4 minute read
Interpretación y símbolo
Joel Hernández Otañez joelhernandezotanez@yahoo.com.mx
La gratitud como signo de libertad
Advertisement
Se suele pensar que una explicación debe estar separada de sus móviles anímicos; sin embargo, la gratitud como gesto personal, lo desmiente. Se es libre de decidir en qué instante ser agradecido. Y yo lo estoy.
El fenómeno de la gratitud ha sido ampliamente abordado por filósofos cristianos. Hegel no es la excepción. Si uno lee con rigor la Fenomenología del espíritu y, en particular, la “Autoconsciencia: La verdad de la certeza de sí mismo”, se dará cuenta que la gratitud emerge como un momento del devenir histórico y, precisamente por ello, racional. Cosa curiosa, el agradecimiento es un sentimiento racional. Pero, ¿a propósito de qué surge éste? Empecemos por señalar las disposiciones que se oponen a la gratitud.
El escepticismo es uno de ellos. El escéptico no cree y prevalece como allende al mundo; juzgándolo siempre como insuficiente. Se afirma en la negación
de todo lo que le rodea. Por eso Hegel lo señala como una especie de señorío artificioso: piensa que está por encima de todo: “es una orientación negativa hacia el ser otro” (Hegel, 2010, p. 140); esto significa que intenta postergarse en el rechazo; afianzarse en el nimio aprecio del prójimo. El problema del escéptico es que quiere robustecerse en la privación del entorno porque lo juzga fallido. Su cruenta contradicción estriba en que depende de aquello que niega: el mundo. En ese sentido es menos libre. Vive en el vértigo de un desorden, es decir, en la soberbia de afirmarse en lo que niega (2010, p. 141). Es lo que denominará el autor alemán “conciencia desdichada” (p. 141).
El estoicismo es otro modo de oponerse a la gratitud. El mundo padece y la conciencia resiste. Piensa que es autónoma al dolor. Se asume inalterable a las posibles afecciones. La exterioridad se derrumba menos la conciencia estoica. Incluso, si ella es la que siente el
dolor, inmediatamente lo niega para erigirse como resistente. Empero, su obstinación mira de reojo lo que le puede dañar. Oscila entre el temor absoluto y la indiferencia. No se trata del que alerta que hay sufrimiento y, por ende, se compadece siendo partícipe. Por el contrario, la figura estoica se cierra sobre sí negando lo otro. Lo único que importa es su actitud “firme” en un mundo que se desquebraja. Como consecuencia, termina siendo una representación teatralizada de sí misma. Juega el papel del que nada le afecta. O si algo le perturba, rápidamente se refugia en la negación “del no pasa nada”. Por eso para Hegel es igualmente una conciencia desdichada o temerosa; incluso, condenada a generar –sin saberlo–, una idea inoperante de sí misma. Idea vacua de ignorar al mundo estando en él. De allí que el estoicismo sea “la verdad de un pensamiento carente de contenido” (p. 139). La conciencia desdichada que ha pasado por esos dos momentos se siente vacía, es decir, inesencial. Vive escindida dentro de sí (p. 143). Su salida inmediata a tal estado es olvidarse tanto del escepticismo como del estoicismo; sin embargo, elige mal. Se lanza al hipotético lado opuesto de lo anterior. Se vuelve productiva. Convencida quiere hacerlo todo. Fluye en el actuar por el actuar mismo. Se enajena en el trabajo sin sentido, en la diversión, en la producción, en el consumo. Se vuelve eficaz pero nunca reflexiva. Deseo desbordado de estar en lo siempre otro. Quiere llenar su oquedad existencial en la distracción permanente. Se empecina, sin saberlo, “en el sepulcro de su vida” (p. 149). Gasta, compra, acumula, produce. Trabaja sin realmente pensar en lo que hace o en las consecuencias de ello. Es vigorosa en lo superfluo. El resultado de esto es una conciencia abismada en lo exterior y, por ende, hueca al interior. En ese escenario retorna a la desdicha. Se le videncia, tarde o temprano, su falta de libertad.
El modo de superar estos estadios es, para el filósofo de Stuttgart, el agradecimiento. Es la instancia en que la conciencia se sabe sobrepasada por la realidad. Es cuando asiente y comprende que el universo infinito nos aventaja. Se revela una conciencia originaria que rompe la disyuntiva del “más acá” y del “más allá”, es decir, adquiere una unidad con lo inmutable (lo que después denominará Hegel: “el saber absoluto”) (p. 150) Pasamos de ser una conciencia desdichada a una conciencia derrotada (p.151). Nos admitimos felizmente derrotados porque no lo sabemos todo; porque las verdades metafísicas, divinas, sagradas, aún siguen siendo arcanas. Por el momento, aquí y ahora, no somos capaces de comprender en plenitud. Hay retribución porque lo inconmensurable nos recuerda que sólo así hay pensamiento, deliberación y reflexión constante. Empero, esta condición no la asumimos solo intelectivamente, sino en la congratulación de apercibimos en lo eterno. En esta disposición derrotada y a la par gratificada, emerge la gratitud. Allí nos
In front of the mirror , Georg Friedrich Kersting, 1827.
reencontramos y hallamos lo inmenso. De allí que el agradecimiento ocurra al extremo de la singularidad (p.151). Nos consentimos en la introspección de lo que nos rebasa. Volvemos lo inexplicable algo íntimo para, a la postre, lanzarnos a su esclarecimiento. Es una derrota que nos ensalza en la humildad. “Pero esa derrota es, en verdad, un retorno de la conciencia dentro de sí en cuanto realidad efectiva que es de verdad a sus ojos” (p. 151).
Lo infinito nos recuerda nuestra finitud. En esta experiencia el disfrute insulso, el ajetreo cotidiano, el quehacer rutinario, “pierden todo contenido y todo significado universales…” (p.152) Como resultado, emerge lo primigenio. La conciencia es iluminada. Sustenta que aún estamos en la víspera de un saber más profundo. Sólo en esta disposición humana se trasluce la gratitud, es decir, uno de los signos inequívocos de la libertad.
Referencias: