ESCRITORES
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Por Vanessa Rozo @historiasdepenny Crecí escuchando a la abuela Patricia recitar toda una retahíla de cuentos y leyendas sobre el hospital central. Eran tantas y tan variadas sus supersticiones y miedos que una tarde, haciendo caso omiso de las objeciones y rezongues de mi madre, había mandado tapiar la única ventana de la casa con vista hacia el deslucido edificio. Por eso no me pareció extraño que, cuando la salud y los años se le vinieron encima y hubo que buscar ayuda médica urgente, la abuela Patricia hubiera aullado sin control, gritando y aferrándose con las pocas fuerzas que le quedaban a la camilla de la ambulancia que la conducía al hospital. Pude argumentar, si acaso hubiese valido la pena, el por qué no se la llevaba a otro centro asistencial, pero mis dudas se esfumaron ante la dura e inapelable mirada de mi mamá. – Son solo caprichos de vieja – la había escuchado decir, pasando de las lágrimas y amargas objeciones que la abuela Patricia escupía con furia antes de quedar noqueada por la morfina. Los diagnósticos fueron llegando de a poco, cada uno más desalentador que el anterior. – Un tumor en el estómago que se había diseminado por todo el cuerpo, un riñón colapsando y el otro a punto de hacer lo mismo, una diabetes de años que había terminado por volverle de azúcar las venas… aunque lo peor, sin dudas, fue la determinación de los médicos por dejarla hospitalizada “para que se sintiera más cómoda” sin notar que la abuela Patricia no había pegado un ojo desde que llegó, salvo que estuviera bajo los efectos de la medicación.
Su aversión contra el hospital tenía años incubándose en su interior, alimentando terrores nocturnos durante décadas, muchas más de las que yo llevaba sobre este planeta. La abuela Patricia, que ahora guardaba un silencio sepulcral, taimado, odiándonos a mamá y a mí por traerla a ese maldito lugar, se desvivió durante mucho tiempo en advertirnos sobre los peligros que aguardaban a quien se internara en esas cuatro paredes. La historia me la sabía de memoria, y no en vano había intentado – por todos los medios posibles – convencer a mamá para no pasar ni una sola noche acompañando a la abuela. Pero, considerando que solo éramos ella y yo a cargo de esa viejecita exangüe, al cabo de tres días me toco relevarle la guardia y escuchar de nuevo a la abuela contar – con los ojos fijos en la puerta – cómo había sido su lamentable encuentro con La Enfermera. <<Se llamaba María Magdalena, aunque todo el que la conocía la llamaba Magda. Se había hecho de una reputación que la precedía y su nombre se había vuelto del dominio popular entre los viejos que poblaban el ala este del hospital; algunos esperando recuperaciones milagrosas, otros esperando la muerte y otros más que ya hacía mucho se habían cansado de esperar. – Es un ángel – sostenían algunos. – Es un ángel de muerte – replicaban otros.
Continúa…