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Bardo y La ballena: dos versiones de la culpa

Alberto Hernández

En mi afán por distraerme más que engancharme con algo demandante resolví ver Bardo, la reciente película de Iñárritu, esto a pesar de los comentarios que no la bajaban de narcisista y aburrida (tampoco había mucho que ver en Netflix). Al principio me atrapó ese dilema del migrante que logra destacar en terrenos no usuales para un mexicano: ni más ni menos que el periodismo y el cine. Con todo, ese éxito se haya traspasado por una conciencia de culpa: se trata de migrantes de primera clase, que llegan con papeles y no cumplen labores como el campo o la limpieza. Con todo, el personaje celebra el no haberse quedado en la televisión mexicana, donde gran parte es alabar el sistema político y generar distractores. Muchas críticas relacionan el título con una acepción budista según la cual bardo refiere a un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, una especie de limbo (hay quienes incluso nombran así la película); es decir, no tendría nada que ver con esa idea del poeta errante que va por ahí cantando hazañas heroicas, como en la antigüedad griega. De esto último se desprende la casi imposibilidad de esgrimir un juicio de verdad sobre lo visto en escena (de su renuncia a la realidad “real”).

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La película, más allá de los monólogos excesivos del personaje y las escenas carnavalescas y surreales, es interesante porque proyecta una sempiterna comparación entre nuestro país y los Estados Unidos, sin pasar por alto ese trauma aparentemente enterrado de la guerra de 1857 y, yendo más lejos, de la Conquista. Sobre lo primero destaca esa imagen de un México marcado por una grosera desigualdad; de lo segundo vemos a Hernán Cortés sobre un montón de personas aparentemente muertas (o desaparecidas), justo en el zócalo capitalino, recitando unos versos del poeta Octavio Paz en los cuales alude a ese país que nació del encuentro violento entre lo español y los pueblos del valle de México. Si bien todo lo anterior aparece en modo de sátira o caricatura, no deja de ser hiriente por las consecuencias que ha tenido para la identidad nacional. Según leo, el poema en cuestión se llama “Petrificada, petrificante”.

Entonces, estamos ante una película del yo, mismo que se vuelve puente para acceder a una conciencia marcada por la culpa y el rencor, sentimientos que a menudo acuden a la ella (conciencia es historia) para tratar de explicarse -o mejor dicho: para justificarse-.

Dicho lo anterior, quiero ahora referirme a otra cinta que también centra su propuesta en el yo. Si bien Bardo parece transparente con la biografía del director, por lo que podemos hablar de una autoficción (de ahí los calificativos de narcisista), la película La ballena se ofrece como al margen de las vivencias de Aronofsky (aunque hay quienes dicen que gran parte del guion está relacionado con la vida del autor de la obra de teatro en la cual se basa la película: Samuel D. Hunter). Podría decirse que esta cinta no busca convertir al yo en un puente para dar cuenta de todo una conciencia nacional, es decir, que es más humilde. Sin embargo, no se puede pasar por alto la postura de Aronofsky al momento de revisar las implicaciones que la tradición tiene sobre el individuo, en especial el tema religioso. El drama surge precisamente del conflicto entre estos dos: tal es lo que lo que provoca el suicidio de Alan (el joven amante del protagonista) y lo que mantiene en estado de culpa a Thomas (el misionero de la religión Nueva Vida que visita a Charly). Recordemos que éste se ha alejado de su comunidad por robar un dinero a la congregación, aunque también porque no está de acuerdo con la manera como sus superiores buscan ayudar a la gente: debería ser más invasivo para convencer de la importancia de dios en nuestra vida.

¿En qué medida la culpa religiosa está presente también en Charly? Podemos ver en él al hijo pródigo que abandona las convenciones sobre las que se asienta la idea de felicidad de los estadounidenses y con ellos de casi todo el mundo: la familia (en menor medida el trabajo y la religión). Tal es lo que lamenta también Thomas, pues aunque existe mucha represión, lo cierto es que quienes pertenecen a Nueva Vida (la iglesia a la que representa) se ven felices y progresan. La sinceridad no es algo que se valore en esta sociedad, de ahí que Charly valore mucho el ensayo de su hija y sea tal lo que pida a sus alumnos: que sean sinceros, que dejen oír su propia voz. Con todo y que se atrevió a abandonar su matrimonio, Charly padece una culpa que podríamos llamar más secular, laica: haberse dejado llevar por sus pasiones y abandonar a una pequeña de 8 años. Al ver cerca su muerte (que él parece buscar) quiere recuperarla, quiere irse sabiendo que hizo algo bueno en su vida. No le preocupa dios o el infierno o su país, pero sí su sangre. No va al hospital por no gastarse la herencia de su hija. Sin duda toda una oda al autosacrificio como vía para alcanzar la redención. Más allá de si la película nos ofrece a un individuo aplastado por el peso de la culpa (como parece verse en Bardo), a veces no se sostiene en su coherencia: la naturalidad con que la hija llega a casa de su padre después de varios años de no verse, la resignación con que la amiga y enfermera ve morir a Charly o la manera como éste se supuestamente se abandona en brazos de la muerte mientras sigue ahorrando dinero, dando clases o interesándose por las noticias, etc. En ese sentido, la película de Iñárritu, con toda y su propuesta carnavalesca, me parece más descorazonada: aquí el protagonista no se redime ni lo hace la sociedad que lo ha formado, en ningún momento se insinúa que el esfuerzo del padre, la “traición” a su patria o sus ideales sea porque le interesan sus hijos o su esposa. El absurdo se asume, pues, de forma brutal, a tal grado que el abandono de su padre pudo ser la causa del éxito que ahora disfruta, casi tanto como el hecho de que para que los existieran los poemas de Paz era necesaria la Conquista (así se lo dice Cortés a Silverio Gama, protagonista de Bardo). Hay una escena en La ballena que parece toparse con esto último, pero no tiene mayor relevancia: se trata del efecto que la maldad de la hija de Charly tuvo en Thomas: gracias a que mandó unos videos con la intención de dañarlo, terminó reconciliándolo con su familia, que le perdona porque su distanciamiento no es más que una cosa de dinero (y no algo imperdonable, como alguna relación homosexual). La impredecibilidad de nuestras acciones también aparece en Bardo, pero, como se dijo, de forma más implacable: baste recordar el inicio del monólogo del protagonista: nuestras vidas son ficciones. Toda la película es un homenaje a la incertidumbre, de ahí que se sitúe en un estado ajeno a la conciencia humana, entre la vigilia y el sueño. Justo está esa escena cuando el protagonista se reencuentra con su padre y lo encara, pues si bien parecía quererlo, hubiera sido muy importante que se lo dijera (aparte de que lo vemos empequeñecerse hasta convertirse en un adulto tamaño bebé). Pero no hay mayor remordimiento o rencor por esta falta de demostración filial: de ahí pudo surgir que él sea un cineasta destacado.

En la lucha con la culpa, Bardo no establece una salida, y si en La ballena parece ofrecerse la referencia que no deja de repetirse es que los capítulos más aburridos son las largas descripciones de ballenas en las que el autor busca distraernos de lo triste de su historia: y lo triste es que pelea contra alguien que no es humano, que “no tiene sentimientos”: como la ballena de Moby dick. Puede que la culpa sea esa ballena, que, como a al capitán Ahab, ofrece a los personajes la oportunidad de tener una obsesión que justifique su existencia.

Marcela Rojas Valero

Amenudo nos surge la pregunta de por qué fue España (Castilla) y no otro reino el que estuvo detrás del llamado descubrimiento de América, primero, y de la conquista de México, después. ¿Por qué fue España y no Portugal o Gran Bretaña la que descubrió el territorio al que se bautizó como América? Para tener un acercamiento a esta respuesta, debemos considerar algunos elementos importantes, como los siguientes: la llamada conquista de América se inserta en el contexto de la primera expansión europea “allende los océanos” de los siglos XV-XVI, en busca de nuevas rutas que hicie ran posible el intercambio comercial entre los mercados del Mediterráneo y Asia. Al igual que Portugal y Aragón, Castilla había incursionado en los mares con fines comerciales, desde el siglo XIII estableció “comunidades mercantiles suministradoras de lanas y productos del mundo mediterráneo en el mar del Norte” (Mazín, 2021, p. 82) y en el siglo XV conquistó las islas Canarias.

Este interés comercial, permitió que en el territorio castellano hubiera un número importante de comerciantes y banqueros que utilizaban herramientas crediticias para el intercambio–perfeccionadas en Italia-, como letras de cambio, que resultaban muy útiles cuando los metales preciosos escaseaban, lo que dejaba “reunir el capital necesario sin el cual las empresas habrían sido imposibles” (Lynch, 2005, p. 475). Por otro lado, el desarrollo técnico y científico que tuvo lugar durante el Renacimiento se reflejó en distintos aspectos, como la navegación, de la que Portugal y Castilla se beneficiaron enormemente, consolidándose como los reinos más adelantados en esta actividad.

Otro elemento que posibilitó el papel protagónico de Castilla fue la larga lucha contra los árabes, conocida como la Reconquista, significó una importante experiencia en el manejo de estrategias militares, en el desarrollo de armamento y en el perfeccionamiento de una maquinaria estatal moderna eficiente en la administración de un vasto imperio. La capacidad migratoria castellana también debe tenerse en cuenta, pues sin las distintas oleadas de gente que llegó al nuevo continente, la colonización no hubiera sido posible (2500 inmigrantes se establecieron en La Española en 1502; 250 mil españoles llegaron a América entre 1506 y 1530; y otros 200 mil en el lustro siguiente), esto con incentivos de la Corona castellana, por supuesto, que animaban a sectores específicos como el clero, al que se sumaron judíos, musulmanes, reos, extranjeros, trabajadores y artesanos, movidos en su mayoría por el enriquecimiento con oro y plata.

Finalmente, no podemos pasar por alto el elemento religioso evangelizador como parte de la enorme empresa colonizadora y conquistadora de América, que, de hecho, funcionó como limitante de las ambiciones de los primeros pobladores europeos, quienes tenían como móvil principal la obtención de metales preciosos y el enriquecimiento. La enorme estructura de la iglesia española permitió que la misión religiosa fuera posible, junto con la experiencia acumulada por la guerra religioso militar contra los musulmanes y el compromiso de sus integrantes, sobre todo del clero regular. Desde un principio, la corona impulsó como política oficial la conversión al catolicismo, con el apoyo de la Iglesia (de ahí que Alejandro VI -Rodrigo Borgia- haya concedido a los reyes católicos la soberanía sobre las Indias Occidentales), aunque el grueso de los colonos era indiferente a este objetivo. En realidad, los reyes católicos impulsaron un doble propósito, por una parte, eran los protectores de la Iglesia en América y estaban comprometidos con la religión; pero, por otro lado, también querían conseguir territorios y riquezas. Esto explica por qué, durante los primeros años de conquista y colonización en América, la política real fue ambigua y vacilante.

En suma, podríamos decir que Castilla contaba con todas las condiciones favorables para poder embarcarse en la aventura de explorar nuevas rutas comerciales alternas a las logradas por Portugal, a saber, salir por el occidente para llegar al Oriente, en el entendido de que el planeta no era plano, como se concibió durante toda la Edad Media.

Referencias:

Lynch, J., y Edward, J. (2005). Edad Moderna. El auge del Imperio 14741598. Crítica.

Mazín, O., (2021). Supuestos peninsulares de la conquista de América.

En Ibarra, A.C. y Marañón Hernández P. (Ed.), 1519 Los europeos en Mesoamérica (pp. 81-95). Universidad Nacional Autónoma de México.

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