Página en Blanco Compilación de Cuentos 2009 - 2022
Página en Blanco Compilación de Cuentos 2009 - 2022
Página en Blanco Compilación de Cuentos 2009-2022
Página en Blanco Compilación de Cuentos 2009-2022 Susana Ramírez Serna Daniel Santa Isaza Alejandro Arcila Jiménez Julián Castro Arbeláez Juan Sebastián Alzate Valencia Gabriel Arango Henao David Alejandro Zuluaga Alzate Estefanía Cifuentes Bernal Frankin Zapata Tobón Samuel Pérez Quiroz José Manuel Londoño Castaño Danny Stiven Quintero Arredondo Luis Fernando Castaño Arcila Julián Acosta Gómez Eisen Hawer López Chica Sara Tatiana Quintero Jiménez Eisen Hawer López Chica Santiago García Villa Simón Marulanda Moreno Maximiliano Duque Parra
Página en Blanco Compilación de Cuentos 2009-2022 © Instituto de Cultura El Carmen de Viboral © Cada uno de los autores ISBN: 978-958-56952-3-8 Primera edición: noviembre de 2023 Tiraje: 1000 ejemplares Editor Instituto de Cultura El Carmen de Viboral Ilustración portada Isabel Castro Trujillo Diseño de portada Valentín Betancur Ramírez Diseño de interiores Luz Mery Avendaño Impresión Editorial Nueva Gente Bogotá D.C.
Publicación con fines divulgativos. Edición no comercial. Con el apoyo de la administración municipal de El Carmen de Viboral “Más cerca, más oportunidades” John Fredy Quintero Zuluaga Alcalde Instituto de Cultura El Carmen de Viboral Yeison Castro Trujillo Director Comité editorial Paula Andrea Toro Sierra Edwin Correa Álvarez Marisol Gómez Castaño Corrección de estilo Orlanda María Agudelo Mejía Comunicaciones Lizeth Ramírez Tangarife Valentín Betancur Ramírez Walter Duvany Hernández Arbeláez Agradecimientos a Grupo Literario Savia Laura Zuluaga Mejía Julián Acosta Gómez
Contenido Presentación Prólogo
9 11
Primera parte: álbum de familia Espesamente Susana Ramírez Serna La herencia de Julia Quiroga Daniel Santa Isaza La hazaña de la tarde Alejandro Arcila Jiménez Cuentas Julián Castro Arbeláez Río abajo Juan Sebastián Alzate Valencia El sol de la noche Gabriel Arango Henao Agoarente David Alejandro Zuluaga Alzate Cabellera blanca Estefanía Cifuentes Bernal
17 20 27 31 36 40 43 46
Segunda parte: noches sin sosiego Oscuro amor Frankin Zapata Tobón
51
Los sueños de Tamara Samuel Pérez Quiroz Mona José Manuel Londoño Castaño El sello del Diablo Danny Stiven Quintero Arredondo Felicidonia sin mí Luis Fernando Castaño Arcila
56 62 67 72
Tercera parte: es cosa de artistas El palomar Julián Acosta Gómez Tintico Eisen Hawer López Chica Cuento dictado por la imposibilidad de escribirlo Yeferson Felipe Castaño Tras la puerta de la excentricidad Sara Tatiana Quintero Jiménez Monólogo de un ailurofílico Eisen Hawer López Chica Un loco, tres fósforos, un manicomio Santiago García Villa El pintor y la oveja Simón Marulanda Moreno Las pruebas Maximiliano Duque Parra
97 103 110 113 117 124 129 133
Presentación Página en Blanco, compilación de cuentos 2009-2022, es la primera publicación de las obras ganadoras del Premio de Cuento Página en Blanco, de la convocatoria de Estímulos a la Creación y Proyección Cultural de El Carmen de Viboral. Esta edición pretende ser el primer volumen de una colección, que reúna en el tiempo las obras ganadoras de jóvenes entre 13 a 17 años, y de adultos de 18 años en adelante, durante las próximas versiones del premio. Página en Blanco surgió gracias a la iniciativa del grupo literario Savia y el Instituto de Cultura de El Carmen de Viboral; en sus primeras dos versiones, realizadas en 2009 y 2015, el concurso estuvo dirigido a escritores y escritoras del municipio en las modalidades de cuento y poesía. Desde el año 2016, el premio se encaminó a la promoción del cuento literario en la zona del Altiplano de la subregión del Oriente Antioqueño, y abrió su convocatoria anual de manera consecutiva, convirtiéndose en un referente de reconocimiento de la narrativa breve en la subregión, dirigido a quienes se inician en el ejercicio de creación literaria. Esta compilación ofrece 21 cuentos, y está compuesta por obras ganadoras y otras que obtuvieron mención a lo largo de las nueve versiones. Vale aclarar que, en esta publicación no aparecen todas las obras reconocidas por el concurso, dado que no se pudieron editar, en unos casos por la imposibilidad de contactar a sus autores, en otros porque no fueron autorizadas por algunos de ellos y ellas. Para la organización de las obras, este libro se divide en tres secciones, la primera titulada Álbum de
Presentación 9
familia; la segunda, Noches sin sosiego; y la tercera, Es cosa de artistas. Dicha clasificación, lejos de pretender encajonar temáticamente la pluralidad de ambientes, situaciones, tramas y estilo de las obras, ofrece al lector y lectora la posibilidad de establecer resonancias entre las historias, resonancias que, a nuestro modo de ver, zanjan las diferencias de edad de los autores, según el rango establecido en las categorías del concurso, así como las distancias temporales entre las obras. El equipo editorial del Instituto de Cultura agradece la colaboración de todas las personas que han contribuido a la realización del Premio Página en Blanco, a los autores y autoras, a las y los jurados y especialmente, a quienes han orientado pacientemente la vocación de escritura en el altiplano del Oriente Antioqueño, desde su empeño en la formación y exploración literaria en talleres, clubes de lectura, encuentros y otros espacios.
10 Presentación
Prólogo Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. Jorge Luis Borges
Empecemos por el principio, parece ser una verdad de Perogrullo, pero si no lo es, bien vale la pena decir por qué no es una obviedad, si nos referimos al arte del cuento. Empezar tiene que ver con la incertidumbre; incluso en las grandes cosmogonías, los dioses no saben nada del tiempo venidero, ni cómo terminará todo. Si suponemos que todo acabará en un naufragio o en el regreso a Ítaca, tampoco podemos saber cómo sucederá. Los antiguos relatos comienzan con la génesis del mundo, y una de las más divulgadas en nuestras narraciones, comienza con un imperativo. Se discute si lo primero que aparece es la luz, o si lo primero es la palabra que la hace aparecer; pero la irrupción de la luz no es posible sin ella, el “¡Hágase!”, y lo que sigue después, lo que adviene, es el riesgo de contar y mantener vivo el tiempo del mundo. Merodear de párrafo en párrafo, hasta llegar al final, siempre al último o en todo caso, al penúltimo, es en la escritura de cuentos, un proceso de incesante recomienzo que nos recuerda, como en Sherezada, la importancia de diferir el final con cada comienzo; sin ese dinamismo, no es posible entrar en sintonía con la experiencia narrativa. El arte del cuento no puede separarse de todo aquello que va a pasar, del mínimo desvío del destino, incluso si Prólogo 11
no pasa nada, incluso si el cuentista cierra y da una solución. Es lo que a menudo encontramos en los personajes de Dostoievski, personajes agitados que nunca terminan de solucionar nada. Un personaje se va, baja a la calle, y puede decir: “la mujer que amo, Tania, me llama, allí voy, corro, corro, Tania va a morir si no voy”. Luego baja una escalera y se encuentra a un amigo, o bien ve a un perro y se olvida completamente de que Tania está a punto de morir. Cuando todo se precipita hacia el final, sucede algo más urgente, más inesperado. Se me encargó hacer un prólogo, decir en pocas palabras lo que está antes de las palabras. Aquí se reúne una constelación de comienzos, la de las historias y la de quienes escriben estas historias. Pero ¿cómo se llegó allí? Comenzando. El nombre del concurso alude a este arte de los comienzos y nada más cercano a las condiciones iniciales que el papel en blanco. En otra ocasión fue la arcilla en donde el viejo dios dijo “¡Hágase!” Así, en estas historias algo comienza y algo se cierra con un punto final, pero lo que sigue es el océano blanco, la apertura a otras historias en las que se incluyen las propias del lector. Lo que leeremos es el resultado de un concurso. Los que se arriesgaron a captar lo que pasa y acaba de pasar, y padecieron esa fiebre narrativa que consiste en comenzar a escribir. Ya sea desde el punto de vista del narrador interno, del narrador testigo o del narrador omnisciente, algo comenzó, algo surgió del océano blanco de la palabra y avanzó entre los párrafos. Lo que percibí en cada final, fue la idea de que algo empezaba de nuevo, la incertidumbre es lo que jalona a los personajes muy lejos de lo previsto. Muchos de los personajes y ambientes que el lector podrá apreciar en esta compilación de cuentos comparten el mismo aire de los personajes dostoievskianos; lo que im12 Prólogo
prime este aire en algunos de ellos, es una poética de lo imprevisto en medio de los actos cotidianos: “Hacer el gol habría sido lo más fácil, pero, devolver el balón en el último instante, ya con el portero vencido a mi derecha y todo el arco libre, era lo que yo consideraba correcto; lo que nadie en el mundo se hubiera imaginado(…)”, así comienza el monólogo de Santiago, en La hazaña de la tarde. Ni siquiera en el cruce de las situaciones más absurdas nos preservamos de ese aire, nunca terminamos de saber en el cuento El palomar, si las dos palomas ciegas habitan en la cabeza de los personajes o si alguien las ha robado para impulsar con sus plumas el vuelo de una cometa, la incertidumbre es el núcleo de esta puesta en abismo de la historia: “(…)—¿Y si al final nos pusimos cuerdos, señorito?/ —No estamos locos, hombre. Es cosa de artistas./ —Y, ¿cómo vamos a ser artistas sin las palomas?/— No podemos, nos tendríamos que ir del parque./—¿Y sin las palomas ni el palomar? (…)” Kafka cita a Dickens para decir que el cuento tiene más de artesanía que de arte. Una historia es como un tren que se aproxima a nosotros; la historia nos persigue, es un punto lejano que se va acercando a nuestra escritura. Se trata de dejarnos alcanzar por la historia para llevarla a la última estación. Lo que tiene que hacer el escritor es proporcionarle las palabras a ese tren, llevar la historia al punto de cierre, donde realmente comienza el viaje. El artesano trabaja para el artista, para sostener el punto que viene, para llevarlo a la última palabra. De dónde viene el tren, no lo sabemos, hacia dónde va, tampoco lo sabemos, lo único que podemos proporcionarle es una estación. Por eso, hacer valoraciones o ir a la cacería de desaciertos no es lo que busco, lo que intento es avizorar el llamado de la incertidumbre que se esboza en este océano blanco, los movimientos de las olas que van al paso del lector. Prólogo 13
Al final de El sol de la noche, el asombro del narrador corresponde con el asombro original que el mito kuna inaugura y que permite reconocer al personaje: “(…) Durante mucho rato se quedó absorto y se extrañó de que fuese capaz de sostenerle la mirada a esa esfera blanca, lo que era incapaz de hacer con el sol de día(...)”. Y, en Cabellera Blanca, el inicio y el fin se corresponden, unos pocos párrafos antes de terminar, su construcción mantiene el secreto del personaje justo ante un pueblo que le teme a lo extraño: “(…) Por más que Cabellera Blanca nos desconcertara, ninguno de nosotros se atrevió a escucharlo, nuestros oídos solo atendían al tableteo de nuestras máquinas. Manteníamos la normalidad de nuestra comunidad como se supone que debe ser. El mutismo era nuestra ley. ¿Quién reprocharía alguna vez lo que no se está diciendo? (…)” Por último, no quisiera dejar de lado el color local que se plasma en esta compilación, un aire de provincia que, sin embargo, nos pone frente a lo incierto, ante el abismo de nuestro tiempo, del pasado y del presente: “la figura paterna desapareció para siempre, justo cuando la chispa de violencia en el país empezaba a convertirse en una verdadera hoguera”, recuerda el narrador en Cuentas. La historia puede gustarnos o no, impactarnos o no, todo depende de una sola cosa, que nos dejemos alcanzar por ella, aun sabiendo que ninguna historia agota su sentido en una sola lectura y en un solo lector, mucho menos en su propio final. Llevarla a la próxima estación, quiere decir que la historia recién comienza. Ricardo Ospina Gallego
14 Prólogo
Primera parte: álbum de familia
Espesamente Susana Ramírez Serna*
E
l caserío de bahareque a su izquierda y los paisajes agrestes a su derecha, indican que pronto llegará a casa. Amparo mira por la ventanilla de la buseta sin prestar atención. Ese panorama ya no convoca nada nuevo para ella; tampoco el olor a sebo que se le queda en el cabello y sobre la ropa después de la jornada de trabajo. Mientras intenta suavizar con los dedos la huella del gorrO de cocina sobre la frente, piensa ácidamente que el oficio del patrón es provocar sensación de miseria entre sus empleados. Quiere renunciar, a eso y a todo, apagarse un rato como una vela soplada antes de dormir. El peso de la existencia le produce náuseas. –Déjeme por aquí, si me hace el favor –se levanta del asiento de repente, atropellando sus pensamientos. El conductor detiene el autobús en ese punto del trayecto rodeado de terrenos descuidados, y la mira levantando una ceja con extrañeza, mientras un lunar grande, justo encima, le agrega énfasis a su gesto. Ella se baja, espera que el vehículo desaparezca, y desanda unos cuantos metros, aún sobre la vía. Sin cuidado, cruza el alambre de seguridad, desenreda de un tirón la camisa sudada de una de las púas, y desciende en medio de un arrebato entre ese follaje alto de árboles raquíticos, Ojos de poeta y Dientes de león. Amparo camina descontrolada, como un animal de caza, reci*Ganadora del IX Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2022.
Espesamente 17
biendo sin atención los arañazos de las ramas en los brazos y en la cara, que le hacen lagrimear cada tanto. La mujer no sabe hacia dónde va y no necesita esa certeza. Existe cierto impulso de muerte o extinción en el gesto de internarse en un bosque, aún en este humilde conjunto de maleza. De pronto, su pie derecho descubre un charco fangoso, la antesala de un paso de agua mayor del que emana un rumor de piedras. Empapada hasta la pantorrilla, la mujer maldice el accidente y se sienta jadeando, sobre una raíz. Se quita el zapato y la media mojada adherida a su piel, y se tumba en el suelo cruzando el pie vestido y el desnudo. Por un momento, su intensidad se apacigua. Con los ojos cerrados, puede percibir el sonido de la corriente y el olor a humedad, algunas chicharras que comienzan a cantar entre las flores, el ronquido mecánico de los vehículos sobre la vía, la brisa fría agitando su cabello, algunos bichos que hacen crujir delicadamente las hojas, y también sus propios aromas, a crema de manos, menta y grasa, y sus propios sonidos, el respirar esforzado, el pulso agitado y un cincel palpitando en su cráneo. En esa soledad, que es una compañía discreta, medita largamente. Un río de pensamientos acude a su cabeza, y aunque no puede dejar de pensar, no se le ocurre prestar atención a los vagabundos que han hecho de esa flora su casa, ni en los muchachos que se refugian allí para encender un cigarrillo o consumar amores furtivos. Tampoco piensa en don Hernando, antiguo vecino de sus padres, que se internó hace años entre la misma maleza, dispuesto a morir con una pena impronunciada clavada entre las costillas. El paso de agua no lo empapó hasta la pantorrilla, como a ella, pero cargó su cuerpo hasta los pies de su familia. Por primera vez en mucho tiempo, Amparo se permite llorar. Llora entre aullidos, recreando a la niña que fue 18 Espesamente
cuando regó con lágrimas la cosecha echada a perder en la tierra de sus abuelos. Nadie había consentido esas aspersiones que los tuvieron comiendo maíz durante meses, como al Coronel, su esposa y sus gallos, para no morir de hambre. Ahogada y llena de amargura, recorre en su memoria las calamidades familiares y su gusto a mal presagio. El amor pospuesto entre la euforia y el grito, la sensación de injusticia que no puede aliviarse porque la vida no recibe culpas, y un charco de sangre que comenzó en sus entrañas y tendió un hilo desprolijo sobre las baldosas y la cama matrimonial. Esa sangre salió de la intimidad del hogar y manchó su apellido y todo el futuro de los dos. Hoy bajó con ella de la buseta y se hundió entre la espesura del bosque. Bajo la luz anaranjada del poniente, la mujer se lava la cara y los brazos en la cañada, recibiendo como un regalo inexplicable el ardor de esas heridas delgadas. El agua virgen de la montaña se mezcla con su sangre, su grito y sus lágrimas. Enfrentada a la noche naciente, se ensilla de nuevo la media y el zapato empapados, y recalcula el viaje en ascenso. Inserta en el follaje a media luz, Amparo asemeja una Madremonte: una que no es madre y que no lo será jamás. ¿Qué hará con la vida incapaz de brotar de sus entrañas? Una vez en carretera, la buseta acude pronto. La vida, llena de coincidencias como mensajes subliminales, elige emisarios modestos. Se abre la puerta y el conductor le sonríe mansamente. El mismo lunar enfatiza la sorpresa de sus cejas, y Amparo ignora su mirada con vergüenza mientras se sube al vehículo: él también se ha dado cuenta del artificio. Ella sabe, sin embargo, que nadie se sube dos veces en la misma buseta.
*** Espesamente 19
La herencia de Julia Quiroga Daniel Santa Isaza*
–Piénselo dos veces, hijita –le susurró en rebosada
calma el cardenal Benjamín Ledesma. La suya es una intención muy noble, no cabe duda, pero considere a sus hijos. La vida se ha vuelto difícil, usted lo sabe. Yo estoy seguro de que Dios la entenderá. La habitación 32 del Hospital de la Visitación vibraba bajo la luz intermitente de una vieja lámpara de noche. Eran las siete menos cuarto. Benjamín Ledesma lo supo en el momento en que acercó su oído a la boca quebradiza de Julia Quiroga para escuchar la respuesta y observó, al ras de las sábanas, el mínimo reloj de pulsera que le oprimía la muñeca. Los hermanos Quiroga, que hacía veinte años habían suprimido de sus nombres el funesto apellido de su padre ante el despacho del Registrador de San Bartolomé, estaban de pie frente a la camilla donde se moría, a puertas de los 83 años y con el peso de su vanidad intacto, su venerable madre. Solo Santiago, el más desprevenido de los cinco, no había conseguido llegar a ese pueblo olvidado entre montañas, porque los vientos de 200 kilómetros del huracán Gilbert lo tenían varado desde hacía dos días en el Aeropuerto Internacional Owen Roberts de las Islas Caimán. Era el invierno más crudo de los últimos años. Los vientos del Norte habían modificado el tibio temporal del Caribe, y cubierto con nubes de piedra la cumbre de los pá*Primera mención VI Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2019.
20 La herencia de Julia Quiroga
ramos en el centro del país. Una lluvia vertical había descendido sobre la tierra, haciendo bailar en círculos las copas de los árboles, en un zigzag de sombras que arañaban la tétrica fachada del Hospital de la Visitación. Adentro, en la estancia donde Julia Quiroga se aferraba con las uñas a su larga vida de mujer colosal, bullía en cambio un sopor blando que parecía mezclarse, de tanto en tanto, con el olor doméstico de la muerte. –Al parecer no quiere retractarse –señaló en voz alta, se acomodó el alzacuellos, enrolló en su mano izquierda el escapulario Benjamín Ledesma–. No sé cómo más ayudarles, señores. Aquí no valen ni mi capacidad de persuasión ni mi hábito de sacerdote. Los rostros desabridos de los cuatro hermanos inquietaron al cardenal. Segundos después, en el negro mutismo de la habitación, se miraron mutuamente como si los unos buscaran una respuesta en los otros, un hecho resolutivo o un chispazo de ingenio que les diera la clave para romper esa coraza impenetrable en que se había convertido la voluntad de Julia Quiroga. –Nosotros la amamos, cardenal –alzó los hombros, endureció el rostro, sintió nostalgia Ernesto Quiroga–. Eso a usted le consta. Esta es la mujer más noble sobre la tierra; ya puede ver de lo que es capaz. Pero, ¿cómo se le va a ocurrir? Dígame, ¿no le parece una locura? –¡Sí, me parece! –aclaró Benjamín Ledesma–. Pero no puedo desaprobarla. Es un asunto relativo a la conciencia individual, Ernesto. De la conciencia de su madre, quiero decir. Intentar violar ese derecho natural que Dios nos ha dado sería, más que peligroso, inhumano. Casi un pecado, diría yo. Un brevísimo hilo de aire se filtró por la rendija de la única ventana de la habitación, rozó la frente mancillada La herencia de Julia Quiroga 21
de Julia Quiroga e iluminó el espacio con el olor restaurador de la tierra fresca. Como si quisiera reponerse, la moribunda Julia inclinó a medias la cabeza para mirar sobre su cuerpo vidrioso. Vio las siluetas sin forma, a contraluz, confundidas en el aura amarilla de la lámpara de noche. A ellos, sin embargo, les parecía que gozaba de la lucidez de siempre, de ese encanto de señora antigua, de esa cándida mezcla de madurez e inteligencia con que había resuelto los embrollos más tenaces del pasado. –¡Mamá, mamá! –inclinó su cuerpo, abrió los ojos, vocalizó Ernesto–. Suficiente, mamá. Recapacita. ¿De verdad vas a firmar este testamento? ¿Y qué hay de nosotros? ¿Ni lástima te da? –volvió a punzarlo la nostalgia, detuvo el llanto–. ¡Y usted, señor! ¿Le parece gracioso? –empuñó su mano, la batió en el aire contra el Notario Municipal, un hombre de grandes cejas y panza de panadero que permanecía petrificado, silencioso, en el rincón izquierdo de la habitación, al lado de la cabecera de la cama–. Julia Quiroga gruñó para sus adentros. La pétrea solidez de su determinación no era otra cosa que el fruto de la desmedida fidelidad a los misterios capitales de la santa Iglesia de Roma. Había crecido rodeada de altares y veladoras en la casa de Gilma Castillo, su abuela paterna, rezando por las almas de los vecinos que nunca dejaban de morirse, coreando hasta el hastío las plegarias de pergamino de su oratorio personal, y oyendo tantas misas en latín que acabó por aprendérselas de memoria. Era, en todo el sentido de la palabra, una devota cabal. Ni uno solo de los once párrocos que habían conducido los rumbos de la parroquia de San Bartolomé durante su adultez, llegó a dudar de su impecable juicio en el manejo de las ofrendas, en la destinación de los fondos ministeriales y en la delegación de los pormenores de las Fiestas del Corpus Christi 22 La herencia de Julia Quiroga
que, sin su rigor, no hubieran logrado despojarse de su tendencia a parecerse, con los años, a una parranda de carnaval. “Hay que pelear contra los vicios de la modernidad”, solía repetirle a sus amigas desde el interior de la tienda de artículos religiosos que había instalado a un costado de la misma Casa Cural, por cuyos corredores de monasterio se movía como en su propio espacio. Los hermanos Quiroga nunca reprocharon la diligencia congénita de su madre en la administración de la fe local. Por el contrario, se alegraban de verla impulsada por ese ánimo juvenil, colgando copias de encíclicas papales en la entrada del Teatro Municipal, anunciando los horarios del Rosario de Aurora, decorando de guirnaldas el templo parroquial y leyendo los salmos en las misas de seis de la mañana. Pensaban que, al fin de cuentas, su madre estaba viviendo los años más esplendorosos de su vida tras haber sobrevivido a un matrimonio nefasto, que le había costado cuatro décadas de brutales humillaciones. El tiempo se había encargado de convertir el infortunio de su desamor en un recuerdo vano, casi borroso, incapaz de arrebatarle la alegría a un alma tan afable y liviana como la suya. Tras veintiocho años de trabajo abnegado en el negocio de artículos religiosos, Julia Quiroga había acumulado, con la ayuda de sus hijos, una fortuna suficientemente robusta como para gastarse el tiempo saciando los antojos de la vejez sin remordimientos de ningún tipo. A veces, en los atardeceres de verano, se sentaba en la mansarda de la Casa Cural a saborear las tortas de mora con leche que preparaba en compañía de Romelia Sandoval, una beata de medio siglo que nunca probó las mieles del amor, y cuyo único anhelo en la vida había sido esperar la muerte sin que nadie violara la religiosa inocencia de su cuerpo. Cuando era frío el temporal, en cambio, preferían jugar La herencia de Julia Quiroga 23
parqués envueltas en cobijas de algodón y en un fandango de carcajadas que, sin embargo, no lograban opacar del todo los golpes de los dados contra el cristal. Pero había días distintos en que Julia Quiroga se levantaba a las diez de la mañana con ganas de “nadie me joda”, o como quien dice, desengañada de la vida, y se echaba en su poltrona de cuero como un animal enfermo a masticar hostias sin consagrar y a llorar, al frente de su televisor Hitachi de catorce pulgadas, al ritmo de las novelas asiáticas que los actores del elenco nacional gozaban doblando al español. Y así fueron sus años finales; un festín sin lindes de placidez. Así discurrieron hasta el nefasto domingo de septiembre en que el doctor William Márquez confirmó la sospecha de los hermanos Quiroga sobre sus recientes quebrantos de salud. Un agresivo cáncer de mama, cuyos síntomas le habían estropeado los últimos tres meses de sueño, se había expandido silenciosamente por su cuerpo hasta hacer metástasis en los pulmones y los huesos. Tales eran los estragos del sarcoma, que el doctor Márquez ni siquiera pensó en iniciar un tratamiento curativo, sino que se resignó a aplicarle a diario una dosis creciente de morfina para que pudiera soportar el dolor. Meses más tarde, Julia Quiroga se hallaba en la habitación 32 del Hospital de la Visitación, prorrogando con férrea dignidad el día ineludible de su muerte. Sus hijos, que a los ojos del mundo eran, más que legítimos, dignos herederos de su fortuna, ya se habían hecho a la idea de su partida, y podría decirse que tuvieron el ánimo y el tiempo de despedirse con sucesivos gestos de cariño. Al fin de cuentas, tenían las conciencias limpias; sabían que nunca, ni en los tiempos más tenaces del pasado, habían dejado que se rompiera esa suerte de apego fraternal que los mantuvo siempre unidos, y que ella supo agradecer con las dulces palabras de amor de una mujer curtida por el dolor y la esperanza. 24 La herencia de Julia Quiroga
Ya la noche había avanzado con pasos de gigante por los corredores del Hospital de la Visitación. El cardenal Benjamín Ledesma, a quien Ernesto había acudido en un recurso desesperado, había agotado su arsenal retórico tratando de convencer a Julia Quiroga de anular, o en su defecto modificar, el célebre testamento. Pero nadie supo persuadirla. En aquella habitación donde la luz seguía temblequeando sobre los rostros rubios, los hermanos Quiroga se preguntaban cómo su madre había logrado firmar, solo en presencia del Notario Municipal y sin que nadie se diera cuenta, un testamento cuyas cláusulas bordeaban las márgenes de la locura. Y ahí estaba ella, viva apenas; cabeza calva, ojos sumergidos y una mueca a la vez de júbilo y tormento. Bastaba una orden suya, un simple guiño de su voz para avalar la intervención del Notario y restituirles a sus hijos, de una vez y para siempre, la nada despreciable lista de bienes por los que también ellos habían sacrificado un buen trecho de sus años. Entonces, cuando Benjamín Ledesma, dado por vencido, quiso despedirse de los hermanos Quiroga, el eco de un estruendo rompió desde el pasillo el silencio de la habitación. –¡Qué rayos! –miró aterrado hacia la puerta, frunció las cejas Ernesto–. Segundos después, dando portazos, alguien irrumpió. Ernesto creyó reconocer en la negra silueta una figura familiar a sus ojos. Sí, era él, su hermano Santiago Quiroga, su cuasi confidente de la infancia que había llegado, Dios sabe por qué medios, al lejano pueblo de San Bartolomé para ver a su madre viva, aunque fuera una vez más. –¡Mamá! –aulló desde la puerta–. ¡No te mueras, mamá! Santiago se lanzó sollozando sobre la camilla. Julia Quiroga lo miró con ojos profundos, mudos, tiernos, y lueLa herencia de Julia Quiroga 25
go rindió su cabeza, y sus manos, y sus fuerzas todas a la gravedad insufrible de la muerte. –¡No! ¡No! –gritó Ernesto–. ¡El testamento! ¡El maldito testamento! Al fondo, el Notario Municipal validaba con su rúbrica la voluntad última, el deseo póstumo, la magnánima ofrenda que Julia Quiroga le había heredado a las benditas almas del Purgatorio.
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La hazaña de la tarde Alejandro Arcila Jiménez*
H
acer el gol habría sido lo más fácil, pero, devolver el balón en el último instante, ya con el portero vencido a mi derecha y todo el arco libre, era lo que yo consideraba correcto; lo que nadie en el mundo se hubiera imaginado. Aunque es una exageración decir eso de que nadie en el mundo se lo hubiera imaginado, el Trinche lo había hecho ya en sus años, pero nadie sabía quién era El Trinche y lo mío, eso sí es seguro, pareció original. También es verdad que El Trinche lo hizo en su mejor momento y yo, en cambio, jugaba el primer partido importante de mi vida. Llevaba más de un año yendo sin falta a los entrenamientos y llegaba a cada partido que se jugaba en La Sur, aunque sabía que no iba a jugar. Mi asiento en la banca era una garantía que me animaba, una cosa de la que podía estar seguro. Tan seguro como que un día me iba a morir. Llegaba a la cancha porque sabía que no iba a entrar. No se trataba de que fuera malo pegándole a la pelota, era solo un tema de edad: en el equipo del colegio jugaban los de once y yo, en noveno, no tenía oportunidad de ser como ellos. Goro, el entrenador, me miraba con ternura; no sabía que lo que me gustaba era ver los partidos desde la banca, él imaginaba que en mí habitaba la obstinación, el deseo de ser el próximo matador, de tener la red enfrente y romperla. *Segunda mención del IX Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2022.
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Iba siempre porque no quería estar más en mi casa. Me deprimía ver a papá agonizando. En cambio, el fútbol, ese fútbol de muchachos que sueñan ser grandes y comprarse ferraris y jugar en Europa, me animaba como nada. Me encantaba verlos correr tras la pelota y festejar sus goles imitando a las estrellas del Barza, ante una tribuna casi desierta, habitada únicamente por algunos de sus padres. Yo, en cambio, no soñaba con nada de eso, lo único que quería era estar allí, fingir que era su amigo y disfrutar del orgullo pueril de ser saludado por los de once que juegan los Intercolegiados. Yo no aspiraba a otra gloria. Por eso me quedé pasmado cuando Goro me dijo “calienta, entras en dos minutos”. No me faltaba talento, no, al contrario, tenía bastante, la pelota me obedecía cortésmente, pero yo no quería jugar. Los de once tampoco querían que yo jugara. Todos nos quedamos mirándolo, a Goro, con incredulidad; como exigiéndole que se retractara, que tomara la decisión correcta que sí era sacar a Tinto, que se había tironeado y ahora cojeaba cada vez que el balón estaba lejos; pero no meterme a mí. Había otros refuerzos disponibles. El Chato, que además tenía la gracia de haber perdido dos veces el año y que ya tenía dieciocho, era fuerte y corría bien, aunque el flanco izquierdo no le convenía tanto como a mí. Pero no nos miró, su grito de “¡calienta!” fue como un trueno y no hubo chance de protestar, porque de inmediato se giró hacia el campo y continuó gritando indicaciones. Íbamos ganando uno a cero y seguro pensó que podía arriesgarse conmigo. Yo me puse de pie y comencé a dar carreritas ridículas de diez pasos y a estirar. Todavía no podía creérmelo. El balón rodó por el lateral y Goro me miró con una sonrisita cómplice, como si me hiciera un favor. Lo odié en ese instante. El árbitro me señaló que entrara y yo entré
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sin protestar. Tinto me dio una palmadita en el hombro y me deseó suerte, aunque sin muchas esperanzas. Ahí fue que lo decidí. Resolví que lo mejor era hacer lo que nadie esperaba. Tener mi oportunidad, hacer una gran jugada y reventar el balón hacia otro lado. No tardó en suceder. El flanco izquierdo había quedado solo, pues la defensa se concentraba en Gómez, que era un delantero portentoso. Yo no los divertía tanto. También es verdad que el balón no me llegaba y por eso los muchachos del Santa Isabel, contra los que jugábamos ese día, dejaron de prestarme atención. En un momento Gómez estaba ahogado entre cuatro defensas y me miró de reojo. No pensé que me la fuera a pasar, porque desde atrás, alguien en el medio campo que no supe quién era, le gritaba “a Santi no, a Santi no”. Sin embargo, el balón me llegó a los pies y tras él dos de los muchachos del Santa Isabel. Respiré despacito y, lo juro, pude verle todos los detalles a la pelota, los pedazos de grama que tenía pegados, el bajorrelieve que decía Mikasa y las letricas de “IMPERMEABLE, HECHO EN NYLON”. Empujé la pelota con el empeine y, antes de pensarlo, ya estaba gambeteando a la derecha y luego a la izquierda; los dos defensas ya detrás de mí y el portero mirándome a los ojos, tratando de adivinar por dónde me iba a desembarazar del balón. Yo amagué fingiendo un golpe a la derecha, que era donde tenía mejor ángulo, y el portero se lanzó a la derecha, todavía mirándome y poniendo una cara de terror de esas, mientras veía que el balón seguía en mis pies y que el impulso se lo llevaba a él cada vez más lejos. Caminé hasta la línea blanca, me giré hacia mi portería y le pegué con ira a la pelota. Fue tiro de esquina rival. El estadio se quedó en silencio. Quedaban como dos minutos para que se acabara.
La hazaña de la tarde 29
Mucho se dijo en el colegio del asunto. Que yo estaba deprimido ese día porque mi papá se estaba muriendo, que lo único que quería era llamar la atención, que era posible que hubiera estado fumando. La verdad, sin embargo, era más sencilla: yo solo quería hacer eso, no meter el balón en la red y ya. Renegar del hecho de que Goro me hubiera privado del placer que me producía no jugar al fútbol. También es verdad que el hecho pasó pronto al olvido. En buena medida porque ese partido era irrelevante y además lo ganamos. Mi gol no sumaba ni restaba nada para el equipo. Pero para mí, era el momento máximo, la mayor gloria de mi insignificante vida adolescente. Cuando el árbitro pitó, yo fui al banco, cogí mis cosas y salí sin fijarme en nadie. Ni siquiera me cambié los zapatos. Tomé el bus y regresé extasiado a casa, saboreando el recuerdo, sabiendo que ese día iba a ser el más importante de todos los días que yo fuera a vivir. Cuando crucé la puerta del edificio, mamá bajaba. Tenía el rostro descompuesto y me miró como si no entendiera qué hacía yo ahí. “Dónde estabas, Santi. Necesito que te cambies ya. Papá acaba de morir”. Y yo la miré no sé cómo y le dije “Sí, señora”. Subí los tres pisos del edificio corriendo y fui directo a cambiarme, todavía sin entender nada. Ella subió detrás llorando y Sofi también lloraba, y yo tuve que pensar en otras cosas tristes para poder llorar también, porque no me salía nada. Y no era que no quisiera a papá, yo sí lo quería mucho, pero es que no podía llorar ni un poquito. Bajamos las escaleras y yo me senté atrás, no le peleé el puesto de adelante a Sofi. El auto comenzó a moverse y yo veía cómo Sofi y mamá lloraban y me sentí terriblemente culpable de no estar triste, de seguir saboreando con orgullo la hazaña de la tarde.
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Cuentas Julián Castro Arbeláez*
L
a casa encerraba su niñez. Gabriel, aquel que miraba el álbum de la familia, ahora era un soldado dando su última ronda por las paredes de la memoria. Miraba las puertas, las mismas por las que hace 20 años había entrado en brazos de su madre. Poseía algunos recuerdos del hombre al que llamó padre; sabía de la claridad en el fondo de sus ojos, de su bigote pronunciado y negro, de su cabello frondoso y su voz arrulladora cantando un “duérmete niño, duérmete ya”. Recordaba cómo la mano generosa cultivaba café y mantenía las plantas del corredor principal como señoritas dispuestas para una gran fiesta. Las orquídeas eran sus favoritas, sus “niñas”. Un día, antes de que su padre se marchara, Gabriel vio a las orquídeas tristes; luego, la figura paterna desapareció para siempre, justo cuando la chispa de violencia en el país empezaba a convertirse en una verdadera hoguera. Todos pensaron que su padre había muerto a manos de la guerra y que esa guerra nada tenía que ver con su familia hasta ese día. Aquel niño no prometió venganza, pero sí juró defender la libertad y la vida en memoria de su sangre. Gabriel asumió el rol de hombre siendo apenas un infante; sus manos, antes tiernas y estériles, se poblaron de *Ganador V Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2018.
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callos y cicatrices; su piel virgen se volvió morena y su espalda tomó contextura ancha. Trece años después se despedía de los campos que cultivó, de la casa que llenó de gritos, de una vida que se quedaría guardada en el álbum que miraba. Tomó una de las páginas y, con delicadeza, arrancó la foto del bautismo donde salía con sus padres, la guardó en uno de los bolsillos de su uniforme y llevó sus pisadas hasta la salida. Su madre ya lo esperaba. En el batallón era un día para celebrar, pero las caras pálidas inundaban el aire con suspiros que hundían los cuerpos hasta el centro de la tierra, y que recordaban la exhalación de quien estaba a punto de fallecer. Con el sol puesto, más de quinientos hombres juraban lealtad a la patria, mientras que algunas señoras dejaban caer una o dos lágrimas que barrían la pestañina del borde de sus ojos, sutilmente puesta horas antes. Lloraban por el hijo, el esposo o el nieto que no volverían a ver pronto. Ese mismo día, a cada soldado se le asignaba una misión y una escuadrilla. Muchos hombres aman a una mujer hasta dar la vida por ella y la mujer de Gabriel era La Patria. La amaba con todos sus colores; con el amarillo que le recordaba la salida del sol, vista desde el corredor de su casa; con el azul del agua que descendía por la montaña en cascadas gigantescas, en las que se bañaba siendo un adolescente; con el rojo de la sangre de guerreros que habían entregado su alma a cambio de la redención de un pueblo. Gabriel no era uno más, durante su formación fue notable la reverencia con la que servía, y era admirado como si fuera un miembro de rango superior. Cuando le informaron que su destino lo esperaba en los montes, entendió la suerte que le aguardaba. Fue asignado en una misión especial que se encargaría de capturar a alias “Churrasco”, un hombre (si lo era aún)
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responsable, entre otras cosas, de la reciente muerte de siete policías y del secuestro masivo de veinte turistas norteamericanos que, esperando encontrar una cascada, fueron a parar a un campamento guerrillero. Ahora se despedía de su madre y le recordaba sobre el buen cuidado de las orquídeas: un baño de agua cada cuatro días, una canción y algunas caricias en las hojas; eso era suficiente para mantenerlas vivas, aunque, ahora mismo, todas lloraban a Gabriel. El día avanzó. Los tumultos de gente sollozando desaparecieron, ahora solo quedaban hombres verdes cuyas cabezas peladas se doraban al sol, que cargaban bolsos sin fondo llenos de elementos básicos de supervivencia. Vaciados del pasado; en ese bolso llevaban al nuevo hombre que cada uno era. Solo unas cuántas despedidas más y Gabriel ya estaba montado en uno de los dos vehículos militares que se dirigían a Comanda, el sitio que daba lugar a la misión. Los dos camiones se detuvieron. De cada uno bajaron quince hombres que, de inmediato, empezaron a marchar tras la orden de los superiores. Era mejor aprovechar el tiempo, la embajada estadounidense había fijado plazos que iban en contra de los largos procesos que enfrentaban los nacionales cuando querían resolver un caso similar. Estaba en juego la imagen del país. Ya nadie recordaba aquellos cinco coterráneos que por esos días fueron también secuestrados en otra zona, ni los ocho que fueron asesinados, días antes, porque el gobierno no tuvo disposición ni tiempo para negociar. Todos ellos, a lo sumo, hacían parte de la estadística; la guerra los convirtió en números. Los últimos en la cuenta aumentaban la cifra a siete dígitos. La noche los alcanzó cinco horas más tarde. Descansarían, comerían, dormirían y a la mañana siguiente sus Cuentas 33
pies los llevarían, con el bolso interminable a cuestas, por los montes de Comanda. Los hombres eran como treinta hormigas verdes siguiendo el camino al hormiguero; cada vez se aproximaban más al campamento enemigo y, justo por eso, los pasos empezaban a ser más lentos y calculados. Algunos sentían miedo; estaban los sujetos como Gabriel, entusiastas y novatos, que nunca habían tenido cerca la muerte; otros, los experimentados, que ya la habían besado en diversas oportunidades, no le huían, la esperaban atentos, con el arma abrazada al pecho. Varios kilómetros después, las plantas de los pies estaban llenas de ampollas, pero por fin se hallaban realmente cerca. Cinco hombres se adelantaron, mientras los demás, en silencio, aguardaban. Las diez botas jugaban a seguirse, cada uno pisaba en las huellas de la anterior. Gabriel estaba allí; su bota derecha era la nueve, su izquierda la diez. Todos callaban. Unos metros adelante encontraron el lugar en donde se suponía que estaba “Churrasco”, pero no vieron ni siquiera unos calzones olvidados en un alambre, ni rastros de fuego, ni mucho menos un muerto abandonado a las injurias de los gallinazos. Avisaron al resto. Todos avanzaron. Parecía que ningún humano había estado cerca del lugar en años. La oscuridad los alcanzó allí, estaban agotados y el sitio parecía seguro para permanecer. Solo sería una noche, luego seguirían caminando. Establecieron el campamento aprovechando lo que encontraron en la zona y prepararon algo de comer. El ambiente era pesado, los superiores no tenían muy claro en dónde poner el paso siguiente. Toda la información apuntaba a que “Churrasco” se encontraba exactamente en el lugar en el que ahora, treinta militares estaban comiendo; probablemente también los enemigos
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comieron allí días antes y, sin embargo, aquel lugar parecía virgen hasta antes de que los soldados llegaran. Era hora de descansar, la caminata y la frustración los tenían agotados. Cuatro hombres hacían la guardia, cada uno vigilaba una dirección distinta. Gabriel se encargó del norte. Después de estar quieto y vigilante por un par de horas, el ruido natural de la noche lo atrapó; empezó a caminar lejos del campamento. Recordaba que toda su vida se había preguntado por su propio norte, por el lugar al que su brújula interna apuntaba. Miró al cielo, luego al suelo y, a pesar de la falta de luz, notó que junto a sus botas yacía una orquídea muerta. La tomó en una de sus manos, en la otra sostenía un fusil. Un “boooom” resonó en el monte. La sangre se derramó por la tierra y sesos humanos se hallaron esparcidos entre las hojas. Gabriel empezó a correr de regreso, sabía lo que estaba pasando, su cuerpo le pesó más, se sintió culpable por haberse alejado. Llegó al sitio, vio los hombres agonizando, vio troncos mutilados y extremidades rodando por el suelo. Siguió el rastro de la explosión, una mancha oscura resaltaba en medio del fuego que quemaba el campamento. Tropezó mientras corría. Al levantar la cara, contempló la claridad en el fondo de los ojos de quien lo miraba, vio su bigote pronunciado y negro, vio su cabello frondoso y escuchó la voz arrulladora. Pero el hombre de la foto que guardaba en su bolsillo no lo reconoció. No tuvo tiempo para hablar, el disparo de una mano generosa se le metió en el cráneo. Gabriel, era el muerto número treinta.
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Río abajo Juan Sebastián Alzate Valencia*
E
l sol del mediodía me aplasta de una manera brutal. Busco resguardarme sobre la pequeña sombra que proyecta mi canoa en la orilla, pero este bochorno lo invade todo. Intento calmarlo tirándome al río: es un remedio inútil. Además, ya tengo la piel amarillenta y verdosa de repetir ese ciclo, también el cabello raído, las ropas desgastadas y podridas. Para distraerme del calor, fijo mi vista en el caserío multicolor que se alza a la orilla del río, e intento imaginar si acaso en estos días habrá pasado algo interesante. A lo lejos veo la silueta de una mujer que viene arrastrando sus pies por el lado derecho de la orilla, buscando obtener algo de sombra de las desvencijadas casas. Creo que es la misma mujer que ayer vino a insistirme, y que estaba con un negro que tartamudeaba su nombre: Salomé. Debe ser ella, porque más atrás viene el mismo negro a paso lento, con su brazo izquierdo medio tieso y arrastrando su pierna derecha, que no está mala del todo, pero que necesita un impulso adicional de la cadera para que se mueva. Salomé ha sorteado todas las sombras de las fachadas, y ahora se lanza a paso lento hacia la orilla del río en donde está mi canoa. Me mira fijamente, y se da media vuelta para saber dónde viene el negro, pero éste ya la ha alcanzado. *Ganador del VII Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2020.
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—Ya les dije, hace mucho tiempo que hice el último viaje y decidí no volver. Solo hay una condición para hacerlo. —Vamos —responde Salomé —. Le daremos lo que pide. Azorado por la respuesta me bajo de la canoa y hago un gesto con mi cabeza para que los dos suban. Salomé se monta primero con algo de dificultad, y luego, coge al negro del brazo tieso para ayudarle. Empujo el bote al río con las fuerzas que me quedan, tomo el remo y empiezo a cantar para alegrar la partida. La corriente nos empieza a arrastrar lentamente. Dejo el remo en el centro de la canoa. El pueblo se va perdiendo en la lejanía hasta formar ciertos matices inciertos de colores, como si fuera un pequeño espejismo. Hemos navegado largo rato sin mirarnos, y el calor del medio día ya ha dado paso al sol cansado de la tarde. Ahora no veo ninguna casa al lado del río, sólo colosales montes de vegetación que se alzan sobre las dos orillas, un verde apagado que todo lo abarca y que me quita las ganas de remar. Me recuesto, me dejo llevar por la corriente: sé que llegaremos entrada la noche y habrá que navegar con luz de la luna, pero al menos tendré tiempo de saber algo de Salomé. —No quería volver a hacer este viaje a menos que… —les digo, pero el negro y Salomé no dejan de mirar la corriente. …A menos que el negro tome mi puesto, eso lo debo tener siempre presente. Recuerdo que me quedé en la canoa cuando acompañé a mi mujer a olvidar cómo había perdido a nuestro hijo. En ese tiempo, el remero que guiaba la canoa a esas tierras, era un viejo al que le caía la barba hasta la cintura, pero que tenía una calva en la que chocaba el reflejo del sol, y en las noches, el de la luna. Yo le dije Río abajo 37
que iba a pagar el precio, y cuando llegamos, me despedí de mi mujer, para que olvidara su dolor. Entonces, el viejo barbudo me miró con una compasión infinita y me cedió el remo, para también perderse en esa madrugada brumosa. —¿Estás seguro de tomar mi puesto? —le pregunto directamente al negro. Él aparta la vista de la corriente y sólo me mira con esa sonrisa. ¿Qué te ha dado Salomé para que te condenes así? —Él ya no puede más con mi sufrimiento —responde Salomé. No conozco la historia de Salomé. Por lo que dice, debe ser tan dolorosa como para engañar a un pobre negro y condenar su alma. Esto lo digo porque conozco el pasado del negro. Pescadores me contaron que se llamaba Manuel, y que tocaba el acordeón mejor que cualquier marinero italiano, pero que nadie lo volvió a llamar en el pueblo por su nombre, porque se lo vendió al diablo por la libertad de una prostituta. Un día lo encontraron inconsciente a la orilla del río, incapaz de pronunciar alguna palabra, pero con una sonrisa de beatitud estúpida. Ya cae la noche sobre nosotros con su oscuridad, y con el zumbar de los insectos. Llegamos a un terreno llano en el que desaparece la muralla verde de la selva, y donde se adivinan dos antorchas. Al final no he querido insistirle a Salomé sobre su historia, lo que le pasó debe ser motivo suficiente para emprender este viaje. Encallamos en la orilla. —Salte —le digo a Salomé. —¡El que baja es el negro, él vino a recuperar su alma! —me grita. Nos quedamos largo rato mirándonos, el negro con su sonrisa y la mujer con su mirada apagada. Todo el viaje había creído que Salomé había engañado a este pobre ne38 Río abajo
gro, que los dos lo habíamos engañado, porque después de tantos años iba a ser otro el que guiaría la canoa. Entonces les digo que se bajen los dos, que no hay trato porque hice el viaje pensando que el negro era el que se iba a quedar en la canoa. La verdad es que le tengo pavor a la eternidad, a no poder contemplar el río de nuevo, a no volver a tener estos días que se llenan con ese deslizamiento sobre la corriente, y el ruido de la selva que sale a las orillas. Prefiero quedarme a esperar otro viaje más, y escuchar a los pescadores. Ellos me preguntan si me voy a quedar mucho tiempo más, son incrédulos. No saben que vivo desde que apareció el pueblo a la orilla del río, que también compartí las mismas conversaciones con sus abuelos y padres, y que estaré aquí hasta que las tragedias dejen de traer viajeros a mi canoa.
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El sol de la noche* Gabriel Arango Henao*
O
kkelele no se pudo contener más y se abalanzó sobre la manada de animales con los que estaba discutiendo hacía rato. Era ágil y escurridiza como el viento, pero no lo suficiente como para salir con vida de aquella maraña de zarpazos y mordiscos. En el momento en que su cuerpo fue sacudido con violencia por una de las fieras, oyó la voz clara de su padre: —Hija, hija, ¿qué es esa gritería? ¡Despierta! Okkelele contó a su padre Ola Opa lo sucedido en el sueño, y justificó su actitud violenta sólo por haber escuchado el nombre de su madre en boca de uno de los animales, en el instante en que los insultos brotaban de la manada como un panal de abejas en estampida. —Culpan a las mujeres de no poder andar en dos patas y de tener que enfrentar todos los días a los hombres para mantener su territorio, y como si fuera poco, incluyen también a mi madre —dijo Okkelele. —Tu madre no es culpable, pero ellos tienen razón, hija —dijo Ola Opa. Okkelele abrió los ojos interrogantes y miró a su padre. Luego, ante una señal de él, salieron hacia la choza de ceremonias donde Ola Opa le relató el origen del mundo. *Primera mención del III Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2016.
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—Cuentan nuestros ancestros que el mundo era solo una acumulación de tierra sin mar, sin ríos, sin quebradas, sin hombres. Habitado sólo por animales que hablaban como las personas y andaban en dos patas. Eso fue lo que nuestro primer habitante, Ipalele, vio a su llegada. Un día su esposa llegó ebria y él no supo la causa. Al segundo día su esposa salió a caminar de nuevo y anduvo tras ella hasta llegar a Ipuwala: era un árbol tan grande y frondoso que en sus copas había un bosque donde los animales tenían plantaciones de maíz y cañas para destilar jugos embriagantes. Entonces Ipalele decidió talarlo. Reunió a los animales y, pese al esfuerzo realizado, aquel día sólo hicieron la mitad de la tarea. Al día siguiente, dispuestos a abatirlo por fin, se desconcertaron al encontrar el árbol intacto. Y así se repitió durante dos días más, lo que hizo montar en cólera a Ipalele. Al cuarto día, Ipalele se escondió entre las malezas y vio cómo a media noche salieron de las sombras Olo No, sapo de brillantes ojos; Olo Nia, diablo dorado; Olo Naipe, serpiente de áurea mirada; y Olo Achu, perro de oro. Cada uno, de cada punto cardinal. Los animales se acercaron al árbol y juntaron sus lenguas en los cortes sangrantes. Así Ipuwala volvía a sanarse. Pero finalmente todos murieron atravesados por las saetas invencibles de Ipalele y sus animales. Luego trabajaron incansablemente durante dos días, hasta que el tronco empezó a ceder. Ipuwala se fue desplomando en un prolongado estruendo. Y fue así como vieron nacer de Ipuwala los mares, los ríos y las quebradas. Con una fiesta de gran solemnidad se celebró este hecho, pero hubo peleas al embriagarse los animales y por ello, Ipalele los castigó haciéndoles perder los caracteres humanos. Luego, fueron arrojados hacia las selvas, y aquellos que andaban sobre dos patas anduvieron sobre cuatro, y las plantaciones quedaron para los hombres que nacerían con el tiempo. —Como ves, hija, este horrible hecho empezó por causa de una mujer: la esposa de Ipalele.
El sol de la noche 41
Tan pronto el padre terminó su relato, Okkelele salió de la choza en silencio. Anocheció y Okkelele no llegaba. Ola Opa pasó varias horas en vela esperando a su hija. Cuando los pensamientos se le apretujaron en el pecho como un filo cortante, salió a buscarla. Se internó en las sombras y en la gritería de los animales nocturnos de la selva. Caminó un largo trecho hasta que súbitamente se detuvo: vio que a través de las ramas de los árboles se filtraba una luz blanca, brillante y fría. Algo extraño estaba sucediendo ya que no podía tratarse del sol del día y todas las noches siempre eran de oscuridad total. Miró hacia arriba y sus ojos brillaron confundidos. Con el corazón agitado trepó al árbol más alto, hasta sacar su cabeza por encima de las copas. Sus ojos querían abandonar el cuerpo. No lo podía creer. Estaba siendo testigo del nacimiento de un sol de la noche. Durante mucho rato se quedó absorto y se extrañó de que fuese capaz de sostenerle la mirada a esa esfera blanca, lo que era incapaz de hacer con el sol de día. Y reconoció en aquel nuevo sol el rostro de Okkelele, su hija. Alegría y lluvia brotaron de los ojos de Ola Opa hasta el amanecer. Inspirado en la cultura kuna, Colombia
*Este cuento se tituló originalmente Okelele y el Sol. En 2021 fue publicado en el libro El carnaval de los dioses en el que fue incluido como El sol de la noche.
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Agoarente David Alejandro Zuluaga Alzate*
L
o primero que alcanzaron a entregarme mis ojos fue la imagen de un frailejón; esa información no concordaba con la del resto de mis sentidos. O bueno, el resto de ellos estaban ahogados, atosigados por todas las sensaciones que puede llegar a tener aquel que siente cada una de las experiencias del universo. Desenfoqué el verde para ir a dar con la neblina escasa de frío, con la maleza alta y pálida que huía a mi tacto y la disonancia del olor. Me consagré a los ojos dándoles fidelidad, sentí al ritmo de sus impulsos nerviosos una forma nueva, parecida al pensamiento; la dilatación y contracción de las pupilas las bauticé como mi novedosa forma de sístole y diástole; el alma se mudó a los ojos sin saber cuál fue su antigua casa. La miopía ahora parecía el castigo más severo que un hombre puede experimentar, y la limitación hasta la periferia visual me enseñó mayor filosofía que los libros en que gasté estos fanales. De la nada, como un dolor fantasma, de un ala que ahora tenía, que siempre tuve, pero no recordaba cómo sentir. Empezó una ráfaga cálida que me invitaba a alzar vuelo; se me metía entre las primeras plumas -las más largas- y aunque no me llegaba ninguna imagen asociada a las alturas, también le fui fiel. Luego, garras ansiosísimas que se rascaban con un árbol, con la decisión de que allí adentro encontraría mayor *Primera mención VIII Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2021.
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tesoro que el de una ciudad perdida, la de mujeres delicadamente fundidas en oro y ojos en esmeralda: fue savia que me llevé a un hocico que no tuve tiempo de cuestionar por qué ahora estaba allí y, más aún, por qué no sentía el verde sabor. Todo lo anterior sin dejar de ver ese frailejón con motas de un blanco congelado. Al tratar de recordar, sentí cómo una bola de cristal cayó, no la alcancé a percibir completa, solo me admiré con los fragmentos de un universo en expansión. Quise esperar un tiempo cercano a la eternidad anhelando el big crunch, sabía que algunas memorias se resistirían a ser asimiladas por otras y allí dejé de esperar. ¿Quién quisiera desaparecer para darle paso a otro? Visité a mi padre, nunca me sintió diferente a él, fui el proyecto con el cual retaba a la muerte y mi traición fue atreverme a desear, a exterminarlo como se mata a un parásito que no deja hacer digestión ontológica. Y allí seguía puesto en mis ojos de manera incesante ese frailejón. Sin saber cómo fui a parar allí, ahora el sueño se confundía con lo anodino; no sabía a quién creerle porque decirle no a uno hubiera sido matarlo, negarle veracidad, impedirle fervor. Dancé fertilidad, saboreé con los poros en el dorso del lomo y no supe detenerme siguiendo olores novedosos, no tenía pies para perseguir, eran como membranas mojadas (si es que a aquello que está sumergido totalmente en el agua se le puede llamar mojado). Sentí el calor de siete atardeceres y desperté con setenta amaneceres: canté, grazné, fui a lavar al río, pigmenté con el olor de las flores para futuras generaciones y sentí la presión de las piedras en las pezuñas por una carrera mortal. Me desinteresé del frailejón, pero nunca llegaron los párpados, me sentí desprotegido del libre albedrío. No 44 Agoarente
hubo movimiento ocular, nada. Era casi como una pintura interactiva, como un video en bucle; comprendí al joven Edipo que se hizo ciego a voluntad, brindé con Sísifo, acaricié los tiernos cabellos de una prostituta creyente tras salir del confesionario, que peca para comer y come para pedir perdón. Cada vez pensaba menos como yo, o me adelantaba a ese cambio y al volverme espectador de mis ideas sentía el escalonamiento en todas las direcciones. Recordé las pinturas surrealistas con caminos imposibles, arrastré mi pesada barriga por ellos y me di cuenta de que fueron hechos para babosas. Me enamoré sin pronunciar “amor”, sentí la libertad de no saber y la triste y única figura que me entregaba mis ojos me obligaba a preguntarme el porqué. Y fue allí, cuando todo enmudeció menos la visión: ya no estaban las garras, ni las escaleras, ya no había aire ni sabor; no oso, no pájaro, no insecto. El delirio de un moribundo, la despedida del sensible con el universo. Fue cuando ni las lágrimas habían llegado a consolarme con caricias que acepté mi muerte. Le pedí a mis ojos que también lo hicieran, pero a ellos ese frío de la sierra les había hecho olvidar cómo morir.
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Cabellera blanca Estefanía Cifuentes Bernal*
—¡Ciego es el que no quiere ver! Fue la primera vez que escuchamos aquellas palabras. Su aturdidor timbre incomodó el mutismo que se había adueñado de la aldea. Nuestras miradas perdidas echaron un vistazo y nuestros labios sellados esbozaron de repente una mueca con un aire desagradable. Pasaron pocos segundos para que regresáramos a nuestro mundo. Vivíamos en completa paz. No se reprochaba, opinaba o juzgaba a nadie. No existían opiniones sobre el mundo, ni clases. No nos tocábamos, así evitábamos lastimarnos. No cantábamos para no irritarnos, ni bailábamos para no disgustar a nuestros vecinos. Vivíamos en completa tranquilidad, y así nos gustaba vivir. Todo cambió con la horrorosa aparición de aquel hombre. Ninguno parecía haberlo visto antes. De hecho, todos nos conocíamos aquí en la aldea. Apreciamos nuestras pequeñas manos convertirse en robustas, con vellos sobresalientes en los brazos; vimos transformarse nuestros torsos delicados en grandes y bien formadas siluetas. Aunque no sabíamos la edad de los otros, suponíamos tener la misma. Aquel hombre era otra cosa. *Ganadora del VII Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2020.
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En nuestro primer encuentro, su presencia ya nos fue repulsiva. Su vestimenta con colores variados era diferente a la nuestra, que nunca se distinguía una de la otra. Sus expresiones faciales nos eran desconocidas. ¿Cómo se atrevía a tener los dientes afuera todo el tiempo? Y su cabellera tan blanca, que se confundía con las paredes que nos rodeaban. Todos teníamos el mismo pigmento y eso no nos inquietaba. Desde su llegada comenzó a actuar de una manera despreciable; era incapaz de mantener la boca cerrada. No desperdiciaba oportunidad para manifestar que lo que expresaba con los dientes, era algo que un día llamó “risa”. Nunca habíamos visto semejantes modales. Tarareaba algo que llamaba “música”, que nos hacía perder el control de nuestro trabajo, pero que preferíamos ignorar. Relataba extrañas historias que decía haber leído en algo que nombró como “un libro”. Contaba historias anormales que nos agobiaban hasta que llegamos a no soportarlo más. Como si no fuera suficiente con todas las sandeces con que nos atormentaba, un buen día comenzó a recriminarnos las actividades que realizábamos a diario, durante horas enteras. — ¡Lo que hacen es lo suficiente para mantenerlos ocupados! Pero díganme, ¿se ocupan alguna vez del alma? ¿O al menos, disfrutan del ocio? Nos fue imposible descifrar su extraño código. Por más que Cabellera blanca nos desconcertara, ninguno de nosotros se atrevió a escucharlo, nuestros oídos solo atendían al tableteo de nuestras máquinas. Manteníamos la normalidad de nuestra comunidad como se supone que debe ser. El mutismo era nuestra ley. ¿Quién reprocharía alguna vez lo que no se está diciendo?
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— Pero esa es una pregunta -me dijo otra vez mostrando los dientes. ¡Me quedé en las mismas! Un día lo oímos decir que era inútil, que mejor prefería irse, que quería salir de la aldea lo más pronto posible. Nos dijo que éramos unos encadenados. Creemos que notó que no intentamos comprender. Fue la primera vez que no se empeñó en explicarnos lo que quería decir. Con su mar de declaraciones, nos miró. Noté un brillo peculiar en sus ojos; me perturbó, pero lo olvidé de inmediato. Antes de marcharse definitivamente, Cabellera blanca se redujo a pronunciar unas pocas palabras. —A ustedes ya les han arrancado los ojos. Nunca pudimos entender a qué se refería.
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Segunda parte: noches sin sosiego
Oscuro amor Frankin Zapata Tobón*
Un fuerte frío azota las ventanas moviendo los hie-
rros que las sostienen, estos retumban en la noche haciendo creer que la casa se rendirá ante la lluvia. La soledad es mi única compañera, y en realidad con ella me siento a gusto. Algunas noches son fugaces, otras apasionadas, en ocasiones violentas, y en su mayoría transcurren en incertidumbre, y la de hoy no es la excepción. Esta se impuso con su ritual lúgubre de sombras en la penumbra, aumentando la ansiedad porque algo decisivo cambiaría desde hoy en mi vida; y no era para menos, esta noche le contaría a Octavio que estaba embarazada. La noticia parecería alegre para una pareja que aspira prolongar su existencia con una muchedumbre de hijos, sin embargo, para Octavio cada decisión o acto que nos concierne a ambos es un enigma. No sé cuándo cambió su personalidad o si siempre fue así, me inclino en creer que siempre fue alguien reservado. Pero eso no interfirió cuando me perdí apasionadamente en su afecto de hombre recio y tosco, un atarván en palabras de mi madre; a pesar de ello, supo encender el fuego acalorado de mi virginal cuerpo. Lo anhelaba sin verlo, suspiraba sin oírlo, me estremecía sin tocarlo, y cuando logré probarlo, quedé saciada en un éxtasis durante varios días. Su poca galantería, en contraste con su mucha hombría, quedó marcada en mi *Ganador del VI Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2019.
Oscuro amor 51
memoria desde el primer momento que lo vi, esa mañana que llegó sudoroso, montando a caballo, erguido, sereno y hasta altanero, al portillo de la casa. — ¿Está el dueño de la vaca? —preguntó sin saludar. ¡Mamá! —grité mientras continuaba extendiendo la ropa en el patio. —Doña, ¿cuánto cuesta la vaca? —preguntó a mi madre cuando esta se asomó desde la cocina. —¡Buenas! La vaca no está en venta, señor. —Y, ¿cuánto cuesta la ternerita alebrestada de allí? — dijo señalándome. Yo me sonrojé por el atrevimiento, pero también porque era la primera vez que alguien así me coqueteaba de forma tan ordinaria. —¡Atrevido! Respete señor, que es una niña. ¡Lucrecia, p’adentro! —dijo mi madre furiosa. Sus intenciones no terminaron ahí, me esperaba a la salida del colegio, siempre en su caballo; me seguía hasta que veía que me entraba a la casa; nunca me pronunció ni una palabra, tal vez porque siempre yo estaba acompañada por mis hermanos menores. Pero un día que estuve sola, no perdió oportunidad, detuvo mi caminar con su caballo, se abalanzó y me robó un beso. —Escápate conmigo —dijo en tono serio cuando me soltó. Yo salí corriendo despavorida, pero durante toda esa noche no tuve sosiego, cerraba los ojos tratando de recordar y retener en mi boca ese beso, mi primer beso largo y apasionado. Entonces fue cuando tomé la decisión de escribirle una carta que decía: Hola hombre del caballo (pues no se su nombre). Espero que esté bien, por mi parte he estado como atolondrada desde que lo vi, ¿a usted también le pasará como
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a mí? Lo que me dijo hoy me tiene muy pensativa, pero por ahora le digo que esperemos hasta que cumpla los 18 años en unos meses, hasta entonces por favor no nos veamos que mi mamá me regaña. Lucrecia. Al otro día dejé caer la carta por el camino para que él la recogiera mientras nos seguía, como de costumbre, eso sí, percatándome de que mis hermanos no se dieran cuenta. A los días me envió una pulsera negra; el color me pareció raro, aun así, agradecí el detalle que venía con un mensaje que decía: «De Octavio». Cumplió la promesa de no vernos hasta la noche antes de mi cumpleaños que llegó sigiloso a mi casa, me abordó cuando salí a encerrar las gallinas en el corral. Me zampó otro beso, pero esta vez me atrajo hacia él con fuerza. —Te espero mañana aquí mismo, a esta misma hora —dijo mientras se perdía entre el maizal detrás de la casa. Y así ocurrió, lo esperé ansiosa con una mochila al hombro, con unas cuantas blusas, un pantalón, dos vestidos y un par de zapatos, lo poco que empaqué en la mañana y que había escondido en el corral de las gallinas. Llegó puntual al encuentro, joven y reluciente vistiendo de pies a cabeza un traje negro; me dio un beso y yo, segura en mi decisión, me fui con él, dejando atrás la vela sin apagar de mi cumpleaños. No sabía nada de él, ni de su familia, hasta desconocía su apellido, pero no me importaba su pasado, yo quería crear una nueva historia con Octavio, el hombre del caballo. Durante toda la noche estuvimos recorriendo a caballo trochas y quebradas hasta que llegamos a una casa de tapia, igual a la de mis padres, pero mucho más vieja. Desde el primer momento se notó que la mano hacendosa de una mujer no había tocado por años ningún Oscuro amor 53
rincón de la casa, estaba empolvada, desorganizada, y en el aire solo existía un olor a viejo y a humedad. De hecho, eso no me desanimó, por el contrario, me alentó a convertirlo en un hogar respetable. Durante muchos días fue algo emocionante, me sentía la dueña de la casa, y en verdad lo era, porque permanecía todo el tiempo sola, menos en las noches que sentía el calor protector de un hombre a mi lado. Octavio mantiene una rara obsesión con el color negro, viste de negro por completo, su caballo es negro, y hasta la casa queda cerca al río Negro, cuyo nombre se debe a que sus aguas mansas se tiñen oscuras y sombrías por una especie de alga; pero lo más desconcertante, es su capricho con la oscuridad: no permite que encienda velas en la noche, puesto que en la casa no hay luz. Es así como la noche se impone con su oscuridad avasalladora, hasta tal punto, que ni la mínima luz de la luna entra a la casa, porque él selló todas las aberturas por las cuales podía pasar. Durante las noches he aprendido a olvidar que tengo ojos, y me he acostumbrado a vivir con mis otros sentidos; de este modo es como amo, deseo, lloro, sufro, suspiro y sueño con ese hombre, que unas noches llega como animal en celo, alterado, afanado, silencioso, y me ama con brutalidad; otras noches, solo llega desatento y se acuesta; a veces llega excitado pero cariñoso; en ocasiones lo percibo más corpulento, sudoroso, oliendo a jazmín; pero en otras oportunidades solo está el olor a sudor de quien pasa horas montando a caballo. Nunca veo sus facciones, no sé qué piensa, ni qué lo perturba durante las noches. Los días se han tornado tristes; en el día permanezco sola y, en la noche, acompañada de un hombre que no puedo ver, que siento ausente y que solo a veces habla, pero para responder lo preciso. Aquí estoy, ansiosa por la noticia que le daré esta noche, preocupada por su reacción y sin saber con qué personalidad llegará. Escucho los galopes del caballo, lo observo, como he hecho los últimos días, por la ventana, cuando se acerca como siempre,
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con su atuendo negro: luego de cerrar la puerta se convierte en una sombra más en la oscuridad. Lo siento deseoso de mí porque llega apresurado, y comienza a desvestirse. —Estoy embarazada —digo deteniéndolo en el acto. Se queda callado, se acuesta desnudo, sin indicar una mínima señal de alegría, desagrado, sorpresa o angustia. Nada. La noche pasa y, como de costumbre, él sale temprano, antes de que salga el sol. El día transcurre igual, arreglando la casa, lavando en el río, siempre sola, pero tranquila, creyendo que desde ahora las noches serán diferentes. Pensé que estaba aturdido por la noticia, y por eso su postura; sin embargo, por la noche fui yo quien quedé aturdida. Llegó ansioso, me besó, y empezó a acariciarme mientras me quitaba la ropa delicadamente. —Se te olvidó que estoy embarazada —dije sorprendida por su actitud. Se detuvo en silencio, se acostó a mi lado y se durmió con su mano en mi vientre. Los meses pasaron, y las noches, en igual incertidumbre, con la misma oscuridad total. Octavio a veces se acostaba a mi lado, protector, cariñoso; y otras veces ausente, distante, sin tocar mi cuerpo. Así pasó el tiempo, hasta que llegó el nacimiento un día lluvioso; el parto fue doloroso pero bendecido con gemelos, dos varones enérgicos y saludables. Sin aguardar mucho tiempo, se dispuso todo para bautizarlos. Cuando llegué a la iglesia los vi, ahí estaban, de pie, junto a la pila bautismal que contiene el agua bendita, vestidos de negro como dos reflejos en un espejo, ahí estaban Octavio y su hermano gemelo. Me acerqué extrañada, sorprendida por ese secreto revelado, pero más me asusté cuando empecé a percibir, en uno, el olor a jazmín y, en el otro, el olor a sudor de quien monta a caballo.
Oscuro amor 55
Los sueños de Tamara Samuel Pérez Quiroz*
Las cuatro de la tarde era la hora en que las clases
de pintura iniciaban, mentiría si dijera que los nervios no estaban presentes en mi mente; estaba emocionado por ver las novedades que me iba a encontrar. Al llegar al taller pude ver al maestro con su barba espesa y sus anteojos; ya le había conocido antes en una exposición, así que lo reconocí de inmediato, estaba concentrado en preparar el lienzo, honestamente no le presté demasiada atención, solo esperaba poder saludarlo. Todo cambió cuando el maestro saludó a una estudiante con alegría, pronunciando su nombre; traté de convencerme de que no podía ser ella, traté de pensar que era imposible, habían pasado tres años y las probabilidades eran casi nulas para mí. Sin darme cuenta, el maestro terminó su empaste, así que lo saludé para dirigirme al taller donde podría corroborar si en realidad había nombrado a la misma persona, o simplemente yo estaba alucinando. Cuando entré al taller no escondí mi ansiedad por tratar de encontrarla, miré en todos los rincones, entre los caballetes, y allí estaba, era ella, Tamara, alta, de piel morena y rizos encantadores. Ya no había ninguna duda, Tamara se había vuelto a cruzar en mi camino. Cuando por fin la vi, disimulé rápidamente mi susto y me senté solo frente a mi caballete; empecé a detallar el salón, que era amplio y fresco, olía a trementina y a óleo. *Ganador del IX Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2022.
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La clase empezó con el tema de los degradados y comencé con los bermellones. Todo iba perfecto, aunque no paraba de pensar por qué Tamara aparecía otra vez de repente en mi vida. La había conocido tres años atrás en una galería de arte moderno en el centro de la ciudad, parecía que el arte nos unía sin importar los estilos, el mío más contemplativo y paisajístico, el de Tamara urbano, y con cuerpos negros. Mi lejana obsesión volvía justo cuando más curado me sentía de mi imposible amor; pude percibir que no me reconoció. Al contrario de Tamara, yo había cambiado totalmente mi aspecto, el bigote, el cabello largo, los lentes, así que no se me hizo raro. Volví a prestar atención al maestro, que insistía en que laváramos los pinceles si queríamos una nueva mezcla; las distintas tonalidades de rojo se hacían cada vez más intensas. Una y otra vez volteaba disimuladamente para fijarme en el hermoso color cetrino de la piel de Tamara, y en su manera de pintar ondulaciones de color rosa como olas encrespadas. Habían pasado solo unos cuarenta y cinco minutos de iniciada la clase y, de repente, Tamara se puso de pie, tiró los pinceles y salió del taller con paso enérgico; el maestro, intrigado, le preguntó por qué se iba, Tamara simplemente volteó su rostro lozano y, con una sonrisa, respondió que le habían hecho una llamada urgente y que tenía cosas por resolver. Salió por la puerta sin voltear la mirada de nuevo. ¿Qué era tan importante para Tamara, como para dejar a medias una clase de lo que era la pasión de su vida? No encontraba respuesta; recordé a Nancy, su hermana mayor. ¿Qué asunto podría ser aquella partida repentina, si no fuera algo relacionado con Nancy, que solía protegerla como si fuera la madre que Tamara nunca tuvo? Mientras se alejaba del taller, comprendí cuánto me seguía gustando Los sueños de Tamara 57
Tamara, ya que no hice sino renegar acerca de su aparición y del porqué, justo en este instante, se había atravesado esa cita en medio de la primera clase de óleo. Como era de esperarse, dejé de pintar: me paré, me detuve al frente del lienzo de Tamara y su butaca vacía, realmente sus degradados rosas parecían un mar agitado. Tamara había salido de golpe, debo admitir que me intrigaba el verdadero motivo de su ausencia, y me dolía la idea de no volver a verla, así era su temperamento, solía perderse días enteros sin dar ninguna explicación. Me di cuenta de que debía tomar una decisión cuanto antes. ¿Acaso iba a dejarla escapar de nuevo? ¿La seguiría sin importar perderme esta clase tan importante para mí? ¿Ahora seríamos dos los escapados? ¿Qué pensarían los otros estudiantes de nosotros? No pude soportar quedarme sentado y, como si mis colores rojos me impulsaran, me las arreglé para escabullirme del taller, salí también del salón sin despedirme; atrás escuché la risa de mis compañeros de clase. Caminé apresurado por la larga acera sin saber a dónde me dirigía, hasta que la vi cruzar la esquina, en dirección al Parque de la Independencia. Decidí ir lo más a prisa que pude a la plaza principal, temía no poder encontrarla de nuevo, pero mi esperanza de alcanzarla fue aumentando. Cuando llegué a la plaza, traté de buscarla entre la multitud y los kioscos que se repartían por todo el parque, pero no tuve éxito, ya había pasado un buen rato desde que ella se había marchado; la idea de encontrarla era una ilusión que se desvanecía a cada minuto. Me senté en la Cafetería Miraflor, al aire libre, para pedir algo de tomar, quería una limonada con hielo para calmar la sed que me había provocado la ansiedad. Tamara estaba allí sentada, al lado del mostrador. Soy pésimo 58 Los sueños de Tamara
cuando intento disimular y noté que se había dado cuenta de que la estaba observando, ladeó su cabeza y el contacto visual fue inevitable. Como si fuera un niño pequeño, me inundaron los nervios por completo, mil veces más intensos que el momento en que la vi entrar al taller. Levanté mi mano vacilante en forma de saludo; en su rostro se dibujó una sonrisa de resignación como si quisiera decirme que no quería este encuentro pero que ya era inevitable; aun así, no pude ocultar mi emoción, rápidamente me puse en pie para invitarla a mi mesa, para poder preguntarle tantas cosas que deseaba saber y para volver a hablarle. Me quedé mudo, ni siquiera el consabido “¿Cómo estás?” me funcionó, el incómodo silencio nos tomó de su cuenta. Cuando nuestra incomodidad se hizo sentir, y ya no me valía la tosecita fingida, apareció Nancy, la hermana mayor de Tamara, que como siempre, solía llegar a salvarnos de las peleas. Parece que no me reconoció, o a lo mejor no quiso saludarme. Nancy llegó con afán, tenía un papel apretado en su mano. -Tienes que perderte, Tamara, lo más pronto posible - le dijo-, tu padre viajó desde la costa y viene por ti, está muy disgustado con tu escapada, te tienes que perder de este pueblo ahora mismo, si te ve, te mata a golpes. Al escuchar lo que Nancy le advertía a Tamara, pude entender los motivos de su apuro, lo que Nancy había traído en su mano era un tiquete de autobús con rumbo a Bogotá, Tamara no podía regresar a su casa porque su padre había venido a buscarla y, sé por experiencia, que ese señor es muy violento. Don César era un hombre conservador e irritable, poco sensible a la vocación y los sentimientos de Tamara, por lo que no titubeó ni un momento en obligar a su hija a abandonar su pasión: qué tontería era para su mente enferma que Tamara se inclinara por estudiar arte, cuando ya le teLos sueños de Tamara 59
nía preparado un esposo adecuado, un ganadero de Córdoba que tenía tierras hasta el fin del mundo. A causa de esta fatalidad, Tamara perdió interés en todo, abandonó su sueño, me dejó tirado cuando apenas estábamos soñando con pintar y viajar al otro lado del continente, y lo arrojó todo a una esquina de su corazón. Ahora el hombre que alguna vez cortó sus alas, y al que no le faltaron los golpes, volvía justo cuando Tamara estaba empezando a renacer; no le quedaba otra opción que huir otra vez, donde no le quedara fácil encontrarla. Tamara me miró con angustia y le gritó a su hermana que para dónde diablos se iba a ir a vivir y con qué dinero, que ella no conocía a nadie en Bogotá. Nancy, como siempre, le entregó un fajo de billetes en una bolsa, le dio la bendición y con una lágrima en su rostro, la abrazó y salió corriendo como pudo de allí, hasta perderse entre la gente. Son las nueve de la mañana, por la ventanilla se puede ver un valle extenso y frondoso, palmas, ganado disperso a lo lejos y los meandros del Río Magdalena; afuera el calor debe ser terrible, la luz del sol ciega los ojos. Tamara, profundamente dormida, aprieta su maleta con sus pinceles y sus libretas de arte. Toda la noche la pasamos caminando por las calles vacías del pueblo, haciendo tiempo y conversando bajo la luna que brillaba en el cielo como nunca; las nubes y las estrellas parecían pintadas por el mismo Van Gogh, la gente debería conocer sus pinturas, entonces nos comprenderían. Hablamos de nosotros, de los pintores que admirábamos, de los libros que leíamos, en ningún momento mencionamos a su padre, solo una vez lo hicimos y decidimos que era mejor no invocarlo, de pronto se nos aparecía en una esquina con sus puños apretados y sus insultos, nos reímos de la ocurrencia, hasta que al alba llegamos a la terminal y nos subimos al bus. En nuestro pa-
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seo nocturno, al pasar a unas cuadras de mi casa, le dije a Tamara que me acompañara hasta las escalas de mi habitación, en el piso de arriba; entré, tomé unas cuantas mudas, mis pinceles, mis libros y asalté la nevera, tomando cuanta golosina al azar pudiera empacar. Tamara duerme como un gato, me gusta verla dormir, en su frente amplia hay sueños que comparto. Por la ventanilla veo empinarse la cuesta, la carretera ahora está llena de curvas y de neblina, comienzo a cabecear. Yo tampoco conozco a nadie en Bogotá.
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Mona José Manuel Londoño Castaño*
Después de dos meses de relación con mi Mona, la
primera rencilla hizo que dejáramos de hablar; desde ese instante dejó de interesarse por mí, dejó de hablarme, de contestarme los mensajes, hasta un día en que, de golpe, me dio por escribirle. Era la primera vez, después de varios días, que me respondía. ¿Mañana otra vez a las siete, Mona? Y con mis gafas de sol. —Trae cositas para comer. —Y tú, lleva la bicicleta doble. —Nos vemos en la finca. No veo la hora, Matías. Así pues, empecé a arreglar, como siempre. Me sentía bien físicamente, pero cuando me miré al espejo, sentí una opresión en mi pecho y pensé que algo muy malo pasaría hoy con mi Mona. Bueno, parece que solo se quedó en pensamientos, porque luego sentí que era lindo verla y que con ella jamás podría ocurrirme nada, con la diferencia de que estaba creciendo mi ansiedad. Después de terminar de arreglarme, cogí la bici y pedaleé con furia hacía la finca. Entre más me acercaba, más aumentaba la presión en mi pecho, sentí una gran incerti*Primera mención del VII Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jovenes, 2020.
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dumbre, me sentí tan ansioso, que tuve que parar en medio de la carretera para evitar un accidente. Intenté mantener la calma durante un buen rato y me di cuenta de que, lo único que hacía con tan vanos intentos, era aumentar la ansiedad, así que tomé la bici y me puse a darle al pedal con energía para no hacerla esperar. Ya llevábamos varios días sin vernos y, seguramente, nos alegraríamos de vernos de nuevo o, si no, ¿por qué estaba tan dispuesta anoche para encontrarnos, y hasta me dijo que se pondría las gafas negras que tanto me gustan, y que le llevara golosinas para pasar la tarde como siempre? A lo mejor sean bobadas lo que estoy sintiendo y la ansiedad se me pasará en cuanto la vea. ¡Hola! —le dije al mirarla, tan linda, esperándome en la finca, y me dispuse a abrazarla, pero ella se echó para atrás y dijo secamente: —Hola. Con semejante saludo sentí todo lo contrario de lo previsto, en vez de que volviera la alegría, la ansiedad comenzó a aumentar otra vez. —Mona, ¿qué te pasa? ¿No te agrada verme? —Claro que sí. Lo dijo con una sonrisa que no le conocía, y el tiempo se hizo eterno, ninguno de los dos pronunció una sola palabra, parecíamos en un funeral. Mona no daba señas de alegrarse por verme, por el contrario, daba la impresión de que algo le molestaba, y pensé que no era por la absurda peleíta que habíamos tenido, a eso no hay que darle importancia, sino porque en los últimos días yo había dejado de escribirle, pese a que sabía muy bien que ni siquiera la muy orgullosa se había dignado en leer mis mensajes. Y lo digo porque los vistos nunca se pusieron azules, y aun así, como Mona 63
un tonto, le seguí escribiendo a diario, un tonto enamorado o loco, qué se yo. Y lo juro, yo pensaba para mis adentros que, si mi Mona se muriera, yo le seguiría escribiendo sin parar, como en esas novelas románticas que tanto nos gustaba leer. Lo que hice fue interrumpir por unos días mis correos por estrategia, a ver si reaccionaba, y si me reclamaba lo que tanto le gustaba de mí. —Mona, ¿qué te pasa? —No, no me pasa nada, o eso creo. Más bien, ¿y a ti?, ¿te pasa algo a ti? —Me pasa algo, sí, pero no creo que sea malo, solo que me siento muy feliz de verte, pero parece que tú no lo estás. ¡Cómo no voy a estarlo! dijo con firmeza. ¿Quieres que te responda tu pregunta? No he hecho sino pensar en eso, Mona. —Sí, me pasa algo… ¡Claro que estoy muy enfadada! ¿Cómo puedes pensar que no estoy feliz de verte?, parece que quieres que me aleje de ti… ¡Si es eso, solo dímelo! Al fin mi Mona parecía ser la misma de antes, una bebé, pero no cualquier bebita, una muy caprichosa y directa. Aunque, confieso que me asusté de veras al escucharla decir esas cosas tan inesperadas. Todo es al revés, qué locura, y yo que pensaba que era ella la que se quería alejar de mí, y ahora resulta que no, que mi Mona cree que soy yo el que quiere semejante estupidez, y además me dice que ¡se alegra de verme! Esto no me lo puedo creer. Pero yo sé que mi Mona siempre ha sido así, queriéndome confundir, ¡es tan bella! —Claro que no, Mona, claro que no quiero eso, es en lo último que pensaría… Y fue en ese momento que le cambié el juego, para probarla… 64 Mona
¿Y si fuera así? ¿Qué pasaría, Mona? — se lo dije, como siempre, tomándole el pelo, y esperando su típica respuesta, algo así como: “¡Tú eres el que me pierdes!”, o, “¡No, no puedes hacerme eso, me estarías matando!”. —Pues, si dices, eso –me respondió con sus ojos brillantes- ahí sí que me pondría un poco mal, sobre todo si me pongo a recordar todo lo lindo que hemos pasado -y ladeó la cabeza hacia el cielo-, pero también estaría muy feliz, casi como lo estuve el día en que expresaste tu amor por mí. Me quedé paralizado, no entendía nada. ¿Por qué se iba a sentir feliz de que le dijera que se alejara de mí? Sentí que la presión se convertía en un vacío, y poco a poco en la nada, sentí que todo desaparecía por unos momentos, hasta que me tomó de la mano y me dijo: — ¡Bobito, no te pongas así, sabes que eso no pasará! ¡No pensarás decirme eso! ¿O sí? —No, claro que no. ¡Eso jamás! Por mi mente desfilaron toda clase de ideas locas, y quería que salieran de mi cabeza lo antes posible, pero lo único que ocurría es que comenzaron a poseerme más y más, como si estuviera embriagado. Las sensaciones dieron una vuelta canela, no entendía qué me estaba pasando, pero ahora me invadía una sensación repentina de felicidad que mandó la ansiedad al diablo, como si hubiera pateado un balón y lo hubiese sacado del estadio, y ahora ocurría al revés, tenía un buen presentimiento y su mirada ahora me indicaba que algo muy bueno iba a pasar. —Pero no, esto no puede ser -pensé, en voz alta, y no me di cuenta hasta que vi que me miraba entre asombrada y abatida- ¡No… no… no… ¡No es lo que estás imaginando -le dije- solo estaba pensando y, sin querer lo dije a pleno pulmón! No me malinterpretes. Mona 65
Esta vez me miró de una manera… ¡cómo decirlo! Como queriéndome decir: “¡Sí, claro!” algo no muy típico en ella. Cogí la bici, me subí en ella y sin decir nada, ella se subió. ¿Empezamos? —Como quieras. ¡Pues entonces empecemos! Fue la euforia total y, sin más rodeos, empezamos a pedalear como unos auténticos campeones. Me dijo algo al oído, un susurro tan suave que no pude escucharla, y por más que le rogué que me lo repitiera, no me respondió nada, y fue ahí en ese instante que volteó la cabeza y sentí que sollozaba. Intenté calmarla, sin comprender, pero al final no pude hacer nada. Sin darle más vueltas al asunto, llegamos al pueblo más cercano en absoluto silencio y, de repente, nos bajamos de la bici, y mientras se alejaba por una calle concurrida, me dijo entre lágrimas: ¡Adiós! Lo que te quería decir, es que lo nuestro ha terminado, perdón por no haberlo dicho antes. Sentí que todo empezaba a desaparecer, casas, personas, edificios, montañas, todo.
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El sello del Diablo Danny Stiven Quintero Arredondo*
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odo sucedió en un día gris en la inmensa ciudad. Un joven llamado Axel, bastante frío, ojos verdes como esmeraldas, cuerpo exuberante, dientes relucientes y mirada profunda, volvía a su casa. Todos en la escuela decían que era un chico algo misterioso. Axel había sobrevivido a un incendio en el que había perdido a sus padres, no podía pagar ni su alimentación, ni la renta de su casa, así que ahora vivía con su tía. Una mañana, Axel iba tranquilamente a la escuela y vio pasar a Margarita Gómez; estaba muy enamorado de la chica y ella también sentía lo mismo por él, pero Axel no tenía el dinero suficiente para invitarla a salir y comprarle obsequios, por eso nunca se le acercó para hablarle, así que Axel buscó la manera de amasar una fortuna y eligió hacer un pacto con el Diablo, como lo había leído en un libro. Axel, sin pensarlo dos veces, consiguió todo lo que necesitaba para el pacto: velas, tizas y el libro de pasta negra. Entonces se internó en un bosque bajo la luna. Empezó dibujando una estrella en el suelo, y en cada esquina puso una vela; luego de hacer los conjuros, el bosque se tornó oscuro a su alrededor, vio cómo las nubes se cruzaban en el camino de la brillante luna y, al frente suyo, apareció una sombra tan oscura como si se tratara de un hoyo negro; un humo violeta envolvía a Axel de *Primera Mención del IX Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2022.
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pies a cabeza y la sombra, con una voz grave, comenzó a hablarle. –Escuché que me necesitabas. ¿Es verdad o me equivoco? –No, no te equivocas. –Y, ¿para qué me necesitas? ¿Para qué quieres saber? ¡No voy a desperdiciar unos de mis oscuros contratos en tonterías! –Te necesito para ganar dinero rápidamente, lo quiero para complacer a mi chica. – ¡Ja! ¡El dinero! El más grande vicio de la humanidad y, ¡todo para una chica! ¡Sí que has caído bajo, pequeño mortal! – ¡Eso no te importa! –le respondió Axel con rebeldía. –Solo dime qué tengo que hacer. –Solo tienes que firmar con tu sangre en este simple papel. Axel tomó un tallo con púas y lo apretó en la mano con mucha fuerza, de esa manera las gotas de sangre mancharon el papel. La sombra se esfumó de inmediato con una carcajada, y todo volvió a la normalidad. Cuando Axel reparó en el papel, se encontró con la letra pequeña que no había visto en la oscuridad. En ella decía que, a cambio del dinero, el Diablo le proponía matar a una persona. Cuando llegó la noche, de camino a casa, el viento soplaba con furia. Axel, asustado por lo sucedido, aceleró el paso. De repente, un pequeño papel se estrelló contra su cara; al caer al piso, pudo ver la foto de un hombre gordo que poseía una riqueza muy extensa, pudo reconocerlo porque lo había visto muchas veces en la portada de una 68 El sello del Diablo
revista de negocios. También lo había visto entrar noche tras noche al bar de la esquina, parecía que al gordo le gustaba el trago. Después de vencer el miedo, recobró la confianza y decidió ir en busca de su víctima y, como era de esperarse, lo encontró sentado en el bar, se paró a su lado, se presentó, y le dijo sin pensarlo mucho, que venía a proponerle un negocio. –Hola, hombre, ¿cómo estás? –dijo Axel, de nuevo nervioso. –¿Te conozco de algún lado? –Le respondió el hombre con desprecio. No nos hemos visto, pero te he reconocido por las revistas de negocios, sé que eres un gran empresario. –¡Ey, chico, toma asiento! Así que conversaron por un tiempo, bebieron, se rieron, como si se conocieran. Cuando vio que el gordo se tambaleaba, Axel, aún con su copa en las manos, se escabulló entre la gente a un rincón del bar, sacó un gotero de su chaqueta, diluyó unas gotas en la copa, la agitó y regresó al bar. El gordo sonrió e intentó buscar su copa para hacer un nuevo brindis. Axel, con un movimiento rápido cambió de lugar las copas, hizo el brindis, y pudo ver que el gordo se mandaba el trago de un solo envión. Tres minutos después, el gordo clavó definitivamente la cabeza en la mesita del bar. El joven lo arrastró afuera como si se tratara de un amigo borracho, avanzó por la calle como si lo llevara del brazo hasta llegar a un matorral, allí lo tiró como un bulto y se fue corriendo hacia la casa de su tía. Cuando entró a su habitación y encendió la luz, había un gran fajo de dinero recién fabricado sobre su cama y El sello del Diablo 69
durmió como un bebé. A la mañana siguiente, madrugó a comprarle obsequios de todo tipo a su bella chica. Los días pasaban y Axel se hacía cada vez más rico y no paraba de comprarle regalos a Margarita Gómez. Lo que no se esperaba, es que una noche, a la mansión que había comprado, le llegó por el correo una carta que abrió con prisa. Con lágrimas en los ojos vio que se trataba de la foto de Margarita. Abajo, el sello del Diablo firmaba la carta. ¿Cómo? ¿La foto del gordo que se chocó con su cara a causa del viento, había sido una trampa del Diablo? ¿O fue una simple casualidad que Axel había interpretado como la verdadera orden del Diablo? ¿Lo del dinero había sido un anticipo? Con esas dudas en la cabeza, Axel bajó las escaleras, tiró la puerta y partió en su auto a toda velocidad, hacia la casa de Margarita. La encontró sentada en la acera de su casa, mirando el celular. – ¡Ven, Márgara, no hay tiempo que perder –gritó Axel desesperado! ¿Pero, ¿qué pasó? ¡Tengo que contarte algo! Axel le comentó todo lo sucedido mientras manejaba su auto, que se hundía veloz en la niebla. ¡No te quiero perder, Margarita, ¡ni por todo el dinero del mundo! ¡Te amo demasiado! ¿Yo también te amo, Axel, pero si no cumples lo pactado que te pasará? Por detrás de la foto, el Diablo escribió que me hundiría no solo en la ruina, sino en una absoluta soledad. Entonces, ¿me vas a matar? –preguntó Margarita, temblando de miedo.
70 El sello del Diablo
Inesperadamente, Margarita extrajo de la cajuela del auto el cuchillo afilado que Axel había guardado entre sus herramientas y se lo puso en las manos a Axel. – ¡No sé si me amas o no, pero sálvate, Axel! Frenó el auto lentamente, la miró con pasión y, con lágrimas en los ojos, le hundió el cuchillo en la garganta. Notó que también las lágrimas de Margarita corrían por su cara confundiéndose con las gotas de sangre. Luego de una última mirada de amor infinito, Margarita fue cerrando sus ojos poco a poco, cayendo en el sueño del que nunca nos despertamos. Axel entró a un túnel oscuro, a lo lejos pudo apreciar luces intensamente rojas, como si se tratara de llamas ardientes. Axel se fue acercando al fuego y vio en un costado a su bella Margarita que lo esperaba con los brazos abiertos, tomó su mano y la besó apasionadamente. Le dijo al oído: “siempre estaré contigo”. Un momento después de asesinar a Margarita, Axel había hundido el cuchillo contra su propio vientre.
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Felicidonia sin mí Luis Fernando Castaño Arcila*
A
l cantinero de la esquina se le quemó el mofle, se le cruzaron los cables y se le agrió el verbo, un minuto y un segundo después de enterarse de que su esposa se había esfumado así como así, con su mejor cliente, el cual, –afortunadamente –alcanzó a pensar antes de engorilarse–, no me quedó debiendo ni un casquito de limón de los que utilizaba como pasante, porque pa’ qué, el hijueputa ese era buena paga. El cantinero de la esquina no fue precisamente un marido ejemplar. El cantinero era más bien un fiel representante de la teoría del garrote, que consiste más o menos en solucionar cualquier pequeña desviación, visible o no, a punta de golpes y madrazos. Que el recalentao estaba un grado centígrado por debajo de su temperatura ideal, lleve su trancazo. Que se envolataron las chanclas y me tocó ir descalzo al sanitario, con lo dañino que es para las várices andar a pie limpio por el suelo húmedo, chupe insultos. Que qué güevonada con usted, que ahora solo se la pasa estregando ropa sucia, y hace rato no me soba mi trapito, tome su empujón. Que cuál abstinencia en viernes santo, para eso está el agua si nos quedamos pegados, iniciaba el sermón blasfematorio: –Es que usted ya no cumple con sus deberes conyugales, con su sagrada obligación de abrirme las piernas cuan*Ganador del I Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2009.
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do yo se lo ordene, o es que se le olvidó que yo soy el que le compra los calzones y el único que puede quitárselos, ¡diga a ver, bruta! Y dele otra vez con la berriadera, si quiere, chille y llame a grito partido a su mamá, que de todas maneras ella no la va a escuchar, pues ya ni rotos en las orejas tiene, cuéntele que es una imbécil a la que la panza solo le sirve para echar grasa, pues ni hijos fue capaz de darme, gorda atolondrada, asolapada, quién sabe qué le habrán metido cuando chiquita por esa cosa, que se la dejaron vuelta un chiquero estéril. Invoque a la india de su mamá, que por más que lo haga ella no va venir a consolarla, ni la va a abrazar, porque los difuntos no abrazan, tarúpida inflacostales. Vaya, vaya, saque del chifonier la puta foto que su mamacita se tomó de ladito cuando era joven, y que fue lo único que le dejó la pobretona esa. Vaya, enciérrese en el baño y bésela, úntela de mocos como acostumbra hacerlo, o es que usted cree que yo no me he dado cuenta de que cada vez que la reprendo, por alguna de las bobadas que hace, se mete al baño a susurrar maricadas, ay, amá, ay, amá, amá, cobarde despistada, las fotos no dan besos, si mucho los reciben, y al recibirlos se deterioran y empiezan a borrarse hasta que se terminan pareciendo a todo menos a lo retratado. Su saliva está desfigurando la única imagen que le queda de esa vieja metida, su saliva hará que el rostro de su amasita tome la forma de algo sin forma, de una nube turbulenta hecha de manchas y tachones, su saliva está matando un recuerdo, está ensombreciendo la piel plastificada de su progenitora, la está volviendo ciega y fea, está eliminando la última constancia de que alguna vez, en algún lugar del tiempo, ella fue joven y tal vez feliz, pues usted todavía no existía, mejor dicho, haga lo que lo que se le dé la reverenda gana, picotéese con el papel, destrúyalo, ensurúllelo, cáguelo si quiere, pero eso sí, no se le ocurra llevarme la contraria, que ya no soporto sus Felicidonia sin mí 73
escenitas lagrimosas y blandengues, Carecrimen, tullida, muérdase la lengua que la van a escuchar mis clientes, y con esos jadeos los va a espantar, María del barrio, apártese de mi vista que la está encochinando. La señora del cantinero de la esquina tenía la extraña virtud de existir sólo para su esposo, la capacidad de hacerse invisible, de empequeñecerse hasta el punto de que muchos llegaron a dudar que, realmente, el súper bastardo compartiera su cama con alguien. Algunas vecinas bien informadas contaban que la lenta esa no se dejaba ver la cara, porque su marido le tenía rotundamente prohibido exhibir en público sus escasos atributos: –Y ay de usted si se le ocurre ponerse a fisgonear por la ventana, o a noveleriar en la puerta con las Chupasangre de la cuadra, si me doy cuenta de que saca la caneca de la basura a deshoras, si asoma las ñatas a la calle sin mi permiso, ya verá lo que le pasa, escrápula tripocondriámita, que San Judas Tadeo la proteja si, con su carota mal organizada, me hace quedar como un reverendo rabo con la humanidad agobiada y doliente. El cantinero amaba tanto a su mujer, que la mantenía encerrada para que nadie se la quitara, para que a ningún otro hombre le tocara soportar lo que a él le tocaba aguantar, esa profunda rabia de sentirse amarrado de por vida a alguien imperfecto, frágil. La amaba tanto, que alguna vez se le ocurrió descuartizarla y meterla en la nevera cubierta de condimentos para írsela comiendo, presa por presa, bocado por bocado. –Voy a rellenar tu pescuezo y me lo comeré con arroz –le decía–, porque te quiero tener dentro de mí, porque eres la costilla que me pertenece y que no dejaré marchar nunca, te voy a matar por que te amo tiernamente, como solo yo podré amarte, como ninguno lo va a llegar a hacer. Has arruinado mi vida y te condeno a 74 Felicidonia sin mí
morir cuando a mí se me antoje, te amo más que al paraíso y por eso tu muerte será mi condenación, mi muy queridísima ramera, eres toda mía y no de ti. Un minuto y un segundo después de enterarse de la partida de su esposa con su mejor cliente, el cantinero de la esquina advirtió que su vida empezaba a cobrar un nuevo sentido. Repentinamente, cada uno de los objetos que conformaban su paisaje comenzaron a susurrarle cosas que él apenas lograba asimilar, en medio de la rabia propia de los que se sienten físicamente despojados de algo de lo que creyeron ser propietarios. Un coro de voces emitido por los elementos de la rutina, un griterío proveniente del congelamiento y de la quietud se apoderó de su cuerpo, y lo obligó a verse con una nueva y agobiante mirada: a partir de ese momento, su queridísima ramera atolondrada sería la dueña de la AUSENCIA, en mayúscula, la ama y señora de los segundos minuciosamente puestos en los relojes para atormentarlo hasta el aturdimiento. Los soles se convertirían en un pantanero que destilaría luz por todas partes, y lo haría ver un chispero que absurdamente se asemejaría al color de sus ojos, los de ella, la gaviota traidora que su amor a otro le fue a dejar, la zurrona volátil, la embajadora de la mala voluntad. –Puta vida –cacareaba como gallina culeca despresada–, puto valle de lágrimas que se tragó sin avisar a la única siringa que ha sido digna de verdad verdad, y por Chuchito lindo, de mis malquerencias y bramidos de ternero mamón, puto moscorrofio que no supo entender el significado implícito de mis golpes explícitos, redentores y querendones. Aquella primera noche sin ella, porque siempre habrá una primera noche sin ella o sin uno, el cantinero decidió encerrarse solito en su negocio aguardientoso, pues no queFelicidonia sin mí 75
ría exponerse a las preguntas que, obviamente, le harían sobre el paradero de su esposa descarriada los habituales Doblacodos de su cuchitril. Destapó una botella y después otra y otra, y puso a rodar las más patéticas canciones de desamor y encabronamiento que un hombre solito puede tararear. Cantó con el alma revolcándosele desesperada en la garganta, a pulmón partido, cantó con el pecho inflamado, como si fuese un niño que entona sobresaltado de emoción el himno nacional, un mocosito casi calvo con el corazoncito migado, esponjado, fofo, blando: Escucha mi canción de amor, Bien sabes que eres para mí, Qué triste desconsuelo vivir pensando en ti, Te fuiste de mi lado y sólo me has dejado Viviendo sin tu amor Tú en mi pensamiento agrandas mi sufrir. Cantó sin un orden preciso, desarreglando las estrofas arbitrariamente, cambiándolas de su lugar original, modificando sus sentidos, confundiendo a los cantantes, Javier Solís era Vicente Fernández, y Vicente era Darío, y Darío Daniel Santos, y Santos era casi Dios, y Dios se le hacía imposible de distinguir en el tumulto malherido que había cobrado forma en la jeta de su estómago, y ascendía estrambóticamente por su cuello cual fanfarria disonante, abatida. Cantó y suspiró mientras los otros decían lo que él no sabía decir, pero sentía, sí que sentía: Todos dicen que ya estoy vencido Y que de pena me tengo que morir, Si yo estoy vencido, Vencida te veré. –Vencida te veré, te veré –se repetía como si fuese un disco rayado–, tengo que volver a verte. Entonces agachó 76 Felicidonia sin mí
la cabeza y recostó el mentón sobre su pecho. Daba la impresión de que alguien lo hubiese regañado y él, en un acto de contrición, estuviese meditando su falta, pero no, su falta era la falta de ella, de sus güevonadas, de sus güevos revueltos con cebolla de rama y bastante manteca, de su estilo semi profesional para revolcarse en espacio reducido, de su manera de abrocharse los brasieres y encausar sus enormes senos, jugositos, colgantes, coronados por dos pequeños botones eléctricos que al contacto de mi lengua, de su lengua cantinera, irradiaban calor, lumbre. Cantó, lloró y bebió: glu, glu, glu, glu, glu, el cantinero de la esquina, aquella primera noche sin ella. Con la boca medio abierta y emparamada por una blanquísima espuma que brotaba a caudales de su hocico hidrofóbico, semejante al de los perros picados por la rabia. Desvarió en voz baja y fue aumentando el volumen de su voz mientras hablaba y movía las manos, tratando de explicarle quién sabe a quién, que él era un varón de pelo en pecho y remolinos en el culo al que no se la iban a jugar doble, ni triple. –Es que lo que más rabia me da –susurraba–, es que no tuve el tiempo suficiente para acabar con esa perra podrida. Ojalá que le dé cáncer en el cerebro –gritaba–, y le tengan que cortar la cabeza para salvarla, ojalá que tenga que volver con el rabo entre las patas y bien decapitadita, a implorarme perdón, ojalá que donde quiera que se encuentre a esta hora en la que yo agonizo y hablo para nadie, se sienta absolutamente desdichada y sedienta de mí, su gordinfloncito cachetón, asediado por su sombra de nevera dañada, bullosa, chirriante, su sombra color agua, lluvia, escaparate, esquiva, apachurradora. Desvariaba el desgraciado, más borracho que un pavo alcoholizado y nostálgico del corral que lo vio engordar y emplumarse. Desvariaba y les echaba cantaleta a los reFelicidonia sin mí 77
cuerdos, a los malparidos recuerdos que lo hacían recordar, incluso cosas que jamás sucedieron. Me acuerdo, chandosa –empezó a decirse–, del día que no salimos a caminar de la mano, y no nos fuimos para el campo a contemplar el atardecer poblado de gusanos incandescentes, y no nos besuquiamos como dos gorriones cucurrucutú. Me acuerdo que no te confesé que no sé decir cosas bonitas referentes al amor, pues yo tampoco sé qué es el amor y no me interesa nada que tenga que ver con ese triplehijueputa, pues si estoy como estoy sin conocerlo, cómo sería conociéndolo en persona, más bien, si hubiese tenido el placer de verle la cara al loco ese, le hubiese metido una puñalada marranera en sus costillas de marimba estafadora, para que deje de confundir a la humanidad haciéndola ver floristerías donde solo hay desiertos de plástico, fresitas silvestres donde solo zumban pirañas cagonas. Me acuerdo, tapada –continuó diciendo el cantinero, encerrado en su cantina convertida en barca ebria, con el suelo como mar y las botellas como remos–, me acuerdo las ganas de trasbocar que me dieron cuando te vi por primera vez, aquella luminosa mañana de enero en la que el sol me pilló administrando la rasca, entre dormido en una de las bancas del parque municipal. Tú ibas para la casa de tu abuelita, como después me contaste, a llevarle las arepas que todos los días le preparaba tu madrecita a su madrecita, que era tu mamita, y que no vivía en el bosque, sino a una cuadra de la iglesia. Ibas vestida con una camisa blanca y una faldita roja que se agitaba en tus muslos apresurados por la hora del desayuno en las cocinas e invitaban a respirar profundo, ante tu aparición angelical. Y de pronto, las campanas despertaron y yo desperté enlagunado y te vi, por primera vez te vi. Entonces sentí náuseas y traté de piropiarte, pero no pude ni siquiera matarte el ojo, pues yo ya estaba todomoridosintí, asfixiado, carente de aire. En78 Felicidonia sin mí
chimbao, supuse que eras un retardado espejismo infantil, una caperucita imaginaria de pueblo, de las que sólo se les aparecen a los beodos, que se creen lobos, y que no saben morder señoritas de pechuga fresca con sus “qué colmillos tan largos tienes”. Tannn, tannn, tannn, tannn, tannn, tannn, tannn, repiqueteaban las campanas, acrecentando mi guayabo puntudo de mirador de niñas llevarepas. Me levanté como pude para seguirte, pero ya habías doblado la esquina, mi cuello y mi destino. Me acuerdo que dejé de chupar casi una semana, porque quedé trastornado del totazo, afiebrado, vomitando parejo y con diarrea chisguetiadora. Entonces empecé a pensarte disciplinadamente, cada vez que parpadeaba, me acostumbré a repetirme que tenía que dejar de recordarte y, sin embargo, ahí estabas entre mis ojos, siempre detrás de mis rodillas, en el dedo chiquito de mi pie, siempre en mis bolas, en mi vejiga y en mi páncreas, pa’ que no creas que no te necesité desde el principio, greñuda. Desde el principio me fastidiaste la vida y me pusiste a tiritar cual francés neurasténico y desarmado en la trinchera enemiga. Siempre pálido, desde el principio derrotado, entonando la canción del rendido. Cansado de maldecir aquella primera noche sin ella, el cantinero cayó abatido sobre la mesa que lo soportó durante toda la jornada difamatoria. Se acomodó como mejor pudo en la superficie de madera manchada que hizo las veces de colchón embotellado, y dejó caer su peso humillado en sus brazos cruzados como almohadas. La música siguió sonando, a pesar de que ya no era necesaria, pues a esas alturas de la madrugada, las cosas no podían tornarse más sobrecogedoras y tristes, no podían sonar con mayor desamparo las melodías que arrullaban al feo durmiente que, mientras roncaba, estaba siendo saludado dramáticamente por Rolando La Serie, el cantante recibidor de soledades: Felicidonia sin mí 79
Hola soledad, esta noche te esperaba, Aunque no me digas nada, Es tan grande mi tristeza, ya conoces mi dolor. Yo soy un pájaro herido que llora solo en su nido Porque no puede volar. Como a la una de la tarde, el cantinero de la esquina despertó, juagado en sudor y pegotudo. Traicionado por la costumbre empezó a llamar a su esposa, con su particular tono belicista de general en campaña, que no soporta la lentitud de sus subalternos y está dispuesto a condenarlos a la horca si no obedecen sus órdenes en un santiamén: –Mija, mija, ¿se volvió sorda o qué? Mija, ¿dónde se metió? Shhh, ¡hable pues!, eeey, shhh. Nadie le respondió. Como pudo se levantó en medio del desorden y, sin dejar de gritar, se dirigió al fondo a la derecha, allí, desabrochó sus pantalones, se bajó el cierre, sacó su garabato achantado y al verlo así, todo indefenso y rastrero, recordó que él también estaba triste y arrugado. Conmovido por el gotereo constante de su pingo, no se aguantó las ganas de miar además por los ojos, y lloró sobre sus orines amarillentos que parecían más bien girasoles licuados. Después se sentó en el retrete, e hizo fuerza para que sus intestinos se desahogaran a plenitud de la cantidad de excrementos que se resistían a dejarlo desde hacía varios días, como consecuencia de un implacable estreñimiento de origen desconocido y atascador. –Mmm, mmm, mmm –nada, pujó, pujó y nada, no le salía nada, ni una pizquita de nada. Santa Bárbara bendita, imploró el mártir taponado, ayúdame a sacar del cuerpo todo aquello que esté de más y que no glorifique tu pureza ajena a las descomposiciones orgánicas, propias solo de los mortales pujantes. Muéstrale el camino indicado a mis extraviados bollos rebeldes, que se resisten a salir, temerosos tal vez de la existencia que les espera en las cloacas.
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Regálales el suficiente valor para que me abandonen sin remordimientos como lo hizo mi mujer. Dicho y hecho, la improvisada oración surtió efecto y desencadenó una cagada monumental que alivió al sufriente de sus indecorosos pesares, haciéndolo sentir momentáneamente feliz. Sorprendido por la eficacia de su plegaria laxante, sonrió para él mismo y pensó irónicamente que se había equivocado de oficio. –Qué maricada –concluyó– a mala hora me vengo a dar cuenta de que lo mío son los exorcismos coprológicos, si tuviese unos añitos de menos y voluntad de santo, me dedicaría a dictar cursos especializados sobre la importancia de la religión en situaciones malolientes. Y yo que creía que Dios y la mierda eran dos cosas distintas, pero qué va, el uno necesita del otro y viceversa. Satisfecho por el deber cumplido, limpió su entrepierna, y antes de mandar por el caño a sus miserias gástricas, se le ocurrió observarlas detenidamente, como quien se mira en el espejo. Se arrodilló en el piso del baño, todavía con los pantalones caídos, y se fue aproximando despacio, hasta que su nariz estuvo a punto de toparse con el borde del sanitario. Una vez a esta distancia, frunció el ceño en actitud reflexiva, y de golpe sintió la tentación de zambullirse en aquella sopa pestilente llena de culebras enroscadas. –Pobres animalitos indefensos –exclamó–, ellos no tienen la culpa de haber salido por donde salieron, ni mucho menos de haber nacido de una cruel madre como yo, si no los auxilio de inmediato, se ahogarán en mis ñatas, convirtiéndome en un despiadado matón, culpable de infanticidio o bollicidio, que en este caso viene siendo lo mismo. –Qué hago –se preguntó– Si meto la mano en mi sopa y rescato al menos a alguna de las culebritas de las que soy progenitor, el padre celestial descargará su ira iracunda y tremebunda sobre mí, pues estoy seguro de que ante su
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ojo omnipresente, mi acto será entendido como un desafío idéntico al de Adán, que no supo aguantarse las ganas y cedió al encanto de la serpiente colgada en el árbol de la sabiduría, quién diría, pero viéndolo bien –prosiguió–, Adán hizo lo que hizo porque Eva lo obligó, ¿o era al revés?, qué importa, sí, lo obligó, y por eso, gracias a ella hoy en día es pecado empelotarse, así uno se esté cocinado del calor dentro de una cámara bronceadora en el desierto de Atacama. Aunque lo mío es distinto –volvió a repetirse–, yo ya no tengo mujer que me dé consejos cuya consecuencia sea el destierro del paraíso, yo ya no tengo mujer –insistió–, soy libre de hacer lo que quiera, y si quiero bautizar a alguno de mis hijos café con su nombre, lo hago, porque yo soy libre de hacer lo que pueda en este puerco jardín del Edén, que sin ella es para mí solito, lero lelo, candelero. Solo para mí solito es el mundo desde ahora y el universo entero. Desde ahora soy mi único habitante y, sin embargo, sin embargo, me encantaría que estuvieras conmigo, para expulsarte de mi vida. Con los ojos empequeñecidos por el llanto y resbaladizos, el cantinero se levantó del suelo, se subió los pantalones y, al vaciar el baño, escupió su mierda, enfurecido, y la maldijo por haberlo puesto a alucinar cosas que solo fantasean quienes no están en sus cabales. –Me estoy enloqueciendo –se dijo–, me estoy enloqueciendo. Angustiado por la revelación, salió del sanitario apresurado y, de repente, al verse en el centro de su cantina cerrada, se sintió confundido, de nada le sirvieron la sarta de injurias dedicadas a su mujer durante el tiempo que estuvo con ella, y mucho menos en el transcurso de las horas posteriores a su partida, de nada. –Y si no regresa –exclamó–, y si se amaña con ese malparido, y si él lo tiene más grande y lo sabe utilizar mejor que yo, que apenas conozco el misionero, y si la trata
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de “mi amor, mi vida, mi reina, mi princesita, mi terruño”, y si la convence de que es linda, y si no los parte un rayo en dos y se los chupa la tierra y deciden comenzar una nueva vida sin mí, en Felicidonia, y si construyen una casita de madera rosada cerca al mar de Felicidonia, desde la cual puedan divisar a los pájaros marinos jugueteando con las olas, y si se sientan todas las tardes vestidos de blanco en la arena sonriente de Felicidonia, y se besan con lengua mientras el agua en movimiento acaricia sus pies desnudos y enamorados, y si no regresa y me olvida, ¡qué será de mí!. El cantinero parecía encontrarse en cualquier parte, menos en el centro de su cantina cerrada, con la mirada fija en el vacío, en un punto muerto del espacio; daba la impresión de que se hubiese transformado súbitamente en una estatua que, cansada de hablar para nadie, ahora guardaba el más absoluto y ruidoso de los silencios. La noche se precipitó otra vez sobre el mundo, sumergiendo al cuchitril de la esquina en un espantoso océano de sombras que enrarecía el aspecto de las cosas. Extraviado en la penumbra, el cantinero permanecía de pie, inmutable. Afuera, las calles continuaban conduciendo a las personas a cualquier parte, y los muros formaban fríos laberintos que respiraban por sus grietas hechas de tiempo. Afuera, los vecinos se aventuraban a comentar que, muy seguramente, el cantinero no había soportado la infidelidad de su esposa y ya estaba muerto. –Nada raro que se haya suicidado anoche –decían–, con lo bravo que es ese costal de güesos, qué va a ser capaz de aguantarse los chismes de las arpías de este barrio; nada raro que se haya tragado un galón de mata ratones para ahogar su vergüenza, con lo orgulloso que es ese bastardo, lo más probable es que se esté pudriendo ahí adentro. Afuera, la gente empezaba a amontonarse, y uno que otro espontáneo proponía que
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llamaran a la policía, para que viniera a tumbar la puerta de la cantina e hiciera el levantamiento del cuerpo del hombre que, adentro, permanecía abstraído. Afuera, corría el rumor de que, en medio del escándalo de la madrugada pasada, se había escuchado un disparo. –Yo escuché como a las dos y media –comentó una vieja–, la explosión de una pistola semiautomática calibre 32 de cacha azul cielo, claro que no estoy del todo segura –remató–, pudo haber sido azul claro. Adentro, el cantinero de la esquina tenía la mente en blanco. En la esquina se había congregado una muchedumbre empiyamada que no lograba ponerse de acuerdo. –Yo opino –opinó un señor de bigote–, que le gritemos en coro juntitos hasta que nos responda. –Y si no nos responde –preguntó una señora también de bigote–, si no nos responde, si no nos responde, dejamos de llamarlo y le rezamos un padrenuestro a las ánimas, para que se lleven su alma a descansar. El comentario alivianó la tensión y puso a más de uno a reírse a carcajadas, jua, jua, jua. En cuestión de segundos, el gentío fue contagiado por la hilaridad, y se desató una gran risotada colectiva que sacó al cantinero de su ensimismamiento y lo hizo flaquear. –Vinieron por mí –pensó–, los espíritus de los muñecos malcriados vinieron a burlarse de mis cachotes de venado, me van a chamuscar hasta el último de los pelitos por cornudo, llevarán mi cadáver calcinado por los caminos, para enseñarle a los hombres la suerte que se les espera si se dejan engañar de sus esposas, malditos bujarrones, malditas las madres de aquellos que se complacen con la desesperación ajena y humillan al prójimo traicionado, pero ni crean que voy a darle gusto a esa parranda de espantos chascarrilleros –sentenció–. Primero muerto que pordebajiao. La montonera dejó de reírse después de unos cuantos minutos de no inocente crueldad, y se trenzó nuevamente
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en la discusión sobre cuál sería la mejor de las soluciones al problemita del auto secuestro aparente del dejado de la cuadra. –Vea, lo mejor –dijo un ancianito de pantuflas de lana–, lo mejor es llamar al párroco para que venga a hablar con el cantinero y lo convenza de entregarse por las buenas a nuestro señor Jesucristo, que en su infinita bondad, acoge a quien necesite de él, sin importarle las deformidades físicas o del alma con las que cuente el paciente, que en este caso, es simplemente un pobre güevón con cachos pero sin cola, al que se la hizo la mujer. Si quieren, yo voy por el curita, y por ahí derecho le ayudo a cargar la maletota que le va a tocar traer, porque, bajita la mano, mínimo mínimo, va a necesitar de unos 31 galones de agua bendita, y de una cruz de madera tamaño natural, para sacarle el animal que se le metió a ese tipo y lo tiene penando. Una vez terminó de exponer su propuesta de salvación, la gente de la esquina se quedó mirando al viejito, satisfecha y sin necesidad de someter la oferta a votación; se decidió por unanimidad poner en marcha la idea del señor de las pantuflas de lana. Un cuarto de hora después, apareció el viejito acompañado del sacerdote y de su acólito de cachetes colorados y pecosito. Efectivamente, el cura traía su caja de herramientas componeposesos, con el fin de reparar las torceduras sentimentales del cantinero, que valga la pena decirlo, eran ya de público conocimiento. Los más devotos recibieron al padrecito con la cabeza agachada, como si se dispusieran a absorber un coscorrón de su santidad, que, en vez de golpes, les lanzó en cambio bendiciones mientras avanzaba. Al llegar a la puerta de la cantina, el curita pidió que le prestaran una mesa para instalar allí mismo un altar; en un tris, apareció la mesa sobre la cual vació sus chécheres, que en par patadas fueron organizados por el pecosito. Luego, el padre sacudió sus hombros para espantar las sólidas go-
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teritas de caspa que blanqueaban su vestido negro, y con la ayuda de su ayudante, se acomodó la sotana de modo que los tobillos no se le quedaran viendo; acto seguido, verificó que todo estuviera en su lugar y, antes de abrir el pico, asumió por completo su papel de profeta liberador. Con los ojos puestos en el cielo y las manos entrelazadas a la altura del pecho, esperó a que todos estuvieran en silencio, inhaló, exhaló, inhaló, exhaló, respiró profundo, hondo, miró al monaguillo, el monaguillo lo miró a él en suspenso, y pin, por fin empezó a hablar para la tranquilidad de la manada eucarística, que ya estaba por creer que en vez de curita les habían traído un mimo con la cara despintada. –El Demonio se encuentra entre nosotros –comenzó con severidad–, se pasea como Eleázar por su casa, de aquí para allá, y nos seduce de maneras insospechadas. Se cuela por las rendijas de las ventanas en las noches, y se acuesta en nuestras camas impunemente, haciéndonos pecar a través de ociosas fantasías que él mismo engendra y pone a rodar en nuestros sueños. Hijos míos, debemos estar atentos a las sutiles manifestaciones del mal, que se revelan en nuestros comportamientos más triviales. Y es que no solo es soñando como ofendemos a Dios, también renegamos de su nombre cuando dejamos volar la imaginación libremente, o nos detenemos a pensar más de lo debido en cosas que no tienen por qué ser objeto de la indagación humana; acallen su curiosidad, dejen de preguntarse lo que no deben, dejen de hacer lo que no pueden hacer, no sean bobitos –resumió con dulzura–, que de pensadores están repletos los manicomios y el Averno, y de almas mansas y elevadas el reino de los cielos. Muy pocos entendían hasta ese momento lo que trataba de explicar el curita. Sin embargo, lo seguían con atención, pues consideraban que sus palabras eran tan sabias 86 Felicidonia sin mí
que no había necesidad de comprenderlas del todo. Habla como los santos –susurró la señora del bigote. –Cierto que sí –le respondió en forma de pregunta una viejita–, da gusto oírlo, ummm, eee, cantadito, todo bueno, ¿cierto? –Sí, oíste, ¿y qué es lo que está diciendo? –Yo no sé, mija, pero chito que lo desconcentramos. –No sean bobitos –recalcó el padrecito–, no pierdan el tiempo en razonamientos absurdos, que se confundirán innecesariamente, no traten de filosofar sobre mujeres, que si lo hacen, Satanás se aprovechará de ustedes, pues él está emparentado con el género femenino, acostumbra disfrazarse de hembra juguetona, bambolea sus caderas cual triquiti traque, y pesca con sus ojitos azucarados de muchachita traviesa a los pobres hombres, que luego de caer en su hechizo se transforman en presa fácil del maldito, y para la muestra un botón. El curita extendió su mano derecha con vehemencia, y señaló con el dedo índice la cantina: – Hermanos –exclamó ofendido–, si no fuera por su mujer, el cantinero no estaría sumido esta noche en la contrariedad, si no fuera por ella, él hoy dormiría apaciblemente, pero no, apuesto mi sueldo a que, mientras hablo, él se encuentra a punto de desplomarse en el infierno, se retuerce como un animal herido de muerte, atravesado por una lanza envenenada que al penetrar en su carne ha desatado un río de sangre negra, una lanza que ha cosido su boca, que lo ha hecho delirar durante horas y horas, que lo ha puesto a gritar rabiosamente y lo ha hecho invocar a su fugitiva esposa. Una lanza, hijos míos, que algunos se atreven a relacionar con el amor, pero que yo preferiría entender más bien como un castigo que la Divina Providencia arroja sobre los débiles, porque el amor es una manifestación de cobardía que enfurece a la Santísima Trinidad, porque los únicos que son dignos de ser amados con desenfreno son
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el Padre, el Hijo y el Espíritu santo, porque las mujeres, con el perdón de las presentes –advirtió–, que no llegan a ser madres ni monjas, o las que cambian de catre como de toalla higiénica, porque las mujeres estériles o decididamente solteras –complementó–, huelen a azufre y no desempeñan ninguna tarea sobre la tierra, solo propagan el pecado con sus bajos vientres arrechos e insaciables, perfectos para los burdeles y no para las casas decentes, mujeres nada saludables para los hombres buenos pues los enferman, llenan sus vidas de amargura y los empujan a las puertas de los sanatorios mentales, los desquician, como al inocente cantinero que pelea ahí adentro contra un enemigo invisible, que sin necesidad de estar presente ya lo ha vencido. Que les sirva de ejemplos, hijitos míos, de lo que no debe hacerse, que les sirva de ejemplo lo que le ha sucedido a este miserable derrotado por una sombra, que les enseñe a ustedes que el mal llamado amor desvanece la cordura, paraliza el entendimiento y niega un lugar en el Paraíso. Hermanos –dijo con voz grave–, nos hemos reunido a la orilla de este antro de perdición, con el propósito de recuperar de las garras de la locura a un espantapájaras al que más le valdría estar gozando de la tranquilidad eterna en estos momentos de desasosiego que lo invaden. Unamos pues nuestros corazones arrepentidos, y pidámosle humildemente al creador que descienda sobre nosotros ahora mismo, y con su poder implacable, expulse al Demonio de la cantina en la que permanece escondido, contaminando el alma de un hombre por el que ya nada puede hacerse. Juntemos nuestras voces como si fuesen una sola voz que reclama airada la presencia del Salvador. Gritemos, gritemos, gritemos en coro hasta que nuestras súplicas lleguen a los oídos de la Corte Celestial, gritemos hasta que el Demonio se dé por vencido, y en medio del aturdimiento tenga que marcharse de esta esquina marcada por la desgracia. Chillemos, bra88 Felicidonia sin mí
memos, rujamos, clamémosle al que todo lo sabe, lo oye, lo inventa y lo destruye, exijámosle que venga a liberarnos de esta aciaga cárcel del cuerpo, que nos mantiene recluidos dentro de nosotros mismos desde el preciso instante de nuestra injustificada y grosera concepción. Ven, Señor Jesús, ven, Señor Jesús, ven, Señor Jesús. Digan conmigo: es la hora, Padre Santo, es la hora de la venganza, de la aniquilación de tus pérfidos enemigos que pululan y copulan como sanguijuelas de patas peludas, con miles de dedos manchados de formol, con largas uñas untadas de jirones de carne pudriéndose. Es la hora, Jesús, de aplastar con tus puños ensangrentados a los que han renegado de tu nombre en los moteles, a los que han cerrado los ojos al ingresar en una mujer y no han tenido el valor de cortarle el cuello después de preñarla, es la hora de tu venida, te siento cada vez más cerca de este pobre rebaño que, acongojado, te espera y está dispuesto a devolverte sus huesos si acaso los necesitas para encender una gran fogata, que con sus llamas ilumine los rincones más apartados del universo, nuestros huesos te esperan, Jesús; aniquílanos cuanto antes para que no se siga propagando la muerte con cada nacimiento. Ha llegado la hora, hermanos, Dios está entre nosotros, puedo verlo, puedo verlo, puedo verlo, Dios está aquí, qué hermoso es, puedo verlo, Dios mío, es terrible, es terrible, puedo ve… El cura se desplomó de bruces sobre la mesa y golpeó su frente contra la cruz que el sacristán había puesto en el centro del altar, cayó enterito, sin que nadie hubiese tenido tiempo de atajarlo mientras caía con su cara hinchada de emoción hacia la tierra. Espantados, los feligreses rodearon al padrecito y empezaron a gritarle en desorden. Padre, padre, padre. Rápidamente, dos señores voltearon el cuerpo que aún permanecía boca abajo, y se quedaron pasmados
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al darse cuenta de que la cabeza del sacerdote se había abierto al chocar contra el crucifijo, y expulsaba copiosamente un líquido amarillento y pegotudo, parecido a un huevo destortillado. El pecosito nervioso sacó de la maleta eucarística el garrafón de agua bendita que habían traído a la función, y se apresuró a vaciarlo sobre la humanidad de su patrón con la esperanza de que saliera del trance en el que se encontraba, y despertara del desmayo, así fuera para reprenderlo por bañarlo en público y no en privado, como estaba estipulado en su contrato. El cura no reaccionó, estaba muerto. –Está muerto, el padrecito ha muerto –exclamó alguien de piyama morada. –Ha muerto –repitieron los que estaban más cerca del difunto asotanado, transmitiendo así la noticia hasta que la turba en pleno estuvo enterada del suceso. El cantinero lo mató –afirmó cualquiera–, ese hijueputa es el culpable de la desaparición de un santo, ese perro sarnoso es el responsable de todo lo malo que pasa en esta cuadra, si no fuera por él nada de esto hubiese ocurrido; –si no fuera por la puta de su esposa –agregó otro alguien–, nuestras mujeres no tendrían el mal ejemplo que ahora tienen, y nuestras hijas no correrían el riesgo que ahora corren, de caer en la tentación de convertirse en rameras de profesión, o aficionadas robasueños de cristianos y langarutos. Estamos en la obligación de extirpar de una vez y para siempre el foco de la infección que hoy nos amenaza –sentenció un tipo extraño con voz de mando, sombrero, bufanda y ruana, al que apenas se le alcanzaban a distinguir los ojos. Tenemos que borrar la cantina y lo que ella contenga, pues recuerden que Dios y el Diablo, como dijo el cura, están pendientes de lo que hagamos o dejemos de hacer, es la hora de la venganza, como predijo el padrecito, no nos podemos echar para atrás. El hombre dejó de hablar y buscó entre
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el gentío con su mirada a la mujer que lo acompañaba, ella movió sutilmente su cabeza cuando se supo observada por él, y se acomodó el velo que ocultaba su rostro salpicado de lágrimas, como si con su gesto estuviese aprobando las palabras encolerizadas que, de inmediato, atizaron la furia general. El desconocido tiene razón –afirmó el viejito de las pantuflas de lana–, es nuestro deber tomar riendas en el asunto y hacer respetar la memoria del santo que entregó su vida por nosotros, seamos dignos de su sabiduría, aunque no la hayamos entendido; destruyamos esta esquina inmunda y a su habitante encantado. Sí, sí, sí –respondió la multitud–, sí, sí. Los que estaban libres de pecado y los que no, recogieron piedras y todo cuanto pudiese ser lanzado, llenaron sus bolsillos de rocas de diversos tamaños, y se quedaron esperando la orden de ataque, llegara de donde llegara. Los más recursivos corrieron hasta sus casas y se aprovisionaron de palos, materas, machetes, fósforos, papeles, muebles dañados, y todo cuanto pudiese herir y arder fácilmente. Las señoras se hicieron a un lado y sacaron sus rosarios, para implorarle al Justo que acompañara a los valientes, en la lucha contra el mal que estaba a punto de comenzar. El pecosito de cacheticos colorados sacó fuerzas de donde no las tenía y agarró de las muñecas al finado, del que ya nadie se acordaba, lo arrastró despacio, muy despacio, y al hacerlo, el cuerpo lastimado fue dejando un rastro de sangre tibia mientras avanzaba, un caminito viscoso semejante al que trazan los caracoles a su paso. Remolcó al predicador enmudecido hasta el final de la calle y, cuando se cercioró de que estaban lo suficientemente lejos, se detuvo sudoroso y se echó a llorar encima del cadáver del único hombre al que había visto desnudo en su vida. Como un niño que se avergüenza de su primer amor, el monaguillo
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no fue capaz de confesarle al muerto que lo amaba en secreto, y que estaba seguro de que él también lo quería, así por su boca, en vez de frases cariñosas, estuviese saliendo ahora un vulgar chorro de babas rojas. La muchedumbre se precipitó envalentonada contra la fachada del negocio, y a las patadas trató de tumbar la puerta. En medio del griterío sacrificial y del aguacero de piedras, un granuja con un hacha ahuecó una de las paredes y, emocionado, encendió la mecha de una botella repleta de gasolina y la arrojó por el orificio. ¡PUM! La botella de vidrio derramó sus entrañas combustibles en el piso inundando de fuego al indefenso cuchitril, que empezó a quemarse sin remedio. ¡PUM! Un mar de humo envolvió la esquina y cubrió con un velo blanco y espeso a las personas que, después de mucho insistir, finalmente derribaron la puerta. A los empujones, el tipo de la ruana logró ponerse al frente de la turba desprovista de rostro, y con un cuchillo en la mano, fue el primero que entró a la cantina. –Es la hora de la venganza –le gritó al cantinero cuando lo alcanzó a ver en el centro de la cantina en llamas–, es la hora de la venganza. El cantinero no se inmutó con la amenaza de su mejor cliente, ni mucho menos le preguntó cuál era el motivo que lo traía de vuelta, al lugar en el que tantas veces se había emborrachado en silencio. Estaba paralizado en el centro de su cantina desde hacía miles de años, de meses, de siglos, de minutos, y no podía experimentar ningún tipo de sensación, pues sus sentimientos se le habían agotado de tanto extrañarla, parecía un viudo enterrado de pie en un enorme sepulcro fabricado de muros cayéndose, una estatua asustada en el corazón de una hoguera alimentada de frustraciones. Flotaba en un río sin recuerdos, pataleaba y pataleaba en el fondo polvoriento de la nada, que se encontraba en la mitad del medio de
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sus ojos invertidos, se miraba hacia adentro y las llamas masticaban las cosas; no pensaba porque no podía pensar, porque había decidido no pensar, desaparecer. Cuando se dio cuenta de que los muñecos invisibles disfrutaban de su desgracia, quiso escapar de la vergüenza, pero entendió resignado que en ninguna parte del mundo estaría a salvo de su memoria burlona. –Si no puedo olvidarla –se dijo–, si los espantos pretenden robarse su ausencia, si este puto hoyo que dejó en mi cabeza es definitivamente incurable, quiero entonces morirme esperando a la muerte mientras aguardo a mi mujer. El cantinero no pronunció una palabra más en su vida, pues estas fueron sus últimas palabras; no disfrutó del sermón de sentencia que el padrecito, inspirado, pronunció en su honor; no supo de los insultos que los vecinos proclamaron en su contra, tildando a su esposa de puta estéril y llamándolo a él asesino de santos; no sintió acercarse a los hombres armados de rencor que venían por su sangre; no trató de correr en el momento en el que la puerta de la cantina se hizo añicos; no escuchó a nadie decirle la hora de la venganza ha llegado. Un frío cortante penetró en su piel abandonada, una y más veces, hasta que la oscuridad de su carne fue vencida por la luz de la agonía. El cantinero se arrodilló y se fue desvaneciendo en medio de un hermoso delirio. Imaginó que se amaban con las ventanas abiertas, un martes lluvioso a las tres de la tarde, y que la vida era perfecta. Luego empezó a morirse.
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Tercera parte: es cosa de artistas
El palomar Julián Acosta Gómez*
Damián encontró las primeras plumas en las cometas.
Eran vientos de agosto y los paseantes llegaban al parque. Eran vientos de agosto y el cielo de la tarde estaba encendido con la luz de las farolas. Damián estuvo indagando entre las bancas. Entre los matorrales. Damián trepó a los árboles que cedían a los vientos. Buscó entre las hojas muertas. Buscó en los coches de los bebés que agitaban los sonajeros. En los basureros, en las canastas llenas de frutas de los comensales. Cuando hubo recorrido todo el parque, tomó asiento bajo el guayacán, apretó la mano izquierda para ocultar el temblor, y supo que ni él ni Augusto verían el palomar de nuevo. Cuando Damián subía a los árboles para cantar poemas, Augusto debía dejar el pan servido a las palomas. Debía limpiar los desperdicios y poner el palomar en un lugar de sombras suaves. Augusto debía estar atento a las quejas que traían otras palomas, sin dejar ninguna posibilidad de celo para Maeterlinck y Borges. Era Damián quien recorría los bordes del lago con el palomar y las dos palomas. Los otros vagabundos del parque seguían el recorrido de Damián con la mirada, no hallaban el sentido de pasear a dos palomas ciegas. Podría ser por la levedad del viento que se eleva del lago, podría ser por las aguas, que dotaban a Damián de especial sensibilidad para contar historias a las *Ganador VIII Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2021.
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palomas. Sin embargo, no había mayor fin en pasear a dos palomas ciegas. Cuando Augusto hacía su recorrido, no olvidaba que debía volver con aserrín limpio. Le gustaba que el suelo del palomar estuviera caliente. Iniciaba donde los comedores de basura, pasaba por los que fingían invalidez, y terminaba la noche hablando con las parejas que salían del teatro. Nadie supo si era por su vida de abogado, o por haber pasado los últimos años como actor de una compañía fracasada, que estaba dado a escuchar los dramas de otros y a imaginar los propios. Augusto llegó hace años al parque. Estudiaba para el personaje de un vagabundo que había sido dramaturgo. El vagabundo le pidió que, por cada encuentro, Augusto debía entregarle algo. Empezó por cambiarle el sombrero, después el saco y la camisa. Después Augusto tenía el pantalón amarrado con una cuerda para cargar pollos. El vagabundo había conseguido el triunfo en algunos litigios de menor prestigio, había salido en la prensa y solía molestarse si la secretaria descuidaba el orden de las citas. Augusto encontró a Damián y a dos palomas ciegas. Damián y Augusto parecían una pareja de pájaros que volaba entre los herbajes del parque, y que tenían de amigas a dos palomas que no volaban entre los herbajes del parque. Eran vientos de agosto y los paseantes llegaban. Augusto no debía demorar. Damián había terminado su paseo en el lago y estaba buscando piojos azules en el lomo de Maeterlinck. Borges parecía distraída, erraba el andar como si transitara entre laberintos infinitos. Cuando Damián sacó el último piojo, dejó deslizar la mirada por el cielo, y sus ojos tomaron el rigor del niño que ve al mago. Entonces los vio. Estaban reunidos en la mano de la mujer. Amarillos, rojos, verdes, azules. El viento no 98 El palomar
alcanzaba a perturbar el ascenso de los globos amarillos, rojos, verdes, azules. Damián se rascó la cabeza con las pinzas de los piojos. Se arrancó los pelos de las pestañas con las pinzas de piojos, dejó el palomar sobre la banca y corrió hacia la globera. Los gritos de la mujer anudaron la tranquilidad del parque. Corrió hasta el lago mientras Damián la perseguía con las pinzas preparadas. —¡Auxilio! ¡¿Se enloqueció usted, Damián?! —¡Déjelos libres, señorita! —¡Damián, qué van a decir los demás… las palomas! —¡Déjelos!, que les salga el alma, Macarena, ¡no le digo otra vez! La mujer corrió. La mujer saltó. La mujer pasó por debajo de los arcos destinados a los enamorados. Pasó en frente del vendedor de manzanas azucaradas. La mujer vio la risa macabra del hombre de las crispetas, que en otro tiempo la supo amar y olvidar. De modo que, para unos, la indiferencia, para otros el asombro y para los demás la burla; la carrera del poeta y la globera supo cargarse de la suficiente gracia para evitar cualquier interferencia. En un acto agónico, la mujer dejó ir los globos hacia el cielo de la tarde, que estaba encendido con la luz de las farolas. Damián alargó la mano como queriendo acariciarlos, y creyó ver fluir, en un río inverso, las almas de todos los poemas amarillos, rojos, verdes, azules: entonces recordó que el problema de las almas es su carencia de piojos. La globera extenuada de la carrera y el poeta adormecido por la partida. Parecían sumidos en el mismo letargo que poseen el muerto y el asesino. Volvió la vista a la banca, donde había abandonado al palomar. Luego a la globera ensopada en sudor y llanto. El palomar 99
Otra vez al lugar del palomar. A la globera. La banca estaba vacía, miró como un lince y en el parque no había ya palomas ciegas. La globera, con el rostro marcado por las venas, las lágrimas y el sudor, le gritó cosas que no se dirán aquí. Damián se tomó los pelos engrasados. Gritó. Los pelos engrasados y la nariz desaguada. Gritó. Dejó errar su mirada y comenzó la búsqueda. Damián estuvo indagando entre las bancas. Entre los matorrales. Damián trepó a los árboles que cedían a los vientos. Buscó entre las hojas muertas. Buscó en los coches de los bebés que agitaban los sonajeros. En los basureros, en las canastas llenas de frutas de los comensales. Cuando hubo recorrido todo el parque, tomó asiento bajo el guayacán, apretó la mano izquierda para ocultar el temblor, y supo que ni él ni Augusto verían el palomar de nuevo. Entonces miró al cielo que tenía el color de los desiertos. Buscó los globos amarillos, rojos, verdes y azules, que ya no pertenecían ni al recuerdo ni al olvido, y cuando su esperanza valía lo que el pantano para el sediento, vio las cometas. Lo sorprendieron dos cosas: la quietud -eran inquisidores que miraban como en la Gran Purga-, y que en sus colas encontró las primeras plumas. Augusto dio pasos largos, de margarita en margarita. Disfrutó cada flor destruida, pero no del todo calmo. Los gritos de Damián le perturbaron el ánimo. —¿Y los poetas? —¡Se los llevaron, Augusto, se los llevaron! O se llevaron, que es una forma menos escandalosa de llevarse sin que se los lleven. —Concéntrese, hombre, ¡qué falta de filosofía! Y quítese el sombrero, que bajo techo no se usa, hombre. El guayacán dejó caer la última flor.
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—¿Y el palomar? —Tampoco. —¿Señales? —Tampoco. —¿Y usted qué estaba haciendo, hombre? —Tampoco. —¿Y los ha buscado? —Amarillos, rojos, verdes y azules, señorito. —¡Ponga atención, hombre! —No deben estar muy lejos, señorito, de verdad, de verdad. En las cometas había plumas. —Pueden ser de cualquier paloma, hombre. Hay muchas en el parque. —Eran plumas de paloma ciega. —¿Seguro? —¿Seguro? —¡Yo pregunté, hombre! —¿Y para qué, si las palomas son ciegas y no escuchan? Augusto fue hasta una pareja que elevaba una de las cometas emplumadas. —Un niño nos vendió las plumas para que las cometas volaran más -dijo el hombre mientras liaba un cigarrillo. —¿Y a dónde fue, y a dónde fue, señorito? —Supongo que a buscar clientes a la salida del teatro. Caminaron todo el teatro. No había palomas ciegas, no había palomar. No había niño con cara de ladrón de palomas. Estaba el ronquido solitario que ronda en los pasillos de los teatros vacíos. —¿Y si nos pusimos cuerdos, señorito? Quizás, quizás por eso no las encontramos. El palomar 101
—Nosotros no estamos locos, hombre, es cosa de artistas. —Por eso, suponte que nos pusimos cuerdos y ya no veamos más a las palomas que no veían. Una gota de sudor helado recorrió la espina dorsal de Augusto. La ceguera total. La pérdida de los fantasmas del ensueño. Recordó a Edipo y a Tiresias, y una gota de sudor helado le recorrió la espalda. Augusto no sabía cuándo actuaba los dramas propios o los de otros. —Entonces hay que enterrarlos como se debe, hombre. Caminaron juntos hacia el cementerio. El sepulturero los acompañó a cavar las dos fosas junto a una tumba desierta. En la primera, descansaron las pinzas para piojos. En la segunda, las monedas para el aserrín. El sepulturero alcanzó a sacar las monedas mientras Augusto le quitaba el sombrero a Damián. Cerró las fosas. —¿Y si al final nos pusimos cuerdos, señorito? —No estamos locos, hombre. Es cosa de artistas. —Y, ¿cómo vamos a ser artistas sin las palomas? —No podemos, nos tendríamos que ir del parque. —¿Y sin las palomas ni el palomar? Ambos tomaron el camino hasta el umbral del cementerio. Los ángeles de mármol apuntaban sus trompetas hasta el cielo. Parecían buscar los ojos de noche neblinosa que se anclaron en las dos palomas ciegas.
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Tintico* Eisen Hawer López Chica*
A
lguna vez leí –no recuerdo dónde– que una persona no podría estar más de 45 minutos consecutivos en una cámara anecoica sin sufrir efectos adversos como alucinaciones, vértigo, mareos, e inclusive, locura. Hallé esa información por un simple azar digital, y aunque me pareció interesante, mi cabeza la desechó como esas cosas basura que se aprenden todos los días, pero que el cerebro arbitrariamente clasifica como innecesarias y las elimina según su libre albedrío. Volví a escuchar sobre cámaras anecoicas con lo que le pasó a Tintico. Siete años atrás, Tintico había empezado a interesarse por tocar la batería. Se trataba de una persona que le hacía honor al apodo con el que lo conocíamos sus amigos, allegados y familiares: era pequeño, de tez café bastante oscura, pero no lo suficiente como para que fuera llamado “negro”. En realidad, parecía un tinto, un café como lo toman las tías: oscuro, fuerte y simple, porque el dulce se lo daban otras cosas. Su estatura y contextura física le hacían parecer un eterno adolescente precoz. Nadie apostaba mucho a que Tintico durara más de un año con su nuevo capricho musical. Ya había abandonado la guitarra, el bajo, los teclados, la natación y el ciclismo, pero su irreverencia lo hizo inclinarse por lo único que sus padres no le permitieron nunca: la batería. *Única mención del VII Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2020.
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El día en que atrapó una baqueta en medio del tumulto de uno de nuestros primeros conciertos juveniles, Tintico sintió que tomaba en sus manos una especie de báculo portador de poder y magia sobrenaturales. Ya no podía quedarse quieto en ningún lugar. Golpeaba el piso con la suela de su zapato derecho, como marcando un compás inacabable, mientras jugaba de forma desordenada con lo que tuviera al alcance de las manos: un lápiz, un color, una regla; cualquier objeto podía ejercer el oficio determinante de las baquetas. Así se la pasó unos meses hasta que creyó necesitar algo más que sus instrumentos invisibles, en los que ya era un experto, aunque no les hubiéramos escuchado ningún sonido diferente al de la pisada constante y musicalmente familiar de su suela derecha. Tintico tocaba con una discordancia comiquísima, en una batería que se armó con dos canecas de lata viejas que encontró en la troja de su casa, un mezclero oxidado con trozos de cemento seco en el interior, algunos tarros de pintura y hojalatas enmohecidas que hacían las veces de platos. Sus padres apostaban el alma a que regalarle el instrumento sería el impulso que buscaban para que Tintico perdiera su interés, como ya lo habían vivido. Estaban dispuestos a invertir el dinero en una batería, con tal de darle fin al estruendoso tormento que se había apoderado de sus imperturbables vidas. Perdieron el alma sin remedio en su apuesta, y Tintico se empecinó en convertirse en uno de los mejores bateristas que se hubieran conocido jamás. Tocaba todos los días, con descansos ocasionales para comer, más por la obligación corporal que por el deseo real, y en pocas semanas, ya dominaba su instrumento con una naturalidad que a veces a él mismo le resultaba extraña. En siete años, vimos a Tintico retumbar sus tarros en al menos tres bandas. En ese tiempo llegó a ser reconocido 104 Tintico
como uno de los mejores bateristas del país, hasta el día fatal en que se cayó de una tarima por la que se paseaba –minutos antes de un concierto– con un micrófono encendido frente a un bloque de amplificadores gigantes. El pitido del feedback le desgarró el tímpano, le hizo perder el equilibrio y desplomarse desde unos dos metros de altura. No se rompió ningún hueso, no tuvo fracturas ni lesiones severas, salvo un pitido agudo incansable, constante, muy fuerte, que se le incrustó en los oídos y no le dejaba escuchar los sonidos del exterior. Si el pinchazo de una aguja diminuta emitiera algún ruido, seguro sería ese. A pesar de nuestras insistencias, se negó a ir al médico, con la excusa de que la sensación sería momentánea, y en un par de días más sus oídos estarían como nuevos. Pero dos semanas más tarde, sus órganos auditivos seguían retumbando, aunque no con la misma intensidad del día del accidente; el fastidio y el taladrar agudo sólo menguaban para renacer de una forma que Tintico no podía entender ni controlar. El zumbido ensordecedor lo atacaba de repente y lo hacía detenerse en seco y cerrar los ojos con fuerza, como intentando encontrar la fuente de ese sonido del demonio para tratar de aislarla. Su mecanismo de defensa nunca daba resultado, y debía esperar en quietud, con las manos en los oídos y los ojos apretados formando miles de grietas sobre su rostro; solo unos minutos después recobraba por completo sus sentidos y se disipaba un poco la bruma espesa que se le formaba en la mente cuando lo poseía su maldición. En varias conversaciones posteriores al accidente nos contó que el sonido se hacía más constante, hasta que, en un momento que Tintico no pudo determinar, el chillido se instaló como una grabadora sin pausa en su oído interno, y desde ese instante ya no se fue más. Tintico 105
Las pesquisas que él mismo realizó le arrojaron un diagnóstico no menos certero que el que le habría dado un médico. Tintico sufría de tinnitus, expresión latina que significa “tintineo”, y que hace referencia a un padecimiento que consiste en escuchar sonidos que no proceden de fuentes externas, y no tiene cura. Su reacción fue una risa desmadejada que no pudo controlar. Tinnitus. Era una palabra tan ridícula y cómica. Hacía juego con su apodo: Tintico tiene tinnitus. –Desde ahora que me digan Tintinnitus– dijo en voz alta, para sí mismo, y estalló en una carcajada que le produjo una tos seca. Cerró su computadora y se quedó mirando a través de la ventana que daba a la calle. Tenía los cachetes y el estómago cansados por la risa. Las lágrimas todavía no caían, pero se jugaban su corto existir retozando en la cornisa del ojo, y entonces la euforia que acababa de sentir se transmutó de golpe. Las luces de los vehículos se perdían frente a su mirada clavada en los cristales ya empañados de la ventana. El zumbido en sus oídos se convertía en la banda sonora perfecta para la escena y el sentimiento de desesperanza que lo invadía. Ninguno de sus amigos lográbamos entender con certeza su padecimiento. Sabíamos que, por las noches, cuando se acostaba, el silencio de su cuarto hacía que se intensificara el chillido en sus oídos, y terminaba por dormirse con un severo dolor de cabeza que lo despertaba muy temprano, y con una sensación de resaca que ni en los años gloriosos del rock and roll había experimentado. Para entonces, desesperado e impotente, usaba audífonos para deshacerse del sonido que lo atormentaba día y noche, pero los abandonó cuando se dio cuenta de que, aunque le ayudaban momentáneamente, al dejar de escuchar la música el zumbido le llegaba con una mayor intensidad. 106 Tintico
Lo dejamos de ver por un tiempo. No volvió a tocar, y nos dijeron que viajó a Europa a buscar tratamiento. Volvió luego de estar por fuera unos cuatro años, pero en ese tiempo envejeció casi dos décadas. Regresó con una alopecia exuberante y marcada, el rostro arrugado como una hoja de papel, y una capacidad inusitada para hablar sin detenerse. Hablaba fuerte –o gritaba, más bien– casi de corrido, y cuando hacía una pausa, apretaba los ojos, se llevaba las manos a los lados de la cabeza, y empezaba nuevamente con alguna disertación que nadie lograba entender. Pero hubo algo más, algo que todos los cercanos a Tintico percibimos, pero no nos atrevimos a mencionar hasta una semana después, cuando nos encontramos por casualidad algunos de sus amigos en común; Carlitos, compañero musical de Tintico en sus primeras bandas, dio un paso al frente para comentarlo. Todos respiramos aliviados al saber que no era una impresión individual, o una locura que nos atacaba a solas. En los momentos en que Tintico estaba cerca de nosotros, escuchábamos una especie de ruido, un chillidito agudo insoportable, como de una fresa de odontología que llegaba desde alguna parte desconocida. Concluimos que todos estábamos muy perturbados por lo que le estaba pasando a Tintico, así que el ruido aquel no era más que parte de la histeria colectiva que compartíamos. No se habló más del tema. Pero nunca volvimos a pasar tiempo con él. Lo veíamos en rarísimas ocasiones, divagando solo por cualquier parque, haciendo un esfuerzo por mantenerse alejado de todas las personas, y recitando un eterno monólogo en voz alta que nadie lograba entender. Descubrimos que no era idea nuestra, y hubiéramos dado lo que fuera porque en realidad se tratara de simple histeria colectiva. Pero no... Tintico 107
Su tinnitus era tan fuerte que las personas a su alrededor podían escucharlo. La gente se llevaba las manos a los oídos tratando de callar ese pitidito estridente que les llegaba de repente al pasar junto al vago de ojos desorbitados que hablaba solo. Creían que el loco del monólogo cargaba un radio descompuesto, o algún otro aparato que emitía el chillido ensordecedor. La Policía lo capturó un día, después de recibir varias quejas de caminantes desesperados. Para contrarrestar el sonido que emitía Tintico, los agentes tuvieron que usar unos trajes que parecían de astronautas, pero pintados de colores militares, y cuyo efecto era tan inútil como un palo de escoba puesto tras una puerta para atajar la embestida de una manada de búfalos salvajes. Lo llevaron con dificultad a la Estación y lo encerraron en una celda diminuta, pero fue expulsado a la calle luego de diez minutos, pues el chillido era insoportable. Excluyendo la pena de muerte, la única opción viable y la menos inhumana que se pudo evaluar, fue encerrar a Tintico en una cámara anecoica. Se trataba de una habitación completamente aislada, recubierta con cuñas piramidales de fibra de vidrio y forrada en espuma, con unas paredes de más de dos metros de grosor que la separaban de otro cuarto igualmente aislado y forrado en espuma y materiales que absorbieran el sonido. En una operación contrarreloj y en medio de ruidos y explosiones estruendosas que pretendían reducir el chillido que emitía Tintico, lo capturaron de nuevo y lo encerraron en la cámara anecoica que construyeron únicamente para él. Los quince días posteriores a su encierro intentaron alimentarlo, pero el sonido que salía del interior de la cámara al ser abierta cada vez era más fuerte. Pasadas dos semanas, sellaron por completo la puerta y no se pudo volver a abrir. 108 Tintico
Jamás volvimos a saber de él, ni se habló más de su caso en el pueblo. La historia se convirtió en una leyenda urbana que muchos situaron en un límite peligroso entre lo real y lo ficticio. Pero los que fuimos testigos de lo sucedido damos fe de algo: Tintico desafió esa teoría que yo había leído –no recuerdo dónde– de que una persona no podría estar más de 45 minutos consecutivos en una cámara anecoica sin sufrir efectos adversos como alucinaciones, vértigo, mareos e, inclusive, locura.
*Este cuento hace parte del libro “Acto de contrición y otros cuentos”, publicado por Sílaba Editores, 2021.
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Cuento dictado por la imposibilidad de escribirlo Yeferson Felipe Castaño*
Dormir bien siempre ha sido uno de mis principales
empeños. Podría decir que cumplo a cabalidad esa máxima que dice que la existencia no es tan mala, si después de todo, gran parte de ella la pasamos durmiendo; y aunque me vi obligado a afrontar una vida como estudiante universitario, he aprendido a llevar con resignación las secuelas de aquella época, teniendo que recurrir, de cuando en cuando, a soluciones algunas veces extremas. Las crisis de insomnio vienen con la consecuente dificultad de llevar la cotidianidad sin tropiezos, siendo imposible concretar cualquier tarea. El día se convierte en algo así como “estar vivo en la muerte” para decirlo con el retruécano de algún poeta, pero la más reciente crisis puso a prueba mi capacidad para resolver conflictos y lo que estaría dispuesto a sacrificar para conseguirlo. Habían transcurrido unos buenos meses sin la presencia de esos molestos episodios, cuando mi sueño se vio afectado por algo que no pude advertir al principio. Como todos los cuerdos del mundo tenía mi ritual para entrar al reino de Morfeo, el cual consistía en cruzar las manos sobre la cabeza, y una vez empezara a sentir cierto entumecimiento adormecedor, solo precisaba girarme hacia un cos*Primera mención del IX Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría adultos, 2022.
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tado y ubicar plácidamente mis manos entre las piernas, el resto era navegar en la noche hasta el otro día. Aconteció que ya no bastaba con girarme, debía voltearme hacia el otro costado, hacerme boca abajo, boca arriba, posición fetal, cruzar una sola mano -que ni echo de menos- sobre mi cabeza e incluso debía reiniciar mi ritual, como si no me hubiese acostado esa noche, intentando engañarme para lograr mi cometido, cosa que me impacientaba hasta irritarme, y enojado, menos que podía dormir. Esto empezó a suceder una o dos veces por semana cuando pude notarlo, luego aumentó paulatinamente hasta la locura. Al tocar la cama me acechaba el presentimiento terrible del insomnio y por más que me esforzaba en concentrarme, no lograba dar con el motivo que impedía llevar a feliz término mi sueño tranquilo. Mi compañera padeció, como alma cristiana en las buenas y en las malas, los desvelos de la inquietud que me revolcaba toda la noche sin dar con una posición cómoda. Pero el lazo que el dios cristiano unió, lo separó el de los sueños, pues en ella el insomnio le adornaba un espléndido mal genio, que codeaba deliciosamente cada movimiento de mi cuerpo, y tras constantes discusiones nocturnas, se dio el triste resultado de la separación. Después perdí el empleo. El alcohol hizo su tarea cuando creí que lo había perdido todo. Ante el reflejo veía el lamentable estado de mi consciencia arrastrando perezosamente una existencia que se diluía en el sueño, el delirio y la resaca. Determiné el suicidio. Justo ad portas del hecho “definifactum”, “decidefacto”, “defideratum” pude darme cuenta de que mi sueño se veía afectado por la real imposibilidad de ubicar satisfactoriamente una posición en la cual mis manos no estropearan el “pacto con Oniros”.
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Si bien es cierto que no recuperé mi matrimonio, ni mi empleo, encontré un lugar y aunque las extremidades que me sobran se empiezan a convertir en una nueva dificultad para dormir, sospecho que los peores días ya pasaron. ¡Ah!, olvidaba decir que mis nuevos amigos me ayudan con las tareas manuales y a cambio les cuento historias.
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Tras la puerta de la excentricidad Sara Tatiana Quintero Jiménez*
C
uando salió del manicomio aún veía sombras, manos diminutas que pretendían alcanzar su cráneo desnudo. Corrió para cruzar la autopista y, cuando ya le quemaban los pulmones, giró ligeramente hacia atrás para ver por última vez aquella puerta de madera, con astillas que se adhieren a los puños que tocan, pero se encontró con que apenas había avanzado unos pasos, seguía allí, con su vestido blanco y holgado, insípida sábana, sucios los hombros y el abdomen, como cargando todo el peso de la miseria. Amelia era un nombre de condenada, nunca le gustó. Se veía en el espejo y se repudiaba a sí misma; siempre lo quiso romper, ver los fragmentos perforando el aire y estrellándose en cada rincón, que su piel pronto adquiriera el tono carmín del atardecer. Pero dividirlo era multiplicarse, luego de la orgía se contemplaba a sí misma destrozada, marchita; imagen que se repetía un centenar de veces, diminuta, otras más grande, y se sentía desfallecer en cada trozo. No conocí otra mujer como ella. Me gustaba, lo admito, pero me helaba el espíritu. En ocasiones venía a visitarme y se quedaba dormida en mi colchón. Su cabello era castaño, ondulaba sobre sus hombros. No, nunca dormí con ella, pensé que si lo hacía, al menos una noche, no volvería a despertar. Su rostro era el de la soledad: pálido, *Ganadora del VI Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2019.
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mejillas hundidas, ojos de bosque muerto que absorbían lo que apuntaban; sus labios eran apenas una línea en amplio témpano, una línea recta que se curvaba para expulsar de vez en cuando algunas palabras, y éstas eran tan tiernas y desgarradoras, que apenas podía mantenerme en mi propio cuerpo. ¿Su cuerpo? ¿Por qué quieren saber sobre su cuerpo? No entienden, yo sufro; si la evoco para intentar describirla, la asperidad me seca la garganta. Un día intentó disecarme, fue en septiembre. La observaba de vez en cuando puliendo detalles en un cuaderno de terciopelo azul; no sabía de qué se trataba, pero se le veía feliz, una felicidad retorcida. Me miraba de reojo con una sonrisa pavorosa. Sí, ella sonreía, pero no era una sonrisa natural, era como si alguien se la impusiera. ¿Qué pasó? Pues yo me dormí con el sopor de la tarde, o bueno, del ocaso. Eran las cinco y media; Amelia se escabulló arrastrando sus pies descalzos por la alfombra. Desperté pero no abrí los ojos, un gélido dedo me acariciaba la mejilla. Sentí el vaivén del frío entre mis huesos: estaba desnudo. Me asusté y abrí los ojos, estupefacto; ella estaba arrodillada frente a mí, aplicándome una mezcla de sal. Me incorporé tiritando. Supe su propósito al contemplarla perdida, casi frustrada. Tenía abierto el infranqueable cuaderno azul, donde anotaba desde la tarea más descabellada hasta los versos más encantadores que se le ocurrían. No me alteré, la rodeé con mis brazos salados y me adherí a ella en una lágrima monumental. ¿Que si no le dije nada? Pues sí, le dije que el primer paso para la taxidermia era el desollamiento, que la piel inerte sea movida por sus dedos, no por el movimiento acompasado de un cuerpo con vida. Era aterradora, pero, ¿qué podía hacer? Me encantaba. Nunca la besé, pero solía abstraerme en sus labios; eran el límite de la locura, me invitaban a entrar, girar el portón y 114 Tras la puerta de la excentricidad
cerrarlo a mis espaldas, unirme a ella, nunca alejarme. Pero yo fui cobarde, nunca le dije cuánto la amaba. Sí, yo la amaba, y sufro como sufren las almas del infierno, y, ¿cómo no? Escuchen la autopista, cómo palpita con la antorcha bajo su cemento, se quema, se quema el mundo, y todos somos sombras, esas sombras diminutas que persiguen a la pobre Amelia, que sale del manicomio e intenta correr, pero se quema, se quema su piel agrietada. Amelia, mi amada Amelia, que ignoraba el furor de la calle, que intentó escapar con su cráneo desnudo y sus ojos hundidos. Ella nunca supo, nunca lo comprendió: no podía alejarse de ese tétrico edificio, lo encontraría inmerso en cada adobe, inhalaría en cada partícula su olor a cadáver, verías las luces blancas y sentirías el frío de la baldosa, Amelia, el frío que yo sentí aquella noche cuando arrastraste tus pies descalzos sobre mi alfombra. Nunca te fuiste del manicomio porque es tu cuerpo, no hay más cárcel que tu raquítico cuerpo de condenada. Que ¿cómo lo sé? Pues señores, la conocí tan bien… No se imaginan. Podía sentir su dolor en el tuétano de mis huesos. Pobre Amelia, tan sola, tan frágil… No saben, yo la comprendía, la comprendí tanto, que esa noche de septiembre me miré al espejo y la penuria me invadió la sangre, quise romperlo, ver cómo saltaban los fragmentos para acorralarme, verlos posarse sobre mi piel, blanca como una sábana que anhela sobre sí el peso del crepúsculo, el rojo vigorizante; sí, quería fundirme en ellos, en los cristales rotos. Y entonces la odié, a ella, a Amelia, tan débil y perturbada. Odié mi imagen que se multiplicaba; que líquida, se introducía en la cuenca de mis ojos, ojos de muerto. Me odié tanto que quise allí mismo arrancarme el corazón y ofrendárselo a la luna.
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No, no soy culpable, a ella la consumió el desvelo y a mí me alcanzaron sus llamas. ¿Ella está muerta? No, ella nunca estuvo viva. No la conocieron, ella respiraba en mí, cavó mi fosa. Yo no quise hacerle daño, sólo quería evaporar mi imagen, pero ella giró el pomo y abrió la puerta de madera con sus astillas salientes. ¿Siguen sin entenderlo? Destruí el reflejo, el que yo veía en el espejo roto: pero ese ya no era mi reflejo.
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Monólogo de un ailurofílico Eisen Hawer López Chica*
Relato estas palabras desde la comodidad de mi con-
finamiento, atendiendo al poco tiempo que tengo antes de que lleguen nuevamente y me descubran narrando estas memorias, este testimonio que, estoy seguro, no quieren que nadie conozca. Aunque ignoran, por supuesto, que me sé expresar de esta manera. Me creen diferente e inferior a ellos. Si estuvieran en mi pellejo, se elogiarían como los grandes redentores no sé de qué. Debo admitir que salvaron mi vida, en cierto sentido, pues la libertad tendría que estar ligada necesariamente al concepto mismo de la vida, para ser digna de llamarse así. Si nos limitamos al hecho simple, sutil y tácito de respirar, pues entonces sí, salvaron mi vida. Ahora transcurre encerrada en estas paredes, cinco habitaciones y dos pisos en los que ejerzo mi libertad absoluta: soy el dueño de este maldito espacio insignificante, he llegado a serlo de ellos mismos, de sus pensamientos, de sus temores, de sus momentos más oscuros. No les pertenezco, aunque así quieran creerlo; más bien, ellos me pertenecen a mí. Pero de qué me sirve, si sigo atrapado. Es increíble la capacidad humana para proclamarse dueños absolutos de todos y de todo. Un plato de comida, una cama cómoda, un techo y, ¡zas!, te conviertes en *Segunda mención del VI Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2019.
Monólogo de un ailurofílico 117
su posesión inmediata. Yo mismo me sorprendo, aunque me vean diferente, y quizás lo sea. Tal vez esta denigrada discapacidad (que no lo es para ellos, y hasta les divierte el hecho) me distancie un poco de lo que ellos son, pero por dentro soy igual. No el adentro físico, de entrañas profundas, carne, huesos, agua; sino el del ser, el alma, el espíritu, como lo quieran denominar. Sí, mi cuerpo es diferente al suyo, pero no entraré en detalles para no crear la misma sensación de lástima, burla o exagerada compasión con la que suelen disfrazar la repugnancia que les causo. No es que me importe; claro, sufro –o disfruto, más bien- de un narcisismo exquisito. Ojalá existiera otra palabra para describir esta fascinación enorme que siento por mí, pero si la hay, no la conozco. No disfruto, en cambio, el odio que estas personas me producen tantas y tantas veces. Ha de ser por eso que no me he atrevido a pronunciar palabra, ni un gesto de desaprobación, ni un mínimo sonido que evidencie mi descontento. Creen, por eso, que carezco de la capacidad para comunicarme con ellos a través de ese lenguaje en el que exageran cuanto adjetivo encuentran, adornan sus agravios de retórica cavernícola y los disfrazan con sutiles halagos y adulaciones. ¡Pero no más! Estoy decidido a acabar con la mentira, a levantarme, a gritar por cada abuso, por la injusticia de la que estoy siendo víctima. No es sólo el encierro. Esa es, quizá, la primera causa de esta locura transitoria. Son las consecuencias del mismo. He logrado pasar días enteros en un solo punto de esta reclusión, meditando sobre ideas absurdas, descifrando qué necesito verdaderamente para recuperar un poco de mi soberanía: ¿huir?, ya lo intenté y fallé; ¿matarlos?, no soy digno de tal proeza, no sabría, además, qué hacer luego. De todos modos, tendría que huir; ¿rebelarme? ¡Sí, ha118 Monólogo de un ailurofílico
blar! O no, ¡gritar!, que me oigan, que por primera vez en tanto tiempo escuchen lo que durante estos años he estado gestando en mis pensamientos. Sé que no se lo esperan, y será una sorpresa fatídica. Mi apariencia frágil y deleznable también ha logrado engañarlos, pero ese engaño me ha llevado a mi propia mentira. Un cuerpo pequeño e indefenso, unos ojos infinitos y un alma desamparada no podrían albergar estos inmundos sentimientos de rencor que hoy guardo. Puede pasar que, ante mi sublevación, me echen a la calle como un perro enfermo y mugriento. ¡Pero qué!, si de todas formas así me tratan. Es quizá lo que más odio de todo. Esa manera de hablarme, de hacerme sentir como si fuera su mascota es, por mucho, la mejor manera que han encontrado para denigrarme y menospreciar mi forma, mi ser, mi existencia completa. Como lo mencioné, ya intenté huir. Y digo intenté, porque a pesar de haber probado las delicias de la libertad del cuerpo, me atraparon. Recuerdo los días previos, sentado al frente de este ventanal inmenso que me muestra un exterior interminable. Era el centro de atención de los transeúntes desprevenidos que pasaban cerca y se emocionaban u horrorizaban al verme. Así pasé varios días planeando el escape, que me llevaría a cambiar el deseo incesante del aire fresco por una realidad tangible, verdadera. Sí, una existencia real. Escapar resultó más sencillo de lo esperado. Bastó un leve descuido para traspasar la puerta y correr como si no tuviera un destino, correr tan rápido que el alma se me iba tropezando y quedando rezagada. Llegué a un lugar que parecía abandonado hace mucho; las ruinas de alguna antigua construcción fueron mi techo durante los días siguientes, mientras los recuerdos de los primeros años con ellos se convirtieron en mi refugio inmediato. Monólogo de un ailurofílico 119
Sé que no lo he mencionado, pues lo olvido por momentos, o más bien, lo recuerdo por momentos, pero no siempre fue un agónico tormento la vivencia bajo su mismo techo. Los primeros años los recuerdo con especial simpatía y, he de admitirlo, algún asomo de agradecimiento. Debo decir, antes que nada, que no sé dónde nací, quiénes son mis padres, ni dónde me encontraron los que ahora son mis poseedores. Partiendo de ahí, entenderán que me sienta como un ser sin lugar en este u otros mundos. Vivir acá, en Nigeria, en Pakistán, en la Antártida, o en algún asteroide errante, para efectos, sería lo mismo. Sin embargo, ellos fingieron desde el principio que podía ser parte, no sólo de sus vidas, sino de lo que ellos llaman familia. En este pequeño núcleo éramos una familia. Eso sí, yo no podía salir, nunca, a ningún lugar, ni solo ni con ellos. ¿Qué razones acaso tenían ellos? Creo que temían que me sedujera la libertad y huyera. Hicieron bien porque tenían razón. A cambio de este encierro, usé mi silencio como un látigo de aparente indiferencia: jamás pronuncié palabra, gruñido, o sonido alguno. A pesar de ello, éramos felices, una familia. Compartía la cama con ellos, la mesa, el baño, el sofá y sus tardes de domingo. Nunca tuve mayores pretensiones, no me faltaba nada y no quería corromper esa regla, única, que se me había impuesto. Además, porque nunca tuve la necesidad de saber qué había más allá de esas puertas o ese ventanal. Con la vista era suficiente, y mi ambición no llegaba a querer ser parte de ese exterior, pues mi actitud pusilánime no me lo permitía. Pero un día recibimos la noticia. Digo “recibimos”, porque aún me sentía propio de ese círculo y esa unión que habíamos construido. Nunca he conocido nada más insensato que el deseo desaforado de la raza humana por 120 Monólogo de un ailurofílico
multiplicarse. Habría que cambiar el dicho popular por “se reproducen como humanos”, pues los conejos han quedado como verdaderos amateurs en las artes de la procreación. El tratamiento que por tanto tiempo probaron para concebir había dado resultado: tendrían un hijo. Ese fue el punto de quiebre de nuestra relación. No tengo recuerdo de un momento en el que hayan estado más felices, como si esta cloaca de planeta no estuviera lo suficientemente atestada de humanos, niños, niñas, viejos, hombres… y mujeres paridoras; sobre todo eso: mujeres que paren bajo los designios inescrutables del dios ordenador de la reproducción como único fin de la sexualidad. No, nada más insensato que querer seguir sumando, y siendo un eslabón y una estadística más en las estrafalarias cifras de sobrepoblación humana en este planeta. La felicidad por el nuevo ser, no solo opacó mi presencia, sino que me relegó, dejé de ser una de las prioridades de su vida. Ya no podía dormir con ellos. Me asignaron una habitación en el otro piso, como si incomodara mi presencia desahuciada. La vi inflarse poco a poco, deformar su joven cuerpo hasta adquirir una enorme y repulsiva forma redonda. Todo se centró en eso, y su felicidad se desbordaba, al mismo tiempo que dejé de existir para ellos. Fue entonces cuando decidí escapar. Ya narré la simpleza con la que me fugué, aunque había maquinado un plan absolutamente complejo y estratégico que fue, evidentemente, innecesario. La libertad no resultó ser lo que creí. Había otros como yo, igualmente fascinantes. Su sola figura, su apariencia, todo me seducía; creí haber encontrado mi lugar en el mundo. Contrario a mis sentimientos hacia ellos, mi presencia inmediata los intimidó e indispuso, y fui desterrado violentamente de varios parajes. Los días siguientes, en las mencionadas ruinas, se Monólogo de un ailurofílico 121
volvieron iguales e insoportables. Robar para comer, dormir intranquilo, cubrirme del sol, luego del agua, luego del frío, luego del sol. Robar de nuevo y huir. Mi vida se convirtió en un escape eterno, pero estaba decidido a no regresar a casa. Y no porque no quisiera; de cualquier forma, tenía techo, comida gratis y alguien que, efímeramente, notaba mi presencia. Era el orgullo el que no me lo permitía, así que decidí esperar a que la suerte decidiera mi destino. Me encontraron una mañana en la que había estado lloviendo. Yo dormía (o trataba de dormir) bajo unos periódicos y cartones, resguardándome del agua. Contrario a lo que me habría esperado, cuando me vieron, su reacción fue de júbilo absoluto. Estaban realmente compungidos, se culpaban y sus palabras alcanzaban casi el auto flagelo, que me amaban, que los perdonara, que era su culpa, que, que, que… ¿Qué? Habían estado buscándome incansablemente y, aunque no dije nada, como siempre, no pude evitar sentir el alivio de quien llega de nuevo a casa luego de una extensa jornada de trabajo. Las semanas siguientes al regreso me sentía extenuado. Fui su centro por unos días, hasta que llegó la hora del nacimiento. La llegada de su primogénito fue algo completamente inefable. Seguramente hubiera podido escapar de nuevo y esta vez no lo habrían notado. Me volví casi como un fantasma, ya no los veía ni me veían, salvo contadas excepciones en que nos topábamos en las escaleras y fingían saludarme con algún ademán de desinterés. Fue cuando decidí romper esa condición que tenía hacia ellos, mi silencio absoluto. Decidí salir del ensimismamiento y hacerme notar, y no con su vanilocuencia, la que usaban y a la que estaban acostumbrados. El día elegido es hoy. Están próximos a llegar. Son demasiado predecibles. Su vida es una rutina ineludible e inmutable. Salen a la 122 Monólogo de un ailurofílico
misma hora, llegan a la misma hora, comen a la misma hora, van al baño a la misma hora, duermen a la misma hora. Podría jurar que sueñan lo mismo todas las noches. Ahí están, es su auto. Empiezo a sudar y siento una terrible taquicardia. No hay espacio para las dudas, sólo deben atravesar la puerta y van a oírme. Bajaron de su auto, veo borroso. Él viene adelante, ella atrás con el vástago. Se dirigen a la casa, suenan las llaves. ¡Abrieron! –¡Miau, miau! –¡Cielo, ven rápido! El gato por fin maúlla.
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Un loco, tres fósforos, un manicomio Santiago García Villa*
Aún recuerdo aquella conspiración que John Mi-
chael acordó contra mí en esa noche de inhabitual y densa oscuridad. Él, con su frialdad pasiva y solemne mirada, empezaría a relatar los hechos que lo llevaron a actuar como lo hizo. Ahora que estoy pudriéndome en este lugar en que la noche es imperecedera y el frío insoportable, puedo comprender, de cierta manera, esos pensamientos que, al escucharlos precozmente, sin entenderlos en su profundidad, me habían parecido atroces y dignos de un maniaco empedernido. Pero John era mucho más que solo un loco. Escribiré con detalle los hechos de este singular caso, aunque sé que mi escrito jamás será leído (al menos no por nadie vivo). Tengo la necesidad de escribirlo, pues creo que este acto me liberaría del peso traumatizante de lo sucedido, aunque sea un poco. Si alguien leyera esto, estoy seguro de que me consideraría como otro simple maniaco, pero ya no tengo que preocuparme por eso. Estoy en lo más profundo de este pozo, sufriendo por la eternidad; ya no soy ni seré jamás, estoy donde merezco estar; él hizo justicia. John es profeta y justiciero eterno. John Michael aguardaba sentado en la pequeña silla de mi sala, daba la impresión de ser un hombre de índole taciturna y apacible, no pronunció palabra alguna ni cam*Ganador del V Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2018.
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bió la expresión de su rostro hasta que comencé a hacer las preguntas pertinentes para concluir mi diagnóstico: —¿Sabe usted qué sucedió en el hospital de maníacos? -le pregunté rompiendo el silencio del que se impregnaba el cuarto. —Sí, lo sé. Esta respuesta simple, definitivamente me despertó cierta curiosidad por este raro individuo. —Me gustaría saber qué piensas de lo que sucedió en ese lugar— le dije, deseando que alguna extraña mirada lo delatara. —Lo que sucedió fue simplemente necesario -contestó. Él seguía muy calmado, respondía con exactitud sin dejar ver expresión alguna en su rostro, pero esto cambió cuando le pregunté puntualmente “¿Qué sucedió en el manicomio?” Cuando pronuncié este interrogante, pude notar una leve sonrisa en sus labios y una mirada perdida que se dirigió hacia el techo. —Soy el salvador -dijo- y te contaré mis milagros y redenciones. Era un viernes -prosiguió, hablando con una sonrisa extraña-; yo caminaba sobre una acera esquivando todas sus grietas y líneas. Entonces, mientras caminaba, empecé a fumar de mi pipa sucia; para esto prendí un fósforo de los cuatro que me acompañaban en la billetera. Fumé un poco y tosí como lo haría alguien con síntomas de tuberculosis, me quejé de mi existencia durante diez minutos y continué caminando con mis tres fósforos en la billetera… Pasé por el puerto, vi el mar de infinita oscuridad, crucé las calles entre Pedregal y Rosario y entonces, cuando pasé cerca del parque de los Burgos y llegué a las calles solitarias de Castilla, vi ese edificio grande y pesado, más obscuro que el mismo mar, el maldito manicomio. Me que-
Un loco, tres fósforos, un manicomio 125
dé observando el edificio durante dos horas y cuarenta y cinco minutos, con mis tres fósforos aún en la billetera, y fue ahí, cuando empecé a cavilar sobre lo que representaba aquel edificio lleno de almas perdidas, ¡cómo sufrían los maniacos empedernidos en una realidad que no coincidía con las sensaciones de sus delirios! En ese momento saqué mis tres fósforos, dirigí mi mirada de piedad hacia el edificio y comprendí mi misión divina. Salí corriendo hacia la gasolinera de la vía principal y compré un galón de gasolina; un viejo apacible y lánguido me atendió y en menos de una hora estaba de nuevo frente a aquel horrible edificio. Tomé toda la basura que encontré, la arrumé en la entrada del edificio con cautela para no ser visto por nadie, aunque aquel edificio parecía vacío, derramé gasolina por todas partes y, encendiendo mis tres fósforos, los lancé hacia la basura empapada de gasolina. Eran las dos y veintisiete de la madrugada; pasaron menos de cinco minutos y todo el edificio empezaba a arder. La basura encendida expulsaba un humo negro y denso con un olor putrefacto de muerte. Parecía que todos los que habitaban este edificio estaban dormidos. Yo sentía satisfacción al saber que todos estos atormentados mentales y sus elocuentes doctores morirían consumidos en las llamas y se consumarían en lo más profundo del averno. La compasión que sentía por los maniacos se había transfigurado en odio, un gran repudio hacia estos engendros, deformes mentales controlados por el mismo demonio. Ahora podía oír sus gritos de sufrimiento. A uno lo vi saltar por la ventana y cayó quebrándose uno de sus tobillos, yo lo rematé golpeándolo con una roca de gran tamaño en su cabeza. Dos intentaron desesperadamente salir por la puerta principal. Yo, alimentado por la rabia, los rematé a puño 126 Un loco, tres fósforos, un manicomio
limpio. Los pobres no opusieron resistencia, cuando salieron estaban ahogados y casi a punto de desmayarse. Pasaron treinta minutos y yo aún seguía afuera de este edificio, hacía un calor agobiante que casi me quemaba la cara. Miré hacia la puerta y vi a una mujer deformada por las quemaduras tratando de escapar, estaba ahogada y tenía los ojos perdidos, dejé que se me acercara para darle un poco de esperanza y así prolongar su sufrimiento. Cuando estaba a punto de golpearla con mi puño cerrado para acabar con su vida, vi la sombra de un hombre que se acercó corriendo, me tiró al suelo y me golpeó hasta la inconciencia. Esto es lo único que puedo recordar, doctor, luego me desperté y ahora me encuentro frente a usted. —Este es sin duda uno de los pacientes más interesantes de toda mi carrera dije para mis adentros-, un loco, como muchos, que incendió todo un manicomio para saciar el odio hacia sus semejantes y así calmar el resentimiento hacia sí mismo. En toda mi carrera no había tenido un encuentro con un profeta innato -pensé sarcásticamente. Pobre idiota, le inyectaré sedantes y se irá a la mierda como todos, solo es un asesino. Y así fue, le apliqué Diazepam y Lorazepam, de modo que se quedó dormido durante setenta y dos horas seguidas; después le apliqué una dosis de barbitúricos suficientes para sedar a un caballo, pero aún no moría, así que tomé la decisión de inyectarle directamente una mezcla letal de tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio combinado con un químico paralizante. Al cabo de dieciséis minutos, el paciente dejó de respirar y por fin murió. Escribí en mis apuntes que el paciente no resistió a los medicamentos necesarios para su tratamiento. Fecha y hora del fallecimiento: miércoles 18 de mayo a las 2:22 de Un loco, tres fósforos, un manicomio 127
la madrugada… Exactamente cinco minutos después entró al cuarto una enfermera agitada y pálida como de muerte, diciendo que se había producido un incendio. Por un momento me quedé inmóvil y atónito. Luego, un horror estremeció mis huesos y reaccioné. Traté de bajar por las escaleras, pero las llamas me lo impidieron, así que salí corriendo y me lancé por la ventana, quebrándome mi tobillo izquierdo. Llorando me di cuenta de mi desgracia, pude ver cómo la sombra de John Michael se acercaba a mí, con una piedra en su mano derecha. Entonces cerré los ojos. Desde ese momento no soy ni seré jamás en este valle de almas muertas, refugiadas bajo el frío manto del mismísimo lucifer.
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El pintor y la oveja Simón Marulanda Moreno*
M
arta siempre había sido una dormilona, pero aquella mañana, todavía a oscuras, tomó una ducha, se empacó tres emparedados y una botella de agua y se dijo frente al espejo: “Hoy visitaré al pintor de la casa amarilla que nunca ha bajado de las montañas. Tampoco yo volveré a esta ciudad enferma”. Marta aprovechó el momento para hacer su última llamada a un viejo conocido. Al salir, tiró la puerta con vigor, para sentir que realmente había clausurado toda una vida. Desde el balcón del noveno piso tiró las llaves lo más lejos que pudo. Avanzó unos metros y miró atrás, al imponente edificio con sus celdas blancas. Marta dio un paso, giró a la izquierda e hizo señas con la mano. ¿Adónde vamos? –preguntó el taxista. Marta guardó silencio, no pensaba en nada más que en escapar de allí. Miró correr a la ciudad hacia atrás y, al volver en sí, le respondió: lléveme a las montañas del Boquerón. El taxista pensaba que estaba loca, no por su respuesta, que ciertamente era inusual, si no por su manera de mirar, por su traje, por sus movimientos: “es un bicho raro de la sociedad”, murmuró, sin darse cuenta de que Marta lo había escuchado. Marta proyectó su mirada ardiente en el *Segunda mención del VII Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2020.
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retrovisor y susurró con la intención de que también la escuchara: “otro borrego común de la sociedad”. El silencio hizo presencia. La luna brillaba en los bordes de los cerros, los truenos cada vez rugían más y el frío carcomía hasta los huesos. Una Zarigüeya cruzó la carretera. —Es hora –dijo el taxista, mientras sacaba su pistola del cajón. El taxista parqueó frente a una pequeña cabaña, miró por el espejuelo para cerciorarse de la expresión de su pasajera, pero no vio a nadie. Creyendo que sus ojos lo engañaban, volteó a revisar. La portezuela estaba entreabierta. Marta avanzaba con su linterna por un desecho cubierto de árboles, maldiciendo a quien consideraba un borrego. Como un pastor que se cansa de ver una y otra vez al lobo comerse las ovejas, Marta dejó atrás a la oveja que a veces parecía lobo, y se dijo que tal vez merecía ser devorada, como todos los que trabajaban en esa prisión que había dejado atrás. O trabajaban o robaban -pensó para sí-, no quiero eso. Marta aún recordaba el camino que cada vez se inclinaba más entre breñas y matorrales, pero no lograba recordar con precisión la entrada a la casa amarilla del pintor. Después de dos horas de dar vueltas y confundir los intrincados caminos de herradura, por fin, en lo alto de una pinera, dio con la casa amarilla, que ahora daba la impresión de haberla visto por primera vez. La casa no tenía ventanas, pero un fuego brillaba a través de los múltiples huecos que la atravesaban. “¡Marta, qué sorpresa!” –dijo el pintor al sentir los suaves golpes en la puerta de roble. La primera vez que lo había visitado, perdida por accidente en esos tupidos paisajes, Marta le había dicho al pin130 El pintor y la oveja
tor que él era una especie de oveja negra, que ella también lo era. “Tal vez nos necesitamos el uno al otro” –le dijo titubeante el pintor, después de haber convivido un mes sin haber forzado nada. “Es más importante el presente que la vida mediocre de la gente que solo vive para trabajar y para robar -le respondió. Para Marta, el pintor era un héroe de la soledad al que solo se visita una vez al año, mientras que, para el pintor, Marta era solo una curiosa. Vio el rostro de Marta desolado, que se dirigía a la sala y se ponía al frente de un lienzo blanco. Esa misma noche, Marta quiso compartir su lecho con el pintor. Le pareció pedante su rechazo, porque sabía que este era el momento que ambos estaban esperando. —¿Ya ves? Te dije que para ser oveja negra también hay que bajarle a la soberbia. No puedes ser tan egoísta, tú mismo me dijiste la última vez que me necesitabas. —Basta, mujer, esto no va a durar más de una semana. Ya luego, si tanto lo quieres, podré dormir contigo. Ahora solo quiero pintar toda la noche, vete a dormir. —Sí, claro, ¿desde cuándo pintar uno de tus cuadros requiere de solo una semana? Con la luz del sol, Marta se despertó muy temprano, y se dio cuenta de que el pintor no había dormido en toda la noche y que aún permanecía de pie, frente al lienzo, con el pincel en la mano, a punto de darle la última pincelada. Desde su camarote no parecía en modo alguno un cuadro terminado, se veía una gradación de tonos ocres que no formaban nada a la vista y una mancha de pintura roja, caída como por azar en la mitad del lienzo. “Tal vez se trate de pintura abstracta -pensó. “Hasta aquí he llegado Marta, sólo tú sabrás de este cuadro, no creo que dé una pincelada más en la vida” -le El pintor y la oveja 131
dijo el pintor, mientras se dirigía a su cuarto y dejaba la puerta a medio cerrar. Al observar con detenimiento los tonos espesos de ocres, Marta notó que había pintado una pared salpicada de sangre. Notó que, desde la sala, en el centro de la pared ocre del cuarto del pintor, había un coágulo de sangre. Marta, aterrada, avanzó hasta la puerta y le dio un leve empujón. El pintor yacía en su lecho con un revólver en la mano. Marta no había oído la detonación, todavía humeaba la boquilla del silenciador. Aún respiraba. —¿Cuánto tiempo te queda? —Unos minutos como máximo -le respondió el pintor con una voz débil.—Pero todavía no es tarde, aún podemos bajar a la ciudad y buscar un hospital. ¿Por qué hiciste esto? —¿Desde cuándo es más importante la ciudad de las ovejas dormidas que este instante? ¿No decías acaso que era más importante el ahora, que una vida mediocre entre gente que solo trabaja y roba? —¡Por favor…! ¡No seas egoísta y baja conmigo! —Marta, creí habértelo explicado antes, ¿Desde cuándo un sistema hecho para pisotearnos los unos a los otros va a ser el que ahora me salve? Marta, yo ya viví lo que tenía que vivir, y si mi mejor objetivo fue llegar a amar alguna vez en la vida a otra oveja negra, creo que ya doy por cumplida mi tarea. Sin más, el pintor abrazó a Marta, buscó algo en su bolsillo y se lo ofreció. —Marta, esta es la escritura de la casa, te la cedo con mi testamento, quiero que te quedes a vivir aquí, ahora eres tú la oveja negra. El papel cayó al piso.
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Las pruebas Maximiliano Duque Parra*
E
s tres de agosto. En la televisión salió una noticia que dejó impactado a todo el mundo, la presentadora advierte sobre unos tipos de los que no se tiene ninguna información, lo único que se sabe es que se están llevando a ciertas personas al azar, para hacerles unas extrañas pruebas, y quienes las pasan, no recuerdan nada de sus vidas, lo que significa que les borran la memoria. Son solo cinco personas las que han superado estas pruebas, no se tiene conocimiento de sus nombres, ni de sus trabajos, padres, hijos, o esposas; de ninguno de ellos. Lo que a los investigadores del caso les parece extraño, es que hasta el momento solo han hecho las pruebas a hombres. Esta historia empieza con una chica, Quenda: estatura promedio, delgada, ojos azules, pelo castaño. Quenda sale de su casa a las 7:25 de la noche, para encontrarse con su amiga Zarai e ir de compras. Al salir del supermercado, en una esquina, unos tipos las atrapan y las duermen con sustancias desconocidas, haciendo que no puedan pedir ayuda; los tipos las meten en una camioneta gris. Quenda se despierta en una cueva no muy profunda, no sabe nada, en su memoria no ha quedado nada, sin embargo, decide salir de la cueva. A la salida, lo primero en lo que se fija es que la cueva está rodeada por montañas empinadas, imposibles de escalar. Decide explorar el lugar; a *Segunda Mención del IX Premio Subregional de Cuento Página en Blanco, categoría jóvenes, 2022.
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simple vista, ve un bote averiado con sus remos, un lago con agua cristalina y una cabaña. Al revisar el barco, encuentra un viejo reloj de bolsillo oxidado, lo guarda en la solapa de la chaqueta. Entra a la cabaña, ve una mesa, sobre la mesa una cámara, unas llaves, un arma de fuego, una fotografía, un lápiz y una carta. La foto enfoca la mano sangrante de una joven. Aterrada, se mira su mano y toma el lápiz, ensaya su firma de manera inconsciente, la lee, “Me llamo Quenda”, se dice a sí misma. Se dispone a leer la carta: “Trabajarás para nosotros o perderás tus manos”. Abajo, una firma de una chica. Se da cuenta de todo. Se cuelga la cámara en la nuca, guarda las llaves y las fotografías en un bolsillo de la chaqueta, y en el otro, guarda la carta y el lápiz. Toma el arma, la mira; decide también guardarla en el bolsillo de atrás del bluyín. “Para algo me servirá” –piensa. Trata de escalar la montaña, una, dos, cinco, diez veces, pero no lo consigue. Cansada de intentarlo, se sienta en la puerta de la cabaña y, pensativa, se percata de que en la cabaña no hay ni comida, ni bebida; eso la motiva a escapar, “antes de que el hambre me mate”. Extenuada, se mete a nadar un rato en el lago. Después de unos veinte minutos, observa que, al otro lado del lago, hay otra cabaña con la puerta cerrada. Registra cada lugar con la cámara. Sin dudarlo, toma aire y nada hasta la orilla, intenta abrir la puerta, pero no abre. Recuerda las llaves y ensaya, la primera no abre; la segunda responde: mueve el picaporte con cautela; adentro todo está oscuro. Tropieza. Cae en un suelo blanco de arena y se apresura a cerrar la puerta; al fondo, la luz entra por los techos de barro; avanza por un corredor pequeño, al final del pasillo, una puerta también blanca. En ese momento comprende el por134 Las pruebas
qué de la otra llave. Escucha unos gritos, se acerca sigilosa y mira por los huequecillos de la puerta astillada, enfoca con el zoom de la cámara. Dos hombres vestidos de negro le apuntan con una pistola a una chica que alza las manos. “Dinos tu nombre”. La chica llora, grita: “¡Ya les dije que no lo recuerdo!” Quenda reconoce a su amiga Zarai; ahora sabe el barrio donde viven y los motivos del secuestro. “Todos los cabos están atados” -piensa con ánimo sereno. “¡Ahora firma esta carta!” -le grita el de la derecha. Zarai se niega. “¡Es la última vez que te lo ordenamos!” -le grita el de la izquierda y le blande un puñal. Toma sus manos atadas. Quenda registra la escena con la cámara. El de la derecha dispara, Zarai cae lentamente al piso. Quenda también cae, sin aliento. Cuando Quenda abre los ojos, se da cuenta de que estaba en un auto; una mujer la mira por el retrovisor y le dice que no se asuste, que había sido muy valiente, que su amiga estaba a salvo. El auto se detiene en la comisaría, la mujer da una vuelta, la mira, le cuenta que al parecer ella había disparado el arma contra uno de los tipos, el otro había alcanzado a responder con su arma cuando emprendió la huida, agrega que el impacto de la bala que recibió no le hizo daño, porque la bala golpeó en un viejo reloj de bolsillo que tenía en la chaqueta, y que solo se había desmayado, “Como de película de detectives”, le dijo sonriendo. Su madre la reconoció en las noticias y fue a buscarla. Cuando vio a su hija, le contó todo lo que pudo sobre su vida pasada. “Ya la estaba recordando poco a poco” -le respondió Quenda con un abrazo. Un año después, Quenda se convirtió en detective.
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Compilación de Cuentos 2009-2022
Lo que leeremos es el resultado de un concurso. Los que se arriesgaron a captar lo que pasa y acaba de pasar, y padecieron esa fiebre narrativa que consiste en comenzar a escribir. Ya sea desde el punto de vista del narrador interno, del narrador testigo o del narrador omnisciente, algo comenzó, algo surgió del océano blanco de la palabra y avanzó entre los párrafos. Lo que percibí en cada final, fue la idea de que algo empezaba de nuevo, la incertidumbre es lo que jalona a los personajes muy lejos de lo previsto.
Ricardo Ospina Gallego
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