Revista de Estudios Sociales No. 14

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Comité Editorial Fundadores Francisco Leal Germán Rey Director Carl Langebaek Cecilia Balcázar Álvaro Camacho Felipe Castañeda Andrés Dávila María Cristina Villegas Fernando Viviescas Comité Internacional Richard Harvey Brown Jesús Martín – Barbero Mabel Moraña Daniel Pecaut Marco Palacios Editoras Lina María Saldarriaga Carolina Isaza Diagramación Gatos Gemelos Preprensa Contextos Gráficos Impresión y encuadernación Panamericana Formas e Impresos S.A. Tarifa postal reducida No.818 Vence Diciembre/03 ISSN 0123-885X Distribución y Ventas Editorial El Malpensante Calle 35 No. 14 -27/29 Tel: 3270730/31 Fax: 3402807 Bogotá, D.C., Colombia Email: distribucion@elmalpensante.com Librería Universidad de los Andes Cra 1 No. 19-27. Ed. Au106 PBX: 3394949 – 3394999 Exts: 2071-2099-2181 Fax: 2158 Bogotá, D.C., Colombia Email: libreria@uniandes.edu.co http://edicion.uniandes.edu.co Suscripciones Decanatura de la Facultad de Ciencias Sociales Cra.1ª E No. 18 A 10, Edificio Franco Of 202 Universidad de los Andes. Tel: 3324505 Fax: 3324508 Email: res@uniandes.edu.co ARCCA Calle 39A No. 20 – 55 Tel: 2878949 Esta Revista pertenece a la Asociación de Revistas Culturales Colombianas y a la Federación Iberoamericana de Revistas Culturales *Esta revista fue publicada con el apoyo del Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior, ICFES, mediante el convenio: Fomento al fortalecimiento de la difusión de publicaciones científicas y al fortalecimiento de la red nacional universitaria.


Editorial Felipe Castañeda

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Dossier Ética y guerra en Sun Tzu / Jaime Barrera

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Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paganos en Tomás de Aquino / Felipe Castañeda

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La pasión por la guerra y la calavera del enemigo / Roberto Pineda

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La agresión y la guerra desde el punto de vista de la etología y la obra de Konrad Lorenz / Roberto Palacio

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Cultura de conflictos en vez de tolerancia / Carlos B. Gutiérrez

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El concepto de la guerra en Foucault / Ignacio Abello

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La desobediencia civil: un concepto problemático / Oscar Mejía

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Agenda de paz: ¿Qué se puede y qué se debe negociar? Reflexiones para un debate / Carlo Nasi

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Otras Voces Conflicto reprimido, violencia latente / Margarita Cepeda

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Debate Guerra civil / Carlo Nasi, William Ramírez y Eric Lair

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Documentos “Se llama ‘guerra’ a lo que es apenas un mínimo bien.” Hacia una valoración ética de la guerra en Alberto Magno / Mechthild Dreyer

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Extractos de los comentarios a las cuestiones sobre la guerra y el homicidio de la Suma de Teología de Tomás de Aquino / Francisco de Vitoria (Introducción y traducción - Jörg Alejandro Tellkamp)

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Lecturas Hobbesian Moral and Political Theory. Studies in Moral, Political and Legal Philosophy / Laura Quintana

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El defensor de la paz / Carlos Castillo

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Editorial Felipe Castañeda * Artículo secreto para la paz perpetua [ ] “Las máximas de los filósofos -me imagino que Kant también podría haber incluido las de los científicos sociales- sobre las condiciones de posibilidad de la paz pública deben ser tomadas en consideración por los Estados preparados para la guerra.” (Immanuel Kant, Para la paz perpetua)

Ya en la Edad Media afirmaba Tomás de Aquino que la guerra se puede entender como una forma de relación entre las personas. Se trata de un planteamiento sugestivo: el asunto no es meramente si la guerra es justa o no, o si los conflictos bélicos responden a ciertas disposiciones naturales humanas o a factores de índole cultural. El punto hace referencia a que los seres humanos eventualmente asumen la violencia y el conflicto como forma de trato frente al otro, como pauta para concebirlo y para poderlo integrar en la propia imagen de mundo. De esta manera, el criterio que hace posible el reconocimiento de un otro, que sea significativo en algún sentido, consiste precisamente en pensarlo como un opositor: si no se trata de alguien que deba en principio ser agredido o pueda ser agresor, sencillamente no se sabría qué hacer con él, cómo entablar vínculos, cómo entenderse uno mismo en ese tipo de situación. En consecuencia, la relación de conflicto se concibe como uno de los ejes que permiten estructurar una idea general de la realidad. En estos casos, para las personas que comparten este punto de vista, resulta entre ocioso e inútil preguntarse por la legitimidad de la guerra o del conflicto, así como indagar sobre sus eventuales explicaciones: lo bélico cae, a la vez, bajo la categoría de lo obvio y de lo necesario. Y como decía Aristóteles, ni sobre lo uno ni sobre lo otro conviene discutir. Algo así también puede suceder con la manera de pensar la paz: se puede plantear que se trata de algo cuyo valor sencillamente no es cuestionable, que es una especie de dogma de fe. Por lo dicho, este tipo de visión sobre la paz, da pie para una actitud particular: la paz no se pone en tela de juicio, puesto que es el principio que hace posible cualquier discusión; la paz no se relativiza, ni se condiciona. Si se supone un grupo humano que piense de esta manera y que por los cinismos de la historia sufra una situación de guerra, entonces plantearán, muy probablemente, la inobjetable injusticia de la condición de guerra en general, así como la igualmente firme vocación de búsqueda de la paz. Curiosamente, a veces, se da el caso de grupos humanos que a la vez que piensan que la paz es uno de los fundamentos intocables del orden de la realidad, paradójicamente asumen la guerra como la forma natural de relación entre las personas. Dicho de otra manera, logran hacer compatible la necesidad de la guerra permanente como medio indispensable para una paz siempre lo suficientemente cerca para desearla, pero lo suficientemente lejos para no alcanzarla. Como sea, en ninguna de estas alternativas queda mayor espacio para reflexionar sobre la guerra y la paz, bien sea para poner en cuestión su legitimidad, bien sea para tratar de indagar acerca de sus causas o razones. Y no queda mayor espacio, porque, como ya

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Filósofo – Universidad de los Andes. Director del Departamento de Filosofía – Universidad de los Andes.

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se mencionó, la pertinencia de este tipo de indagaciones parece inversamente proporcional al grado de convencimiento acerca de la forma como se asume la paz y la guerra como principio de la propia cosmovisión. Es pertinente retomar el tema de las teorías de la guerra, precisamente por lo anterior, es decir, porque en nuestro momento parece manifiesta y llamativamente innecesario y superfluo hacerlo. (El violentólogo se ha convertido hasta en algo de mal gusto.) Es innecesario, porque cada quien parece tener su punto de vista absolutamente claro. Es superfluo, porque se trata de una actividad que no va a resolver el asunto. Se buscan soluciones y la especulación es un lujo fuera de lugar. Se habla de obsesiones para referirse a ideas fijas, que no se pueden manejar a voluntad, que se imponen a la conciencia y que regulan en parte, pero de forma compulsiva, el actuar. No es oportuno estudiar acá si las teorías y planteamientos sobre la guerra y la paz puedan ser terapia en algún sentido frente a las obsesiones correspondientes de una y otra, y sus múltiples posibles combinaciones. Sin embargo, muestran alternativas para concebirlas, propuestas de formas diferentes de entender la realidad en su conjunto, que cuando menos pueden ser o fueron razonables. Este es tan sólo un lado del asunto, que conviene intentar complementar brevemente con el opuesto. Hacia la mitad del siglo XVI, justamente cuando ya se había finalizado la empresa de la conquista de América, se da en España un ambiente de debate en relación con la legitimidad de esa empresa, lo que se conoce como la “duda indiana”. Es curioso: hay una guerra, decididamente favorable para los intereses españoles y precisamente en ese momento se hace pertinente discutir sobre el asunto. El debate termina siendo liderado por la academia de entonces. Dicho de otra forma, la universidad parece que tiene algo que decir a las instancias sociales y gubernamentales respectivas, que lejos de desconocer esas manifestaciones, ven la necesidad de tenerlas en cuenta. En otras palabras: los pensadores de entonces, los teólogos, hicieron o lograron que su punto de vista fuera efectivamente uno de los puntos de vista. No se debe olvidar: todo lo anterior en medio de un marcado cuasi fanatismo religioso. Los tiempos han cambiado. No vemos a ninguno de nuestros Carlos V pidiéndole conceptos sobre la guerra a ninguno de nuestros Franciscos de Vitoria, u organizando disputas como la de Valladolid, aunque centros universitarios y otras instituciones adelanten actividades de este tipo por cuenta propia. Por alguna razón, el punto de vista académico se ha marginado de la conciencia social y política. Y obviamente, sea cuál sea la razón de esta curiosa situación, la responsabilidad tiene que recaer en parte en las instancias que precisamente tienen como función formar a sus ciudadanos, así como plantear posibilidades distintas, complementarias o corregidas de aproximación para la comprensión de los fenómenos sociales. Por suerte, o por desgracia, ninguna revista nos va a resolver el asunto, y mucho menos los números 14 y 15 de RES que estamos dedicando al tema. Su función es otra: pueden servir, algo más o menos, como lo que algún psicoanalista llamó “objetos de transición”, es decir, como mediadores entre formas diferentes de entender las cosas y, a la vez, como puntos de apoyo para acceder precisamente a esas otras maneras de asumirlas. Un intento de clasificación de los aportes sobre la guerra y la paz puede ser el siguiente: hay teorías que se preocupan principalmente por establecer bajo qué condiciones una guerra es justa o no, o que pretenden determinar su moralidad. Otras se orientan más al intento de establecer qué es la guerra, cómo se relaciona con la naturaleza humana, qué papel juega en el curso de la historia, etc., bien sea desde una consideración filosófica, antropológica, psicológica, por mencionar algunas. En estos casos, el interés escapa a una valoración desde un punto de vista ético, y tanto la 6


Editorial

guerra como la paz se asumen más bien como fenómenos que conviene explicar, y no como hechos que eventualmente hay que propiciar o evitar. Por otro lado, una tercera categoría puede cobijar planteamientos que se puedan entender más bien como aplicaciones concretas de los anteriores. En estos casos, las teorías científico sociales, o morales o metafísicas, funcionan normalmente como marco teórico. En el presente número de RES, se le ha dado un mayor énfasis a reflexiones que apuntan más a la determinación de marcos teóricos, dejando para el próximo aproximaciones que centran más su interés en cuestiones de coyuntura o en aplicaciones específicas de teorías sobre asuntos contemporáneos y colombianos. De esta forma, asuntos ligados con historia de las guerras en nuestro país, problemas de terrorismo, relaciones entre guerra y globalización, planteamientos sobre situaciones de posconflicto, derecho y violencia, entre otros temas, serán tratados en el siguiente número. Para terminar, quiero agradecer a todas las personas que de una u otra manera colaboraron con la edición y publicación de estos números de RES, en particular a los Beiträge zur Friedensethik, Editorial W. Kohlhammer GmbH de Stuttgart por la autorización para la publicación del artículo de M. Dreyer.

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SOMETER AL ENEMIGO SIN LIBRAR COMBATE1 Jaime Barrera Parra*

simbólica” según las ideas propuestas por Susanne Langer. La conclusión es una invitación a investigar el desarrollo que tuvieron estas ideas por su transposición al contexto japonés de mil años más tarde.

Resumen

Abstract

El artículo propone investigar el significado de la guerra en un texto chino escrito hace más de mil trescientos años: El Arte de la Guerra, de Sun Tzu. El ensayo se vale de la distinción entre “guerras justas” y “guerras injustas”, de Mao Tse Tung, para plantearse la pregunta sobre el origen de la noción de “guerra justa” en el pensamiento clásico chino. El artículo indica, en primer término, rastros de ese origen en la oposición de Mo Tzu a las “consecuencias injustas” de la guerra; después, analiza de un modo más extenso la noción de “lo bueno” como la característica del “General inteligente”; finalmente, muestra cómo las formulaciones de Lao Tzu, en el Tao Te Ching, sirvieron al autor de El Arte de la Guerra para expresar el sentido del “bien” en la conducta inteligente del General. El artículo explora paralelamente el problema de las “formas de pensamiento”: primero, relacionando el comienzo de las ideas sobre la guerra en China con la noción de “tiempo eje” de Karl Jaspers; y, segundo, planteando el estudio del lenguaje de los clásicos chinos como formas de “expresión

This article intends to investigate the meaning of war in a Chinese text wrote more than 300 years ago: The Art of War, by Sun Tzu. The essay uses Mao Tse Tung difference between “just wars” and “unjust wars”, to ask about the origin of the “just war” concept in classical Chinese thinking. In the first place, the article finds signs of this origin in Mo Tzu’s opposition to the “unjust consequences” of war. It then analyses to a greater extent the concept of “the good” understood as the characteristic of an “intelligent General”. Finally, it shows how Lao Tzu’s formulations in the Tao Te Ching were used by the author of The Art of War to express a sense of the “good” in the General’s intelligent behavior. In a parallel way, the article explores the problem of “ways of thinking”: first, establishing a relation between the beginning of ideas about war in China and Karl Jaspers’ concept of “axis time”, and secondly, proposing the study of the Chinese classics’ language as a way of symbolic expression, following Susanne Langer ideas. The conclusion is an invitation to research these ideas’ development on their transposition to a Japanese context a thousand years later.

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Licenciado en Filosofía – Universidad Javeriana. Magíster en teología – Universidad de Sophia, Japón. Profesor titular del Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales – Universidad de los Andes. Coordinador del Área de Estudios Asiáticos, Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes. La numeración de los textos que se citan en este estudio siguen la establecida por la traducción del chino al inglés hecha por Samuel B. Griffith (The Art of War, Oxford, Oxford University Press, 1963, publicada con una extensa introducción, notas críticas, apéndices importantes y una bibliografía extensa). La traducción del inglés al castellano fue publicada por Panamericana Editorial (El arte de la guerra, Bogotá, 1999). Para el texto chino me valí de R.L. Wing, The Art of Strategy. A New Translation of Sun Tsu's Classic The Art of War. New Cork, Doubleday -A Dolphic Book, 1988. Más recientemente la colección Pliegos de Oriente publicó una traducción castellana de Albert Galvany hecha a partir del chino antiguo que está acompañada de copiosas notas (Sunzi, El arte de la guerra. Prólogo de Jean Levi, traducción del chino antiguo y notas de Albert Galvany, Madrid, Trotta, 2001). Esta traducción se limita al texto de Sun Tzu sin los comentarios de los estrategas chinos clásicos. El texto no contiene la división de capítulos en versículos que facilita la ubicación de las referencias. La traducción está acompañada de un apéndice con el texto en chino (págs. 215-234); falta, sin embargo, el capítulo primero, y el capítulo segundo se encuentra repetido (ver págs. 215-16.) El texto de Galvany sigue la versión descubierta en la necrópolis de Yin-que, que data de la dinastía Han de Oeste. Existe otra versión reciente en castellano que no sólo utiliza este documento sino que añade cinco capítulos adicionales y contiene seis capítulos de fragmentos de textos atribuidos a Sun Tzu (Sun Zi, El arte de la guerra, Edición de Fernando Puell de la Villa, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, 2001).

Palabras clave: Guerra, China, Sun Tzu, guerra justa, táctica, estrategia.

Keywords: War, China, Sun Tzu, just war, tactics, strategy.

1. Mao Tse-Tung y la guerra justa En diciembre de 1936, Mao Tse-Tung terminó un texto que ha servido desde entonces como manual de “guerra de guerrillas” a todos los revolucionarios del mundo: “Problemas estratégicos de la guerra revolucionaria en China”.2 Mao condensó en él la experiencia ganada en su

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El texto se encuentra en Mao Tse-Tung, Selección de escritos militares, Pekín, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1967, págs. 86-166. El editor anota que la obra sirvió a Mao “para sintetizar las experiencias de la Segunda Guerra Civil revolucionaria y presentada entonces en una serie de conferencias en la Academia del Ejército Rojo, en el Norte de Shensi [...] La obra, resultado de una importante controversia que se desarrolló en el Partido durante la Segunda Guerra Civil Revolucionaria, expone la posición de los partidarios de una de estas líneas” (nota al pie 83). El general Tao Hantshang ha escrito un largo comentario al texto de Sun Tzu basado en las ideas de Mao y en la experiencia de la guerra revolucionaria china. El libro contiene análisis muy pormenorizado de las batallas más importantes. General Tao Hanshang, El arte de la guerra de Sun Tzu. La interpretación china moderna, Buenos Aires, Editorial Distal, 2002.

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DOSSIER • Jaime Barrera

lucha contra el Kuomingtang, particularmente en “la larga marcha” de 1934 a 1935, y delineó las reglas que iba a seguir en adelante en la resistencia contra los invasores japoneses. El texto se abre con una referencia directa a la primera línea del clásico chino El arte de la guerra, de Sun Tzu. Sun Tzu había escrito: “La guerra es un asunto de vital importancia para el Estado; la provincia de la vida o de la muerte; el camino de la supervivencia o de la ruina. Se requiere estudiarla profundamente”. (1:1)3 Mao despoja al consejo de Sun Tzu de la retórica que lo envuelve (“…vital importancia... de la vida o de la muerte... de la supervivencia o de la ruina”), va directamente a su meollo (“se requiere estudiarla profundamente”), y se hace la pregunta concreta que titula el capítulo primero: “¿Cómo estudiar la guerra?”. En él expone una respuesta por medio de comentarios a cuatro máximas: (i) “las leyes de la guerra se desarrollan”, (ii) “el objetivo de la guerra es eliminar la guerra”, (iii) “la estrategia estudia las leyes de la situación de guerra en su conjunto” y (iv) “lo importante es saber aprender”. Las cuatro máximas son prácticamente la quintaesencia de El arte de la guerra de Sun Tzu. Los comentarios, sin embargo, introducen dos distinciones que no aparecen en los textos escritos 2.300 años antes. Para Mao hay, por un lado, guerras contrarrevolucionarias y guerras revolucionarias, y, por otro lado, guerras injustas y guerras justas. La distinción entre guerras contrarrevolucionarias y guerras revolucionarias le permite diferenciar dimensiones en los escenarios de las guerras y plantear modos de estudio y soluciones diferentes. El desarrollo de las leyes de la guerra consiste en la diferenciación de estos escenarios. En el primer aparte, que trata sobre la máxima “las leyes de la guerra se desarrollan”, Mao comienza escribiendo:

Las leyes de la guerra revolucionaria de China constituyen un problema que debe estudiar y solucionar quienquiera que dirija la guerra revolucionaria de China.4

La segunda distinción, entre guerras injustas y justas, empuja a Mao a abandonar transitoriamente el tono didáctico y objetivo practicado en la exposición del sentido de la primera máxima. El comentario a la segunda máxima, “el objetivo de la guerra es eliminar la guerra”, que forma el segundo aparte del capítulo primero, se asemeja a un manifiesto dirigido no al comité de un partido o a un país, sino a toda la humanidad. La guerra, este monstruo de matanza entre los hombres, será finalmente liquidada, en un futuro no lejano, por el progreso de la sociedad humana. Pero sólo hay un medio para eliminarla: oponer la guerra a la guerra, oponer la guerra revolucionaria a la guerra contrarrevolucionaria, oponer la guerra revolucionaria nacional a la guerra contrarrevolucionaria nacional y oponer la guerra revolucionaria de clase a la guerra contrarrevolucionaria de clase. La historia conoce sólo dos clases de guerras: las justas y las injustas. Apoyamos las guerras justas y nos oponemos a las injustas. Todas las guerras contrarrevolucionarias son injustas; todas las guerras revolucionarias son justas. Con nuestras propias manos pondremos fin a la época de la guerra en la historia de la humanidad, y la guerra que hacemos es indudablemente parte de la guerra final. Pero la guerra que enfrentamos es al mismo tiempo, sin duda alguna, parte de la más grande y más cruel de todas las guerras. Se cierne sobre nosotros la más grande y cruel de todas las injustas guerras contrarrevolucionarias. Si no levantamos la bandera de la guerra justa, la gran mayoría de la humanidad será devastada. La bandera de la guerra justa de la humanidad es la bandera de la salvación de la humanidad. La bandera de la guerra justa de China es la bandera de la salvación de China. Una guerra liberada por la gran mayoría de la humanidad y del pueblo chino es incontestablemente una guerra justa; es la empresa más elevada y gloriosa para salvar a la humanidad y a China, un puente que conduce a una nueva era en la historia mundial. Cuando la sociedad humana llegue a una etapa en que sean eliminadas las clases y los Estados, ya no habrá guerras, ni contrarrevolucionarias ni revolucionarias, ni injustas ni justas.

Las leyes de la guerra constituyen un problema que debe estudiar y solucionar quienqui era dirija una guerra. Las leyes de la guerra revolucionaria constituyen un problema que debe estudiar y solucionar quienquiera que dirija una guerra revolucionaria.

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Las citas y referencias a Sun Tzu se encuentran dentro del cuerpo del artículo entre paréntesis (por ejemplo, 1:1. El primer número (1:) señala el capítulo; el segundo (:1), el versículo del texto. Todas las citas de este ensayo están tomadas de la traducción al castellano del libro de S. Griffith. Las palabras de Sun Tzu parecen venir de más atrás en el tiempo. Un texto posterior, el Chun qiu Zuo zhuan, cita como una frase muy antigua la siguiente: “Los asuntos más importantes del Estado residen en los sacrificios y en la guerra” (citado por Galvany, op. cit., pág. 29, nota 17).

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Mao, op. cit., pág. 83.


Someter al enemigo sin librar combate

Esa será la era de la paz perdurable para la humanidad. Al estudiar las leyes de la guerra revolucionaria partimos de la aspiración a eliminar todas las guerras. Esta es la línea divisoria entre nosotros, los comunistas, y todas las clases explotadoras.5

Mao se mantiene dentro de la tradición china para la cual ser hombre o mujer consiste en saber y aprender. Pero las expresiones “guerra injusta” y “guerra justa” que marcan el tono de este “manifiesto” señalan la gran distancia que separa los textos de Sun Tzu y de Mao Tse-Tung. El propósito de esta investigación, sin embargo, no es llamar la atención sobre la importancia que da Mao Tse-Tung al “aprendizaje” y a la “justicia” como parte integral del conocimiento de la guerra, sino rastrear en los documentos de hace 2.300 años, la emergencia de la noción de “injusticia” en la formación del saber chino sobre la guerra. El foco de la investigación es, si se prefiere, la pregunta: ¿En qué momento del pensamiento chino surge la pregunta moral sobre la guerra?

2. Mo Tzu6 y la guerra injusta Los textos chinos más antiguos que hablan de “justicia” e “injusticia” en la guerra parecen ser los que transcriben las reflexiones de Mo Tzu. Mo Tzu, vivió entre el 479 y el año 381 a.e. La fecha de su nacimiento coincide con la de la muerte de Confucio (552/551-479 a.e.), “el más ilustre de los sabios de China”.7 Con Confucio termina una época que se conoce en la historia china como de las Primaveras y Otoños (770476 a.e.); Mo Tzu vive en la época que ha sido llamada de los Reinos Combatientes (403-221 a.e.). El tiempo de estos dos períodos, que habrían de terminar en el nacimiento del imperio chino y la entronización del primer emperador y se caracterizan por divisiones territoriales y contiendas continuas, coinciden con lo que

el filósofo existencialista alemán Karl Jaspers, llamó el “tiempo-eje” de la historia, en una obra aparecida en 1950 cuyo título es Origen y meta de la historia.8 Según Jaspers, existe un “eje de la historia universal” que “parece estar situado hacia el año 500 antes de Jesucristo, en el proceso espiritual acontecido entre los años 800 y 200. Allí está el corte más profundo de la historia. Allí tiene su origen el hombre con el que vivimos hasta hoy”.9 Jaspers llamó a este “corte”: “tiempo-eje”. Durante este tiempo en diferentes partes del mundo, en Grecia, Israel, Persia, India, China aparecen casi simultáneamente y sin contacto entre sí, ciertos “individuos” cuyos nombres los separan nítidamente de sus contemporáneos. Son Parménides, Heráclito, Sócrates, Platón, Aristóteles; Elías, Jeremías, el Deutero-Isaías; Zarathustra; los Upanishadas; Gautama Siddharta, el Buddha; Confucio, Lao-Tse, Mo-Tzu, Chuang-Tse, Lie-Tse. Para Jaspers: “en esa época se constituyen las categorías fundamentales con las cuales todavía pensamos”.10 Estas grandes ideas y grandes pensadores, sin embargo, surgieron en tiempos difíciles de disolución de mitos políticos y desilusión de poderes mágicos. Samuel B. Griffith, el traductor de Sun Tzu al inglés, afirma que “fue este uno de los períodos más caóticos de la larga historia de China”.11 Un viejo texto chino enumera 540 combates entre distintos territorios y dominios y más de 130 guerras civiles en el transcurso de 259 años. Como efecto de la guerra, las colinas cubiertas de bosques, los lagos rodeados de juncos, los numerosos estanques y pantanos proveían de escondites a las bandas de ladrones y asesinos que arrasaban las aldeas, secuestraban a los viajeros y cobraban peajes a comerciantes que tenían la desgracia de caer en sus manos. Muchos de estos hombres sin ley eran

Von Ursprung und Ziel der Geschichte. La edición de Piper en München de once mil ejemplares se agotó tan rápidamente que hubo necesidad de hacer una segunda en 1950. Mis referencias son a la cuarta edición de la traducción española del alemán por Fernando Vela publicada en Madrid por la Revista de Occidente en 1968. Debo mi interés por esta obra a una conferencia del pensador canadiense Bernard Lonergan el 12 de mayo de 1965, “Dimensions of Meaning”, publicada en Frederick E. Crowe and Robert Doran (eds.), The Collected Works of Bernard Lonergan. Volume 4. Collection, Toronto, University of Toronto Press, 1988. 9 Jaspers, op.cit., pág. 20. 10 Ibid, pág. 21. 11 Griffith, op. cit., pág. 48. 8

Ibid, págs. 86-87. Para la transcripción de nombres propios y el establecimiento de fechas sigo las propuestas por W. Theodore de Barry, et. Al., Sources of Chinese Tradition. Volume I, New York, Columbia University Press, 1964. Este libro contiene varios textos importantes de Mo Tzu sobre la guerra. Para una exposición de las ideas de Mo Tzu en contraposición a las ideas de Confucio y Mencio, ver el capítulo 4 del libro de Harrlee G. Greel, El pensamiento chino desde Confucio hasta Mao Tse-tung, Madrid, Alianza Editorial, 1976 (el original inglés es de 1953), págs. 61-84. 7 M. Kaltenmark, La filosofía china, Madrid, Ediciones Morata S.A., 1982, pág. 18.

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campesinos, obligados al bandolerismo para sobrevivir. Otros eran criminales prófugos, desertores del ejército, oficiales caídos en desgracia. En conjunto constituían un formidable reto a las llamadas fuerzas de la ley y el orden. Las venganzas de las grandes familias eran ejecutadas por bandas de espadachines profesionales, reclutados de entre los rangos más bajos de la aristocracia hereditaria en disolución.12

Un pasaje de Mo Tzu, el humanista, describe este estado de cosas de manera dramática. Supongamos que se reclute una hueste de soldados. Si sucede en invierno será muy frío, y, si en verano, muy caluroso. No deberá ser, en consecuencia, ni en invierno ni en verano. Pero si es en primavera habrá que sacar a la gente de su oficio de sembrar y plantar, y si es en otoño, de recoger y cosechar. Si hubiese que tomarlos en cualquiera de estas estaciones, mucha gente morirá de hambre y de frío. Y cuando el ejército se disuelve, las empalizadas de bambú, las flechas, los estandartes emplumados, las tiendas de campaña, las armaduras, los escudos, la empuñadura de las espadas se rompen y pudren en grandes cantidades y nunca más son recuperadas, y así será con lanzas, espadas, caballos, cuadrigas y carromatos; también se quemarán, se pudrirán, nunca volverán a ser lo que fueron. Innumerables caballos y bueyes marchan gordos a la guerra y regresan flacos, si es que no mueren y nunca retornan. Un número incontable de gente muere porque les faltará el alimento y no se les puede abastecer por la gran distancia de los caminos, mientras que otro número incontable morirá a causa del peligro constante, la irregularidad en comer y beber, los extremos del hambre y la saciedad. Así, un ejército pierde muchos hombres o su totalidad; en cualquiera de los dos casos el número es incontable.13

Lo significativo de la reflexión de Mo Tzu es el modo cómo desarrolla un argumento en contra de la guerra. Mo Tzu no se apoya en alguna teoría, sino en el “sentido 12 Ibid, págs. 48-49. Para una más detallada descripción de este período ver tres obras: Caroline Blunden y Mark Elvin, China gigante milenario, Barcelona, Folio, 1989, págs. 59-72; Ray Huang, China: A Macrohistory, New York, M. E. Sahye Inc., 1992, págs. 3-35; Marcel Granet, Chinese Civilization. Cleveland, Meridian Books, 1964, págs. 70-91. 13 Citado por Griffith, op. cit., pág. 49. La cita está tomada de Fung, YuLan, A History of Chinese Philosophy, Princeton, Princeton University Press, 1952, págs. 94-95.

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común”. El sentido común de la época rechazaba el robo y la muerte de un individuo como acciones injustas, pero era incapaz de extender este modo de pensar a la consideración de la guerra. Si un hombre mata a un hombre inocente, hurta sus ropas y su lanza y su espada, su ofensa es mayor que cuando se cuela en su establo y roba un buey o un caballo. El daño es mayor, la ofensa es más grave, el delito de un más alto grado. Cualquier persona sensata sabe que es equivocado e injusto. Pero cuando en el ataque a un país se cometen asesinatos, no se considera una acción equivocada; se la aplaude y se la llama justa. ¿Puede considerarse que esto es saber lo que es justo e injusto? Cuando alguien mata a otro se lo considera injusto y la acción es castigada con la muerte. De ahí se sigue, con el mismo argumento, que cuando un hombre mata a diez hombres, su crimen debe ser diez veces más grande y debe castigársele a morir diez veces. Y de un modo semejante, quien mata a cien hombres debe ser castigado cien veces más duramente...14

Es evidente que Mo Tzu no intenta con las palabras que recoge este texto responderse a la pregunta teórica “qué es (quid sit) la justicia”. El pensador chino no es Sócrates interrogando a los atenienses, en búsqueda de una definición quae competit omni et soli definito. Su pensamiento es completamente concreto. Su intención es diferente: se pregunta “si la guerra es (an sit) injusta”. Los contemporáneos de Mo Tzu consideraban matar a un hombre una “acción injusta”, pero eran incapaces de calificar la guerra. Frente a ellos Mo Tzu afirma con firmeza que la “guerra es injusta”. Pero también Mo Tzu, como los atenienses, si hubiese sido urgido por un Sócrates chino, no hubiese sabido “explicar la diferencia” (ratio quia) entre lo justo y lo injusto. Si un hombre llama negro a lo negro cuando se trata de cosas en pequeña escala, pero llama negro a lo blanco, cuando se trata de cosas en grande escala, entonces se trata de alguien que no distingue el negro del blanco... De modo semejante cuando al crimen pequeño se le considera delito, pero a un crimen enorme cual es el de atacar a un país, se le aplaude como un acto justificado, ¿puede decirse que esto

14 Citado en Griffith, op. cit., pág. 50. La cita está tomada de Kiang, Ch'i Ch'ao, Chinese Political Thought, London, Kegan Paul, Trench, Trubner & Co. Ltd., 1930, pág. 97.


Someter al enemigo sin librar combate

sea conocimiento de la diferencia entre lo justo y lo injusto?15

El ideograma chino de “justicia” tiene dos partes, una superior y otra inferior. La parte superior es el pictograma de un carnero; este pictograma es un carácter primitivo que, según una glosa, “muestra a un carnero visto desde atrás: los cuernos, la cabeza, las patas y la cola”;16 el pictograma contiene la idea de “dulzura, paz, armonía”. La parte inferior, las picas de dos hombres enredadas en un combate. La combinación de los dos elementos, el carnero y la lucha, significaba “la armonía, comprensión y paz restaurada después de un conflicto; los convenios concluidos después de un desacuerdo; la concordia restaurada y la satisfacción concedida a las partes interesadas”.17

3. Bing Fa de Sun Tzu De la misma época de Mo Tzu es El arte de la guerra, de Sun Tzu, obra que “podría situarse en el último tercio del siglo IV a.e.”.18 El título dado al libro en Occidente no corresponde exactamente con el que tiene en chino. Se debe al que se le dio a la primera traducción (1772) publicada en una lengua occidental, L'art de la guerre, título que se viene perpetuando en todas las versiones subsiguientes. En chino la expresión Bing Fa, señala algo menos solemne que lo que sugieren los términos “arte” o “técnica” y se refiere a algo menos englobante que el término “guerra”. Bing Fa es la abreviación de una frase más extensa que se repite a lo largo del texto que significa: “procedimientos (Bing) para usar (Yong) tropas de infantería (Fa)”. En realidad, no es un tratado sino un opúsculo: una colección de 394 aforismos muy cortos agrupados en cuadernillos. En China se le conoce

15 Grifffith citando a Yu Lang, op. cit. 16 L. Wieger, Chinese Characters. Their Origin, Etymology, History, Classification and Signification. A Thorough Study from Chinese Documents, New York, Dover Publications Inc., 1965, pág. 179. Esta edición es una traducción de la segunda edición de la obra en francés publicada en 1927. 17 Ibid, pág. 179. Este significado no parece tan lejano del sentido de la “justicia” en los comienzos del pensamiento griego. Frederick Copleston considera que la justicia (dikaiosyne) que expone Platón en el libro cuarto de La República “es una virtud general que consiste en que cada parte del alma realice su propia tarea en armonía” (History of Philosophy. Volume I. Greece and Rome, Garden City, Doubleday & Company Inc., 1985, pág. 220.) 18 Galvany, op. cit., pág. 24.

por el número de estos: “los trece cuadernillos”. Toda consideración de una “ética” de El arte de la guerra debe tener presente una idea general de lo que encierran estos cuadernillos y del modo como fueron compuestos. Cuando se hicieron las primeras “ediciones” de los “trece capítulos” de Sun Tzu no se había inventado el papel. Los “textos” se escribían con una tinta hecha de hollín sobre tabletas de bambú o tiras finas de madera que medían entre 20 y 25 centímetros de largo y cerca de 60 milímetros de ancho. En cada tira podían escribirse cerca de doce o quince caracteres chinos. Las tiras escritas se convertían en 'cuadernillos' por medio de agujeros o hendiduras abiertos en los orillos a través de los cuales se pasaban cordones de cuero, seda o lino, con los cuales unas veces se formaban especies de rollos secuenciales de tablitas y otras se apilaban a la manera como se hace con las hojas de un libro. De esta forma, el “libro” de Sun Tzu consistía propiamente en mil tiras de madera que contenían trece mil caracteres escritos. Cuando se extendían las tiras ocupaban 20 metros de largo. Cuando se enrollaban, necesitaban una carreta de bueyes para transportarlas. La trascripción de este “texto” al papel de un libro ocupa sólo 20 páginas. La anterior digresión es importante si se quiere comprender la composición del texto y los problemas de traducir e interpretar. Cuando se redescubrieron muchas obras antiguas chinas se advirtió que los cordones o cuerdas que unían los “capítulos” o “cuadernillos” se habían podrido y las tiras se encontraban sueltas. Dado el carácter aforístico de la escritura china, la reconstrucción del orden y la estructura original de un “libro” es una labor increíblemente larga y delicada. Para poder comprender la “ética de la guerra” que subyace en el manual de “procedimientos para usar tropas de infantería”, que es El arte de la guerra, de Sun Tzu, me valí de un análisis de contenidos y de una búsqueda de dos caracteres chinos asociados con el objeto de la investigación: el ideograma de justicia, y el ideograma de “bien”. El análisis de contenidos me sugirió dividir (ver tabla siguiente) “los trece capítulos” en dos partes centrales, antecedidas por una introducción (capítulo I), y, seguidas por un doble apéndice (capítulos XII y XIII). La primera parte (capítulos II a VI) está centrada en el General; la segunda parte (capítulos VII a XI), en el terreno. Un apéndice (capítulo XII), trata sobre “el ataque con fuego” y otro (capítulo final), sobre el “empleo de agentes secretos”. La investigación de los caracteres chinos muestra que el ideograma de “justicia” 15


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(Yi) sólo aparece una vez en “los trece capítulos” (en el capítulo final) mientras que el ideograma de “bien” (Shan) aparece 34 veces. Sin embargo, lo aparentemente más significativo del escrutinio fue el descubrimiento de que el término Shan está asociado con la manera de pensar del General: 30 de las 34 ocurrencias del término aparecen en los capítulos dedicados a éste en lo que hemos llamado la primera parte del tratado. Si se considera esta doble estructura en términos de hoy, puede decirse que la primera parte es una reflexión sobre “estrategia” y la segunda un recuento de “tácticas”. A esto puede añadirse que mientras el título chino de “Manual de procedimientos del uso de tropas de infantería” responde más al contenido de la segunda parte, el nombre “Arte de la guerra”, que se le dio en las traducciones europeas, califica con precisión el contenido de la primera parte. Como se sugerirá más adelante, la primera parte puede subdividirse en dos consideraciones: una (capítulos II y III) sobre las funciones propias del General y otra (capítulos IV-VI), sobre las relaciones del General con el Tao. TABLA Estructura de El arte de la guerra de Sun Tzu Introducción I. Estimativos. Primera parte: el estratega A. Funciones del general II. Hacer la guerra (* 3). III. Estrategia ofensiva (* 5). B. Operaciones del Tao IV. Disposiciones (* 13). V. Energía (* 5). VI. Debilidades y fortalezas (* 4). Segunda parte: el terreno VII. Maniobras (* 1). VIII. Las nueve variables. IX. Marchas. X. Terreno. XI. Las nueve variables del terreno (* 3). Apéndice XII. Ataque con fuego. XIII. Empleo de agentes secretos (** 1). Nota: Los asteriscos y números indican la aparición y número de ocurrencias de los caracteres chinos para “bien”, * Shan (34 veces), y para “justicia”, ** Yi (1 vez) 16

Una hipótesis, que no ha sido propuesta y cuya verificación requeriría un análisis muy cuidadoso basado en un texto reconstruido críticamente, que no estuvo disponible para la presente investigación, es que los capítulos (VII a XI), que constituyen la segunda parte sobre procedimientos tácticos, son una edición de compilaciones de fragmentos muy anteriores al “libro” de Sun Tzu, que contienen simples experiencias de guerra.19 En esta hipótesis la contribución propia de Sun Tzu consistió, no sólo en la edición y redacción de documentos anteriores, que se encontraban probablemente sueltos aquí y allí, sino en la adición de una perspectiva ética que señala la atribución del término Shan, no a la “guerra”, sino a la “persona” responsable de hacer o no hacer la guerra, el estratega. El alcance de esta perspectiva está contenido en los capítulos (II-VI) que forman la primera parte.

4. Tácticas A. Galvany subraya que “en la China de este período las actividades relacionadas con las ofrendas religiosas, es decir, la guerra, la caza y los sacrificios, son simbólicamente intercambiables. Buena parte del vocabulario que designa lo militar o lo marcial se encuentra vinculado a la caza, del mismo modo que los términos asociados a la caza sirven también para la esfera militar”20. En la segunda parte de El arte de la guerra (capítulos VII-XI), que hemos propuesto como compuesta por compilaciones de elementos anteriores al libro como lo conocemos, Sun Tzu desacraliza la esfera de la guerra, describe las acciones propias de lo militar y las diferencia de otras que no lo son (como la adivinación antes del combate). Sun Tzu hace esta deconstrucción,

19 Esta hipótesis está sugerida por un comentario de Fung Yu-lan a propósito de Mo Tzu: “Por todo lo que sabemos hoy día, el libro más antiguo que haya sido compuesto por alguien, más por iniciativa propia que por público mandato es Lim Yu, un registro de los dichos de Confucio, escrito de un modo simple y abreviado. Más tarde... existe un avance claro de conversaciones desunidas de este tipo a registros de conversaciones con considerable extensión, que despliegan una estructura definitiva de relato. Este primer gran desarrollo de estilo se dio en los escritos de los filósofos del Período de los Estados Combatientes. Estas crónicas fueron reemplazadas más tarde por la composición de verdaderos ensayos” (Citado por Griffith, op. cit., pág. 26). Según esta propuesta Sun Tzu escribió un ensayo que contenía grandes porciones de relatos que unían fragmentos desunidos de experiencias de la guerra. 20 Galvany, op. cit., pág. 85, nota 8.


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primero, mostrando que la guerra se hace por medio de acciones inteligentes; segundo, indicando que las acciones inteligentes se combinan en las especializaciones propias de la acción militar; y, tercero, señalando que el grupo de combinaciones de operaciones inteligentes es una unidad física concreta: el terreno. Un fragmento de un largo pasaje del capítulo IX sobre las “marchas” ilustra en qué consiste una “acción inteligente” y “una combinación de acciones inteligentes”. Una acción inteligente se expresa en un aforismo o proverbio que tiene la estructura de una inferencia lógica: “si... entonces...”. “Una combinación de acciones inteligentes” es, por ejemplo, aquella que realiza el “scout”, espía explorador, que incursiona en el campo enemigo antes de la llegada de las tropas y cuya función fundamental es “inferir”, comprender inteligentemente, suministrar una interpretación a partir de señales sensibles. Dice Sun Tzu que: [9:20] Cuando se ven árboles que se mueven, el enemigo está avanzando. [21] Cuando se han colocado muchos obstáculos en la maleza, ha sido con el propósito de engañar. [22] Pájaros que levantan el vuelo es señal de que el enemigo está agazapado para una emboscada; cuando los animales salvajes se alarman y escapan, está intentando tomarte por sorpresa. [23] Nubes de polvo saliendo hacia arriba en forma de rectas columnas indica la llegada de carros. Cuando el polvo está suspendido en una nube baja y extendida se está acercando la infantería. [24] Cuando el polvo se levanta en sitios dispersos, el enemigo está acarreando leña; cuando hay numerosos parches pequeños que parecen ir y venir, está acampando el ejército.

Lo que se dice del “scout” puede decirse también de otras especializaciones de la acción militar (del arquero, del ballestero, del alabardero, del auriga, del zapador, del constructor de puentes...): una especialización es una combinación de operaciones inteligentes diferenciadas. En el texto de Sun Tzu, sin embargo, la atención está centrada en el “scout”, primero, y, más tarde (en el segundo apéndice del capítulo XIII) en el “espía”. Si la guerra es un conjunto de acciones inteligentes, la posesión de información e inteligencia es parte de la esencia de la guerra. Ahora bien, si las especializaciones militares son combinaciones de operaciones inteligentes, el “terreno” no sólo es el campo de las acciones de la guerra sino “el campo” (en el sentido contemporáneo de

the field) de las variaciones del grupo de combinaciones de acciones inteligentes. La segunda parte de El arte de la guerra contiene cuatro capítulos (VIII-XI) completos dedicados al terreno. En el capítulo XI, “Las nueve variedades de terreno”, Sun Tzu intenta una tipología de este “campo”. [11:1] Con respecto al empleo de tropas, un terreno puede clasificarse como de distracción, de frontera, clave, de comunicaciones, de centro, serio, difícil, rodeado y de muerte. [2] Cuando un señor feudal lucha en su propio terreno, se encuentra en un terreno de distracción. [3] Cuando no hace sino una breve penetración en el territorio enemigo, se encuentra en un terreno de frontera. [4] Terreno que sea igualmente ventajoso de ocupar por el enemigo o por mí, es un terreno clave. [5] Terreno que es igualmente accesible tanto al enemigo como a mí, es un terreno de comunicaciones. [6] Cuando un terreno está encerrado por otros tres estados, es un terreno central. Quien primero logre control de él obtendrá el apoyo de ‘Todo-bajo-el-Cielo’21. [7] Cuando un ejército ha penetrado profundamente en territorio enemigo, dejando atrás muchas ciudades y pueblos enemigos, es un terreno serio. [8] Cuando un ejército atraviesa montañas, bosques, precipicios o marcha a través de desfiladeros, lagunas, pantanos o lugares penosos de andar, se trata de un terreno difícil. [9] Terreno cuyo acceso es estrecho, cuya salida es tortuosa y en donde una pequeña fuerza enemiga puede atacar la mía más grande, se llama 'rodeado'. [10] El terreno en el cual un ejército sobrevive sólo si pelea con el valor de la desesperación se llama 'de muerte'.

5. El estratega Si la segunda parte (capítulos VII-XI) de El arte de la guerra hace énfasis en la guerra como actividad inteligente, la primera (capítulos II-V) comienza con una reflexión sobre la función del General en incrementar la probabilidad de alcanzar un resultado final inteligente. En el capítulo II, “Hacer la guerra”, Sun Tzu afirma que el fin de la guerra es la victoria y la única victoria válida es la que se obtiene rápidamente.

21 Nombre dado al “Emperador” o al “territorio imperial”.

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[2:3] La victoria es el principal objetivo de la guerra. Si la victoria tarda en llegar, las armas pierden su filo y la moral decae. Cuando llegue el momento de atacar las ciudades, su vigor se habrá agotado. [4] Cuando un ejército emprende largas campañas, no bastan los recursos del Estado. [5] Cuando tus armas estén embotadas y apagado el ardor guerrero, agotada la fuerza y todos lo fondos gastados, los gobernantes vecinos se aprovecharán de tus dificultades para actuar. Entonces, aun cuando tengas sabios consejeros, ninguno será capaz de crear buenos planes para el futuro. [6] Así, aunque hemos visto casos de precipitarse torpemente en la guerra, no hemos visto todavía ninguna operación inteligente que haya sido prolongada. [7] Porque nunca ha existido una larga guerra de la cual se haya aprovechado algún país. [8] Así, quienes son incapaces de entender los peligros que conlleva emplear tropas, son igualmente incapaces de comprender los modos ventajosos de hacerlo.

La duración que requieren las operaciones inteligentes de la guerra, sin embargo, desencadenan consecuencias que van contra el propósito mismo de la guerra. [2:11] Cuando un país se empobrece por las operaciones militares, esto se debe al transporte hasta lugares lejanos; el acarreo de las provisiones durante largas distancias empobrece la gente. [12] En donde se encuentra un ejército, los precios son altos; cuando suben los precios se agota la riqueza del pueblo. Cuando se agota la riqueza se oprime al campesino con apremiantes exacciones. [13] Con la fuerza reducida de esta manera y la riqueza agotada, las familias en las planicies centrales se empobrecerán completamente, y siete décimos de su haber desaparecerán. [14] En cuanto a los gastos del Gobierno, los debidos a carros rotos, caballos inutilizados, armaduras y cascos, flechas y ballestas, lanzas, guanteletes y escudos, animales de arrastre y vagones de suministros, llegarán al sesenta por ciento del total. [15] Por todo esto, un General avisado procura que sus tropas se alimenten a costa del enemigo, porque una fanega de las provisiones del enemigo es equivalente a veinte de las propias, y cuatro arrobas de forraje del enemigo equivalen a cien del propio.

De aquí resulta la necesidad de un estratega. Su función es conciliar el propósito de la guerra, la victoria, con la 18

duración que requieren las combinaciones de operaciones diferenciadas. [2:21] [...] lo esencial en una guerra es la victoria y no inacabables operaciones. Y, por lo mismo, el General que entiende de la guerra es ministro de la suerte de su pueblo y árbitro del destino de la nación.

El papel de un general es resolver la paradoja que resulta de la naturaleza de las operaciones militares: obtener la victoria sin hacer la guerra. En esto consiste “ser bueno” (Shan) en el “arte de la guerra”. Traductores, como Griffith y Galvany, han interpretado a Shan como experto, hábil, con saber, experimentado. Yo preferiría retomar su sentido original que es analógico al de “justo”. El ideograma chino de Shan tiene un elemento en común con el de Yi y una estructura idéntica. La parte superior del ideograma de Shan es un carnero y su significado es dulzura, paz, armonía. La parte inferior la forman dos bocas de donde salen palabras enredadas en una discusión. La combinación de los dos elementos se interpreta como “la paz que se hace después de un altercado. Por extensión, amenidad, agrado, dulzura, bien”22. Sun Tzu, inclusive, fabrica una expresión reduplicando el término Shan de modo que signifique no sólo habilidad, destreza, saber, sino “bien (Shan) del bien (Shan)”, es decir, excelencia. El capítulo III, “Estrategia ofensiva”, comienza con una especie de “tesis”: [3:1] Por lo general, la mejor política en la guerra es tomar intacto un estado; arruinarlo es inferior política. [2] Capturar el ejército enemigo es mejor que destruirlo; tomar intacto un batallón, una compañía o un pelotón de cinco hombres es mejor que aniquilarlos. [3] Porque alcanzar cien victorias en cien batallas no es la suma (Shan) de la habilidades (Shan). La suma (Shan) de las habilidades (Shan) es dominar sin lucha al enemigo.

El resto del capítulo, en consecuencia, se dedica a examinar la probabilidad de diferentes posibilidades de derrota o de victoria. [3:10] De este modo los expertos (Shan) en la guerra someten un ejército enemigo sin librar combates. Capturan

22 Wieger, op. cit., pág. 186.


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sus ciudades sin asedios y desbaratan su gobierno sin largas operaciones. [11] Tu propósito debe ser el de apoderarte intacto de ‘Todobajo-el-Cielo’. De este modo tus tropas no quedarán deshechas y tu ganancia será completa. Este es el arte de una estrategia ofensiva.

El capítulo concluye con tres aforismos que acercan este modo de pensar al de Sócrates. [3:31] Yo digo, en consecuencia: 'Conoce al enemigo y conócete a tí mismo; nunca te encontrarás en peligro en cien batallas'. [32] Cuando no sabes nada del enemigo pero te conoces a tí mismo, tienes igual posibilidad de ganar o de perder. [33] Si no conoces al enemigo ni a tí mismo, puedes estar seguro de estar en peligro en todo combate.

La comparación con los griegos, sin embargo, termina en Sócrates. Sun Tzu no es Aristóteles. El modo como el “tiempo-eje” de Jaspers se desarrolló en China no es el modo como se desarrolló en Grecia. El pensador japonés Nakamura Jaime, en un monumental estudio sobre los “modos de pensar de los pueblos orientales”, 23 dedica tres extensos capítulos a mostrar que en el caso chino el tipo peculiar de lenguaje escrito que posee, produjo un énfasis del modo de pensar en la percepción de lo concreto, una contención del desarrollo del pensamiento abstracto y una atención minuciosa a lo particular 24. Nakamura muestra que con Mo Tzu se llegó hasta el umbral de la lógica pero “la estima por lo individual y concreto, la falta de interés en universales, abortó el descubrimiento de leyes que ordenen muchos particulares”25. Nakamura matiza su apreciación diciendo que “entre los chinos naturalmente existía un cierto grado de conciencia lógica pero no construyeron sobre esa conciencia” y añade que “más tarde cuando la lógica india fue introducida en China ejerció una cierta

23 Hajime Nakamura, Ways of Thinking of the Eastern Peoples, India China Tibet Japan, Edición revisada de la traducción inglesa por Philip P. Wiener, Honolulu, University of Hawai Press, 1985. La primera edición es de 1964. Sobre el pensamiento chino hay un estudio pionero de Marcel Granet: “Quelques particularités de la langue et de la pensée chinoises” (1929), en Etudes sociologiques sur la Chine, Paris, Presses Universitaires de France, 1953, págs. 95-155. 24 Nakamura, op. cit., págs. 185-203. 25 Ibid, pág. 188.

influencia significativa sobre los modos de pensar de los chinos, pero desapareció pronto y desapareció como asunto de estudio”26. La apreciación de Nakamura es muy exacta: “naturalmente existía un cierto grado de conciencia lógica”. Sun Tzu se da cuenta, sabe, como lo indican los párrafos citados más arriba, que la guerra es, en último término, ininteligible pero no conoce la “causa” de su experiencia, no puede decir “por qué”.27 El modo de pensar de Sun Tzu es lo que Susanne Langer28 ha llamado “simbólico”. Es dentro de él como debemos comprender la relación entre guerra y ética. Para Langer “los símbolos obedecen a leyes, pero no a las de la lógica, sino a las de la imagen y del sentimiento. En lugar del grupo lógico, el símbolo usa la figura representativa. Sustituye la univocidad por una abundancia de múltiples significaciones. No demuestra algo, sino que abruma con una pluralidad de imágenes que convergen en una significación. No respeta el principio de tercio excluido, sino que admite la coincidentia oppositorum, la del amor y del odio, la del valor y el temor, etc. No niega, sino que supera lo que rechaza, reteniendo todo lo que es contrario a él. No se mueve en una única pista o en un solo nivel, sino que condensa en una extraña unidad todos sus intereses actuales”.29 La guerra es un “grupo lógico”. El estratega, en cambio, es una “figura representativa”, un arquetipo. Occidente se pregunta desde Vitoria “si la/una guerra es justa”30; Sun Tzu, en cambio, describe un “buen (Shan)

26 Ibid, pág. 191. 27 Para un análisis de estas ideas ver Bernard Lonergan, Verbum. Word and Idea in Aquinas, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1967, págs. 11-33. 28 Susanne Langer, Feeling and Form. A Theory of Art Developed from 'A Philosophy in a New Key', New York, Charles Scribner's Sons, 1953, págs. 236-44. 29 He tomado esta condensación de las ideas de Langer del aparte sobre el símbolo que trae Bernard Lonergan en Método en Teología (Salamanca, Ediciones Sígueme S.A., 1988) en el capítulo sobre la significación. El libro fue publicado originalmente en inglés en 1972. 30 Las consideraciones de Vitoria sobre la guerra tienen la forma de “relecciones”, especie de exposiciones doctrinales o tesis. Vitoria parece inspirarse en el pensamiento de Santo Tomás. Las ideas de Santo Tomás, sin embargo, se originan en grupos de series de preguntas. La pregunta “utrum bellare semper sit peccatum” forma parte de un grupo de cuatro preguntas (Summa Theologica, II-II, 40, 1-4) dentro de una serie de nueve grupos que tratan desviaciones contra la caridad, no contra la justicia ni contra la inteligencia. El principio ordenador en Vitoria parece centrarse no en el ejercicio concreto de una operación, sino en una noción abstracta, el “derecho a la guerra” (ius belli).

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General”. Los ideogramas chinos contienen pluralidad de significaciones. Shan es bueno y también moral, armonía y sensación agradable; dulce y también hábil, experto, experimentado. Los aforismos de El arte de la guerra no tienen como fin probar o argumentar, pero sí, probablemente, disuadir por medio de una abrumadora cantidad de ejemplos cuyo sentido se resiste a toda formulación lógica: [3:10] [....] los expertos (Shan) en la guerra someten un ejército enemigo sin librar combates.

El lenguaje capaz de ayudar a Sun Tzu a expresar este pensamiento simbólico es el del Tao.

6. El Tao y la guerra31 El ideograma de Tao está compuesto de dos elementos: uno que significa moverse, caminar, correr; el otro que significa cabeza, jefe, adelante. La combinación sugiere la idea de “ir adelante”. En chino tiene numerosas acepciones: curso, vía, camino, habla, discurso, método, y, también, principio, doctrina32. La doctrina del Tao sobre la guerra se encuentra en el Tao Te Ching33, “tratado del Tao y de su virtud Te”, un opúsculo de 81 capítulos, dos secciones y alrededor de cinco mil ideogramas, que la tradición atribuye a Lao Tzu, un contemporáneo de Confucio, pero que se cree fue escrito más tarde, hacia el año 300 a.e. El Tao Te Ching contiene cinco capítulos sobre la guerra. El primer libro contiene dos apartes. En ellos se desaconseja al sabio el recurso a las armas o la victoria armada por dos tipos de razones diferentes. 30. a) Los que con Tao asisten a los soberanos no deben, con armas, violentar al mundo. Las cosas fácilmente se trastruecan. Donde acamparon los ejércitos nacen las

31 Debo al consejo de mi amigo Fernando Barbosa la lectura de un libro reciente que hace una amplia y rica relación entre las ideas del Tao de Lao Tse con “el arte” y las fórmulas de Sun Tzu. Francois Jullien, Tratado de la eficacia. La inteligencia de hacer posible lo que parece inalcanzable, Buenos Aires, Libros Perfil S.A., 1999 (original francés 1996). La traducción es de Cristina Piña. Hay otra edición de Trotta. Las ideas allí expuestas requerirían una discusión más amplia que la concedida en este ensayo. 32 G. D. Wilder & J. H. Ingram, Analysis of Chinese Characters, New York, Dover Publications Inc., 1974, pág. 39, no. 101. La primera edición es de 1922. 33 Sigo la edición, numeración y traducción de Carmelo Elorduy (Madrid, Ediciones Orbis S.A., 1977).

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zarzas, y tras las tropas, inevitablemente vienen años de hambre. b) Lo mejor es contentarse con los frutos espontáneos, sin pedir más. No arrebatar nada a la fuerza. Sólo el fruto, sin urgir más; el fruto, sin más empeñarse, sin encapricharse. El fruto, y aún éste a no poder más. El fruto sin forzar más.

En este pasaje, la guerra es desaconsejable por razones semejantes a las que predica Mo Tzu: sus consecuencias y sus frutos. En el siguiente la razón es diferente. Las armas son “nefastas”, aborrecibles”. Su uso requiere “exceso” y el exceso no es compatible con la armonía, el equilibrio, el control, la sencillez, la hermosura, la bondad, el Tao. El texto superpone además una razón curiosa: en los rituales, la posición de un caballero, lo propicio, es la izquierda; la posición del militar, lo nefasto, es la derecha. 31. a) Las buenas armas son instrumentos nefastos, cosas aborrecibles. El hombre que tiene Tao no se vale de ellas. b) Para un señor la izquierda es el puesto de honor. Para el militar, que lleva armas, la derecha es el puesto de honor. Las armas son instrumentos nefastos; no son propias de perfectos caballeros. Se usan a no poder más. La paz sencilla (‘insulsa’) es superior. La victoria de las armas no es hermosa (buena). Sólo quien goza en el crimen la estima hermosa. Los propósitos de los que gozan el crimen no pueden prevalecer en el mundo. c) Para lo fausto, el puesto de honor es la izquierda y la derecha para lo nefasto. En la milicia, el jefe segundo ocupa el puesto de la izquierda y el primero el de la derecha. Quiere decir que se guarda el ritual de los funerales. El que ha matado a mucho debe llorar (como los plañidores en los funerales). Para la victoria de las armas rige el ritual de los funerales.

El segundo libro contiene cuatro pasajes relativos a la guerra. El primero condensa las razones dadas anteriormente: el Tao no puede producir desarmonía, exceso, codicia. 46. a) Cuando en el mundo florece el Tao, los caballos de tiro y de montar se usan para acarrear estiércol. Cuando falta el Tao, en los mismos arrabales de las ciudades se crían caballos para la guerra. b) No hay mayor mal que el de no quedarse satisfecho; ni hay vicio mayor que la codicia. La satisfacción del que sabe satisfacerse es satisfacción duradera.

El segundo pasaje contiene un modo de pensar diferente que está más cerca del pensamiento de Sun Tzu. Ni se


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condena ni se propone la guerra. Se parte de la naturaleza misma de la acción bélica. En el combate mismo y en la guerra el principio que debe operar es el Tao. 69. a) Es axioma de táctica de guerra: no quiero ser patrón, sino huésped. No quiero avanzar una pulgada para luego retroceder un pie. b) Esto se llama avanzar sin dar un paso; repeler sin mover los brazos; conquistar al adversario y quedarse sin enemigo; apoderarse sin haber hecho uso de las armas. c) No hay mal mayor que el de menospreciar al enemigo. Al desestimarle pongo en peligro mis tesoros. De esta manera, empuñadas las armas y enfrentados los contendientes, la que a ambos debe vencer es la mutua conmiseración.

En el cuarto pasaje, el grupo de los aforismos se asemeja sorprendentemente a las fórmulas tácticas de Sun Tzu. 80. a) Un pequeño Estado de poca población no querrá emplear sus decenas o centenas de armas de que dispone. b) No se aventurará a una expedición lejana por temor a pérdidas graves de vidas. Aunque tenga barcos y carros, no querrá utilizarlos. c) Aunque tenga armaduras y armas, no querrá servirse de ellas en el frente de batalla. d) Hará que sus gentes vuelvan a anudar sus cuerdas. e) Hará que hallen sabrosa su comida, elegantes sus vestidos, tranquilas sus moradas, alegres sus costumbres. f) Que en las barriadas tan cercanas que se ven unas desde las otras y se oyen, de unas de otras, los cantos de los gallos y los ladridos de los perros, los vecinos mueran de edad avanzada, sin haberse visitado en toda la vida.

El sentido de los aforismos es claro: la paz es preferible a la guerra. La palabra “paz”, sin embargo, no existe. La noción no está formulada como tesis sino sugerida por medio de una serie de actividades “no bélicas” que son preferibles a las actividades propias de la “guerra”. Sun Tzu menciona al Tao desde las primeras líneas del capítulo introductorio, cuando lo considera como uno de los “cinco factores fundamentales” de la guerra. Albert Galvany traduce el término Tao como “virtud” y Samuel Griffith, como “influencia moral”. [1:2] [...] evalúa la guerra en términos de los cinco factores fundamentales, y compárala con los siete elementos que se nombrarán más tarde. De este modo podrás estimar su esencia.

[3] El primer factor es la influencia moral (Tao); el segundo, el clima; el tercero, el terreno; el cuarto, el mando; el quinto, la doctrina. [4] Por influencia moral (Tao) entiendo aquello que hace a un pueblo estar en armonía con sus líderes, de tal manera que los acompañen en la vida y hasta la muerte, sin temor de un peligro mortal.

Griffith y Galvany justifican sus versiones con largas notas en las que restan importancia al aspecto místico y metafísico de los sabios taoístas y subrayan más bien la interpretación política de los legistas. Griffith no separa lo político de lo moral; Galvany piensa que lo político no tiene connotación ética. En la nota que acompaña a su versión, Griffith escribe que tao “usualmente se traduce como 'El Camino', 'La Vía Correcta'. Aquí se refiere a la moralidad del Gobierno, específicamente a la del soberano. Si el soberano gobierna justa, benévola y correctamente, sigue el Sendero Justo o el Camino Justo, ejerciendo así un grado superior de influencia moral”.34 Galvany, por el contrario, prefiere “[...] entender aquí el término 'virtud' no en su acepción ética, sino más bien, en el sentido estrictamente político que posee, por ejemplo, en Montesquieu: el conjunto de instituciones que condicionan las costumbres de una nación y le proporcionan su fuerza moral”.35 Mis argumentos en favor de una lectura filosófica, mística y ética del término se basan en las ideas de los tres capítulos siguientes (IV-VI) en los que se relaciona explícitamente a Shan (la habilidad, maestría, destreza, saber) del estratega con el Tao. El título dado al capítulo IV tanto por Griffith como por Galvany es “Disposiciones”. En él, Sun Tzu usa la reduplicación de Shan para distinguir entre una habilidad ordinaria y una habilidad extraordinaria. El General debe tener una habilidad extraordinaria. [4:8] Prever una victoria que un hombre común puede anticipar no es ninguna habilidad (Shan) extraordinaria (Shan). [9] Triunfar en la batalla y ser aclamado universalmente como un 'experto' (Shan) no es lo último (Shan) en destrezas

34 Griffith, op. cit., pág. 102, nota 4. 35 Galvany, op. cit., pág. 111. Galvany cita en su apoyo a su maestro, el prestigioso sinólogo de la Universidad de París, autor de una reciente traducción al francés (J. Levi, L'art de la guerre, Paris, Hachette, 2000). Mi opinión es que los argumentos por una interpretación política (sin ética) del tao, se basa en interpretaciones posteriores de los legistas y de los neoconfucianos.

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(Shan). Porque ninguna fuerza es necesaria para levantar la pelusa del otoño; distinguir el sol de la luna no es prueba de buena visión; oír un trueno no es agudeza de oído.

Sun Tzu relaciona el “buen (Shan) estratega” con la posesión de poderes casi mágicos de invencibilidad, invisibilidad y velocidad. Un buen estratega es invencible. [4:2] En la antigüedad, los buenos (Shan) guerreros primero se hacían invencibles y después esperaban el momento de vulnerabilidad del enemigo. [3] Ser invencible depende de sí mismo. La vulnerabilidad del enemigo depende de él. [4] De aquí se sigue que el experto (Shan) en la guerra puede hacerse invencible, pero no puede tener la certeza de volver vulnerable al enemigo.

Un “buen estratega” también es invisible y veloz: [4:7] El experto (Shan) en la defensa se oculta como si estuviese bajo siete capas de tierra. El experto (Shan) en el ataque como si volara sobre siete cielos. Uno y otro son, de esta manera, tan capaces de protegerse a sí mismos como de obtener una victoria completa.

El reconocimiento de poderes casi mágicos en el “buen (Shan) estratega” sugiere que para Sun Tzu Shan era un ejercicio del Tao. [4:10] En la antigüedad, quienes fueron llamados hábiles (Shan) para la guerra conquistaron un enemigo fácilmente conquistado. [11] Y, en consecuencia, no fueron las victorias ganadas por un maestro (Shan) de la guerra las que le otorgaron fama de sabio o mérito por su valor. [12] Porque el maestro logra sus victorias sin equivocarse. 'Sin equivocarse' quiere decir que cualquier cosa que haga le asegura el triunfo; conquista a un enemigo que ya se encuentra derrotado. [13] El buen (Shan) comandante, en consecuencia, asume una posición en la que no se le puede derrotar, y no pierde oportunidad de dominar al enemigo. [14] Así, un ejército victorioso alcanza sus victorias antes de buscar el combate; un ejército condenado a la derrota pelea con la esperanza de alcanzar el triunfo. [15] Quien es hábil (Shan) en la guerra cultiva el Tao y guarda la ley. Así se vuelve capaz de formular políticas exitosas. 22

El capítulo V lleva por título “Energía” en Griffith y “Potencial estratégico” en Galvany. Contiene una extensa descripción de la acción del estratega en términos de la actividad del Tao. El estratega es un intérprete del movimiento de la energía, de las combinaciones de los cinco elementos, de fuerzas ordinarias y extraordinarias. [5:7] Ahora bien, los recursos de los expertos (Shan) en el manejo de las fuerzas extraordinarias son, como el cielo y la tierra, ilimitados; como el caudal de los grandes ríos, inagotables. [8] Porque llegan al final y vuelven a empezar; son cíclicos, como lo son los movimientos del sol y de la luna. Mueren y renacen; retornan, como lo hacen las estaciones pasajeras. [9] Son sólo cinco los colores primarios pero sus combinaciones son tan innumerables que es imposible visualizarlas todas. [10] Son sólo cinco los sabores pero sus mezclas son tan variadas que no se puede degustarlas todas. [11] En el combate sólo existen fuerzas ordinarias y fuerzas extraordinarias; las combinaciones son, sin embargo, ilimitadas. Nadie puede abarcarlas todas. [12] Porque estos dos tipos de fuerzas se reproducen mutuamente y su interacción, como la de dos anillos entrelazados, es interminable. ¿Quién sería capaz de determinar en dónde comienza uno y termina el otro? [13] Es por su ímpetu por lo que una inundación torrencial lanza peñascos. [14] Es por su momento por lo que un halcón destroza el cuerpo de su presa. [15] Así también el ímpetu del experto (Shan) en la guerra es aplastante, y su ataque precisamente regulado.

Sun Tzu precisa, sin embargo, que “hacer bien (Shan) la guerra” no es sólo interpretar el movimiento del Tao sino “crear situaciones” de victoria. [5:20] [...] quienes saben (Shan) cómo hacer que el enemigo se mueva lo hacen creando una situación a la que tenga que conformarse; lo atraen por medio de algo que están seguros de obtener; y con el cebo de mayores oportunidades le aguardan en una posición más fuerte. [21] Un comandante hábil (Shan), en consecuencia, busca la victoria a partir de la situación y no la exige de sus subordinados. [5:24] Aquel que depende de la situación usa sus hombres en el combate como si hiciese rodar troncos o piedras. Ahora bien, es de la naturaleza de troncos y piedras permanecer


Someter al enemigo sin librar combate

inamovibles sobre terreno estable; sobre terreno inestable, moverse. [25] De esta manera, el potencial de tropas mandadas hábilmente (Shan) en batalla puede compararse al de peñascos redondos que ruedan desde las alturas de una montaña.

El capítulo VI reexamina las tácticas en función de las ideas del Tao. Sun Tzu examina el terreno y las acciones militares como “debilidades y fortalezas” (Griffith) o como interacción de “lo hueco y lo consistente” (Galvany). El combate ideal para Sun Tzu es aquel que consiste en “enfrentar pares de opuestos, en los que uno de los componentes de dichos binomios se encuentra en una situación abiertamente ventajosa respecto de la otra: se trata de enfrentar un grupo numeroso contra uno escaso, de contraponer unidad frente a dispersión, etc. Así pues, el General competente debe arreglárselas para conseguir que sus tropas o posiciones consistentes golpeen las tropas o posiciones huecas del rival. En ese sentido, tal y como el propio Sun Tzu manifiesta en este capítulo, se requiere la facultad de ocultar las carencias o inconsistencias y de camuflar, de hacer pasar por debilidad, la propia fortaleza o solidez”.36 [6:2] [...] los que saben (Shan) de guerra llevan al enemigo al campo de batalla y no se dejan llevar por él. [6:8] [...] contra los que saben (Shan) atacar, un enemigo no sabe por dónde defenderse; contra los expertos (Shan) en defensa, el enemigo no sabe atacar.

Estas especulaciones taoístas son las que permiten a Sun Tzu reinterpretar textos de la segunda parte, que como anotamos, recogen colecciones de aforismos y tratan más de las operaciones “en el campo de batalla” que del estratega. Así, en un pasaje relaciona el movimiento externo de los cinco elementos con el movimiento de la energía psíquica (Ch’i)37 en la mente e interior de sus soldados, y el ejército enemigo.

36 Ibid, pág. 151, nota 1. 37 El ideograma de Ch’i representa “vapor ascendiendo de arroz cocido” (Wieger, op. cit., pág. 241). El Ch’i es una de las principales nociones de la filosofía china. C, Elorduy cita al diccionario Tzu-hai que le da “las significaciones de vapor, aliento, olor, espíritu, energía vital, aire, temperatura” (op. cit., pág. 126, nota 60). Lao Tzu dice: “El Tao engendra al Uno, y el Uno engendra al Dos, el Dos engendra al Tres, y el Tres engendra los diez mil seres. Los diez mil seres llevan en sus espaldas el Yin (oscuridad) y en sus brazos el Yang (luz), y el vapor de la oquedad queda armonizado” (42. A).

[7:22] [...] los que saben (Shan) de guerra evitan al enemigo cuando su ánimo (Ch’i) está alerta y lo atacan cuando está flojo y sus soldados añoran el hogar lejano. En esto consiste el control del factor moral.

Y en otro pasaje resalta que la victoria en la guerra es un asunto de armonía con la energía del Tao: [11:25] En la antiguedad, aquellos que se describían cómo hábiles (Shan) en la guerra hacían imposible al enemigo unir su vanguardia con su retaguardia; poner a cooperar mutuamente sus partes tanto grandes como pequeñas; las tropas buenas socorrer a las débiles; y superiores y subordinados apoyarse unos en otros. [11:38] [...] las tropas de aquellos expertos (Shan) en guerra son empleadas como la serpiente del Monte Ch'ang cuyo nombre era 'respuesta simultánea'. Cuando se la golpea en la cabeza, ataca con la cola; cuando se la golpea en la cola, ataca con la cabeza; cuando se la golpea en el centro, ataca tanto con la cabeza como con la cola.

7. Epílogo: Sun Tzu en el Japón La traducción de Griffith contiene un largo apéndice en donde trata de la “influencia de Sun Tzu en el pensamiento japonés”38. El apéndice lleva a un sutil e irónico enjuiciamiento de la derrota japonesa en la Guerra del Pacífico. El ataque a Pearl Harbor y la campaña de Malasia estuvieron inspirados en El arte de la guerra, pero su actitud frente a la guerra de guerrillas de Mao y las ingenuas tácticas defensivas desplegadas contra el avance de los aliados muestran que “a pesar de su entusiasta estudio la comprensión japonesa de Sun Tzu no pasa de ser superficial. En el sentido más profundo, no conocían a sus enemigos ni a sí mismos; sus cálculos en los consejos no habían sido hechos con objetividad”. 39 Dejo de lado el discutir sobre esta apreciación. Pienso, más bien, que el desplazamiento histórico de las ideas de Sun Tzu de China a Japón, cerca de mil años después de escrito el libro, muestra un movimiento de las ideas en el mismo pensamiento oriental que es conveniente estudiar más a fondo. La cultura china del siglo IV a.e. y la cultura japonesa del siglo VIII d.e. son predominantemente

38 Griffith, op. cit., págs. 228-241. 39 Ibid, págs. 240-241.

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simbólicas y sus expresiones escritas de carácter sapiencial. Los aforismos y proverbios son polisémicos. Sus máximas tienden a la sobredeterminación y condensación, en el sentido de S. Langer. Sin embargo, dentro de este pensamiento hay ciertos desplazamientos: la “figura representativa” del “general” de Sun Tzu fue reemplazada en Japón por la del “guerrero”. El “Estado”40 dejó sitio al “individuo”. El énfasis en la inteligencia de la situación y la sabiduría que se obtiene por la acumulación de la experiencia, da paso a la preparación concreta para las decisiones. A la consideración de la “inteligencia de la guerra” se añade un “arte marcial”: un código ético del “espíritu” del combate, el bushidoo.41 El objetivo de evitar la guerra y de vencer sin dar combates es transpuesto en los códigos japoneses que versan sobre el samuray,42 en una ascética, la actitud constante de dominio de sí mismo que expresa la máxima: “Si tienes una espada no la desenvaines. Pero si la desenvainas, mata”.

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40 En el texto chino conservo el término “Estado” que traen todas las traducciones. Debe advertirse, sin embargo, que el ideograma chino significa originalmente “territorio acotado por las armas (es decir, la guerra)”, región, agrupación política. El ideograma representa un espacio encerrado (por una muralla) en cuyo interior hay una albarda. La albarda fue reemplazada, más tarde, por el ideograma de “rey” (el hombre que une al cielo y la tierra. No creo que sea conveniente el uso del término “Estado” que tiene como contexto entre nosotros la Paz de Westfalia, para traducir el ideograma que se creó en tiempos y políticas diferentes. Sigo, sin embargo, la costumbre de las traducciones. 41 Traducido comúnmente como “el camino del samuray”. Literalmente: “el camino (doo) del caballero (shi) que porta armas (bu)”. Ver la obra escrita en 1865, cuando occidente descubrió a Japón, para explicar a los occidentales este “espíritu”: Inazo Nitobe, El Bushido. El alma del Japón. Exposición del pensamiento japonés, Traducción de Esteve Sierra, Palma de Mayorca, José J. De Olañeta (ed.), 2002. 42 Véase por ejemplo, Miyamoto Musashi, El libro de los cinco anillos. Guía del Samurai, Madrid, Miraguano Ediciones, 1992. Yamamoto Tsunetomo, Hagakure. The Book of the Samurai. Tokyo: Kodansha International, 1983. Daidoji Yuzan, El código del samuray. El espíritu del bushido japonés y la vía del guerrero, Madrid, Editorial Edaf S.A., 1998.

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SOBRE LA POSIBILIDAD DE LA GUERRA JUSTA ENTRE FIELES Y PAGANOS EN TOMÁS DE AQUINO Felipe Castañeda * “Qui bene amat, bene castigat.” (Proverbio romano) “Porque te quiero, te aporrio.” (Versión del refranero popular)

Resumen El artículo aborda los planteamientos de Tomás de Aquino sobre la guerra, en particular aquellos concernientes a la justicia de la guerra entre cristianos e infieles. Analizando el concepto de paz y la relación entre la justicia y la caridad en la obra de este autor, el texto encara la pregunta sobre el papel de la religión en las consideraciones sobre la guerra justa y sobre la aplicación de dicho concepto a sociedades paganas.

Abstract This article studies Tomas de Aquine’s ideas about war, specially those about the justice of war between Christians and nonbelievers. Analyzing the concept of peace and the relation between justice and charity in this writer’s work, the article faces the question about religion’s place in thoughts on just war and its application to pagan societies.

Palabras clave:

justicia, la ley y la guerra sirvieran como marco teórico para tratar de integrar la nueva realidad en la propia cosmovisión. No es del caso hablar acerca de la influencia de Tomás sobre la Escuela de Salamanca, o sobre autores que efectivamente se convirtieron en los referentes para poder comprender y tomar posiciones frente al Nuevo Mundo y, en especial, acerca de la legitimidad de los títulos de la Conquista. Sin embargo, cabe anotar lo siguiente: si las controversias acerca de la conquista de América condicionaron y determinaron en parte los fundamentos del derecho internacional moderno, entonces, un intento de comprensión de la forma como se concibió la guerra justa en la modernidad, necesariamente requiere o, por lo menos, motiva algún tipo de excursión por los terrenos del Doctor Angélico. Este recorrido se orientará a partir de la siguiente inquietud: Tomás de Aquino desarrolla un planteamiento acerca de la guerra justa, en el que aparentemente postula una serie de requisitos que se pueden aplicar sobre cualquier tipo de sociedad humana organizada de forma política, es decir, que disponga de gobierno, independientemente de sus diferencias religiosas. En concreto y sin entrar en mayores detalles: una guerra resulta justa, primero, si es declarada por la autoridad socialmente competente2; segundo, si responde a una causa justa, esto es, si se puede entender como la respuesta a una injuria recibida3; y, tercero, si con ella se pretende reestablecer o buscar la paz4. Ahora bien, como el hombre se concibe como un ser social y político por naturaleza, y como en toda organización política debe

Guerra, guerra justa, derecho natural, cristianismo, Tomás de Aquino.

Keywords: War, just war, natural law, Christianity, Tomas de Aquine.

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I Bien se dice que nadie sabe para quién trabaja. Hacia 1250 cuando Tomás de Aquino comenzaba a redactar su Suma de Teología1, muy probablemente nunca se imaginó que unos doscientos años en el futuro se descubriera y conquistara una especie de Atlántida, bastante poblada de bárbaros gentiles, y que sus reflexiones acerca de la

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Filósofo – Universidad de los Andes. Dr. en Filosofía – Universidad Javeriana. Director del Departamento de Filosofía – Universidad de los Andes.

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Se tomará como referencia de la Suma de Teología la edición: BAC, Tomo II, Parte I-II, Madrid, 1989, abreviatura “I-II”; y BAC, Tomo III, Parte II-II, Madrid, 1995, abreviatura “II-II” “Tres cosas se requieren para que sea justa una guerra. Primera: la autoridad del príncipe bajo cuyo mandato se hace la guerra. No incumbe a la persona particular declarar la guerra, porque puede hacer su derecho ante tribunal superior; además, la persona particular tampoco tiene competencia para convocar a la colectividad, cosa necesaria para hacer la guerra. Ahora bien, dado que el cuidado de la república ha sido encomendado a los príncipes, a ellos compete defender el bien público de la ciudad, del reino o de la provincia sometidos a su autoridad.” “Se requiere, en segundo lugar, causa justa. Es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa. [...] Suelen llamarse guerras justas las que vengan las injurias; por ejemplo, si ha habido lugar para castigar al pueblo o a la ciudad que descuida castigar el atropello cometido por los suyos o restituir lo que ha sido injustamente robado.” “Se requiere, finalmente, que sea recta la intención de los contendientes; es decir, una intención encaminada a promover el bien o a evitar el mal.” II-II, q. 40, a. 1, 337s.


Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paganos en Tomás de Aquino

haber una cabeza del Gobierno, y como toda sociedad se orienta en principio a la búsqueda, preservación o aumento del bien común, entonces, se podría pensar que cualquier tipo de pueblo puede eventualmente declarar una guerra justa. Eventualmente, si se presenta la circunstancia de ser injuriado por otro, de tal manera que se amenace la paz social; y, en principio, ya que las organizaciones políticas responden a la naturaleza humana misma, que no se pierde ni se cancela por las diferencias de credos que se practiquen. Este sería un lado del asunto, si se quiere, la lectura secularizada de Tomás sobre la guerra: hay un derecho natural, que legitima la creación de sociedades políticas. Además, avala la defensa y mantenimiento del mismo. En consecuencia, resulta justo responder con fuerza a todo aquello que lo ponga en tela de juicio. Sin embargo, este tipo de lectura parece dejar de lado una serie de consideraciones, que permitirían mostrar otro lado del planteamiento: Tomás trabaja el tema de la guerra justa como parte de su Tratado sobre la Caridad. En términos generales afirma que la guerra se debe entender como una especie de obstáculo o ruptura precisamente de la caridad, es decir, de la virtud que fundamenta la paz y la amistad entre cristianos y, entre estos y su dios. En otras palabras, cuando una guerra es justa en el fondo se orientaría a reestablecer la posibilidad del ejercicio de la caridad. Si esto es así, se puede pensar que los requisitos de guerra justa antes enunciados sólo resultan válidos para conflictos bélicos que se den entre pueblos cristianos, puesto que la caridad se entiende como una virtud teológica5, es decir, como una especie de regalo divino, del cual sólo se pueden beneficiar creyentes cristianos y que presupone tener fe6. Dicho de otra manera: parece viable cuestionar que los criterios de guerra justa se puedan aplicar indistintamente para pueblos creyentes o paganos.

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“Y estos principios (la fe, la esperanza y la caridad) se llaman virtudes teológicas, en primer lugar, porque tienen a Dios por objeto, en cuanto que por ellas nos ordenamos rectamente a Dios; segundo, porque sólo Dios nos las infunde; y tercero, porque solamente son conocidas mediante la divina revelación, contenida en la Sagrada Escritura.” I-II, q. 62, a. 1, 470 “... así como uno no podría tener amistad con alguien si perdiese la fe o la esperanza de poder tener alguna comunión o trato familiar con él, tampoco puede tener uno amistad con Dios, que es la caridad, si no tiene fe, por la que cree en esta comunión y trato familiar del hombre con Dios, y espera pertenecer a esta sociedad. Y así la caridad no puede existir en modo alguno sin la fe y la esperanza.” I-II, q. 65, a. 5, 491.

Este ensayo pretende mostrar que si se efectúa un análisis del concepto de paz y que, si se tienen en cuenta las relaciones entre la virtud de la caridad frente a la de la justicia, resulta razonable afirmar lo siguiente: primero, que los criterios de guerra justa no pueden ser aplicados de una manera recíproca para conflictos entre fieles e infieles; segundo, que parece bastante difícil que un pueblo infiel pueda justificar una guerra agresiva justa, es decir, no meramente defensiva, frente a un pueblo fiel; y tercero, que el planteamiento de la guerra justa parece necesariamente permeado por consideraciones religiosas. Si esto es así, entonces se podría argumentar que la lectura secularizada de la guerra justa de Tomás de Aquino sólo resulta viable, si se hace completa abstracción de la parte de su pensamiento que precisamente avala el componente del credo como una de sus partes integrales. Sin embargo, ya que se trata justamente de uno de sus componentes básicos, entonces el planteamiento de la guerra justa queda sin fundamento hasta que no se logre ofrecer una redefinición de conceptos como los de paz, justicia, etc. Pero básicamente, hasta que no se adelante una separación clara entre aquello en lo que se cree y aquello que se piensa. Desde este punto de vista, las controversias sobre la legitimidad de la conquista de América ayudaron, de alguna manera, no sólo a desarrollar ese intento de separación entre creencia y razón, sino a mostrar ambigüedades, oscuridades y eventuales contradicciones latentes en ese marco teórico. Pero también se puede sugerir lo siguiente: esas controversias permiten igualmente establecer hasta qué punto puede resultar ingenuo pretender adelantar esa separación entre aquellas cosas que se asumen como verdaderas con base en la voluntad, y aquellas cuya aceptación radica en el conocimiento especulativo. Probablemente, en Tomás se encuentra un planteamiento acerca de la guerra justa que resulta llamativo precisamente porque involucra aspectos propios de un determinado credo que intenta armonizar con preceptos de lo que él llamó “razón natural”. Dicho de otra manera, porque no desconoció que los pueblos no sólo legitiman sus conductas bélicas a partir de lo que piensan, sino especialmente, a partir de lo que creen, así nuestra conciencia moderna quiera olvidar, o esconder, esa parte del problema.

II El concepto de paz sirve como puente entre consideraciones propias del credo y de la concepción de la 27


DOSSIER • Felipe Castañeda

sociedad y del Gobierno: por un lado, se trata de un estado que se concibe como efecto de la caridad y, por otro, como el fin y causa de las organizaciones políticas. En este sentido, la paz se entiende como algo a lo que todo ser humano tiende por naturaleza, aunque parece que sólo puede llegar a ser patrimonio propio del cristiano. Dado que no puede haber guerra justa, si con ella el príncipe que la declara no pretende la paz, y puesto que el estado bélico se opone precisamente al de paz, conviene adelantar una lectura de este requisito a partir de la manera como Tomás plantea su noción de la paz. Primero, algunas consideraciones adicionales sobre esta condición de guerra justa: Entre los verdaderos adoradores de Dios, las mismas guerras son pacíficas, pues se promueven no por codicia o crueldad, sino por deseo de paz, para frenar a los malos y favorecer a los buenos [Tomás cita a San Agustín en De verbis Dom.]. Puede, sin embargo, acontecer que, siendo legítima la autoridad de quien declara guerra y justa la causa, resulte, no obstante, ilícita por la mala intención. San Agustín escribe en el libro Contra Faust: “En efecto, el deseo de dañar, la crueldad de vengarse, el ánimo inaplacado e inplacable, la ferocidad en la lucha, la pasión de dominar y otras cosas semejantes, son, en justicia, vituperables en las guerras”.7

que de hecho ni siquiera lleven al objetivo pretendido. De esta manera, se puede entender que Tomás invalide la utilización de la guerra como un mero motivo para pretender riqueza, satisfacer el deseo de venganza o de dominio, etc. Hasta este momento, del planteamiento se podría afirmar que cualquier príncipe debidamente reconocido como tal, y cuya sociedad haya sido injuriada de tal forma que se haya puesto en tela de juicio su posibilidad de vivir o de mantenerse en paz, puede declarar una guerra justa, si con ella precisamente busca recuperar o defender o afianzar ese bien común. Sin embargo, la pregunta sería si el sistema de Tomás permite que cualquier tipo de príncipe, es decir, independientemente de su credo, pueda llegar a tener “intención recta”. Dicho de otra manera, habría que determinar si la condición de infiel y las características propias del estado de paz no son mutuamente excluyentes, de tal forma que para un infiel resulte imposible pretender la paz. Para Tomás, la paz, si bien implica concordia, no se puede reducir a ella: La paz implica concordia y añade algo más. ... la concordia implica la unión de tendencias afectivas de diferentes personas, mientras que la paz, además de esa unión, implica la unión de apetitos en un mismo apetente.8

Tomás aclara que no puede haber guerra justa, si la intención de la misma no obedece a la búsqueda de la paz, independientemente de si se dan las otras dos condiciones. En este sentido, la “recta intención” del actuar bélico no sólo se está asumiendo como un aspecto del ius ad bellum (derecho para la guerra) sino también como uno de los criterios que definen el ius in bello (derecho en la guerra). Efectivamente, si la guerra se pone en función de la paz, entonces los medios bélicos no pueden tener por efecto que la paz no se pueda volver a reestablecer o a alcanzar, pero también, se invalida que la ocasión de la guerra se utilice para pretender cualquier tipo de objetivo que no resulte necesario para lograr la paz. En este sentido, se retoma el principio según el cual “si el fin es legítimo, también lo son los medios necesarios para alcanzarlo”, que es propio de la razón natural, pero desarrollado en esta consecuencia: no son correctos medios innecesarios o

La concordia se concibe como un ajuste de voluntades de las personas que conforman una determinada sociedad, que se fundamenta en el consenso. Desde este punto vista, se puede afirmar que la concordia se manifiesta en la unidad social, ya que esta última se concreta y se afianza a partir de una voluntad común. Así, hay una relación bastante estrecha entre concordia y lo que normalmente se llama “paz social”; si el principio de los actos humanos radica en la voluntad de cada individuo y, si para el hombre es necesario vivir en sociedades organizadas de manera política, entonces no resulta posible mantener la unidad social a no ser que las voluntades de sus miembros de alguna manera coincidan en el hecho de poner sus apetencias particulares en función del fin común social. En consecuencia, la concordia es efectivamente uno de los pilares de la posibilidad de cualquier sociedad. Unas palabras de Tomás acerca de la importancia de la paz social:

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II-II, q. 40, a. 1, 338.

II-II, q. 29, a. 1, 276.


Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paganos en Tomás de Aquino

... el bien y la salvación de la sociedad es que se conserve su unidad, a la que se llama paz, desaparecida la cual desaparece asimismo la utilidad de la vida social ... Luego esto es a lo que ha de tender sobre todo el dirigente de la sociedad, a procurar la unidad en la paz. Pues no delibera con rectitud si no consigue la paz en la sociedad sujeta a él ...9

Ahora bien, para Tomás el concepto propio de paz no se reduce a la de carácter social, sino que debe incluir asimismo una de carácter individual, es decir, un estado en el que se manifieste unidad entre las facultades apetitivas y en ellas. Así, la paz individual presupone unidad entre voluntad y sensibilidad, pero también armonía entre los diversos fines que eventualmente la misma voluntad pretenda.10 Sobre el primer asunto: esa unidad sólo es posible si efectivamente la voluntad logra poner los fines de los apetitos concupiscible e irascible en función de los que postule el entendimiento. Para lograr esto se requiere que la voluntad logre dominar la sensibilidad, pero también, que el entendimiento y la razón logren concretar reglas de conducta de carácter obligatorio, en las que se definan bienes de carácter general, para que de esta manera la voluntad se pueda asumir, efectivamente, como libre. Sobre el segundo asunto: una vez que la voluntad logra operar con base en fines determinados a partir del entendimiento, para mantener su unidad debe poder ordenarlos de tal forma que no se presente oposición entre ellos. Eso sólo resulta posible, si establece un fin de fines y si ordena los intermedios a partir del último, de tal manera que le sea posible fijar criterios de prioridad, etc. Por lo dicho, se puede hablar de paz si se da a la vez tanto concordia social como paz individual o interior. Sin embargo, el concepto propio de paz parece apuntar principalmente a la paz interior: Incluso quienes buscan guerras y disensiones no desean sino la paz que creen no tener. En verdad, ... no hay paz si uno

Santo Tomás de Aquino, La monarquía, Altaya, Barcelona, 1994, citado: De regno. 10 “... el corazón de la misma persona tiende a cosas diferentes de dos modos. Primero: según las potencias apetitivas; y así, el apetito sensitivo las más de las veces tiende a lo contrario del apetito racional ... El otro modo, en cuanto la misma potencia apetitiva, se dirige a distintos objetos apetecibles, que no puede alcanzar a la vez, y esto conlleva necesariamente contrariedad entre los movimientos del apetito. Ahora bien, la paz implica, por esencia, la unión de esos impulsos, ...” II-II, q. 29, a. 1, 276 9

concuerda con otro en contra de sus preferencias personales. Por eso, los hombres, guerreando, desean romper esa concordia, que no es sino paz defectuosa, para llegar a una paz en la que no haya nada contrario a su voluntad. Por eso, cuantos hacen la guerra intentan llegar por ella a una paz más perfecta que la que antes tenían.11

La posición de Tomás es clara: no hay propiamente paz social, si el consenso que fundamenta la unidad de la sociedad plantea oposición frente a las “preferencias personales”. En este sentido, si la voluntad común no corresponde con los principios básicos de acción que asume y avala la voluntad individual, se comienza a cuestionar la unidad social. Dicho de otra manera, no puede haber paz social, si esta última genera conflicto en el ámbito de la paz individual. Pero también se puede afirmar lo siguiente: si las personas que conforman una sociedad no cuentan con paz interior, tampoco resulta viable afianzar o llegar a determinar paz social. Obviamente, si los aspirantes a ciudadanos no saben propiamente qué es lo que deben querer, o no pueden ordenar sus diversas apetencias, o no logran actuar en función de reglas generales, no es posible alcanzar la concordia. En consecuencia, la paz social parece depender de la paz individual por un doble respecto: primero, porque se cuestiona la concordia misma, si genera oposición frente a la voluntad individual; y, segundo, porque la paz individual parece un presupuesto de la social. Ahora bien, según Tomás, no puede haber propiamente esa unión adecuada de las diversas facultades humanas, así como entre personas, si no hay caridad de por medio: La paz ... implica esencialmente doble unión: la que resulta de la ordenación de los propios apetitos en uno mismo, y la que se realiza por la concordia del apetito propio con el ajeno. Tanto una como otra unión las produce la caridad.12 ... dado que ... la paz es efecto de la caridad por la razón específica de amor de Dios y del prójimo, no hay otra virtud distinta de la caridad que tenga como acto propio la paz ...13

No es del caso entrar en detalles acerca de cómo la virtud de la caridad logra efectivamente generar estados de paz

11 II-II, q. 29, a. 2, 277. 12 II-II, q. 29, a. 3, 278 13 II-II, q. 29, a. 4

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tanto interiores como exteriores. Valga la pena mencionar por encima sólo lo siguiente: la caridad, entendida como una especie de relación amorosa con Dios, permitiría permanecer en una sociedad armónica con el principio generador, ordenador y mantenedor del todo. En consecuencia, se daría la posibilidad de un obrar ajustado frente al orden natural así como al que atañe al destino sobrenatural del hombre. Por otro lado, como la caridad se manifiesta asimismo en el amor del prójimo, resulta más o menos claro que predispone de una manera adecuada para poder llegar a un estado de concordia, ya pensando en la unidad social. Sin embargo, el punto que quiero rescatar es el siguiente: si la caridad es necesaria para la paz, ya que es su efecto propio, entonces, sin caridad no puede haber propiamente paz. En consecuencia, si la caridad presupone tener fe, como ya se mencionó, resulta razonable afirmar que, si no se dispone de fe, tampoco se puede tener en el fondo paz interior ni exterior. Ahora bien, si esto es así, entonces se explica que Tomás diferencie entre ‘paz verdadera’ y ‘paz aparente’, es decir, entre la paz de los buenos y de los malos: Y así como puede haber apetito tanto del bien verdadero como del bien aparente, puede darse igualmente una paz verdadera y una paz aparente. ... De ahí que la paz verdadera no puede darse sino en bienes y entre buenos. La paz, empero, de los malos es paz aparente, no verdadera. Por eso se dice en Sab 14, 22: Viven en la gran guerra de la ignorancia; a tantos y tan grandes males llamaron paz.14

No es del caso ir sobre una definición de ‘bien’ en Tomás, para intentar aclarar cuál sería propiamente la paz de los malos frente a la de los buenos. Por ahora, se puede afirmar que hay una relación importante entre el concepto de paz y el de bien, de tal manera que si la unión de voluntades o la unión individual se fundamenta a partir de la búsqueda de fines que en principio no se puedan entender como bienes, entonces no se tiene paz en sentido propio, sino algo así como “paz aparente”. De esta manera, si una sociedad se organiza en aras de robar o de saquear sistemáticamente a otras sociedades, o si los valores que promueve atentan continuamente contra las virtudes,

14 II-II, q. 29, a. 2, 278

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entonces, si de hecho hay concordia en esa manera de entender el bien común y, si fuera de lo anterior, los individuos encuentran paz interior en esa forma de concebir el fin social, se tendría paz aparente o falsa. Sin embargo, hay otro aspecto que conviene rescatar de este asunto: si sólo la caridad está en capacidad de generar propiamente paz, entonces el concepto de caridad tiene que estar ligado al de bien. El punto tiene que ver con lo siguiente: si sólo la caridad genera paz y, si sólo se da paz verdadera entre buenos, entonces no se puede hablar de gente buena por fuera de la caridad. Si esto es así, parece que no es posible encontrar sociedades que gocen verdaderamente de paz por fuera de la caridad. O si se quiere, difícilmente un pueblo infiel podría estar en estado de paz verdadera. Comenta Tomás al respecto: Resulta, pues, evidente que es absolutamente virtud verdadera la que ordena al fin principal del hombre [(unas líneas atrás) el fin último y principal del hombre es, ciertamente, gozar de Dios] ... No puede, por lo tanto, haber virtud sin caridad. ... Mas si el bien particular es verdadero [es decir, diferente de Dios y a la vez correcto desde el punto de vista de las meras virtudes morales], por ejemplo, la conservación de la ciudad o cosas semejantes, habrá verdadera, aunque imperfecta virtud, a no ser que vaya referida al bien final y perfecto. En conclusión, pues, de suyo no puede haber virtud verdadera sin caridad.15

Según esto, si un pueblo promueve el bien por fuera de la caridad, es decir, si cumple con los preceptos del derecho natural aunque no con los de la ley divina, entonces, en el mejor de los casos, puede promover bienes verdaderos, pero nunca de una manera completa o perfecta. Sin embargo, la pregunta sería la siguiente: ¿hasta qué punto un pueblo que carezca completamente de caridad, por carecer de fe, puede en todo caso promover bienes verdaderos? Ciertas afirmaciones de Tomás no parecen dejarle mucho espacio de actuar recto a los infieles en general: La acción de quien carece de caridad puede ser doble: carecer de caridad y hacer algo relacionado con aquello por lo que carece de caridad. Esa acción es siempre mala, como

15 II-II, q. 23, a. 7, 220s


Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paganos en Tomás de Aquino

enseña San Agustín, diciendo que el acto del infiel, en cuanto infiel, siempre es pecado, aunque vista al desnudo, etc., si lo ordena al fin de su infidelidad.16

Concretando el inconveniente y volviendo sobre el tema de la guerra, no puede haber guerra justa si la intención del que la declara no es recta. Solamente es recta, si con la guerra se pretende la paz. Ahora bien, la paz es propiamente efecto de la caridad, y no se puede tener caridad sin fe. En consecuencia, parece que el requisito de recta intención para declarar guerra justa sólo puede ser cumplido por un príncipe cristiano. En efecto, un príncipe infiel sistemáticamente pretenderá, en el mejor de los casos, una paz aparente17. Si esto es así, el sistema parece dejarle únicamente dos alternativas a las sociedades políticas infieles cuando entran en situación de guerra y se preocupan por su legalidad: la primera, que se organicen de tal manera que en ellas quede completamente separado todo lo que tiene que ver con su idolatría de los asuntos sociales, para de esta manera poder acceder a bienes verdaderos aunque de manera imperfecta, lo que podría eventualmente permitir agredir en aras de defender una situación de paz aparente, aunque perfectible y con alguna razón de bien.18 La segunda, que se abstengan completamente de cualquier acción bélica agresiva, es decir, no meramente defensiva, puesto que para ellas es imposible promover bienes en general, lo que implica que nunca pueden contar con intención recta.

III Con el ánimo de complementar lo antes mencionado, conviene establecer hasta qué punto es razonable afirmar en el sistema de Tomás que un pueblo infiel pueda separar aspectos propios de la organización política de sus

16 II-II, q. 23, a. 7, 221 17 “... hay un ... tipo de prudencia que es verdadera y perfecta; es la que aconseja, juzga e impera con rectitud en orden al fin bueno de toda la vida. Es la única prudencia propiamente tal; la prudencia que no puede darse en los pecadores. ... Los pecadores, en efecto, pueden tener capacidad de aconsejar bien respecto de algún fin malo, o de algún bien particular; pero no son buenos consejeros respecto al bien total de la vida ...” II-II q. 47, a. 14, 411s 18 “... siendo la infidelidad un pecado mortal, los infieles están privados, en realidad de la gracia, pero permanece en ellos algún bien de naturaleza. De ahí que no implica que pequen en todos sus actos; pecan, sin embargo, siempre que realicen cualquier obra movidos por su infidelidad.”II-II, q.10, a.4, 112s

prácticas y concepciones idolátricas. Curiosamente, acá se mezclan dos consideraciones que indican un panorama poco alentador: por un lado, es precepto del derecho natural que todo ser humano tienda a reconocer la existencia de una instancia divina, pero, por el otro, es imposible que el hombre por sí mismo pueda acceder al conocimiento del verdadero dios. Si esto es así, entonces, al cumplir con la ley natural de subordinarse a una instancia superior de carácter divino y al reconocerla como un bien mayor al que se debe tender, inevitablemente se cae en idolatría por no contar con la posibilidad de acceder a la ley divina. Sobre lo primero: La razón natural dicta al hombre estar sometido a un superior, pues para remediar las propias deficiencias necesita la dirección y la ayuda de alguien que está por encima de él. Y cualquiera que sea este ser, es a quien todos han llamado Dios. Y, al igual que en las cosas naturales los seres inferiores están sometidos por su misma naturaleza a los superiores, así también el hombre lleva impreso en su razón natural el manifestar a su modo el sometimiento y el honor a otros superiores a él.19

Conviene recordar que la ley natural se entiende como la participación de la ley eterna en la razón natural humana. Ahora bien, como la eterna determina el orden general de la creación, en la medida en que atañe al hombre, fija su condición general, y, en consecuencia, su tendencia natural. De esta manera, el ejercicio de la razón humana en cuanto a que reconoce su propia tendencia natural, a su vez, asume una serie de preceptos básicos, que deben servir como principios fundamentales de su acción y que corresponden precisamente con lo que la ley eterna determina como humano. Esos preceptos tienen un carácter obligatorio, puesto que representan lo que un ser humano debe hacer justamente para poderse realizar como tal. Así, se pueden considerar como leyes y, específicamente, como leyes de carácter natural, no sólo porque están en función de la realización de lo propio del ser humano como tal, sino porque todo ser humano por el hecho de serlo, es decir, de disponer de facultades intelectivas y de voluntad, reconoce su verdad. De esta forma, se entiende que la ley natural representa algo así como un marco básico de reglas que permiten concretar lo

19 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, T. IX, BAC, Madrid, 1955, IIII, q. 85, a. 1, 102.

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que se entiende como ‘bien’, puesto que su contravención va directamente en contra de la posibilidad del desarrollo del ser humano mismo. En este sentido, no cumplir con estas normas básicas representaría tanto como negar lo propio y específico de la humanidad. Pero también, contrariar, a la vez, la voluntad divina al pretender no seguir la ley eterna. Ahora bien, dentro de las leyes naturales se encuentra el precepto de reconocer una instancia divina y subordinarse a ella, es decir, de asumir por lo menos dos cosas: primero, que hay cosas superiores; y, segundo, que hay que ordenarse a ellas. Siendo este el asunto, resulta claro que la instancia superior se tiene que concebir como una especie de bien superior, que de alguna manera trasciende al hombre. Dicho de otra manera: que los bienes no sólo no se reducen a los que el hombre por sí mismo puede determinar y alcanzar, sino que hay unos que rebasan sus capacidades y que son más perfectos. De ahí, que estos bienes superiores y trascendentes a su naturaleza se asuman también como fines últimos. En consecuencia, la razón natural tiene que dictar que todos los bienes humanos se orienten y se pongan en función de lo que se considere como fin último. Esta sería una cara de la moneda. Sobre la otra, supone Tomás que no sólo hay una ley natural que resulta de la participación de la ley eterna en la razón natural, sino que es necesaria, a la vez y a modo de complemento, una ley divina. Esta última tiene que ver con lo siguiente: el destino del hombre no se reduce a su devenir en el tiempo, sino a lo que Dios le determina como fin en la eternidad. Por otro lado, el hombre no se entiende meramente como un cierto tipo de ente que responde a determinada naturaleza, sino también, como una criatura, es decir, como algo frente a lo que el dios creador tiene dispuesto algún plan. De esta manera, el hombre no sólo debe responder por todo aquello que se relacione directamente con el desarrollo de su propia naturaleza como tal, sino que debería cumplir además con su destino trascendente según lo previsto por su creador. Dicho en otras palabras: debe haber una ley divina, es decir, con la ley natural no basta. Obviamente, el precepto de la ley natural que implica el reconocimiento de una instancia superior encaja perfectamente con lo que requiere la ley divina: el uno genera una disposición necesaria que condiciona favorablemente para seguir lo que determine la instancia superior; la segunda, en principio, concreta a partir de normas específicas ese aspecto de las conductas humanas. También es claro que el asunto funciona si efectivamente el 32

dios creador da a conocer qué es lo que quiere en relación con el destino trascendente del hombre al hombre mismo, o si se quiere, tiene que haber revelación. En caso contrario, el hombre necesariamente tiene que tender a satisfacer esa demanda natural de someterse a una instancia trascendente de la manera como mejor pueda. Y la mejor manera es siempre más o menos fallida, puesto que sistemáticamente implica tratar de conocer lo que no se puede conocer, lo que rebasa las propias capacidades, lo que está más allá del radio que le es propio y natural. Así, entre la ignorancia y el intento de cumplimiento de la ley natural, se genera la idolatría: ... [una primera causa de la idolatría se da] por el desordenado afecto de la voluntad, en cuanto los hombres comienzan a venerar o a amar excesivamente a sus semejantes y acaban por ofrecerles culto divino. ...Una tercera causa [de la idolatría] es la ignorancia del verdadero Dios. Los hombres nada supieron de sus excelencias, inclinándose por eso hacia la belleza y virtud de las criaturas, hasta tributarles el culto de la divinidad.20

Con lo anterior se habría mostrado que en la medida en que el hombre siga la ley natural y no disponga de una revelación efectiva, necesariamente parece caer en la idolatría. En consecuencia, termina fijando como fines últimos cosas que no pueden corresponder con el verdadero dios. Pero no sólo esto, ya que reconoce como instancia superior algo que contraría la ley divina, también resulta razonable que ordene su vida y su forma de concebir las cosas, en general, en función de esos fines superiores. Dicho de otra manera: sería absurdo que no haga todo lo que hace relacionándolo con su infidelidad. Siendo así el asunto, no puede ser extraño que si se organiza socialmente, el todo social se subordine a ciertos ideales idolátricos, que la idea básica de lo justo e injusto esté permeada por la forma de entender el bien principal trascendente, etc. Y la consecuencia parece clara: “el acto del infiel, en cuanto infiel, siempre es pecado, aunque vista al desnudo, etc., si lo ordena al fin de su infidelidad”, como ya se comentó. Unas palabras de Tomás para reforzar el punto: ... la idolatría tiene una gravedad suprema. En los reinos de este mundo, cualquier ciudadano comete una falta gravísima

20 Ibid, II-II, q. 94, a. 4, 248


Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paganos en Tomás de Aquino

cuando tributa honores regios a otro que no sea el verdadero rey, ya que, en cuanto está de su parte, perturba todo el orden de la república. De igual suerte, en los pecados que se cometen contra Dios ... el que implica más gravedad parece ser el tributar honores divinos a una criatura.21

intenciones de sus príncipes. Obviamente, se podría pensar también en el caso de pueblos que adoraran instancias divinas que casualmente correspondieran sorprendentemente con los atributos del dios cristiano, pero sin saber que se trata de tal, es decir, que lo llamaran con otros nombres, etc. Sin embargo, esta poco viable hipótesis iría en contradicción con la necesidad de la revelación, en especial, de la venida de Cristo. De esta forma, ni el propio Aristóteles con su motor inmóvil podría evitar la sanción de idólatra. La idea se puede redondear si se consideran algunos argumentos de Tomás, en los que claramente indica que el poder político de un Estado cristiano debe estar en función del religioso.

Hasta ahora se habría mostrado que no parece muy factible concebir en el sistema de Tomás infieles no idólatras y que, por lo tanto, muy posiblemente todo infiel se organiza socialmente en función de creencias y valores que necesariamente se deben considerar como opuestos al bien. En consecuencia, la intención de un príncipe pagano, convencido de sus idolatrías y, paradójicamente, en seguimiento de la ley natural, resulta inevitablemente perversa. Ahora bien, se podría pensar en pueblos infieles que no se organicen socialmente, de tal manera que todo lo que hagan lo lleven a cabo por sus credos. Sin embargo, casos de este tipo implicarían, según parece, dificultades aún mayores. Se debe pensar en lo siguiente: El incumplimiento de la ley natural conlleva obstaculizar, impedir o distorsionar el adecuado desarrollo de la naturaleza humana. Por lo tanto, no seguir estos preceptos significa tanto como bestializarse o perder la condición humana. De ahí que el derecho natural se asuma como una especie de sistema de leyes marco: si cualquier ley humana contraría el derecho natural, esa ley pierde su carácter de ley. De esta manera, toda ley positiva humana debe poder ser compatible con el derecho natural, que sirve como una especie de criterio general de justicia. Pero como las organizaciones políticas requieren leyes, entonces cualquier ley del Estado debe cumplir con lo mencionado. Ahora bien, como es de derecho natural reconocer una instancia superior trascendente, no tiene sentido pensar que cualquier tipo de Estado se constituya políticamente como un ente completamente secularizado, puesto que eso iría justamente contra uno de los preceptos del derecho natural. Bajo estos supuestos, si una sociedad se organiza de una manera completamente independiente de lo que considera como superior y divino, o se trata de personas con un muy cuestionable desarrollo racional, o se trata de sociedades que de por sí son injustas, porque contravienen sistemáticamente el derecho natural, como sea, en todos los casos se podría poner en tela de juicio la rectitud de las

Un medieval como Tomás podría compartir que el Estado tenga como una de sus funciones propiciar un medio adecuado para que los ciudadanos puedan satisfacer sus necesidades fundamentales. De hecho, es claro para el Doctor Angélico que las personas generan sociedades porque la dotación natural del ser humano como individuo resulta altamente insuficiente para que una persona aislada pueda sobrevivir. De esta forma, el Estado debe poder garantizar techo, comida, etc. Sin embargo, ya que el fin del hombre no se reduce meramente al mantenimiento de su cuerpo, como tampoco, a la preservación del género, muy mal se entendería la concepción del Estado, si se lo asume meramente como una especie de super-hombre social. Por otro lado, insiste Tomás en que su fin tampoco se puede delimitar a la consecución de la felicidad terrena. Dicho de otra manera, y como ya se mencionó, la organización social debe facilitar el desarrollo y la realización de la naturaleza humana y, en este sentido, de sus facultades racionales. Pero, como el hombre responde, a la vez, a un destino en la eternidad, el Estado no sólo no debe impedir ese tránsito al otro mundo, sino motivarlo y promoverlo. En este sentido resulta claro que el gobierno debe estar subordinado a la ley divina. En consecuencia, la

21 Ibid, II-II, q. 94, a. 3, 244

22 De regno, págs. 71s.

Pero como el hombre que viva virtuosamente se ordena a su fin ulterior que consiste en la visión divina ... conviene que la sociedad humana tenga el mismo fin que el hombre individual. Y no es, por tanto, el último fin de la multitud reunida vivir virtuosamente, sino llegar a la visión divina a través de la vida virtuosa.22

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concepción misma de la sociedad y de sus políticos necesariamente debe estar permeada de consideraciones religiosas:

tomamos la infidelidad en sentido puramente negativo, como es el caso de quien jamás oyó hablar de la fe, no es pecado, sino más bien castigo,25

... como el fin de la vida, por la que vivimos ahora rectamente, es la felicidad en el cielo, es propio de la tarea del rey por tal motivo procurar que la sociedad viva rectamente, de modo adecuado para conseguir la felicidad celestial, como, por ejemplo, ordenará lo que lleve a tal felicidad y prohibirá lo que se le oponga, en cuanto sea posible.23

Ya en la Cuestión 76 de la I-II, plantea Tomás el tema de la relación entre ignorancia y pecado, llegando a la conclusión de que la ignorancia de carácter invencible no se puede entender como causal de pecado. En este sentido, si una persona ignora lo que debe conocer, es decir, aquellas cosas que permitirían determinar los objetos de la voluntad de una manera adecuada para comportarse correctamente según el oficio, el ser ciudadano y las relaciones con Dios; y, si esta ignorancia está generada por circunstancias que el individuo involucrado no puede superar, es decir, si le es prácticamente imposible acceder al saber debido, entonces, a pesar de que obre mal, en todo caso no comete propiamente pecado. El asunto se explica porque todo pecado se concibe como una acción voluntaria. Pero como la voluntad no funciona sin conocimiento del objeto pretendido, entonces, al no darse ciertos conocimientos, no se pueden dar las voliciones de esos objetos. En consecuencia, si no hay conocimiento del objeto que se debe pretender, no puede haber apetencia voluntaria del mismo. Eso por un lado. Por otro, no se puede exigir lo imposible. Por lo tanto, si no es prácticamente posible alcanzar el saber debido, entonces, este no puede ser exigible. En consecuencia, tampoco puede generar responsabilidad el no tenerlo. Como sea, para Tomás resulta viable suponer que hay personas que hacen el mal, pero que no necesariamente pecan, puesto que la razón del obrar reprochable puede radicar eventualmente en ignorancia invencible. Es una situación paradójica: la conducta es reprochable en la medida en que causa el mal, el sujeto que actúa de hecho tiene que correr con las consecuencias prácticas de su obrar negativo – no poder acceder a la verdadera paz, ni a la felicidad, etc. -, pero el asunto no se tiene que concebir como propiamente pecaminoso. Precisamente este sería el caso de la infidelidad que tiene su origen en la imposibilidad de acceso al conocimiento del mensaje salvador. De ahí, que todas aquellas personas y pueblos que no hayan podido acceder a la revelación, estarían en situación de infidelidad por ignorancia invencible. Como diría Tomás, nunca se han resistido a la

La siguiente consecuencia se impone: Así pues ... aquellos a los que pertenece el cuidado de los fines anteriores y la dirección de imperio deben subordinarse a aquel que tiene el cuidado del último fin. ... / ... por eso, en la ley de Cristo los reyes deben someterse a los sacerdotes.24

Si esto es así, y si lo más opuesto de un Estado correctamente organizado se tiene que entender como la peor organización política, entonces un Estado infiel que promueva y favorezca credos religiosos diferentes del cristiano, necesariamente se califica de perverso, no sólo porque impediría que sus ciudadanos puedan acceder a la vida eterna, sino porque obstaculizaría la posibilidad de que tengan noticia del mensaje salvador.

IV A pesar de lo dicho, conviene recordar que para Tomás no todos los infieles son de la misma condición, si se los clasifica en función de su oposición al credo verdadero. Tener en cuenta estas distinciones entre tipos de infidelidad resulta conveniente, ya que permite acotar y especificar en qué medida la intención de un príncipe infiel resulta inevitablemente injusta. La infidelidad puede tener doble sentido. Uno consiste en la pura negación, y así se dice que es infiel quien no tiene fe. Puede entenderse también la infidelidad por la oposición a la fe: o porque se niega a prestarle atención, o porque la desprecia, ... En esto consiste propiamente la infidelidad, y bajo este aspecto es pecado. / Pero si

23 Ibid, pág. 76. 24 Ibid, pág. 73.

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25 II-II, q. 10, a. 1, 109s


Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paganos en Tomás de Aquino

fe, porque nunca se les pudo haber presentado. En consecuencia, su estado se puede describir como de infidelidad en sentido puramente negativo. Y de nuevo surge la pregunta, volviendo sobre las condiciones de guerra justa en relación con la infidelidad: ¿cómo se debe entender la intención de búsqueda de la paz de un príncipe gentil en situación de ignorancia invencible? Por un lado, necesariamente este príncipe está en situación de idolatría y tiene que pretender el mal, bajo el supuesto de que de hecho avale una relación armónica entre su superstición y la vida política y social. Por otro lado, parece que no peca al presentar intenciones sistemáticamente perversas, ya que no podría tener noticia alguna del verdadero bien. Dicho de otra manera, peca, porque hace el mal, pero no peca, porque no tiene opción. Esto suena como si en el fondo ni siquiera pudiese tener propiamente voluntad, puesto que sus decisiones no le serían imputables. Considero que es un caso complicado de tratar y para el que propiamente no puede haber solución en el sistema. Es función del príncipe defender su sociedad, es decir, poder declarar eventualmente una guerra de carácter agresivo. Sin embargo y en esta circunstancia, a la vez que no puede tener intenciones propiamente rectas, tampoco se puede afirmar que peque. Como sea, hay otros tipos de infidelidades que efectivamente sí se pueden entender como propiamente pecaminosas, ya que suponen algún tipo de resistencia frente al mensaje salvador. En todos estos casos el infiel habría tenido la posibilidad de acceder al conocimiento del verdadero bien y, por una u otra razón, no lo habría pretendido. Comenta Tomás: ... dado que el pecado de infidelidad consiste en resistir a la fe, esa resistencia se puede dar de dos maneras, ya que, o se resiste a la fe aún no recibida, en cuyo caso se da la infidelidad de los paganos o de los gentiles, o se resiste a la fe cristiana ya recibida, y esto, a su vez, puede hacerse o en figura, y tenemos la infidelidad judía, o en la manifestación misma de la verdad, y es la infidelidad de los herejes.26

Esto permite hablar de dos tipos de infidelidad pecaminosa: la de las personas que nunca aceptaron creer, y la de los que se resisten al credo habiéndolo

26 II-II, q. 10, a. 5, 114

previamente aceptado. Obviamente, el grado de pecaminosidad varía de uno a otro: ... peca más gravemente contra la fe quien hace frente a la fe recibida que quien se opone a la fe aún no recibida; de la misma manera que quien no cumple lo que prometió peca más gravemente que si no cumple lo que nunca prometió. Según esto, ...los herejes, ... pecan más gravemente que los judíos que nunca la recibieron. Mas porque estos la recibieron en figura en la ley antigua ... su infidelidad es por eso pecado más grave que la de los gentiles que de ningún modo recibieron la ley del Evangelio.27

De esta manera, se establece una caracterización de los infieles según el radio de jurisdicción de la ley divina: hay unos infieles que por no haber nunca creído, no se pueden considerar propiamente como hijos “reconocidos” o “en derecho” de Dios. En consecuencia, sobre ellos no puede recaer directamente la ley divina: no la cumplen, pero tampoco asumieron hacerlo. Por lo tanto, su trato y consideración no pueden ser los mismos que los de los que aceptaron hacerlo y no cumplieron. La distinción es importante, porque permite determinar unos criterios básicos de relación entre sociedades cristianas e infieles: si se trata de pueblos meramente gentiles, no hay razón directa para asumirlos como personas que hayan contravenido en sentido propio la ley divina. En consecuencia, no se los puede castigar en función de este respecto. Por lo tanto, la relación con ellos no tiene que ser en principio agresiva. En otras palabras: si un príncipe en la mencionada condición declara guerra, esta no es necesariamente injusta porque sus derechos estén previamente suspendidos. Algo similar se puede afirmar respecto del príncipe en estado de infidelidad por ignorancia invencible. Precisamente, lo que no sucede con el hereje, puesto que éste de por sí cae en la jurisdicción de la ley divina, siendo en principio castigable por ella y estando sus prerrogativas en tela de juicio. Para Tomás, el asunto es claro; los herejes deben ser obligados a volver al redil, y sus derechos como príncipes pueden ser suspendidos: [Los herejes o cualquier otro tipo de apóstata] deben ser forzados, incluso físicamente, a cumplir lo que prometieron y a mantener lo que una vez aceptaron.28

27 II-II, q. 10, a. 6, 115 28 II-II, q. 10, a. 8, 117

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Y es conveniente que sean castigados [los príncipes apóstatas] a no ejercer la soberanía sobre sus súbditos, pues, de lo contrario, podría redundar en una gran corrupción de la fe, ya que... el hombre apóstata maquina el mal en su corazón depravado y siembra discordias, tratando de arrancar a los hombres de la fe. Por eso, tan pronto como se ha dictado judicialmente sentencia de excomunión por apostasía en la fe, quedan sus súbditos libres de su dominio y del juramento de fidelidad con que le estaban sometidos.29

De esta manera, ningún príncipe hereje podría estar facultado para declarar una guerra justa: en primer lugar, porque sus intenciones se tienen que considerar como manifiestamente perversas, aunque, eventualmente, su desviación del credo oficial sea mínima. En segundo lugar, porque su status de cabeza del gobierno no merece reconocimiento, de tal manera que sus decisiones pierden el carácter de ley. En tercer lugar, porque se trata de alguien que de por sí debe considerarse como reo. En consecuencia, cualquier pueblo hereje perdería sistemáticamente la posibilidad de adelantar cualquier acción bélica agresiva justa, independientemente de que su sociedad haya sido injuriada. De ahí que si se mira esta situación desde el punto de vista de las relaciones entre estados cristianos e infieles herejes, los últimos podrían estar completamente a merced de los primeros, en la medida en que cualquier guerra agresiva se podría entender como justa por el lado de los cristianos “ortodoxos”. Volviendo sobre el caso de los pueblos infieles gentiles o judíos, como ya se mencionó, su infidelidad tiene razón de pecado. Esta condición implica que necesariamente todas sus decisiones y acciones de gobierno se deban considerar como perversas, bajo el supuesto de una relación orgánica entre sociedad y superstición. Si esto es así, ningún príncipe pagano podría en sentido propio declarar guerra justa a un pueblo fiel, independientemente de haber sido injuriado y de poseer una cabeza de gobierno en propiedad. Si se piensa en las relaciones entre estados cristianos y los de este tipo de gentiles, desde el punto de vista de las causales de guerra justa, el derecho de gentes sólo le podría recomendar a estos últimos evitar en lo posible cualquier contacto con cristianos, puesto que nunca podrían contar con el recurso de la agresión justa en caso de ser efectivamente injuriados como sociedad.

29 II-II, q. 12, a. 2, 131

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V Algunas conclusiones Primera, el derecho natural no parece que se pueda entender en Tomás de Aquino como una instancia separable de la ley divina. Dicho de otra manera, las leyes que se desprenden de lo propio de la naturaleza humana requieren necesariamente el complemento de las que se siguen de las relaciones entre hombre y la instancia divina. Segunda, si esto es así, entonces el credo condiciona marcadamente la posibilidad de un desarrollo adecuado de la naturaleza humana. En otras palabras, el infiel por principio nunca puede ser plenamente virtuoso. Tercera, en este sentido, la forma de asumirse el hombre como tal, implica consideraciones de índole religiosa. Por lo tanto, la definición de hombre incluye factores ajenos a los que se desprenden exclusivamente de su naturaleza, o si se quiere, el ámbito de las creencias determina en buena medida la forma de concebir la naturaleza humana. Cuarta, de esta forma, el otro se asume no sólo como alguien que cree en cosas diferentes, sino casi como un ser que responde a una determinación genérica diferente. Quinta, puesto que el otro no se define como una especie de ser humano alternativo, sino como un ser que no puede alcanzar la perfección, necesariamente se trata de un ser inferior. Esto conlleva que difícilmente se le puedan reconocer los derechos plenos de todo ser humano en propiedad, por llamarlo así. Sexta, obviamente, esto fija el tipo de relaciones que se pueden tener con el otro: no se lo debe agredir si no es estrictamente necesario, aunque desde el punto de vista del imperativo de la evangelización sea muy factible encontrar en muchas circunstancias justa causa para hacerlo. Los ejes de su cultura, instituciones y formas de concebir la realidad no se deben reconocer como algo que en el fondo valga la pena respetar, ya que sistemáticamente estarán contaminados con idolatría. En caso de que no haya necesidad de una relación bélica, se debe mantener una prudente distancia frente al otro, reducida estrictamente a lo que las necesidades comerciales y el derecho de gentes definan como conveniente y justo. Séptima, las relaciones del otro frente al creyente vendrían condicionadas por las siguientes consideraciones: no es posible que el infiel pueda agredir de una manera plenamente justa en ninguna circunstancia a un pueblo fiel, aunque se les reconoce el derecho a la guerra estrictamente defensiva. Así, parece recomendable que en


Sobre la posibilidad de la guerra justa entre fieles y paganos en Tomás de Aquino

principio no entren en contacto con pueblos fieles sino en función de asuntos avalados por el derecho de gentes y las necesidades de desplazamiento, reubicación o comercio. Otra posibilidad de relación no agresiva consistiría en que asuman al fiel como un ser superior y de alguna manera reconozcan su superioridad, es decir, que estén predispuestos a renunciar a sus supersticiones. Octava, sería interesante tratar de establecer hasta qué punto, en nuestros actuales sistemas de pensamiento sobre las relaciones internaciones y sobre la concepción del otro, no estamos asumiendo tácitamente principios y puntos de vista, que responden más a un credo supuestamente compartido por cualquier persona en uso de razón y, no tanto, a justificaciones pretendidamente neutrales frente a sistemas de creencias particulares.

Bibliografía: Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, Tomo II, Madrid, Edición BAC, 1989. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, Tomo III, Madrid, 1995. Santo Tomás de Aquino, La monarquía, Barcelona, Altaya, 1994.

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LA PASIÓN POR LA GUERRA Y LA CALAVERA DEL ENEMIGO Roberto Pineda * “Obedezca! si no te van a comer, te van a tocar tu pierna como una flauta” Proverbio uitoto

Resumen El artículo efectúa un recorrido por la antropología de la guerra, entre las culturas indígenas de la Amazonía, que estudia la antropofagia a ellas atribuida, esclareciendo la magnitud y las razones de esta práctica en la zona. A través de un análisis de relatos de viajes y de varios estudios antropológicos se explican los diversos sentidos que los indígenas daban a esta práctica, así como la compleja relación establecida entre el matador y el enemigo devorado.

forzados a recorrer, por primera vez, el Mar de Agua Dulce, conocido a raíz de este mismo viaje como el gran Río de las Amazonas. Durante la travesía – narrada de manera magistral por el padre dominico Fray Gaspar de Carvajal - los primeros viajeros europeos encontraron en sus riberas complejos cacicazgos, conformados por densas aldeas, con sistemas de cultivo intensivos de maíz y de yuca en las “varzeas” o bajos del río, y grandes corrales de tortugas que servían de alimento; estas sociedades estaban jerarquizada en rangos y disponían de esclavos. En algunas provincias los indios los recibieron en paz, mientras que otros los combatieron con valentía y fiereza. Con frecuencia, los españoles asaltaron los pueblos de los indios, forzados por el hambre, despertando la resistencia armada de los nativos. Los indios, dispuestos en diversas canoas, los atacaban con vehemencia; en algunas provincias usaban flechas envenenadas con curare, lo que provocaba un verdadero pavor entre los peninsulares. En tierra del cacique Machiparo

Abstract andaban entre esta gente y canoas de guerra cuatro o cinco hechiceros, todos encalados y las bocas llenas de ceniza, que echaban al aire, en las manos unos guisopos, con los cuales echaban agua por el río a manera de hechizos, y después que habían dado una vuelta a nuestros bergantines de la manera dicha, llamaban a la gente de guerra, y luego comenzaban a tocar sus cornetas y trompetas de palo y atambores y con muy gran grita nos acometían; pero, como tengo dicho, los arcabuces y ballestas, después de Dios, eran nuestro amparo.1

A journey through the anthropology of war in indigenous cultures of the Amazon region, this article studies the anthropophagi attributed to them, making clear the magnitude and reasons of this practice in the zone. It analyzes travel reports and anthropological studies to explain the different meanings of this practice given by the natives, as well as the complex relation they established between the killer and the devoured enemy.

Palabras clave: Antropofagia, canibalismo, Amazonas, pueblos indígenas, antropología.

Keywords: Anthropophagi, cannibalism, Amazon, indigenous people, anthropology.

En una de estas aldeas del río Amazonas descubrieron que había “siete picotas (que) nosotros vimos que estaban en techos por el pueblo, y en las picotas clavadas muchas cabezas de muertos, a cuya cabsa le pusimos a esta provincia por nombre la Provincia de las Picotas”.2 Abajo de la confluencia del río Negro en el Amazonas, observaron unas diez o doce mujeres que

Guerra con las amazonas andaban peleando delante de todos los indios como capitanas y peleaban ellas tan animosamente que los

La Antropología de la guerra en las sociedades de las selvas tropicales de la Amazonía se remonta al año de 1542, cuando el mismo Orellana y sus huestes se vieron

Fray Gaspar de Carvajal, Relación del Nuevo Descubrimiento del famoso Río Grande que descubrió por muy gran ventura el capitán Francisco de Orellana, [1542], Transcripciones de Fernández de Oviedo y Dn. Toribio Medina, Biblioteca del Amazonas, vol. I, Quito, 1942, pág. 25. 2 Ibid, pág. 33.

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Antropólogo – Universidad de los Andes. Magíster en Historia – Universidad Nacional de Colombia. Profesor de planta del Departamento de Antropología de la Universidad de los Andes.


La pasión por la guerra y la calavera del enemigo

indios no osaban volver las espaldas, y al que las volvían delante de nosotros le mataban a palos, y esta es la cabsa por donde los indios se defendían tanto. Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza, y son muy membrudas y andan desnudas en cueros, tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios; y en verdad que hubo mujer de éstas que metió un palmo de flecha por uno de los bergantines, y otras que menos, que parecían nuestros bergantines puerco espín.3

El mismo Carvajal fue víctima de una de estas flechas que lo dejaría de por vida tuerto. Los españoles supusieron que estas mujeres eran unas verdaderas Amazonas, y describieron con cierto detalle sus territorios y ciudades; su presunta existencia dio también nombre - como se sabe - al gran río que por primera vez europeo alguno recorría.

El matador y su presa En la costa del Brasil, unas décadas más tarde, el arcabucero y soldado alemán Hans Staden fue testigo, como prisionero de guerra de los indios tupiniquins, del tratamiento dado al prisionero condenado a ser víctima del canibalismo. La aldea aborigen estaba rodeada por empalizadas, en muchas de las cuales se exhibían las calaveras humanas de los enemigos devorados. En efecto, Staden en sus famosos textos “Verdadera historia y descripción de un país de salvajes desnudos, feroces y caníbales situado en el Nuevo Mundo América” y “Verdadera y Breve Narración del Comercio y costumbres de los tuppin imbas, cuyo prisionero fui”, recogidas en el libro Viaje y Cautiverio entre los Caníbales ([1557] 1945), describe como un verdadero etnógrafo la práctica antropofágica: según su testimonio, los indios del litoral del Brasil tenían como mayor “honra” el “prender y matar muchos enemigos; es costumbre entre ellos que cuanto más enemigos haya matado uno, tantos nombres puede tener. Y el más noble entre ellos es el que tiene más nombres de esta especie”.4 El alemán aclara - en el capítulo XV titulado “Por qué un enemigo devora a otro” - que no “lo hacen por 3 4

Ibid, pág. 38. Staden, Hans, Viaje y Cautiverio entre los Caníbales, (traducción de María E. Fernández), Buenos Aires, Editorial Nova, 1945, capítulo XXI: “Cuál es su mayor honra”, pág. 219.

hambre, sino por gran odio y envidia, y cuando ellos combaten, gritan uno a otro con grande odio: ‘(...) A ti sucedan todas las desgracias, comida mía (...) Yo quiero, aún hoy, cortar tu cabeza... para vengar la muerte de mis amigos, estoy aquí… tu carne será hoy, antes que el sol entre, mi asado’”. Y “Todo esto lo hacen por gran enemistad”.5 Asimismo, el gran Staden narra que antes de partir para la guerra, se consultaba previamente a los chamanes, los cuales aconsejaban interpretar los sueños para predecir el resultado del combate: si soñaban que asaban la carne de sus enemigos, el resultado les sería positivo; al contrario, si “ven asar su propia carne, no significa nada bueno y deben quedar en casa”. Igualmente, antes de partir para la expedición, bailaban y bebían chicha y pedían a las Maracas- sus Dioses -que les auxiliasen en la captura de los enemigos. Staden acompañó a sus captores en algunas expediciones guerreras. Antes de un encuentro armado, el jefe solicitaba también a todos los participantes que tuviesen buenos sueños, los cuales narraban a la mañana siguiente. Para la guerra usaban arcos y flechas, en algunas de las cuales colocaban algodón para hacer “flechas de fuego”. Portaban también escudos de corteza de árboles y de animales y enterraban “espinas” en los caminos. Igualmente, practicaban cierta “guerra de gases” – para utilizar la expresión del barón de Nordensköld - para expulsar a los enemigos de sus aldeas rodeadas con empalizadas: Oí también a ellos, pero no vi, que cuando quieren expulsan a sus enemigos de las cabañas fortificadas, con pimienta que crece en el país, de esta forma: hacen grandes hogueras y cuando el viento sopla colocan gran porción de pimienta cuyo humo, llegando a las cabañas, los obligan a huir y yo lo creo.6

Cuando el prisionero llegaba a la aldea de sus captores, las mujeres y niños lo abofeteaban; le cortaban las pestañas, lo adornaban con plumas pardas, o lo amarraban para evitar que huyera. Sin embargo, al cabo del tiempo sus propios captores le daban una mujer como esposa, con la cual incluso podía tener hijos. Después de un determinado período, se organizaba su ejecución ritual, para lo cual se invitaba a otros amigos “ a devorar vuestro enemigo”.

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Ibid, pág. 226. Ibid, pág. 230.

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Antes de morir, el matador y su víctima entablaban un verdadero diálogo: “-Sí, aquí estoy, quiero matarte, porque los tuyos también mataron a muchos de mis amigos y los devoraron. (...) -Cuando esté muerto, tengo aún muchos amigos que de seguro me han de vengar”.7 Después el matador le “descargaba” un golpe contundente en la nuca; enseguida las mujeres tomaban el cadáver y lo arrastraban hacia el fuego; lo raspaban hasta que este quedara bien blanco y “le meten un palito por detrás, para que nada se les escape”.8 El matador, como se ha mencionado, ganaba con su acto un nombre; el jefe de la aldea le marcaba una incisión en el brazo, con el diente de un animal feroz, como testimonio de su valor; este tatuaje daba fe pública del valor del vencedor; cuantas más marcas poseía, gozaba de mayor prestigio. Ese mismo día el matador permanecía en su hamaca, con un pequeño arco y flecha, que debía lanzar a un blanco de cera: “esto se hace – aclara Staden - para que los brazos no queden inmovilizados del susto de haber matado”.9 La víctimas eran comidas por sus captores; sus cráneos exhibidos – como se dijo - en los alrededores de la aldea. La cabeza trofeo constituía un verdadero orgullo para la gente de una aldea y un medio de resaltar su valentía ante sus adversarios y aliados. Por esa misma época, aunque algunos lustros más tarde, Jean de Léry escribió su Histoire d’un voyage fait en la terre do Brésil (1578), uno de los trabajos fundadores de la etnología moderna, y una de las crónicas sobre el Brasil de mayor impacto entre sus contemporáneos. Léry, un seguidor de las doctrinas reformistas, participó de las primeras experiencias francesas de la colonización del Brasil, en Río de Janeiro y fue testigo excepcional de la vida de los indios. Su descripción de la guerra de los aborígenes no está exenta de admiración; Léry advierte que la guerra no se hace para apoderarse de territorios o de los bienes de los enemigos; se fundamenta en el ánimo de la venganza hacia el enemigo, al cual cocinan y comen de forma ritual. Los guerreros, armados con arcos y flechas, espadas de madera y rodelas de cuero (a manera de escudo) se enfrentan unos a otros, acompañados por sus mujeres que llevan las provisiones de yuca y fariña (harina de yuca); son dirigidos por hombres mayores famosos ya por valentía en la guerra y su canibalismo. Con respecto a los combates entre los indios anota:

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Ibid, págs. 236-237. Ibid, pág. 238. Ibid, pág. 243.

En cuanto los tupinambos vieron a un cuarto de legua aproximadamente a sus enemigos, lo primero que hicieron fue ponerse a vociferar: el ruido que hacen los que van a cazar lobos por acá, no tiene comparación; sus gritos y sus voces desgarraban el aire de tal manera que no hubiésemos podido oír ni el ruido del trueno. Y para más, a medida que se acercaban, redoblaban los gritos, soplaban en los cuernos y extendían los brazos amenazándose y enseñándose unos a otros los huesos de los prisioneros que habían devorado, así como los dientes ensartados, de los que algunos llevaban más de dos brazadas colgadas al cuello; daba horror ver su firmeza. Pero cuando se hubieron reunido fue todavía peor; pues en cuanto estuvieron a doscientos o trescientos pasos, los unos de los otros, se hicieron un saludo a flechazos (...) Finalmente, ya confundidos y mezclados, se cargaron con las espadas y las mazas de madera y el que encontraba la cabeza de un enemigo, no se contentaba con derribarlo, sino que lo mataba a mazazos; como nuestros carniceros hacen con los bueyes.10

Cuando eran heridos por las flechas de los adversarios, las arrancaban con mordiscos, como perros bravos, y no por eso desistían de participar en el combate. Como ya había sido observado por Staden, los guerreros que habían comido sus prisioneros recibían diversas incisiones en la espalda hasta sangrar - grabándolas con diferentes “hierbas” - como señal de honor y valentía. Los hombres de mayor número de tatuajes eran más respetados y reconocidos en su comunidad y otras aldeas. En las segunda mitad del siglo XVI, el misionero jesuita Fernando Cardim, en su famoso Tratados da Terra e Gente do Brasil (1625) narró que cuando una mujer tupinambá engendraba un hijo, su padre le cortaba el cordón umbilical; una vez que el recién nacido sanaba, si se trataba de un niño, el padre le elaboraba un arco con flechas, y lo “ata no punho da rede, e no outro punho muitos olhos d´ervas, que são los contrarios que seu filho ha de matar e comer, e acabadas estas ceremonias fazem vinhos con que se alegrão todos”.11 Cardim reitera la pasión de los indios por la guerra, expresada en el honor que se tiene por “matar e tomar nombre de la cabeza de los enemigos”; el prisionero

10 Jean de Léry, “Los Tupinambos”, en Nicalau d´Olwer (ed.), Cronistas de las Culturas precolombinas, México, Fondo de Cultura Económica, 1963, págs. 606- 607. 11 Fernao Cardim, Tratados de Terra e Gente do Brasil, Rio de Janeiro, 1925, pág. 170.


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muere contento, de manera que no desearía ser rescatado” porque dicen que “é triste cousa morrer, e ser fedorento he comido de bichos”.12 El jesuita describe con minucia, día tras día, la ceremonia que lleva a la muerte del prisionero y la situación del matador una vez ha terminado el acto. Después de diversos y complejos preparativos, en el cuarto día , al alba, el prisionero era llevado al río, donde recibía un baño: al regresar a la aldea, debía estar atento porque de manera súbita podía salir de una de las casas un hombre que intentaba someterlo por la fuerza, a lo cual él debía responder con valentía; uno tras otro los hombres de la aldea luchaban con él, hasta que exhausto – como un toro bufando – era rodeado por jóvenes mujeres que le colocaban ciertas cuerdas en sus pies. Al quinto día, su antigua compañera lo abandonaba, expresando públicamente diversas manifestaciones de dolor, y se iniciaban las ceremonias preparativas para su sacrificio final. Cardim, como muchos de sus contemporáneos, destaca la situación del Matador, en su libro Do principio e Origen dos Indios (1584), después de haber dado muerte al enemigo, Acabado el matador de ejercer su oficio, le dedican otra ceremonia de esta manera; soltada la capa de pluma y tirada la espada, se dirige hacia su casa, en la puerta de la cual lo está esperando el mismo padrino que fue del sacrificio con un arco de tirar en la mano, a saber: las punta una arriba y otra abajo y jalando la cuerda como el que está a punto de disparar; el matador pasa por dentro tan sutilmente que no lo toca, y una vez pasado, el otro afloja la cuerda en señal de pesar como si hubiese errado el tiro. Aquello tiene virtudes posteriores pues en caso de guerra los enemigos errarán sus golpes ante su ligereza.13

Entonces, el matador entraba en una situación de “duelo”, durante el cual debía permanecer casi inmovilizado, no sin antes haber sido despojado de todas las cosas de valor por los otros miembros de la aldea:

a presentar la cabeza del muerto, de la que arrancan un ojo o con las raíces o nervios del mismo le untan los pulsos. Después cortan en redondo la boca del muerto y se la colocan en el brazo como pulsera. Finalmente, se acuesta en su hamaca como doliente, y en verdad está muerto de miedo porque si no cumple perfectamente todas las ceremonias lo habrá de matar el alma del muerto.14

Posteriormente, el matador es, como ya se ha insistido, tatuado con sus marcas de valor, y mientras que ello ocurre debe “permanecer acostado en su hamaca sin hablar ni pedir nada”.15 Finalmente, después de varios meses se “preparan grandes vinos para que él salga del aquel período de luto y pueda cortarse el cabello, lo que hasta allí no hacía y entonces se tiñe de negro. De allí en adelante queda habilitado para matar sin ninguna ceremonia trabajosa, en cuyo caso él se muestra honrado y ufano y con cierto desdén, como aquel que ya tiene honra y no necesita ganarla de nuevo”.16

Los enemigos desollados En otras regiones de Sur América, el modelo de la guerra tupi se replica casi en los mismos términos. Los aborígenes que enfrentaron a Robledo, en el valle del río Cauca, vociferaban, tocaban cornetas, tañían sus tambores y portaban cordeles para capturar a sus enemigos: Los yndios venían en orden de guerra e traya (n) sus cordeles para atarnos e sus pedernales e cañuelas que ellos tienen por cuchillos pa(ra) hacernos piezas e comernos como si todo lo tovieran fecho e como viero(n) que éramos tan poco de a cavallo e que no nos yvamos aunque los viamos llegarse ante nosotros pararonse y empezaro(n) a tocar atambores y vocinas e a vaylar e hazernos gestos y darnos grita y hacían la pern(e)ta e haziendo otros muchos vizajes diziéndonos que nos fuésemos de su tierra.17

Una vez terminado, tienden por el suelo ciertas duelas de palo sobre las cuales él permanece en pie aquel día con mucha quietud, como si ello le produjera pasmo, y le llevan

12 Ibid, pág. 182. 13 Fernao, Cardim, “De los Indios costeros, todos de lengua tupi”, en Nicolas d´Olwer (ed.), Cronistas de las Culturas Precolombinas, México, Fondo de Cultura Económica, 1963, pág. 635.

14 Ibid, pág. 635. 15 Ibid, pág. 636. 16 Ibid, pág. 636. 17 Sardela, “Relación de lo que sucedió al magnífico señor capitán Jorge Robledo”, en Tovar, Hermes (ed.), Relaciones y Visitas a los Andes Siglo XVI, Bogotá, Instituto de Cultura Hispánica, COLCULTURA, 1993 [1540], pág. 284.

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De acuerdo con el cronista Pedro Cieza de León, en su Crónica del Perú (1553) en algunas casas de los señores de Paucara, los prisioneros eran cebados en grandes jaulas localizadas en el interior de las casas de los principales: Dentro de las casas de los señores tienen de las cañas gordas que de suso he dicho, las cuales, después de secas, en extremo son recias, y hacen un cercado como jaula, ancha corta y no muy alta, tan reciamente atada que por ninguna manera los que meten dentro se pueden salir; cuando van a la guerra, los que prenden pónenlos allí y mándales dar muy bien de dar de comer, y de que están gordos, sácanlos a su plaza, que están junto a las casas, y en los días que hacen fiesta los matan con gran crueldad y los comen: yo vi alguna destas jaulas o cárceles en la provincia de Arma.18

Cieza relata que los prisioneros eran muertos de rodillas, con un golpe certero en la nuca: “Yo he visto lo que digo hartas veces, matar los indios y no hablar ni pedir misericordia, antes algunos se ríen cuando los matan, que es cosa de gran admiración”.19 Sin embargo, en estas sociedades los prisioneros también podían ser eventualmente sacrificados a ciertos “dioses”. Según el mismo Cieza, en Arma “de lo alto del tablado ataban los indios que tomaban en la guerra por los hombros y dejábanlos colgados, y a algunos dellos les sacaban los corazones y los ofrecían a sus dioses, al demonio, á honra de quien se hacían aquellos sacrificios, y luego, sin tardar, comían los cuerpos de los que así mataban. Casas de Adoración no se ha visto ninguna”.20 De otra parte, los prisioneros eran sacrificados y transformados sus restos humanos en calaveras, tambores de pieles humanas y otros artefactos que se exhibían alrededor de la casa o en el interior de la misma. En este caso, al parecer, las pieles de algunos de ellos eran henchidas de ceniza; y su calavera era reconstruida en cera. Los cuerpos y calaveras eran dispuestos en el interior de las casas de los caciques. Según G. Eckert, se trataba de producir verdaderos “esclavos obedientes”, con funciones sociales y mágicas particulares cuyo sentido se nos escapa. También algunos eran transformados en tambores humanos y colocados a la entrada de las casas de los caciques.

18 Pedro de Cieza de León, La Crónica del Perú, Madrid, Dastin, 2000 [1553], pág. 122. 19 Ibid, pág. 123. 20 Ibid, pág. 129.

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El baile de castigo Las prácticas bélicas de los grupos conocidos como cultura uitoto, en el actual Departamento del Amazonas constituyen también una variante del modelo tupí. Como en los casos precedentes, la guerra culminaba, por lo general, con el sacrificio del enemigo, el cual era “devorado”, durante un gran ritual de canibalismo. Sus huesos eran también transformados en calaveras, flautas, pitos, o en cucharas para revolver ciertas bebidas. Los dientes humanos eran colocados en collares, los cuales lucían los chamanes y guerreros con ocasión de ciertas ceremonias rituales. Una de las primeras descripciones de la guerra uitoto se debe al capitán inglés Thomas Whiffen quien recorrió la zona a principios de siglo XX.21 La guerra tenía diversas modalidades, entre ellas el enfrentamiento en un lugar ritual, o el asalto por sorpresa a la casa de los enemigos. Por lo general, una acción de guerra se maduraba cuidadosamente en el mambeadero (lugar ceremonial masculino), lamiendo ambil (miel de tabaco). Asimismo se enviaba a algunos emisarios, con ambil, a otras malocas para invitarlos a participar en el “baile de comer gente”. Como en el caso tupinambá, los prisioneros capturados vivos no huían y aceptaban con honor la muerte que les esperaba. Entre su captura y muerte podía acaecer un lapso de tiempo: en el ritual participaban principalmente las mujeres y hombres adultos, aunque solamente, al parecer, los hombres comían la carne de la víctima que -por demás -- era vomitada. Durante el ritual se tocaban de forma insistente los tambores del manguaré, por medio de lo cual se anunciaba la realización de la fiesta y sus diversas etapas. A diferencia de la mayor parte de los testimonios de la guerra relacionados con la práctica antropofágica, cuyas fuentes son casi exclusivamente provenientes de misioneros y cronistas, en el caso del “área uitoto” (la cual incluye, además de los uitoto, a la gente andoque, bora-miraña, nonuya y muinane, entre otros), contamos con tradiciones orales sobre la misma que en parte coinciden con los escritos de los viajeros y etnógrafos de principios de siglo. En 1974, recogí un testimonio de un ya por entonces anciano hombre andoque que al parecer de niño había

21 Thomas Whiffen, The Northwest Amazon. Some months spent among cannibal tribes, London, Constable and Company, 1915.


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presenciado, más no participado, en un ritual antropofágico: “Estaba yo mirando –narraba- cuando comenzaron a traer cortezas de palo de guayuco en la cabeza. Yo los vi como de aquí allá que ya venían... Comenzaron a decir hu, hu, hu...!!!” La calavera del enemigo había sido colocada en un tronco situado en el centro del patio de la maloca (al frente de la casa) y alrededor de la misma los invitados cantaban: Aquí donde mataron al finado? Aquí donde mataron al finado? Yo vengo por eso. Me vine, me vine, me vine, me vine”. Me vine acá… me vine.

Aquí donde mataron al finado. Aquí donde mataron al finado? Lo mataron, lo mataron? Bueno, mi “espíritu” (imagen); aquí lo cocinó al finado. Aquí mató al finado. Lo comí a él; aquí está el sitio donde lo comí.

Otros visitantes entonaban la siguiente canción: Hijo, ¿usted es gente? Así lloraba el gavilancito encima del yucal del finado. Los enemigos, los enemigos, los enemigos. Los enemigos se vinieron. Los enemigos se vinieron. Así era.

Entonces el dueño del “baile de comer gente” contestaba: --Hiiii. Bueno.

Y cantaba: Aquí tengo la “cabeza imagen” del finado. Aquí lo comí al finado. Lo despedacé, lo comí a él. Aquí comí al finado Aquí cociné al finado.

Los invitados replicaban: Aquí donde mataron al finado? Aquí donde mataron al finado Lo mataron, lo mataron. Vengo por eso, vengo por eso, vengo por eso. Vengo aquí, vengo aquí.

Mientras que los invitados cantaban de esta forma, el dueño del baile le quitaba a cada uno la capucha de corteza, le ofrecía tabaco (ambil) y se lo llevaban dentro de la maloca. Entre tanto, los invitados seguían cantando: Aquí donde mataron al finado? Aquí donde mataron al finado? Lo mataron, lo mataron. Yo vengo por eso y vengo por eso. Por eso me vine, por eso me vine.

Los invitados que llegaban de otra maloca también cantaban:

De acuerdo con Whiffen la calavera humana era dejada en los senderos del bosque para que las hormigas y otros insectos se encargasen de limpiarla. Entonces era colocada fuera de la maloca, encima del techo de la casa, o sobre los tambores manguarés. También era colocada en los árboles de marañón, cerca de la casa colectiva.22 Sin embargo, algunos testimonios uitoto actuales enfatizan que la antropofagia era un acto de castigo contra una persona que violaba las reglas en el seno de su misma comunidad. Esta persona se entregaba a otra comunidad, donde era objeto de un ritual antropofágico. No era un baile corriente, sino un “baile de aguero” (ropoki) lleno de peligro para los participantes. Solamente se comía en un tipo de maloca (raibeirako, casa de caminar en la punta de pie) con una tradición ritual específica relacionada con este acto. A una persona que no reconociera sus errores -narra Eusebio Mendoza, cacique uitoto de Monochoa - un anciano de la comunidad receptora, generalmente el dueño de la maloca donde se ejecutaba el ritual, le “pegaba un garrotazo”. Entonces lo envolvían -- como un tabaco -- en corteza del árbol carguero y lo sumergían en el río durante una noche para que la persona se blanqueara y su carne tuviera un sabor más sabroso. Como el cadáver se encontraba “entorchado”, solamente se veían los pies. Cuando estos estaban “blancos”, lo sacaban del agua y lo trasladaban hacia toda la mitad de la maloca. Las mujeres le quitaban la corteza, cada una con un canto específico:

22 Ibid, pág. 122.

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el difunto quedaba como “moqueado” (como carne ahumada) pero en el agua. Al baile se invitaba a otra gente, algunos de malocas lejanas. Cada uno de los invitados traía ají y casaramano (ají negro) como presente, para condimentar a la víctima. Los invitados portaban grandes flautas de madera, cuyo sonido : “teru, teru, teru”( “tragar”, “tragar”, “tragar”) anunciaba el propósito de la ceremonia. Durante este proceso, nadie podía observar lo que hacían inicialmente las mujeres; estas cantaban de una manera fina, expresando una situación de tristeza. Las piezas de corteza desenvueltas, eran reutilizadas en la fabricación de los cargadores de los hijos (Se pensaba que como el finado había sido enfriado en el agua, el niño que allí se cargara dormiría tranquilo). Posteriormente, las mujeres entregaban el cadáver a los ancianos; estos, asimismo, entonaban diversos cantos: canciones de cortar el cadáver, de recibir una parte del cuerpo, etc. Los ancianos lo despedazaban, le cortaban la cabeza, los brazos y las piernas. Enseguida, con la sangre derramada, invitaban a mujeres jóvenes pero adultas, para que se pintaran la cara con la misma sangre. Ellas se decoraban una por una (la cara, las cejas) entre sí. Después, los hombres traían la leña y el agua; y tres gruesos troncos para “sentar” la “moya” (una olla grande de barro); cada una de estas actividades estaba acompañada con su respectivo cántico. Entonces se vertía el agua, y se echaba la carne de la víctima a la olla. Si alguien se tropezaba o se le derramaba el agua esto era visto como un mal agüero para este hombre y su familia. Los hombres - sostiene Eusebio Mendoza - debían estar, sobretodo, muy tranquilos. Los ancianos prendían el fuego, entonando un canto específico. Una vez que prendían la candela, cambiaban su forma de caminar, haciéndolo en la punta de los pies. En realidad el primero que prendía el fuego debía ya hacerlo con la punta de los pies, así como todos los del grupo. Entonces le correspondía el turno a las mujeres ancianas, quienes armadas con abanicos -- y también caminando en la punta de los pies- avivaban el fuego. Antes de que hirviera el agua, los hombres bailaban en fila alrededor del recipiente; cuando estos finalizaban, las mujeres nuevamente atizaban el fogón, con su canto y siempre caminando en la punta de los pies. Cuando la candela tomaba nuevamente fuerza, se terminaba el baile. Las mujeres adultas jóvenes entraban nuevamente en escena, cada una con una plumita recogía la espuma que hervía del agua y se impregnaban el rostro (biraina). 44

Enseguida, la dueña de la maloca y otras mujeres ancianas se aproximaban otra vez a la olla - bailando en la punta del pie - y arrojaban pequeñas porciones de ají en la misma. Asimismo, cada uno de los ancianos echaba su “gota” de casaramano (ají negro) bailando de la misma forma. Los hombres mayores alzaban entre todos el recipiente con sumo cuidado (si se rompía sería un mal agüero) y lo colocaban en el centro de la maloca. Entonces las ancianas sacaban la carne y la colocaban sobre hojas de platanillo, o en una batea de la palma bombona. En este momento, los ancianos arrancaban el cabello del prisionero difunto, envolvían con este cabello “trocitos de carne” y se los hacían “tragar” a los jóvenes; estos debían vomitarlos al día siguiente. De esta manera, el joven incrementaba su poder y se transformaba en un ser temido y respetado. Entonces, al parecer, los ancianos procedían a comer la carne humana, con grandes prescripciones rituales y ceremoniales. Con los huesos de la víctima se hacían - como ya se mencionó - flautas: el dueño de la maloca “sacaba los dientes del finado”, los roturaba y transformaba en collar. Los participantes en el ritual ganaban prestigio, como comedores de carne humana.

La cabeza trofeo En otras sociedades amerindias, los enemigos no eran consumidos ritualmente, pero su cabeza era exhibida como trofeo. En la literatura etnográfica, el caso de los shuar de la Amazonia ecuatoriana es sin duda el más famoso. En las primeras décadas de este siglo, el etnólogo finlandés Kartens elaboró con esta sociedad una pionera y aún interesante etnografía de la guerra en la que describió las ceremonias con la tsanta, o cabeza reducida. Los shuar practicaban la guerra con el objetivo de obtener cabezas trofeos e incluso procedían a reducirlas a una pequeña escala. Las guerras intertribales y la reducción de las cabezas de los enemigos tenían como finalidad captar la identidad de los otros. Con anterioridad a la organización de un “asalto” a una casa enemiga, el hombre se aísla en el bosque, en los árboles, donde experimenta ciertas visiones con las cuales accede a un poder denominado “aruntam” que lo protege durante la excursión guerrera. A través de diversos procedimientos, la tsanta es apropiada por los guerreros, mientras que las mujeres por medio de peticiones amorosas logran neutralizar la cólera de las “emanaciones vengativas”, y de esta forma


La pasión por la guerra y la calavera del enemigo

crean un áurea de protección sobre el guerrero o el matador. Así el “muisak”, o “espíritu del enemigo”, no solamente no se vengará en el matador sino que también su energía podrá ser aprovechada por las mujeres, reflejándose en la productividad de los cultivos y de los animales domésticos.23 Asimismo, los guerreros que han matado a un hombre son considerados como caníbales o predadores, y solamente mediante procedimientos rituales complejos son paulatinamente reintegrados a la vida social.24 Entre los mundurucú del Amazonas y los nivacle del Gran Chaco, las cabezas de los enemigos son cortadas y transformadas como “trofeo”; no todos los hombres pueden cortar la cabeza y en el caso mundurucú recibe un nombre especial (Poseedor de Cabeza Trofeo); existen diversas categorías de guerreros según su capacidad de cortar la cabeza y fabricar la cabeza trofeo. Entre los mundurucú, la calavera se adornaba con la pluma que distinguía el grupo de cada uno de los guerreros. La calavera, de otra parte, conservaba algo de su cabellera: el cráneo representaba al enemigo; el cabello es el “frémissement de l´ame”. Para los mundurucú, el cráneo es un símbolo de la adopción real de los huérfanos incorporados al grupo. En este sentido, el cráneo representa la reproducción de los hombres. Sin embargo, el cráneo trofeo tiene también una vida limitada, y las cabezas decoradas pueden ser transformadas en “cráneos secos”. La calavera era desechada, pero los dientes eran insertados en un gran cinturón de algodón que era conservado por el dueño de la calavera. Estos collares eran guardados por las viudas o llevados por los jóvenes guerreros en una expedición posterior.25 Entre los nivacle, del Gran Chaco, los guerreros llegaban con sus cabezas trofeo colocadas en su lanza, y eran recibidos con emoción por sus familiares e hijos. Mientras que la calavera era limpiada y ritualmente purificada, el

23 Michael Harner, The Jivaro. People of the Sacred Waterfall, 2 ed., Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1984. 24 Ann Cristine Taylor, “L´art de la réduction: La guerre et les mécanismes de la différenciation tribal dans la culture jibaro”, en Journal de la Société des Américanistes, t. LXXI, Paris., 1985, págs. 160-61. 25 Patrick Menget, “De l´usage des tropheés en Amérique du sud. Esquisse d´une comparaison entre les pratiques Nivacles (Paraguay) et Mundurucú (Brésil)”, en Destins de meurtriers. Système de pensée en Afrique Noire, No. 14, 1996.

guerrero era objeto de ciertas restricciones alimenticias y de otra naturaleza. Por ejemplo, debía abstenerse de consumir todo tipo de alimento con sangre o con grasa, evitar aquellos alimentos que evocaran metafóricamente la cabeza y abstenerse de todo contacto sexual. El guerrero asumía, en realidad, un conflicto espiritual con el “espíritu” de su víctima que culminaba con la posesión del alma del enemigo. Aquel, además, adquiría diversos poderes a través del sueño y de los cantos, que le daban cierto aire de chamán. Si se violaban estas restricciones, el individuo corría el riesgo de transformarse en un gran jaguar que devora hasta a su propia gente, de manera homóloga al monstruo devorador (el vampiro) engendrado por la mujer que no respeta los tabúes de la menstruación. En realidad, los nivacle tienen un complejo proceso de incorporación ritual de la calavera- escalpe, mediante el cual se domesticaba al enemigo y se apropiaban de sus canciones y de su espíritu. De acuerdo con A. Sterpin26 este se organiza en tres grandes fases: a) En la primera fase se efectúa la celebración de un nuevo “escalpe-trofeo”: cuando se capturaba un escalpe se anunciaba su llegada a la aldea, por medio de mensajeros; de esta forma, las mujeres organizaban la danza de “totonche”, o de recepción: las mujeres ancianas imprecaban al trofeo humano, o incluso le hacían peticiones amorosas o burlescas con contenido sexual. Entonces se procedía por parte de los mayores a la preparación del escalpe para conservarlo -cocinándolo y secándolo-. Una vez garantizada su conservación, se iniciaba una danza femenina que se prolongaba durante un mes --hasta que todo trazo de olor de sangre desaparecía-- con el fin de conciliarse con el alma de enemigo muerto. Durante este período el matador debía estar alerta ante la presencia del espíritu de la víctima que hacía presencia de diversas formas. Se trataba de amansarlo, pero de manera “suave”, hasta neutralizarlo. Desde este momento, se convertía en parte del mismo matador, sin que se confundiera con su propio espíritu, abandonándose paulatinamente las restricciones sexuales y alimentarias por parte de este último. De otra parte, según la experiencia, edad y número de escalpes capturados, el matador tendría

26 Adriana Sterpin, “La chasse aux escalpes chez les nivacle du Gran Chaco”, en Journal de la Société des Américanistes, T. LXXIX, Paris, 1993, págs. 33- 66.

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mayor inmunidad frente a los espíritus de los enemigos. b) La segunda fase comprendía un conjunto de bailes y rituales, en los cuales se acogía a otros guerreros; mediante complejos procedimientos rituales se le presentaba el escalpe capturado. c) Finalmente, a medida que el matador envejece, se produce, al menos de forma ideal, el envejecimiento de sus trofeos. Se dice que cuando el escalpe comienza a perder sus cabellos, o se presentan orificios que lo hacen inútil como recipiente para beber, se organiza el ritual de “separación o “divorcio” del trofeo. En esta última fase, celebrada también con una fiesta ritual, el guerrero se deshacía de todos sus trofeos, los cuales colgaba en el bosque, los enterraba o los entregaba a las mujeres ancianas. Después de otros rituales con cierta complejidad, las ancianas le arrancaban al “viejo guerrero” sus insignias y lo despojaban de todas ellas. Entonces el hombre se convertía en cantor, en aquel que conoce los “cantos de los enemigos”.

Las interpretaciones de la guerra y la antropofagia La guerra, la práctica del canibalismo y captura de cabezas trofeo, han despertado, como se sabe, un considerable interés y también repudio a través de las diferentes épocas. Los cronistas y misioneros, por lo general, interpretaron estas prácticas como manifestaciones diabólicas o expresiones de una naturaleza bestial del hombre americano. América era una especie de Paraíso del Diablo, cuya rivalidad con Dios lo había llevado, incluso, a estimular una mimesis de la misma “comunión” cristiana entre los incas del Perú y los aztecas de México, donde se “comía” hasta la misma divinidad. Sin embargo, como ha sido resaltado por Felipe Castañeda, la interpretación de los sacrificios humanos y de la antropofagia tampoco fue uniforme. Gonzalo Fernández de Oviedo, el autor de la “Historia General y Natural de las Indias”, atribuía la existencia de prácticas idolátricas y sacrificios humanos a la gran influencia del Demonio, pero también pensaba –siguiendo al gran Plinio– que los sacrificios humanos y la antropofagia podían tener un fundamento “médico” en cuanto al consumirse su sangre – como principio vital – animaría el organismo. Si esto acontecía con la sangre, el consumo de otro cuerpo humano más poderoso animaría aún más al hombre. Esto no obsta para que Oviedo condenara las religiones amerindias como idolátricas y justificara plenamente la conquista y el 46

exterminio de los indios27 precisamente por estos pecados abominables. Por su parte, Fray Bartolomé de las Casas sostuvo que los indios tenían – como todos los hombres – una propensión natural a adorar la “divinidad”, y resaltó el carácter sagrado de los sacrificios humanos y de la antropofagia de los aborígenes; en México, por ejemplo, no solo consumían las víctimas inmoladas a los Dioses, sino que la sangre y algunas porciones de la carne de la víctima eran destinadas explícitamente a las divinidades. Los sacrificados eran verdaderos intermediarios con los dioses, cuya destrucción los convertía en signos eficientes. Las Casas considera que la práctica antropofágica está motivada por diversas causas – además de la influencia del Maligno–; entre ellas se destacan el clima, las hambrunas o las costumbres de la gente o algún acontecimiento anterior que se perpetuaría a lo largo del tiempo. En este sentido, el hombre antropófago americano no había caído en una condición de bestialidad – como se pensaba a lo largo de la Edad Media con relación a estos hombres; al contrario -se podría inferir de su lectura- obraba en función -como se dijo- de su propensión natural al reconocimiento del ser superior, al consumir seres sagrados que mediarían su relación con los dioses.28 En contraste con las interpretaciones tradicionales de cronistas y clérigos, que veían en su existencia una especie de confabulación diabólica o símbolos del Final de los Tiempos, el gran Montaigne destacó la cultura del Caníbal y sus valores superiores frente a la llamada Civilización; después de exponer con cierto detalle la vida de los tupinambás y de reproducir las observaciones de los caníbales llevados a Francia, con ocasión de un festival en Ruan, o sus conversaciones con alguno de ellos, concluye: “Todo lo dicho nada se asemeja a la insensatez ni a la barbarie. Lo que hay es que estas gentes no gastan calzones ni coletos”.29 A mediados del siglo XX, el destacado antropólogo brasilero Florestán Fernández interpretó la guerra tupinambá como un tipo de “sacrificio” siguiendo el

27 Felipe, Castañeda, El Indio: entre Bárbaro y el Cristiano. Ensayos sobre Filosofía de la Conquista en las Casas, Sepúlveda y Acosta, Bogotá, Ediciones Uniandes - AlfaOmega editor, 2002, págs. 33-34. 28 Ibid, págs. 34-80. 29 Michel de Montaigne, De los caníbales, Buenos Aires, Ed. El Ateneo, 1948, pág. 260.


La pasión por la guerra y la calavera del enemigo

modelo de Hubert y Mauss30 esbozado en su gran ensayo sobre el sacrificio. En ese contexto, según su punto de vista, la víctima del canibalismo representa la ofrenda sacrificial, habitualmente destruida como intermediaria con los dioses. Sin embargo, como Eduardo Viveiros de Castro ha señalado, esta interpretación adolece de una dificultad factual en el sentido de que Fernández presupone la existencia de dioses, lo que no corresponde necesariamente con la etnografía que poseemos sobre la antropofagia clásica de estos indios del litoral del Brasil. Frente a las serias dificultades que plantea la comprensión de este complejo sistema guerrero, a principios del setenta el antropólogo norteamericano W. Arens sostuvo que la idea caníbal estaba fundada en nuestra propia imaginación histórica; era una especie de “mito” construido por los antropólogos, los especialistas en la antropofagia. Durante esta misma década, Marvin Harris y otros miembros del Materialismo Cultural vieron en la práctica caníbal de las Tierras bajas o de Mesoamérica, una manera de responder a una supuesta escasez de proteínas. En su admirable estudio Caníbales y Reyes, M. Harris destacó que entre los aztecas la carencia de megafauna, sumada a los costos suplementarios que implica utilizar carnívoros y aves como fuentes de proteínas animales inclinó la balanza a favor del canibalismo. Desde luego, la carne obtenida de los prisioneros de guerra también es costosa, resulta muy caro capturar hombres armados. Pero si una sociedad carece de otras fuentes de proteínas animales, quizás los beneficios del canibalismo superen estos costos. Por otro lado, si una sociedad cuenta con caballos, carneros, cabras, camellos, bueyes y cerdos, los costos pueden superar los beneficios.31

Sin duda, el clímax de este análisis fue alcanzado cuando se descubrió que aún en las altas culturas mesoamericanas – como la Azteca – existían templos con “infinitas” cantidades de calaveras humanas. Según algunos autores, los aztecas basaron su estructura de funcionamiento político en el presunto consumo sistemático de carne humana; las innumerables víctimas sacrificadas a los dioses en las cimas de los templos – pirámides aztecas–

30 Henry Hubert y Mauss Marcel, “De la Naturaleza y de la función del sacrificio”, en Marcel Mauss, Obras, T. I, Lo sagrado y lo profano, Barcelona, Barral editores, 1970 [1899], págs. 143-248. 31 Marvin, Harris, Caníbales y Reyes, Madrid, Biblioteca Científica Salvat, 1986, págs. 153-154.

rodaban literalmente por las gradas de estos imponentes monumentos, las cuales eran recogidas por el pueblo que aprovechaban domésticamente su carne . En palabras de M. Harris: ¿Por qué en Meso América los Dioses alentaron el canibalismo? Como propone Harner, creo que debemos buscar la respuesta tanto en los agotamientos específicos del ecosistema mesoamericanos bajo el impacto de siglos de intensificación y crecimiento demográfico, como en los costos y los beneficios de utilizar carne humana como fuente de proteínas animales a falta de opciones más baratas.32

En este marco, el distinguido antropólogo norteamericano construyó una teoría general del sacrificio: por diversas razones “la carne de los rumiantes contuvo el apetito de los dioses y tornó misericordiosos a los grandes proveedores”.33 Sin embargo, esta explicación deja de lado otros datos etnográficos; en muchas sociedades de América del Sur la carne consumida es vomitada ritualmente, e incluso grandes mamíferos – como la danta y el venado – no son objeto de consumo por consideraciones religiosas, en un ambiente aparentemente signado por la escasez de proteínas. El antropólogo Robert Carneiro considera la guerra como uno de los mecanismos de formación de sociedades complejas o cacicazgos, y como uno de los factores que conllevaron a la formación del Estado, en condiciones de presión demográfica y una circunscripción (ambiental o social) territorial que delimita el acceso a los recursos. El caso del Valle del Cauca sería un buen ejemplo de esta situación, en donde la antropofagia sería la “culminación lógica – en palabras de Jaramillo – del complejo de guerra”.34 Tradicionalmente Carneiro ha sostenido que una de las características de muchas sociedades de nivel cacical es la “conquista de territorios”, lo que a su vez fomenta la práctica de la guerra; sin embargo, recientemente ha matizado su posición y considerado que la guerra puede estar fundada en otros propósitos y posee, sobretodo, una condición ritual.35

32 Ibid, pág. 139. 33 Ibid, pág. 161. 34 Eduardo, Jaramillo, “Guerra y canibalismo en el Valle del Cauca en la época de la conquista española”, en Revista Colombiana de Antropología, vol. XXXII, Bogotá, 1995, pág. 66. 35 Ibid, pág. 67.

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Aunque los Yanomamo de la Amazonía venezolana y brasilera no practican la guerra con una modalidad antropofágica o de captura de cabezas trofeo, han sido, durante las últimas tres décadas, el paradigma de una sociedad guerrera indígena contemporánea. Napoleón Chagnon, el polémico etnógrafo que a finales del sesenta la popularizó como una gente “salvaje”, en su libro Yanomamo. The Fierce People,36 describe la existencia de diferentes grados de escalada de conflicto, desde luchas, duelos rituales entre los hombres con “garrotes”, guerras y masacres. Según su perspectiva -criticada por otros autores y matizada de forma reciente por el mismo autorentre los yanomamo existe un altísimo grado de “violencia” interna e intergrupal, y la proporción de hombres que han matado es muy alta (sobre todo en el sector central del territorio yanomamo). Chagnon asocia, en el libro citado, los índices altos de infanticidio femenino (un mecanismo que influye – a falta de otros métodos – en el control de la población) y el frecuente “robo” y disputa por las mujeres debido a su relativa escasez. Esta disputa por las mujeres es, según su punto de vista, una de las motivaciones más frecuentes de la fisión social de un grupo y de la guerra intergrupal, situación asociada también a control muy fuerte -- que raya en la violencia - de los hombres sobre las mismas. Esta visión de los yanomamo como una sociedad violenta ha sido criticada por otros etnógrafos, quienes, además, han enfatizado la necesidad de tener en cuenta el contexto histórico y en particular la situación contemporánea para explicar los tipos de conflicto. En un polo opuesto, otros autores han intentado interpretar la práctica de la antropofagia sobre la base de las teorías de René Girard, expuestas en diversos trabajos, pero particularmente en su estimulante ensayo “La Violencia y lo Sagrado”.37 La vida social se fundamenta, en último término, en el sacrificio del chivo expiatorio (generalmente un extranjero) con lo cual se genera la unanimidad social, o la solidaridad de grupo. En este sentido, la víctima del canibalismo promovía una red de solidaridad social colectiva en la aldeas frente a los enemigos, así como daría cuenta también, en razón del mismo principio, del sacrifico del cordero de Dios. Esta teoría explicaría la muerte del extranjero, pero carece de suficiente profundidad para comprender el por qué se come y la complejidad de la

36 Napoleón, Chagnon, Yanomamo. The Fierce People, New York, Holt, Rinehart and Winston, 1968. 37 René, Girard, La violence et le sacré, Paris, Ed. B. Grasset, 1972.

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misma práctica, incluida la muy extendida exhibición de cabezas trofeo.

El matador se transforma en el enemigo Recientemente, el antropólogo brasilero Eduardo Viveiros de Castro ha propuesto otra idea, desarrollada bajo su teoría del perspectivismo. En primer lugar, Viveiros sostiene que para los pueblos indígenas “ninguna diferencia es indiferente... La hostilidad no es nada, sino al contrario una relación socialmente determinada”.38 Entre las sociedades de las tierras bajas, la proposición atributiva genérica es una proposición caníbal. El paradigma de la relación predicativa entre sujeto y objeto es la predación y la incorporación. En otros términos, existe una mutua determinación entre el matador y su víctima, y no hay una discontinuidad entre la “predación cinegética” y la predación guerrera. 39 Las sociedades están en ese sentido fundadas en una relación caníbal (definida por la dicotomía cazador / presa; o lo que es lo mismo, matador- víctima). Sin embargo, esta relación es más compleja, en el sentido de que está determinada por diferentes perspectivas, en el marco de la cadena trófica. El hombre puede ser a la vez, por ejemplo, predador o presa. De acuerdo con Viveiros, en su ya clásica etnografía sobre los arawaté del río Xingú (en Brasil) Arawaté. Os deuses canibais,40 la persona se encuentra situada entre dos mundos: entre el universo de los espíritus Añi y el mundo del cielo, donde se encuentran los “Dioses”, los Mai. La persona – bide– se encuentra proyectada hacia el otro mundo, y es en realidad un ser en devenir. En el momento de su muerte, se divide en tres seres: una parte de ella se convierte en un “espectro terrestre”, otra parte de su “alma” es devorada por los dioses y se transforma también en Mai, en divinidad inmortal, constituyéndose en la verdadera persona. En realidad, la persona humana es en potencia un Dios; ese es su destino. De esta forma, la persona retorna también a la condición original del mundo, cuando existía una especie de Tierra sin Mal. En este sentido – como observa Isabel Combes–, los arawaté – gente tupi

38 “Le meurtrier et son double (Arawaté, Amazonie)”, en Destin de meurtrier, Système de pensée en Afrique Noire, Cahiers No. 14, Paris, 1996, pág. 100. 39 Ibid, pág. 100. 40 Eduardo, Viveiros de Castro, Arawaté: os Deuses canibais, Rio de Janeiro, Jorge Zahar editor, 1986.


La pasión por la guerra y la calavera del enemigo

guaraní- comparten con los otros grupos guaraní una misma concepción de la persona; los hombres tienen un “alma animal”, asociada a la tierra y otra “alma palabra”, asociada al cielo. La primera se encuentra sustentada por la carne; la segunda, por el “hueso”. En este contexto, cuando el cadáver se descompone, transformándose en huesos, el hombre se ha convertido en otro ser, y accede a la Tierra sin Mal.41 Para los araweté, el espectro humano es una especie de memoria del difunto; cuando el hombre se transforma en Mai, Divinidad, asume una vida absolutamente diferente: “resucitado a partir de sus huesos, el nuevo Mai lleva una vida nueva, celebra un nuevo matrimonio”. Los arawaté viven obsesionados por el otro: los dioses, los enemigos, los muertos. Las aldeas tienen, por lo general, nombres de difuntos o de enemigos. En otras palabras, lo que una persona es se expresa a través de lo que X dice de él.42 A través de los chamanes y de los guerreros se transmite la “palabra de los dioses” y de los enemigos. Los cantos del matador se atribuyen al enemigo difunto: a través de estos cantos el matador se ve a sí mismo como enemigo. La música de los enemigos, que canta, se inspira a través de sueños del rival que él ha matado. Pero a diferencia del chamán – que es un mediador— el matador es el enemigo: se ha transformado en el enemigo, en el sentido de que asume la perspectiva de este último, lo que se expresa en ciertas sociedades en que aquel cambia su nombre, adquiere incluso sus bienes o sus mujeres. En realidad, más que “un muerto anticipado, es un Dios anticipado”; en este sentido, es la única persona que no es comida por los dioses, ya que en cierta forma sería una redundancia; ya ha alcanzado este estatus de MaiDios Devorador – e incluso se dice que los guerreros pueden acceder directamente a la Tierra sin Mal. En este contexto, en síntesis, el canibalismo de los dioses arawaté transforma a los hombres en dioses, en una alteridad radical. De la misma forma, el canibalismo tupi supone la incorporación de otra alteridad, al

transformarse el guerrero en un jaguar, en un verdadero predador, en un Dios “Mai”. Pero también las víctimas del canibalismo son transformadas, al ser comidas, en dioses Inmortales, y de ahí la muerte honorable que representa el morir en el verdadero túmulo del guerrero: el vientre del enemigo. El matador se convierte en un Dios Inmortal, mientras los demás miembros participan de esta condición mediante su participación animal (la comida de la víctima). También, a través del ritual, las ancianas podían rejuvenecerse, en el sentido de reasumir parte de su fertilidad natural. A pesar del gran interés de las tesis de Viveiros, su interpretación se basa en una sociedad que no practica en realidad la antropofagia; la interpretación de la antropofagia tupinambá clásica a partir del imaginario de una sociedad actual tupi guaraní pasa por alto las grandes transformaciones históricas de la misma sociedad arawaté y, también, de su imaginario. Sin duda, la guerra y la antropofagia han sido interpretadas desde perspectivas muy diferentes, que quizás no hayan enfrentado con suficiente profundidad el carácter liminal del baile de “comer gente”. Para el materialismo cultural, estos datos son en cierta medida irrelevantes en el esquema general de interpretación. Desde otra perspectiva, un enfoque simbólico basado en la mitología parece no captar aspectos fundamentales de la vida ritual. La etnología de la guerra y de la antropofagia parece estar esperando una nueva interpretación que supere las antinomias presentadas y, sobretodo, nos introduzca a una nueva teoría del sacrificio, una antropología que supere las antinomias naturaleza y sociedad, natural y sobrenatural. En el contexto contemporáneo, las metáforas del canibalismo siguen siendo utilizadas en la vida ritual o en la vida cotidiana. El siguiente canto del ritual del yadiko, por ejemplo, habla irónicamente de un mal anfitrión: El dueño de este yadiko nos invitó a comer. Pero no hay nada. Pura cabeza de la gente que comió.

41 Isabelle, Combes, “Être ou ne pas être. A propos d’Arawaté: os deuses canibais d´Eduado Viveiro de Castro”, en Journal de la Société des Américanistes, t. LXII, Paris, 1986, págs. 212-213. 42 Ibid, pág. 214.

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LA AGRESIÓN Y LA GUERRA DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA ETOLOGÍA Y LA OBRA DE KONRAD LORENZ Roberto Palacio F. *

mayor parte acrítico que estaba cada vez más dispuesto a aceptar cualquier cosa que los científicos tuvieran que decir acerca del comportamiento humano en términos de experimentos de laboratorio, chimpancés, innatismo y evolución:

Resumen

La mayoría de la gente se ofende en cuanto se sugiere tan sólo que los estudios del comportamiento animal podrían ser útiles para una comprensión, y no digamos para el control de nuestra propia conducta. No quieren que su propio comportamiento sea sometido a examen científico; se ofenden al ser comparados con los animales y estas actitudes de rechazo están tan profundamente arraigadas como complejo es su origen.

El autor aborda el debate acerca del origen innato o socialmente determinado de la agresión y la tendencia a la guerra entre los seres humanos. Rechazando las tendencias reduccionistas que explican el comportamiento ya sea exclusivamente por la biología y el instinto, ya sea sólo por el aprendizaje y la influencia del medio, el texto recoge los argumentos centrales de la cuestión, desde la etiología y en especial los trabajos de Konrad Lorenz.

Pero actualmente estamos presenciando un giro en esta corriente de pensamiento humano. Por una parte, las resistencias se están debilitando y por otra se está incubando una conciencia positiva de las posibilidades de una biología del comportamiento. Esto se ha hecho bastante evidente a partir del gran interés suscitado por diversos libros recientes que están intentando mediante estudios comparados de los animales y del hombre trazar lo que podríamos llamar “las raíces del comportamiento humano”.1

Abstract The author examines the debate about the innate or social origin of aggression and tendency to war among human beings. The essay rejects the reductionist positions that try to explain behavior only in terms of biology and instinct or else of learning and context influence. It displays the central arguments in the debate using the etiology’s point of view, in particular the works of Konrad Lorenz.

Palabras clave: Comportamiento, agresión, etiología, instinto, psicología, violencia.

Keywords: Behavior, aggression, etiology, instinct, psychology, violence.

Presentación del problema En su conferencia inaugural como profesor de comportamiento animal del Departamento de Zoología de la Universidad de Oxford en 1968, Niko Tinbergen nos advierte sobre la fuerza que en su época estaba cobrando la idea de aplicar las nuevas teorías en biología y etología al estudio del comportamiento humano. La resistencia a la posibilidad de que tal tipo de estudios se llevara a cabo se estaba debilitando, y de hecho libros como Sobre la agresión, de Konrad Lorenz, y El mono desnudo, de Desmond Morris, fueron vendidos como best-sellers desde el comienzo, listos para ser devorados por un público en su

La idea de iluminar el comportamiento humano desde los avances de la ciencia biológica y concretamente desde la teoría de la evolución no era nueva. El mismo Darwin dio algunos pasos en esta dirección antes de ser desanimado por Wallace. Lo que sí era nuevo era el entusiasmo con el que dichas ideas se estaban aceptando, sobre todo la posibilidad de entender algunos de los comportamientos humanos más repugnantes desde el punto de vista moral tal como los asociados con la agresión. Los etólogos comprendieron que el estudio de la agresión humana -y concretamente la agresión intraespecífica (la que se ejerce entre los miembros de una misma especie y no entre especies distintas)- debería ser una de las directrices principales hacia las cuales enfocar la etología, y en esto coinciden prácticamente todos los intentos significativos por aplicar los avances de la biología al campo del comportamiento humano. La idea de Toynbee según la cual la agresión humana era más un producto de

1 *

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Filósofo – Universidad de los Andes. Profesor de cátedra del Departamento de Filosofía – Universidad de los Andes.

N. Tinbergen, “Guerra y Paz en los animales y en el hombre”, en Heinz Friedrich (ed.), Hombre y Animal, Estudios sobre el comportamiento, Madrid, Ediciones Orbis, 1985, págs.166-167.


La agresión y la guerra desde el punto de vista de la etología y la obra de Konrad Lorenz

la tradición que del instinto había quedado atrás y los avances que se preveían en las ciencias sociales eran promisorios. Tanto Tinbergen como Irenhaus EiblEibesfeldt nos advierten que su principal interés es el estudio de la agresión: Una vez hecha la defensa de la etología animal como una parte esencial de la ciencia del comportamiento, ahora tendré que describir cómo podría llevarse a cabo. Para ello tendré que considerar un ejemplo concreto, y elijo la agresión, la más directamente mortal de todas nuestras conductas.2

De alguna manera la agresión entre distintas especies no fue un tema central de la etología, los motivos que determinan el comportamiento de un cazador en su interior son fundamentalmente diferentes de los del combatiente.3 El ejemplo de Lorenz en Sobre la agresión es muy claro al respecto: en la cara del león puede verse que no está enojado al momento de derribar un búfalo, así como se puede ver que el perro que se echa lleno de pasión cinergética contra la liebre tiene la misma expresión alegre y atenta que cuando saluda a su amo. El interés era el de estudiar la agresión intraespecífica ya que los nuevos resultados deberían aplicarse al estudio del hombre. En el caso del hombre, la agresión adquiere una forma peculiar. Según el punto de vista de los etólogos, nos parecemos a otras especies en el hecho de que luchamos con miembros de nuestra propia especie, pero diferimos radicalmente de las otras especies en que en la nuestra la lucha suele adquirir dimensiones destructivas.4 Según la idea de Tinbergen, “el hombre es la única especie que se compone de asesinos de masas,

Ibid, pág.169. Véase K. Lorenz, Sobre la agresión, el pretendido mal, Madrid, Siglo XXI Editores, 1971, pág. 34. 4 Llama la atención que en obras como la de Lorenz y Tinbergen la agresión interespecífica humana se equipara con la agresión interespecífica animal y ambas son desechadas como objetos de estudio de poco interés para la etología. Desde cierto punto de vista, es posible argüir que la agresión interespecífica humana se diferencia de la animal en que esta última no adquiere dimensiones destructivas mientras que la primera sí, lo cual se puede observar en el comportamiento humano de exterminio masivo y matanza de otras especies por placer o recreación. Este punto es reconocido por Raymond Dart cuando afirma que los hombres se revelan como asesinos sin restricción ni inhibiciones, no sólo de otras especies sino de la suya propia. Biológicamente hablando, todos descendemos de Caín. Citado por Michael Ruse en Siciobiología, Madrid, Cátedra, 1983, pág. 86.

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es lo único que no se ajusta bien en su propia sociedad”.5 Sobre esta idea de la 'inadecuación' de la agresión en la especie humana volveré más adelante. A pesar de esta especificidad de la lucha humana, la etología suponía que un estudio del comportamiento animal podía ser relevante para el estudio de la agresión humana ya que los mecanismos de agresión en el hombre no difieren radicalmente de los que hay en los animales; ambos son el producto de la selección natural y obedecen, al menos inicialmente, a las mismas necesidades tales como la defensa del territorio, la posibilidad de reproducción, etc. Ambos funcionan por medio de complejos 'disparadores' innatos que dan inicio a una conducta. Era simplemente una cuestión de grado de complejidad, pudiéndose construir la agresividad humana como la forma más compleja de agresión en el reino animal y teniendo a esta última como un punto de comparación constante. Creo que acá yacen tres de los supuestos básicos de la etología que será preciso examinar. Los dos primeros van de la mano mientras que el último veremos que es un método propio de las ciencias biológicas y tendremos que preguntarnos si es lícitamente aplicable al comportamiento humano. Esos supuestos son: 1. Evolucionismo 2. Innatismo 3. Método comparativo Aunque estos supuestos teóricos sobreviven a los etólogos de la década de los sesenta y son asumidos por los sociobiólogos que continúan parcialmente con la tradición de la etología, se asumen de una manera distinta, más crítica quizá. La idea de este ensayo es examinar las posiciones de la etología ante el problema de la agresión con un especial énfasis en la obra de Konrad Lorenz. Inicialmente me había propuesto examinar cómo estos tres supuestos sobreviven en la obra de un etólogo como Edward Wilson, pero simplemente los puntos de discusión eran tantos y tan variados que el propósito excedía con creces la extensión de este artículo. Examinaré cómo estos tres supuestos se presentan de una manera especialmente problemática en la obra de Lorenz y de otros etólogos que siguieron sus lineamientos teóricos básicos aunque sostendré que estos problemas no invalidan del todo el intento etológico de entender el comportamiento

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Ibid, pág. 170.

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humano a la luz de la ciencia natural. Por último, plantearé algunas perspectivas sobre las ciencias sociales que resultan del estudio etológico del comportamiento humano. Para ello comentaré las opiniones de Mary Midley en un artículo; “Fatalismos rivales”. La posición que defenderé será la de que a pesar de que se pueden hacer críticas de fondo al proyecto de la etología, negar la influencia de causas biológicas -innatas, genéticas- en el comportamiento humano sólo dificulta la tarea de las ciencias sociales. Por otro lado, reconocer estas causas no implica abandonar la consideración de causas culturales que moldean el comportamiento, aunque las causas culturales sean reductibles a las biológicas. La rivalidad entre estos dos juegos de causas es un sinsentido. Decir que la agresión es innata no deja de ser problemático. Pero atribuirle toda la carga de las conductas agresivas al medio es simplemente demasiado difícil de sostener.

instintivo. Lo instintivo, siguiendo la idea de Irenhaus Eibl-Eibesfeldt, era lo pre-programado en el comportamiento animal y humano y en este orden de ideas se identificó con lo innato. Más adelante mostraré cómo esta noción de innatismo es sumamente complicada en el caso de la etología. Aún así, llama la atención que en algunas de las primeras obras de inspiración etológica lo innato es visto como un supuesto poco problemático que puede ser estudiado desde el punto de vista científico ya sea en el laboratorio o por medio de la observación de campo.7 Lorenz comienza su libro sobre la agresión haciendo hincapié justamente en este punto; en la espontaneidad del instinto de la agresión (innatismo) y en lo poco que el medio ambiente tiene que ver con las conductas agresivas: El conocimiento de que la tendencia agresiva es un verdadero instinto, destinado primordialmente a conservar la especie, nos hace comprender la magnitud del peligro: es lo espontáneo en ese instinto lo que lo hace tan temible. Si se tratara solamente de una reacción a determinadas condiciones exteriores, como quieren muchos psicólogos y sociólogos, la situación de la humanidad no sería tan peligrosa como es en realidad, porque entonces podrían estudiarse a fondo y eliminarse los factores causantes de estas reacciones.8

La agresión humana en la teoría de Lorenz y en la etología El punto de partida de la etología de Lorenz quizá deba buscarse en las teorías inmediatamente anteriores a su época que habían sido influyentes como estudios científicos del comportamiento tanto animal como humano. Conductistas como Watson y Skinner se habían interesado por el estudio de la conducta, teniendo como telón de fondo un aparato conceptual heredado del empirismo según el cual lo determinante para realizar un estudio científico del comportamiento es la observación tanto de rasgos comportamentales como del medio ambiente. La conducta observable es causada casi enteramente por las influencias ambientales con la intervención mediadora de mecanismos condicionantes. En este orden de ideas, las investigaciones conductistas deberían fijarse en los detalles que nos explican cómo el medio ambiente puede cambiar la conducta.6 Los primeros etólogos se dieron cuenta de que muchas de las pautas de conducta no se podían explicar adecuadamente por medio de los presupuestos teóricos conductistas. Lo que era distintivo de estas conductas era estar fijadas; eran difícilmente alterables o cambiables por el medio ambiente, por mucho que ese ambiente fuese experimentalmente manipulado. A estas conductas fijas se las identificó con lo instintivo. Aquí ya hay una concepción particular de lo que se entiende por

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Véase Leslie Stevenson, Siete teorías de la naturaleza humana, Madrid, Cátedra, 1981, pág. 149.

Es innegable que a pesar de los problemas que pudiera haber en torno al innatismo de Lorenz, la idea de estudiar la agresión independientemente del ambiente podía arrojar luces sobre un fenómeno que, sobre todo en el caso humano, no parecía tener más explicación que las ofrecidas habitualmente por la psicología y la sociología. Estas, sin embargo, al poner todo el peso de la explicación en los factores condicionantes del medio ambiente, no eran capaces de explicar cómo dos seres humanos criados en las mismas circunstancias podían tornarse uno en un asesino y el otro en una persona pacífica. Hay algo más en la agresión que los meros factores desencadenantes del medio ambiente. Pero la suposición de Lorenz va más allá: la agresión -tanto humana como animal- parece ser un mecanismo que se 'dispara' incluso en el vacío, esto es, incluso en condiciones controladas en las cuales no están presentes los estímulos habituales que generalmente acompañan a

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Véase Lorenz, 1971, op. cit., capítulos 1-2. Ibid, págs. 60-61.


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las conductas agresivas. La posición que expresa EiblEibesfeldt refiriéndose a los experimentos animales de Kruijt es justamente la que sostiene Lorenz: Los sistemas pulsionales en que se basa la agresión deben de ser innatos. Kruijt crió gallos de pelea en aislamiento, que cuando fueron adultos combatieron a sus semejantes con las pautas comportamentales típicas de su especie. Mas si no se les daba ninguna oportunidad de pelear, lo hacían con su propia cola o atacaban con los espolones su propia sombra, lo cual demostraba a las claras su ansia de combatir. Experimentos nuestros todavía en curso demuestran que los hámsters y ratones domésticos criados en aislamiento social y colocados dentro de un laberinto en T escogen por lo general la rama cuya camarita final contiene un congénere del mismo sexo libremente accesible y combatible. El congénere que se halla en la rama opuesta, dentro de una jaulita de alambre y por lo tanto inatacable, interesa visiblemente menos. Los mamíferos sin experiencia social dan, pues, muestras de apetencia para el combate. Podemos decir por lo tanto que las adaptaciones filogenéticas determinan el comportamiento agresivo en un gran número de vertebrados. Muchos animales están programados de modo que reaccionan a determinadas señales con un comportamiento agresivo y las pautas motoras que intervienen en ese comportamiento son en esencia pautas innatas. Además, el comportamiento agonístico no siempre es de carácter puramente reactivo. La espontaneidad y la apetencia de combate demostrable también en los animales socialmente inexperimentados conduce a deducir la existencia de mecanismos pulsionales innatos.9

válvula de escape se encuentra en la parte superior del cilindro por así decirlo. Es natural, dado este punto de vista, pensar en la espontaneidad de la agresión. Si el mecanismo se encuentra lleno, es inevitable que se 'desborde'. Lorenz encuentra la confirmación de estas ideas en experimentos como los que hemos mencionado anteriormente según los cuales los organismos exhiben conductas agresivas incluso en condiciones controladas. En la sociedad humana, el desahogo de estas conductas agresivas debe contar con canales por medio de los cuales la agresión se pueda encausar hacia formas socialmente aceptables y la idea de Lorenz, antes que combatir o inhibir estas conductas agresivas, es encontrar más mecanismos que permitan su expresión, como los deportes de masas, distintas formas de confrontación ritualizada, etc. E. Wilson lo explica con toda claridad: Freud interpretó la conducta en los seres humanos como el resultado de un impulso que constantemente busca desahogo. Konrad Lorenz, en su libro On Aggression, modernizó este punto de vista con nuevos datos tomados de los estudios de la conducta animal. Llegó a la conclusión de que los seres humanos comparten un instinto general de conducta agresiva con otras especies animales. Este impulso debe aliviarse de algún modo, aun cuando sea solamente por medio de deportes competitivos. Erich Fromm, en The Anatomy of Human Destructiveness, adopta un punto de vista diferente y todavía más pesimista de que el hombre está sujeto a un único instinto de muerte que habitualmente lleva a formas patológicas de agresión más allá de aquellas que encontramos en los animales. Ambas interpretaciones son esencialmente incorrectas. Al igual que tantas otras formas de conducta e “instinto”, la agresión en cualquier especie determinada es en realidad un mal definido ordenamiento de respuestas diferentes con controles separados en el sistema nervioso.10

Lorenz va a entender los instintos agresivos, tanto animales como humanos bajo un modelo que podemos calificar de 'hidráulico', para seguir con la analogía que dibujan Erich Fromm y Edward Wilson cuando critican a Lorenz. Esto lo que quiere decir es, básicamente, que la agresión humana y animal es entendida como un mecanismo que 'se llena', que ocupa por completo las posibilidades de manifestación conductual del organismo y que eventualmente debe ser 'descargado' en la forma de conductas agresivas. Es algo así como un pistón que se llena de vapor caliente que debe ser descargado, pero sólo cuando el pistón está lleno; la

Claro está que las críticas no se hicieron esperar al modelo hidráulico de Lorenz. Ese sólo mecanismo no parecía ser suficiente para dar cuenta de la enorme variedad de conductas agresivas que despliega el comportamiento humano y el animal. Piénsese en la enorme cantidad de formas de agresión sutiles y variadas que existen entre los

Irenaus Eibl-Eibesfeldt, Amor y Odio, Barcelona, Salvat Editores, 1987, pág. 71.

10 Edward Wilson, Sobre la naturaleza humana, México, F. C. E., 1997, págs. 146-147.

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seres humanos: agresiones verbales, agresiones por omisión (por dejar de hacer). Es sólo gracias a una organización conceptual determinada que hemos puesto juntas todas las conductas que llamamos agresivas, lo cual no quiere decir que ellas obedezcan necesariamente a los mismos mecanismos desencadenantes, algo que los avances neuro-fisiológicos de la época de Lorenz quizá no estaban en capacidad de explicar. Wilson sí reconoce abiertamente este punto. Pero así no estuvieran claros los mecanismos neurofisiológicos que subyacían a la agresión, la forma en que esta había llegado a formar parte del acervo comportamental de los animales y del ser humano sí estaba clara. Para explicar la existencia de cualquier órgano o pauta de conducta, Lorenz estudiará su valor de supervivencia dentro de la especie. Esto parece ser un supuesto poco problemático ya que se conoce claramente el compromiso de Lorenz con el darwinismo. Pero ciertamente, la idea de que tanto los órganos como las pautas de conducta pudieran ser estudiados por medio de la teoría evolucionista apenas se comenzaba a explorar seriamente. El mismo Lorenz debe hablar a favor de ella en un artículo llamado 'La evolución de la conducta'11. En este artículo, Lorenz tendrá que demostrar que las pautas conductuales también pueden ser objeto de investigación evolucionista. Comienza examinando el hábito de rascarse en dos grupos animales tan distintos como las aves y los perros y encuentra similitudes que lo llevarán a sostener que hay pautas de conducta heredadas que pueden ser referidas de una especie a otra. La agresión es una de dichas pautas de conducta. Así como el fisiólogo explora los esqueletos de un organismo y los compara con los de otro organismo para descubrir su antepasado común, lo mismo se puede hacer con el comportamiento. Lorenz hablará del 'esqueleto de la conducta'. En mi opinión, esta parte de la teoría de Lorenz es quizá la que más se expone a la crítica. Claro que Lorenz no podía buscar el antepasado común a las aves y a los perros para sostener que tienen estructuras en común (aunque ciertamente ambos son amniotas), y concretamente, estructuras comportamentales comunes. Simplemente el antepasado común se encuentra muy atrás en la escala evolutiva, lo que hace que diferencias significativas a nivel fisiológico y comportamental se hubieran podido incorporar en la

11 Konrad Lorenz, “La evolución de la conducta”, en Heinz, Friedrich (ed.), Hombre y Animal, Estudios sobre el comportamiento, Madrid, Ediciones Orbis, 1985, págs.19-34.

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historia de esos dos organismo. Debe entonces hacer depender su argumento de un presupuesto metafísico, de difícil comprobación desde el punto de vista de la ciencia empírica. Lorenz sostendrá que bajo todas las variaciones de la conducta individual subyace una estructura interna de ésta que puede caracterizar a miembros de un grupo taxonómico más grande que una especie; de la misma manera que el esqueleto de antepasados primitivos caracteriza hoy la forma y estructura de los mamíferos. Estos patrones de conducta deben estar enraizados de alguna manera en la carga fisiológica común a las especies que los exhiben: Cualquiera que sea su causa fisiológica, forman indudablemente una unidad natural de herencia. La mayoría de ellos se transforman sólo de manera muy lenta en el transcurso de la evolución de las especies y se resisten obstinadamente al aprendizaje individual; tienen una espontaneidad particular y una considerable independencia de los estímulos sensoriales inmediatos. A causa de su estabilidad constituyen, junto con las estructuras esqueléticas de los animales, que evolucionan de modo más lento, un objeto ideal para los estudios comparativos que aspiran a aclarar la historia de las especies.12

Sobra decir que la agresión se encuentra entre tales conductas. Pero, ¿qué se debe entender por una unidad natural de herencia, por una carga fisiológica común a las especies? ¿Se debe entender diseños o incluso 'formas' conductuales que subsisten a las mismas especies y que se manifiestan en ellas a través del tiempo? De ser así, indudablemente la teoría evolucionista en Lorenz asumiría la forma parcial de una teleología centrada en las pautas conductuales ya que la idea de que a la evolución subyacen formas supra-específicas se acerca mucho a la idea de que hay causas finales hacia las cuales tienden las especies en su desarrollo. Lorenz nunca nos aclara lo que estas expresiones significan, convirtiéndose en supuestos de la teoría etológica que quedan en el misterio. En todo caso, lo que sí se alcanza a entender es que la agresión, al ser una de dichas unidades, es más permanente que las especies mismas. Gracias a la estabilidad de estas unidades, los animales se ven enmascarados en conductas agresivas incluso en

12 Ibid, pág. 25. 13 Ibid, pág. 30.


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cautividad.13 Es posible que Lorenz pensara que sus unidades, que sus cargas fisiológicas, fueran el quid del innatismo de la conducta agresiva. Pero sólo una investigación más detallada en este particular nos podría aclarar la interrogante. Los estudios etológicos posteriores fueron especialmente cuidadosos con el asunto del innatismo del comportamiento. Concretamente, en el caso de Tinbergen, el asunto del innatismo debe estar acompañado por un serio estudio en embriología que nos diga realmente qué porción de la conducta es adquirida y cuál no lo es. Tinbergen traza una distinción fundamental entre innato como significando anterior al nacimiento referido a una pauta conductual, por ejemplo- e innato como no adquirido. La agresión bien puede ser innata en el primer sentido y no serlo en el segundo. Ciertamente, en el argumento de Lorenz hay que reconocer que innato se puede referir a conductas adquiridas, así sea en un momento anterior al nacimiento o simplemente de una manera independiente del entorno.14 Sea cual fuese la verdad en este asunto, no hay que suponer que la agresión se debe a una pulsión que excede y precede el mismo tiempo de existencia de un organismo y de una especie. En todo caso, Lorenz termina comprendiendo la conducta como un órgano, y más concretamente, como la capacidad exhibida por un órgano, una comparación difícil, si tenemos en cuenta la enorme diversidad de conductas a través de las cuales se manifiesta la agresión mientras que una capacidad es más bien individual y única, un punto al cual ya he hecho mención más arriba. Pero ciertamente es acá en donde entra a jugar un papel preponderante el método comparativo. Quizá quien más ha investigado las implicaciones del método comparativo es Eibl-Eibesfeldt. Una de las críticas más fuertes al método comparativo la encuentra este autor en las ideas de Schmidbauer. Las siguiente citas tomadas de Schmidbauer demuestran según Eibl-Eibesfeldt la escasa comprensión que los críticos del problema etológico tienen sobre los principios de la investigación de la convergencia y la comparación. El citado autor afirma: La investigación de la convergencia resulta muy fructífera en los análisis funcionales meramente biológicos, pues muestra cómo una situación inicial concreta se modifica en el curso de la adaptación convergente... En la problemática de la etología humana se torna irrelevante, porque en este

14 Véase Tinbergen, 1985, op. cit., pág. 184.

campo las convergencias, en la mayoría de los casos, se deben a causas diferentes: la evolución biológica en la esfera zoológica, la cultural en la antropológica... La única base de la etología humana radica en las homologías. Los etólogos americanos y británicos así lo han comprendido y se centran casi exclusivamente en investigaciones sobre los primates.15

Y añade la siguiente frase para completar su crítica: “Por lo tanto, la investigación de la convergencia carecerá de cualquier valor heurístico si las convergencias en el hombre y en el animal se efectúan por caminos diferentes.” Eibl-Eibesfeldt responderá a esta crítica basándose en la obra de Lorenz: la idea es que es casi un rasgo típico de las convergencias el que se realicen por caminos diferentes. La evolución del ala de un insecto y la del ala de un ave son diferentes. No obstante, las formas son comparables puesto que son órganos para el vuelo, y de esa comparación podemos aprender qué especiales presiones selectivas han actuado en el desarrollo de esas estructuras. Pero claro está que la respuesta no es del todo adecuada. Mientras que las condiciones que 'modelaron' el ala de un ave y la de un pájaro son más o menos estables y constantes, a saber, las propiedades aerodinámicas del medio en el cual esos dos órganos han de volar, las condiciones que pudieron dar origen a la conducta agresiva son más variadas y quizá no guarden todas una serie de propiedades unitarias especificables. A pesar de esto, Eibl-Eibesfeldt reconoce la importancia de la homología: la investigación de las homologías le proporciona a los biólogos información sobre la herencia común a un grupo, y de ese modo enseña, entre otras cosas, de qué potencial se dispone. Además, permite reconstruir series evolutivas filogenéticas.16 Pero la respuesta no es del todo adecuada. En el fondo, el asunto es si el estudio del comportamiento de peces de arrecife de coral realmente nos puede decir algo acerca de la agresión humana. Y aquí quizá sea pertinente la crítica que Stephen Jay Gould le hace a E. Wilson, refiriéndose a la analogía. Nos dice que este autor lo que pretende es hacer un recuento de una serie de patologías comportamentales que tienen una base genética indudable, y luego nos pide que supongamos que esos comportamientos tienen las mismas causas, o al menos

15 Eibl-Eibesfeldt, 1987, op. cit., pág. 22. 16 Ibid, pág. 23.

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que sus causas se mueven dentro de un mismo 'rango', por así decirlo.17 La agresión, a pesar de tener una base genética, quizá no haya sido moldeada en todos los organismos por las mismas causas aunque estas obedecieran a las mismas necesidades: éxito reproductivo, cuidado del territorio, etc. Pero, ¿qué implicaciones tiene todo esto frente al estudio del hombre? Lorenz ve al hombre como un animal en el cual dichas unidades y cargas fisiológicas comunes a otras especies también se manifiestan. Por eso no tiene reparo en comenzar su estudio sobre la agresión humana hablando de la territorialidad de los peces de arrecife. Este es ciertamente uno de los puntos complicados en la obra de Lorenz. Acá de nuevo es determinante el estudio de Tinbergen como un texto en el cual se toma una distancia crítica con respecto a algunos de los planteamientos de Lorenz. El problema como tal no está en el hecho de que el estudio del comportamiento humano se comprenda dentro de la biología; ciertamente pienso que las creencias acerca de la 'dignidad humana' no se ven afectadas porque comprendamos nuestro actuar a la luz del actuar animal. El asunto está en cómo hemos de llevar a cabo la comparación. Considero que mi mejor forma de colaborar es discutir lo que existe en la etología que pudiera ser útil a las demás ciencias del comportamiento. Lo que nosotros los etólogos no deseamos, lo que consideramos definitivamente erróneo, es una aplicación acrítica de nuestros resultados al hombre. En lugar de ello, al menos yo personalmente pienso que es nuestro método de aproximación, nuestro razonamiento, lo que podemos ofrecer; y también un poco de sentido común y disciplina

Y más adelante añade: He puesto tanto énfasis sobre este tema del territorialismo de grupo porque la mayoría de los que han tratado de aplicar la etología al hombre lo han hecho equivocadamente. Han cometido el error, al que me refería antes, de extrapolar sin crítica los resultados de los animales al hombre. Tratan de explicar el comportamiento humano utilizando hechos que sólo son propios de algunos animales que hemos estudiado. Y, como los etólogos señalan, no hay dos especies que se comporten igual. Por tanto, en vez de

17 Stephen Jay Gould, “Sociobiology and Human Nature: a Postpanglossian Vision”, en Ashley Montagu, Sociobiology Examined, Oxford University Press, 1980.

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seguir este camino fácil, debemos estudiar al hombre en su propio ser y repito que el mensaje de los etólogos es el de los métodos más que el de los resultados; la etología debe utilizarse como método de estudio.18

La teoría de Lorenz, sin embargo, no está tan dispuesta a reconocer esta distancia crítica entre el comportamiento humano y el animal. Nuestra conducta está sujeta a las mismas leyes causales de la conducta animal y tanto peor para nosotros si no reconocemos este hecho.19 Lorenz tiene claro que este estudio no nos priva de ninguna forma de dignidad, ni nos hace menos libres. Es más, el conocimiento que tengamos de nosotros mismos es lo único que puede aumentar el poder que tengamos sobre nuestra conducta. Ese conocimiento debe necesariamente pasar por el reconocimiento de la conducta de otros seres vivos. En el caso específico de la agresión humana, la etología, en general, y concretamente la obra de Lorenz la ven como el resultado de un instinto innato, una idea que ya hemos mencionado. Pero ciertamente que esta es la única forma de explicar el comportamiento continuo de enfrentamiento y de guerras entre una especie que se cree a sí misma razonable. La experiencia repetitiva de la destrucción de la guerra y de la pérdida de vidas humanas que ella implica no nos ha hecho ser más racionales con respecto a la necesidad de evitar la guerra. Lorenz cita la idea de Hegel según la cual la historia enseña claramente que los hombres no han aprendido nada de la historia. Esta conducta irracional debe inevitablemente tener un origen instintivo filogenético. La visión que tiene Lorenz presenta a la especie humana bajo el espectro de un profundo pesimismo. La capacidad conceptual no es suficiente para contrarrestar los efectos de la instintividad agresiva. Si bien comimos de la manzana del árbol del conocimiento, lo complicado es que la manzana no estaba madura. El conocimiento nacido del pensamiento conceptual le quitó al hombre la seguridad de la instintividad y la autoregulación que el juego de instintos implicaba mucho antes de poder proveerlo con mecanismos de control que tuvieran la misma eficiencia. El hombre es un ser en peligro. Esta idea de la inadecuación entre la instintividad humana y la capacidad conceptual era un ítem teórico muy común en los estudios de la conducta de la época de Lorenz. La idea aparece claramente en la obra de Arthur Koestler y claro está que la inminenete posibilidad de una

18 Tinbergen, 1985, op. cit. 19 Lorenz, 1971, op. cit., págs. 245-277.


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catástrofe nuclear tenía que haber influenciado esta visión pesimista de los años sesenta; el hombre es una criatura cuyo aparato conceptual puede armar una bomba atómica y cuyos instintos agresivos no vacilarán en detonarla. Así, Lorenz llega a una consecuencia desafortunada acerca del papel del pensamiento conceptual en la sociedad humana: “Todos los grandes peligros que amenazan a la humanidad con la extinción son consecuencias directas del pensamiento conceptual y del discurso verbal”.20 El asunto de la agresión en la sociedad humana se ve agravado por el hecho de que somos criaturas omnívoras, físicamente débiles, carentes de garras y pico, lo que hace difícil que un hombre mate a otro sin armas. Por esta razón, la evolución no nos dotó de fuertes mecanismos de inhibición de la lucha y las formas de agresión no se encuentran tan ritualizadas como en otras especies. El pensamiento conceptual, sin embargo, nos ha permitido desarrollar armas artificiales que permitían matar de un golpe y trastornó gravemente el equilibrio entre unas inhibiciones relativamente débiles y la capacidad de matar a otros. A esto me refería más arriba cuando hablaba de la 'inadecuación' de la agresión y la violencia en la sociedad humana. La situación se ve obviamente complicada por el desarrollo de armas que actúan a distancia, ya que allí sí son evidentes los escasos mecanismos para inhibir la agresión, como la súplica del contendor o el miedo a la réplica de éste, que no pueden operar.21 El que subsistan en el hombre el instinto agresivo junto con la capacidad conceptual es a todas luces un error de la evolución, como es un error la existencia de los artrópodos y de los marsupiales, para ponerlo en términos de Koestler.22 Lorenz, sin embargo, debe buscar la razón por la cual, en el caso del hombre, la lucha es comunitaria, es decir, entre grupos y no entre individuos. Aunque es claro que en el caso del hombre, la lucha adquiere formas intraindividuales, las formas de combate que son verdaderamente significativas para comprender la guerra son las que se dan entre grupos. En alguna etapa de nuestra evolución, los primates homínidos que dieron origen al hombre tienen que haberse defendido de los peligros que los amenazaban y el mayor de estos peligros provenía de su propia especie. Es apenas natural suponer que los grupos que actúan de manera agresiva tienen una

20 Ibid, pág. 262. 21 Ibid, pág. 267. 22 Arthur Koestler, Jano, Madrid, Editorial Debate, 1981, pág. 35.

clara ventaja en este juego evolutivo. Habrá entonces un valor de supervivencia en las virtudes del guerrero, incluso en la neurosis obsesiva que busca el enfrentamiento constante, como en el citado caso de los utos de Lorenz. El hecho de que el enfrentamiento fuese intra-específico tiene un gran papel en el desarrollo exagerado de la agresión y la violencia en la sociedad humana, en su desarrollo hipertrófico ya que la competencia entre congéneres puede conducir a curiosísimos resultados sin ningún fin biológico o adaptativo al ejercer una presión selectiva sin relación con el medio ambiente. La hipertrofia del instinto de la agresión entre los humanos obedece a dicha causa, según Lorenz.23 ¿Qué hemos de hacer para evitar la destrucción total? Hemos visto que la racionalidad no ofrece una respuesta al problema en el sentido de contravenir los impulsos instintivos de una manera inmediata. Para retomar la frase de Wilson: 'El hombre utiliza la razón como último recurso'. Tampoco tiene mucho sentido intentar eliminar los supuestos estímulos externos que puedan estar relacionados con la agresión: hemos visto que esta se 'dispara en el vacío'. Pero aunque la razón no puede enfrentar estos instintos de manera inmediata, “La razón quiere y puede ejercer una presión selectiva en la dirección correcta”24 ya que sólo el autoconocimiento de la agresión puede ayudarnos a sublimarla hacia formas en que ella resulte inofensiva, como los deportes de masas, los enfrentamientos ritualizados, la controversia del diálogo, etc.

Perspectivas para las ciencias sociales Tanto Lorenz como Wilson han estado dispuestos en sus razonamientos a reconocer constantemente la carga y el peso de la cultura en la constitución del ser humano y ambos han enfatizado la idea de que se atienda tanto a la cultura como a los factores instintivos y genéticos en la comprensión de la naturaleza humana. La objeción facilista a la sociobiología y a la etología, consistente en decir que ignoran el peso de la influencia cultural, se basa, en su mayor parte, en un desconocimiento de las teorías expuestas por Lorenz o, más recientemente, por Wilson. Lorenz lo advierte constantemente y con toda claridad en Sobre la agresión:

23 Lorenz, 1971, op. cit., pág. 269 24 Ibid, pág. 336

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El bagaje del hombre en normas de comportamiento filogenéticamente programadas depende tanto de la tradición cultural y responsabilidad racional como la función de estas dos depende de la motivación instintiva. Si fuera posible criar un ser humano, de constitución genérica normal, en condiciones en que quedara privado de toda tradición cultural -cosa imposible no sólo por razones éticas sino también biológicas- el objeto de esa cruelísima experiencia estaría muy lejos de corresponder a la reconstrucción de un antepasado prehumano todavía sin cultura. Será un pobre inválido con una deficiencia de las funciones superiores, comparable a algunos idiotas en los que una encefalitis sufrida durante la infancia o la vida intrauterina suprime las funciones superiores del córtex cerebral. Ningún ser humano, ni el mayor de los genios, podría inventar por sí solo todo un sistema de normas y ritos sociales capaces de reemplazar la tradición cultural.25

La crítica a la sociobiología y a la etología tendría que ser hecha con mayor profundidad para dar en el blanco de lo más problemático. Mary Midgley ha expuesto una crítica, que pienso es la más acertada, en su artículo “Fatalismos rivales”26. Si bien estas disciplinas reconocen la existencia e importancia de la noción de cultura, la retórica que manejan en términos de genes, de instintos innatos, de carga fisiológica, de unidad natural de herencia, etc., es incompatible con este reconocimiento y más bien sugiere que tanto Lorenz como sus herederos teóricos en la sociobiología están convencidos de haber descubierto las causas últimas del comportamiento humano. El lenguaje en el cual están escritas la sociobiología y la etología sugiere que los genes, las cargas filogenéticas y demás son las causas últimas y determinantes mientras que las que operan durante la vida de un organismo son más bien secundarias si es que no inoperantes.27 Quizá el sentido en el cual se deba entender esta idea de las causas determinantes es que los etólogos y sociobiólogos piensan haber encontrado las causas más arcaicas: en la historia pre-cultural de nuestra especie se sentaron las causas

25 Ibid, pág. 299 26 Mary Midgley, “Rival Fatalisms”, en Montagu, 1980, op. cit. Debo advertir que en la última parte de este escrito seguiré la crítica de esta filósofa muy de cerca porque pienso que es la crítica que trae a la luz con pleno sentido lo que la existencia de la etología y la sociobiología implican para las ciencias sociales. Además, como veremos, ataca nociones que se han vuelto una moneda de uso común en las ciencias sociales. 27 Ibid, pág. 25

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determinantes de nuestra historia más reciente, incluyendo todo el desarrollo de la cultura y claro que Lorenz y Wilson en esto tienen razón: las explicaciones que demos de la cultura ya no pueden seguir ignorando la historia evolutiva de la especie. La falla del argumento está en suponer que las causas más arcaicas son las que mayor poder explicativo tienen. Es claro que lo remoto de una causa en el tiempo no hace que ella sea más explicativa. Si esto fuera así, dice acertadamente Midgley, el Big-Bang tendría que ser la explicación adecuada de todo. A la etología y a la sociobiología les cuesta trabajo comprender que de estas causas remotas y arcaicas se puedan producir efectos complejos, los cuales exhiben a su vez propiedades nuevas, emergentes. Tal es el caso de la cultura y de la agresión humana. Este punto lo ha reconocido Jerome Barkow en su artículo sobre la sociobiología como una nueva teoría de la naturaleza humana28. Allí nos dice que tanto a nivel individual como a nivel de la cultura, el comportamiento humano exhibe una serie de propiedades llamadas emergentes; aquellas que no son reductibles a ningún tipo de teoría biológica aunque esas propiedades estén causadas por elementos que a su vez son productos de la selección natural. Aquí no hay nada misterioso. Una propiedad emergente de un sistema es una propiedad que no es reducible o predicable de los elementos componentes del sistema. Tanto los compuestos químicos como las sociedades humanas tienen tales propiedades. Estas se pueden apreciar incluso en los sistemas más sencillos; mientras que el balde lleno de agua está mojado y el agua tiene la capacidad de mojar, difícilmente diríamos que la molécula individual de H2O está mojada. Ahora bien, es conveniente que el nivel de habla propio de las ciencias sociales, el nivel de habla de lo cultural y de lo mental, se mantenga. Es un nivel de habla que nos puede ayudar a comprender y a conceptuar ciertos fenómenos que serían de muy difícil comprensión desde una descripción puramente naturalista. Imaginemos la sencilla situación de intentar explicarle a alguien que 'A esté enojado con B' en términos de la biología, la neurofisiología y otras ciencias naturales. Quizá tendríamos que comenzar con algo así como: 'A tiene estimuladas las fibras c en el sector x de su cerebro a causa de una estimulación proveniente de B, etc.' Es más sencillo decir simplemente que 'A está enojado con B' aunque el término 'enojado' sea un término mentalista y sea, en últimas, reductible a causas bien sea fisiológicas,

28 Jerome Barkow, “Sociobiology: New Theory of Human Nature?” en Montagu, op. cit.


La agresión y la guerra desde el punto de vista de la etología y la obra de Konrad Lorenz

biológicas, etc. Hasta acá lo que tiene que ver con la crítica a la etología y la sociobiología. Pero en el otro lado del espectro está la actitud de defender la especificidad de las ciencias sociales frente a cualquier 'embate' de la ciencia natural. La observación crítica de Richard Dawkins en el 'Gen egoísta' sigue teniendo plena validez incluso hoy; este autor comienza su estudio diciéndonos que hasta el momento (década de los setentas-mediados) las ciencias sociales han sido escritas como si Darwin nunca hubiera existido. La ciencias sociales hasta el momento han asumido la posición de que las causas innatas pueden ser ignoradas y esta posición se ha vuelto tan común que ni siquiera están conscientes del error los 'cientistas sociales'. Es evidente que la fuerte influencia de corrientes conductistas y behavioristas en las ciencias sociales es, al menos en parte, responsable de la omisión. Pero esta omisión no tiene sentido; conjuntos de causas como los que estamos examinando -culturales y biológicas- no pueden llegar a estar en competencia. Esto es un resultado de esas propiedades emergentes que mencionábamos más arriba. Marx no dejó de creer en causas físicas o genéticas cuando llamó la atención hacia las causas económicas, así como no tienen los sociobiólogos y los etólogos que dejar de creer en causas genéticas por haber reconocido la importancia de las causas culturales y sociales. La posición de Midgley es muy clara al respecto: no es que la polarización sea nociva para ambos lados, es que no tiene sentido: la polarización es fútil29. Midgley caracteriza la posición de rechazo a la influencia de la biología en las ciencias sociales de la siguiente manera: muchos de los académicos de las ciencias sociales que adoptan esta línea de pensamiento dan por hecho que el comportamiento no tiene causas innatas ya que dicha creencia parece ser algo seguro, económico y muy propio de sus propias disciplinas. Pero aunque la creencia parece segura y económica dada su familiaridad, no lo es. Si algo muestra el examen de los conceptos y de las creencias es que la familiaridad no es garante de seguridad: en materia conceptual y doxástica, el piso sobre el que caminamos a diario se puede desplomar en cualquier momento debajo de nuestros pies. Este es el caso de la creencia en cuestión (la idea de que el comportamiento no tiene causas innatas y que en ese orden de ideas las ciencias sociales no pueden ni deben ser influenciadas por la biología): sostener que la gente es en

29 Midgley, op. cit., pág. 22.

gran medida maleable, influenciable por el medio y que este medio es determinante (que 'el hombre se hace y no nace' como le escuché recientemente a una joven antropóloga entusiasta) no implica necesariamente echar por la borda las explicaciones biológicas. Implica, al menos, aceptar que existen asombrosos mecanismos biológicos que permiten que nos programemos en muchos sentidos y que en este orden de ideas, el aprendizaje y la conducta sean diversos y de amplia influencia. Aceptar la biología no implica aceptar una forma de determinismo ramplón. Lo que sí es claro para Midgley es que debemos abandonar la visión ya común en las ciencias sociales acerca del hombre como un kleenex recién sacado de la caja, un ser absolutamente permeable por el medio, infinitamente pasivo e inerte frente a éste. Esto se puede comprender por medio de una idea del mismo Lorenz, forjada varios años después de su libro sobre la agresión. Lorenz nos habla de una programación abierta: Un programa genético de esta naturaleza contiene varios programas individuales para la construcción de diversos mecanismos, y, en ese orden de ideas, no presupone menos información que un programa singular cerrado, sino mucha más información que debe ser genéticamente transmitida.30

La agresión, el aprendizaje etc. son conductas de programación abierta. Con esto, evidentemente hay un giro de posición con respecto a sus primeras aproximaciones a la conducta en las cuales la agresión y otras conductas se entendían como condicionadas por mecanismos más bien únicos y simples. Para abreviar, la agresión no es simplemente una acción estándar del ambiente sobre el organismo, involucra actividades propias de éste también.31 Suponer lo contrario implicaría quizá una argumentación muy enrevesada. Tomemos el caso que nos plantea Midgley. Supongamos que alguien quisiera dar razón de todo el amplio rango de conductas sexuales humanas explicándolas solamente en términos de los condicionamientos culturales. Si el estudio ha de ser completo, esta persona tendría que dedicarse durante una enorme cantidad de tiempo a demostrar que la fisiología no tiene un papel preponderante en la conducta sexual de tal manera que las causas físicas resultan irrelevantes. Pero es evidente que tal tipo de posición no es sostenible,

30 Konrad Lorenz, Behind the Mirror, New York, London, Harcourt Brace Jovanovich, pág. 81. 31 Midgley, op. cit., pág. 28

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DOSSIER • Roberto Palacio F.

aunque por increíble que parezca, ésta ha sido un lugar común en las ciencias sociales. Marsahll Sahlins32, por ejemplo, afirma que defiende la idea de resguardar la frontera de la ciencia social contra la invasión del estudio de los motivos individuales y nos dice que así está protegiendo la autonomía de la cultura y del estudio de la cultura33. Si lo que quiere decir es que la cultura tiene sus propios métodos de estudio, está en lo cierto, pero si lo que quiere decir es que la cultura es un fenómeno totalmente autocontenido en el sentido de que no tiene que atender a otros contenidos, entonces la idea se hace absurda: (...) es evidente que muchas otras causas sí afectan a los seres humanos aparte de las culturales, por ejemplo, los antropólogos deben tener en cuenta condiciones climáticas, geológicas y médicas.34

El error de una posición como la de Sahlin consiste en suponer que la investigación sobre la cultura es una isla y que debe estar aislada para proteger su pureza contra la insensibilidad de las ciencias naturales. La posición de la autora que venimos trabajando es en este sentido tajante: Tanto los proyectos de los genes como los de la cultura son elementos en la historia humana. Ninguno de los dos lados tiene el derecho de mover las cuerdas ni de ser escogido como el que da la última llave de acceso al significado de un fenómeno.35

El precio de cerrar los caminos que conducen de una investigación a otra puede ser alto; el de oscurecer una mirada de la totalidad. Para cerrar su argumento en este punto particular, Midgley nos ofrece una divertida anécdota de seis ciegos que examinan un elefante con el fin de describirlo. Luego de palpar al perplejo animal, uno llegó a la conclusión de que había tocado una pared, otro un árbol, para el tercero se trataba de una serpiente, para otro era un abanico, para el quinto era una lanza y para el último era una soga.

Bibliografía Barkow, Jerome, “Sociobiology: New Theory of Human Nature?” en Ashley Montagu, Sociobiology Examined, Oxford University Press, 1980. Eibl-Eibesfeldt, Irenaus, Amor y odio, Barcelona, Salvat Editores, 1987. Jay Gould, Stephen, “Sociobiology and Human Nature: a Postpanglossian Vision”, en Ashley Montagu, Sociobiology Examined, Oxford University Press, 1980. Koestler, Arthur, Jano, Madrid, Editorial Debate, 1981. Lorenz, Konrad, Sobre la agresión, el pretendido mal, Madrid, Siglo XXI Editores, 1971. Lorenz, Konrad, “La evolución de la conducta”, en Heinz, Friedrich (ed.), Hombre y animal, estudios sobre el comportamiento, Madrid, Ediciones Orbis, 1985. Lorenz, Konrad, Behind the Mirror, New York, London, Harcourt Brace Jovanovich, 1978. Midgley, Mary, “Rival Fatalisms”, en Ashley Montagu, Sociobiology Examined, Oxford University Press, 1980. Ruse, Michael, Sociobiología, Madrid, Cátedra, 1983. Sahlins, Marshall, The Use and Abuse of Biology, Michigan, Michigan University Press, 1976. Stevenson, Leslie, Siete teorías de la naturaleza humana, Madrid, Cátedra, 1981. Tinbergen, N., “Guerra y paz en los animales y en el hombre”, en Heinz Friedrich (ed.), Hombre y animal, estudios sobre el comportamiento, Madrid, Ediciones Orbis, 1985. Wilson, Edward, Sobre la naturaleza humana, México, F.C.E., 1997.

32 Marshall Sahlins, The Use and Abuse of Biology, Michigan, Michigan University Press. 33 Citado por Midgley en el artículo comentado acá. 34 Midgley, op. cit., 1980. 35 Ibid, pág. 29.

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CULTURA DE CONFLICTOS EN VEZ DE TOLERANCIA Carlos B. Gutiérrez *

Resumen En este texto se hace un recuento del origen y evolución de la noción de tolerancia, entretejido con una lectura crítica del uso de la misma. Desde el origen religioso del concepto, pasando por la literatura clásica hasta llegar al pensamiento liberal contemporáneo, el artículo analiza las diferentes acepciones de la tolerancia, señalando las continuidades y los cambios de sentido. Continúa proponiendo una noción alternativa a la de tolerancia, que escape a sus connotaciones negativas y sea compatible con la cultura democrática, y al final hace una reflexión sobre el contexto colombiano.

Abstract The text makes a survey of the origin and evolution of the concept of tolerance. It also makes a critical reading of its use along time. Form the religious use of the notion, to the classical literature on the subject, to the contemporary liberal thought, the article studies the different meanings of tolerance, showing continuities and changes. It then proposes an alternative concept that eludes its negative connotations and is compatible with democratic culture, and it ends with a reflection about the Colombian context.

Palabras clave: Tolerancia, democracia, conflicto, convivencia.

Keywords: Tolerance, democracy, conflict, life together.

El lastre de la noción de tolerancia Hasta la Reforma, la tolerancia no fue necesaria; como espada espiritual y espada temporal del Dios uno, las autoridades espirituales y las temporales eran parte de la misma iglesia, en tanto que a los herejes no se les

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Filósofo – Universidad Nacional de Colombia. M.A. – New School for Social Research. Ph. D. en Filosofía – Universidad de Heidelberg. Profesor de planta del Departamento de Filosofía – Universidad de los Andes.

aceptaba y a los judíos con frecuencia se extendían privilegios de excepción. Al disolverse la unión del Imperio y de la Iglesia, el Estado ganó el derecho de auto-legitimarse ya que en medio de las guerras de religión nadie más podía legitimarlo. Soberanía resultó ser así la supremacía del principio político sobre todos los demás; las cuestiones religiosas quedaron sometidas al patrón de la política, y el Estado quedó con el derecho de decidir sobre la religión de sus ciudadanos. Ahora los estados únicamente podían permitir religiones de Estado; a las otras religiones se las podía tolerar por magnanimidad o por necesidad según conviniera a los intereses estatales. Bajo la nueva soberanía la cuestión de la tolerancia de grupos religiosos se convirtió desde el comienzo en la problemática de mayoría y minorías, perdiendo con ello su carácter primariamente confesional: a los tolerados tan sólo se les sufría o aguantaba, la lógica de la soberanía no admitía concepto alguno de aceptación positiva. Puesto que la tolerancia obtuvo sus derechos de manos de la soberanía insondable que fijaba sus intereses únicamente según la razón de Estado, la tolerancia fue siempre revocable, como el fruto de cálculos pragmáticos que era. La tolerancia nació, pues, como instrumento político, no como virtud. En el edicto de Nantes de 1598 promulgó el rey la libertad de conciencia que les permitió a los protestantes quedarse en Francia y marcó el rumbo estratégico que seguirían declaraciones y proclamas similares. Se logró así resolver el problema de las guerras civiles latentes a causa de diferencias religiosas mediante la separación sistemática del papel político del ciudadano, concebido ahora como confesionalmente neutro, de la dimensión subjetiva de las convicciones, de los credos religiosos y de las cosmovisiones. Se trataba ante todo de reducir la amenaza a la unidad del Estado de tal manera que los grupos en competencia no crecieran hasta convertirse en alternativas políticas reales. La comunidad ciudadana existente mantuvo la primacía en tanto que se conjuraron los peligros inminentes de subversión confinándolos al ámbito subjetivo de la opinión y de la fe; cree lo que quieras pero atente a las normas públicamente vigentes, rezaba la oferta de tolerancia. La religión, forzada a someter el culto externo a la jurisdicción estatal, se vio reducida a la interioridad individual. Semejante reducción subjetivista hizo que las convicciones aparecieran como irrelevantes para la práctica política. La estratagema en interés de la creación y del aseguramiento 63


DOSSIER • Carlos B. Gutiérrez

de la paz pública produjo un vacío que han tratado de llenar desde entonces figuras sucedáneas como la del sentimiento nacionalista del siglo XIX y la del patriotismo constitucional, que Habermas ha vuelto a poner de moda. El deseo de vivir en un mundo ético que no sólo represente un mínimo de seguridad jurídica sino que pueda también valer sin fisuras como entorno de nuestra orientación vital sigue no obstante insatisfecho. Hegel en nombre del “espíritu objetivo” planteó una doctrina de las instituciones pensada a la medida de las expectativas de libertad del sujeto moderno; hasta hoy, sin embargo, prosigue la discusión en torno a una adecuada interpretación de su propuesta. He entrado en detalles de la reducción de las convicciones a la interioridad individual que hizo posible el despuntar de la tolerancia, porque el liberalismo sigue operando hasta hoy con la misma estrategia de oponer la vida pública regida por las leyes de la razón a la vida privada dominada por tradiciones y pertenencias comunitarias. Este esquema, arbitrario y controvertible, naufraga desde que el universalismo sustantivo del derecho se ha visto sustituido por la racionalidad instrumental de la economía. Ahora, sin la mediación del orden político entre el mundo natural y el mundo cultural, asistimos al enfrentamiento de mercados y técnicas globalizados y culturalmente neutros con culturas cada vez más constreñidas a defender identidades y tradiciones amenazadas por flujos económicos que escapan a todo control político. A pesar de ello el liberalismo insiste en ver en el viejo esquema de la tolerancia religiosa el modelo para abordar las diferencias etno-culturales de nuestros días como si ellas valiesen únicamente en el ámbito privado que no concierne al Estado, lo cual permite que éste las trate con “benigna desatención”. La separación de Estado y etnicidad no es más que un mito ya que, como es bien sabido, las decisiones oficiales sobre lenguas, fronteras, festividades públicas y símbolos estatales implican, por necesidad, apoyo a ciertos grupos nacionales. Pasemos ahora a los clásicos de la tolerancia. Muchos ven en la tolerancia el ideal supremo de la Ilustración y uno de los motores de la civilización europea que, al hacer posible la coexistencia de credos y de principios diversos, generó una especie de equilibrio dinámico que impulsó el progreso y evitó el estancamiento propio de sociedades regidas por un principio absoluto. El análisis detenido de lo que los grandes pensadores de la Ilustración liberal entendieron por tolerancia nos ofrece, no obstante, una visión más sobria. Sus ideas al respecto no surgieron de 64

reflexiones sobre la relatividad de la verdad humana; tolerancia fue para ellos más bien el principio de minimización de la violencia en el seno de una sociedad de egoístas posesivos. El ser humano, como lo describe Locke, tuvo que abandonar el estado de naturaleza porque en ella el goce de la propiedad era muy incierto; la sociedad se tuvo que constituir ante todo para la mutua preservación de la propiedad, cuya garantía es el deber por excelencia del gobernante. De ahí que de la tolerancia recíproca entre cristianos quedaran excluidos los católicos por ser súbditos de otro príncipe y los ateos porque los contratos y promesas “que son los lazos de la sociedad humana, no pueden tener poder sobre ellos”.1 Este es el mismo Locke tolerante que en las Constituciones fundamentales de Carolina estatuyó que “todo hombre libre debe tener poder y autoridad sobre sus esclavos negros, no importa qué religión tengan”.2 Los intereses posesivos de la burguesía y el programa emancipatorio de la Iluminación se divorciaron a menudo. Bajo el rubro de tolerancia, la Enciclopedia recomendaba como “Règle générale: Respectez inviolablement les droits de la conscience dans tout ce qui ne trouble pas la société”; la libertad de conciencia estabilizaba el ordenamiento político en vez de cuestionarlo. El Tratado sobre la tolerancia, de Voltaire, tiene un aire excepcionalmente contestatario que se remite, sin embargo, a su antitradicionalismo radical que enfila baterías contra los privilegios heredados y a la fe en el progreso y su desbordante entusiasmo por la ciencia newtoniana que animan su propuesta de derechos universales para el ser humano. En nombre de la Razón lucha Voltaire contra las sectas que monopolizan al Dios universal y contra la justicia impartida por tribunales provincianos condicionados por el localismo y los caprichos de los señores de la región. La tolerancia era para él la apertura hacia lo universal que podía acabar con la discordia entre seres humanos que, como los de Locke, sólo piensan en la defensa del propio interés. Al avanzar a derecho humano la libertad religiosa a fines del siglo XVIII hay pensadores de importancia que pasan a ver en la tolerancia la concesión autoritaria y arbitraria de derechos de libertad de los que nadie en principio puede disponer. Como “arrogación ilegítima” merece el término mismo tolerancia ser proscrito del lenguaje,

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John Locke, Carta sobre la tolerancia, Madrid, 1988, pág. 57. John Locke, The works of John Locke, Scientia Verlag, Aalen, 1967, vol. 10, pág. 185.


Cultura de conflictos en vez de tolerancia

afirma Cloots en 17923; Kant en la Respuesta a la pregunta: qué es Ilustración? sostiene que el príncipe esclarecido sólo puede rechazar “el nombre arrogante de tolerancia”.4 En las Máximas y reflexiones sobre literatura y ética, va Goethe mucho más allá al precisar que “tolerancia debería propiamente ser tan sólo un modo provisorio de pensar ya que ella debe llevar al reconocimiento. Tolerar significa ofender”.5 Hablemos finalmente de la tolerancia social que gana fuerza en el siglo XIX y se articula en la doctrina de la libertad de John Stuart Mill, quien amplía y delimita tajantemente el ámbito de la privacidad individual, “la esfera de acción en la cual la sociedad, como distinta del individuo, no tiene, si acaso, más que un interés indirecto, comprensiva de toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta más que a él mismo, o que si afecta también a los demás, es sólo por su participación libre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos”.6 Esta esfera comprende no sólo el dominio interno de la conciencia y la libertad de expresión sino también la libertad de gustos, la libertad para trazar el plan de vida según el carácter propio y la libertad de asociación. Tolerancia, en consecuencia, es ahora la disposición a respetar la inviolabilidad de la esfera privada de la existencia individual y la exigencia de que la sociedad rehúse interferir con las prácticas privadas, por excéntricas que sean, ya sea por vías legales o por la vía de sanciones sociales inadmisibles. Lo que comienza aquí como aceptación a regañadientes de excentricidades se fue convirtiendo en estímulo para el despliegue de la individualidad y para el auge de la pluralidad, toda vez que la sociedad es vista como el mercado o campo de batalla en el que cada cual persigue sus objetivos hasta el punto extremo en el que ello sea reconciliable con los empeños de los demás. El escenario en el que se pudo realizar este ideal liberal-individualista de tolerancia fue el de la gran metrópoli en la que la extensión, la división de funciones, el ritmo acelerado de vida, el fraccionamiento de los grupos sociales, la densidad de población y, ante todo, el anonimato, ofrecían el marco para tolerar la diversidad de prácticas y de cosmovisiones.

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A. Cloots, “Toleranz”, en Hg. G. Wiedekind, Der Patriot 1, 1792, pág. 10. I. Kant, Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, AkademieAusgabe VIII, pág. 40. Goethe, Maximen und Reflexionen, Gesamtausgabe 21, München, 1963, pág. 103. John Stuart Mill, Sobre la libertad, Madrid, 1970, pág. 68.

Joseph Raz sostiene hoy que este marco urbano se ve desde hace tiempo desbordado por las migraciones que fomentan la subcultura de la ilegalidad y la acelerada enajenación de la sociedad y de sus instituciones. Frente a las minorías, continúa Raz, y por consideraciones que tenían que ver con la paz pública, con la armonía social y la legitimación del sistema de gobierno que podrían verse amenazadas por la animosidad hacia minorías a las que no se les permitiese mantener sus prácticas religiosas y culturales, la primera estrategia de que se valió el liberalismo fue justamente la de la tolerancia que consistió en dejar que las minorías se comportasen como ellas mismas deseaban, sin criminalizarlas en tanto no faltasen contra la cultura de la mayoría y contra la posibilidad de que quienes pertenecían a ella pudiesen disfrutar del estilo de vida que le es propio. La tolerancia se vio complementada en la segunda mitad del siglo XX por la estrategia de los derechos de no discriminación, propios del liberalismo que han hecho popular los escritos de Rawls; la complementación, sin embargo, no fue suficiente. La tercera y actual respuesta liberal al problema de las minorías es para Raz la afirmación de la multiculturalidad; esta nueva estrategia supera el prejuicio individualista de los derechos de no discriminación al partir tanto de la convicción de que la libertad y la prosperidad de los individuos dependen de la “plena y libre membrecía” en un grupo cultural floreciente como de la fe en el pluralismo de valores que encarnan en prácticas diferentes y en muchos respectos incompatibles dentro de la sociedad7. Esta solución deja mucho qué desear, añadamos nosotros, en razón de que asimila las pertenencias etno-culturales de los seres humanos a la plena y libre membrecía a un club inglés, en el empeño obsesivo en condicionar el reconocimiento de esas pertenencias por parte del liberalismo a la exigencia de que todos podamos salirnos de nuestra culturas o renunciar a nuestras tradiciones cuando a bien lo tengamos. La supuesta neutralidad propia de la tolerancia liberal ha sido también acremente criticada. La tolerancia, según Herbet Marcuse, se ha vuelto abstracta porque en la sociedad afluente se tolera prácticamente todo a fin de perpetuar la lucha por la existencia y reprimir cualquier alternativa; el camino hacia la liberación exige, por el contrario, la intolerancia ante todo tipo de

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Joseph Raz, Ethics in the public domain, Oxford, 1995, págs. 172-174.

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DOSSIER • Carlos B. Gutiérrez

represión8. La crítica de Marcuse resalta la paradójica inocuidad de la libertad de expresión contemporánea y la necesidad impostergable de la equiparación real de poder y de intereses. Exigir a pueblos hambrientos tolerancia frente al sistema de quienes detentan el poder y las utilidades es y seguirá siendo ejercicio de represión en tanto no se creen a escala mundial condiciones sociales que alivien la exclusión; la tolerancia llegaría a ser real en sociedades étnica y religiosamente heterogéneas sólo cuando deje de ser relevante el ordenamiento en estratos sociales de los grupos étnicos y religiosos. Alexander Mitscherlich mostró por su parte que el liberalismo que predica la tolerancia enseña al mismo tiempo el comportamiento intolerante como medio para triunfar en la competencia del mercado, reforzando con ello los riesgos naturales de este comportamiento9. El repaso histórico-conceptual que hemos hecho pone en evidencia que en razón de sus defectos congénitos y de los desplazamientos semánticos que ha experimentado a través de su historia, se impone desistir del concepto de tolerancia, especialmente cuando se trata de abordar en la reflexión ética el tema medular del respeto mutuo que merecen los seres humanos y del reconocimiento recíproco que lo fundamenta. La noción de tolerancia arrastra un lastre tan grande en connotaciones de oportunismo político, de pasividad y de conformismo, que para valernos hoy filosóficamente de ella tendríamos que hacer tantas salvedades y precisiones que su empleo resultaría contraproducente por el riesgo permanente de estar diciendo algo muy distinto y hasta contrario de lo que queremos decir. En su ambigüedad esencial, tolerar presupone una apreciación negativa de aquello mismo que se tolera ya que soporta o sufre lo que a su vez reprueba; en sentido estricto se tolera sólo aquello que de antemano es objeto de rechazo. De esta raíz condenatoria resulta la negatividad aneja a la tolerancia y la sospecha fundada de que ella sea una máscara para embozar el odio y el desprecio del otro y de lo otro. Ya en su origen el concepto de tolerancia fue ganando la connotación fundamental de tener que aguantar a sectas de herejes y desviados al lado de la verdadera fe, que es siempre la

Robert Wolff, Barrington Moore, Herbert Marcuse, Kritik der reinen Toleranz, Frankfurt am Main, 1967, pág. 95. 9 Alexander Mitscherlich, Toleranz – Überprüfung eines Begriffs, Frankfurt am Main, 1974, pág. 10. 8

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propia, viéndose uno así forzado a tratar con mínima amabilidad, aunque a regañadientes, prácticas y doctrinas que repugnan a las propias. Tolerar llegó así a ser el acto de permitir algo que estrictamente no está de acuerdo con la ley jurídica o moral; de esta manera las ciudades hispanoamericanas crearon y mantienen sus “barrios de tolerancia”. Esta tolerancia alude a una suerte de espacio indeciso entre lo lícito y lo prohibido, abierto como tal a la arbitrariedad por darse en el orden de la licencia y no en el de la libertad.

Tolerancia y dinámica del cambio social Desde una perspectiva bien distinta puede decirse que a la tolerancia le corresponda, no obstante, un papel de importancia en el despliegue de la dinámica histórica de toda sociedad como apertura que flexibiliza la rigidez de las prescripciones y anima la transformación gradual de ellas; tolerancia sería así un elemento de la dialéctica de universalidad y particularidad en la que discurre la vida de las leyes, es decir, la vida de la justicia institucionalizada. Suele haber personas y grupos que frente a una conducta o una opinión que se aparta de las normas y de lo habitual renuncian por muy diferentes razones a protestar y demuestran una transigencia excepcional que rebasa la obligatoriedad de lo que prescribe el deber. A este tolerar claro está no se puede obligar a nadie. La tolerancia en general no tiene nada de categoría jurídica ya que nadie tiene derecho formalizable alguno a ser tolerado; aquí no hay ni posibilidades formales de demanda ni sanciones que esperen al infractor porque en el marco de las relaciones normales que sirven de soporte al complejo tejido de nuestras interacciones habituales no se da nada que haya propiamente que tolerar. Cuando dentro de estas relaciones se cuela, sin embargo, una desviación que se sale de la normalidad razonable, que merece ser registrada y es por cualquier razón perturbadora, tenemos un caso de posible tolerancia. La desviación que se sale de la normalidad razonable puede darse a manera de provocación intencional, fenómeno importante de la compleja vida actual que tiene posibilidades ilimitadas, ya que una vez que se ha tenido la satisfacción de que algo incorrecto sea registrado como tal, cambian ligeramente las formas de manifestar la provocación y es rica la inventiva que sugiere nuevas formas de demostrar el rehusarse a hacer como los demás. Aquí lo decisivo es el límite que separa a la benevolencia excedente del vernos sobreexigidos por


Cultura de conflictos en vez de tolerancia

una infracción, sentido de manera más o menos fuerte, que no somos capaces de reprimir sin apelar de inmediato al derecho penal; todo depende del caso y de sus circunstancias. La blasfemia es algo diabólico a los ojos de los creyentes, pero también parte de un colorido lenguaje literario de vulgaridades y maldiciones; la petulancia juvenil de los ataques a lo tradicional está cerca de las señales serias de una vanguardia estéticamente comprometida. Para apelar a la actitud consciente de tolerancia, tiene eso sí que haberse alcanzado un cierto grado de menoscabo de los derechos supuestos o reales a un comportamiento de esperar. Advirtamos, sin embargo, que las sociedades modernas exigen una gran capacidad de callado procesamiento de anomalías pues ya la interpretación de un paso que se aparta del camino usual demanda tanta atención y tanta capacidad de exégesis como la mayoría de los actores sometidos a la presión de sus asuntos no está en capacidad de aportar. A esto se añade el cálculo que sopesa la inversión de tiempo y de energía que requieren la protesta, la denuncia o incluso el proceso judicial, con el éxito previsible casi siempre dudoso de ellos. De ahí que muy a menudo parezca aconsejable calmar la indignación inicial en aras de mantener en su globalidad las condiciones de vida que son transgredidas en parte mínima pero irritante. Sin olvidar que la clara identificación de una anomalía de naturaleza tal que tolerar y soportar sean del caso como posible reacción a ella está en manos de una decisión de la propia capacidad de juicio: los casos de tolerancia, por regla general, no son ni dilemas morales indeclinables ni violaciones del derecho positivo y sí más bien casos que se dan en el límite entre el amplio ámbito de la costumbre y la franja angosta, pero apta, para la innovación de lo que se aparta de la norma. El hecho de que la tolerancia de caso en caso compense una infracción de la regla demuestra que en el contexto social siempre se vuelven a necesitar y son posibles logros especiales de regeneración social como respuesta a faltas o a sobreexigencias del consenso básico10. Tolerancia designaría al elemento dinámico que va un paso más allá del contrato social que da por supuesta la igualdad y crea así, como dialéctica de rechazo y aceptación, el espacio en el cual se hace posible el paso de la prohibición de ciertas prácticas y modos de comportamiento a su

La paradoja de la tolerancia así como los fundamentos y límites de ésta fueron discutidos en la filosofía política del siglo XX. Contradictoria es la exigencia de tolerar lo que fundamentadamente se rechaza; la exigencia de tolerar también la conducta intolerante lleva por su parte a auto-contradicciones sustanciales. Este fue el tema de la controversia de derecho constitucional entre Hans Kelsen y Carl Schmitt. Kelsen veía a la tolerancia, que permite la coexistencia de mayorías y minorías, de gobierno y oposición y que cobija también a fuerzas anticonstitucionales como “principio vital de toda democracia”.11 A juicio de Schmitt, sin embargo, la “tolerancia pasiva” del Estado en el sentido de “neutralidad” absoluta frente a todas las ideologías, incluyendo a las que le eran enemigas, era expresión de su despolitización y vacuidad12. Hay quienes opinan que a despecho de su lastre histórico, el concepto de tolerancia debería constituir una norma política fundamental. Si bien la tolerancia puede ser indicio del acrisolamiento de convicciones conscientes de sí mismas no se puede soslayar el hecho de que ella no constituye una base sólida para hacer frente a serios conflictos. Esto se debe a la circunstancia inmodificable de que la cantidad de aquellas cosas en las que toleramos anomalías y desviaciones es mucho menor que la cantidad de cosas en las que no podemos permitírnoslas. Precisamos de confiabilidad intersubjetiva, de claridad en el desempeño de roles y por lo tanto de previsibilidad, para poner a andar y proseguir en continuidad nuestros proyectos privados y colectivos de acción; la imposición de anomalías o desviaciones apreciables sólo puede llegar a ser tolerada con referencia a la garantía provisoria de las formas esenciales de vida. Sería por tanto un grave error querer confundir tolerancia con el respeto mutuo de ciudadanos de iguales derechos o con la justicia.

10 Rüdiger Bubner, Drei Studien zur politischen Philosophie, Heidelberg, 1999, pág. 53.

11 Hans Kelsen, Staatsform und Weltanschauung, Tübingen, 1931, pág. 14. 12 Carl Schmitt, Der Begriff des Politischen, Berlin, 1963, pág. 98.

reconocimiento como derechos. En la sociedad contemporánea, no obstante, se da cada vez más, como acabamos de indicar, una tolerancia impuesta como estrategia de pasividad conveniente y cómoda ante la complejidad y velocidad con que discurre el interactuar humano.

Tolerancia, ¿piedra angular de la democracia?

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La tolerancia tampoco puede ser elevada a principio constitucional o a piedra angular de la democracia, pues en la medida en la que se defina a la democracia como el ámbito público abierto a las expresiones libres e iguales de opinión para todas y desde todas las voces no queda sitio en ella para la tolerancia como principio jurídico y político. En la democracia real, la tolerancia resulta superflua pues se ve ventajosamente relegada por el reconocimiento de la igualdad en la titularidad y en el ejercicio de los derechos, reconocimiento que como principio normativo es el protoderecho, el derecho a tener derechos. Si se trata del reconocimiento de libertades individuales, la tolerancia debe dejarle el campo a los derechos fundamentales ya que el Estado no puede tolerar lo que él no puede prohibir. Hay también quienes quieren hacer del concepto liberal de tolerancia la clave para el manejo político de los problemas de coexistencia en las sociedades multiculturales. El liberalismo, como se sabe, a más tardar desde Rawls, presupone una sociedad civil homogénea, a cuyos miembros los une una tradición moral común; esta decisiva vinculación recupera lo que la teoría liberal había excluido del ámbito político y relegado a la esfera privada. Vinculada a los valores compartidos en esta tradición moral común, que son los que determinan quiénes son ciudadanos de verdad, y en contraste con ellos ve la tolerancia liberal a quienes no los comparten como extraños, extraños a los que aguanta y sufre no por mor de la universalidad de la autonomía individual kantiana, sino en interés de la estabilidad política y de la tranquilidad social; el pluralismo en el que se mueve la tolerancia liberal es selectivo y limitado por naturaleza. Limitante es también la asunción de que el pluralismo se despliega en los conflictos entre diferentes concepciones de lo bueno y entre diferentes escalas de valores para garantizar la libre elección de modos de vida y la neutralidad frente a éstos, ya que los problemas que rebasan los límites del pluralismo liberal desbordan también el estrecho alcance de la tolerancia liberal tal como sucede en las sociedades multiculturales de hoy. El pluralismo de pertenencias e identidades colectivas genera conflictos que no consisten en choques de concepciones del bien o de cosmovisiones irreconciliables por las que se opta a raíz de escogencias individuales; los conflictos afloran en la lucha de grupos minoritarios por la integración, por el reconocimiento, por la no discriminación y por el trato igual. Los problemas que sobreexigen a la tolerancia liberal surgen en torno a las prácticas de grupos sociales que difieren de las prácticas de la mayoría y consisten, por tanto, en procesos contradictorios de integración que afectan a seres 68

humanos que viven las diferencias y exigen su reconocimiento como ciudadanos del Estado; aquí ya no basta la tolerancia que garantiza la misma libertad individual en la conformación de planes de vida. En el fondo la lógica constitucional liberal desconoce la problemática de la integración porque a ella no le importan las obligaciones de la comunidad política para con aquellos que no son miembros suyos y se contenta con ofrecerles derechos individuales, sin poder comprender que lo que cuenta para ellos es la pertenencia, el ejercicio de plenos derechos de ciudadanía estatal. La solución liberal gira en torno a la neutralidad como propiedad esencial del Estado moderno; ella hace del espacio público un sitio religiosa y culturalmente neutro ya que el vínculo público no es ni religioso, ni nacional o cultural, sino exclusivamente político. La solución, sin embargo, está lejos de ser neutra pues encubre la realidad de la dominación y de la asimetría, la desigualdad de los excluidos por cuya supuesta y abstracta igual dignidad individual se ha pagado el precio abrumador de la ceguera a sus diferencias. En la realidad liberal sólo es digno quien por encima de las diferencias comparte los valores de la tradición liberal; para ser cabalmente reconocidos como seres humanos, los otros tienen que ser despojados de todos los atributos concretos, personales e históricos que conforman la existencia humana. La tolerancia que se alza sobre semejantes cimientos es auto-destructiva porque impone la pérdida del hombre real asumiendo que el hombre numénico puro como tal sea capaz de fundar una comunidad13. El genuino reconocimiento, muy por el contrario, no exige la pérdida de la individualidad real ya que ve igualdad y autonomía y encuentra humanidad en los diferentes atributos, y a través de ellos, que hacen de la abstracta humanidad universal la concreta humanidad de una persona. Si se trata de reconocimiento igual y de igual respeto, el medio idóneo no es el de la tolerancia y sí el de la extensión de la ciudadanía política como reconocimiento de la misma legitimidad de derecho y de la dimensión colectiva de la identidad. La igualdad abstracta, que desconoce las diferencias, no es capaz de motivar el actuar humano. Pese a que en la sociedad civil liberal todo ciudadano sabe que el derecho a la igualdad es uno de los derechos fundamentales, él siente al otro, al que no comparte su tradición liberal, no

13 Javier de Lucas, Democracia y tolerancia, TS, pág. 23.


Cultura de conflictos en vez de tolerancia

como igual sino como totalmente diferente porque la neutralidad le ha hecho invisible por sobreentendida su propia diferencia y en medio de la pretendida homogeneidad ha escalado su sensibilidad a las diferencias ajenas. En la sociedad liberal nadie puede exigir que se reconozca al otro como igual porque sigue y seguirá siendo extraño mientras no interiorice hasta la pertenencia la tradición ideológica del liberalismo; lo único que se puede exigir es que se le tolere, como se tolera lo que en realidad ni se comprende ni se comparte. La tolerancia no es más que un deber aparente, incapaz de movernos a integrar realmente al otro en nuestro mundo; por eso a la sombra de la tolerancia surgen los ghettos, mínimo de reconocimiento que por ser claramente insuficiente, profundiza aún más la discriminación. Pensar en términos de tolerancia es aceptar tácitamente la desigualdad; cuando frente a la desigualdad se invoca la tolerancia se está pidiendo tan sólo un reconocimiento formal referido no a los individuos excluidos sino tan sólo y de manera abstracta al colectivo rechazado y a su potencial perturbador de la paz 14. Hablar de tolerancia es eludir el auténtico reconocimiento, base del diálogo y de la coexistencia.

La tolerancia y la conflictiva realidad colombiana Para pensar el tema de la tolerancia desde la realidad colombiana hay que comenzar por el hecho reciente de que los colombianos hemos descubierto que no vivimos en un país homogéneo y justo sino en uno rico en diferencias, diferencias muchas veces desposeídas hasta del lenguaje para articular sus quejas. Sucede, no obstante, que en medio de la intimidación colectiva en que hoy existimos, nos hemos replegado a la intimidad de nuestras casas y apartamentos como último bastión de seguridad, procurando desentendernos de tanto como sea posible. A este desentendimiento, al cual todo le da lo mismo, hemos llegado a llamarlo tolerancia para encubrir nuestras carencias de información, de convicciones y de valor cívico. Nos hemos relegado al conformismo, al conformismo que no conoce la decisión reflexiva propia por tener puesta la mirada únicamente en la acomodación a lo que se comenta; este conformismo que a todo y a todos los nivela es, sin que muchas veces se sepa, el mayor enemigo del derecho a la diferencia.

14 Victoria Camps, El malestar de la vida pública, Barcelona, 1996, págs. 136-137.

Al cabo de siglos de homogeneidad oficial, el gran tema de hoy es el de las diferencias. Tenemos que ir más allá de la mera admisión de la existencia de los otros para reconocer lo que a ellos los hace diferentes; la indiferencia en ignorancia, disfrazada a menudo de relativismo valorativo, es contradictoria como la intolerancia disfrazada que es. Hay no sólo que conocer y comprender las posiciones y argumentos de los otros sino también tener un punto de vista propio para estar en condiciones reales de reconocer el punto de vista ajeno. Si en aras del entendimiento renunciamos al punto de vista propio, no habrá entonces nada qué comprender, ni diferencia alguna de qué tratar en el diálogo con los demás; habremos tan sólo capitulado ante la compulsión hacia lo promedio con la que la sociedad actual se enfrenta a los juicios claros y tajantes. Es necesario, por tanto, superar la idea de tolerancia como pasividad para eludir conflictos; no hay que ser indiferentes frente a quienes supuestamente toleramos y mucho menos tenemos que aparentar estar de acuerdo con todo o darle la razón a todos. Justamente porque no podemos vivir sin los otros, ellos no nos pueden ser indiferentes y más que tolerancia se requiere respeto y reconocimiento para el encuentro con ellos, encuentro en el que siempre y a cada paso hay retos, competencia y riesgos. Respeto y reconocimiento discurren, sin embargo, como dialéctica de aceptación y de rechazo. Rechazar y criticar podemos, sin ser intolerantes, puntos de vista y preferencias de otros, reconociéndoles a ellos, eso sí, un estatuto normativo equiparado al nuestro que les garantice a su vez el derecho de tener y promover sus puntos de vista propios. Reconocimiento no es ni confraternidad ni caridad y sí respeto activo y mutuo; necesitamos de él no para eliminar divergencias, controversias y conflictos, sino para encauzarlos y proveer el marco institucional que haga posible su desenvolvimiento en condiciones democráticas. Semejante reconocimiento sería elemento medular de una cultura del manejo de conflictos. La Constitución de 1991 ha hecho oficiales muchas de las diferencias de que se compone Colombia, la cual ha dejado de ser, como hasta ahora se supuso, la nación monolítica, católica y hablante del castellano más fiel sobre la faz de la tierra. Una nación tan rica en diferencias es una nación rica en conflictos; aprendamos entonces que los conflictos lejos de ser indeseables perturbaciones ocasionales, forman parte sustancial de nuestro ser en su cotidianidad, y aprendamos a vivir con ellos. Aunque hayamos crecido en el dogmatismo, aceptemos que los otros piensan distinto, que el disenso es natural; los consensos monolíticos y la paz idílica en la que no pasa absolutamente nada son irreales; 69


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ellos son cosa del pasado canónico, no del presente de la razón, siempre dialógica. Violencia y tolerancia tienen en común su oposición al despliegue abierto y público de conflictos ya que ambas desconocen la función productiva de los conflictos. La violencia quiere reprimir o decidir conflictos para implantar el orden o para forzar ventajas en la lucha por el poder; quienes abogan por la tolerancia tienden a eludir conflictos ya sea que los ignoran hasta donde es posible o que les imputan la culpa de lo que cada vez sucede a otros grupos o actores sociales cuya conducta tachan de intolerante. Tanto la violencia como la tolerancia ideológica, ciega a la realidad, yerran en tanto no acepten la persistencia de los conflictos en una sociedad étnico-culturalmente estratificada, conflictos cuyo encauzamiento requiere nuevas formas de institucionalización que puedan servir de instancias mediadoras tanto para los individuos como para los grupos. Hay, pues, que enfrentar con argumentos tanto la violencia como la represión de conflictos a manos de la tolerancia ya que tanto el diferir tolerante como la universalización de la tolerancia son muestra de que se carece de capacidad de conflicto; la “tolerancia represiva”, presa del miedo, prepara el terreno para que la tolerancia ciega a la realidad se convierta en violencia ciega a la humanidad. Mucho habla a favor de la tesis de que la violencia no se puede impedir mediante tolerancia, sino mediante un actuar consciente de conflictos; sólo en la perspectiva de conflictos resulta imposible reprimir las diferencias así como sólo en torno a conflictos se pueden percibir y movilizar realmente los potenciales de solidaridad. Frente al creciente número de conflictos étnicoculturales, de lo que se trata es de superar tanto la actitud paternalista-armonizante o represiva-ignorante en el manejo de los problemas que se agudizan como las actitudes cínicas que desde la posición de espera recomiendan indiferencia y dejan con ello curso libre a los conflictos. Dialogar sobre nuestro presente y nuestro futuro no es declamarnos mutuamente, con observadores internacionales o sin ellos, cuarenta millones de versiones utópicas de paz. Hablar de paz presupone conocer nuestra realidad, saber de sus muchos conflictos para irlos verbalizando y para encontrarles cauce, no para eliminarlos de repente por medio de decretos o de ensalmos piadosos como si se tratara de fenómenos infamantes y antinaturales. Los conflictos se dan porque entre nosotros hay más diferendos de los que pensamos, porque hay intereses muy diversos y una profusión de lenguajes para nombrarlos. Si admitimos la naturalidad de los conflictos, 70

sabremos que cuando unos se zanjan otros surgen, y que ello no es el fin del mundo. Lo importante es acabar con la ingenuidad o la violenta arrogancia de todo o nada, de idilio o guerra. En el momento de disolución por el que atraviesan las estructuras tradicionales de nuestra sociedad convulsionada de modernidad más que de nuevos mitos fundacionales, lo que necesitamos es un relato nacional que acoja críticamente todos los conflictos y violencias padecidos en una memoria colectiva integradora, capaz de poner en movimiento un imaginario de recreación nacional y de abrir un horizonte real de futuro.

Bibliografía Bubner, Rüdiger, Drei Studien zur politischen Philosophie, Heidelberg, 1999. Camps, Victoria, El malestar de la vida pública, Barcelona, 1996. Cloots, A., “Toleranz”, en Hg. G. Wiedekind, Der Patriot 1, 1792. de Lucas, Javier, Democracia y tolerancia, TS. Goethe, Maximen und Reflexionen, Gesamtausgabe 21, München, 1963. Kant, I., Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung?, Akademie-Ausgabe VIII. Kelsen, Hans, Staatsform und Weltanschauung, Tübingen, 1931. Locke, John, Carta sobre la tolerancia, Madrid, 1988. Locke, John, The works of John Locke, Scientia Verlag, Aalen, 1967, vol. 10. Mill, John Stuart, Sobre la libertad, Madrid, 1970. Mitscherlich, Alexander, Toleranz – Überprüfung eines Begriffs, Frankfurt am Main, 1974. Raz, Joseph, Ethics in the public domain, Oxford, 1995. Schmitt, Carl, Der Begriff des Politischen, Berlin, 1963. Wolff, Robert, Barrington Moore y Herbert Marcuse, Kritik der reinen Toleranz, Frankfurt am Main, 1967.


EL CONCEPTO DE LA GUERRA EN FOUCAULT Ignacio Abello *

Resumen El autor estudia el uso que hace Foucault del concepto de la guerra, contrastándolo con aquellos de otros autores (Clausewitz, Sun Tzu). A partir de los planteamientos de Foucault sobre el poder, el derecho y la violencia, se puede establecer una noción de guerra que difiere de las tesis clásicas (al punto incluso de invertirlas), y que puede ser considerada una desconstrucción del concepto mismo.

Abstract The author studies Foucault’s use of the concept of war, contrasting it with those of other authors (Clausewitz, Sun Tzu). Starting from Foucault’s statements on power, law and violence, it is possible to propose a concept of war different from the classic thesis (even to the point of inverting them), that can be seen as a deconstruction of the idea.

Palabras clave: Guerra, violencia, poder, conflicto.

Keywords: War, violence, power, conflict.

La humanidad no progresa lentamente de combate en combate hasta llegar a una reciprocidad universal, donde las reglas sustituirán para siempre la guerra; ella instala cada una de sus violencias en un sistema de reglas y así va de dominación en dominación. Michel Foucault. Nietzsche, la genealogía, la historia.

I “La política es la guerra continuada por otros medios”1 y “El derecho es una cierta manera de continuar la

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1 2

Filósofo – Universidad de Lovaina, Bélgica. Primer doctorado en Filosofía – Universidad de Lovaina, Bélgica. Profesor titular de planta del Departamento de Filosofía – Universidad de los Andes. Michel Foucault, Genealogía del racismo, (Traducción de Alfredo Tzveibely), Madrid, Ed. La Piqueta, 1992, pág. 29. Ibid, pág. 29.

guerra”,2 son dos afirmaciones que Foucault desarrolló a propósito de la política y el derecho, apoyándose e invirtiendo la famosa frase de Clausewitz: “La guerra es la política continuada por otros medios”. Como es costumbre en Foucault, su manera de confrontar los conceptos no es a partir de la aceptación de la definición teórica de los mismos, sino a partir de ver cómo es que ellos operan, qué efectos producen, qué relaciones establecen y, al mismo tiempo, qué cambios se van produciendo en ellos mismos en la medida en que son el resultado de acciones y reacciones. La guerra, la política y el derecho son tres nociones que se encuentran inscritas dentro de las relaciones de poder, y es dentro de ellas que adquieren un estatuto que les permite actuar. Tres son las implicaciones que para Foucault tiene la inversión de la tesis de Clausewitz: En primer lugar, que las relaciones de poder no son abstractas, sino, por el contrario, son el resultado de relaciones de fuerza concretas que han surgido en un momento histórico determinado. En ese sentido, el poder político surgido de la guerra tiene la función de mantener la relación de fuerza que se daba durante la última batalla, es decir, que la acción de la política es la de sostener las relaciones de poder y dominación que se daban en la guerra y que conducen a la posibilidad de que la política sustituya la guerra, con la condición de perpetuar, por lo menos hasta cuando sea posible, las mismas ventajas que se adquirieron durante el conflicto. Desde esta perspectiva, la política deja de tener ese significado bastante abstracto y, por sobre todo, alejado de los contextos en los cuales se desarrolla, de ser el arte del gobierno del Estado, con lo cual quiere aparecer como neutral y que actúa para beneficio de todos los que integran la Nación, para adquirir, desde la mirada de Foucault, una función y una acción bien distintas, porque de lo que se trata es de que la política mantenga, a través de su acción, las relaciones de dominación previamente establecidas en el campo de batalla o en ciertas condiciones y circunstancias que se pueden emparentar con la guerra. La guerra, dice Foucault, se ha desplazado a las fronteras, indicándonos que las relaciones de fuerza a las que hace referencia, son de carácter interno y, que es en el interior del Estado, pero también entre grupos e individuos donde se pueden presentar batallas. El mejor ejemplo en el que podemos ver cómo la política continúa las ventajas obtenidas en la guerra, lo encontramos en el sistema democrático, donde cada una 71


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de sus instituciones reproduce las tácticas y las estrategias para seguir con las formas de dominación. Desde esta perspectiva es importante incluir el derecho dentro de estas estrategias, porque es necesario para el desarrollo y mantenimiento de las nuevas políticas la existencia de un sistema de normas con carácter impositivo que permita, en una legalidad triunfante, sostener las diferencias, las desigualdades, y las exclusiones dentro de un orden de legitimidad. El derecho que es autárquico y se genera a sí mismo, se convierte en el instrumento necesario de la política debido a que allí donde la política no puede por sí sola sostener y reproducir las relaciones de dominación que se han pactado, de manera explícita o tácita, el derecho interviene para restablecer el orden, sancionando y castigando cualquier acción o conducta que haya buscado modificar las relaciones establecidas, las cuales, además, son vistas como normales y normalizadoras por corresponder a un orden de estabilidad social y de deber ser surgidos en el momento del cese de hostilidades. En segundo lugar, afirma Foucault, que “La inversión de la frase de Clausewitz quiere decir también que, dentro de la paz civil o sea, en un sistema político, las luchas políticas, los enfrentamientos relativos al poder, con el poder, para el poder, las modificaciones de las relaciones de fuerza (con las relativas consolidaciones y fortalecimientos de las partes) deberían ser interpretados sólo con la continuación de la guerra”.3 Es claro que si bien la nueva política, la de los vencedores, es la de sostener las ventajas obtenidas, también es cierto que la guerra continúa. Continúa en las luchas políticas y, por consiguiente, en nuevas batallas y nuevas posibilidades de modificar las relaciones de dominación, esta vez en el terreno de la política propiamente dicha. En este caso nos vamos a encontrar con un fenómeno muy interesante, y es que los procesos de dominación logrados en el campo de batalla se tornan más complejos y complicados cuando tienen que ser manejados por la política. En el fondo, las batallas son las formas de violencia más primarias que se han dado, por más que haya sido la tecnología la que en última instancia determine quién es el vencedor. Pero sostener un ejército en guerra permanente es demasiado costoso, salvo que su único costo sea su mantenimiento y este se encuentre asegurado. En otras circunstancias, un Estado como

3

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Ibid, pág. 30.

cualquiera de los actuales, no puede sostener una economía dedicada a la guerra en su totalidad. La política se ha tornado, entonces, en el instrumento natural con el cual se dan los enfrentamientos para cambiar las relaciones de poder, para modificar la relación de dominado a dominante y para sostener la de dominante a dominado, sin que lo anterior quiera decir que sin alterar la relación no se presenten cambios en su interior. Es por eso que es mucho más compleja y mucho más sutil, porque inclusive las formas de violencia se modifican, en la medida en que, por ejemplo, tiende a desaparecer la dominación física o el temor de morir en combate y en su reemplazo aparece un discurso que legitima las relaciones existentes como relaciones de normalización y, que además exige, en nombre de un tipo de racionalidad que se pretende verdadera, la aceptación de unos valores, pero también de principios, conductas, actitudes, exclusiones, creencias, sin las cuales las personas o grupos que no las acepten quedan legítimamente marginados de los procesos sociales y, en consecuencia, de las luchas por el poder y de los cambios en las relaciones de dominación. De esta manera, aquellos que sean declarados por fuera de los procesos de normalización desaparecen del escenario de la lucha por el poder. En tercer lugar, la inversión de la tesis de Clausewitz “querrá decir que la decisión definitiva sólo puede venir de la guerra, es decir de una prueba de fuerzas en la cual, finalmente, sólo las armas deberán ser los jueces La última batalla sería el fin da la política, es decir, sólo la última batalla suspendería el ejercicio del poder como guerra continua”.4 Definitivamente esta tercera consecuencia nos muestra la manera como la política es otra forma de hacer la guerra. Sin embargo, la guerra permanece allí, al acecho, persiguiendo la política, pues aunque sea una forma exitosa de continuarla, para la guerra lo mejor es un triunfo definitivo. Que se dé una última batalla y desaparezca la política, es decir, que no existan formas de resistencia y todos los vencidos queden sometidos sin ninguna posibilidad de reaccionar. Sería el fin de la política y con ella el fin de la libertad, como veremos más adelante. La política busca continuar las relaciones de dominación ganadas en la guerra, pero para poderlo hacer requiere la relación, es decir, la lucha en la cual esas relaciones

4

Ibid. pág. 30.


El concepto de la guerra en Foucault

pueden cambiar; mientras que la guerra busca, como diría Sun Tsu, incendiar; o arrasar, como se diría en lenguaje contemporáneo; no dejar nada que le pueda servir al vencido o que moleste al vencedor. Desde este punto de vista, la política sí es la continuación de la guerra, pero lo es de otra manera, y desde ese punto de vista es la derrota de una forma de hacer la guerra, o mejor, es la derrota pura y simple de la guerra, porque la otra manera se llama política. Poner condiciones que el enemigo no puede cumplir es querer ponerle fin a las posibilidades de la política y pretender someter sin ninguna concesión. Pensar las relaciones de poder en estos términos es una manera de confrontar la vieja tesis de la filosofía del siglo XVIII según la cual el poder se articula “...como derecho originario que se cede y constituye la soberanía, y en torno al contrato como matriz del poder político. El poder así constituido corre el riesgo de hacerse opresión cuando se sobrepasa a sí mismo, es decir, cuando va más allá de los términos del contrato”.5 La otra alternativa, la que hemos visto hasta ahora, ya no sería la del contratoopresión, sino la de guerra-represión, en la que “... la represión ya no es lo que era la opresión respecto del contrato, es decir, un abuso, sino el simple efecto y la simple continuación de una relación de dominación”. 6 Sin embargo, analizar las relaciones de poder en términos de represión, a Foucault le parece insuficiente y aunque reconoce que todo lo que trabajó entre 1970 y 1976 se inscribe en ese marco de ‘lucha-represión’, y que es desde allí desde donde debe entenderse su trabajo de esos años, también tiene claro, y así lo dice en el curso del 7 de enero de 1976, que “En la medida que trataba de hacerlo funcionar, yo veía que había que reconsiderarlo porque en muchos puntos era insuficientemente elaborado, -más aún, completamente carente de elaboración- y también porque creo que esas dos nociones de <represión> y de <guerra> deben ser considerablemente modificadas, o tal vez, finalmente abandonadas”.7 En cuanto a la noción de represión, aunque Foucault promete dedicarle los cursos de 1977 y eventualmente el de 1978 -cosa que no sucedió-, es una noción de la cual desconfía y tal vez por esa razón fue que agotó el tema en el primer tomo de la Historia de la Sexualidad,

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Ibid, pág. 31. Ibid. pág. 31. Michel Foucault, Il faut defendre la société, Paris, Edit. Gallimard-Seuil, 1997, pág. 18.

aparecido ese mismo año de 1976. La desconfianza se debe a que puede ser vista de manera unidireccional y, en ese sentido, no permite el surgimiento de ningún discurso por fuera del establecido y, en consecuencia, los saberes que han sido sometidos se encuentran condenados a continuar para siempre sometidos. De la misma manera en que la represión opera desde arriba, desde el poder mismo y no incluye las resistencias ni mucho menos los saberes sometidos que solamente pueden surgir si se eliminan los discursos globalizantes. La represión, además, tiene una característica que dificulta la posibilidad de comprender las relaciones de poder en la medida en que sugiere la existencia de una verdad por debajo de lo que se muestra, una verdad que se encuentra allí, por fuera del espacio y del tiempo, y a la que es necesario reprimir, para que no surja, para que no se muestre, es decir, una verdad que se opone al poder y que lucha contra ese poder. Desde esa perspectiva la verdad entra dentro de un campo del cual Foucault buscó siempre apartarse: el de la lucha liberadora. En efecto, nada más lejano de su pensamiento que la existencia de algo a lo cual hay que acceder para liberarse.

II Justamente lo que Foucault buscó a través de los años fue mostrar un discurso exactamente contrario, en el sentido en que los discursos y los significados de los mismos se van construyendo de acuerdo con las relaciones de poder que se van transformando, en la medida en que esas relaciones generan formas de resistencia. La hipótesis represiva, dicen Dreyfus y Rabinow se encuentra anclada en una tradición según la cual el poder es restrictivo, negativo y coercitivo. En la medida que constituye una denegación sistemática de la verdad, que funciona como un instrumento de represión que prohíbe la verdad, las fuerzas del poder impiden, o, por lo menos desnaturalizan, la formación del saber. Esta distorsión el poder la opera suprimiendo los deseos, cultivando la falsa conciencia, apoyando la ignorancia etc. Las estratagemas son múltiples, porque en la medida en que el poder le tema a la verdad, es necesario hacerla callar.8

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Hubert Dreyfus y Paul Rabinow, Michel Foucault, un parcours philosophique, Paris, Edit. Gallimard, 1984, págs. 189-190.

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Para Foucault, por el contrario, no existe una verdad más allá de la que se impone a partir de las relaciones de poder, de aquella que opera a partir de los mecanismos que ese mismo poder desarrolla con los procesos normativos y de normalización y que generan resistencias dinámicas que pueden modificar esas relaciones y con ellas las verdades. En cuanto a la noción de la guerra, esta le seguirá interesando durante un tiempo más, pero de manera especial desde un punto de vista histórico-político, porque piensa que allí puede encontrar que detrás de todas las instituciones, detrás de todas las formas de Estado y de las distintas expresiones del derecho, es posible que haya “¿una guerra primitiva y permanente?”, y se pregunta si “Los fenómenos de antagonismo, de rivalidad, de enfrentamiento, de lucha entre individuos, grupos o clases, ¿pueden y deben ser reagrupados dentro de aquel mecanismo general, de aquella forma general, que es la guerra?”9 Dicho de otra manera “El poder es una guerra continuada por otros medios que las armas o las batallas.”10 En estas preguntas se presenta un viraje importante con relación a la inversión de la frase de Clausewitz, porque la pregunta ya no se formula desde la guerra, sino desde la política, desde los conflictos sociales y en últimas desde las relaciones de poder. Es dentro de las instituciones, dentro del Estado, dentro de las relaciones de poder, que se presentan enfrentamientos permanentes, luchas, conflictos que se transforman en otros nuevos conflictos, como decían los griegos, y otras veces, en guerras. Se produce entonces un desplazamiento del punto de interés, la guerra va a ocupar otro espacio y será vista de otra manera, por ejemplo, como la forma que la política utiliza para evitar la confrontación, para evitar el conflicto, y llevarlos, por intermedio de las armas, al silencio. Pero lo que hay que tener en cuenta es que el conflicto no se resuelve en tanto que conflicto, lo que se modifica, lo que se transforma, son los elementos constitutivos de ese conflicto, las partes con los respectivos intereses que lo constituyen y, de esta manera, el conflicto cambia y las relaciones de poder existentes también se transforman. ¿Hemos vuelto a caer desde esta nueva perspectiva en la afirmación de Clausewitz “La guerra es la política continuada por

9 Foucault, 1992, op. cit., pág. 55. 10 Foucault, 1997, op. cit., pág.18.

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otros medios”? Diríamos que no, porque aquí la guerra en el campo de batalla y con armas es una de las formas posibles de la política, no la única, claro está, mientras que comprendemos los textos de Foucault de una manera completamente diferente: que la guerra es el final de la política, que la guerra acaba la política, por lo menos temporalmente. Que lo que se busca con la guerra es la destrucción de la política, la desaparición del conflicto en el sentido de que solamente el vencedor impone las condiciones sin ninguna concesión. De esta manera el vencido pierde las posibilidades de participar en el mundo de ‘la paz’, en el mundo unilateral propuesto por el vencedor. “...porque aquellos que han sido vencidos –en el caso que haya vencidos- son aquellos a quienes por definición se les ha quitado la palabra! Y si, sin embargo, ellos hablan, no hablarán su propia lengua. Se les impone una lengua extranjera [...] una lengua y conceptos se le han impuesto. Y las ideas que les han sido así impuestas son la marca de las cicatrices de la opresión a la cual han sido sometidos.”11 Este esquema, en el cual no existen relaciones sino formas impositivas unilaterales, no son para Foucault relaciones de poder, en la medida en que el poder se ejerce como una acción sobre otra acción y esa acción genera respuestas, reacciones, invenciones, y en ese esquema lo que se busca justamente es coartar, impedir la reacción. Por otra parte el ejercicio del poder, dice Foucault, tiene que ver con conducir conductas, con el gobierno de los seres humanos por otros seres humanos, donde lo que se pretende es que se produzcan conductas, para gestionarlas, para conducirlas. El poder no se ejerce más que sobre <<sujetos libres>> y en tanto son <<libres>> - entendemos por tal, sujetos individuales o colectivos que tienen delante de ellos un campo de posibilidad o múltiples conductas, o múltiples reacciones donde diversos modos de comportamiento pueden adoptarse- Allí donde las determinaciones se encuentran saturadas, no hay relaciones de poder: la esclavitud no es una relación de poder. 12

11 Michel Foucault, “La torture, c’est la raison. <Die Folter, das ist die Vernunft>”, entrevista con K. Boesers, (traducción de J. Chavy), en Literaturmagazin N.8, diciembre 1977. También en Dits et Écrits, T. III, Págs. 390-391. 12 Michel Foucault, Le sujet et le pouvoir, Paris, Ed. Gallimard, 1982. En Dits et Écrits, T. IV, Págs. 237-238.


El concepto de la guerra en Foucault

No podemos separar relación de poder y libertad, por eso los vencedores en las guerras, de maneras diversas y algunas veces en forma sutil han esclavizado, algunas veces sin éxito, y es cuando ha resurgido la política. La guerra no es entonces la continuación de la política, ni la política la continuación de la guerra, porque en cualquiera de sus dos maneras lo que se busca es terminar con la política y con las relaciones de poder. De esta manera, el concepto de ‘guerra’ pierde su importancia para explicar la política y las luchas que se dan en su interior, y no es necesario acudir a las armas y a los campos de batalla para simbolizar esas luchas, porque los objetivos de una y de otra son totalmente distintos puesto que la guerra no puede existir sin la política, aunque sea lo que quiera destruir. En cambio, la política sí existe sin la guerra y las relaciones de poder y dominación lo que buscan es generar nuevas y diversas formas de ejercicio de la política.

Bibliografía Dreyfus, Hubert y Paul Rabinow, Michel Foucault, un parcours philosophique, Paris, Edit. Gallimard, 1984, págs. 189-190. Foucault, Michel, “La torture, c’est la raison. <Die Folter, das ist die Vernunft>”, entrevista con K. Boesers, (traducción de J. Chavy), en Literaturmagazin N.8, diciembre 1977. También en Dits et Écrits, T. III, págs. 390-391. Foucault, Michel, Le sujet et le pouvoir, Paris, Ed. Gallimard, 1982. En Dits et Écrits, T. IV, Págs. 237-238. Foucault, Michel, Genealogía del racismo, Madrid, Ed. La Piqueta, 1992. (Traducción de Alfredo Tzveibely). Foucault, Michel, Il faut defendre la société, Paris, Edit. Gallimard-Seuil, 1997.

¿Los procesos de dominación no son más complejos y complicados que la guerra? M. Foucault. Entrevista, 1977

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LA JUSTIFICACIÓN CONSTITUCIONAL DE LA DESOBEDIENCIA CIVIL Oscar Mejía Quintana*

Resumen Este ensayo intenta acercarse a la problematicidad del concepto de desobediencia civil frente a otras versiones de resistencia ciudadana y explorar una definición integral partiendo de autores que, como Rawls, Dworkin y Habermas, le han apostado a una versión institucional de la misma. A partir de ello, el escrito quiere defender la tesis de una justificación constitucional de la desobediencia civil como un mecanismo no solo necesario, sino legítimo de las democracias contemporáneas, en procura de garantizar tanto la actualización permanente del texto constitucional como la incorporación de las formas de vida alternativas y los actores políticos disidentes.

Abstract This essay tries to approach the problematic nature of the concept of civil disobedience, as compared to other versions of citizen resistance. It looks for a rich definition, based in authors like Rawls, Dworkin and Habermas, who have proposed an institutional version of civil disobedience. Form that point, the text defends the thesis of a constitutional justification of civil disobedience as a mechanism that is not only necessary but legitimate in contemporary democracies. It tries to guarantee both the permanent update of the constitutional text and the incorporation of alternative ways of life and of dissident political actors.

Palabras clave: Desobediencia civil, resistencia, objeción de conciencia, democracia, constitución.

Keywords: Civil disobedience, resistance, conscience objection, democracy, constitution.

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Filósofo – Universidad Nacional de Colombia. Magíster y Ph. D. en Filosofía Política y Filosofía del Derecho - Pacific University, Los Angeles. Profesor Asociado y Director del Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales Universidad Nacional de Colombia. Profesor Asociado de la Facultad de Derecho - Universidad de Los Andes. Este ensayo contó con la asistencia de José Pablo Tobar, estudiante del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional. Correo electrónico: omejia@uniandes.edu.co.

1. Un concepto problemático En la actualidad, el concepto de desobediencia civil se ha constituido en uno de los más utilizados y citados en diversos tipos de discursos y debates. Todo el mundo pretende justificar una amplia gama de acciones, argumentando que pueden interpretarse como un acto de desobediencia civil. Esta situación lo único que muestra es la existencia de una ambigüedad en la idea que se tiene de desobediencia civil. En nuestro medio se puede apreciar con claridad la existencia de un profundo desconocimiento de esta categoría que ha podido ser puesta en conexión con el más diverso tipo de acciones y la más variada gama de resultados y expectativas. Cuando se habla de desobediencia civil se debe tener en cuenta que esta categoría forma parte de una complicada tipología de formas de resistencia, en donde resulta complicado establecer diferencias entre unas y otras. Dentro de un considerable número de autores que analizan el tema en lengua castellana, es Jorge Malem1 quien mejor se acerca a una adecuada caracterización de la tipología de las formas de resistencia. Este ensayo parte de esa caracterización en la perspectiva de proporcionar un marco de referencia adecuado para la comprensión de la desobediencia civil. La desobediencia civil hace parte de una categoría más amplia denominada Resistencia ciudadana2, donde se encuentran agrupadas variadas formas de desobediencia y disidencia. La Resistencia ciudadana está fuertemente relacionada con la resistencia civil que, a su vez, se justifica en el derecho a la resistencia, debidamente tipificado en gran parte de las constituciones occidentales. La resistencia civil a su vez presenta una doble división. Por un lado se encuentra la Desobediencia, que tiene varias subdivisiones: en primer lugar se encuentra la Desobediencia revolucionaria, que pretende implementar un cambio radical en todo el sistema social y jurídico a través de la implementación de métodos “ilegales”. También existe un tipo de desobediencia armada que comparte presupuestos y fines con la revolucionaria. Entre las formas de desobediencia también se cuentan la eclesiástica, la

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Jorge Malen, Concepto y justificación de la desobediencia civil, Barcelona, Ariel, 1988. Pese a tener como modelo la tipología desarrollada por Malem, este texto tiene puntos de divergencia con él; para mayor claridad sobre este punto confróntese con el texto de Malem págs. 44-92.


La justificación constitucional de la desobediencia civil

criminal, la administrativa y la civil, de la que se ocupará este escrito más adelante. La otra subdivisión de la resistencia civil es la disidencia, que se diferencia de la desobediencia, debido a que posee un grado de reconocimiento superior puesto que se constituye en un derecho y el Estado habilita vías que permiten el ejercicio de la misma, contrario a la desobediencia que muchas veces se ejerce contra la ley. La disidencia también se divide en una serie de subconceptos que la vuelven compleja: puede ir desde una disidencia pacífica, que se manifiesta cuando el o los ciudadanos que experimentan algún desacuerdo con el sistema utilizan de manera legal los medios que el Estado y la ley le brindan para expresar su descontento. Esta forma de disidencia se caracteriza por llevarse a cabo de manera ordenada y no violenta. Sin embargo, también existen formas de disidencia que se caracterizan por su confrontación directa con el orden establecido, que pueden llegar a extremos violentos. Dentro de esta categoría se encuentran tres tipos de disidencia bastante utilizadas. En primer lugar se halla la disidencia extrema, que fue utilizada por los sectores afro americanos en su lucha por la igualdad durante las décadas del cincuenta y el sesenta. Este tipo de desobediencia se caracteriza por buscar el cambio de determinado sistema legal, por considerar que en él se están violentando los derechos del grupo que protesta. De esta manera este grupo acuerda desobedecer la ley con el argumento de la imposibilidad de obedecer algo que los está lesionando y perjudicando. Una radicalización de esto se halla en la disidencia anarquista, donde no sólo se desconoce la ley, sino que también es puesto en cuestión el mismo Estado. El disidente anarquista busca la supresión de todo el sistema legal por cualquier medio, así tenga que recurrir a medios violentos. El extremo más fuerte que puede encontrarse en la disidencia está en la disidencia terrorista, que concibe los métodos y procederes armados como la única solución posible. Existe otro tipo de manifestaciones que no pueden ser encasilladas dentro de alguna de las dos divisiones anteriores, como son los llamados movimientos de nocooperación, que buscan generar el colapso o cambio del sistema, debido a que las personas encargadas de ponerlo en funcionamiento y darle apoyo se niegan a cumplir ese papel. Pese a la aparente sencillez de este tipo de protesta es difícil clasificarlo, pues no se sabe si debe ser tomado como una forma de desobediencia

pasiva o como una forma de disidencia que encubre la violencia. El movimiento de no cooperación más importante ha sido el Satyagraha, por medio del cual Gandhi logró la liberación de la India, a través de la parálisis de todo el sistema de administración colonial inglés. La característica primordial del Satyagraha es la forma en que su actuar político se encuentra fuertemente vinculado a una convicción religiosa y espiritual que subyace a todas sus acciones. Otro tipo de manifestación de desacuerdo difícil de clasificar es el reformador moral, que busca implantar un cambio en el sistema a través de la reivindicación de un tipo diferente de moral y concepción ética. De esta descripción queda claro que la desobediencia civil no es un concepto llano y de fácil comprensión. Toda esta tipología muestra que existe una amplia gama de matices que deben ser tenidos en cuenta a la hora de entender la desobediencia civil. El ensayo pretende dar claridad acerca de dicho concepto por medio del acercamiento a tres planteamientos filosófico-políticos que han prestado especial detenimiento al problema de la desobediencia civil, la violación de la ley y la respuesta que el Estado debe tener frente a estos hechos. En un primer momento, el ensayo se centrará en el estudio del planteamiento de John Rawls (2), quien desde el contexto norteamericano elabora una propuesta sobre la desobediencia civil (2.1) y logra dotar de gran radicalidad al sistema con la implantación de una nueva figura, el equilibro reflexivo (2.2). Después se entrará a analizar el pensamiento que desde la filosofía jurídica plantea Ronald Dworkin (3), autor que realiza una lectura de la desobediencia civil desde otra figura muy importante en el ámbito de la desobediencia a la ley: la objeción de conciencia. El tercer autor por analizar es Jürgen Habermas (4) que incursiona en esta propuesta desde un paradigma discursivo. Enseguida se reconstruirá la argumentación de Malem (5) acerca de la imposibilidad de dar una justificación jurídica a la desobediencia civil, para culminar contraponiendo a esta concepción la perspectiva de una justificación constitucional de la desobediencia civil, entendido ello como un acto razonado, público y no violento, por medio del cual una parte de los integrantes de la sociedad presentan una serie de razones y argumentos para desobedecer una ley que perjudica sus intereses grupales y que tiene como objetivo último generar unas dinámicas de cambio en el interior del orden institucional para que se corrijan una serie de fallas presentes en el mismo. 77


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2. La Teoría de la justicia de John Rawls

2.1. La desobediencia civil En la Teoría de la justicia, el concepto de desobediencia civil aparece como la parte final de las instituciones de la justicia, después de todo el proceso de fundamentación que Rawls había venido adelantando en los capítulos anteriores. De esto puede deducirse que Rawls delimita su teoría de la desobediencia civil a un marco político específico. Efectivamente, para Rawls, la desobediencia civil encuentra el ambiente propicio para su desarrollo en una sociedad casi justa, en su mayor parte bien ordenada, y por consiguiente, en una sociedad democrática, pero que no está exenta de cometer injusticias contra una parte de sus integrantes. Rawls define la desobediencia civil como un “acto público, no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”.3 La desobediencia civil es un mecanismo de excepción con el que cuentan las minorías para defenderse de una mayoría que promulga leyes que están perjudicándolas y que no quiere hacer caso a sus reclamos y exigencias. A través de la desobediencia civil se está apelando al sentido de justicia de la comunidad, argumentando la violación del acuerdo entre personas libres e iguales. Para este autor, también vale la pena tener en cuenta que “la desobediencia civil es un acto político, no sólo en el sentido que va dirigido a la mayoría que ejerce el poder político, sino también porque es un acto guiado y justificado por principios políticos, es decir, por los principios de justicia que regulan la constitución y en general las instituciones sociales”.4 El manejo de la desobediencia civil resulta ser algo muy delicado, por lo cual Rawls impone una serie de condiciones para su correcto ejercicio: en primer lugar, se aplica a casos claramente injustos como aquellos que suponen un óbice cuando se trata de evitar otras injusticias. Se trata de restringir la desobediencia a las violaciones de los dos principios de justicia rawlsianos y de manera más especifica a la violación del principio de libertad. Por otro lado, la desobediencia civil se concibe como el último recurso a ser utilizado, una vez han sido agotadas todas las vías legales, debido a la falta de

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John Rawls, Teoría de la Justicia, México, F.C.E., 1979, pág. 332. Ibid, pág. 333.

atención e indiferencia de las mayorías. Finalmente, la desobediencia civil debe darse dentro de un marco de absoluto respeto a la ley, porque ella “expresa la desobediencia a la ley dentro de los límites de la fidelidad a la ley, aunque está en el límite extremo de la misma”5. Con ella “se viola la ley, pero la fidelidad a la ley queda expresada por la naturaleza pública y no violenta del acto, por la voluntad de aceptar las consecuencias legales de la propia conducta”.6 Para Rawls esta última condición resulta ser muy importante, pues permite probar a las mayorías que el acto del desobediente es político, sincero y legitimo, Lo que apoya el llamado que se hace a la concepción de justicia de la comunidad. Para que la desobediencia civil dé resultados favorables, el autor también señala una serie de restricciones o precauciones que deben tener en cuenta los desobedientes: no se debe pretender colapsar o desestabilizar el sistema, se debe estar seguro de la imposibilidad de recurrir a los medios legales y se debe realizar un estudio concienzudo de la situación para examinar la conveniencia del acto de desobediencia y, de ser necesario, recurrir a formas alternativas de protesta. Pese a todo, Rawls reconoce la posibilidad de una radicalización de la desobediencia civil hasta llegar a adquirir formas violentas en caso de no ser debidamente atendidas las demandas de los desobedientes. Puesto que “quienes utilizan la desobediencia civil para protestar contra leyes injustas no están dispuestos a desistir de su protesta en caso que los tribunales no estén de acuerdo con ellos”,7 esta situación no deslegitima el acto de desobediencia. En este punto surge la pregunta ¿cuál es la última instancia posible para evaluar las razones y los actos de los desobedientes? El último tribunal de apelación, sostiene Rawls, es la opinión pública, en general. No hay peligro de anarquía en tanto haya cierto acuerdo entre las concepciones de justicia que detentan los ciudadanos. Aunque la desobediencia civil está justificada, lo cierto es que parece amenazar la concordia ciudadana. En ese caso, la responsabilidad no recae en aquellos que protestan, sino en aquellos cuyo abuso de poder y de autoridad justifica tal oposición, porque usar el aparato coercitivo para mantener instituciones injustas es una forma de fuerza ilegítima a la que los hombres tienen derecho a resistirse.

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Ibid, pág. 334. Ibid, pág. 334. Ibid, pág. 333.


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2.2. El equilibrio reflexivo Sin embargo, en el planteamiento ralwsiano existe un constructo aún más radical que la misma desobediencia civil, el equilibrio reflexivo, con el cual la plausibilidad de los principios se irá comprobando paulatinamente al contraponerlos con las propias convicciones y contrastarlos con orientaciones concretas en situaciones particulares. Esta figura admite dos lecturas, la primera es metodológica, y consiste en buscar argumentos convincentes que permitan aceptar como válidos el procedimiento y los principios derivados. Este momento se denomina equilibrio porque “... finalmente, nuestros principios y juicios coinciden; y es reflexivo puesto que sabemos a qué principios se ajustan nuestros juicios reflexivos y conocemos las premisas de su derivación”8. Este equilibrio no se concibe como algo estable o permanente, sino que se encuentra sujeto a transformaciones por exámenes ulteriores que pueden hacer variar la situación contractual inicial. No basta justificar una determinada decisión racional, deben justificarse también las condicionantes y circunstancias procedimentales. En este sentido, se busca confrontar las ideas intuitivas sobre la justicia, que todos poseemos, con los principios asumidos, para lograr un proceso de ajuste y reajuste continuo hasta alcanzar una perfecta concordancia. En este proceso tienen cabida tanto los juicios éticos como las concepciones morales de los individuos. Para esta lectura, el equilibrio reflexivo se constituye en una especie de auditaje subjetivo desde el cual el individuo asume e interioriza los principios concertados como propios, pero con la posibilidad permanente de cuestionarlos y replantearlos de acuerdo con las nuevas circunstancias. Ello se convierte en un recurso individual que garantiza que el ciudadano, en tanto persona moral, pueda tomar distancia frente a las decisiones mayoritarias que considere arbitrarias e inconvenientes; de esta manera, la “exigencia de unanimidad... deja de ser una coacción”.9 La voluntad general no puede ser impuesta con el argumento de ser moralmente legítima por ser mayoritaria: tiene que ser subsumida libremente por el individuo, en todo tiempo y lugar. El equilibrio reflexivo es la polea que permite articular la dimensión política

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Rawls, 1979, op. cit., pág. 38. Ibid, pág. 623.

con la individual, dándole al ciudadano, como persona moral, la posibilidad de replantear los principios de justicia y la estructura social que se deriva de ellos cuando sus convicciones así se lo sugieran. De esta manera, Rawls pretende resolver la contradicción que había quedado pendiente en el contractualismo clásico entre la voluntad general y la autonomía individual que Kant había intentado resolver sin mucha fortuna. La segunda lectura del equilibrio reflexivo es política y, sin duda, más prospectiva. Aquí, los principios deben ser refrendados por la cotidianidad misma de las comunidades en tres dimensiones contextuales específicas: la de la familia, la del trabajo y la de la comunidad, en general. Sólo cuando desde tales ámbitos los principios universales pueden ser subsumidos efectivamente, se completa el proceso. En este punto pueden darse varias alternativas: la primera es la aceptación de los principios, y del ordenamiento jurídico-político derivado de ellos, por su congruencia con nuestro sentido vital de justicia. La segunda es la marginación del pacto, pero reconociendo que los demás sí pueden convivir con ellos y que es una minoría la que se aparta de sus parámetros, reclamando tanto el respeto para su decisión como las mismas garantías que cualquiera puede exigir dentro del ordenamiento. La tercera es el rechazo a los principios y la exigencia de recomenzar el contrato social, es decir, el reclamo por que el disenso radical sea tenido en cuenta para rectificar los términos iniciales del mismo. Normativamente significa que el pacto nunca se cierra y que siempre tiene que quedar abierta la posibilidad de replantearlo. Este constructo coloca al pensamiento de Rawls dentro de las teorías del contrato social permanente, debido a que el equilibrio reflexivo evita que se clausure el pacto. Por el contrario, éste está siendo corregido y refrendado permanentemente, por lo que jamás puede considerarse el proceso constituyente como cerrado. El contrato social tiene que tener la posibilidad de ser legitimado permanentemente, no sólo desde el impulso del consenso mayoritario, sino, antes que todo, desde la disidencia ciudadana que busca del orden jurídico político existente10 a su realidad y expectativas con ella expandir y ajustar.

10 Ver Johannes Schmidt, “La Original Position y el Equilibrio Reflexivo”, en L. Kern & H.P. Muller, La Justicia: ¿Discurso o Mercado?, Barcelona, Gedisa, 1992, págs. 82-115.

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3. Dworkin y la desobediencia civil Dworkin hace la lectura de la desobediencia civil a partir de la figura de la objeción de conciencia;11 con respecto al asunto, Dworkin comienza preguntándose sobre el trato que ha de dar el gobierno a quienes desobedecen las leyes por motivos de conciencia. Muchos creen que el gobierno debe procesar a los objetores y castigarlos. Esto se sostiene en la simple opinión de que la desobediencia por motivos de conciencia es lo mismo que el simple desacato a la ley, y se considera anarquistas a los objetores. Sin embargo, algunos juristas reconocen que la desobediencia al derecho puede estar moralmente justificada, pero insisten en que no se la puede justificar jurídicamente y piensan que de ello se deduce que la ley debe cumplirse12. Empero, el argumento según el cual si el gobierno cree que un hombre ha cometido un delito, debe procesarlo, es mucho más débil de lo que parece. Del supuesto de que la sociedad ‘no puede mantenerse si se permite la desobediencia’ no se sigue que ésta se desmoronaría si se tolera alguna. Por lo menos en los Estados Unidos los fiscales deben determinar discrecionalmente los casos en que se ha de hacer cumplir las leyes, es decir, un fiscal puede no insistir en los cargos. Sin que esto sea una licencia: hay prima facie buenas razones para no procesar a quienes desobedecen las leyes. Una sería que los objetores actúan por mejores motivos que quienes infringen la ley por codicia. Otra razón sería práctica y consiste en que la sociedad sufre una pérdida, si castiga a algunos de sus ciudadanos leales y respetuosos. Esta polémica acerca del trato que se debe dar al objetor de conciencia se convierte en una discusión sobre el carácter de la ley, ¿cómo puede determinarse si una ley es válida o no?, ¿cómo debe actuarse frente a una ley que se considera inválida? Esto, puesto que puede verse un conflicto de interpretaciones, debido a que las personas que consideran inadmisible la objeción de conciencia

11 Sobre la objeción de conciencia ver, en general, Marina Gazcon, Obediencia al Derecho y Objeción de Conciencia, Madrid, C.E.C., 1990; José Gordillo, La Objeción de Conciencia, Barcelona, Paidós, 1993; Pedro Ibarra, Objeción e Insumisión, Madrid, Fundamentos, 1992; Antonio Millán, Objeción de Conciencia y Prestación Social, Madrid, Trivium, 1992; Xavier Rius, La Objeción de Conciencia, Barcelona, Integral, 1988; Rodrigo Sánchez, La Objeción de Conciencia, Madrid, Instituto Nacional de Prospectiva, 1980. 12 Ronald Dworkin, Los Derechos en Serio, Barcelona, Ariel, 1989, pág. 304-327.

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sostienen que los objetores están violando de manera consciente y premeditada una ley válida; mientras que los objetores de conciencia alegan que esta ley es inválida y lesiona su fuero interno, de manera que, si son obligados a cumplirla, se les está ocasionando un daño moral irreparable;13 el gran problema que surge en este caso se presenta cuando ambas partes tienen argumentos plausibles para justificar su posición. Estos casos son más frecuentes de lo que parece, debido a que en todo sistema jurídico existe un cierto grado de incertidumbre con respecto a la norma, que sólo puede ser superado por medio del ejercicio práctico de la jurisprudencia y la discrecionalidad del juez. Entonces, para Dworkin la pregunta se transforma en ¿qué debe hacer un ciudadano cuando la ley no es clara y él piensa que permite algo que no está permitido en opinión de otros?; o en otros términos ¿cómo debe actuar el ciudadano frente a una ley dudosa que lo está afectando? Dworkin quiere auscultar cuál es la actitud adecuada en cuanto al ciudadano. Para ello no hay una respuesta obvia con la cual coincida la mayoría de los ciudadanos. Dworkin presenta tres respuestas posibles: primero, si la ley es dudosa, el ciudadano debe suponer lo peor y actuar sobre la base de que no se lo permite y, por tanto, obedecer a las autoridades ejecutivas aun cuando crea que se equivocan y ha de valerse del proceso político para cambiar la ley. Segundo, si la ley es dudosa, él puede seguir su propio juicio; puede hacer lo que quiera, si cree que es más defendible la afirmación de que la ley se lo permite que la afirmación de que se lo prohíbe, pero sólo puede seguir su juicio hasta que una institución (por ejemplo, un tribunal) decida lo contrario. Una vez que se ha llegado a una decisión institucional, el ciudadano debe seguir tal decisión, aun cuando la considere equivocada. Tercero, si la ley es dudosa, el ciudadano puede seguir su propio juicio aun después de una decisión en contra de la suprema instancia competente. La pregunta que se plantea Dworkin es cuál de estos tres modelos se adecúa mejor a las prácticas sociales y jurídicas. A juicio de Dworkin, no debe seguirse el primero de estos modelos, esto es, no se debe esperar a que los ciudadanos

13 Ver también Guillermo Landrove, Objeción de Conciencia, Insumisión y Derecho Penal, Valencia, Tirant Lo Blanch, 1992; Gerardo Camara Villar, La Objeción de Conciencia al Servicio Militar, Madrid, Civitas, 1991; Gerardo Muñiz, Los Objetores de Conciencia, Delincuentes ó Mártires, Madrid, Speiro, 1974.


La justificación constitucional de la desobediencia civil

supongan lo peor. Si ningún tribunal se ha pronunciado sobre el problema y un hombre piensa que la ley está de su parte, es perfectamente correcto que siga su propio juicio. Cuando la ley es incierta, la razón reside generalmente en que hay una colisión entre diferentes directrices políticas y principios jurídicos y no está clara la forma de resolver el conflicto. El derecho se resentiría, especialmente si se aplicara este modelo a problemas constitucionales, se perdería el principal vehículo del que se dispone para cuestionar la ley por motivos morales y con el tiempo los ciudadanos se verían regidos por un derecho cada vez menos equitativo y justo, y la libertad de éstos quedaría disminuida. Para Dworkin, también cabe rechazar el segundo modelo, según el cual el ciudadano puede seguir su juicio mientras que el tribunal supremo no haya fallado que se equivoca. Este modelo no llega a tener en cuenta el hecho de que cualquier tribunal, incluso la Suprema Corte, puede desestimar sus propias decisiones y cambiar su propia jurisprudencia; por otro lado, si los objetores obedecen la ley mientras esperan el momento propicio, sufrirían el agravio irreparable de hacer aquello que su conciencia les prohibía que hiciesen. Además, como el tribunal puede arrepentirse, las razones para rechazar el primer modelo son igualmente válidas para el segundo. Por tanto, para Dworkin, el tercer modelo constituye la expresión más equitativa de cuál es el deber social de un ciudadano en la comunidad14. Este debe lealtad al derecho y no a la opinión que cualquier particular tenga de lo que es el derecho, y su comportamiento no será injusto mientras se guíe por su propia opinión, considerada y razonable, de lo que exige la ley. Empero, esto no es lo mismo que decir que un individuo puede desatender lo que hayan dicho los tribunales. Según Dworkin, mediante la cláusula del proceso debido, la igual protección, la Primera enmienda y otras disposiciones, la Constitución introduce gran cantidad de elementos de la moralidad política en el problema de la validez de una ley. Por lo tanto, los objetores tienen creencias que dan firme apoyo a la opinión de que el derecho está de parte de ellos aunque no tienen conocimientos jurídicos suficientes para concluir que la ley es inválida, es decir, no hay mayor diferencia entre ellos y sus colegas más informados. A la luz de lo anteriormente expuesto, Dworkin extrae algunas conclusiones. Cuando la ley es incierta se puede dar una defensa plausible de ambas posiciones y un

14 Ver como complemento, Guillermo Escobar, La Objeción de Conciencia en la Constitución Española, Madrid, C.E.C., 1993.

ciudadano que siga su propio juicio no está incurriendo en un comportamiento injusto. En casos así, las prácticas le permiten seguir su propio juicio y lo estimulan a que lo haga, el gobierno tiene la responsabilidad de tratar de protegerlo y de aliviar su situación, siempre que pueda hacerlo sin causar daño a otros. De ahí no se sigue que el gobierno pueda garantizarle la inmunidad, pues no puede adoptar como norma la de enjuiciar a nadie que discrepe por motivos de conciencia, ni condenar a nadie a que discrepe razonablemente de los tribunales. La consecuencia que se saca es que cuando las razones prácticas para enjuiciar son relativamente débiles, la senda de la equidad pasa por la tolerancia. La opinión popular de que ‘la ley es la ley’ se niega a distinguir entre el ciudadano que actúa según su juicio de una ley dudosa y el delincuente común. Dworkin cree que es importante señalar que un tribunal no debe condenar, por lo menos en algunas circunstancias, incluso cuando respalde las leyes existentes y encuentre que los hechos son los que se denuncian. Cuando hay razones muy válidas por las que un tribunal absuelva en razón de que antes de su decisión la validez de la ley era dudosa, sería injusto castigar a un hombre por desobedecerla. Así pues, condenar a un ciudadano en virtud de una ley penal cuyos términos no sean vagos, pero cuya validez sea dudosa, vulnera la cláusula de la Constitución americana del proceso debido, pues lo obliga a suponer lo peor o a actuar por su cuenta y riesgo15. A modo de conclusión provisional puede decirse que los juristas tienen una responsabilidad hacia quienes desobedecen las leyes por motivos de conciencia y que puede exigirse que no se los enjuicie, sino más bien que se cambien las leyes o se adapten los procedimientos judiciales para darles cabida, “Las proposiciones simples y draconianas, según las cuales el crimen debe ser castigado y quien entiende mal la ley debe atenerse a las consecuencias, tiene extraordinario arraigo en la imaginación tanto profesional como popular. Pero la norma de derecho es más compleja y más inteligente y es importante que sobreviva”16.

15 Ver, además, Ronald Dworkin, Ética Privada e Igualitarismo Político, Barcelona, Paidos, 1993; El Imperio de la Justicia, Barcelona, Gedisa, 1992; así como D. Bonilla e I. C. Jaramillo, “El igualitarismo liberal de Dworkin” (Estudio Preliminar), en Ronald Dworkin, La Comunidad Liberal, Bogotá, Universidad de Los Andes-Siglo del Hombre Editores, 1996. 16 Dworkin, 1989, Op.Cit., pág. 326.

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4. Desobediencia civil en Habermas Según Habermas, la sociedad se debe construir sobre un modelo de esferas concéntricas que se comunican a través de un sistema de esclusas que permite que la presión que se da en las esferas más alejadas del centro se pueda transmitir a éste. De igual manera, las reacciones y respuestas que el centro produce se comunican a la periferia. Este modelo de esclusas, llamado por Habermas metáfora hidráulica, coloca al Estado en el centro para ser rodeado por sucesivos círculos que comprenden a la sociedad civil burguesa (periferia interna), con toda la formalización que posee, y a la sociedad civil (en sentido hegeliano) compuesta por las diferentes formas de vida (periferia externa), donde tienen cabida todas las particularidades propias de los sujetos colectivos particulares. Basado en este constructo, Habermas plantea un modelo de política deliberativa de doble vía en donde se inscribe una estrategia de iniciativa exterior en la toma de decisiones con respecto a lo político. Esta estrategia de iniciativa del exterior se aplica cuando un grupo está fuera de la estructura del gobierno y, articulando lo que considera una vulneración de los intereses, trata de extender el asunto a otros grupos para introducir el tema en la agenda pública, y crear una presión sobre quienes toman las decisiones17. La sociedad civil periférica tiene la ventaja de poseer mayor sensibilidad ante los problemas porque está imbuida en ellos. Quienes actúan en el escenario político deben su influencia al público que ocupa las gradas. Los temas cobran la oportunidad de ser discutidos sólo cuando los medios de comunicación los propagan al público. Empero, a menudo son necesarias acciones como protestas masivas para que los temas se introduzcan en el ámbito político. Y aunque los temas pueden seguir otros cursos, también pueden provocar en la periferia la conciencia de crisis. La autoridad de las tomas de postura del público se refuerza en el curso de la controversia, pues en una movilización vinculada a una conciencia de crisis la comunicación pública informal se mueve por unas vías que impiden la formación de masas adoctrinadas lo cual refuerza los

17 Jürgen Habermas, “La sociedad civil y sus actores, la opinión pública y el poder comunicativo”, en Facticidad y Validez, Madrid, Trotta, 1997, págs. 460-466; Escritos Políticos (cap. III), Barcelona, Península, 1997; Jorge F. Malem, Concepto y Justificación de la Desobediencia civil, Barcelona: Ariel, 1990, págs. 145-154.

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potenciales críticos del público. Cuando las condiciones de comunicación no son respetadas y se encuentran manipuladas, el último medio con el que cuentan las capas periféricas para expresar sus argumentos es la desobediencia civil. Para Habermas, estos actos se encuentran suficientemente justificados y consisten en una trasgresión simbólica de las normas exenta de violencia y se entienden como protesta contra las decisiones vinculantes que, si bien son ‘legales’, son ilegítimas según los principios constitucionales. Aquello que la desobediencia implica y defiende es la conexión retroalimentativa de la formación de la voluntad política con los procesos informales de comunicación en el espacio público. Mediante ello la desobediencia se remite a una sociedad civil que en los casos de crisis actualiza los contenidos normativos del estado democrático y los hace valer contra la inercia sistémica del Estado. La desobediencia civil implica actos ilegales, pero públicos por parte de los autores que hacen referencia a principios y que son esencialmente simbólicos, actos que implican medios no violentos y que apelan al sentido de justicia de la población. Los actores reivindican principios utópicos de las democracias constitucionales apelando a la idea de los derechos fundamentales o de la legitimidad democrática. Se manifiesta aquí la autoconciencia de una sociedad que se arroga la potestad de reforzar de tal modo la presión que la opinión pública ejerce sobre el sistema político que éste sólo puede optar por neutralizar la circulación no oficial del poder. Habermas considera que la justificación de la desobediencia civil se encuentra en una comprensión de la constitución como proyecto inacabado. El estado de derecho se presenta, pues, como una empresa débil y necesitada de revisión. Así las cosas, ésta es la perspectiva de los ciudadanos que se implican activamente en la realización de derechos, que tratan de superar desde la práctica la tensión entre facticidad y validez.18 Por otra parte, Habermas cree que esta forma

18 Sobre la filosofía política de J. Habermas ver, también, Jürgen Habermas, Ciencia y Técnica como Ideologia, Madrid, Técnos, 1984; Teoría de la Acción Comunicativa, Madrid, Técnos, 1987; Teoría y Práxis, Madrid, Técnos, 1990; Conciencia Moral y Acción Comunicativa, Barcelona, Península, 1991; Escritos sobre Moralidad y Eticidad, Barcelona, Paidos, 1991; Autonomy and Solidarity, Londres, Verso, 1992; “Three Normative Models of Democracy”, en Constellations, Oxford, Blackwell, Volumen 1, No. 1, 1994; y, finalmente, Facticidad y Validez, Madrid, Trotta, 1998.


La justificación constitucional de la desobediencia civil

de disidencia es un indicador de la madurez alcanzada por una democracia. De manera que la desobediencia civil tiene su lugar en un sistema democrático, en la medida en que se mantiene cierta lealtad constitucional, expresada en el carácter simbólico y pacífico de la protesta19. La desobediencia civil no puede ser separada de la crisis de los sistemas democráticos, es decir, su práctica ha de ser entendida como una crítica en clave democráticoradical de los procedimientos representativos tradicionales. Un argumento a favor de la desobediencia civil sería su adecuación al principio básico de cualquier estado democrático, esto es, la participación ciudadana en la toma de decisiones públicas. La acción política cada vez discurre más en las sociedades avanzadas por cauces menos institucionalizados, lejos de las opciones de partido. En última instancia, si la insatisfacción persiste, lo más apropiado sería corregir algunas disfuncionalidades y de ahí la búsqueda de nuevas formas de participación que no pasen por el tamiz burocratizado de los partidos políticos. Los desobedientes invocan principios morales que sirven de marco normativo a la democracia. En la justificación por parte de quienes desobedecen se entrecruzan razones jurídicas y político-morales. El desobediente busca otras vías de participación no convencionales y ello no significa que sea antidemócrata, sino más bien un demócrata radical. De modo que una interpretación adecuada de la desobediencia civil sería considerarla como un complemento de la democracia, indispensable para la creación y sostenimiento de una cultura política participativa. El disenso es tan esencial como el consenso. La disidencia tiene una función creativa con un significado propio en el proceso político. Y en este contexto, la desobediencia civil puede ser un instrumento imprescindible para proteger los derechos de las minorías sin violentar por ello la regla de la mayoría, dos principios constitutivos de la democracia. La nueva cultura emergente que representan los movimientos

19 Véase José Rubio-Carracedo, Paradigmas de la Política, Barcelona, Anthropos, 1990; Maria Pía Lara, La Democracia como Proyecto de Identidad Ética, Barcelona, Anthropos, 1992; José Gonzalez y Fernando Quesada (Coords.), Teorías de la Democracia, Barcelona, Anthropos, 1992; José A. Estevez, La Constitución como Proceso y la Desobediencia civil, Madrid, Trotta, 1994; Norberto Bobbio, El Futuro de la Democracia, México F.C.E., 1994; y Oscar Mejía y Arlene Tickner, Cultura y Democracia en América Latina, Bogotá, M&T Editores, 1992.

sociales exige, para profundizar en el componente participativo, una mayor valoración de la disidencia política. Para un paradigma discursivo, como el que defiende Habermas, la desobediencia civil se constituye en un elemento primordial para garantizar la esencia comunicativa de la sociedad, y logra mantener siempre abiertos los canales participativos; aún en el caso de que las mayorías o los grupos de intereses poderosos se apropien de las instancias de comunicación y pretendan ponerlas a su servicio; en conclusión, la disidencia es un componente necesario para la conservación de la buena salud democrática, y debe ser respetada, tolerada e incluso alentada, claro está, con base en un análisis serio y responsable de la situación particular.

5. Constitución y desobediencia civil Uno de los problemas centrales de la teoría de la desobediencia civil radica en la pregunta por la existencia de una justificación, jurídica o legal para este acto. Los tres autores que han sido analizados hasta el momento toman partido por la justificación de la desobediencia civil, pero ¿los argumentos por ellos esgrimidos constituyen una justificación jurídica? Si bien, la desobediencia civil se concibe como una parte importante del ordenamiento legal, siempre aparece como un mecanismo de excepción que se halla en el límite de la legalidad, incluso fuera de ella. En Rawls puede verse la predisposición de los disidentes a aceptar el castigo al que se hagan acreedores por la ejecución del acto de desobediencia. Malem retoma este problema y con base en él desarrolla una reflexión acerca de la posibilidad de la justificación jurídica de la desobediencia civil20. La pregunta que guía toda la reflexión de Malem es si quienes desobedecen civilmente, aunque hayan violado la ley, invocan argumentos que les permitan ser eximidos de la pena. Según este autor, en orden a dar respuesta a dicho interrogante, es preciso considerar la moderna teoría constitucional, que hace remontar hasta Locke y toda la disputa del parlamentarismo contra la monarquía. En su opinión, esta teoría tenía una doble preocupación: por una parte, subrayar la necesidad de que los ciudadanos

20 Jorge Malem, Concepto y justificación de la desobediencia civil, Barcelona, Ariel, 1990.

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respeten las leyes fundamentales del Estado, como garantía para el ejercicio de las libertades y, por otra, la limitación de la actuación de los órganos estatales. A Malem le salta a la vista la pregunta sobre qué quiere decir que la violación de una ley está jurídicamente justificada y cuándo es ello posible. Para algunas posiciones en el ámbito de la teoría del derecho es contradictorio pensar que esto pueda ser posible pues parecería implicar la existencia de una ley que permitiría la violación de la ley. Es más, la desobediencia civil no podría ser considerada como un caso de excepción de ley. En definitiva, el hecho de que quienes cometen actos de este tipo estén protestando contra leyes que ellos consideren injustas no crea ningún tipo de circunstancias excepcionales21. Contra la justificación de la desobediencia civil se esgrimen varias críticas. Una primera afirma que la corrección de las injusticias por intimidación, por medios extralegales o inspirada en el miedo a la violencia no puede justificarse. Una segunda consiste en el problema de la validez jurídica en cuanto las inobservancias legales cometidas con el propósito de instar la declaración de inconstitucionalidad de la ley violada no constituyen realmente ningún acto de desobediencia civil. Y, finalmente, en una línea diferente, el que la desobediencia civil reúne, bajo un mismo techo, acciones legales e ilegales y por ello resulta peligroso proponerla como mecanismo para probar la inconstitucionalidad de la ley. Malem concluye que violar civilmente normas vigentes en un momento determinado es, a menudo, el único medio para solicitar la nulidad radical de una de éstas y, por lo tanto, es un medio congruente con el sistema jurídico en su conjunto. Pese a ello, se considera que jurídicamente no existe una justificación, pues la desobediencia civil sigue apareciendo al margen de la legalidad y no logra ser incluida adecuadamente dentro del sistema jurídico. Todavía el debate acerca de castigar o no al desobediente está centrado fuera del terreno legal y las instancias meramente jurídicas se ven en problemas para tomar decisiones al respecto. Contra la tesis de Malem, otras posiciones consideran la existencia de una justificación constitucional de la desobediencia civil22, que garantiza la legitimidad de este

21 Ibid, págs. 195-200. 22 Véase también Oscar Mejía Quintana, La Problemática Iusfilosófica de la Obediencia al Derecho y la Justificación Constitucional de la Desobediencia civil, Bogota, Unibiblos, 2000, págs. 262-268.

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acto, dentro del ordenamiento jurídico político. Esta es la tesis defendida, en el contexto iberoamericano, por J. A. Estévez23, quien sostiene que la pérdida de precisión de las normas jurídicas determina un aumento del poder de decisión de los órganos administrativos. En este sentido, la transformación de las normas de derecho fundamental en principios supone una materialización del derecho constitucional, por tanto, el intérprete debe determinar qué peso atribuye a los diferentes principios en función de las circunstancias. Una de las líneas de solución ha sido la introducción de mecanismos participativos en el propio proceso de aplicación del derecho. Esto ha sido denominado procedimentalización del derecho para que aquellos llenen el déficit de legitimidad del procedimiento, superando la idea de que la legitimidad se genera por el procedimiento mismo. En este sentido, según Estévez, la legitimidad de los procedimientos depende de que sean útiles como mecanismos de control: los procedimientos participativos deben servir para asegurar la derogación de la legislación infraconstitucional no deseada. De manera que los mecanismos representativos han de hacer posible el control de los representados sobre las decisiones que los representantes adopten. Además, los procedimientos deben servir para que todos los puntos de vista estén representados. En este orden, autores como J. H. Ely y P. Häberle consideran que los procedimientos deben garantizar que todas las opiniones sean tenidas en cuenta a la hora de tomar decisiones. La legitimidad del procedimiento depende de que puedan realizar esta función. A su vez, para cumplirla, es menester que todas las opiniones tengan posibilidades de manifestarse, y para ello hay que tener en cuenta los procesos sociales de formación de la opinión pública: para que una determinada propuesta se convierta en alternativa ha de ser posible la discusión pública de la misma. En definitiva, para que la procedimentalización sea capaz de reducir el déficit de legitimidad generado por la materialización del derecho, es preciso que los procedimientos que se establezcan estén vinculados a procesos abiertos de formación y voluntad de la opinión pública. La defensa de la Constitución, a juicio de Estévez, es un ámbito de decisión estatal insuficientemente procedimentalizado. El problema es que los

23 Estévez, op.cit., págs. 139-150.


La justificación constitucional de la desobediencia civil

procedimientos no establecen canales de participación democrática. Cabe anotar que una procedimentalización suficiente significaría el establecimiento de mecanismos de participación de los ciudadanos. Estos mecanismos podrían consistir en el reconocimiento de los ciudadanos de la posibilidad de cuestionar directamente la constitucionalidad de las leyes, en un incremento de las posibilidades de apersonarse de alegaciones, en el establecimiento de mecanismos que permitieran cuestionar al tribunal constitucional y el establecimiento de mecanismos de responsabilidad política para los miembros de este último. Todo este planteamiento considera la Constitución como un texto abierto a la opinión pública, de tal suerte que los puntos de vista existentes en la esfera pública se convierten en criterios relevantes para la interpretación de la Constitución. Dicho todo esto, el problema de la desobediencia civil se inscribe en la crisis de legitimidad de los procedimientos de defensa de la Constitución. La desobediencia civil debe ser entendida, pues, como un mecanismo informal e indirecto de participación en un ámbito de toma de decisiones que no cuenta con suficientes canales participativos. En este caso se abren dos formas de entender la desobediencia civil: en primer lugar, como un test de constitucionalidad; debido al carácter de pública y no violenta. Por otro lado, también se puede entender como el ejercicio de un derecho, cuando las personas afectadas consideren que en la situación especifica la decisión de la autoridad supone una restricción abusiva y, por tanto, opta por desobedecerla. Lo que el desobediente quiere señalar es que en la decisión tomada por la autoridad no se dio importancia a ciertos intereses, valores y perspectivas, o no se tuvieron en cuenta. Según Estévez, la tesis de la imposible justificación jurídica de la desobediencia civil presupone que las instituciones estatales detentan el monopolio de la interpretación de la constitución. Así, los ciudadanos que tienen dudas acerca de la constitucionalidad de una ley deben seguir obedeciéndola mientras una decisión no declare la inconstitucionalidad y si la autoridad restringe el ejercicio de derechos, se debe acatar su decisión y usar los recursos legales. Sin embargo, este planteamiento que niega toda posible justificación jurídica de la desobediencia sólo puede sustentarse desde los presupuestos de un positivismo estricto o un decisionismo de corte autoritario. Desde la concepción descrita, la desobediencia civil aparece como un mecanismo legítimo de participación en

la formación de opinión pública, por lo tanto, debe ser aceptada y respetada por las instituciones. Para aspirar a tener justificación, la desobediencia civil debe cumplir con una serie de condiciones, que dan fuerza a los argumentos de los desobedientes y garantizan la legitimidad del acto24. Estos actos deben ser públicos, no violentos, y sobre los cuales los desobedientes están dispuestos a recibir el castigo que la ley impone por el acto de desobediencia. Deben, además, esgrimir argumentos serios, apoyados en uno o varios principios aplicables a la situación particular, reconociendo la complementariedad de las esferas pública y privada, sin pretender sacrificar una en virtud de la otra. Finalmente, tiene que existir una evaluación del carácter proporcionado de la protesta25, con lo que se pretende determinar, si en un contexto particular la desobediencia civil opera como el medio adecuado para defender los derechos. En líneas generales, el recurso a la desobediencia civil se considera proporcionado, si los desobedientes no cuentan con otro medio para expresar su opinión. Si el acto de desobediencia civil cumple con estas condiciones y no existía otra opción menos dañina para efectuar el reclamo, se considera que es legítima y está suficientemente justificada, por lo que el Estado y las instituciones deben respetar la protesta y dejar que se desarrolle de la mejor manera. Entendida en esta forma, la desobediencia civil resulta ser una condición legítima de la democracia26, pues se encuentra en concordancia con el ideal deliberativo democrático. Cuando es correctamente ejercida, permite el cumplimiento de las metas y objetivos que promueven las democracias y evita que el Estado y las instituciones se desvíen de su objetivo primario: garantizar la concordia social respetando la libertad y los derechos individuales y políticos. Por todo esto resultan absurdas las tesis que sostienen que la desobediencia civil no puede ser justificada. El que esté justificada, más que una opción, es una necesidad de los modernos sistemas democráticos.

24 Véase Robert Alexy, Teoría de la Argumentación Jurídica, Madrid, C.E.C., 1989; El Concepto de Validez del Derecho, Barcelona, Gedisa, 1994; Teoría del Discurso y Derechos Humanos, Universidad Externado de Colombia, 1995. 25 Véase Ralf Dreier, Derecho y Justicia, Bogotá, Temis, 1994. 26 Véase Rubio-Carracedo, op. cit.; Lara, op. cit.; Gonzáles y Quesada, op. cit.; Estévez, op. cit.; Bobbio, op. cit.; Mejía y Tickner, op. cit.

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DOSSIER • Oscar Mejía Quintana

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AGENDA DE PAZ Y REFORMAS: ¿QUÉ SE PUEDE Y QUÉ SE DEBE NEGOCIAR? REFLEXIONES PARA UN DEBATE Carlo Nasi*

Resumen Este artículo explora qué elementos pueden y (probablemente) deben incluirse hacia el futuro en una agenda de negociaciones de paz entre el gobierno y los grupos guerrilleros en Colombia. A partir de un análisis de las tesis sobre el papel de la pobreza y la inequidad en la reproducción de la guerra colombiana, se argumenta que el conflicto armado colombiano no tiene causas económicas simples, ni soluciones económicas obvias. Por consiguiente, se proponen distintas alternativas de negociación a ser consideradas en materia de régimen político, en particular varios incentivos que pueden estimular a los grupos rebeldes para que dejen las armas y se incorporen a la democracia.

Abstract This article explores various elements that could and (perhaps) should be included in a future peace negotiating agenda between the Colombian government and rebel groups. After analyzing the role of poverty and inequality in the reproduction of the armed conflict, it is argued that the Colombian war does not have clear-cut economic causes, or simple economic solutions. In consequence, the article establishes a series of distinct negotiating scenarios based upon changes to the political regime that might provide incentives to rebel groups to lay down their weapons and incorporate themselves into the democratic system.

Toda vez que en un conflicto armado interno gobierno y guerrillas emprenden un proceso de paz, surge el problema de definir una agenda de negociación. Cada conflicto tiene sus peculiaridades, y de ahí que el contenido de la agenda varíe en función de factores tales como: los aspectos contenciosos en cuestión;1 las creencias y valores de las partes en conflicto;2 el balance de fuerza entre gobiernos y guerrillas;3 y los recursos disponibles en cada país, así como los que se obtienen a raíz de la ayuda internacional.4 Estos factores determinan el contenido y alcance de distintas negociaciones, y por eso se observan variaciones en las agendas de paz según el país de que se trate. Sin pretender llegar a un modelo único de agenda de negociación que haga caso omiso de las trayectorias históricas de cada país, es importante abordar dos preguntas que se relacionan entre sí: ¿Qué es negociable? y ¿qué se debe negociar para lograr una paz duradera? Contestar la primera pregunta introduce una dosis de realismo en las negociaciones. En la medida en que haya claridad sobre qué asuntos pueden resolverse en una mesa de negociación, se evitan excesos retóricos y se avanza en un proceso de paz. Esta pregunta también ayuda a distinguir si una negociación va en serio, o apenas constituye un elemento táctico dentro de una estrategia de guerra. Hay indicios de que una parte no contempla una alternativa distinta de la vía armada cuando sus pretensiones son excesivas y se refieren a asuntos no negociables, o una de las dos cosas.5

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Palabras clave: Paz, negociaciones, agenda, guerra, Colombia

Keywords: Peace, negotiations, agenda, war, Colombia

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Politólogo – Universidad de los Andes. Ph.D. en Ciencia Política – Universidad de Notre Dame. Director de Especializaciones del Departamento de Ciencia Política – Universidad de los Andes. Agradezco las críticas, sugerencias y comentarios a este escrito de Francisco Leal, Angelika Rettberg, Mónica Hurtado, Juan Carlos Garzón y Alejandro Valencia.

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Hay conflictos predominantemente ideológicos, étnicos, territoriales, o económicos. Que incluyen visiones alternativas del quehacer para alcanzar la paz, unas radicales y otras pragmáticas. En principio una guerrilla fuerte está en capacidad de extraer mayores concesiones. Finalmente todo proceso de paz versa sobre la reubicación de tales recursos. En la práctica es muy difícil distinguir cuándo una negociación va en serio y cuándo no. Al comienzo de toda negociación las partes formulan demandas que son superiores a sus metas, y estas metas, a su vez, son superiores a las condiciones mínimas por las cuales estarían dispuestas a firmar un acuerdo. Esta situación la ejemplifica un vendedor que inicialmente exige $100 por un artículo, sabiendo que a punta de regateo tendrá que bajar el precio a $70 (su verdadera meta), aunque en últimas esté dispuesto a contentarse con $50 (su mínimo aceptable) en caso de no obtener una mejor oferta –siempre y cuando la última cifra sea preferible a no vender el artículo (esta situación se menciona en textos como Dean Pruitt y Peter Carnevale, Negotiation in Social Conflict, Pacific Grove, Brooks/Cole Publishing Company, 1993, págs. 50-56).


Agenda de paz y reformas: ¿Qué se puede y qué se debe negociar?

La segunda pregunta, en cambio, involucra una dimensión de largo plazo. Más allá de definir que ‘x’ temas son negociables, se puede argumentar que una paz duradera depende del factor ‘y’ que (al menos en una coyuntura dada) no es negociable. Bajo esta premisa, lo negociable no necesariamente conduce a la paz. Hay grandes discrepancias con respecto a qué factores conducen a una paz duradera. Para muy pocos la “paz” constituye un bien en sí mismo. Según la perspectiva, la paz es defendible mientras conlleve desarrollo económico, o equidad, o justicia social, o democracia, o integración social, u orden (o distintas combinaciones de estos factores). Para algunos no es aceptable (o posible) que haya paz bajo un régimen político autoritario, o sin crecimiento económico, mientras para otros lo inaceptable es que haya paz con injusticia social, o con pobreza, o con grandes desigualdades.6 Con la reciente experiencia fallida del Caguán hubo serios problemas relacionados con estas dos preguntas. Por un lado, en tres años de conversaciones no hubo claridad frente a qué era y qué no era negociable. Por otro lado, gobierno y FARC incorporaron el modelo económico a la agenda de negociación, como si eso ayudara al logro de una paz duradera. La discusión arrancó y finalmente no progresó más allá del tema del

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Más aún, las pretensiones, metas y mínimos aceptables de las partes se expanden y contraen a lo largo de un conflicto: cuando una guerrilla se encuentra militarmente fuerte suele aumentar sus exigencias en la mesa de negociaciones; por el contrario, cuando un Estado se encuentra en una posición de fuerza, suele ser más reacio a hacer concesiones (Louis Kriesberg, Constructive Conflicts: From Escalation to Resolution , Lanham, Boulder, New York and Oxford, Rowmann & Littlefield, 1998, pág. 257). Además es erróneo asumir que desde el comienzo de una negociación las partes tienen total claridad sobre sus propios intereses y mínimos aceptables. Los intereses de las partes se transforman a lo largo de un conflicto armado, bien sea mediante debates internos que generan nuevos consensos, bien sea mediante reacomodos de poder en los que líderes y posiciones moderados desplazan a los radicales (o viceversa). También cabe anotar que una estrategia de negociación para obtener mayores ganancias consiste en presentar como no negociables una serie de asuntos que sí lo son. De ahí que los procesos de paz se caractericen por un grado importante de incertidumbre, y solamente en la medida en que culminan exitosamente se deduce (mediante una evaluación retrospectiva) cuál era el mínimo aceptable para las partes. Aunque las partes en conflicto estén de acuerdo en que desarrollo, equidad, justicia, bienestar, orden, democracia, e integración social son todas condiciones deseables, les dan distinta prioridad. Y si no se pueden lograr todas las condiciones deseables al tiempo, algunos están dispuestos a sacrificar, por ejemplo, la equidad económica con tal de tener democracia, mientras que otros dan primacía a la equidad así sea bajo el autoritarismo.

desempleo. Todo esto ayudó a generar frustración y a deslegitimar al proceso de paz.7 El presente artículo argumenta que es problemático optar por una agenda de negociación primordialmente económica por cuanto los supuestos de esta posición son cuestionables y llevan fácilmente a callejones sin salida. De ahí que la agenda de negociación debe ser ante todo política, aunque puede incorporar un limitado componente económico. Para que un proceso de paz concluya exitosamente, las negociaciones se deben centrar en las características del régimen político y la forma en que éste determina quién accede a cargos públicos. Un acuerdo de paz de esta naturaleza permite abordar posteriormente problemas económicos de mayor envergadura.

La agenda económica de negociación Para algunas aproximaciones, el problema de Colombia es económico (en singular) y la violencia constituye apenas una manifestación de ese problema. De ahí que acabar con el síntoma (la guerra) sin atacar sus causas profundas (la pobreza y la mala distribución del ingreso) no solucionaría nada, por cuanto ello equivaldría a aplazar un estallido social inevitable. Según esta aproximación, la guerra en Colombia es esperable dado que cerca del 20% de los habitantes viven en condiciones de pobreza absoluta,8 y el país padece una de las peores distribuciones de ingreso en el continente, medida por el índice de Gini. De ahí que la paz necesariamente pase por una serie de reformas estructurales de la economía que reviertan en más igualdad social, así como en un mayor bienestar para los sectores menos favorecidos. Una lectura negativa de los procesos de paz recientes en América Latina ha servido para reforzar la idea de que la agenda de negociación debe incorporar lo económico. Durante el proceso de paz de la administración Pastrana, por ejemplo, el comandante guerrillero Raúl Reyes afirmó que las FARC no aceptarían un acuerdo de paz como el firmado por las guerrillas centroamericanas, dado que la tasa de homicidios en El Salvador resultó superior en la

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Aunque varias otras razones explican el fracaso del proceso de paz, la falta de credibilidad de unas negociaciones que no registraban avances fue un factor central de su deslegitimación. World Bank, Latin America and the Caribbean Regional Office. Dept. III. Country Operations Division I., and World Bank, Colombia: poverty assessment report, Document of the World Bank, World Bank, 1994.

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DOSSIER • Carlo Nasi

posguerra que durante el conflicto armado, mientras que Nicaragua es el segundo país más pobre del hemisferio. 9 La apreciación de que en estos casos los grupos rebeldes dejaron las armas y se incorporaron a la democracia, pero “todo siguió igual o peor” puso en entredicho las bondades de un proceso de paz que no abordara lo económico. ¿Son estas razones suficientes para optar por una agenda económica de negociación? A pesar de su atractivo, las visiones economicistas de la guerra y de la paz encuentran varios problemas que se analizan a continuación.

La tesis sobre las causas económicas de la guerra y sus problemas Se justificaría adoptar una agenda económica de negociación en la medida en que existiera un vínculo causal claro y significativo entre variables económicas (en particular inequidad y pobreza) y conflicto armado. Aunque esta perspectiva cuenta con cierta evidencia a favor, la tesis sobre las causas económicas de la guerra es menos sólida de lo que parece. Según Pécaut, entre 1978 y 1994 los grupos guerrilleros pasaron de 17 frentes que operaban en áreas rurales remotas, a 105 frentes establecidos en 569 municipios.10 ¿Corresponde esto a un período de empobrecimiento significativo de los colombianos, o de un crecimiento marcado en los índices de desigualdad? Los estudios disponibles señalan todo lo contrario. Entre 1971 y 1978 Colombia experimentó un período de crecimiento económico rápido, con niveles decrecientes de desigualdad, y salarios rurales que se incrementaron a una tasa superior al promedio nacional.11 Más aún, a partir de 1976 el Estado canalizó importantes recursos que favorecieron al campesinado dedicado a la agricultura en

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Citado en Howard La Franchi, “Guerrilla Commander Says: 'This is a Means'”, en Christian Science Monitor, julio 19 de 1999. 10 Daniel Pécaut, “Presente, pasado y futuro de la Violencia en Colombia”, en Desarrollo Económico No. 36, (144), 1997, pág. 896. 11 Oscar Altimir, “Inequality, Employment, and Poverty in Latin America: An Overview”, en V. Tokman y G. O'Donnell (eds.), Poverty and Inequality in Latin America, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1998, págs. 6-7; Samuel Moorley, Poverty and Inequality in Latin America: the Impact of Adjustment and Recovery in the 1980s, Baltimore and London, The Johns Hopkins University Press, 1995, págs.118-119; Sebastian Edwards, Crisis and reform in Latin America from Despair to Hope, Oxford, World Bank, Oxford University Press, 1995, pág. 254.

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pequeña escala mediante el programa de Desarrollo Rural Integrado (DRI).12 Durante los ochenta, la “década perdida” de América Latina, Colombia mantuvo indicadores económicos positivos. Gracias a una tradición de políticas económicas semi-ortodoxas, Colombia no tuvo que adoptar medidas de ajuste dolorosas comparables a las de los países vecinos. De ahí que entre 1980 y 1992 la pobreza y la desigualdad se redujeron, al tiempo que el ingreso real de todas las clases sociales mejoró.13 Según Vargas14 el número de colombianos situados por la línea de pobreza bajó de 59.1% en 1978, a 57.7% en 1991, y a 55% en 1999. Bejarano menciona que en este período el porcentaje de familias rurales en condiciones de pobreza se redujo de 80% a 62%, así como hubo niveles decrecientes de desigualdad.15 En todo caso, un estudio del Banco Mundial señala que el 70% de los pobres de Colombia residen en el sector rural, lo que llama la atención sobre la precariedad de las condiciones de vida en el campo a pesar de las mejorías señaladas.16 Otro estudio observa que en materia de políticas públicas en los años ochenta el gasto social no fue procíclico, es decir, no sufrió recortes en períodos de recesión.17 Incluso a posteriori de las reformas neoliberales iniciadas en los noventa, se observa que los cambios en términos de desigualdad fueron prácticamente insignificantes según los índices Theil y Gini.18 Algunos estudios comparativos a nivel municipal corroboran que la pobreza no explica la expansión

12 Jesús A. Bejarano, Economía de la agricultura, Santafe de Bogotá, Tercer Mundo, Universidad Nacional, IICA y FONADE, 1998, pág. 81. 13 Altimir, 1998, op. cit., págs. 9-11; Moorley, 1995, op. cit., págs. 28-38; Joan Nelson, Poverty, Inequality, and Conflict in Developing Countries, New York, Rockefeller Brothers Fund Inc., 1998. 14 Alejandro Vargas, “La democracia colombiana tratando de salir de su laberinto”, en Colombia: conflicto armado, perspectivas de paz y democracia, Miami, Latin American and Caribbean Center, 2001, pág. 60. 15 Bejarano, 1998, op. cit., pág. 62. 16 World Bank, 1994, op. cit., pág. 2. 17 Barbara Stallings y Wilson Peres, Growth, Employment, and Equity : the Impact of the Economic Reforms in Latin America and the Caribbean, Washington, D.C, Brookings Institution Press, Santiago de Chile, United Nations Economic Commission for Latin America and the Caribbean, 2000, págs. 67 y 120. 18 Ibid, págs. 120-121, 123 y 131.


Agenda de paz y reformas: ¿Qué se puede y qué se debe negociar?

territorial de la guerrilla durante el período 1978-1995. Durante este tiempo los grupos rebeldes abrieron nuevos frentes en áreas estratégicas caracterizadas por un gran dinamismo económico, mientras que algunos de los municipios más pobres se mantuvieron relativamente pacíficos.19 Los estudios citados se refieren a datos agregados y demuestran lo problemático que es derivar mecánicamente la existencia de niveles crecientes de violencia política a partir de las condiciones de pobreza y desigualdad. En efecto, ¿cómo explicar que la violencia política haya crecido dramáticamente al tiempo que en términos absolutos se redujo la pobreza y se incrementó la igualdad? Ahora bien, es tan errada la posición que explica la violencia política en función de lo económico, como las aproximaciones que descartan por completo la incidencia de la pobreza y la desigualdad en el conflicto armado. Al desagregar los datos territorialmente, un estudio de Planeación Nacional concluyó que los municipios de mayor desigualdad (medida por el índice de Gini) eran también los más violentos, independientemente de las tasas de crecimiento económico.20 En este mismo sentido, Rangel21 sostiene que los grupos guerrilleros se han asentado especialmente en aquellos lugares donde los habitantes resienten la generación súbita de riqueza para beneficio de unos pocos, en medio de mares de pobreza. Esta evidencia indica que hay un claro vínculo entre desigualdades económicas y violencia política. El problema de tierras ha sido otro factor central en la reproducción del conflicto armado en el país. Colombia tiene un historial de reformas agrarias frustradas que ha generado inconformidad en sectores campesinos, lo que en ocasiones se ha traducido en apoyo a los grupos rebeldes.22 A mediados de los años treinta y como

19 Jesus A. Bejarano, Camilo Echandía, et. al., Colombia: inseguridad, violencia y desempeño económico en la áreas rurales, Santafe de Bogotá, Universidad Externado y FONADE, 1997, pág. 253; Camilo Echandia, “Expansión territorial de las guerrillas colombianas: geografía, economía y violencia”, en M. Deas y. M. V. Llorente (eds.), Reconocer la guerra para construir la paz, Santa Fe de Bogotá, CEREC, Ediciones Uniandes y Ediciones Norma, 1999, pág.101. 20 Departamento Nacional de Planeación, La paz: el desafío para el desarrollo, Bogotá, Tercer Mundo eds. y Departamento Nacional de Planeación, 1998, pág. 41. 21 Alfredo Rangel Suárez, Colombia, guerra en el fin de siglo, Santafé de Bogotá, TM Editores, Universidad de los Andes- Facultad de Ciencias Sociales, 1998, pág. 36.

respuesta a crecientes movilizaciones populares rurales y urbanas, Alfonso López Pumarejo emprendió una reforma agraria, la Ley de tierras (Ley 200 de 1936), que no logró cambiar la estructura de propiedad en el campo debido a la fuerte oposición de los grandes terratenientes.23 Una ley agraria posterior, la Ley 100 de 1944 sólo sirvió para incrementar el descontento campesino por cuanto benefició únicamente a los grandes propietarios.24 Al cabo de poco más de veinte años, Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) emprendió una nueva reforma agraria (Ley 135 de 1961) en beneficio de los sectores deprimidos del campo al distribuir tierras a cultivadores no propietarios.25 Aunque hubo redistribución de tierras en algunos focos selectos de radicalismo,26 apenas un pequeño porcentaje de la población rural se benefició de esta reforma, que fue demasiado limitada como para tener efectos estructurales.27 Además a esta iniciativa le siguió la contra-reforma del Pacto de Chicoral, durante la administración Pastrana (1970-1974) que reprodujo el problema de la tierra. Durante el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) hubo un nuevo intento de reforma agraria de carácter moderado, que sufrió un descalabro luego que los narcotraficantes compraron entre 3 y 5 millones de hectáreas en 400 municipios entre 1980 y 1995, especialmente en áreas caracterizadas por conflicto agrario y guerrillero.28 Los narcotraficantes no solamente

22 Resalto que el apoyo ha sido ocasional y depende de muchas circunstancias. La respuesta frente a la pobreza, inequidad, o falta de tierras varía de caso en caso. La frustración puede generar desde una aceptación pasiva de las condiciones de privación, hasta un cambio de oficio, migraciones a otros lugares rurales y urbanos en busca de oportunidades, y sólo ocasionalmente apoyo a la insurgencia. 23 Gonzalo Sánchez, “La violencia y sus efectos en el sistema político colombiano”, en Once ensayos sobre la Violencia, Bogotá, CEREC, Centro Gaitan, 1985, pág. 213. 24 Ibid, pág. 215. 25 León Zamosc, “Transformaciones agrarias y luchas campesinas en Colombia: un balance retrospectivo”, en L. Zamosc, M. Chiriboga Vega, E. Martínez Borrego (eds.), Estructuras agrarias y movimientos campesinos en América Latina (1950-1990), Madrid, Ministerio de Agricultura Pesca y Alimentación, 1997, págs. 106-107. 26 Timothy Wickham-Crowley, Guerrillas & Revolution in Latin America, Princeton, Princeton University Press, 1992, pág.123. 27 Menos de una veinteava parte de los habitantes del sector rural recibieron tierra para 1967. 28 Alejandro Reyes, “Una propuesta de paz que toma en cuenta el cruce de conflictos en Colombia”, en Colombia Internacional, No. 36, 1996, pág. 29; Bejarano et. al., 1997, op. cit., pág. 52.

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produjeron una concentración de la tierra al desplazar a muchos campesinos, sino que dedicaron las tierras adquiridas a la ganadería, actividad productiva que ha estado asociada al conflicto agrario en Colombia por más de tres décadas.29 Aunque Barco volvió a repartir tierras en algunos lugares como el departamento del Cauca, donde en 1991 tituló más de 15.000 hectáreas a las comunidades indígenas,30 los resultados en materia de distribución fueron marginales. En síntesis, el conflicto armado se correlaciona con los municipios de mayor desigualdad, y además existe un problema agrario no resuelto. De manera adicional, uno podría argumentar que a nivel nacional la reducción de la pobreza ha sido de pocos puntos porcentuales, y las variaciones en materia de desigualdad han sido relativamente menores. Es decir, la mejoría en las condiciones de vida ha sido modesta y quizás poco significativa como para esperar que ello sirva para contener eficazmente al conflicto armado. Aún así, se observa una seria anomalía en el hecho que la confrontación armada creciera al tiempo que la pobreza y desigualdad disminuyeron en términos absolutos, lo mismo que en la corroboración de que la guerrilla se asentó en los municipios de mayor dinamismo económico. Con la evidencia disponible se puede concluir que la pobreza y desigualdad dan cuenta del conflicto armado en Colombia sólo de manera parcial, lo cual va en contra de la noción de que la guerra requiere remedios primordialmente económicos. A pesar de ello, puede haber otras razones para que lo económico ocupe un lugar prioritario en la agenda de negociaciones, lo cual nos lleva a analizar las tesis sobre las soluciones económicas a la guerra.

Las tesis sobre las soluciones económicas a la guerra y sus problemas En ocasiones la solución a ciertos problemas no pasa por remediar sus causas. Por ejemplo, cuando alguien tiene dolor de cabeza y se toma una aspirina, la pastilla resuelve el problema (el dolor) pero no sus causas (es indiferente si el dolor de cabeza fue causado por un virus, un golpe o estrés). De manera similar, así la guerra no tenga causas claramente

29 Departamento Nacional de Planeación, 1998, op. cit., pág. 13. 30 Pablo Tattay, “La construcción de la paz en el nororiente caucano”, en S. Bermúdez (ed.), Culturas para la paz, Santafé de Bogotá, Fundación Angel Escobar, 1995, págs. 401-410.

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económicas, se podría argumentar que lo económico constituye un remedio eficaz para contenerla. El supuesto de esta tesis es que ningún individuo con sus necesidades básicas satisfechas asumiría los costos y riesgos de la lucha armada. De nuevo, se trata de una tesis a primera vista atractiva, pero que encuentra varias dificultades. El siguiente análisis hace una distinción entre medidas económicas que un gobierno toma para contener a un conflicto armado en ausencia de un proceso de paz, y medidas económicas adoptadas como producto de acuerdos de paz. A. Medidas económicas a manera de contención del conflicto armado En ocasiones los gobiernos emprenden políticas que buscan reactivar la economía, reducir la pobreza y promover cierta redistribución del ingreso como forma de contener a los grupos rebeldes y no negociar con ellos.31 En El Salvador hubo una reforma agraria de envergadura durante la junta de gobierno cívico-militar de 1979, 32 y durante la administración Duarte, parte de la ayuda norteamericana en contrainsurgencia se destinó a reactivar la economía.33 En ambos casos, ni el gobierno

31 Esta es una estrategia estandarizada de contrainsurgencia, que parte de la constatación de que toda insurgencia es un fenómeno político-militar. De ahí que las reformas económicas se propongan como elemento esencial para reducir el apoyo a las guerrillas (Bard O'Neill, Insurgency & Terrorism, Dulles, Brassey's Inc, 1990, págs. 138ss.) Thompson, uno de los principales teóricos de la contrainsurgencia, menciona concretamente la importancia de mantener a un país económicamente viable, y que las iniciativas de desarrollo social y económico deben reforzar las operaciones militares para ganar o mantener apoyo de la población civil (Lewis Taylor, “Counter-Insurgency Strategy, the PCP-Sendero Luminoso and the Civil War in Peru, 1980-1996”, en Bulletin of Latin American Research No. 17 Vol.1, 1998, págs. 38-39). 32 Mitchell A. Selingson, “Thirty Years of Transformation in the Agrarian Structure of El Salvador, 1961-1991”, en Latin American Research Review No. 30 Vol. 3, 1995, pág. 64; Tommie Sue Montgomery, Revolution in El Salvador: From Civil Strife to Civil Peace, 2nd ed., Boulder, Westview Press, 1995, págs. 136-140; Michael Foley, George Vickers & Geoff Thale, “Tierra, Paz y Participación: El Desarrollo de una Política Agraria de Posguerra en El Salvador y el Papel del Banco Mundial”, Paper Wola, (Julio) 1997, pág. 2. 33 Montgomery 1995, op. cit., págs. 167-168, y 183; Cynthia McClintock, Revolutionary Movements in Latin America. El Salvador's FMLN & Peru's Shining Path, Washington, D.C., United States Institute of Peace Press, 1998, pág. 9.


Agenda de paz y reformas: ¿Qué se puede y qué se debe negociar?

contempló negociar con el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN), ni este grupo rebelde favorecía un proceso de paz al creer que podía tomarse el poder por las armas. De manera similar, en sus dos primeros años la administración Barco emprendió su lucha contra la pobreza absoluta y el Plan Nacional de Rehabilitación, cuando no había negociaciones en curso con los grupos guerrilleros.34 En los dos casos la lógica de las reformas económicas fue la misma. Mediante una reducción de la desigualdad y la pobreza, los gobiernos buscaron recortar la capacidad de reclutamiento de los grupos armados ilegales y a su vez debilitar la credibilidad y acogida del discurso radical de la guerrilla entre los sectores sociales más deprimidos. Mientras la economía creciera y se generara empleo, se esperaba contener (o en el mejor de los casos derrotar) a los grupos armados ilegales. Aunque en ocasiones se logra un crecimiento económico en medio de la guerra, la estrategia de buscar una mejoría en los indicadores económicos sin negociar con los grupos rebeldes encuentra varios problemas. Para empezar, no se han definido qué umbrales de pobreza o inequidad se correlacionen con la guerra o con la paz. Se sabe que la gran mayoría de conflictos armados internos tienen lugar en países en vías de desarrollo relativamente pobres y no en las naciones industrializadas.35 También hay indicios de que a mayor desarrollo económico, menores las probabilidades de que un país padezca una guerra interna, aunque el desarrollo económico no garantiza que haya paz.36 Por otro lado, algunos estudios del Banco Mundial argumentan que los indicadores de pobreza y desigualdad no son buenos predictores de los conflictos armados internos. Según ésta interpretación, si bien la pobreza y la desigualdad generan conflictos políticos intensos, esto es distinto de producir conflictos armados internos; otras variables económicas tienen un mayor peso explicativo

34 Ana María Bejarano, “Estrategias de paz y apertura democrática”, en F. Leal Buitrago y León Zamosc (eds.), Al filo del caos: crisis política en la Colombia de los años 80, Bogotá, Tercer Mundo, IEPRI, 1990, págs. 75-80; Jesús A. Bejarano, Una agenda para la paz, Santafé de Bogotá, Tercer Mundo, 1995, pág. 89. 35 John Paul Lederach, Buiding Peace: Sustainable Reconciliation in Divided Societies, Washington, United States Institute of Peace Press, 1997, pág. 10. 36 James K Boyce y Manuel Pastor, “Aid for Peace: Can International Institutions Help Prevent Conflict?”, en World Policy Journal, No.15 V. 2, Summer 1998, págs. 42-43.

para estos últimos, como es el caso de la dependencia en la exportación de productos primarios, bajos niveles de ingreso promedio, bajos niveles de crecimiento económico, y la oportunidad de extorsionar al sector productivo de la economía.37 Nada de lo anterior aclara qué tanto deben mejorar distintos indicadores económicos para que finalmente haya paz, con lo cual un gobierno anda a tientas en materia de políticas públicas. Es decir, independientemente de cuál tesis sea correcta, la parte prescriptiva de los análisis anteriores es bastante indeterminada frente al quehacer político, asumiendo que fuera posible producir cambios importantes en el corto plazo en materia de desarrollo económico, pobreza, nivel de ingreso, o dependencia de productos primarios de exportación. Tampoco existen ejemplos históricos de conflictos armados que se hayan desvanecido en virtud de una simple mejoría en las condiciones de bienestar, o con una mayor igualdad económica. Es decir, la pobreza puede reducirse y la igualdad aumentar (lo cual en parte ocurrió en Colombia en los setenta y ochenta), pero ello no bastaría por cuanto ningún grupo armado ilegal ha depuesto sus armas en consideración a la simple existencia de indicadores económicos positivos. La razón de esto es simple, y es que en la guerra opera una lógica de poder. Las guerrillas gozan de un poder real, que ejercen a diario, y que por medio de la intimidación les reporta tanto beneficios económicos directos (producto de extorsiones, boleteo, secuestros), como beneficios quizás más intangibles pero no por ello menos reales, como es el caso del estatus político y el “respeto”. Dada la disponibilidad de estimativos sobre las ganancias económicas de los grupos armados ilegales,38 no voy a detenerme en este punto y más bien me referiré al estatus y al “respeto”. Un grupo armado ilegal adquiere un estatus político colectivo de facto cuando llama a rendir cuentas a funcionarios democráticamente elegidos (especialmente

37 Paul Collier, Economic causes of Civil conflict and their Implications for Policy, World Bank, 2000; Paul Collier y Anke Hoeffler, Greed and Grievance in Civil War, World Bank, 2002; Ibrahim Ebaldawi y Nicholas Sambanis, How Much War Will We See? Estimating the Incidence of Civil War in 161 Countries, World Bank, 2001. 38 Véase Alfredo Rangel, Guerra Insurgente: Conflictos en Malasia, Perú, Filipinas, El Salvador y Colombia, Santafé de Bogotá, Intermedio Editores, 2001, págs. 391-411.

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alcaldes), a representantes de organizaciones sociales, o a pueblos enteros, y cuando produce cambios en el gasto público a través de presiones armadas.39 En principio, los funcionarios democráticamente elegidos deberían rendirle cuentas únicamente a los órganos de control de la administración pública, así como a los electores que están en capacidad de presionarlos a través de movilizaciones, o castigarlos con el voto a la siguiente contienda electoral. Pero en situaciones de guerra los grupos armados ilegales a veces desplazan a los órganos de control del Estado y a los mismos electores, y se constituyen en una suerte de poder en la sombra que veta las acciones del sector público y de la población a nivel local. Esto es un ejercicio ilegítimo del poder que claramente distorsiona el principio de representación democrática,40 pero a su vez es una práctica que confiere estatus político colectivo a los grupos armados ilegales.41 A nivel individual las armas también pueden generar un sentido de “respeto”. La desigualdad no es sólo un asunto de distribución inequitativa de recursos, sino del trato social que la acompaña. Sin caer en afirmaciones simplistas de que “los ricos siempre humillan a los pobres”, autores como Scott42 han observado que históricamente el trato deferente ha sido más de parte de las clases subordinadas hacia las clases altas que al contrario, y no por casualidad. En efecto, mientras que un propietario o terrateniente puede abusar verbalmente (y en ocasiones físicamente) de sus subalternos sin que ello le acarree graves consecuencias,43 al subalterno que insulte a su superior usualmente lo despiden. De ahí que

39 Sobre la operación de los grupos rebeldes a este respecto, véase Rangel, 1998, op. cit., págs. 34-43. 40 Aunque los grupos armados ilegales se auto-confieran la vocería del “pueblo”, finalmente las guerrillas difícilmente pueden argumentar que representan a otros: nadie eligió a los cabecillas de los grupos armados, quienes además no pueden ser destituidos cuando la voluntad popular se vuelve en su contra. A lo sumo, tales grupos armados pueden argumentar sus acciones son “en beneficio del pueblo”, pero este es el mismo argumento que han empleado los dictadores de todo signo a lo largo de la historia. 41 Más allá que el Estado desconozca el estatus político de un grupo armado ilegal, este último lo adquiere de hecho cuando influye decisivamente en las políticas públicas, así como en el destino colectivo de una comunidad. 42 James C. Scott, Weapons of the Weak. Everyday Forms of Peasant Resistance, New Haven and London, Yale University Press, 1985; Domination and the Arts of Resistance: Hidden Transcripts, New Haven and London, Yale University Press, 1990. 43 Muchos subalternos se aguantan los agravios calladamente, porque dependen del puesto o del favor del propietario.

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las armas puedan invertir la relación entre clase social y trato social, al infundir un sentido de “respeto”44 de parte de las clases altas hacia miembros de las clases subordinadas. Desde que un campesino pertenezca a una organización armada ilegal, el patrón no se atreverá a tratarlo de manera humillante por miedo a sufrir represalias. A lo que apunta esto es a reiterar que es ilusorio esperar que en consideración a menores índices de desigualdad y pobreza, un grupo armado ilegal simplemente renuncie unilateralmente al poder de las armas, que le reporta beneficios económicos, estatus político y un sentido de “respeto” que sus miembros no tendrían de otra manera. Esto, por supuesto, no obsta para que a falta de negociaciones de paz, un gobierno tome medidas económicas tendientes a debilitar y eventualmente derrotar a los grupos rebeldes.45 Pero si tales medidas económicas no tienen los efectos deseados y un gobierno no logra la victoria militar, entonces la única alternativa es sentarse a la mesa de negociaciones. En este último escenario, ¿qué sentido tiene optar por una agenda económica de negociaciones?

44 Por supuesto, “respeto” en un sentido mínimo y precario, porque el trato “respetuoso” depende únicamente del poder de intimidación de las armas. Una cosa es que nadie se atreva a insultar a un matón por miedo a sufrir represalias, y algo muy distinto es, por ejemplo, el respeto por un trabajo de vida honorable y en beneficio de los semejantes. Nótese en todo caso que en 1999, en declaraciones a los reporteros desde San Vicente del Caguán, Jorge Briceño de las FARC utilizó precisamente este término al afirmar: “si no tenemos armas, no nos respetan. Ni siquiera ustedes vendrían aquí a escucharnos. (…) Ustedes vienen aquí porque nosotros tenemos armas, ¿o no?” (véase CNN, “Colombia's FARC Rebels Intimidating and Isolated”, mayo 9 de 1999). 45 Algunas medidas económicas fueron instrumentales para que Fujimori derrotara a Sendero Luminoso, especialmente algunos proyectos económicos de pequeña escala. Con todo, muchas otras variables, especialmente la fragilidad de una organización basada en el terror aplicado a sus propios miembros y a representantes legítimos de las comunidades locales explican la derrota de este grupo rebelde. Véase Taylor, 1998, op. cit. y Steve Stern (ed.), Shining and Other Paths: War and Society in Peru, 1980-1995, Durham and London, Duke University Press, 1998.


Agenda de paz y reformas: ¿Qué se puede y qué se debe negociar?

B. Medidas económicas como producto de negociaciones de paz Aunque la incorporación de medidas económicas a la agenda de negociaciones tiene cierta justificación, optar por una agenda fundamentalmente económica de negociación encuentra los siguientes obstáculos: 1. Insistir en que la guerra tiene una solución puramente económica puede llevar a un callejón sin salida. No hay que olvidar que los vínculos causales entre pobreza/desigualdad y guerra (o violencia política) van en dos direcciones. El argumento de que la guerra tiene causas económicas objetivas, suele hacer caso omiso de que la guerra es un factor principal en la reproducción de dichas causas. Algunos cálculos recientes afirman que la guerra le cuesta a Colombia aproximadamente tres puntos del PIB.46 A ciertos niveles de intensidad el conflicto armado produce desplazamientos masivos, lo cual genera mayor pobreza e inequidad.47 El conflicto armado también deteriora el capital social, desestimula la inversión extranjera y nacional, y con frecuencia implica una fuga de capitales.48 Además, la guerra implica un desvío de la inversión pública hacia el sector de seguridad, lo cual afecta negativamente el gasto

46 Edgar Trujillo y Martha Elena Badel, Informe Especial: los costos económicos de la criminalidad y la violencia en Colombia, 19911996, Colección Archivos de Macroeconomía, Documento 76, Departamento Nacional de Planeación, 1998. Santiago Montenegro, ex-presidente de Anif calculó los costos de la guerra en 2,000 millones de dólares, lo que equivale a dos puntos del PIB, agregando “es mucha plata, esos son salarios que se dejan de pagar y son ganancias de las empresas que se han dejado de ganar” (véase Gonzalo Guillén, “Colombia entre la guerra, la corrupción y la honda crisis económica”, en El Nuevo Herald, Mayo 23 de 2002). 47 Cálculos recientes se refieren a dos millones de desplazados por el conflicto armado en Colombia (Gil Loesher, The UNHCR and World Politics: A Perilous Path, Oxford, Oxford University Press, 2001, pág. 3), la mayoría de los cuales acaba engrosando los cinturones de miseria de las ciudades. 48 Se calcula que más de un millón de colombianos ha abandonado el país desde mediados de los noventa, la mayoría de ellos con niveles de educación altos (Kirk Semple, “The Kidnapping Economy in Colombia”, en The New York Times, Junio 3 de 2001). Es decir, Colombia tiende a perder a su gente mejor preparada y presuntamente en mejores condiciones de hacer aportes al desarrollo. La fuga de capitales se ha estimado en más de dos billones de dólares entre 1999 y 2001 (Juan Forero, “Prosperous Colombians Fleeing, Many to the U.S.”, en The New York Times, Abril 10 de 2001).

social.49 Con los atentados de las guerrillas en contra de la infraestructura, muchos recursos se deben destinar a la reconstrucción de torres de energía, puentes, carreteras, represas, lo cual es una limitante enorme para el desarrollo económico.50 En síntesis, luego de la firma de acuerdos de paz y al cabo de guerras prolongadas y destructivas, crear condiciones de prosperidad y bienestar económico constituye una labor ardua y que demanda mucho tiempo. Ningún país se ha vuelto próspero e igualitario apenas termina su guerra interna, y mucho menos como producto de un acuerdo de paz o de la ayuda internacional. En el corto y mediano plazo una parte sustancial del esfuerzo debe dedicarse a la reconstrucción de infraestructura, instituciones y capital social, y sólo muy lentamente se llegará a alcanzar niveles de bienestar anteriores al estallido del conflicto. De ahí que sea retórico el argumento de que el bienestar económico es una precondición para la paz. Un acuerdo de paz debe buscar acabar con la guerra. El ahorro en muerte y destrucción que ello implica da lugar a condiciones necesarias pero no suficientes para generar un mayor bienestar económico, el cual depende de otra serie de condiciones favorables en el mediano y largo plazo. 2. Centrarse en una agenda económica de negociación también corre el riesgo de incorporar temas que por naturaleza no son negociables. Tratar de resolver problemas de la magnitud del desempleo, por

49 Usualmente se observa que el gasto militar en Colombia ha sido muy bajo, correspondiendo a menos del 3% del PIB, y autores como Rangel (2001, op. cit., pág. 429) argumentan que esto tiene poca justificación para un país en guerra. No obstante, si se mide dicho rubro como porcentaje del gasto público, entre 1989 y 1995 en promedio el 15.8 % de las erogaciones correspondieron al gasto militar. Aunque en casos extremos el gasto militar puede aproximarse al 40% del gasto público (caso de Burma o los Emiratos Árabes), lo ideal para un país en vías de desarrollo y con tantas necesidades básicas insatisfechas es aproximarse al caso costarricense, donde menos del 3% se dedica al rubro militar (véase U.S. Arms Control and Disarmament Agency, World Military Expenditures and Arms Transfers 1996, 1996). Por supuesto, gastar tan poco en lo militar requiere que no haya guerra y/o amenazas graves en contra de la seguridad ciudadana. 50 Estimativos recientes mencionan más de 52 mil millones de pesos gastados entre 1999 y 2001 solamente en la reconstrucción de torres eléctricas averiadas por atentados (Cuerpo de Generales y Almirantes en Retiro de las Fuerzas Militares, Informe Anual 2001 Sobre Defensa y Seguridad Nacional, Panamericana Formas e Impresos S.A, 2001, pág. 13).

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ejemplo, es imposible. No se cuestiona aquí lo grave del problema del desempleo, ni la importancia de introducir estímulos en la generación de empleo (con un proceso de paz o sin él). Simplemente se subraya a este respecto que el rango de opciones es muy limitado, porque Colombia (igual que cualquier país) poco puede hacer para alterar las condiciones estructurales de su economía y su propia inserción a la economía global, y mucho menos en el corto plazo. 3. En otro sentido puede resultar inconveniente incorporar a la política económica como tema en las negociaciones de paz. Para empezar, la distancia ideológica entre el gobierno y los grupos rebeldes en esta materia es de tal magnitud que es prácticamente imposible llegar a un acuerdo.51 Más importante aún, quizás no se trata de llegar a acuerdos de paz que deriven en una política económica mancomunada que elimine la diferencia entre el programa económico del gobierno y el de las guerrillas (asumiendo que eso fuera posible). Los grupos rebeldes podrían obtener dividendos políticos importantes si se incorporaran a la vida democrática con un programa económico propio. Finalmente, un porcentaje creciente del electorado cree que el neoliberalismo ha fracasado y estaría dispuesto a premiar a cualquier tercera fuerza (incluida la guerrilla) capaz de proponer alternativas no demagógicas de política económica. Es decir, la guerrilla podría capitalizar políticamente la propuesta de una agenda redistributiva, dada la inconformidad del electorado con las políticas económicas ortodoxas (lo que de hecho ha ocurrido con el ya legalizado FMLN, en El Salvador). 4. Lo que sí debería incorporar una agenda de negociación en materia económica es una reforma

51 Francisco Leal disiente de esta interpretación, al afirmar que las guerrillas colombianas han tenido intenciones reformistas y poco contenido ideológico (conversación personal). Aunque acepto que el elemento ideológico se ha debilitado, sospecho que la distancia entre gobierno y guerrillas sigue siendo muy grande en esta materia. Me baso en la apreciación de que, en casos como el salvadoreño, gobierno y guerrillas decidieron no incorporar el modelo económico a la agenda de negociación con el convencimiento de que sería imposible llegar a un acuerdo de paz, así el grupo rebelde hubiese aceptado jugar bajo las reglas de la democracia.

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agraria o quizás rural.52 No solamente la trayectoria de Colombia justifica su necesidad, sino que la distribución de tierras es algo posible y negociable. Como tantas iniciativas a este respecto han fracasado, habría que tomar medidas especiales para garantizar su éxito e indemnizar a los dueños expropiados. A su vez, hay que llamar la atención sobre las dificultades de emprender una reforma agraria en medio de la guerra, por cuanto no hay garantías para el derecho de propiedad en la parte rural: con el conflicto armado los propietarios de predios han sido víctimas de toda suerte de amenazas, extorsiones, secuestros, desplazamientos forzados y demás. De ahí que tenga más sentido incorporar la reforma agraria a las negociaciones de paz. Lo anterior enfatiza que la guerra no tiene causas económicas obvias, ni una solución económica simple. No deben esperarse transformaciones económicas de mayor envergadura como producto de acuerdos de paz, dado que estados y guerrillas no pueden volver un país próspero e igualitario, mediante un acuerdo político. Algunos cambios económicos positivos pueden resultar como producto de ayuda internacional para el desarrollo, un mayor gasto social (facilitado por la reducción en el rubro militar), o una reforma agraria, pero las ganancias serían limitadas y graduales. Por eso es necesario considerar la conveniencia de una agenda de negociación primordialmente política.

La agenda política de negociación En lo que las negociaciones de paz pueden introducir transformaciones sustanciales e inmediatas, es en las

52 Absalón Machado (“¿Reforma Agraria o Reforma Rural?”, en Análisis Político, No. 40, Bogotá, IEPRI-Universidad Nacional, 2000, págs. 8195) argumenta que con la globalización, los avances tecnológicos, las tendencias en el sector productivo y rural, así como los conflictos en Colombia, ya no es viable ni deseable una reforma agraria en sentido tradicional. De ahí que proponga como alternativa el concepto de reforma rural, que involucra una mayor complejidad. Aunque este autor observa que las iniciativas de reforma agraria en sentido tradicional han fracasado y que no basta con cambiar la estructura de tenencia de la tierra por cuanto esto puede reproducir la pobreza, su argumento reconoce que en ciertas regiones es fundamental redistribuir la tierra. Aun cuando el argumento de Machado es convincente y debe abrir un debate sobre el significado de la cuestión agraria hoy, prefiero utilizar el término convencional de ‘reforma agraria’ dado que es más familiar que el de ‘reforma rural’ para el lector no especializado.


Agenda de paz y reformas: ¿Qué se puede y qué se debe negociar?

normas que regulan las relaciones entre el Estado y la sociedad, es decir, en el régimen político. ¿Es el carácter negociable del régimen político una razón suficiente para optar por una agenda política de negociación? Como se dijo anteriormente, lo negociable no necesariamente conduce a una paz duradera. De ahí que sea importante evaluar los argumentos a favor y en contra de esta alternativa. En todos los casos de América Latina donde Estado y guerrillas han firmado acuerdos de paz (es decir, en Colombia, Nicaragua, El Salvador y Guatemala), la instalación de regímenes políticos civiles tuvo lugar antes de que los conflictos armados encontraran una salida negociada. ¿Cuáles fueron las implicaciones de que la apertura democrática antecediera la terminación de los conflictos armados? Para empezar, las transiciones desde el autoritarismo fueron hacia regímenes de democracia limitada, por cuanto existe una incompatibilidad fundamental entre guerra interna y democracia en sentido pleno.53 A pesar de esta limitación, las transiciones del autoritarismo a regímenes civiles debilitaron tanto la razón de ser como los prospectos de victoria militar de los varios grupos guerrilleros. De un lado, si un propósito fundamental de la lucha revolucionaria era acabar con el autoritarismo y sus exclusiones, las transiciones hacia regímenes electorales en parte lograron ese fin, lo que erosionó la justificación de la insurgencia.54 De otro lado, históricamente los grupos guerrilleros latinoamericanos solamente han derrocado a dictaduras neopatrimoniales de tipo sultanista (también llamadas mafiacracias) como fue el caso de Batista en Cuba y Somoza en Nicaragua. 55 Donde se han establecido gobiernos civiles y elecciones

53 No me detengo a desarrollar este argumento por cuanto le dedico todo un artículo; véase Carlo Nasi, “Violencia Política, Democratización y Acuerdos de Paz: Algunas Lecciones de América Latina”, en Revista de Estudios Sociales No. 8, Bogotá, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de los Andes – Fundación Social, 2001, págs. 93-103. 54 No se argumenta aquí que las transiciones fueron de regímenes cerrados a regímenes totalmente incluyentes. La exclusión o inclusión es una cuestión de grados. Sin duda, el cambio de dictaduras a regímenes civiles elegidos mediante el voto fue de menor a mayor inclusión. Desde una perspectiva minimalista, los regímenes autoritarios se caracterizan por la presencia de una única élite en el poder que, a falta de elecciones, no puede ser destituida por los ciudadanos. Los regímenes democráticos, en cambio, se caracterizan por una rotación de distintas élites en el poder, que sólo acceden a éste si obtienen el favor de los votantes. 55 Wickham-Crowley, 1992, op. cit.

regulares no excesivamente fraudulentas, los grupos guerrilleros han fracasado sistemáticamente en tomarse el poder por las armas.56 ¿Qué era negociable en Colombia, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, si ya se habían instalado gobiernos civiles y elecciones regulares? Aunque la democracia como tal no era negociable, muchas de sus reglas específicas sí. Los regímenes políticos no se diferencian entre sí únicamente en términos de categorías mutuamente excluyentes, como es el caso de democracia, fascismo o comunismo. El nombre genérico de democracia cubre toda una gama de posibilidades en materia de características institucionales y reglas del juego cuyos efectos políticos son distintos. De ahí que sea importante analizar bajo qué condiciones la democracia ofrece incentivos para la terminación de guerras internas.57

Democracia e incertidumbre La democracia liberal conlleva un grado importante de incertidumbre58 para los aspirantes a ocupar cargos públicos, dado que otorga cuotas de poder únicamente a los candidatos o grupos que ganan elecciones.59 Y la

56 Esto se explica en parte porque con la rotación electoral, el enemigo de las guerrillas se transforma en un blanco móvil. En el caso de las dictaduras, en cambio, la permanencia del mismo líder en el poder por muchos años ha facilitado que los grupos rebeldes dirijan el odio hacia él, y ha sido más fácil obtener apoyo a la revolución por parte de las clases medias y la burguesía. 57 Mi argumento se aparta bastante del de Walter (Barbara, Walter, “The critical Barrier to Civil War Settlement”, en International Organization No. 51 Vol. 3, 1997, págs. 335-364), quien considera que el principal dilema para la terminación de guerras internas se refiere a la seguridad. Para ella, acabar con una guerra interna es difícil principalmente porque los enemigos tienen que convivir lado a lado, sin fronteras que los separen, ni instituciones imparciales que garanticen la implementación de acuerdos de paz. Aunque el problema de seguridad es real, no creo que un grupo armado ilegal que ha hecho (y justificado) la guerra por décadas se conforme con simples garantías a su seguridad para dejar las armas. Paralelamente, mi argumento es que más que contar con instituciones imparciales, quizás se necesita de co-participación en el gobierno para que las distintas partes protejan sus intereses vitales. 58 Acerca de la incertidumbre democrática véase Adam Przeworski, Democracy and the Market, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, especialmente págs. 10-14 y 40-50. 59 Por supuesto, hay que mantener una distinción entre los funcionarios elegidos popularmente y los que pertenecen al servicio civil (que son nombrados en vez de elegidos). Los más altos cargos en la democracia suelen corresponder a funcionarios elegidos popularmente, aunque la toma de decisiones en áreas claves como la política económica se esté desplazando cada vez más hacia tecnócratas no elegidos.

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incertidumbre es una virtud democrática. En efecto, si los cargos públicos se asignaran sin consideración de las preferencias de los votantes, las elecciones serían un ritual vacío al impedir a los ciudadanos empoderar sus preferencias, o castigar (no elegir, o no re-elegir) a las opciones no deseadas. La incertidumbre, sin embargo, no necesariamente coadyuva a la terminación de conflictos armados internos. En efecto, la democracia puede marginar por completo del poder (y además legítimamente) a un grupo rebelde, si este último se desmoviliza, participa en elecciones y no logra obtener el favor popular. En otras palabras, en su tránsito hacia la vida civil un grupo armado ilegal corre el riesgo de renunciar al poder de las armas, sin nunca llegar a conquistar el poder de los votos. Bajo estas condiciones, la democracia puede alejar las perspectivas de que un grupo guerrillero abandone la lucha armada. Si esta discusión se llevara a un terreno ético, probablemente la conclusión sería que no hay razón para premiar con cuotas de poder a los grupos armados ilegales, dado que son responsables de muchos delitos atroces y merecen ir a la cárcel. Pero las consideraciones éticas deben dar paso a otras de índole política en el caso de que un conflicto armado no logre definirse por la vía militar. En la medida en que se produzca un consenso a nivel del gobierno y de la sociedad civil de que la guerra constituye un mal mayor y llegar a la paz tiene costos, hay que pensar en qué estímulos pueden facilitar un tránsito hacia la vida civil de los grupos armados ilegales. Para estos últimos, continuar en guerra seguirá siendo su opción preferida, si creen que no tienen opciones de acceder al poder por la vía electoral, o si perciben que las ganancias resultantes del juego democrático son irrisorias. A continuación se analizan tales problemas. ¿Qué se puede hacer frente a la incertidumbre democrática? Existen dos fórmulas de democracia (restringida) que garantizan cuotas de poder a determinados grupos, lo que reduce el grado de incertidumbre asociado con las contiendas electorales: el consociacionalismo y el federalismo. Colombia experimentó con el consocionalismo durante el Frente Nacional, que fue un acuerdo político de duración limitada, mediante el cual los partidos Liberal y Conservador rotaron en la presidencia y se repartieron cuotas de poder paritarias a nivel del Congreso, la 98

justicia, y otras corporaciones públicas.60 El Frente Nacional (al igual que otros pactos consociacionales) ha sido criticado por una serie de vicios que se consideran en parte responsables de la exacerbación de la violencia reciente. El Frente Nacional marginó a terceras fuerzas políticas emergentes, propició ciertos niveles de corrupción al convertir al Estado en un botín burocrático para repartir entre los partidos tradicionales, y ocultó la responsabilidad de liberales y conservadores en el diseño y ejecución de políticas públicas fallidas, entre otras cosas.61 A pesar de tales defectos, el Frente Nacional tuvo un mérito importante, que fue prevenir nuevos brotes de violencia entre liberales y conservadores: recuérdese que el período de la violencia dejó más de 200.000 muertos entre los miembros de los partidos tradicionales.62 No en vano, pactos consociacionales semejantes al Frente Nacional se presentan como una alternativa democrática posible para sociedades profundamente escindidas que han sufrido conflictos violentos prolongados.63 El federalismo, por su parte, es un fenómeno relativamente ajeno a Colombia. Es un tipo de régimen que otorga considerable autonomía a las divisiones políticas sub-nacionales en relación con el poder central.64 El federalismo ha servido para evitar la

60 Robert H. Dix, “Consociational Democracy: The Case of Colombia”, en Comparative Politics No. 12 Vol.3, 1980, págs. 303-321; Alexander Wilde, La quiebra de la democracia, Bogotá, Tercer Mundo, 1982; Jonathan Hartlyn, The Politics of Coalition Rule in Colombia, New York, Cambridge University Press, 1988. 61 Marc Chernick, “Negotiating Peace amid Multiple Forms of Violence: The Protracted Search for a Settlement to the Armed Conflicts in Colombia”, en C. Arnson (ed.), Comparative peace processes in Latin America, Washington and Stanford, Woodrow Wilson Center Press and Stanford University Press, 1999, pág. 169; Marco Palacios, Entre la legitimidad y la violencia en Colombia 1875-1994, Santafe de Bogotá, Norma, 1995, pág. 240. 62 Paul H. Oquist, Violencia, conflicto y política en Colombia, Bogotá, Biblioteca Banco Popular, Instituto de Estudios Colombianos, 1978; Gonzalo Sánchez, y Donny Meertens, Bandoleros, gamonales y campesinos: el caso de la violencia en Colombia, Bogotá, El Ancora editores, 1983. 63 Arendt Lijphart, Democracy in Plural Societies: A Comparative Exploration, New Haven, Yale University Press, 1977. 64 Véase Arendt Lijphart, Democracies: Patterns of Majoritarian and Consensus Government in Twenty-One Countries, New Haven and London, Yale University Press, 1984, págs.169-186; Patterns of Democracy: Government Forms and Performance in Thirty-Six Countries, New Haven and London, Yale University Press, 1999, págs.185-199.


Agenda de paz y reformas: ¿Qué se puede y qué se debe negociar?

opresión de minorías étnicas en estados multinacionales, y puede concebirse como opción para un eventual proceso de paz, en la medida en que un grupo armado con ascendencia política en ciertas regiones específicas y sin oportunidades de alcanzar el poder a nivel nacional, se conforme con el poder local. Cabe anotar que ciertos acuerdos de paz recientes, como el Good Friday Agreement de Irlanda del Norte, firmado en 1998, combinaron elementos de consociacionalismo y federalismo. Dado que no han formado parte de la agenda de negociación en los procesos de paz recientes en América Latina, no se discutirá ni el consociacionalismo ni el federalismo. Sin entrar a debatir (pero tampoco descartar) estas dos opciones, a continuación se abordará el tema de la incertidumbre en regímenes democráticos donde no se otorgan cuotas de poder por la vía consociacional o federalista.

Incertidumbre democrática y representación proporcional A falta de un pacto consociacional o de un régimen federalista, un grupo rebelde desmovilizado puede aspirar a obtener cuotas de poder en el sistema político a través de mecanismos de representación proporcional. La representación proporcional, sin embargo, introduce el riesgo de marginación política por la vía electoral. En efecto, no todos los partidos que compiten en elecciones acceden a cargos públicos. ¿Qué tanta incertidumbre hay en las democracias? y ¿qué se puede hacer frente a dicha incertidumbre para facilitar un proceso de paz? La incertidumbre en las democracias es limitada, por cuanto el juego no es completamente abierto. Frente a la pregunta “¿quién debe alcanzar el poder en un contexto democrático?” corresponde la respuesta “quien obtenga un porcentaje de votos suficiente para ganar las elecciones”. Y la obtención de votos es parcialmente una función de recursos materiales (dinero, acceso a los medios de comunicación), organizacionales (un partido político, seguidores), ideológicos (un programa político) y del carisma de los candidatos. Todo esto limita pero no elimina la incertidumbre, por cuanto contar con los recursos mencionados no garantiza que un partido dado gane las elecciones. En todo caso, para efectos de un proceso de paz, a un grupo rebelde en fase de desmovilización se le puede facilitar el acceso a dichos recursos (excepto el carisma) para aumentar la probabilidad de que sus candidatos sean elegidos a las corporaciones públicas. Se puede incluso ofrecer alternativas pacíficas de acceso

al poder a un grupo rebelde desmovilizado que obtiene un porcentaje mínimo de votos, sin violar los cauces democráticos. Un presidente puede nombrar a líderes rebeldes desmovilizados en posiciones importantes dentro de la rama ejecutiva como producto de las negociaciones de paz. Usualmente, dichos nombramientos son a discreción del Presidente, lo que reduce la incertidumbre asociada con las votaciones y la representación proporcional. En la medida en que la rama ejecutiva sea más poderosa que la legislativa, dichos nombramientos no constituyen un incentivo despreciable.65 El problema de esta opción es que un cambio de parecer de parte del Presidente puede marginar repentinamente del poder al grupo rebelde desmovilizado en cuestión. Otra alternativa, mediante la cual un grupo rebelde desmovilizado sin mayores prospectos de obtener apoyo electoral podría ganar cuotas de poder, es mediante alianzas con otras fuerzas políticas. La dificultad de esta alternativa es que los resentimientos y heridas abiertas de una guerra reciente limitan la posibilidad de formar tales alianzas. Algunos cambios en las reglas electorales también pueden dar incentivos a los grupos rebeldes para que se acojan a la paz. Hacer a la oposición66 partícipe en la elaboración del código electoral para que las normas sean consensuales, ayuda a reducir las sospechas de que las reglas están hechas para favorecer a los que detentan el poder. Por ejemplo, para las elecciones de 1984 y 1990 en Nicaragua, el gobierno del FSLN incorporó a representantes de los partidos de oposición en el Consejo Supremo Electoral para definir las normas por seguir. También en 1989 el presidente Ortega presentó al Congreso 19 reformas a la ley electoral que habían sido solicitadas por la oposición, de las cuales fueron aprobadas 17, y otorgó igual tiempo de propaganda

65 Existe un antecedente de esto, que se refiere al nombramiento del líder del M-19 Antonio Navarro como ministro de salud por parte del Presidente César Gaviria. Sin embrago esto no fue parte de la agenda de negociación, sino un acto unilateral de Gaviria bastante posterior a la desmovilización del M-19 y como estímulo para que el grupo rebelde desmovilizado siguiera dentro de los cauces de la paz. Mediante este acto, probablemente Gaviria también trató de estimular a otros grupos rebeldes todavía en guerra (FARC y ELN) para que se acogieran al proceso de paz. 66 No necesariamente a la oposición armada, pero sí a partidos políticos con cierta afinidad con las posiciones de los grupos armados.

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política en los medios de comunicación a los partidos de oposición.67 Si un país tiene un notorio historial de fraude en las urnas, como fue el caso de El Salvador, se pueden adoptar medidas dirigidas a asegurar la limpieza del proceso electoral. En las negociaciones de paz salvadoreñas el FMLN puso particular énfasis en este tipo de medidas. Por consiguiente, en 1991 hubo una reforma a la ley electoral que creó el Tribunal Supremo Electoral (TSE) en sustitución del anterior, incompetente y corrupto Consejo Central de Elecciones, lo que ayudó a evitar el doble voto y el ‘voto’ de gente fallecida.68 En 1993, se introdujo un nuevo código electoral que creó al Fiscal Electoral, la junta de Vigilancia de los Partidos Políticos y al Auditor General, todo esto con el fin de prevenir el fraude. Además, en 1993, el TSE emprendió un esfuerzo masivo para limpiar al registro electoral e incorporar a todos los potenciales votantes.69 El monitoreo internacional también ayuda a prevenir el fraude en el período posterior a la firma de acuerdos de paz, cuando la polarización es alta y gobiernos y guerrillas desconfían el uno del otro. En Nicaragua, El Salvador y Guatemala, Naciones Unidas y el Centro Carter, así como otros entes internacionales actuaron de observadores, lo que garantizó que las elecciones fueran relativamente limpias y las denuncias de fraude no degeneraran en nuevos ciclos de guerra. De otro lado, aún en el caso de grupos rebeldes que gozan de un considerable apoyo popular, es esperable que se incorporen a la democracia como fuerzas políticas minoritarias en razón de su falta de experiencia con el juego electoral. De ahí que durante un proceso de paz los gobiernos puedan adoptar reglas electorales que sobre-representen a las minorías, como forma de estimular la incorporación de grupos armados a la

67 LASA Commission to Observe the 1990 Nicaraguan Election, Electoral Democracy Under International Pressure, Pittsburgh, University of Pittsburgh, 1990, págs. 10-11. 68 Lilia Bermúdez-Torres, Las Reformas al Sistema Electoral Posteriores a las Elecciones de 1994, Documento de Trabajo, Serie Análisis de la Realidad Nacional, San Salvador, FUNDAUNGO y Fundación Friederich Ebert, 1996, págs. 1-3. 69 Ibid, págs. 5-7; Enrique Baloyra, “Elections, Civil War, and Transition in El Salvador, 1982-1994: A Preliminary Evaluation”, en M. A. Selingson y J. A. Booth (eds.), Elections and Democracy in Central America, Revisited, Chapel Hill and London, The University of North Carolina Press, 1995, págs. 55-56.

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democracia.70 A este respecto existen varias opciones. Una reforma electoral puede otorgar curules en el Congreso a candidatos presidenciales que obtengan un porcentaje mínimo de votos, lo que puede constituir un estímulo importante para los partidos minoritarios de oposición. Por ejemplo, para las elecciones de 1984 en Nicaragua, se estableció que cualquier candidato presidencial que obtuviera un 1.19% del voto nacional se le otorgaría una curul en el Congreso.71 En Guatemala, a todos los candidatos a la presidencia y vice-presidencia que obtengan al menos 10% de los votos, se les otorga una curul en el Congreso.72 Esto constituye un estímulo importante para los partidos pequeños. La reducción de barreras para el registro de partidos políticos también puede estimular a la oposición para que tome parte en las elecciones. Por ejemplo, en 1988 y como preparación para las negociaciones de Sapoá con “la contra”, el gobierno nicaragüense levantó la censura de prensa y redujo restricciones a las actividades de los partidos políticos.73 En el caso de Guatemala, en 1984 se redujo el número de miembros requerido para registrar a un partido político de 50.000 a 4.000 y se instauró el voto obligatorio excepto para las mujeres analfabetas.74 La financiación de las campañas políticas por parte del Estado, así como las limitaciones a las donaciones privadas también ayudan a nivelar el campo de juego y a evitar que los partidos que han estado en el poder gocen de ventajas comparativas desproporcionadas. En Nicaragua, por ejemplo, el Estado asumió la financiación

70 Por supuesto, un gobierno también puede optar por reglas restrictivas en un esfuerzo por evitar que un grupo armado desmovilizado gane demasiado poder, lo que de hecho ha ocurrido en algunos casos. Pero como el enfoque del presente artículo se refiere a los posibles estímulos electorales para la incorporación de los grupos armados ilegales a la democracia, el énfasis es en las reglas que facilitan dicho tránsito. 71 LASA, 1990, op. cit., pág. 8; David Close, “Nicaragua: The Legislature as Seedbed of Conflict”, en Legislatures and the New Democracies in Latin America, Boulder and London, Lynne Rienner, 1995, pág. 53; Michael Krennerich “Nicaragua”, en D. Nohlen (ed.), Enciclopedia Electoral Latinoamericana y del Caribe, San José, Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1993, pág. 458. 72 Petra Bendel y Michael Krennerich, “Guatemala”, en Ibid, pág. 342. 73 LASA, 1990, op. cit. 74 Infopress Centroamericana, Guatemala: Elections 1985, Ciudad de Guatemala, Infopress Centroamericana, 1985, pág. 25.


Agenda de paz y reformas: ¿Qué se puede y qué se debe negociar?

de las campañas políticas de los partidos que tomaran parte en las elecciones de 1990, aunque esto involucró sumas modestas de dinero.75 En Colombia también se da un financiamiento de las campañas políticas por parte del Estado, desde 1991. Además se pueden tomar medidas dirigidas a mejorar la proporcionalidad en la representación. Como lo afirma Sartori,76 entre más grande sea el constituyente, mayor la proporcionalidad. Por ejemplo, en El Salvador en 1990, antes de que el FMLN participara en elecciones, el número de congresistas aumentó de 60 a 84 (casi un tercio) lo que fue una medida esencial para asegurar la participación de la izquierda en la contienda electoral.77 También se estableció que 20 de estos congresistas se elegirían por circunscripción nacional,78 lo que mejoró la proporcionalidad en el sentido de que hay una representación más adecuada cuando todo el territorio nacional forma una sola circunscripción.79 En Colombia, con la Asamblea Nacional Constituyente de 1991 hubo una disminución en el número de congresistas, ya que los senadores pasaron de 114 a 102 y los representantes de 199 a 161.80 La pérdida de 50 curules en el Congreso afectó negativamente la proporcionalidad, pero este efecto se mitigó con la disposición de que 100 miembros del Senado se elegirían por circunscripción nacional, y dos curules restantes corresponderían a una circunscripción especial para los grupos indígenas. Todo esto ayudó a mejorar la proporcionalidad en el Congreso. Finalmente, algunas fórmulas electorales que no han sido consideradas en los procesos de paz recientes, como la Saint League (en sus versiones pura o

75 Rose J. Spalding, “Nicaragua: Politics, Poverty, and Polarization”, en J. I. Dominguez y A. F. Lowenthal (eds.), Constructing Democratic Governance: Latin America and the Caribbean in the 1990s, Baltimore and London, The Johns Hopkins University Press, 1996; LASA, 1990, op. cit., págs. 24-26. 76 Giovanni Sartori, Comparative Constitutional Engineering: An Inquiry into Structures, Incentives and Outcomes, 2nd ed., New York, New York University Press, 1997, pág. 8. 77 Jose Z. García, “The Salvadoran National Legislature”, en D. Close (ed.), Legislatures and the New Democracies in Latin America, Boulder and London, Lynne Rienner, 1995, pág. 41. 78 Krennerich, 1993, op. cit., pág. 310. 79 Andre Blais y Louis Massicotte, “Electoral Systems”, en L. LeDuc, R. G. Niemi y P. Norris (eds.), Comparing Democracies: Elections and Voting in Global Perspective, Thousand Oaks, SAGE, 1996, pág. 57. 80 Juan Jaramillo y Beatriz Franco, “Colombia”, en D. Nohlen (ed.), 1993, op. cit., págs.142-143.

modificada),81 así como el voto acumulativo, el voto por puntos, o el voto limitado82 pueden llevar a un mayor empoderamiento de los partidos minoritarios de oposición en las corporaciones públicas. De ahí que puedan considerarse como posibles alternativas para unas negociaciones de paz, aunque se deben sopesar los efectos de tener un poder dividido en materia de gobernabilidad. Lo anterior revela que hay distintas formas de plantear el juego democrático, así como de sortear con el problema de la incertidumbre. Se presentaron varias opciones a manera de menú, para que en un eventual proceso de paz sean evaluadas y debatidas a la luz de las condiciones y experiencia colombianas. Por ahora, sólo se quiere resaltar que dichas alternativas pueden facilitar que un grupo rebelde se acoja a la democracia, al aumentar las probabilidades de que acceda al poder pacíficamente.

A manera de conclusión En una primera parte, este artículo cuestionó la validez de las tesis sobre las causas económicas de la guerra, así como de los argumentos en favor de buscarle soluciones económicas. Los principales argumentos en contra de optar por una agenda predominantemente económica de negociación se refieren a: a) sólo de manera parcial el conflicto interno colombiano tiene causas económicas; b) muchas condiciones estructurales de la economía no pueden transformarse en una mesa de negociaciones ni en el corto ni en el mediano plazo; c) tampoco hay que esperar que la ayuda internacional produzca cambios significativos; d) no se sabe qué tanto bienestar económico o equidad son precondición de la paz; e) no hay antecedentes históricos de grupos armados ilegales que dejen las armas en virtud de una simple mejoría de las condiciones económicas de los sectores más desfavorecidos de un país; f) la misma guerra constituye un obstáculo sustancial para que se implementen políticas que ayuden a reducir la pobreza y la inequidad; g) tampoco tiene mucho sentido que los grupos armados ilegales renuncien a una agenda económica propia mediante un proceso de paz, especialmente dada la crisis del neoliberalismo. Lo que se rescató en materia de

81 Blais & Massicotte, 1996, op. cit., págs. 58-60. 82 Sartori, 1997, op. cit., págs. 20-22.

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agenda económica, considerando la trayectoria particular de Colombia, es la necesidad de una reforma agraria o rural. La redistribución de tierras es posible y quizás necesaria para alcanzar la paz. En la segunda parte de este artículo se argumentó que unas eventuales negociaciones de paz deben girar en torno al régimen político, es decir, a las reglas que regulan las relaciones entre el Estado y la sociedad. A este respecto se observó que solamente algunas de estas reglas facilitan la incorporación de los grupos armados ilegales a la democracia liberal, en particular aquellas que reducen el grado de incertidumbre democrática. De ahí que se haya hecho mención a pactos consociacionales, federalismo, nombramientos en la rama ejecutiva por parte del Presidente, curules en el Congreso a candidatos presidenciales que obtengan un mínimo de votos, medidas para prevenir el fraude electoral, así como distintos estímulos y fórmulas electorales que pueden incentivar a los grupos armados ilegales para que se incorporen a la democracia. El mayor reto para la oposición armada es dejar de serlo y demostrar que constituye una alternativa de gobierno, no solamente viable sino superior a los partidos tradicionales. Con todos sus defectos, la democracia liberal ofrece una opción real y pacífica para que los partidos de oposición (legal) capaces de obtener el favor popular ejerzan el poder. En cualquier caso, no hay garantías de que un partido de oposición sea menos corrupto e incompetente que los que han detentado el poder. Por ello, es indispensable mantener la democracia electoral, que faculta a los ciudadanos para castigar con el voto a los malos gobernantes.

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CONFLICTO REPRIMIDO, VIOLENCIA LATENTE Margarita Cepeda* “Todos nosotros tenemos algo que aprender al escuchar”.1

Resumen Después de revisar la concepción liberal de la paz, el artículo invita a adoptar una visión de la resolución del conflicto a través de su aceptación, y del conocimiento de sí y del otro. Recurre a la hermenéutica de Gadamer y a la filosofía oriental para aclarar esta vía de superación del conflicto.

Abstract The article intends to pose an alternative to the dominant ideas about peace and conflict, form an eastern perspective. Starting with a review of the liberal conception of peace, it invites the reader to adopt a new vision of conflict resolution through its acceptation and the knowledge of the self and the other. It uses also Gadamer’s hermeneutics to clear this path of transcending conflict.

Palabras clave: Conflicto, hermenéutica, filosofía oriental, comprensión, escucha.

Keywords: Conflict, hermeneutic, eastern philosophy, comprehension, listening.

A continuación no expondré teoría alguna sobre la guerra. Más bien intento, inspirada en la hermenéutica de Gadamer y en la práctica budista de meditación vipassana, articular una alternativa a la concepción de paz vigente hoy en las sociedades liberales, la cual, al basarse en la evasión del conflicto, se encuentra siempre al borde de la guerra. De allí el título “conflicto reprimido, violencia latente”, y la propuesta, una hermenéutica de la escucha al otro y de sí mismo, que

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Filósofa – Universidad de los Andes. Magíster en Filosofía – Universidad Nacional de Colombia. Profesora de planta del Departamento de Filosofía – Universidad de los Andes. Hans-Georg Gadamer, “Ueber das Hoeren”, en Thomas Vogel (Ed.), Ueber das Hoeren, Tuebingen, Atempo Verlag, 1996, pág. 205.

lleve a superar el conflicto al enfrentarlo, comprenderlo y aceptarlo. Para comenzar echemos un vistazo a la concepción de paz que subyace a las sociedades liberales actuales. La sociedad liberal es esa forma secular de organización social propia de un mundo desencantado, que se enorgullece de hacer posible la convivencia pacífica de las diferentes visiones de mundo opuestas e inconmensurables, una estructura institucional capaz de contener la diversidad dentro de límites no violentos mediante la justicia procesal, que garantiza a todos el trato igual independientemente de sus diferencias de raza, sexo, religión, etc. Es una sociedad de sujetos de derechos, cada uno con iguales garantías que los demás, que no sobreexige moralmente al ciudadano, pues considera que es suficiente con el establecimiento de unos pocos principios de convivencia, un mínimo acuerdo en torno a lo justo, al trato igual de todos en cuanto libres, que deja de lado los complicados asuntos en torno a lo que sea el bien para cada cual. Reduce así la obligación moral de los ciudadanos entre sí a la no violación de esos derechos. Lo que sobrepase este mínimo es elección privada, resultado del amor, cosa de simpatías personales o excepciones de carácter supererogatorio propias de héroes o de altruistas. La sociedad liberal es entonces la sociedad de la tolerancia, de la no interferencia, que relega el enfrentamiento con la diversidad a espinosa cuestión privada, y lo destierra del ámbito público-institucional del trato igual, actuando como un sistema de diques que mantiene separadas las aguas de la diversidad. Y si la diversidad es la fuente de conflicto, éste se contiene mientras las aguas no se mezclen, mientras permanezcan en su pureza incontaminada. Se impide así la violencia mediante la evasión del conflicto. Esta tolerancia liberal ha sido plásticamente descrita por Richard Rorty cuando compara la sociedad liberal con un bazar rodeado de clubes exclusivos: Imagino a muchas de las personas en semejante bazar como personas que prefieren morir antes de compartir las creencias de muchos de aquellos con los que regatean, y sin embargo regateando provechosamente… todo lo que se necesita es la capacidad de controlar nuestros sentimientos cuando una persona radicalmente diferente se presenta en el ayuntamiento, en la verdulería o en el bazar. Cuando esto sucede, lo que hay que hacer es sonreír, hacer el mejor trato posible, y, tras un esforzado regateo, retirarnos a nuestro club. Allí nos sentiremos 109


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reconfortados por la compañía de nuestros partenaires morales.2

Y así llegamos al tema de este artículo; conflicto reprimido, violencia latente. Conflicto reprimido: la no aceptación del otro como la no aceptación del conflicto, un rechazo que lo reprime y lo deja sin voz, listo a explotar con toda su fuerza en la primera oportunidad. Violencia latente: una bomba de tiempo que solo puede desactivarse acogiendo al otro y por lo tanto al conflicto. Pero acoger a otro es tener que ver genuinamente con él, no simplemente limitarse a un trato superficial. El trato superficial, advierte Zafer Senocak aludiendo a las relaciones entre turcos y alemanes, es fuente de malentendidos. No tiene por consecuencia el mutuo conocimiento y entendimiento, sino más bien genera miedo, agresión. “Con un saber del otro que se limite a lo mínimo, tal vez se pueden llevar a cabo tratos comerciales, pero en muy raros casos pueden evitarse guerras”.3 Acoger al otro es abrirse a su encuentro, esforzarse por verlo como un ser humano con su propia historia, sus propias esperanzas y expectativas, sus propios temores y heridas.4 Escucharlo, “penetrar profundamente en un mundo que, como el propio mundo, también está determinado por la herencia y la memoria”5, reconocer que todos estamos sujetos a una historia que rebasa aquella de la que somos conscientes y que podemos narrar, una historia que nos forja silenciosamente. De allí que Senocak proponga una forma particularmente sugerente de escucha: aquella que accede al inconsciente que mantenemos bajo llave, acudiendo al lenguaje literario, a las fantasías, los mitos y los sueños de los otros y de nosotros mismos. Una comunicación que no atienda a esta parte que duerme en nosotros, considera Senocak, corre el peligro de quedar reducida a la mera superficie. Depende de nosotros si queremos esconder esa parte de nosotros o

2

3

4 5

Richard Rorty, “Sobre el etnocentrismo: una respuesta a Clifford Geertz”, en Objetividad, relativismo y verdad, Barcelona, Paidos, 1996, pág. 283. Véase Zafer Senocak, “Krieg und Frieden in Deutschland. Gedanken ueber die Deutsc-tuerkische Zukunft”, en Hilmar Hoffmann y Dieter Kramer (Eds.), Anderssein, ein Menschenrecht, pág. 120. Was jeder ueber Islam wissen muss, GTB, Sachbuch, pág. 14. Senocak, op. cit., pág. 121.

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negarla. Pero si queremos entendernos en un lenguaje, entonces debemos confrontar nuestra conciencia con aquello que viene del inconsciente.6 Comprender al otro y comprendernos a nosotros mismos parecen así ser en el fondo una y la misma cosa: comprender la condicionalidad de la existencia humana, entender que las acciones de otros, como las propias, suponen formas de ver y de juzgar, que a la vez son fruto del devenir de circunstancias específicas de las que debemos ir ganando conciencia. Estamos inmersos en tradiciones que nos determinan calladamente, nuestra herencia rebasa ampliamente los límites de nuestra memoria. Resulta entonces un imperativo ir tan al fondo como nos sea posible: prestar atención a las suposiciones que hay detrás de las acciones, y, más aún, a las suposiciones que hay detrás de las suposiciones, como bien lo aconseja una máxima sufí.7 La hermenéutica de Hans-Georg Gadamer puede entenderse como un camino para realizar este trabajo consciente de mutua comprensión y de comprensión de sí mismo, en últimas, de comprensión de la existencia humana. En contra de la escalación del sujeto moderno, ese sujeto que dispone del mundo y de sí mismo a su antojo, que todo lo tiene bajo control, Gadamer insiste en el carácter condicionado de la existencia humana, en las múltiples pertenencias que forjan nuestro mundo y que no están bajo nuestro dominio, como por ejemplo, la pertenencia al lenguaje y a la historia: En realidad no es la historia la que nos pertenece sino que somos nosotros los que pertenecemos a ella…la lente de la subjetividad es un espejo deformante. La autorreflexión del individuo no es más que una chispa en la corriente cerrada de la vida histórica. Por eso los prejuicios de un individuo son, mucho mas que sus juicios, la realidad histórica de su ser.8

Y “ser histórico quiere decir no agotarse nunca en el saberse”,9 sino encontrarse inmerso en una situación hermenéutica que limita nuestras posibilidades de ver, y por lo tanto mantiene abierta la posibilidad de una mejor comprensión.

Ibid, pág. 123. Christian Bonaud, Introducción al sufismo, Barcelona, Paidós Orientalia, 1994, pág. 109. 8 Hans-Georg Gadamer, Verdad y Método, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1984. pág. 334. 9 Ibid, pág. 372.

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Es esta condición de finitud la razón por la cual siempre tenemos algo que aprender al escuchar y por la cual saber escuchar es ante todo atender a nuestra condición finita. Nunca sabemos más acerca de nuestros propios límites, y por lo tanto acerca de nuestras propias posibilidades, que al encontrarnos con el otro. Es en el ejercicio de la comprensión de otro cuando vamos a la raíz, cuando aparece ante nosotros ese fondo de condicionalidad desde el cual el otro llega a ser lo que es y actúa como actúa. Es descubriendo que las acciones del otro responden a maneras de pensar y sus maneras de pensar están ancladas en una historia particular de vida, cuando lo que en principio nos resulta incomprensible acaba desplegando sus razones de ser. De igual forma, también nosotros resultamos ser un fruto histórico, y comprendemos que lo que determina nuestras reacciones frente al otro no son más que prejuicios, es decir, juicios anticipados que hacemos influidos por nuestro propio contexto de comprensión y que por lo tanto escapan a nuestro control, pero de los que podemos ir ganando conciencia hermenéutica con una actitud de escucha. Saber escuchar, tal vez resulte ahora claro a la luz de nuestra condición finita, no puede ser simplemente saber tomar en serio los argumentos de otro. Saber escuchar no es tampoco limitarse a oír lo que otro dice. El escuchar rebasa ampliamente el ámbito de las narrativas expresas, el ámbito del lenguaje en el que articulamos conscientemente aquello que pensamos y sentimos. Saber escuchar es atender a lo no dicho, adentrarse en ese terreno del tú, de sus creencias y expectativas particulares, de sus diversos proyectos y planes, de sus propios motivos de sufrimiento, de las razones profundas de sus acciones. No se trata, por supuesto, de sentarnos frente al otro en la posición de superioridad de quien es capaz de descubrir en el otro lo que él mismo no ha descubierto de sí. Por el contrario, como se sugiere en la dialéctica del comprender, “estar abierto al otro significa estar dispuesto a dejar valer en mí algo contra mí, nunca en pasar por alto la pretensión del otro”.10 En el encuentro con lo otro estamos constantemente obligados a poner a prueba nuestros prejuicios, aquellas expectativas de sentido arraigadas en las pertenencias que constituyen nuestra identidad y que salen a luz en

10 Ibid, pág. 438.

toda experiencia hermenéutica. Un encuentro tal con el otro puede quebrar las falsas representaciones que tenemos del otro y de nosotros mismos, terminar mostrándonos lo equivocados que estábamos. Lo extraño se desenmascara en su familiaridad hasta el punto en que se hace necesario apropiarnos de ello. Por supuesto este fundirse de horizontes no transcurre libre de tensiones. El encuentro con el otro desencadena procesos de crítica y autocrítica que pueden agudizar el conflicto inicial que se buscaba evitar, e incluso trasladarlo a nuestro interior, escindirnos de nosotros mismos en el proceso de integración que tiene lugar. La solución de esta dolorosa tensión no es, sin embargo, la huída, está en el comprender mismo. Hay otro dicho sufí que reza: “cuando algo escandalice tu espíritu en una religión o en una creencia, es mejor que inclines el oído a la comprensión”.11 Inclinar el oído a la comprensión no es, sin embargo, terminar por estar de acuerdo con el otro. Sin duda Gadamer tiene razón cuando afirma que, “como en la conversación, también aquí debe valer como la experiencia fundamental humana del vivir juntos, el entenderse mutuamente… esto no significa que en semejante entenderse mutuamente uno siempre tenga que estar de acuerdo con el otro. Mucho más es esta correlación de escuchar y comprender en verdad la libre apertura en la dimensión del otro”.12 Para comprender a otro no se puede abandonar el propio punto de vista ni mucho menos jugar falsamente a suspender el propio juicio, pues este es el punto de partida irrenunciable de nuestro comprender. En esto consiste justamente la finitud humana. La comprensión del otro solo puede darse desde lo propio, lo que implica poner en juego el punto de vista personal y por lo tanto enriquecerlo, no porque siempre termine admitiendo como propio lo extraño, sino porque en cualquier caso habrá reconocido la existencia de un ámbito mas amplio que el de la propia posición y se habrá hecho consciente de ella y de su parcialidad, ampliando al mismo tiempo el horizonte de posibilidades. Como he intentado mostrar, comprender es relacionar lo extraño con lo propio, tiene la estructura dialéctica del retorno a sí desde lo otro, y por lo tanto, comprender es siempre a su vez comprenderse a sí mismo. Casi podemos concluir que comprender es lo contrario de

11 Bonaud, op. cit., pág. 126. 12 Gadamer, 1996, op. cit., pág. 201.

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tolerar, pues el que tolera mantiene intocado el baluarte de su mismidad, de un yo que si bien no es más que un ensamblaje de pertenencias, una peculiar conjunción de la multiplicidad, vive de ignorar esto, de la abstracta negación de lo otro, como si la propia identidad no lo hubiera requerido ya siempre. La escucha comprensiva quiebra semejantes representaciones de la identidad del otro y de la propia identidad, desenmascara la falsa percepción de las identidades como separadas y sin relación alguna, la falsa imagen del yo como mismidad no contaminada de la diferencia, esa consciente representación de sí mismo y de los otros que mantiene oculto el fondo compartido, que nos determina ya siempre. Comprender consiste en saberse parte de ese fondo compartido, que se asemeja a una tela a cuyo tejido pertenecen los hilos del yo y del tú. Por eso comprender a otro es siempre al mismo tiempo comprenderse a sí mismo, formarse. Formarse es abrirse a puntos de vista distintos y por lo tanto ganar distancia respecto de sí mismo, elevarse por encima de sí mismo hacia la generalidad.13 Este es el sentido profundo de toda experiencia genuina, el de la propia transformación y autocrítica, el del propio enriquecimiento, pues toda experiencia cabal nos golpea, saca a la luz y sacude nuestras más arraigadas suposiciones, nos despierta del letargo de lo sobreentendido. Es, por lo tanto, dolorosa, pero es justamente este dolor el que nos brinda la posibilidad de aprender, de crecer. Aprender acerca del otro y acerca de nosotros mismos es, en últimas, aprender de los límites de la condición humana. Experimentamos en carne propia nuestra historicidad y contingencia, hacemos la experiencia de que en la vida humana todo puede ser así o de otro modo, por eso el experimentado es el más radicalmente no dogmático, no ha ganado un saber concluyente sino apertura y flexibilidad. También en la tradición budista el dolor, el sufrimiento (dukka) encierra un potencial semejante de aprendizaje. Sin dukka no habría libertad ni despertar.14 Despertar es captar cabalmente la condicionalidad de la vida humana y aceptarla, pero el que despierta trasciende de alguna manera esa condicionalidad al ganar conciencia de ella. Más que experimentado, es un iluminado: permanece en

13 Gadamer, 1984, op. cit., pág. 46. 14 Dhiravamsa, Retorno al origen, Libros de la liebre de marzo, 1990, págs. 120 y 145.

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la luz de su descubrimiento. Esto, por supuesto, marca un punto de gran distancia entre ambas perspectivas. Para ilustrar la condicionalidad de la existencia humana, Gadamer se valía de una anécdota de la vida de Aristóteles: cuentan que Aristóteles solía sostener con el brazo derecho una esfera de plomo mientras leía, de tal manera que si se quedaba dormido, el ruido de la esfera al golpear contra el piso lo despertara de nuevo. El acaecer de ese despertar ilustra cabalmente aquello en lo que consiste la experiencia hermenéutica. Esta anécdota nos permite imaginar lo que sería ese estar siempre despierto, ya no como un acaecer sino como un estado y lo imposible que resulta, en opinión de Gadamer, para nosotros. Pues bien, mientras para Gadamer la conciencia es sólo una chispa en la corriente de la vida histórica, un iluminarse repentino, un breve despertar para continuar adormecidos en el lecho de nuestras suposiciones, para el budismo es posible lograr la plena conciencia, despertar definitivamente de nuestro “dormir con la tradición”. Este es el objetivo de la práctica de meditación vipassana. Permítanme explorar ahora esta otra ruta de trabajo consciente consigo mismo, otra posibilidad de solución no violenta a los conflictos. Como también hubiera podido decirlo Wittgenstein, para la tradición budista “la solución a un problema radica en la total comprensión del problema mismo”.15 La solución del conflicto consiste en comprenderlo, en ir a la raíz del problema y no quedarse en los meros síntomas.16 Esta práctica budista de meditación reconoce que tenemos la tendencia a juzgar sin penetrar en el fondo, y propone lo contrario: que prestemos atención sin juzgar, sin afirmar ni negar.17 En esto consiste la vía intermedia, que es “la vía del observar, oír, aprender, un camino en que mente y corazón se mantienen abiertos a la experiencia”.18 El budismo capta también que estar atentos en las situaciones en que participemos nos permite descubrir nuestras tendencias ocultas, iluminar lo oscuro, lugares nuestros que desconocíamos.19 Como la hermenéutica, sabe de la co-pertenencia de la escucha del otro y lo

15 Ibid, pág. 132. 16 Ibid, págs. 19, 21. 17 Ibid, pág. 26. 18 Ibid, pág. 29. 19 Ibid, pág. 55.


Conflicto reprimido, violencia latente

otro, y la propia escucha. Los énfasis son, sin embargo, diferentes. Mientras en la perspectiva hermenéutica llegamos a escucharnos a nosotros mismos desde la apertura a lo otro y al otro, la práctica vipassana asume que sólo acercándose a sí puede uno prestar atención al entorno. Al observarnos a nosotros mismos, ese yo inmaculado y revestido de un manto de unidad perpetua, nos damos cuenta paulatinamente de que en realidad consiste en múltiples yoes, en autoridades interiorizadas. Nos hemos identificado con nuestras pertenencias, con los papeles que jugamos en la vida en sociedad y a los que otorgamos un carácter de definitividad. Tenemos, por lo tanto, que aprender a reconocer estas autoimágenes, estas subpersonalidades, proceso en el que llegamos a reconocer lo que desconocíamos de nosotros mismos, lo que negábamos y reprimíamos. Llegamos así a afrontar lo peor que hay dentro de nosotros mismos.20 Por supuesto este encuentro con nuestros otros yoes produce un tremendo conflicto interno,21 que tendremos que afrontar para llegar a aceptarnos a nosotros mismos. Nos habíamos instalado en lo que creíamos o queríamos ser, y ahora nos vemos desenmascarados. Básicamente en esto consiste la meditación vipassana, en atender para reconocer y aceptar, nunca en huir. Es al aceptar nuestras múltiples subpersonalidades que llegamos a soltarlas. Entendemos que son fruto del apego a los papeles en los que devenimos, y entendemos también que el ser no puede nunca ser estático, un estado estancado, sino que es una realidad cambiante. Es así, tomando conciencia del devenir, que llegamos a abandonar la idea de una identidad o ser, hasta llegar a la percepción de anatta, la conciencia del no ser,22 para encontrar el vasto espacio de apertura en que consiste la libertad.23 No hay nada que aferrar y a lo que agarrarse como realidad sólida… el resultado es la libertad total en el vivir, amar, comprender. “Por lo que dejar ser a las cosas y permitir a todo, incluyéndonos a nosotros mismos, fluir libremente, es una piedra de toque de la realidad en la vida cotidiana así como en cada instante del fluir de ésta”.24 Esta comprensión de libertad se asemeja a otros

20 Ibid, pág. 227. 21 Ibid, pág. 46. 22 Ibid, págs. 108,109. 23 Ibid, pág. 27. 24 Ibid, pág. 235.

caminos de oriente, al wuwei taoista, recomendado por el mismo Jung como la forma de vencer los problemas, y al tasawwuf sufí, emparentado, paradójicamente, con el concepto que tiene hoy las funestas connotaciones de guerra santa.25 También se asemeja a la concepción de libertad de Heidegger, forjada como contrapeso al estrechamiento de la experiencia humana a la técnica. Mientras la libertad típica del ego consiste en individualidad, autonomía, dominio, separación,26 la libertad que se alcanza en la deconstrucción de ese ego es la libertad del que ha descubierto que más que una entidad permanente somos un continuo proceso de cambio y, por lo tanto, no hay realidades sólidas a las cuales apegarse y por las cuales encarcelarse, la libertad del no control, de la aceptación de la condicionalidad caracterizada por el devenir y la interdependencia, la

25 El wuwei, recomendado por el mismo Jung como la forma de vencer nuestros problemas, es “acción a traves de la no acción, un dejar que las cosas sucedan” (David H. Rosen, El Tao de Jung. Una vía a la integridad, Paidos, 1998, pág.162), “un actuar en armonía con el ritmo natural del universo, una quietud creativa, la actividad suprema y la relajación suprema, la preciosa flexibilidad, simplicidad y libertad que fluyen en nosotros, o más bien a través de nosotros, cuando nuestro ego particular y nuestros esfuerzos conscientes se someten a un poder que no es de ellos” (Roger Walssh y Frances Vaughan, Más allá del ego, España, Kairós, 1991, pág. 338). El wuwei apunta a una experiencia, a un proceso de aprendizaje… de adquirir una disposición en que se deja atrás la distinción radical entre sujeto y objeto de acción. (Francisco Varela, Etica y acción, Chile, Dolmen Ediciones, 1991, pág. 37). El tasawwuf es “la práctica sufí de conocer, comprender, comprenderse” (Bonaud, op. cit., pág. 129), una práctica que compromete y transforma todo el ser hacia la verdadera sabiduría del no apego al yo. Su objetivo es, por lo tanto, la liberación del condicionamiento, de la prisión mental creada por el yo. Está íntimamente ligada a “djihad”, expresión islámica que hemos reducido a “guerra santa” pero que connota originalmente una lucha interna (Was jeder ueber Islam wissen muss, op. cit., pág. 84) pero también a “dikr”, “llamado”, “vocación”, la búsqueda de la propia realidad íntima, un conocerse a sí mismo que es anámnesis, el recuerdo de Dios, un Dios que termina por parecerse al Uhrgrund de Eckard, el En-Soph de la cábala, el Brahman vedanta, el tao chino.(Bonaud, op. cit., pág. 33). No es de sorprender que tradiciones orientales coincidan en este concepto de libertad como deconstrucción del yo. Más sorprendente resulta la semejanza de esta noción de libertad, que apunta a una actitud de serena distancia frente al mundo, con la concepción heideggeriana de libertad como dejar ser. Tal vez no es simple casualidad que Heidegger llegue a semejante concepción de libertad como una alternativa al escalamiento moderno de la subjetividad que a su parecer culmina en el dominio de la técnica. 26 Dhiravamsa, op. cit., pág. 75.

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libertad, en últimas, del fluir con la vida y del amar. ¿Qué es acaso amar, sino aceptar incondicionalmente lo que es como es, sin forzarlo a ser como queremos que sea? Para el budismo, cuando logramos hacer de esta actitud una forma de vida, el conflicto desaparece, pues el conflicto no es más que apego, esclavitud del pensar dual. Pero cuando no hay opuestos, o cuando todos los opuestos están completamente unificados, ¿cómo puede producirse el conflicto?27 Bien sabemos que “el conflicto con los otros surge cuando defendemos encarnizadamente nuestros sacrosantos sistemas de creencias”.28 Entonces surge la oposición a muerte, la guerra de contrarios. Ahora bien, es característico de los seres humanos no querer afrontar lo que sucede tal como es, por eso nosotros mismos creamos ese contrario cada vez que pensamos que algo en el mundo, el mundo mismo, o alguien, o nosotros mismos no somos como deberíamos ser. Inmediatamente comienzan nuestros mecanismos de control: el dominio de la naturaleza hasta el extremo de la autodestrucción, el tolerante control de nuestros sentimientos de repudio hacia los otros que seguirá ardiendo en nuestro interior hasta explotar, la represión de las propias tendencias que saldrán a flote multiplicadas en su poder destructivo, bien sea como enfermedad o como un expansivo remolino de conflictos con los otros y con el mundo. El odio es un buen ejemplo de este último punto. El odio, el resentimiento, no es más que ira reprimida. Si al sentir la ira le hubiéramos prestado suficiente atención a ella, no al objeto de nuestra ira sino a ella misma, sin juzgarla de antemano como negativa, hubiéramos podido comprender qué era exactamente lo que la causaba. En apariencia, la causa el otro, como entidad separada y fija que se me opone. Pero si prestamos atención, la causa parece más bien una acción del otro, no la totalidad de su ser. Descubrimos que acciones semejantes de otros han ocasionado en nosotros la misma reacción. Y si seguimos reflexionando, llegaremos al fondo, al oculto lugar en nosotros mismos que reacciona a esos procesos con tal vehemencia. Veremos cómo se presenta la ira y lo que se esconde tras ella y la alimenta.29 Enfrentaremos, tal vez, un dolor primigenio o

27 Ibid, pág. 233. 28 Ibid, pág. 106. 29 Ibid, pág. 118.

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algo así, y al reconocerlo lo dejaremos ir, lo soltaremos y no seguirá ya condicionando nuestras reacciones. Por supuesto esto no sucederá de la noche a la mañana, pues, como cualquier experiencia, ésta se hará en su continuada repetición. Pero no es esto lo que normalmente sucede cuando experimentamos la ira. En lugar de adoptar esta vía intermedia, reaccionamos con extremos: o la dejamos salir agrediendo al otro y acrecentando el conflicto, o la reprimimos por considerarla inaceptable. Semejante control solo tiene un éxito provisional y superficial. Nos permite presentarnos ante el otro desde lo que consideramos nuestra mejor cara, pero ya lo sabemos: conflicto reprimido, violencia latente. Tal vez no sea apresurado concluir desde esta práctica de deconstrucción del yo que el enemigo somos nosotros mismos, y que cuando atacamos al enemigo nos estamos golpeando en el espejo y cuando lo evadimos nos alejamos de nosotros mismos. De ser así, semejante práctica terminará por ir de la mano con la deconstrucción del enemigo además de ofrecernos un antídoto contra el maniqueísmo. Sin embargo, mucho en las reflexiones que he explorado suena a densa metafísica, parece cargado de supuestos que en occidente no aceptaríamos sin más. Sólo quisiera recordar que este rechazo de toda metafísica y de toda forma de religiosidad descansa también, paradójicamente, en esa revolución del pensamiento que captó que lejos de descubrir verdades o acceder a hechos puros, conocer es construir el objeto de conocimiento, insertarlo en nuestras categorías. También la hermenéutica de Gadamer se nutre de este atisbo cuando habla del prejuicio que está en juego en todo comprender. También la hermenéutica concibe la originaria copertenencia de yo y tú, de yo y mundo, pues mundo es ese ámbito de pertenencia y apertura, constituido por lenguaje e historia, un ámbito en el que ya siempre nos encontramos inmersos y que ya siempre ha llegado a ser nuestro mundo, el mundo de nuestras frustraciones y esperanzas, el mundo que proyectamos desde nuestras expectativas de sentido, en un movimiento circular de comprensión, de manera que sin yo no hay mundo y sin mundo no hay yo. En realidad la deconstrucción budista del yo radicaliza este concepto gadameriano de proyección de sentido: ve al yo y al mundo como construcción mental. Otras tendencias filosóficas y psicológicas apuntan en la misma dirección, por ejemplo el actual cognitivismo y su concepción del yo virtual. Incluso la terapia analítica de


Conflicto reprimido, violencia latente

Jung o la cura de Lacan parecen converger aquí, como muchas otras terapias integradoras de Oriente y Occidente. Menciono estas posibles alternativas solamente para sugerir la amplitud de este espectro de múltiples perspectivas desde las cuales la apertura del comprender y la práctica de la escucha resultan una forma plausible de impedir que el conflicto se transforme en violencia, de emprender el trabajo externo de vivir juntos de forma pacífica y armoniosa, y el trabajo interno de equilibrio. Mucho puede aún decirse sobre este giro de la reflexión ética desde el marco político-institucional del actual esquema liberal, hacia el actuar de todos los días y la responsabilidad personal, un vuelco que simplemente insiste en una actitud.30 Pero sobre todo, mucho está por hacerse. Este me parece a mí un camino ineludible si queremos entender cómo alguien puede experimentar con éxtasis su estrellarse contra el mundo matando a miles de personas, cómo alguien puede considerarse justificado para lanzar cilindros de gas contra una población inerme refugiada en una Iglesia, o cómo alguien puede creer que tiene suficientes razones para incinerar familias de extranjeros mientras duermen en sus casas. Comprenderlo, ir a la raíz, es el camino de resolución de los conflictos en juego.

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Was jeder ueber Islam wissen muss, GTB, Sachbuch.

30 Estoy refiriéndome a un giro en la filosofía práctica que iría desde el estrechamiento de la reflexión a la mera filosofía política, desde la reducción del problema de la convivencia pacífica a la realización de una externalidad específicamente occidental, articulada en torno a conceptos como el de derechos individuales y tolerancia, tangencialmente tratados al comienzo de este texto, hacia una reflexión más abarcadora y concreta a la vez, una reflexión propiamente ética, que vuelva a centrarse en la pregunta de cómo actuar, como una pregunta siempre remitida al quehacer modesto de la cotidianidad.

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LA GUERRA CIVIL Carlo Nasi *, William Ramírez **, Eric Lair ***

1. Hoy se acepta que el conflicto armado interno en Colombia es una guerra, pero se discute si ésta puede calificarse de civil o no. ¿Considera usted que el conflicto armado que experimenta el país es una guerra civil? Si está de acuerdo, ¿qué elementos permiten calificarlo de esta manera? Si no, ¿qué aspectos impiden que lo sea? Carlo Nasi. El conflicto armado colombiano sí puede considerarse como una ‘guerra civil’. En ciencias sociales la formación de conceptos depende de acuerdos intersubjetivos entre los miembros de la comunidad académica sobre qué elementos empíricos observables corresponden a distintos rótulos del lenguaje. En los años setenta, David Singer, con su proyecto Correlates of War, operacionalizó el concepto de guerra internacional como un conflicto armado entre dos o más estados que produce al menos mil muertes por razones de combate por año. En los noventa, Peter Wallensteen y otros investigadores empezaron a utilizar el término ‘guerra civil’ para toda confrontación armada dentro de un Estado que produce al menos mil muertes relacionadas con el combate, por año. El concepto de ‘guerra civil’ se planteó a nivel genérico, para marcar un contraste con las guerras internacionales. Bajo esta acepción, desde mediados de los ochenta, Colombia representa una clara instancia de guerra civil, dado que el número de muertes producidas por el conflicto armado ha oscilado entre mil y poco más de tres mil quinientas por año. Por supuesto, es apropiado distinguir entre subtipos de guerras civiles, como es el caso de las guerras étnicas, o separatistas, o religiosas, o de guerrillas, o revoluciones. En cualquier caso, siempre estaríamos hablando de

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Politólogo – Universidad de los Andes. Ph.D. en Ciencia Política – Universidad de Notre Dame. Director de Especializaciones del Departamento de Ciencia Política – Universidad de los Andes. ** Sociólogo e Historiador. Director del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales IEPRI – Universidad Nacional de Colombia. *** Profesor de relaciones internacionales - Universidad Externado de Colombia. Profesor Academia Diplomática de San Carlos.

manifestaciones particulares de un mismo fenómeno general, que es la ‘guerra civil’. En Colombia, la resistencia a definir el conflicto armado interno como ‘guerra civil’ proviene en parte de un procedimiento metodológico errado, que consiste en construir el concepto a partir de las características particulares de apenas dos instancias históricas concretas: las guerras civiles norteamericana y española. En ambos casos, el grueso de la población tomó partido y participó activamente en la contienda armada, cosa que no suele ocurrir en casos de guerras de guerrillas (como en Colombia), ni en buena parte de las guerras internas del mundo de hoy. Por el carácter relativamente atípico de la participación masiva de la sociedad en las guerras civiles norteamericana y española, considero que este elemento no debe hacer parte de la definición de ‘guerra civil’. A nivel conceptual es importante evitar tanto los neologismos innecesarios, como las definiciones maximalistas. Ni la guerra en Colombia es tan sui generis como para ameritar un neologismo, ni se trata de atribuirle al concepto de ‘guerra civil’ una extensa lista de propiedades, porque se corre el riesgo de no hallar referentes empíricos en el mundo real. La definición de Wallensteen y otros es clara, precisa, y refleja un consenso académico creciente, lo que no ocurre con otros términos laxos que pretenden innovar sin que haya necesidad de ello, tipo ‘guerra contra la sociedad’. William Ramírez. El conflicto colombiano puede definirse como una guerra civil, si se tiene en cuenta que sus actores armados son unos actores sociales y políticos. Tanto las guerrillas de derecha e izquierda como la fuerza pública son portadoras de visiones y creencias diferentes acerca del Estado y de las relaciones de este con la sociedad civil, lo cual hace de sus combatientes representantes de una ideología de guerra soportada por intereses colectivos. El hecho de que estos intereses colectivos no coincidan, en algunos o en muchos casos, con una consciente y libre aceptación individual no contradice la naturaleza del conflicto ya que las bases sociales de apoyo características de las guerras civiles siempre se han nutrido de reclutamientos tanto forzosos como voluntarios. Lo social de las guerras civiles rebasa la casuística particular para hacer parte de una lógica en la cual lo más importante es la contribución a las sumas y restas en el balance táctico y estratégico de las fuerzas 119


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político-militares enfrentadas. Ahora bien, las visiones y creencias acerca del Estado propias de las organizaciones armadas, le dan a estas su carácter político. La subversión de izquierda colombiana (FARC y ELN) alienta un Estado autoritario, redistributivo en lo económico y nacionalista en lo político pero sin llegar al desmantelamiento del sistema capitalista abogado por el viejo socialismo; la reacción de derecha (AUC) propone un Estado de orden, autoritario y capitalista pero receptivo a determinados intereses de la clase media; la fuerza pública defiende el Estado actual según la Constitución vigente y representa los intereses legales de una parte de la sociedad. Los tres conjuntos armados tienen tres componentes comunes: a) una máquina de guerra; b) un concepto de Estado; c) una base social por conquistar y retener. Las transformaciones del Estado o la conservación de este, exigidas a favor de sus bases sociales le dan a las máquinas de guerra un sentido político y social que representa, de hecho, las grandes divisiones de sociedad propias de las guerras civiles. Otra cosa es que esas máquinas de guerra con una concepción de Estado y una base social por retener y conquistar, se mueven dentro de un territorio cuyos recursos en población, tierra y producción de riqueza son limitados, con lo cual el conflicto tiende a endurecerse cada vez más, a degradarse y a prescindir de las regulaciones convencionales pactadas internacionalmente. Eric Lair. Empecemos por recordar que la idea de ‘guerra civil’ es particularmente polisémica. Hace parte de las nociones recurrentes, en ciencias políticas y sociales, que son difíciles de definir y se prestan a interpretaciones divergentes e inclusive imprecisas. Hoy en día, la expresión ‘guerra civil’ parece víctima de su propio ‘éxito’. Se emplea con frecuencia para remitir a cualquier situación conflictiva armada de índole interna sin que se desarrolle una reflexión correspondiente acerca de la noción. En muchas ocasiones, se subrayan sus rasgos económicos y las prácticas de violencia que la caracterizan y se deja de lado lo que se entiende por ‘civil’. Desde la segunda mitad de los años noventa, se ha planteado con vigor el debate que consiste en saber si Colombia vive una ‘guerra civil’. En una acepción genérica, podemos considerar que la sociedad colombiana experimenta una ‘guerra civil’ por cuanto ciudadanos procedentes de una misma comunidad 120

política organizada (civitas) han tomado las armas para enfrentarse entre sí y con el Estado. Poco a poco, estos protagonistas de la violencia han desarticulado las redes de solidaridad y de confianza entre los colombianos y han acentuado la precariedad del Estado-nación. No obstante, ¿son estos criterios suficientes para constituir una situación de ‘guerra civil’? Responder categóricamente por la afirmativa sería caucionar la banalización del término y no otorgarle mayor contenido conceptual. Ahora bien, existe una literatura reciente que ha intentado profundizar en la noción y propone herramientas teóricas para precisarla a partir de un núcleo original: la idea de civitas. Adicionalmente a lo mencionado con anterioridad, varios análisis se refieren así a la ‘guerra civil’, destacando el protagonismo y la centralidad de las poblaciones (actores fundamentales de la comunidad política) en las dinámicas del conflicto. Entre otras cosas, se habla de ‘guerra civil’ cuando estas poblaciones se identifican con las facciones armadas y contribuyen masivamente al desarrollo de los combates y al esfuerzo de guerra o sólo a éste (apoyo logístico, económico, moral, etc.). Entonces, la comunidad nacional se derrumba desde su interior y se atomiza en diferentes bandos. En esta perspectiva, el conflicto colombiano no se enmarca plenamente dentro del escenario de una ‘guerra civil’ ya que, en muchos casos, las poblaciones quieren quedarse por fuera de la lucha armada y están involucradas en la lógica bélica bajo la fuerza y el terror. Por supuesto, nunca se logra un respaldo totalmente masivo y voluntario de la población en las ‘guerras civiles’, las cuales no están exentas de mecanismos de participación forzada y de exacciones contra el pueblo. Sin embargo, en Colombia, donde el conflicto padece grandes referentes ideológicos o comunitarios susceptibles de generar una adhesión de dimensión nacional entre los civiles y los actores armados, las prácticas coercitivas dirigidas contra la población se han vuelto tan significativas que cuestionan la pertinencia del uso de la noción de ‘guerra civil’. Dudar de su validez, no es menospreciar la realidad bélica que atraviesa el país. Por el contrario, es invitar a no aferrarse a una noción a menudo mal discernida que no facilita la aprehensión del panorama conflictivo. Por lo tanto, si se procura caracterizar la confrontación armada colombiana bajo el calificativo de ‘guerra civil’, siguiendo un enfoque genérico ya señalado, cabe agregar que se trata de una ‘guerra civil’


La guerra civil

eminentemente privatizada en sus actores, representaciones e intereses, la cual no ha logrado crear las condiciones de una movilización popular estable de gran magnitud a favor de los beligerantes (‘guerra civil’ parcial o forzada para la población). También, se puede acudir a otra noción que nos parece más adecuada y cercana a la naturaleza del conflicto, a saber ‘la guerra contra los civiles’. Pretender que la guerra se hace en contra de los civiles, como se ha sugerido para distintos teatros de guerra en el mundo, no significa que se desvanezca el enfrentamiento con el Estado, sino que las poblaciones se han convertido por ahora en los principales ‘centros de gravedad’ de la lucha armada por una multitud de factores políticos, militares y económicos que no podemos detallar aquí. 2. ¿Qué implicaciones políticas puede tener el calificar de guerra civil a la situación que vive el país, pensando concretamente en su confrontación y solución? C. N. Calificar la situación actual del país como ‘guerra civil’ puede tener ciertos efectos marginales en la confrontación armada. El gobierno gana puntos frente a la guerrilla en la medida en que demuestre que el país es económicamente viable a pesar del conflicto armado. De ahí que seguramente sea reacio a usar el calificativo ‘guerra civil’, por temor a que esto afecte a ciertos rubros, en particular la inversión extranjera y el turismo. Pero la información de prensa en lo que se refiere a atentados, masacres, secuestros, extorsiones, tomas de pueblos y demás, nunca ha dejado de transmitirse hacia el exterior. Toda esta información ha influido significativamente en los flujos de inversión extranjera y el turismo, independientemente de que los gobiernos empleen (o no) palabras que proyectan una situación de normalidad (de hecho cierta normalidad no es del todo ficticia: existen zonas del país donde los efectos del conflicto armado se sienten marginalmente). En todo caso, para cualquier gobierno colombiano será anatema referirse a la situación actual como ‘guerra civil’, porque de alguna manera da a entender la existencia de una crisis de legitimidad del Estado y la democracia demasiado profunda. Esto, difícilmente se va a admitir a nivel internacional, al menos públicamente. Adicionalmente, la definición de ‘guerra civil’ como una confrontación armada dentro de un Estado que produce al menos mil muertes relacionadas con el combate por

año, tampoco le reporta beneficio político alguno a la guerrilla. En efecto, esta definición no hace referencia al apoyo de la población a los grupos rebeldes, ni les reconoce un estatus de beligerancia, ni una causa justa. Se trata de una definición puramente académica y descriptiva, que parte de un simple hecho: la existencia de una confrontación armada a mayor escala dentro de un Estado. Esta definición de ‘guerra civil’ es indiferente al carácter moral o inmoral de los medios u objetivos de las partes del conflicto, lo que permite incluir a casos tan descarnados como los de Liberia y Sierra Leona. Para efectos de una posible solución al conflicto armado colombiano, las implicaciones de emplear el término ‘guerra civil’ también son bastante marginales. En la búsqueda de una paz negociada lo único inadmisible es negociar con terroristas. Mientras que se emplee este término reiteradamente para calificar al adversario, hay indicios de que las perspectivas de sentarse a la mesa de negociaciones son lejanas. Con todo, cuando hay bases justificadas para calificar a un grupo (o unas prácticas) de ‘terroristas’, se introduce una barrera moral en medio de la guerra que tiene dos posibles efectos: o bien descartar de plano cualquier negociación con un grupo armado ilegal (por terrorista), o bien dar incentivos a dicho grupo para que desista de ciertas conductas terroristas (mas no de la guerra), si es que desea sentarse a una mesa de negociaciones y que sus demandas sean tomadas en cuenta. Más allá de esto, para efectos de unas negociaciones de paz, es indiferente si se emplea el calificativo relativamente neutral de ‘guerra civil’, o calificativos con una carga valorativa implícita mayor, como es el caso de ‘guerra subversiva’, o ‘guerra revolucionaria’, o ‘guerra de baja intensidad’. W. R. Asumir nuestro conflicto como una guerra civil es aclarar y definir no solo su solución sino la construcción de una sociedad posconflicto. En efecto, la guerra civil, dado su carácter de guerra entre portadores de proyectos divergentes sobre el Estado y la sociedad civil, debe conducirse no como una campaña de exterminio, sino como un proceso de acumulación de fuerzas propias y reducción de las contrarias que culmine en una etapa de negociación, desmovilización e integración de los antagonistas. La guerra civil es, por definición, una devastadora y fratricida lucha que no pretende la aniquilación de la familia nacional, sino su reconstitución alrededor de un determinado proyecto hegemónico. 121


DEBATE • Carlo Nasi, William Ramírez y Eric Lair

El carácter de guerra civil se contrapone a otra hipótesis con implicaciones políticas desastrosas de frente a la negociación: la de un enfrentamiento entre simples aparatos de guerra que a espaldas de la amplia y vagamente llamada sociedad civil, estarían promoviendo el mantenimiento de sus intereses delincuenciales comunes. Tendríamos, en consecuencia, el siguiente cuadro: una guerrilla ya no de izquierda política sino inspirada por los estímulos del narcotráfico, el secuestro y la extorsión; unas autodefensas como simple prolongación paramilitar del Estado actual y de los narcotraficantes; unas fuerzas armadas cuya única misión es la de preservar los intereses de un Estado corrupto. Pero, en semejantes circunstancias, ¿con quien hacer la paz y construir lo que se supone será una nueva sociedad? La política para la paz solo puede hacerse como consecuencia de una definición sobre cuál ha sido la política de la guerra. A partir de esta, es posible encontrar las claves para saber quiénes son los actores bélicos, cuáles son los tipos de negociación posible y qué niveles de transacción se pueden alcanzar. E. L. Aludir al conflicto colombiano en unos términos inciertos de ‘guerra civil’ deja pensar que la configuración de la lucha armada permite identificar con certeza distintos polos antagónicos que se benefician de un fuerte respaldo entre la población. Si bien es cierto que esta visión se aproxima en muy pocas ocasiones a la realidad local, globalmente el paisaje de la guerra impide este tipo de generalización. La guerra en Colombia es fragmentada y errática en sus actores, modalidades y procesos de expansión. Es una guerra ‘camaleón’ en la cual se reflejan elementos de cercanía geográfica, social, política y cultural entre los protagonistas armados y las poblaciones civiles. Se parece en este sentido a una guerra de ‘proximidad’ entre vecinos, hermanos, nacionales, etc., sin que esta denominación implique necesariamente que las víctimas y sus verdugos se conozcan. Una mirada internacional a los conflictos armados actuales nos enseña que las guerras de ‘proximidad’ son complicadas de resolver y ‘curar’. En efecto, son guerras que disuelven los espacios públicos y las redes de sociabilidad. Por la difusión de la violencia destructora y del miedo, erosionan la conciencia que la sociedad tiene de sí misma y los fundamentos del Estado-nación. Diciendo que en Colombia esta guerra de ‘proximidad’ se realiza intencionalmente contra las poblaciones, sin 122

excluir los aspectos de la confrontación con el Estado, hacemos explícita su capacidad de desestructuración del tejido social y de la comunidad política (de pronto de manera más evidente que con la imagen de ‘guerra civil’). En Colombia, resulta poco factible aniquilar militarmente a los beligerantes no legales sabiendo que éstos suelen esconderse entre la población y que tienen la facultad de dispersarse a lo largo de un amplio territorio que además les proporciona recursos económicos para acumular poderío. Dicho poderío no es únicamente de carácter militar y económico. A pesar de su ilegalidad y de su escasa legitimidad ante la población, la guerrilla y los paramilitares interfieren en permanencia en las esferas políticas, principalmente en las localidades, aunque temas como las negociaciones de paz les ofrecen la oportunidad de tener una audiencia de alcance nacional e internacional. Buscar y encontrar una solución negociada a la guerra será dispendioso y largo ya que los intereses en juego son múltiples y que la presencia de riquezas económicas hace rentable la guerra. Si se logra una paz política entre todos los beligerantes, será imprescindible trabajar a favor de la paz social que supone planes de reinserción para los desmovilizados, programas de atención médica a las víctimas, reformas institucionales y económicas y el juicio de los crímenes perpetrados en tiempo de guerra. Es imposible juzgar al conjunto de los protagonistas del conflicto. Tampoco se puede optar por una amnistía total que sería sinónimo de amnesia. Es de la competencia del Estado, con el respaldo de instancias internacionales, fijar las pautas de la administración de la justicia post-conflictiva. En estas condiciones mínimas se abrirá el tortuoso camino de la reconciliación para que los excombatientes y las víctimas de la confrontación vuelvan a confiar y sepan perdonarse y construir las bases de una comunidad nacional cohesionada. 3. ¿Qué importancia tiene el factor militar frente a otros medios que se utilicen para confrontar esta guerra? C.N. La importancia del factor militar es sustancial, pero hay que entender sus limitaciones. Como lo explico en mi artículo en esta misma revista, no creo que la guerra sea apenas un síntoma de problemas económicos y que, por lo tanto, requiera soluciones predominantemente económicas. En la guerra actual, la dimensión militar y


La guerra civil

de lucha por el poder son esenciales, y no se pueden subsumir bajo (o reducir a) explicaciones económicas. Paralelamente, las estrategias contrainsurgentes siempre han incorporado proyectos de desarrollo a nivel local, brigadas cívico-militares, y varios esfuerzos por llevar ciertos servicios básicos a las comunidades que habitan en las ‘zonas rojas’, con el fin de crear lealtades con el Estado y romper sus vínculos con las guerrillas. Esto sugiere que el mismo estamento castrense concibe al factor militar como una parte (y no la totalidad) de una efectiva estrategia contrainsurgente. La pregunta sobre si es posible derrotar a la guerrilla con mayor asistencia militar norteamericana y cooperación ciudadana o una de las dos es muy difícil de responder. En favor de esta hipótesis se suele citar como ejemplo la derrota de Sendero Luminoso en el Perú (pero nótese que este grupo armado está resurgiendo). En contra de esta hipótesis está el caso salvadoreño, donde no bastó que el ejército se volviera el tercer receptor de ayuda militar norteamericana en el mundo a mediados de los ochenta. Finalmente, el gobierno salvadoreño no pudo derrotar al FMLN, y gobierno y guerrillas optaron por la mesa de negociaciones. Lo único claro es que, contrario a la tesis de López Michelsen, no es cierto que hay que derrotar militarmente a la guerrilla para luego negociar con ella. Lo importante (y suficiente) es contenerla militarmente, para que no siga expandiéndose como lo ha hecho en las últimas décadas. Cuando la guerrilla se convenza de que no puede tomarse el poder por las armas (ni siquiera en el largo plazo), probablemente considerará negociar más seriamente. Por supuesto, además de un agotamiento del factor militar, otros elementos deben estar presentes para que unas negociaciones de paz sean fructíferas, como es el caso de la mediación internacional y llegar a una serie de pactos viables de común acuerdo. W. R. En una guerra civil, el factor militar es fundamental ya no, como se ha dicho, en términos del aniquilamiento del enemigo sino como medio de conducción hacia las negociaciones. Esto es válido para todos los actores armados de ahí que sea ingenuo, dado un cierto nivel de desarrollo del conflicto, pretender sustraerse a los rigores de un enfrentamiento cuya función ineludible es exponer las fortalezas propias y las debilidades del contrincante de frente a la futura negociación. Las acciones militares son un test al que

deben someterse todos los actores armados para verificar que tan cercana o lejana se encuentra la mesa de negociación. En el punto actual de desenvolvimiento del conflicto, el factor militar es para el Estado colombiano la única garantía de un pronto desenlace. Quizás treinta o más años atrás, cuando la guerrilla campesina aún estaba en el proceso de la colonización armada, lo militar no tenía tanta importancia como ahora. Era la época en que algunas reformas oportunas habrían podido desmovilizar una crítica de las armas aún incipiente; cuando un solo cañonazo de reforma agraria habría hecho mucho más que las tantas y por lo general infructuosas campañas de cerco y aniquilamiento montadas desde entonces por nuestras Fuerzas Armadas. Pero la mala voluntad política de los sectores dirigentes y su prepotencia fueron creando una oposición armada que ahora tiene el poder social, político y militar para darse su tiempo en llegar a la negociación; a menos que el Estado tenga los argumentos militares suficientes para acelerarles el paso. E. L. El factor militar es primordial para comprender la trama de la guerra en Colombia. Ahora, es menester preguntarse cuáles son las especificidades militares del conflicto y sus interacciones con otros parámetros. El tiempo estratégico de la confrontación es de larga duración; los estudiosos dicen al respecto que Colombia se encuentra azotada por una guerra ‘prolongada’. Esta guerra ‘prolongada’ se singulariza por la relativa ausencia de grandes campañas de combates, un poco como si los grupos armados rehusaran a agotar sus fuerzas (principio de economía de fuerzas) sabiendo que el horizonte del conflicto está abierto y que requiere una buena distribución de los esfuerzos en el tiempo y el espacio. Esta impresión se ha corroborado en la actualidad con la actitud de los grupos ilegales que intentan evitar en lo posible los choques frontales con las tropas regulares, las cuales están asumiendo una postura más ofensiva que en el pasado. A la luz de este panorama, no debemos inferir que no hay combates. Éstos ocurren a diario sin ser siempre directos (emboscadas oblicuas, persecución aérea y elusiva del enemigo, etc.), pero son usualmente de orden táctico y tienen pocas repercusiones sobre la configuración general del conflicto (escala estratégica) a excepción de los ataques contra las principales bases militares, por ejemplo. Cada vez más, los beligerantes explotan el factor sorpresa, la concentración de fuerzas, 123


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la movilidad y la celeridad en la ejecución de las operaciones con el propósito de romper la unidad del otro y de paralizar su capacidad de reacción. Además de estas consideraciones militares, las acciones bélicas se implementan de manera indirecta por poblaciones ‘interpuestas’ (masacres, atentados, etc. con un valor aterrorizante). La idea radica aquí en debilitar al campo rival privándolo de sus supuestas fuentes de apoyo sin librar combates. La confrontación se aleja en este sentido de la visión clásica de la guerra heredada de Karl Von Clausewitz y sus contemporáneos. Combina intervenciones armadas con técnicas violentas que no son estrictamente de esencia militar (atentados, matanzas, etc.). La guerra se desplaza también hacia los ámbitos políticos y económicos. Afecta el orden institucional en

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varias regiones y se inscribe en un conflicto de representaciones donde cada uno de los grupos armados aspira a ser el depositario de la defensa del pueblo. Por su parte, la acumulación de recursos económicos define endémicamente el campo de acción de los protagonistas ilegales que pelean por su control en un momento en que los costos de la guerra van incrementándose a medida que se intensifica y alarga la lucha armada. En resumidas cuentas, el factor militar no puede abarcar por sí solo la complejidad de una guerra con múltiples fines y medios la cual tiende a permear de manera diferenciada, pero creciente, a la sociedad y a las mentes de los colombianos. ¿Acaso prefigura Colombia lo que algunos analistas llaman una ‘guerra total interna’ en referencia a otros escenarios de conflicto?


“SE LLAMA ‘GUERRA’ A LO QUE ES APENAS UN MÍNIMO BIEN.” HACIA UNA VALORACIÓN ÉTICA DE LA GUERRA EN ALBERTO MAGNO* Mechthild Dreyer**

Los casi ochenta años que cubre la vida de Alberto Magno, son, como la Edad Media en general, un tiempo bastante intranquilo, marcado por la violencia, la discordia y la injusticia, siguiendo más o menos el lamento de Walther von der Vogelweide, un contemporáneo de Alberto1. Sin embargo, los sucesos de su tiempo –en la medida en que se deja entrever– no parecen haber dado ocasión para que Alberto Magno hubiese meditado por extenso sobre la guerra y la paz y sobre los problemas colaterales vinculados con el asunto2, mientras que en los escritos de otros teólogos y filósofos del momento – si se piensa, por ejemplo, en Tomás de Aquino3 – encontraron amplia resonancia. Esto vale también para las cruzadas, aunque Alberto estuvo involucrado incluso personalmente en la última de las cuatro que se llevaron a cabo durante su vida, puesto que el Papa Urbano IV lo había nombrado en el año 1263 como nuncio y predicador de la cruzada para los países germano hablantes y para Bohemia. Pero

Traducido por Felipe Castañeda. Título original: ‘Bellum dicitur quasi minimum bonum.’ Zur sittlichen Beurteilung des Krieges bei Albertus Magnus. Tomado de Friedensethik im Spätmittelalter – Theologie im Ringen um die gottgegebene Ordnung, en: Beiträge zur Friedensethik, 30, Kohlhammer, págs. 10-23 ** Profesora del Departamento de Filosofía – Johannes Gutenberg Universität, Mainz. 1 Untriuve ist in der sâze, gewalt vert ûf der strâze: fride unde reht sint sêre wunt. (Walther von der Vogelweide, Reivchstron 8, 2426, en: el mismo autor, Gedichte, editadas por v. K. Lachmann. 13, con base en 10. edición trabajada por v. C. Kraus, nuevamente publicada por H. Kuhn, 1965, Berlín, 10.) Cf. para lo siguiente: H. Conrad, Rechtsordnung und Friedensidee im Mittelalter und in der beginnenden Neuzeit, en: A. Hollerbach, H. Maier, ed. , Christlicher Friede und Weltfriede (= Görres-Gesellschaft, Veröffentlichungen der Sektion für Rechts-und Staatswissenschaft NF 8), Paderborn 1971, págs. 9-34. 2 Una de las pocas indicaciones de Alberto sobre un evento histórico se encuentra en su Comentario a las Sentencias, donde menciona la "tregua de Dios". Cf. Albertus Magnus, In Sent. III d. 39 G a. 6, Ed. Par. XXVIII, 739. 3 Cf. : S. th. II-II q. 10. a. 8 y 10-12; q. 11. a. 3; q. 12 a. 2; q. 39 a. 4; q. 188 a. 3.

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tampoco en relación con esta actividad se pueden encontrar en sus escritos y predicaciones indicaciones de ningún tipo4. No obstante, Alberto se manifestó frente a la problemática de la guerra, entre otras, solamente de manera muy esporádica. En lo esencial, sus reflexiones se mueven en el marco de aquello que era corriente según la tradición para los pensadores del siglo XIII. Estos son, principalmente, planteamientos tal como se los encuentra en Aristóteles, Cicerón, Agustín e Isodoro de Sevilla5. Asimismo, como los teólogos que lo antecedieron, Alberto no desarrolla, en últimas, ninguna doctrina sistemática sobre este tema. Ésta la formula, por primera vez para la Edad Media latina, su discípulo Tomás de Aquino en la segunda parte de su Suma de Teología6. Que Alberto haya procedido así con el tema de la guerra en sus escritos, tiene que ver, principalmente, – si se deja de lado, por lo pronto, la pregunta por la relevancia o irrelevancia de este tema para su pensamiento – con la circunstancia de que la mayoría de sus obras son comentarios de textos. En efecto, por regla, él discute tan sólo ciertos planteamientos de cuestiones teológicas o filosóficas, cuando también tienen que ver con el texto propuesto del caso por comentar. Esto sucede, en parte, así: después de haber parafraseado un fragmento del texto por trabajar, formula cuestiones parciales, más largas o más breves, seguidas de argumentos en favor y en contra, y de la indicación de la propia posición frente a determinados problemas. Muchas veces, sin embargo, deja el asunto, contentándose con la mera reproducción por parafraseo, que algunas veces, por cierto, amplía en relación con digresiones sobre planteamientos de

4 Cf. V. Cramer, Albert der Grosse als Kreuzzugs-Legat für Deutschland 1263/64 und die Kreuzzugs-Bestrebungen Urbans IV. (=Palästina-Hefte des Deutschen Vereins vom Heiligen Land 7-8), Köln 1933, 43-44. 5 Cf. Aristóteles, Política, I, 8; VII, 2 y 14; Cicerón, Sobre los deberes, I, 11, 36; Agustín, Quaestiones et locutiones In Heptateuchum 6, 10 (CCSL 33, 318 s.); del mismo autor, Epistulae 189, 6 (CSEL 57, 135); del mismo autor, Contra Faustum 22, 74-75 (CSEL 25, 671-674); Isidoro de Sevilla, Ethymologiarum libri XX 1. 18c. 1 no. 2; Decretum Gratiani p. 2 caus. 23 qu. 1-2. 6 Cf. Tomás de Aquino, S. th. II-II q. 40. Cf. sobre esto G. Beestermöller, Thomas von Aquin und der gerechte Krieg (=Theologie und Frieden 4), Köln 1990.

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DOCUMENTOS • Mechthild Dreyer

preguntas particulares7. No obstante, ambos procedimientos no son particularmente adecuados para la generación de una doctrina propia, sistemática y desarrollada, puesto que están orientados estrechamente a las indicaciones de sus textos de base. En las dos siguientes secciones se presentarán los pensamientos de Alberto frente al problema de la guerra y, particularmente, frente a la pregunta sobre la guerra justa8: en una primera parte se seguirá el curso de sus reflexiones éticas sobre el tema (I), y posteriormente, en una segunda parte, se irá sobre la interpretación metafísica de la relación entre guerra y paz (II). Las reflexiones conclusivas intentan interrelacionar cada uno de los ámbitos de pensamiento de Alberto – lo que él mismo no llevó a cabo- , consolidar el resultado sistemático del todo y, finalmente, contrastarlo con la doctrina tomista sobre la guerra justa (III).

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Cf., por ejemplo, las manifestaciones de Alberto sobre su método de comentario sobre Aristóteles: Erit autem modus noster in hoc opere Aristotelis ordinem et sententiam sequi et dicere ad explanationem eius et ad probationem eius, quaecumque necessaria esse videbuntur [...]. Et praeter hoc digressiones faciemus declarantes dubia suborientia et supplentes, quaecumque minus dicta in sententia Philosophi obscuritatem quibusdam attulerunt [...]. Taliter autem procedendo libros perficiemus eodem numero et nominibus, quibus fecit libros suos Aristoteles. Et addemus etiam alicubi partes librorum imperfectas et alicubi libros intermissos vel omissos, quos vel Aristoteles non fecit vel forte si fecit, ad nos non pervenerunt. (Albertus Magnus, Physica I. I tr. I c. I, Ed. Col. IV/I, 1,23 -41.). Nec ego dixi aliquid in isto libro, nisi exponendo quae dicta sunt, et rationes et causas adhibendo. Sicut enim in omnibus libris physicis numquam de meo dixi aliquid, sed opiniones Peripateticorum quanto fidelius potui exposui. Et hoc dico propter quosdam inertes, qui solatium suae inertiae quaerentes nihil quaerunt in scriptis nisi quod reprehendant: et cum tales sint torpentes in inertia, ne soli torpentes videantur, quaerunt ponere maculam in electis. Tales Socratem occiderunt, Platonem de Athenis in Academiam fugaverunt, in Aristotelem machinantes etiam eum exire compulerunt [...]. (Del mismo, In Politicorum libros VIII 1.8 c. 6, Ed. Par. VIII, 803 -804.) Sobre la doctrina de la guerra justa en la antiguedad y en la Edad Media, cf: R. H. W. Regout, La doctrine de la guerre juste de Saint Augustin a nos jours, ND Aalen 1974; F. H. Russell, The Just War in the Middle Ages (= Cambridge Studies in Medieval Life and Thought 8), Cambridge 1975; E. A. Nohn, Art. Krieg, en: Historisches Wörterbuch der Philosophie 4 (1976), Sp. 1230- 1234; A. Cavanna, H. Boockmann, Art. bellum iustum, en: Lexikon des Mittelalters I (1980), Sp. 18491851; E.-D. Hehl, Kirche und Krieg im 12. Jahrhundert. Studien zu kanonischem Recht und politischer Wirklichkeit (= Monographien zur Geschichte des Mittelalters 19), Stuttgart 1980; A. Hertz, Die Lehre vom ‘gerechten Krieg' als ethischer Kompromiss, en: Handbuch der christlichen Ethik 3, Freiburg/Br. 1982, 425- 448. Cf. también a: F. Dickmann, Friedensrecht und Friedenssicherung. Studien zum Friedensproblem in derGeschichte, Göttingen 1971,79-115.

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I Haciendo abstracción, por lo pronto, de asuntos actuales, el acceso más importante frente a problemas teológicosistemáticos, para un teólogo como Alberto, que enseñó en la universidad parisina del siglo XIII, es la colección de sentencias de Pedro Lombardo, que tenía que ser comentada como texto obligatorio de enseñanza teológica en la clase magistral. Si se considera que este texto sólo ofrece un único pasaje, que hace referencia – por cierto, meramente de manera indirecta – al problema de la guerra, entonces no es sorprendente que Alberto, no de forma diferente de otros teólogos de su tiempo, no se proponga un desarrollo intensivo de la problemática de la guerra en el marco del comentario a las Sentencias. La sentencia, que da lugar a sus reflexiones, proviene de Gregorio VII y es referida por Pedro Lombardo en el libro IV de su colección, en relación con la respuesta a la pregunta acerca de lo que es un falso arrepentimiento o penitencia. Las proposiciones centrales de la sentencia, frente al asunto que nos concierne, ligeramente resumidas, afirman: el soldado o el comerciante o aquel al que le esté encomendado un servicio, que no se pueda ejercer sin pecado, tiene que, cuando, involucrado en grave culpa, accede al arrepentimiento, recordar que solamente puede adelantar plenamente un verdadero arrepentimiento, si se separa de su oficio o si renuncia a este9. Frente a este telón de fondo, Alberto plantea la pregunta por la licitud del servicio para la guerra, del comercio público, del recaudo de impuestos y de otras actividades. En relación con el servicio de guerra, adelanta, en primer lugar, tres argumentos, que parecen hablar a favor de que este servicio por sí mismo no es nada ilícito, pero sí su utilización indebida. Puesto que también el mismo Alberto se adhiere a este punto de vista en la solución de la cuestión, y puesto que en los argumentos a favor no llega ni una vez a hablar por sí mismo, se los puede traer a cuento también para exponer su

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Unde Gregorius [Gregorius VIl in Concilio Romano]: Falsas poenitentias dicimus, quae non secundum auctoritates Sanctorum pro qualitate criminum imponuntur. Ideoque miles vel negotiator, vel aIicui officio deditus quod sine peccato exerceri non possit, si culpis gravioribus irretitus ad poenitentiam venerit, vel qui bona aIterius iniuste detinet, vel qui odium in corde gerit, recognoscat se veram poenitentiam non posse peragere, nisi negotium relinquat vel officium deserat, et odium ex corde dimittat, et bona quae iniuste abstulit restituat. (Petrus Lombardus, Sententiae in IV libris distinctae IV d. 16 c. 3, ed. Quarracchi II, 339- 340.) Cf. sobre esto: Gregor VII., Concilium Romanum V n. 5, ed. Mansi XX, 510 A -B; Gratianus, Decretum. De poenitentia d. 5 cap. 6.


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propia posición, especialmente, el primero, pero todavía más, la tercera prueba que es más fuerte argumentativamente que su propia solución desarrollada en el anexo10. El primer argumento es uno de autoridad y ofrece una prueba del Nuevo Testamento, al hacer referencia a Lucas 3, 14, conforme a la cual, Juan Bautista no prohíbe el servicio de guerra, según la interpretación de Alberto, puesto que sólo les prescribe a los soldados que estén satisfechos con su sueldo. El tercer argumento plantea que nada, que esté ordenado al mantenimiento de la asociación de ciudadanos y del Estado, puede ser pecaminoso. Puesto que el servicio de guerra está, en la más alta medida, en función de ambos, éste es, por lo tanto, válido para él. La solución misma explica de nuevo que, en efecto, el servicio de guerra en sí está permitido, pero no su uso indebido, tal como se da, particularmente, en tres formas para Alberto: en la amenaza de inocentes, en la exigencia de cobro de soldada adicional y en los ejercicios que sirven para la exhibición de las propias fuerzas en daño de hombres y bienes, como, por ejemplo, en los torneos. No obstante, Alberto aprueba que ciertos ejercicios bélicos sean necesarios, como, por ejemplo, el correr, la defensa personal o el lanzamiento de armas de tiro. Alberto también toca más adelante lo dicho por Gregorio Magno, como argumento contra la licitud del servicio de guerra, del comercio público, de la recaudación de impuestos, y de otras actividades: en una homilía sobre Juan 21, 3, explica Gregorio, frente al asunto del servicio del

mercenario, que habría una gran cantidad de ocupaciones que apenas o que en absoluto se podrían adelantar sin pecado, y que, después de una conversión, no se las podría de nuevo asumir11. Con respecto a esta auctoritas –juicio de autoridad– sobre el servicio de guerra, señala Alberto hacia la conclusión de la exposición de su propia solución, que fue emitida porque el servicio de guerra difícilmente se puede llevar a cabo sin pecado, bajo las circunstancias particulares dadas de su ejercicio habitual. De manera similar, incidentalmente, como en el comentario de las Sentencias, Alberto llega a hablar también sobre el problema de los planteamientos de la guerra y de su valoración ética en su comentario del evangelio según san Mateo. El pasaje de Mateo 26, 51-52, según el cual durante la detención de Jesús, uno de sus compañeros le corta una oreja a un sirviente del sacerdote mayor, y en el que Jesús lo exhorta para que guarde la espada en su lugar, le sirve como ocasión para distinguir entre diferentes formas de resistencia de clérigos y laicos contra una injusticia12. La resistencia se puede ejercer, según Alberto, de tal forma que, o bien se intente impedir la injusticia, como, por ejemplo, en el caso de retener a alguien en el momento preciso para que no lastime a nadie, o bien se contra ataque con los medios del poder privado o público. Si se adelanta la resistencia con los medios del poder público y preciso en el momento, como, por ejemplo, en el caso de una guerra dada, entonces no les es permitida la

10 Luc 3, 14 Ioannes Baptista non interdicit militiam, sed tantum praecipit quod contenti sint stipendiis suis: ergo videtur quod militia secundum se non sit illicita. Item, glossa super illud: Contenti estote stipendiis vestris, ita dicit: ‘Iusto moderamine prohibet ne ab eis calumniando praedam exquirant, quibus militando prodesse debuerunt: docens idcirco stipendia constituta militiae, ne dum sumptus quaeritur, praedo grassetur.' Ex hoc idem accipitur quod militia secundum se non est illicita, sed abusus praedae qui fit circa i1lam. Item, nihil ordinatum ad conservationem civilitatis et reipublicae est peccatum: militia potissimum ad conservationem horum duorum ordinatur: ergo non est peccatum. Prima patet per se. Secunda scribitur in ethicis. [...] Solutio. Dicendum quod militia secundum quod militia secundum se non est illicita, sed abusus qui licet multiplex sit, tamen in tribus praeci- pue est, scilicet in concussione innocentium et exactione salarii amplioris quod deserviri possit militando et in exercitiis ad ostentationem virium cum nocumento hominum et rerum, sicut inventa sunt torneamenta [...]. Sunt tamen quaedam exercitia militia militiae necessaria: sicut cursiones et versiones dextrariorum et ars percutiendi et defendendi et proiciendi tela, quae non prohibentur. [...] Quod autem Magister dicit in Littera, dictum est ideo, quia secundum usum consuetum difficulter exercetur sine peccato. Et per hoc peccatum [mejor: patet M.D.] solutio ad omnia illa quae obiecta sunt de militia. (Albertus Magnus, In Sent. IV d. 16B a. 46, Ed. Par. XXIX, 636- 637.)

11 Del mismo, Ed. Par. XXIX, 637: Sed contra hoc obicitur per Gregorium super illud Ioannis 21,3: Vado piscari: qui in quadam homilia quaerit, quare licuit Petro ad piscationem redire post conversionem et non Matthaeo ad telonium: et solvit sic dicens: 'Sunt pleraque negotia quae sine peccatis exerceri vix aut nullatenus possunt; quae ergo ad aliquod peccatum implicant ad haec necesse est ut post conversionem animus non recurrat [...].' Cf. Gregor d. Gr., XL Homiliae in evangelia 1.2, hom. 24 (PL 76, Sp. 1184). 12 Et dicendum est quod iniuria potest repelli pluribus modi. Aut enim repellitur per impedimentum aliquod [...]; et sicut aliquis tenet manum alicuius, ne laedat, vel etiam totum insanientem, ne laedat. Et hoc cuilibet tam clerico quam laico conceditur. Potest etiam repelli iniuria propulsando eam, et hoc dupliciter; aut enim fit vi privata aut publica. Si vi privata: aut cum armis aut sine armis. Sine armis: aut zelo defensionis aut vindictae. Et zelo defensionis sine armis impugnationis, etiam cum armis defensionis omnibus licet tam clericis quam laicis. Vi autem publica et cum armis impugnationis non licet clericis, sed permittitur laicis flagrante iniuria statim cum moderamine inculpatae tutelae'; sed si intervallum sit inter iniuriam illatam et defensionem, non permittitur nisi per eum qui iudex est et ordinariam habet ultionis potestatem; illle enim iusta bella movere potest contra iniuriam facientes. (Albertus Magnus, Super Matthaeum XXVI v. 52, Ed. Col. XXI/2, 627,84 -628, 14.) Cf. también del mismo, Liber de sex principiis t. 7 c. 2, Ed. Par. 1,361.

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resistencia a los clérigos con armas de ataque, pero sí a los laicos, bajo el supuesto de injusticia patente y bajo la dirección de un probo señor protector, formulación ésta, que Alberto probablemente tomó de las Decretales13. Pero, si hay una distancia temporal entre la injusticia cometida y la defensa, entonces sólo está permitido resistirse a la injusticia, de manera pública y con armas de ataque, es decir, con los medios de la guerra, a través de la persona que sea juez y que tenga jurisdicción sobre el poder legal de castigo, ya que solamente ésta podría comenzar una guerra justa contra injusticias cometidas14. Para determinar la posición de Alberto relativa a su valoración de la guerra, sus exposiciones de la Política y de la Ética a Nicómaco, de Aristóteles, son con mucho más fecundas, puesto que ambos textos tratan, de manera directa o indirecta, la problemática de la guerra. Aristóteles se refiere en varios pasajes de la Política al tema ‘guerra’; en la Ética Nicomaquea, lo desarrolla en función de la virtud ética de la valentía, ganando, en efecto, un lugar especial como virtud bélica. Alberto se ocupó dos veces del texto de la Ética a Nicómaco, aunque sólo las tempranas paráfrasis, que además están ligadas con cuestiones, indican reflexiones pertinentes para el tema propuesto. Con ocasión de la pregunta acerca de si la valentía está ligada únicamente con la muerte en guerra, formula un contra argumento, que contiene uno parcial, que él también aprueba en su propia respuesta y que resume el nódulo de su valoración ética de la guerra: bajo su nombre, la guerra genera un mal, que a la vez es un parvo bien, determinación ésta que Alberto probablemente tomó prestada del léxico Papias Vocabulista, Elementarium doctrinae rudimentum15. La respuesta de Alberto frente a la objeción en su conjunto aclara más de cerca este pensamiento: la guerra es un mal para aquel que de

13 Cf. Gregor IX., Decretales I. 5 t. 12 c. 18. 14 Según Hehl, Graciano ya ve en la estratificación una de los objetivos principales de la guerra. Los decretalistas mantienen estos puntos de vista, y establecen como una condición fundamental para la guerra justa el poder legítimo (legitima potestas). (Cf. Hehl- Anm. 8- 197.) Cf. además: Augustinus, Contra Faustum, 22, 74 -75 (CSEL 25, 671 -674). 15 [...] bellum suo nomine importat malum quasi parvum bonum [...] (Albertus Magnus, Super Ethica I. 3 lec. 8, Ed. Col. XIV/I, 183, II 12.) Cf. Papias Vocabulista, Elementarium doctrinae rudimentum, Venecia 1496, ND Turin 1966,40, s.v. 'bellum': Alii per antiphrasim dicunt a bono dictum bellum diminutive, eo quod minime sit bellum [mejor: bonum M.D.].

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forma injusta da pie para la guerra, por lo contrario, es lo mejor para aquel, que la utiliza para lo justo16. Esto significa, en relación con la valentía, que el objeto general de ésta es la muerte, pero, de manera más propia e inmediata, su objeto es la muerte en una guerra tal, que se adelante por mor de la justicia en defensa de la patria17. Determinar la posición de Alberto en su paráfrasis de la Política de Aristóteles es difícilmente posible, puesto que en ninguna parte formula digresiones o cuestiones, sino que únicamente se limita a la reproducción de las reflexiones aristotélicas, aclarándolas, por cierto, siempre a partir de referencias a otros autores. La caracterización aristotélica en el capítulo octavo del primer libro, según la cual el arte de la guerra es parte del arte adquisitivo, la refiere Alberto sin ningún atenuante, modificación o corrección18. Los pasos de su pensamiento se dejan resumir de la siguiente manera: si se parte del principio general según el cual la naturaleza no hace nada imperfecto o en vano, si se asume adicionalmente que las plantas están acá para el arbitrio de los animales, y que éstos, a su vez, para el de los hombres, entonces es válido, en la consecuencia, que la naturaleza en su totalidad está para el arbitrio de los hombres. De este hecho, entonces, se puede inferir que la actividad bélica de los seres vivos, en la que uno ataca a

16 [ ...] quod bellum malum est quantum ad eum qui dat iniuste causam, sed quantum ad illum qui iuste illo utitur, optimum est. (Albertus Magnus, Super Ethica 1.3 lec. 8, Ed. Col. XIV/1, 183, págs. 37-39.) 17 Dicendum quod materia communis fortitudinis est mors et proxima et propria est mors in bellis, non tamen in quibuslibet bellis, sed quae suscipiuntur ex iustitia ad defensionem patriae [...]. (Del mismo. 183, págs. 19-22.) Cf. además del mismo lec. 9 (Ed. Col. XIV /1, págs. 185, 81-93.). 18 Cf. para lo siguiente: Ex omnibus his, supposita quadam propositione generali, scilicet quod natura nihil facit nec imperfectum nec frustra, concludit quod necessarium propter consequentiam hominum gratia hoc fecisse naturam. Ex hoc ulterius concludit quod necessarium propter hoc quod bellica industria animalium, qua unum oppugnat alterum, sit huiusmodi acquisitio acquisitiva: et quia praedativa est pars bellicae et subalternata ei, propter hoc praedativa qua oportet uti ad bestias et ad homines, talis est acquisitionis ministra, hoc est, eorum quae ad vitam et ad bonam vitam pertinent: propter hoc et praedativa utendum est aliquando. Et determinat in quo casu: Quia quicumque nati sunt subici et naturaliter, supple, sunt servi, sicut ante determinatum est, si illi nolunt subici, cum secundum naturam subici debeant (hoc enim secundum naturam iustum est, ut subiciantur) illis potest iuste moveri bellum: et haec fuit causa primi belli. Ad illos ergo potest quis uti praedativa et bellica in auxilium suae domus. (Del mismo, In Politicorum libros VIII 1. 1 c. 6, Ed. Par. VIII, 46.)


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otro, se trata de algo que está para el logro de adquisición útil. Puesto que el arte predatorio, como parte de la actividad bélica, está subordinado a ésta, es aquel que se puede aplicar sobre hombres y animales, un medio de adquisición, es decir, un medio para hacerse a aquello que es suficiente para la vida y para la buena vida, por lo que en ocasiones hay que hacer uso de él. De esta forma, Alberto propone también el caso, de la misma manera sin complementos valorativos, que el mismo Aristóteles justifica como el que corresponde con este estado de cosas – si se sigue su interpretación-: el punto de partida es la reflexión según la cual algunos hombres están por naturaleza determinados para estar subordinados y para ser esclavos. En el caso de que éstos, a pesar de todo, no se subordinen por sí mismos, se puede adelantar una guerra contra ellos con justicia, porque es justo, por cierto, en correspondencia con la naturaleza, que sean subordinados. Esto, añade Alberto, habría sido también la causa de la primera guerra. Por cierto, lo que él haya querido decir con esta indicación, no se deja determinar por fuera de dudas. Por un lado, pudo haber tenido presente una determinada guerra, posiblemente la primera de la que cuenta el Antiguo Testamento19; por otro lado, se podría tratar, no obstante, también de una proposición general, según la cual la guerra habría llegado al mundo, en general, por la causa mencionada. El planteamiento de la guerra como un parvo bien, que ya se encuentra en el comentario de la Ética a Nicómaco, también está presente en dos lugares en las paráfrasis sobre la Política. El primer punto de referencia es la afirmación de Aristóteles, en el segundo capítulo del libro séptimo, según la cual todas las disposiciones y precauciones públicas presupuestadas para la guerra se deben calificar, en efecto, como buenas y justas, pero no en cuanto fin, sino como medios para éste20. El segundo punto de referencia es una reflexión del capítulo 14 del mismo libro séptimo21: punto de partida es la constatación obligada de la teología aristotélica, según la cual lo menos bueno siempre está por mor de lo más bueno. Si se relaciona esta situación con las facultades del alma, que son de diferente cualidad, entonces es válido que se les debe dar prelación a aquellas actividades, que por

19 Cf . en: Num 21, 2Iss., 33ss. (para esto: Dt 2, 24ss.; Ps 136 (135), 17ss.); o en: Jos 6. 20 Cf. Aristoteles, Política VII, 2 1325a 5- 7. 21 Cf. del mismo, VII, 14 1333a 26- 1334a 10.

naturaleza están ordenadas a partir de la mejor parte del alma, especialmente, a aquello que asuma como fin a la parte superior del alma del caso. Una tal estimación de las cosas, así como la elección de lo que prime resultante de esto, según Aristóteles, es válida, en general, para la vida humana, puesto que está dividida en ámbitos opuestos, en trabajo y ocio, en guerra y paz, en actividades necesarias y bellas en lo virtuoso. En consecuencia, se opta el trabajo por mor del ocio, la guerra por la paz, etc. Alberto va más allá de los planteamientos de Aristóteles y expone, con diferentes giros y a partir de indicaciones del caso de Agustín en ambos lugares, que la guerra debe ser calificada como un muy pequeño bien, puesto que con ella se logra la paz, que es un gran bien o, respectivamente, un bien en sí. Por lo tanto, sólo en la medida en que la guerra se ordena a la paz, es decir, en la medida en que es útil, tiene la determinación de lo bueno22. Como prueba en favor del planteamiento de la relación medio – fin entre la paz y la guerra en Agustín, puede servir un extracto de su carta a Bonifacio: La paz – tal escribe Agustín – no se pretende, por cierto, para que se pueda adelantar la guerra, sino que la guerra se lleva a cabo para que se logre la paz23.

II Alberto ofrece una aproximación de carácter ontológico, o mejor, metafísico, en relación con la pregunta sobre la valoración de la guerra, completamente diferente de estas reflexiones éticas, en el comentario redactado aproximadamente entre 1248 y 1252 sobre el De divinis nominibus de Pseudo-Dionisio el Areopagita. Frente al trasfondo del capítulo 11 del texto, que aborda la pregunta acerca de si el concepto de paz es un nombre adecuado

22 Propter quod etiam grammatice loquendo bellum dicitur quasi minimum bonum: quia ipso pax quaeritur, quae magnum bonum est: et inquantum est ad hoc ordinatum, habet rationem boni, ut dicit Augustinus. Quaeritur enim pax bello, ut in pace quilibet suo eligibilissimo bono perfruatur [...]. (Albertus Magnus, In Politicorum libros VIII 1.7 c. 2, Ed. Par. VIII, 637.) Iterum in actibus hominum est bellum et pax: et constat quod pax melior est bello. Et hoc idem dicit Augustinus et accipit rationem a nomine: bel1um enim diminutivum est a bono, et dicitur parvum bonum. Et dicit quod ‘non diceretur bonum aliquo modo, nisi simplex quaereretur bonum in bello, quod est pax: unde bellum habet se sicut utile et pax sicut per se bonum'. (Del mismo l. 7 c. 13, Ed. Par. VIII, 721.) 23 Non enim pax quaeritur, ut bellum excitetur, sed bellum geritur, ut pax adquiratur. (Augustinus, Epistulae 189 (CSEL 57, 131-137, 135).)

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para Dios, Alberto explica en algunas cuestiones la problemática de la paz, y trata, en relación con este contexto, también sobre la guerra como su opuesto contradictorio, aunque el texto mismo no la insinúe en ninguna parte24. En un primer paso va sobre la pregunta acerca de si el concepto de paz ha sido determinado de manera adecuada y suficiente como nombre para Dios. Las primeras seis objeciones formuladas llegan al siguiente resultado: Dios no sólo tiene que ser nombrado con el concepto de la paz, sino también, a la vez, con el de la guerra. Esta tesis es fundamentada a partir del recurso del planteamiento de la causalidad eficiente, según la cual, lo que se observe en algo visto, a saber, división y guerra, tiene que tener algún tipo de correspondencia de género en su causa primera, por lo que es justificado hacerle corresponder a ésta el nombre de ‘guerra’25. Alberto desarrolla su propia solución, que sólo permite como nombre divino la palabra ‘paz’, exclusivamente a partir de un debilitamiento de los contra argumentos26.

24 Sobre el tema de la paz, cf. también los planteamientos de Alberto en el comentario a Mateo: Super Matthaeum c.V,9, Ed.Col.XXI/ 1,114. 25 Cf. sobre esto : Videtur enim quod in isto tractatu insufficienter procedat; sicut enim pax refulget in entibus, ita et bellum; sed quicquid est in entibus, habet aliquid respondens in causa prima; ergo debuit ponere bellurm esse divinum nomen sicut et pacem. (Del mismo, Super Dionysium De divinis nominibus XI n. 4, Ed. Col. XXXVIII/1, 411, 62- 66.) 26 Cf. sobre esto y lo siguiente: Dicendum ad primum quod bellum non potuit esse divinum nomen. Bellum enim potest considerari et in patiente vel suscipiente bellum et in agente; in suscipiente quidem bellum non est nisi privatio perfectionis, in qua erat quies pacis, qua conservabantur res in esse, et ideo oportet quod etiam in agente importet defectum quendam, secundum quod agit ad destructionem. Destructio autem non reducitur in causam universi esse, et ideo ‘bellum’ non potest esse divinum nomen, et maxime cum res, secundum quod multiplicantur per elongationem ab ipso deo, habeant bellum et secundum comparationem ad ipsum unitatem et pacem. [...] Ad tertium dicendum quod quamvis sint in bello elementa, secundum quod sunt contraria, inquantum tamen ordinata ad unum finem, qui est permanentia secundum speciem eorum quae non possunt permanere secundum individuum, concordant agendo etiam et patiendo ad invicem, quia aliter non potest esse continua generatio nisi per mutuas actiones et passiones. Ad quartum dicendum quod quamvis praedicta in suis naturis non sint connaturalia, tamen in ordine ad finem universi connaturalia sunt, secundum quod quaedam iuvantur per alia ad finem ultimum, secundum quod superiora movent inferiora; et in hoc oportet quod sint connaturalia et proportionata ad invicem secundum suas naturas. Ad quintum dicendum [...] si tamen generaliter accipiatur pro omnibus, tunc consensus est omnium, non tamquam sentientium, sed sicut circa quae est sensus et intentio primi moventis, dirigentis unumquodque in finem, sicut intentio dirigentis est in sagitta et intentio animae in instrumentis, quae moventur secundum regimen ipsius. (Del mismo, n. 5, Ed. Col. XXXVII/1, 412,11 -56.)

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Primero manifiesta acuerdo con los representantes de los contra argumentos en que, en el ámbito de lo causado, la guerra es constatable, y que ésta se debe interpretar como un conflicto de elementos opuestos, pensamiento éste, que por lo demás, ya se encuentra en Heráclito27. Por encima de esto afirma que la guerra, para los que padecen bajo ella, no es otra cosa que un carencia, un hurto de perfección (privatio perfectionis), que estaba dada con la tranquilidad de la paz28. Pero esto también vale para aquel que adelanta activamente una guerra, en la medida en que actúa en función de (agere ad) su posible destrucción, esto es, de su muerte, puesto que las cosas solamente se pueden mantener en el ser por la paz. De manera diferente que en las objeciones traídas a cuento, aunque acepta una relación entre la causa y lo causado, Alberto ordena la causa primera a partir de cierto tipo de semejanza frente a la causalidad final, que, a la vez, se tiene que pensar como la máxima unidad posible, y con esto, como el contenido conceptual de la paz. Sin embargo, según Alberto, una causalidad final sólo puede obrar de tal manera que el estar puesto en función de ella o el no estarlo, tenga consecuencias sobre aquellos que estén en el orden organizado a partir del fin. Esto significa en el caso de una causalidad final que, a la vez, es unidad en la máxima medida posible, que en la medida en que las cosas estén en una relación frente a ella, ellas mismas tengan unidad y paz. Sin embargo, en la medida en que se alejan de ella, se multiplican, lo que tiene por consecuencia la formación de opuestos y, de forma indirecta, la generación de disociación o guerra. Por lo tanto, para Alberto la guerra no es un efecto directo de Dios como causa primera, por lo que no puede ser nombrado de forma adecuada con el concepto de guerra, sino que ésta es consecuencia de una relación insuficiente de las cosas frente a él, y con esto, finalmente efecto del status óntico ocupado del caso. Del planteamiento según el cual las cosas se encuentran recíprocamente en guerra por cuanto son

27 Cf. Heráclito, VS B 53. 28 Cf. sobre esto también: [...] quod terminare potest considerari dupliciter [...] aut inquantum est actus terminati, et sic pertinet ad pacem, quia per pacem aliquid quiescens in sua perfectione terminatur in illa. (Albertus Magnus, Super Dionysium De div. nom. XI n. 7, Ed. Col. XXXVII/1, 413,57 -62.)


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opuestas29, sin embargo, no se puede inferir, según Alberto, que entre los opuestos no pueda haber acuerdo de ningún tipo. En la medida en que, por cierto, no podrían sobrevivir según su individualidad, aunque no obstante, estén ordenados al fin relativamente superior del mantenimiento de la especie, coordinan en su actuar y en su padecer, porque solamente a partir de un actuar y padecer recíproco (per mutuas actiones et passiones) podría darse una reproducción continua30. En consecuencia, según Alberto, las cosas no son connaturales frente a las otras en función de su naturaleza (individual), esto es, consideradas por sí mismas, sin embargo, sí lo son dado que están ordenadas al fin del universo y esto, en correspondencia con la circunstancia de que estas cosas son ayudadas hacia el fin último por otras que se mueven y, finalmente, por la primera causa. En relación con esta meta, empero, es necesario que las cosas sean mutuamente connaturales, por lo menos, según sus naturalezas genéricas, y que estén unas con otras en alguna relación31. Esta correspondencia (consensus) es, según Alberto, propia de todas las cosas, en la medida en que el sentido y la intención (sensus et intentio) del primer móvil dirige todo a su fin, así como, por tomar el par de ejemplos de Alberto, en la flecha se presenta la intención del que la dirige y en los instrumentos, la intención del alma, en la medida en que son movidos según su dirección. Por lo tanto, los opuestos, en cuanto son tales, no pretenden la paz, sino en la medida en que están ordenados en función de algo común o de un fin32. La pregunta que se adjunta, acerca de si todo pretende la paz, es planteada de nuevo por Alberto posteriormente en otro contexto y, en ambos es contestada afirmativamente, agregando una precisión, en cada caso, sobre lo que

29 Cf. sobre esto también: [...] dicendum quod aliqua bellant dupliciter et non solum per contrarietatem for- mae, sed etiam per dispositionem, secundum quod habent diversas formas, a quibus diversae operationes exeunt, in quibus discordant entia ad invicem. Unde dicit Philosophus quod si etiam elementa non essent contraria, sequeretur corruptio in mixto, secundum quod unumquodque elementorum tenderet in suum locum. (Del mismo. n. 7, Ed. Col. XXXVII/1, 413,70 -77.) 30 Cf. cita. 26. 31 Cf. lo mismo. 32 [...] quod contraria non desiderant pacem inquantum contraria, sed inquantum coordinata ad unam formam mixti vel unum finem. (Albertus Magnus, Super Dionysium De div. nom. XI n. 6, Ed. Col. XXXVII/1, 413, 34- 37.)

caracteriza y diferencia el tipo y el modo del deseo de paz: la primera precisión establece que la paz en cuanto paz no se pretende y, de esta forma, no se persigue por sí misma (per se) o de manera simple (simpliciter)33. Más bien, lo que se desea por sí es un bien, y la paz, solamente en la medida en que es un bien, esto es, un accidente del bien, puesto que la paz es la tranquilidad de una cosa en el bien. Por lo tanto, el bien no se pretende por mor de la paz, sino la paz en función del bien. La segunda precisión adelantada por Alberto, en uno de los pasajes posteriores, indica que, según la constitución de las cosas, éstas requieren paz (divina) de maneras distintas34. Por los seres dotados con entendimiento y razón, la paz es pretendida y exigida como idea. Los seres naturales la anhelan de manera correspondiente a una imagen o huella, en la que resuena la semejanza con el bien divino. Sin embargo, según Alberto, aquel que esté en situación de conflicto por la intención de paz, es decir, el que quiera adelantar guerra para encontrar tranquilidad en sus propios bienes por la destrucción de los impedimentos, pretende la paz y participa de ella como de una imagen oscurecida. Él demanda, a la vez, guerra y paz, pero no en relación con lo mismo: busca la paz por sí misma, busca la guerra y la separación por los otros, por los que es impedido para descansar en sus bienes. Si quiere, según su obrar, la guerra, entonces pretende, en todo caso, con esto la paz, una contradicción que se puede constatar también en la pretensión de bienes: alguien pretende un mal en cuanto

33 Dicendum quod omnia pacem desiderant [...] et tamen pax desideratur per accidens inquantum est bonum et bonum per se. Est enim pax accidens bono, sicut Sortes accidit homini; est enim pax aliquod bonum et alicui bonum et non simpliciter; est enim pax quies rei in bono. [...] Et ideo falsum est quod bonum desideratur propter pacem, sed e converso pax, inquantum est quoddam bonum. (Del mismo. n. 6, Ed. Col. XXXVII/1, 413, 12 -30.) 34 Dicendum quod pax divina a quibusdam desideratur per speciem, a quibusdam autem per sui simi- litudinem, a quibusdam vero secundum obscuram imaginem. Secundum speciem quidem desideratur a rationalibus et intellectualibus, quae attingere possunt ad accipiendam divinam pacem per speciem. Per similitudinem quidem vel imaginis vel vestigii desideratur a naturalibus, in quibus similitudo quaedam divinae bonitatis resultat. Sed secundum obscuram imaginem desideratur et participatur ab his in quibus est actus contrarii cum intentione ad pacem, sicut est de illo qui vult bellare, ut per hoc destructis impedientibus possit quiescere in propriis bonis; actu quidem vult bellum, sed intendit pacem, sicut est etiam de desiderio boni, quod aliquis desiderans malum intendit in ipso bonum, inquantum habet similitudinem aliquam primi boni, eo quod est bonum ut nunc et hic et imperfectum bonum, deficiens ab universali bono, quod est ubique et semper bonum. (Del mismo, n. 17, Ed. Col. XXXVII/1, 418,70 - 419,2.)

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un bien, mientras tenga una semejanza con este bien. Puesto que se trata en todo caso de un bien contingente e imperfecto, está separado del bien universal, que en todo lugar y tiempo es bueno. Se añade además de manera complementaria a estas reflexiones, que la paz para Alberto no es ninguna virtud, esto es válido para todas las creaturas y, en consecuencia, también para las dotadas de razón y entendimiento. Para ellas es provecho y felicidad35. Es provecho puesto que causa que el espíritu encuentre su tranquilidad en los bienes de la naturaleza, de la gracia o de la gloria (celeste). Es felicidad en el sentido aristotélico y boeciano, en cuanto que se genera como resultado de la acción perfecta de una virtud también perfecta, que se muestra como perdurable, que pone a los virtuosos no sólo por encima de los vicios, sino también de los sufrimientos de los que están en estado de pasividad y de las tentaciones y que les regala una posición eminente.

III Estas reflexiones de Alberto en relación con la pregunta por la valoración de la guerra, que a primera vista parecen más bien disparatadas, se dejan, empero, componer en un todo, aunque provengan de diferentes páginas y contextos de su obra completa, y se deban, adicionalmente, a planteamientos filosóficos distintos: sus reflexiones en el comentario sobre De divinis nominibus acerca del orden de la creación, impregnado por la causalidad final, se pueden entender de tal manera que hacen referencia a condiciones marco de cuño neoplatónico del actuar humano, en la medida en que refieren a las condiciones generales, es decir, a los presupuestos naturales de toda eticidad, o bien, en la

35 Dicendum quod de pace, quae est participata rebus naturalibus inanimatis vel etiam sensibilibus, planum est quod non est virtus; sed nec etiam pax, quae est in rationali natura vel intellectuali, vir tus est, sed fructus vel beatitudo diversa tamen ratione [...]. Cum enim frui sit desiderium quiescere in aliquo propter se cum gustu dulcedinis illius rei, dicetur pax esse fructus, secundurn quod facit mentem quodam gustu dulcedinis quiescere in bonis naturae vel gratiae vel gloriae.Et quia beatitudo, ut dicit Philosophus, est secundum actum perfectae virtutis et est ‘status omnium bonorum adu natione perfectus', ut dicit Boethius, erit pax beatitudo, inquantum est ex actu perfecto perfectae virtutis, elevantis non solum a vitiis, sed ab ipsis passionibus quietantis et temptationibus se duram reddentis et ponentis in quodam altissimo statu; sic enim erit perfecta pax. (Del mismo, n. 15, Ed. Col. X:XXVII/ 1, 417,67 - 418,7.)

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medida en que plantean una “metafísica del actuar”, concepto este, que Wolfang Kluxen desarrolló en relación con la ética tomística36. Los restantes desarrollos de Alberto se pueden leer limitándolos, teniendo en cuenta que ofrecen contenidos éticos o planteamientos concretos orientados por la filosofía práctica aristotélica. El hombre es creatura, y como tal está, junto con su eticidad a partir de la cual se realiza, haciendo parte de un orden que cobija la totalidad de la creación. Este ensamblado es una interrelación causa-efecto determinada por una causalidad final, que debe su estar dispuesto en función de un primero en cuanto fin final de todas sus partes, a este primero mismo. Este fin final es excelencia por perfección: es el bien de manera simple para todos los elementos de la creación, que, a la vez, es lo simplemente simple o bien la unidad en grado sumo, y como tal, es el contenido conceptual de aquello que se puede designar como ‘paz’. En cuanto los elementos estén más cerca de lo primero, así estarán, entonces, más ordenados a éste, y así participarán más de su bondad, unidad, paz y, en consecuencia, poseerán ellos mismos más unidad y paz, o bien tranquilidad en el bien. En la medida en que estén más alejados de lo primero, así serán más múltiples y diversos, y así conformarán recíprocamente oposiciones más fuertes y, serán arrancados de la tranquilidad en el bien, lo que significa ausencia de paz, o bien, guerra. En todo caso, esta situación de guerra no es ninguna de carácter absoluto referida a la totalidad del orden y que lo amenace en su conjunto, sino vale solamente de forma relativa, o sea, referida a las oposiciones del caso. Pero, puesto que los elementos se mantienen en cualquier oposición como parte del ensamblado final, esto es, que son dirigidos en función del todo por la causa primera, o visto de otra manera, puesto que a todos es propio una pretensión por el fin más alto, es decir, por la bondad, la unidad y la paz, la guerra se adelanta por la paz y por la realización de la unidad más alta del caso. En consecuencia, la guerra entre cada uno de los elementos, así pueda llevar aún a la destrucción de cada uno, finalmente es un momento parcial útil en el orden total. Al ser el hombre parte de este orden, entonces la disposición de su obrar está dada de antemano de

36 Cf. W. Kluxen, Philosophische Ethik bei Thomas von Aquin, 2. ed. ampliada, Hamburg 1980, 93 - 101


“Se llama ‘guerra’ a lo que es apenas un mínimo bien”

forma natural en función del fin último, que es el bien o, teológicamente visto, Dios; esto es, que el hombre pretende el bien en todo lo que hace. De la misma manera, el hombre está dispuesto naturalmente a la paz como una tranquilidad en el bien, puesto que el bien es unidad y, en consecuencia, paz. De la manera como realiza el bien en cuanto fin final a través de acciones perfectas de forma correspondiente con la virtud perfecta, alcanzando con esto, a la vez, su felicidad, así también, la paz en cuanto el bien secundum quid. Esta relación natural hacia la paz está también presente, cuando un hombre adelanta sus actividades para la guerra. La guerra como carencia de unidad y paz, es, en efecto, un mal, pero el hombre la adelanta, porque la paz le fue robada, esto es, la tranquilidad de los propios bienes, y él la quiere volver a conseguir y, en esta dimensión, la guerra es por lo menos un parvo bien. Sin embargo, con estas reflexiones sobre la guerra y la paz, no se han nombrado aún los criterios éticos específicos, que permiten juzgar como justo o injusto, como permitido o prohibido, el llevar a cabo una guerra. Más bien ofrecen de nuevo, simplemente, las condiciones metafísicas marco de cualquier acción ética, y esto no en la forma de contenidos frente a los que se deba orientar el actuar, sino, meramente, según el tipo de una estructura formal. Las condiciones éticas específicas, que deben ser satisfechas para poder justificar la utilización de poder bélico, no se encuentran, ciertamente, en la estructura sistemática, así como las expone Tomás de Aquino en la Summa de theologia II-II q. 40. a. 137, sino ligadas, tan solo, a reflexiones particulares; pero, éstas se dejan, en efecto, generalizar: la guerra en sí no es ningún bien. Ella puede, a la vez, ser designada como un muy pequeño bien, esto es, se la puede justificar cuando no se adelanta como un fin en sí mismo, sino como medio para conseguir algún bien. Sin embargo, este bien tiene que ser un bien verdadero, es decir, ningún mal con ropaje de bien. Ambos criterios para una guerra justa, el de la instrumentalización necesariamente ética de la guerra y el de la verdadera bondad de su fin, se encuentran también otra vez en Tomás, dirigidos hacia el pensamiento de la intención recta. Así menciona en la Suma de Teología, como es conocido, en cuanto tercera condición para una guerra que se designe como justa, la

37 Cf. para esto: Beestermöller (Cita. 6) 57- 165, 226 -229.

recta intención de las personas que la adelanten (intentio bellantium recta), a partir de lo cual se pretende promover el bien o evitar el mal; esto es, que una guerra, por ejemplo, no se puede adelantar por odio o por venganza38. De esto hay que distinguir la razón adecuada, que tiene que estar presente, para que se permita adelantar una guerra. Alberto señala acá injusticia patente o efectuada. En este mismo contexto, formula un criterio adicional, que tiene que darse, en el caso de una guerra que haya de designarse como justa: la guerra tiene que darse bajo la dirección de un señor probo, o bien, bajo la conducción de una persona que sea juez y que disponga del poder legal de castigo. Estos dos criterios diferentes de Alberto, aunque en todo caso estrechamente ligados entre sí, se encuentran también de manera similar en Tomás: una guerra, que deba ser justa, requiere una razón justa así como la dirección de un guía, cuya tarea es conducirla39. Mientras que para Tomás, los tres criterios deben ser satisfechos – sobre lo que explícitamente llama la atención – para que una guerra sea válida en cuanto ética, no se dejan obtener informaciones en Alberto de sus textos sobre el respecto, acerca de qué circunstancias de las nombradas tienen que haberse dado para que una guerra se pueda denominar como justa. Sólo se deja establecer que Alberto también conoce todos los tres criterios señalados por Tomás. Sin embargo, lo propiamente resaltable en Alberto, en relación con el tratamiento del problema de la guerra, es que – a diferencia de su alumno – el tema en su totalidad no es discutido exclusivamente en el contexto de una ética filosófica o bien teológica, sino que más allá de esto, genera un fundamento en una cierta ‘metafísica de la acción’ de carácter objetivo y previo. De esta manera, Alberto puede retomar el planteamiento de la guerra, como un pequeño bien y su ubicación en función de su contenido en la doctrina de

38 Tomás de Aquino, S. th. II -II q. 40 art. 1: Tertio requiritur ut sit intentio bellantium recta: qua scilicet intenditur vel ut bonum promoveatur vel ut malum vitetur. 39 Cf. del mismo: Primo quidem auctoritas principis, cuius mandato bellum est gerendum. Non enim perti- net ad personam privatam bellum movere: quia potest ius suum in iudicio superioris prosequi. Similiter etiam quia convocare multitudinem, quod in bellis oportet fieri, non pertinet ad privatam personam. [...] Secundo requiritur causa iusta: ut scilicet illi qui impugnantur propter aliquam culpam impugnationem mereantur.

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la bondad de la totalidad de la creación impregnada de causalidad final, en su Summa theologiae, que quedó incompleta y que redactó después de 1268, para responder a una cuestión principal concreta: en el contexto de la pregunta por la Providencia Divina se manifiesta como problema la gran discrepancia entre el sufrimiento en el mundo, por un lado, y el convencimiento acerca de una dirección sabia y justa del universo, por otro lado; dicho de otra manera y en términos actuales, se señala el problema de la teodicea40: aquello que a primera vista se hace presente como mal, se muestra finalmente como necesario para una buena conducción del todo, si se lo observa a partir de un contexto mayor – así, a tenor de la estrategia de solución de Alberto41.

Bibliografìa (secundaria) Beestermöller, G. , Thomas von Aquin und der gerechte Krieg, Köln, Theologie und Frieden 4, 1990. V.Cavanna, A. , Boockmann, H. , Art. "bellum iustum", en Lexikon des Mittelalters I, 1980. Conrad, H., "Rechtsordnung und Friedensidee im Mittelalter und in der beginnenden Neuzeit", en A. Hollerbach, H. Maier, (eds.), Christlicher Friede und Weltfriede, Paderborn, GörresGesellschaft, Veröffentlichungen der Sektion für Rechts-und Staatswissenschaft, NF 8, 1971. Cramer, V., Albert der Grosse als Kreuzzugs-Legat für Deutschland 1263/64 und die Kreuzzugs-Bestrebungen Urbans IV, Köln, Palästina-Hefte des Deutschen Vereins vom Heiligen Land 7-8, 1933. Dickmann, F., Friedensrecht und Friedenssicherung. Studien zum Friedensproblem in derGeschichte, Göttingen, 1971. Hehl, E.-D., Kirche und Krieg im 12. Jahrhundert. Studien zu kanonischem Recht und politischer Wirklichkeit. Hertz, A. "Die Lehre vom ‘gerechten Krieg' als ethischer Kompromiss", en Handbuch der christlichen Ethik 3, Freiburg/Br, 1982. Monographien zur Geschichte des Mittelalters 19, Stuttgart, 1980. Kluxen, W., Philosophische Ethik bei Thomas von Aquin, 2º ed. ampliada, Hamburgo, 1980. Nohn, E. A., Art. "Krieg", en Historisches Wörterbuch der Philosophie 4, 1976. Regout,R. H. W. , La doctrine de la guerre juste de Saint Augustin a nos jours, ND Aalen, 1974.

40 Propter quod etiam bellum quasi parvum a bono denominatur; quia quamvis in se malum sit, tamen bellum sive parvum bonum est in hoc quod ipso bonum pacis quaeritur. Ita est in mundo, quod quae in singulis confusa et inordinata et mala esse videtur, ad bonum universitatis relata sapientissime et decentissime et iustissime facta esse inveniuntur. Sic enim si justus flagellatur vel aliud adversum patitur vel purgatur vel eruditur vel probatur, sine quibus universitas non bene gubernaretur. (Albertus Magnus, Summa theologiae I, t. 17, q. 67. Ed. Par. XXXI, 676-677.) 41 Una posición semejante defiende, por ejemplo, Boecio en De consolatione philosophiae V.

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Russell, F. H., The Just War in the Middle Ages, Cambridge Studies in Medieval Life and Thought 8, Cambridge, 1975. von der Vogelweide, Walther, “Reivchstron” 8, en K. Lachmann (ed.), Gedichte, Berlín, H. Kuhn, 1965.


EXTRACTOS DE LOS COMENTARIOS A LAS CUESTIONES SOBRE LA GUERRA Y EL HOMICIDIO DE LA SUMA DE TEOLOGÍA DE TOMÁS DE AQUINO Francisco de Vitoria Introducción y traducción: Jörg Alejandro Tellkamp*

Francisco de Vitoria sobre la población civil en una guerra Quid enim pace pulchrius? Quid tetrius bello? Pacem appetunt omnes, eaque gaudent quasi bonorum omnium fonte; bellum aversantur quasi summum malum. Belli nomine mala omnia, pacis appellatione bonorum copiam solemos significare.1

A lo largo de la historia de la filosofía, sobre todo a partir de la Edad Media, la reflexión sobre la guerra ha jugado un papel importante con miras a delimitar el alcance de la misma e imponer criterios morales y jurídicos claros que permitieran llevarla a cabo2. Posteriormente, en el siglo XVI se destaca claramente la figura del dominico Francisco de Vitoria (c. 1480-1546), cuya obra es comúnmente considerada como un hito con respecto a una formulación articulada de las pretensiones españolas en las colonias americanas, pero también en cuanto al desarrollo hacia una teoría de los derechos subjetivos3. A continuación no pretenderé llegar a conclusiones nuevas y, por tanto, presentaré primero un esbozo, por cierto esquemático, de la teoría de las justas causas para la guerra, tal como nos las presenta Vitoria en su obra central, la Relectio de iure belli. El esquema servirá para enfocar, de manera más específica, un tema que propiamente pertenece ya no a la problemática del derecho a la guerra, sino al derecho de la guerra, es decir a la reflexión sobre los parámetros que, desde un punto de vista normativo, tienen que ser observados, una vez la guerra ya está desarrollándose. Se trata de la pregunta de si la muerte de inocentes, es decir de la población civil no combatiente, es lícita en el transcurso de una guerra

* 1 2

3

Profesor Departamento de Filosofía - Universidad Nacional de Colombia Juan de Mariana, De rege et regis institutione libri III, Toledo, 1599. Véase Jonathan Barnes, “The Just War”, en Norman Kretzmann et al. (eds.), The Cambridge History of Later Medieval Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 1982, págs. 771-784. Véase Anthony Pagden, “Introduction”, en Francisco de Vitoria, Anthony Pagden y Jeremy Lawrence (eds.), Political Writings, Cambridge, Cambridge University Press, 1991, pág. XXVIII.

justa. En segundo lugar y para finalizar este breve escrito, ofreceré una traducción parcial del Comentario a la Secunda Secundae quaestio 40 articulus 1 (si guerrear es siempre un pecado) y posteriormente la traducción de la quaestio 64 articulus 6 (si es lícito en algún caso matar a un inocente), textos en los cuales Vitoria analiza de manera general este asunto.

1. ¿Es la guerra justa de suyo? En una primera aproximación al concepto de guerra, es importante recalcar que para Vitoria la guerra misma no constituye un fenómeno de suyo reprehensible, de ahí su respuesta negativa a la pregunta de si la guerra es siempre un pecado. A diferencia del concepto de homicidio, que connota analíticamente una injusticia, al quitarle a alguien injustamente su vida, es la guerra de suyo neutra respecto de una calificación normativa en términos de un bien o mal moral o jurídico. Justamente la neutralidad en principio de la guerra hace posible reflexionar sobre las condiciones, por las cuales una guerra pueda ser llamada justa o injusta. La calificación de la guerra como justa o injusta depende esencialmente de factores extrínsecos que la motivan. En esto se parece a cualquier otro acto físicamente observable; por ejemplo, al ver que una persona toma en sus manos un objeto, se pueden hacer varias conjeturas sobre cómo calificar este hecho: a) como robo, b) como la apropiación justa de algo, c) como un acto de examinar el objeto, etc. Asimismo, la interacción violenta entre personas o grupos de personas no es un hecho que se interprete a sí mismo. Esto es importante para Vitoria, porque de esta manera se distancia de entrada de posturas netamente pacifistas, que él identifica con la de Tertuliano y de Lutero4. Los motivos, sin embargo, que llevan a Vitoria a no adoptar una crítica global de guerra, tampoco lo arrastran a una postura que enfáticamente acoge la guerra, es decir en el sentido en que cualquier guerra sea justificada por cualquier razón. En el espacio teórico entre una teoría pacifista y una tendiente a aceptar cualquier guerra como lícita, se sitúa Vitoria con su teoría de las justas causas para una guerra. Él considera

4

Véase Francisco de Vitoria, Relectio de iure belli o paz dinámica, Escuela española de la paz, Primera generación 1526 - 1560, L. Pereña, et al. (eds.), Madrid, C.S.I.C, 1981, pág. 101; Comentarios a la Secunda Secundae de Santo Tomás, Vicente Beltrán de Heredia (ed.), tomo 1, Salamanca 1932, págs. 279sq.

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que, si una guerra no cuenta con las condiciones suficientes que la justifiquen, ésta ha de ser calificada como injusta y, por tanto, como moral y legalmente reprehensible.

2. Los requisitos para una guerra justa El punto de partida para la discusión sobre las justas causas para una guerra es, sin duda, la Summa Theologiae II-II q. 40 a. 1 c de Tomás de Aquino (1124/5-1274), texto que Vitoria comentó ampliamente, y al que tomó como referencia central para su Relectio de iure belli. Para efectos de una mejor comprensión se reproduce aquí de forma abreviada dicha cuestión 40, artículo 1, corpus de la Suma Teológica del dominico italiano: Yo respondo diciendo que, para que una guerra sea justa, se requieren tres cosas. Primero se requiere la autoridad del príncipe, por cuya autoridad se promueve la guerra. No es propio de la persona privada promover una guerra, porque puede buscar su derecho ante el juicio de un superior. Asimismo, la persona privada tampoco puede convocar la multitud necesaria para llevar a cabo una guerra. Dado que la preocupación por la República ha sido otorgada a los príncipes, a estos les compete salvaguardar el interés público de la ciudad o del reino o de una provincia súbdita […]. En segundo lugar se requiere que la causa sea justa, es decir para que aquellos que son atacados merezcan el ataque por alguna culpa […]. En tercer lugar se requiere que la intención de los que luchan la guerra, sea justa, es decir que sea una intención que pretenda promover el bien o evitar el mal. […] Puede, sin embargo, ocurrir que una autoridad legítima comience una guerra y con justa causa, pero que la convierta en una guerra ilícita debido a una intención depravada […]5.

sorprendente en cuanto que Vitoria, a diferencia de Tomás, tiene un enfoque marcadamente jurídico de la justicia de la guerra, lo cual relega a un segundo plano calificaciones morales sobre la rectitud de la intención de aquel que emprende la guerra. Este enfoque jurídico también se puede constatar en la Relectio de iure belli. El planteamiento tomasiano articula los siguientes requisitos para una guerra justa: a) La guerra tiene que ser declarada por una autoridad pertinente, que tiene en cuenta el bien común de la República. Vitoria explota este punto ampliamente en todos sus textos sobre el asunto. b) La causa, que lleva a la declaración de guerra, tiene que ser justa, es decir que según Vitoria, tiene que haber existido una injuria que amerite la declaración de guerra. Es importante anotar que, al hablar de iniuria, Vitoria no piensa en una calificación moral, como la que sugiere la traducción al español (injuria), sino en una violación de derechos, es decir en la negación de un derecho que un reino o estado puede hacer valer ante otro (in-iuria). c) La intención, con que se declara la guerra, tiene que ser recta, es decir que tiene que ser tal que la finalidad de la guerra apunte claramente a la consecución del bien común. Vitoria, como ya se ha dicho, no discute directamente este punto, pero hace entrever que una guerra justa necesariamente se hará en pro del bien común de la República. Para Tomás es claro que estos tres requisitos son concomitantes, es decir, que se tienen que dar conjuntamente, de lo contrario se podría pensar en una guerra, que cumple, por ejemplo, con el requisito de la justa causa, pero no es declarada por la autoridad competente, sino por una persona privada.

3. El problema de la muerte de inocentes En una comparación del texto del Aquinate con el comentario de Vitoria, y dado que éste no comenta estrictamente ad litteram, se aprecia que este último omite una discusión estructurada acerca del tercer requisito para una guerra justa: la recta intención. Esto es, a primera vista, asombroso. Sin embargo, deja de ser

5 La traducción es mía.

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Ya en el comentario a la cuestión 40 artículo 1, Vitoria se preocupa ampliamente por el problema de la muerte de inocentes en el transcurso de una guerra. Por supuesto hay que aclarar que, para el autor salmantino, la distinción entre nocens e innocens no representa una categoría moral, según la cual el inocente no ha cometido crimen alguno o no ha cargado con culpa alguna. Se trata más bien de la distinción entre la población combatiente y la población no combatiente.


Extractos de los comentarios a las cuestiones sobre la guerra y el homicidio de la Suma de Teología de Tomás de Aquino

Los inocentes son entonces aquellos que de hecho no empuñan un arma y que no pueden participar de acciones bélicas, por ejemplo los niños y las mujeres. Más allá de ser una preocupación netamente teórica, la muerte de inocentes se convierte en un problema real a la luz de la manera en que se llevaban a cabo las guerras en el siglo XVI, siendo el punto de referencia para Vitoria sobre todo las guerras contra los turcos y no la conquista de América. Esbozando someramente lo dicho en la Relectio de iure belli, en el Comentario a la Secunda Secundae cuestión 40 artículo 1 y cuestión 64 artículo 6, se puede resumir la argumentación de la siguiente manera, omitiendo, claro está, los problemas que los textos pueden suscitar: a) De suyo no es lícito matar a un inocente directa e intencionalmente. b) Sin embargo, es lícito matar a inocentes accidentalmente, cuando: i. No es posible distinguir entre población combatiente y no combatiente, por ejemplo en el caso del uso de artillería para conquistar una ciudad; ii. La acción tiene una relación directa con la consecución de la victoria. c) Esto excluye que inocentes puedan ser objeto de represalias, después de haber alcanzado la victoria, como por ejemplo con el fin de vengar la injuria recibida o para evitar que los aún inocentes en el futuro empuñen un arma. Vitoria tampoco considera lícito que los inocentes formen parte del botín del invasor, si con esto no se realizan fines estratégicos que garanticen la consecución de la victoria. Todas estas condiciones son válidas, si se asume que se trata de una guerra justa, es decir de una guerra que se encuentre motivada por una injuria recibida y que haya sido declarada por una autoridad competente con miras a preservar el bien común de la República. Si la guerra no fuese justa, todas las acciones realizadas en ella serían a fortiori ilícitas, es decir tanto matar a la población no combatiente como a la población combatiente. El caro lector podrá formar una imagen a su juicio acerca de este tema con base en la traducción que se adjunta.

4. El Comentario a la Secunda Secundae El Comentario a la Secunda Secundae es un texto que procedió de la docencia, cuando el dominico Francisco de

Vitoria comentó ante sus estudiantes la totalidad de la Secunda Secundae de la Summa Theologiae de Tomás de Aquino. La lectura y el comentario de las cuestiones 1 a 56 se realizaron en los años 1534 y 15356, y ciertamente la célebre Relectio de Iure Belli, leída el año 1539, se basa en el dicho Comentario de la cuestión 40 7, de la cual se adjunta la parte correspondiente a la muerte de inocentes. Otro texto que trata este tema es el artículo 6 de la cuestión 64, cuyo tema central es el homicidio. Este texto es posterior a la Relectio de homicidio, leída en Salamanca hacia el año 15308, pero es anterior a la Relectio de Iure Belli (1539), habiéndose leído esta parte del Comentario hacia el año 1537. El estilo un tanto desorganizado y narrativo del texto aquí traducido, se debe en primer lugar a que Vitoria mismo no redactó sus clases, sino que éstas fueron anotadas por algunos estudiantes suyos, entre los que sobresalió un bachiller de nombre Francisco Trigo9. El comentario de Vitoria a la Secunda Secundae no es un comentario sensu stricto en el sentido técnico, según el cual el texto por comentar era leído primero, y, en segundo lugar, era desglosado para, en tercer lugar, ser comentado. El estilo es más bien el de una lectura que retoma con alguna libertad los temas planteados por Tomás, cosa que se ve claramente en las traducciones adjuntas.

Francisco de Vitoria, Comentario a la Suma de Teología II-II10 Cuestión cuadragésima: Sobre la guerra Artículo primero: Si guerrear es siempre pecado […] 9 – Existen dudas sobre si es permitido matar en una guerra. Respondo: si es necesario para obtener la victoria, es permitido, así como es permitido matar a hombres particulares que perturban la República.

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En cuanto a los datos bio-bibliográficos del Comentario, véase la introducción de Vicente Beltrán de Heredia en Vitoria, op. cit., págs. VII-XLVIII. 7 Véase Luciano Pereña, “Estudio preliminar”, en Francisco de Vitoria, Relectio de iure, pág. 70. 8 Ibid. 9 Véase Beltrán de Heredia, op. cit., pág. XVI. 10 Francisco de Vitoria, Comentarios a la Secunda Secundae de Santo Tomás, Beltrán de Heredia (ed.), tomo 2, Salamanca 1932, págs. 279293. La traducción es mía.

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10 – Pero existen dudas. Supongamos que los españoles vencen: ya no temen el peligro y hacen que el enemigo huya. [Se duda] si es permitido perseguirlos y matarlos, porque, para así decirlo, su muerte ya no sería necesaria para la victoria. Respondo que es del todo permitido matarles. Razón: el Rey tiene la potestad no solamente de recuperar las cosas, sino también de castigar a los enemigos, aún después de que han conquistado la ciudad. Asimismo el Rey puede matar aquellos ciudadanos que hubiesen incendiado la ciudad, y no solamente confiscar sus bienes. Esto es obvio, porque si no fuese permitido matarlos, no se podrían evitar las guerras y estas inmediatamente volverían a repetirse. En segundo lugar digo que no sería lícito matar a todos los enemigos, sino que es la regla de acogerlos. Asimismo el Rey no puede castigar a todos los ciudadanos de una ciudad justa, porque se rebelarían contra él, sino que solamente puede castigar a algunos. Así tampoco puede matar a todos los enemigos, sino que tiene que constatar si esta fue la primera guerra que estos emprendieron contra nosotros. Además [hay que constatar] si han sido movidos sin causa alguna o con causa. En tercer lugar digo que no es lícito matar a los enemigos alcanzada la victoria, cuando estos han luchado justamente, y si aquellos ya no presentan un peligro. Así, cuando el Rey de España asedia justamente la ciudad de Bayona, [sus ciudadanos] se defenderán lícitamente, y si no se defendiesen, serían traicioneros. Digo que si el Rey de España captura la ciudad, y si [sus ciudadanos] no presentan peligro, entonces no los puede matar. La razón está en que son inocentes. A no ser que exista el peligro de una guerra, como cuando se encuentran en una guerra actual, es lícito contrarrestar la fuerza con la fuerza. [En ese caso] y suponiendo que los enemigos son inocentes, es lícito matarlos como en el caso expuesto. 11 – Duda sobre si en aquella guerra se pueden matar a niños inocentes. Yo coincidía con algunos [miembros] del Consejo Real. Este afirmaba que habría que consultar, si se pueden matar a todos para que se lleve a cabo una guerra buena. En primer lugar digo que todos que pueden portar un arma, se asumen como peligrosos, porque se presume que defienden al Rey de nuestro enemigo. Es lícito matarlos, a menos que conste lo opuesto, es decir que no tengan culpa alguna (extra noxam). En segundo lugar digo que, donde sea necesario matar inocentes con el fin de conseguir la victoria, es lícito [matarlos]. Esto es como cuando se conquista una ciudad: es 140

necesario bombardearla11. De esto se siguen las muertes de inocentes, porque estas se dan accidentalmente. Acerca de esto no hay dudas, así como cuando se conquista una fortaleza. En tercer lugar digo que cuando la ciudad se haya capturado y los que hayan llegado a la victoria ya no se encuentran en peligro, no le es permitido al Rey matar a los inocentes, así como lo son los niños, los religiosos y los clérigos que no prestan ayuda [al enemigo]. La razón de ello es clara: estos son inocentes y no es necesario matarlos con el fin de obtener la victoria. Sería herético decir que fuese necesario matarlos en ese caso. Y así, donde se pueda distinguir entre enemigos peligrosos e inocentes, no se pueden matar intencionalmente [a los inocentes]. […]

Comentario a la Cuestión 64 Suma de Teología II-II12 Cuestión sexagésima cuarta: Sobre el homicidio Artículo sexto: Si es lícito en algún caso matar a un inocente 1 – No se indaga acerca de si es lícito absolutamente y de suyo, sino si es lícito en algún caso. [Tomás] hace una distinción de acuerdo con la cual ‘hombre’ se puede considerar de dos maneras. Una manera, de suyo. La primera conclusión es que de esta manera no es lícito matarlo, porque, aunque sea un pecador, tenemos no obstante la obligación de amarlo. De otra manera se le puede considerar en un orden y en comparación con otros. La segunda conclusión es que de esta manera es perfectamente lícito darle muerte. La tercera conclusión: de ninguna manera es lícito matar a un inocente. 2 – Pero existen dudas sobre si existen algunos casos en que sea lícito darle muerte [al inocente]. Parece que sí, porque Santo Tomás dice que es lícito matar al hombre pecador en pro del bien de la República, y la causa por la cual se le mata no sería un pecado, sino, en pocas palabras, el bien de la República. Por tanto, si la muerte de inocentes conviene al bien de la República, sería lícito matarlos. Por ejemplo, el Rey de los turcos invade a los reinos cristianos – de lo cual Dios nos salve – y promete que nadie sea matado si le fuese entregado un predicador inocente, quien predicaba contra los sarracenos, para matarlo. También si exige que [los

11 Original en español. 12 de Vitoria, 1934, op.cit., tomo 4, págs. 298-302.


Extractos de los comentarios a las cuestiones sobre la guerra y el homicidio de la Suma de Teología de Tomás de Aquino

cristianos] lo maten, parece que es lícito matarlo para liberar el reino o la ciudad. Esto se confirma, porque es mal mayor que todos sean matados a uno solo. En segundo lugar se confirma lo dicho, porque, si el Rey de los turcos exigiese [la entrega] de un predicador cristiano para matarlo para que seansalvados todos los demás, sería lícito entregárselo. Por tanto, este sería matado. Asimismo, aquel predicador tiene la obligación de ofrecer su vida para liberar a su patria, entonces, ¿por qué no podrían otros ofrecer la vida [del predicador] y matarlo? Igualmente, tal como no solamente es necesario para la salud de todo el cuerpo cortar el miembro podrido, así también hay que cortar el miembro sano; así también hay que matar a un inocente. Cualquier hombre de la República tiene una relación con la totalidad de la República tal como el miembro se relaciona con la totalidad del cuerpo. Como dice Aristóteles, todo lo que atañe al hombre, atañe a la República, y más a la República que a él mismo13. Por tanto, así como sería lícito cortar un miembro sano en pro de la salud de todo el cuerpo, así también parecería que es lícito matar a un inocente en pro de la salud de la República. A esto respondo de manera tajante que no es lícito de ninguna manera matar a un inocente, ni contra la voluntad ni voluntariamente. – En contra se arguye que la vida de estos inocentes es necesaria para la salvación de la República. – Yo niego esto, porque esto se debe a la malicia de otros, es decir de los turcos. En segundo lugar digo: suponiendo que la vida de estos inocentes fuese necesaria [para la salvación], tampoco sería lícito matarlos. Por cierto, que estos maten a aquellos no es un medio necesario, porque esto es de suyo malo; y no se deben hacer males para que con ellos se hagan bienes. Por eso digo que también en este caso no es lícito, porque, dado que la muerte de inocentes es intencional, estas muertes se basan en la malicia y realizan una acción objetivamente ilícita aquellos que los matan. Por eso respondo a los argumentos que esto no es necesario, porque seríamos los lictores de los turcos si matásemos a inocentes y cometeríamos un mal. Asimismo, si los turcos le dijeran a su lictor: mata a un cristiano, si no, es decir si no lo matas, incendio toda la ciudad, es claro que para el lictor no es lícito matar al cristiano para que los turcos no incendien la ciudad. Así, ninguna otra persona podría lícitamente matar a un inocente para liberar a la

13 Aristóteles, Política I, 2.

República. Sansón, sin embargo, y otros se mataron entre sí lícitamente, pero esto se hizo usando su propio derecho y realizando acciones objetivamente lícitas, como por ejemplo la defensa de la República. Por eso de esta manera un inocente puede justificadamente morir; de otra manera no. Asimismo, el inocente tiene la obligación de ofrecerse para morir en defensa de la República. Y en cuanto [a la analogía del] miembro en relación al cuerpo, digo que no existe una semejanza [con el inocente y la ciudad], porque el miembro no puede sufrir una injuria, dado que no posee un bien propio con respecto al cual tenga un derecho. El hombre, en cambio, puede padecer una injuria, ya que el hombre tiene un bien propio con respecto al cual tiene un derecho. De esta manera digo que es absolutamente lícito cortar la mano, porque esta de suyo no sufre, sino el hombre [entero], y porque esta es un miembro y un bien, por lo menos para el hombre, pero no para con ella misma. Pero el inocente es un bien para consigo mismo y este en sí mismo sufre, y por ello no es lícito matarlo. 3 – Pero en segundo lugar se arguye: dado que el Rey puede enviar a la guerra al soldado inocente, suponiendo que éste morirá con seguridad; pero esto es matar a un inocente: por tanto [etc.]. Digo que este argumento es falso, porque el Rey no envía al soldado para que éste de suyo sea matado, sino para que combata a los enemigos, y esto es lícito. Con todo, si pudiese evitarlo, lo evitaría. De lo contrario, [la posibilidad de] que sea matado significa usar su propio derecho y realizar acciones objetivamente lícitas. 4 – En tercer lugar se arguye: dado que es lícito en una guerra dar muerte a inocentes a sabiendas, es decir con intención: por tanto [etc.]. Queda demostrada la premisa, porque es lícito matar indiscriminadamente a todos los hombres invasores, entre los cuales están algunos inocentes; por tanto, es lícito intencionalmente matar a inocentes. Se responde que en una guerra justa todos se presumen agresores (nocentes). Esta solución, sin embargo, no es satisfactoria, porque no siempre todos son presumidos como agresores, por el contrario, muchas veces se constata que son inocentes, sobre todo porque de ellos no se espera que sepan que el Rey esté promoviendo una guerra justa o injusta, a la que tienen que ir. Por cierto, si no fuesen [a la guerra], pecarían mortalmente, porque tienen la obligación de obedecer las ordenes del Rey y reflexionar sobre la justicia de la guerra. Por eso, si el emperador invadiese a Francia, los franceses tendrían la obligación de defender el reino, porque ellos no tienen la 141


DOCUMENTOS • Francisco de Vitoria

certeza de que a su Rey no le es permitido defender su reino. Por tanto, no solamente hacen lo que es lícito, sino también lo que tienen la obligación de hacer. En este caso muchos inocentes mueren. Al responder esto, distingo [dos razones por las que se mata a inocentes]: intencionalmente, y esto lo niego, o accidentalmente, y esto lo concedo. Accidentalmente se puede lícitamente matar a inocentes, porque se estima [a alguien como] inocente por ignorancia. Por eso es accidentalmente inocente, y de esta manera es lícito matarlo, porque [nos] invade como si fuese un agresor y enemigo, aunque de suyo se le estime como inocente por ignorancia. De lo contrario no se podría llevar a cabo una guerra justa. Así también se puede matar a un inocente que se apropia de mis cosas, sobre las cuales yo tengo un derecho de propiedad. Es cierto que esta es una razón por la cual hay que temer mucho a las guerras que se promueven entre cristianos, porque es grave que inocentes sean matados, cuando en ambas partes hay inocentes. Pero cuando de otra manera no se pueden recuperar las cosas, es lícito matarlos. 5 – En cuanto a esto existe la duda sobre si es lícito matar a aquellos enemigos de los que se conoce su inocencia, y cuando su muerte no es necesaria para la victoria, es decir, cuando la victoria ya se ha obtenido. Por ejemplo, después de haber vencido a los franceses, una ciudad es dada al saqueo. Cuando ahora se constata que son inocentes, es lícito darles muerte. Este caso es frecuente en guerras entre cristianos, pero no en otras guerras en las cuales todos se suponen como enemigos. Y de tal manera, en guerras entre cristianos, donde se sepa que todos son agresores, dado que ellos mismos participaron en la guerra, es lícito matarlos después de haber alcanzado la victoria. A esto respondo que, si no es necesario para la victoria y para recuperar nuestras cosas, no es lícito de ninguna manera, porque de ninguna manera es lícito matar a inocentes, a no ser que sea por accidente. Habiendo la victoria y cuando ya [todos] se encuentran a salvo, si se matara a un inocente, esto se haría de suyo y no por accidente, es decir en defensa propia, dado que ya [todos] se encuentran a salvo. En tercer lugar digo que, aún habiendo pasado el peligro, mientras no se encuentran a salvo ni están muy seguros, es entonces perfectamente lícito matar a los inocentes que prestaron ayuda y que portaron un arma, porque entonces lo hicieron en defensa propia. Ellos temen, sin embargo, que tales inocentes, cuando sobreviven, se rebelarán y que serán un peligro para tal efecto, porque estos dentro de un año nos 142

invadirán. Se procede entonces de acuerdo con los alegatos y las pruebas; se teme que estos sean un peligro, por tanto son agresores. Sin embargo, cuando no existe ningún peligro, se da lo contrario. 6 – Contra esto se alega. En la guerra contra los sarracenos es necesario matar a niños, y no obstante esto significa matar a inocentes intencionalmente, porque es cierto que estos no tienen uso de la razón. Esto lo hicieron, como me habían señalado, los soldados alemanes en la guerra de Túnez, que un alemán14 mató un niño turco. Malamente se puede decir que esto sea lícito, porque se tema un peligro, es decir que el niño, cuando haya llegado a una edad más avanzada, empuñe el arma y cause daño. Pero creo que esta solución es falsa y sin fundamento. Por eso digo que de ninguna manera es lícito matar ni a niños, ni a mujeres en la guerra contra los sarracenos; tampoco en una guerra entre cristianos, porque es obvio que de ellos no proviene peligro alguno. Es también obvio que éstos no causan ningún daño. En segundo lugar digo que por derecho de guerra es lícito matar a niños inocentes accidentalmente, como cuando procedemos con máquinas contra los muros y casas; estas máquinas derrumben la ciudad y niños [algunos] son matados, aunque, sígase de ello lo que se quiera, se hace uso del derecho de guerra en el empeño de recuperar la propiedad. 7 – En último lugar se arguye. Es lícito expoliar a inocentes, como a los campesinos, cuando es cierto que sean inocentes, y también [es lícito] llevarlos cautivos a una guerra justa. Con todo, el cautiverio es comparable con la muerte, por tanto es lícito matar a inocentes. También es lícito robar a inocentes en una guerra justa, porque todos los bienes se consideran propiedad de la República y como si se hubiesen quitado a la República. A esto se responde que esto es lícito, pero lo es accidentalmente, porque de suyo la guerra es promovida solamente contra una República enemiga. Pero como los inocentes forman parte de una República, y como el peligro proviene de esa República, por eso son capturados y expoliados los inocentes. Pero de esto no se sigue que sea lícito matarlos intencionalmente. […]

14 Original en español.


Extractos de los comentarios a las cuestiones sobre la guerra y el homicidio de la Suma de Teología de Tomás de Aquino

Bibliografía

Bibliografía (secundaria)

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HOBBESIAN MORAL AND POLITICAL THEORY. Studies in Moral, Political, and Legal Philosophy. Gregory S. Kavka, Princeton, Princeton University Press, 1986. Laura Quintana*

Aunque la publicación de este libro data de algunos años, las tesis que allí se defienden siguen estando presentes en las discusiones académicas sobre filosofía hobbesiana y, en general, sobre filosofía política. Así se realiza, en parte, la pretensión que el autor anuncia en el prefacio del texto: introducir a Hobbes en la lista de pensadores selectos en el debate sobre filosofía moral y política, integrada por Kant, Locke, Marx y los utilitaristas clásicos. En esa medida, de acuerdo con las pretensiones de Kavka, también las ideas de Hobbes sobre el estado y la moralidad tendrían relevancia para resolver situaciones de conflicto como las que se plantean en la actualidad. Sin embargo, este intento de aproximación implica reformular algunas ideas, refutar otras y derivar de ellas algunas conclusiones liberales, extrañas a la posición de Hobbes. Aunque, para el autor, esto no afecta el sentido general de la filosofía hobbesiana ni su punto de vista netamente conservador, ello puede dar lugar a algunos cuestionamientos, sobre todo en relación con las tesis que el filósofo

*

Filósofa – Universidad de los Andes. Estudiante de Maestría en Filosofía – Universidad Nacional de Colombia.

introduce en defensa de un poder estatal ilimitado e indivisible, y que Kavka sustituye por otras más acordes con los actuales estados democráticos. A favor de la claridad del análisis, resulta acertado que al considerar el Leviatán, texto que Kavka elige para construir su interpretación, se separen los aspectos descriptivos de la teoría hobbesiana de aquellos normativos, a los cuales dedica, respectivamente, la primera y la segunda parte del texto. Desde esta separación se muestra que el tratamiento hobbesiano de los motivos primarios de la acción humana y de la interacción entre los individuos no es meramente descriptivo, sino que supone algunos elementos ideales – la racionalidad de los hombres y ciertas circunstancias hipotéticas– pero además, que el contenido prescriptivo de la teoría depende fundamentalmente de la parte descriptiva, pues es a partir de los elementos que esta última pone sobre el tapete, que se establecen los deberes y obligaciones morales de los individuos dentro y fuera del Estado. Aunque desde esta separación, la teoría se enfrenta a la falacia naturalista, Kavka puede defenderla con cierta plausibilidad, mostrando que la argumentación hobbesiana no supone una naturaleza humana para inferir que hay que promover ese modo de ser, sino que adopta un tipo de estrategia legítima, como se muestra en el argumento central del Leviatán, el argumento contra la anarquía, cuya forma general se podría expresar en los siguientes términos: Se parte de una premisa normativa, que resulta incontrovertible para todo ser humano, acerca de cuáles serían condiciones sociales poco deseables, por ejemplo, “violencia e inseguridad combinadas con bajo desarrollo económico”. Luego, se establece una

premisa acerca de la naturaleza de los hombres, que se caracterizaría por los siguientes rasgos: cada individuo se interesa primeramente por su propio bienestar (egoísmo), tiende a evitar su muerte, se preocupa por su reputación y por su futuro, compite con otros individuos por la satisfacción de sus deseos, es igual a los demás en la medida en que es igualmente vulnerable de perecer a manos de otro. Se establece, entonces, que un grupo de personas con tales características estaría en la condición más indeseable, a menos que tome ciertas medidas, en el caso hobbesiano, “un poder ilimitado y unitario”. Por último, se concluye que para evitar el estado social que menos se desea, se deben tomar el tipo de medidas señaladas. En relación con la naturaleza humana que la teoría plantea en su parte descriptiva, Kavka se separa de cierta tradición crítica, al considerar como errónea la identificación de aquella con lo que denomina “egoísmo psicológico”. De acuerdo con su interpretación, para hacer más plausible la argumentación hobbesiana habría que suponer un “egoísmo predominante”, de acuerdo con el cual, en relación con las acciones de los hombres, los motivos que tienen que ver con el beneficio propio tienden a predominar sobre los motivos altruistas, lo cual, no niega que se den estos últimos, sino que estos se dan entre pocos individuos, generalmente, en relación con individuos cercanos, en algunas situaciones y bajo ciertas condiciones de bienestar y seguridad. Esto, sin embargo, es claramente una reformulación de Kavka de ciertas asunciones que en el Leviatán se tratan con algo de ambigüedad. Sin duda alguna, un aporte considerable de la aproximación de 147


LECTURAS • Laura Quintana

Kavka es su análisis detallado del argumento contra la anarquía. Dada la importancia que éste adquiere desde esta interpretación de la filosofía hobbesiana y la relevancia que se le otorga para la resolución de conflictos, vale la pena detenerse en algunas de las dificultades que el autor pretende resolver, al analizarlo en tres partes distintas. En la primera parte, al considerar la interacción de los individuos en estado de naturaleza, muestra por qué la argumentación hobbesiana, al contrario de un contractualismo como el de Locke, establece la anticipación defensiva como la estrategia más racional para cada individuo y, a la vez, como una estrategia que lleva a la guerra de todos contra todos, es decir, a una situación desastrosa a nivel colectivo. Para defender esto, Kavka interpreta el estado de naturaleza a la luz de la teoría de juegos, teniendo en cuenta premisas de la filosofía hobbesiana, como su definición de la naturaleza humana y ciertas diferencias de carácter entre los diversos individuos. Esta aplicación de la teoría de juegos se limita, sin embargo, a la consideración de un dilema del prisionero de una sola jugada y por ende, su alcance no puede ser sino limitado. La limitación de este modelo se hace evidente desde lo que Kavka considera como una segunda parte del argumento contra la anarquía. En este caso, en efecto, el autor toma como un modelo más adecuado del estado de naturaleza, un dilema del prisionero iterado, para mostrar que la formación de grupos es posible y que resulta racional en esa situación. Aquí, Kavka tiene que aclarar cómo se distingue un Estado, de un grupo defensivo de gran tamaño que ocupa un territorio amplio, y lo hace apelando al concepto weberiano del 148

“monopolio de la fuerza”, esto es, a una concentración de poder suficiente para controlar los conflictos internos y para defender a los ciudadanos de ataques externos. Teniendo en cuenta tal concepción del Estado, la segunda parte del argumento contra la anarquía pone de relieve que los grupos amplios, aunque resultan efectivos para proteger a los individuos de ataques externos, no cuentan con la cohesión social de los grupos pequeños, de modo que, requieren aplicar diversos mecanismos de control para poder evitar los conflictos internos. El punto es que tales mecanismos presupondrían ya una concentración del poder que es propia del Estado. De ese modo, el argumento pretende mostrar que sólo mediante el establecimiento del Estado puede garantizarse el funcionamiento de grupos amplios, y evitar el regreso a una condición de guerra de todos contra todos. Kavka, sin embargo, disiente de Hobbes en relación con el poder ilimitado que éste le concede al soberano, argumentando que un poder tal no sólo no es necesario para garantizar la seguridad y el bienestar de los individuos, sino que no resulta suficiente. En este, como en otros puntos, el autor se distancia de la tradición crítica, para mostrar que el absolutismo no es uno de los ejes centrales del punto de vista hobbesiano, sino una asunción que puede ser descartada sin afectar su estructura fundamental, lo cual, en todo caso, no deja de resultar discutible. Una tercera parte del argumento hobbesiano contra la anarquía pretende mostrar que el Estado puede cumplir con sus funciones sin imponer a los individuos peores costos y daños que los que padecen en el estado de naturaleza. En este punto

Kavka se limita a la consideración de lo que Hobbes denomina “soberanía por institución”, pues ésta se adecúa mejor al propósito normativo de la filosofía política hobbesiana, como teoría hipotética que pretende justificar una determinada organización social, basándose en lo que individuos racionales acordarían, dadas determinadas circunstancias. Aunque esta teoría del establecimiento del Estado no tiene, en principio, mayor valor descriptivo, bien puede referirse al caso de una asamblea constituyente, una vez que las partes en conflicto han firmado la paz y acordado redactar un nuevo contrato. En relación con esto, se pone de presente que, a diferencia de algunos contractualistas contemporáneos, la filosofía hobbesiana no pretende derivar los principios de la justicia social a partir del contrato hipotético, sino que meramente pretende identificar las condiciones que un Estado debe satisfacer, tal que los ciudadanos puedan ser obligados por las reglas e instituciones del mismo. Según la argumentación que Kavka plantea en este punto, distanciándose bastante de Hobbes, individuos racionales y predominantemente egoístas acordarían pactar lo que suele denominarse “Estado satisfactorio”. Esto es, un estado liberal caracterizado por un mínimo económico, la limitación y división del poder del Gobierno, y la protección de las libertades y los derechos ciudadanos. Ciertamente, un contrato tal resultaría costoso, y Kavka reconoce que los requerimientos del mismo pueden ser satisfechos en mayor o menor medida, dependiendo de la cantidad de recursos de una sociedad. Si la justificación principal del Estado es su capacidad para garantizar la


Hobbesian Moral and Polical Theory

seguridad y bienestar de los ciudadanos, parecería que los problemas de seguridad doméstica pueden cuestionar la necesidad del mismo. De ahí la introducción por parte de Hobbes de mecanismos severos de castigo para disuadir acciones criminales, y su insistencia en el sin sentido y la irracionalidad de la revolución, bajo el argumento de que incluso un Estado inseguro e ineficaz resulta menos perjudicial para el individuo que la situación de violencia e inestabilidad que la revolución genera. Aunque Kavka considera que la teoría del castigo hobbesiana amenaza valores como la libertad, la privacidad, la cohesión social, la equidad y la minimización de los costos del Estado, desde su punto de vista, el argumento hobbesiano contra la anarquía proveería un criterio para hacer compatibles la seguridad del Estado y la disuasión del crimen, con los valores señalados. De acuerdo con tal criterio, el refuerzo de la ley tendría que garantizar, como mínimo, una seguridad a las personas y a su propiedad que les permitiera desarrollar sus actividades productivas y que hiciera de la anticipación una estrategia irracional a seguir. Sin embargo, es claro que aunque el Estado pueda proveer un grado considerable de seguridad, no puede ser ese gran Leviatán que pueda garantizar una seguridad absoluta. En relación con la revolución, Kavka apela a consideraciones dinámicas

para mostrar que en algunos casos la revolución sí es una opción racional aunque, en el caso de Estados satisfactorios, el argumento de Hobbes resulte incontrovertible. Con esto pretende disolver la “paradoja de la revolución” que se puede formular, al interpretar la condición oprimida de los ciudadanos y su actitud frente a la rebelión, como un dilema del prisionero en el que participan varias partes, de acuerdo con el cual individuos racionales no optarían nunca por una rebelión masiva. A pesar de que Kavka le dedica mayor espacio a la parte descriptiva, en la teoría normativa encuentra una contribución relevante de la filosofía hobbesiana a la discusión en filosofía moral. En efecto, el autor estima que un logro importante de la teoría moral de Hobbes consiste en poder conciliar los requerimientos de la moralidad con aquellos de la prudencia racional, con lo cual, los individuos, considerados como predominantemente egoístas, podrían ser motivados a actuar de acuerdo con las normas morales. Esto sería realizado, según Kavka, por medio del planteamiento de una teoría moral conocida como “egoísmo de la regla” (rule –egoistic), de acuerdo con la cual, los principios morales son guías racionales que promueven los intereses individuales y, a la vez, una interacción social pacífica entre los diversos actores en juego. Desde esta

interpretación, las leyes naturales serían esos principios de prudencia que prescribirían conductas aptas para la consecución de la paz pero, a la vez, al contener cláusulas de excepción, estarían diseñadas para proteger a los individuos y a sus intereses en caso de darse una situación de incumplimiento unilateral de las normas. Ciertamente, esta interpretación de las leyes naturales como leyes morales, no deja de traer numerosas dificultades, empezando por la posición ambivalente de propio Hobbes al respecto, pero es un acierto de Kavka presentar a algunas de las objeciones más significativas para defenderse de ellas y, aunque en algunos casos sus argumentos no convenzan, el lector puede quedar bien enterado de los problemas álgidos que rodean la cuestión. Los anteriores serían, según Kavka, los principales aportes del punto de vista hobbesiano a la filosofía política y moral. Al lector le queda juzgar en qué medida ellos resultan relevantes dadas las circunstancias actuales. Por lo pronto, en el texto de Kavka puede encontrar una aplicación contemporánea del punto de vista hobbesiano, que no pocas veces se distancia de los argumentos de la filosofía de Hobbes, pero que en todo caso recoge por medio de un análisis claro y juicioso algunos de los planteamientos e intuiciones más sugestivas de este filósofo.

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EL DEFENSOR DE LA PAZ Marsilio de Padua, Madrid, Editorial Tecnos, 1989. Traducción al español y estudio preliminar de Luis Martínez Gómez. Carlos Castillo*

Marsilio Mainardini (1275/801242/43) terminó de escribir el Defensor Pacis en 1324 y su obra tuvo un importante eco en los siglos siguientes a su aparición. Cuando los papas, cardenales o simples escritores pretendían llamar al “orden de la Iglesia” a pensadores “subversivos” –Wyclif, Hus, Lutero– los acusaban de compartir las ideas del “infame Marsilio”. Como bien señala Luis Martínez Gómez, el libro tiene una doble intención teórica: en primer lugar, es un tratado de política civil; en segundo lugar, es un tratado de política eclesiástica. No sólo resulta interesante para quien estudia las ideas políticas, sino que también lo es para quien está interesado en comprender los valores de la modernidad. Por eso resulta de considerable importancia la publicación de la edición española –hasta donde se conoce la única edición en nuestro idioma– que fue hecha sobre la edición crítica de R. Scholz, Hannover, 1932, incluida dentro de la colección Fontes Iurirs Germanici Antiqui, incluida al la vez en los Monumenta Germaniae Historica volumen VII. El estudio preliminar de Luis Martínez Gómez tiene el propósito de presentar de manera sucinta, la intención que tenía Marsilio al escribir El defensor de la paz, así como los problemas 150

centrales de cada uno de los discursos que la componen. Lo primero que se expone es el marco histórico en el que se desarrolla la obra y la vida de Marsilio, posteriormente se hace una exposición general de la estructura y puntos más relevantes del libro. Aunque tal vez el estudio preliminar es demasiado general, no queda duda de que está bien estructurado y que resalta los aspectos más importantes de la obra del paduano, sobre todo en lo que tiene que ver con los aspectos eclesiológicos. Otro punto que vale la pena resaltar de la edición española es que el traductor presenta una completa bibliografía de las ediciones y traducciones de la obra a otros idiomas, entre las que vale la pena destacar la edición inglesa, en dos tomos, de Alan Gewirth (1949), cuyo primer tomo presenta un análisis profundo del trabajo de Marsilio (tal vez el más importante que existe sobre el mismo). También se señalan las distintas ediciones de otras obras menores del autor, y si bien se presenta una exuberante cantidad de estudios sobre Marsilio –que incluyen los textos más importantes–, no están presentes las disertaciones más recientes sobre su obra (al menos hasta 1989). Sobre la traducción hay que decir que es literal y que en términos generales tiene la ventaja de ser fluida y fácil de leer. El traductor se preocupa también por señalar claramente todas las referencias que hace Marsilio a otros autores, lo que resulta bastante útil cuando se intenta analizar las relaciones que hay entre el paduano y toda la tradición anterior. Tal vez lo único que se extraña es un análisis más completo –por medio de las referencias– de los pasajes más complejos o menos claros de la obra, que le permitan al lector tener una

comprensión más clara de todo el conjunto. Pasando ahora sí al texto, lo primero que se debe mencionar es que El defensor de la paz fue escrito en una época de transición y de crisis, sobre todo en el aspecto político, por el enfrentamiento entre las dos facciones con más poder de decisión a este respecto: el Imperio y el Papado. Marsilio insta al emperador Luis IV de Baviera a que defienda la prerrogativa de ser el único poder legítimo de la cristiandad, en contra de las pretensiones del papa Juan XXII, basadas en la teoría de la plenitudo potestatis papal. El conflicto era resultado de la confusión de los límites respectivos de los dos poderes supremos, pues en el medioevo era claro que todos los hombres están igualmente agrupados bajo la autoridad religiosa del Papa y bajo la autoridad secular del emperador; el hecho de que iglesia e imperio agrupen las mismas “cosas” los hace –de alguna manera– equivalentes. Dado que, en últimas, tienen un mismo origen –Dios– y autoridad sobre “una misma sociedad”, ¿cómo delimitar claramente lo que concierne a cada una de las potestades? Marsilio considera que las pretensiones del papado de tener jurisdicción sobre los poderes seculares suponen la pérdida de la tranquilidad de las comunidades civiles. Ésta es condición necesaria para que los miembros de la comunidad alcancen el buen vivir, por lo que perderla es el peor de los males. Por eso, el propósito de El defensor de la paz es mostrar las causas de la pérdida de la tranquilidad; el libro inicia con una alabanza a la misma, y señala a la discordia como lo peor que puede pasar en la comunidad civil. Marsilio indica que como todas las causas de la discordia han sido analizadas por


El defensor de la paz

Aristóteles, en La Política, él se va a dedicar exclusivamente a la que surge de las pretensiones papales, la única que por obvias razones Aristóteles no pudo analizar. El libro está dividido en tres dicciones o discursos, la tercera es el compendio de conclusiones de las dos anteriores. Las otras dos, si bien se presentan separadas, se complementan recíprocamente. Como ya se dijo, los dos discursos estudian una causa particular de discordia; la primera dictio presenta un análisis general de la comunidad civil como tal y del origen y naturaleza de la autoridad política temporal. La segunda es un análisis del hecho puntual que amenaza el funcionamiento de las comunidades civiles cristianas, es decir, la intervención papal en los asuntos temporales. Hay una diferencia metodológica fundamental entre los dos discursos: el primero presenta demostraciones basadas en la razón humana; en el segundo se pretende confirmar lo dicho en el primero, basándose en la autoridad de las Sagradas Escrituras. La razón de esta diferencia es que la explicación del origen y estructura de las comunidades civiles no requiere ninguna referencia a lo “sobrenatural”, esto es, puede mostrarse por medio de la razón sin recurrir a la revelación. Por otro lado, el análisis de por qué el papado es considerado la causa de la discordia, supone la necesidad de recurrir a las Sagradas Escrituras para mostrar que las pretensiones pontificias son completamente infundadas. A continuación se hará un esbozo de cada uno de los dos discursos. La primera dictio tiene como base teórica La Política de Aristóteles, que resultó ser una alternativa a la tradición agustiniana y su visión negativa de la comunidad civil y de la

felicidad como algo que sólo podía ser dado por Dios. La Política es una reflexión sobre el bien del hombre como animal social y la manera de alcanzarlo; para el estagirita la comunidad civil perfecta es aquella que tiene el extremo de toda suficiencia, es decir, permite que quienes la conforman alcancen la felicidad civil. En todo caso, con la incursión del cristianismo, la idea de suficiencia ya no coincide con el significado aristotélico. Por ese motivo, Marsilio distingue dos tipo de buen vivir, uno temporal y otro eterno. Sobre el buen vivir eterno, afirma que la causa de su necesidad no puede ser probada racionalmente; por eso los hombres, como seres racionales, sólo pueden ocuparse del buen vivir temporal, es decir, el que proporciona la comunidad civil. La suficiencia de vida temporal consiste en que las acciones, pasiones y sentimientos de los hombres sean efectuados y vividos de manera correcta; por eso fue necesario que por medio de la razón descubrieran cómo regular sus actos de modo que se realizaran de la manera adecuada. Marsilio distingue seis partes de la comunidad con sus funciones respectivas: 1) los agricultores tienen que ver con la moderación de los actos y pasiones de la parte nutritiva del alma; 2) a los artesanos les corresponde la sensitiva, (proporcionar vestidos, herramientas, etc); 3) los gobernantes se encargan de regular los actos que puedan derivar en perjuicio de otro y que afectan la suficiencia de vida en el mundo presente; 4) los sacerdotes se encargan de enseñar lo que se debe creer, hacer u omitir para conseguir la salvación eterna; 5) los tesoreros y 6) los soldados que cumplen funciones de asistencia a las otras partes mencionadas.

En este breve esbozo se ve que Marsilio considera que el sacerdocio es parte de la comunidad civil; esto implica la negación de una dignidad mayor que la del poder temporal, a pesar de que reconoce que el sacerdocio está relacionado con fines más elevados que los que el poder temporal puede proveer. La única parte de la comunidad que puede ejercer un poder coactivo es la parte gobernante, ya que se encarga de regular los actos que puedan derivar en perjuicio de otros; estos actos son generadores de discordia y de disensión entre los ciudadanos, y son causantes de la ruina de la sociedad. El paduano señala que en todas las sociedades perfectas se establece una norma general sobre lo justo con el fin de regular estos actos; así, según él, todos los actos civiles son regulados por la parte gobernante, por medio de la ley. Marsilio define la ley como la ciencia de lo justo y civilmente útil y sus opuestos, acompañada de un precepto coactivo que obliga a su cumplimiento. Si bien, en la Edad Media se consideró como fundamental el carácter coactivo de la ley, siempre se había asumido que lo coactivo cumplía un rol auxiliar, mientras que lo único esencial a la ley era el hecho de que estuviera ordenada a lo justo. Marsilio, en cambio, da una particular importancia a este carácter de la ley, pero no es fácil establecer qué peso preciso tiene lo coactivo dentro de su concepción de la misma. Se ha llegado incluso a sugerir que Marsilio plantea un positivismo jurídico, es decir, que considera que lo justo no es esencial a la ley; sin embargo, esta discusión supone muchos elementos que no pueden ser analizados aquí con precisión. Lo relevante aquí, es que la consideración acerca del carácter coactivo de la ley se basa en que 151


LECTURAS • Carlos Castillo

Marsilio cree que quien tenga la capacidad de dar forma coactiva a la ley (es decir, quien instituya leyes) será el único que posea toda autoridad con respecto a los asuntos de las comunidades civiles. Para el paduano, el legislador o la causa eficiente primera y propia de la ley es el pueblo, es decir, la totalidad de los ciudadanos. Define ciudadano como aquel que en la comunidad civil participa del gobierno consultivo o judicial; la ciudadanía está determinada, entonces, por la participación en la actividad política. Marsilio considera que todo el que realice una labor determinada en la comunidad debe ser considerado ciudadano, ya que con ello muestra su preocupación por el bien común. Como lo que regula el bien común es la ley, en la medida en que el ciudadano está preocupado por el bien común, tiene la posibilidad de determinarla. Por eso se constituye como legislador, es decir, como aquel que sanciona la ley y la convierte en obligatoria. No todos los ciudadanos constituyen la parte gobernante, pero todos forman el cuerpo legislativo. Esta distinción entre las figuras del legislador y el gobernante supone un cambio en el concepto de participación política; legislar es más importante que gobernar, porque la ley es la que fundamenta la comunidad civil. El gobernante cumple una simple labor instrumental puesto que sólo se encarga de hacer cumplir aquello que ha sido legislado. Pueden extraerse tres argumentos en los que Marsilio fundamenta su concepción del pueblo como legislador. Como se ve, el concepto de ciudadano está fuertemente ligado a la concepción que Marsilio tiene de la naturaleza del hombre. El paduano parte del supuesto de que todos los 152

hombres, no tardos ni impedidos por otra razón, desean naturalmente una vida suficiente y rehuyen y rechazan lo que la daña; por eso tienen una inclinación a formar comunidades, ya que comprenden que es la única manera de alcanzar lo que buscan. Esta inclinación natural que tienen los hombres les confiere el derecho de legislar; pues si no perteneciera a todos tal derecho, habría que suponer que no está en ellos (o en la mayoría de ellos) la natural inclinación por la suficiencia de vida, por lo que no se formarían comunidades civiles. La existencia de éstas es prueba de la presencia del deseo natural, y éste del derecho de todos a legislar. Además de lo anterior, el paduano considera que la totalidad de los ciudadanos juzga mejor la verdad y observa más diligentemente la común utilidad, porque tiene mayores posibilidades de advertir un defecto en la ley que se va a establecer que cualquiera de sus partes. La multitud o el pueblo integrado por todos los grupos de la política o de la sociedad civil es más grande, y por ello su juicio más seguro que el juicio de alguna parte a solas. Aunque algunos sean menos doctos, y por tanto, no puedan determinar tan bien lo que es necesario para establecer la ley, pueden, sin embargo, juzgar si lo que se les propone en realidad se ajusta al bien común. Marsilio considera que con la ley ocurre lo mismo que con la creación de objetos, es decir, que a veces es mejor juez de ellos aquel que los usa, aunque no sepa hacerlos, que aquel que los hace. El último argumento que expone para sostener que la capacidad de legislar corresponde al conjunto de los ciudadanos puede llamarse argumento de la aceptación de la ley: si el pueblo en su totalidad instaura las leyes, éstas se llevarán a cumplimiento de manera

más perfecta, pues la ley dada con la audición y el consenso de toda la multitud, aun siendo menos útil, es más tolerable; cada uno considera que se la dio a sí mismo y por ello no protesta contra ella sino que la sobrelleva con buen ánimo. Si, en cambio, la ley fuera dada por unos pocos, es posible que los restantes ciudadanos no la acepten, lo que sería funesto para todo el conjunto, ya que esto impediría llevar a cabo el objetivo básico de la comunidad civil. El participar en la determinación de la ley hace que todos los ciudadanos puedan estar seguros de que están hechas para el bien común; sí sólo unos pocos la instauraran, siempre existiría la duda de si la ley está estructurada para el beneficio de la minoría. Al no haber sido convocados todos para la institución de la ley, serán frecuentes las quejas y las protestas, lo que podría producir una rebelión. Por esta razón, resulta altamente conveniente convocar a todos los miembros de la sociedad para instaurar la ley, ya que de este modo se evitan suspicacias. La segunda dictio, como ya se dijo, confirma lo expuesto en la primera, mostrando que no recae sobre el sacerdocio ninguna potestad coactiva en lo temporal. De este modo se muestra que sólo hay una autoridad, la del gobierno que emana de la ley con la que gobierna y que es dada por todos; se prueba así que los reclamos papales de plenitud de poder quiebran la tranquilidad de la comunidad civil. Las pruebas que ofrece Marsilio se basan en las palabras y actos de Cristo y los apóstoles, y muestran su rechazo a ostentar cualquier tipo de poder coactivo. La segunda dictio es casi tres veces más extensa que la primera, por lo que hacer un análisis más detallado de ella resulta mucho más complejo, por eso habrá que dejar de lado algunas


El defensor de la paz

argumentaciones importantes de Marsilio para concentrarse en la que puede considerarse como la propuesta más novedosa. El paduano propone una reestructuración completa de la Iglesia, pues como el sacerdocio es sólo una parte de la comunidad civil y la Iglesia no es más que una institución humana, entonces su estructura no puede considerase como algo dado de antemano por Dios. Por eso el paduano repite su esquema del pueblo como fuente de toda autoridad en lo que a la institución eclesiástica se refiere. De acuerdo con esto, se llama Iglesia a la totalidad de los fieles que invocan el nombre de Cristo, pues son varones eclesiásticos todos los fieles cristianos, tanto los sacerdotes como los no sacerdotes, pues a todos los redimió Cristo con su sangre. Comúnmente se considera a la Iglesia como una estructura jerárquica formada por el Papa, los obispos, los sacerdotes y, en último lugar, los simples fieles. El Papa es la cabeza de la cristiandad en el mundo entero y a cada uno de sus subordinados en la jerarquía le corresponde una jurisdicción menor en la medida en que también es menor la comunidad de la que son responsables. Marsilio rompe esta estructura al afirmar que de la misma manera como la comunidad civil es instituida por el legislador humano, la Iglesia es instituida por la universalidad de los fieles. Los mismos argumentos de los que se valió en la primera dictio para demostrar que recae sobre la universalidad de ciudadanos la capacidad de legislar, los usa ahora para sostener que recae sobre la comunidad de los fieles la responsabilidad exclusiva de: excomulgar, elegir y aprobar a los sacerdotes, aclarar los sentidos

dudosos de las sagradas escrituras a través de un concilio general, nombrar dicho concilio, y elegir, corregir o suspender al Papa. El Papa se convierte en un simple ejecutor de las determinaciones de la comunidad de fieles, el orden es totalmente opuesto al que era comúnmente aceptado. Otro punto importante de las innovaciones de Marsilio consiste en la inclusión del concilio general. Marsilio es enfático en señalar la necesidad de interpretar adecuadamente las Sagradas Escrituras y sostiene que dicha interpretación debe ser hecha por un cuerpo idóneo de personas. Su función principal consiste en interpretar las Sagradas Escrituras, pues las diversas opiniones y posiciones contrapuestas en torno a la ley divina, implicarían el surgimiento de diversas sectas, cismas y errores. El concilio es guiado por el Espíritu Santo, y con respecto a los artículos dudosos de la fe, sus decisiones son infalibles, y creer en ellas es necesario para la salvación eterna; además, la autoridad que se otorga al Papa emana de él. La totalidad de los ciudadanos y la totalidad de los fieles difieren, sin embargo, en el que podría considerarse el aspecto esencial, a saber, en el ejercicio del poder coactivo. Ser ciudadano significa participar en el proceso legislativo y en el nombramiento y control del Gobierno, es decir, en instaurar un poder coactivo que busca mantener la tranquilidad de las comunidades civiles. Ser fiel implica creer en Cristo y en que Él es la fuente de la salvación eterna. La comunidad de ciudadanos es caracterizada por poseer un poder coactivo, la de los fieles no; un reflejo de esto es la consideración que hace Marsilio acerca de quién tiene derecho a juzgar a los herejes, y su afirmación de que en la medida en que sean

transgresores de la ley humana, el legislador; en la medida en que lo sean de la ley divina, sólo Cristo. El juicio coactivo acerca de la ley divina compete exclusivamente a Cristo, por esta razón la comunidad de los fieles no posee ningún tipo de poder coactivo; la autoridad de juzgar de acuerdo con la ley divina no emana de ella, sino de Dios. La comunidad de fieles se limita a seguir los dictados de la ley divina esperando alcanzar la salvación eterna; la Iglesia es una institución humana, pero, de ninguna manera, una comunidad civil. No puede decirse que haya en la Iglesia una parte que equivalga a la parte gobernante; como se ha dicho repetidamente, la función de la parte gobernante consiste en preservar la tranquilidad por medio de la ley, esto es, obligar a los miembros de la comunidad a cumplir con lo necesario para mantenerla. La autoridad coactiva que los ciudadanos otorgan al gobernante es aplicada por éste sobre ellos, lo que implica que el gobierno regula y corrige a las otras partes. La función del Papa consiste sólo en presidir el concilio de los fieles como doctor y maestro de la fe. En resumidas cuentas, la propuesta de Marsilio es novedosa con respecto a las demás teorías políticas propias de su tradición, que consideran que todo poder se fundamenta en la autoridad de Dios. Deja atrás todas las propuestas dualistas y restaura la unidad del poder político, asignando la autoridad al conjunto de ciudadanos, que para la solución de los problemas no tiene que recurrir a otro tipo de instancias. Del mismo modo, de la comunidad de los fieles emana toda posible autoridad que pueda tener el papa como su represente, pero dicha autoridad no supone, de ninguna manera, la posesión de un poder coactivo. 153



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