Quimera Revista de Literatura | Número 358 | Septiembre 2013

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Thomas Wolfe

Del tiempo y el río Vorágine de palabras y aconteceres, Del tiempo y el río constituye uno de los más bellos análisis de la soledad y el desamparo, a la vez que un implacable ejercicio de reflexión sobre la creación artística y sobre el paso del tiempo y la llegada de la muerte.

Juan Carlos Díez Jayo

Libros malditos, malditos libros Por sus páginas desfilan bibliófilos asesinos, bibliotecas malvadas, libros que han dirigido naciones, volúmenes encuadernados en piel humana y mil excentricidades más. Por inverosímiles que parezcan, todos los casos relatados aquí tienen base real .

Piel de Zapa


REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol

5-9 s espejos e lo El salón d

4 El foyer

Literatura detrás de la valla

Entrevista a Jorge Herralde

Mariano González Crespo: Infamia en los fiordos: el polémico legado de K. Hamsun(10) Juan Ignacio Alonso: O. Henry, una vida de cuento (12) Roberto Contreras: Raymond Carver: hacer otras cosas para vivir (15) Fernando Clemot: Pregúntale al polvo: Fante en el bulevar de los sueños rotos (18) Abel Debritto: Charles Bukowski se pasa al porno (21)

Colaboradores nº 358:

Ricardo Adolfo, Juan Ignacio Alonso, Olga Bernad, Agustín Calvo Galán, Roberto Contreras, Abel Debritto, Juan Armando Epple, Rebeca García Nieto, Mariano González Campo, Ana Gorría, Pedro Juan Gutiérrez, Jorge Herralde, Eduardo Iriarte, Laia López Manrique, Francisco José Martínez Morán, Juan Mayorga, Ricardo Menéndez Salmón, Eduardo Moga, Javier Morales, Ángel Olgoso, Gemma Pellicer, Salvador Perpiñá, Raúl Quinto, Alejandro J. Ratia, Tomás Sánchez Santiago, Óscar de la Torre, Leonardo Valencia, Álvaro Valverde, José Antonio Vila.

10-36 aso El cielo r Dossier. Crónicas del realismo sucio

Javier Morales: Universo Richard Ford (25) Laia López Manrique: De jaulas, ráfagas y silencios: viaje oblicuo a través de la narrativa de Carson McCullers (28) Salvador Perpiñá: Siete versiones del realismo sucio (30) Rebeca García Nieto: Cormac McCarthy, el apocalipsis del realismo sucio (33) Pedro Juan Gutiérrez: Poemas de Arrastrando hojas secas en la oscuridad (35)

46-48 mana La voz hu zul 43-45 A a b r a B de Entrevista a El castillo 41-42 erlas p e d s re o d a sc e Juan Mayorga p Cinco poemas inéditos Los 37-40 e v re del libro Pérdida del ahí, de La vida b Microrrelatos inéditos Tomás Sánchez Santiago de Juan Armando Epple Relato inédito y entrevista a Ángel Olgoso

Foto de portada: Antonio Alonso ©

49-50 the Beach on Einstein

Maquetación y cubierta: Jordi Gol

Heteronimia e intranimia, de Óscar de la Torre

ISSN: 1211-3325/D. L. B. 28332/1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/ Juan de la Cierva, 6, 08339 - Vilassar de Dalt (BCN). Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631. www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com redaccionquimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com

Fotomecánica: Tumar Autoedición SL Imprime: Trajecte SA Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

51-59 ú El ambig Alejandro J. Ratia: Solsticio, de José Carlos Llop (51) José Antonio Vila: Las leyes de la frontera, de Javier Cercas (52) Jordi Gol: Estampas del Valle, de Rolando Hinojosa-Smith (53) Gemma Pellicer: Viaje imaginario al Archipiélago de las Extinta, de Susana Camps (54) Álvaro Valverde: Una vida subterránea. Diario 1991-1994, de Laura Freixas (55) Ricardo Martínez Llorca: Algún día escribiré sobre África, de Binyavanga Wainaina (56) Agustín Calvo Galán: La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre (57) Francisco José Martínez Morán: El tiempo menos solo, de Abraham Gragera (58) Raúl Quinto: Vivo en lo invisible, de Ray Bradbury (59)

63-66 acto El tercer 62 dor El apunta Columnas de Eduardo 1 60-6 Moga, Ricardo Adolfo, ta Pulir el desencanto, El pianis Leonardo Valencia y de Eduardo Iriarte Lola Larumbe, Ricardo Menéndez Salmón de la librería Rafael Alberti (Madrid)


El Foyer

Literatura detrás de la valla Pocos nombres de movimientos literarios han provocado más adhesiones y rechazos que el de «realismo sucio». Convendría señalar que se trata de una etiqueta un tanto efectista y desacertada que se inventó Bill Buford para una edición de verano de la revista Granta, en 1983. No sabemos si el problema radicó ahí (otros bautizos literarios contemporáneos como generación Beat, Noveau Roman o literatura del Boom parecen más acertados) pero la etiqueta del movimiento hacía presagiar que nacía ya bajo el estigma de la polémica. Con el realismo sucio no hay medias tintas. Nadie permanece impasible ante el fiel de la balanza, como si sólo con la mención del nombre apareciera también la necesidad de alinearse a favor o en contra, ser florido o reduccionista, adherirse a la literatura en el hueso o adjetivada. Fuera de esta polémica que se antoja eterna, une a los autores que hemos seleccionado para el monográfico una tendencia a la extrema sobriedad, a lo preciso y al retrato de las proyecciones más oscuras de la sociedad norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. El movimiento también destila una épica de lo cotidiano, de lo sáfico y transgresor en algunos de ellos, y cierta querencia a la narrativa breve y a unir lo biográfico (marginalidad, alcoholismo y cierta actitud de perdedor) a lo literario. El estereotipo del autor del realismo sucio, en lo esencial, no se aleja demasiado del ideal bohemio de finales del XIX y de las primeras décadas del siglo XX pero llevado a la frontera exterior del American Way of Life que se implantó desde los años cincuenta como un modelo de vida exportable al mundo entero. A los detractores y defensores del movimiento y su estética debería unirlos la convicción de que los autores del realismo sucio supieron establecer unos nuevos límites a la literatura, abrieron el campo a base de desembrozarlo y ampliaron la gama de registros narrativos y temáticos como pocos (el Noveau Roman se me ocurre) en los últimos cincuenta años. Lo de las balanzas y el alineamiento fue cosa de sus epígonos o seguidores. En todo caso, costaría comprender la literatura de finales del siglo XX sin

su presencia, especialmente en los últimos treinta años. El éxito del realismo sucio también puede medirse en la reproducción de su estética en muchos autores (Jorge Herralde nos habla de ellos en la entrevista), y en la aparición de figuras en otros países que han sido asociadas a esta corriente, como podrían ser las del cubano Pedro Juan Gutiérrez (del que contamos con poemas inéditos en este número) y de Mohammed Chukri. Pese a lo relativamente reciente de su catalogación en este número hemos recorrido algunos de los nombres más destacados del movimiento, desde los antecedentes de finales del siglo XIX como el noruego Knut Hamsun o O. Henry hasta autores todavía en activo como Cormac McCarthy o Richard Ford. Pero este número de finales de verano ofrece también muchas otras entradas de interés como las entrevistas a dos referentes de la edición y el teatro como son el editor Jorge Herralde y el dramaturgo Juan Mayorga, el relato y la entrevista a Ángel Olgoso en La vida breve, los micros de Juan Armando Epple y los poemas de Tomás Sánchez Santiago. En nuestra sección de ensayo (Einstein on the Beach) contamos con Óscar de la Torre. También nos dará su visión sobre el mundo de la traducción Eduardo Iriarte. Vuelven a El tercer acto las columnas de Ricardo Menéndez Salmón, Leonardo Valencia y Eduardo Moga. Destacamos también la inclusión como columnista en esta sección de Ricardo Adolfo, novelista portugués y una de las realidades más ilusionantes de la literatura lusa actual. Uno de los objetivos de este nuevo equipo era incluir firmas que no fueran únicamente del ámbito hispanoamericano y desde el número anterior ya se va encontrando premio a este esfuerzo. Volvemos, pues, en septiembre, con ilusión y un buen número de iniciativas e ideas por delante.

Con el realismo sucio no hay medias tintas. Nadie permanece impasible ante el fiel de la balanza...

Fernando Clemot Director de Quimera. Revista de literatura

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«El catálogo es lo que hace que un lector se fíe de la editorial»

Fotografías: Antonio Alonso

Entrevista a

¿Cómo decidió ser editor? ¿Qué le motivó a fundar Anagrama? La pasión por la edición viene de ser un lector apasionado, omnívoro. Tuve varios proyectos editoriales antes de Anagrama. Uno con un gran amigo mío, que luego fue cineasta, Carlos Durán, cuyo padre era encuadernador de José Janés y José Manuel Lara. Como la censura era más permisiva con los libros más caros (en tapa dura), pensamos en publicar las obras completas de Sartre y Camus en una colección especial. Incluso Carlos fue a Gallimard a interesarse por los derechos, pero le aconsejaron que aparcase aquella fantasía. El segundo proyecto, junto a Jordi Argente, otro amigo, fue la creación de una editorial que incluyera una colección de ensayo, para la que conseguimos un contrato para publicar Piel negra, máscaras blancas, de Frantz Fanon, una colección de novela que llevaría yo, en la que pensábamos publicar la Autobiografía de Alice B.

Jorge Herralde por Álex Chico y Jordi Gol

Toklas, de Gertrude Stein, y El hombre sin atributos, de Musil, y una colección de libros breves de divulgación seria. Este proyecto tampoco prosperó y en septiembre del 67 tomé la decisión de empezar Anagrama. Me fui a París a ver a editores que me interesaban con una carta de recomendación de Beatriz de Moura, entonces en Lumen. El primer libro no salió hasta abril del 69. Fue L’ofici de viure, de Cesare Pavese; y luego Baudelaire de Sartre; Detalles de Enzensberger, y Laclos. Teoría del libertino, de Roger Vailland. Las colecciones que componían Anagrama eran Textos, Argumentos y Documentos. En esta última sacamos Los procesos de Moscú, una visión crítica desde la izquierda de un gran historiador trotskista, Pierre Broué. Para pasar la censura, desde la ley Fraga, había dos vías: enviar el libro a la «consulta voluntaria», de donde recibías al cabo de unos meses una contestación anónima, en la que desaconsejaban la edición (de

facto la prohibían) o te daban una lista de tachaduras o te dejaban pasar el libro. Es lo que hicimos el primer año, hasta que nos desaconsejaron sesenta o setenta títulos. La segunda vía era el hecho consumado: editar el libro, enviarlo al ministerio y esperar un día para cada cincuenta páginas. Gracias a esto se publicaron cosas impensables en época de Franco, con títulos claramente marxistas o anarquistas. Ha recibido el Reconocimiento al Mérito Editorial de la Feria del Libro de Guadalajara (2002), el Premio Nazionale per la Traduzione del Ministero per i Beni Culturali (2003), la distinción de Oficial de Honor de la Excelentísima Orden del Imperio Británico (2005)… ¿Qué premio o galardón recibido en su carrera le ha hecho más ilusión? Agradezco todos los premios. Nunca he buscado ninguno, pues estoy de acuerdo con la frase que dice que quien rehúsa un premio o un halago es

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porque quiere mucho más. No obstante, los premios que más ilusión me han hecho son dos otorgados por libreros: el Clarín, de los libreros de Oviedo, y Leyenda, del Gremio de Libreros de Madrid; porque es el librero el que está día a día, durante décadas, evaluando la trayectoria de una editorial. También me resulta muy gratificante recibir premios otorgados por colegas, como el del año pasado, el Lifetime Achievement en Londres. Esther Tusquets comentaba que la relación autor-editor es, en la actualidad, muy diferente a la que mantenía al comienzo de su carrera. Según ella, se había ido perdien-

do cierto sentido de la fidelidad. ¿Cómo juzga esa relación? ¿Coincide con Tusquets en esa percepción? Esto obedece a diferentes etapas del desarrollo del capitalismo. Cuando empezamos Esther Tusquets y yo, las fidelidades eran sencillas porque no había dinero de por medio. El mercado estaba poco desarrollado y rara vez se reeditaban los libros. Me decía Carmen Martín Gaite: «Nosotros nunca hablábamos de dinero». Importaba el prestigio de pertenecer a un buen catálogo de una buena editorial y encontrar allí una especie de familia literaria. Esto ha cambiado con el desarrollo del mercado, la aparición de los agentes y

la concentración de los grandes grupos. Cuando empezó Anagrama no se utilizaba la expresión «editorial independiente», puesto que todas lo eran. Luego comenzó el proceso de concentración, en España con Planeta, Alfaguara, Plaza Janés, Altaya, Ediciones B, etc. Y también la aparición de los agentes. Antes prácticamente sólo estaba Carmen Balcells. Con estos factores todo cambia. El tema de las relaciones autor-editor daría para llenar una biblioteca. De todas formas, nosotros seguimos llevando a muchos autores sin agente, como Chirbes; y antes, VilaMatas, Marías, Bolaño. Incluso algunos agentes, como el de Marta Sanz, nos confían los derechos extranjeros de sus autores. Los agentes han auspiciado la idea de que un autor sin agente es un desgraciado. Esto es cierto en el mundo anglosajón, pero no en la Europa continental, donde hay muchísimos autores representados por los editores. Y en muchos casos con mayor pertinencia. Para vender derechos extranjeros de escritores literarios más o menos minoritarios es mucho más eficaz un editor con un catálogo específico, por su amistad y sintonía con los mejores editores literarios, que un agente, que se percibe, simplificando, como alguien a quien sólo le interesa sacar el máximo beneficio. ¿Cómo ha vivido el paso de Anagrama a otras editoriales de algunos escritores? También se han producido algunos pa-


El salón de los espejos

Entrevista a Jorge Herralde

Me decía Carmen Martín Gaite: «Nosotros nunca hablábamos de dinero».

sos a la inversa, desde otras editoriales a Anagrama. No obstante, eso a menudo se vive como un shock, sobre todo si hay amistad de por medio. En otros casos puede vivirse también como una liberación, porque hay autores muy atosigantes. En su interesante libro de memorias Especies en extinción, Juan Cruz dedica bastante espacio a hablar de los autores que había perdido en Alfaguara; pero no habla de los que había «robado» a otras editoriales. Y a esto se añade el sistema de premios, que es la gran maniobra para pescar autores de otras editoriales, ya que ninguna va a poder pagar un anticipo comparable a la cuantía que ofrece un premio. Ha publicado varios estudios sobre el oficio de editor, ¿cree que existe una carencia de este tipo de reflexiones en nuestra literatura? Soy un gran lector de memorias, diarios y epistolarios. Son casi mis únicas lecturas no vinculadas con Anagrama. En Francia, la bibliografía sobre el tema editorial es enorme: la biografía de Pierre Assouline sobre Gaston Gallimard, el epistolario del propio Gaston Gallimard con Paul Claudel y con Céline y con Proust, que pone de relieve la paciencia infinita y la diplomacia del editor: contestando las perfidias retorcidas de Proust, los insultos virulentos de Céline, y al más grotesco, Paul Claudel, que se quejaba de que Gallimard dilapidase tiempo, dinero y prestigio con una sarta de pederastas como An-

dré Gide o Jean Cocteau, en vez de promocionarle sólo a él. En España hay cosas interesantes: los volúmenes de memorias de Carlos Barral, excelentes; el libro de memorias de Jaime Salinas; las de Castellet o Esther Tusquets, entre otros. Yo mismo he reflexionado sobre el oficio de editor en lo que yo llamo «virutas editoriales», escritas a petición de alguna revista, periódico, coloquio, etc. Con más de tres mil títulos publicados, ¿a qué libro le tiene más cariño? ¿Por qué? Hay muchos. Por ejemplo, primeros títulos de autores que luego han sido importantes para Anagrama, como Detalles de Enzensberger, La vida instrucciones de uso de Perec, Bella del señor de Albert Cohen, Perorata del apestado, de Bufalino, etc. O algunos proyectos, como la Biblioteca Nabokov. Hay libros que me han sorprendido por cómo han funcionado sin esperarlo, como Ébano, de Kapuscinski, que vendió setenta mil ejemplares (sus libros anteriores no habían llegado a los dos mil). Lo contrario de lo que me pasó con John Lanchester, cuya primera novela, titulada En deuda con el placer, se convirtió en el libro estrella de la Feria de Frankfurt, una histeria colectiva por conseguir los derechos. Pujé más y me lo quedé. Luego lo publicamos con muy buenas críticas, pero pasó sin pena ni gloria. Capital, la última, recién publicada, ha tenido, por cierto, una gran acogida de crítica y lectores.

Recordemos aquella negativa de Barral a publicar Cien años de soledad de García Márquez. ¿Ha experimentado una situación similar con algún libro ofrecido en primer lugar a Anagrama? Si lo hay, la memoria es clemente y me impide recordarlo. Lo que sí que he rechazado, con bastante frecuencia, son manuscritos que no encajaban en el catálogo de Anagrama. La calidad y la coherencia con el catálogo son mis principales criterios para publicar un libro, por lo que publicar a Dan Brown, por ejemplo, sería como una luxación aberrante. El catálogo es lo que hace que un lector se fíe de la editorial y compre el libro, aunque el autor sea desconocido. Y esto, que se consigue a lo largo de muchos años de trabajo, se puede perder en meses si no se sigue a rajatabla. Aunque los autores de Anagrama puedan ser heterogéneos (de Bukowski a Sebald, por ejemplo), hay una suerte de unidad subterránea que los aúna, como islas de un archipiélago con una peana común oculta bajo el mar.

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Me interesan los escritores por encima de las etiquetas. ¿Qué autor que no haya publicado le hubiese gustado publicar? Borges, cuyos libros, en los años sesenta, no eran fáciles de encontrar. Otro del que estuve enamorado fue Gombrowicz. Conseguí publicar algunos títulos con mucho esfuerzo, pero no la novela que más me interesaba, Ferdydurke. Vista ya con cierta perspectiva, ¿en qué medida valora la importancia de Anagrama en la construcción de la narrativa española y europea? Esto me lo han preguntado respecto a la gran difusión de la colección Compactos en Hispanoamérica. Me siento orgulloso de haber contribuido al lanzamiento de la nueva narrativa española de los años ochenta. Muchos de sus autores estaban dentro del catálogo de Anagrama en un momento en el que las traducciones de obras españolas en el extranjero eran prácticamente inexistentes. Juan Goytisolo había hecho antes una tímida labor de exportación a Francia de los llamados narradores sociales (también de autores catalanes como Villalonga y Rodoreda). Fue una operación efímera. Luego, el boom hispanoamericano eclipsó aún más la narrativa española. Me alegra haber sido un poco el sherpa editorial de nuestros autores de la nueva narrativa española que vino después. Y también del efecto inverso: haber incorporado autores más o menos jóvenes de las literaturas hispanoamericanas en el

catálogo de Anagrama: Bolaño, Pauls, Caparrós, Villoro, etc., etc. Fante, Kerouac, Burroughs, Bukowski, Easton Ellis, Pedro Juan Gutiérrez… Su catálogo cuenta con una larga lista de títulos del denominado «realismo sucio». ¿Qué es lo que le atrajo de esta corriente? En realidad, el llamado «realismo sucio» es un eslogan que se inventó Bill Buford en 1983, en el número ocho de la revista Granta (de Cambridge), titulado «Dirty Realism», aunque algunos de sus componentes, Richard Ford o Raymond Carver (que tradicionalmente se ha englobado dentro de los llamados «minimalistas»), no coinciden

exactamente con los que hoy se dan por indispensables en ese grupo. Bill Buford me dijo en una ocasión que la etiqueta fue simplemente un eslogan catchy. El mundo de Carver era duro, hostil, proletario, de vidas rotas, pero no exactamente sucio, término que se extrapoló, más acertadamente, a la obra de Bukowski, de Pedro Juan Gutiérrez... Me interesan los escritores por encima de las etiquetas. Es indiscutible que hay un aire de familia característico entre, por ejemplo, Bukowski y Pedro Juan Gutiérrez –que son casi los dos únicos escritores cuyos libros de cuentos se venden–. Yo creo que esto ocurre porque en realidad son falsos


Entrevista a Jorge Herralde

El salón de los espejos

Hay una mezcla de perplejidad y terror frente al futuro. cuentos, son más viñetas autobiográficas y con un narrador único, Chinaski y Pedro Juan, respectivamente: mucho alcohol y mucho sexo, pero narrado con gran autenticidad. No es fácil escribir como Bukowski (y lo sé porque cuando lo publiqué recibí centenares de manuscritos escritos «a la manera de Bukowski»). ¿Qué destacaría de la narrativa española y sudamericana de la primera década del siglo XXI? En el ámbito de la literatura hispanoamericana destacaría la consagración de Bolaño como uno de los grandes autores de las últimas décadas, en cualquier lengua; también la consagración de Piglia, que hace quince años era completamente desconocido en España y ahora tiene gran prestigio también aquí; también Alan Pauls, Martín Caparrós, Juan Villoro o Daniel Sada, que es un escritor genial y con una literatura muy personal y exigente que hemos logrado incluso que se traduzca, empresa harto temeraria. Pero volviendo la vista atrás, me siento muy orgulloso de haber publicado a Álvaro Pombo, outsider vocacional que escribe sobre temas de los que nadie escribe, primer ganador de nuestro premio con El héroe de las mansardas de Mansard, y del mexicano Sergio Pitol, ganador del segundo con El desfile del amor. En el caso de la literatura española he tenido un orgasmo editorial con el reconocimiento de Chir-

bes, valorado hace poco por las cien personalidades culturales consultadas por ABC como el mejor escritor español (nacido en España) del siglo XXI. Como Pombo, Chirbes está fuera de los cenáculos literarios. Tampoco es un escritor que dé facilidades al lector. Pero pocos escritores en lengua española escriben una narrativa tan cercana a la crónica con tanta sabiduría literaria. Si con Crematorio ya se impuso la evidencia de su calidad, con la concesión del Premio de la Crítica, con En la orilla, el éxito de crítica ha sido apabullante. Curiosamente, en Alemania, dos de sus libros ya habían sido grandes best sellers, al encumbrarlos Marcel Reich-Ranicki, el gran pope literario, en el programa de televisión Das Literarische Quartett. ¿Cuál es su visión sobre la crisis en el mundo editorial? ¿En qué medida esa crisis ha cambiado los hábitos tradicionales de edición? Hay una mezcla de perplejidad y terror frente al futuro. Vivimos una intersección entre una crisis sin precedentes y unos cambios tecnológicos que influyen en las formas de análisis de la cultura y en la forma de ocupación del tiempo de ocio. Todo el sector del libro está afectado por esto, desde los grandes grupos (quizá incluso ellos más) hasta las grandes cadenas de librerías. La incógnita es saber si esta crisis seguirá ahondando, porque, si continúa, puede saltar todo. Aquí han

cerrado librerías históricas (Áncora y Delfín, Catalònia, Les Punxes o Canuda); otras han tenido que ceder parte de su espacio a otro tipo de productos (best sellers, audiovisuales, videojuegos…). El problema de las editoriales como Anagrama –con un fondo que ha sido fundamental porque nos permitía ir publicando nuevos autores o autores minoritarios, apoyados por este fondo que se iba reeditando constantemente– es que ahora, con la crisis, en muchas librerías sólo tienen novedades o libros de mucha rotación. Háblenos del futuro de Anagrama. ¿Por qué se decidió por Feltrinelli? Me decidí por Feltrinelli porque me pareció lo más coherente para Anagrama. No significaba acabar en manos de un gran grupo, sino en manos de Feltrinelli, una editorial muy potente, pero familiar. Carlo Feltrinelli es una persona apasionada por la literatura, por la cultura y la sociedad. Y me une una gran amistad con su madre, Inge, desde los años setenta y luego también con él, a raíz de su incorporación a la editorial que desde hace años dirige. Algún consejo a un joven que se quiera lanzar a la aventura editorial… Que se lo piense dos veces y que sólo lo haga si considera inevitable ser editor, como lo fue para mí. Hasta ahora, el balance entre alegrías y disgustos ha resultado muy positivo.

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Infamia en los fiordos: el polémico legado de Knut Hamsun Mariano González Crespo .Tras el particular 11-S noruego que supusieron los terribles atentados perpetrados en Oslo un fatídico veintidós de julio de 2011 por parte de un extremista de derecha llamado Anders Behring Breivik, la comunidad internacional quedó sumida en la más inefable de las incredulidades. ¿Cómo pudo ocurrir semejante despropósito en la bella y pacífica Noruega, uno de los países más prósperos y tolerantes del mundo civilizado? Tal vez quienes se formularon boquiabiertos esta dolorosa pregunta carecían de pistas suficientes para adquirir una percepción de la sociedad y la cultura noruegas que fuera más allá del aparente paraíso socialdemócrata que, en fugaces pero extremadamente lúgubres ocasiones, deja vislumbrar en todo su espanto el lado oscuro de Noruega, el famoso país de los fiordos. Y lo cierto es que pistas no han faltado para quienes quisieran, o supieran, hurgar más allá de la cándida epidermis nórdica. Sirvan como muestra tres ejemplos bastante representativos del lado oscuro de Noruega: el fenómeno de masas de la novela negra, el submundo ritual y sonoro del black metal y la prosa polémica e infame del premio Nobel Knut Hamsun. El Nobel que no pudo reinar En vano intentará el viajero curioso encontrar en toda Noruega una plaza, una avenida, una calle o incluso una remota y sucia callejuela donde penda

una placa con el nombre de Knut Hamsun, uno de los tres premios Nobel de literatura de aquel país escandinavo. ¿Cómo es posible algo tan irregular en uno de los estados europeos más prolífico y con mayor índice de lectura? La respuesta es tan directa como demoledora: la obscena simpatía del autor de obras tan emblemáticas como Hambre o La bendición de la tierra a la causa nazi en su propio país durante el humillante periodo de ocupación alemana…y más allá de él, como deja vislumbrar su último libro, un intenso ejercicio de autoapología llamado Por senderos que la maleza oculta, del año 1949. Dicha simpatía, manifestada sin reparos en una larga serie de artículos periodísticos que ha visto la luz en español gracias a la publicación del libro Textos de la infamia. Escritos polémicos del Nobel noruego (19321945), le costó al padre de la novela moderna el destronamiento total del reino de las letras noruegas, convirtiéndolo en un autor infame y digno del más cruel de los escarnios en el mundo literario: el silencio, probablemente el peor castigo para alguien que, como Hamsun, deseaba a toda costa hacerse notar, que se hablara de él aunque fuera mal. Por ello, dudamos mucho de que el dudoso honor de compartir infierno con otros autores de similar cosecha como el norteamericano Ezra Pound, el francés Louis-Ferdinand Céline o el alemán Gottfried Benn le suponga consuelo alguno.

Pero, ¿quién era este singular noruego que ha logrado granjearse las antipatías de su propio pueblo? Un breve esbozo biográfico dará cuenta del porqué de su aciago destino personal y literario. Nacido en Lom, al este de Noruega, en 1859 con el nombre de Knud Pedersen y muerto en Grimstad, al sur de Noruega, noventa y dos años después, Hamsun formó parte de un estrato social marcado por un fuerte sentimiento de desclasamiento que justificaría en cierta medida la denodada lucha del escritor noruego por alcanzar a toda costa el ansiado premio del reconocimiento social. Sin embargo, el camino fue para él largo y tortuoso: el temprano nomadismo de su juventud quedó posteriormente plasmado en varios de sus personajes novelescos, entre los que destaca el protagonista de Hambre (Sult), seguramente su obra más influyente. Pese a una primera etapa modernista caracterizada ideológicamente por una postura anarcoindividualista que ya había manifestado en De la vida espiritual de la América moderna (Fra det moderne Amerikas Aandliv), publicado en 1889, y que había reflejado de un modo programático en su ensayo De la inconsciente vida del alma (Fra det ubevidste Sjæleliv), de 1890, es a partir de los casi diez años comprendidos entre 1905 y la Primera Guerra Mundial cuando Knut Hamsun da un giro radical hacia un conservadurismo reaccionario basado ante todo en


El cielo raso

dossier: Mariano González Crespo. Infamia en los fiordos: el polémico legado de Knut Hamsun

Mariano González Crespo (Murcia, 1968) es especialista en lenguas y literaturas nórdicas formado en las universidades de Islandia, Islas Feroe y Bergen (Noruega). Es autor de diversas traducciones de literatura nórdica, tanto medieval como moderna, y de una gramática de noruego para hispanohablantes. En 2011 publicó Textos de la infamia. Escritos polémicos del Nobel noruego (1932-1945) en la editorial Berenice.

una contumaz crítica a la paulatina industrialización de su amada Noruega, postura que se refleja en novelas suyas como La última alegría (Den sidste Glæde), de 1912, o La bendición de la tierra (Markens grøde), que le valió el premio Nobel en 1920. El odio visceral al imperialismo británico será el otro polo de una actitud que, al final, le arrojaría en los nefastos brazos del nazismo hasta culminar con el obituario que publicó en el diario noruego Aftenposten un siete de mayo de 1945 donde alababa a un ya fallecido Adolf Hitler en calidad de «guerrero por la humanidad» y «predicador del evangelio de los derechos para todas las naciones». Ante semejante apología escrita de la barbarie, el apoyo que otorgó al gobierno filonazi de una marioneta falta de carisma como Vidkun Quisling y la excentricidad de regalar en 1943 su medalla de Premio Nobel a Joseph Goebbels, ministro de propaganda alemán, no parecen sino meras muescas en su desenfrenada carrera hacia la infamia y el ostracismo. Imposible hallar pues en toda Noruega una plaza, una avenida, una calle o incluso una remota y sucia callejuela donde penda una placa con el nombre de Knut Hamsun… Hamsun y el realismo sucio Sin embargo, pese a su polémico legado y su dramática caída en desgracia, a Knut Hamsun no se le podrá negar jamás ser uno de los autores

más originales e influyentes del siglo XX. Contó con la admiración de Franz Kafka, Máximo Gorki, Paul Auster y Thomas Mann, y es citado como uno de los grandes referentes del movimiento literario motejado por Bill Buford en la revista Granta como dirty rea-

lism. A este respecto, cabe señalar que uno de los autores más destacados de este movimiento, Charles Bukowski, se refiere a Hamsun en el capítulo veintiuno de su obra Women (Mujeres) como «el escritor más grande del mundo». ¿Qué elementos de la obra de Hamsun pudieron haber influido en el realismo sucio? En principio, dos son los rasgos que habría que destacar, ambos presentes ya en Hambre: por una parte,

desde el punto de vista de la temática tratada, el retrato de la vulgaridad y la podredumbre a través de personajes carentes de recursos, dotados de pocas expectativas y sumidos con frecuencia en la desesperación. De este modo, el atormentado deambular por las calles de Kristiania (es decir, la actual Oslo) y los frustrados intentos de convertirse en escritor por parte del anónimo personaje principal de Hambre poseen ciertos paralelismos con el Arturo Bandini de Pregúntale al polvo (Ask the Dust) de John Fante. Por otra parte, atendiendo al estilo, el minimalismo del realismo sucio y su descripción concisa, donde el contexto suple normalmente lo que la economía de palabras sólo deja vislumbrar, es también reminiscente de algunos pasajes de la prosa hamsuniana, la cual, a su vez, no es sino heredera en cierta medida del lacónico estilo de las antiguas sagas nórdicas, ese género literario medieval sobre el cual Jorge Luis Borges sentenciara lo siguiente en su librito Literaturas germánicas medievales: «En el siglo XII, los islandeses descubren la novela, el arte de Cervantes y de Flaubert, y ese descubrimiento es tan secreto y tan esteril para el resto del mundo, como su descubrimiento de América». Tema y estilo, dos aspectos definitorios de cualquier corriente literaria que, en el caso del realismo sucio, señala con orgullo su genealogía en el autor maldito de las letras noruegas: Knut Hamsun.

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O. Henry, una vida de cuento Juan Ignacio Alonso

.Sostienen determinados críticos que la obra literaria de O. Henry constituye un antecedente del realismo sucio, y este punto de vista ha sido asumido con pocas reservas por los analistas y exégetas de dicho movimiento literario. Si aceptamos la premisa de que una de las características de este nuevo realismo es la de que los protagonistas de las narraciones deben ser personas «normales», gentes del común, simples mortales zarandeados por conflictos cotidianos, la identificación que se hace de O. Henry con el estilo resulta justa, pues el escritor estadounidense fue un maestro de la epopeya minúscula, y un cantor entusiasta de las clases medias y populares y sus pequeños o grandes conflictos y aventuras. Sus protagonistas son, efectivamente, personas normales, muchas veces humildes, que se enfrentan a pequeños dramas, aunque para ellos tales dramas sean trascendentales en su existencia. O. Henry es considerado uno de los grandes maestros del relato corto. Sus cuentos se caracterizan por la sorpresa o el giro insospechado de su desenlace, característica clave de su estilo, y sus tramas se basan esencialmente en el «equívoco», en un juego de apariencias que acaban por desenmascararse en finales sorprendentes, verdaderas vueltas de tuerca, giros insospechados que derivan las situaciones descritas hacia circunstancias irónicas, revelaciones insólitas o sorprendentes coincidencias. En ellos prevalece una visión positiva del ser humano, inmerso en una realidad diaria muchas veces alienante y gris, pero en la que siempre existe un resquicio para el amor, la amistad, la aventura o la esperanza. En este sentido, el estilo de O. Henry, de un humorismo suave y muchas veces impregnado de ternura, se revela tremendamente eficaz para comunicar al lector una sensación de bienestar basada en el fondo de belleza, entereza y dignidad que, pese

a las apariencias, anida en lo más profundo del alma humana. Analicemos dos de sus cuentos más célebres. En «El regalo de los Reyes Magos» («The Gift of the Magi») un joven matrimonio, cuya posición económica es la de aquellos que luchan por abrirse camino en la vida, se regala mutuamente costosos obsequios en Navidad, los más adecuados para cada uno: una elegante cadena de platino para el excelente reloj de él –heredado de su padre–, y una lujosa peineta para realzar el maravilloso cabello de ella. A la postre, descubrirán que para poder costearlos él ha empeñado el reloj y ella ha vendido su cabello a un comercio de postizos. Pero frente a la ironía o la sorpresa del desenlace, lo que prevalece es la grandeza de los actos de generosidad que cada uno de ellos ha realizado, desprendiéndose de su más preciado bien para procurar la felicidad del otro, es decir, el triunfo del amor y la grandeza de alma sin paliativos. En «Los pasajeros en Arcadia» («Transients in Arcadia»), Madame D’Arcy Beaumont se aloja durante quince días de vacaciones en el lujoso hotel Lotus, donde recibe el trato de una gran dama. Allí traba relación con el joven y atildado Harold Farrington, manifiesto hombre de mundo, y a lo largo de esos días se establece entre ellos una amistad que deriva paulatinamente hacia el amor. En la cena del último día, Madame Beaumont se sincera con Harold, y le revela que no es más que una humilde dependienta que ha gastado todos sus ahorros en costearse estas lujosas vacaciones y que el único dólar que le queda debe reservarlo para pagar la cuota del elegante vestido que luce, comprado a plazos. Harold, entonces, toma el dólar que le muestra su acompañante y le entrega a cambio un recibo, pues en realidad él es tan solo un simple empleado de la firma en la que ella compró el traje, concretamente el encargado de cobrar los plazos. Pero esta revelación final, el descubrimiento


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dossier: Juan Ignacio Alonso. O. Henry, una vida de cuento

Juan Ignacio Alonso es licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Madrid, DEA en Ciencias Políticas y Sociología por la UNED, y titulado en Dirección de Empresas por el IESE (Universidad de Navarra). Ha ejercido la docencia como profesor de Historia Medieval y Paleografía y Diplomática en la Universidad a Distancia (UNED), de Historia del Derecho en la Universidad de Alcalá de Henares y de un máster en dirección de empresas editoriales en el Instituto de Empresa (IE). Ha sido editor durante casi treinta años, primero en el Grupo Santillana, posteriormente en Espasa Calpe, del grupo Planeta, donde fue director de Obras de Referencia y Proyectos Editoriales, y en la actualidad dirige su propio sello, Grand Guignol Ediciones. Es autor de numerosos artículos y prólogos, del ensayo 99 libros para ser más culto (Martínez Roca, 2011) y de la novela El día de la ira (Atanor, 2012).

de las imposturas recíprocas, no sólo no les desune, sino que abre ante ellos un futuro lleno de gratas expectativas. Esta característica del final feliz y del uso de un sentido del humor «blanco», en el que la crueldad está casi proscrita, es otra de las principales características del estilo de O. Henry, y algunos críticos han sugerido que el autor volcaba en sus relatos, como en una suerte de catarsis, un anhelo de la dicha que la vida le negó con obstinada y lacerante perseverancia. Efectivamente, la existencia del autor no fue precisamente un camino de rosas. De hecho comenzó a escribir por pura necesidad. Lo hizo estando encerrado en prisión a causa de un desfalco cometido cuando era cajero del First National Bank de Austin para poder mantener a sus dos hijos, que eran huérfanos de madre. O. Henry, pese a haber nacido en una familia acomodada, no llegó a completar sus estudios y fue un autor autodidacta. A lo largo de su vida fue sucesivamente dependiente de un drugstore, peón de rancho, dibujante cartográfico, empleado de banca, periodista y, finalmente, escritor. Hubo de instalarse en Texas en busca de un clima beneficioso para su salud, y aunque tuvo un primer matrimonio feliz, su mujer murió prematuramente. Precisamente fue el deseo de asistirla en su lecho de muerte lo que le hizo regresar a Estados Unidos, pues estaba huido en Sudamérica para eludir la acusación de desfalco, y ello motivó su posterior ingreso en prisión. Sus cuentos tuvieron un éxito inmediato y tras ser puesto en libertad adoptó definitivamente el pseudónimo O. Henry –su auténtico nombre era William Sydney Porter– seguramente con la intención de sepultar su pasado tempestuoso, e inició una nueva vida como escritor instalándose en Nueva York en 1901. Durante los diez años siguientes, hasta su muerte, creó una obra que abarca más de seiscientos relatos, que posteriormente fue-

ron agrupados en diversas antologías, algunas de ellas publicadas póstumamente. Para poder dar a la imprenta esta vasta obra en tan breve lapso de tiempo, O. Henry se vio obligado a trabajar como un galeote, y la causa de ello no fue la tardía eclosión de una fértil creatividad, sino la pura necesidad económica. Como si de un nuevo Balzac se tratase, O. Henry se convirtió en un auténtico destajista que escribía sin parar para poder cumplir sus compromisos con los editores. Desde diciembre de 1903 hasta enero de 1906 escribió un relato a la semana para el New York World, sin dejar de publicar otros muchos en otras revistas. Pero a diferencia del genio del realismo francés, que según sus biógrafos se atiborraba de café para poder escribir sin cesar horas y horas, O. Henry recurría a un estimulante muy distinto y considerablemente más nocivo, el alcohol. Al parecer, su abuso de las bebidas espirituosas había comenzado en plena juventud, durante su estancia en Austin, y ya no cesó hasta su muerte. Una anécdota referida al citado cuento «El regalo de los Reyes Magos», probablemente verídica, ilustra esta circunstancia y al mismo tiempo revela la capacidad creativa del escritor. El redactor del periódico donde iba a ser publicado, desesperado por el retraso, envió al ilustrador a ver a O. Henry con el fin de que éste le contase la sinopsis del relato y poder comenzar el dibujo que debía acompañarlo. El escritor estaba borracho y, para salir del paso, improvisó el tema de la ilustración: un joven matrimonio en una habitación modesta, sentados uno junto al otro en la cama y que se contemplan con embeleso; están hablando sobre la Navidad, él sostiene entre sus manos un reloj de bolsillo y ella tiene unos largos y hermosos cabellos. A partir de estos datos O. Henry escribió, en apenas tres horas y con el auxilio de una botella de scotch, una de las más celebradas historias de Navidad que se recuerdan.

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dossier: Juan Ignacio Alonso. O. Henry, una vida de cuento

O. Henry ha sido incluido con justicia en numerosas antologías de relatos humorísticos. Efectivamente, este es otro de los registros principales de su narrativa, que incluye grandes dosis de ironía, por lo general amable y ajena al sarcasmo. Otro de sus cuentos más recordados, «El rescate del Jefe Rojo» («The Ransom of the Red Chief»), constituye en buen ejemplo de ello. Dos delincuentes de poca monta, Bill y Sam, deciden dar el golpe de su vida secuestrando a Johnny, hijo del acaudalado Ebenezer Dorset, y exigen un rescate por su liberación. Dorset, que conoce muy bien el carácter y la naturaleza del chiquillo, se niega a pagar. Pocos días de convivencia con Johnny, facundo, travieso, manipulador e hiperactivo, bastan para convertir la existencia de los pobres Bill y Sam en un auténtica pesadilla. Poco a poco irán reduciendo sus pretensiones dinerarias de rescate, rechazadas inflexiblemente por el padre, hasta que finalmente los secuestradores acepten ser ellos quienes paguen para poder deshacerse del muchacho. Pero no todo en O. Henry es festivo o amable. Algunos de sus relatos son verdaderamente crueles y amargos, en la línea de alguno de sus más célebres antecesores, como Mark Twain o Ambrose Bierce. Este es el caso de «La habitación amueblada» («The Furnished Room»), otro de sus cuentos más famosos, en el que un joven desesperado recorre la ciudad de Nueva York en busca de su amor perdido, Miss Eloise Vashner, que le abandonó para introducirse en la farándula. El joven toma en alquiler una habitación para viajeros en tránsito en un inmueble especializado en alojar a artistas, y estando allí percibe claramente el aroma de un perfume de reseda, el mismo que usa su amada Eloise. Excitado, busca por toda la habitación huellas del paso de la joven, sin hallar ningún indicio concluyente. Acude finalmente a su patrona, y le pregunta si Eloise se había alojado allí anteriormente. La mujer, con paciencia, le hace una minuciosa relación de todos los huéspedes que ha tenido recientemente, entre los que no se encuentra, desde luego, la muchacha. El joven regresa a su cuarto perdidas ya todas las esperanzas. El perfume de reseda se ha desvanecido. Hace

trizas una sábana para tapar herméticamente los resquicios de puertas y ventanas, abre a tope la llave del gas de la iluminación y se tiende en el lecho a esperar la muerte. Dos pisos más abajo la patrona se está tomando una cerveza con una amiga, que le elogia su habilidad para alquilar las habitaciones, especialmente esa última, porque a ningún viajero le puede agradar ocupar el mismo cuarto en el que se quitó la vida una bella muchacha aspirante a actriz apenas una semana antes. Los últimos años de la vida de O. Henry fueron bastante penosos y se vieron ensombrecidos por el alcoholismo, la mala salud y los problemas de dinero. Contrajo un nuevo matrimonio en 1907, pero la unión no fue feliz, y se separó de su mujer un año más tarde. O. Henry murió de cirrosis de hígado el cinco de junio de 1910, en Nueva York. Según la tradición, en el momento de su fallecimiento todo su capital se reducía a los veintitrés centavos de dólar que llevaba en el bolsillo.

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dossier: Roberto Contreras. Raymond Carver: hacer otras cosas para vivir

Raymond Carver: hacer otras cosas para vivir Roberto Contreras .Durante algún tiempo confundí a Raymond Chandler con Raymond Carver. Entonces no había leído a ninguno de los dos. Tampoco tenía muy clara la diferencia entre la llamada «novela negra» y el «realismo sucio». Por supuesto no me animé a confesarlo a nadie, porque, claro, estudiaba literatura, y fingía y presumía (todos fingían y presumían) haber leído más de lo que en verdad había leído. Resolví el dilema de los apellidos cuando a mediados de 1995 encontré en un puesto de libros usados, en la misma Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile, un ejemplar de su libro Catedral. Lo leí de vuelta a mi casa casi por completo, con tanta concentración que por poco me paso de largo la parada. Relacionar ambos hechos ahora, el viaje en autobús y terminar, particularmente, el cuento «Conservación», me resulta inevitable, tanto que cada vez que vuelvo a transitar en auto por esa avenida puedo recordarme sumergido en esas páginas. No tengo el libro a mano para referir con detalles, pero a grandes rasgos recuerdo que habla de un refrigerador descompuesto, de una nevera averiada, de cómo todo o lo poco que contenía se había deshielado y urgía comprar otro. Esto le ocurre a una pareja, el tipo lleva meses desempleado, echado en el sofá, y sólo su mujer trabaja. Es ella la que descubre el desperfecto y decide, sin quitarse el traje siquiera, cocinar los alimentos antes de que se descompongan. Esa misma noche fríe las chuletas, unos filetes de pescado y la comida china, y obliga a su esposo a comerlo. Aunque la historia es más que eso. Habla sobre cómo se afecta una relación de pareja por el trabajo, en este caso por la cesantía, el paro de uno de ellos, que ha vuelto todo irreversible. Es la vida de una mujer que trabaja por mantener la casa, un desocupado que llena su depresión o desidia o indiferencia con la lectura de un manual de buenas costumbres y el diario que su esposa le trae y lee de punta a cabo sin bajar el volumen de la televisión. El cuento termina con una imagen demoledora, y esto sí lo recuerdo bien: el hombre descalzo en la puerta de la cocina, con sus pies en un charco de agua. Ella, como si eso les estuviera pasando a otros, sólo atina a pensar –aunque no recuerdo

si lo dice con estas palabras– que jamás volverá a ver algo así. El cuento es uno de los clásicos con final abierto que por entonces sólo le vi escritos a Carver: ese tipo de finales abruptos, recompuestos en sus intersticios por el lector, que ahí se me presentó como un hallazgo, acaso como si hubiera estado esperando para que yo lo leyera e intentara comprenderlo, completarlo y luego decir, al cerrar sus tapas: «Esto significa esto». Lejos de ese entendimiento, aquellos puntos finales, ante mis ojos de los veinte años, resultaban una muestra de la función que podía adoptar la escritura en la recuperación de un mundo que nos parecía ajeno e inasible. Y al que recién pude acceder, supongo, cuando tuve una pareja más o menos estable, reconocí lo que significaba levantarse para ir al trabajo, saber cuánto costaba llegar a fin de mes y entendí que las borracheras no siempre iban a ser alentadas o asistidas por amigos que me ayudaran a subir a un taxi. Después supe que esto mismo Carver lo había descrito sólo con la naturalidad de quien tiene el manejo de su oficio y, por extensión, parecía venir de vuelta en una vida que antes lo llevaba como animal al matadero: «Tanto en un poema, como en una historia corta, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje coloquial, y dotar a esos objetos –una silla, una persiana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer– con los atributos de lo inmenso, con un poder renovador. Es posible escribir una línea de un aparentemente inofensivo diálogo y provocar un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector. Como decía un personaje de Guy de Maupassant: «Ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que corresponde». De ahí que ahora, al volver a esa lectura recogiendo su contexto, estas imágenes cobren mayor sentido, acaso porque aquello que había descubierto o se me había revelado era también un pedazo de mi historia familiar, la de mis vecinos, la de mis cercanos que sufrieron la recesión del 82, quienes estuvieron desempleados en el 99, los mismos a los que, sumados a otros, pilló la crisis del 2011 y que aún siguen

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© Jko Contreras en el paro, sin saber que Carver también escribió sobre ellos. Lo que vino después fue una suma de coincidencias –¡aunque no existen coincidencias en literatura!–, y a los meses de ese acercamiento a sus cuentos, estando de paso en la recién inaugurada librería de unos compañeros de curso, La Calabaza del Diablo, me hice con un especial de 1989 del Diario de Poesía argentino dedicado en sus páginas centrales exclusivamente a la poesía carveriana. Hasta entonces no había leído sus poemas. Eso sí me animé a confesarlo, y leí el dossier acodado en una repisa, abstraído de la tertulia a mi alrededor, atento a cómo se abría ante mí aquella veta inexplorada de sus versos, su «poesía narrativa», como coincidimos en afirmar con Jaime Pinos, uno de los amigos libreros. Desde entonces han pasado casi dos décadas, y hemos seguido citando a Carver, así como fuimos incorporando a Kenneth Rexroth y a Ralph Waldo Emerson en nuestras conversaciones. Revisando ahora ese suplemento poético, encuentro este hallazgo, que nunca más vi citado, aunque en la traducción de Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich acusa como fuente aparecer en la edición inglesa de Bajo una luz marina. Cito un

fragmento del poema «Para Semra, con vigor marcial»: ¿Cuánto ganan los escritores?, dijo ella a boca de jarro Nunca antes había conocido a un escritor No mucho, dije tienen que hacer otras cosas para vivir ¿Cómo qué?, dijo ella Como trabajar en una fábrica, dije barrer pisos, enseñar en una escuela, recoger fruta, cualquier cosa, toda clase de cosas, dije... Con todo, por ese entonces mi preocupación no era trabajar. Y, en cambio, sí tenía mucho tiempo para leer y pasarme, ante la novedad de un computador en casa, noches enteras intentando escribir a lo Carver, encerrado en una pequeña pieza, de un departamento igual de diminuto, donde apenas cabía mi cama, el escritorio y un estante de libros que a los meses se fue convirtiendo en una biblioteca, donde compartían un lugar igual de preciado libros de colecciones, ejemplares com-


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dossier: Roberto Contreras. Raymond Carver: hacer otras cosas para vivir

prados, robados otros, junto a fotocopias de títulos que sabía que nunca tendría. La primera novela que escribí –aún permanece inédita– se llamaba Recién me dijiste otra cosa, en una clara alusión a ese afán dialogante de Carver al titular sus libros. Recuerdo mis años de estudiante como un tiempo de desacralización de la imagen superior del libro, ya que el valor –dada la relación inversa de mis ingresos– estaba puesto en la Literatura (con mayúsculas); cuestión que me hacía, desde ya, reconocerme como un lector más que como un coleccionista de libros: por sobre la materialidad, existía una inmensa biblioteca imaginaria por leer, ancha como el océano Pacífico. Pero me cuesta volver a los cuentos de Carver. Tampoco sé si aguantaría una novela suya. No consigo hacerme a esa idea tan abarcadora de un ladrillo carveriano, y más cuando se ha instalado cada vez con mayor insistencia la idea de que la mano –piadosa o descarnada– de su editor, Gordon Lish, habría trazado el derrotero de su narrativa. Aunque, pese a eso, también me gusta poder aventurar una merecida tesis que me permite afirmar que, en efecto, Carver escribió una gran novela, compuesta por la suma de todos sus cuentos, en la que describe la demolición del american dream. Páginas donde las conquistas y derrotas de los obreros, los cesantes, las cajeras, los vendedores puerta a puerta y los cientos de amantes americanos parecían encontrar su reflejo, a modo de consuelo, catarsis o renacimiento. Gente que antes no aparecía en los libros y que desde entonces pudo mirar tranquila la catástrofe de sus vidas. Eran los habitantes de los cordones suburbanos, de ciudades como Downey, Watts, Compton, Pomona, Glendale, Syracuse, Tucson, Sacramento, Seattle, Port Angeles, Yakima, Washington, donde vivían tipos con escuetos nombres de pila que jamás tomarían un libro, o no al menos con la misma naturalidad con que pasaban sus tardes mirando la televisión, destapando cervezas o jugando con la tapa del ketchup junto a un plato de papas fritas. Los cuentos de Carver eran suyos y costaba muy poco distinguir a una pareja de vecinos que aspiraban a todo menos a ser felices; a la compañera de trabajo resistiendo el paso de los años con blusitas ajustadas; gordos o flacos abocados al ocio, tipos capaces de atender al rastro de las babosas en los azulejos, u hombres aparentemente rudos que dejaban todo por una jornada de pesca río arriba para huir de sí mismos; todos capaces de empatizar y saber reconocer aquel minuto exacto en que empiezan las peleas y terminan por hacerse las maletas, mientras se queman unas tostadas o un gato quiebra el florero. No es que sus cuentos no me atraigan o hayan dejado de provocarme como lo hacían. Al contrario, ya que en su momento supieron responder, como pocos, algunas de las preguntas que uno –¡escéptico de tantas cosas!– sigue aún

haciendo a la literatura. Sólo que ahora me quedo con su poesía. La he guardado para mí. Esa condición de escritura que, desde siempre, fue su pulso vital, como afirma Jaime Priede, en la imprescindible edición de Todos nosotros, al decir: «Carver es Ray en sus poemas». Cuestión que por supuesto Tess Gallagher, su última mujer, también puede atestiguar: «Los poemas a menudo iluminan un aspecto emocional o biográfico apenas insinuado en un relato». De todos, me quedo con este hilito de agua, que conozco mejor que mis propios poemas: Me fascinan los arroyos y la música que crean. Y las corrientes, entre prados y cañas, antes de tener oportunidad de convertirse en arroyos. Me fascinan sobre todo por su sigilo. ¡Casi olvidaba decir algo de las fuentes! ¿Hay algo más hermoso que un manantial? Pero también me encantan las grandes corrientes. Las bocas abiertas de los ríos cuando se unen al mar. Los lugares donde el agua se une a otras aguas. ¡Conservo esos lugares en mi mente como si fueran sagrados! Me gustan como a otros les gustan los caballos o las mujeres atractivas. Me pasa una cosa con esa agua fría y veloz. Sólo con mirarla se me acelera la sangre y se me eriza la piel. Podría sentarme a mirar estos ríos durantes horas. Ninguno es igual. Hoy tengo 45 años. ¿Me creería alguien si le dijera que una vez tuve 35? ¡Mi corazón seco y vacío a los 35 años! Tuvieron que pasar cinco años antes de que empezara a latir de nuevo. Me tomaré todo el tiempo que quiera esta tarde antes de dejar mi sitio en la orilla del río. Me gustan, me encantan los ríos. Me encantan desde su fuente. Me encanta todo lo que crece en mí. («Donde el agua se une a otras aguas»)

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Roberto Contreras (Santiago de Chile, 1975). Escritor, profesor y editor literario. Ha publicado la novela Ahora es cuando (1998) y los libros de poesía Siberia (2007) y Empleo Mínimo (2009). Forma parte del colectivo y editorial Lanzallamas (www.lanzallamas.org) y es director de la revista www.carcaj.cl.


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Pregúntale al polvo: Fante en el bulevar de los sueños rotos Fernando Clemot .Cuando en junio de 1979 Charles Bukowski escribe el prólogo de la reedición de Pregúntale al polvo (Ask the Dust, cuarenta años después de su primera edición de 1939 para Stackpole) el californiano se hallaba en el cénit de su carrera y había conseguido por fin congregar cierta atención sobre el que él llamaba su «maestro»: John Fante. Pocos autores como Fante reunen con tal plenitud todos los tópicos de los autores del realismo sucio: hijo de emigrantes italianos, niñez en un suburbio de Denver, fracaso en su carrera como escritor y posteriormente declive como guionista, alcoholismo y enfermedad en los últimos años. Para cuando le llegó el reconocimiento de la mano de Bukowski y la crítica a Fante le quedaban pocos años de vida (muere en 1983), estaba ciego y tenía las piernas amputadas. En este prólogo de Pregúntale al polvo, Bukowski nos habla de la curiosa forma en que conoció a Fante, un autor completamente desconocido a principios de los años cuarenta, cuando lo leyó el que sería su mejor valedor. Buscaba el joven Bukowski lecturas en la Biblioteca Municipal de Los Ángeles y no encontraba nada que le cautivara especialmente y lo que nos dice sobre su encuentro con su «maestro» nos enseña ya mucho de su gusto y su forma de entender la literatura: «Me daba la sensación de que todos se dedicaban a hacer

juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían prácticamente nada que decir pasaban por escitores de primera línea. Sus libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo...»1. En estas condiciones el descubrimiento de la novela de John Fante será un auténtico hallazgo, una revelación que le acompañará hasta el final de sus días: «Tendría una influencia vitalicia en todos mis libros... Treinta y nueve años después he vuelto a leer Pregúntale al polvo... que todavía se sostiene, al igual que todas las obras de Fante, pero que es éste el primer libro que prefiero porque constituyó mi primer encuentro con la magia...» En mi caso yo también leí Pregúntale al polvo antes que el resto de la obra de Fante, y también la considero el verdadero espinazo de la tetralogía de la desesperanza que iniciaría con Espera a la primavera, Bandini (Wait until Spring, Bandini, 1938) y que completa con las crepusculares Sueños de Bunker Hill (Dreams from Bunker Hill, 1982) y Camino de Los Ángeles (Road to Los Angeles, 1985) publicada tras la muerte del autor y casi cuarenta y tantos años después de que se iniciara la serie. Pese al valor de la obra posterior de Fante estimo que Pregúntale al polvo es la obra más conseguida y posiblemente 1. Prólogo de Pregúntale al polvo, de John Fante, Anagrama: Barcelona, 2001.


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dossier: Fernando Clemot. Pregúntale al polvo: Fante en el bulevar de los sueños rotos

una de las mejores novelas de su generación y lo es porque en ella se explotan todas las características más singulares del autor con especial maestría. En pocas novelas se encuentra una mímesis tan aparente y férrea como aquí entre este Arturo Bandini, protagonista de los cuatro libros, y el perfil del autor. La biografía de John Fante (1909-1983) nos conecta de una forma tan directa con el devenir de Bandini que inevitablemente aparece ante nosotros como un sosias convertido en recurso expresivo para atacar con mayor crudeza aquello que remueve sus vísceras. Y es que el protagonista, este Bandini-Fante, nos va revelando con su tono entre cándido y soñador cómo se consumen sus esperanzas de acceder al «sueño americano». Será Bandini un joven arquetipo de los personajes que se arrastran por los callejones de la ciudad de Los Ángeles, una basura más de las que se acumula y con las que convive en un edificio deforme de Bunker Hill. Porque en Pregúntale al polvo, el joven Bandini-Fante de Espera a la primavera, Bandini ha madurado, ha ganado en decisión (consigue escapar del sórdido ambiente familiar de Colorado y está totalmente deci2. Recordamos que en la fecha de redacción de la novela (1939) todavía

dido a ser un gran escritor como su idolatrado Knut Hamsun2) pero sigue actuando a bandazos. Empieza el relato con su llegada a Los Ángeles, o mejor, a Bunker Hill, una colina de miseria donde padecerá los rigores del hambre y desde la que el centro de la ciudad (Broadway, Macy, First Street...) se aparece cada noche como un sueño cercano y luminoso. Pregúntale al polvo es en cada una de sus páginas una ruda lección de vida, encierra una verdad poderosa, hay migajas de esperanza en medio del hambre y la desolación. El Fanteescritor asoma continuamente tras la sombra de su trasunto Bandini y pese a la practicidad que domina la escena nos deja puntadas de una belleza amarga: «El zumo se me escurrió hasta el fondo del estómago y allí se puso a lloriquear. Había mucha tristeza en el fondo de mi estómago. Había mucho llanto y nubes de gas, pequeñas y sombrías, me acorralaban el corazón...»3. También a menudo el protagonista parece suplicar, se arrodilla y pide al dios de la fortuna que se enciende cada noche a los pies de su colina de miseria que le conceda una oportunidad, que le haga un escritor como Knut Hamsun, una ráfaga de suerte que levante el polvo. Es posiblemente estos momentos en que el narrador enfatiza, levanta la voz, los

no se había asociado la figura del escritor noruego al Nacionalsocialismo y estaba todavía en la memoria la concesión del Premio Nobel de 1920.

3. Pregúntale al polvo, John Fante, Anagrama: Barcelona, 2001, pág. 34.

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Casas en Bunker Hill (1960) que convierten la lectura de Pregúntale al polvo en una experiencia única y original: «¡Dame algo tuyo, Los Ángeles¡ Ven a mí y como yo hacia ti, con los pies en tus calles, ciudad preciosa a la que tanto amo, flor triste encerrada en la arena, ciudad preciosa...»4. Pero estas flores no abundan; el Fante-escritor gobierna el relato con mano de hierro. Su estilo es conciso y directo, ataca la trama como si descargara un upper-cut en alguna de sus trifulcas de barra y sólo afloja su brazo para abrazar el hombro de los otros desgraciados que malviven en el suburbio (el viejo y hambriento Hellfrick, la señora Heargraves, la solitaria Vera Rivken...). Esta mirada compasiva que aparece de una forma tempestuosa no hace sentir a Bandini-Fante un miserable más, es tierno pero orgulloso, libérrimo y rácano cuando le viene en gana. Es pura contradicción, malgasta su dinero, lo regala y se pelea también por cuatro chavos; nos aturde y desconcierta Bandini y puede que esta sea una de las maravillas de esta obra, adora a Camila pero se siente mejor que la chicana, él es un americano de primera generación, un altivo «macarroni» que chapotea con arrogancia en su fango. El orgullo de Bandini-Fante será la forma de cauterizar su amargura, el fracaso de las páginas que escribe compulsivamente para

J. C. Hackmuth, no triunfa, nadie sabe quién es, el gran mundo lo rechaza pero se siente un privilegiado en medio de la miasma en que malvive. De tanto en tanto el miserable Bandini, muerto de hambre y comido por el orgullo, se afirma, se pavonea levantando orgulloso su cresta para proclamar su superioridad sobre razas inferiores, como la de su amada Camila: «La gran ciudad en que estaba, el asfalto poderoso que me sostenía y los edificios soberbios que me cobijaban eran la expresión de mi América. De entre la arena y los cactos los americanos habíamos sabido levantar un imperio. La raza de Camila había tenido su oportunidad. Y la había desaprovechado. Los americanos lo habíamos conseguido. Gracias, Dios mío, por la patria que me has dado. Gracias, Dios mío, por haberme hecho nacer en América…»5. Pero no son más que bravuconadas de un perdedor, Bandini es un outsider como lo fue pese a su genialidad durante buena parte de su vida Fante, alabado y rechazado en Hollywood, bebedor y ludópata, vivió a bandazos como el personaje tras el que se esconde y sólo rescató su obra al final de su vida otro perro apaleado, Charles Bukowski, tan ebrio y excesivo como él, otro de los desgraciados con los que se pudo topar en su bulevar de los sueños rotos.

4. Fante, John. Op. cit, págs. 15-16.

5. Ffante, John. Op. cit, pág. 58.

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dossier: Abel Debritto. Charles Bukowski se pasa al porno

Charles Bukowski se pasa al porno Abel Debritto © Till Bartels

.Después de que la mayoría de editores rechazaran su obra durante décadas, Charles Bukowski comenzó a disfrutar de una acogida paulatina en la escena alternativa estadounidense a comienzos de la década de los sesenta; a finales de la misma, una nueva generación de editores y autores en ciernes ya lo consideraban una figura de culto y un líder espiritual. 1969 sería un año clave en su carrera, tal vez el más importante del período, y un punto de inflexión indiscutible en su vida. Ese año, la incesante producción literaria de Bukowski así como las eternas ansias de publicidad, plasmadas en primer lugar en la infinidad de revistas independientes y periódicos underground que dieron a conocer su obra durante el accidentado viaje por las agitadas aguas de la revolución de los sesenta, se vieron finalmente recompensadas con la aparición de cuatro antologías de poesía y prosa que recogían su mejores composiciones hasta la fecha.

Ese anhelo de reconocimiento también recibió un, para muchos, merecido premio en 1969 con la publicación de estudios críticos y bibliografías de su obra, así como con la adquisición de sus archivos personales por parte de la universidad de Santa Barbara (California). Asimismo, gozó de enorme popularidad en el extranjero, sobre todo en Alemania. Su agente, Carl Weissner, abordó las primeras traducciones de la prosa al alemán, las cuales darían como fruto unas ventas nada desdeñables en los años venideros y que se le comparase con una estrella de rock en medios tan prestigiosos como Der Spiegel. Alentado por la innegable fama en los círculos underground y la promesa de un cheque de cien dólares mensuales vitalicio por parte de John Martin, su editor de toda la vida, Bukowski dejó el trabajo de cartero en enero de 1970 con la intención de cumplir uno de sus mayores sueños: consagrarse

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en cuerpo y alma a la escritura y ganarse la vida, única y exclusivamente, con su producción literaria. Sin embargo, esos inequívocos indicios de popularidad y reconocimiento no trastocaron su naturaleza prolífica, mastodóntica e incombustible donde las haya, fruto de una disciplina incontrovertiblemente germana, ya que bombardeó las revistas y los periódicos underground con brío renovado. Sin duda animado por la entusiasta acogida de la columnas tituladas «Notes of a Dirty Old Man» («Escritos de un viejo indecente») que habían aparecido en Open City o National Underground Review en 1967-1968, muchas de ellas con un claro cariz sexual, Bukowski comenzó a explorar ese terreno con celo y dedicación inusitados en 1969 y envió numerosas columnas cargadas de sexo explícito a varios periódicos. Algunas de ellas eran descaradamente pornográficas; la primera entrega de las «Notes» publicada en agosto de 1969 en The New York Review of Sex and Politics comenzaba de esta guisa: «Barney se la metió por el culo mientras ella me la chupaba». La misma columna apareció de forma casi simultánea en Berkeley Tribe y en Nola Express ese mismo mes y también se publicó, con numerosos cambios, a finales de 1970 en Candid Press, un diario sensacionalista erótico. Otras dos entregas de las «Notes», repletas de escenas truculentas y sexuales, verían la luz en 1969 en The New York Review of Sex and Politics. Mientras que a John Martin, editor de Black Sparrow Press, no parecía interesarle en absoluto ese material, Lawrence Ferlinghetti, propietario de City Lights, dedujo con acierto que muchos lectores seguían con avidez esas columnas semanales, tal y como demuestran las distintas publicaciones, y recopiló las tres «Notes» en 1972 en Erections, Ejaculations, Exhibitions and General Tales of Ordinary Madness (Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones). A Bukowski no le atraía en especial la ideología de la prensa underground. En una entrevista de 1975 aseguró que la dirigían «personas solitarias que querían hacer vida social mientras preparaban el periódico. Se hicieron de izquierdas y liberales porque era lo que estaba de moda entre los jóvenes». Por lo tanto, aparte de satisfacer su sed de publicidad, las motivaciones económicas son las que explican su presencia en varias publicaciones periódicas underground. Si bien cobraba poco por las «Notes», impresas en Open City, Nola Express y The New York Review of Sex and Politics (diez, veinte y veinticinco dólares por entrega, respectivamente), tales sumas superaban con creces el exiguo pago (ejemplares para el colaborador) que las revistas alternativas enviaban a Bukowski. Además, la misma columna le reportaba pingües beneficios ya que aparecía, con cambios menores, en distintos periódicos. Revistas eróticas como Fling reutilizaron en 1970 y 1971 varias «Notes»

publicadas con anterioridad en Open City, por las que Bukowski cobró sesenta dólares por número. Años después, recordaría esa costumbre en un relato: «Me pagaban 375 dólares por un cuento de mete-saca y luego me preguntaban si podían publicarlo de nuevo en un periodicucho de tres al cuarto por 75 ó 50 dólares, y yo les decía que a mí me parecía perfecto». Ya en abril de 1969, Bukowski había enviado varios cuentos a revistas de gran tirada y enfoque sexual: «The Birth, Life, and Death of an Underground Newspaper» apareció en el número de septiembre de 1969 de Evergreen Review, mientras que Playboy rechazó «The Night Nobody Believed I Was Allen Ginsberg», que Berkeley Tribe publicó ese mismo mes y que City Lights recopiló en Portions from a Wine-Stained Notebook (Fragmentos de un cuaderno manchado de vino, 2008). A pesar de la negativa de Playboy, a comienzos de 1970 Bukowski envió otro cuento a la revista, una cruenta historia sobre canibalismo, tal y como relató a su bibliógrafo, Sanford Dorbin: «He mandado [“Christ with Barbecue Sauce”] a Playboy. un cuento salvaje, brutal, con mucho ritmo. me hizo pensar que no había perdido facultades. pero no lo aceptarán. sólo les va el estilo sofisticado y pausado como el de New Yorker». Tal y como había vaticinado, Playboy rechazó el cuento, aunque apareció en Candid Press en diciembre de 1970 con el título más bien anodino de «Uno de… fantasía», y cuatro décadas después City Lights lo incluyó en Absence of the Hero (Ausencia del héroe, 2010). Como colofón, Playboy, tal vez en un intento por reconocer de una vez por todas la talla de Bukowski como escritor, publicó uno de sus ensayos en marzo de 2010. Paradójicamente, el ensayo, titulado «The House of Horrors» (redactado en 1971 e inédito hasta la fecha), era todo menos un «cuento brutal» que bien podría encajar en la categoría estilística que Bukowski tanto denigrase en 1970. En cualquier caso, Bukowski pronto se percató de que las revistas «porno» o de chicas desnudas eran el medio idóneo para su material más explícito y, además, las sumas que cobraba por cada colaboración eran demasiado tentadoras como para obviarlas. Por ejemplo, «The Fiend» y «The Copulating Mermaid of Venice, California», dos relatos polémicos escritos en el verano de 1969, aparecerían en Adam (febrero 1970) y en Knight (enero 1970), respectivamente. Bukowski explicó a Weissner que había redactado el segundo de los cuentos en apenas cuarenta y cinco minutos y que «una revista porno me ha dicho que me dará 150 dólares». Su caché se duplicaría en tiempo récord; recibió un cheque de doscientos setenta y cinco dólares por «The Poor Fish», impreso en julio de 1970 en Adam, y que luego incluiría, con cambios menores, en su primera novela, Post Office (Cartero, 1971). Bukowski explotaría con ahínco ese nuevo filón; no


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sólo envió relatos a varias publicaciones eróticas en 1970, sino que también, sabedor de la excelente acogida de las «Notes» publicadas en Open City y otros periódicos underground, creó nuevas columnas expresamente para esas revistas: al menos cuatro «Bukowski Bitches» aparecieron en Candid Press en 1970 y cinco «Hairy Fist Tales» agraciaron las páginas de Fling en 1971. A pesar del entusiasmo con el que Bukowski se sumergió en los circuitos eróticos y pornográficos, la mayoría de los relatos eran mediocres desde un punto de vista literario y, según el biógrafo Howard Sounes, estaban «mucho menos conseguidos que los publicados por Black Sparrow Press». El mismo Bukowski lo admitiría en una entrevista de 1970 en la que aseguró que la ficción que había enviado a Candid Press era «un mero encargo, ni más ni menos» o, en una carta sin fechar a John Martin, donde reconoció que «los cuentos no [estaban] muy logrados». En la misma misiva a Martin, como si tratara de justificar el carácter irregular de esas columnas, calificó Candid Press de «periódico de mierda», como si no fuese merecedor de sus mejores relatos. Sin embargo, Bukowski era perfectamente consciente de que el diario sensacionalista contaba con un gran número de lectores; tal y como Bill Sloan apuntara, «[Candid Press] era un periódico llamativo y cachondo, el único diario popular impreso en un rosa pasión con un contenido a juego… A diferencia de la mayoría de los diarios sensacionalistas, CP poseía una considerable lista de suscripción por correo, con lo cual muchos de sus fieles lectores evitaban la comprometedora situación de que les viesen comprándolo en un espacio público». Con toda seguridad, para Bukowski no eran más que detalles nimios que quedaban eclipsados por la publicidad que tanto ansiaba. Ese reconocimiento incipiente, junto con el estímulo económico procedente de los mejores postores del mundillo erótico, dio pie a que a comienzos de los setenta se definiese en tono socarrón como «un putón literario». Si bien los relatos enviados a las revistas de chicas desnudas tenían un claro componente sexual, Bukowski consideraba que el sexo no era la fuerza motriz de los mismos. En una entrevista publicada en 1975 en Northwest Review, hizo hincapié en que su obra no era únicamente de carácter sexual: «Escribí cuentos porno para las revistas porno, que entonces pagaban muy bien… Incluía sexo, pero también una narración, aunque sólo fuera por placer personal. Me decía, vale, quieren sexo, pero les tomaré el pelo… Aunque hay sexo en esos cuentos, verás que no es el motor principal». Es más, en otra entrevista de 1975, Bukowski aseveró que sus relatos no eran «guarros», a pesar de haberlos calificado como tales en 1971 en «The Silver Christ of Santa Fe» o de que popularmente se le conociese como el «viejo verde» de la escena underground: «Un cuento

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guarro es muy aburrido. Si te molestas en leer alguno, bueno, ya sabes, dicen “el tío sacó la polla; medía veinte centímetros y estaba bien tiesa, y ella se abrió de piernas…”. Eso es un cuento guarro, y es aburrido, así que diría que no escribo cuentos guarros». Sea como fuere, Bukowski reconoció que las publicaciones eróticas resultaban más que tentadoras: «Las revistas porno eran una válvula de escape perfecta: decías lo que te daba la gana y, cuanto más directo, mejor. Por fin, sencillez y libertad entre las fotos relucientes de coños en primer plano», concluyó con ironía a comienzos de los noventa. Paradójicamente, a pesar de esa supuesta libertad, en ocasiones los editores de las revistas pornográficas rechazaban su obra por motivos absurdos, tal y como Bukowski rememorase de forma cómica en el poema «My Worst Rejection Slip», en el que el director de una revista erótica le reprende: «óyeme bien, Bukowski, eres un buen escritor pero ¡jamás vuelvas a enviarnos un cuento así! nadie se tira a tantas mujeres en un día o en una noche y un día, ¡y mucho menos un vejestorio repelente como tú! tus cuentos anteriores nos han encantado pero por favor, por favor, por favor, no te pases de la raya, el lector no se lo creerá». ... bueno, releí el cuento y me pareció que los hechos eran del todo verídicos. En una entrevista concedida en 1987 Bukowski subrayó que el editor no aceptó el relato porque lo consideraba inviable desde un punto de vista estrictamente sexual: «Solía

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dossier: Abel Debritto. Charles Bukowski se pasa al porno

escribir un buen cuento y luego metía sexo a saco. Funcionaba. Sólo me rechazaron uno porque ¡había demasiado sexo! Vaya panda de quisquillosos. Bukowski, me escribió el editor, nadie se folla a tantas mujeres en una semana y media». Humor aparte, las revistas de chicas desnudas publicaron tanto los cuentos «guarros» como los más escabrosos y truculentos, como «The Copulating Mermaid», una historia sobre necrofilia, o «The Fiend», un relato inclemente y descarnado sobre pedofilia –«The Hog», escrito en 1982, constituye una meritoria excepción. Los editores de High Times, Oui y Hustler, quienes siempre habían abanderado su obra, lo rechazaron de manera sistemática. Consideraron demasiado repugnante el hecho de que el protagonista del relato, un acaudalado que teme volverse impotente, obligue a una joven prostituta a ingerir el pene de un cerdo moribundo a punta de pistola mientras le chilla «o te tragas la bala o te tragas la polla» para así alcanzar el orgasmo. Tal y como el editor de ficción de Hustler escribiera en la carta de negativa, «nos gusta tu obra y la respetamos… pero el tema es demasiado fuerte… no nos conviene publicar semejante dosis de brutalidad y violencia». No es de extrañar que el relato haya permanecido inédito hasta la fecha. El reconocimiento y el éxito también tuvieron consecuencias desagradables, aunque no siempre imprevisibles. «The Fiend», mencionado por primera vez en agosto de 1969 en una carta a Weissner, acabaría siendo un quebradero de cabeza para Bukowski durante décadas. Adam lo publicó en febrero de 1970 y posteriormente City Lights lo incluyó en Erections (1972). El relato describía con todo lujo de detalles cómo Martin Blanchard, de cuarenta y cinco años y quien se «había casado dos veces, divorciado dos veces y arrejuntado muchas otras», abusaba de una menor. Según Sounes, se trataba de uno de los cuentos más «horripilantes» y «conseguidos» de todos cuantos Bukowski había enviado a las revistas eróticas, e incluso aseguró que era «su obra más salvaje». Por su parte, Barry Miles afirmó que el que estuviera escrito en primera persona «provocó mucha polémica». El relato, sin embargo, estaba en tercera persona y sólo ganó notoriedad después de que Hustler lo publicase de nuevo en noviembre de 1976 y reprodujese en el número siguiente una larga entrevista con Bukowski en la que básicamente se abordaba su postura respecto a la pedofilia. En aquella entrevista, Bukowski no condenó de forma explícita la conducta del protagonista; más bien, se limitó a de-

clarar que su intención había sido la de hacerse pasar por un pedófilo: «No justifico la violación ni el asesinato, sólo trato de ponerme en el lugar del violador o del asesino». Al cabo de casi una década, la visión de Bukowski seguía siendo la misma, si bien enfatizaba su papel de observador de la naturaleza humana: «Escribí un cuento desde el punto de vista de un violador que viola a una niñita. Me acusaron de todo. Me entrevistaron y me preguntaron, “¿Te gusta violar a menores?”, y yo les respondí, “Claro que no. Fotografío la vida”», argumentó en una entrevista realizada por el actor Sean Penn para la revista Interview, propiedad de Andy Warhol. Resulta interesante que tanto Miles como Sounes no explicaran que, aunque la polémica tuvo lugar a mediados de los setenta, Bukowski escribió «The Fiend» en el verano de 1969, cuando envió otros relatos tan o más atroces y escandalosos, como los ya mencionados «The Copulating Mermaid» o «Christ with Barbecue Sauce», a Adam, Knight, Fling, Playboy y otras revistas eróticas. «The Fiend» no fue la única incursión de Bukowski en materia pedófila; en una columna «Notes of a Dirty Old Man», inédita en libro aunque publicada en abril de 1972 en el periódico underground Los Angeles Free Press, el relato iba precedido de una nota del editor Arthur Kunkin en la que aducía los motivos por los que había decidido que un tema tan delicado y polémico viese la luz. De hecho, ya a mediados de la década de los cuarenta Bukowski había experimentado en el terreno de la ficción sexual o escabrosa: «Escribir sobre sexo, ya sea de forma cómica o no, siempre ha tenido secuelas para mí. Soy quien paga las consecuencias de mis escritos… Cuando tenía poco más de veinte años… también escribía sobre sexo». Charles Shattuck, uno de los editores de la revista Accent, rechazó en 1954 «Beer, Wine, Vodka, Whiskey; Wine, Wine, Wine», un relato perdido en el que Bukowski narraba que había estado a punto de morir desangrado a causa de una úlcera, porque era «una auténtica sangría. Quizás, algún día, será del agrado de los lectores». Del mismo modo, Whit Burnett, editor de la prestigiosa revista Story, rechazó a comienzos de los cincuenta «The Rapist’s Story», precursor de «The Fiend», en tanto en cuanto abordaba una temática similar. A finales de 1969, sin embargo, las predicciones de Shattuck acabaron por cumplirse ya que por aquel entonces Bukowski se había granjeado la admiración de un séquito de incondicionales que no dudaron en proclamarlo Rey del Underground.

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dossier: Javier Morales. Universo Richard Ford

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Universo Richard Ford Javier Morales .Realismo sucio Comencemos con una foto que ha dado la vuelta al mundo. Estamos en 1985. Tobias Wolff, Raymond Carver y Richard Ford sonríen a la cámara. La Sociedad para la Poesía de Londres les ha invitado a dar una conferencia después de que dos años antes la revista Granta hablase de ellos como los máximos exponentes del «realismo sucio», la nueva narrativa americana. «Mira qué contentos parecen estos tipos –escribió Carver en el ensayo Amistad–. Están en Londres y acaban de realizar una lectura en una sala abarrotada del National Poetry Centre. A los críticos les ha dado por decir que los tres forman parte del “Realismo sucio”. Pero Ford, Wolff y Carver no se lo toman en serio. Les hace gracia y hacen bromas sobre ello, como sobre tantas otras cosas. No se sienten parte de ningún grupo». Todos ellos declararán sentirse incómodos con la etiqueta, pero sin duda el que menos encaja en ella es Richard Ford. Un hombre que cuida su indumentaria. «Soy un macho blanco del sur, exmiembro de una fraternidad, perpetuo solicitante de empleo. Me gusta cierto tipo de ropa: algodón aquí, algodón allá, bonitos mocasines bien lustrados, chaquetas sin hombreras. Es un estilo», cuenta en Flores en las grietas. Autobiografía y literatura (Anagrama, 2012). Y ese estilo, que vale también para su literatura, se aleja del realismo sucio. Influencias A Richard Ford se le ha ligado durante años a Raymond Carver. Se conocieron en 1977, antes del «efecto Granta», antes de que ambos levantaran la cabeza en el mundo literario. Ese año iniciaron una amistad que duraría hasta la muerte prematura de Carver, en 1988. «Me siento feliz de decir –y Ray lo sabía, sin duda– que durante un tiempo crucial de mi vida sus relatos fueron una presencia conmovedora en los cuentos que yo escribía, de la misma manera en que estoy seguro que su obra proyectará una luz de cierta intensidad sobre cualquier cosa que escriba en el futuro. Después de todo, su obra es magnífica. Me muestra, como muestra a todos los lectores,

cómo puede ser una versión de lo bueno. Y luego, como él mismo habría deseado, nos deja libres», escribe Ford en el ensayo «El bueno de Ray». Si bien fueron amigos, cómplices literarios, la obra de estos dos gigantes de la literatura americana se ha desarrollado por caminos diferentes. A Ford se le ha relacionado también con Hemingway, Faulkner (ambos eran del sur, con una predilección por el ritmo, la cadencia y la musicalidad de las frases), Fitzgerald o con Eudora Welty, otra sureña. De pequeño vivió justo enfrente de la casa que había sido de Welty y asistió a la misma escuela. Ford ha dicho en alguna ocasión que Faulkner y Welty le liberaron de la obligación de tener que hablar de su lugar de nacimiento. La clase media El grueso de la narrativa de Ford gira en torno a la incertidumbre y el desasosiego del americano medio, testigo ansioso y perplejo de un mundo que toca a su fin, que presiente que el sueño que ha alimentado al país durante años se esfuma. Los confines del matrimonio y de cómo traspasar esos límites en los que viven muchos de sus personajes no son más que un síntoma de una desazón colectiva. Ford habla de la clase media, de infidelidades y desafectos. Pero no con la mirada turbia y mordaz de un Cheever, por ejemplo. «Sé, por experiencia, que tengo el hábito de buscar lo normal en la vida, de perseguir razones para creer que esto o aquello está bien. En parte se debe a que mis padres me educaron de esta manera y vivieron una vida que era el vivo retrato de un mundo, una existencia privada, que podía ser así. Ni siquiera hoy, en medio de mis propias preocupaciones vitales, pienso que sea una mala manera de ver las cosas», escribe en el emotivo relato autobiográfico Mi madre (Anagrama, 2010). Edna Ford Era el nombre de casada de su progenitora. Madre e hijo estuvieron muy unidos, más aún a partir de la muerte prematura

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de Parker, su marido, viajante de comercio. Periplos comerciales que le llevaron a Jackson (Mississipi), donde nació Richard en 1944. La muerte del padre trastocó la vida familiar, sobre todo para Edna. Richard pasó algunas temporadas en el hotel que regentaban sus abuelos en Little Rock. La experiencia le marcó del tal modo que años después dijo: «Ahora sé que la vida normal es la que se puede explicar en una frase. La que no requiere preguntas. Yo no tuve eso. “¿Vives en un hotel?”, era lo que oía». Su abuelo, exboxeador, le enseñó a golpear y a pelear con estilo. «No puedo hablar en nombre de la cultura general, pero lo cierto es que, durante toda mi vida, cada vez que me encontré con algo que me parecía absolutamente injusto, inmerecido, o un dilema insoluble, pensé en tratar el asunto a golpes o asestar un puñetazo en el rostro a su emisario. Eso mismo pensé hacer con los autores de ciertas críticas literarias injustas. Así como en relación con narradores a los que consideraba hipócritas y merecedores de algún castigo». Frank Bascombe Lo conocimos en El periodista deportivo (Anagrama, 1990). Frank Bascombe tiene treinta y ocho años. Hace tiempo publicó un libro de relatos con el que cosechó un cierto éxito, un productor incluso compró los derechos para llevarlo al cine. Un éxito que ahora le parece lejano. Tiene una novela a medio terminar guardada en el cajón. Por el momento, ha aparcado la ficción y escribe sobre deportistas en una revista. Una aproximación distinta a la literatura en un país, Estados Unidos, donde el periodismo es una profesión valorada. Además de una crisis creativa, Bascombe pasa por una crisis emocional después de su divorcio y de la muerte de su hijo mayor. En El periodista deportivo hay cierto paralelismo con la vida del autor, coincidencias que no dejan de ser anec-

dóticas. Después de publicar con un discreto éxito sus dos primeras novelas –Un trozo de mi corazón (Anagrama, 1992) y La última oportunidad (Anagrama, 1993)–, Richard Ford decidió aceptar un puesto como periodista deportivo en la revista neoyorquina Inside Sports. Con la humildad de siempre, cuenta Ford: «Pensé que había tenido la oportunidad de publicar dos novelas y ninguna de ellas había causado demasiado revuelo, de modo que quizás debería aceptar un trabajo de verdad y ganar mi sustento». En 1982 la revista cerró y cuando rechazaron a Ford en Sports Illustrated, decidió volver a la ficción. De su experiencia como reportero nació El periodista deportivo, finalista del PEN/Faulkner y considerada por la revista Time como una de las cinco mejores novelas publicadas en 1986. «Vive y deja vivir» es el lema de Frank Bascombe, con quien nos reencontramos, convertido en agente inmobiliario, en las siguientes novelas de esta trilogía: El Día de la Independencia (Anagrama, 1996), con la que Ford consiguió el Pulitzer y el PEN/Faulkner, y Acción de Gracias (Anagrama, 2008), la menos consistente, a pesar de sus más de setecientas páginas, valga la ironía. Dislexia Como otros grandes escritores (Scott Fiztgerald, W.B. Yeats o Roberto Bolaño) también Richard Ford adolece de una ligera dislexia. Parece que para un escritor, más que una dificultad, la dislexia podría llegar a ser incluso un «regalo». Así lo ha comentado el propio Ford. Asegura que en lugar de ser un lastre, la dislexia le ha ayudado a convertirse en un buen lector, en un lector lento, atento a las frases, capaz de acercarse a un libro con un ritmo tranquilo. «Aprendí a leer –a leer cuidadosamente, quiero decir– en 1969, a los veinticinco años. Estudiaba entonces en la escuela de posgrado y trataba de decidir si debía comenzar a escribir relatos. Estaba casado y vivía en un piso


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Javier Morales es escritor y periodista. Ha publicado la novela Pequeñas biografías por encargo y los libros de relatos Lisboa y La despedida. Colabora habitualmente con varios medios de comunicación. Mantiene una columna dominical, Área de Descanso, en El Asombrario, el portal de cultura de eldiario.es.

pequeño. Había abandonado la Facultad de Derecho el año anterior. Me había marchado lejos de casa, a California, y no sabía mucho», cuenta en Flores en las grietas. Por extensión, la dislexia no solo ha favorecido su hondura como lector, también le ha ayudado a profundizar en su escritura, morosa, lenta, con múltiples digresiones y veredas. Parejas Una buena parte de las historias de Richard Ford hablan de parejas frustradas, de infidelidades, de vacíos matrimoniales, de la incomprensión entre padres e hijos. A quien le guste buscar las inevitables correspondencias entre la vida y la obra de un autor conviene aclarar que Ford lleva casado desde 1968 con Kristine Hensley, una eminente urbanista, y a ella le ha dedicado todas sus obras. No tienen hijos. Y además, ¿qué importa? ¿Acaso era un insecto Franz Kafka? Escribir sobre parejas (recordemos Madame Bobary, La Regenta, Anna Karenina, algunos de los relatos más significativos de Chéjov) es sólo una excusa para hablar de otras cosas. Richard Ford se decanta más por el estilo que por la trama en sí, por sus frases sinuosas, con pequeños afluentes y abundantes descripciones, como si sus palabras recorriesen nuestros capilares, tocándolos suavemente. La geometría de los relatos. Richard Ford no solo es un gran escritor. También nos ha enseñado a leer relatos magistrales, como «Oh, ciudad de sueños rotos», de Cheever, incluido en su Antología del relato norteamericano (Galaxia Gutenberg, 2002). Como buen chejoviano, Ford cree que la clave de un buen relato no está en el inicio ni el final, sino en el centro. «La mayoría de los relatos – salvo esas pequeñas novedades conocidas como ficción súbita

o instantánea y que no he podido leer hasta el final a causa de su acorazada promesa de ligereza tóxica– se desarrollan casi por completo en lo que podría llamar sus zonas centrales, en lo que está escrito entre el crucial e ingenioso comienzo y su geométrico e innegociable final». En cuanto al propio Ford, si tengo que elegir entre su obra narrativa me quedo con sus libros de relatos: Rock Springs (Anagrama, 1987), De mujeres con hombres (Anagrama, 1999) y Pecados sin cuento (Anagrama, 2001). En este último libro (cuyo título original es A multitud of sins, nunca entendí la traducción) resuena el eco de otra escritora sureña, la inmensa Flannery O´Connor. No dejen de leer el largo e intenso relato final, «Abismo», casi una nouvelle, donde una relación extramatrimonial coloca a los personajes frente un precipicio moral y ético. Canadá La última novela publicada por Richard Ford. Como el resto de sus obras traducidas al castellano, editada por Anagrama. La siguiente después de la trilogía sobre Norteamérica protagonizada por Frank Bascombe. Ford regresa a Montana para contar la historia de Dell Parsons, un chico de quince años que ve cómo su vida da un giro imprevisto después de que a sus padres los detengan y los encarcelen por el robo de un banco. El chico se traslada a Canadá, donde la nueva situación le obliga a madurar con rapidez, a despedirse prematuramente de la infancia. Debe aprender a vivir como un adulto. En esta novela, contada en primera persona por Dell Parsons, Ford nos desvela buena parte de la trama en el inicio. Como siempre, lo que le interesa a este escritor no es lo que ocurre sino cómo ocurre, dar un rodeo que le permita indagar en la geografía emocional del protagonista. De nuevo, el centro es la clave de la historia.

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De jaulas, ráfagas y silencios: viaje oblicuo a través de la narrativa de Carson McCullers Laia López Manrique (i) Pensar en Carson McCullers se parece a pensar en un extraño animal moribundo. Un animal caído en un claro, un ave de pobre plumaje y alas mustias. Aún respirando, voluntarioso, el animal señala con la mirada, hacia arriba, un lugar invisible. Allí donde se abre el aire que la herida sustrae, allí donde el oxígeno se cuela y amenaza con perderse. En ese lugar escribió Carson McCullers su obra: en un espacio seco, angustiado y vacío. En una jaula sin dimensiones ni barrotes y que estaba, sin embargo, cerrada. (ii) No es sencillo hablar de la obra de Carson McCullers porque no es sencillo encuadrarla, etiquetarla, sin cometer una cierta traición al espíritu modular y desparejo de su escritura. La obra de Carson McCullers no es compacta, más bien presenta contornos irregulares y poliédricos, brota en el mapa literario de su tiempo desde la orfandad y podría conducir a una cierta aporía crítica. Tal vez se pueda investigar de dónde sale, de qué es reflejo, pero es muy complicado encontrar a sus semejantes. Como la narrativa de Isak Dinesen, a quien ella tan profundamente admiraba, o la poesía de Renée Vivien, a quien tal vez desconocía y que fue deliberadamente anacrónica, la escritura de Carson McCullers germina como una flor rara en mitad de una densa canícula. Tal vez se pueda lograr dar una imagen de McCullers en relación a la figura de estas dos escritoras que han sido, como ella, a menudo, relegadas a un segundo plano. Así, McCullers, como Vivien, no está interesada en cambiar el lenguaje sino en canalizar a través de él, y casi a su pesar, los motivos que sostienen su obra (el aislamiento, la incapacidad de amar, la separación, la ambivalencia sexual). Y, como afirmó de Dinesen, ella misma era una lusus naturae, una broma de la naturaleza: un personaje singular que contradice el orden causal de los acontecimientos. Así lo fue el fenómeno de la publicación de su primera novela en 1940, El corazón es un cazador solitario, que llevó a una joven de veintitrés años de Columbus al éxito literario.

(iii) Existe un cuento de Isak Dinesen titulado El joven del clavel que puede dar cuenta en parte, metafóricamente, de la trayectoria de Carson McCullers. Es la historia de Charlie Despard, un joven escritor que descansa una noche en un hotel de Amberes y, de pronto, tras la irrupción de un joven radiante que ha errado, cree Despard, el número de puerta, vuelve a acostarse y se siente presa de una desgracia infinita. Decidido a dejar a su mujer y abandonar la escritura, cree poder escapar de la muerte al contemplar la visión de los barcos del puerto. En ellos, Despard ve no únicamente una solución vital, sino también metafísica: la oquedad de los barcos, su condición superficial que enlaza, sin embargo, con las profundidades del agua. Llama a los barcos «ángeles pesados y vacíos». Los barcos son las plataformas flotantes de conexión, de hilatura. El joven escritor de Dinesen es trasportado, en su aventura nocturna, por una iluminación que le salva de la «enfermedad mortal», como llamaba Kierkegaard a la desesperación, y que en su caso consistía en una indiferenciación entre la vida y la muerte. Y la misma Carson McCullers decía escribir a base de iluminaciones, de ráfagas, fragmentos de luz que sostenían gravitatoriamente el peso de sus libros y cuya llegada depende, en sus palabras, «del azar y la belleza». En el caso de McCullers, parece posible percibir a partir de sus textos que la iluminación no llegaba a través de un aspecto visual sino más bien auditivo, como alguien perseguido por grandes y arrolladoras ráfagas musicales. De tal modo, la obra de McCullers podría definirse, teniendo en cuenta las carencias propias de toda definición, como una obra impresionista. El sentido de la iluminación emparenta a McCullers, a pesar de su mayor conservadurismo lingüístico y formal, con dos autores anglosajones a los que leyó con atención e interés: Katherine Mansfield y James Joyce. Porque en todos ellos lo epifánico, en sus distintas variaciones, como un anverso de la intimidad y una vivencia en cierta manera religiosa de la escritura, actúa como vértice, bien de la trama de los relatos, bien del proceso mismo de la creación literaria.


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dossier: Laia López Manrique. De jaulas, ráfagas y silencios: viaje oblicuo a través de la narrativa de Carson McCullers

(iv) Si la novela de McCullers es una novela realista, lo es en la medida en que responde al compromiso en la conciencia social y el retrato de las formas de vida en el sur de los Estados Unidos, sin que ese compromiso ni ese retrato se conviertan efectivamente en un enraizamiento. La narrativa de McCullers sobrevuela el enraizamiento, no hace arraigo sino bosquejo y sutil infiltración, sobre todo enfocada, en su caso, hacia el trazo psicológico. Ella misma reflexiona sobre en qué medida la llamada literatura del sur puede ser realista y la coloca en relación directa con el realismo ruso del siglo XIX, especialmente con Dostoievski y con Tolstoi. Tal relación debe entenderse desde el punto de vista de las condiciones históricas y del nulo valor que, tanto en la Rusia zarista como en el sur de los Estados Unidos, se concedía a la vida humana. A partir de ahí, el enlace entre ambas narrativas se hace más claro. El caso de Faulkner, más cercano a la concepción trágica de Dostoievski, y el de McCullers, más cercano a Tolstoi por su planteamiento moral, dan cuenta de ello. (v) La obra de Carson McCullers es, a diferencia tal vez de Hemingway, Capote u O’Connor, una obra que pivota esencialmente alrededor de los personajes y sus enmarañadas relaciones. Su concepción de la novela no deja de ser tradicional y no es una agente activa en su transformación; sin embargo, se concentra con gran intensidad en el tejido dramático como un arácnido urdidor de tramas y silencios. McCullers es hábil en la creación de atmósferas cautivas donde los personajes se mueven, sin embargo, con una vívida resolución. Sabe darles vida y aliento, incluso en lugares tan duros y asfixiantes. Por todo ello, casi parece factible afirmar que su visión de la novela corre en paralelo a un impulso fundamentalmente teatral. Una de las características básicas de los personajes de McCullers es la deformación. Logra conmover a través de personajes grotescos, de rasgos excesivos e incluso melodramáticos, como el criado Anacleto de Reflejos en un ojo dorado, la pareja de mudos John Singer y Spiros Antonopoulos de El corazón es un cazador solitario o el jorobado Lymon de La balada del café triste. Suele tratarse de personajes marcados por la enfermedad, la incomprensión, la desventura o el abandono. Curiosamente, se trata casi siempre de personajes masculinos; las mujeres de la obra de McCullers suelen aparecer de manera tangencial y raramente son protagonistas. Tal vez la más fuerte en su desarrollo es la niña Mick Kelly de El corazón es un cazador solitario, que reelabora el tema del amor a la música y la adolescencia truncada ya emprendido en la primera narración de McCullers, Wunderkind. Los personajes adultos en los que se detiene son fundamentalmente hombres. En las mujeres resalta la distancia, la inadecuación, la androginia y una cierta, autoinflingida, perversidad.

(vi) Igual que El ruido y la furia de William Faulkner es una gran novela sobre el incesto, Reflejos en un ojo dorado es una gran novela sobre la homosexualidad en un contexto imposible: el ejército americano en los años treinta. La novela tematiza el lado prohibido del deseo en su frontera con la violencia, y lo hace a través del recurso a las miradas cruzadas de unos personajes condenados a no encontrarse: el capitán Penderton y el soldado Williams. Es una novela estructurada alrededor de la mirada como eje y motivo de la narración. Cada uno de los personajes, en su esfera segregada y brutal, la dirige hacia el objeto de su deseo sin posibilidad de realización. Alegóricamente, en el centro de la novela aparece, a través de las palabras del fantasioso criado Anacleto, la imagen de un ojo dorado que recoge los reflejos de algo «delicado y grotesco». En Reflejos en un ojo dorado resplandece la concepción del amor de Carson McCullers como espacio de no correspondencia. El amor frustrado, obcecado y mórbido del capitán hacia el soldado Williams y la fascinación ciega del soldado por Leonora Penderton proyectan una visión desesperada del amor. En El corazón es un cazador solitario y en La balada del café triste, esta visión hace acto de presencia en la relación entre los dos mudos y en el triángulo formado por Miss Amelia, el primo Lymon y Marvin Macy, en un cuadro acusadamente decadentista e hiperbólico. Sin embargo, en el cuento «Un árbol. Una roca. Una nube», se perfila extrañamente una solución a esa cadena de desencuentros que supone su concepción del amor. El personaje de este cuento, un viejo borracho, cuenta a un chico cuál ha sido su trayectoria y su aprendizaje. El hombre ha hecho una transición inversa, desde el dolor que supuso para él el abandono de su mujer, hasta lograr depurar el amor, despersonalizándolo y depositándolo sobre todas las cosas, partiendo de lo más pequeño e insignificante. Esa propedéutica amorosa bloquea el sufrimiento que conlleva empezar a amar al otro, al que se escapa y conduce al mayor peligro. Dice el hombre: «Puedo amarlo todo. No tengo ya ni que pensar en ello. Veo una calle llena de gente y una luz hermosa entra dentro de mí. Cualquier cosa, hijo, o cualquier persona. ¡Todos desconocidos y todos amados! ¿Te das cuenta de lo que puede significar una ciencia como la mía?».

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Laia López Manrique (Barcelona, 1982) estudió Filosofía y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autora del poemario Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012) y ha participado en diversas antologías, como Voces Nuevas (Torremozas, 2009), Blanco Nuclear (Sial, 2011), Hijas del pájaro de fuego (Fin de viaje, 2012) o Sangrantes (Origami, 2013). Es directora de la revista literaria Kokoro (www.revistakokoro.com).

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Siete versiones del realismo sucio Salvador Perpiñá Style is the answer to everything Charles Bukowski

.En una reciente entrevista, Richard Ford sostenía que lo del realismo sucio fue un «inocente truco publicitario». Ya ese vistoso y tan poco académico «dirty» proclama a voces su condición promocional, como sugiriendo emociones fuertes y momentos escabrosos a un público ávido. La denominación se suele ampliar más allá de los escritores incluidos en 1983 en el número veraniego de la revista Granta, donde Bill Buford acuñó el término. ¿Cómo ha sido su relación con las pantallas? En cierta manera se podría decir que casi todo el cine americano que ha merecido la pena desde los setenta sigue de algún modo el credo estético del realismo sucio. Películas como The Last Picture Show (Peter Bogdanovich, 1971), Fat City (1972) y Wise Blood (1979) de John Huston o Dog Day Afternoon (1975, Sidney Lumet), aun bebiendo de otras fuentes literarias, son probablemente más representativas de la poética del movimiento que algunas de las que vamos a repasar. En todo caso, la corriente literaria ha dado para al menos tres obras maestras, que no es poco. Fight Club (David Fincher, 1999) La adaptación de la novela homónima de Chuck Palahniuk se transformó en una película de culto tras su aparición en DVD, pero su paso por las pantallas fue discreto. La propuesta de un camino de perfección que parte del insomnio y las sesiones de autoayuda para pacientes con cáncer testicular y culmina en una vasta sociedad secreta que ejerce un terrorismo chic, pasando por rituales de virilidad y pugilato, con ribetes fascistas y homoeróticos, no es el tipo de historias que llena las salas. Nuestra crítica nacional se despachó a gusto. Carlos Boyero llego a calificarla de «pretenciosa gilipollez» y desde las páginas de El País se la tachaba de

«puro despropósito». Sin embargo Fight Club es irresistible. Faltona, desesperada, macabra y en ocasiones hilarante, sigue resistiendo el paso del tiempo aunque las estrategias de choque de Palahniuk hayan acabado por cansarnos en sus siguientes novelas. La adaptación, basada en un guión de Jim Uhls, es modélica. Todo el libro está en ella, su humor negro, su nihilismo radical y su abandono destructor, su tono de letanía hipnótica. Edward Norton y Brad Pitt, en una inspirada jugada de casting, son capaces de construir personajes creíbles y vibrantes, que en otras manos no hubieran trascendido la condición de cartoon. Habrá quien desdeñe a David Fincher por su pasado de realizador publicitario y de videoclips, sus manierismos y esa mezcla de meticulosa sordidez y un acabado extremadamente pulido marca de la casa, pero créanme, hace falta un pulso extraordinariamente firme y un sentido asombroso de la medida para que el enfebrecido material de Palahniuk no se te vaya de las manos, para que podamos aceptar lo que se nos está contando sin que la sombra del ridículo sobrevuele la operación. Fight Club es de esas películas que encarnan el zeitgeist con precisión. El asombroso plano final en que los dos protagonistas cogidos de la mano ven derrumbarse los rascacielos sobre el skyline nocturno, mientras suena el Where is my mind? de The Pixies, adquiere una perturbadora cualidad profética a la luz de los hechos que tendrían lugar dos años después, un once de septiembre. Ask the Dust (Robert Towne, 2006) Escrita y dirigida por Robert Towne, el reputado guionista de Chinatown, la adaptación cinematográfica de la tercera y más popular de las novelas de John Fante, es un desastre sin paliativos. Ask the Dust en ocasiones parece una primera película, sus torpezas de dirección resaltan más aún en medio de la opulen-


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ta fotografía de Caleb Deschanel y la notable reconstrucción de época. La película incurre en un error estético común que ya detectó Borges en ciertos admiradores del Quijote. En la novela de Fante, publicada en 1939, su alter ego, el joven Arturo Bandini llega a la mítica ciudad de Los Ángeles para darse de bruces con la realidad presente, fea y común. La película no puede evitar la tentación de glamourizar una época y un lugar concretos, estrategia que culmina con la elección de Salma Hayek como protagonista femenina, transformando así el personaje triste, frágil y desconcertante de Camila en un digesto de todos los clichés en torno a la mujer latina. Pero más asombrosas resultan las debilidades del guión empezando por un uso de la voz en off machacón y pomposo, recordándonos a cada instante que estamos ante la adaptación de una Gran Novela Americana. Los desencuentros del jovencísimo Bandini (Colin Farrell), aspirante a escritor, virgen, inexperto y arrogante, con la imprevisible y salvaje Camila, jamás resultan convincentes. Finalmente, lo que es una novela de aprendizaje, una crónica irónica pero llena de profunda piedad, se pretende transformar llegado un punto en una épica historia de amor e incomprensión racial con ecos de La Dama de las Camelias. Y hasta ahí podíamos llegar, decididamente John Fante merece otra cosa… Reflections in a Golden Eye (John Huston, 1967) Nada en principio más opuesto que la sutileza de McCullers y el tono vocinglero de Chuck Palahniuk, pero hay que admitir que en 1941, la fecha de su publicación, Reflections in a Golden Eye no resultaba menos escandalosa que las febriles fantasías del autor de Fight Club: el ejército americano como hervidero de pulsiones homosexuales, adulterios, soldados que cabalgan desnudos, voyeurismo, mujeres neuróticas que se mutilan los pezones con tijeras de podar… Paradójicamente, con un material tan incendiario la adaptación de John Huston, escrita por el novelista escocés Chapman Mortimer, abundante en diálogos explicativos y enfáticos, acaba resultando distante, extrañamente fría y, lo que es peor, tediosa. En la breve novela de McCullers, lo que mantiene en pie una historia semejante, donde los personajes parten de extremos tan acusados que difícilmente puede apreciarse en ellos algo parecido a una evolución, es la voz y la mirada de su auto-

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ra, un inconfesado aliento poético pudorosamente agazapado en cada línea. John Huston, director mucho más cerebral y refinado que lo que imagen popular de varón cazador dado a los grandes cigarros nos haría creer, intenta imprimir un estilo propio a su versión. Rodada en 1967, en pleno ocaso del Código Hays y en el año del Summer of Love californiano y la popularización de la psicodelia, la película se lanza gozosamente a desafiar los límites de lo permitido en una pantalla y a explorar interesantes posibilidades de puesta en escena, entre ellas un fascinante uso del color, cortesía del operador Aldo Tonti. Elizabeth Taylor, aunque ligeramente unidimensional, compone uno de esos personajes de mujer vulgar y sensual que sabe hacer con los ojos cerrados. Marlon Brando toma constantemente decisiones actorales fascinantes pero fallidas, consiguiendo que el torturado personaje del mayor Penderton sea devorado por su propia marlonidad. Curiosamente, John Huston siempre la consideró una de sus obras más conseguidas This Boy’s Life (Michael Caton-Jones, 1993) Versión de la novela autobiográfica de Tobias Wolff, escrita por Robert Getchell, el guionista de Alice Doesn’t Live Here Anymore (Martin Scorsese, 1974), con la que tiene varias cosas en común. Demasiadas, añadiría, porque una sensación aplastante de déjà vu invade todo el metraje. Michael Caton-Jones dirige de manera solvente e impersonal, de manera que This Boy’s Life acaba ofreciendo una mirada decisivamente Hollywood sobre el material literario del autor. Esa mirada Hollywood consiste en la aplicación sistemática de determinadas figuras narrativas que ciertos analistas de guión gustan de considerar arquetípicas, implica el uso de canciones de los cincuenta como evocación afectuosa y también porque, ¡qué demonios!, dan algo de marchita, implica que la banda sonora en todo momento nos dicta qué es lo que debemos sentir. La complejidad moral de las memorias de juventud de Tobias Wolff, la aguda escisión entre sus fantasías, su autoconciencia y la realidad, son laminadas para contar una historia de superación y lucha por la libertad mil veces vista. Sin duda que hay elementos de notable dureza, pero quedan diluidos en la blandura de un discurso estandarizado. Ellen Barkin clava su papel de madre a la deriva, pero simpática y decidida, un debutante Leo DiCaprio, revelando

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que ya era un actor extraordinario y una presencia a veces irritante, compone un matizado personaje de adolescente conflictivo pero simpático y decidido. Un señor muy parecido a Robert de Niro parece pasárselo en grande sobreactuando como némesis de la simpática y decidida pareja protagonista. Short Cuts (Robert Altman, 1993) Del encuentro entre Raymond Carver y Robert Altman surge la que sin duda es la obra maestra de este último, en el sentido de ser la más equilibrada, aquella en que la tendencia a las fugas de tono, a la dispersión y a cierta complacencia, características del maestro de Kansas City, se ve atemperada por la necesidad de manejar un material temático rico y complejo. La película adapta nueve relatos de Raymond Carver – uno de ellos, la historia de la cantante protagonizada por Annie Ross, creado especialmente para la ocasión– y uno de sus poemas. Robert Altman despliega todo su virtuosismo a la hora de construir grandes frescos corales. La adaptación del mismo Altman y Frank Barhydt sabe entrelazar brillantemente los diferentes relatos y los cerca de veintidós personajes, componiendo una especie de estructura tridimensional mayor que la suma de sus partes. Ambiciosa, libre como una improvisación de jazz, de una cínica franqueza realmente refrescante en el cine americano –ese inolvidable desnudo frontal de Julianne Moore–, Short Cuts nos graba en la memoria una América a la vez familiar y a contrapelo. La influencia de Short Cuts ha sido considerable en directores jóvenes como Paul Thomas Anderson. Es imposible no ver en Magnolia (1999) una personal revisión del clásico de Altman, incluyendo la lluvia final de ranas que ejerce la misma función catártica que el terremoto que cierra éste. Y sí, es la obra maestra que la crítica asegura. Tales of Ordinary Madness (Marco Ferreri, 1981) Adaptación libre de algunos de las historias y situaciones contenidas en el libro de relatos Erections, Ejaculations, Exhibitions, and General Tales of Ordinary Madness, de Charles Bukowski, en especial del cuento «The Most Beautiful Woman in Town». Marco Ferreri nunca se distinguió especialmente por su sutileza, ni en el terreno ideológico (fue un director dado a expresarse mediante parábolas) ni en el de la puesta en escena. Tales of Ordinary Madness no es una excepción. Sin embargo, ese estilo tan desmañado y visceral que llega a parecer un no estilo se adapta perfectamente a la poética de Bukowski.

Ben Gazzara, encarnando a Charles Serking, variación del habitual Henri Chinaski, proyección hipertrofiada del ego del autor, parece a veces descolocado pero con frecuencia queda absolutamente poseído por su personaje. A diferencia de otras versiones del personaje más pirotécnicas, como la de Mickey Rourke en Barfly (Barbet Schoreder, 1987), la actitud de Ben Gazzara es de una notable contención, sin alardes ni gran guiñol. El paisaje urbano de L.A. rehuye la imaginería habitual y se nos muestra con una irresistible fealdad. La película es en ocasiones decididamente grotesca, la estructura en bloques episódicos resulta arrítmica y, sin embargo, no se puede negar que, de un modo especial, Tales of Ordinary Madness es inolvidable. No Country for Old Men (Joel & Ethan Coen, 2007) Probablemente la mejor película de los hermanos Coen. La intensidad seca y alucinatoria de la prosa de Cormac McCarthy los empuja a su apuesta más radical, que es a la vez su obra más contenida. McCarthy inspira mucho respeto. Los Coen siempre han sido unos guionistas muy literarios, y la adaptación es extraordinariamente respetuosa con el fondo y la forma de la novela. Se limitan a aplicar sabios ajustes estructurales y, eso sí, se permiten hacer más lacónico a un Anton Chigurh, que en la novela parece curiosamente proclive al sermón existencialista. Como directores toman una serie de arriesgadas decisiones formales, como la renuncia casi absoluta al uso de la música, el empleo de actores no demasiado conocidos como Josh Brolin, Kelly MacDonald o Javier Bardem (aún un relativo recién llegado a la industria americana), reservándose la figura ya icónica de Tommy Lee Jones para el protagonista y narrador, el empleo de bruscas elipsis en momentos clave y, la más importante de todas, una renuncia expresa a mucho de sus estilemas habituales, consiguiendo una narración de enorme transparencia que, sin llamar la atención sobre sí misma, ofrece alguno de los momentos de más deslumbrante pureza cinematográfica en toda su obra. Decir que la adaptación de los Coen hace justicia al inmenso poder de la voz de Cormac McCarthy es el mejor cumplido que se me ocurre para su trabajo.

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Salvador Perpiñá (1963) es guionista de televisión, donde ha participado en series como Periodistas, Los Serrano, Pelotas o Isabel. En la actualidad, convencido de que justo lo que necesita el mundo es otro escritor más, está preparando su primer libro de relatos Prácticas de Tiro.


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dossier: Rebeca García Nieto. Cormac McCarthy, el apocalipsis del realismo sucio

Cormac McCarthy, el apocalipsis del realismo sucio Rebeca García Nieto Aunque en los años ochenta fue incluido en la nómina del realismo sucio, la obra de Cormac McCarthy elude cualquier etiqueta. Novelas como Meridiano de sangre o las que componen la llamada Trilogía de la frontera pueden considerarse westerns… o anti-westerns; No es país para viejos es un western urbano, para unos, o una road novel, para otros; La carretera, novela con la que se alzó con el Pulitzer en 2007, ha sido catalogada de post-apocalíptica, de ciencia ficción, se ha dicho que es una historia velada sobre el once de septiembre o, incluso, una historia de amor. Tal y como Richard Ford reconoció hace unos años, la expresión realismo sucio, y otras etiquetas que se acuñaron para agrupar a algunos autores americanos en los ochenta (KMart realism, Diet-Pepsi minimalism, Post-Vietnam, post-literary, postmodernist blue-collar neo-early Hemingwayism…), no fue más que un truco publicitario que «proporcionó grandes y duraderas audiencias a los escritores que pretendía promocionar». Cuestiones de marketing aparte, lo cierto es que, exceptuando el minimalismo estilístico, poco tiene que ver la obra de McCarthy con la de los sospechosos habituales de este movimiento (a saber, Raymond Carver, Charles Bukowski, Tobias Wolff, Richard Ford, Frederick Barthelme o Jayne Anne Phillips). Para Eloy Fernández Porta, la buena aceptación que tuvo el realismo sucio se debe, paradójicamente, a su limpieza: «esto es, su indiscutible elegancia formal, su estilo doliente y escueto, su caballerosa manera de retratar la conflictividad suburbana, describiendo frecuentes circunloquios respecto de los temas del sexo, la violencia y la abyección. Simulacro de verismo, por tanto; simulacro de suciedad». En cambio, la violencia explícita, unas veces narrada con inusual belleza, como si el autor se deleitara describiendo una escena de tortura, y otras con una objetividad desasosegante, es omnipresente en la obra de McCarthy. Éste tampoco suele servirse de perífrasis para bordear los aspectos más sórdidos del sexo o pasar de puntillas sobre lo más abyecto del ser humano. En

este sentido, cabe recordar las brutales violaciones de Meridiano de sangre o el retrato que hace del incesto, la pedofilia o la necrofilia en Hijo de Dios. Otra marca de fábrica del autor, que le aleja también del realismo sucio en sentido estricto, es su gusto por lo mítico, lo alegórico o incluso bíblico. Tradicionalmente, el realismo sucio describe las vidas cotidianas de personas normales que hablan de forma corriente y moliente. Los críticos han comparado los diálogos mínimos de McCarthy con los de Samuel Beckett, escritor poco sospechoso de emplear un lenguaje normal y corriente. Además, se le ha comparado con Shakespeare o Melville, con los que comparte ese tono bíblico tan característico. Así, el protagonista de La carretera, refiriéndose a su hijo dice: «Si él no es la palabra de Dios, entonces Dios nunca habló». En otro punto de la novela, Ely, un anciano con el que padre e hijo se encuentran en su periplo por la tierra baldía, y posiblemente una alusión al profeta Elías, dice: «Dios no existe y nosotros somos sus profetas». Gran parte de su obra de teatro The sunset limited gira también en torno a una Biblia. No obstante, aunque la obra de McCarthy se aleja de los cánones del realismo sucio, críticos como James Wood, de The New Yorker, han señalado que sus últimas novelas, especialmente No es país para viejos y La carretera, son «el fin de trayecto lógico, y una especie de triunfo definitivo, del minimalismo americano que se hizo conocido en los ochenta bajo el nombre de realismo sucio». Al igual que en novelas como Meridiano de sangre McCarthy revolucionó el western desde dentro, subvirtiendo los presupuestos característicos del género, en sus últimas novelas ha dado una vuelta de tuerca al minimalismo llevándolo a un extremo hasta entonces desconocido. En ese sentido, La carretera muestra cómo sería el realismo cuando ya no hay realidad que representar. Para el escritor Michael Chabon, uno de los mayores logros de La carretera es que se las ingenia para «aniquilar el

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Pedro Juan Gutiérrez: Poemas de Arrastrando hojas en la oscuridad

Pedro Juan Gutiérrez Arrastrando hojas secas hacia la oscuridad El límite del vacío Un amigo me cuenta cómo su padre murió hace pocos días. Tenía 66 años. Once hijos dispersos. Cuatro mujeres muy jóvenes. Era un hombre pobre. Vivía en un pueblo del interior. Obsesionado por el sexo, pagaba a muchachas jóvenes, de 18 años. Y menos. Su esposa, de 39, le parecía vieja. “Era un animal”, dice mi amigo. Potente y salvaje, un tipo con mucha energía. Siempre en la calle. Vendiendo algo. Dulces, Galletas, chocolates caramelos. Sólo para tener algún dinero y pagar a las jovencitas. Tomaba pastillas de Viagra a diario. Y sólo hablaba de su potencia y de sus placeres. Alardeaba: “¡Soy un gallo fino! ¡El gallito Fumanchú!” La presión arterial le subió. 250-200. Murió con un golpe de folklore: tuvo un espasmo y se quedó tieso encima de una jovencita. Con una mueca terrible en el rostro. Ella se aterró. Logró escabullirse a un lado y quitárselo de encima. Quedó muda y sin dormir durante cuatro días. Lo enterraron con la picha en erección. Tuvieron que atarla a su muslo izquierdo. Una muerte perfecta. Hermosa y brutal. Su hijo me lo cuenta todo fríamente. Analiza los efectos del Viagra, riéndose. No entiendo por qué se ríe. Unos días después, en un velorio, nos encontramos un grupo de viejos amigos. Hablamos largamente de la eutanasia y la cremación. Les cuento mis experiencias desagradables al exhumar a mis abuelos y a mis tíos. Todos coincidimos: que nos incineren. Y nada de ceremonias y tonterías con las cenizas. Las pueden tirar a la basura. Mi generación, hastiada de rituales, ceremonias, discursos, héroes, banderas, medallas. Queremos ser intrascendentes y mortales. Entonces compruebo que he perdido el miedo a la muerte. Ya no me aterra esa señora invisible y silenciosa que siempre tenemos a nuestro lado. Supongo que es decisivo cumplir 60 años. Ahora miro el show sonriendo en la distancia. La gran comedia. Y recuerdo el verso del Tao Te Ching: Camina hasta el límite del vacío Conserva cuidadosamente el centro tranquilo

Cómo comprender el arte moderno Ratas hinchadas que las olas arrastran hasta la playa temprano en la mañana. Ahí yacen, al sol. Eso es el prólogo. Dos cabecitas cercenadas viajan y conversan dentro de un viejo auto. El resto del cuerpo nunca aparece aunque sospecho que es grande la tentación: descuartizar el proceso civilizatorio. Racionalizar. Hibernar en oxígeno líquido. Las estatuas de Lenin, destrozadas, yacen boca abajo en el suelo, y algunas latas de Campbell’s Soup. El show de los hermosos objetos cotidianos. Danger! No trespassing! Ya nadie se comporta como Atila el Huno. Más bien como Cocó Chanel. La lucidez conduce a la locura.

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Pedro Juan Gutiérrez: Poemas de Arrastrando hojas en la oscuridad

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En Guadalupe Es una negra joven y hermosa. Alegre. Irrefrenable. Irradia energía como quien dispara chispas al rojo vivo. Por la noche bailó con los tambores. Sudaba y reía. Indetenible. Más allá, en la oscuridad, los cañaverales, los pastizales con ganado. Las diminutas ranas croan incesantemente entre los plátanos. Ella, desenfrenada, sigue bailando como una esclava incansable junto a la vieja y enorme mansión de madera y tejas. Sólo hay luces de velas en candelabros de plata. Y tambores. Los blancos, distantes, bajo enormes toldos junto a la piscina, beben cocktails exóticos con jugo de piña y mastican delicados canapés de caviar y salmón. Mantienen la distancia. Alejados de la plebe. Nada de mezclas. En pleno siglo XXI pienso que estoy en el XIX. Más tarde se acercó y me dijo: “En su novela hay mucho sexo pero no hay ni un cunilingus”. Y se reía provocativa y eufórica. Sudaba, un poco borracha. Me entusiasmé: “Pas de cuni lingus dans le livre, mais c’est possible maintenant”. Pero ya se alejaba. Riendo. Regresó al baile. A exhibir, desenfrenada, su lujuria. Y pensé: a su edad yo también era una bola de fuego.

Enloquecen Ya no buscan respuestas. Son una manada de lobos furiosos perdiendo terreno. Guardan basura y ratas en el sótano. Enloquecen. Es desespero incontrolable. Lobos solitarios y pervertidos. Con ansia de sangre y semen. Clavan sus colmillos en el pescuezo del otro. De noche. Sobre todo de noche. Hijos de su época. Buscan en los cubos de basura. Supongo que hay redención. No sé. Es improbable. Se ríen a carcajadas. Y la música resuena sin parar. El sábado por la noche regreso a casa a las tres de la mañana. Un poco borracho. Una de ellas, sonriendo, se ofrece: “Papi, llévame contigo, loco, dale, tú eres tremendo loco”. Sonrío. Me desentiendo y sigo con la música a otra parte.

300 ancas de rana Las ranas se esconden en el pantano. Se hunden, pero el cazador mete el brazo en el fango y las atrapa. Es fácil. De un tirón, las descuartiza. Se queda sólo con las ancas y las patas traseras. La rana grita de un modo horrible, con las tripas al aire. Y se entierra de nuevo en el fango. Hay un fuerte olor a pudrición y muerte. Alrededor, los arrozales y la oscuridad de la noche. Cuando regresamos al amanecer, el hombre carga un saco con 300 ancas de rana. Y está alegre. La cosa marcha bien.

Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, 1950), es uno de los autores indiscutibles de la corriente literaria conocida como realismo sucio. Ha ejercido diferentes oficios: cortador de caña, trabajador con explosivos, boxeador, periodista… Su libro de relatos Trilogía sucia de La Habana (Anagrama: Barcelona,1998) que contiene Anclado en tierra de nadie, Nada que hacer y Sabor a mí, ha sido traducido a veinte idiomas y registra en España once ediciones. En España ha publicado, entre otras obras, El nido de la serpiente (2006), Nuestro GG en La Habana (2004), Carne de perro (2003), El insaciable hombre araña (2002) y Animal tropical (2000), todas en Anagrama. También ha publicado, entre otros, los libros de poemas: Yo y una lujuriosa negra vieja (Lanctôt Éditeur: Montréal, 2006), Lulú la pérdida y otros poemas de John Snake (La Araña Pelúa - La Mygale à Pigalle: París, 2008) y Arrastrando hojas hacia la oscuridad (Colección Sur Editores: La Habana, 2012), un libro inclasificable entre el relato y el poema en prosa, inédito en España, y al que pertenecen estos textos.


Ángel Olgoso: Últimas voluntades, relato inédito

La vida breve

ÚLTIMAS VOLUNTADES Relato inédito de Ángel Olgoso A Paolo Remorini

.Llega un momento en nuestra vida en que somos ya extranjeros entre la gente que nos rodea. Yo dormí bajo la tierra que pisáis, hollé la senda precediendo a los que pronto la seguirán: imaginad el vértigo que debo sentir ahora al lanzar miradas al pasado desde esta tumultuosa región vuestra, desde este mundo desconocido en el que mi imaginación jamás hubiera podido llegar a recrearse. Estoy confinado en una pensión, de incógnito, a salvo de miradas indiscretas, asomándome a la calle como se contempla la luz serena que ilumina un cuadro de tormenta, enramblando las tres mil quinientas páginas de mi manuscrito. Mesa, cama y tinta bastan a un viajero que está en vela, que ha vuelto a tomar la pluma para que comparezcan sus horas pasadas, para recomponer su peregrinaje. Salgo sólo de noche: los que me vieran a la luz del día, se comportarían como un caballo espantadizo que no responde al freno de boca. Es el fruto de la inconstancia de mi suerte. Las tempestades no me han dejado a menudo otra mesa de trabajo para escribir que el escollo de mi naufragio. Un solo pensamiento ha llenado mi alma desde hace ciento sesenta años. Lo que impulsa mi empeño no es una simple precaución contra el hastío de la tumba. Un escritor necesita culminar su obra, releerse en busca de un ritmo más vivo o temperado, de un andamiaje más firme, de una acuñación más precisa. Imaginad el sentimiento de impotencia que experimenté cuando, pese a tomar todas las precauciones, el manuscrito no fue editado de acuerdo con mis últimas voluntades; cuando, para la publicación póstuma en 1849 de los doce tomos, los hermanos Penaud se limitaron a reproducir aquel informe espanto de la edición por entregas en La Presse. De ordinario, no queremos que nadie ofenda la mediocridad de nuestra vida. Y ellos me traicionaron,

rapiñaron con sus garras la hija mayor de mis ilusiones, se burlaron con sinsabores futuros: acordamos que el melancólico testamento literario de este testigo crepuscular conservaría su arquitectura intacta, que el lector podría transitar, simultáneamente, por los innumerables vestíbulos y estancias sin extraviarse. La fortuna y yo nos tomamos ojeriza tan pronto como nos vimos. Ahora, la obra a la que dediqué la mitad de mi vida, escrita en secreto mientras componía mis libros públicos, el edificio que levanté con la mies de las ensoñaciones y las sagradas osamentas de los recuerdos, no es más que una torrentera entre gigantescos murallones de palabras, un aguazal de hechos sin ligazón, de viajes y batallas, de naufragios y exilios, de cartas y lances diplomáticos, de escrófulas y honores, de calientapiés y recepciones, de palacios en Italia y desiertos en Siria, un alud atronador de tribulación y prosperidad, de nobleza y abyección, de declaraciones y mentís, una cascada que espumea sobre un lecho de ingratitudes y reveses, de intrigas y grandezas desvanecidas, de fervores resonantes e íntimas revoluciones. Estas Memorias no aparecieron en vida mía y, cuando salieron a la luz, lo hicieron desordenadas y a merced del viento de la opinión, leve y efímero como mis cenizas. Quise trazar las líneas de mi baluarte, esculpir en el alabastro de mi verbo inflamado un mausoleo vivo, adornarlo con cuadros entretejidos de evocaciones. Quise fijar para siempre las formas cambiantes de la existencia, desde el orto hasta el ocaso. Quise cantar los bosques en los bosques, el océano desde los navíos, la naturaleza en la cabaña del iroqués y en la tienda del árabe; yo que, repudiado al mismo tiempo por liberales y reaccionarios, me encontré a caballo de dos siglos como en la confluencia de dos ríos, que me sumergí

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Ángel Olgoso: Últimas voluntades, relato inédito

en sus aguas turbulentas, alejándome a mi pesar de la vieja orilla donde naciera, nadando esperanzado hacia la orilla desconocida donde van a abordar las nuevas generaciones; yo que, acostumbrado a respetar a mis lectores, nunca les entregué una sola línea que no hubiera escrito con todo el esmero de que era capaz. El casero, el señor Villèle, otro molesto Bonaparte, turba a diario mi insociabilidad golpeando con persistencia la puerta. Nada hay mejor que la vida retirada, que una celda monacal, pero como hombre que fui de pensamiento y de acción a veces quisiera que el sol me iluminara de nuevo, aunque lo hiciera como podría bañar la silueta de un fantasma; pasear a la ventura por vuestras calles y vuestros parques, lector de vidas ajenas; respirar el olor avainillado de las librerías; sentarme a la mesa en una de esos gratos cafetines a leer vuestras gacetas; trabajar bajo las lámparas de la Bibliothèque Nationale, bajo su fría fosforescencia color absenta, su resplandor tan mórbido como vapores de exquisito veneno, como exhalaciones de silencio, de soledad, de sepulcro. Las letras, cuyo cultivo es tan dulce cuando es secreto, no nos atraen fuera sino tempestades. De todos modos, he escrito bastante si mi nombre ha de pervivir; demasiado, si ha de morir. ¿Acaso no es un desatino ocuparse de una tarea literaria en los actuales momentos, entregarse puerilmente a la composición de una obra de la que nadie leerá una sola línea? Si al menos madame de Staël o madame Récamier me acompañaran tras las huellas de los propios días, si volvieran

a enternecerme con el encanto de su inteligencia, la gracia de su belleza, su talento cultivado por placer... Además, los deleites de la juventud copiados por la memoria son ruinas vistas al resplandor de una antorcha. Sin embargo, imbuido del deseo natural de lograr una obra bien hecha, guiado por la pretensión de hilvanar hasta el hilo más imperceptible del tapiz de mi vida, quise jugarme la última carta contra la mano del destino antes de desaparecer totalmente de la escena del mundo. Lo sé: nada más estéril que la gloria más allá de la tumba, a menos que haya dado vida a la amistad, que haya sido útil para la virtud y compasiva para la desgracia. Sé también que los autores ponemos mal la dirección para la morada de la posteridad y que, cuando el abismo eterno se nos lleve y engulla, la muerte helará duramente nuestras palabras. Pero este memorialista está dispuesto a lanzar su botella al mar y a confiar en que, dentro de unos años, de unos siglos, bien precintada, no habrá de hundirse en las negras aguas del olvido, donde verdades y sueños son igualmente vanos. Puedo perseguir esta aspiración sin tregua a lo largo del tiempo, dado que el estado actual de mis fuerzas resulta superfluo: no siento ya los constantes achaques de la vejez ni el peso de las canas, poseo aún una lucidez a toda prueba, y nunca se puede despojar por entero a un poeta, pues donde vaya lleva consigo su lira. Así que permanezco mudo, en el pobre cuarto de esta pensión, replegado en mí mismo como cuando era joven y corría bajo las oscuras arcadas de


La vida breve

Entrevista a Ángel Olgoso

Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961) ha publicado los libros de relatos Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, Los demonios del lugar (Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com, y finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica), Astrolabio, La máquina de languidecer (Premio Sintagma 2009), Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995 (finalista del XVII Premio Andalucía de la crítica), Cuando fui jaguar, Racconti abissali y Las frutas de la luna.

los bosques de Combourg, cuando la vehemencia de mi imaginación y de mi timidez impedía que me manifestara al exterior. El ruido de mis pasos no despierta a nadie. Sólo soy algo delgado y borroso al modo de una sombra, a solas con mi quimera, lejos del ruidoso confort de vuestra sociedad ajena a las buenas formas, del olor ferruginoso de las veloces y lucientes calesas que vuelan de un extremo a otro del mundo, del aire irrespirable, de la excitación científica, de los edificios de apariencia atlante, de las pantallas que agitan misteriosas imágenes, de la saciedad de comercios llenos de toda clase de extrañas bagatelas. A veces releo en su conjunto las recias resmas de mi manuscrito, otras retoco una frase, suprimo o añado pasajes, cambio la distribución original de los capítulos, no puedo menos de reparar en un quiebro inarmónico del estilo, como si olfatease rapé, persigo un detalle insignificante que se me ha escabullido, calculo para mi delicia y desesperación décadas enteras de meticulosas correcciones. Cicerón acertó al recomendar el laboreo de las letras en los momentos tristes de la existencia. La vida, siempre lo pensé y ahora puedo consignarlo, es un terrorífico relámpago que no sirve sino para descubrir un abismo. Da igual admirar el firmamento desde el seno de las selvas americanas o desde el del océano, desde una capilla de Tívoli o unas cisternas de Cartago. Y mi etapa, solitaria, soñadora y tan larga que se parece a esas vías romanas bordeadas de monumentos fúnebres, sigue avanzando a

través de este nuevo mundo: la muerte, que rompe todas las cadenas, no ha podido romper la ligera redecilla de mi obsesión. Ya veis en qué sueños se acunan los hombres hasta el último momento. Yo, que escribí esta obra en distintas épocas, con mi juventud invadiendo mi vejez y la gravedad de mis años de experiencia entristeciendo mis años de vida liviana; yo, para quien la independencia lo compensaba todo, hasta el destierro; yo, que compuse estas Memorias de ultratumba, lo hice con una predilección paternal: deseé poder resucitar a la hora de los fantasmas para corregir las pruebas de imprenta, para esparcir el barniz que ha de preservar estas frágiles pinturas. Por eso, porque la vulgar sucesión de conspiraciones que se encuentran en todos los asuntos de nuestra andadura me denegó tan acuciante anhelo, porque ya sólo hay un océano sin límites donde se mezclan las cenizas de quienes amé, porque los muertos sí pueden instruir a los vivos, el vizconde de Chateaubriand sigue aquí, entre vosotros, en esta orilla lejana que ha medido con sus pisadas. Nada puede hacer más fluida o ardiente mi sangre, pero mi paleta no está agotada: concienzudo, sobre estas páginas descosidas y revueltas objeto de mis desvelos, desde el primero hasta el libro cuadragésimo segundo, podo despacio, clareo cada rama, prodigo cuidados, permito que la savia se abra paso a pesar del injerto, me esfuerzo para que no pierda en suculencia de frutos lo que gane en lujo de espesura, limpio una por una cada palabra como hojuelas todavía verdes de un viejo árbol frondoso.

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Entrevista a Ángel Olgoso

Entrevista a Ángel Olgoso por Ginés S. Cutillas ¿Cuál es el sentido del título de tu último libro, Las frutas de la luna, recién editado por Menoscuarto? Por una parte, hace referencia a la posibilidad de considerar los relatos del libro como frutos de formas y sabores extraños, como podrían serlo si hubieran crecido así –fantasmagóricos o cautivadores, cenicientos o destellantes– en los imposibles frutales de la luna; a ese aire de ensoñación o de eclipse de sus atmósferas; al deseo de hacer eclosionar la extrañeza en la mente del lector. Por otra parte, alude a la perspectiva totalizadora de muchos de los textos: salir de nosotros mismos y de la Tierra (una mota de polvo suspendida en un rayo de sol en el vacío del espacio) nos relativiza y, al mismo tiempo, acentúa el sentido de nuestras vidas. Siempre me ha fascinado la astronomía porque, como la literatura, intenta abarcar los límites del universo, alcanzar lo inalcanzable, el delicioso vértigo del infinito. Y este libro me permitió una visión panorámica, contemplar nuestro mundo –en palabras de Chateaubriand– como «un insecto microscópico inadvertido en el pliegue del manto del cielo». De hecho, algunos de sus relatos quizá podrían considerarse pequeñas cosmogonías o, más bien, cosmoagonías. Tal vez seguí esa idea de Platón de que pensar es retirarse al archivo de lo celeste. ¿Sobre qué temas profundizas en estos veinte relatos? Hay un aura más fatalista, casi de revelación bíblica, más universal, donde el dolor o la redención nos alcanzan como especie. Trato el cerco de la locura, el anhelo artístico de lo absoluto, la paranoia provocada por el poder o por la suplantación de la personalidad, la sombra

La vida breve

de fatalidad que enrarece nuestras vidas. Pero el lector hallará también la ternura, las segundas oportunidades, el sol negro de la melancolía y otras experiencias comunes, inherentes a todos los destinos. Hay lugar para la emoción serena y la catarsis, para las historias sencillas y emotivas y los zarpazos sobrecogedores. Es, a la vez, un viaje íntimo al origen y destino de la humanidad y un viaje sideral al fondo de cada uno. En el primer relato del libro, dos operarios desmantelan el universo… Algunos lectores ven en «Contraviaje» una clara metáfora del desmantelamiento que estamos sufriendo, un cambio de ciclo, un replanteamiento general. Creo que en este texto (como en «Materia oscura» o «La pequeña y arrogante oligarquía de los vivos») se conjugan física y metafísica, la música de las esferas y el desgarro de la especie; se intenta abandonar la vista de gusano, atrapar –en palabras de Borges– el hilo de esa infinita algarabía que es la historia del mundo, lanzar –en palabras de Jarry– una eyaculación imprevisible contra las fronteras del cosmos. ¿Es el lenguaje la herramienta más eficaz de tu escritura? Es mucho más que una herramienta. Me sirvo de las palabras pero también sirvo a las palabras: intento que vayan más allá de lo narrado, que hipnoticen al lector, que tengan peso específico y capacidad fundacional, como signos de apertura a otros planos, palabras-mundo capaces de crear su propia atmósfera y de elevar la narración a un plano de significación diferente. Más que los hechos narrados son las palabras –y las imágenes que estas evocan– las que desafían y amplían los límites. Este libro lo he trabajado en clave de orfebre, con una prosa precisa, densa, exuberante a veces, trabajada a concien-

cia siempre, cercana a la poesía y a la intensidad elegíaca. Quería conseguir una exquisita conciliación de las zafiedades de lo real con la idealidad del arte, convertir en sustancia estética los misterios de la existencia. Son, por tanto, páginas que hay que leer despacio, saboreando cada palabra. Pienso que la función de la literatura es metamorfosear lo real, convertir la oruga de la realidad en la mariposa del arte, trascenderla, enriquecerla con sueños y experiencias en el alambique de la prosa, con rigor estilístico, con un lenguaje rico, elaborado y vigoroso para que no se convierta en una mera fotografía. Tus influencias son múltiples y parecen más o menos claras (Poe, Maupassant, Schwob, Kafka, Borges, Cunqueiro, Buzzati, Bradbury, Arreola, Landolfi, Wilcock, Piñera o Denevi), pero, ¿cómo llega Olgoso a la tradición oriental? Imagino que el brillo prometedor de lo lejano o exótico siempre me ha atraído mucho más que la aspereza de lo cotidiano. Esa fascinación comenzó en la adolescencia con China, pero pronto caí rendido ante la tradición y las formas más sobrias y exquisitas de Japón. También surge de cierta identificación con sus patrones de pensamiento budista, de la armonía absoluta con la naturaleza, de mi admiración por su acervo artístico, por la maravillosa delicadeza de sus logros literarios, pictóricos, arquitectónicos, artesanales, gastronómicos, etc. Cuando escribo haikus o un relato ambientado allí, tal vez lo que hago inconscientemente es pagar un modesto tributo por ese deslumbramiento que en su momento me produjo, por ejemplo, el encuentro con el Zen, la ceremonia del té, la visión de Kwaidan o de los films de los maestros clásicos japoneses, la vida y muerte de Mishima, la lectura del Manyoshu, del Libro de la almohada, de las obras de Kawabata o de El elogio de la sombra de Tanizaki.

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Los pescadores de perlas

Juan Armando Epple: Microrrelatos inéditos

Juan Armando Epple Microrrelatos inéditos

Peligro a la vista El coronel ordenó, mientras observaba con recelo a la estudiante: –Revisen también el dormitorio. Al rato volvió un cabo: –Mire lo que encontramos, coronel. Las armas secretas, de un tal Cortázar. Al coronel se le iluminó la cara.

Y te voy a enseñar a querer No te hagas la dormida. No dramatices. Despierta, por favor. No me asustes. Déjame traerte un vaso de agua. Fue sólo un arrebato, pero vas a estar bien, mi amor. Te golpeaste en la nuca al caer sobre el velador. Fue un accidente. Muy poca sangre, vas a estar bien. Despierta mi amor. No quise golpearte, te lo juro. Solo una cachetada, y más suave que otras veces. Es que a veces me sacas de quicio, tú lo sabes. Despierta, mi amor. Iremos al cine y olvidamos todo. O a cenar a ese restaurante que te gusta. Pero haz un esfuerzo, yo te ayudo a levantarte. Abre los ojos, por amor de Dios. No me dejes, por lo que más quieras. No te mueras, mi amor.

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Juan Armando Epple: Microrrelatos inéditos

Los pescadores de perlas

Los buenos deseos Al terminar la cena, la familia y los invitados se reunieron en el salón para esperar el año nuevo. Apúrate mamá, le gritaron. Ella se unió al grupo secándose en el delantal. Comprobó que en una mesita de centro había un plato de lentejas y una fuente de uvas. Y cerca de la puerta una maleta. Cuando el ídolo televisivo empezó a contar hasta doce, algunos eligieron el ritual de las doce uvas y otros una cucharada de lentejas. Ella se acercó a la puerta y cogió la maleta. ¡La mamá desea un viaje –exclamó el hijo mayor–, va a dar una vuelta por la manzana! Con la algazara de los abrazos no se dieron cuenta de que ella se alejaba por la calle, con pasos decididos, sin mirar hacia atrás. De esto hace ya varios años.

Y nunca te he de olvidar Todo era tan hermoso al comienzo. Esos jazmines rojos, los chocolates, los lentos paseos en bote por el rio. Tus ojos sólo para mí. Después vinieron los distanciamientos y el silencio. Nunca te reproché que olvidaras nuestro aniversario, porque siempre has sido olvidadizo. O mejor dicho, distraído. Como cuando empezaste a llegar con manchas de lápiz labial en la camisa. Quizás en qué pensabas cuando te serví el café. Le dabas vueltas y vueltas a la cucharita, el café muy endulzado para ocultar ese sabor amargo que tienen las gotitas de cianuro. Ahora has vuelto a ser el centro de la casa. Allí, junto a la chimenea, en el jarrón de porcelana que nos regaló mi madre para nuestra boda, donde hay espacio para poner, cada año, esos jazmines que me estabas debiendo.

De cómo se perdió el maíz azul El hechicero estaba haciendo su sahumerio matinal y de pronto llamó al mensajero: «Dile a la gente que el 22 de diciembre del 2012 se va a acabar el maíz azul. Hay que replantar cuanto antes». El mensajero, un viejo que había aprendido a ocultar su sordera para no perder el trabajo, corrió hacia el valle y se puso a gritar: «¡El 22 de diciembre se va a caer todo el cielo azul. Hay que arrancar cuanto antes!».

Juan Armando Epple. Profesor de Literatura Latinoamericana, Universidad de Oregon. Ha publicado varias antologías de minificciones, entre ellas: MicroQuijotes (Thule Ediciones: Barcelona, 2005), Cien microcuentos chilenos (Editorial Cuarto Propio: Santiago, 2002) y Brevísima relación. Nueva antología del microcuento hispanoamericano (Editorial Mosquito: Santiago, 1999). Es autor de los libros de minificciones Para leerte mejor (Editorial Mosquito: Santiago, 2010) y Con tinta sangre (Thule Editores: Barcelona, 2004).


El castillo de Barba Azul

Tomás Sánchez Santiago: Cinco poemas inéditos del libro Pérdida del ahí

Tomás Sánchez Santiago Cinco poemas inéditos del libro Pérdida del ahí Maridos Las tabas de sus huesos, si las viéramos, tendrían el mismo color de sus trabajos y el de las denominaciones del rencor cuando cada mañana llega a buscarlos la música de las incorporaciones. Son maridos cansados que regresan silbando por el anochecer. Huelen todavía a talleres por donde sobrevuelan mariposas de grasa viva y se baten con los últimos nombres de una jornada más. Luego ponen sobre la almohada blasfemias descoloridas por el sueño y escuchan para poder dormir cómo crecen los insectos formales de la barba. Antes de desaparecer por las orillas sucias de la imaginación, un tráfico de limones furiosos les sube despacito por su lengua. Yo conozco ese sitio Lavas cada noche tus porcelanas iniciales en el escondrijo dulce y rosa de tu madre. Yo conozco ese sitio. A veces me dio sombra y ahora tú estás ahí, reservada y sin nombre, en la existencia absorta de una miga parada de pan que no supiera envejecer todavía. No sé. No sé si un tráfico de huesos ya estará endureciendo tus cortezas azules. No sé si las arañas rojizas de las venas entrarán ya en tu carne, blanda y a oscuras, como entra la luz en un gabinete invertebrado. Tomás Sánchez Santiago (Zamora, 1957). Poeta. Ha publicado títulos como Amenaza en la fiesta, La secreta labor de cinco inviernos, Vida del topo, En familia o El que desordena. También las antologías Detrás de los lápices (Lisboa, 1999, texto bilingüe) y Cómo parar setenta pájaros (Salamanca, 2009). En prosa, Para qué sirven los charcos, Los pormenores y la novela Calle Feria.

Ahora te cuidan por su cuenta perros ciegos y el aletazo lento del verano. Y quizás te hayan dado ya un pequeño nombre, un nombre soñoliento como un jardín sin énfasis. Y yo, ¿qué puedo darte yo desde tan lejos? Toma al menos la redondez de estas palabras, pruébatelas como sortijas exteriores. Ella te las hará saber, la de los ojos de alba mojada, que te guarda del mundo hasta que se te aparezca el olor de la sangre y salgas a entonar himnos y fórmulas.

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El oficio poesía: lengua de la sombra I con los pies en la tierra contra la propia tierra aún tienes avidez en los labios y metales dichosos te bailan por tus ojos

una fiesta de pezuñas que empujan hacia abajo la estatura

quieta así, por un momento confunde lo que abunda y lo que está mordido ya por la escasez; lo que se va a quedar entre tú y yo y lo que se llevarán las manos blancas de la eliminación y del olvido

hacia una tumba donde es posible oír los nombres más nublados

pero ahora voy a creer en el ardor y en las defensas frías de un país escindido en dos –tu cuerpo–, que entre sombras guarda armas y frutas a la vez seré yo quien te despida; quieta tú así, con esa misma cara contenida y revuelta que ayudan a poner las noticias sobrentendidas habla de un tren que encalló entre pájaros y cordilleras imparciales piensa en cristales rotos, en muebles que nadie quiso heredar piensa en estufas frías, piensa en nosotros

II con la uñas en medio de la luz, de parte a parte y quedarse con carne de las cosas más claras –las que se ven mejor si no las miras– III con la punta cansada de la lengua rebañando entre dientes hasta quitar hilo sobrante a las palabras atascadas IV escarbar:

y quieta, quieta mucho

el oficio del poeta

así (pájaro ya de espaldas)


El castillo de Barba Azul

Tomás Sánchez Santiago: Cinco poemas inéditos del libro Pérdida del ahí

¿qué idioma hablo que ya no es el idioma venial de mis hermanos? boca no domada por el interés la mía lengua cansada y gorda y sílabas tan gachas que se van al extravío como esos animales pensativos, con el cuello partido por la desilusión hace tiempo he iniciado un regreso y todo sabe a lo que sabe una campana agitada tan solo por la obstinación escribir solo con la música encerrada de la insistencia: cucharadas perdidas, bocanadas de luz suelta que no acierto a encaminar (un niño echando azúcar a mansalva en los oídos –algo así– va atravesando la gramática del dolor) antes otro era el fuego sin dueño de la vida ahora voy hacia atrás, hacia la carne rosa y niña del alba donde espera –y, por fin– esa tarea que no es del uso ni tiene cuentas pendientes con las comprobaciones: manifestarse y basta (pájaro que se va cantando al extravío)

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ENTREVISTA A Juan Mayorga Ana Gorría

.Juan Mayorga (Madrid, 1965) es premio Nacional de Teatro, premio Valle-Inclán, y premio Max al mejor autor y a la mejor adaptación, entre otros. Representado en múltiples escenarios europeos, aborda en esta entrevista su dramaturgia, la adaptación cinematográfica, la creación y puesta en escena de sus obras teatrales, la construcción del personaje y la relación del espectador con la función. Tras la adaptación cinematográfica de El chico de la última fila, ¿podría señalarnos qué tiene que decir el cine, o qué puede sumar, a la experiencia vívida, orgánica e inmediata de lo teatral? Dans la maison, la película de François Ozon basada en El chico de la última fila, me parece excelente. Ozon consigue hacer una triple traducción del texto teatral, a la lengua francesa, al lenguaje cinematográfico y a su propio mundo personal. Subrayo la palabra traducción: el viaje al cine de un texto concebido para el teatro puede ser, como en este caso, enormemente productivo, haciendo que unos elementos se resignifiquen y aparezcan otros. Dicho esto, y después

de añadir que amo el cine y le debo mucho, no creo que haya experiencia humana que no pueda ser plenamente recogida y compartida por el teatro, arte de la reunión y de la imaginación. El teatro se realiza en asamblea – aquella que constituyen, juntos, espectadores y actores– y tiene lugar no en el escenario, sino en la imaginación del espectador convocada por los actores. El espectador de cine puede estar solo; el de teatro no lo está jamás –cuando menos, comparte tiempo y espacio con un actor–. El espectador de cine está ante la imaginación del director; el de teatro se halla ante su propia imaginación. Como creador y como espectador, prefiero esta oferta a aquella. Ayudado por los actores, cada espectador de El chico de la última fila ve la casa de los Rafa como quiere imaginarla; el espectador de Dans la maison la ve –quizá en soledad– como Ozon quiere mostrársela. Sé que estoy exagerando, pero necesito exagerar para pensar. En un teatro de ideas y tesis como el suyo, de largo aliento, ¿el cuerpo del actor fun-

ciona como un creador de sentido o está planteado como un médium? En teatro, las ideas importantes no son las del autor, sino las del espectador. La misión del autor, antes que hacer una afirmación, es suspender al espectador ante la pregunta. El cuerpo del actor puede plantear preguntas para las que el filósofo acaso no tenga –todavía– palabras. Así lo hace Antígona desafiando, desde su fragilidad, al poderoso Creonte; o Segismundo desistiendo de golpear a Basilio cuando al fin lo tiene a su merced; o Madre Coraje lanzando un grito que no oímos. En el montaje noruego de Himmelweg, en la última escena de la obra, el actor que interpretaba a Gottfried ponía su mano en la espalda de Rebeca en un gesto ambiguo que podía ser tanto el de un padre amoroso que quiere cuidar a su hija como el de un ventrílocuo que manipula a su muñeco. Ese gesto, que resumía la obra y la resignificaba, obligando al espectador a revisar cuanto había visto, yo nunca lo escribí, fue un hallazgo del actor, de su cuerpo inteligente.


entrevista a Juan Mayorga. Ana Gorría

La voz humana

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Montaje noruego de ‘Himmelweg’, dirigido por Alexander Mørk-Eidem

Cuando lleva a cabo una adaptación dramática de clásicos como en la reciente La vida es sueño, ¿qué lugar ocupa el presente en su propuesta? El adaptador ha de atender a dos fidelidades que pueden entrar en conflicto. Ha de ser fiel al texto original, pero también ha de serlo al espectador contemporáneo. Dentro de esa elipse cuyos focos son aquel texto y este espectador, en ese campo de tensiones, trabajo yo como adaptador. Siempre aspirando a la invisibilidad, esto es, a que ni se note mi presencia ni se me eche de menos. Cuando trabajo sobre un texto de mi propia lengua, como La vida es sueño, me tengo por un traductor que media entre dos momentos de la vida del castellano. Aspiro entonces a entregar un texto que, custodiando la complejidad del original, sea elocuente hoy. Y que, en la medida de lo posible, despierte en el espectador nostalgia de lengua. Porque más lengua es más vida. Ante el problema de la representación de la crueldad, que caracteriza su obra dramáti-

ca ¿cuáles son los límites? O mejor: ¿considera que, si hay límites, la resistencia está en el espectador o en la propia imaginación? El combate de El Gordo y el Flaco, la bofetada de Germán a Claudio en El chico de la última fila, la inyección que el Doctor aplica a Harriet en La tortuga de Darwin o el momento en que el Ciego agarra del pelo al Niño en Amarillo son los ejemplos que ahora recuerdo de violencia física explícita en mi teatro. Sin embargo, la violencia atraviesa otras obras mías en que no es dada a ver al espectador. Pienso en Más ceniza, en El jardín quemado, en Cartas de amor a Stalin, en Hamelin, en Animales nocturnos, en La paz perpetua, incluso en La lengua en pedazos. Y pienso, desde luego, en Himmelweg y en El cartógrafo, que pueden ser entendidas como representaciones negativas, paradójicas, de la Shoah. Hubiera sido ingenuo y necio pretender dar una representación directa de esa violencia, tanto por su enormidad –el asesinato planificado y sistemático de seis millones de judíos sólo por serlo,

entre ellos millón y medio de niños– como por su infinita crueldad –el horror de la cámara de gas escapa a toda imagen que pueda presentarse en un escenario–. No es en el escenario sino en el espectador –si el espectador fuese lo bastante fuerte para soportarla– donde podría encontrar alguna representación esa violencia inconcebible. A la hora de idear personajes dramáticos de tanta complejidad como el comandante de Himmelweg o el juez de Hamelin, ¿cómo los construye? Un autor ha de atacar a cada uno de sus personajes a muerte, así como ha de defender a todos a muerte. Esto último resulta tanto más necesario cuanto más lejos se sienta el autor de su personaje. Por mi parte, los personajes que más me han desafiado son el viejo filósofo en El traductor de Blumemberg, el Comandante en Himmelweg, el Hombre Bajo en Animales Nocturnos, Rivas en Hamelin y el Humano en La paz perpetua. En todos esos casos he intentado evitar construir monstruos frente a los

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dossier: Rebeca García Nieto. Cormac McCarthy, el apocalipsis del realismo sucio

mundo en prosa». A lo largo de la novela, McCarthy se esfuerza en perfilar un mundo reducido a cenizas a través del lenguaje descriptivo característico del realismo sucio: «Registró los cajones pero allí no había nada que le sirviera. Buenos manguitos de media pulgada. Un destornillador de trinquete. Miró a su alrededor. Un barril metálico lleno de basura. Entró en la oficina. Polvo y ceniza por todas partes. El chico permaneció en el umbral. Una mesa metálica, una caja registradora. Viejos manuales de automóvil, hinchados y empapados. El linóleo estaba sucio y se alabeaba debido a las goteras del techo. Fue hasta la mesa y se quedó allí de pie. Luego cogió el teléfono y marcó el número de la casa de su padre en tiempos pasados. El chico le observó. ¿Qué estás haciendo?, dijo». Además del estilo minimalista, en La carretera no faltan guiños a algunos de los iconos del realismo sucio. Se alude a los moteles tan característicos de algunos relatos de Carver («Un poco más lejos vallas publicitarias anunciando moteles. Todo como en otros tiempos sólo que descolorido y desgastado por la intemperie»), a los supermercados que aparecen en la obra de Bobbie Ann Mason («En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos») e incluso aparece una lata de Coca-Cola, quizá la última que queda en el mundo, icono de la sociedad de consumo cuyos excesos podrían haber llevado al apocalipsis al que asistimos en la novela. En este sentido, se ha dicho que La carretera es el libro medioambiental más importante que se ha escrito. Aunque en la novela no se dice cuál fue la causa del cataclismo, el hecho de que sólo quede basura en la desolada América hace pensar que La carretera es una metáfora de las consecuencias del capitalismo salvaje: cuando los seres humanos hayan acabado con todos los seres vivos comestibles, comenzarán a comerse los unos a los otros.

Desde el punto de vista estrictamente literario, lo más interesante de La carretera es la asombrosa capacidad de McCarthy para recrear un mundo sin apenas referentes materiales. El protagonista de la novela, haciéndose eco de lo complicado de la empresa del autor, tiene problemas para describirle a su hijo, nacido después del cataclismo, cómo era antes el mundo: «Intentó pensar en algo que decir pero no pudo. No era la primera vez que tenía esta sensación, más allá del entumecimiento y la sorda desesperación. Como si el mundo se encogiera en torno a un núcleo no procesado de entidades desglosables. Las cosas cayendo en el olvido y con ellas sus nombres. Los colores. Los nombres de los pájaros. Alimentos. Por último los nombres de cosas que uno creía verdaderas. Más frágiles de lo que él habría pensado. ¿Cuánto de ese mundo había desaparecido ya? El sagrado idioma desprovisto de sus referentes y por tanto de su realidad. Rebajado como algo que intenta preservar el calor. A tiempo para desaparecer para siempre en un abrir y cerrar de ojos». Al padre en la novela, y por extensión al propio McCarthy, sólo le quedan las palabras, capaces de crear y destruir mundos por igual. El padre trata de conservarlas para no perder el escaso mundo que queda: «Haz una lista. Recita una letanía. Recuerda», y le cuenta historias al chico. Si es cierto aquello de que «los límites del lenguaje son los límites del mundo», las palabras son lo más valioso que un padre podría legar a su hijo. Éste, para evitar que cayeran en el olvido, siguió hablando con su padre hasta el final: «Él intentó hablar con Dios pero lo mejor era hablar con su padre y eso fue lo que hizo y no se le olvidó». Así, las palabras permanecieron.

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Rebeca García Nieto es psicóloga clínica y escritora. Su primera novela, Historia de una mirada, fue publicada recientemente por Eutelequia. Con ella quedó finalista del 58º Premio Ateneo Ciudad de Valladolid (2011). Con su segunda novela, Eric, una vida en ausencia, quedó finalista del Premio Azorín de Novela 2012.


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entrevista a Juan Mayorga. Ana Gorría

La voz humana

‘El chico de la última fila’, dirigida por Helena Pimienta. © Maite Onetti

que el espectador se sintiese inocente. Al contrario, he buscado lo humano en ellos, aquello en que el espectador pudiese reconocer una posibilidad de sí mismo. ¿Cómo considera que se puede abordar la memoria desde el presente absoluto de la puesta en escena? Cuando en mi teatro me ocupo de un tiempo pasado, intento evitar dos tentaciones. Por un lado, el historicismo, que consiste en invitar al espectador a que se sitúe como observador presencial del acontecimiento, borrando todo lo sucedido entre aquel pasado y el presente. Esa pretensión, además de empobrecedora –pues nos priva de todo aquello que el tiempo ha ido revelando del acontecimiento– está condenada al fracaso: no es posible situarse en el punto de vista del testigo. Por otro lado, intento evitar la actualización centrifugadora, que consiste en una colonización del pasado por el presente conforme a la cual éste cita aquello en que se reconoce y expulsa todo lo demás. Frente a una y otra formas de relación entre el presente y el pasado, yo intento construir una cita –tensa, peligrosa– entre ellos. Por utilizar una noción de Benjamin, intento construir una imagen dialéctica. Una elipse cuyos focos sean aquel momento pasado y este presente. Es lo que he buscado en, por ejemplo, La lengua en pedazos trabajando a partir del Libro de la

Vida de Teresa de Jesús. Al escribir ese texto, como al ponerlo en escena, siempre he intentado recordar que más importante que lo que nosotros podamos decir sobre Teresa es lo que Teresa pueda decir sobre nosotros. ¿Qué problemas y qué ventajas le encuentra a la traducción de sus propias obras? El texto sabe cosas que su autor desconoce. Eso es especialmente cierto para el texto teatral, causa de una cadena de traducciones –la del director, la del escenógrafo, la del iluminador… y finalmente las de los actores y la de cada uno de los espectadores– que pueden hacer aflorar sentidos del texto imprevistos para su autor. El teatro es traducción. El desplazamiento de un texto teatral a otra lengua es parte de ese viaje, lleno por supuesto de riesgos, pero también cargado de ocasiones. Como están cargadas de ocasiones la pronunciación y la escucha de la obra en una lengua distinta de aquella en que fue escrita.

Desde su punto de vista, ¿cuál es estado ideal con el que ha de salir un espectador tras asistir a la representación de sus piezas? El teatro es el arte del conflicto, se dice, pero nunca se insistirá lo bastante en que el conflicto teatral más importante es aquel que se da no dentro de la escena, sino entre la escena y el espectador, en el corazón de cada espectador. El espectador debe salir como se sale de una buena pelea. Debe salir deseando volver al teatro, y temiendo volver al teatro. El espectador debe salir enriquecido en experiencia. Su sensibilidad, su mirada, su capacidad de escucha, su memoria, deben ser más ricas que cuando entró al teatro. De lo contario, el teatro ha fracasado.

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Ana Gorría. Ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada, sobre poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.


Óscar de la Torre. Heteronimia e intranimia

Einstein on the Beach

Heteronimia e intranimia En la conciencia elástica la felicidad es un arma caliente Óscar de la Torre .Destruirse para construirse Para situarnos, en un principio, es necesario señalar, desde la mezcla de fingimiento y autenticidad que supone cualquier creación ficticia, que el autor dejó de existir hace tiempo como una serie de datos biográficos o autobiográficos; y si existe de ese modo, tiene que ser uno de los pasadizos para llegar a la meta del laberinto de lo múltiple en lo unitario. Por eso, en la heteronimia primero aparecen los poemas y no los personajes, ya lo expuso Eduardo Lourenço en su excelente ensayo Pessoa revisitado. Lectura estructurante del «Drama en gente». El autor representa una ficción verdadera, un irreal presente. Ellos, los heterónimos, son los textos que van buscando un rostro, pero en sí el personaje ya está formado: sus emociones, pensamientos, sentimientos y conciencia ya están ahí. Esta observación puede completarse con una de las concepciones que el budismo posee del yo: de un yo sin ego. Así, el sujeto cognitivo implica una sustancialidad y en relación con la heteronimia, podría decirse de ésta que «la conciencia de la propia vacuidad puede ayudar a modificar nuestros modos habituales de apego, angustia, frustración e irritación constantes». Se deconstruye una identidad para recuperar lo que fuimos y además construir un nueva identidad total ante el espejo. La desvinculación del «yo» autoral para convertirse en un «tú» textual y en un «ellos» comunitario. Distanciarse de la propia biografía para ser otras biografías, para historizar otros textos, para representar la emo-

ción de examinar y averiguar. Imaginar es crear posibilidades. Una polifonía de las contradicciones del yo, una intensificación del pensamiento y también un fuerte componente de nostalgia funcionan como elementos esenciales; es decir, asumir que las vidas que no se vivieron pueden retomarse a debida distancia o en feliz metamorfosis (como si todo fuese un eco de realidades subjetivas en las que ejercer la verdad de un texto). El arte de reconstruir un origen: «escribir es revisitarse». Resulta cierto que en «la esfera de la identidad no existe la metáfora. Las analogías se tuercen y los yoes, las vidas no vividas junto con la vivida se juntan en un punto». Al dejar de reflejar aquellas etiquetas, esa cultura impuesta, todo se unifica, de este modo, brota la posibilidad de referirse a sí mismo como Yo. Si la heteronimia fuese un movimiento sería el siguiente: saber hacerse para saber-ser (en otro), un círculo que muestra la inclinación correcta. La creación heteronímica representa la filosofía de la no identidad (Vicente Núñez al fondo); negarse para afirmarse, dejar de ser un objeto para ser un sujeto. Desandarse para andar, en fin, despersonalizarse para personalizarse. Esa descomposición constructiva desemboca en esas otredades para después, según las circunstancias, abrirse a otras etapas formativas como la heteronimia y en último caso, la intranimia. Pero todo ello dependerá de cada heteronimia. ¿Fernando Pessoa o José Emilio Pacheco? En la poesía española tenemos diversas des-personalizaciones:

Machado (los complementarios) o Fonollosa (los heterónimos epónimos) son las más significativas. Esa paradoja, ese acercarse a la vida de nuevo para huir de ella, es una manera de exorcizar el tiempo y con ello una de sus mejores rémoras: la nostalgia. Un modo de regresar al pasado y de transformarlo, de ahí que ya no pesen los lastres y que a partir de ese tiempo se sepa que la palabra felicidad no es un hueco de idealismos. Ya lo dijo Octavio Paz: «Escribimos para ser lo que somos o para ser aquello que no somos. En uno o en otro caso nos buscamos a nosotros mismos y si tenemos la suerte de encontrarnos –señal de creación– descubriremos que somos un desconocido. Siempre el otro, siempre él, inseparable, ajeno, con tu cara y la mía, tú siempre conmigo y siempre solo». A esas posibilidades existenciales, a esos caminos cortados por las circunstancias pertenece también la heteronimia y su fin: la intranimia, ambas como cualquier ficción consisten en crear un espacio en donde la realidad y el deseo se unen; esa conciencia del tiempo que, al mirar atrás, ve cómo se difuminan los rostros, los recuerdos y las palabras. ¿Crear el pasado a imagen y semejanza de uno significa distanciarse? Rememorar quién se fue… ¿representa un ejercicio de sobreexposición melancólica? ¿Puede resultar un ejercicio de desmitificaciones? Decía Neus Campillo que «la reflexión autobiográfica y filosófica como modelo de construcción de la identidad es una narración sobre uno mismo», probablemente representa un punto de partida, aunque esa autoficcionalización del autor se tome como un referente, una materia prima en la formación de los personajes y de los poemas. La intranimia o la red de los amigos invisibles ¿Por qué el prefijo intra? Ya Miguel de Unamuno utilizó este prefijo para referirse a esa historia profunda, de tradi-

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ción auténtica, de aquello que está en la superficie a primera vista (intrahistoria). Además, podemos añadir ese intratiempo machadiano que respondería a esa probabilidad de que coincida nuestra existencia con nuestra conciencia (al fondo Bergson con su duración y Heidegger con su tiempo primario). ¿Y qué tiene que ver nuestro concepto con todo esto? Pues con esa intrahistoria unamuniana, la intranimia podría verse como la historia de los heterónimos, sus relaciones, el desarrollo de sus vidas y desde el punto de vista del creador, nos hallaríamos en esa intersección de conciencia y existencia, ya que la creación literaria y el conocimiento de uno mismo no es más que eso. Ahí están los yoes que pretendimos ser, esas vidas convertidas en juego, desesperación, soledad o simple celebración de la existencia. Si tiramos de referentes podemos destacar que hay un momento importante en la vida literaria de Fernando Pessoa cuando dice a través de Álvaro de Campos o viceversa que «todos tenemos dos vidas: la verdadera, esa que soñamos en la infancia, y la falsa, esa que vivimos en convivencia con los otros». Entonces, ¿no se produjo como en otros autores una aspiración a salvar a esos amigos imaginarios de la infancia, esas vidas que posteriormente se quieren salvar? Los diversos estratos que van de una ficcionalización del yo hacia una construcción e interrelación entre ellos para terminar en una autentificación de la identidad. Cada elección es una muerte, venía a recordarnos Ortega y Gasset, y esa necesidad de vivirse otro se expone con certeza asumida, pero para convertirse en otros también hay que renovarse y relacionarse. Hablaba Torrente Ballester en una conferencia impartida en la fundación Juan March sobre los heterónimos y Fernando Pessoa que estos personajes poseían «una íntima coherencia», «un aire de familia» y más adelante aludía a la diferencia con

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los complementarios de Machado, Abel Martín y Juan de Mairena, para trazar finamente una línea de unión desde la unidad interior de los tres hasta su unidad de estilos. Una vez diferenciados los poemas y los personajes, queda crear una red, una «familia», y como toda comunidad, para considerarse de este modo, debe poseer unos lazos de relaciones personales. Así, en la creación poética pessoana se pasa del «drama en gente» al relato de un mito (y viceversa), una crónica sin hechos históricos y sin interacción con ese entorno social exterior para crear su propio ambiente (el arte de ser libre). En sí funciona como una asociación literaria «al margen», mas surge la pregunta: ¿por qué crear una colectividad de este tipo? La dialéctica de los personajes comienza como los monólogos colectivos de los niños (¿personifica también la heteronimia una variante de esa forma de no dejar de ser nunca niños?), para abrirse al diálogo como parte esencial de esa organización de tratamiento y de conocimiento entre los propios personajes. La autonomía resulta un concepto relacionado con la intranimia y opuesto a la sumisión; representa un impulso en esa evolución por la identidad. Hay que recordar que «la autoconciencia no es la inmediata certeza de sí, sino la certeza mediada por el reconocimiento del otro, por la relación con otras autoconciencias». Entonces, se produce el paso del yo al nosotros, pero para que el nosotros resulte efectivo esos individuos-personajes-heterónimos tienen que establecer relaciones entre ellos y la necesidad pragmática y utilitarista de intercambiar, de trasvasar información. Desde esta posición, esa formación y esa querencia de pertenencia a una comunidad implican un proceso de personalización, al contrario que la comunidad social a la que pertenece uno, ya que esta supondría la despersonalización y la entrada en la sumisión. Sin la interrelación esos personajes aparecen «muertos» en sus poemas, sin lógica con el propio

proyecto de comunidad que refleja la heteronimia. Esta progresión en la creación de la identidad de los heterónimos impulsa, desde el punto de vista creativo, el paso del significado al sentido. En sí la denominación de la intranimia encarna el paso total del yo al nosotros; para convertirse en personalidades poéticas completas se necesita avanzar en el desarrollo de esa comunidad literaria. Y en el caso de Pessoa, el autor que más amplió este intercambio ficticio, este crearse un mundo literario a la medida, se dio forma en gran medida. Ahí está esa primera otredad de Chevalier de Pas y sus cartas desde ese casi rostro hacia sí mismo; ahí están las relaciones de los heterónimos hechos y derechos; ahí están hasta esos escarceos analíticos entre unos y otros. Oigamos a Pessoa: «La obra seudónima es del autor en su persona, salvo que firma con otro nombre, la heterónima es del autor fuera de su persona». Y una vez que está fuera de su persona, la intranimia lleva esa identidad a la fusión con los otros; para existir tenemos que ser reconocidos por los otros. Así, Fernando Pessoa tendría que haber escrito El año de la muerte de Ricardo Reis o el propio Reis o Campos o Caeiro. ¿Qué hubiese ocurrido si Pessoa hubiera llevado su verdadera ficción hasta el final?

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Óscar de la Torre (Bello, Teruel, 1973). Estudió sociología en la Universidad de Salamanca y se doctoró en la misma con la tesis: La identidad como signo. Antropología de la palabra social. Trabajó en el Centro de Estudios Sociológicos durante cinco años, ocupación que abandonó tras sufrir un grave accidente. Actualmente regenta una tienda de taxidermia con su mujer en Teruel. Entre sus ensayos cabe destacar Una historia de los epígonos poéticos españoles (Madrid, 2014), Misticismo y heteronimia (Teruel, 2011), PessoaMachado-Fonollosa (México, 2011) y El autor como crítico: la única crítica (2010, Teruel). Algunos de sus artículos se han publicado en Ínsula, Dioniso o Revista de Occidente.


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Solsticio de José Carlos Llop: reseña de Alejandro J. Ratia

Al dictado de Arcadia Alejandro J. Ratia Solsticio José Carlos Llop RBA: Barcelona, 2013 126 págs.

nEs posible que cualquier escenario pueda servirle a la Literatura. Pero hay lugares que son Literatura en vez de ser el lugar que son, y que, de algún modo, escriben lo que se escribe sobre ellos. El escenario es el estilo, en estos casos. Los mejores entre estos lugares disfrutan de un grado de abstracción notable, están desubicados o ubicados en alguna frontera. Que hallemos en ellos guarniciones militares es de lo más común, vigilantes innecesarios a quienes justifica un enemigo inverosímil. El viaje hacia dichas posiciones, con el que debe comenzar el relato, es un abandono de la historia para regresar a un tiempo circular. El búnker de Los ojos del bosque, de Julien Gracq; la fortaleza de El desierto de los tártaros, de Buzzati. El escenario de Solsticio de José Carlos Llop es primo hermano suyo. Un batería de costa, una exigua guarnición; antiguos cañones apuntando al mar. Y un viaje desde la ciudad jalonado por encuentros míticos. En el caso de Llop, este modelo se cruza con el asunto del Paraíso Perdido. El búnker como lugar de juegos. El escritor mallorquín pasaba los agostos de su infancia –años sesenta– en Betlem, una batería de costa junto a la Bahía de Alcudia. Ocupaban un pabellón de mandos usualmente vacío. Privilegios de su padre, teniente coronel. Solsticio hace memoria de todo aquello. Arcadia todos los veranos, sería un título alternativo. El viaje desde Palma era un rito. La vida en el pabellón, sin luz eléctrica, devolvía a la familia a un tiempo antiguo. La rutina de los soldados –tan metódica como asalvajada– se acercaba a lo primordial. La aridez mediterránea remitía a la Biblia y a Homero. «El tiempo de Betlem fue el tiempo de la verdad», dice Llop. Sin pasado ni futuro. Ejemplarizado en la ceremonia que celebraba su madre, cuando regresaban del mar, vaciando sobre él y sobre su hermano dos cubos de agua, siempre en el mismo punto del camino, para evitar la insolación.

No es la primera vez que Llop utiliza este escenario. Le dedicó un poema de La naturaleza de las cosas (1983-86), «Pasaje del regreso», donde el autor (más joven) regresaba al lugar de sus veranos infantiles (aún próximos). Dice allí que el paisaje se fija como presencia, no como recuerdo. Algo que queda dentro, presente, no pasado. Es un asunto y una reflexión que se retoma, aunque ahora ya no se relate el viaje de regreso, incluso se renuncie a él. Tras treinta años, la solución literaria de Solsticio es más efectiva que la del poema, algo plano y mucho más prosaico que la prosa mesmerizante y curativa del nuevo libro. Llop atiende ahora a la voz del lugar, y se deja ganar por ella, y así gana bastante, porque anula algunos de los defectos que a este autor se le pueden achacar, y que sólo reaparecen en los capítulos finales, donde la evocación se agota, el paisaje deja de hablar y reaparece el escritor. Es una forma de terminar apropiada, sin embargo, para este libro, con vocación de clásico, que sólo podía concluir como despertando de un sueño. Al fin y al cabo, es un magnífico, aunque huérfano, movimiento sinfónico. Solsticio llega tras otro libro autobiográfico, En la ciudad sumergida, donde el mismo autor había novelado su ciudad, Palma de Mallorca. Un libro que tuvo bastante repercusión. Solsticio parecería un hijo menor, un capítulo arcádico que no encajaba en aquel libro tan urbano. Sin embargo, el nivel literario de esta adenda es superior. En la ciudad sumergida es el libro de un autor que se confiesa «menor«, que deja hablar a los demás, a los hermanos Villalonga, a Robert Graves o a Borges. El poeta que utilizó la máscara de Paul Morand en Morandiana, y a quien vencen otras voces. Que se escuda en la anécdota culta. En Solsticio, por lo que se deja vencer es por otra cosa, y es por el mito, al que sabe reconocer y al que deja hablar sin que apenas se entrometa el ruido. La memoria ya no busca el molde de la novela, sino que se acoge a los modos de aquello que Northrop Frye denominó «romance».

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Las leyes de la frontera de Javier Cercas: reseña de José Antonio Vila

La verdad insumisa José Antonio Vila Las leyes de la frontera Javier Cercas Mondadori: Barcelona, 2012 384 págs.

nJavier Cercas es uno de los escritores españoles que con mayor provecho ha sabido indagar en los intersticios entre ficción y realidad. Antes de la célebre Soldados de Salamina (2001) estaba el precedente de los Relatos reales (2000), y ese empeño en sacar a flote la naturaleza mestiza de la prosa literaria iba a culminar en Anatomía de un instante (2009), uno de los libros más originales que hemos podido leer en los últimos años, donde crónica, relato y ensayo hallaban feliz armonía. Polémicas con Arcadi Espada aparte y pasando de soslayo por las discusiones bizantinas en torno al concepto de «autoficción» («figuraciones del yo», ha propuesto Pozuelo Yvancos) que entretienen al mundo académico, Cercas pertenece, qué duda cabe, a esa estirpe que Milan Kundera llamó de los «verdaderos novelistas»: aquellos que entienden la novela (el género mestizo por antonomasia) como una forma de exploración de la existencia humana. En la introducción a La verdad de Agamenón (2006) se vindicaba «la verdad literaria, porque la verdad de la literatura es siempre una verdad insumisa con la verdad impuesta por los amos de la palabra, por quienes poseen el poder». Las leyes de la frontera (2012) es el libro más convencionalmente narrativo que ha escrito Javier Cercas desde El vientre de la ballena (1997). Un periodista innominado investiga la vida de El Zarco (trasunto reconocible de El Vaquilla), famoso delincuente juvenil en la época de la Transición, lo que lo llevará a contar también las historias de Ignacio Cañas (exitoso abogado penalista y miembro en su juventud de la banda del Zarco), el inspector Cuenca de la Guardia Civil y la Tere, heroína trágica de la novela. El relato se adentra de nuevo en los temas axiales de la obra de Cercas, la búsqueda de la verdad a través de la literatura, el reflejo metaficcional de esa búsqueda a través de la escritura que constituye la arquitectura misma del libro, el carácter a menudo contradictorio y escurridizo de la condición humana, la necesidad de la épica y la constatación final de su imposibilidad, que en esta historia significará

la mitificación juvenil del Zarco y la constatación postrera de que no era en realidad más que un pobre desgraciado. Ésta es también una historia de charnegos, nombre despectivo con el que se conoce a los hijos de los emigrantes españoles (andaluces, extremeños, murcianos, sobre todo) crecidos en Cataluña. A algunos les fueron bien las cosas y a otros no tanto, como revela el paralelismo inverso entre las vidas de Cañas y el Zarco. No deja de llamar la atención que ese asunto haya dado tan poca literatura destacable (recordemos que cerca de la mitad de la población de Cataluña es de ascendencia charnega, al menos en parte). Dejando a un lado la referencia clásica de Francisco Candel y la mítica Barcelona mestiza de Juan Marsé, podemos citar la melancólica épica arrabalera de Javier Pérez Andújar en Los príncipes valientes (2007). En catalán disponemos de la obra notable de Julià de Jòdar –L’atzar i les ombres (1997-2005)–, charnego convertido al nacionalismo catalán más radical, y recientemente ha aparecido también Els castellans (2011), de Jordi Puntí, una crónica autosatisfecha escrita desde el punto de vista de un muchacho de raíces catalanas. En las páginas finales de Las leyes de la frontera se cede la palabra a Cañas, el charnego triunfador, que compartiendo una cerveza con el inspector Cuenca, concluye, desde el aburguesamiento y la mediana edad: «no éramos más que dos reliquias, dos charnegos de cuando aún existían los charnegos, un viejo policía y un viejo pandillero reconvertido en picapleitos sentados en un banco a media tarde igual que dos pensionistas». Es una lástima que una novela tan interesante como esta se haya quedado en la superficie de lo mucho a que apunta. También lo es que un novelista de talento como Cercas haya desoído el consejo de Rodney Falk, personaje de La velocidad de la luz (2005): «las únicas historias que merece la pena contar son las que son verdad».

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Estampas del Valle de Rolando Hinojosa-Smith: reseña de Jordi Gol

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Fiesta grande Jordi Gol Estampas del Valle Rolando Hinojosa-Smith Xordica: Zaragoza, 2013 144 págs.

nFiesta grande, sí. Fiesta grande porque es una fiesta ver publicada por fin en España la obra de Rolando Hinojosa-Smith, quizá el prosista en castellano más importante de los Estados Unidos. La editorial Xordica inaugura con Estampas del Valle –novela publicada en 1973 y que obtuvo el premio de la prestigiosa editorial Quinto Sol– la empresa de dar a conocer al público español el ambicioso proyecto hinojosiano The Klail City Death Trip Series («El viaje de la muerte de la ciudad de Klail»), compuesto por quince novelas y con el que este firme candidato al premio Cervantes se ha constituido como la voz de un pueblo, el chicano, que había desaparecido de la Historia oficial de los Estados Unidos, ofreciendo testimonio de más de doscientos cincuenta años de presencia hispano-mexicana en «el Valle», territorio que abarca los cuatro condados del extremo sur de Texas. A modo del Yoknapatawpha de Faulkner o del Macondo de García Márquez, Hinojosa centra la acción de sus obras en el condado de Belken, trasunto de Hidalgo, su condado natal, situado entre Río Grande City y la desembocadura del Río Grande en Brownsville (Golfo de México). Este territorio mítico tiene significativamente su capital en Klail City, que toma su nombre de Rufus T. Klail, jefe del clan Klail-Blanchard-Cooke (KBC), angloamericanos (bolillos y rinches) que detentan el poder político y económico desde que llegaron a principios del siglo XX «con una Biblia en una mano y un garrote en la otra». La fértil imaginación de Hinojosa puebla Belken con más de un millar de personajes que pululan, se esfuman y reaparecen, ya sea en la misma obra, ya en obras posteriores, en una estructura de fragmentos aparentemente inconexos que permiten descubrir diferentes matices del devenir de la comunidad chicana segregada que puebla el Valle. Las historias mínimas de estos personajes, a un tiempo trágicas y cómicas (hilarantes), siempre sorprendentes, van hilvanando la obra y constituyen un rastro que enlaza cada anécdota con el conjunto, en una polifonía de voces que dibuja un mosaico de la dura vida en el condado.

Esto es posible por la capacidad de Hinojosa de, con apenas dos pinceladas tan concisas como brillantes, revelar al lector la personalidad de cada personaje: el abandono de Melitón Burnias y su mala estrella, la iracundia de Don Pedro Zamundio, la fuerza moral de Don Manuel Guzmán, policía sin arma, etc. Breves bosquejos narrados con un lenguaje barroco, con claras concomitancias con el del Renacimiento y el Siglo de Oro español, y con una fluctuación natural entre el inglés y el castellano que otorga una inusual riqueza a «un retrato realista de una minoría étnica en la encrucijada entre asimilación y aculturación […] hasta el extremo de constituir una mimética reproducción de la transición lingüística de los personajes en sus novelas»¹. Las semejanzas con la literatura española no se quedan reducidas al lenguaje, antes bien, Hinojosa establece un constante diálogo con la literatura medieval española. Existe una evidente correspondencia entre las descripciones poéticas de figuras insignes que hace Hernando del Pulgar en Claros varones de Castilla (1446) –que inspirará el título de su tercera novela, Claros varones de Belken (1986)– o Fernán Pérez de Guzmán en sus Generaciones y semblanzas (1512), y los tipos mexicanos de la obra hinojosiana. También toma Hinojosa muchos elementos de la comedia picaresca para mostrarnos, con un sentido del humor entrañable pero de una dureza contundente (sí, la paradoja es posible), la dura vida de peregrinaje constante de los habitantes del Valle, obligados a migrar anualmente a los estados del norte en busca de trabajo en plantaciones de tomate o cereza, arriesgando su vida y su salud en inacabables viajes dentro la caja de un camión, por un salario de miseria. Jehú Malacara, uno de los indiscutibles protagonistas de Estampas del Valle y del proyecto The Klail City Death Trip Series, es el pícaro hinojosiano por excelencia. Como el Lazarillo, Jehú tiene que sufrir el vivir amargo, la búsqueda constante de estabilidad, sirviendo a un amo tras otro como hiciera el de Tormes. En Estampas del Valle, Jehú ejercerá de monaguillo con Don Pedro Zamundio, viajará con el circo de Don Víctor Peláez, servirá en el bar de su tío Andrés… En definitiva, Estampas del Valle es una obra pluridisciplinar de alta literatura que dará al lector momentos de auténtico placer.

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1. Zilles, Klaus. «Experimentación narrativa y diversidad lingüística en la obra de Rolando Hinojosa». Revista Paralelo Sur, nº 3: Barcelona, 2007 (http://www.paralelosur.com/revista/revista_dossier_ 022.htm).


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Viaje imaginario al Archipiélago de las Extinta de Susana Camps: reseña de Gemma Pellicer

Islas de microrrelatos Gemma Pellicer nEste es uno de esos volúmenes de narrativa breve, el primero de la autora, en donde conviven el cuento y el microrrelato, aunque predomine claramente el último. Compuesto por setenta y cinco piezas, Susana Camps arma un libro equilibrado que divide en cuatro partes. El título remite al amplio territorio de la literatura, capaz de abarcar todos los tiempos y espacios posibles: desde el pasado remoto con que se inicia el volumen hasta el futuro sideral con que termina, no menos cargado de misterio. El libro se inicia en los paratextos, cuando la autora propone una definición entre académica y literaria para el concepto de Archipiélago de las Extinta, en la que nos desvela la ordenación del material narrativo: «Explorado por primera vez en tiempos de la invención de la tinta, las sucesivas colonizaciones y la llegada del progreso provocaron su transfiguración electrónica». Asimismo, el microrrelato introductorio se disfraza de «Galerada» y nos convierte de golpe en lectores polizones de unas galeras que surcarán los mundos ignotos del siglo XVI, escenario de toda esta primera parte. No en vano, son frecuentes las piezas cargadas de juegos lingüísticos, dobles sentidos e ironía. El micro siguiente, «Exploración», nos brinda asimismo el sentido de este primer recorrido por el libro. A lo largo de esta sección la autora alterna piezas autónomas que son como divertimentos de fuerte carga metafórica, trascendiendo siempre el asunto marítimo tratado («Moluscos», «Leyendas marinas», «Lobo de mar» o «Efemérides», donde el juego con el lenguaje al modo cortazariano resulta hilarante; también «La cita», «Finis terrae» o «Encomienda», pieza que se adentra en lo maravilloso con un desparpajo cercano al cuento de cierre), con otras piezas que sirven, sobre todo, de hilo conductor: tal es el caso de «Exploración», «Casi bicentenario del nacimiento de Woodsthrough», «Ambicioso y peregrino», «Miografía de Robert L. Svenson» o «La flor de Pensang», un cuento fantástico muy bien escrito que rezuma maravilla, erotismo y espíritu aventurero. Si la primera sección («Hacerse a la mar») se centra sobre todo en diversas experiencias de viajeros y exploradores de siglos pretéritos, destinadas a cartografiar nuevos mundos y ensanchar horizontes y miras, la segunda parte («Hacerse a las

Viaje imaginario al Archipiélago de las Extinta Susana Camps Talentura: Madrid, 2013 164 págs.

letras») se dedica a profundizar en el territorio libresco de la ficción. El micro que la encabeza, «Abducción», así lo demuestra. «Página perdida del libro de Shafir», de estirpe borgiana, es un claro ejemplo del mundo como libro, metáfora barroca por excelencia donde la vida humana se compone de diversas páginas. Por ellas desfilan ahora distintos héroes literarios: personajes moriscos (así en la pieza anterior o en «Romancero fronterizo»); anónimos como el testigo que sale en defensa de Lázaro de Tormes, acusado de robar, y en cuya historia asoma Celestina («Averiguación fiscal»); novelistas grandiosos como Cervantes, quien en «Pelea en el mesón», hecho un Quijote, arremete contra quienes lo injurian y no le dejan escribir; o inquisidores de la talla de Francisco de Cisneros («Esperanzas cortesanas de Fabio»). Esta parte se completa con la aparición de seres mitológicos como Pegaso («Gravidez») o «Narciso» junto a otras piezas de factura metaliteraria. La tercera parte («Mensajes hallados en una botella») reúne las mejores narraciones del libro: veintisiete piezas donde la temática se vuelve familiar o doméstica («Hermano», «Hacerse hombre», «Bondad» o «Días de gloria»), sin que falte en ellas la ironía o un fino sarcasmo. Otras veces la autora hace un uso comedido de la elipsis: «El otro lado» y «Tránsito» me parecen redondas en este sentido. Casi todas son excelentes: «Decepción», «Gemelos», «Mi reino por un caballo»… La cuarta y última parte, «Retorno por la ruta astral», alude a escenarios de ciencia ficción o, cuando menos, futuristas. La señora María, el McGuffin del libro, aparece de nuevo junto a otros antihéroes de la más variada especie. «Fertilidad de las almas», el último micro, anticipa el contenido deslumbrante del cuento que cierra el libro. Susana Camps emplea un lenguaje preciso de amplio espectro capaz de adentrarse en los recovecos insólitos de la existencia desde varios planos a la vez: a menudo, uno literal y otro simbólico, sin descuidar jamás la importancia de lo pequeño. Un libro de mérito e interés.

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Una vida subterránea. Diario 1991-1994 de Laura Freixas: reseña de Álvaro Valverde

C’est la vie Una vida subterránea. Diario 1991-1994 Laura Freixas Errata Naturae: Madrid, 2013 320 págs.

nLa

escritora Laura Freixas (Barcelona, 1958), además de por sus obras narrativas –novelas, libros de relatos– y por ser autora de la autobiografía Adolescencia en Barcelona hacia 1970, es conocida por su labor como editora (de la colección El espejo de tinta), crítica y traductora, así como por ser una estudiosa de la literatura escrita por mujeres y de la escritura, digamos, memorialística. Hace años, de hecho, coordinó un número de Revista de Occidente dedicado al diario íntimo. Por lo demás, para incidir en su interés por ese género, ha traducido los Diarios de Virginia Woolf y el de André Gide. Con Una vida subterránea. Diario 1991-1994 se pasa al otro lado y se convierte en protagonista de aquello que analizaba. En una presentación sucinta, Freixas nos cuenta que hace muchos años que lleva un diario, que desde 1989, cuando se casa e inicia una vida adulta, lo reinicia de «forma mucho más sistemática» y que ya para entonces sabía que «quería publicarlo». Eso no le impide confesar su «perplejidad» al verlo impreso y se pregunta: «¿Es esto mi diario o se trata de un libro?». A ella, en todo caso, le interesa porque es «un género de frontera, en el filo de la literatura; eso le hace paradójico y, para mí, fascinante». Dos condiciones se impuso a la hora de pasar del secreto a la página impresa: «no publicar el diario íntegro, sino hacerlo reservándome una zona de privacidad» y «que hubieran transcurrido muchos años –quince o veinte– desde el momento de la escritura». Debido al primer requisito cambia nombres o se limita a poner iniciales y por culpa del segundo su diario queda entre el muy alejado de, pongo por caso, V. Puig y el más cercano de, por ejemplo, A. Trapiello. Recién llegada de París, donde ha pasado una temporada con E., su marido, un personaje central en esta historia, F. se instala en Madrid, en «una casa grande y vacía», dispuesta, sencillamente, a vivir. Desde el primer momento se establecen una líneas que van a permanecer a lo largo del texto. Puede que ante todas la de su condición de mujer. La femineidad («algo

Álvaro Valverde bonito, cálido, acogedor…»), el feminismo, lo femenino, no sé muy bien cómo calificarlo, es algo medular, ya se dijo, en la vida y la obra de Freixas. Eso tiene que ver, claro, con sus relaciones: las amorosas (con su componente sexual) y las amistosas; las familiares también (sutil, pero decisiva, la sombra del padre). Y ahí, en otro anillo del mismo círculo, la maternidad, o mejor, la aspiración a ser madre y las dificultades para serlo (con final feliz: Wendy), un asunto que ocupa no pocas líneas del diario. Una mujer con marido, con amigos y amigas, con relaciones sociales, pero, como escritora, sola. O solitaria. Depresiva a rachas, que se psicoanaliza. Acabo de mencionar la palabra escritora y conviene señalar cuanto antes otra idea capital: la obsesión de F. por escribir. Su primera novela. «Escritora y basta». Escribir y ser madre: dos en uno. O tres, porque «concibo la escritura como femenina». «Lo femenino –anota– significa cobarde, egoísta, pasivo, insignificante y melancólico». Relacionado con escribir, F. se refiere a su frágil tarea como editora (donde tanto hizo por la literatura del yo), a sus encuentros con escritores (prefiere las novelas a sus autores), a obras literarias: de Azorín o Benet, de Delibes o Marsé, de Galdós (al que consigue apreciar). Por encima, algunos nombres imprescindibles. Modelos. Maestras. Sí, qué casualidad, mujeres: Rosa Chacel, Carmen Martín Gaite y, sobre todo, Virginia Woolf, a quien llama, sin más, Virginia. Los viajes por España; los miedos (a la crítica, a «hacerlo mal»…) y las angustias (ay, esa imposibilidad de ser feliz); el dinero (o la voluntad de independencia: no quiere ser una mantenida; de nuevo la Woolf); la vida literaria («¡Oh, qué sensación de falsedad»); el «placer exquisito» de «superar intelectualmente a los hombres»; y mil detalles más (como el piso de Pez) ahorman este diario de alguien que intuimos ingenua, exigente, de carácter introspectivo, que parece vivir ajena a otra cosa que no sean sus propias obsesiones, sus más cercanas circunstancias. Nunca se hace referencia a la situación política o social salvo en una ocasión, a propósito de una huelga general y para criticar, por cierto, a los sindicatos. «Llevar una vida lo más secreta y subterránea posible, y escribir», parece ser su lema. No es poco. Uno recuerda unas recientes palabras de Piglia: «el diario es como el borrador de la vida». Eso parece.

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Algún día escribiré sobre África de Binyavanga Wainaina: reseña de Ricardo Martínez Llorca

Flores que brotan lejos del conocimiento Ricardo Martínez Llorca

n¿Cuál es la verdadera materia con la que se construye la literatura? Al principio, están las palabras. Cada palabra es un concepto, una idea. Cada pareja de palabras es una nueva idea, un enriquecimiento, una polisemia al tiempo que una novedad. Y a medida que se incrementa el número de palabras, asciende el sentido de lo que hablamos, de lo que escribimos. Pero además está la música. El ritmo de las palabras, que es la demostración de los diferentes grados de la sensibilidad, de las alteraciones emocionales. Escribir es también una cuestión de oído. Y de imaginación, de esa versión de la inteligencia que consigue que la fantasía se nutra de la realidad en un camino de ida y vuelta. En literatura, la realidad nos sacude desde la ficción. Aunque el texto sea autobiográfico. Como en el caso de este excelente libro, de esta crónica en la que queda patente otro de los requisitos que debe poseer la materia de la que se construye la literatura: que el que gaste palabras e ideas tenga algo que contar. «Tengo siete (años) y sigo sin saber por qué todo el mundo parece saber lo que hace y el motivo por el que lo hace», confiesa, al principio del libro, Binyavanga Wainaina (Nakuru, Kenia, 1971), y mantiene viva la pregunta a lo largo de cada página. Consciente de que él es mundo, procede, desde esa declaración de intenciones, a narrar sin trama su extrañamiento. Porque en esta obra magistral de la literatura, Wainaina da fe de que la gran certeza no ayuda a conocer, de que es casi hasta necesario preguntarse constantemente quién es uno mismo, extrañarse de uno mismo. Y, en su caso, representar el extrañamiento por esa África de la que desearía hablar, pero siendo un escritor con un alma tan africana como Ben Okri o Ngugi Wa Thiong’o, reconoce que sólo está en ruta. Cada párrafo, cada expresión, cada capítulo, representa mirar de nuevo, volver a sentir, ir a cada episodio de la vida como si uno estuviera naciendo. Dado que el mundo está en transformación, ninguna experiencia, y mucho menos la literaria, debería ser ajena a los momen-

Algún día escribiré sobre África Binyavanga Wainaina Traductor: Jesús Gómez Gutiérrez Sexto piso: Barcelona, 2013 324 págs.

tos iniciáticos. Como los que van construyendo el sentido de un libro sensato, creativo y honesto: Wainaina reconoce que él muestra sólo un trozo de África, su trozo de África. Y ese pedazo, que es al mismo tiempo su vida, tan pronto es un lugar como una sensación, un gesto como un acto, un sonido como una reacción. Hasta un lugar común puede tener cabida en el libro, un tópico aceptado por el occidente colonial e incrustado en este mosaico atomizado. Al fin y al cabo, este libro trata sobre la memoria, y la memoria funciona sin argumento, sin hilo narrativo, sin la perfección de una trama, pero salpicada de flores y de conflictos. Los recuerdos son inmediatos y por tanto breves. A lo que más se parece la memoria es a un parpadeo, seguido de otro parpadeo. Y cada vez que cerramos los ojos, junto a las sensaciones nos sacude la conciencia de vivir en el presente: «La peor de las maldiciones del pasado es que siempre empiezan ahora mismo», dice Wainaina, que siente que no debe seguir viviendo en su propia historia. De ahí esta nostalgia con un punto dulce de acritud, de drama ambiguo, de ahí la necesidad de cauterizar que vincula un recuerdo con el siguiente. Aunque no se trate de un libro catártico. Es, más bien, un canto reclamando la falta de sinceridad que existe en quien pretende enunciar y explicar la complejidad y diversidad de una tierra, la tierra donde nació la música. Y donde las metáforas viven en plena ebullición. Y no sólo entre las líneas de la literatura, sino incluso en el concepto con que se gestó este libro, esa metáfora del hombre perdido que, de alguna forma, también se encuentra en Teju Cole y su Ciudad abierta, por ejemplo, una obra que Wainaina consigue superar a lo largo de estas trescientas páginas que no deberían faltar en ninguna biblioteca.

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El ambigú

La bicicleta del panadero de Juan Carlos Mestre: reseña de Agustín Calvo Galán

Libertad y desbordamiento Agustín Calvo Galán La bicicleta del panadero Juan Carlos Mestre Calambur: Madrid, 2012 480 págs.

nComo «la minuta de la funeraria» (pág. 151), como las monedas que los antiguos depositaban sobre los ojos o bajo la lengua del difunto –para que pudiera pagar al barquero Caronte su paso por la laguna Estigia hacia las puertas del Hades–, la transición por la vida nunca es un ejercicio gratuito. Como la bicicleta del padre de Juan Carlos Mestre, el panadero de Villafranca del Bierzo, la vida necesita de un medio para desarrollarse, de un medio para recorrer el trayecto, pagar la tarifa establecida y unir, en un único significado, los extremos que van del nacimiento a la defunción; y, por tanto, como en la religión genuina, un medio de re-ligare, de unir todos los aspectos de la existencia. Y, no de forma gratuita, Mestre ha escrito un libro intenso y excesivo, un libro de poemas que en otro autor podría haber sido la obra de toda una vida; con sus casi quinientas páginas, sólo puede ser el resultado de una tensión estilística y creativa de gran calado. Un libro, además, que corre el riesgo de dejar al lector exhausto; un libro compendio poético, torrencial; un libro que, para evitar cualquier sensación de indigestión, requiere una lectura calmada y, por supuesto, sin prejuicios, que permita degustarlo sin temor al cúmulo y saboreando el detalle. Y es que el poeta del Bierzo asume los riesgos del exceso con La bicicleta del panadero –riesgos que, tal vez, sólo podría plantearse un poeta consagrado como él–, según vamos descubriendo en el libro, por un lado como su propia respuesta hacia una poesía actual que se construye, en numerosas ocasiones, desde el vaciamiento, desde un minimalismo culto –contrario y, en el fondo, igual a la cultura de masas–, que hace del hueco, del espacio en blanco, el andamiaje de una estética efímera e insignificante; y, por otro lado, como propia resistencia vital al relativismo entendido como conformismo acomodaticio. Frente al vacío, Mestre nos ofrece un llenado literario nada complaciente, con una argumentación creativa hecha de significado crítico. Y frente al relativismo historicista alza su palabra moral y reivindica a las víctimas: el poeta se posiciona siempre junto a

los perdedores, junto a los que alguna vez sufrieron represión, intolerancia, racismo; uniendo en una sola voz el gemido del inocente, del débil, del represaliado, del judío, del fusilado. Y así consigue tejer una conciencia única del dolor y la dignidad humana: «Quizá solo hayan venido a recordarte que la dignidad / es el prójimo» (pág. 222); una conciencia que convoca a la humanidad entera sin excepción: «El mundo, piensa, es un lugar donde la gente pasa por turnos» (pág. 364). Y, por tanto, la acumulación implica una visión de la realidad que en ningún caso es ordenada, pero que tampoco es caprichosa; el libro crea su propio orden poético total, en el que el pasado y el presente se confunden, construyendo una inmensa tela fraternal, reforzada en el diálogo con los clásicos, con el individuo y con la colectividad. La bicicleta del panadero se convierte así en un gran retablo pagano contra los monólogos del individualismo, contra el propagandístico autismo social de las élites, sostenido como diálogo polifónico y natural, como tapiz en el que se vienen a verter o a entrecruzar infinidad de hilos y poéticas de diferentes orígenes, de diferentes texturas colores y grosores. El resultado es de un barroquismo bastardo y mestizo, donde la amalgama desbordante, libre y criolla, a la manera de un Walt Whitman, crea no sólo una gran riqueza y densidad expresiva, a veces desigual, que permite el contraste y, a la vez, la unión de voces diversas, sino también una argumentación contra varios de los convencionalismos literarios imperantes. Así, Mestre emplea desde la prosa poética hasta el caligrama, un abanico casi infinito de moldes, siempre en la búsqueda de ese trasfondo significante de la forma poética, y que a cada instante, unas veces con la anulación de todo signo de puntuación y otras veces rompiendo las frases, interpela al esfuerzo que esté dispuesto a hacer el lector. Por otro lado, no escatima ironía al referirse al oficio que él mismo ejerce, el de poeta, y en especial a la postura de los poetas, pose tal vez más que postura, que los convierte, al fin, en los verdaderos enemigos de la poesía actual: «Los poetas cazurros desconfían de las entretelas del sueño» (pág. 329). Como era la bicicleta para su padre, la poesía es para Mestre el medio; no un medio para ganarse la vida, sino el medio para recorrer la existencia. La bicicleta del panadero es la moneda que el poeta deposita sobre los ojos cerrados de su padre: un salvoconducto deslumbrante, honesto y vital.

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El tiempo menos solo de Abraham Gragera: reseña de Francisco José Martínez Morán

De la memoria en futuro Francisco José Martínez Morán El tiempo menos solo Abraham Gragera Pre-Textos: Valencia, 2012 56 págs.

nSi la poesía pesa demasiado, si ya no se presenta más que como una carga, si no alivia ni se siente como propia, ha llegado el momento de abandonar los viejos muros y de levantar otro edificio sobre el fundamento de un diálogo recién estrenado. Desde el desgaste de la materia prima de la palabra, y contando de antemano con el obstáculo que constituye el acto mismo de la escritura, Abraham Gragera propone en El tiempo menos solo una nueva construcción, ab ovo, del lenguaje: «Pero también perdimos la palabra / mucho antes, antes de que supiéramos siquiera / que la palabra existía / [...] Porque en nuestro futuro no hay memoria / y somos el futuro de todo lo que está a nuestra espalda». En este sentido, no parece en absoluto casual la elección de la ilustración de la cubierta: la arquitectura cálida y habitable del libro tiene como entrada una construcción de dovelas esbozadas, que se ajusta a la arquitectura de una gramática absolutamente personal. Una delicada emotividad (exenta en toda ocasión del engorroso artificio de la dulzura impostada) sostiene el tono general del poemario: así, el delicioso texto en prosa titulado «A la altura, a medida» se abre con la siguiente propuesta: «En museos, en libros de arte, trato de adivinar siempre en qué cuadros les gustaría vivir a las personas que admiro, los seres que amo, aquellos que recuerdo por soñar todavía»; en paralelo, la dimensión sensorial adquiere un realce magnífico: de esta manera, los olivos y el azafrán en «En el bosque de Colono» («Reconoció el susurro del aire en los olivos, / el olor del azafrán, / el roce de la hiedra al recostarse / con dignidad sobre sí») o la tierra y la naranja de «Epistrophé» («El olor a naranja en las gotas de frío, / bajo el sol del invierno. / El sabor de la tierra al levantarme»). Las alusiones al pensamiento griego, expresadas y asumidas con toda naturalidad, contribuyen a la búsqueda

de la expresión exacta: a lo largo de las nueve piezas de «La oveja», Abraham Gragera formula una poética de la mirada sin pasado («Cómo hablaré de ti sin alegorizar»; «Más que a los ritos de los sacerdotes / me recuerdas a Ulises en su pantomima / me recuerdas a Nadie»), de la observación verbal que se cimienta en la posibilidad de un futuro de preguntas y certezas nunca antes exploradas. También la ciudad se muestra para con sus habitantes, a través de este prisma, en una faceta muy diferente, dotada de un potente simbolismo releído: sirvan como ejemplo el arranque de «Remoto figurado» («Las ciudades, las casas que nos contemplaron, / las vidas que quisimos habitar por siempre, / cuanto nos inculcó estas vagas / nociones de belleza imposibles de extirpar») y las poderosísimas imágenes de vacío y permanencia del borgiano «El león, la herida y la rosa» («un león, una herida y una rosa / en un jardín municipal, fundidos / como el viento y el árbol / hacen carne»). A su vez, la segunda persona, interlocutora constante, completa el andamiaje del rito renovado: «Todo en el aire es piel, / detrás del aire abrigo / tú de tu dentro» se lee en «Anónimo»; «Espera un poco más, amor, / que el mar está lloviéndose aún, / que no llegamos tarde», en «Albada». «La poesía», de elegante aliento juanramoniano, resume con precisión esta brillante y pulida esperanza creadora: «Yo la imagino aún siendo capaz / de imaginarlo todo sin hacer / sentir a quien la escucha irresponsable / de sus propios delirios y razones». El poeta se deshace de lo inútil, del fardo estático del verbo ajeno. La revelación, de existir (y cabe subrayar que la constancia perenne de la duda es uno de los puntos más fuertes de la espléndida colección de poemas que es El tiempo menos solo de Gragera), no debe buscarse en la memoria, sino en el verso que imagina, en marcha, su íntima realidad.

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Vivo en lo invisible de Ray Bradbury: reseña de Raúl Quinto

El ambigú

Contraelegías o el peso del pasado Vivo en lo invisible Ray Bradbury (Traductoras: Ariadna G. García y Ruth Guajardo) Salto de Página: Madrid, 2013 240 págs.

nEn el poema «Recuerdo» (pág. 151) Ray Bradbury narra cómo de niño escondió un mensaje en el nido de una ardilla y cómo, cuarenta años después, el mensaje seguía intacto y adquiría la plenitud de su sentido. «Te recuerdo», dice la nota. El niño recordaba al hombre que acabaría siendo, ambos eran lo mismo a pesar de la dictadura del tiempo y la destrucción que conlleva. Ser uno siempre, desde un instante pequeño hasta el final, y a esa eternidad llamarla Dios. Por ejemplo. Esa es la idea que baña esta antología que por primera vez nos trae la obra en verso de Bradbury a nuestro idioma. La búsqueda del hilo interior que nos cose en el tiempo. Su vida, su tiempo íntimo, sagrado, reducida a unos cuantos poemas que van desde 1964 hasta 2002, y abundando aquellos que inciden en un concepto que llamaremos contraelegíaco. «Todo es pérdida y hábil recuperación» (pág. 99), nos dice. Los poemas de este libro, rescatados del pasado, son como la nota que aquel niño dejó en el nido de las ardillas, huellas de la memoria y el futuro que recorre su vida al mismo paso. Aquí no se canta lo perdido porque nada se ha perdido. Contraelegía. Todos y cada uno de los Bradbury que ha creído ser están expuestos en este catálogo deliberadamente exhibicionista, todos sus yoes internos (pág. 69) que en el fondo son el mismo, siempre. En ese sentido abundan las referencias al paso del tiempo y a que aquello que cose el tiempo dentro de nosotros se mide en lo que es pequeño: el nido de las ardillas o el olor a tabaco en los dedos del padre que le enseñó a hacerse el nudo de la corbata (pág. 93). Nada se pierde ni desaparece, aunque el tiempo parezca ser efímero como el aleteo de un colibrí (pág. 17), por eso la insistencia en la memoria viva traducida en lugares míticos para su biografía personal, como Dublín, o para la de Occidente, como Troya o Bizancio, cuyas ruinas nunca pudieron ser borradas por el tiempo. Y todo, en la His-

Raúl Quinto

toria y en la vida, pervive gracias a la escritura, a los libros de Shakespeare o Stevenson, a la pintura de Manet. La enorme figura de Moby Dick como metáfora de casi todo. Hemos hablado de eternidad y nombrado a Dios, y es que Ray Bradbury construye un mensaje nítidamente religioso, donde coinciden la loa a científicos como Lavoisier o Darwin con elementos tradicionales de un cristianismo más gestual que místico. El tiempo, el peso del pasado, la eternidad, el hombre en sí, sólo son reflejos de Dios, pero tampoco se elabora un mensaje crítico o problemático con esa relación. Es, y Bradbury lo celebra. Por ello, y por alguna que otra proclama nacionalista o antiecologista, el autor de novelas del futuro se nos muestra como un hombre de ideas conservadoras más aferrado al pasado de lo que podríamos pensar. De hecho llega a emparentar la pintura rupestre con la ciencia ficción (pág. 175) cosiendo, también, en el mundo del arte y de la representación del mundo el tiempo como un solitario reflejo de lo mismo. La fe en Dios es la misma que la fe en el progreso científico, respecto al que sólo se permite la herejía de cuestionar las armas nucleares (pág. 57). El conservadurismo de Bradbury también se refleja en su concepción formal de los poemas, ya que la mayoría se componen de estrofas rimadas de corte clásico (las traductoras han optado con buen criterio por no reproducir la rima, que fácilmente se puede cotejar en el original en inglés de las páginas pares) y que además aborda los tópicos poéticos sin apenas voluntad de riesgo, rozando en algunos momentos el puro kistch. Con estas armas Bradbury quiere notificar su vida, un idioma de otro tiempo para constatar la eternidad, el hilo común del tiempo. Contraelegía a contraelegía. Como la nota en el nido de la ardilla. «Lo escribes o se olvida» (pág.71). «Mi única tarea es apuntarlo todo» (pág. 81) y perseguir la coherencia y la unidad desde el nacimiento hasta la muerte, como si fuéramos siempre los hombres que somos hoy y eso fuera la prueba de la existencia de Dios. Algo así. «Vivo en lo invisible. / Lo invisible soy yo.» (pág. 149).

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Lola Larumbe Librería

Rafael Alberti (Madrid) entrevista de Ginés Cutillas

¿Por qué el nombre? ¿Qué papel ocupa Alberti dentro de vuestro catálogo? La librería abre en otoño del 75, Enrique Lagunero, su primer propietario quiere homenajear al poeta gaditano, en el exilio en Roma, poniendo su nombre a la librería. Cada época tiene unos rasgos distintivos, en aquellos setenta las librerías se llamaban García Lorca, Machado, Neruda, Alberti…, era una reivindicación de la cultura que había estado silenciada oficialmente durante cuarenta años de dictadura, la manera de expresarse de la progresía. La mayor parte de las editoriales y librerías que se montaron en la época, y fueron muchas, compartían la misma utopía e ilusión por la difusión del libro y de la cultura. No se hablaba de negocio, se hablaba de forma de vida. Hoy, los nombres son otros, el compromiso es más con las tendencias o con las modas. Intentamos que en el catálogo la obra de Alberti esté siempre bien representada, no sólo porque llevemos su nombre, sino porque es uno de los poetas fundamentales

del siglo veinte, como lo hacemos con el resto de los enormes poetas de su generación. ¿Qué importancia le dais a las presentaciones de libros? La librería Alberti tiene un programa de actividades «encuentros en Alberti» que comenzó su andadura en el año 2001. Queríamos recuperar la esencia de la librería como lugar de encuentro entre lectores, invitando a autores, organizando debates, lecturas de poemas, animaciones con niños. Era una idea que venía de atrás pero que las librerías, por lo menos en Madrid, habían perdido. Nos parecía que este lugar, en esta esquina, y el aprecio y afecto que generaba, se merecía algo más que el intercambio comercial. El espíritu de los «encuentros en Alberti» es siempre elegir, nosotros provocamos el acto, invitamos a los autores, buscamos el encuentro, hacemos en la medida de nuestras posibilidades un programa trimestral de actividades. No somos un “presentódromo” donde todo cabe. En el año 2004 el Ministerio de Cultura y CEGAL galardonaron a la librería


El pianista

Alberti con el premio Librero Cultural precisamente por «encuentros en Alberti». ¿Cuál es vuestra relación con otras librerías del ámbito madrileño, incluidas las nuevas que han surgido hace poco? Tenemos muy buena relación con nuestros colegas, en general compartimos una manera de entender el oficio que nos acerca a pesar de que cada librería es un mundo. ¿Qué perfil de cliente suele frecuentar vuestra librería? Pues es un buen lector, un lector informado, curioso por conocer qué es interesante y qué no lo es, que está al tanto de novedades y autores, que tiene criterio pero que a la vez se deja orientar, que busca una complicidad con la librería y con el librero. ¿Qué resaltáis de vuestro catálogo? ¿Qué os diferencia del resto de librerías? Lo que más llama la atención a la gente es que tenemos mu-

Lola Larumbe, de la librería Rafael Alberti

chos libros: literatura, humanidades, ensayo, poesía, arte, libros infantiles... Procuramos mantener una coherencia y una selección interesante, estamos muy atentos a las novedades, sobre todo de la edición independiente, filtramos pensando en los lectores, colocándonos en el lugar del que mira nuestros escaparates, intentamos hacer apetecible la oferta. Un paseo por la Alberti creo que puede dar una idea bastante aproximada del panorama cultural y editorial en español. ¿Qué valor añadido tiene Alberti, sobre todo tratándose de una librería apartada del centro económico de la ciudad? La Alberti está situada en el barrio de Argüelles, un barrio céntrico madrileño, comercial, tradicionalmente universitario, ahora menos, tranquilo y de clase media. No es barrio de moda, no, y tampoco estamos cerca del centro ni del poder económico, no, podríamos decir que somos levemente «excéntricos», a diez minutos en metro de la Puerta del Sol y del kilómetro cero, pero a cambio ofrecemos las mejores puestas de sol sobre las rítmicas vaguadas del Parque del Oeste.

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El apuntador

Eduardo Iriarte. Pulir el desencanto

PULIR EL DESENCANTO Eduardo Iriarte nLo que nos lleva a traducir un texto literario – siempre que no lo hagamos por motivos puramente crematísticos– es en buena medida lo mismo que nos lleva a escribirlo. Traducimos para tener acceso a otras identidades distintas de la nuestra, para pensar mejor aquello en lo que no podemos dejar de pensar, para entender el mundo que nos rodea sumergiéndonos en hipótesis diversas del mismo; traducimos, a fin de cuentas, aspirando a la misma libertad que buscamos en la escritura. Esa libertad que perseguimos, no obstante, viene marcada por el aprendizaje de los límites del lenguaje, por la incapacidad última de trasvasar la noción abstracta a palabras del todo precisas, por la distancia insalvable entre la idea y la representación de esa idea, tanto en otro idioma como en el idioma propio. Por mucho que lo intente, el traductor no consigue nunca el traslado perfecto del original a la lengua de llegada, de la misma manera que el autor no logra hacer una traslación perfecta de lo que contiene su imaginación a lo que finalmente queda plasmado en la página. El reto consiste en no perder la esperanza de alcanzar ese ideal –tanto en la traducción como en la escritura–, en seguir puliendo el desencanto intrínseco a la obra (provisionalmente) definitiva. Hay veces en que, idealmente, se produce una simbiosis entre el autor del texto original y el autor de ese texto en otro idioma. El traductor consigue ver a través de los ojos del autor y reinventar su obra con otras palabras; llega a pensar como el autor adentrándose en el texto hasta dar con todos los significados que aquél imaginó sin ser tal vez del todo consciente.

Eduardo Iriarte (Pamplona, 1968) es traductor y escritor. Además de una decena de libros de Charles Bukowski, ha traducido a poetas como W. H. Auden, Kerouac o Stephen Spender, entre otros. Sus novelas más recientes son Las huellas erradas (Algaida, 2010) y Ya falta menos para ayer (Libros del Arga, 2013).

Pero quizá las traducciones más difíciles –y por tanto más productivas y rentables desde el punto de vista del aprendizaje– sean las que nos llevan a tirar de las riendas de la creatividad para ceñirnos a una manera de escribir que se aleja de la nuestra, aquellas en las que el acto de amor que es la traducción literaria se convierte en pugna con un estilo que violenta nuestra idea del lenguaje y la pone a prueba. En mi caso hay un autor que representa como ningún otro esa lucha, ese forcejeo entre imitación, recreación y creación pura. Charles Bukowski, sin ser uno de mis autores de cabecera, me viene acompañando desde el momento primero en que decidí dedicarme a la traducción. Opté por Bukowski para traducir mi primer libro a los veinte años porque, en mi ingenuidad de entonces, me pareció un autor no excesivamente complicado. Con un libro de poemas bajo el brazo, llamé a la puerta del editor de Bukowski en España y, para mi sorpresa –aunque en aquel entonces no llegó a publicar esa traducción–, no me despidió con cajas destempladas. Con el tiempo, a fuerza de hacer pruebas y desbastar asperezas, conseguí perder el miedo a Bukowski sin perderle el respeto, y un nuevo sello editorial empezó a publicar su poesía en castellano en mis traducciones, mostrando al público lector una nueva faceta de este autor conocido hasta entonces sobre todo por sus relatos y sus novelas. Ese mismo editor se atrevió a proponerme que hiciera una traducción automática del libro de escritura también automática Noche de escupir cerveza y maldiciones, una correspondencia que

Bukowski había escrito en buena medida tan borracho que muchas cartas se interrumpen antes de llegar al final porque el autor pierde el conocimiento sobre la mesa y al día siguiente no relee ni recuerda siquiera lo escrito, según se apreciaba en cartas posteriores. El feliz experimento ocupó meses de mi vida y me permitió apreciar que esta clase de escritura puede dar lugar a accidentes plenamente felices. Finalmente, dos décadas después, aquella primera editorial a la que acudí me ofreció traducir relatos y ensayos inéditos de este autor –cuyo legado póstumo parece no tener fin–, cerrando así un ciclo profesional y permitiéndome ver cuánto me faltaba por aprender en aquel primer momento. Pese a todo lo que me distancia de este autor, Bukowski me ha dado muchas satisfacciones a lo largo de estos años. También me ha sido ingrato en ocasiones porque cada cual tiene su propia idea de cómo debería sonar en castellano y es de todo punto imposible contentar a todos. Pero lo que debo agradecerle sobre cualquier otra cosa es que me ha tenido luchando durante más de veinte años, librando, en sus propias palabras «la única batalla justa», la de pulir las ideas de manera que reflejen algo que se asemeje lo más posible a lo que pensamos, la de expresar lo inexpresable de la manera más precisa a nuestro alcance para luchar así contra el paso del tiempo, la desmemoria y el desencanto que provoca la incapacidad última de decir aquello que hubiéramos querido decir; y para luchar también, ahora más que nunca, contra la mentira institucional y la deformación interesada del lenguaje.

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El altillo. Eduardo Moga

El tercer acto

Literatura y vida, valga la redundancia nSi la literatura nos ha de acercar a la vida, mucho más que la pro-

en actividades indisociables –fundó una revista de crítica con pia existencia, tan dada a perderse en las trochas del tedio y el prometedor título de El Zurriago Literario–, y con el aplastanla inadvertencia, uno de los momentos de mayor intensidad te pragmatismo de la cultura anglosajona que lo había acogique me ha proporcionado fue la lectura de un pasaje en do, zahirió a poetas, eruditos, libreros, traductores, políticos y apariencia insignificante del Diario de Samuel Pepys, aquel hasta reyes, y mucha de su deambulación por Europa no tuvo funcionario rijoso –pese a sufrir de cálculos en el tracto otro fin que escapar de la inquina de los zaheridos. Pero Baretti urinario– y moderadamente corrupto que creó, entre 1660 también fue un traductor y lexicógrafo sobresaliente –autor y 1669, uno de los mejores frescos jamás escritos sobre la de un diccionario inglés-español, en 1778, que ha sido base de vida en Londres y, por extensión, en cualquier metrópoli. todos los posteriores–, un escritor meritorio y un viajero irreEn una entrada de su minuciosa relación ductible, que en 1770 publicó Viaje de Londres –compuesta en una jerga de su invención, a Génova, a través de Inglaterra, Portugal, Espapara ocultar sus escarceos con mujeres ileña y Francia, en el que daba cuenta, epistolargítimas y las prácticas venales del Almiranmente, de los dos viajes que había hecho a tazgo–, Pepys se describe escribiendo, solo, su país natal en 1760 y entre 1768 y 1769. Su de madrugada. Por la ventana aún no asorelato se publica ahora, por primera vez en ma la primera luz del día, y entra un aire castellano, en Reino de Redonda, con pulcrifresco, insólitamente benigno. Y, de pronto, tud británica y la inmaculada traducción de mientras él sigue componiendo su relato Soledad Martínez de Pinillos Ruiz. En la carta –que es, en realidad, un metarrelato–, por XLVII, Baretti se acerca ya, desde Estremaduesa misma ventana oye un grito: el del lera, a Talavera de la Reina: le regocija el paisachero que ofrece por las calles su producto; je, porque abundan las piaras de cerdos, todo un lechero solitario, como él, que arrastra negros; de pronto, advierte una elevación: el carro con las cántaras, y que saluda, con Oropeza es la «villa que da nombre a esa cuesta su labor inaugural, la inminencia del día. o colina», y en el castillo que la preside vive la Nada más contiene la descripción: es el dacondesa del lugar, «con gran esplendor [de] guerrotipo diáfano de un hecho minúscudueñas, criadas, capellanes, secretarios, pajes Eduardo Moga lo, pero candente de vida, desbordante de y por lo menos cien criados de librea». Quieinmediatez, tan audible al ser leído como lo re visitarla, para «ser testigo del fausto guarfue al ser escrito. Yo lo oí, y, al oírlo, viví con pasmosa exacti- dado por una condesa española cuando está en su mansión tud lo que Pepys había vivido: los postigos desembarazados, campestre», pero sus caleseros lo disuaden, porque no conla oscuridad ya gelatinosa, la voz del lechero que interrum- viene perturbar el retiro de una dama tan anciana y principal. pe el pensamiento que quiere constituirse en frase, la sole- Baretti anota entonces: «Desde las ventanas del castillo se dodad de quien, con el frío de la mañana, se siente respirar, mina una vasta perspectiva». Y así es: desde el parador que hoy latir, la soledad de quien percibe el mundo; la vida, en fin, ocupa la residencia de aquella remota condesa, se contempla imponiéndose, con la fuerza inverosímil de su materialidad. la extensa planicie por la que discurre el Tiétar, y que agoniza Algo parecido me acaba de suceder con otro escritor, mu- a los pies de la Sierra de Gredos, salpicada de campos de labor, cho menos conocido que Pepys, pero íntimamente vinculado embalses, dehesas y bosquecillos, y sobrevolada por los gavilaasimismo con Inglaterra: Giuseppe Baretti, un turinés estable- nes. Siempre que me detengo a comer en Oropesa, camino de cido en Londres en 1751, donde moriría –de un ataque de Extremadura, admiro esa dilatada plenitud, recorrida por las gota– en 1789. Baretti se pasó la vida huyendo de su inteligen- venas azules del agua y la urdimbre esmeralda de los árboles. cia, esto es, huyendo de quienes querían castigarlo por que A partir de ahora, lo haré con los ojos de Giuseppe Baretti, hubiese utilizado su inteligencia para ridiculizarlos. Aficiona- aquel escritor inclemente que vio ese mismo paisaje, con igual do al escarnio y a la crítica literaria, que en él se convirtieron admiración que yo, hace doscientos cincuenta y tres años.

El altillo

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El detective de personajes. Ricardo Adolfo

El detective de personajes nFaltaba poco para la medianoche cuando crucé la intersección hexagonal más concurrida del planeta en dirección al último tren. Los edificios forrados de pantallas gigantes gritaban incitándome a danzar, a saltar, a comprar. Si saltase mucho y comprase todavía más sería joven, guapo y feliz. Como no estaba interesado en nada de eso, me uní al grupo de los que tampoco querían quedarse en tierra y pasar la noche fingiendo que estaban atados a la silla de un café. Hasta en cafés tenía que ahorrar. Era el detective privado con menos trabajo de la ciudad. Desde la trágica resolución del caso 003 había decidido ser selectivo con los casos que aceptaba. Y tanta selección estaba teniendo consecuencias miserables. En el andén, reparé en el trombonista que interpretaba a Curtis Fuller desalineado del resto del mundo. No esperaba el tren en ninguna de las filas establecidas. Incluso parecía que no esperaba. Cuando comenzó a tocar «Five Spot After Dark» recordé que lo había visto antes allí, soplando los mismos acordes. Como no estaba permitido convertir el andén en un escenario, me extrañó que los guardias de la estación no lo invitasen a marcharse. Me acerqué a su lado. Él me miró, sonrió y siguió tocando. Aquel Ricardo trombonista debía parecer demasiado desaliñado para los habitantes de una ciudad donde las personas no suelen establecer contacto visual y mucho menos demostrar emociones a los extraños. Advertí que había perdido mi lugar en la fila cuando el tren se acercó. Los ternos y los trajes chaqueta se agitaron, esperaron que las puertas se abriesen y corrieron en busca de un espacio donde descansar el culo. También yo debería haber participado en esa lucha por los asientos, pero me quedé allí. Pensé que el tren no podría partir antes de que el trombonista acabara de actuar. Sería una grosería. El oficial de estación no estuvo de acuerdo conmigo y dio la orden de marcha desde el otro extremo del andén. En cuanto la canción terminó lo que tenía que decir, el altavoz nos invitó a abandonar la estación de inmediato. Y por si hubiera dudas envió a tres agentes de guantes blancos para acompañarnos hasta la salida.

En la calle, de vuelta a los edificios forrados de imágenes digitales, el trombonista me pidió disculpas por haberme hecho perder el tren. Se llamaba Takahashi-san, y hacía nueve años que pasaba los días tocando en el andén a la espera de Mari, el personaje de su vida. No hice ningún comentario sobre su elección vital. Intercambiamos varias fórmulas de cortesía hasta que él acabó por pedirme que lo llevase a comer una ensalada de pollo al Deny’s de la calle de los love hotels. Le pregunté por qué no podía ir solo. Me dijo que desde que su narrador lo había dejado en el andén diciendo adiós a Mari, necesitaba un narrador sustituto para todos los pasos de su vida. Yo era el primero que se mostraba dispuesto a ayudarlo. Por la cantidad de ensaladas que Takahashi-san engulló me di cuenta de que no comía desde 2004. Probablemente no habría hecho mucho más que tocar el trombón. Al final de la octava ensalada sintió urgencia por ir al cuarto de baño y tuve que indicarle el camino. Su vejiga y él me agradecieron aquel párrafo y, antes de desaparecer, me dio una copia de After Dark. Abrí el libro para toparme con Mari y Takahashi-san. Cuando se sentó de nuevo frente a mí, le dije que saliese, que girase a la izquierAdolfo da y subiera una colina. En la esquina de la segunda manzana encontraría el love hotel Alphaville. Debía entrar y elegir el cuarto 2046. El panel digital le indicaría que el cuarto estaba ocupado, pero al pulsar el botón recibiría una llave. La llave serviría para abrir la puerta del pasillo. En el hall de entrada del cuarto tenía que insertar 10 000 JPY en la máquina de la pared para abrir la segunda puerta. La segunda puerta daba a un pasillo que era también cuarto de baño. Al final del pasillo encontraría una ducha. Debía desnudarse, tomar el baño que no tomaba desde hacía nueve años y a continuación abrir la puerta escondida tras la cortina amarilla del lado izquierdo. Mari estaría dormida en la cama, girada hacia la izquierda. El podía acurrucarse a su lado. Nada más le estaba permitido. Me preguntó qué sucedería si Mari se despertase. Le dije que ese era un caso que sólo podía ser resuelto por Murakami-san.

El detective de personajes

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Papeles en reposo. Leonardo Valencia

El tercer acto

El que posterga la lectura nCierra otros libros para abrir el suyo, para escribirlo, y al cerrar aquellos sabe que la lectura ha llegado a un límite, al silencio de un compás de espera, y sobre todo a la constatación de no hallar el libro definitivo, el que lo colmaría, el que haría innecesario el impulso de suspender la lectura para escribir aquel que quisiera leer. En el trayecto del propio libro sabe que es inevitable cerrar los otros, diferirlos, por más placenteros y provocadores que sean, y que su propia escritura es freno y postergación. Esa es la paradoja: escribir para dejar de leer, para resistir secretamente la avalancha de los demasiados libros. Un libro escrito necesita varios libros sin leer. No leer se dice callando. Nadie acepta el abandono de la lectura, sí el de la escritura, y convendría detenerse a descifrar por qué abandonar la escritura es un tema y no lo es el lector que difiere lo que lo nombra. ¿Quiénes somos cuando no leemos? Nadie dice yo no leo y recibe elogios. Nadie pide que dejes de leer, sino que prosigas, que te sumerjas, que la voracidad sea continua sin saber con exactitud a dónde se dirige esa constancia de lectores que no metabolizan lo leído. Si el escritor primero fue lector, también es cierto que dejará de serlo, no al menos como el lector común que no duda de lo leído, que no Leonardo exige nada que otra lectura podrá entregarle más adelante. El escritor es un lector excepcional porque su excepción es dramáticamente escéptica, está dividido, conoce oficio y suplicio, y de alguna manera que no es fácil explicar, abandonar la lectura es un deseo de recuperarla en su plenitud pasada. Lo leído asomará en sus propias palabras como un pentimento de lo remoto e irrepetible que no quiere olvidar. El que escribe, el que posterga la lectura, no está abierto a un horizonte indeterminado como el puro lector, sino que apuntala lo que le sirve, lo que espolea. Para él no es válido ningún tolle et lege, sino más bien deja a un lado y pasa. Su recolección es radicalmente selectiva, hasta la omisión. A veces, agotado el impulso de escritura, quizá necesitado de otros ritmos o incluso de aliento –eso también dan los libros de los otros–, el escritor vuelve a leer. No sabe entonces si lo que escribe llegará a término, no tanto por la convicción al hacerlo, que la tiene, ganada rechazando intromisiones, sino

porque constata en el descanso que leer es siempre más manejable que la propia escritura y más grato y sin fondo, diverso y ratificado. Pero no es cierto. No es manejable porque descubre que siempre es menos lo exacto en lo leído, que siempre hay de más y siempre hay concesiones, y que esa obra que llegó a sus ojos pudo no haber sido o pudo no haber llegado a sus manos. Por más que haya criba y tiempo de maduración o puesta a prueba, no hay canon perpetuo que supere un milenio. Si el libro no dura al menos una generación, ¿dónde estuvo su necesidad, dónde su proyección, su giro y su contorno? La sed abierta de la lectura, difícilmente aplacable –no hemos terminado un libro y otros esperan–, convive con la imposibilidad de abarcarlo todo, como si muriéramos de sed frente a la multiplicidad de las fuentes. Era eso lo que el checo advertía en los recintos del Castillo, que el problema no son las posibilidades sino que estas son innumerables. No sólo que la biblioteca se nos cae encima y se nos vuelca torrencialmente, es que nosotros caemos con ella como en medio de alta mar. Y las aguas en alta mar son también abismo. Leer es un abismo. Escribir, una rama, un flotador frágil que nos frena en la caída por el abismo. Quién pudiera ser sólo lector, se dice. HaValencia bría que dudar. Esa sed infinita, como la del dipsómano, es la de un náufrago suicida, sumerge en el delirio. Quienes han fabulado a grandes lectores les han hecho decir que lo han leído todo y los hacen morir al final. Esa sed sin vuelta atrás, ese consumir un libro tras otro como quien recorre el bosque sin tocar las cortezas ni agarrarse a un solo árbol, no es un paseo sino un sobrevuelo. Escribir sería entonces una forma de ralentizar la rapidez de la lectura, una exacerbación del relieve, una caricia del obstáculo para interrumpir el vértigo de lo ilimitado donde no hay proporción ni centro. Es poner un pie a tierra. A la isla se lleva un único libro, quizás el propio, con páginas en blanco. Pie a tierra como quien baja de un avión para recorrer lo vasto con el mínimo paso a paso de su escritura. Así toda escritura es lentitud. Calma el ánimo exaltado y contumaz de la lectura. Por eso su tedio fantasmático y su melancolía por contención. Quien escribe no puede ser sólo lector. Entendió su límite.

Papeles en reposo

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Galería de notables. Ricardo Menéndez Salmón

El tercer acto

Pierre Michon o el lugar sagrado el metal basto de quien descifra con el oro puro de quien dicta– esconden sus narraciones? ¿A quién o a qué interpela este mago de la metáfora, esta prosa siempre en el alambre pero que nunca, jamás se desploma en el exceso, el pathos n«¿Qué es lo que hace que la literatura se reanude sin fin? ¿Qué es lo redundante, la gratuidad? Michon es un gestor de la belleque impulsa a los hombres a escribir? ¿Los demás hombres, za. La belleza –su anhelo, su búsqueda, el ambicioso fracaso sus madres, las estrellas, o las antiguas cosas inmensas, Dios, que se resume en el ansia por aprehender el mundo maravila lengua? Las potestades lo saben. Las potestades del aire lloso y terrible con palabras– es el alimento de su escritura, la forma que el logos adopta para derrotar la violencia del son ese sutil viento entre las hojas». Basta un párrafo como el precedente para asumir que la tiempo y su corolario inevitable: el olvido. Lenta pero tenazmente, la obra de Miescritura tiene mucho de don. Y que el don, chon va encontrando en España su públimal que le pese a la academia o a la sociología literaria, se posee ya o se persigue en co, the happy few infectados por el secreto. Ocho títulos son ya nutriente considerable vano. El talento es clinamen, desviación del para semejante compañía de fieles. Si el canon, anomalía. El genio es una catástrofe para su tiempo, y a menudo, como quería grueso de su tarea ha hallado acomodo en Anagrama (la citada Vidas minúsculas; conNietzsche, esconde una inteligencia póstuma, cuyo goce o reconocimiento tardan en sideraciones sobre la literatura como Rimbaud el hijo y Cuerpos del rey; incursiones en la llegar. No hay un camino intermedio para imagen y sus poderes como Señores y sirvienel don. No existen aprendizaje ni conquista. Resistirse a considerar la literatura como tes, Los Once y El origen del mundo), Alfabia ha publicado dos textos menores en contioficio, implica aceptarla como privilegio de unos pocos. nente, que no en contenido, el magnético Pierre Michon, el dueño de esa voz irreAbades y un volumen que recoge un par de obras muy distintas entre sí, esa revelación ductible a nada que no sea ella misma, la sensibilidad capaz de urdir líneas como las del entorno que es Mitologías de invierno y que encabezan esta página, nació al mundo Ricardo Menéndez Salmón esa joya sobre la Historia y su fábula titulada de la edición relativamente tarde, casi a los El emperador de Occidente. cuarenta años de edad, cuando su primer libro publicado, Estos ocho testimonios, en los que resuenan ecos y nomVidas minúsculas, provocó un deslumbramiento en el deve- bres tan dispares como Piero della Francesca y Goya, Villon nir tantas veces exigente de las letras francesas. En aquel y Joubert, el arte parietal y el paisaje como reposo de la geotexto con vocación de mosaico, que contaba la propia exis- logía, la debacle de Roma y el Terror posrevolucionario, tencia a través de la peripecia de otros, gentes pequeñas, admiten ser contemplados como el compendio excepcional locas, vagabundas, heridas por el alcohol, la nostalgia o la de quien no sólo es una de las voces mayores de la literatura maldad, operaba ya el corazón y cetro de la experiencia mi- europea, sino una de las encarnaciones humanas, ardiente y choniana: el idioma como lugar sagrado, la palabra como dolorosamente viva, de esa potestad que todavía hoy llamamos literatura. fuego y estigma, el lenguaje como maná. ¿Qué encarna la escritura de Michon? ¿Qué tipo de revelación –el sustantivo no ofende aplicado al caso: la escritura de Michon es religiosa, religa al lector con el autor, vincula

Galería de notables

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