo, éstas raramente pueden ser, en sí mismas, procesos suficientes para proveer una verdadera rehabilitación psicológica” (Hamber, 1995). Las audiencias públicas de una comisión de la verdad pueden ser, sin duda, un paso importante y necesario en la iniciación de un proceso curativo para las víctimas: sin embargo, Hamber advierte, que si éstas no se estructuran cuidadosamente, las audiencias públicas pueden, de hecho, obstruir la curación de los individuos (Hamber, 1995). La paradoja que este riesgo potencial acarrea está relacionada con la primacía del testimonio en el trabajo de toda comisión. Es claro que el trabajo de las comisiones de la verdad depende extensamente de la participación de las víctimas sobrevivientes desde su posición testimonial, ya que los testimonios forman la base del informe final que las trc consumen. Las comisiones desarrollan estructuras explicativas para el daño hecho y diseñan recomendaciones apropiadas basándose casi enteramente en lo que dicen las víctimas sobrevivientes. En algunos casos los testimonios de víctimas proveen incluso suficiente evidencia preliminar para iniciar investigaciones criminales. Adicionalmente, la participación de las víctimas sobrevivientes es parte importante de un proyecto pedagógico: sus testimonios generalmente son usados para educar y sensibilizar al público sobre períodos de sistemáticas violaciones a los derechos humanos que no debiesen ser repetidos. Así, las víctimas sobrevivientes son, simultáneamente, los sujetos principales y los primeros beneficiarios de las investigaciones y recomendaciones preparadas por las comisiones de la verdad. Consecuentemente, es de gran preocupación que el testimonio pueda ser nocivo para las víctimas, puesto que así la viabilidad del modelo de la comisión se vería directamente amenazado. Si se confirma que la experiencia de dar testimonio es, efectivamente, perjudicial, la lógica sugiere que las comisiones no deberían ser usadas más.
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¿Una cata rsis con diciona l? E l ben eficio t e m por a l del t est ifica r Nuestros estudios confirman el efecto beneficioso temporal de una comisión de la verdad, con énfasis en el escuchar empático de voces tradicionalmente silenciadas para la reconstrucción de una versión común de la historia y para revelar las prácticas e instituciones que condujeron a su victimización
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(Theidon, 2004). Después de años de marginalización y discriminación étnica, las víctimas sobrevivientes peruanas finalmente encontraron en la trc un fórum sancionado por el Estado en el que sus historias y demandas fueron por primera vez escuchadas y reconocidas. El perfil social, económico y cultural de la mayoría de las víctimas condujo indudablemente a esta reacción positiva. La mayoría de aquellos que atestiguaron venían de poblaciones históricamente marginadas, y como previamente notamos, tres de cada cuatro de aproximadamente setenta mil personas asesinadas y desaparecidas en el conflicto armado del Perú eran campesinos pobres provenientes de comunidades rurales, de lengua materna diferente al español. Las cuatro regiones más afectadas por el conflicto son, en efecto, las más pobres del país e históricamente olvidadas por el Estado. Por lo tanto, para la mayoría de las víctimas sobrevivientes, su participación en la trc fue la primera oportunidad para recibir reconocimiento de una entidad estatal en la que, además, eran tratados con interés y respeto. Para muchos, su participación en las audiencias públicas fue un momento clave, especialmente para aquellos que nunca habían contado públicamente sus historias o para aquellos que, posiblemente, nunca antes habían mencionado nada sobre su sufrimiento8. En particular, en nuestras entrevistas con personas que dieron testimonio a la trc, muchas enfatizaron lo significativo que era ser escuchado por el Estado después de años de haber sido silenciados. La trc, como una institución estatal, fue el primer paso en el proceso participativo peruano, otorgando un papel activo a las víctimas sobrevivientes en su trabajo. De hecho, el mandato de la comisión de la verdad menciona claramente su responsabilidad en “establecer canales apropiados de comunicación y promover la participación de la población, particularmente la más afectada por la violencia política”9. Así, un aspecto importante en el trabajo completado fue la confianza desplegada por las víctimas sobrevivientes, y no sólo por los especialistas, para comprender lo que sucedió. Aunque las víctimas sobrevivientes no necesariamente usan términos técnicos o legales, sino más bien, como una persona entrevistada nos dijo, revelan “no simplemente lo que vivieron sino lo que sintieron”10, la trc validó las experiencias de aquellos que dieron testimonio y la acumulación de testimonios le da peso a las voces de la gente que habló. En efecto, el proceso de validar la experiencia de las víctimas sobrevivientes fue fomentado por la
8 Entrevista con Rocío Paz, directora de entrenamiento, Asociación Pro Derechos Humanos, aprodeh, Lima, Perú, 23 mayo del 2005, transcripción de la autora. 9 Vea http://www.cverdad.org.pe/ingles/lacomision/nlabor/potestades.php. 10 Entrevista con Gisele Ortiz, solicitante frente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos y familiar de víctima en el Caso de la Cantuta; Lima, Perú, 8 de junio del 2005, transcripción de la autora.
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presentación de sus palabras en forma “oficial”, encapsuladas en el Reporte final (Osiel, 1999). Sobre todo, las audiencias ayudaron a revelar que las víctimas sobrevivientes no estaban solas en sus historias, sino que, por el contrario, figuraban dentro de una experiencia colectiva de sufrimiento y supervivencia11. El darse cuenta de que lo sufrido era una experiencia compartida ayudó a disolver sentimientos de desolación y de autoculpa. Las víctimas sobrevivientes, observando en retrospectiva más claramente los patrones de abuso, notaron, en muchos casos por primera vez, que el terror se trataba de un fenómeno sistemático y no de cualquier falla suya. Tal como se nos dijo, la gente encuentra solidaridad si tiene una historia común, aun cuando ésta sea horrible. Cuando se juntaba con el resto, cada historia confirmaba la innegable verdad de que un mal grave había ocurrido y que ya no era posible negar el pasado12. En sus entrevistas con veinte víctimas sobrevivientes que dieron su testimonio durante las audiencias públicas de la trc, la autora Laplante no encontró ninguna persona que describiera su experiencia del testimonio como negativa13. De hecho, todos indicaron que ésta fue una experiencia positiva y, para algunos, en efecto, tuvo un efecto catártico. Muchos de los participantes inclusive sintieron alivio en el poder compartir sus historias en público, como si de tal forma un peso fuera quitado de sus hombros. Algunos comentarios incluyen:
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… siento como que algo que tenía dentro de mí ha sido quitado, como si hubiera ganado un tipo de paz interna… estoy aprendiendo más sobre mis experiencias y también he visto cómo otros amigos que participaron en las audiencias han dado sus testimonios... he aprendido de ellos y he cambiado para ser mejor… (Hombre, cuarenta y un años, familiar de desaparecidos y líder comunal afectado, traducción libre). … yo estoy definitivamente aliviada. Creo que hablar del tema hace que uno sienta como si algo hubiese sido quitado de tu espalda, una carga muy pesada… yo estoy satisfecha conmigo misma pudiendo hacer esto, especialmen-
11 Entrevista con Rocío Paz, directora de dntrenamiento, Asociación Pro Derechos Humanos; Lima, Perú, 23 de mayo de 2005, transcripción de la autora. 12 Precisamente fui sorprendida por este tema, predominante entre aquellos que formaban parte del staff de la cvr en la oficina de Ayacucho. Si bien muchos de los miembros de planta provenían del mismo Ayacucho y habían morado allí durante el conflicto armado interno, era común oírlos mencionar que, previo a su trabajo con la cvr, verdaderamente no tenían idea alguna de la magnitud de la violencia y la pérdida de vida. Entrevistas de la autora. 13 El estudio incluyó trece hombres y siete mujeres. Aquellos entrevistados representaban un amplio rango de víctimas: desplazados, familiares de desaparecidos, torturados o asesinados, aquellos encarcelados injustamente y algunos incapacitados como consecuencia del conflicto. Los perpetradores de estas violaciones pertenecían aproximadamente en un cincuenta por ciento a grupos legales armados del Estado y en un cincuenta por ciento a grupos subversivos. Los entrevistados incluyeron profesionales, campesinos, clérigos, policías, oficiales del gobierno e individuos de diferentes afiliaciones políticas, inclusive partidos de la oposición.
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te porque mucha gente no sabe su historia, no la entiende… (Mujer, treinta y un años, Lima, familiar de asesinado extrajudicialmente, traducción libre). Cuando revelé todo lo que había sentido, sentí como si se me curara una enfermedad… hablé sobre mi miedo en frente del público como una persona que curaba una enfermedad… (Mujer, cincuenta años, Ayacucho, familiar de desaparecido).
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A pesar de los efectos positivos iniciales, nuestros estudios confirmaron que la participación de las víctimas sobrevivientes raramente se presentó como un gesto gratuito, o dado el simple deseo de ser escuchados. Muchas víctimas sobrevivientes, de hecho, indicaron que llegaron a compartir sus experiencias con la esperanza de que la violencia nunca volviera a ocurrir nuevamente, y la absoluta mayoría justificó explícitamente su participación con la esperanza de concretas medidas de reparación del gobierno. Mientras no toda persona entrevistada por los autores apoyaba el arribo de la justicia retributiva en forma de investigaciones criminales y juicios, todos expresaron el deseo de la justicia restaurativa por medio de reparaciones. Durante el periodo en el que la Comisión de la Verdad funcionó notamos, efectivamente, altas expectativas acerca de lo que ésta lograría en términos de justicia restaurativa, dejando abierta la pregunta de cuáles serían los resultados si esas expectativas no fueran satisfechas. Hamber escribe: “el tema de la reparación y particularmente el de cubrir las expectativas individuales es fundamental... las expectativas y deseos pueden variar mucho… la última forma de compensación sería resolver estas necesidades, y contrariamente, si se falla en hacer esto, la decepción y frustración pueden ser dominantes” (Hamber, 1996). Los expertos manifiestan estar en contra de “usar” a las víctimas sobrevivientes para que ellos, compartiendo las terribles cosas que han experimentado, sólo sirvan como tema de estudio, sin ninguna relación con su propia curación (Herman, 1992: 240). En lo referente al proceso de la trc, existe el riesgo de que los testimonios puedan verse como un mero ejercicio en la colección de datos sin conllevar beneficios concretos en la recuperación y la justicia de las víctimas. Siendo así, todos los potenciales efectos curativos temporales de dar testimonio observados aquí, podrían verse eliminados. O aun peor, crear expectativas y luego no llenarlas, podría convertir el proceso de revelar la verdad en un proceso dañino, acrecentando en las víctimas sobrevivientes el sentimiento de engaño, abandono y negligencia ajena. Una consecuencia inmediata puede ser que los beneficiarios potenciales del proceso de la comisión de la verdad lleguen a desilusionarse con el proyecto de justicia transicional. Puede ser que estos dejen de participar completamente en la batalla política necesaria para continuar con la transición iniciada por una trc. Puede ser que dejen de exigir sus derechos, incluso el de la implementación de reparaciones. Las autoras han observado repre-
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sentantes de la sociedad civil y de las entidades del gobierno del Perú confirmar repetidamente la necesidad de la presión política para poder asegurar que las recomendaciones necesarias de la trc permanezcan en la agenda pública, ya que esto depende de la movilización política de todos los que vieron sus derechos violados, todos a quienes les corresponden las reparaciones. En Sudáfrica, donde los procesamientos fueron imposibilitados por amnistías políticas, la falta de éxito del gobierno en pagar o instituir a tiempo las reparaciones para las víctimas creó tensiones políticas que afectaron el trabajo de la comisión de la verdad, e incluso degradaron su credibilidad y sus efectos benéficos (Hamber, 2004). En el Perú, tras más de dos años luego de la publicación del Reporte final de la trc en agosto de 2003, hay un alto grado de decepción, debido a la incapacidad del gobierno para implementar las recomendaciones hechas por la Comisión. Entre los más decepcionados –entre quienes rechazan enteramente el trabajo de la trc– están las víctimas sobrevivientes que erróneamente creyeron que su testimonio daría lugar a la compensación inmediata por su sufrimiento14. Aun así, pero para los que sí entendieron que la implementación de la reconciliación sería un proceso, poco a poco la falta de resultados concretos ha conducido a la desilusión, al aumento de la desconfianza y a la continuación de la impunidad. De tal forma, el componente de la justicia restaurativa en la fórmula todavía es un ideal. Más aun, los efectos positivos de una comisión de la verdad parecen estar inextricablemente conectados con el cumplimiento de las recomendaciones, medidas como las reparaciones. Se puede concluir que la verdad sola no es suficiente.
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¿C ómo y c uá n do se ll ega v er da der a m en t e a l a j ust ici a den t ro de l a fór m u l a de l a j ust ici a t r a nsiciona l? La justicia depende de la reparación de los errores del pasado y juega un papel crucial en el contexto de transición. Críticas a la Comisión de la Verdad sudafricana que mencionan que ésta equiparó la verdad con la reconciliación, pasando por alto la justicia en el proceso, dejando por consiguiente muchas víctimas insatisfechas y furiosas, hacen eco a un creciente consenso de que para romper con el pasado se requiere también alguna forma de justicia (Kritz, 1995). Sin embargo, mientras es indudable que la justicia juega un pa14 En la region de Ayacucho, en las alturas del Perú, donde ocurrieron los mayores niveles de violencia, existen, según reportes, tres comunidades habitadas casi completamente por mujeres de edad, quienes quedaron viudas o sin hijos por el conflicto, y comparten esta fuerte creencia y actualmente expresan total rechazo de la cvr por la falla en cumplir su promesa. Esta opinión negativa es además bastante frecuente en otras áreas rurales, particularmente entre mujeres mayores quechua-hablantes y monolingües. La difusión y diseminación del trabajo de la cvr fue insuficiente en las áreas rurales. Esta situación fue incrementada por una campaña antiinformativa desplegada por aquellos en oposición a la Comisión.
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pel imperativo en contextos transicionales, sigue siendo incierto cómo y hasta qué punto la justicia se cumple finalmente, ya que esta determinación depende eminentemente de criterios subjetivos (Brooks, 2003). En cuanto entrevistábamos víctimas sobrevivientes en el Perú notamos la frecuencia de peticiones y expectativas de reparaciones monetarias y no monetarias, y no sólo de convicciones criminales de perpetradores de violaciones a los derechos humanos. En su trabajo sobre la salud mental comunal, reparaciones y micropolítica de la reconciliación, Theidon (2004) halló, de hecho, qué concepciones compensatorias de justicia son generalizables y forman un componente clave en las formas comunales de adjudicar conflictos. Igualmente, los pronunciamientos, publicaciones y carteles de las víctimas sobrevivientes claman por la “verdad, justicia y reparación”, una iniciativa tripartita para romper con el pasado, donde cada clamor es percibido como una forma separada de justicia. Así, mientras que la justicia es tradicionalmente concebida como el procesamiento judicial, la realidad demuestra que la justicia viene en muchas presentaciones.
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¿Sust it u tos o com pl e m en tos? L a s r epa r acion es como u n m eca n ismo de j ust ici a Posiblemente porque las teorías tradicionales de la justicia retributiva –procesamiento y castigo a los perpetradores– cuentan con fuerte autoridad moral como las únicas formas de satisfacer las necesidades individuales y sociales de justicia forzando a aquellos que cometieron crímenes a que rindan cuentas, éstas tienden a dominar el discurso relacionado con el fin de la impunidad y la construcción de un Estado de Derecho (Nino, 1996; Orentlicher, 1995: 375-416). Efectivamente, en nuestras propias entrevistas con víctimas en el Perú, encontramos que ciertos sectores esperan procesamientos, incluso después de décadas de esperar por los resultados de investigaciones criminales, así alineándose con las nociones tradicionales de justicia retributiva. Muchas de las personas con quienes trabajamos nos dejaron claro que aun luego de muchos años, todavía están esperando “un poco de justicia”. Las autoras, por su parte, están de acuerdo en que algunas formas de justicia criminal deben seguir períodos de prolongadas y sistemáticas violaciones de los derechos humanos para confrontar la impunidad. Sin embargo, hemos observado también que las realidades políticas y legales pueden hacer esta meta inalcanzable. La preferencia por la justicia retributiva refleja, en gran parte, líneas de clase, y es un lujo que muchas veces sólo pueden darse las víctimas sobrevivientes sin dificultades económicas. Entre los pobres rurales, las demandas de justicia son expresadas abrumadoramente en un lenguaje económico: la lucha diaria por poder sobrevivir resulta de consideraciones prácticas –una granja con animales, una casa decente o educación para
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los hijos–. En contraste con Argentina, donde algunas madres de los desaparecidos rechazaron la compensación bajo el argumento de que, de tal forma, el Estado simplemente evadía una responsabilidad criminal (Osiel, 1999: 248), las víctimas más pobres del Perú son menos propensas a expresar esta reacción. La posición social, económica e histórica de las víctimas sobrevivientes claramente moldea sus concepciones de justicia, así como también sus oportunidades de alcanzarla. Nuestros estudios indican también que la justicia retributiva es a veces inaplicable a algunas víctimas sobrevivientes, como aquellas quienes fueron torturadas, a quienes les cubrieron los ojos, o a las que nunca descubrieron quién desapareció o asesinó a sus seres queridos. Personas tales no realizan seguimientos ni apoyan investigaciones criminales o juicios porque saben que no pueden identificar al perpetrador. Esto ocurre en países como Perú, que emergen de períodos de violencia y opresión, donde el sistema judicial es apenas funcionante, y más aun, el sistema judicial es, en primera instancia, epítome de la deficiencia. Aun si las víctimas sobrevivientes quisieran seguir por el camino jurídico oficial, poco lograrían. Las insuficiencias del régimen legal fueron, de hecho, las que permitieron la degradación y el cese del Estado de Derecho, en primer lugar (Du Toit, 2000: 122140)15. Los pobres y marginados sectores de la población ven al sistema legal nacional con suspicacia, especialmente porque éste no pudo protegerlos durante los años de la violencia política. Así, hay una fe mínima en que la justicia se puede ganar a través del camino formal. Si bien Perú, a comparación de Sudáfrica, no implantó amnistías políticas, aquél, como su contraparte sudafricana, sí tuvo que hacer frente a una realidad postconflicto en la que el sistema judicial evidentemente continuaba débil, ya que no podía ser reformado de la noche a la mañana, impidiendo totalmente la realización de juicios oportunos (Minow, 2000: 235-260). Es así como, terminado el trabajo de la trc, ésta transfirió cuarenta y tres de los más emblemáticos y sustanciosos casos criminales al Ministerio del Interior para ser investigados en el futuro. Dos años después, veinticuatro todavía no han sido abiertos para investigación y sólo uno ha resultado en una sentencia final: absolución (Defensoría del Pueblo, s. f.). Actualmente en la ausencia de amnistía, la influencia política retrasa y a veces obstruye las investigaciones criminales y los enjuiciamentos. Un reciente reporte de la Defensoría del Pueblo peruana revela la cantidad extremadamente sospechosa de obstáculos presentados por los militares en procesos jurídicos –el rehusamien-
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15 “…it is precisely the concern of transitional justice that these regular institutions cannot yet be taken for granted; under the prior regime, the very foundation of law and of public institutions were perverted. A new culture of rights and equal citizenship must still be ensued”.
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to a compartir evidencia, entre otros–, obstáculos que definitivamente truncan la limpieza de las investigaciones criminales conforme a las recomendaciones de la trc (Defensoría del Pueblo, s. f.). De la misma forma, cuando un fiscal de derechos humanos en Ayacucho inició un procesamiento contra un presidente anterior, la Corte Nacional Criminal publicó una decisión que indicaba que la jurisdicción de Crímenes contra la Humanidad pertenece no a la corte local, sino a la corte de la capital urbana de Lima, ocho horas apartada de la evidencia y de los testigos (Vargas Farías, 2005: 13-16). La Defensoría del Pueblo peruana revela, además, que de mil quinientas doce víctimas sobrevivientes envueltas en casos legales, sólo trescientas sesenta y cuatro cuentan con asistencia legal que asegure que sus casos sigan adelante. Las organizaciones peruanas de derechos humanos que representan víctimas sobrevivientes afirman que sus recursos limitados las restringen a presentar solamente aquellas quejas más emblemáticas –casos “patrones” de violación– o a seguir los procesamientos criminales articulados simplemente contra los violadores más notorios. Adicionalmente, dada la escasa experiencia del Perú en la conducción de procesamientos criminales de violaciones a los derechos humanos (Laplante y Chiara, 2004), las reparaciones figuran cada vez más como la única forma de justicia a disposición de las víctimas sobrevivientes, encarnando “la manifestación más tangible de los esfuerzos del Estado para remediar los daños causados” (De Greiff, 2004). Así, las víctimas que no pueden depender de los procesos criminales para satisfacer sus necesidades de justicia, a menudo se concentran en demandar la recepción de reparaciones. Por lo tanto, “claramente, ambas clases de esfuerzos, el retributivo y restaurativo, pueden ser consideradas elementos de justicia” (De Greiff, 2004). Paga n do r epa r acion es: h a ll a n do r esponsi bi li da d en el E sta do Uno de los factores que las autoras también observan es que las reparaciones juegan un papel simbólico importante para las víctimas sobrevivientes peruanas, quienes ven que el Estado falló en protegerlas. Según ellos, éste debe explicar sus actos y omisiones, en los cuales conjuntamente se permitieron las violaciones a los derechos humanos que todas las víctimas sobrevivientes sufrieron. Sin embargo, la justicia criminal, con su énfasis en los procesamientos individuales a los perpetradores, imposibilita hacer responsable al Estado por haber causado o permitido serias violaciones a los derechos humanos. El Estado, una non persona, no puede hacer frente a cargas criminales, a pesar de la verdad de sus abusos y sus fallas en la protección de los ciudadanos; por lo tanto, las reparaciones emergen como el medio ideal para “hacer pagar al gobierno” (Laplante, 2004b). Si bien las reparaciones económicas en el caso de
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las violaciones masivas a los derechos humanos pueden representar una suma modesta que claramente no basta para indemnizar el daño personal sufrido por la violencia política (Walsh, 1996: 116), éstas pueden, sin embargo, ofrecer un valor simbólico importante, enfocado en el señalamiento del Estado como responsable y en el reconocimiento del sufrimiento de las víctimas (Standaert, 1999). De tal manera, aunque es cierto que las reparaciones responden principalmente a daños humanos y materiales, éstas surgen desde el clamor por los derechos civiles, que sirven como medida para impartir culpabilidad y responsabilidad. Por eso, el efecto de las reparaciones se asemeja a la satisfacción lograda por los procesamientos criminales que cumplen con el sentimiento de necesidad de “enderezar un mal” y trabajar hacia la rendición de cuentas. ¿L a c u lpa bi li da d de l a s nacion es o el der echo de l a s v íct i m a s? Mientras las reparaciones sin duda cumplen una función importante en hacer al Estado responsable, en realidad su aplicabilidad depende de si el Estado adopta o no el punto de vista de que las reparaciones son un derecho de las víctimas sobrevivientes. Las autoras han observado que los sectores críticos del gobierno central, el Ejecutivo y el Ministerio de Economía, no han podido aceptar esta perspectiva, lo que conlleva a que las víctimas sobrevivientes vean una carencia absoluta de voluntad política, ahogada por una más vocal tolerancia a la impunidad. No obstante, los gobiernos regionales y otros sectores del gobierno central como el Ministerio de Salud han comenzado finalmente a asumir que las reparaciones sí corresponden a los derechos y, por tanto, sí pertenecen al proceso de la implementación de los programas de reconciliación y reparación (Laplante y Castellón, 2005). La sección sobre recomendaciones de la Comisión de la Verdad peruana ofrece justificaciones éticas y legales para la instalación de reparaciones, reflejando dos perspectivas divergentes del tema: mientras algunos comentaristas ven los programas de reparación como una prerrogativa moral y política de un Estado arrepentido (Barkan, 2000), otros argumentan que las reparaciones pueden también ser vistas como un derecho legal de las víctimas que crean una correspondiente obligación sobre el Estado (Vandeginste, 2003). En el caso de la adopción de reparaciones como inalienables, se consolidan las demandas de las víctimas sobrevivientes por las reparaciones, dadas especialmente las condiciones política y económicamente inestables de un país como el Perú. Enmarcar y comprender las reparaciones como un derecho permite que la resolución de éstas no se deje a discreción del Estado, previniendo que la implantación de dichas reparaciones sea puesta en una competencia entre necesidades sociales, a la espera de tomar siquiera una parte de la torta económica.
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Si limitamos la discusión a la moralidad, las reparaciones siguen siendo prerrogativa del Estado. Por el contrario, si atamos el debate al cumplimiento de derechos, las víctimas sobrevivientes crecen en poder ya que ahora pueden demandar conformidad y cumplimiento del Estado (Barkan, 2003). El caso de las reparaciones basado en los derechos ayuda, además, en la tarea de la construcción de la igualdad de derechos, fundamental para el Estado de Derecho, las democracias liberales y la estabilidad legal de las instituciones (Du Toit, 2000). Desde este punto de vista, las reparaciones son una obligación correspondiente a la resolución de los errores del pasado, contribuyendo al fin de la impunidad. Por eso, “las reparaciones hacen que la noción de los derechos humanos parezca verdadera y ejecutable” (Torpey, 2003: 1-34). Efectivamente, cuando ilustradas como un derecho, es común oír de las reparaciones por parte de las víctimas sobrevivientes declaraciones indignadas, afirmando que las reparaciones son “derechos y no... regalos”. A casi dos años de la presentación del Plan Integral de Reparaciones, pir, de la trc, su implantación ha sido, en el mejor de los casos, lenta –por no decir otra cosa–. Para escándalo de las principales organizaciones de víctimas sobrevivientes y de la comunidad local de derechos humanos, el presidente Alejandro Toledo esperó cantidad de meses antes de responder al Reporte final de la trc, prometiendo luego nada más que un programa de desarrollo social, a modo de evadir las reparaciones (Laplante, 2003). En 2004, el gobierno formó una comisión especial encargada del desarrollo de un programa de reparaciones basado en las recomendaciones de la trc, proyecto que culminó en abril de 2005 con la presentación del Plan de Reparaciones 2005-2006, que dependía del Consejo de Ministros y su aprobación. Una vez más, agrupaciones de la sociedad civil se mostraron en oposición, observando que el plan propuesto se quedaba corto en comparación con el ambicioso plan de reparaciones contemplado por el pir. En respuesta a las críticas, el gobierno recurrió a un decreto ejecutivo para crear la estructura legal del pir, requiriendo a los varios ministerios para que empezaran a desarrollar programas de reparaciones. Sin embargo, numerosas organizaciones de la sociedad civil han precisado que este marco es limitante ya que, dado que las decisiones por tomarse son directamente contingentes al deseo individual de cada ministro, la continuidad de la iniciativa y el grado de compromiso no están asegurados. De manera similar, si bien cuando el Congreso peruano aprobó la Ley de Reparaciones en agosto de 2005 lo que se consiguió se tomó como un gran triunfo para todos, la sociedad civil ahora está demostrando que nada es tan fácil como parece cuando se confrontan constantemente los obstáculos técnicos que el Estado presenta, retrasando la puesta en práctica de las reparaciones con bloques tales como la necesidad de un registro nacional de todas las víctimas.
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Si bien es cierto que todos los pasos tomados indican que el movimiento hacia la búsqueda de reparaciones está en marcha, agrupaciones de la sociedad civil peruana no comparten la satisfacción categórica imperante, señalando todos estos desarrollos como inútiles mientras los ministros de Economía y Finanzas continúen evitando asignar los fondos necesarios para apoyar las reparaciones propuestas. Por el momento, el Ministerio de Economía rechazó recientemente una iniciativa presentada por el ministro de Salud para integrar a veintidós mil víctimas sobrevivientes en el Sistema de Seguridad de Salud Pública, citando ausencia de fondos. Continuando con el ciclo de suspicacia y desconfianza, el hecho de que el ministro haya declarado que “no hay fondos” ha simplemente renovado la decepción en una parte de las víctimas sobrevivientes. El gobierno pierde credibilidad cada vez que asegura fondos para causas políticas populares, como las Fuerzas Armadas, o subsidios especiales para el programa contra la pobreza diseñado dentro del contexto de las próximas elecciones presidenciales, mientras se manifiesta la necesidad de financiar otros servicios, haciendo así más dificultosa la implementación del pir. Las víctimas sobrevivientes han descubierto además que el gobierno ha fallado una y otra vez en responder a ofertas de cooperación internacional para financiar la asistencia para las reparaciones en forma de intercambio de la deuda. Así, mientras no exista presión pública fuerte, el gobierno continuará evadiendo su obligación de proveer reparaciones. En otras palabras, la voluntad política debe ser impuesta. Este proceso, sin embargo, depende de la presión política que las víctimas sobrevivientes del conflicto armado interno puedan ejercer.
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C ol oca n do l o r epa r at i vo den t ro del model o de j ust ici a de t r a nsición De manera restaurativa, las reparaciones se convierten a menudo en la opción preferida –una preferencia que puede reflejar necesidad y pragmatismo– para ayudar a satisfacer las necesidades de las víctimas sobrevivientes y de la sociedad respecto a sus expectativas de justicia. Las reparaciones ayudan a las víctimas sobrevivientes a reconstruir sus vidas y también permiten que el gobierno tenga responsabilidad. La justicia restaurativa puede ofrecer ventajas para cambiar el papel de las víctimas sobrevivientes y su figuración en oposición a los perpetradores –como en el caso de la justicia retributiva–, brindándoles campo para ejercer poder de agencia, produciendo más oportunidades para que reclamen su dignidad humana y civil (Kiss, 2000). Ignorar las necesidades de las víctimas y sobrevivientes produce simplemente nuevos ciclos de frustración, venganza y violencia (Minow, 2000). Por lo tanto, las reparaciones llegan a ser incluso imperativas, especialmente en los casos en los que el retraso de la llegada de las formas tradicionales de justicia pone en riesgo los resul-
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tados positivos de una comisión de la verdad, o peor aún, en los que se pone al país entero en peligro de una inminente reincidencia de violencia. Las observaciones acumuladas aquí sobre las experiencias peruanas con la justicia transicional revelan que las reparaciones pueden ser consideradas tan importantes como los procesos penales y los juicios criminales, transformando ambas medidas de la justicia –retributiva y restaurativa–, en legítimas formas de reparación. Mientras lo ideal es ofrecer ambas para así ofrecer una respuesta más comprensiva a las demandas y expectativas de justicia de las víctimas sobrevivientes, la realidad indica que las reparaciones llegan a ser las únicas opciones factibles, por lo menos a corto y mediano plazo. Por estas razones, las formas de justicia restaurativa surgen como alternativas atractivas dentro del cuadro de la justicia transicional. A pesar de estas observaciones preliminares, dado que en muy pocas ocasiones han sido implementados programas de reparación, aún queda por establecer si las reparaciones verdaderamente satisfacen a las víctimas sobrevivientes y a las necesidades de la sociedad y sus expectativas de justicia a largo plazo (Rotberg y Thompson, 2000)16. Basándonos en las experiencias de países como Sudáfrica y Chile, en donde las víctimas continuaron exigiendo el advenimiento de juicios criminales incluso después de ser pagadas las reparaciones, parecería que las reparaciones no consiguen sustituir totalmente los procesamientos jurídicos, aun siendo un complemento necesario que provee satisfacción temporal mientras se espera el procesamiento criminal. En efecto, a medida que el empleo de comisiones de la verdad se expande por el mundo, la producción incrementada de planes de reparaciones demuestra que, a pesar de sus puntos débiles, las reparaciones son indudablemente medidas esenciales para la justicia en transición, además de ser necesarias para cumplir con la justicia, y, fundamentalmente, para dar respuesta a las expectativas de justicia que las víctimas sobrevivientes articulan.
16 Algunos defienden que la transformación social –la construcción de un gobierno de ley, de la reconciliación y del proceso general de reforma– es fortalecida por las reparaciones e incluso imposible sin éstas (Minow, 2000: 235-260, 252; Rotberg y Thompson, 2000: 12).
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DESPUÉS DE L A VERDAD: DEMANDAS PAR A REPAR ACIONES EN EL PERú POST-TRC | liSa laplante
C onc lusión Nosotros presentamos este reporte final en nombre de los ausentes y olvidados de esta nación. La historia habla de quiénes somos nosotros, de quiénes hemos sido y de quiénes debemos dejar de ser. Esta historia habla de nuestras tareas. Esta historia comienza hoy. Salomón Lerner, presidente de la cvr peruana, 28 de agosto de 2003, Lima, Perú
las reparaciones como parte de la justicia transicional en un escenario de postconflicto han sido etiquetadas como “fenómenos preeminentemente modernos…” (olick y coughlin, 2003). Sin embargo “no hay hoy cuestión más discutida en el campo del derecho internacional humanitario que el de las reparaciones” (Brooks, 2003), ya que existe “muy poco trabajo académico publicado sobre este fenómeno” (lean, 2003). esperamos, por tal razón, que la presente discusión haya podido captar las complejidades de los debates sobre reparaciones en Perú, para así poder contribuir al trabajo de futuras comisiones de la verdad, así como para promover la lucha de las víctimas sobrevivientes peruanas por la justicia. en nuestras investigaciones, la demografía de la violencia peruana se desfolia ante nosotros. la gente con la que trabajamos proviene de sectores de la población que no solamente sufrieron directamente el peso del conflicto armado interno, sino también de antiguas formas de violencia estructurales, tales como la suma pobreza y la potente discriminación étnica. Un componente simbólico del programa de reparaciones es efectivamente, el reconocimiento de la magnitud del conflicto, y el grado en el que la pobreza y la marginalización étnica de gran parte de sectores de la sociedad peruana estuvieron relacionados con las audiencias de víctimas de la violencia, víctimas que recibieron y aún reciben un trato de segunda clase, basado en la negación de su completa ciudadanía. las reparaciones son un paso para demostrar que todos los ciudadanos tienen derecho a vivir en un país que protege los derechos fundamentales de todos sus ciudadanos, un país que toma medidas contra quienes intenten violarlos. a lo largo de este artículo hemos argumentado que, en la mayoría de los casos, la verdad no es suficiente. las comisiones de la verdad dan inicio a un proceso que limita la gama de mentiras permitidas –en palabras de ignatieff–, eleva las expectativas de justicia y promete reparar algo del daño hecho por crímenes efectuados por acción u omisión. Para satisfacer verdaderamente las expectativas de quienes dieron testimonio de la violencia, sufrieron y aguantaron el terror, la verdad puede ser un puente hacia el futuro que además asegure que no se repita el pasado. creemos que las reparaciones son vitales en la construcción de este puente.
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“ P ero si no he acabado … tengo m á s q ue contar ” : l a s l i m i tac ion e s de l a s n a rr a c i o n e s e stru c tur a d a s d e l o s t e st i m o n i o s púb l i c o s Molly A ndre w s Centro para la Investigación de Narrativas Departamento de Ciencias Sociales, Medios y Estudios Culturales, University of East London m.andrews@uel.ac.uk Tr a duc c ió n de M a r í a A l e ja n dr a Pau ta s s i Resumen
Las personas que presentaron
Abstract
Persons who submitted
aplicaciones para dar testimonio ante la
applications to give testimony received very
Comisión Sudafricana de la Verdad y la
clear guidance on where their stories should
Reconciliación recibieron una guía muy clara
begin, and where they should end; those who
en cuanto a dónde debían comenzar sus
wanted to contextualize their experiences of loss
historias y dónde debían terminar; a aquellos
were not allowed a platform to contemplate the
que querían contextualizar sus experiencias
wider causes of their suffering. Some who gave
de pérdida no les fue permitido presentar las
testimony before the trc recalled afterwards
causas más amplias de su sufrimiento. Algunos
the acute pain brought on by the lack of
de los que tuvieron la oportunidad ante la
closure which they experienced in this process.
Comisión recuerdan el dolor posterior ante
Capturing stories of traumatic experience
la imposibilidad que experimentaron durante
demands that listeners are able and willing to
el proceso de dar clausura a su testimonio.
follow the speaker into unanticipated places. But
Para acceder a las historias de experiencias
this requires time and resources, which truth
traumáticas, los oyentes deben querer y
commissions are not necessarily able to provide
estar en capacidad de seguir a quien habla a
in adequate measure.
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lugares inesperados. Pero esto necesita tiempo y recursos, los cuales las comisiones de la verdad no están necesariamente en capacidad de proveer en una medida adecuada. Palabr as clave :
Key words:
Narrativas políticas, testimonio
Political Narratives, Traumatic Testimony,
traumático, memoria traumática.
Traumatic Memory, “Tellability”.
a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 147-159 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : e n e r o d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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“ P ero si no he acabado … tengo m á s q ue contar ” : l a s l i m i tac ion e s de l a s n a rr a c i o n e s e stru c tur a d a s d e l o s t e st i m o n i o s púb l i c o s 1 Molly A ndre w s
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E
I n t roducción
n su conmovedor ensayo “The Dread: an Essay on Communication Across Cultural Boundaries” –“El miedo: un ensayo sobre la comunicación entre fronteras culturales”–, Erika Apfelbaum habla de las “(im) posibilidades de comunicarse con otros sobre los hechos que necesitan ser testimoniados pero que desafían la expresión narrativa porque no son conocidos, comprendidos ni entendidos del todo” (2001: 19). Los hechos profundamente traumáticos, afirma ella, “se escapan de la comprensión llana” (2001: 19). Y, con todo, nuestra supervivencia depende de nuestra habilidad para decir lo indecible. Según Saunders (1999), la privación narrativa puede incluso ser más dañina que la privación de los sentidos (citado en Apfelbaum 2001, 21). Existe la creencia de que las comisiones de la verdad cumplen una función curativa para la nación –al documentar una historia traumática con el fin de superar ese pasado–, al igual que para los individuos que participan en ellas. Como dice Haynor: “Muchas veces se afirma que después de un período de violencia política masiva y silencio impuesto, el hecho de simplemente darle a las víctimas y testigos una oportunidad de contar sus historias a una comisión oficial (…), puede ayudarlos a recobrar su dignidad y empezar a recuperarse” (2001: 134). Una de las funciones clave de las comisiones de la verdad es entonces proporcionar una audiencia para que las víctimas de los abusos a los dere-
1 Este artículo es derivado del texto presentado en la conferencia sobre “Memoria, narración y perdón: reflexiones en torno a los diez años de la Comisión para la Verdad y Reconciliación en Sudáfrica”, University of Cape Town, Sudáfrica, noviembre 22 al 26 de 2006.
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“ P ero si no he acabado … ” : las limitaciones de las narraciones estructuradas | M o l l y A n d r e w s
chos humanos cuenten su historia; y existe una creencia fuertemente arraigada de que contar es dar un importante primer paso hacia la curación. Pero dar un testimonio en público es una forma muy particular de contar y la narrativa de la curación se beneficia del hecho de que muchos de los que están cerca del proceso consideran que dar un testimonio es algo pasivo, si no completamente engañoso. Curarse no es algo que ocurra en un momento. Nada garantiza que “si cuentas, te curarás”. Más bien, como el sacerdote activista sudafricano Michael Lapsley explica, “… es ingenuo pensar que en cinco minutos estarás curado. Durante los próximos cien años estaremos tratando de curarnos de las heridas de nuestra historia” (citado en Haynor, 2001: 142). Lejos de curarse, muchos de los que dieron sus testimonios a la trc revivieron en algún grado su trauma. El Centro para el Trauma de las Víctimas de la Violencia y la Tortura en Sudáfrica –Trauma Centre for Victims of Violence and Torture in South Africa– calcula que “del cincuenta al sesenta por ciento de los que dieron su testimonio a la Comisión, tuvieron dificultades después de hacerlo o expresaron su arrepentimiento por haber hecho parte de la audiencia” (citado en Haynor, 2001: 144), aunque esta cifra se basó en el número de víctimas con las que trabajaron y no en un estudio diseñado específicamente para examinar este tema. Fiona Ross, en su estudio de las implicaciones de género al rendir declaraciones, escribe sobre la tendencia a equiparar “el Yo que habla con el Yo que se ha curado, que resultaría del vínculo entre voz y dignidad” (2003: 78). Esta tendencia se refleja no sólo en gran parte de los análisis de la Comisión Sudafricana de la Verdad y la Reconciliación –South African Tryth and Reconciliation Commission, trc–, sino con toda claridad en la retórica de algunos de los comisionados, quienes a menudo hablaban de los poderes curativos de las historias. Este artículo explorará algunas de las razones por las cuales tantos de los que dieron sus testimonios a la trc no sintieron que esto fuera un mecanismo para sobrellevar sus experiencias traumáticas. Como hecho significativo, no hay suficiente información sobre qué fue lo que llevó a la gente a dar su testimonio a la Comisión en primer lugar, pero es claro que muchos no fueron con la intención de curarse. Los factores importantes que los motivaron, como la posibilidad de recibir indemnizaciones o la importancia del reconocimiento público autorizado, o incluso el deseo de obtener información no serán mencionados aquí. Por ejemplo, muchos de los que dieron testimonios lo hicieron no tanto para contar sus historias, sino con la esperanza de recibir más información sobre las difíciles experiencias de sus seres queridos –el quién, el qué, el dónde, el cuándo y el porqué–, información que los ayudaría a iniciar el proceso de aceptación y empezar a superar su traumática historia. Aquí curarse
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es un resultado esperado, pero no es la motivación clave que los llevó a contar sus historias. En mi discusión me centraré en el debate sobre la relación entre la vida y la narrativa: ¿hasta qué punto somos un Yo narrado? ¿Qué se oculta si toda nuestra vida se reduce a lo que se puede narrar?
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L a v i da y l a na r r at i va Bárbara Ardí escribe que “… la narrativa, como la lírica o la danza, no se puede considerar una invención estética que los artistas usan para controlar, manipular y organizar la experiencia, sino un acto mental primario que es transferido al arte desde la vida. La novela tan solo realza, aísla y analiza los movimientos narrativos de la conciencia humana” (citado en Carr, 1986: 16). La narrativa es un acto mental primario, un elemento importante del funcionamiento de la conciencia humana. Jerome Bruner sostiene que la narrativa es el único medio que tenemos para describir “el tiempo vivido”. Haciendo eco a la opinión de Hardí mencionada arriba, para Bruner, “… el arte imita la vida…, la vida imita al arte. La narrativa imita a la vida, la vida imita a la narrativa” (1987: 12-13). Las narraciones le dan una estructura a nuestra experiencia y éstas son el medio que utilizamos para organizar nuestros recuerdos. Es casi un lugar común decir que nosotros somos las historias que contamos y, por cierto, las historias que vivimos. Nuestras historias son nuestra identidad y sin ellas perderíamos nuestro norte. Y aun así, y aun así… Incluso cuando las narraciones puedan ayudarnos a organizar nuestra experiencia y a nosotros mismos, las primeras no son análogas a ésta. Al estructurar nuestra experiencia con el modelo narrativo, les brindamos la coherencia y unidad que no posee la vida en bruto. Roland Barthes sostiene que el arte se diferencia de la vida en la que todo son “mensajes mixtos” –communications brouillées– (citado en Carr, 1986: 14). Las narraciones son, por lo tanto, el resultado de nuestra creatividad, nuestra manera de darle orden a un mundo que se caracteriza por su caos y desorden. Frank Kermode, en The Sense of an Ending –El sentido de un final–, dice que “… al darle un sentido al mundo, nosotros… sentimos la necesidad de experimentar la concordancia que brindan un principio, un medio y un fin, lo cual es la esencia de nuestras ficciones explicativas…” (1968: 35-56). Pero tales ficciones se “desgastan” hasta convertirse en “mitos” siempre que nosotros las creemos como tales o adjudiquemos sus propiedades narrativas a lo real, “cuando no se miran de manera conciente como algo ficticio” (Kermode, 1968:39). La narrativa es un producto de la creación humana, es lo que nosotros, los hombres, completamos con nuestras pasiones, pesares, miedos y, sobre todo,
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“ P ero si no he acabado … ” : las limitaciones de las narraciones estructuradas | M o l l y A n d r e w s
con nuestra imaginación, y lo componemos a partir de la información en bruto de nuestras vidas, del mundo que nos rodea. El gran teórico de la narrativa, Paul Ricoeur, dice que el mundo de la acción no es simplemente caótico, sino que más bien tiene una estructura prenarrativa hecha a partir de elementos que se prestan para hacer parte de las configuraciones narrativas. Para Ricoeur el tiempo es algo “confuso, informe y, en el límite, mudo” (citado en Carr, 1986: 13). Contrario a la unidad que produce la narrativa, la vida en sí se caracteriza por su discordancia. Ricoeur describe la narrativa como una “síntesis de lo heterogéneo” en la que se conjugan los elementos dispares del mundo humano: “los agentes, metas, medios, circunstancias, resultados inesperados, etcétera” (citado en Carr, 1986: 15). A pesar del amplio debate sobre qué es lo que constituye la narrativa, en términos generales podemos afirmar, junto con Aristóteles, que las narraciones son historias con principio, medio y fin. El historiador William Cronon lo describe así: Lo que distingue las historias de otras formas discursivas es que ellas describen una acción que tiene un comienzo, se extiende durante un período definido de tiempo y finalmente tiene un cierre definitivo, con resultados que se vuelven significativos por el lugar que les corresponde en la narración. La acción terminada le da a la historia su unidad y nos permite evaluar y juzgar una acción por sus resultados (1992: 1367).
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Las narraciones, entonces, son la trama de la experiencia vivida. Como afirma Ricoeur, la trama funciona como un tejido de los hechos que componen una historia. “La historia está compuesta por hechos hasta el punto en que la trama hace que los hechos se conviertan en una historia” (citado en McQuillan, 2000: 257). Ricoeur sostiene, al igual que otros teóricos, que la estructura narrativa es, de hecho, “ajena al mundo real” (Carr, 1986: 15), y que “… las ideas de principio, medio y fin no son tomadas de la realidad. Éstas no son rasgos característicos de la acción real sino efectos de la organización poética” (citado en Carr, 1986: 15). Pero ¿dónde comenzamos nuestras historias, qué constituye el medio y cómo decidimos terminarlas? Estas decisiones son importantísimas en la configuración de los individuos, de nosotros mismos, que estamos esculpiendo. Parto del hecho de que la experiencia no tiene una configuración narrativa objetiva –con lo que aquí quiero decir principio, medio y fin–. La forma como construimos la historia de nuestras vidas no sólo nos ayuda a darle a ésta un sentido, sino que es en sí una reflexión sobre las bases que tenemos para darle un sentido al mundo y a nuestro lugar en él.
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Tomemos como ejemplo nuestro nacimiento para ilustrar este punto. ¿Comienzan nuestras vidas cuando nacemos –o, incluso, cuando somos concebidos–? O ¿se puede decir que nuestra existencia se llena de sentido hasta que, y sólo si, podemos reflexionar sobre esa existencia, o cuando podemos recordar las experiencias, almacenarlas en nuestra mente con el paso del tiempo, como si fueran la materia prima de lo que nos hace humanos? O, ¿se le puede dar sentido a nuestra existencia sólo dentro de un contexto más amplio, es decir, al mirar de cerca las condiciones de nuestro nacimiento, teniendo en cuenta que cuando respiramos por primera vez ya somos miembros de una comunidad constituida por ciertas historias? Estas historias de inmediato se convierten en nuestras historias y, de esta manera, las narraciones sobre nosotros mismos y sobre nuestras vidas anteceden el momento de nuestro propio nacimiento de maneras significativas. A lo que quiero llegar con esto es que el lugar donde empezamos nuestras narraciones no es algo obvio. Esto aplica no sólo a las narraciones de los individuos, sino de las comunidades y, por cierto, de las naciones. He escrito en otra parte, por ejemplo, sobre la importancia de que la narración estadounidense del “Once de septiembre” hubiera comenzado la mañana del 11 de septiembre de 2001, con los terroristas literalmente trayendo su destrucción desde un cielo despejado, de la nada. Los comienzos marcan el punto del cual se desprende la acción que le sigue. No podemos separar, entonces, el punto donde comenzamos de la función de la historia que queremos contar. Lo que dejamos por fuera de la historia en tan importante como lo que incluimos. ¿Cómo evaluar la pertinencia? L a i m porta nci a de l os fi na l es Pero si los comienzos de las narraciones son importantes, los finales lo son mucho más. En palabras de Aristóteles, “… el final es en todas partes el elemento principal” (citado en Cronon, 1992: 1367). El final de una historia es su componente más decisivo, porque sólo ahí podemos apreciar a dónde nos han querido llevar los hechos. Como dice Paul Ricoeur: “… la conclusión de una historia es el polo de atracción del desarrollo en su totalidad” (citado en McQuillan, 2000: 259). Desde este punto de vista podemos ver la narración como un todo y, por tanto, podemos descifrar su significado e incluso su moraleja. Pero para poder narrar nuestras experiencias, “… metemos a la fuerza nuestras historias en un mundo en el que no caben” (Cronon, 1992: 1367). La vida real no tiene principios, medios y finales significativos. Más bien, la vida se caracteriza por tener un tiempo que se desarrolla de manera infinita. No hay un principio, un medio o un fin, sólo un estado de perpetua continuidad. Nosotros organizamos
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nuestra vida y nuestro pasado estructurando hechos de manera precisa, porque esa estructura nos los contiene, los hace más manejables. No podemos mantener un ente de perpetua continuidad en nuestras mentes; esto supera incluso el gran potencial de nuestra imaginación y es algo en lo que podemos entrar de vez en cuando, al darnos la oportunidad de contemplar la estructura de la vida. Pero en el día a día no lo hacemos; no podemos hacerlo, la tarea es demasiado grande. Así que dividimos la experiencia en las partes que la constituyen. De esta división sacamos la habilidad de darle un sentido a lo que estamos viviendo. Pero también perdemos algo. Aunque podamos narrar nuestra vida de forma detallada como si fuera un cuento y, a lo mejor, incluso el modelo de cuento es la única forma cómo podemos asir el individuo que hemos sido y por extensión el que somos y el individuo en el que nos estamos convirtiendo, aún queda faltando algo. E l t r au m a, l a na r r ación y el l enguaj e Paul Ricoeur dice que la narrativa es una “innovación semántica” con la que algo nuevo entra al mundo por medio del lenguaje. En vez de describir el mundo, ésta lo re-describe. La narrativa nos abre “el mundo de los supuestos” (Carp, 1986: 15). Aun cuando la narrativa de hecho puede realzar nuestra habilidad para imaginar otras posibilidades, para visualizar los supuestos, ésta puede ser deficiente si se toma como una herramienta que utilizamos para capturar la experiencia de los traumas humanos que se han vivido. Elie Wiesel describe sus sentimientos cuando trataba de escribir sobre el holocausto: “… las palabras parecen demasiado insignificantes, desgastadas, inadecuadas, anémicas, yo quería hacerlas arder. ¿Dónde podemos encontrar una lengua nueva, una lengua primordial?” (citado en Apfelbaum, 2001: 26). Veena Das ha escrito sobre la pobreza del lenguaje que describe el dolor. A partir de la obra de Wittgestein, ella se pregunta:
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… si el lenguaje que describe lo inexpresable del dolor siempre se queda corto ante mi necesidad de que éste sea pleno, ¿no es ésta la sensación de desilusión que los seres humanos tienen de sí mismos y del lenguaje que les ha sido dado? Pero también: ¿toda la labor de volverse humano, incluso de volverse perversamente humano, no implica dar una respuesta –incluso si ésta es la rabia– a la sensación de pérdida cuando el lenguaje parece fallar? (Das, 1997: 70).
Existe, dice Das, “una carencia de lenguajes en las ciencias sociales que describan el dolor” y, de esta forma, “las ciencias sociales participan en el silencio, y así, éstas propagan la violencia en sus estudios” (1997: 94). La única forma de sobrellevar este problema es, siguiendo a Wittgenstein, “con la creación de un lenguaje que le dé un cuerpo visible a las palabras” (Das, 1997: 70), prestando nuestros cuerpos a la experiencia del otro, siguiendo el argumento de que
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“es posible que una persona sienta su dolor en el cuerpo de otra persona” (citado en Das, 1997: 69). ‘Estoy sufriendo’ se convierte en el conducto a través del cual me puedo salir de una privacidad expresable y de la asfixia de mi dolor… El dolor, en este intercambio, no es esa cosa inexpresable que destruye la comunicación o que marca una salida de nuestra existencia en el lenguaje. En lugar de eso, éste hace un llamado para ser reconocido, reconocimiento que se puede otorgar o negar… Además, la negación del dolor ajeno no se puede atribuir a una falta en el intelecto, sino a una falta en el espíritu (Das, 1997: 70, 88).
Veena Das propone reconceptualizar el dolor como si este “pidiera ser legitimado y reconocido” (1997: 88). ¿Hasta qué punto pueden las comisiones de la verdad proporcionar esto? Aunque el mismo acto de declarar ante los comisionados oficiales proporciona cierto nivel de reconocimiento formal y público, también hay unas limitaciones inherentes a este tipo de audiencias que restringen su capacidad de proporcionarle a los testigos individuales un reconocimiento duradero de su dolor psicológico y de su trauma. 15 4
L os t est i mon ios y l a s com ision es de v er da d Y aquí, entonces, volvemos a la pregunta: ¿por qué quienes testificaron ante la trc dijeron que habían sentido que participar en el proceso no les había ayudado psicológicamente? Como es bien sabido, la trc fue fundada en el Preámbulo al Acto de la Promoción Nacional y Reconciliación en 1995. Entre sus principales funciones, éste debía establecer “… una imagen lo más completa posible de la naturaleza, las causas y el alcance de los crímenes de lesa humanidad cometidos entre 1960 y 1994”. En otras palabras, el objetivo clave de la trc era establecer una narración nacional de su pasado. Uno de los mecanismos clave empleados para llevar a cabo este proyecto fue recoger los testimonios de los individuos que habían sido víctimas de crímenes de lesa humanidad. Lars Burr analiza las distintas formas de verdad que utilizó la trc y escribe: Si bien la Comisión estaba obligada a reflejar la verdad global, objetiva, en su informe, las verdades individuales, subjetivas, que contenían los testimonios, las declaraciones y las narraciones recogidos en las audiencias públicas eran claramente vistos como materia prima nada más, como datos que debían ser procesados (Burr, 2002: 69).
La trc se había concentrado en acumular todo el “conocimiento a partir de los hechos” como fuera posible, con la idea de que la información que se había recogido se pudiera juntar para construir una narración nacional de la época posterior al apartheid que sustentara la identidad la nueva Sudáfrica.
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El instrumento que se usó para recoger los testimonios personales –el protocolo de declaración– tuvo ocho versiones. El espacio destinado para que la víctima escribiera su narración en el protocolo se redujo de seis páginas a una y media, y en una de las versiones ni siquiera había espacio para la narración (Burr, 2002). El protocolo de declaración sólo registraba la información pertinente dentro de la base de datos de la trc. Cuando la gente iba a contar su historia, se la guiaba bastante, … para que diera escasa información sobre los motivos y que –en lugar de eso– se enfocara en los antecedentes más cercanos al hecho. La misma estructura del formato y la forma como éste guiaba a quienes tomaban las declaraciones excluía la posibilidad de que se tuviera en cuenta un contexto más amplio (Burr, 2002: 178).
En otras palabras, los matices de las historias seleccionadas para hacer parte de los testimonios públicos estaban fuertemente influenciados por lo que la trc consideraba que era pertinente. A los testigos les daban instrucciones claras sobre dónde debían comenzar sus historias y no tenían un lugar desde dónde entender las causas más grandes de los hechos o el hecho mismo. Un ejemplo de esto se puede ver en la Cuarta Versión del protocolo. Bonner y Nieftagodien lo comentan:
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A los deponentes los guiaba un inventario de puntos que debía abarcar su declaración: (…) ‘describa en pocas palabras qué fue lo que le pasó a usted o a la persona de la que nos está hablando, por favor, cuéntenos qué fue lo que pasó. ¿A quién hirieron, asesinaron o secuestraron? ¿Cuándo pasó? ¿Quién lo hizo?’ (Bonner y Nieftagodien, 2001: 177).
Sólo existe una página y media, de cuarenta líneas, destinada a las respuestas a estas preguntas, aunque los testigos podían pedir más hojas. Cuando en el formato aparecían preguntas relacionadas con el contexto político del hecho en cuestión, se aconsejaba a quienes respondían que se enfocaran exclusivamente en el día de los acontecimientos –por ejemplo, el día de una reunión política–. De nuevo, se puede observar aquí una fuerte predeterminación de la naturaleza de las historias que en última instancia se recogieron. Esta forma tan direccionada de recoger información es particularmente problemática a la luz de la observación hecha por Aphelbaum de que “… bien puede ser que sólo la característica indirecta de una narración sea lo que proporcione una mayor fidelidad a la gravedad de todo desastre” (2002: 27-28). La trc no sólo monitoreó con cuidado los matices de los testimonios sino, en palabras de Burr:
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Los datos sólo se consideran reales cuando son recogidos y presentados ‘según la estructura que ha definido la organización’ y este sistema estructurado constituye el vocabulario controlado. (…) Cuando una comisión sale y recoge la información de las personas que han sido víctimas de las violaciones, no recoge las historias como se han contado. Las narraciones sobre las violaciones están codificadas desde un primer momento y son sometidas a cambios para que se acomoden al lenguaje del sistema de manejo de información. El vocabulario controlado con el que se registran las violaciones determina cómo aparecerá en las transcripciones un incidente específico del mundo real (Burr, 2002: 69- 70).
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Se puede ver que para llevar a cabo el propósito original de la trc de establecer una historia del apartheid, era importante construir una manera de organizar los montones de información. Pero para quienes daban sus testimonios, las limitaciones estructurales –respecto al tipo de narraciones que podían contar– a las que estaban sometidos, tuvieron, en algunos casos, un impacto psicológico fuerte. Semprum (1994) dice que para tener la habilidad de escuchar se necesita “… paciencia, pasión, compasión, al igual que rigor” (citado en Apfelbaum, 2001: 29). Otra característica que pudo haber añadido es la de tener tiempo. Cuando escuchamos historias, nos debemos preguntar siempre cuál es la función de la historia: con qué propósito ha sido organizada. Y esta pregunta se puede responder en distintos niveles. En el caso de la trc queda claro a partir de un número de recuentos, que no siempre hubo sincronía entre la función del testimonio como lo percibían quienes habían dado su declaración y la Comisión como tal, que siempre estuvo orientada a buscar una verdad global y que siempre buscó los casos representativos, las historias que pudieran ser “… ilustrativas de los causantes, las víctimas y los tipos de violencia que se podían encontrar” (Haynor, 1996: 25). Las narraciones individuales eran vistas de manera instrumental, … habían sido transformadas para quedar inscritas en el protocolo (…) las memorias de las víctimas primero se materializaban en la forma de narraciones y, luego, a través de una cadena de traducciones, se convertían en los signos de los crímenes de lesa humanidad cometidos bajo el régimen del apartheid, que quedaban inscritos en los protocolos de declaración, la base de datos, los reportes investigativos, los archivos de la Comisión, el Informe final y, fundamentalmente, en los archivos nacionales (Burr, 2002: 80).
En el acto de dar testimonio, la historia individual empieza a hacer parte del manto general de la historia nacional, y por cierto, esto es justo para lo que están diseñadas las comisiones de la verdad, para reunir las voces individuales en un coro. Pero el dolor del individuo, lejos de sentirse en el cuerpo de otro –como en la frase de Wittgenstein– es reescrito y fundamentalmente enmascarado.
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Srila Roy dice que el dolor personal, cuando se articula en un testimonio público, se transforma en un dolor social; el individuo se convierte en el emblema de los individuos de su tipo y las particularidades de su historia –los elementos que la hacen su historia– se pierden. En el proceso de transformar el dolor personal en un dolor social, el testigo pasa de ser una figura que encarna el trauma personal a ser una metáfora de la violencia y el dolor colectivos (…) el dolor personal puede ser silenciado cuando se transforma en un dolor colectivo (…) la misma estructura del testimonio en cuanto género condiciona la articulación pública del dolor de formas que comprometen seriamente la representación del sujeto que sufre. (…) El acto de dar testimonio le brinda una voz de dominio público al silencio del dolor, excluye la posibilidad de que se escuche y se reconozca como tal el dolor personal… El testimonio es, en última instancia, un acto discursivo que extrae su significado de un nosotros colectivo, plural, en lugar del yo que está sufriendo (Roy, 2006: 10).
Uno de los retos clave de las comisiones de la verdad es, entonces, no poner en riesgo la experiencia profundamente sentida del individuo al servicio de la construcción de una narración más amplia. Fundamentalmente, se trata de un problema irreconciliable, uno que solamente se puede abordar volviendo a la primera pregunta: ¿cuál es la función de la narración? Si el propósito es construir nación, el foco está en lo colectivo; si el propósito es sanar las heridas personales, el foco debería estar en la verdad subjetiva del individuo. Los testimonios que la trc registró fueron, como dijimos anteriormente, sometidos a un proceso de sistematización a través de un esquema preestablecido de categorías. Sólo los aspectos de los testimonios que se ajustaban a este esquema fueron incluidos en los reportes como información pertinente. Con el propósito de construir una narración nacional, todas las historias que le llegaban a la Comisión tenían una configuración narrativa, es decir, un comienzo, un medio y un fin. Pero para quienes dieron sus testimonios, la naturaleza continua de su experiencia hizo que concluir sus narraciones de manera significativa fuera difícil. El título de esta investigación fue tomado de un artículo escrito por Yazir Henri en el que describía el efecto que tuvo en él darle su testimonio a la trc. Antes de que él hubiera acabado, Desmond Tutu se dirigió a él y le agradeció por su testimonio y le dijo que él sabía por lo que había pasado. “Sentí que el peso de sus palabras me arrancaba el corazón del cuerpo y mi mente gritaba: ‘¿Cómo puedes decir lo que no sabes?... ¡Pero si no he acabado! ¡Tengo más que contar!’” (Henri, 2003: 270). Pero para los propósitos de la trc, el testimonio de Henri ya estaba completo y, en efecto, se ajustaba muy bien a las categorías que había dado la Comisión. Probablemente fue por esta razón que su testimonio fue citado varias
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veces como un ejemplo representativo, de alguna manera, de un fenómeno más amplio. Roy escribe: El acto de dar un testimonio resulta en la clasificación de la posición específica del sujeto como sobreviviente, víctima o testigo. Los individuos adoptan activamente estas posiciones como propias o se apersonan de éstas. El sujeto no es algo previo al acto de dar testimonio, pero posiblemente se constituye en el discurso al darse el acto de rendir declaraciones.
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Este modo de sentir lo comparten muchos observadores de la trc. Como lo describe Burr: “Antes de que la trc apareciera en escena había sufrimiento humano, pero un tiempo después una nueva categoría de personas se había identificado –las víctimas de los crímenes de lesa humanidad–” (2002: 71). El mismo Henri habla del reto que significó para él “distinguir el espiral autodestructivo de sentirme víctima y el hecho de estar encasillado como víctima por la trc, para encontrar mi propia humanidad” (2003: 270). Siempre somos más de lo que dicen las historias que contamos sobre nosotros mismos. Aun cuando las narraciones nos sirvan para darle un sentido a nuestra vida, esas vidas están en continuo movimiento. Quienes declararon ante la trc estaban haciendo el recuento de unas experiencias que no se habían acabado, que no se acabarían. Los hechos traumáticos pueden tener un final, pero el trauma tiene secuelas duraderas. Cronon habla de “la nada que le sigue al final de una historia” (1992: 1367). Pero, como suplica Henri, “hay más que contar”. Siempre hay más que contar. Contar historias que tengan finales proporciona una sensación artificial de totalidad e incluso de una resolución que está ausente en el día a día. Pero los finales también permiten que quienes escuchan y quienes leen hagan juicios morales. Las narraciones que construimos están estrechamente ligadas con la manera en que entendemos el mundo, a pesar de que o quizás porque nosotros las construimos. Cronon dice que … la narrativa es una de nuestras más poderosas formas de encontrarnos con el mundo, de juzgar nuestras acciones dentro de él y de aprender a que nos importen sus muchos significados (…) las narraciones siguen siendo nuestra principal guía moral en el mundo (…) Los historiadores y los profetas comparten el compromiso de encontrarle un sentido a los finales (1992: 1375).
Paul Ricoeur sostiene, de la mano con Aristóteles, que “… las tramas no son estructuras estáticas, sino que están operando, éste es un proceso de integración que (…) está completo sólo cuando le llega al lector o al espectador, es decir, al receptor vivo de la historia narrada (…) lo que se cuenta es una historia específica, única y completa en sí misma” (1991: 21). Sólo para los que oyeron los testimonios que se rindieron ante la trc, y no para quienes los dieron, la historia tuvo un final. A lo mejor ésta sea la razón por la cual muchas personas no sintieron que esto fuera un cierre o que sus heridas hubieran sido sanadas
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“ P E R O S I N O H E A C A B A D O…” : L A S L I M I TA C I O N E S D E L A S N A R R A C I O N E S E S T R U C T U R A D A S | m o l ly a n D r e w S
después de presentarse ante la comisión de la Verdad: que las narraciones personales recogidas fueran necesariamente ilimitadas significó que para muchos la agonía de la naturaleza continua de su trauma fuera justamente lo que no podía ser reconocido en el proceso de dar sus testimonios. referencias
Apfelbaum, Erika 2001 “The Dread: An essay on Communication Across Cultural Boundaries”, en International Journal of Critical Psychology, no. 4, pp. 19-35. Bonner, Philip y Noor Nieftagodien 2002 “The Truth and reconciliation Commission and the Pursuit of ‘Social Truth’ The Case of Kathorus in Posel”, en D. y G. Simpson (eds.), Commissioning the Past: Understanding South Africa’s Truth and Reconciliation Commission, johannesburg, Witwatersrand university Press. Bruner, Jerome 1987 “Life as narrative”, en Social Research, Vol. 54, no. 1, pp. 12-32. Burr, Lars 2002 “Monumental Historical Memory: Managing Truth in everyday Work of the South African Truth and reconciliation Commission”, en D. Posel y G. Simpson (eds.), Commissioning the Past: Understanding South Africa’s Truth and Reconciliation Commission, johannesburg, Witwatersrand university Press. Carr, David 1986 Time, Narrative and History, Bloomington, indiana university Press. Cronon, William 1992 “A Place for Stories: nature, History, and narrative”, en The Journal of American History, pp. 13471376. Das, Veena 1997 “Language and the Body: Transactions in the Construction of Pain”, en Arthur Kleinman, Veena Das y Margaret Lock (eds.), Social Suffering, London, university of California Press. Haynor, Priscilla 1996 “Commissioning the Truth: Further research Questions”, en Third World Quarterly Vol. 17, no. 1, pp. 21-22. Haynor, Priscilla 2001 Unspeakable Truths: Confronting State Terror and Atrocity, London, routledge. Henri, Yazir 2003 “reconciling reconciliation: A Personal and Public journey of Testifying Before the South African Truth and reconciliation Commission”, en P. Gready (ed.), Political Transition: Politics and Cultures, London, Pluto Press. Kermode, Frank 1968 The Sense of an Ending, oxford, oxford university Press. McQuillan, Martin (ed.) 2000 The Narrative Reader, London, routledge. Ricoeur, Paul 1991 “Life in Quest of narrative”, en David Wood (ed.), On Paul Ricoeur: Narrative and Interpretation, London, routledge. Ross, Fiona 2003 Bearing Witness: Women and the Truth and Reconciliation Commission in South Africa, London, Pluto Press. Roy, Srila s. d. Of Testimony: The Pain of Speaking and the Speaking of Pain, en prensa.
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E scenarios de terror entre esperanza y memoria : P o l ít i c a s , ét i c a s y P rá c t i c a s d e l a m e m o r i a c u l tur a l e n l a C o st a P a c íf i c a C o l o mb i a n a C atalina Cortés Se verino Antropóloga, Universidad de los Andes, Colombia, y Universidad de Siena, Italia Estudiante de Maestría en Estudios Culturales, Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill severino@email.unc.edu
Resumen
Este artículo comienza con las
Abstract
This article starts with the following
siguientes preguntas: ¿por qué hoy en día es
questions: why is it important today to talk,
importante hablar, escribir y pensar sobre la
write and think about memory in contexts of
memoria en contextos de violencia? ¿Por qué
violence? Why is it crucial within the practices
ésta es crucial dentro de las prácticas de la
of everyday life, for the creation of identities
vida cotidiana, para la creación de identidades
and the construction of the future? How can
y la construcción del futuro? ¿Cómo podemos
we understand the importance of the politics
nosotros entender la importancia de las
and ethics of memory in contexts where the
políticas y éticas de la memoria en contextos
violence operates in different levels of everyday
donde la violencia opera a diferentes niveles
life? I began to raise these questions after
en la vida cotidiana? Comencé a hacerme estas
exploring these issues in the last year with the
preguntas después de trabajar dichos temas en
Process of Black Communities, pcn, of the Pacific
el último año con el Proceso de Comunidades
Coast in Colombia. Hence, my work explores
Negras, pcn, del Pacífico colombiano. Mi
the articulations between politics, cultural
trabajo explora las articulaciones entre políticas,
memory and violence that are established
memoria cultural y violencia que se establecen
through the practice of this social movement in
a través de las prácticas de este movimiento
contemporary Colombia.
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social en la Colombia contemporánea. Palabr as clave :
Key words:
Violencia, memoria, vida cotidiana,
Violence, Memory, Everyday Life, Performance,
performance, prácticas de reparación.
Practices of Reparation.
a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 16 3 -18 5 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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E scenarios de terror entre esperanza y memoria : P o l ít i c a s , ét i c a s y P rá c t i c a s d e l a m e m o r i a c u l tur a l e n l a C o st a P a c íf i c a C o l o mb i a n a C atalina Cortés Se verino∗
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¿P
I n t roducción
or qué es importante hablar, escribir y pensar sobre la memoria en contextos de violencia? ¿Por qué ésta es crucial dentro de las prácticas cotidianas, en la creación de identidades y en la construcción del futuro? ¿Cómo podemos nosotros entender la importancia de las políticas y éticas de la memoria en contextos donde la violencia opera a diferentes niveles? Comencé a formularme estas preguntas después de haber tenido la oportunidad de explorar estos temas durante mi trabajo en el último año con el Proceso de Comunidades Negras, pcn. Más que una entidad fija, esta red de comunidades ha promovido prácticas alternativas de resistencia para sobrevivir en medio del conflicto colombiano. Al mismo tiempo este proceso está articulado por diferentes luchas por vivir como comunidades con poder de decisión y gobierno sobre sus propios territorios y proyectos de vida. Particularmente, una de las principales luchas que he explorado a través de mi investigación es la implementación de verdad, justicia y reparación por las comunidades, conectando las luchas actuales con la memoria histórica de la trata transatlántica. Como algunos de los activistas de este colectivo resaltan, la articulación entre prácticas de remembranza, políticas de la identidad y movilización política dentro del Proceso de Comunidades Negras es una parte fundamental del proyecto histórico. Desde esta coyuntura, mi trabajo explora las articulaciones entre política, memoria cultural y violencia que se establecen a través de las prácticas de este movimiento social. En este sentido, propongo un proyecto inscrito dentro de una praxis social, ética y crítica, como una forma de responsabilidad que va más allá de reconocer los silencios históricos en la cotidianidad.
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E scenarios de terror entre esperanza y memoria | C a t a l i n a C o r t é s S e v e r i n o
El proceso organizativo de las comunidades negras, localizado principalmente en el Pacífico colombiano, fue fundamental para la elaboración de la Ley 70 de 1993, la cual organizó las comunidades negras bajo una propiedad colectiva a través de la región. A través de esta acción y lucha legal, les fueron otorgadas a estas organizaciones autoridad y autonomía, específicamente en los procesos organizativos y de decisión sobre sus propios territorios. Como la página web oficial del pcn enuncia: Nos declaramos a favor de la permanente y pacífica resistencia de nuestras comunidades dentro de sus territorios ancestrales; nosotros apoyamos las políticas de atención diferenciada, las cuales reconocen nuestro proceso organizativo y los derechos que tienen las comunidades negras para resistir (pcn, 2005, traducción de la autora).
Al mismo tiempo, este movimiento ha promovido la creación de comunidades neutrales y horizontales a través de los Planes de Contingencia, como táctica para sobrevivir en medio del conflicto armado. Uno de los aspectos más importantes de este plan ha sido la creación de un sistema de alertas tempranas que permite a las comunidades prepararse y anticipar su desplazamiento interno. Esta táctica previene el desplazamiento a las grandes ciudades y el abandono total de sus cultivos, organizando desplazamientos temporales a lugares cercanos. Con estos planes, el pcn acompaña comunidades que han sido blanco del crecimiento de la violencia en los últimos años y, al mismo tiempo, son una forma de reatestiguar acerca de lo que está sucediendo. La idea de estos planes es intervenir políticamente, tomando acciones legales en contra del gobierno con ayuda de organizaciones nacionales e internacionales sobre lo que está pasando en su territorio. La estrategia de internacionalizar o “globalizar su resistencia” (Oslender, 2003) ha sido crucial para crear presión internacional como medio para proteger sus territorios y comunidades. Dichos planes también han creado espacios de encuentro y acción con intelectuales académicos, al mismo tiempo que alianzas con otros colectivos y movimientos sociales dentro y fuera de Colombia. Hace más de diez años, muchos analistas consideraban la región del Pacífico colombiano como un paradigma de paz en un país de guerra y violencia (Restrepo, 2005). Desde 1990, esas condiciones cambiaron y hoy en día el Pacífico colombiano es un área con varios intereses en conflicto sobre la apropiación de territorios y recursos naturales entre paramilitares, guerrilla, gobiernos, multinacionales y comunidades locales. Consecuentemente, esta región es hoy un escenario de guerra con masacres y desplazamientos masivos de comunidades enteras hacia otras regiones del país. La confrontación entre actores armados, cultivos ilegales y fumigaciones aéreas recientemente implantadas en la región como estrategia para su erradicación, entre otros, han afectado profun-
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damente las nociones de territorialidad donde el derecho a la autonomía y al desarrollo de los proyectos de vida de estas comunidades están siendo amenazados actualmente. Acá, como Escobar (2003) resalta, hay un objetivo común en los diferentes proyectos de la guerrilla, los paramilitares, las multinacionales y el Estado: la apropiación de esos territorios para la nueva configuración de la región del Pacífico, adaptándola a los proyectos de la modernidad capitalista. En las siguientes páginas quiero resaltar cómo estos proyectos y lógicas hacen parte del proyecto histórico colonial todavía vigente en la región, el cual ha sacrificado (Agamben, 1999) las comunidades negras e indígenas en nombre del tiempo moderno del progreso. Las comunidades negras han vivido en medio de fracturas; el desplazamiento ha sido parte de su experiencia cultural desde su partida de las costas africanas y la llegada a América en el siglo xvii. Éstas son comunidades que han vivido dentro de una constante presencia de un pasado-presente-futuro colonial, en medio del estado de excepción, el cual, a través de diferentes articulaciones de poder las ha convertido en poblaciones sacrificables (Agamben, 1999). Éstas son comunidades que han vivido y siguen viviendo en medio de operaciones, fantasías y deseos del proyecto moderno. Pero, simultáneamente, como Fals Borda (1979) describe en el caso de las comunidades cimarronas en el siglo xvii, también han propuesto proyectos alternativos que han resistido con narrativas y propuestas sobre sus territorios. Este proyecto está enmarcado teórica y prácticamente dentro de la articulación de la vida cotidiana, la violencia y la memoria y a través de una interrogación históricamente anclada. En la primera sección de este artículo, comienzo explorando la manera en que se articulan memoria, violencia y narración. Luego subrayo algunos debates entre la violencia de la representación y la representación de la violencia. Después, discuto la relación entre memoria y lugar como construcción de espacio. En la cuarta abro un debate alrededor de diferentes prácticas de reparación1 creadas por este colectivo a diferentes niveles y concluyo con posibles preguntas y debates para la continuación de este proyecto.
1 Acá, las prácticas de reparación son entendidas desde dos perspectivas. La primera como prácticas personales y sociales de sanación, en el sentido de un trabajo crítico y reflexivo de reparación. La segunda como prácticas de reparación en relación con el Estado a nivel político, simbólico y económico.
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M e mor i a, v iol enci a y na r r ación Es importante cuestionar nuestro normativo sentido del tiempo, y abrir un sentir del ser-en-tiempo más expansivo e inclusivo (Minh-ha Trinh, 2005).
En este capítulo, quiero aclarar a qué me refiero por memoria, principalmente dentro del marco del performance de la memoria2 y cómo estoy articulando esto con violencia y narración. Exploraré este argumento específicamente a través de las prácticas y la agencia de la memoria cultural dentro de la vida cotidiana, en otras palabras, cómo ésta opera en el presente. Acá la memoria cultural es entendida dentro de un marco político y ético, el cual permite prácticas particulares de reparación. Siguiendo el argumento de Hartman: “Reparación es la re-membranza del cuerpo social que ocurre precisamente en el reconocimiento y la articulación de la devastación, cautividad y esclavización” (Hartman, 1997: 77). Simultáneamente, esas prácticas de reparación están proponiendo y cuestionando otras temporalidades, otros tiempos. Localizadas en contra del tiempo monumental y lineal, dichas prácticas están brindando otros saberes, otros significados sobre lo que es justicia, perdón y luto. En este sentido la memoria da significado y esperanza hacia el futuro. Al mismo tiempo que el espacio y el tiempo utópicos son entendidos acá dentro de las “políticas de transfiguración” –en términos de Gilroy (1993)–, las cuales permiten “un tiempo y un espacio que no-es-todavía-acá”, dando sentido a la reconfiguración de la memoria. Hernán, unos de los líderes del movimiento expresó, cuando estaba hablando sobre las luchas del pcn: “El pcn tiene la esperanza de contribuir a la libertad, ésta es diferente a otras luchas porque la hace desde los mandatos ancestrales: es una cosa extraña que no busca poder sino libertad” (Hernán, comunicado personal, 2006). Algunas de las preguntas que me surgieron tratando de articular memoria, violencia y narración fueron: ¿cuáles son las implicaciones si se entienden las prácticas de remembranza y de olvido como un proceso corporal, dentro de las políticas y po/éticas materiales? ¿Cómo el hecho de recordar el pasado puede incorporar el presente y el futuro? Y aún más específicamente, ¿cómo se puede articular el performance de la memoria dentro de las prácticas de reparación, específicamente en contextos de violencia? Aquí las prácticas de reparación son entendidas como un proceso de transfiguración que da la posibilidad
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2 En este trabajo estoy utilizando la teoría del performance como un método de aproximación a las relaciones entre lo material y lo corporal –embodiment– en la producción de conocimiento. Me enfocaré en el performance de la memoria, el archivo y lo corporal que están en una interacción constante.
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de transformar nuestras condiciones presentes en “actos reparativos que nos ayudan a situarnos no sólo en relación con los fragmentos del pasado, sino también, nos ayudan a continuar hacia el futuro” (Chambers-Letson, 2006: 171). En las siguientes páginas, exploraré algunas de las prácticas de reparación del pcn en diferentes niveles. Al mismo tiempo, mi trabajo intelectual también debe ser entendido como una práctica de reparación, el cual pretende ser un testigo político que busca explorar las diferentes articulaciones entre prácticas de remembranza, políticas de la identidad y movilización política a contracorriente de la agenda nacional y de la historia oficial. A través de este proyecto quiero re-pensar el presente-futuro desde otras posibilidades de pasado-presente, diferentes de las heredadas por la constante presencia espectral3 de nuestro pasado colonial. En esta coyuntura, estoy tratado de entender historia, memoria y conocimiento al nivel de la experiencia inmediata y de la subjetividad individual. A través de la narración, el cuerpo, los lugares y la violencia son articulados para explicar y recordar esos eventos de la violencia cotidiana (Feldman, 1991). En este sentido, la narración tiene agencia. Las historias orales y las prácticas corporales registran los límites de los códigos de las políticas oficiales por medio de la imaginación, la alteridad y la heterogeneidad (Feldman, 1991). Consecuentemente, en este trabajo, performance es entendido como narración que permite el no-cierre, la interrupción y la renarrativación de la historia oficial, abriendo la posibilidad para la intersección de múltiples temporalidades y lógicas no-dualísticas –pasado/presente, muerte/vida, presencia/ausencia, sacro/ profano, espacio/tiempo, razón/afecto, entre otros–. Consecuentemente, mi proyecto puede ser entendido como una forma de interrogar modos de representación y de producción de otro tipo de agente histórico. En otras palabras, quiero resaltar esas subjetividades –pcn– como agentes históricos que construyen y de-construyen la historia dentro de marcos no dualísticos entre pasado, presente y futuro. Esta aproximación abre la posibilidad a otras historias fuera del tiempo lineal moderno, donde la narración rompe esta linealidad y permite la conjunción y disyunción de múltiples temporalidades. Esto produce lo que Chakrabarty llama “historias afectivas”, las cuales están relacionadas con formas diferentes de ser-en-el-mundo fuera del código dominante de la historia secular. Este proyecto consistió en mapear “a través” –“… lo que el mapa corta vertical, las historias cortan “a través” (De Certeau, 1984: 129)– la situación con3 Presencia espectral se refiere acá al término hauntalogy (Gordon, 1997; Kuftinec, 1998), el cual hace referencia a cómo los espectros del pasado operan hoy en día a través de la vida cotidiana, las relaciones sociales, la vida cultural y política y los espacios urbanos y rurales.
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temporánea del Pacífico colombiano. El propósito de mi recorrido con algunos miembros del pcn fue el de tratar de mapear los trazos de la violencia: identificar qué queda marcado y qué no, los silencios que la violencia ha dejado en diferentes niveles. Al mismo tiempo trato de entender las diferentes formas de resistencia que las comunidades negras han ido creando, las cuales están inscritas dentro de las prácticas de la vida cotidiana como “políticas de transfiguración” (Gilroy, 1993), permitiendo otras tácticas de resistencia y otras construcciones de comunidad y de sujetos. Uno de los líderes del pcn, Vladi, quien recientemente tuvo que exiliarse en España por las constantes amenazas, me comentó el año pasado: “El pcn para mí es casi mi vida, es un proceso de comunidad, de construcción personal” (Vladi, 2006, entrevista). Consecuentemente, el proyecto histórico del pcn debe ser entendido alrededor de otras formas de ser-en-el-mundo y en el tiempo: “El pcn es un esfuerzo por cambiar nuestras condiciones presentes, un esfuerzo para nuestras nuevas generaciones, un proyecto de vida para la transformación de nuestra realidad” (José, 2006, comunicación personal). El pcn, como sus líderes repetitivamente me recordaban, es un proyecto histórico que está proponiendo otras articulaciones, diferentes de las del Estado-Nación organizadas bajo el eje de Estado/violencia/tiempo (Coronil, 1991; Grossberg, 2000; Taussig, 1997); el cual constantemente inscribe el estado de emergencia sobre cuerpos, construyendo y dominando el pasado-presente de la gente y su memoria histórica. Acá, el Estado es entendido de forma racional y mágica (Taussig, 1997). Desde esta perspectiva, el Estado “performa” –interpreta– su memoria histórica y simultáneamente construye realidad con implicaciones materiales y devastadoras para sus habitantes a través de la vida cotidiana. El pcn, recordando a Chakrabarty en su argumento sobre la conciencia antihistórica, está articulado con diferentes modos de ser-en-el-mundo fuera del código dominante de la historia secular moderna: “… esto es en parte porque las mismas narrativas frecuentemente demuestran una conciencia antihistórica, es decir, donde ellos necesitan posiciones de sujeto y configuraciones de memoria que interroguen y desestabilicen el sujeto que habla en nombre de la historia” (2000: 37). Carlos, otro de los líderes del pcn decía, dejando esto aún más claro: “No asumir hoy la responsabilidad con el pasado y el futuro sólo contribuiría a hacer más difícil y doloroso el camino para las comunidades renacientes” (Rosero, 2002: 559). Para el pcn la memoria cultural se convierte en una táctica para desestabilizar la constante presencia espectral del tiempo del progreso, como el único camino hacia el futuro, una forma de control del pasado-presente-futuro. Al conectar las luchas del presente con la memoria histórica de la trata transatlántica, el pcn está proponiendo otras narraciones sobre reparación, no sólo dirigidas hacia el futuro, sino también, como Fanon (1967) argumenta,
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proyectadas hacia otras relaciones con su pasado. Estas prácticas de reparación no sólo están impidiendo la invisibilización de la sangrienta guerra civil hoy en día, sino al mismo tiempo la invisibilización de la violencia histórica y los espectros coloniales que siguen operando en la vida cotidiana. La decisión de continuar el camino de sus mayores se convierte en una de las principales estrategias de resistencia del movimiento. Como Restrepo argumenta, “… la contestación de las memorias institucionales y narrativas del pasado, son siempre aspectos cruciales de las agendas y movimientos contrahegemónicos” (2004: 700). Esto nos muestra cómo la memoria tiene agencia y se convierte en un sitio crucial de lucha por un espacio y un tiempo utópicos que necesariamente conecta el pasado, el presente y el futuro. En este sentido, la memoria tiene una tarea ética. Acá, también quiero aclarar que estas prácticas de remembranza tienen que ser entendidas entre el olvido y el recuerdo, donde el olvido es para la memoria lo que la muerte es para la vida (Augé, 1998). En otras palabras, no es posible entender uno sin el otro. Este argumento abre un espacio para entender la constante tensión entre el recordar y el olvidar, donde los límites entre los dos son borrosos y tienen que ser entendidos como imperativos éticos para re-pensar el presente-futuro desde diferentes posibilidades de pasado-presente. La memoria acá es un sitio de lucha social, política y ética, un espacio de posibilidad para cambiar las presentes y futuras condiciones de existencia.
Viol enci a de l a r epr esen tación y r epr esen tación de l a v iol enci a Los paisajes del miedo también se manifiestan en los espacios vacíos, por ejemplo en forma de pueblos abandonados por sus habitantes, lo que es muy visible en el Pacífico colombiano, donde pueblos enteros han sido abandonados por la población antes o después de una masacre paramilitar o guerrillera. Así sucedió en el río Atrato en los alrededores de Riosucio entre 1996 y 1997, cuando más de veinte mil personas huyeron de sus tierras durante combates entre el Ejército y los guerrilleros de las farc; en Zabaletas,
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sobre el río Anchicayá en mayo de 2000, después que paramilitares mataron a doce personas, secuestrando a otras cuatro y quemando varias casas; en el río Naya en abril de 2001, cuando cerca de cuatrocientos campesinos afrocolombianos abandonaron sus poblados hacia Buenaventura después de una masacre paramilitar a lo largo del río; y en Bellavista en mayo de 2002 después de la matanza de ciento diecinueve afrocolombianos civiles durante combates entre paramilitares y guerrilleros de las farc. No sobra resaltar que estos son apenas unos ejemplos ya que la lista podría continuar (Oslender, 2003: 41).
El párrafo anterior abre varias preguntas: ¿cómo puede ser posible representar esas escenas de violencia? ¿Cuál es la interacción entre violencia material y violencia simbólica? Estas preguntas nos llevan a resaltar la imposibilidad y complejidad de representación de la violencia, a través de algunas aproximaciones teóricas. Al mismo tiempo quiero resaltar las implicaciones que algunas de las representaciones dominantes sobre la violencia por parte de los medios, el Estado, los militares y la academia tienen sobre las vidas de las personas. Como Escobar (1988) argumenta, los discursos racionales creados por epistemologías positivistas, por el gobierno y las ciencias sociales –violentología, criminología, etcétera– tratan de entender, de dar significado y de intervenir en contra de la violencia a través del empirismo y el normativismo. Actualmente el Plan de Seguridad Democrática implantado por el gobierno de Uribe ha enfatizado en erradicar la violencia a través del performance de la ley, el orden y la disciplina, como un modo de limpiar la violencia, restituir la seguridad y la normalidad dentro del país. Aquí el Estado de excepción es el que performa el orden y crea la representación y explicación correcta sobre la violencia. En Colombia, por ejemplo, Villaveces-Izquierdo (1997) realizó un trabajo etnográfico en dos de los lugares más importantes donde el conocimiento sobre la violencia se produce: la academia y los magistrados. Siguiendo el trabajo de los violentólogos y de los juristas durante 1970 y 1980, el autor logra mostrar las formas sobrecodificadas en que en esos sitios de producción de conocimiento se habla sobre la violencia. Dentro de esta coyuntura, este trabajo pretende dar una aproximación alternativa a las representaciones dominantes, con el fin de entender las complejidades al hablar y escribir en contra de la violencia y de la imposibilidad de su representación. Como Taussig (1988) explica, la violencia no puede ser entendida por medio de lo universal, de la razón y del realismo, medios con los cuales el Estado, los militares y las ciencias sociales pretenden entenderla. Según él, el terror y la tortura permanecen a través de formaciones inconcientes culturales donde su significado escapa a las ficciones del mundo representadas por el racionalismo (Taussig, 1988: 9).
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Las representaciones de la violencia tienen que ser analizadas por medio de sus corpo y geo políticas, así como a través de sus implicaciones en la vida cotidiana de las personas y en sus prácticas materiales. Esta aproximación ha sido explorada por varios autores en los últimos años, como Das, Feldman, Agamben, Taussig, entre otros, donde desde diferentes perspectivas y aproximaciones, la violencia es entendida en niveles materiales y simbólicos, donde la experiencia de la violencia opera a través de dimensiones estructurales y cotidianas. Igualmente, es necesario subrayar las diferentes narrativas que el Estado, las instituciones internacionales, los académicos, las ong, los movimientos sociales, etcétera, construyen sobre la identidad social de las víctimas, por medio de específicas representaciones culturales a través de los medios, discursos oficiales, entre otros, además de las implicaciones de estas representaciones culturales. Para Serematakis (1994) y Feldman (1994), estas narraciones tienen el suficiente poder para colonizar la experiencia sensorial. Estas producen la llamada “anestesia cultural” como parte del sentido común de nuestros tiempos. Consecuentemente, para Feldman, el rol de la anestesia cultural es el de “… infiltrar la percepción social para neutralizar el trauma colectivo, para substraer a las víctimas y para instalar zonas públicas de perpetua anestesia en las cuales es posible privatizar y encarcelar la memoria histórica” (Feldman, 1994: 103). Como el pcn nos recuerda, precisamente en contra de esta infiltración, la vida cotidiana se convierte en un espacio de posibilidad histórica, un espacio para otras conciencias históricas, donde la memoria de los sentidos tiene la potencialidad de interrumpir la anestesia cultural. El pcn pretende a la vez restituir el significado de la muerte a través de otras conciencias históricas, las cuales tienen que ser entendidas por medio de las “políticas de luto” –politics of mourning, en términos de Derrida (2001)–. Éste es el testimonio de Marlén, una de las líderes del Concejo Comunitario del río Mira: Como líderes del movimiento nosotros hemos sufrido muchas amenazas, nosotros vivimos en un riesgo permanente, pero para nosotros no importa si dos o tres de nosotros dan su vida hoy para que en el mañana veinte o treinta puedan tener un país libre, no por el hecho de ser los héroes, sino porque también las muertes de nuestros ancestros nos lo han demostrado (comunicación personal, 2006).
Para el proyecto histórico del pcn la restitución del significado de esas muertes es una de las luchas cruciales para seguir adelante, para otras futuras imaginaciones. Por medio de esta restitución, ellos están cambiando el uso político de la muerte, interrumpiendo el olvido y los silencios mientras restablecen el diálogo con sus muertos para la constitución del presente y del futuro. “Nosotros tenemos que seguir luchando día a día, si alguien muere sus actividades se terminan, pero la historia queda” (anciano, comunicación per-
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sonal, 2006). Este enunciado nos lleva a pensar y a dar cuenta de la constitución de un espacio crucial para hacer visibles otros conceptos y prácticas sobre responsabilidad, reparaciones, luto, muerte, diferentes a las de las modernas occidentales espacio-temporales. En esta memoria de la resistencia también encontramos un diálogo con los espectros. Como hemos podido ver, la memoria cultural es entendida dentro de una acción colectiva y política que reconstruye, remedia y reconfigura la relación entre diferentes temporalidades. A través de la narración, la cual conecta diferentes temporalidades, la experiencia y la memoria son articuladas. Sin embargo, en esta articulación entre experiencia, narración y memoria es necesario entender al mismo tiempo la complejidad de los silencios, los cuales muchas veces son imposibles de articular con la narración. Como Das nos sugiere, “… el dolor del otro no sólo busca un lugar en el lenguaje, sino también busca un lugar en el cuerpo” (2006: 57). Acá, la compleja relación entre dolor, lenguaje y cuerpo se convierte en un argumento central para explorar en un futuro trabajo. Para concluir esta sección, quiero sugerir que mi proyecto, también tiene que ser entendido como una narración que quiere tratar de interrumpir la anestesia cultural. En términos de Brecht, éste es un proyecto que pretende hacer “mirar nuevamente” a través de un marco crítico y quiere brindar la esperanza de responder de manera “diferente”. Esta cartografía hecha a través, es un espacio para repensar posibles caminos, para interrumpir lo monumental, las narrativas dominantes. Es un llamado para una ética de la representación donde también los lectores llevan consigo una responsabilidad ética y política.
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M e mor i a y luga r: h a bita n do espacios en el Pacífico col om bi a no Para nosotros el territorio es como nuestra vida, están nuestros abuelos, ahí están las tumbas de nuestros abuelos, de nuestras matronas cimarronas, la gente del palenque, ¿cómo dejarlo?… ���������������������������������������� sería terrible si nos tocara salir… (Yalile, 2006).
En este trabajo subrayo la relación entre memoria y lugar como una articulación, como una construcción de espacio. En términos de De Certeau, “… espacio es una práctica de lugar” (1984: 117). El territorio para las comunidades afrocolombianas, es central para la construcción de la identidad de grupo y para el sentido de continuidad y discontinuidad con su pasado. Como Restrepo (2004) argumenta, la memoria y la construcción de significado sobre su pasado ha sido fundamental en estas comunidades para organizarse ellas mismas como colectivo. De hecho, para el pcn uno de los motivos de lucha ha sido el significado sobre su pasado, con el fin de recolocarse en el presente y proyectarse hacia el futuro.
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Como ellos enuncian: “Desde nuestra vida cotidiana, nosotros apoyamos la lucha histórica y la reanimación cultural e histórica de la identidad étnica de nuestras comunidades negras ancestrales y el uso tradicional de los recursos naturales” (pcn, página web, 2005). Desde esta coyuntura, Restrepo argumenta cómo es necesario resaltar la articulación entre políticas de la memoria y políticas de la identidad, lo cual permite entender la etnización de lo negro en Colombia. Para Restrepo, este proceso “… permitió una redefinición de identidades, memorias y silencios” (2004: 702). En años recientes, las prácticas para hacer lugar de las comunidades afrocolombianas (Escobar, 2001) han sido afectadas por el escalamiento de la violencia, los desplazamientos masivos, asesinatos y masacres, que han amenazado, perseguido y desplazado esos proyectos territoriales. Por estas razones, propongo el término “escenarios de terror”, el cual se deriva del concepto de Oslender (2003) “geografías del terror”, en su análisis sobre el conflicto colombiano en la región del Pacífico. Para él, las geografías del terror tienen que ser entendidas como la inscripción de las tecnologías del terror sobre espacios, cuerpos e imaginarios en las poblaciones locales. En este artículo, el uso del concepto “escenarios de terror” evoca este mismo concepto de “geografías del terror” pero complementándolo con la consideración del tiempo. En este sentido, la memoria y el lugar son mediados por las experiencias de violencia, como lo muestra el testimonio de un anciano: … ahora hay mucha amenaza, uno puede ser asesinado por nada. Esta región se volvió peligrosa desde que la coca llegó, la gente fue desplazada y llegaron muchos extraños. Desde que esto sucedió no podemos pescar, no nos podemos mover libremente (comunicación personal, 2006).
Acá, la cartografía de sus territorios es construida a través de experiencias, de la circulación de sus memorias. Pero, como Massumi (1993) nos recuerda, éstas son también construidas por medio del miedo, del control y del silenciamiento. En términos de Taussig, “… el terror es el mediador por excelencia de la hegemonía colonial: el espacio de la muerte donde los indios, africanos y blancos vieron nacer el Nuevo Mundo” (1987: 5). Uno de los objetivos principales de este proyecto fue marcar las huellas, lo que queda en estos “escenarios de miedo”; en otras palabras, preferí enfocarme más en el performance de lo “invisible” que en el performance del “espectáculo”. Aquí el performance de la violencia es entendido no sólo dentro del marco del espectáculo del horror, sino principalmente a través de las prácticas de la cotidianidad. Por medio de las narraciones, es posible entender el grado en que las prácticas cotidianas de las comunidades afrocolombianas han sido afectadas por la violencia. Al mismo tiempo, por medio de estas narraciones, es po-
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sible entrever las alternativas de posibilidad dentro de las prácticas de la vida cotidiana para desestabilizar las formas de dominación además del performance del Estado de excepción. El tiempo del progreso implantado por las fantasías del sistema capitalista es interrumpido por las prácticas de la vida cotidiana, por prácticas de memoria. En este espacio, la esperanza permanece y los silencios del tiempo progresivo se rompen.
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Quiero hacer énfasis en la articulación entre prácticas de la memoria y las prácticas para hacer lugar. Específicamente quiero explorar cómo ésta articulación permite formas particulares de permanencia a través de este caso específico de estudio. En mis diálogos en el Pacífico colombiano pude percibir la constante yuxtaposición de tiempos y espacios: por un lado, entre el tiempo del progreso incorporado en las economías del terror, el deseo del desarrollo, del progreso, la acumulación y la expropiación, y por el otro, otras formas de ser-enel-tiempo (Grossberg, 2000), por parte de las comunidades afrocolombianas. En el río Mira, por ejemplo, una de las tácticas de resistencia del Consejo Comunitario en contra del cambio de las prácticas de agricultura –como la palma africana y los cultivos de coca– fue la creación de parcelas. Estas fueron creadas a través de la memoria de prácticas tradicionales, como forma de retornar a las prácticas de sus ancestros. Estas parcelas fueron planeadas para lograr una autonomía alimentaria en esas comunidades, como Marlén, una de las líderes del Consejo Comunitario afirma en su testimonio:
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Estamos tratando de recuperar el sistema de nuestros ancestros, los cuales cultivaban varias cosas en la misma parcela: yuca, maíz, cacao, plátano, etcétera. Nosotros queremos retornar a eso para lograr una autonomía alimentaria. La autosuficiencia como una forma de resistencia, una forma de estar ahí resistiendo. No seguir la lógica del monocultivo, lo cual nos impediría nuestra autonomía (comunicación personal, 2006).
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A través de estas prácticas, como Marlén nos cuenta, los conocimientos ancestrales están presentes en sus memorias. Por medio de estos, estas comunidades momentáneamente interrumpen las economías del terror y crean nuevas formas de operar (De Certeau, 1984). Simultáneamente interrumpen el endeudamiento, la extracción y la apropiación. En esas pequeñas parcelas está presente la experiencia de la gente que ha vivido por muchos años en una relación no dualística con la naturaleza, diferente a la lógica extractiva del capitalismo. En los tiempos de la Colonia, los patrones de extracción estaban organizados alrededor del oro; hoy alrededor de la coca, los monocultivos y los megaproyectos (Taussig, 2004). Como Taussig nos recuerda en su libro My Cocaine Museum, sigue existiendo una constante presencia espectral del progreso colonial, de sus fantasías y deseos, donde diferentes lógicas y proyectos de vida están operando en el mismo territorio, a través de diferentes prácticas, conocimientos y memorias. En modos similares, los acompañamientos realizados por el pcn a las comunidades que han sido blanco de la violencia, se convierten en una táctica en contra de los silencios, donde las políticas de la memoria son cruciales dentro de sus luchas y proyectos de vida. Los acompañamientos consisten en recorridos hechos por los líderes del pcn con organizaciones nacionales e internacionales, con el propósito de que sean testigos de lo que está ocurriendo. Como José, uno de los líderes, explicaba, esos recorridos son hechos con el propósito de dar testimonio y recoger información, y desde ahí, iniciar intervenciones políticas. La idea es discutir la situación, compartir lo que está pasando e intervenir en esos procesos organizativos. Siguiendo a Oliver (2001: 8), cuando hablamos sobre víctimas de opresión, esclavización y tortura, esos procesos no merecen simplemente buscar una visibilización y reconocimiento, “… también están buscando testimonios de esos horrores más allá del reconocimiento”. Esto nos conecta con el mundo y con otra gente, lo cual a la vez cambia el significado de reconocimiento, identidad, subjetividad y relaciones éticas. Desde esta perspectiva, es posible hacer visible la responsabilidad del proceso de ser testigos, permitiendo diferentes relaciones éticas con la diferencia. Al mismo tiempo quiero subrayar, dentro de los límites de esta etnografía, como los espectros del pasado operan hoy en la vida cotidiana del Pacífico colombiano a través de relaciones sociales, espacios urbanos, signos y en la vida cultural y política (Gordon, 1997; Kuftinec, 1998). Los escenarios de terror
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muestran cómo el presente siempre está compuesto por la presencia del pasado y cómo las prácticas de la vida cotidiana están posicionadas entre ausencias y presencias. En una entrevista con Vladi en Bogotá, así se refería a los fantasmas y espectros de la región y de la urgencia de limpiarlos y sacarlos: Nuestros ancestros tienen que proteger y limpiar los lugares donde las masacres ocurrieron, desde ahí comienza su reconstrucción. Algunos sitios no se han podido limpiar porque todavía están cubiertos de toda la sangre y lo malo que dejaron; entonces tenemos que tratar de ubicar a los maestros mayores y hacer un ritual allá para poderlos volver a habitar ��������������� (Vladi, comunicación personal, 2006).
Por medio de esta narración podemos ver aún más claramente cómo la violencia opera en los espacios, no sólo por medio de huellas físicas de destrucción y sangre, sino también a través de huellas invisibles y marcas de la constante presencia de los espectros de la violencia. Acá, los espectros del pasado tienen implicaciones en la vida cotidiana; por eso uno de los principales objetivos de mi proyecto fue volver a mapear los espacios entre prácticas, simulaciones y ausencias, entre significados pasados y presentes. En esta coyuntura, el performance de la memoria media entre narración y vida cotidiana, entre ausencias y presencias, entre marcas físicas e invisibles. Siguiendo a Kuftinec “… esas ausencias, ‘espacios vacíos’, permanecen bajo la sombra de lo que pasó y de los posibles futuros por venir” (1998: 83). Este argumento abre un espacio para prácticas reflexivas, al mismo tiempo que para la generación de otro tipo de historias. Las prácticas de lugar en los escenarios de terror tienen que ser entendidas dentro de la articulación de memoria, violencia y vida cotidiana, dentro de una relación no dualística entre espacio y tiempo.
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P r áct ica s de r epa r ación: en t r e esper a n z a y m e mor i a La violencia y las formas en las cuales ésta es experimentada en la vida cotidiana no pueden ser reducidas sólo a los espacios de la muerte y la destrucción; ésta debe ser analizada también en las dimensiones socioculturales y humanas del vivir y la reconstrucción (Riaño-Alcalá, 2006: 13).
En esta sección, voy a describir y analizar algunas de las prácticas de reparación del pcn, en los dos sentidos que expliqué anteriormente. En mi recorrido por el río Anchicayá, cerca a la ciudad de Buenaventura, pude sentir y percibir lo que significa el acto mismo de recordar, su potencialidad. Después de una hora en bote desde Buenaventura llegamos a un encuentro organizado por el pcn donde muchas de las comunidades que viven a lo largo del río Anchicayá llegaron para conmemorar la muerte de este afluente causada
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por la llegada de una multinacional española, la cual había construido una hidroeléctrica en la región. La ceremonia fue principalmente organizada para recordar lo que estaba pasando con el río y con sus territorios en los últimos años. En otras palabras, la ceremonia fue una forma de atestiguar acerca de esta tragedia, una intervención para evitar la presencia del olvido. Durante la ceremonia diferentes grupos de mujeres bailaban y cantaban recordando las diferentes tragedias, mientras algunos de los líderes de las comunidades y otros invitados hablaban sobre los desastres provocados por la easa –la hidroeléctrica española–. Recordaban la contaminación del río, el desplazamiento de algunas comunidades y, consecuentemente, la implantación de la violencia en sus territorios. Este evento creó un espacio de remembranza, un espacio para evitar el olvido, un espacio para ser testigos, un espacio para estar juntos y un espacio para la práctica de una tarea ética. Estas comunidades estaban realizando al mismo tiempo un proceso de reparación, un proceso de reconstrucción, a nivel personal y social. Sus reclamos por reparación eran varios: esas comunidades esperaban de la easa una reparación económica por el desastre, del Estado colombiano exigían la implementación de justicia y el reconocimiento de los desastres sucedidos, y de las organizaciones internacionales presentes en el evento esperaban una ayuda en esta lucha por el reconocimiento y la denuncia de los hechos ocurridos. Pero más allá de estos reclamos, el evento fue una forma de reparación social hecha específicamente para sus comunidades. Esta ceremonia que duró más de ocho horas, dio espacio para reflexionar sobre la responsabilidad sobre el futuro y el pasado desde el presente (Bal, 1999). Más allá del deseo de obtener esas reparaciones económicas y de justicia reguladas por la ley, y las cuales son objetivos fundamentales dentro de las luchas de esas comunidades, yo también sentí la necesidad de esas comunidades por el acto de recordar por sí mismas, abriendo un espacio para estar juntos. Durante todo el día, los integrantes de las comunidades recordaron y reflexionaron acerca de lo que había pasado y todavía seguía pasando en sus territorios, en su vida cotidiana. Las danzas colectivas evocaban el pasado de la diáspora africana, trayendo las memorias al presente y liberando las memorias de la violencia. Las canciones que oí eran un llamado por un mejor futuro y trataban de dar significado al exceso de violencia con el que vivían cotidianamente. Como Conquergood subraya, … el estado de emergencia en el que mucha gente vive exige que pongamos atención a los mensajes que están codificados e inscritos; indirectamente en formas no verbales y extralingüísticas, modos de comunicación donde los significados subversivos y los deseos de utopía son una protección y un escudo para la dominación (Conquergood, 2002: 4).
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La ceremonia entera fue un acto para escapar del olvido monumental, un espacio para repensar posibles caminos, para interrumpir las narrativas dominantes. Durante mis conversaciones con algunos miembros del pcn, estaba impresionada por la constante coexistencia entre lo sacro y lo profano, una dimensión fundamental que tenía que ser entendida dentro de la lucha histórica del Proceso de Comunidades Negras. En este sentido, Chakrabarty (2003) recalca la necesidad de incorporar el concepto de traducción como una forma de narrar la “nohistoria”4 de esos que se escapan del tiempo secular homogéneo. Por ejemplo, en uno de los encuentros que tuve con Vladi en la oficina del pcn en Bogotá, fui testigo de cómo lo sacro y lo profano están juntos dentro de su lucha histórica. Cuando llegué a la oficina, encontré en el primer piso un altar con un vaso de agua, una flor, un tambor tradicional, algunos pétalos de flores en el piso y un tablero grande, el cual tenía escrito algunos nombres: Chango, Emanya, Cho, entre otros. Cuando le pregunté a Vladi sobre el significado del altar, comenzó a hablarme de la importancia de los mandatos ancestrales y la santería. Me contó de la importancia que tienen sus ancestros para las comunidades, explicándome cómo, hoy en día, algunos de los lugares donde las masacres sucedieron o que de alguna forma fueron tocados por la violencia, tienen que ser limpiados y reconstruidos con la ayuda de diferentes rituales, y consecuentemente esa clase de altares son una forma de comunicación con sus ancestros, una forma de hacer presentes sus espíritus. En ambos eventos narrados anteriormente –la narración de Vladi y el encuentro en Anchicayá– pude percibir y sentir la lucha por retornarle voz a la “muerte social” –en términos de Hartam (1997: 50)–, como parte de la tarea ética que tienen las víctimas con ellas mismas y con sus comunidades.
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4 “Nohistoria” es el término que Chakrabarty utiliza para referirse a otras clases de historia diferentes a la historiografía moderna.
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Otra de las prácticas de reparación del pcn, en el sentido de movilizar una reparación por parte del Estado y proponer formas alternativas de reparación como son entendidas por éste, consistió en un proyecto que comenzó en el 2005 sobre la implementación de verdad, justicia y reparación. Esta idea comenzó como respuesta a una ley oficial creada por el gobierno colombiano: la Ley 729 de Justicia y Paz, la cual beneficia a los paramilitares y olvida las víctimas. Después de que este proyecto fue aprobado por el gobierno, el pcn, en conjunto con otras organizaciones, propuso un contraproyecto de justicia y reparación desde la perspectiva de las comunidades. En esta propuesta se describe cómo la ley oficial no considera ninguna clase de reparación para las comunidades afrocolombianas y, más allá de eso, cómo la reparación que describe la ley no tiene nada que ver con cómo las comunidades están entendiendo la reparación. Al mismo tiempo, el documento subraya que esta ley exime al Estado colombiano de sus responsabilidades con las comunidades afrocolombianas que han sufrido en las últimas décadas desapariciones, masacres y desplazamientos. Como contranarrativa, el pcn está proponiendo caminos alternativos para implementar la Ley de Justicia y Paz considerando las víctimas como la base para cualquier reconstrucción social. Para ellos “… la memoria histórica es la recuperación de la verdad desde la experiencia de las víctimas (…) por lo cual es necesario mantener viva la memoria de los crímenes, para que estos no se vuelvan a repetir, por eso la lucha en contra del olvido es una de los aspectos más importantes de este proyecto” (Documento interno, pcn, 2005). En el último año, el pcn comenzó a trabajar alrededor de formas alternativas de implementación de este proyecto de verdad, justicia y reparación, por medio de tres talleres piloto que tuvieron lugar en las ciudades de Tumaco, Buenaventura y el pueblo de Bojayá. En estos tres lugares, algunas de las más horribles masacres sucedieron en los últimos años, dejando enormes rastros de horror y drama en la memoria colectiva de sus habitantes. Estos talleres fueron realizados con base en testimonios colectivos sobre las tragedias como un ejercicio para mapear los rastros de la violencia a través de las víctimas. En estos espacios, las víctimas reconocieron el valor de lo empírico, de los conocimientos no científicos y prácticos, implícitos en los conocimientos ancestrales como recursos para el reconocimiento de los derechos de las comunidades afrocolombianas. Todos estos testimonios que fueron coleccionados en los talleres, se utilizaron para hacer visible lo que ha pasado y sigue pasando en sus territorios, al mismo tiempo que para hacer un llamado político de intervención a nivel nacional e internacional. Igualmente quiero señalar que esta clase de propuestas, dentro de la larga historia de movilización política de dichas comunidades, es reciente en las estrategias para inscribir sus luchas pasadas y presentes.
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Aquí considero fundamental subrayar la articulación, el diálogo y las diferencias de base entre las políticas de la memoria de las comunidades campesinas, afrocolombianas e indígenas y las políticas públicas de la memoria implantadas por el proyecto del Estado sobre justicia y reparación. Consecuentemente es necesario entender y analizar los discursos y prácticas del Estado, al mismo tiempo que lo que las organizaciones nacionales e internacionales están construyendo alrededor de las políticas de memoria y, por ende, alrededor de lo que es justicia y reparación. Desde este caso de estudio, es central entender cómo las prácticas de reparación propuestas por el pcn en diferentes niveles conciben dichas reparaciones de manera diferente y cuestionan las lógicas y categorías de las organizaciones internacionales y nacionales, el Estado y la academia, alrededor de lo que es justicia, reparación, perdón, etcétera. Una pregunta clave para dejar abierta sería: ¿cómo estas diferentes lógicas pueden ser articuladas o conciliadas de alguna manera? Este argumento también está relacionado con la operación de diferentes epistemologías y ontologías. Para las comunidades negras del Pacífico muchas de estas formas de justicia y reparación no pueden ser entendidas bajo la lógica racional de la justicia del Estado colombiano. En uno de sus testimonios, Vladi expresaba la necesidad de limpiar a través de sus ancestros los territorios donde las masacres habían ocurrido, o la necesidad de enterrar a sus muertos en sus territorios con los específicos rituales como parte de su sentido de lugar, de su sentido de pertenencia. Por esta razón, antes de que sea posible entablar un diálogo entre estas partes, es crucial entender la necesidad de establecer bases comunes con las que se pueda dar cuenta de los diferentes saberes y formas de ser-en-el-mundo. En términos de Santos (comunicación personal, 2006), lo que se necesita es un espacio de traducción cultural. Desde este espacio utópico sería esencial realizar propuestas alternativas alrededor de los temas de justicia y reparación en la Colombia contemporánea. Al mismo tiempo, el debate sobre justicia y reparación tiene que enmararse principalmente dentro de la experiencia de las víctimas y de los conocimientos de éstas a través de las prácticas cotidianas y de sus experiencias. Este hecho ha sido olvidado y negado dentro de la historiografía moderna (Castillejo, 2006). Por consiguiente, el espacio irreconciliable de la experiencia de la violencia en la discusión total de justicia y reparación, se convierte en un espacio de encuentro entre la academia, las organizaciones nacionales e internacionales, el Estado y las víctimas. Sin embargo, como Derrida (2004) nos recuerda, es dentro de esta irreconciliación donde el diálogo tiene que darse. A propósito de la Comisión de Verdad, Justicia y Reparación, trc, en Sudáfrica, Castillejo (2006) explica cómo este espacio fue diseñado para dar voz a los silencios, donde por primera vez las víctimas podían hablar. Sin
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embargo, como el autor sugiere, las víctimas fueron consideradas solamente como una fuente de información. Después de haber dado sus testimonios, estos fueron clasificados y archivados sin ningún contexto. La experiencia, las emociones y afectos de sufrimiento no fueron considerados dentro del conocimiento histórico producido por el proceso de reconciliación. El único conocimiento del pasado fue dado por la Comisión, la cual prescribió los protocolos para hablar de la verdad. Precisamente en contra de esta violenta traducción y reducción considero crucial darle valor y dignidad a la experiencia del sufrimiento; en otras palabras, donde el sufrimiento entra a ser parte de los debates de reparación. Pero el problema continúa todavía ahí. ¿Cómo podría ser posible dar espacio a las historias afectivas, memorias y experiencias dentro de los espacios institucionales como la ctr con sus racionalidades, protocolos y clasificaciones? Si nosotros no queremos seguir reproduciendo esta violencia epistemológica, ¿cómo privilegiar las memorias del cuerpo, de los lugares sobre las memorias de los hechos, fechas y archivos? Las relaciones de poder y la universalización de una epistemología singular han negado la experiencia de las víctimas y su reconocimiento histórico. El trabajo de la memoria cultural tiene la obligación de insertar la experiencia de las víctimas dentro de las prácticas del reconocimiento histórico. Para terminar esta sección, quiero nombrar algunos temas que no fueron desarrollados dentro de este trabajo y los cuales considero fundamentales dentro de estos debates. Según María Gines, una de las líderes del pcn, de acuerdo con su experiencia en los talleres piloto, hay una necesidad de articular la cuestión de género en estos debates de reparación, donde son las mujeres las que llevan el mayor sufrimiento y cargan las mayores consecuencias del conflicto, debido a que son ellas las que pierden a sus maridos, hijos y demás familiares. Al mismo tiempo, el pcn también reconoce la necesidad de establecer estos debates dentro de un campo interdisciplinario. Como Carlos expresaba, con el fin de entender las especificidades de las reparaciones, es necesario entenderlas a nivel de economía política, debates académicos, estadísticas, etcétera. Siguiendo a Santos, en su llamado por la traducción cultural, los movimientos tienen que hablar estratégicamente también de estadísticas, de números, mientras a la vez agregan a esos debates la más compleja y experiencial dimensión de la violencia. C onc lusión En esta conclusión, precisamente, no quiero cerrar este artículo, sino dejarlo abierto con preguntas, debates y posibilidades para continuar explorando en los siguientes años. La idea central que traté de exponer a través de este trabajo es cómo las comunidades afrocolombianas están proponiendo otros significados de justicia, reparación, responsabilidad, perdón, etcétera. Por me-
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dio de estos, la interrupción de la unidad y la universalidad tiene lugar. Como Sedgwick (1994) resalta, dichas comunidades están abriendo un espacio para la epistemología queer, la cual va en contra de modos de pensamiento binarios y abre un espacio para voces que se contrastan, entre la vida y la muerte, entre lo sacro y lo profano, entre las ausencias y las presencias, entre otros. Este espacio da la posibilidad de repensar las rupturas sociales en contra de prácticas paranoicas y dualísticas de pensamiento presentes en los discursos oficiales. Durante mi diálogo y recorrido con los líderes del pcn, pude ser testigo de otras lógicas y prácticas inscritas en otra temporalidad, otras formas de ser-enel-tiempo. Sus luchas están localizadas dentro de las políticas de transfiguración, donde el presente no solamente significa las presencias, sino que está constantemente habitado por la presencia del pasado y del futuro. En este sentido el “lugar” no sólo significa “donde yo vivo”, sino “donde yo trato de vivir”. En términos de Grossberg, éstas son luchas que “… acogen la temporalidad en la celebración por otras imaginaciones, tratando de descubrir nuevos caminos de permanencia en el tiempo, tanto en el pasado como en el presente y el futuro” (2000: 159). Después de explorar la articulación entre memoria, violencia y vida cotidiana, desde diversos ángulos a través de las diferentes secciones de este artículo, traté de mostrar cómo memoria y esperanza son potencialidades dentro de las prácticas de la vida cotidiana, permitiendo explorar nuevos caminos para vivir en relación con las fracturas del pasado, del presente y del futuro. Siguiendo a Das (2006: 217), la vida cotidiana se convierte en el espacio para “rehabitar el espacio de devastación nuevamente”. Al mismo tiempo, nosotros nos debemos hacer una pregunta: ¿cómo nuestro trabajo como académicos puede estar implicado en las políticas de la memoria, la justicia y la reparación? ¿Cuál puede ser nuestro rol dentro y fuera de la academia en relación con estos debates? Acá hago un llamado a la necesidad de las políticas de traducción, a un proceso que pueda articular diferentes saberes y experiencias, impidiendo la creación de más silencios y violencias epistémicas: unas políticas de la traducción capaces de operar entre las complejas y múltiples, historias afectivas, impidiendo la normalización de los silencios históricos creados por el Estado de excepción. Para terminar, quiero citar el llamado de Derrida por unas “políticas de luto”, como algunos de los líderes y participantes del pcn subrayaban constantemente, acerca la responsabilidad que ellos tienen con los espacios de la muerte, con los espectros que viven junto a ellos. Pero también nos recuerdan la responsabilidad ética que implica hablar, escribir y leer sobre la muerte. Dentro de los debates de justicia y reparación, resaltan la necesidad de darle significado a la muerte, es decir, la importancia de las políticas de luto entendidas tanto en el espacio como en el tiempo. Para Das,
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… la responsabilidad con esos espacios de devastación, para volver a hacerlos propios, no es por medio de gestos de escape, sino ocupándolos en el presente a través de un gesto de luto (2006: 214).
en este sentido, esto problematiza los debates de justicia y reparación no sólo con los sobrevivientes, sino también con los espectros que habitan el presente. en otras palabras, es un espacio para la acción política donde se pueden hacer visibles las pérdidas, la violencia. es un llamado Por la responsabilidad que nosotros tenemos con la memoria de las víctimas, por los espectros que viven con nosotros…
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L A AU TON OM Í A D E L E STA D O E N S O C I E DA D E S A F E C TA DA S POR CONFLICTOS AR M ADOS I N T E R N O S : U NA R ELEC T U R A D E LA CON F I G U R ACI Ó N D EL E S T A D O EN T R E LA T R AN S NACIONALI Z ACI Ó N Y LA T R AN S ICIONALI D A D Sandro Jiménez Magíster en Desarrollo Social y en Ciencias Sociales y Doctorando en Estudios Políticos Director Grupo de Investigación en Desarrollo Social, gides, Universidad de San Buenaventura, Cartagena, Colombia sanjulan@gmail.com
Resumen
Este ensayo se plantea como
Ledis Múnera Abogada y filósofa Investigadora Grupo de Investigación en Desarrollo Social, gides, Universidad de San Buenaventura, Cartagena, Colombia lmunerav@gmail.com
Abstract
The current dissertation covers a
una crítica conceptual y política a los debates
critical approach about concepts and political
sobre el Estado contemporáneo y sus crisis,
contemporary debates on Nation State issues,
en particular en las sociedades atravesadas
particularly in cases of societies deeply affected
por conflictos armados como el caso
by internal conflicts, such us the Colombian
colombiano. La discusión se centra en el
case. The paper focuses in the implementation
proceso de implementación del paquete de
process of the transitional justice political
tecnologías políticas derivadas de la justicia
technologies, in regard of the restoration of
transicional en materia de reparación para
internal displaced people rights. The main thesis
la población en situación de desplazamiento
argues that this new field of policy development
forzado. Lo anterior es una forma de
in Colombia is performing as another field of
reflexión política sobre este nuevo ámbito de
trasnationalitation of states responsibilities.
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trasnacionalización de las funciones estatales. Palabr as clave :
Key words:
Justicia transicional, justicia reparativa,
Transitional Justice, Restorative
neoinstitucionalismo, autonomía del
Justice, Neoinstitutionalism, State
Estado, etnografía del Estado.
Autonomy, State Etnography.
a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 187-20 6 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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L A AU TON OM Í A D E L E STA D O E N S O C I E DA D E S A F E C TA DA S POR CONFLICTOS AR M ADOS I N T E R N O S : U NA R ELEC T U R A D E LA CON F I G U R ACI Ó N D EL E S T A D O EN T R E LA T R AN S NACIONALI Z ACI Ó N Y LA T R AN S ICIONALI D A D Sandro Jiménez Ledis Múnera
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E
I n t roducción
ste ensayo se presenta como una aproximación exploratoria al debate contemporáneo sobre el Estado, dejando de lado la discusión del institucionalismo clásico (Huntington, 1972; Lispset, 1959) y proponiendo un puente entre el neoinstitucionalismo (Almond, 1988; Huber, 1995; March y Olsen, 1984; Skcopol, 1985; Tilly, 1986) y las miradas postcoloniales en una perspectiva más etnográfica de la configuración del Estado (Abrams, 1988; Gupta, 1995; Ferguson, 1994). En este sentido, la discusión se plantea como un ejercicio que pretende ampliar las posibilidades de análisis del tema en consideración, a través del uso de parámetros recabados de casos y del empleo de categorías derivadas del cuerpo teórico en mención, para posibilitar la búsqueda de complementariedad de dichas formulaciones teóricas en la perspectiva del análisis complejo de una realidad específica. Este escenario en especial es el caso de la configuración del Estado colombiano frente al proceso de transición del conflicto al postconflicto. Para abordar esta exploración se presentan en primer lugar los principales elementos que proponen los autores del neoinstitucionalismo con respecto a la posibilidad del análisis del Estado como actor autónomo. En segundo lugar, estos elementos se tensionarán desde las reflexiones que proponen los estudios postcoloniales en lo que concierne a los efectos de la transnacionalización de varias de las funciones típicamente atribuidas al Estado –en su concepción weberiana– y, con ello, presentar el obligado replanteamiento de varias de las uni-
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L A A U T O N O M Í A D E L E S T A D O E N S O C I E D A D E S A F E C T A D A S por conflictos | S a n d r o J i m é n e z / L e d i s M ú n e r a
dades de análisis del neoinstitucionalismo. Finalmente, este debate se conectará con el caso de la transición del conflicto al postconflicto en Colombia, en el marco de la implementación del paquete de tecnologías políticas derivadas de la justicia transicional. Específicamente, se analizará el trasfondo ético-político de la reparación, articulado en términos de justicia social y de respeto a la pluralidad, como forma de introducir categorías en el debate de la reparación a la población desplazada por la violencia para enjuiciar y reflexionar políticamente sobre este tópico de la justicia transicional, teniendo en cuenta que éste es un nuevo ámbito de transnacionalización de las funciones del Estado, tratando de evitar la repetición de las expresiones jurídicas de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, cuyos catálogos normativos coreados sin cesar por el discurso transicional poco nos dicen de cómo asumirlos críticamente. Just ici a t r a nsiciona l y r epa r ación de l a s v íct i m a s del despl a z a m i en to i n t er no for z a do: m á s a ll á del disc u rso j u r í dico t r a nsnaciona l ac erca del pa so del con f licto a l postcon f licto Los marcos jurídicos de la justicia transicional en Colombia se comprenden y tratan de responder al derecho internacional, el cual ha logrado un alto nivel de consenso por parte de órganos internacionales y de diversos estados. Estas reglas se refieren a las garantías fundamentales y mínimas propias de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario, lo que se constituye en un límite para los diseños estatales, en tanto los gobiernos pierden la discrecionalidad para decidir en materia de tecnologías políticas de justicia transicional. Somos testigos de la circulación del discurso de transicionalidad a nivel estatal sin mayores reflexiones que impliquen un replanteamiento estructural de las estrategias neoliberales y de las garantías de los derechos fundamentales que sobrepasan la creencia del liberalismo clásico en proteger únicamente los derechos civiles y políticos. De allí que frente a este contenido de la transicionalidad nos propongamos discurrir sobre la implementación de un paquete de tecnologías políticas derivadas de la justicia transicional. La justicia transicional es una noción de justicia contemporánea, enmarcada genealógicamente en los procesos de rupturas políticas y reedificaciones estatales que produjeron las guerras, conflictos y dictaduras del siglo xx. De acuerdo con Teitel (2006) se pueden distinguir tres etapas de reconfiguración y desenvolvimiento de la justicia transicional:
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• La justicia transicional que se origina tras la Primera Guerra Mundial y se consolida con los Juicios de Nuremberg –luego de la Segunda Guerra Mundial–.
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• La justicia transicional característica de los procesos de democratización del este de Europa, Centroamérica, Suramérica y Sudáfrica. • La justicia transicional de la era de la globalización del Derecho Internacional Humanitario y del Derecho a la Guerra.
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Para Teitel (2006), la justicia transicional ha representado una construcción de justicia destinada a aplicarse a períodos de profundos cambios políticos, definiendo respuestas jurídicas para hacerle frente a las violaciones de derechos humanos y a las atrocidades masivas cometidas durante la guerra. La primera etapa de la justicia transicional se caracteriza por la universalización e internacionalización de estándares de justicia penal que sentaron las bases del derecho penal internacional, hoy dominantes. Ésta es una justicia de vencedores de la guerra, por eso los actores principales son los gobiernos ganadores de la Segunda Guerra Mundial y sus tribunales internacionalizados. La segunda fase de la justicia transicional está vinculada con los procesos de democratización de Europa del Este, Centroamérica, Suramérica y Sudáfrica. Los contenidos de la justicia adoptada en estos territorios obedecieron a modelos locales y particulares para asumir la transición, renunciando en los procesos de cambio político a la justicia transicional universalista y de responsabilidad penal individual de la primera fase. Por ende, hay una marcada ausencia de juicios internacionales y las transiciones se consideran arreglos locales y de soberanía exclusiva del gobierno. Aquí se manifiesta la tensión entre castigo y amnistía, la consolidación de la democracia por medio de perdones incondicionados a los violadores de los derechos humanos se negociaron los derechos de las víctimas a la justicia, a la verdad y a la reparación. De la justicia penal individualizada y el castigo retributivo de la etapa anterior, se dio paso a una concepción alternativa de política criminal: el modelo restaurativo, que le apuesta a una retórica de la reconciliación y del perdón entre víctimas y victimarios, a la reincorporación comunitaria de los criminales, éstas como estrategias de consolidación del Estado-Nación democrático. El tercer período de la justicia transicional ha implicado la construcción de regulaciones legales permanentes para los estados de guerra, y significa aceptar que las confrontaciones armadas y las violaciones a los derechos humanos son una situación permanente y persistente del Estado contemporáneo. La justicia transicional se estabiliza, pasa a ser la regla y deja de asumirse como la excepción, se convierte en un paradigma del Estado de Derecho dominante para las democracias en construcción en medio del conflicto. El fin del siglo xx se caracterizó por una prolongación de los juicios criminales y reparaciones no resueltas que venían de conflictos de la segunda etapa de la justicia transicional, reclamaciones de las víctimas soportadas por la consolidación de instru-
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mentos internacionales de defensa y aplicación de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. En esta etapa se percibe una estabilidad y regularidad alrededor de los componentes legales sustantivos y procedimentales de la justicia transicional, que se han convertido en las regulaciones de las situaciones de violencia que parecen ser constantes y persistentes en los Estados actuales. La situación de violencia se origina por Estados débiles, sistemas judiciales dependientes de estructuras políticas, guerras internas y externas a pequeña y gran escala. Existen distintas formas de justicia transicional, disímiles maneras de hacerle frente al conflicto y variadas experiencias históricas sobre el asunto. Tenemos los casos de América Latina, Europa del Este, Sudáfrica, Irlanda del Norte, ex Yugoslavia, Sierra Leona o Timor Oriental. Sin embargo, se han consolidado componentes comunes a estas experiencias que se ponen de manifiesto en los instrumentos del derecho internacional, específicamente los sistemas de protección de derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Uno de los temas centrales de análisis al interior de la discusión sobre justicia transicional es el de las víctimas; así surgen cuestionamientos de vital importancia: ¿qué tratamiento jurídico y político les da a esas víctimas? ¿Cuáles han sido sus pérdidas y daños? ¿Son susceptibles sus pérdidas de reparación? ¿Qué tipo de reparación? Las violaciones masivas a los derechos humanos durante los conflictos armados, las dictaduras o el autoritarismo, son desestabilizadoras de los planes de vida y de los vínculos comunitarios de numerosos grupos de la población debido a que esos ilícitos significan pérdidas invaluables de vidas humanas, desapariciones forzadas, pérdidas de bienes y negocios, destierros masivos, exilios, violencia de género y étnica, es por ello que la respuesta reparativa en el caso de las víctimas debe ser integral teniendo en cuenta los daños particulares que ellas han padecido. Intentaremos reconstruir las bases de un concepto político de justicia reparativa integral para las víctimas de desplazamiento interno forzado y sus particulares circunstancias. Dos motivaciones justifican este ejercicio, una ética-política y otra jurídica. La primera se hace necesaria en el debate de la justicia transicional y del desplazamiento interno forzado en Colombia. Además es crucial en el proceso de armar elaboraciones políticas sobre justicia reparativa para los desplazados que nos permitan enjuiciar los límites, aciertos y desaciertos de las normas jurídicas internacionales y nacionales sobre el tema. Se trata de dotar de contenido algunas expresiones jurídicas que se repiten sin cesar como derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación de las víctimas desde horizontes menos juridificantes de las relaciones humanas y más cercanos al individuo, a la diversidad y a las pérdidas de los desplazados como estrategia de construcción de la democracia real.
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La segunda motivación la jurídica obedece al sitio borroso que ocupan los desplazados en el marco jurídico que está en la base de la transición y la justicia reparativa en Colombia. Nos referimos al preocupante hecho de que la voz, las pérdidas y las expectativas de reparación de más de tres millones de víctimas no se vean reflejados de forma explícita en la normatividad contenida en la Ley de Justicia y Paz –Ley 975 de 2005– y se mencionen escasamente en la sentencia C-370/2006 –Corte Constitucional– que revisó la constitucionalidad de la norma ya mencionada. Por lo anterior, consideramos pertinente iniciar este análisis de las políticas públicas sobre la atención a la población desplazada con una reflexión acerca de la justicia reparativa, que tenga como titulares a las víctimas de desplazamiento interno forzado y que supere las restricciones de la reparación ligada a procesos judiciales. Los contenidos de la transición del conflicto al postconflicto en Colombia deben tener como uno de sus propósitos atribuir reparaciones a las víctimas de desplazamiento interno forzado. Dichas medidas reparativas deben privilegiar formas materiales de justicia social que tengan en cuenta la situación particular de vulnerabilidad de la población víctima del desplazamiento interno forzado, las formas de vida comunitaria e individual dañadas y el lugar de víctima del desplazado en el conflicto. En esa medida ampliamos los límites de los conceptos jurídicos de reparación a las víctimas como mera restauración del estado previo a la pérdida, pues éstos son insuficientes para que los desplazados se inserten en formas de vida digna. El primer aspecto central de la concepción de justicia reparativa es la protección de los derechos civiles, políticos y sociales para la población desplazada por violencia. Es así como los derechos civiles constituyen libertades privadas que permiten construir los planes de vida, definir qué tipo de elecciones se hacen, refugiarse en la subjetividad, en ese sí mismo poético que posibilita construir la narrativa, la historia vital. La libertad privada cubre el dominio de la subjetividad, del cuerpo y del disfrute de las posesiones básicas para subsistir. Los derechos civiles protegen el ámbito de la realización ética, personal, familiar, social y comunitaria; son la garantía de que se puede no sólo elegir la clase de vida sino cuestionar los proyectos vitales que la comunidad y el Estado traten de imponer a los individuos. La única restricción a este tipo de libertades es el respeto de la libertad de los demás, no existe otro límite; cualquier limitación a la libertad individual que traspase esa restricción es una negación de la individualidad y la pluralidad. Las manifestaciones de la violencia y del desarraigo producido por el desplazamiento destruyen el dominio del cuerpo al violentar la integridad física por medio de la muerte, la violencia sexual contra las mujeres y al exterminar
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comunidades indígenas y afrocolombianas. Además éstas acaban con el disfrute de las posesiones que, además de ser objetos materiales, crean espacios que definen la identidad, ese “quién” único e irrepetible que se siente seguro por los bienes que le brindan refugio de la naturaleza y que edifican el entorno constructor de la vida cultural de las comunidades. Anulándose de esa manera el encuentro consigo mismo y con los otros, siempre está el fantasma de la violencia, del miedo y del terror producido por el desplazamiento forzado que impiden espacios de privacidad y soledad; todos los escenarios de la vida de los desplazados se transforman en públicos; los actores armados, el Estado y distintas organizaciones les vigilan y, de una u otra manera, les terminan definiendo el destino. Sin individualidad no hay comunidad ni redes sociales; se necesitan escenarios que escapen a la luminosidad de lo público para pensar en lo privado, sentir lo que agrada y desagrada y decidir si se dialoga con los otros para construir colectivamente. Por lo anterior, las políticas de derechos civiles que están destinadas a la reconstrucción del espacio de vida privada y familiar de la población desplazada por la violencia, se convierten en una vía para garantizar una esfera de no incursión estatal, ajena a la política y al Estado, protegiendo el ámbito íntimo y el privado necesarios para la formación de los cuerpos asociativos de la comunidad, en los cuales se gestan, articulan y reproducen los malestares que luego se debatirán en el plano político. Este tipo de políticas comporta toda una gama de derechos civiles y de derechos especiales. Estos últimos dependerían de la condición de víctima de la violencia, en especial, medidas de reparación de las pérdidas relacionadas con las limitaciones que la situación del desplazamiento impone al goce de la subjetividad, de las posesiones y del dominio de la corporalidad. Jugarán aquí un papel central las consideraciones de las situaciones particulares, de la experimentación del daño muy específica de hombres y mujeres, de indígenas y de afrodescendientes, evitando las generalizaciones homogenizantes e invisibilizantes de las profundas diferencias de los individuos y las comunidades. Esta última tesis entra en perfecta congruencia con el propósito de los derechos civiles: la protección de la pluralidad humana. Otro de los pilares sobre los cuales estructurar la reparación de la población desplazada es la efectiva garantía de los derechos sociales, que se materializan mediante políticas de redistribución social, cuyo objetivo primordial es insertar a los individuos en dinámicas productivas y de autosostenimiento. Es así como las políticas de redistribución social en salud, educación, vivienda y trabajo son una respuesta política que garantiza un nivel de renta a los miembros de la sociedad. Las políticas de redistribución social deben beneficiar a todos; tienen una vocación de cobertura universal y su objetivo final es lograr la igualdad material, esto es, la igualdad real y efectiva. Dicha igualdad es la base de cualquier
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planteamiento político que propenda por la equidad entre los miembros de un Estado. Este tipo de políticas sociales se complementa con las libertades privadas, las cuales siguen siendo importantes, pero aparece una preocupación por eliminar los obstáculos que hacen imposibles tales libertades, es decir, se elaboran políticas que logran la igualdad fáctica y material de los miembros de la comunidad política, para garantizar el real ejercicio de estos derechos. Los modos de la redistribución social (Zintl, 1993: 36) le permiten al Estado implementar políticas sobre equidad en los ingresos –por ejemplo, leyes sobre salario mínimo–, medidas que respondan a los riesgos –por ejemplo, sistemas de seguridad social– y creación de oportunidades –por ejemplo, instituciones educativas–. Por ende, la satisfacción de las necesidades básicas es una tarea exigible al Estado; la solidaridad deja de ser un asunto de caridad privada o de atención humanitaria para ser canalizada por las instituciones políticas. Este tipo de políticas está destinado a crear la base material e igualitaria que construya las condiciones de posibilidad para el goce real de los demás derechos que se le garanticen a los desplazados. Esta tarea se puede realizar por dos vías: creando circunstancias equitativas para disfrutar plenamente de los bienes restituidos a los desplazados, o dotando de medios materiales a aquella parte de la población desplazada que no sea beneficiaria de estas medidas de restitución. Estas políticas no implican asistencialismo o “bienestarismo” de Estado, sino garantía de los derechos sociales –en tanto que fundamentales– y derechos medios para la realización de los demás derechos, que no sólo beneficien a la población desplazada pero que sí tengan en cuenta sus particulares pérdidas emocionales y físicas. Los derechos sociales se enfocarían en políticas de empleo, recuperación del campo, salud, educación y vivienda. Sin embargo, hay que evitar el paternalismo estatal o el asistencialismo de Estado o de cualquier organización, las cuales mediante asistencia social generan en sus poblaciones clientes, una imagen social de estos individuos como sujetos que reciben algo a cambio de nada, originándose una excesiva incursión, violación y reglamentación de la vida privada de los desplazados por tales entidades; es como si se garantizaran bienes a cambio de la libertad. Para evitar el asistencialismo o “bienestarismo” estatal y el gobierno de un régimen técnico de maximización de recursos sociales como los cuerpos de expertos, se pueden articular políticas públicas que eviten el paternalismo estatal, privilegiando la participación de los desplazados y de los destinatarios de esos beneficios al momento de ejecutar las políticas sociales. Además se deben tener en cuenta ciertos estándares mínimos de calidad de vida no negociables ni transigibles por la administración pública. Lo que sí entra en la discusión política y está sujeto al acuerdo es cómo implementar tales políticas, en qué grado y cuáles serían los bienes básicos que los miembros de las comu-
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nidades requieren, ya que son ellos, mejor que cualquier experto en desarrollo, quienes pueden dar una respuesta autónoma a la manera como desean administrar su bienestar. Estas medidas sociales deben estar respaldadas en última instancia por la participación ciudadana capaz de mantenerlas, reclamarlas y ampliarlas contando con ciudadanos capaces de influenciar las decisiones estatales en materia de derechos sociales para evitar el paternalismo de Estado. El control político ciudadano no sólo sometería al debate público al Estado sino a los partidos políticos, ong, jueces, sindicatos y los más diversos actores sociales relacionados con la política en materia de derechos sociales, articulando un sistema integral de control. Es así como la creación y mantenimiento de derechos sociales requieren la existencia de la participación ciudadana. La protección de los derechos civiles, la implementación de políticas sociales y la reconstrucción de la memoria colectiva debe cobrar un sentido especial cuando tengan por destinatarios minorías étnicas y culturales debido a que ya no sólo se trata de la restitución de sus propiedades colectivas despojadas por el desplazamiento sino del respeto de sus derechos de autogobierno, de derechos especiales de representación y participación, y de derechos de promoción de su cultura en cualquier toma de decisiones que les afecten. Es el reconocimiento político de la diversidad y del pluralismo cultural. Este tipo de garantías no son derechos colectivos ni se oponen a las libertades protegidas por los derechos individuales. Para entender mejor lo anterior debemos distinguir entre restricciones internas y protecciones externas (Kymlicka, 1996). Las restricciones internas son reivindicaciones de la comunidad étnica contra sus propios miembros y las protecciones externas son exigencias de las minorías frente a la sociedad en general. El objetivo de las reivindicaciones es proteger a las comunidades del disentimiento interno, en el primer caso, y de las decisiones externas tomadas por la sociedad y el Estado, en el segundo. Por medio de las protecciones externas, la minoría étnica se protege de las políticas estatales que vayan en detrimento de sus intereses vitales como grupo, de su identidad y cultura, y a través de las restricciones internas las comunidades garantizan la lealtad de sus miembros a sus directrices y estilo de vida grupal. Estas últimas implican fuertes limitaciones a la libertad de sus integrantes y son una forma de defensa de la solidaridad y de los vínculos societales intracomunitarios frente a la crítica y disenso de sus miembros. En consecuencia, las restricciones internas son contrarias a los contenidos morales de las libertades públicas y privadas. Los sistemas políticos democráticos pueden aceptar protecciones externas pero deben rechazar las restricciones internas dado su carácter violatorio de las libertades. La consagración jurídica de protecciones externas es congruente con el respeto de los derechos fundamentales.
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La base ética de los derechos especiales de las minorías étnicas es el respeto del principio de libertad individual o de autonomía debido a que se considera que la articulación de los planes de vida individual y comunitaria de estos grupos necesita de un par de condiciones. Primero, se hacen indispensables recursos y libertades para diseñar los proyectos vitales conforme a las creencias particulares, sin temor frente a la discriminación, a la criminalización y, en general, a cualquier forma de injusticia. La segunda condición es la libertad de criticar los propios ideales de vida, de enjuiciarlos, incluyendo los de la comunidad a la que se pertenece. Estas condiciones son garantizadas política y jurídicamente por las democracias, con el objetivo de que las personas y comunidades étnicas diseñen sus planes de vida y puedan entrar en contacto con otras formas culturales; ésta es la protección del pluralismo y la diferencia cultural. Las elecciones vitales y valiosas de los individuos provienen de las prácticas comunitarias de la cultura; sólo en la vida en común adquieren sentido, finalidad y valor los distintos proyectos de vida. Comprender el valor de elección de un proyecto de vida depende de acercarse y entender la cultura societal de donde provienen esos planes. Es aquí donde reside la importancia de defender y proteger las culturas de las minorías étnicas. Sólo a partir de ellas los individuos tienen oportunidad de orientar sus vidas de manera significativa y valiosa. A diferencia de las minorías étnicas, en el caso de la mujeres, la reparación puede asumir una perspectiva de género, bajo la forma de políticas de discriminación inversa. Éstas se basan en el principio de igualdad y es éticamente aceptable establecer por parte del Estado políticas diferenciales a favor de grupos marginados como las mujeres desplazadas. De ahí que la acción afirmativa o la discriminación inversa esté justificada porque logra establecer cuotas o grados de preferencia a favor de este sector de la equiparación social. Estas políticas son un ejercicio ulterior de igualación, justificable sólo cuando se han adelantado políticas de derechos civiles, políticos y sociales generales, y las condiciones inequitativas no se han superado. Cuando se ejecutan políticas de discriminación inversa sin este requisito previo, se trazan diferencias entre poblaciones profundamente iguales y se desvanece lentamente la posibilidad de construir redes sociales y movimientos ciudadanos a largo plazo, como en el caso de la creación de políticas que beneficien a las mujeres cabeza de familia desplazadas en sectores pobres, donde casi toda la población se encuentra en la misma situación de conculcación de derechos. Además de la fragmentación social que esta situación produce, se condenan grupos específicos que son estereotipados e identificados comunitariamente como vulnerables. Se los fosiliza en un estatus social que los dota de beneficios; por ello se necesita un sistema de políticas de redistribución social más amplio que permita la movilidad so-
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cial tras el beneficio. Las diferenciaciones que implican la discriminación inversa siempre deben ser una salida excepcional. Las políticas de discriminación inversa son un desarrollo político de la cláusula de igualdad, en su sentido sustancial; su objetivo es remediar las tradicionales situaciones discriminatorias en las que ha estado imbuido un grupo de la sociedad. De ahí que sean de naturaleza temporal, porque cuando se alcance la igualdad real y efectiva de estos sectores marginados, las políticas de cuotas y de discriminación inversa caerían en desuso. El propósito de una política de igualación es lograr que todos los individuos puedan ser miembros plenamente activos, partícipes y cooperantes de la comunidad política. La reconstrucción de la historia nacional, memoria y verdad se constituye en otro elemento central en una perspectiva reparativa. Sin verdad no hay memoria y, a su vez, la memoria reedifica el horizonte ético compartido de los miembros de un Estado, es el componente central de la historia nacional que se comienza a relatar en sociedades en transición. Si bien la verdad no se ha considerado una virtud política, ni aparece al lado de la libertad, la igualdad y la justicia en las reclamaciones éticas dominantes de la modernidad, ésta cobra un lugar central en la época contemporánea cuando el orden político dominante –estatal o paraestatal– reemplaza deliberada y sistemáticamente las verdades factuales1 –los hechos– o intenta negarlos. Las reclamaciones de las víctimas del desplazamiento interno forzado por conocer lo sucedido es una exigencia que la reparación debe satisfacer. Ésta es una pretensión de verdad factual cuyas implicaciones las describe Arendt: “… cuando en la esfera de los asuntos humanos se reclama una verdad absoluta, cuya validez no necesita apoyo del lado de la opinión, esa demanda impacta en las raíces mismas de todas las políticas y de todos los gobiernos” (1996: 241). El hecho del desplazamiento interno forzado es un acontecimiento innegable en medio del conflicto interno en Colombia; por ello es una verdad absoluta y su poder en las redefiniciones políticas estatales es central en momentos de reparación integral.
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1 Seguiremos, en estas consideraciones sobre la verdad y la política, las ideas de Arendt (1996) dado que son reflexiones que discuten la pérdida de la verdad en medio de la guerra, la violencia y la mentira deliberada de los regímenes políticos. Arendt en estas reflexiones utiliza argumentativamente tres definiciones que son operativas para la comprensión de los hechos de violencia y la guerra: verdad de razón, verdad factual y opinión. No discute la validez filosófica o epistemológica de la clasificación, sin embargo, nos permite movernos con claridad en la difícil tarea de entender la realidad. La verdad de razón son las construcciones filosóficas, matemáticas o analíticas; la verdad factual son los hechos acontecidos imposibles de negar, son trozos de realidad, y la opinión que es una construcción intersubjetiva, interpretativa y discursiva de la realidad, se presenta cuando se ha deliberado en torno a las verdades factuales, de razón y las mentiras en los escenarios de debate político.
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Los hechos –verdad factual–, las pérdidas y daños del desplazamiento son de conocimiento público, pero quienes conocen los hechos “… pueden situar en terreno tabú su discusión pública y, con éxito y a menudo con espontaneidad, convirtiéndolos en lo que no son, en secretos” (Arendt, 1996). La verdad factual es susceptible de perderse en cualquier momento debido a que está directamente implicada con las personas, depende de declaraciones y testigos, “... sólo existe cuando se habla de ella” (Arendt, 1996: 248); por ello la urgente necesidad de construir memoria colectiva como referente central de la historia nacional. Esta reedificación de los relatos compartidos interpreta y acomoda los hechos desde una perspectiva particular; no obstante, no se pueden modificar los hechos objetivos de esa narrativa, como las desapariciones forzadas, los desplazamientos, las violaciones sexuales y los homicidios, que están más allá y por fuera de ser una verdad consensuada o susceptible de opinión o discusión: sucedieron o no, alguien las cometió o no. El derecho a la verdad de la población desplazada implicaría la reconstrucción de la memoria colectiva sobre las estructuras políticas y económicas que provocaron los desplazamientos, además de establecer quiénes se beneficiaron y quiénes fueron los cómplices de este crimen atroz. Debido a la magnitud de la tarea de la reconstrucción de la verdad se hace insuficiente la verdad judicial y la apuesta debe ser por un relato político integral que cuente con la participación de todos los involucrados en el conflicto o al menos de sus representantes. Debe ser además un asunto concerniente sólo a las víctimas o a sus organizaciones, ni al gobierno ni a los actores armados ilegales. Es una tarea compartida que debe hacer posible la refundación de la memoria colectiva de la nación, en la cual el crimen del desplazamiento interno forzado tenga un capítulo central que dignifique la imagen de las víctimas de la guerra, en especial, la de los desplazados. La garantía plena de la justicia reparativa y de los derechos fundamentales en sentido amplio son condiciones constitutivas de lo político. Gracias a estos derechos se funda un ámbito que tramita los asuntos, conflictos e intereses por medio de intercambios comunicativos de ciudadanos que se reconocen como sujetos libres e iguales. Este debate público de los problemas de la comunidad puede llegar a influir en la formación de las decisiones de los órganos estatales. En este escenario participativo cobran especial relevancia los puntos de vista de las organizaciones de las víctimas y la evocación de la memoria histórica como punto de encuentro de una comunidad que se intenta reconstruir democráticamente y que es una vía para consolidar canales pacíficos de deliberación y trámite de los conflictos. Sin embargo, ciertas exigencias integrales de reparación para los desplazados manifiestan los límites del discurso liberal de la justicia transicional en un marco de transnacionalidad al exigir una redefi-
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nición de las bases del juego económico y de los derechos fundamentales para introducir elementos de justicia social. De allí la necesidad de retomar, al menos desde el horizonte académico, el debate sobre el Estado que subyace en las discusiones sobre justicia transicional y, con ésta, lo que trae consigo el discurso del humanitarismo contemporáneo. E l luga r del E sta do en el n eoi nst it uciona lismo Los debates de esta corriente de pensamiento en el análisis político ponen en primer plano discusiones amplias e importantes para los estudios de política comparada, como lo son la comprensión del lugar de los políticos y de las dinámicas sociales sobre las cuales se edifica la manera en que nos relacionamos con el Estado y viceversa. Un primer aspecto destacable en ese sentido es la referencia de Leftwich según la cual los cambios sociales se explican más por la relación entre política y Estado, que por la relación entre gobierno y democracia (1993: 621). Lo que esto plantea es trascender la imagen que concebía al Estado como igual o idéntico al régimen o a un tipo de gobierno dejando de lado otras consideraciones como las que destaca Almond, cuando afirma que el resurgimiento del Estado como categoría de análisis no subsumida en la idea de gobierno o de sistema político implica también el reconocimiento de que el proceso político es una red interdependiente de otros subprocesos (Almond, 1988: 855, 859). Para poder valorar esa interdependencia se enfatiza en la necesidad de considerar el Estado como una unidad autónoma y, desde la comprensión de la manera en que se configura esa autonomía, establecer los modos de afectación recíproca entre Estado y sociedad. Huber a este respecto realiza un aporte muy importante en la comprensión de la importancia de las capacidades del Estado, entendiendo éstas como la fijación y cumplimiento de metas, al lado de la necesidad de una estructura de sociedad civil. Al respecto Huber menciona cómo la fortaleza estatal no es únicamente relacional, de calidad contingente, sino también dependiente de las características estructurales del aparato estatal. De igual manera destaca que es necesario considerar un set de relaciones complejas para poder determinar la capacidad y efectividad del Estado para cumplir las cuatro funciones básicas:
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1. La defensa de la legalidad. 2. La promoción del crecimiento económico –acumulación–. 3. El control de las demandas –legitimación–. 4. La distribución de los recursos de la sociedad (Huber, 1995: 49-51).
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Al considerar el Estado como un ente autónomo, lo ponen en la condición de actor, que como tal no se puede entender monolítica y uniformemente ni de manera determinista. En esto, varios autores coinciden en mirar dentro del aparato estatal y desde allí comprender las distintas configuraciones que hacen posible su actuación en un sentido u otro. Por ejemplo, Leftwich destaca como elementos de ese aparato la existencia de una élite burocrática desarrollista, la autonomía para implementar políticas de desarrollo y la gestión política sobre las relaciones de conflicto, negociación y cooperación sobre el uso y la distribución de recursos (Leftwich, 1993: 619-621). Finalmente, queremos resaltar dos contribuciones muy importantes en la estructuración de las discusiones sobre estas nuevas dimensiones de lo político y lo social, desde el neoinstitucionalismo y con el Estado como unidad de análisis. En primer lugar, el estudio del Estado y el seguimiento de las políticas, frente a lo cual caben discusiones sobre por qué, cómo y cuándo los estados forjan sus políticas, para después preguntarse por la racionalidad con que éstos resuelven los problemas a los que hacen frente. En numerosos estudios sobre las capacidades de los Estados para alcanzar objetivos concretos se emplea el concepto de instrumentos de actuación política para determinar la naturaleza y el alcance de los mecanismos institucionales de aplicación a un conjunto determinado de cuestiones por parte de los funcionarios del Estado. Otros estudios se orientan hacia el análisis macroscópico de amplios modelos institucionales de historias nacionales divergentes que explican por qué los países tienen o no ahora instrumentos de acción política para hacer frente a los problemas o las crisis (Sckopol, 1985: 111-115). En segundo lugar está el debate sobre el Estado y el marco socioeconómico, respecto de lo cual se pueden estudiar los medios del Estado para captar y emplear recursos financieros, para crear o reforzar organizaciones del Estado, para controlar personal, para lograr el apoyo político, para subvencionar iniciativas económicas y para financiar los programas sociales. En este sentido tiene prioridad la observación del poder de los Estados sobre las estructuras y los actores no estables del ámbito nacional o transnacional, especialmente los dominantes en el plano económico. Adicionalmente se considera el estudio de las estrategias de las naciones para lograr la interdependencia dentro de la economía del mundo capitalista, a modo de redes de actuación política que incluyen una relación estructurada entre el Estado y la sociedad (Sckopol, 1985: 113-117). Con todo lo anterior, es claro que los aportes de esta corriente de pensamiento amplían y dinamizan significativamente las reflexiones de los estudios políticos sobre el Estado. Pero la mayor limitación de su capacidad explicativa es su énfasis casi exclusivo en una concepción weberiana del Estado, en donde
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la configuración del mismo es entendida de manera fundamentalmente endógena. Cuando se incorpora la dimensión de lo internacional, ésta se entiende desde el juego de las relaciones interestatales sólo posibles al interior de la comunidad de naciones, donde las relaciones están definidas bajo el principio constitutivo de intercambio entre Estados pares. Este principio imposibilita que estas visiones comprendan los nuevos procesos de configuración y reestructuración de los Estados en el marco de la globalización económica y política neoliberal, sobre todo cuando la escena internacional se divide entre los Estados con mayúscula –el centro hegemónico– y los estados con minúscula –la periferia tercermundista–. Las implicaciones de estas nuevas variables las revisaremos en el siguiente acápite. E l E sta do y l a t r a nsnaciona li z ación de l a s f u ncion es estata l es A diferencia de algunos análisis que consideran que el efecto más importante de la aplicación a escala planetaria de las políticas de la teología neoliberal es la reducción del protagonismo del Estado –dada su nueva presencia minimalista en el juego económico, donde se deja el paso libre a las fuerzas del mercado–, el discurso del desarrollo transnacional sigue teniendo al Estado como el agente primario de la aplicación de políticas en el ámbito nacional. ¿Qué es lo que cambia entonces respecto al espacio, el rol y la capacidad de acción del Estado de la concepción weberiana y neoinstitucionalista en los nuevos análisis de los estudios postcoloniales y postsocialistas? En primer lugar, antes de la discusión teórica, una referencia empírica de la práctica cotidiana ejemplifica esa diferencia: un funcionario de un Estado con minúscula, elegido o nombrado –por las llamadas democracias liberales emergentes o en consolidación– define su actuación pública por la mezcla entre la aplicación de reformas institucionales –recomendadas por alguna entidad multilateral– y la articulación con la sociedad civil nacional e internacional, o la negociación con las agencias internacionales de cooperación al desarrollo para financiar sus programas sociales y la aplicación eficiente de la reducción de la presencia de Estado en asuntos que pueden ser asumidos por el mercado empresarial o pseudoempresarial –las ong–. Todo esto es lo que Aradhna Sharma y Akhil Gupta (2006: 21) sintetizan como la acción estatal en el contexto global de la circulación del discurso neoliberal definido por las ideas de buen gobierno, fortalecimiento de la sociedad civil, privatización y disminución de la intervención del Estado en las tareas redistributivas (ver Barry et ál., 1996; Ferguson y Gupta, 2002; Paley, 2002; Rose, 1996, citado por Sharma y Gupta, 2006: 21). La forma en que estos aspectos se manifiestan o afectan cada estructura estatal depende de múltiples variaciones
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a lo largo de los contextos postcoloniales y postsocialistas, así como de acuerdo a los contextos sociales y culturales en los que estas medidas se implementan. Lo que sí es claro es que el neoliberalismo o, en palabras de Rose (1996, citado por Sharma y Gupta, 2006: 21), el liberalismo de ultima generación –advanced liberalism– está replanteando críticamente las representaciones, los contornos y los ámbitos de acción del Estado, y con él, las formas de gobierno y normatización de la vida social. Un argumento central de cómo esta tendencia no debilita el Estado, sino que crea nuevas entidades autónomas que comparten espacio de acción autónoma al lado de los gobiernos, es la que plantea Rose (1996) cuando afirma que este proceso produce la proliferación de puntos o lugares de regulación y dominación que derivan en entidades autónomas que no hacen parte del aparato estatal y que son guiadas por la lógica empresarial (Barry et ál., 1996; Burchell, 1996, Sharma y Gupta, 2006: 21). Rose define esto como el “gobierno en la distancia”, el cual involucra instituciones sociales como las ong, escuelas, comunidades, e incluso individuos que son desplazados del centro del aparato estatal y les son asignadas responsabilidades, que de otra manera y en épocas anteriores, sólo eran del fuero estatal. Lo que finalmente se pone en conflicto son las propias fronteras de la acción autónoma del Estado, en donde éste entra a competir, ser subsidiado y en no menos de los casos, ser sustituido. En este sentido, Sharma y Gupta (2006: 22) se refieren a esta nueva condición como la aparición de instituciones “cuasi autónomas” y “cuasi estatales”, tanto en el nivel supranacional como en el nivel subnacional. Este panorama es representado de diferentes y poderosamente explicativas formas como la “de-gubernamentalización” del Estado (Barry et ál., 1996: 11); la “des-estatalización” del gobierno (Rose, 1996: 56); y la gubernamentalización de la sociedad (Foucault, 1991: 22). Esta discusión cobra plena claridad en un dominio específico relevante en la acción política internacional, la defensa de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. La discusión a este respecto desarrollada por Sharma y Gupta (2006: 23) destaca cómo el uso del lenguaje de los derechos humanos, como un instrumento tanto por parte del Estado como por parte de entidades no estatales, se plantea en una doble direccionalidad: por un lado se usa para regular el comportamiento de determinados Estados-Nación, bajo las ideas liberales de justicia; y, al mismo tiempo, se usa como estrategia de resistencia antiestatal, cuando se privilegia la estructura de valores del cosmopolitismo contemporáneo que se supone no deben subordinarse a los principios de soberanía cuando al discurso humanitario se refieren. En este mismo sentido, Sharma y Gupta (2006: 24) destacan cómo las acciones relacionadas con los derechos humanos se configuran como un instrumento disciplinario que
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ayuda a expandir el poder gubernamental transnacionalmente, donde el poder hegemónico –del centro o del norte– es el que tiende a fortalecerse (Grewal, 1998, citado por Sharma y Gupta, 2006: 24); pero al mismo tiempo, el mismo discurso es usado por muchas naciones marginales, al presentar muchas de sus demandas por ayuda a la superación de sus necesidades como un asunto de derechos humanos. En este punto es claro que para poder entender la acción estatal es importante preguntarse por elementos de análisis adicionales a los propuestos por Skcopol (1983) y por Leftwich (1995), como los introducidos por Sharma y Gupta (2006: 24), a saber: cuáles son los espacios de la acción estatal nacional que son transnacionalmente definidos y cuáles funciones del ámbito estatal son desarrolladas por organizaciones no gubernamentales que en muchas ocasiones no operan dentro de la estructura del Estado. Estas preguntas, y en general las reflexiones hasta ahora presentadas, ganan en complejidad cuando las mismas se aplican a casos de democracias aparentemente en ejercicio, pero dentro del marco de conflictos armados internos en desarrollo. En otras palabras, la acción autónoma de estados es una en tiempos de paz y otra en tiempos de guerra. Y específicamente otra cuando la guerra es aparentemente interna, no abierta, irregular, pero cruzada por múltiples fuerzas transnacionales. En estos escenarios –particularmente en el caso colombiano– el discurso del humanitarismo toma cuerpo a través de dos dominios específicos: la intervención humanitaria frente al fenómeno del desplazamiento interno forzado y la apertura de los procesos de justicia transicional.
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C onc lusion es Como se puede inferir de las discusiones presentadas a lo largo de este ensayo, es claro que el reconocimiento de la autonomía del Estado y de su capacidad de actuación, está determinado no sólo por los elementos weberianos de la idea de soberanía, sino por las nuevas articulaciones en la agenda global de expansión neoliberal, tanto en términos políticos como económicos. De ahí que cuando Huber resalta las capacidades del Estado como aquellas referidas a la fijación y cumplimiento de metas, al lado de la necesidad de una estructura de sociedad civil –para el caso colombiano–, no se puede entender sin considerar qué actores de la política transnacional imponen dichas metas y cuáles de la sociedad civil global las asumen como herramientas de presión o como responsabilidades directas en la ejecución. Por otro lado, cuando Leftwich destaca como elementos del aparato estatal la existencia de una élite burocrática desarrollista, la autonomía para implementar políticas de desarrollo y la gestión política sobre las relaciones de conflicto, negociación y cooperación sobre el uso y la distribución de recursos
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(leftwich, 1993: 619-621), es imposible responder por la composición de tales elementos sin entender a qué redes internacionales está articulada dicha élite, dónde se definen los alcances de dichas políticas sociales y finalmente qué grados de libertad de negociación política en conflictos internos –como el colombiano– se pueden ejercer cuando existe legislación supranacional que define con antelación qué tipo de paz y qué tipo de justicia es aceptable por la comunidad global y por los actores transnacionales. como síntesis final, podemos afirmar que los nuevos estudios sobre las capacidades y la autonomía del estado-nación como actor pasan por lo que Gupta define como la interacción entre la cultura y las ideologías regionales, nacionales e internacionales, frente a los flujos transnacionales. Por esta razón, el autor recomienda que para entender la construcción discursiva y la configuración de los estados contemporáneos, es necesario prestar especial atención a la transnacionalización de los procesos del sistema interestatal, entendiendo éste como un proceso en permanente transformación, producto de las distintas acciones del estado-nación y de los cambios de orientación en la economía política internacional en este período que es mejor descrito como la última fase del capitalismo (Mandel, 1975) o la era de la acumulación flexible (Gupta, 1995; Harvey, 1989). la conclusión es apenas evidente: la autonomía de la acción estatal está hoy determinada por el juego de las transacciones políticas y económicas transnacionales que están fuertemente marcadas por una economía política de las visibilidades y de la moralidad humanitarista, donde muchas de las posibles decisiones de los entes gubernamentales nacionales están limitadas por el lugar que ocupe el estado en el sistema interestatal y por el campo de poder que define cada ámbito de la acción estatal. la gestión de conflictos armados internos es uno de los campos en donde muchas funciones estatales se han transnacionalizado y donde el caso colombiano es uno de los más determinados por ese juego de visibilidades y de autonomías negociadas derivadas de las tecnologías políticas de la justicia transicional que, como sucede en el caso de la reparación de las víctimas del desplazamiento interno forzado, pretende restringirse a los parámetros de los discursos de derechos humanos internacionales, a pesar de que la transición del formalismo discursivo a la progresiva e integral aplicación está llena de vacíos y de tareas por hacer o ya desestimadas bajo el juego amnésico y esquizoide de la sociedad colombiana en el que cada nueva urgencia política genera una compulsión por la normatización, donde se suspende el espacio público y la visibilización de lo que la norma previa no logró concretar.
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A L L A B OA R D T H E T RU T H B A N D WA G O N : AN E X A M INA T ION O F O U R F A S CINA T ION W I T H T R U T H CO M M I S S ION S Sar a Park er PhD Candidate, Department of Political Science and International Relations University of Delaware, Newark, Delaware, usa slparker@udel.edu
Abstract
The increasing use and popularity
Resumen
La popularidad de las comisiones
of the truth commission coincides with an
de la verdad coincide con un interés por el
increasing interest in the study of transitional
estudio de la justicia transicional en general.
justice in general. Authors, politicians, and peace
Autores, políticos y activistas por la paz están
practitioners alike are all interested in learning
todos interesados en aprender cómo se
how we can help societies wracked by gross
puede ayudar a las sociedades devastadas por
human rights abuses and reconcile with their
graves violaciones a los derechos humanos a
pasts with the ultimate goal of preventing future
reconciliarse con su pasado con el propósito
atrocities. Given the relative newness of the
final de prevenir futuras atrocidades. Sin
truth commission as a transitional justice option,
embargo no se ha indagado acerca de las
there is much to study. One area of study that
razones por las cuales las comisiones de la
lacks attention rests with the idea itself: Why has
verdad han sido aceptadas tan rápidamente
the truth commission gone from a non-existent
como mecanismo de justicia transicional. Este
transitional justice mechanism to an accepted
trabajo examina posibles razones del porqué
one so quickly? This paper opens discussion on
dichas comisiones se han vuelto tan populares.
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this issue by examining possible reasons truth commissions have become so popular. Key words:
Palabr as clave :
Truth Commission, Transitional Justice,
Comisiones de la verdad, justicia
Reconciliation
transicional, reconciliación.
a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 207-2 24 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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If yu no no sai yu de g yu fo no usai yu commo… You must be certain of from where you come even if you are uncertain of where you will go. Krio proverb popular in pre-war Freetown, Sierra Leone (Pham, 2005: xxi)
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D
I n t roduct ion
uring Liberia’s Fall 2005 presidential election campaign, candidate Ellen Johnson-Sirleaf made clear that she was not interested in pushing for a war crimes court. Upon winning the election and taking office, she announced the creation of the Liberian Truth Commission. She remarked that she saw trials as “secondary” and stated: “In my own life I have come to believe that when the truth is told, humanity is redeemed from the cowardice claws of violence” (bbc, 2/12/2006). A year later, in November 2006, imprisoned leaders of Colombia’s right-wing militias began calling for a truth commission in order to confess their actions in Colombia’s brutal civil war. A statement signed by the paramilitary leaders reads: “We understand and accept that a fundamental part of the Justice and Peace Law lies in the confession of the truth of what occurred in the recent history of our national tragedy” (International Herald Tribune, 11/23/2006). These anecdotes are representative of a recent trend in international politics. Freeman (2006: 11) writes: “Despite its Orwellian name, the truth commission has become a preferred fixture of international law and politics alongside international and hybrid criminal tribunals”. Over thirty countries around the globe have implemented truth commissions since 1982 (see figure 1), and calls for new commissions have been raised in numerous others. As Kelsall (2005: 362) explains, “Demands for the
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truth, and for commissions to investigate it, are becoming the norm in societies emerging from periods of violent conflict or authoritarian rule”. In a similar vein, author Ameh (2006: 105) argues in support of Ghana’s decision to implement a truth commission: “A trc is not a panacea for all the problems encountered in a transitional democracy, but it offers a better solution and hope than the alternatives available”. The case has even been made for the creation of a Permanent International Truth Commission (Scharf, 1997). Just three decades ago, the truth commission was not even on the international radar screen, much less touted as a better alternative to criminal justice proceedings, or seen as a norm in the transition to democracy. The increasing use and popularity of the truth commission coincides with an increasing interest in the study of transitional justice in general. Authors, politicians, and peace practitioners alike are all interested in learning how we can help societies wracked by gross human rights abuses reconcile with their pasts. Ultimately, transitional justice offers hope of preventing future atrocity. The study of truth commissions –and of transitional justice and reconciliation in general– is in its infancy. Given the excitement of the promise that truth commissions hold, it is unsurprising that this area of study continues to grow exponentially. Yet, there is still so much we do not know. As Kritz writes:
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Although logic, visceral reactions and anecdotal evidence suggest that these bodies –when properly structured, staffed and financed and when understood to be part of an integrated and carefully tailored package– make valuable contribution to a society’s reckoning with large-scale, systemic abuses and to laying a foundation for needed reforms, a distance of less than two decades since the first of these commissions is not enough to determine their long-term impact (2003: 43).
Kritz is among many authors who have pointed out limitations in the study of truth commissions. Roper and Barria (2007: 20) write, “… most of the research in this area has focused on the consequences rather than the causes of truth commissions”. Much of the information we do have on truth commissions rely on “… normative conviction and anecdotal evidence” (Brahm, 2007). Mendeloff (2004: 356) argues that “Claims about the peace-promoting effects of formal truth-telling mechanisms rest far more on faith than on sound logic or empirical evidence” and that truth-telling advocates often overstate the significance of such mechanisms. Defenders of truth-telling, he writes, claim that it is too soon to judge the effectiveness of truth-telling. In response, he asks: “If it is too soon to pass judgment on truth-telling, why is it almost universally endorsed as an effective and important peace building tool?” (Mendeloff, 2004: 375).
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There are other areas of study on truth commissions that lack an honest examination. One of these rests with the idea itself: Why has the truth commission so quickly gone from a non-existent transitional justice mechanism to a commonality? This paper seeks to open discussion on this issue. It is important to critically examine the reasons behind our fascination, optimism, and increasing promotion of the truth commission alongside continued study of their impact and effects on societies. I do so by offering an initial list of possible explanations followed by a brief analysis. It may be that truth commissions are implemented for negative reasons –that is, because they are better than doing nothing at all, or because they assuage a sense of guilt over the failure to actively prevent the atrocities in the first place–. Conversely, truth commissions might be implemented for positive reasons, because they are in effect a product of increasing returns in the growing interest in utilizing transitional justice strategies. Or, they may be implemented because they legitimately work. I work under the assumption that even if implemented for the wrong reasons, truth commissions may make valuable contributions, and that even if implemented for the right reasons, they can have detrimental effects. In any case, scholars and statesmen alike continue to jump on the truth commission bandwagon. It is my hope that engaging in a discussion that seeks to understand the reason why the truth commission has become so popular can actually contribute to more appropriate use of truth commissions, and more realistic analyses of their success. Th e “bet t er t h a n not h i ng” e x pl a nat ion It is commonly accepted, particularly within the legal community, that the truth commission is the softer option to criminal proceedings (Kritz, 2003). The trial, with its emphasis on retribution, prosecution and justice, is perhaps the best recognized mechanism for dealing with past abuse. The benefits of prosecution include: enhancing the prospects for solidifying the rule of law, educating citizens about the wrongs of the past, identifying victims for compensation, punishing those responsible, deterring future violations, and healing societal wounds (Landsman, 1996). “It has been argued that society cannot forgive what it cannot punish. If that argument is correct, the first real step to restoring social harmony comes with prosecution” (Landsman, 1996: 84). Dancy and Poe (2006: 4) argue that this viewpoint is mostly projected by lawyers and scholars versed in international law. In addition to holding perpetrators accountable, trials are sometimes also seen as a key foundation for future adherence to the rule of law. Thus, authors have argued that trials contribute to the solidification of democracy (McAdams, 1997; Orentlicher, 1991). Yet, it is not always possible to implement trials.
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In many transitions the prior regime retains a substantial degree of influence, “The abusive forces of the past often continue to wield some measure of political authority and military or police power” (Freeman, 2006: 9). In such cases, the likelihood of domestic prosecutions is greatly lowered because the former leadership can effectively prevent formal charges from being brought against them. If the new leadership does take such action, they risk putting a fragile new democracy at risk. A United Nations, un, publication on truth commissions states: While truth commissions do not replace the need for prosecutions, they do offer some form of accounting for the past, and have thus been of particular interest in situations where prosecutions for massive crimes are impossible –or unlikely– owing to either a lack of capacity of the judicial system or a de facto or de jure amnesty (2006).
Huntington (1991) suggests that one of the key questions of an incoming government is whether they will acquiesce to public demands for accountability and risk upsetting a tenuous balance of power with the prior authoritarian regime, or succumb to the demands of that prior regime and initiate amnesties, or do nothing at all. Brahm (2007: 29) notes that balance of forces at the time of transition “… is frequently implicated as the most important variable in explaining where truth commissions is likely to emerge”. This explanation is based on the notion that the truth commission is possible when punitive options such as domestic or international tribunals are not. Another reason trials may not be a reasonable transitional justice solution is because societies in transition often lack the institutional legal capacity necessary to function according to international standards, and trials perceived as unfair may end up causing more harm than good. A judicial system that is not functioning up to par may simply be incapable of handling hundreds or thousands of trials fairly and in a timely manner, as the Rwandan situation has clearly exposed. The administration of justice, including the police, prosecutors, and judges, are weak and often corrupt (Freeman, 2006). Furthermore, the monetary cost of doing so is likely to be more than a struggling new democracy can afford (Freeman, 2006). Determining whom to try –and whom not to try– can also lead to strong societal divisions. A last potential hurdle for countries enacting trials in transition are legal constraints such as diplomatic immunity and the sticky question of trying individuals for acts considered legal under the previous regime, or “retroactive justice” (Kaminski et al., 2006). Germany faced this dilemma in post-unification trials that attempted to hold border guards accountable for shooting citizens attempting to cross from East to West (Teitel, 2000).
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Truth commissions “… have become popular because of their ability to fit nicely within the environment in transitional regimes”, write Dancy and Poe (2006). Scholars have suggested that truth commissions offer a politically acceptable alternative when trials are not viable, and amnesties are not acceptable to the public. In other words, the truth commission is less desirable to the public than trials, yet is acceptable to an outgoing regime that seeks to protect itself from prosecution, and still satisfies public demand for some type of reckoning with the past. Th e “a f t er fact ” e x pl a nat ion In this age of interest in upholding human rights ideals, catastrophes like Rwanda, Srebrenica, and Darfur deal a blow to the credibility of these principles. Keating writes: Peace building is in effect an enormous experiment in social engineering an experiment that involves transplanting Western models of social, political, and economic organization into war-shattered states in order to control civil conflict: in other words, pacification through political and economic liberalization (2003: 172).
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He argues that one source of pressure on governments and organizations to intervene in civil conflicts emanates from the emotional reactions of citizens, “… who when confronted with images of suffering in the media turn to their governments and demand that some action be taken to help those suffering, and to remove these horrific images from their television screens and newspapers” (Keating, 2003: 176). Certainly truth commissions are not the only option available to deal with the past. Nor does the international community necessarily prefer truth commissions over trials. Yet, supporting the implementation of any kind of transitional justice gives the opportunity for the international community to contribute to societal rebuilding in countries where they harbor a moral guilt over not having contributed to crisis prevention. Lanegran (2005: 113) argues that the manipulation of memory is a “… potent tool in the powerful actor’s arsenal. As a result, the official memory of past atrocities that the truth-seeking institutions sanction should be regarded cautiously as a product of a process shaped by the power balance among political actors”. The powerful, she argues, seek to interpret the past to suit contemporary goals, and “both altruistic and selfish motives” play a role in the response to gross human rights atrocities (Lanegran, 2005: 115). As an example, take the United States, which has been highly supportive of many of the truth commissions that have taken place in Latin America. In most of these countries, the u.s. was directly involved in bringing the authoritarian regimes under investigation by the truth commissions to power. In 1992,
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the u.s. State Department pledged one million u.s. dollars to support the El Salvador Truth Commission, and promised to provide information on cases the Commission investigated. “We are supporting this work”, affirms the u.s. State Department Bulletin –u.s. State Department Dispatch Magazine, 1992–. The following year, Secretary of State Madeleine K. Albright said, “The Truth Commission in El Salvador has completed its healing work” and the Office of the Assistant Secretary/Spokesman in Washington, d.c. announced the creation of a panel “… to examine the implications of the un-sponsored El Salvador Truth Commission report for the conduct of u.s. foreign policy and the operations of the Department of State” (u.s. State Department Bulletin #25, 1993). I am not so cynical as to suggest that u.s. support and participation in El Salvador’s Truth Commission or the participation of a number of Western nations and international organizations in general are solely driven by guilty consciences. However, such fiscal, logistical, and rhetorical support cannot be wholly separated from the circumstances under which human rights crises were created and allowed to escalate. In terms of monetary cost, it makes economical sense to pledge support for truth commissions over trials or international tribunals. The cost of various truth commissions has run from less than $500,000 in Chad to $35 million in South Africa (Hayner, 2001). South Africa’s Commission had the largest staff of any truth commission, with over two hundred individuals at various stages (Hayner, 2001). The budget for the International Tribunal for the Former Yugoslavia, icty, in The Hague for 2006 and 2007 alone is over $275 million. The total cost of this endeavor, which has just entered its fourteenth year, is just under one and a quarter billion dollars1.
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Th e “t r a nsit iona l j ust ic e ba n dwagon ” e x pl a nat ion The African term “ubuntu” became popularized during the South African Truth and Reconciliation Commission, trc. The term represents the African concept of humaneness, or the sense of an inclusive community where all are valued. The term appeared in South Africa’s interim constitution, calling for “… a need for understanding but not for vengeance, a need for reparation but not for retaliation, a need for ubuntu but not for victimization” (Kiss, 2000: 81). The understanding that restoration is necessary after violence is not a new concept. The idea of transitional justice can be found in cultures all over the world, from the Japanese to the Maori, from the Judeo-Christian tradition to African ones (Kiss, 2000).
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icty Regular Budget. Available at: http://www.un.org/icty/glance-e/index.htm
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During the time of the Roman Empire there is evidence that the Athenians implemented both retributive measures and measures of restitution during two democratic restorations; one took place in 411 bce, the other in 403 bce (Elster, 2004). Similarly, the French restorations of democracy that took place in 1814 and 1815 are characterized by the enactments of broad-sweeping amnesties, restitution of property, and vast purges in public administration (Elster, 2004). Despite this historical interest in transitional justice, it has only been in the last twenty or so years that the field has exploded as a topic of study. Most often, Nuremburg –and to a lesser extent the Tokyo trial–, is pointed to as the pivotal modern example of transitional justice. Kritz writes, The judgments of the International Military Tribunal and the subsequent trials at Nuremberg established basic principles regarding command responsibility, the defense of “just following orders” and other points that influence the debate over accountability in new transitions fifty years later (2003: 23).
Freeman explains how the post-World War ii environment set the stage for the emergence of transitional justice: 214
The field of transitional justice arose as a result of many global developments, including the events and aftermath of the Second World War –which saw major war crimes trials, massive reparation programs, and widespread purges– as well as transitions out of war in places ranging from El Salvador to the former Yugoslavia to Sierra Leone. The development of transitional justice was also prompted by transitions –or returns– to democracy in Southern Europe in the 1970s, Latin America in the 1980s, and Africa, Asia, and Central and Eastern Europe in the 1990s and beyond (Freeman, 2006: 5).
Kritz (2003) also lists a number of contemporary standards related to transitional justice efforts including the 1948 Universal Declaration of Human Rights, the 1966 International Covenant on Civil and Political Rights, Basic Principles on the Independence of the Judiciary, and the Basic Principles for the Treatment of Prisoners in 1990, to name only a few. One survey, limited to English and German language literature found approximately one hundred and fifty books, chapters or articles published on the topic of transitional justice between 1970 and 1989. In the decade that followed, there were more than one thousand publications on various aspects of transitional justice –a 13-fold increase (Kritz, 2003)–. Since 2001, there have been an average of nearly three truth commissions established every year (Freeman, 2006). Many within the “justice cascade”, a global network that is part activist and part epistemic community, have become enthusiastic proponents of the truth commission model (Brahm, 2007: 17). Within the field of transitional jus-
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tice, the truth commission has emerged as a leading contender for transitional justice mechanism of choice. Or, as Dancy and Poe (2006: 1) more amusingly describe it: “If we analogize policy options as items on a restaurant menu, then commissions of inquiry have become the dinner special for decision-makers dining in countries of transition”. The South African, trc, is often pointed to as the key factor for this. Roper and Barria (2007: 3) find that after South Africa’s trc, the idea of a truth commission effectively became internationalized. Freeman (2006: 24) writes: “Everything then changed with South Africa’s trc, the first truth commission with a truly international, as opposed to local or regional impact… –South Africa’s trc– not only brought the power of public hearings to global attention but also demonstrated that a commission could be victim-centered and public at the same time”. In addition, Freeman notes that since the trc, truth commissions have benefited from increasingly robust mandates and resources. Another factor that played a key role in raising the status of the truth commission has been the increasing support from international organizations. In the 1990s, ngos such as Human Rights Watch, hrw, began to back transitional justice efforts around the globe. For example, in 1994, hrw made accountability the centerpiece of their human rights efforts:
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When it comes to crimes against humanity, governments have an effective obligation to investigate, prosecute and punish them, to disclose to the victims and to society all that can be known about them, and to grant the victims moral and material reparations. If effective punishment is not possible, governments nonetheless are bound to promote an official account; to allow and encourage efforts by civil society to document and publicize the violations; and to purge the armed and security forces of those elements who have participated in or tolerated such abuses (hrw World Report, 1994).
A decade later, the language hrw uses is considerably stronger. In 2004, the annual hrw report states: In the last few years, opposition to this nascent system of international justice has intensified and today the landscape is less hospitable to the types of advances that took place in the 1990s. In this context, those supporting efforts to hold the world’s worst abusers to account need to take a hard look at recent experiences to chart the path forward. The victims who suffer these crimes, their families, and the people in whose names such crimes are committed deserve nothing less. In so doing, it is necessary to emphasize that although international justice mechanisms provide imperfect remedies, they are a vitally necessary alternative to impunity (hrw World Report, 2004).
The United Nations has also become a strong advocate of transitional justice. In 2006, the Office of the United Nations High Commissioner for Hu-
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man Rights released a series called “Rule of Law Tools for Post Conflict States” which includes a handbook specifically designated to helping states design and implement truth commissions. The book states, “The United Nations and other international actors, working together with local activists and officials, are well placed to provide the kind of assistance that will be needed for such commissions to be effective”. Brahm (2006: 2) argues that the “United Nations has also come to support the idea of a truth commission and has worked to incorporate one into virtually every subsequent peace agreement it has been involved in since the early 1990s”. Mendeloff (2004: 355) succinctly summarizes the growth of the transitional justice field when he writes: “Over the past decade a general consensus has emerged on the need for states and societies to address past crimes and misdeeds in the aftermath of war and violent conflict”. And when Hayner (2001) notes that “It is certain more countries will be turning to official truthseeking in the coming years”, she captures the reality of truth commissions as the centerpiece of the push for transitional justice. In effect, a “transitional justice industry” is being developed. This not only means that truth commissions are increasingly studied, but also that a self-perpetuating chain of events is in motion resulting in the increasing promotion of and demand for truth commissions. “ Th e y wor k” e x pl a nat ion Though newest on the list of transitional justice choices, the truth commission has quickly surpassed a number of other options as a mechanism of choice. In some ways, it has been promoted as a mechanism that can overcome the pitfalls of the trial. Advocates of truth commissions propose that it offers a third way between trials and forgetting (Tutu, 1999). As previously discussed, advocates also point out that trials are ineffective in response to gross human rights violations such as genocide or wide-spread state sponsored abuse, but that truth commissions specifically aim to incorporate all members of society. It is suggested that the ability to tell their story has a cathartic effect on victims. Furthermore, truth commissions are not restricted by judicial rules and because they have no prosecutorial powers, victims are not subject to crossexaminations. Truth commissions often have the explicit goal of placing human rights abuses into a historical context. That is, they attempt to help society understand how this could have happened. In many cases, a key component of the human rights abuse was denial on the part of the prior regime to admit complacency; the dissemination of final truth commission reports are an attempt to set the record straight. Claims made in support of truth commissions can
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be divided into several categories: 1) has a deterrent effect; 2) contribution to reconciliation, 3) promotes individual psychological healing; 4) contribution to democratization2. I examine each of these briefly3. Det er r enc e Truth commissions exist, write Rotberg and Thompson (2000: 6) because societies are “… unwilling to forgive and forget, refusing to move on without confronting the repression of its precursor generation”. Landsman (1996: 88) writes: “The record a truth commission can develop is the most powerful tool available to inoculate a society against dictatorial methods”. Although there is little evidence to support that truth commissions actually prevent future violence, they are thought to have a deterrent effect by demonstrating that crimes have consequences. Furthermore, the mandates of most truth commissions require an in depth evaluation into the circumstances that allowed a rightsabusing system to emerge and retain power. As Brahm (2007: 19) writes: “By focusing on the underlying causes of conflict and human rights abuses such as rules and practices rather than on individual perpetrators, restorative approaches like truth commissions may be better able than trials to facilitate needed political and cultural change...”. This implicitly suggests that knowing how violence occurred will allow for the prevention of the reoccurrence of violence in the future. Writing about the Argentinean truth commission, Robben (2005: 131) explains that the military had “… a head start in the politics of memory by obliterating the bodies of the assassinated disappeared, thus attempting to confine the traces of their repression purely to the discursive domain”. The truth commission offered victims, their families, and society as a whole the chance to confront and to challenge the dominant narrative. Even though individuals indicted by truth commission testimony rarely face prosecution, “the revelations harm their image and they may suffer social stigma” (Brahm, 2007: 27).
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Psychol ogica l h e a li ng One of the major claims that truth commission supporters make is that the act of truth-telling provides victims with a cathartic or therapeutic experience (Hayner, 2001). “Echoing the assumptions of psychotherapy, religious confession, and journalistic muckraking, truth commissions presume that telling and hearing truth is healing” (Minow, 1998: 61). When individuals share their 2 Mendeloff (2004) divides the benefits of truth-telling –as opposed to commissions– into similar categories. 3 I want to make clear that these claims are highly contested. This discussion on their ascribed benefits is meant to contribute to the main question this paper attempts to answer, namely, why truth commissions are so popular.
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experiences, “… the trauma story is transformed through testimony from a telling about shame and humiliation to a portrayal of dignity and virtue, regaining lost selves and lost worlds” (Minow, 1998: 66). In addition to the benefits of giving testimony, Minow (1998) explains that official acknowledgement is thought to help individuals heal. Quinn (2003: 9) writes: “There is a strong and causal relationship between acknowledgement and forgiveness, social trust, democracy, and reconciliation”. As an example of how this can work, Kaminski et al. (2006: 299) cite that a truth commission could help Serbs “… acknowledge that their leaders’ representatives perpetrated on their behalf. A commission that tells the story in a comprehensive way, investigating the motives and producing a broad account of what happened, will help heal ethnic divisions better than one focused on assigning responsibility to particular acts”. The act of truth-telling itself in front of a truth commission differs drastically from that which occurs at a trial. Whereas trials are perpetrator focused, truth commissions are instruments of victim-centered justice. Trials are often inattentive to the needs of individual victims because procedural justice is different from substantive justice, “Alone, systems of laws do not address what society means by giving each his due”. Substantive justice, on the other hand, “… is about the actual definition of harms awarded legal recognition (…). Even if injuries are legally cognizable, a disjuncture exists between the sorts of satisfaction promised by formal and substantive justice” (Rosenblum, 2002: 81-2). Because formal justice focuses on procedure, it is not directed at the victim but at society and the defendant. While trials do address the needs of victims by giving them the ability to tell their story on the stand, psychologists have pointed out that they do so in a controlled manner and in an often hostile environment (Herman, 1992; Rosenblum, 2002). Conversely, truth commissions treat testimony not as “arguments or claims in a court of law” but as personal or narrative truth (Kiss, 2000: 74). This fact has led commissions to invent new practices and norms such as: … norms of respectful listening, which allow people to tell their stories without interruption; rituals of acknowledgement and respect –such as the practice, in stark contrast to that in courtrooms, of commissioners rising when witnesses enter to give evidence–; and the provision of support services by psychologists and social workers (Kiss, 2000: 73).
The idea that testifying can actually provide a sense of catharsis is highly contested. Yet, singular examples where this appears to have happened reinforce the belief that it is possible. For example, the following quotation appears on the back of every published volume of the Guatemalan Truth Commission report, Guatemala: Memory of Silence:
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A witness showed us the remains of one of the victim’s bones. He had these remains wrapped in plastic in a string bag: ‘It hurts so much to carry them… it’s like carrying death… I’m not going to bury them yet… I do so want him to rest, and to rest myself, too. But I can’t, not yet… this is the evidence for my testimony… I’m not going to bury them yet, I want a piece of paper that will say to me “they killed him… he had committed no crime, he was innocent…”, and then we will rest (Chapman and Ball, 2001: 12).
R econci li at ion While the term “reconciliation” is undeniably vague and often ill-defined, many authors nonetheless claim that there is an important relationship between truth commissions and national reconciliation. Chile, in 1991, was the first to include the term “reconciliation” in the title of its commission, signifying an emerging understanding of the role that such investigations were meant to play. Once South Africa followed suit in 1995 a precedent was set. After South Africa, eight more countries have included the word “reconciliation” in the title of their commissions. A number of countries have tried to integrate the goal of reconciliation directly into their work. For example, in South Africa, the trc created a Register of Reconciliation for people to write their reactions even if they were not victims themselves, or did not seek amnesty.
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The trc steers the victims toward reconciliation; it officially describes the register as affording “members of the public a chance to express their regret at failing to prevent human rights violations and to declare their commitment to reconciliation” (Minow, 1998: 75).
In general, truth commissions specifically aim to incorporate all members of society. This has been done in a number of ways, through detailed news coverage, the distribution of the final report, and through official encouragement of discussion, debate, and analysis. Additionally, the format of truth commissions make them better positioned than trials to affect a greater number of individuals. For example, despite its extended existence and substantial budget, the icty has initiated ninety indictments/proceedings. Compare this to truth commission investigations, which regularly take testimony from several thousand individuals and often include a substantial amount of this testimony in their final reports. De mocr ac y One of the more recent topics of interest for those who work on transitional justice is an inquiry into the relationship between various transitional justice mechanisms and the consolidation of democracy. Transitional justice mechanisms are seen to play a critical role in facilitating the transition to de-
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mocracy. Supporters of transitional justice contend that, “… the seriousness with which these states act upon the crimes and abuses of their former leaders today will go a long way toward winning popular credibility tomorrow and instilling confidence in democratic norms and values” (McAdams, 1997: x). De Brito et al. (2001: 1) call the decision of how to deal with the legacies of the past “… one of the most important political and ethical questions that societies face during a transition from authoritarian or totalitarian to democratic rule”. Newly democratic governments implement transitional justice mechanisms to demonstrate a clear break with the past by restoring the moral order of a damaged society and indicate their resolve to adhere to democratic humanitarian standards (McAdams, 1997). Authors who have done research on transitional justice implemented in post-transition societies find that the responses of new leaders and governments to questions about the past are “… directly relevant to the quality and sustainability of democracy” (McAdams, 1997: xv). There is also evidence to suggest that the truth commission is beneficial to the democratization process. There are a number of ways that truth commissions are thought to contribute to establishing quality democracies. In demonstrating a willingness to deal with the past, truth commissions can help establish a new pattern of human rights. In addition, the truth commission attends to individuals by both individualizing criminality and acknowledging individual suffering and may also help with judicial reform (Brahm, 2005). Furthermore, as previously discussed, truth commissions are often presumed to contribute to societal reconciliation, which according to Dugard (1997: 286) “… is essential for the building of a new nation”. While there is not a whole lot of empirical evidence to support that a positive relationship exists between the establishment of truth commissions and democratic success, authors are increasingly attempting to explore this. Brahm (2005) has produced one of the first –and only– analyses of the impact of truth commissions on both democracy and human rights. While his quantitative analysis found that truth commissions had little impact or no impact on democratization efforts and were actually negatively related to measures of human rights, several authors who have examined the South Africa case have made tentative claims that truth commissions did have an impact in these areas. Rodio (2007) looks specifically at how education policy demonstrates support for democratization and did find that the trc did have an impact. Brahm (2005) provides an overview of the purported benefits authors have claimed truth commissions have in the creation of a human rights culture. These include institutional reforms and educational benefits. The release of truth commission reports also provide a roadmap for future protection of human rights by identifying institutional sources of past crimes and offering ideas about how
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to prevent future abuses through things like judicial reform, and changes within the police and military structure (Brahm, 2005). Disc ussion It is difficult to know which of these explanations is more appropriate for helping us understand why the truth commission has gained such popularity, both in practice and rhetorically in such a relatively short period of time. Yet, it is certain that the implications for the continued use of truth commissions differ depending on which explanation is accurate. There is an important difference between countries implementing truth commissions because they offer real promise for reconciliation or democratization, versus their being implemented on the advice of an international community attempting to ease a guilty conscience. If truth commissions are only utilized when trials are politically impossible, this sets up an entirely different set of expectations for truth commissions than if they are seen as truly able to deter future violence or contribute to societal healing. Similarly, there is a risk of truth commissions losing their potential benefits if they are only implemented as concessions to the international community. If truth commissions are actually a fall-back solution for the failure to prevent atrocities, there is a real danger that what was once a carefully chosen response to a unique demand for transitional justice will –or already has– become a one-size-fits all model, unable to appropriately deal with the diverse needs of particular societies. If there is no domestic demand and/or truth commissions are not adequately adapted to match these needs, they cannot serve their intended purpose. On the other hand, if truth commissions are being implemented because they work, we need to produce evidence to that effect. Dancy and Poe (2006: 7) point out that, “Driven perhaps by difficulties in collecting cross-national data, or by the dearth of previous theoretical work on the subject, studies –on truth commissions– have veered toward case-study approaches”. Without such evidence, countries can choose truth commissions on unsubstantiated assumptions and if they under perform in terms of providing reconciliation, or psychological healing, this can have extremely detrimental effects on a society. Finally, if the reason truth commissions are being implemented stems largely from a wider trend and interest in utilizing multiple transitional justice strategies, this, too, has important implications. Only a few studies have sought to study the effect of multiple transitional justice strategies, despite the fact that countries are increasingly being encouraged to utilize as many transitional mechanisms as possible. Dealing with the past is increasingly understood as a necessary component of democratic and post-conflict transitions and truth commissions are
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particularly encouraged by the international community. We must evaluate why truth commissions are being implemented with such frequency in addition to evaluating whether they indeed meet the heavy demands that accompany that specific nations’ transition out of years, or even decades, of atrocious human rights abuses. references
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LA JUSTICIA TR ANSICIONAL: D E LA R A Z Ó N A LA R ACIONALI D A D Y D E LA R ACIONALI D A D A LA R A Z Ó N Juan Chaves Politólogo y Magíster en Ciencia Política, Universidad de los Andes Oficial Humanitario, Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, ocha chavesj@un.org
Resumen
Este artículo analiza una posible
Ángela Molina Politóloga, Universidad de los Andes Estudiante Maestría en Ciencia Política, Universidad de los Andes ange-mol@uniandes.edu.co
Abstract
This article analyses the existence
paradoja de la justicia transicional. Por una
of a possible paradox in the transitional justice.
parte, demuestra que, aunque guiados por
On one side it demonstrates that although
incentivos razonables, tanto victimarios como
motivated by reasonable incentives, victims and
víctimas ordenan sus preferencias sobre el
perpetrators give their preferences regarding
castigo y la reparación en una forma contraria
punishment and healing against a necessary
a una condición necesaria de la racionalidad:
condition of rationality: transitivity. Additionally
la transitividad. Adicionalmente, presenta
shows arguments in favor of the transitivity
argumentos a favor de la transitividad de
of the preferences. In the application of the
las preferencias. Tanto en la aplicación del
formal argument against the transitivity as in the
argumento formal contra la transitividad
argument in favor the authors retain the mental
como del argumento a favor, los autores
phenomenon of the preferences formation lying
se detienen en el fenómeno mental de la
on the mind philosophy and moral philosophy.
225
formación de preferencias desde el ángulo de la filosofía de la mente o filosofía moral. Palabr as clave :
Key words:
Justicia transicional, racionalidad,
Transitional Justice, Rationality, Ordering
ordenamiento de preferencias, transitividad,
of Preferences, Transitivity, Reasons, Utility
razones, función de utilidad.
Function.
a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 2 2 5 -242 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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LA JUSTICIA TR ANSICIONAL: D E LA R A Z Ó N A LA R ACIONALI D A D Y D E LA R ACIONALI D A D A LA R A Z Ó N J u a n C h av e s Ángela Molina
226
L
I n t roducción
as transiciones de la guerra a la paz, o de la dictadura a la democracia, se han valido de reglas de juego transitorias con el doble propósito de acortar la transición y al mismo tiempo de minimizar la impunidad de los delitos que la precedieron. El ejemplo clásico de estas reglas es la justicia transicional; comprensiblemente distinta en cada caso a cuenta de especificidades históricas, políticas, culturales, económicas y jurídicas pero, a la larga, presumiblemente igual a cuenta de su lógica. La justicia transicional hace referencia a los arreglos tanto judiciales como extrajudiciales que tienen entre sus objetivos: 1) facilitar la transición que se está presentando; 2) identificar a los actores –víctimas y victimarios– e implementar medidas con respecto a ellos; 3) establecer las violaciones a los derechos humanos cometidas en el período; y 4) crear políticas para que la sociedad maneje los crímenes perpetrados y la necesidad de reparación (Rettberg, 2005). Los sistemas de justicia transicional han procurado masificar el sometimiento voluntario de los victimarios a castigos menos dolorosos y prolongados, así como la restitución de derechos y la reparación de las víctimas de un modo menos rentable –para las víctimas– pero de fácil y pronto acceso. Aun cuando la lógica es razonablemente atractiva, el propósito de nuestro análisis es indicar una posible paradoja de la justicia transicional. Por una parte, consiste en demostrar que, aunque guiados por incentivos razonables, tanto victimarios como víctimas ordenan sus preferencias sobre el castigo y la reparación en una forma contraria a una condición inesquivable de la racionalidad: la transitividad. Pero por otra, en hacer constar que aunque esto es posible, también es razonable.
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L A J U S T I C I A T R A N S I C I O N A L : razón y racionalidad | J u a n C h a v e s / Á n g e l a M o l i n a
Este tipo de paradoja ya ha sido observada de una forma teórica por autores como Larry Temkin y Stuart Rachels, quienes bajo tres supuestos defienden el que pueda surgir la paradoja de ordenar preferencias, relacionadas con el dolor y el placer, en una forma intransitiva pero razonable. Tomamos como base los planteamientos de estos autores para realizar la presentación formal de nuestro argumento. Nuestro análisis parte de aplicar el hallazgo de Temkin y Rachels a la lógica de la justicia transicional, para lo cual encontramos conveniente presentar también antecedentes teóricos de estos mecanismos transitorios de justicia. Lo que aquí hacemos es desarrollar una lógica similar a la de Temkin y Rachels y aplicarla a los casos del castigo y la reparación. Hecho esto, tomamos la defensa que Binmore y Voorhoeve hacen de la transitividad por encima de la paradoja presentada por Temkin y Rachels y, consecuentemente, la aplicamos otra vez a la lógica de la justicia transicional para indicar una posible salida al problema que nos ocupa. Por esta razón, nos encargamos de aplicar funciones de utilidad a los casos del castigo y la reparación, para evitar la intransitividad a la que conduce el argumento de Temkin y Rachels. Tanto en la aplicación del argumento formal contra la transitividad como del argumento a favor, nos detenemos en el fenómeno mental de la formación de preferencias desde el ángulo de la filosofía de la mente o filosofía moral. Nos interesa de este modo dejar abierta la discusión sobre si una decisión racionalizada –es decir, que da cuenta de las razones que la causaron– debe en todo caso satisfacer estrictamente la condición de transitividad para ser razonable.
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E l i n di v i duo como ser r aciona l Las decisiones que toman los individuos se ven afectadas por la racionalidad de su comportamiento que presenta una tendencia hacia la maximización de los beneficios individuales. Siguiendo a Elster (1996), se entiende que las acciones de los individuos son consideradas como racionales en la medida en que surgen cuando el individuo se enfrenta a varios cursos de acción y elige seguir aquel que probablemente tendrá el mejor resultado. Así, es posible decir que una acción es racional si cumple con tres condiciones de optimización: 1. Debe ser la mejor forma de satisfacer el deseo del agente, de acuerdo con sus creencias sobre las opciones disponibles y sus consecuencias. En los modelos económicos, esto se expresa diciendo que el agente maximiza la utilidad esperada. 2. Las creencias deben ser las mejores que pueda formarse el agente, por ejemplo, tener la mayor probabilidad de ser verdad, dada la información disponible. A pesar de que la racionalidad no implica actuar con base en creen-
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cias verdaderas, esto significa actuar con base en creencias formadas por la información disponible y los mecanismos de procesamiento de información, los cuales a largo plazo y en promedio, tienen la mayor probabilidad de producir las verdaderas creencias. 3. La cantidad de información que posee el agente debe ser el resultado de una inversión óptima en la adquisición de la información (Elster, 2006: 90-91).
Adicionalmente, la posición ortodoxa de la teoría de la elección racional establece que un agente es racional cuando sus preferencias siguen dos condiciones: • la comparabilidad, que formalmente exige que el agente pueda establecer una relación de preferencia (>) o indiferencia (=) de todas las parejas de los elementos del conjunto de resultados posibles de la acción, R. Por ejemplo, r5>r6 (r5 es preferido a r6) o que r5=r6 (r5 es tan preferido como r6); • y la transitividad, que exige que si se cumple que r5>r6>r7, entonces se tiene que cumplir que r5>r7 (Abitbol y Botero, 2005: 136).
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Debido a lo anterior, en el momento de diseñar un sistema de justicia transicional, los policy-makers necesariamente deben hacerlo atractivo para los actores que por él se ven afectados. Así, un sistema de justicia transicional acorde con la racionalidad del individuo, debe proporcionar mecanismos alternativos de tal forma que tanto los castigos a los victimarios como las retribuciones a las víctimas resulten atractivos. Un diseño de esta forma hace que los victimarios prefieran la certeza de un castigo más laxo ahora –dentro del tiempo de vigencia transitorio del mecanismo– que la probabilidad de un castigo más severo a largo plazo; y que las víctimas prefieran la certeza de alguna –generalmente poca– reparación ahora que la probabilidad de una reparación total en el largo plazo. P r ef er enci a s i n t r a nsit i va s pero r a z ona bl es Sin embargo, hay un argumento crítico a la posición ortodoxa, presentado por Temkin y Rachels (Binmore y Voorhoeve, 2003). Los autores plantean el interrogante de si es posible que un conjunto de preferencias cuyo ordenamiento sea intransitivo (es decir: r5>r6>r7>r5) resulte justificable desde la noción de racionalidad. La paradoja que exponen los autores se rige por tres supuestos que interpretamos del siguiente modo: 1. Para cualquier experiencia dolorosa, sin perjuicio de la intensidad o duración de dicha experiencia, es preferible tener esa experiencia que una que es un poco menos intensa pero que dure mucho más. 2. Hay un rango bien diferenciable de experiencias dolorosas que varían en intensidad, variando desde la molestia pequeña hasta la agonía extrema.
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3. Sin importar cuánto deba ser soportada, una molestia pequeña es preferible a la agonía extrema por un tiempo considerable (Binmore y Voorhoeve, 2003: 273).
Estos supuestos configuran un conjunto de preferencias para el individuo, compuesto por tres elementos que podemos denominar del siguiente modo: • T0: dolor insoportable de corta duración; • T1: dolor menos intenso de duración más prolongada; y • Tleve: dolor leve de larga duración.
La aplicación de los supuestos al conjunto de oportunidades con el que cuentan los individuos, produce como resultado un ordenamiento de características específicas. En primer lugar, frente a la elección entre T0 –dolor insoportable de corta duración– y T1 –dolor menos intenso de duración más prolongada– el individuo actúa acorde con el primer supuesto y escoge To. Luego, aplica nuevamente esta lógica a su elección, ante cambios ligeros en la intensidad y significativos en la duración cumpliendo con el supuesto (2), y establece como patrón de preferencia menor duración frente a mayor intensidad. Así, el individuo es capaz de generar una cadena de preferencias que va desde T0 hasta Tleve –dolor leve de larga duración–. Sin embrago, la aplicación del supuesto (3) a la elección que debe realizar el individuo, ofrece como resultado que el individuo prefiera Tleve a T0 (Binmore y Voorhoeve, 2003). De esta forma, la paradoja emerge con total claridad: al seguir la lógica de los tres supuestos, se produce un ordenamiento de las preferencias en el cual T0>T1>Tleve>T0, es decir, los individuos realizan un ordenamiento de sus opciones intransitivo pero razonable. Esto se debe a la siguiente razón:
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• dado el supuesto (1): T0>T1; • y dado el supuesto (2): T0>Tleve; • pero dado el supuesto (3): Tleve>T0.
Siguiendo el argumento de Temkin y Rachels (Binmore y Voorhoeve, 2003), los supuestos utilizados por los individuos en el momento de realizar un ordenamiento conducen a que sus preferencias sean intransitivas, pero no por ello dejen de ser razonables. Así, lo que los individuos obtienen es un ordenamiento razonable pero inconsistente. Es posible aplicar los hallazgos de Temkin y Rachels al caso de la justicia transicional; con este propósito desarrollamos unos supuestos para el caso de las preferencias que adoptan los victimarios, en relación con el castigo, acorde con los planteamientos expuestos por estos autores:
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a. Cualquier castigo, sin importar la duración e intensidad, es preferible a un castigo menos intenso pero que dure más tiempo. b. Hay un rango bien diferenciable de castigos que varían en intensidad, éste va desde pedir perdón a las víctimas hasta largas condenas en prisión. c. Sin importar cuánto tiempo deba ser soportado, un castigo leve es preferible a un castigo intenso por un tiempo considerable.
Al igual que en el caso del dolor los supuestos dan como resultado un ordenamiento de preferencias que está constituido por tres elementos: • C0: castigo severo de corta duración; • C1: castigo de menor intensidad y duración más prolongada; y • Cleve: castigo leve de mayor duración.
Dadas las opciones de los victimarios y los supuestos que motivan su acción, las preferencias de los victimarios son de la forma: C0>C1>Cleve>C0. Se observa que el ordenamiento es intransitivo. Esto se debe a que: 230
• dado el supuesto (a): C0>C1; • y dado el supuesto (b): C0>Cleve; • pero dado el supuesto (c): Cleve>C0.
Adicionalmente, Temkin y Rachels (Binmore y Voorhoeve, 2003) proporcionan un segundo ejemplo que permite evidenciar la paradoja. Se trata de las experiencias placenteras y, al igual que en el caso del dolor, tres supuestos rigen el comportamiento de los individuos: 1*. Para cualquier experiencia de placer, sin perjuicio de la intensidad o duración de dicha experiencia, es preferible tener una experiencia ligeramente menos intensa que dura cien veces más. 2*. Hay un rango bien diferenciable de experiencias placenteras que varían en intensidad, variando desde el éxtasis hasta el placer leve. 3*. No importa cuán larga sea, ninguna duración finita de leve placer es tan buena como, no importa cuán corta, una duración significativa de éxtasis (Binmore y Voorhoeve, 2003: 277-278).
Estos supuestos configuran el ordenamiento de preferencias del individuo respecto al placer. Para realizar dicho ordenamiento los sujetos disponen de tres opciones: • E0: placer intenso de duración significativa;
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• E1: placer menos intenso que dura cien veces más; y • Eleve: placer leve de duración indefinida.
El ordenamiento que se obtiene como resultado de la aplicación de los supuestos a las opciones que tienen los individuos, se caracteriza porque ante la necesidad de realizar una elección entre los elementos E0 –placer intenso de duración significativa– y E1 –placer menos intenso que dura cien veces más– el individuo prefiere E1, esto responde a la aplicación del supuesto (1*). El segundo supuesto conduce a que los individuos apliquen nuevamente la lógica del supuesto (1*), generando así una cadena de preferencias que, ante cambios ligeros en la intensidad y mayores en la duración, se rige por el hecho de que los individuos prefieren mayor duración. Sin embargo, la aplicación del supuesto (3*) lleva al individuo a preferir E0 por encima de Eleve –placer leve de duración indefinida– (Binmore y Voorhoeve, 2003). La lógica que se deriva de los supuestos conduce a que se presente nuevamente la paradoja de un ordenamiento intransitivo pero razonable, donde Eleve>E1>E0>Eleve. El resultado se obtuvo debido a que:
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• según el supuesto (1*): E1>E0; • y según el supuesto (2*): Eleve>E0; • pero según el supuesto (3*): E0>Eleve.
Las preferencias en la justicia transicional se encuentran relacionadas también con las víctimas por esta razón, desarrollamos tres supuestos que exponen el comportamiento de los individuos frente a la reparación: a*. Para cualquier reparación, sin importar la intensidad o duración, es preferible tener una reparación menos intensa que dure cien veces lo mismo. b*. Hay un rango bien diferenciable de reparaciones que varían en intensidad, éste va desde la construcción de monumentos hasta retribuciones económicas. c*. No importa cuán larga sea, ninguna duración finita de reparación es tan buena para el individuo como una reparación intensa.
Dados los supuestos, el ordenamiento de preferencias de las víctimas lo integran tres componentes: • R0: reparación intensa de duración significativa; • R1: reparación menos intensa que dura cien veces más; y
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• R leve: reparación leve extremadamente duradera.
La aplicación de los supuestos que desarrollamos al conjunto de oportunidades de los individuos arroja como resultado un ordenamiento de preferencias –en relación con la reparación– intransitivo de la forma: Rleve>R1>R0>Rleve. La lógica que condujo a estos resultados está dada por: • según el supuesto (a*): R1>R0; • y según el supuesto (b*): R leve>R0; • pero según el supuesto (c*): R0>R leve.
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For m ación de pr ef er enci a s como f enóm eno m en ta l Como ha sido posible observar, el argumento que aquí exponemos resalta la importancia que tienen las preferencias del individuo en el momento de realizar un ordenamiento, por esta razón vale la pena indagar acerca de los elementos subyacentes a las elecciones que realizan los individuos. En esta sección, nos detenemos en el fenómeno mental de la formación de preferencias desde la filosofía de la mente o filosofía moral. Siguiendo a Davidson (1963) cada acción de un individuo se encuentra estrechamente ligada con la razón que lo condujo a realizarla. Para el autor: Tr. Una razón racionaliza una acción sólo si nos lleva a ver algo que el agente vio, o pensó ver, en su acción –alguna característica, consecuencia o aspecto de la acción que el agente quiso, deseó, apreció, que le pareció atractivo, que consideró su deber, benéfico, obligatorio, o agradable–. No podemos explicar por qué alguien hizo lo que hizo diciendo simplemente que esa acción particular le pareció atractiva; debemos señalar qué fue lo que le pareció atractivo de la acción. Por lo tanto, siempre que alguien hace algo por una razón puede caracterizársele: a) como si tuviera algún tipo de actitud favorable hacia acciones de una clase determinada, y b) como si creyera –o supiera, percibiera, notara, recordara– que su acción es de esa clase (Davidson, 1963: 685).
Teniendo en cuenta lo anterior, es posible decir que las razones que tiene un individuo para realizar una acción están compuestas por una actitud favorable hacia cierto tipo de acciones, y por una creencia del agente de que la acción que va a realizar pertenece a dicha clase. Así, la teoría clásica de las razones argumenta que “una razón es un estado mental, un estado mental de dos componentes: una creencia y un deseo” (Schick, 1999: 20). En relación con lo establecido por la teoría clásica, Schick (1999) argumenta que si bien es cierto que los individuos tienen una razón para la elección que realizan en cuanto a la acción, es necesario ampliar el concepto bidimensional que se maneja de las razones. Para este autor, las razones que motivan
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una acción incluyen también las interpretaciones que conducen al individuo a querer realizar la acción. De esta forma, una razón es el compuesto formado por creencia, deseo e interpretación que motiva la acción del individuo. Así, las acciones que implican el diseño e implementación de sistemas de justicia transicional se encuentran motivadas por las razones de los individuos que las llevan a cabo; de ahí que los diseños tiendan a ser atractivos para los individuos, lo que se pretende es alinear el sistema de justicia transicional con las creencias, deseos e interpretaciones de los actores en el mayor grado posible. Al análisis realizado en torno a la toma de decisiones es necesario sumarle como componente las emociones, debido a que la presencia de éstas es importante en el momento en el que los individuos realizan una acción. En la siguiente tabla se hace una relación entre las emociones y la tendencia a la acción que se da con la presencia de cada una de éstas: Emoción
Tendencia de acción
Rabia Indignación
Hacer sufrir al objeto de la emoción
Odio
Hacer que el objeto del odio deje de existir
Menosprecio
Ostracismo, acción de evitar
Vergüenza
“Abrir un hueco en la tierra”, huir, suicidio
Culpabilidad
Confesar, reparar, hacerse daño a sí mismo
Envidia
Destruir el objeto de la envidia o al que lo posee
Temor
Huir, pelear
Amor
Acercarse y tocar al otro, ayudarle al otro, complacer al otro
Lástima
Consolar o aliviar el dolor del otro
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Fuente: Elster (2006): 104.
La toma de decisiones que enfrentan los actores de un proceso de justicia transicional se ve afectada tanto por las razones de los individuos como por sus
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emociones. En relación con lo anterior, Elster (2006) establece que las preferencias se encuentran basadas en tres tópicos: la emoción, la razón y el interés. Las primeras, se caracterizan por inducir a los agentes a la realización de una acción inmediata, y porque pierden su intensidad a medida que el tiempo pasa1. Las emociones que surgen hacia los victimarios son cuatro: rabia, indignación, odio y desprecio. Cada una de las emociones nombradas, como se estableció anteriormente, conduce a los individuos a tomar una decisión diferente sobre el proceso de justicia transicional que se quiere: la rabia induce una demanda de condenas largas, y la indignación un clamor por un encarcelamiento un tanto más corto. El odio induce a demandar la pena de muerte y el desprecio una demanda para que se imponga la pérdida de los derechos civiles (Elster, 2006). Las preferencias basadas en la razón2, conducen a que los individuos adopten dos posturas frente al proceso de justicia transicional: la primera, de corte no consecuencialista, promueve según Elster, que la severidad del castigo sea coherente con el delito cometido y la segunda, de corte consecuencialista, se encuentra a favor de la indulgencia debido a que las penas fuertes impiden la reconstrucción, la reparación y la reconciliación nacionales. Finalmente, las preferencias basadas en el interés implican una confrontación entre perpetradores y víctimas, en la medida en la que los primeros buscan evadir o minimizar el castigo, mientras que los segundos buscan la reparación. En este punto se habla de la prosecución de ventajas según el grupo al que se pertenece. Lo expuesto en esta sección permite encontrar evidencia que confirma que los ordenamientos que realizan los individuos pueden llegar a ser razonables pero no transitivos y, en consecuencia, inconsistentes. Esto se debe a que en el proceso que enfrenta el individuo, en el momento de hacer un ordenamiento de preferencias, son múltiples las motivaciones que intervienen en el
1 Para entender la direccionalidad en la que las emociones se desarrollan es necesario establecer cuáles son los actores que se encuentran presentes en un proceso de justicia transicional: “Primero, están los perpetradores o ‘victimarios’: agentes, colaboradores y líderes del régimen predemocrático que cometieron los actos criminales. Segundo, están las ‘víctimas’: aquellos que sufrieron como resultado de esos actos. Tercero, están quienes integran la ‘resistencia’ –interna–: aquellos que atacaron o fueron disidentes del régimen, ya sea pública o clandestinamente, con palabras o con las armas. Cuarto, están los ‘neutrales’: quienes no fueron víctimas ni cooperaron con el régimen, pero tampoco ayudaron a las víctimas ni apoyaron la resistencia. Quinto, son los beneficiarios de los crímenes: aquellos que, aunque no fueron victimarios en sí mismos, mejoraron su situación gracias a aquellos” (Elster, 2006: 204). 2 “Motivación imparcial, desapasionada y desinteresada que se encamina a promover el bien común o proteger los derechos individuales” (Elster, 2006: 210). Es necesario notar que no se alude a las razones formadas por creencias, deseos e interpretaciones.
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proceso y que posiblemente pueden llegar a afectar la elección que realice el individuo. P r ef er enci a s t r a nsit i va s y r a z ona bl es. A plicación de l a f u nción de u t i li da d En este artículo intentamos señalar algunos puntos que los policy-makers deben tener en cuenta en el momento de diseñar sistemas de justicia transicional; lo que se pretende es que el estudio previo al diseño de la justicia transicional, incluya una reflexión acerca de cómo ingeniar diseños atractivos y consistentes. Binmore y Voorhoeve (2003) desarrollan una crítica hacia los planteamientos de Temkin y Rachels, consistente en una defensa de la transitividad. Los argumentos de los autores defienden la idea de que es posible que los individuos realicen un ordenamiento de preferencias acorde con los supuestos sin violar la transitividad. Como primer paso, el argumento establece que según la economía política ortodoxa una persona que tiene preferencias comparables y transitivas satisface una función de utilidad. Por medio de esta función, los individuos asignan a cada una de las opciones que tienen un valor que representa la utilidad que les deja su escogencia dentro del conjunto de oportunidades; por esta razón, la función conduce a que los individuos establezcan cuál es su ordenamiento de preferencias:
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Si r5 es preferido a r6, entonces la utilidad de r5 es mayor que la utilidad de r6 (si r5>r6, entonces u(r5)>u(r6)) y si r5 es indiferente a r6, entonces la utilidad de r5 es igual a la utilidad de r6 (r5=r6, entonces u(r5)=u(r6)) (Castellanos, s. f.:23).
Siguiendo el argumento de Abitbol y Botero (2005), es posible decir que lo anterior conduce a evidenciar que la función de utilidad le asigna a cada elemento del conjunto de oportunidades un lugar dentro del ordenamiento de preferencias. Así, la solución planteada por Binmore y Voorhoeve (2003) para superar la intransitividad al realizar un ordenamiento de preferencias, consiste en realizarlo a través de una función de utilidad. En el caso de las experiencias dolorosas, la función que el individuo debe maximizar es de la forma: u(p, t)3 = -pt/ (1+ t),
3 Binmore y Voorhoeve (2003) explican que el signo negativo de la función se debe a que el efecto que tiene el dolor en el individuo es negativo; además, establecen que para el individuo una hora adicional de dolor es menos problemática después de días de dolor, que después de unas pocas horas.
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donde u es utilidad; p≥0 corresponde a la intensidad del dolor; y t ≥0 representa la duración del dolor. Siguiendo el argumento de Binmore y Voorhoeve, se dice que una persona con tal función de utilidad cumple con los supuestos planteados por Rachels y Temkin. Con el propósito de dar mayor claridad a este argumento, vamos a seguir el ejemplo presentado por los autores. En primer lugar, se supone que un individuo cuenta con un conjunto de oportunidades compuesto por tres experiencias dolorosas, cuya descripción es la siguiente: • T0 (dolor insoportable de corta duración) • p=10 • t=2 • T1 (dolor menos intenso de duración más prolongada) • p=9 • t=4 • Tleve (dolor leve de larga duración) • p=1 • t= indefinido 236
Dada la anterior configuración el individuo cumple los supuestos de Temkin y Rachels, al construir su ordenamiento a través de la función de utilidad porque: • Satisface el supuesto (1), debido a que para cada nivel de dolor si se disminuye poco la intensidad y se aumenta significativamente la duración prefiere un estado con mayor intensidad que duración. La utilidad que le da T0 es de 6.7 y la utilidad que le da T1 es igual a 7.2. Es necesario recordar que se trata de utilidades negativas para el individuo, por esta razón prefiere T0 a T1. • Satisface el supuesto (2) siguiendo la misma lógica que en el punto anterior. • Satisface el supuesto (3), porque prefiere un dolor leve sin importar su duración a una cantidad significativa de dolor insoportable. La utilidad –negativa– generada por Tleve nunca excederá 1, razón por la cual el individuo prefiere Tleve sobre T0.
En cuanto a la experiencia placentera, la función de utilidad que los individuos deben maximizar es de la forma: u(e, t)4 = et/ (1+ t),
donde u es utilidad; e ≥ 0 corresponde a la intensidad del placer; y t ≥ 0 representa la duración. 4 Binmore y Voorhoeve (2003) explican que el signo positivo de la función se debe al efecto positivo del placer en los individuos. Al igual que en el caso del dolor, una hora extra de placer es menos maravillosa para el individuo después de días de experimentarlo que después de algunos minutos.
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Dicha función de utilidad, según los autores, permite cumplir con los tres supuestos planteados por Temkin y Rachels. Para hacer más fácil la comprensión del argumento, desarrollamos un ejemplo en el que establecemos que el conjunto de opciones del individuo está configurado de la siguiente forma: • E0 (placer intenso de duración significativa) • e=10 • t= 1 • E1 (placer menos intenso que dura cien veces más) • e=8 • t=100 • Eleve: (placer de leve de duración indefinida) • e=1 • t= indefinido
Si el individuo realiza su ordenamiento de preferencias aplicando la función de utilidad a las experiencias placenteras que tiene como opciones, se cumplen los supuestos establecidos por Temkin y Rachels: • Satisface el supuesto (1*), porque para cada nivel de placer es preferible menor intensidad pero mayor duración. Debido a que la utilidad –positiva–, que le produce E0 es 5, y la que le produce E1 es 7.9 prefiere E1. • Satisface el supuesto (2*) siguiendo la misma lógica que en el punto anterior. • Satisface el supuesto (3*), ya que sin importar la duración de la experiencia prefiere el éxtasis. Esto se observa debido a que la utilidad positiva de Eleve nunca será mayor que 1, así que prefiere E0.
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En el caso de la justicia transicional, el llamado que se hace a los policy-makers es el de diseñar los sistemas de tal forma que las opciones que se ofrecen a los individuos sean claras; así, será posible que éstos realicen un ordenamiento teniendo en mente la necesidad de hacer un cálculo maximizador de utilidad. Por esta razón, extrapolamos la lógica de Binmore y Voorhoeve al caso de la justicia transicional; esto se hace posible ya que las funciones de utilidad presentadas por Binmore y Voorhoeve (2003) son, de la forma general, los resultados obtenidos se presentan a continuación. En primer lugar, los victimarios deben maximizar una función de utilidad para llegar a su ordenamiento de preferencias, relacionado con el castigo, de la forma: u(c, t)5 = -ct/ (1+ t),
5 Al igual que en el caso de la función de utilidad del dolor, el signo negativo se debe al efecto del castigo en los individuos. Para los individuos, una hora adicional de castigo es menos problemática después varios días, que después de pocas horas.
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donde u es utilidad; c ≥ 0 corresponde a la intensidad del castigo; y t ≥ representa la duración del mismo. Aplicando el argumento de Binmore y Voorhoeve a la justicia transicional, es posible afirmar que una persona que maximiza tal función cumple con los supuestos que desarrollamos debido a que: • Satisface el supuesto (a), debido a que para cada nivel de castigo si se disminuye poco la intensidad y se aumenta significativamente la duración prefiere un estado con mayor intensidad que duración. • Satisface el supuesto (b) siguiendo la misma lógica que en el punto anterior. • Satisface el supuesto (c), porque prefiere un castigo leve sin importar su duración a un castigo de intensidad significativa.
Por su parte, las víctimas deben maximizar una función relacionada con la reparación para así obtener un ordenamiento de preferencias no sólo razonable sino también transitivo. Esta función es: u(r, t)6 = rt/ (1+ t),
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donde u es utilidad; r≥0 corresponde a la intensidad de la reparación; y t≥0 representa la duración. Esta función permite que las víctimas ordenen sus preferencias sin violar la transitividad y cumpliendo con los supuestos que antes presentamos: • Satisface el supuesto (a*), porque para cada nivel de reparación es preferible menor intensidad pero mayor duración. • Satisface el supuesto (b*) siguiendo la misma lógica que en el punto anterior. • Satisface el supuesto (c*), ya que sin importar la duración de la reparación prefiere mayor intensidad.
De l a r a z ón a l a r aciona li da d y de l a r aciona li da d a l a r a z ón Para recapitular, lo expuesto en las secciones anteriores nos ha permitido explicar que, en general, la justicia transicional puede dar lugar a diseños atractivos pero inconsistentes por cuanto hacen posible la paradoja de ordenar
6 Al igual que en la función de utilidad relacionada con la experiencia placentera, la función tiene un signo positivo que se debe al efecto que tiene la reparación sobre los individuos. Una hora extra de reparación tiene un menor efecto para el individuo después de días de experimentarlo que después de algunos minutos.
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intransitiva pero razonablemente las preferencias de los victimarios y de las víctimas sobre sus opciones para ser castigados y reparados. El argumento establece, en primer lugar, que las acciones de los individuos son racionales en la medida en que representan la elección del curso de acción que arroja mejores resultados para el individuo. Se indicó que para que una acción sea racional, según Elster, es necesario que cumpla con tres requisitos: a) debe ser la mejor forma de satisfacer el deseo del individuo; b) las creencias del individuo deben ser las mejores que pueda formar, usando la información de la que dispone; y c) el individuo debe intentar adquirir óptimamente la información. Adicionalmente, se estableció que las preferencias de los individuos se pueden considerar como racionales si cumplen con dos condiciones: 1) comparabilidad y 2) transitividad. De esta forma, la racionalidad que manejan los individuos tiene como resultado que los policy-makers encargados de la justicia transicional se vean obligados a diseñar sistemas de justicia que sean atractivos para víctimas y victimarios; lo que aquí se hace es incentivar la racionalidad de los actores involucrados en un proceso transicional. No obstante, Temkin y Rachels plantean un argumento que va en sentido contrario a la teoría ortodoxa. Como se mostró arriba, estos autores intentan dar respuesta a la pregunta de si es posible que un conjunto de preferencias cuyo ordenamiento sea intransitivo (r5>r6>7>r5) resulte justificable desde la noción de racionalidad. Haciendo uso de los supuestos planteados por Temkin y Rachels, se pudo observar cómo la lógica que manejan los individuos los conduce a realizar sus ordenamientos de preferencias de una manera intransitiva pero razonable. A través de los casos del dolor y del placer, se evidencia la clase de ordenamiento de la que hemos venido hablando:
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1. Experiencia dolorosa: T0>T1>Tleve>T0. 2. Experiencia placentera: Eleve>E1>E0>Eleve.
Los resultados arriba presentados permiten observar que los individuos realizaron un ordenamiento de preferencias razonable con los supuestos establecidos por Rachels y Temkin, pero inconsistentes debido a su carácter intransitivo. Adicionalmente, como parte de la estructura argumentativa de nuestro artículo, desarrollamos unos supuestos coherentes con los planteados por Temkin y Rachels, que se pueden aplicar al caso específico de la justicia transicional. Los ordenamientos resultantes de que víctimas y victimarios aplicaran esta lógica a su conjunto de oportunidades son:
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1. Castigo: C0>C1>Cleve>C0. 2. Reparación: R leve>R1>R0>R leve.
A lo expuesto hasta este punto le añadimos un análisis de la formación de preferencias de los individuos, a partir de algunos filósofos morales. El argumento del artículo estableció que, en el momento de analizar ordenamientos de preferencias, es necesario considerar algunas características que intervienen en el fenómeno mental de la producción de preferencias. En primer lugar, se habla de que las acciones realizadas se encuentran ligadas a una razón que las motiva; siguiendo los argumentos planteados por Davidson (1963) y Schick (1999) se entiende que una razón está compuesta por los deseos, creencias e interpretaciones del actor. Sumado a lo anterior, Elster (2006) establece que las preferencias de los individuos se basan en tres tópicos: 1) Emoción: son aquellas que conducen a una acción inmediata del individuo y que con el paso del tiempo su intensidad disminuye. En el caso concreto de la justicia transicional las emociones que surgen son: rabia, indignación, odio y desprecio. 24 0
2) Razón: según Elster (2006), la razón es una motivación individual de carácter imparcial. Al hablar de procesos transicionales, estas preferencias se encuentran alineadas con dos posturas: a) un castigo severo que responda al delito cometido; y b) búsqueda de la indulgencia en pro de la reconstrucción, reconciliación y reparación nacionales. 3) Interés: estas preferencias confrontan los actores involucrados en la justicia transicional, cada uno de ellos intenta maximizar los beneficios que obtendrá desde el rol que desempeña en el proceso.
Finalmente, realizamos una exposición del argumento planteado por Binmore y Voorhoeve (2003), que intenta defender la transitividad y que fue de gran utilidad en la medida en que nos permitió ofrecer una posible herramienta para que los policy-makers diseñen sistemas de justicia transicional no sólo atractivos sino también consistentes, entendiendo que a éstos subyacen preferencias razonables y transitivas. Los autores reivindican el argumento ortodoxo de que si las preferencias de un individuo son transitivas y comprables, necesariamente maximizan una función de utilidad. Esta función permite que los individuos asignen un valor a cada una de las opciones con las que cuentan; este valor permite asignar una ubicación dentro del ordenamiento del individuo. Así, la propuesta que se hace es la de realizar ordenamientos de preferencias a través de funciones de utilidad; lo que conduce no sólo a tener preferencias coherentes con los supuestos de Temkin y Rachels, sino también transitivas.
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L A J U S T I C I A T R A N S I C I O N A L : razón y racionalidad | J u a n C h a v e s / Á n g e l a M o l i n a
En relación con lo anterior, establecimos dos funciones de utilidad, aplicables al caso de la justicia transicional para víctimas y victimarios: • Víctimas: u(r, t) = rt/ (1+ t) • Victimarios: u(c, t) = -ct/ (1+ t)
Estas funciones hicieron posible que las preferencias de los individuos en la justicia transicional asuman un comportamiento transitivo y que, a su vez, cumplan con los supuestos que previamente habíamos desarrollado. C onc lusion es El diseño de sistemas de justicia transicional, al igual que en los casos del dolor y el placer, puede asumir una lógica que conduzca a que los individuos ordenen sus preferencias de una forma intransitiva pero razonable que lleve a sistemas caracterizados por su inconsistencia. A través del argumento de este artículo, intentamos evidenciar en qué forma es posible que la justicia transicional presente una paradoja similar a la expuesta por Larry Temkin y Stuart Rachels; equiparar los conceptos de dolorcastigo y placer-reparación nos permitió hacer tal demostración. En relación con el argumento planteado, son tres los puntos en torno a los cuales valdría la pena reflexionar. Es necesario recordar que lo que un sistema de justicia transicional busca es contribuir a la búsqueda ya sea de la paz o la democracia; por esta razón cualquier esfuerzo en pro de este tema contribuye significativamente a las sociedades en transición. En primer lugar, el artículo nos permitió hacer un llamado a los policy-makers de la justicia transicional. Lo que intentamos es hacer evidente la necesidad de ingeniar diseños de justicia transicional que sean atractivos y consistentes. La solución que se ofrece a los policy-makers es la de hacer las opciones en torno a la justicia transicional lo suficientemente claras como para que los individuos puedan realizar un ordenamiento de sus preferencias a través de una función de utilidad que evite que la paradoja se presente. Sin embargo, un segundo punto nos conduce a pensar que puede ser posible que la existencia de sistemas de justicia transicional atractivos e inconsistentes no se deba a una omisión de los policy-makers, sino a una tendencia por satisfacer intereses económicos, políticos o culturales propios de cada caso. Entendemos que al intentar solucionar la paradoja se encuentran dificultades, porque no sólo se está hablando de la aplicación de una función de utilidad al caso, sino también del interés de todos los componentes de la justicia transicional por superar la paradoja. Un tercer punto queda para analizar después de la redacción de este artículo. Hablamos de que el proceso de formación mental de las preferencias de los
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individuos involucra varios elementos que van desde la razón que racionaliza la acción, hasta las emociones que el individuo presenta en el momento de realizar su ordenamiento de preferencias. nos interesa de este modo dejar abierta la discusión sobre si una decisión que incluye estos componentes debe en todo caso satisfacer estrictamente la condición de transitividad para ser razonable. Por último, agregamos que si bien es legítimo que por razones económicas, políticas o culturales se prefiera un diseño atractivo pero inconsistente de un mecanismo de justicia transicional –lo cual por lo demás no entramos a juzgar–, el objetivo de nuestro análisis ha sido doble: por una parte, hacer conciencia de que esta paradoja es posible, y por otra, dejar la pregunta abierta, tanto a teóricos como a policy-makers sobre cómo hacer posible –y conveniente– un mecanismo de justicia transicional que resulte al mismo tiempo atractivo y consistente. referencias
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Abitbol, Pablo y Felipe Botero 2005 “Teoría de la elección racional: estructura conceptual y evolución reciente”, en Colombia Internacional, no. 62, pp. 132-147. Binmore, Ken y Alex Voorhoeve 2003 “Defending Transitivity against Zeno’s Paradox”, en Philosophy and Public Affairs, Vol. 31, no. 3, pp. 272-279. Castellanos, Daniel s. p. “escogencias colectivas: una introducción al análisis de las ciencias sociales con la metodología de la economía y a las lecciones que debe aprender la economía de semejante experimento”, s. d. Davidson, Donald 1963 “Actions, reasons, and Causes”, en The Journal of Philosophy, Vol. 60, no. 23, pp. 685-700. Elster, Jon 1996 Tuercas y tornillos, Barcelona, Gedisa. Elster, Jon 2006 “La formación de preferencias en la justicia transicional”, en Freddy Cante y Antanas Mockus (comps.), Acción colectiva, racionalidad y compromisos previos, pp. 193-232, Bogotá, universidad nacional de Colombia, unibiblos. Elster, Jon 2006 “Teoría de la elección racional y sus rivales”, en Freddy Cante y Antanas Mockus (comps.), Acción colectiva, racionalidad y compromisos previos, pp. 89-108, Bogotá, universidad nacional de Colombia, unibiblos. Rettberg, Angelika 2005 “reflexiones introductorias sobre la relación entre construcción de paz y justicia transicional”, en Angelika rettberg (comp.), Entre el perdón y el paredón: preguntas y dilemas de la justicia transicional, pp. 1-15, Bogotá, universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Ciencia Política. Shick, Frederic 1997 Hacer elecciones: una reconstrucción de la teoría de la decisión, Barcelona, Gedisa.
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L a objetivación de las memorias p ú blicas sobre la ú ltima dictadura militar argentina ( 1 9 7 6 - 1 9 8 3 ) : e l 2 4 de mar z o e n e l e x c e n tr o c l a n d e st i n o de detención ESMA Ana Guglielmucci Doctoranda en Ciencias Antropológicas, Universidad de Buenos Aires, Becaria conicet Sección de Antropología Social, Instituto de Ciencias Antropológicas, ffyl, Universidad de Buenos Aires ana_gugliel@yahoo.com.ar
Resumen
El objetivo de este artículo es
Abstract
The aim of this article is to
compendiar las políticas gubernamentales
summarize the argentinian governmental
argentinas referidas a las consecuencias de la
policies referred to the consequences of the
violencia política desplegada entre los años 1960
political violence opened between the years
y 1980 y analizar la capacidad gubernamental
1960-1980 and to analyze the governmental
actual para imponer representaciones sociales
current aptitude to impose social representations
sobre un período de la historia argentina
about a period of the argentine history highly
altamente politizado. De esta forma procuramos
politicized. That way we get to realize how
dar cuenta de cómo en Argentina –a través de
the argentine government tries to construct
un discurso centrado en los derechos humanos–
confraternity among the citizens after the
se intenta construir confraternidad entre los
fratricide executed by the dictatorial government
ciudadanos luego del fratricidio ejecutado por
between 1976 and 1983 across a speech
el gobierno dictatorial entre 1976 y 1983.
centered on human rights.
Palabr as clave :
Key words:
Violencia, terrorismo de Estado, políticas
Violence, State Terror, Argentinian Governmental
gubernamentales argentinas, memoria, ritual.
Policies, Memory, Ritual.
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a n t í p o d a n º4 E N E R O -J U N I O d e 20 07 pá g in a s 243 -26 5 i s s n 19 0 0 - 5 4 07 F e c h a d e re c e p c i ó n : a b r i l d e 2 0 0 7 | F e c h a d e a c e p ta c i ó n : m ay o d e 2 0 0 7
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L a objetivación de las memorias p ú blicas sobre la ú ltima dictadura militar argentina ( 1 9 7 6 - 1 9 8 3 ) : e l 2 4 de mar z o e n e l e x c e n tr o c l a n d e st i n o de detención ESMA Ana Guglielmucci
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E
I n t roducción
n este trabajo nos proponemos reflexionar –en términos amplios– sobre las actuales representaciones públicas, inscritas en los confines institucionales del Estado-Nación argentino, sobre la violencia política de los setenta1. Y, en términos más específicos, nuestro análisis se orienta a vincular el contexto social de origen de una política pública singular –la creación de un Museo, Espacio o Instituto para la Memoria en el predio donde funcionara el Centro Clandestino de Detención, ccd, conocido como la esma2–, con la capacidad gubernamental de imponer representaciones sociales sobre este período histórico –en particular– y sobre la violencia política –en general–. En este marco, nos preguntamos, ¿cómo logra el gobierno argentino actual referirse al interés general luego de que la propia humanidad de miles de argentinos fue negada por otros conciudadanos insertos –incluso– en las instituciones que deberían haberlos defendido? ¿Cómo está inscrito el fratricidio
1 A través del término “violencia política” nos referimos al enfrentamiento directo entre diversos actores sociales que expresaban sus profundos desacuerdos político-ideológicos utilizando la fuerza física. Utilizamos el término “violencia política de los setenta” y no “terrorismo de Estado” porque este último nos remite a una interpretación jurídica a posteriori de los conflictos sociales desplegados entre las décadas 1960 y 1980 en Argentina. 2 En la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, esma, funcionó entre 1976 y 1983 uno de los mayores ccd. Los detenidos eran torturados y permanecían recluidos allí en forma clandestina hasta que los captores decidieran su destino, el cual podía consistir en la muerte o en la libertad vigilada. Para mayor información sobre la dinámica de este ccd y su inserción en un sistema represivo nacional consultar el Informe Conadep (1984).
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pasado en un proceso gubernamental de integración nacional e institucionalización de los conflictos vigentes? ¿Cómo es restablecida la confianza en las instituciones políticas públicas y en la figura presidencial que encarna el sistema democrático representativo luego de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001 en Argentina3? Es un dato significativo que la implementación de políticas públicas sobre qué recordar y qué olvidar respecto a la violencia política de los setenta, y qué hacer respecto a sus consecuencias, haya atravesado todos los gobiernos democráticos argentinos instaurados con posterioridad a la última dictadura militar argentina –1976-1983– autodenominada Proceso de Reorganización Nacional, prn. Tal es así que Argentina es uno de los pocos países que ha transcurrido, aunque en forma caótica, casi todas las fases y/o núcleos de debate descritos por Stanley Cohen (1997) para las sociedades que enfrentaron abusos de derechos humanos cometidos por regímenes previos: • Verdad o conocimiento. • Responsabilidad o justicia. • Impunidad, amnistía o inmunidad.
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• Expiación o purificación ritual. • Reconciliación y reconstrucción.
Ello se manifiesta en toda una serie de medidas adoptadas por los sucesivos gobiernos, entre otras: la creación de una Comisión de Notables4 encargada de recibir las denuncias y redactar un informe sobre la desaparición5 de
3 A grandes rasgos, estos acontecimientos desembocaron en manifestaciones diarias y masivas, el asesinato de más de treinta personas a lo largo de todo el país cometidos por miembros de las fuerzas de seguridad y el recambio de cinco presidentes en menos de un mes. 4 La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, Conadep, fue creada por el presidente Alfonsín el 15 de diciembre de 1983 para investigar las violaciones a los derechos humanos ocurridas entre 1976 y 1983. Esta Comisión redactó un informe de amplia difusión pública conocido como Nunca más (1984) y conformó un archivo que incluyó miles de denuncias, documentos, fotografías, etcétera. Este acervo documental se encuentra actualmente en el Archivo Nacional de la Memoria junto a la documentación relacionada con las leyes de reparación a las víctimas del terrorismo de Estado y el material recopilado por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. 5 Uno de los reclamos históricos de los organismos de derechos humanos en Argentina ha sido: “Aparición con vida”. Este reclamo respondía a la negación de los secuestros por parte de las autoridades gubernamentales de la última dictadura militar, las que informaban que esas personas habían simplemente “desaparecido”. La respuesta gubernamental se sirvió de la práctica sistemática de ocultamiento de los cuerpos de las personas que las propias fuerzas de seguridad estatales secuestraban, torturaban y asesinaban. Se calcula que en Argentina, entre 1974 y 1983, “desaparecieron” y/o fueron asesinadas por fuerzas de seguridad más de treinta mil personas. El método de ocultamiento de los cuerpos de las personas asesinadas se llevó a cabo por medio de entierros clandestinos o los llamados “vuelos de la muerte” que consistían en arrojar a los detenidos al Río de la Plata desde aviones militares.
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personas en la Argentina (1983), los más recientes Juicios por la Verdad (1996), el Decreto 1259 que establece la creación del Archivo Nacional de la Memoria (2003); el Juicio a las Juntas Militares (1985), la promulgación de leyes reparatorias6 que estipularon la indemnización económica de ex detenidos políticos y familiares de detenidos-desaparecidos (1992); la Ley de Punto Final –que estableció un límite temporal para juzgar a los represores (1986)–, la Ley de Obediencia Debida –que eximió de la responsabilidad por los crímenes cometidos a la mayoría de los militares acusados porque se creaba una presunción inmediata de que habían cumplido órdenes (1987)–, los decretos masivos de indulto que permitieron la libertad, entre otros, de los ex comandantes militares condenados y de los miembros de las cúpulas guerrilleras (1989-1990); el Decreto Presidencial número 8 de 1998 que dispuso demoler el edificio de la esma, con el fin de “convertirlo en un símbolo de la unión nacional” (1998). Ahora bien, ¿cómo es posible que determinadas representaciones sociales que se encuentran en la base del diseño de las políticas públicas sobre las repercusiones de la violencia política de los setenta sean impuestas efectivamente? Si consideramos la profusa bibliografía antropológica existente sobre los procesos de clasificación y valoración social, desde Durkheim (1992) pasando por Radcliffe Brown (1974), Gluckman (1940), Turner (1969; 1974) hasta Geertz (1994), no podemos ignorar la centralidad del ritual y las formas de comportamiento cotidiano altamente ritualizadas (Leach, 1976), los cuales –en virtud de sus rasgos formales– se tornan capaces de producir y modificar representaciones sociales, así como de imponerlas situacionalmente. En este marco, un evento ritualizado como el efectuado el 24 de marzo de 2004 en la esma para anunciar la creación oficial del Museo de la Memoria, que reunió a políticos, funcionarios, representantes de organizaciones no gubernamentales, gremialistas, periodistas, etcétera, se torna una instancia privilegiada de análisis, en tanto permitió a los organizadores desplegar –entre otras cosas– su capacidad de producir e imponer representaciones acerca de qué recordar y qué olvidar respecto a la violencia política de los setenta en Argentina y cómo se deberían resolver conflictos políticos vigentes. C oy u n t u r a s polít ica s y r it ua l es pú blicos en tor no a l a de m a n da de “M e mor i a, Ver da d y Just ici a” Uno de los mecanismos, entre otros, por los cuales la violencia política de los setenta y sus repercusiones sociales fueron históricamente tratadas en Argentina, puede ser observada en los rituales gubernamentales. En los pri-
6 Para mayor información sobre las leyes reparatorias en Argentina véase Pierini (1999: 76-82).
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meros años de la llamada “transición democrática”, el Juicio a las Juntas Militares constituyó un instrumento extraordinario implementado por el gobierno del entonces presidente Raúl Alfonsín –entre 1983 y 1989– en el cual, además de catalogar jurídicamente las acciones del régimen previo como “sistemáticas violaciones a los derechos humanos” –es decir, además de pasar del conocimiento de lo ocurrido al reconocimiento público en tanto crímenes de Estado–, se procuró la subordinación, en primer lugar, de las Fuerzas Armadas, al gobierno constitucional y la familiarización de la sociedad argentina en general con el Estado de Derecho, sentando las bases de un nuevo mandato de carácter preventivo: “Nunca más”. Nunca más las instituciones estatales podían volverse contra los ciudadanos. De esta forma, la responsabilidad de la represión recayó exclusivamente sobre el Estado7. A este ritual jurídico, sin embargo, le siguió un proceso gradual de impunidad dentro del marco de sucesivos intentos de sublevación de oficiales militares de baja jerarquía, lo cual limitó el alcance de los juicios hasta clausurarlos y terminar absolviendo sus resoluciones (Sain, 1991). Ello acarreó una serie de debates en el interior de diversas organizaciones de derechos humanos8 sobre cómo continuar la lucha para conocer lo ocurrido con los detenidos-desaparecidos y juzgar a los responsables de esos actos una vez cerradas las vías judiciales argentinas. El trabajo para obtener verdad y justicia volvió a ser patrocinado predominantemente por organizaciones no gubernamentales, las cuales, ante las políticas de amnistía, continuaron manifestándose en el espacio público para “mantener viva la memoria” y presionaron al gobierno –a través de entidades internacionales– para que el Estado argentino cumpliera con las responsabilidades establecidas en los tratados mundiales que había suscrito en materia de derechos humanos y juzgara finalmente a los culpables. En este contexto de desjudicialización de las políticas públicas sobre el pasado reciente, tuvieron lugar tres fenómenos novedosos: por un lado, la aparición pública de hijos –Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio–, agrupación que implementó los “escraches”, una novedosa moda-
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7 Para mayor información sobre cómo el Juicio a las Juntas constituyó un rito de cambio del sistema de poder y encauzó una nueva narración sobre el pasado político reciente, véase la obra de Ester Kaufman (1990). 8 Nos referimos aquí a diversas organizaciones englobadas comúnmente bajo el término “organismos de derechos humanos” por la característica de inscribir sus demandas en el marco de la Convención de los Derechos del Hombre y canalizarlas a través de vías jurídicas. Ellas son: Abuelas de Plaza de Mayo, Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, apdh, Asociación Madres de Plaza de Mayo, Centro de Estudios Legales y Sociales, cels, Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, Liga Argentina por los Derechos del Hombre, ladh, Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, medh, Servicio Paz y Justicia, serpaj. La mayoría de ellas, excepto la ladh, surgieron a mediados de la década del setenta frente a las políticas de aniquilamiento clandestino de los disidentes políticos por parte de las fuerzas de seguridad.
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lidad de repudio a los ex represores dirigida a evidenciar la necesidad de “juicio y castigo a los responsables” y promover la memoria social en torno al pasado dictatorial y sus consecuencias en el presente9. Por otro lado, la apertura de los primeros Juicios por la Verdad Histórica, los cuales, al no contar con capacidad punitiva, se encaminaron al conocimiento de las acciones del sistema represivo en determinadas localidades de Argentina. Y, por último, se constituyó una Comisión por la Memoria, Verdad y Justicia, conformada por diferentes organizaciones sociales y agrupaciones políticas, tendiente a coordinar las conmemoraciones del 24 de marzo10. Al cumplirse veinte años del golpe de Estado de 1976, los resultados de este proceso social se vieron reflejados en la confluencia masiva de diferentes sectores en la histórica Plaza de Mayo para repudiar el prn y reclamar “Memoria, Verdad y Justicia” frente a las declaraciones del entonces presidente argentino Carlos Menem (1989-1999) quien reivindicaba los indultos y decretaba el “cierre definitivo de las heridas del pasado”11. La política de Menem al respecto había consistido –desde su asunción– en reemplazar las estrategias del derecho penal por las estrategias del derecho civil, es decir, otorgar indemnizaciones económicas a las víctimas del terrorismo de Estado luego de absolver a los ex represores y cabecillas de la guerrilla condenados en el Juicio de 1985. Tal estrategia fue leída por los organismos de derechos humanos como una forma de chantaje, lo cual profundizó su distanciamiento del gobierno12. Ante la falta de respuestas por parte del gobierno nacional, la demanda de “Verdad y Justicia” fue revalidada por reiteradas movilizaciones públicas cada 24 de marzo en la Plaza de Mayo y diversas conmemoraciones en otros lugares y fechas relacionados13. Al mismo tiempo, esta demanda fue viabilizada a través de la presentación ante el Estado de numerosos proyectos tendientes a 9 La agrupación hijos fue conformada –en un inicio– por jóvenes cuyos padres fueron desaparecidos, asesinados o presos por razones políticas. Ellos implementaron una forma de repudio social a los ex represores basada, por un lado, en el trabajo de informar a los vecinos del barrio sobre las responsabilidades de esta persona en el accionar represivo y, por otro, de individualizarlo en la vía pública a través de símbolos –manchas rojas en la pared del domicilio, carteles que se asemejan a señales de tránsito, etcétera– que advierten sobre la vida pasada de este anónimo vecino bajo el lema: “si no hay justicia, hay escrache”. 10 En Argentina, cada 24 de marzo se realizan actos y movilizaciones de repudio al golpe militar que, ese mismo día del año 1976, derrocó al entonces endeble gobierno constitucional. En la actualidad esa fecha ha sido establecida por ley como un día para la memoria. Incluso, recientemente, se estableció su incorporación entre los feriados nacionales como Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia –Ley 26.085, promulgada el 20 de marzo de 2006 por el Congreso Nacional–. 11 Diario Clarín, 24 de marzo de 1996. 12 Para mayor información véase http:// www.derechos.org 13 Las manifestaciones del 24 de marzo en Buenos Aires se caracterizan desde entonces, por una movilización de Plaza Congreso a Plaza de Mayo, donde confluyen organismos de derechos humanos, sindicatos, organizaciones estudiantiles, partidos políticos de izquierda, entre otros. Generalmente, se culmina con un discurso consensuado entre las organizaciones convocantes y un festival musical ahí mismo o en otro predio. La consigna
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“recordar lo ocurrido durante el terrorismo de Estado”. Algunos de estos proyectos obtuvieron ciertos resultados en el ámbito de la recientemente declarada Ciudad Autónoma de Buenos Aires, gcba, cuyos representantes han sido, sucesivamente, Fernando De la Rúa (1996-1999), Enrique Olivera (1999-2000), Aníbal Ibarra (2000-2006) y Jorge Telerman (2006-2007)14. Ello se expresó en toda una serie de normativas aprobadas por la Legislatura porteña: la creación del Museo de la Memoria bajo la órbita de la Dirección General de Museos (1996), la Ley 46 que asignó un predio en la costa del Río de la Plata para el emplazamiento de un Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado y el Parque de la Memoria (1998), la Ley 392 y la 961 que revocaron la cesión de los predios donde funcionara la esma para ser destinados a la instalación del denominado Instituto de la Memoria (1998-2000), entre otras. Esta receptividad gubernamental fortaleció lazos personales entre representantes del poder ejecutivo y legislativo de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y los miembros de algunos organismos de derechos humanos, relación no carente de conflicto, primordialmente por el intento de estos últimos por mantener un margen de independencia que les permitiera continuar ocupando su legitimado lugar de veedores del Estado de Derecho. La relación entre el movimiento de dd.hh en general y los miembros del gobierno se retrajo nuevamente con los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001, desencadenados cuando el entonces presidente argentino Fernando De la Rúa (1999-2001) declaró el Estado de sitio –medida históricamente adoptada por los gobiernos de facto– y miles de personas salieron a la calle, incluidos los representantes de organismos de dd.hh, desconociendo la medida y vociferando el ya internalizado mandato: “Nunca más”. Las movilizaciones fueron duramente reprimidas por las fuerzas de seguridad, lo cual dejó como saldo decenas de muertos a lo largo de todo el país. A ello le siguieron meses de manifestaciones periódicas, el recambio de cinco presidentes y la creación de las asambleas barriales que plantearon, entre otras cosas, un desafío a la democracia representativa bajo el lema “Que se vayan todos”. Llegado el 24 de marzo de 2002, en un acentuado contexto de crisis institucional, se anunciaba a través de los medios de comunicación que millones de personas a lo largo de todo el país se congregarían en la Plaza de Mayo, más allá de los rumores sobre un po-
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que nunca falta es: “Treinta mil compañeros detenidos-desaparecidos presentes, ahora y siempre”, acompañada por sus retratos. 14 Casi todos los proyectos presentados a los funcionarios del gcba fueron signados por los siguientes organismos de dd.hh: Abuelas de Plaza de Mayo, apdh, Buena Memoria Asociación Civil, cels, Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas, Fundación Memoria Histórica y Social Argentina, ladh, Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, medh y serpaj. La mayoría de ellos confluiría en el 2002 en Memoria Abierta, una asociación formada para coordinar las diversas propuestas de acción.
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sible golpe de Estado, con la finalidad de reclamar “Justicia por ayer y hoy”15. El temor a la anarquía social circulaba en las declaraciones públicas de los representantes gubernamentales y los empresarios, mientras en las calles de Buenos Aires proliferaban las movilizaciones diarias que exigían la remoción legal de la Corte Suprema, una purificación general del gobierno, y la denuncia de otros tipos de genocidio –además del político– como el económico16. La convocatoria, finalmente, fue pacífica y masiva, pero profundizó su crítica a las instituciones gubernamentales y al sector financiero, ampliando notablemente la tradicional demanda asociada a las conmemoraciones del 24 de marzo. Al mismo tiempo, los partidos políticos de izquierda comenzaron a disputar abiertamente los lugares tradicionalmente pautados para entrar a la Plaza de Mayo, cuya cabecera fue ocupada, desde la reapertura democrática, por los organismos de dd.hh como una forma de reconocimiento a su histórica lucha. En síntesis, luego del Juicio a las Juntas Militares, las demandas por “Verdad y Justicia” se desplegaron fundamentalmente a través de liturgias no gubernamentales. El 24 de marzo se constituyó en una fecha emblemática en Argentina y la Plaza de Mayo en el espacio simbólico donde exhibir el repudio al golpe militar de 1976 y las políticas gubernamentales de impunidad, y, también, dónde conmemorar a los detenidos-desaparecidos y sus ideales. En esta ceremonia conmemorativa de repudio y homenaje, si bien los pilares fundamentales de la demanda de los organismos de dd.hh se mantuvieron, las consignas asociadas a ella fueron mudando y año tras año se incorporaron reivindicaciones de los más diversos sectores –como los Movimientos de Trabajadores Desocupados, mtd– ahondándose en la denuncia de las consecuencias actuales de sucesos pasados todavía no resueltos: los casos corrientes de represión policial o “gatillo fácil”, el aumento de la deuda externa, la creciente exclusión social, entre otros. En este devenir, el acto del 24 de marzo de 2004 en la esma introduciría nuevos deslizamientos en el tratamiento social sobre la violencia política de los setenta en Argentina y sus correlatos en el presente, lo cual ya se puede presumir por el lugar central que en él ocuparon altos funcionarios del gobierno.
15 El 24 de marzo se constituyó paulatinamente en una fecha simbólica en la cual demandar justicia frente a la impunidad de los crímenes estatales. El 24 de marzo de 1997, por ejemplo, se reclamó por el esclarecimiento del crimen del reportero gráfico Cabezas. En el 2002 se reclamó por el asesinato de más de treinta personas a lo largo de todo el territorio nacional por parte de las fuerzas de seguridad. Un nuevo grupo presente en esta fecha fue el de las Madres del Dolor, constituido por las madres de los jóvenes asesinados por las fuerzas de seguridad durante el periodo democrático. Véase el diario Página 12, 25 de marzo de 2002. 16 Página 12, 24 de marzo de 2002.
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L a s con m e mor acion es del 2 4 de m a r zo en l a esm a El 24 de marzo de 2004, además de las múltiples conmemoraciones usualmente convocadas por organismos de dd.hh, partidos políticos de centro-izquierda, gremios, centros de estudiantes y otros grupos sociales, se puso en marcha un acto oficial de gran envergadura el cual incluyó grupos heterogéneos, entre ellos el actual Presidente de la Nación, el entonces Jefe de la Ciudad de Buenos Aires, otros funcionarios del gobierno nacional, provincial y municipal, representantes de partidos políticos, gremialistas, miembros de la mayoría de los organismos de dd.hh, entre otros. En este acto todos ellos pugnaron por imponer sentidos al pasado en relación con sus proyectos de poder en el presente, produciéndose reordenamientos significativos en la articulación social en torno a la simbólica demanda de “Memoria, Verdad y Justicia”. Con la finalidad de fundamentar la afirmación anterior, es preciso recordar que el reclamo sobre ese predio tiene una larga historia. Entre 1976 y 1983, como ya dijimos, funcionó allí uno de los mayores centros clandestinos de detención administrado por la Armada. La Escuela de Mecánica continuó funcionando en el mismo lugar, hasta que en 1998 el presidente Carlos Menem decretó su traslado a la Base Naval de Puerto Belgrano e instó la demolición del edificio donde habría funcionado el ccd para crear allí un espacio verde como “símbolo de la reconciliación nacional”. El anuncio de su demolición generó la reacción de representantes de organismos de dd.hh, que se movilizaron frente a la esma para expresar su repudio a la medida. Mientras tanto, los familiares de algunos de los detenidos-desaparecidos presentaron un recurso de amparo para frenar la demolición. Finalmente en el 2001, la medida fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema atendiendo al “... derecho que asiste a los familiares de personas presuntamente desaparecidas en el ámbito de la esma, y la comunidad toda, de conocer la verdad histórica respecto de tales hechos”. Así mismo, varios miembros de los organismos de dd.hh se movilizaron en el ámbito de la Ciudad de Buenos Aires para impulsar la restitución del predio a la Ciudad, evitando que volviera a manos de la Marina. A través de dos leyes aprobadas por la Legislatura porteña se revocó la cesión del predio a la Armada (Ley 392) y se impulsó la creación del Instituto Espacio para la Memoria (Ley 961). Sin embargo, sus objetivos no pudieron concretarse pues la Armada se adelantó y trasladó la Escuela Nacional de Náutica, la Escuela Fluvial y el Liceo Militar Naval al predio donde antes funcionara la Escuela de Mecánica17.
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17 El predio donde funcionara la esma fue cedido por la familia Raggio a la Ciudad de Buenos Aires para que allí funcionara una “moderna escuela naval”. El terreno pasó, entonces, a ser usufructuado por el Ministerio de Defensa. Cuando el presidente Menem decretó el traslado y demolición de la esma, el gobierno de la ciudad intentó recuperar los terrenos, pues la Marina ya no cumplía con la condición de usufructo.
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El acto oficial del 24 de marzo de 2004 marcaría un quiebre en esta puja entre la Armada, organismos de dd.hh y representantes del gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires por el predio de la esma –que a esta altura ya había adquirido un alto valor simbólico–. Era la primera vez que las voluntades de los representantes del poder ejecutivo, nacional y metropolitano, confluían activamente con el pedido de restitución por parte de los sobrevivientes del ex ccd, los familiares de los detenidos-desaparecidos, los organismos de derechos humanos y otras agrupaciones vinculadas a ellos. Confluencia atravesada por una serie de tensiones que, como veremos más adelante, fueron perceptiblemente digeridas en un proceso de reinstitucionalización de la demanda de “Memoria, Verdad y Justicia”. En tanto, las patentes pujas políticas fueron lavadas de los intereses sectoriales y presentadas a través de un discurso universal y trascendente como el de los derechos humanos. La voluntad del actual presidente Néstor Kirchner de afrontar la responsabilidad del Estado respecto a los crímenes del régimen dictatorial previo fue preanunciada en su discurso de asunción –en mayo de 2003– y en declaraciones posteriores frente a diversos actores involucrados en el proceso de desalojo y restitución del ex edificio de la esma18. El 24 de marzo de 2004 se concretaría su proclama. Este anuncio generó una serie de debates entre los miembros de organismos de dd.hh: algunos de ellos meditaron si ingresar o no a la esma, antes de saber qué es lo que se haría con ella. De esta forma, procuraban evitar dar su respaldo espontáneo a un acto presidencial y, de este modo, legitimar con su presencia lo que allí se hiciera antes de realizado. En principio, los organismos nucleados en Memoria Abierta consensuaron realizar su propio acto antes de que llegara el Presidente de la Nación al predio. Por la mañana, con la colaboración de la Subsecretaría de dd.hh del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en materia de infraestructura y seguridad, se colgaron banderas con los rostros y nombres de miles de detenidosdesaparecidos en las rejas que rodean al ex edificio de la esma. Además, una representante de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas leyó un documento en el cual el grupo manifestaba el reconocimiento al
18 Apenas asumió la presidencia, Néstor Kirchner invocó la “… necesidad de lograr una Argentina unida, pero con Memoria, Verdad y Justicia”. En correspondencia con este programa, el 9 de febrero de 2004 se reunió con representantes de los organismos de dd.hh nucleados alrededor de Memoria Abierta para anunciar públicamente su apoyo a la “creación del Museo sobre el Terrorismo de Estado” en el predio donde funcionara la esma. El 8 de marzo se reunió con representantes de organizaciones nucleadas alrededor de la Asociación de ex Detenidos-Desaparecidos a quienes ratificó su compromiso de desalojo de todas las fuerzas navales y civiles de dicho predio. El 19 de marzo de 2004 el Secretario de Obras Públicas de la Nación se reunió con las autoridades de las tres instituciones educativas que aún funcionaban en el predio de la esma para anunciar que el Estado nacional se ocuparía de su (re)localización.
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Presidente, pero sólo en tanto gestor de la demanda histórica encabezada por los organismos de derechos humanos: La esma, a partir de hoy, será patrimonio del pueblo argentino. La decisión política del Presidente de la Nación lo ha hecho factible. Esto es el fruto de que en estos veintiocho años los organismos de derechos humanos, los familiares de los presos políticos, detenidos-desaparecidos y asesinados, los sobrevivientes de los ccd, los exiliados y el pueblo hemos mantenido nuestras banderas de Verdad y Justicia y preservado la memoria para que “Nunca más” se repitan los crímenes del terrorismo de Estado.
Lo cual fue seguido del tradicional himno: “Treinta mil detenidosdesaparecidos presentes, ahora y siempre”. Mientras tanto, los miembros de hijos instalaron los singulares carteles que acompañan los escraches –señalizaciones donde denunciaban que allí había funcionado una maternidad clandestina–, entonaron “El que no salta es un militar” y “Como a los nazis les va a pasar, adonde vayan los iremos a buscar” y desplegaron una murga. Su presencia, con una impronta estética característica, marcaba la diferencia generacional al interior de los organismos. Sin embargo, esta diferencia performativa en el espacio rápidamente quedó subsumida al continuar con un ritual común a la mayoría de las agrupaciones de dd.hh: depositar flores junto a los retratos de los desaparecidos simbolizando la falta de una tumba donde poder realizar el duelo. En forma conjunta, entonces, arrojaron claveles rojos sobre el edificio emblemático de la esma, colocaron prendedores y fotografías con los rostros de los detenidos-desaparecidos, y un banderín con la consigna: “Compañeros seguimos adelante”. La propuesta consensuada por los organismos nucleados en Memoria Abierta consistía en no entrar al predio, pero cuando se abrieron las puertas la mayoría no lo cumpliría. Muchos de ellos argumentaron luego que “la emoción había sido más fuerte” o que “al ver entrar a los hijos con las flores no habían podido dejar de acompañarlos”. Otros se retiraron –como habían pautado– para colaborar en la organización del tradicional acto, a las seis de la tarde, en la Plaza de Mayo. Estas divergencias darían lugar más tarde a una serie de reproches mutuos. Por su parte, la representante de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, quien históricamente ha manifestado su repudio a las políticas públicas sobre estos temas y ha mantenido una actitud de pureza frente los demás organismos que participan en diversos proyectos donde intervienen representantes del gobierno, extraordinariamente anunció su presencia en apoyo al Presidente, aunque condicionándola a la no-concurrencia de ciertas figuras del Partido Justicialista, pj, fundamentalmente el gobernador de la provincia de Buenos Aires al que responsabilizó por graves violaciones de los derechos humanos en esa jurisdicción. Por supuesto, la réplica no se hizo esperar: varios goberna-
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dores del pj redactaron un informe denominado –sintomáticamente– Nunca más, en el cual afirmaban que “el Nunca más se construye con grandeza, entre todos, sin olvido, pero también sin odios ni remordimientos”, e hicieron llegar su malestar al propio Presidente –también perteneciente al pj– quien, según la prensa, “decidió privilegiar la relación con los organismos de derechos humanos, desentendiéndose de la convocatoria del propio gobernador de Buenos Aires para que sus colegas estuvieran presentes en la esma”19. En definitiva, la presidenta de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo arribó a la esma, minutos antes de que comenzara el acto oficial, mientras que la ausencia de los gobernadores fue notoria. Los pocos que concurrieron lo hicieron en forma inorgánica, pues no contaban con el aval ni de los “organismos” ni del Presidente, figuras capitales en la legitimidad de la ceremonia. El acto oficial también empezó temprano, pero en el Colegio Militar de la Nación. Allí el Presidente descolgaría los retratos de dos ex directores de dicho colegio que encabezaron la junta militar durante el llamado prn. Una vez en el lugar, el Presidente esperó que los oficiales lo saludaran con la venia en reconocimiento a la figura constitucional que lo inviste como Comandante en Jefe de las ff.aa; a cada saludo respondió dando la mano, uno a uno, mirándolos directo a los ojos, patentizando con este gesto el deber de los oficiales de subordinarse a la encarnación presidencial. A continuación, ordenó al actual Jefe del Ejército que descolgara los cuadros de Jorge Videla y Reynaldo Bignone, dos ex presidentes de facto que encabezaron el plan sistemático de aniquilamiento de la disidencia política en Argentina. El anuncio anticipado de esta decisión, tomada de una propuesta del cels “… para que los nuevos oficiales no se formen bajo la advocación de quienes irrumpieron el orden constitucional y ejecutaron el terrorismo de Estado”20, generó resistencias dentro del Ejército, como el robo del óleo con la imagen de Videla y las amenazas de renuncia por parte de algunos oficiales. Ya una semana antes, dos miembros de la Armada habían sido forzados a pasar a retiro con motivo del rechazo a la autocrítica del jefe del arma y por permitir a los padres de los liceístas que manifestaran sus reclamos cuando el Presidente recorría el ex ccd-esma con algunos sobrevivientes. Más allá de la notoria disconformidad dentro de las ff.aa, el acto se consumó como esperaban los miembros del gobierno. Finalmente, el Presidente cerró el evento con un discurso dirigido a la médula de la institución militar:
19 El informe fue firmado por los gobernadores de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos, Córdoba y La Pampa. Para mayor información véase el diario Página 12 del 24 de marzo de 2004. 20 Página 12, 25 de marzo de 2004.
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Estoy convencido total y absolutamente, porque lo he sentido en mis gestiones de gobernador –el Presidente fue gobernador de Santa Cruz–, que nuestro Ejército va a trabajar y colaborar permanentemente en la construcción de la Argentina. Este proceso de salir de la situación del infierno, donde siempre digo que estamos en el segundo escalón, no tengo dudas, pero también esta actitud de reencuentro con su historia sanmartiniana, de acompañar los deseos plenos de todo un pueblo decidido a vivir en pluralidad y en democracia, marca un punto de inflexión y un nuevo tiempo histórico. Señores: que el 24 de marzo se convierta en la conciencia viva de lo que nunca más se deba hacer en la patria y que ese 24 de marzo, definitivamente deje en ustedes que son el brazo armado de la patria, la conciencia de que esas armas que orgullosamente portan nunca más pueden ser direccionadas hacia el pueblo argentino.
De esta forma, el Presidente representó los límites de acción de esta institución en su propio espacio de formación y reproducción. La ceremonia oficial se trasladó inmediatamente al predio de la Armada; allá concurrió el Presidente y su comitiva con el objetivo de firmar el “Acuerdo entre el Estado Nacional y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires” conviniendo el destino del predio donde funcionara el ccd identificado como esma. Este convenio, además de pautar la construcción de un Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos, venía a resolver los problemas legales que estaban trabando desde hacía varios años la restitución del predio por parte de la Armada al gobierno metropolitano para que allí funcionara el Instituto para la Memoria (Ley 961). El Presidente y el Intendente fueron recibidos efusivamente por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo en un gesto que demostraba reconocimiento recíproco por la lucha en torno a “Memoria, Verdad y Justicia”. A continuación, ambos funcionarios, parados sobre un estrado instalado emblemáticamente dentro del terreno donde aún funcionan las escuelas de la Armada, signaron el Convenio frente al público en medio de fuertes aplausos. Sin embargo, entre los concurrentes, sólo el Presidente de la Nación contaba con el apoyo explícito de distintas fuerzas políticas alineadas con el oficialismo, como una fracción de la Unión Obrera Metalúrgica, uom, Polo Social, Barrios de Pie, Federación Tierra y Vivienda, ftv, mtd-Evita, Juventud Peronista, jp, entre otras, que llegaron con sus banderas a alentarlo. Una vez firmado el Convenio, el cual no fue leído, se abrieron las rejas de entrada. Muchos ingresaron, mientras que otros prefirieron permanecer afuera. Igualmente, tanto los primeros como los segundos, confluyeron en el escenario donde se pronunciarían los discursos oficiales y se realizaría el anunciado recital de tres reconocidos músicos argentinos convocados para el evento. El acto matutino de organismos ya formaba parte del pasado; representantes de Madres, Abuelas y Familiares permanecían como espectadores sentados en
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primera fila, frente al gran estrado, donde se hallaban los funcionarios de Nación y Ciudad, con el cartel de fondo: “Museo de la Memoria”, ya no “Espacio o Instituto”, en notorias letras rojas. En ese momento comenzó a sonar por los altoparlantes el Himno Nacional argentino, pero no era la versión tradicional, sino la del músico Charly García, la que tiempo atrás había sido censurada. Seguidamente, con gran emotividad, una reconocida actriz argentina leyó los poemas que una compañera de estudios y militancia del presidente en la década del setenta escribiera durante su cautiverio en la esma. Además de su lectura, el gobierno nacional los imprimió y repartió como una forma de recordatorio y homenaje, tal como hacen los organismos en los tradicionales actos en la Plaza de Mayo donde despliegan carteles con fotos, poemas, dibujos, canciones realizadas por sus familiares hasta hoy desaparecidos. A continuación les tocó el turno a tres jóvenes que nacieron en cautiverio en el ex ccd-esma Dos de ellos, miembros de hijos, subieron al escenario con pañuelos y remeras que decían: “Juicio y Castigo” y leyeron un discurso consensuado por la agrupación en el que se destacó el reclamo dirigido a los representantes estatales para que, … vayan presos, a una cárcel común, con cadena perpetua todos y cada uno de los torturadores, asesinos, secuestradores, apropiadores de bebés. Y que vayan presos también los instigadores, los beneficiarios y los planificadores del genocidio.
A este reclamo el público respondió con el cántico: “Paredón, paredón, paredón, paredón a todos los milicos que vendieron la Nación”. Además, solicitaron la recuperación de otros sitios que funcionaron como ccd y de los archivos sobre la represión ilegal, e instaron al gobierno a que se comprometa a “… encontrar a los jóvenes que fueron secuestrados y aún no conocen su identidad”21, a dar solución a los reclamos actuales por trabajo, vivienda y salud –sin criminalizar a aquellos que protestan– y a no pagar la deuda externa. Por último, exigieron: … queremos también que todos los políticos que sostuvieron las atrocidades cometidas y que como buenos camaleones se reciclaron en democracia paguen por lo que hicieron. No sólo que dejen de ocupar cargos en los gobiernos, sino que sean castigados con la pena que se merecen. ¿Qué pena se merece quien haya firmado este Decreto en 1975? (…) Las Fuerzas Armadas bajo el
21 Se calcula que más de doscientos niños fueron dados a luz en maternidades clandestinas y entregados en adopción ilegalmente durante la última dictadura militar argentina. Una de estas maternidades clandestinas funcionó en la esma entre 1976 y 1983. Muchos de estos jóvenes aún desconocen su verdadera identidad y continúan en manos de personas vinculadas al sistema nacional represivo que desapareció a sus padres. El trabajo de búsqueda realizado por Abuelas de Plaza de Mayo, entre fines de 1970 hasta la actualidad, ha logrado localizar y restituir la identidad biológica a más de ochenta jóvenes apropiados.
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Comando Superior del Presidente de la Nación (…) procederán a ejecutar las operaciones militares y de seguridad que sean necesarias a los efectos de aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el territorio del país.
A la lectura de una lista de figuras del gobierno constitucional de Isabel Perón –1974-1976– que firmaron dicho decreto y hoy continúan como funcionarios públicos, le siguió el grito: “¡Asesinos! Buscar, depurar, juzgar y castigar”, fue el pedido de hijos al gobierno de Kirchner. El aire se había tensado arriba del escenario donde quedó el eco de la consigna oficial de esta agrupación: “¡Ni olvido, ni perdón! No nos reconciliamos”. No obstante, rápidamente, ello fue aplacado por el emotivo discurso del siguiente joven, quien hace apenas dos meses fue “loca-
lizado”, el cual se explayó sobre su experiencia personal y la gratitud a Abuelas por su compromiso en la tarea de recuperar a los niños que fueron apropiados en forma ilegal. La tensión entre los diversos actores presentes fue revelada nuevamente cuando el entonces Jefe de Gobierno Aníbal Ibarra abrió su discurso frente a una silbatina general y fuertes abucheos. Ello ocasionó que varios de los funcionarios de su gobierno intercambiaran insultos con manifestantes del peronismo recordándoles el “histórico apoyo que Ibarra dio a la lucha de los organismos”. Casi sin que se le oyera, el Intendente de Buenos Aires anunció –sin mucho brío– que se había terminado “la época del país cuartel” y recordó a sus compañeros desaparecidos del Colegio Nacional Buenos Aires, especialmente a una de ellos, que estuvo detenida en la esma. Finalmente, apelando a esta familiaridad con algunos miembros de la llamada “generación del setenta” y sus sueños pudo revertir la situación:
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… este espacio que recuperamos espero que sea un espacio de reflexión y de memoria, pero también un testimonio de los sueños de los miles de desaparecidos. Que sea un testimonio de los sueños que tuvimos los argentinos y los que estamos recuperando para el futuro22.
En fuerte contraste, Néstor Kirchner, acompañado por su mujer, la senadora peronista Cristina Fernández de Kirchner, fue recibido por miles de manos alzadas con los dedos en V –símbolo que en Argentina fue utilizado particularmente por el peronismo para indicar “Victoria” y “Perón Vuelve” cuando el peronismo estaba proscrito–. Este emblemático saludo no pasó desapercibido, ya que fue recogido ágilmente en el discurso del Presidente generando una comunión comunicativa con el público, reforzada por la referencia a los compañeros desaparecidos:
22 Declaraciones transcritas en la página oficial del Gobierno de la Ciudad: http://www.buenosaires.gov.ar, abril de 2004, Buenos Aires.
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Queridos Abuelas, Madres, Hijos: cuando recién veía las manos, cuando cantaban el himno, veía los brazos de mis compañeros, de la generación que creyó y que sigue creyendo en los que quedamos, que este país se puede cambiar. A lo que parte de la concurrencia coreó: “Con los huesos de Aramburu, con los huesos de Aramburu, vamos a hacer una escalera, vamos a hacer una escalera, para que baje del cielo, nuestra Evita Montonera”.
De este modo, en lo particular, como ex militante de la Juventud Peronista, el Presidente se refería a los “compañeros de la gloriosa jp”, parte de la Tendencia Revolucionaria del Movimiento Peronista23, pero, al interpelar a los organismos como interlocutor válido, estas referencias políticas quedaban, al mismo tiempo, subsumidas bajo la referencia más inclusiva y apartidaria de la generación del setenta. Seguidamente, reforzando la incidencia de este acto para todos los argentinos, ya no se refirió a sí mismo como “familiar” o “compañero”, sino como representante supremo del gobierno: … si ustedes me permiten, ya no como compañero y hermano de tantos compañeros y hermanos que compartimos aquel tiempo, sino como Presidente de la Nación argentina, vengo a pedir perdón de parte del Estado Nacional por la vergüenza de haber callado durante veinte años de democracia por tantas atrocidades. Hablemos claro, no es rencor ni odio lo que nos guía, me guía la justicia y lucha contra la impunidad. Los que hicieron este hecho tenebroso y macabro de tantos campos de concentración, como fue la esma, tienen un solo nombre: son asesinos repudiados por el pueblo argentino. Luego, en tanto “compañero y Presidente”, agregó: esto no puede ser un tira y afloje entre quién peleó más o peleó menos o algunos que hoy quieren volver a la superficie después de estar agachados durante años que no fueron capaces de reivindicar lo que tenían que reivindicar. Yo no vengo en nombre de ningún partido, vengo como compañero y también como Presidente de la Nación argentina y de todos los argentinos. Este paso que estamos dando hoy, no es un paso que deba ser llevado adelante por las corporaciones tradicionales que por allí vienen especulando mucho más en el resultado electoral o en el qué dirán que en defender la conciencia y lo que pensaban o deberían haber pensado.
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Si bien en este discurso se destacaba el rol presidencial como árbitro de los intereses generales, en él no dejaron de colarse referencias a disputas inter-
23 El término “La tendencia” identificaba en la década del setenta a los militantes de la izquierda peronista. Entre otras organizaciones ella incluía a la Juventud Peronista, jp, la Juventud Universitaria Peronista, jup, la Juventud Trabajadora Peronista, jtp, la Unión de Estudiantes Secundarios, ues, la Agrupación Evita y diversas organizaciones guerrilleras: Descamisados, Montoneros, Fuerzas Armadas Peronistas, fap, Fuerzas Armadas Revolucionarias, far. Esta tendencia se enfrentó a otra, dentro del mismo movimiento peronista, denominada la derecha peronista o la burocracia sindical. Los enfrentamientos más trágicos se dieron en 1973 cuando miles de personas fueron a festejar al aeropuerto de Ezeiza el regreso de Perón a Argentina, luego de dieciocho años de proscripción del peronismo, y resultaron heridos o muertos por francotiradores apostados en el palco oficial.
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nas del Partido Justicialista donde el lenguaje de los derechos humanos sirvió de marco para delinear el llamado a una refundación del peronismo a través de la recuperación de sus banderas: Por eso, sé que desde el cielo, de algún lado, nos están viendo y mirando; sé que se acordarán de aquellos tiempos; sé que por ahí no estuvimos a la altura de la historia, pero seguimos luchando como podemos, con las armas que tenemos, soportando los apretujones y los aprietes que nos puedan hacer. Pero no nos van a quebrar, compañeros y compañeras. Aquella bandera y aquel corazón que alumbramos de una Argentina con todos y para todos, va a ser nuestra guía y también la bandera de la justicia y de la lucha contra la impunidad.
El discurso del Presidente sería impugnado más tarde, tanto por miembros de la Unión Cívica Radical, ucr, como por el Partido Justicialista. Los primeros le acusarían de obviar el informe de la Conadep y el Juicio a las Juntas encarados por el ex presidente radical Raúl Alfonsín. Los segundos, en cambio, le acusarían en el Congreso Nacional del pj de Parque Norte de olvidarse del asesinato de un reconocido dirigente sindical peronista por parte de Montoneros, concentrar el poder en manos del Ejecutivo y, sobre todo, “traicionar al peronismo con su política de la transversalidad”24. El acto oficial se cerró con la presencia de León Gieco, Víctor Heredia y Joan Manuel Serrat, quienes entonaron algunas conmovedoras canciones que durante años abanderaron la lucha por los dd.hh: La memoria, Para la libertad, Todavía cantamos y Sólo le pido a Dios. Luego comenzó la desconcentración, pero muchos se quedaron en el predio. Los pocos que conocían donde estaba ubicado el edificio donde funcionó el ex ccd se dirigieron allí. La mayoría, sin embargo, vagó por las instalaciones que ocupan catorce hectáreas hasta confluir en el edificio central de la esma. Todos se miraban sin saber qué hacer, buscando vestigios de un pasado donde no parecía haberlos. Como en una especie de toma simbólica, una bandera del Che Guevara fue plantada sobre el techo, entonaron espontáneamente el Himno Nacional argentino e hicieron algunas “pintadas”. Fue un momento de fuerte descarga emocional, los comportamientos alternaban raudamente entre una explosión de cánticos y saltos y el silencio más profundo y los abrazos de consuelo que asemejaban un cortejo fúnebre al que le faltaban las certezas burocráticas de los cementerios. De este modo, terminaban de anudarse emoción y artificio, sin saber demasiado cómo uno nacía del otro.
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24 La transversalidad refiere a la política oficialista de procurar ampliar su base política y social por fuera de la estructura del Partido Justicialista. Para mayor información sobre las acusaciones a Kirchner dentro del pj, véase Página 12, 27 de marzo de 2004, Buenos Aires.
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E l di l e m a de l a t r a ducción del pa sa do y su r epr esen tación en u n Museo/ E spacio/I nst it u to de l a M e mor i a El Convenio firmado en la esma registraba, entre otras cosas, que desde el 24 de marzo de 1976 había sido instrumentado un … plan sistemático de imposición del terror y de eliminación física de miles de ciudadanos sometidos a secuestros, torturas, detenciones clandestinas (…). Que este plan sistemático implicó un modelo fríamente racional, implementado desde el Estado usurpado, que excedió la caracterización de abusos o errores. Que de este modo se eliminó físicamente a quienes encarnaban toda suerte de disenso u oposición a los planes de sometimiento de la Nación, o fueron sospechados de ser desafectos a la filosofía de los usurpadores del poder, tuvieran o no militancia política o social. Que los principios irrenunciables del Estado de Derecho fueron sustituidos por sistemáticos crímenes de Estado, que importan delitos de lesa humanidad y agravian la conciencia ética universal y al Derecho Internacional de los Derechos Humanos (…). De este modo, las palabras del Convenio desafiaban los discursos emanados históricamente de la mayoría de los representantes de la jerarquía militar comprometidos en la guerra contra la subversión que delegaban responsabilidades en sus subordinados hablando de “excesos”, al mismo tiempo que no dejaba intersticio por donde pudiera colarse una afirmación que equiparara la violencia insurgente con la violencia emanada del Estado.
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Así mismo el Convenio estipulaba lo siguiente: … es responsabilidad de las instituciones constitucionales de la República el recuerdo permanente de esta cruel etapa de la historia argentina como ejercicio de las consecuencias inseparables que trae aparejada la sustitución del Estado de Derecho por la aplicación de la violencia ilegal por quienes ejercen el poder del Estado, para evitar que el olvido sea caldo de cultivo de su futura repetición. Que la enseñanza de la historia no encuentra sustento en el odio o en la división de bandos enfrentados del pueblo argentino, sino que por el contrario busca unir a la sociedad tras las banderas de la justicia, la verdad y la memoria en defensa de los derechos humanos, la democracia y el orden republicano.
De este modo, se alentaba el mandato moral de recordar, al mismo tiempo que se clausuraba la posible reminiscencia de luchas intersticias, además de entre civiles y militares, en el interior del propio peronismo, el cual en la década del setenta fue protagonista de intermitentes enfrentamientos armados entre la llamada “burocracia sindical” o la “derecha peronista” y la “Tendencia”. Tensión evidenciada en las objeciones realizadas por otros representantes del peronismo en el acto del pj en Parque Norte.
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De acuerdo con este diagnóstico, el Estado-Nación y la ciudad se comprometían, a través de sus representantes, a “… consagrar las dependencias donde funcionó la esma como Museo de la Memoria”. Entendiéndolo como … parte de un proceso de restitución simbólica de los nombres y de las tumbas que les fueran negados a las víctimas, contribuyendo a la reconstrucción de la memoria histórica de los argentinos, para que el compromiso con la vida y el respeto irrestricto a los Derechos Humanos sean valores fundantes de una nueva sociedad justa y solidaria.
Con la finalidad de llevarlo a cabo se establecía la creación de una Comisión Bipartita entre la Nación y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con la participación de organizaciones de dd.hh, la cual se encargaría de la administración de este proceso. De este modo, se pautaba la fundación de un ente administrativo que englobaría a funcionarios estatales y representantes de organismos a través del cual se encauzarían los lineamientos sobre qué hacer en este espacio. Pero, ¿qué representar, cómo transmitirlo y dónde plasmarlo? Ya las alternativas nominales dan cuenta de la problemática. Si bien la conmemoración oficial del 24 de marzo de 2004 en la esma modeló la “necesidad de recuperar la esma para el pueblo”, renovó una serie de interrogantes sobre la articulación entre “Memoria, Verdad y Justicia” y qué se entiende por “memoria”. La Asociación de ex Detenidos-Desaparecidos, por ejemplo, organizó una serie de charlas en el Centro Cultural de la Cooperación25, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y otros espacios abiertos al público para precisar su punto de vista, el cual implicaba, entre otras cosas, el rechazo a cualquier tipo de proyecto que supusiera la convivencia en el mismo predio con los colegios militares y la habilitación allí de la discusión sobre las acciones armadas de las organizaciones guerrilleras. En la esma, según ellos, debería erigirse un museo que reconstruya el funcionamiento del ccd –el cual habría involucrado a todas las dependencias del predio– y las razones económicas y políticas por las cuales los ccd llegaron a existir en Argentina. Como contrapunto, el cels postuló una actitud más conciliadora con los cronogramas gubernamentales alegando, en primer lugar, que el traslado de las escuelas navales restaría al presupuesto nacional partidas monetarias que podrían ser invertidas en proyectos de salud o educación y, en segundo lugar, que la coexis-
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25 Encuentro realizado el 5 de mayo de 2004 en Buenos Aires. Los expositores fueron: la sobreviviente de la esma Graciela Daleo, coordinadora de la Cátedra Libre de dd.hh de la Facultad de Filosofía y Letras; Verónica Jeria, museóloga integrante de la Asociación de ex Detenidos-Desaparecidos; y Daniel Feierstein, sociólogo titular de la Cátedra sobre Prácticas Sociales Genocidas.
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tencia entre civiles y militares en un mismo espacio podría operar como una de las mejores formas de enseñanza acerca de los derechos humanos. A esta última postura se opuso el resto de los organismos de dd.hh nucleados en Memoria Abierta, asociación que eligió realizar una serie de encuentros para trabajar sobre el contenido que debería tener el Museo de la Memoria sin explicitar su punto de vista. En el primero de estos encuentros se sometieron a discusión diversas consignas que podrían funcionar a modo de guión: el Museo será “… el testimonio vivo de lo ocurrido”, “… el lugar para homenajear a los desaparecidos”, “… el lugar de denuncia del terrorismo de Estado”, “… una herramienta para difundir los proyectos revolucionarios de los años setenta”; “… deberá mostrar una reconstrucción exacta del espacio de tortura y horror”, “… representar una articulación de voces y versiones distintas”, “… ser parte un recorrido turístico”. En el segundo encuentro se eligieron tres panelistas para disertar sobre la llamada “teoría de los dos demonios”26, “el modelo económico” y “otros actores sociales”. El eje del debate discurrió sobre cómo fue variando la representación de los enfrentamientos políticos durante las décadas del sesenta y del setenta, las causas y consecuencias de la desindustrialización y las distintas complicidades con el gobierno militar27. La disputa de forma y contenido sobre el Museo/Espacio/Instituto de la Memoria continuó en el seno de la Legislatura, donde los concejales debían ratificar o rechazar el Convenio firmado entre los representantes del poder ejecutivo de la Nación y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. El proceso duró meses, llevándose a cabo una serie de reuniones que incluyeron a varios miembros de organismos de dd.hh, funcionarios del poder ejecutivo nacional y municipal y padres de algunos de los liceístas. Los legisladores de distintos partidos políticos justificaron la demora en la necesidad de consumar su propio veredicto, más allá de lo que dijera el convenio firmado entre el Presidente y el Intendente, pues consideraban que en tanto delegados de distintos “bloques partidarios” la legislatura proveía el marco democrático por excelencia donde dar cuerpo a la pluralidad de intereses. Finalmente, luego de largas discusiones
26 Esta expresión se utiliza comúnmente en Argentina para referirse a la tesis que sostiene que en nuestro país hubo una guerra entre dos bandos. Esta tesis equipara las acciones de la guerrilla con las de las fuerzas de seguridad estatales y paraestatales por lo cual fue muy criticada por varias organizaciones de derechos humanos. Para mayor información véase Frontalini y Caiati (1984). 27 El primer encuentro organizado por Memoria Abierta, fue realizado en la ex Biblioteca Nacional de Buenos Aires el 24 de julio de 2004, el segundo fue en la actual Biblioteca Nacional el 2 de octubre de 2004. En el primero participaron periodistas, académicos, miembros de organismos de dd.hh, y funcionarios, entre otros. En el segundo la participación fue más reducida debido a la agudización de conflictos al interior de Memoria Abierta expresados en la renuncia de varios de sus miembros.
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L A OBJE TIVACIÓN DE L A S MEMORIA S PúBLIC A S SOBRE L A DIC TADUR A MILITAR ARGENTINA | ana GuGlielmucci
y la oposición de los representantes de los liceístas, el convenio fue ratificado por una amplia mayoría. L a const rucción de con f r at er n i da d lu ego del f r at r ici dio Para concluir, ¿cómo articular, entonces, este desmembramiento de prácticas e intereses en una narrativa integrada sobre el pasado reciente? ¿cómo referirse a la violencia política de los setenta sin minar la supuesta hermandad de todos los argentinos en tanto compatriotas? el lenguaje de los derechos humanos, por su carácter universal, permitió representar la sociedad como un orden moral compartido, pero ¿qué sucede al mirar hacia atrás? inmediatamente se evidencia la coexistencia de mundos morales heterogéneos e intereses divergentes que coyunturalmente se conjugan y se enfrentan por medio de diversos mecanismos. la referencia a los derechos humanos actúa como una trampa del pensamiento en la cual se expresan los conflictos actuales y la matriz por medio de la cual deberían ser resueltos. en este proceso de domesticación social, los conflictos se dirimen en forma ritual y el conflicto también se expresa ritualmente a través de narrativas sobre el pasado que permiten rearticular –a través del olvido selectivo– una coherencia que el crudo presente no encuentra. aquí se sitúa el problema de la representación, la traducción y la traición entre experiencia y categoría. Y es aquí también donde el pasado deja sentir su peso, ya sea como un producto construido puramente por hechos del presente o por la otredad que él fue y es todavía en nuestras disposiciones corporales. Por ejemplo, ¿existe para una persona que fue torturada la posibilidad de que su cuerpo olvide al torturador que dejó en él sus marcas? ¿cómo son reconstruidas relaciones de confraternidad después del fratricidio? en algunos casos, a partir de un trabajo político de dilución de las particularidades en generalidades administradas por el estado y la utilización de un lenguaje supuestamente neutro para establecer un consenso práctico entre grupos dotados de intereses parcial o totalmente diferentes. ello se puso de manifiesto en la conmemoración del 24 de marzo en la esma donde la problemática de los dd.hh operó como un símbolo trascendente, situado más allá de las diferencias político-partidarias y las disputas ideológicas entre los participantes, ocultando de esta manera las alianzas en el presente que subyacen a la representación de un período altamente politizado de la historia argentina.
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L a objetivación de las memorias p ú blicas sobre la dictadura militar argentina | A n a G u g l i e l m u c c i
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