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Caminando con Sócrates
desde el confinamiento, después de semanas de reclusión a causa de la pandemia por COVID-19. Los días siguen unos a otros sin poder diferenciar los laborales de los de asueto, de las vacaciones o de los fines de semana, sin ser capaces de distinguir entre el descanso y el trabajo, el sueño y la vigilia. Las horas que conforman estos soles se diluyen o pasan lentas, son jornadas homogéneas; minutos idénticos, gemelos el amanecer y el anochecer.
Nada afuera parece muy prometedor. Las noticias nos han inundado con decenas de imágenes sobre la tragedia humana resultado de este virus, cientos de miles se cuentan entre aquellas y aquellos que ya no verán más lo que resulte después de este paréntesis. Oímos a diario sobre la emergencia sanitaria, el colapso de los hospitales, de los enfermos solitarios, de las tribulaciones económicas, del recrudecimiento de las desigualdades sociales, de los cierres de las empresas, de los despidos, de los desalojos, de los cortes, del hambre y, ante todo, y sobre todo, prevalece la incertidumbre.
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Quisiéramos contarnos dentro de las filas de los inmunes, de aquellos en los que el ente habita sin dañarlos y les regala exención; les exonera del síntoma, les dota del privilegio de sumarse a los miembros del rebaño salvado. Nos cuesta aceptar que tal vez no seremos de esos, que necesitaremos lo que no hay y, en el más terrible de los casos, que no seremos capaces de despedirnos. A diario enlistamos nuestras vulnerabilidades: sobrepeso, diabetes, hipertensión, afecciones cardiacas, edad, gravidez, género, etcétera.1
Lo único que se quiere hacer es dormir, pero no se puede. Y cuando se concibe el sueño, despertar es volver a reconsiderar todo lo antes dicho. El encierro ha traído severos trastornos en la salud mental, ha desbordado las aprensiones, las desconfianzas, las sospechas, los vicios. La mente nos come, nos gana, nos revela. La reclusión, poco a poco, va mostrando quiénes somos, qué nos sobra, qué perseguimos inútilmente, de qué carecemos, qué hemos hecho, qué hemos dejado de hacer; destaca la capacidad de nuestro espíritu de mantenernos pensantes 1. Véase cómo se asignarán los recursos en caso de crisis en: http://www.csg.gob. mx/descargas/pdf/index/informacion_relevante/GUIA_Bioetica_FINAL_10_ Abril2020.pdf
Paola Ma. del Consuelo Cruz Sánchez
La libertad frente a la pandemia
Hablar de la libertad parecería paradójico
paolacruzs@yahoo.com.mx
o exalta el aburrimiento profundo con el que hemos estado lidiando por años; también hace manifiesta la situación de nuestras relaciones, empezando con la que tenemos con nosotros mismos. Pero también se resuelven los cuestionamientos sobre quién está, a quién le pertenecemos, a quién deseamos y a quién no; se evidencia, sin mediaciones, la abundante o carente vida interior.
La clausura de la vida pública, el destierro de las actividades, el calabozo de la imaginación, el aislamiento de la distracción nos obliga, como en el juicio final, a rendir cuentas. ¿El juez? El universo.
Por otro lado, hemos sido testigos del júbilo del
mundo por el cese de nuestra actividad. Ballenas, Balcony Room with a View of the Bay of Naples, Carl Gustav Carus,1829.
Mujer al sol de la mañana, Caspar David Friedrich, 1818.
jabalíes, camellos, pavorreales, osos, venados, jaguares, mantarrayas, elefantes, delfines, un sinnúmero de especies gozan de lo que es suyo. Éstos, los que han vivido como parias de la naturaleza siendo naturaleza veneran ahora, por poco tiempo, el espacio limpio, el ambiente callado, por fin se escuchan, por fin transitan sin el miedo a ser usados, maltratados, devorados.
La pandemia nos ha mostrado que la todopoderosa humanidad lo es en sentido negativo. Comprometidos fervientemente con el futuro de nuestra especie, hemos olvidado a aquellos que no pertenecen a ésta; omisión que ha traído un escenario en el que vemos a los ojos nuestro propio fin. Somos un peligro para el medio ambiente, y, por ende, para nosotros mismos. La negligencia ha obnubilado el hecho de que compartimos morada con los no humanos que ahora danzan.
En este sentido, la responsabilidad moral no puede reducirse sólo a lo humano. La dignidad de nuestra especie tendría que contemplar no hacer usos arbitrarios de poder (Kant, 2009).2 La pandemia COVID-19 puede servir de pretexto para el análisis de las libertades y las prerrogativas que nos hemos concedido respecto al cosmos, y reparar, con solvencia, sobre nuestro egoísmo. Habitamos el mismo espacio, en consecuencia, humanos y naturaleza tienen un destino común.
La constante y “creciente agresión unilateral por parte del hombre a la naturaleza” (Jonás, 2015)3 ha perturbado todo equilibrio, colocando a todas las formas
2. Kant, Immanuel (2009): Fundamentación de la metafísica de las costumbres, México: Porrúa. 3. Jonas, Hans (2015): El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Barcelona: Herder. de vida, incluyendo la nuestra, en peligro. El poderío humano sobre la naturaleza parece haberse emancipado de la razón, en tanto que ha olvido la responsabilidad que su ejercicio conlleva. El imperio sobre la biósfera dejó en el tintero el futuro. Sin nosotros la naturaleza permanecería estable, en homeostasis, dada nuestra presencia: el desequilibrio. Aun así, paradójicamente, somos el contrapeso de esta situación. Nos encontramos frente a una obligación que nos interpela, la naturaleza ha tomado la palabra. Con un fuerte gemido global se han evidenciado nuestros actos, han sido desvelados todos los riesgos corridos por la humanidad. ¿Quiénes son responsables? ¿Los comensales de Wuhan? Hemos estado en riesgo por décadas, nuestras prácticas han contribuido a la contingencia, cada que desaparece un bosque, que una especie sufre daños, la responsabilidad cae, diferenciadamente, en toda la humanidad. La única certeza que existe es el peligro inminente que corremos ante el virus y, como resultado de esa vulnerabilidad, ha aparecido también un deber, pues “lo siempre dado, lo aceptado como evidente, lo que nunca se pensó que hubiera de precisar nuestra acción -que hay hombres, que hay vida, que hay mundo-, [ahora] aparece súbitamente alumbrado por la luz tormentosa de los actos humanos” (2015, p. 230) y exige reparación.
Ante el COVID-19 es evidente que queremos permanecer y no perecer. Todos y todas buscamos la conservación de nuestra existencia física, emocional, laboral, familiar, comunitaria, universitaria, nacional, etc. Bajo nuestra diferenciada capacidad económica, emocional y física hemos desarrollado modos para sobrevivir a la pandemia. Las compras de pánico, la rapaz búsqueda de insumos médicos, el terror del otro, dan cuenta de que la preservación de la vida no es estrictamente ética.
Tomar previsiones se ha manifestado como un acto individual no comunitario. Nos damos un sí olvidando que éste debe ser colectivo. La afirmación, a toda costa del yo, implica un potencial destructor. ¿Qué significaría entonces un sí a la conservación humana? Un conjunto de acciones afirmativas por el planeta, un cúmulo de sacrificios globales. La amenaza por COVID-19 requiere del planteamiento de una ética de la emergencia (2015).
Lo primero, reconocer que existe un error en plantear la vida humana entre dos polos: el éxito
económico o el éxito biológico. Se presentan como contrapuestos a la economía mundial y la vida de millones de personas. Economía y biología son los dos extremos actuales de la balanza, el resultado de esta visión: la crisis. Por décadas la humanidad ha sido condicionada a sobrevivir en dependencia de cientos de productos, se han diversificado las necesidades y los gadgets para saciarlas, por ello, la producción ha crecido exponencialmente, a pesar de que la sobregestación de instrumentos ha saqueado al mundo, enfatizado las desigualdades, y postulando al “bienestar” como la máxima aspiración humana. Vale la pena preguntarse, si existe otra forma de pensar a nuestra especie.
Lo segundo consiste en reconocer que no estamos por encima de la naturaleza. La precariedad de nuestros cuerpos expuesta por la pandemia nos ha arrebatado la posibilidad de dicha afirmación. Sólo queda la autolimitación del dominio. Se trata de usar el poderío humano en función de crear una salida prudente de este prematuro apocalipsis. Hay que transitar de: “un poder de primer grado –dirigido hacia una naturaleza que parecía inagotable– a otro de segundo grado, que arrebató el control al usuario, la autolimitación del dominio –antes de que se estrelle contra los límites de la naturaleza– que arrastra consigo a los dominadores” (2015, p. 235).
Hablamos de una revolución, de la profunda transformación de nuestra concepción de libertad. La comprendemos como hacer lo que se desee, de vez en cuando, se le agrega: “sin dañar a otros”. Ampliar la libertad en nuestros tiempos se ha reducido a tener más, al no ser, al poseer. El movimiento radica en tornar nuestra noción de la libertad en compromiso y responsabilidad. La responsabilidad limita las posibilidades centradas en el yo sin visión de futuro.
El compromiso promete comunidad. Es un arreglo entre partes, las que sean, donde ambas, todas, asientan como deber inexcusable la solidaridad entre los humanos y el mundo, coloca como fundamento de la acción la colaboración con el resto de los seres. En este sentido, la pandemia por COVID-19 debería pensarse como el umbral y el advenimiento de esta revolución-evolución que nos guíehacia una humanidad menos arrogante. Escuchar el discurso de la naturaleza que apela a nuestra responsabilidad moral de hacer permanecer a todas las especies, como garantía de nuestra conservación y, por ende, de nuestro ejercicio
de la libertad.
Woman on the Söller, Carl Gustav Carus, 1824.