Trascender la individualidad y reconocer la pertenencia a una comunidad ha resultado difícil en los países que surgieron de un proceso de colonización, de ahí que más que abrirnos a la otredad, la veamos como una amenaza. La proyección de nuestras carencias en el otro acompaña a la raza humana sin distingo de tiempo y lugar, pero es particularmente notorio en quienes quedan al margen de los beneficios que debería significar el vivir en comunidad. Podría achacarse a las grandes urbes la fragmentación de las colectividades, incluso ahí donde las tecnologías han surgido como paliativo, pero el fenómeno de menosprecio del otro tampoco está ausente en las pequeñas localidades. En consecuencia, cada cual se construye un castillo, según sus herramientas, y no está dispuesto a cederlo en pro de una comunidad que no conoce, ni histórica ni personalmente. ¿Pero cómo se le llama entonces a esto que habitamos? ¿Qué familia es?