REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol
5-11 s espejos e lo El salón d
4 El foyer
A contrapelo
Entrevistas a a Eloy Tizón (5) y a Carlos Castán (9)
Dossier. Las máscaras del dandi laia lópez Manrique: Sexteto de amazonas (12) david chacori: La bufanda de Umbral (15) juan vico: Iniciales S. G. (22) óscar brox: El dandi a través del cine (26) ernesto castro: Un Hércules sin empleo (30)
Colaboradores nº 364:
Miguel Alcázar, David Aliaga, Ángel Alonso, Antonio Alonso, Pilar Aymerich, David Brieva, Óscar Brox, Marina P. de Cabo, Agustín Calvo Galán, Carlos Castán, Ruben Castillo Gallego, Ernesto Castro, Andrés Catalán, David Chacori, Liliana Colanzi, Jorge Freire, Beatriz García Guirado, Elena Gené, Andrea Jeftanovic, Laia López Manrique, Rafael Mammos, Francisco José Martínez Morán, Antonio Méndez Rubio, Eduardo Moga, Lara Moreno, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Gemma Pellicer, Raúl Quinto, Miquel Rof, Luci Romero, Javier Sáez de Ibarra, Eloy Tizón.
12-35 aso El cielo r
44-46 mana La voz hu ul z 42-43 A a b r a de B Entrevista a El castillo
s 39-41 s de perla escadore p s Poemas inéditos de o L 35-38 ve re b a Antonio Méndez Rubio id v Microrrelatos inéditos La de Juan Jacinto Relato inédito de Muñoz Rengel Javier Sáez de Ibarra
Fotografía de portada: Antonio Alonso © Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 1211-3325/D. L. B. 28332/1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631
47-49 the Beach on Einstein
A contraluz, de Javier Sáez de Ibarra
Ángel Alonso
50-60 ú El ambig Rubén Castillo Gallego: Hospital Cínico de Diego Prado (50) Marina P. de Cabo: Agua dura de Sergi Bellver (51) Gemma Pellicer: Fisuras en el aire de Araceli Esteves (52) Miguel Alcázar: El consejero de Cormac McCarthy (53) Beatriz García Guirado: Habitaciones exiguas de James Purdy (54) David Aliaga: Espíritu festivo de Robertson Davies (55)
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Iván Humanes: Cine XXI. Directores y direcciones de H. J. Rodríguez y C. Tejeda (56)
Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A.
Rafael Mammos: Una copa de Haendel de José María Jurado (60)
Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.
Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Raúl Quinto: Caza con hurones de Esther Ramón (57) Agustín Calvo Galán: Pobreza de Víktor Gómez (58) Francisco José Martínez Morán: El falso techo de Erika Martínez (59)
64-66 acto El tercer 63 r o d Columnas de Eduardo Moga, El apunta 61-62 Lara Moreno y ta Un cadáver a El pianis Andrea Jeftanovic los postres, de Entrevista a David Brieva y Luci Andrés Catalán Romero, de la Librería Bartleby (Valencia)
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El Foyer
A CONTRAPELO
nLa relación entre los dandis y la literatura es uno de esos temas a los que siempre apetece volver. En el dossier de este número de marzo de Quimera. Revista de Literatura hemos tratado de aproximarnos al fenómeno del dandismo obviando en la medida de lo posible los lugares comunes, los recuentos fatigosos, el canon y la pontificación. Los cinco artículos que lo constituyen tienen como principal objetivo rastrear espacios laterales e iluminar facetas poco frecuentadas de un arquetipo imprescindible en la cultura occidental de los dos últimos siglos. Laia López Manrique abre el dossier interrogándose sobre la naturaleza de un dandismo femenino cuya mera existencia ha sido siempre puesta en cuestión. David Chacori nos ofrece en «La bufanda de Umbral» un repaso a la persistencia del personaje del dandi en la obra del autor madrileño, y de paso le da varias vueltas a las concomitancias con su escurridiza biografía. «Iniciales S.G.», en torno a Serge Gainsbourg, desplaza la atención al mundo de la música, una de las mayores canteras recientes de hipotéticos dandis. El artículo de Óscar Brox, por su parte, propone un peculiar itinerario a través de la historia del cine, desde las adaptaciones más clásicas de obras literarias protagonizadas por dandis de todo pelaje hasta las más inesperadas y perversas transformaciones del modelo original. Para acabar, Ernesto Castro incide en las proyecciones del personaje, en su carácter esencialmente proteico, con un texto crítico que cuestiona, entre otras cosas, las aproximaciones teóricas del ineludible (para bien o para mal) Luis Antonio de Villena. Javier Sáez de Ibarra hace doblete en este número con un relato inédito, construido mediante un interesante ar-
tificio narrativo, y con un ensayo en torno al último libro de Eloy Tizón, Técnicas de iluminación, que ya va camino de conseguir (merecidamente) el halo mítico que ostentaba la hasta ahora más celebrada de sus obras, Velocidad de los jardines. Con Tizón precisamente charlamos el equipo de redacción al completo en la entrevista de apertura, a la que le sigue un diálogo entre la periodista Elena Gené y otro de los nombres destacados de la narrativa breve actual, Carlos Castán, de actualidad por la reciente publicación de La mala luz, su primera novela. Una entrevista más, a cargo de Iván Humanes, nos espera también en la sección de teatro, consagrada a Ángel Alonso, autor y director imprescindible para entender el teatro y la televisión de este país desde los años ochenta hasta la actualidad, y cuyas opiniones sobre el «estado de la cuestión» estamos seguros que no dejarán a nadie indiferente. En el apartado de poesía contamos este mes con la depurada estética de Antonio Méndez Rubio, de quien ofrecemos ocho poemas tan breves como intensos. También lo son los microrrelatos de Juan Jacinto Muñoz Rengel, uno de los cultivadores jóvenes más incisivos del género, además de destacado novelista y autor de cuentos. Las habituales reseñas y columnas de opinión, el artículo sobre traducción, a cargo de Andrés Catalán, y una pequeña entrevista con los responsables de la Librería Bartleby de Valencia, completan una entrega que como siempre esperamos que resulte atractiva para un gran número de lectores.
... hemos tratado de aproximarnos al fenómeno del dandismo obviando en la medida de lo posible los lugares comunes, los recuentos fatigosos, el canon y la pontificación.
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Juan Vico Redactor jefe de Quimera. Revista de Literatura
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«EL CUENTO ES UN TERRENO SIN ACOTAR»
ENTREVISTA A Eloy Tizón Fotografías: Antonio Alonso
Nuestra primera pregunta es obvia: ¿te ha sorprendido la magnífica recepción que está teniendo Técnicas de iluminación durante estos primeros meses de andadura? Estoy bastante asombrado por esa recepción, está siendo considerablemente mejor de lo que esperaba y, más allá de las buenas reseñas, estoy recibiendo muchísima calidez por parte de libreros y lectores de todo tipo. Noto que el libro está conectando muy bien con un público amplio, mejor que ningún otro libro que haya publicado antes, sin duda alguna.
¿Cómo ves el momento actual de la narrativa breve en nuestro país? Lo veo bien, en general observo más rigor del que había hace unos años. Cuando empecé a publicar recuerdo que eran frecuentes los libros de relatos más o menos alimenticios, escritos por ejemplo entre dos novelas. También había recopilaciones de cuentos de verano, cuentos de Navidad, cuentos eróticos, cosas por el estilo, a menudo con una calidad bastante discutible. Creo, insisto, que se ha ganado en rigor.
¿Te llama la atención en relación al reducido mercado del cuento en España? Me sorprende por todo. Por lo que es el cuento y por mi propia trayectoria, que siempre ha sido minoritaria. Ahora parece como si se hubiera expandido un poco más la onda, pero en realidad desconozco el motivo.
Es cierto que en la época en que se publicó tu primer libro (1992), el cuento español no pasaba por su mejor momento. Afortunadamente a finales de esa década comenzó a ganar en calidad y presencia. Hubo un momento muy brillante del relato español en la generación de los cincuenta. La generación que se cono-
ció como «nueva narrativa española», la de Millás, Muñoz Molina, etc., estuvo en cambio más interesada por la novela. Creo que tenemos que hacer también autocrítica, sin duda ha de ser en parte culpa nuestra que el relato esté, como se suele decir, poco valorado por los lectores. Siempre se culpa al sistema educativo y demás, pero probablemente nosotros hemos escrito libros de relatos que no eran los mejores que podíamos escribir. Tengo la sensación de que ahora los escritores de cuentos han leído más, tienen más información, y de que los autores jóvenes se plantean los libros con bastante rigor, no como simples colecciones de historietas que recogen de aquí y de allá. ¿Adviertes un interés renovado por parte de los narradores jóvenes? Bueno, ahora acaban de aparecer esas dos antologías, la de Lengua de Trapo
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llevarlo hasta el borde del precipicio para ver qué ocurría en ese momento, cuando ya no tuviera escapatoria. Diría que en este libro he «empujado» a los personajes más que en otros. Por último también tienen en común que se trata de cuentos de «capítulo dos», como yo suelo decir, ya que empiezan muy in media res, después de haber sucedido algo que no sabemos muy bien qué es, pero que sobrevuela toda la narración. En todos ellos hay siempre una ausencia, una pieza del puzle que falta. Me ha interesado comenzar a escribir cuando la historia ya ha terminado, por decirlo así.
y la de Salto de Página. A varios de los escritores incluidos los conocía ya, incluso he tenido a alguno de ellos como alumno. Creo que es gente que se lo toma en serio, que tienen hambre de lecturas y de aprender, que buscan y aspiran a un trabajo serio. Desde Parpadeos, tu anterior libro, han pasado ya siete años. ¿Has trabajado en los textos de Técnicas de iluminación durante todo este tiempo o ha habido parones en el proceso de escritura? Ha habido cierta lentitud por mi parte, la verdad, porque no he escrito más que esto. Y también momentos vitales que han sido complicados de manejar y que me han sacado bastante de la literatura. Han coincidido ambos factores. ¿Cuál ha sido tu forma de trabajar? Los primeros relatos surgieron de manera independiente. Cuando tenía un cierto número de ellos vi que podía haber una línea directriz, todos tenían puntos en común, aunque no muy obvios. En primer lugar estaba el tema de la luz, claro. Me interesaba también reunir relatos en los que yo colocase al protagonista en una situación un poco extrema,
Revisando viejas críticas de Velocidad de los jardines, hemos encontrado algunas opiniones que destacaban el exceso de descripciones y la escasez de trama de tus relatos. Nada que ver, desde luego, con las críticas que estás recibiendo ahora. ¿Consideras que con el paso del tiempo ha ido calando tu forma de escribir? Sí, parece que algo ha cambiado. Velocidad de los jardines fue bien recibido, pero había críticas que repetían esa idea de la falta de argumento: «no pasa nada en ellos», «no son relatos», etc. A mí me sorprendían esas opiniones, ¿cómo sabe alguien lo que es un relato y lo que no? ¿Se ha cambiado de paradigma, en cierto sentido, por parte de la masa lectora, o incluso de la crítica, quizás a raíz de la publicación de otros autores con formas de narrar menos tradicionales? Como digo, esa crítica ya no la recibo, o la recibo en una proporción mucho menor. Así que, o yo he aprendido a escribir, o los críticos han aprendido a leer, o un poco todo. Se empiezan a admitir como relatos piezas que quizás hace unos años no hubieran sido consideradas como tales. Quizás se ha perdido un poco también el poso realista que siempre ha predominado en la narrativa española.
Hay una mayor variedad de registros que ha hecho posible que el público vea que el cuento tiene muchos caminos. Cuando yo comenzaba a escribir nos perseguía la idea de que había un modelo de cuento casi obligatorio, con la típica estructura de inicio-nudodesenlace y final sorprendente. Por suerte ahora se ha ampliado la paleta de posibilidades. Había también cierta obsesión con etiquetar, las etiquetas nos tranquilizan mucho. Para mí el cuento es un terreno sin acotar, lo que me gustaría es empujar sus límites, ampliarlos. Un cuento puede ser muchas cosas: podemos coger personajes que ya existen y darles otra vuelta, podemos eliminar ese factor sorpresa, que ha sido una losa que ha pesado mucho, no leer sólo para descubrir una intriga, trabajar el misterio de otra manera, etc. ¿Echas de menos cierta sutileza en la narrativa actual? Parece que se apuesta mucho por lo obvio, hay cierta tendencia al efectismo, al subrayado excesivo. A mí me molesta bastante encontrar obviedades cuando leo, valoro mucho como lector que respeten mi inteligencia, no necesito que me sobrexpliquen las cosas, que me lo den todo masticado. La literatura debe trabajar con la ambigüedad, buscar esos espacios un poco indefinidos que no son una cosa ni la contraria. Hay mucho campo para trabajar dentro de ese gama intermedia. ¿Qué peso dirías que tiene la memoria en tus relatos? Yo utilizo bastantes elementos autobiográficos, aunque mis cuentos no sean crudamente autobiográficos. Mi experiencia vital compone el suelo sobre el que el relato comienza a crecer. A partir de ahí entra en juego la invención, la fantasía. Me gustaría que el lector percibiera que hay cierta verdad presente. No una verdad autobiográfica, insisto, pero sí una verdad «humana», y que al
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mismo tiempo no haya forma de saber qué me ha ocurrido a mí en la vida real y qué es inventado. Se percibe en este libro cierta decantación de tu estilo, como si hubieras condensado en él tus rasgos «de autor» más reconocibles. He llegado a un punto de cierto balance. Lo que hay aquí es lo que me importa literariamente, no quiero disfrazar nada. Este libro es lo que soy yo a día de hoy, como escritor y como persona. Sí que he intentado depurar lo que he juzgado que podían ser excesos en mi escritura, cierto regodeo, quizás, en el lenguaje, o cierta tendencia al preciosismo. Eso es lo que a mí me puede molestar ahora un poco de Velocidad de los jardines. Sin menospreciar en absoluto el poder del lenguaje, del que sigo siendo un enamorado, he intentado depurar mis relatos lo más posible. Me gustaría que se detectara belleza en el libro, pero no preciosismo. ¿Tienes la sensación de ir de algún modo a contracorriente con el tipo de escritura por el que optas? Desde luego yo no escribo de esta forma para tratar de llevar la contraria o resultar original. Simplemente intento acercarme a la manera en que yo creo que debo escribir. Lo que quiero decir tengo que decirlo de esta manera. Ese es el objetivo que me guía siempre. Si se adapta al canon existente, bien, y si no, pues qué le vamos a hacer. Hablemos de algunos cuentos concretos del libro; de «Ciudad dormitorio», por ejemplo. Esa caja de contenido misterioso alrededor de la que se articula el texto nos hizo pensar en otra caja, la de «Belle de jour», de Buñuel. ¿La tenías en mente al escribir el relato? Sí, sí. Tenía en mente, de hecho, todos aquellos momentos en que alguien nos ha dicho que había algo dentro de algo y no nos dejaba ver de qué se trataba. En Pulp Fiction, por ejemplo, también hay
Entrevista a Eloy Tizón
una maleta enigmática que al abrirla emite una luz verdosa y que nunca llegamos a saber lo que contiene. Más de una vez me han preguntado por lo que hay en el interior de esa caja. Por supuesto cualquier persona que conozca un poco los mecanismos de la escritura narrativa sabe, en cuanto aparece la caja en el relato, que nunca se va a desvelar su contenido. Cualquier respuesta a ese enigma sería decepcionante, lo que importa es el misterio que genera, claro. La caja, por otro lado, no aparece hasta la segunda mitad del cuento, al principio parece incluso que se nos va a llevar por otros derroteros narrativos. Lo que más me interesa de este relato es precisamente que empieza en un sitio y acaba en otro muy diferente. Comienza en un registro apegado a la realidad, cotidiano, describiendo un mundo muy reconocible, y a partir de ahí se desliza hacia un territorio más onírico para acabar en algo que para mí es fantasmagórico. Ese deslizamiento me interesa mucho. La cuestión de la caja, por cierto, procede de un sueño que tuve. Me puse a escribir el texto partiendo de la descripción de una ambiente de extrarradio sin saber muy a bien a dónde me iba a llevar, y entonces una noche tuve un sueño en el que un jefe me llamaba a su despacho y me hacía entrega de un paquete en el que había algo que se movía y me pedía que le librase de él. Me pareció una situación narrativamente muy interesante, así que se la adjudiqué a esa chica del tren. ¿Sueles escribir así, sin plantear de antemano la trama? Sí, casi nunca sé con anticipación a dónde me van a llevar mis relatos. Son textos de descubrimiento, de salir a buscar. Tengo un punto de partida, una idea vaga, pero lo que me estimula más es el trayecto, lo que voy descubriendo por el camino. Para mí es importante
sentir ese vértigo de no saber a dónde voy cuando comienzo a escribir, y casi siempre termino en lugares que no podía prever al principio. En «Alrededor de la boda» también se percibe esa variación, parece que va ser un tipo de relato distinto del que se acaba convirtiendo al final. En algunos sitios he leído que ese relato era el más «narrativo» del libro, y no lo entiendo, la verdad, porque es un cuento en el que no pasa nada. El desplazamiento que hay en él es emocional, la sensación por parte de esos personajes de que han ido a la boda de una amiga de verdad, que antes tomaban como una simple conocida. Parece que la estrategia es inversa con respecto al resto de cuentos, en los que partes de una situación más o menos reconocible para llegar a algo distinto, a veces enigmático o inquietante. Aquí, en cambio, hay pasajes en los que da la sensación de que va a ocurrir algo perturbador, pero esa expectativa queda defraudada. Se juega un poco con la idea, tan alimentada por el cine y la literatura, de que cuando en una ficción alguien va
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Entrevista a Eloy Tizón
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los aspectos que más me interesa de la literatura es la posibilidad que nos ofrece de entrar en la mente de otro, de instalarnos en la conciencia del personaje y desde ahí mirar el mundo. Con estos cuentos me he empezado a sentir cómodo en el momento en que he conectado bien con la «locura» del personaje, que es asimismo una forma de hablar de mi propia locura. Ese punto en que el personaje comienza a hablar y divaga, en que se le va la cabeza y mezcla pensamientos elevados con pensamientos banales, etc. Toda esa especie de corriente de conciencia me resulta cómoda a la hora de escribir.
a una boda allí seguro que va a ocurrir algo, y probablemente de naturaleza dramática. Juego con la expectativa de nuestra memoria literaria, trato de romperla. Ocurre algo en esa boda, sí, pero no de la naturaleza que uno espera. Otra cosa que llama la atención es tu uso narrativo de los objetos. A menudo los más banales adquieren un carácter desasosegante. Por ejemplo el reloj, la billetera, las llaves de él, y el bolso de ella, en «La calidad del aire»; o la maleta de «Los horarios cambiados». Ese es un trabajo que para mí resulta importante, ver de nuevo las cosas que ya no vemos bajo la costra de la costumbre, conseguir romper esa costra y ver los objetos como si fueran distintos. El arte hace eso, nos saca un poco de nuestro pequeño reducto y nos obliga a mirar de otra manera. Creo que este es un libro muy de miradas, de pararse y observar. Y también de voces. Para mí los dos elementos sobre los que se sostiene el libro son la mirada y la voz.
¿Descartaste algunos relatos en tu versión final? Sí, bastantes. Con los descartados se podría casi hacer otro libro, que sin duda sería mucho peor. Creo, sinceramente, que las mejores piezas que he escrito durante estos años están aquí. Han quedado fuera textos que no encajaban en las directrices del conjunto, y también trabajos a medias o relatos con voces demasiado parecidas a las de algunos de los que componen el libro. Y de esos textos «sacrificados», ¿has aprovechado algún material? Que yo recuerde no. No acostumbro a hacer eso, normalmente cuando no acabo de coger el tono de un relato lo aparto y ya está, no suelo reciclar nada de él. Todos los cuentos de Técnicas de iluminación están narrados en primera persona. ¿Qué te aporta esa focalización tan insistente? Me siento cómodo con la primera persona por las posibilidades que ofrece para jugar con la voz narrativa. Uno de
Atraviesa también el libro cierta sensación de vacío, muy relacionada con las relaciones personales. El libro tiene unas partes más sombrías que otras, he intentado que esa oscuridad esté compensada con el humor; no un humor muy evidente, pero sí ciertos chispazos que sirvan para romper la solemnidad en la que a veces uno puede caer o el exceso de sentimentalismo o de dramatismo. Me parece que el humor es una herramienta importante, yo lo valoro muchísimo, y me gusta que sus apariciones cortocircuiten un poco al lector, lo descoloquen. Para acabar donde empezamos: ¿te abruman tantas opiniones y críticas positivas? Hay que digerirlas bien, tomarlas en su justa medida. Una crítica mala duele, y una buena anima mucho, pero hay que colocarlas en su lugar. Una crítica positiva te puede envanecer, e incluso acabar siendo más perjudicial que una negativa, hacerte creer que has conquistado un Everest. Los que escribimos sabemos que es un trabajo continuo, y tras disfrutar leyendo una crítica buena vuelves a la realidad de la escritura, a ese texto que sigue sin salirte, por ejemplo. Es sólo un pequeño momento de agradecimiento y de descanso.
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Entrevista a Edmundo Paz Soldán
El salón de los espejos
«No somos apenas otra cosa que pasado»
Entrevista a Carlos Castán Por Elena Gené Fotografías: Liliana Colanzi
.Las citas que abren La mala luz, primera novela de Carlos Castán, presagian la atmósfera en la que se desarrolla. «Meterse en la cama a morir es algo hermoso, dejar de luchar, descontraer los músculos tras el esfuerzo titánico, una fragilidad que por fin cede» es uno de los pasajes que podrían recrearla. Un aullido literario que invoca a la muerte como fin del sufrimiento, y un ejercicio de memoria e indagación personal del que destaca la manera en que el autor narra la esencia de las cosas, casi a modo de revelación. La novela, que concentra toda tu temática literaria, no sólo muestra una gran habilidad narrativa, sino que parece responder también a una acuciante necesidad de contar. ¿Ha sido así, te has sentido impelido a escribirla? Lo cierto es que sí. En general, la literatura que me interesa como autor y como lector es aquella que obedece (o parece obedecer) a esa necesidad irrenunciable de la que hablas, los libros que nos cuentan lo que alguien, en un momento
dado, considera que no puede no ser dicho. Quizá en el caso de La mala luz esto me sucediera de un modo especial, así como tenía la sensación, desde el principio, de que no podría estar escribiendo ninguna otra cosa. El lector termina con una sensación semejante a la referida por el narrador cuando habla de esa especie de virus que se contrae con la lectura de algunos libros. En ese aspecto la novela tiene algo de extenuante. ¿Lo ha tenido también para ti? Al contrario, a pesar de la intensidad de algunos pasajes es un libro escrito despacio, con una calma extraña y en un estado como de desasosiego manso en el que las palabras más terribles acudían serenas. ¿Has padecido el aspecto despótico de casi toda creación? ¿La mala luz te impidió pensar en otra cosa que no fuera su concepción y desarrollo? Afortunadamente ocurrió algo de eso: la obsesión funcionó. Quienes carecemos
casi por completo de oficio y disciplina, dependemos de la obsesión. Sin ella estaríamos vendidos, no habría obra, no habría nada. ¿Con qué dificultades o ventajas te has encontrado respecto al cuento? En mi caso, los relatos suelen tener una determinada intención. En la novela, por el contrario, hay una pluralidad de intenciones dispuestas como en red, afectándose las unas a las otras. La extensión de la novela permite cosas que entiendo que en el relato son algo más comprometidas, como el cambio de registro en las distintas escenas, la complejidad del monólogo interior o la incorporación de digresiones que, aunque al servicio de la historia, se apartan por momentos del hilo conductor. Yo creo en las historias, y creo que cada una de ellas requiere no solamente un trato particular en cuanto a textura, tono y voz, sino que también reclama su propio ritmo y su extensión adecuada. Se me ocurre añadir que por las historias contenidas en los relatos
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pasé como por hoteles de paso y en ésta, en cambio, me quedé a vivir. «La trama es una vulgaridad burguesa», decía Nabokov. ¿Qué importancia le has concedido tú y qué peso adquiere en la novela? Está claro que no he puesto el acento en la trama. No suelen interesarme demasiado las historias por sí mismas ni la complejidad de sus urdimbres y sus artificios, así como no me gusta, en general, la literatura que nace de la ocurrencia. Lo que verdaderamente tiene peso en este libro es el monólogo interior del protagonista, un pensamiento inevitablemente condicionado por cuanto ocurre a su alrededor, por la acción, y al mismo tiempo por esa búsqueda introspectiva que se dirige al pasado y pregunta por la raíz de su deseo y al centro de su propio miedo. Parece necesitarse todavía una jerarquía que permita categorizar los diferentes géneros, ¿cabría reivindicar una escritura libre de cánones? Como lector hace ya un tiempo que mis preferencias se van decantando hacia esos géneros híbridos entre la novela tradicional y el diario con elementos traídos del ensayo o de la literatura epistolar. Ejemplos hay muchos: en nuestro idioma, Giralt Torrente, Abad Faciolince, Del Molino, Gracia Armendáriz,
ese es el tipo de escritura que verdaderamente me atrapa. También el género del relato ha vivido demasiado tiempo excesivamente encorsetado. Hace ya muchos años, cuando en el mundo del cuento circulaban de mano en mano los famosos decálogos sagrados de este o aquel autor, yo quise desmarcarme con una conferencia que titulé «Estructuras rotas» y que reivindicaba la necesidad de un adiós a todo eso. Llama la atención la esencia cinematográfica de muchas de tus imágenes, ¿hasta qué punto ha influido el cine en tu literatura? Creo que mucho, francamente. No deja de ser una dimensión más de la propia experiencia. Está cuanto te ha ocurrido, la biografía personal con sus éxitos y reveses, y está asimismo lo que se ha ido absorbiendo de otros modos a lo largo del tiempo, principalmente las lecturas, pero también la música, cómo no, y por supuesto el cine, el sinfín de películas que han ido configurando nuestra constitución emocional. Moral y estéticamente estamos hechos también de todo eso. Hay en la novela una inquietante reflexión sobre la quietud y superioridad de los objetos que nos sobreviven. Concretas en ellos la abstracción de conceptos como el de la muerte, por ejemplo, brillantemente sugerida a partir un par de zapatos negros. ¿Es
en esta mirada que va más allá de lo que te rodea lo que te define como escritor, el tratar de descifrar una realidad presentida? No sé qué me define, pero desde luego eso que nombras me interesa particularmente. Y también la forma que tiene de quedarse todo lo que se va, cómo nada desaparece sin dejar un rastro, llámesele recuerdo o suciedad, luz o herida. Y, descendiendo más al detalle, siempre me ha conmovido la orfandad en que quedan los objetos personales de alguien que ha muerto, cómo cuentan su historia y evocan y mienten a partes iguales y terminan pareciéndose a perros tendidos sobre la tumba del amo. Reflejas la amistad como coincidencia vital y literaria, nacida del reconocimiento en el otro. También como deseo de salvación y la imposibilidad real de hacerlo. En ese aspecto tu novela encarna lo complejo y lo voluble de las relaciones. ¿Era algo que te interesaba reflejar? Sí, anda por ahí, puesta en juego, la cuestión de las relaciones humanas y su insuficiencia a la hora de combatir la radical soledad del hombre, su brutal aislamiento a pesar del lenguaje o las caricias. Y también el eterno tema de los otros como verdadero infierno y a la vez como única solución posible. El padre de Jacobo es superviviente del exterminio nazi. Al relatarlo denuncias lo
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fluctuante de la sensibilidad ante el horror. ¿Temes que se malinterprete la comparativa que haces entre la experiencia a la que obligaba el servicio militar en la España de los 80 y los campos de Auschwitz? El personaje narrador deja claro, a mi entender, que la diferencia entre uno de aquellos cuarteles y un campo de concentración es enorme, abismal, todo lo kilométrica que se quiera, pero añade que se trata de una diferencia sólo cuantitativa: lo mismo pero más. Haber estado en uno de aquellos cuarteles permite ponerse en situación sobre lo que pudo ser la vida en un campo, igual que el hecho de haber sentido en algún momento dolor físico nos permite comprender la brutalidad de la tortura. Es una cuestión de escalas. Para escribir sobre la desesperación, por ejemplo, no hace falta haber estado al borde del suicidio, pero sí tener una especie de base, un dolor por doméstico que sea que luego la imaginación creadora pueda ocuparse de amplificar. «Lo verdaderamente terrible son los años perdidos por venir. Todo lo que llegue vendrá más pálido y más débil, si es que no nace muerto». La actitud de tus personajes es esencialmente nihilista, ¿de qué modo ha afectado a tu escritura tu formación filosófica? A veces la esperanza es un alimento bastante venenoso, una pesada carga, y hay algo de consuelo en abandonarla del todo. Es difícil determinar qué nos está afectando a la hora de escribir y qué sombras nos acompañan mientras lo hacemos. La forma de leer el mundo que me proporcionó la filosofía es inevitable que esté ahí aunque, en cualquier caso, todo ese rastro lo veo más en forma de pregunta que de tesis. El protagonista es un hombre habitado de recuerdos cuya evocación se va volviendo tortuosa. ¿Qué relevancia adquiere ese ayer que deforma y del que hablas en la novela? Quizá toda la vida es el ayer, como dice el tango. Estamos hechos de pasado. No so-
Entrevista a Carlos Castán
mos apenas otra cosa que pasado. Somos carne que recuerda. Todo cuanto hemos visto y sentido, lo que nos ha sucedido, lo que hemos hecho, es lo que conforma nuestro ser, el mapa de nuestros miedos y nuestros deseos, absolutamente todo cuanto somos. La verdadera alma es la memoria, no hay apenas nada más. La soledad que asedia a tus personajes les lleva a buscar refugio en los libros. El protagonista dice de ellos: «acertaron a devolverme a la vida». ¿Concibes el arte como salvación? En el libro aparece una sentencia de Braque que define el arte como herida hecha luz con la que me siento bastante en sintonía. Tus escritos denotan una técnica extraordinaria, como si el lenguaje se doblegara dócil a tu antojo. ¿Experimentas esa saciedad narrativa que se intuye en tu escritura? Lo que puedo asegurarte es que el lenguaje no se doblega dócilmente ni muchísimo menos. Pero me gusta esa pelea contra mí mismo y contra las profundidades de mi idioma. Tu temática narrativa parece ejercer de contrapeso ante una cada vez mayor banalización. ¿Pudiera este aspecto diferenciarte del resto de autores del momento? No, en absoluto. Conozco bastantes autores del momento, algunos de ellos escandalosamente jóvenes, cuyas obras no son para nada banales. Lamentablemente, no siempre son las más visibles en las mesas de novedades, pero ese es otro tema. Afirmas que uno ha de escribir lo que de no ser por él nunca se escribiría. ¿Esta idea te permite una mayor libertad? Aunque por supuesto no es algo que pueda tomarse al pie de la letra, es una forma de ver el asunto que me gusta y guarda cierta relación con lo que hablábamos antes acerca de las tramas: creo que cada escritor debe preguntarse sobre qué es aquello que sólo él puede de-
cir y que en caso contrario quedaría en silencio para siempre. Normalmente no resulta fácil dar con ello y a mi modo de ver esa búsqueda forma parte del proceso creativo. Por otra parte, la gente siempre ha tenido necesidad de historias, de ficciones. Eso ha sido así desde siempre. Pero ocurre que hoy en día esa necesidad se ve satisfecha por otros medios (series de tv, películas, best sellers…). La literatura, para serlo, debe aportar algo más. Dicen que uno se siente culpable de los libros que ha publicado, ¿te reconoces en esa afirmación? Me identifico mucho con una frase de Félix Romeo en Dibujos animados que dice: «El pasado es un tiempo en el que yo era culpable». Pienso en ello (y en él) y te contesto: no, ya no. Bolaño afirmaba que la mejor poesía de siglo XX se ha escrito en prosa. ¿Estás de acuerdo? ¡Ojo con la poesía en verso escrita en el siglo XX! Pero sí, entiendo lo que Bolaño quiere decir y, si no con la letra, sí estoy bastante de acuerdo con el espíritu de la afirmación. ¿Constituye la escritura un antídoto ante la desgracia por la posibilidad de transferirla a una dimensión literaria? Nunca he querido ver la escritura como antídoto contra nada ni como manera de exorcizar demonio alguno. En realidad, ni siquiera sé si sana o daña más, de verdad, no estoy seguro. En mi caso sé que se trata de algo simplemente inevitable, eso es todo.
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Elena Gené (Madrid, 1974). Abandonó los estudios de derecho en cuarto curso para dedicarse al periodismo, medio en el que lleva dieciséis años colaborando en las principales emisoras aragonesas y dirigiendo la emisora municipal de Cuarte desde el año 2006, tarea que compagina actualmente con la dirección del área de comunicación del Ayuntamiento de la misma localidad.
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Sexteto de amazonas Claude Cahun, Violet Trefusis, Vita Sackville-West, Renée Vivien, Natalie Barney, Djuna Barnes y la alargada sombra del dandismo femenino Laia López Manrique
.Puede resultar paradójico comenzar un texto acerca del dandismo femenino sosteniendo que, de hecho, el dandismo femenino no existe. La paradoja es necesaria, no obstante, pues si nos adentramos en los textos clásicos sobre los dandis, de Balzac a Barbey d’Aurevilly, de Baudelaire a Wilde, una de las características que encontraremos es la construcción de un mundo y un modo de vida esencial y exclusivamente masculinos, construidos en base a la singularidad y la distinción, la elegancia ociosa y el cultivo de una pragmática de la apariencia que tiene que ver con la equiparación del hombre a la cosa a través de la moda. Se trata del gusto en la cosificación de la figura humana que Benjamin tan bien definió a la inversa con la atribución de vida y sensualidad a los objetos inertes: el llamado «sex-appeal de lo inorgánico». El dandismo aparece prefigurado, pues, como una forma de vida propia de hombres, de aristócratas y también de desclasados arribistas, que convierte al individuo en una imagen original y única, siempre cortada a medida, y define al mismo tiempo todo un código de refinamiento en los modos, el lenguaje y el comportamiento. En literatura, en arte y también, por qué no, en política, el gesto femenino es esencialmente el de la reubicación y el desplazamiento. Las mujeres se inscriben casi paródicamente en el eje previamente fijado haciendo que rote su sentido; y cuando hablo aquí de «parodia» estoy hablando en concreto del significado que este concepto tenía para Mijail Bajtín, en cuanto forma de polifonía en la cual el discurso paródico (de la «palabra ajena») entra en conflicto con el discurso parodiado o primario: «La segunda voz, al anidar en la palabra ajena, entra en hostilidades con su dueño primitivo y la obliga a servir a propósitos totalmente opuestos. La palabra paródica se convierte en arena de lucha entre dos voces». En el caso que nos ocupa, el del dandismo, ocurriría algo parecido. Si bien las mujeres dandis no han existido en cuanto tales en
la historia, sí han existido mujeres en el ámbito de la creación que, sobre todo en el siglo XX, han asumido y dialogado con esa «palabra ajena» (la del dandi escritor o artista, radicalmente segregado, independiente y distinto) para, una vez en sus manos, transformarla. Un primer ejemplo de este gesto, que no procede directamente del mundo literario sino del ámbito de las artes visuales, es el que realizó Claude Cahun (1894-1954), cuya obra fotográfica ha sido, al menos en la última década, revisitada y difundida en España. Cahun, que era sobrina de Marcel Schwob y cercana a los surrealistas, y más conocida en vida por los libros que había publicado que por su trabajo artístico, es conocida hoy en día sobre todo gracias a la larga serie de autorretratos que hizo desde los años diez hasta finales de los años cuarenta. En principio estos autorretratos no eran hechos para la visibilización pública, sino para ser expuestos en círculos privados; ha sido la recuperación crítica posterior del trabajo de Cahun la que ha resaltado la calidad y el interés de las imágenes por encima de su obra escrita. En sus autorretratos, Cahun juega, como decía Duchamp, con la distancia entre el «je y el moi», en un baile de disfraces autoficcional que incide en el intercambio y la multiplicidad de las máscaras, de los roles femenino y masculino y de la representación del cuerpo sexuado, no a partir de su desnudez, sino precisamente a partir de su funda, su traje, su vestido. En disfraz de hombre o de mujer, el cuerpo que plantea Cahun es un cuerpo deserotizado como tal, porque se esconde, señalando, en cambio, la erótica del atributo, del adorno, de la mueca y de lo externo –incluso, como en los autorretratos con la cabeza afeitada, de la ausencia de atributos–: turbantes, vestidos de marinero, gafas, joyas, diferentes peinados, corbatas, maquillaje. El revestimiento, el aspecto: he aquí la piedra de toque del dandismo, que establece casi una verdadera metafísica de
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las apariencias; para el dandi, el conocido dictum de Berkeley «esse est percipi» («ser es ser percibido, percibir») bien podría derivar en «ser es ser aparente». Y aquí es donde el aguijón paródico, subversivo, de Cahun entra en juego. Porque no se trata, en el caso los autorretratos masculinos de la artista, como sí lo era en el de Rrose Sélavy-Marcel Duchamp, sólo de un juego de espejos con el travestismo, sino de un cuestionamiento y una profanación de los límites que tiene como sentido último, tal vez, mostrar que la identidad es una red desfondada, que no existe una identidad fija o verdadera. Si «ser es ser aparente», ser (hombre o mujer) podría considerarse también una construcción, un artificio posicional. Desordenando y mezclando las cartas de lo aparente, obtendremos la suma de todas nuestras identidades posibles. Abandonando a Cahun y cambiando de escenario, podemos hacer una parada en Kent, donde tuvo una de sus residencias principales la ambivalente y aristocrática escritora Vita Sackville-West (1892-1962). La figura de Vita alcanzó proporciones míticas gracias a la pluma de sus principales amantes femeninas, que fueron Violet Trefusis y Virginia Woolf, y a la de su hijo Nigel Nicolson, quien describió la relación abierta y la bisexualidad de sus padres en el libro Retrato de un matrimonio. Tal vez sea Vita el ejemplo menos intencionalmente «paródico» del así llamado dandismo femenino; tomada como imagen, la idealizada, contradictoria y compleja amante y amada que queda reflejada en la correspondencia de Violet Trefusis y la intrépida (y también intrépido) Orlando que dibujó, inspirándose en ella, Woolf en su novela, se alejan y se acercan, tocándose por los bordes. Siguiendo la categorización que Honoré de Balzac, jocosamente, realiza en su Tratado de la vida elegante, Vita vendría a encarnar un equivalente, en calidad de mujer, de los usufructuarios de la llamada vida elegante u ociosa: aquella que, según el francés, consiste en «el arte de animar el reposo» y que, en su caso, es además complementada por las prerrogativas de la vida de artista, para la cual «la ociosidad es un trabajo, y el trabajo un descanso». Vita Sackville-West es muy frecuentemente considerada un modelo de libertad femenina, una libertad que en cierta época se ejercía y se compraba únicamente con dinero, y de la que ella gozaba en virtud de su posición social. Violet Trefusis, en su correpondencia, delinea e interpela al personaje de Vita Sackville-West desde la pasión desesperada y fantasiosa que le despierta una mujer que, como ella misma, quiere –y en cierto modo puede– entregarse casi por completo al arte y a la literatura. Y sin embargo, para al ejercicio de esa libertad, existen límites; en una de las cartas que dirige a
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Vita en enero de 1918, Violet Trefusis habla de la dramática contradicción que, en la figura de su amante, existía aún entre la mujer y la artista. La mujer, al entrar en sociedad y ceder a la maternidad y al matrimonio, olvida a la artista, quien duerme relegada a un segundo plano durante un tiempo. Pero «un día la artista despertó y encontró la estancia de sus sueños encogida y distorsionada; las ventanas se habían vuelto tan pequeñas que apenas podía ver por ellas, los brocados estaban descoloridos, los damascos y satenes colgaban como fláccidos fantasmas de fláccidos clavos. Presa del pánico, corrió a la ventana; vio a una mujer jugando sobre el suave césped con un niño risueño. Inmediatamente se encontraron. Se hallaron frente a frente: la mujer serena, imperturbable, cariñosa; la artista desafiante, celosa, irritada más allá de lo soportable. Y la artista se burló de la mujer. Pobre artista: gitana desaliñada e irresponsable, era más de lo que se podía soportar. Ahora la mujer pertenecía en cuerpo y alma a su esposo y a sus hijos, pero la artista no pertenecía a nadie, o más bien a la humanidad […]. La combinación de la mujer y la artista había producido una especie de mentalidad tan rara como sublime; un artista, ya sea en pintura, música o literatura, ha de pertenecer a ambos sexos, su criterio es bisexual, debe ser completamente impersonal, ha de poder ponerse con impunidad en el papel de cualquiera de los dos sexos». Violet y Vita, unidas desde la niñez y cuyo amor intermitente se extendió a lo largo de más de diez años, escaparon juntas en ocasiones a varias ciudades europeas, entre ellas a París, donde cambiaban de identidad en un nuevo juego de máscaras; allí, Vita se convertía en «Julian» (su trasunto masculino) o en «Mitya» (su trasunto femenino), y ambas fingían vivir por espacio de unos días o semanas una especie de vida bohemia. El aspecto teatral de estos viajes sumía a Trefusis en un estado de éxtasis que terminaba en desengaño al regresar a Inglaterra, donde las amenazas de escándalo y las estrictas convenciones de la alta sociedad británica suponían un fuerte obstáculo a su relación. La camaleónica Vita se movía con soltura entre las reglas; en cambio, Trefusis las despreciaba intensamente. Sus deseos de huir de manera definitiva con su amante y hacer de esa vida imaginaria una vida real jamás se cumplieron. Y es, justamente, en el París de los años 10 y 20 donde encontramos el salón de Natalie Clifford Barney, la Amazona (1876-1972), una rica americana afincada en la capital francesa que reunió en su casa de la Rue Jacob a las más destacadas personalidades de la época. Por su salón, que se mantuvo vigente hasta los años 60, pasaron personajes tan célebres
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como los escritores André Gide, Pierre Louys, Ezra Pound, Jean Cocteau, Scott Fitzgerald, Mina Loy o Djuna Barnes, la librera Sylvia Beach, la periodista Janet Flanner, las pintoras Tamara de Lempicka o Romaine Brooks o la bailarina Isadora Duncan. Natalie Clifford Barney escribió toda su obra en francés, y su primera y temprana obra poética, publicada en 1900 bajo el título Quelques Portraits-Sonnets de Femmes, fue secuestrada por su propio padre al tratarse de un poemario que cantaba abiertamente el amor lésbico. Barney fue, a través de su vida y de su obra, una feminista, defensora en la tribuna pública del lesbianismo y una suerte de panegirista de la poligamia y del amor libre. Mantuvo relaciones con numerosas mujeres, casi todas ellas simultáneas en el tiempo; impugnando siempre la idea de la pareja, se definió a sí misma como perteneciente a una clase de «terceros»: «los que no quieren estar ni solos, ni juntos». Tal vez una de las relaciones más importantes de su vida fue la que mantuvo con la poeta, también de origen norteamericano, Renée Vivien, llamada la «Safo 1900»; su vínculo, muy fructífero para ambas a nivel creativo, en el terreno de la poesía se concretó en la búsqueda de una iconografía y un lenguaje propio para expresar el amor entre mujeres. En el caso de Vivien, esta búsqueda se expresa en la intertextualidad y el diálogo específico con los poemas de Safo, y la traslación de los motivos sáficos a su época, mediante un lenguaje poético simbolista (ya en desuso). En el caso de Barney, pese a que su escritura fue también prolífica, su verdadero interés siempre residió en «convertir mi vida en un poema». En la obra de Djuna Barnes El almanaque de las mujeres (1928), Natalie Barney es presentada como Evangeline Musset, la santa evangelizadora del amor entre mujeres. Barnes escribió el libro en forma de almanaque medieval, y adoptó para él un inglés isabelino, exponiendo la vida y milagros de la Dama Musset y los usos y costumbres de su comunidad de mujeres parisina, con grandes dosis de ironía y el más crudo sarcasmo. Barnes compara al personaje inspirado por Barney con los dandis; como ellos, Musset, «como un Disoluto Vividor con sus Guantes y su Fustán, abría bien los Ojos cuando salía de Paseo». El elemento paródico en el libro de Barnes es muy vívido y llega a extremos casi sangrantes; contra la mistificación del amor lésbico de Vivien y la vindicación de Barney, Djuna, escalpelo afilado en la mano, lo radiografía,
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Dibujo de Djuna Barnes para The New York Morning Telegraph Sunday Magazine (1916)
lo disecciona y a su vez contribuye a la creación de su mitología y sus rituales. El almanaque de las mujeres es un guiño para iniciadas, un retrato de la comunidad de mujeres a la que Barnes estuvo cercana y es un libro paródico porque, a través de un lenguaje ajeno, incorpora un aspecto transgresor que lo desdice, y porque afianza, con un gesto doble de fijación y de retirada (tan típico de Barnes, por otro lado) una visión nueva, en absoluto trágica, de las mujeres y sus relaciones, sus cuerpos, su sexualidad y sus intereses. A la muerte de la Dama Musset, sus acólitas «le esculpieron muchas Lápidas, se escribieron para ella muchos Poemas y Epitafios y, al final, la colocaron sobre una gran Pira y la quemaron hasta el Corazón, calentando con sus manos la Urna en la que sería depositada, como la buena bebedora de vino calienta su copa. Y cuando fueron a recoger sus Cenizas, todo se había quemado menos la Lengua, que llameaba juguetona sobre el montoncito que había sido ella, negándose a ser Ceniza». Esa lengua viva, la lengua que se niega a ser ceniza, es el testigo y la huella de la libertad femenina, de sus palabras y de su acción.
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Laia López Manrique (Barcelona, 1982) estudió Filosofía y Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autora de los poemarios Deriva (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012) y La mujer cíclica (La Garúa, 2014), y ha participado en diversas antologías, como Voces Nuevas (Torremozas, 2009), Blanco Nuclear (Sial, 2011), Hijas del pájaro de fuego (Fin de viaje, 2012) o Sangrantes (Origami, 2013). Es directora de la revista literaria Kokoro (www.revistakokoro.com).
dossier: David Chacori. La bufanda de Umbral
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La bufanda de Umbral David Chacori Ilustraciones: Jorge Freire y Miquel Rof
Estoy construido de palabras, de literatura, soy un ente de ficción, soy un personaje de libro, estoy siempre haciendo biografía, pero sigo sin moverme, ¿y cómo hacer biografía donde no me ve nadie, donde ningún reportero me va a fotografiar?1
La invención del dandi Umbral inventó a Umbral. El dandi, la columna, las jais, la bufanda y el caldo de Lhardy. Años de trabajo y de vida, de ráfagas de palabras para tejer la bufanda del dandi, que le distingue y a la vez le distancia de esa misma sociedad que en ocasiones le aclama y otras veces le desprecia. La creación de Umbral es Umbral. El dandi, una de sus invenciones. Pérez, o como quisiera que se llamase, inventó al escritor, el Umbral infatigable, encadenado a la máquina que le garantizaba su libertad. El escritor total, el ser que no sólo vive de la escritura sino que escribe para revivir una vida que, ¿quién sabe?, sería la suya o no. Rechazaba Umbral ser novelista, prefería el genérico escritor, a la francesa. Explicaba de modo sencillo que en todas las distancias él era escritor, o sea la misma tela de la que sale tanto la servilleta, el artículo, como el mantelón, la novela, o lo que sea, libro de ocasión o intimista. La literatura coyuntural que pasa y el libro concebido para la permanencia definen a dos de esos Umbrales, que fluctúan de lo social a lo íntimo, del ágora a la Dacha, de la volatilidad a la permanencia, de la vida a la biografía. He ahí dos de sus creaciones, el dandi y el estajanovista, obras de Umbral, Pérez, fruto de la voluntad creadora del auténtico personaje al que, en una de sus obras finales, tituló como Un ser de lejanías. El tercer Umbral al fondo. 1. «Domingo de invierno». En Un ser de lejanías (Planeta, 2001) y en De Madrid... al cielo (VV.AA: Muchnik Editores, 2000).
La bufanda de Umbral En 1961 el joven Umbral junto a su esposa regresa al Madrid que le vio nacer, tras unos pocos años de escribir en los papeles, a caballo entre León y Valladolid. Con poco más que las cartas de recomendación de Delibes, el sueño de una máquina de escribir demasiado cara para su modesta economía y apenas unas colaboraciones fijas en El Norte de Castilla, Umbral se dedica a rastrear el panorama en busca de una entrevista, una crónica, un reportaje o lo que haga falta, para irse abriendo huecos en la prensa. La bufanda, a estas alturas, es mucho más de Umbral que de su admirado Valle-Inclán. Umbral hereda la bufanda de Valle. Valle, el de la barba y la mano tonta, el de los quevedos de Quevedo; el de los quevedos y la cruz de Santiago en el pecho. La bufanda en Umbral es la exquisitez estética, la sublimación de la nimiedad, la entronización de un mal menor. Es dandismo. Todo arranca, según parece, de la flojera de garganta que sufría. Según él mismo reconoce, solía padecer los fríos y las corrientes que le castigaban con frecuentes faringitis, anginas y otros malestares del cuello. La solución, sencilla: abrigarse. La bufanda es el remedio, como los vasos de agua del tiempo, el vaso de leche templado, el caldito de Lhardy, lo habitual para las anginas. Umbral dandifica lo normal elevándolo hasta la elegancia, convirtiendo el remedio casero en señal de estilo, transformando la bufanda del aprensivo hipocondríaco en el elegante fular del dandi que no desaparecía de su pescuezo ni en invierno ni en verano. La bufanda, así se combate el frío en el cuello y en la vida. El dandismo en Umbral es la bufanda, un artilugio que le da forma y le caracteriza a la vez que le protege ante las inclemencias del tiempo y de las circunstancias. La bufanda es una bufanda hasta que se la reviste de una dignidad que no viene del trapo sino de quien la viste, y en lugar de ser un
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salvador de catarros es divisa del autor. Umbral transforma una bufanda contra el catarro y la sublima hasta la elegancia. La bufanda es el escudo blasonado que protege y define a un escritor decidido a pelearse por su espacio en el papel a base de ráfagas de Olivetti. Umbral eleva hasta el estilo, a golpe de metáfora, todo lo que le viene por delante. Umbral es el ascensorista de la metáfora, como cuando convierte un trago de agua fresca en una fuente de Madrid en un acontecimiento para el que le lee. «Beber en una de esas fuentes tiene algo de tocar la flauta de la música boca abajo (que es como hay que ponerse para beber), lo cual le da al ejercicio un faquirismo raro y refrescante, del que se sale con la cabeza fría de la ducha y el corazón caliente del esfuerzo. Anoche he bebido en una de esas fuentes»2. La bufanda es la metáfora, o sea. La vida de Umbral probablemente fue como la de tantos otros: una bufanda que le protege a uno de los fríos, de la soledad y de la angustia. Convirtiendo ese trapo en una marca de clase y distinción no aligera ni los fríos ni las penas, pero los suaviza lo bastante como para hacerlos atractivos a los ojos de sus admiradores. Porque la verosimilitud es, en términos umbralianos, un valor muy superior al de la veracidad. De ahí que tratar de descubrir el misterioso engranaje que lleva al autor a crear lo creado termina siendo un ejercicio de escalpelo cazurro y psicología de andar por casa abocado al fracaso. De esa vida se cree saber por su obra. Se considera la obra de Umbral como la de un memorialista que no dejó de contarnos, una y otra vez, su propia vida. Conocemos así dos perfiles del escritor: uno, el que leemos en los relatos sobre su vida –niñez y juventud de posguerra– contada por el Umbral adulto; y otro, el diario de un dandi que escribe en la prensa, toma vasos de leche en Olivier, y vale tanto para entrevistar a Lola Flores, al Conde de Motrico, a Alaska o a Jesús Aguirre. Se conoce así al Umbral que recrea su infancia en los libros memorialísticos y al Umbral que recrea su dandismo en la prensa del día. Pero sólo con esta información falla el observador, que por falta de datos se pierde el tercer Umbral, tal vez más escondido y quién sabe si más real que los otros. Los tres yoes del dandi En 1965 Umbral firma la que va a ser su primera obra publicada, una biografía sobre el periodista Mariano José de Larra, una declaración de principios de lo que él considera un autor total. Larra, anatomía de un dandi es la vara 2. «Noche 7/8», en Los ángeles custodios (Destino, 1981).
dossier: David Chacori. La bufanda de Umbral
de medir del escritor entregado a su labor, sobre quien es imposible discriminar entre vida y trabajo. Excavando la obra de Umbral se encuentran numerosas referencias al dandi, al carácter del autor tan entregado a su obra que termina por confundirse con su vida. En ese libro, traza la línea creadora que arranca en Quevedo para terminar en Larra, el dandi por excelencia. Contrapone, frente a los autores dandis, los del pueblo, los castizos. Como si de una pelea de bandas se tratase, por un lado los ya mencionados Quevedo, Larra, Valle Inclán y otro que pinta lo suyo, Goya, y al otro lado del ring Velázquez, Cervantes, Galdós y Machado. El dandi cuando suda es un boxeador de los de antes, dispuesto a dejarse los dientes por defender su modo de vida, su modo de arte, su manera de ser. En esas estaba Umbral en el 65, aún fabricándose a sí mismo y tratando de asegurarse ese pan que huele al Madrid del amanecer, cuando unos salen de Pasapoga y otros entran en la tahona. En Larra halla Umbral al escritor de la renuncia de todo, que abraza su oficio para ser. Porque esa es la obra del dandi: uno mismo hasta su entrega total. El Larra que deambula por los géneros y brilla en la prensa, en lo que luego será la columna y que Umbral volverá a reconocer en Ruano, es un hombre hecho a sí mismo, un personaje que rebasa al que le da la encarnadura, que bulle y se expande hasta casi hacerlo desaparecer. Pero cuando se indaga en la figura del escritor, cuando se sabe buscar, termina llegándose a lo sustancial, a la prueba de la autenticidad, lo que oculta el dandi. No hay dos, sino tres ámbitos vitales en Umbral que se traslucen a través de sus libros y textos periodísticos. El Umbral social, el público, que bascula entre la provocación con la que trata de epatar a los burgueses y causar la admiración de los suyos, en ocasiones, otros dandis. Lo encontramos básicamente en sus textos periodísticos, artículos, entrevistas y crónicas, además de en los libros de encargo o sujetos a la circunstancia de su momento. El Umbral privado, mucho más exquisito y capaz de contemplar su trabajo como resultado de una vocación, la escritura total. Pese a lo que podría parecer, se encuentra rastro de esa privacidad en los libros que tratan de su infancia y juventud. Aunque el recuerdo de Umbral esté aderezado por la invención, de manera que la biografía se transforma en retrato, sabemos del niño, del joven que debió de ser a través del que pretendía ser, de ese yo inventado. En tercer lugar aparece un yo que habitualmente se ha confundido con el personaje privado. El ser sustancial, donde se depositan las convicciones, las creencias, su verdadera esencia. Ese
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es el Umbral íntimo, de quien en realidad no conocemos ni su nombre exacto. Encontramos algunos retazos en sus grandes libros: El hijo de Greta Garbo, Mortal y rosa, Un ser de lejanías, o el póstumo Carta a mi mujer. Claro está que oculta su intimidad en comparación con su exhibición pública –evidente en los medios– o incluso la apertura a su privacidad –puesta de manifiesto, por ejemplo en libros de entrevistas como Mis queridos monstruos–, pero podemos descubrir la profundidad de la persona que lo escribe en otros como el evidente Mortal y rosa. Todo es cuestión de saber lo que se está buscando. En su controvertida biografía, Anna Caballé comenta lo poco que cita Umbral a su esposa en su larga bibliografía. La revelación de esta intimidad es muy sutil, frente a la grandiosidad de sus provocaciones y manifestaciones en lo público; apenas unas pinceladas, metáforas colocadas a trasmano en mitad de un párrafo o de todo un libro. Así encontramos el rastro de su relación íntima con María España en Un ser de lejanías, donde se refiere a ella para explicar lo que representa su callada colaboración: ...me ayuda mucho en la corrección del Diario, y de paso se va enterando de cosas, como si leyese a otro escritor, y me da su juicio sobre el libro, porque una mujer es siempre el hombre de la calle, mi primer lector. Parece que el Diario le gusta de verdad. Lo noto porque también sé cuándo un
España, el lirismo de una vida. Umbral reconoce que el penúltimo intento de fijarlo tanto da que sea en él mismo o en el libro. Asume Umbral que, al fin y al cabo, tan identificado está con su obra que él termina siendo libro. Une de este modo su ser íntimo, el que homenajea a su mujer, con su ser literario, el yo/libro. Ese tercer yo, el más desconocido, se manifiesta así en la obra umbraliana. Fluyendo entre lo íntimo y lo público también aparecen esos destellos en sus diferentes diarios. Es en ellos donde Umbral juguetea con el lector llevándole por los diferentes planos de su persona y le conduce de la noche de tertulia y cabaret al amanecer en la Dacha y a la reflexión sobre un tiempo ya consumido y que solamente quedará eternizado en su metáfora. En el diario escrito por las noches –nocturnario le llama– Los ángeles custodios, oculta entre las peripecias literarias y las aventuras de sociedad, dedica una entrada, «Noche 29/30» del mes de julio, a su visita al cementerio, un texto dolorosamente hermoso sobre la tragedia que revolvió su vida. De esos tres ámbitos, el único donde resulta adecuado ejercer como dandi es en el público y solamente, en contadas ocasiones, en el privado. Es un modo de salvaguardar lo íntimo. Es así el dandismo de Umbral, la herramienta que le distancia de lo social y le permite vivir en el resto de sus mundos:
libro mío sólo le gusta «matrimonialmente» [...] Ah el realismo de la mujer, corrigiendo
Tres máquinas, tres metralletas de jugue-
siempre la perpetua inspiración en que cree
te para ametrallar de mentira la mentira
vivir el hombre3.
oficial, financial, internacional, una para el comando diario, otra para la pasada semanal y la tercera
Volverá a encontrarse en la póstuma Carta a mi mujer, donde abunda Umbral en señalar esa presencia silenciosa, entregada y salvífica –materna, no cabe duda– que representa España en su vida y en su obra:
para la gozada intemporal. Una máquina le gana el dinero,
A fin de cuentas, un homenaje, María. Uno de los últimos que
Entre esos tres ámbitos vitales el público, el privado, y el íntimo, se mueve su obra literaria. El dandi se expresa en sociedad y a través de su obra para ocultar la verdad de una vida que ni sabemos si existe. El látigo de la metáfora de Umbral azota su entorno mientras construye su recuerdo. Así,
puedo hacerte ya. Y un penúltimo intento por fijar en mí (y/o en el libro) el lirismo de una vida, la tuya, que es el espectáculo callado del ser incendiado lentísimamente por el tiempo4.
la otra le gana la eficacia (tan relativa e imaginativa, ay) y la otra le gana el tiempo perdido, que se imagina recaudar en libros5.
3. Un ser de lejanías (Planeta, 2001). 4. Carta a mi mujer (Planeta, 2007).
5. «Noche 3/4», en Los ángeles custodios (Destino, 1981).
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construye Umbral al Umbral literario y le distingue con su particular bufanda: el estilo. El material literario es el recuerdo y la actualidad, tamizados por el cedazo de lo verosímil, aunque en él se quede atrapado lo cierto. «La sinceridad no es un valor literario»6, respondía en un cuestionario del ABC Cultural publicado a propósito de su sexagésimo aniversario, para responder si Mortal y rosa había sido su libro más sincero. La herramienta principal con la que Umbral teje su literatura es la metáfora. Los sinónimos no existen. La creación literaria es volver a crear la realidad con una palabra, ni contarla, ni narrarla, ni novelarla, sino volver a hacerla a golpe de metáfora. No se relata la infancia, la juventud o la vida, sino que se hace, se crea, se fabrica nuevamente. Cualquier similitud con lo real es, pues, circunstancial, es un basarse en, pero no un intento de replicar lo acontecido mediante un discurso. Por eso la metáfora es su recurso preferido7. Lo cierto cede porque lo sustancioso está en lo verosímil. La re-creación tiene entonces mayor valor literario que la narración, e incluso que lo narrado. Aunque así, la verdad, no hay manera de escribir una novela.
dossier: David Chacori. La bufanda de Umbral
Los jóvenes estudiantes y las jóvenes estudiantes, los progres con una primavera socialista florecida en la barba, los buenos burgueses paseantes que intuyen y temen, tímidos por su querida parcela, una mitología marxista de ahora mismo […]. O sea la meleé, la debacle, el tumulto, el follón, la cosa.
En esa tarde de Feria, Umbral, jersey de cuello alto y chaqueta, firma tras una mesa repleta de volúmenes a la hilera de sus lectores, su propia meleé, la debacle, el tumulto, el follón, la cosa; la cercanía es la distancia que marcan sus propios libros. Umbral es un personaje relevante en el panorama de la prensa, de las letras y de la sociedad madrileña, y comienza a ser un referente popular que firma libros incansablemente, la estrella de la Feria que año tras año repetirá colas casi inacabables. El paso del anonimato del Rastro al reconocimiento de la Feria, la victoria del dandi. La pose, el aire, la figura, el estilo, al fin y al cabo, de estar en lo social. Umbral en sociedad ya se desenvuelve sin lugar a dudas como un dandi: ...el vanguardista ha dejado de creer en los géneros –preceptiva del XVIII/XIX– y sólo cree en su estilo, que no es sino la
El rastro del dandi El 5 de junio del 76, sábado, por más señas, Umbral tiene cita en la Feria del Libro de Madrid con sus lectores. Va a firmar Las ninfas, premiada con el Nadal en su vigesimoquinta edición, y otras de sus obras, entre ellas la recentísima Los males sagrados. El dandi cede la distancia y se va a dar un baño de gloria ante un público rendido. Dos días después principia sus columnas en El País, un diario recién nacido que estaba previsto que dirigiese su mentor Miguel Delibes. En ese primer episodio de su Diario de un snob, Umbral se refiere al personal que va a ver a Marcelino Camacho a la Feria: 6. ABC Cultural, 12/5/1995. 7. Eduardo Martínez Rico (en su tesis La obra narrativa de Francisco Umbral. 1965-2001) lo formula, siguiendo El fulgor de África, distinguiendo entre la prosa que llama la atención por su propia forma
expansión caligráfica de su persona. Esto se llama modernidad8.
La principal característica que define al dandi es su elegancia, por encima de modas y tendencias, lo que, en cierto modo, podría llamarse estilo. La condición del dandi está determinada, diccionario en mano, por su sentido eminentemente estético. De ese concepto se deriva una característica que atañe a lo moral. El dandi, casi entendido como sinónimo de esteta, predica con su estilo, con sus formas, ante un mundo que le es ajeno, un mundo grosero, burdo y hasta obsceno, que no merece personajes de su apostura. El dandi es, por definición, un ser solitario y huidizo que elude conectar con el mundo que le jalea. El dandi es en cierto modo el vigía de una nave que no es la suya. La contrafigura del dandi podría parecer que es el cateto, aquel personaje vulgar incapaz de sublimar su aspecto,
frente a la que se distingue por su autenticidad. Lo formal seduce más que lo narrado.
8. «Los géneros fingidos», en Los ángeles custodios (Destino, 1981).
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atrapado en un mundo chabacano. Pero fijada la atención correctamente, el dandi destaca por contraste con la vulgaridad; es decir, que sin estar rodeado de ella, el dandi sería uno más. El mar de catetos que saca a flote al dandi, el inalcanzable, por mucho que su ola de vulgaridad le acometa. El cateto no es pues, el negativo del dandi, sino su complemento. El anti dandi por excelencia es, en realidad, el esnob. El esnob es un mero imitador, un salvaje disfrazado de instruido, una repetición vestida de exclusiva, como los punkis que vestían en Galerías, un advenedizo que, imitando poses, vestuarios y formas, trata de hacerse pasar por aquello que le gustaría ser. Como los catetos en las bodas. El esnob es un quiero y no puedo, un amanerado, un sin sustancia. Ese es el enemigo número uno del dandi: el impostor. El dandi es al esnob lo que Van Helsing al vampiro, el que, pese a sus disfraces y su amaneramiento, nunca podrá reflejarse en el espejo del dandismo. Umbral encabeza durante años su columna en El País como «Diario de un esnob». El mismo título que empleará hasta para dos de sus libros. El primero de ellos, Diario de un snob, a secas, está dedicado a Delibes, su mentor y amigo. Umbral/esnob tratando de reflejarse en Delibes, ese dandi de provincias que sirve tanto para darle un suplemento en el El Norte de Castilla, para pegar tiros a las perdices, para prohijar a Umbral, para pelearse con la censura hasta la extenuación, o para rescatar palabras como matacabras, bacillón, huebra, alcaraván y trisagio cuando habla de sus paisanos. Delibes, castellano feo, católico y sentimental, el dandi de pueblo. El dandismo umbraliano, estábamos, resulta tan militante que incluso considera su crónica sociopolítica diaria como un simple ejercicio de esnobismo frente al resto de su obra literaria. Las circunstancias de su salida como columnista principal de El País serán una confirmación de ese perpetuo brindis al sol que corresponde al dandi. En Umbral detectamos algunos aspectos meramente estéticos que le definen como dandi, tanto por su aspecto como por sus maneras y por lo que, de nuevo, podría resumirse simplemente como estilo. Así, desde sus sempiternas bufandas, mayormente rojas o blancas, la irremplazable Olivetti en un mundo informatizado, el vaso de leche en las
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noches del Oliver y el Joy Eslava, la devoción por los botines negros, la perdida mirada del miope/soberbio, la barra y las negritas, el caldo del Lhardy y el whisky nocturno entre los metales que componen la imagen de un esteta que en lugar de dedicarse a zanganear y a vivir del cuento ha descubierto que su vocación es dedicarse íntegramente a escribir, escribir y escribir. La imagen del dandi se desarrolla a través del tiempo. La reconocemos en el joven autor de ya larga trayectoria que firma libros en la feria de Madrid o en El Corte Inglés con su jersey de cuello alto, su abrigo aterciopelado, los botines y unas gafas de culo de vaso que alejan sus ojos hasta convertirlos en dos puñaladas en un tomate. Umbral ya se encuentra en la cumbre de la fama y lo que hace es seguir trabajando. En una entrevista en Blanco y Negro cuenta a Alicia Cid como su oficio es el de escribir y desmiente que haya una pose en su imagen: «... yo creo que cuando se tiene una imagen lo que hay que hacer es destruirla, ya que todo signo externo que nos identifique ha de ser transgredido, no consolidado, tener siempre una misma imagen es peligroso, porque se corre el riesgo de repetirse. Entonces conviene tener una imagen, sí, para destruirla todos los días»9. No parar de escribir, esa es la imagen y la vida. Para él no hay diferencia entre libro y artículos, entre novelas –mal llamadas novelas–, biografías, libros de tipo memorialístico y textos para la prensa. En Anatomía de un dandi, además del estudio de la figura literaria, Umbral propone, a propósito de su muerte, una reinterpretación muy sorprendente de su vida. Según interpreta, Larra, el dandi, como en su día Quevedo y Valle-Inclán, desde sus posiciones sociales no exentas de privilegios, desde la incomodidad del reconocimiento social, se convierten en antipáticos críticos que no dudan ni temen morder las manos que les dan de comer y que les acarician el lomo. Sorprende al lector, años después, el Umbral de la gloria y la bodeguilla jactándose de sus amistades, desde Tierno Galván a Ramoncín, pasando por Ridruejo y el padre Llanos, a los que si ha de sacudir con un adjetivo, lo hace sin contemplaciones. A propósito de una de las polémicas que le 9. Blanco y Negro, 10/4/1976.
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persiguió durante toda su vida, Umbral explica a Ángel Antonio Herrera10 el caso del obituario sobre Ignacio Aldecoa. Argumenta que entre los elogios cabe colar una crítica que sirve para hacerlos brillar más por el contraste que se crea. A eso mismo otros lo llamarán puñalada trapera. Y es que el dandi no sólo crea opinión sobre lo genuinamente propio, sino que crea algo más intenso. Discordia. La pasión por el mal que describe en Larra está determinada por la relación de compadreo que establece con la mano que le alimenta y le ríe la gracia, pero que a la vez fustiga por tratarse de espíritus aburguesados que apenas toleran la parodia de sus bufones favoritos. El tamaño del
10. «Lo que pasa es que no hay que quedarse sólo en el lirismo. Te pongo un ejemplo muy breve. Hace años, cuando murió Ignacio Aldecoa yo hice uno o varios artículos sobre él. Ignacio, muy amigo mío, admitía toda la literatura que quisieras pero yo, de pronto, escribiendo, decía, más o menos: le recuerdo en Ibiza, con un pantalón corto, pescando cangrejos o no sé qué, con unas piernas ridí-
dandi es inversamente proporcional a la mezquindad de sus adversarios. Así, y siguiendo la línea que señala el propio Umbral, se puede constatar lo ocurrido a sus tres grandes referentes literarios, aparte de un admirado Baudelaire, que resulta ser más su encarnación aventurera que un verdadero espejo en el que reflejarse. El precio que paga el dandi, el bufón, le aboca como en el caso de Larra hacia su propia autodestrucción. Según Umbral, la velocidad a la que se sucede la vida de Larra le lleva a terminar con una vida que, en sentido literario, ya había terminado. Vida y obra que se confunden hasta en su final. Una interpretación muy osada y polémica, pero que permite interpretar de modo muy original el fin de los días del dandi, como figura pública y como persona completa. Tanto Quevedo como Valle terminan sus existencias personales y literarias de un modo ciertamente dramático, lejos de sus días de glorias y de triunfos. Más aún en el caso de Byron –al que también biografía pese a reconocer que se limitó a plagiar a André Maurois11–, aunque en esta ocasión aún sea más bufa su muerte por sus pintorescas circunstancias.
culas, llenas de pelos, vamos, en fin, lo que una tía no entendería jamás como unas maravillosas piernas de hombre. Un amigo mío, un gran amigo común, me comentaba después: “qué bien, Paco, aquel artículo, pero qué falta de caridad con el pobre Ignacio”. Eso, sin embargo, era también la semblanza del gran Aldecoa. Si yo me limito al lirismo no está el personaje, no doy a Aldecoa. Es, por resumir, la técnica de la rosa y el látigo: lirismo, sí, pero ahora
La derrota, culminación del dandi En marzo de 2000 firma Un ser de lejanías, una memoria en retirada en la que describe su apartamiento de la pompa y su recogimiento en el refugio de sí mismo, simbolizado en la Dacha, las gatas, España. «El oro es aburrido, el lujo es letárgico, la abundancia sin gracia no es más que mercancía. No hay salida»12.
vamos a decir una cosa concreta, y a ser posible negativa, y el retrato cobrará más fuerza». Francisco Umbral, Ángel Antonio Herrera
11. Entrevista en Blanco y Negro, 10/4/1976.
(Grupo Libro, 1991).
12. Un ser de lejanías (Planeta, 2001).
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La victoria del dandi está en su derrota. En Larra, Umbral interpreta el suicidio como la muerte natural del dandi, el colofón existencial al autor que ya ha agotado su vida/ obra, por lo que lo más lógico es abandonarla por la tremenda. Prematuramente según el ciclo humano, pero concordante con la acelerada vida del dandi. Un fin de etapa acorde a la vida trepidante del abrumado Larra. El estilo hasta el fin. Visto en paralelo, el fin de los días de Byron resulta un tanto chusco. El aventurero que se va a la guerra y perece en ella, aunque muera apenas desembarcado y de un tifus, unas fiebres, una sangría, una cosa rara que le impide siquiera arrimarse a la escopeta. Una heroica muerte muy poco seria para un esteta, parodia de sí mismo, en una extraña guerra en la que no hay problema en reclutar para la trinchera a un paticojo de cachaba. Pero a ver quién le tose al mito. Se suceden los acontecimientos en el crepúsculo del dandi. Tal vez el más relevante es el fracaso en el intento de conseguir el sillón en la Academia, en el año 90, una operación más de navajeo, en la batalla entre Alfaguara, Prisa, el Sindicato del Crimen, Cela, Pedro J., con vapuleos televisivos incluidos y aclamaciones de sus seguidores, que termina en retirada lenta, gallarda e invernal a la Dacha. La cesión del dandi se apunta en el imprescindible Diario político y sentimental, una joya desapercibida en la que se reconocen esos tres yoes del escritor, el dandi, el jornalero de la tecla y el íntimo, a través de un diario/anecdotario que transcurre desde septiembre del 97 a octubre del 98. En ese libro se trasluce la pugna entre el dandi que cede el paso al yo privado, al yo íntimo, al ser personal, cada vez más distanciado del cacharrerío social, el dandi vencido reconvertido en ser de lejanías a quien es fácil imaginar sentado frente a la vieja Olivetti, bata de lana de los Pirineos y tortilla francesa para el almuerzo. La bufanda en el perchero, o mejor aún, sobre el sillón de mimbre de Emmanuelle. Será también cosa de los años, claro, porque llega un momento en que uno ya no está ni para Hartleys ni para choricillas. Como mucho, para revivirlas,
recrearlas, reinventarlas en sus ficciones. Considerar esta etapa como crepuscular tendría sentido desde un punto de vista finalista, pero en ese momento Umbral es eclosión, sigue volcado en su periódico, con la columna diaria, un semanario, secciones en los suplementos culturales y algunas aportaciones más en revistas, como la que mantuvo en Jano, probablemente la más extensa en el tiempo. Ese Umbral es un creador de opinión, controvertido, discutido y laureado por los unos y apaleado por los otros. Lo mejor es que esos unos y esos otros terminan siendo intercambiables, porque a base de rosas y látigos, lo que para el mismo lector ayer fue caricia, mañana será zarpazo. Umbral aparece más combativo que nunca y escuece entre sus afines y sus detractores. Pasa en ese momento que la izquierda rechaza a Umbral por ser azote del GAL y la corrupción; a la derecha le incomoda porque le saca los colores; porque con su ausencia ha ridiculizado a la Academia de Cebrianes, Ansones, Revertes y Marías; y aunque flojee el público comprador de sus novelas, la cantera de nuevos lectores al abrigo de su columna crece sin parar y más entre los jóvenes. Las grandes noticias para el dandi en retirada son, en el 96, el Príncipe de Asturias, y en el 2000 la culminación con el Cervantes, que cierra su enorme nómina de premios. Son dos victorias más que echarse al zurrón en plena retirada. El dandi terminaba su andadura y dejaba expedito el paso a un yo más preocupado por cómo explicar un atardecer de otoño a golpe de metáfora. La derrota del dandi es el ser de lejanías en el jardín, octubre y las dalias, la biblioteca y los retratos de la Dacha. La lírica, o sea.
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David Chacori (Barcelona, 1970) es periodista licenciado por la Universidad de Navarra. Joven promesa de tanto, inédito e irreductible, apasionado de las artes y las letras, fotógrafo ocasional y torpe mecanógrafo, permanece inasequible al desaliento, por mucho que las metas se oculten en lontananza. Taurino y palindrófago –«la tafallesa sella fatal»– gusta de inventar divisas: «Las palabras suelen ser hermosas y los sinónimos no existen».
dossier: Juan Vico. Iniciales S. G.
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INICIALES S. G. Juan Vico Ilustraciones: Miquel Rof y Jorge Freire
–«¿Existen los dandis hoy en día?»; o mejor: «¿Pueden existir todavía en nuestro mundo?»–, suelen comparecer todo tipo de nombres cuya notoriedad corresponde a ámbitos sociales y profesionales muy distintos. Es frecuente encontrar mencionados a aristócratas, reales o de pacotilla (cuando casi ningún dandi «histórico» era de procedencia noble), profesionales de la moda (a pesar de que los parámetro estéticos dandísticos han de ir siempre a contracorriente, es decir, al margen de
1. Swing & Gitanes Cuando apareció su primer disco, la prensa dijo que S. G. era idéntico a un actor de la época, un tal Philippe Clay, famoso no precisamente por su belleza. Se mofaron durante años de sus soplillos, de su napia y de su militante misantropía. Ya antes habría decidido vengarse, quizás mientras arrastraba la estrella amarilla sobre la camisa infantil. Reírse también en sus caras, pero con nocturnidad, sofisticación y alevosía. Jugar con sus debilidades en beneficio propio. Follarse a todas sus
cualquier uso normativo), actores (aun asumiendo que todo dandi es un actor), deportistas de élite (aunque no se me ocurre una actividad menos propia de un dandi que correr tras una pelota en pantalón corto) y, por supuesto, músicos. Entre estos últimos, algunos parecen encajar más o menos con el viejo molde tanto por su aspecto (Bowie), su pose (Lou Reed), su misterio (Morryssey), su rebeldía (Jagger) o su extravagancia (¿Michael Jackson?). Pocos, sin embargo, han sido capaces de conjugar todas estas facetas de la forma en que lo logró Serge Gainsbourg, cuyo brillante personaje público se compuso a partes iguales de apariencia, actitud, biografía y literatura.
mujeres (a todas las mujeres). Y eso es su obra, un gigantesco réquiem para los idiotas que van quedando por el camino: escucha el órgano fúnebre, suena para ti. El único dandi verdadero fue francés: Baudelaire. Y sí, por supuesto, S. G. es hijo del loco del pelo verde, es el hombre con la cabeza de col. Porque sólo siendo un dandi baudelairiano se le puede cantar a la carroña, grandes boñigas salpicadas de rojo Delacroix. Recitar a Baudelaire a ritmo de bossa nova, puro dandismo. Tener pensamientos más negros que la antracita, rezarle cada día al dios de los ebrios. ¿Brummell, Wilde, Lord Byron? Unos petimetres. Preferir al viejo
.En el ya prolongado debate sobre la persistencia del dandismo
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Ronsard, al viejo Musset, al viejo Verlaine, o a cualquier otro de esos maravillosos rumiantes de basura sentimental. Y ser a pesar de ello concienzudamente anglófilo. El tedio en el centro de todo. El spleen como gran invento moderno, mucho más decisivo que la máquina de vapor, la bomba atómica o los ordenadores. La desidia primordial. Cuerpos repetidos hasta el infinito. Este aburrimiento mortal que me invade cuando estoy contigo, con todos vosotros. Sólo nos queda jugar. Enlazar un juego de palabras tras otro, fingir que hablar sirve para algo, retorcer el idioma como si nos fuera la vida en ello. Y el jazz, claro, la banda sonora de la noche, un negro y alcohólico trombón acompañando a las arañas que trepan por el smoking y a los murciélagos que cuelgan del techo del living room. Odilon Redon al saxo, Edgar Allan a la batería, el zombi de Huysmans aporreando un piano desafinado, todos ellos desaparecen de repente bajo la bruma de un Gitanes. Dios tras su eterno habano aprueba también la jugada con una imperceptible media sonrisa. Cierras los ojos, entonces. Si no hay nadie a quien amar, amas simplemente lo que hay, mientras el contrabajo puntúa la danza lasciva de las algas, nuestra impúdica javanesa. Pero el jazz no da dinero ni notoriedad. La chanson borisvianesca que ofrece disco tras disco, así como los temas que desde muy pronto escribe para otros intérpretes, no le reportan más que un tibio prestigio entre un grupo reducido de fieles y el desinterés o la incomprensión del gran público. S.G. había transformado su nombre real (Lucien Ginsburg) para convertirse en un tímido crooner («la timidez: un exceso de narcisismo») desgranador de maliciosas rimas. Habrá que esperar hasta mediados de los 60 para que se produzca la segunda gran metamorfosis. 2. Sex & Girls Poner la lengua en el velo del paladar y dejar que resuene con toda su violencia. É-li-sa. Me-lo-dy. Sa-man-tha. Ma-ri-lou. Las lolitas atraviesan la obra de S.G. En ocasiones, el protagonista de sus letras es un clásico Pigmalión (Histoire de Melody Nelson), en otras evoca el cliché autodestructivo de Humbert Humbert (L’homme à tête de chou). Aun así, S.G. aseguró en alguna ocasión no tener un ideal concreto de mujer. ¿Jane
Birkin? Ella correspondería más bien a un ideal pictórico: «Cuando yo era pintor, sólo pintaba mujeres andróginas, pequeñas, con poco pecho. Todos mis cuadros recordaban a Jane. Yo ya la pintaba antes de conocerla». Por mucho que se acerque a un modelo muy frecuente en la historia de la cultura (el seductor maduro que pervierte a la jovencita, la jovencita que se deja pervertir sin acabar de perder cierto halo de inocencia), su relación creativa fue probablemente más bidireccional de lo que a primera vista parece. El aspecto que adquiere S.G. a partir esa época, sin ir más lejos, estuvo sin duda orientado por la recién llegada del Swinging London: el pelo más largo, la barba de tres días (mucho antes de que tal rasgo se convirtiese en tendencia), los Repetto blancos, etc. Y eso que el primer encuentro entre la Birkin (18 años) y S.G. (39) no pudo ser más desastroso. La inglesita sustituía en el rodaje de una película a una famosa modelo que S.G. se quería trajinar, así que optó por ignorarla. El productor les engañó para que se citaran a solas en un restaurante y dice la leyenda que de esa cena, una noche de 1968, nació el romance. Jane, la pseudololita convertida para siempre en gran musa gainsbourgiana. Pero hubo muchas más, por supuesto, reales y de ficción.
dossier: Juan Vico. Iniciales S. G.
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Entre las primeras, algunas pasaron sólo por su ingenio (como France Gall, la ñoña adolescente a la que hizo cantar una oda a la felación impensable hoy en día), y otras, claro, también por su cama. Mientras tanto S.G. da el salto al primer plano de la vida pública. ¿Qué cambia en su vida para que se produzca esta segunda transformación? Probablemente nunca lo sabremos a ciencia cierta. En 1959 (¡con treinta y un años!), cuando se encuentra por primera vez con Brigitte Bardot en el rodaje de otra película, su timidez le impide siquiera trabar conversación. Ocho años más tarde, y tras sucesivas colaboraciones, inicia una breve, sonada y fructífera relación con la diosa de los golden sixties (poco antes de conocer a Jane B.), dueño ya por completo de su personaje de conquistador pop. 3. Dr. Serge & Mr. Gainsbarre Toda actitud radical mantenida durante cierto tiempo tiende sin remedio a la hipertrofia. Baudelaire únicamente podía aspirar a ser sublime sin interrupción haciendo explotar el concepto mismo de sublimidad. Sólo se puede seguir siendo Gainsbourg más allá de Gainsbourg. Tomar la pócima y convertirse en Mr. Gainsbarre. Emborracharse y acudir a un plató para espetarle al presentador «I want to fuck her» en presencia de una joven y atónita Whitney Houston, o para quemar en directo un billete de quinientos francos. Hail, Monsieur Hyde, los que van a morir te saludan. La tercera metamorfosis de S.G., su reencarnación final, corre en paralelo a su decadencia personal y creativa. Pero quizás sea esta etapa la que más juego nos pueda dar en el intento por rastrear la originalidad del dandismo gainsbourgiano. El debut de su alter ego lo encontramos en la letra de una canción de 1981 titulada significativamente «Ecce Homo»: «On reconnaît Gainsbarre / À ses jeans, a sa bar- / Be de trois nuits, ses cigares / Et ses coups de cafard («Se reconoce a Gainsbarre por sus jeans, su barba de tres noches, sus cigarrillos y sus arrebatos de tristeza»). Mientras el Dr. Jeckyll duerme el sueño de los justos, Dorian Gray saca a la luz su perfil deforme, orgulloso por fin de su monstruosidad. A pesar del éxito de público, preludiado por la escandalosa adaptación reggae de «La Marseillaise» a finales de la década anterior, los años 80 no son en realidad más que una prolongación destroyer de sus motivos habituales, hasta
el punto de que resulta difícil delimitar los límites de la autoparodia. La larga lista de canciones manifiestamente procaces (iniciada en 1969 con la celebérrima «Je t’aime», a la que seguirían títulos más o menos conocidos como «La décadanse», «Je pense queue», «Panpan cucul» o «Lola Rastaquoère»; esta última inspirada, por cierto, en un raro poema de Picabia), parece culminar (tres lustros más tarde) con «Love on the beat», un tema funk jugosamente hortera en el que se incluyen los gemidos orgásmicos de su última pareja oficial, la veinteañera Bambou, grabados sin que ella lo supiese. En la portada del álbum de título homónimo, S.G., maquillado como un travesti, aparece definitivamente convertido en el gran maestro de la provocación («De un cuadro de Francis Bacon / he salido», escribe en la oda gay «Kiss me Hardy», perteneciente al mismo disco). La figura de la lolita nabokoviana también es llevada a su extremo. Tras la pelirroja Melody de catorce otoños y quince veranos o la lúbrica Marilou, Gainsbarre recurre a su propia hija, una preadolescente Charlotte, para ofrecer en «Lemon incest» (enésimo retruécano: «un cesto de limones» / «incesto de limón») otra vuelta a la pulsión provocadora de su personaje. Incluso la escatología, que ya había tratado de forma ocasional, hace de nuevo acto de presencia para llegar a su cénit con el personaje de Evguénie Sokolov, título tanto de su única novela (la parabólica historia de un pintor pedómano que convierte su afección en el motor de su éxito) como de una canción en la que, una vez más sobre un fondo reggae, Gainsbarre se divierte imitando flatulencias de diversas sonoridades. El propio S. G. mencionará en alguna ocasión que «el dandismo es un comportamiento al borde del suicidio. Es la elección de una actitud, un juego constante para escapar de la realidad». También confesó no haber trabajado nunca con ideas, sino a partir de simples «asociaciones de palabras, como los surrealistas. Esto siempre ha ocultado un vacío», añadía. El verdadero dandi, hijo de sí mismo, corre el riesgo de arrancarse la piel si trata de quitarse su máscara. La máscara del dandi, por tanto, no sería tal: tras ella sólo habrá un inmenso agujero, un pozo sin fondo en el que despeñar sus provocaciones y sus miedos, su pose rebelde y su afán protagonista, su eterno desasosiego y una oscuridad mayor a la oscuridad, esencial y definitiva, el azogue voraz de todos los espejos.
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La elegancia a veinticuatro fotogramas por segundo
El dandi a través del cine Óscar Brox
.A lo largo de su historia, el dandi se ha configurado a través de numerosas manifestaciones artísticas. Fruto de esas relaciones cruzadas, así como del paso del tiempo, el mismo concepto ha variado significativamente según el lugar y el momento. En esa cadena que une, eslabón tras eslabón, las sucesivas representaciones del dandismo, nos encontramos tanto a aquella quintaesencia de lo decadente que Jean Lorrain plasmó en su Monsieur de Bougrelon, como a The Chocolate Dandies, un combo de jazz que cobijó durante las primeras décadas del siglo XX a músicos como Benny Carter o Coleman Hawkins. Tal colección de singularidades refleja la amplitud de una figura cada vez más difícil de encajonar en unos rasgos comunes, que ha evolucionado hasta nuestros días desde la visión, según Wilde, de aquel sujeto cuya única sociedad posible es uno mismo. El cine y, por extensión, sus progresivas ramificaciones audiovisuales, han sido testigos de esta mutación. Y el cine reflejó al dandi Liberado de los encantos de la barraca de feria, el cine era en los años 20 un medio de expresión que afrontaba la adolescencia con la ambición de completar sus posibilidades artísticas. Así, cuadros históricos y retratos de costumbres se sucedían entre su programación. En esa coyuntura creativa, el dandi protagonizó en 1924 una primera adaptación de una de sus figuras clave: George «Beau» Brummell, quien, a comienzos del siglo XIX, ganara el favor del rey Jorge IV para, finalmente, acabar sus días arruinado y consumido por la sífilis en su exilio en Caen. La historia de Brummell, genuino prescriptor de tendencias y maneras para la sociedad decimonónica británica, penetró en el mundo del espectáculo a través del teatro. A la sombra de su éxito sobre las tablas, el cine vio en aquel árbitro de la elegancia una oportunidad
para explotar sus posibilidades dramáticas. Distanciado del sórdido referente histórico, Brummell hundió sus raíces en el romance estructurado según los preceptos del incipiente Hollywood, donde los rasgos dandis quedaron en segundo plano para poner todo el empeño narrativo en la odisea romántica, entre el éxtasis y la desgracia, con Lady Margery. A aquella primera versión le siguió una tardía actualización en 1954, también basada en el montaje teatral, con Stewart Granger tomando el relevo de John Barrymore. Con idéntico planteamiento, el filme volvía a hincar la rodilla sobre el material más sensible y depositaba el peso de la narración en el romance entre su protagonista y, esta vez, Lady Patricia. Así, el primitivo interés por tan peculiar figura, capaz de reprochar al príncipe de Gales las pocas trazas de su indumentaria, se integró en el canon cinematográfico bajo la etiqueta de «romance»; una traducción conformista que ejemplificaría esa imagen de superficial elegancia. El dandi, así lo hacen notar Baudelaire o Wilde, no sólo se nutre de su elegancia inherente, también desprende un punto rebelde, ya sea con anarquía o cinismo, respecto a la sociedad, a la que tanto puede amar como detestar. Frente a esa visión homogeneizadora, pendiente de integrar en los mecanismos narrativos más conservadores cualquier singularidad cultural, el cine también ha ofrecido una serie de impresiones personales sobre el dandismo. Lord Byron, acaso uno de sus epítomes, no ha dejado de aparecer, bien como secundario o como protagonista, en algunas propuestas verdaderamente estimulantes. Ya en el prólogo de La novia de Frankenstein (The Bride of Frankenstein, 1935), James Whale fantaseaba alrededor de la reunión en la Villa Diodati de la que surgió la creación de Mary W. Shelley. Lo que en el filme de Whale quedaba en anécdota, en Gothic (1986), de Ken Russell, se convirtió en epicentro de la acción. Versión
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dossier: Óscar Brox. La elegancia a veinticuatro fotogramas por segundo. El dandi a través del cine
Wilde (Brian Gilbert, 1997)
desaforada de aquel retiro suizo, el largometraje de Russell era una exploración más bien dionisiaca de aquel grupo de románticos que, a resguardo de la civilización, se dedicaron a relatar sus propios terrores. Lo que sobresalía en la imaginación del cineasta británico era la figura de Byron como un animal violento, hipersexualizado, de mirada penetrante y deseo irrefrenable. Criatura afín al universo de su creador, este Byron brutal y tortuoso era un dandi despojado de sus atributos, atenazado por las visiones fantásticas en las que quedaría atrapado junto al resto del grupo. Si Russell medía a Byron a partir de su lectura hiperbólica, Gonzalo Suárez, un cineasta más literario, lo haría desde la fidelidad a la letra impresa. Remando al viento (1988) presentaba a un Lord más pausado y sensible, acorde a la fisonomía del actor Hugh Grant, en el interior de un cuadro del romanticismo inglés de caligrafía y emociones delicadas. Mientras Russell recreaba un ambiente construido a partir de los sueños de éter y las pesadillas del pintor suizo Heinrich Füssli, el realizador español cultivaba el paisaje desde su apego hacia las obras originales. Allí donde Byron actuaba como agente subversivo en manos del cineasta inglés, Suárez lo tomaba como una instancia para acceder y ser testigos de un periodo culturalmente irrepetible. En suma, una mirada divergente al dandismo que nos pone sobre la pista de posteriores aproximaciones, donde el retrato del personaje funcionará como caja de resonancia para entender el temperamento de cada uno de sus adaptadores. Algo parecido sucedió en 1997 con el intento más serio de adaptar al cine la vida de Oscar Wilde. Stephen Fry, el encargado de llevarlo a cabo, había acariciado ese proyecto durante largo tiempo. Fry, que reivindicaba para sí algunos de los rasgos propios del autor de El retrato de Dorian Gray – basta con ver un poco de A Bit of Fry and Laurie (1987) para
advertir que su comparación no es precisamente atrevida–, interpretó a Wilde desde el cinismo y el ingenio que le caracterizaban, donde la réplica afilada dibujaba su manera de entender el mundo. En esa metamorfosis, que alumbraba un punto de contacto entre ambas personalidades, el éxito del actor británico consistía en actualizar los modos del autor. Así, en lugar de abordar a Wilde desde el romo academicismo, tal y como ha sucedido con la abundante novela de época, Fry aportaba una visión en la que, como si de un túnel del tiempo se tratase, el dandismo decimonónico podía interactuar con sus formas contemporáneas. Hasta aquí, el dandi ha sido carne de biografía e interpretación, una lección de Historia que el cine se ha encargado de acomodar en el engranaje de cada época. Poco, muy poco, del carácter propio sobrevivió en unas adaptaciones que descartaban lo íntimo para reforzar el cliché. Con la excepción de acercamientos en los que las personalidades de sus artífices despuntaban sobre sus ambiciones creativas, el dandi se tuvo que conformar con ser comparsa del relato dramático; ni siquiera una parodia o una violación, como la que ofrece de los prerrafaelitas la serie británica Desperate Romantics (2009). De ahí, pues, que la aportación verdaderamente estimulante del audiovisual se encuentre en su forma de reinterpretar y prolongar, acorde a sus variaciones contemporáneas, la imagen del dandi en nuestra sociedad contemporánea. En esa frontera borrosa que limita con la descripción más canónica del dandi es en la que el cine y sus múltiples derivas hallarán una válvula de expresión inmejorable. Mutaciones del dandi contemporáneo Poco a poco, las esencias del dandismo se diluyeron en manifestaciones laterales que no guardaban con el mismo celo sus
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principios básicos. Resulta, pues, elocuente reconocer a algunas de sus figuras ilustres en movimientos literarios de final de siglo como el decadentismo, donde Remy de Gourmont trazaba con habilidad una visión grotesca y malsana de la sensibilidad dandi a través de una pequeña pieza sobre un vestido. O a cachorros como Arthur Cravan, de vida efímera, definitivamente inclinados hacia el espíritu bohemio. Sin embargo, hay una lectura a propósito de esa mezcolanza de movimientos que funcionará como brújula para entender, desde el cine, la equivocidad que acusará el dandismo con la llegada del siglo XX. En su prólogo a una antología de textos decadentistas, Claudio Iglesias recuerda que el fermento del discurso anarquista se encontraba en asignar al individuo un valor irreductible, así como en la disolución de la forma en que la sociedad se representaba a sí misma. Si al dandi le caracteriza ese efecto que ejerce su elegancia y sus maneras sobre los demás –la identidad reflejada a través del corte del traje–, su actualización contemporánea hará de esos rasgos un discurso de poder. Por eso una nueva imagen del dandi aparece reflejada en Un mundo de fantasía (Willy Wonka & the Chocolate Factory, 1971), la adaptación del relato infantil «Charlie y la fábrica de chocolate», escrito por Roald Dahl, en la que Gene Wilder encarna al singular Willy Wonka, creador de ese lugar de fantasía caramelizada que pone al alcance de nuestra mano el sueño del mundo de Oz. De apariencia excéntrica, casi asexuada, dueño de sí mismo, agudo e independiente, Wonka representa una variante en clave pop del dandi clásico; un outsider, sí, que ha sabido crear un mundo –una identidad– capaz de arrastrarnos hacia su interior. Si Willy Wonka tenía su fábrica, Andy Warhol creó su Factory, aquel entorno que, salvando las distancias, podría imaginarse como una réplica posmoderna del Cabaret Voltaire de Hugo Ball. Warhol, otro ejemplar de dandi habilidoso a la hora de construir todo un universo a su alrededor, al dictado de las nuevas olas, no dudó en fomentar su visión a través del cine. Parapetado tras el rótulo de «Andy Warhol presenta», su obra, con o sin la ayuda de Paul Morrissey, fue un catálogo fascinante donde los cuerpos de Joe Dallesandro o Michael Sklar, en Trash (1970) o en Flesh (1968), conducían su discurso sobre la cultura. Un fenómeno social repartido entre las diferentes caras del arte para configurar la imagen, entre vacua y rotunda, cínica e inocente, de un nuevo hombre. Un poco antes, Kenneth Anger había desencadenado el dandismo en esos frescos de estética a caballo entre el
fascismo y lo gay donde efebos moteros, como los de Scorpio Rising (1964), impulsaban una lectura vital hedonista. Con el rostro de Bruce Byron como icono –una especie de Querelle en versión de cuero y tachuelas–, Anger dibujaba el poder de contaminación y fetichización que esa belleza hecha de músculo, masculinidad y rugir de motores contagiaba en las masas. Una belleza marginal, también sórdida, pero tan cautivadora como para calar en las pautas de estilo y, de paso, advertir el discurso sexual de la diferencia que comenzaba a larvarse con los primeros movimientos juveniles. Algo parecido, en un registro marcado por el nacimiento del glam, hizo David Bowie al inventar a su Ziggy Stardust, alter ego y dandi extraterrestre cuya fuerza visual convirtió a una legión de adolescentes en imitadores de esa incipiente moda. Como un Beau Brummell de lentejuelas, Stardust expresaba su identidad palpablemente andrógina a través del talle de su vestuario, de sus uñas pintadas y del maquillaje excesivo, de historias insólitas cantadas con espíritu libertino. Víctima de ese exceso, como reflejaría Todd Haynes en esa biografía encubierta que es Velvet Goldmine (1998), Bowie liquidaría a Ziggy Stardust antes de morir devorado por su inmenso poder de influencia. La atracción de esos universos –el deseo ardiente de crear una forma personal de originalidad, como reclamaba Baudelaire– tuvo en el cine su medio de difusión más eficaz. Sin embargo, hay otra faceta del dandi, la que entronca con aquel flâneur descrito por Baudelaire, que tiene en el cine francés inmediatamente posterior al Mayo del 68 un interesante efecto. Sumidos en el spleen tras el fracaso del espíritu de revolución, cineastas como Philippe Garrel o Jean Eustache se abandonaron a narrar las pequeñas historias de esos paseantes, sin oficio ni aspiraciones, que vivieron la revuelta social desde sus dormitorios. Así, películas como La mamá y la puta (La maman et la putain, 1973) o Les amants réguliers (2005) narraron esa actitud de hastío que sus personajes sobrellevaban hasta el último aliento, en la que sentimos la atracción por una juventud desperdiciada, bella y triste, que se impone como dominante frente a cualquier lectura idealizada. Fruto de ese impacto, la cineasta francesa Héléna Klotz revisó en su película L’ âge atomique (2012) el retrato de aquellos dandis lánguidos, recluidos en su vida interior, a través de sus homólogos contemporáneos. Si al principio de este artículo advertíamos la flexibilidad que el concepto de dandi adquirió a medida que se integró
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dossier: Óscar Brox. La elegancia a veinticuatro fotogramas por segundo. El dandi a través del cine
La maman et la putain(Jean Eustache, 1973)
en el acervo cultural, no resulta chocante reconocer que incluso Homer Simpson puede llegar a serlo, verbigracia, en el episodio 156 de tan longeva serie. En efecto, la parodia y ciertas dosis de cinismo han reciclado la elegancia y el donaire en visiones groseras como la que aportaba Ben Stiller en Zoolander (2001) o la que puede representar el atractivo dejado que el Dr. House ha implantado en los cánones metrosexuales. Parodias de los excesos y simplificaciones en materia de identidad y elegancia, sí, que el propio cine y su extensión televisiva han fagocitado a base de reproducirlas en nuevos personajes. Contra esas convenciones vale la pena anotar la reflexión de la fotógrafa neoyorquina Sophia Wallace, quien define al dandi como un espacio de creación necesariamente desligado de los constructos masculinos o femeninos, capaz de consolidar una imagen sin apelar al rol de género. En este sentido, la cantante Janelle Monáe, que ha hecho del ocultamiento de su atractivo femenino un distintivo de su puesta en escena, sería una de las representantes de ese otro dandismo. Disfrazada tras su personaje de Cindi Mayweather, Monáe ha dado forma a un proyecto audiovisual donde el traje de etiqueta, la pajarita y el moño
recogido funcionan como emblemas de su universo elegantemente andrógino. Por todo esto, un repaso a la visión que el cine ha arrojado sobre el dandismo, desde su fidelidad y también desde su transgresión, no puede más que anotar las incontenibles derivaciones que el concepto original ha sufrido con el discurrir del tiempo. Mutaciones, en algunos casos, al filo del error, por mucho que se trate de una categoría tan abierta. Pero mutaciones que reivindican la misma clase de diferencia que Robert Walser dejara escrita en su Diario de 1926 cuando fue invitado a un pequeño salón de intelectuales y recibió un afilado comentario sobre su aspecto físico. Esta fue, en forma de ironía, su respuesta: «Yo os maldigo, miserables e infames cadenas, también a ti, esclavitud, a la que me sometí para realizar la idea de la realidad».
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Óscar Brox es coeditor de la revista Détour y redactor jefe de Miradas de cine. Ha escrito en publicaciones como Transit, Tren de sombras, La furia humana o Shangrila, y ha sido coordinador de L’Atalante. Revista de estudios cinematográficos. Filósofo de formación, ha participado como docente en varios cursos y seminarios sobre cine.
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dossier: Entrevista a Sergio Gaspar
dossier: Ernesto Castro. Un Hércules sin empleo
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Un Hércules Sin Empleo Ernesto Castro Ilustración: Miquel Rof
Pero, ¡ay!, la marea creciente de la democracia, que lo inunda y lo nivela todo, ahoga día a día a esos últimos representantes del orgullo humano y vierte oleadas de olvido sobre las huellas de estos prodigiosos mirmidones. Charles Baudelaire
.1. La RAE contraataca En un lugar de la web de cuyo link no quiero acordarme no ha mucho tiempo que hallé una lista de términos en peligro de extinción entre los cuales figuraba dandi. Una palabra que yo al menos juzgaba corriente y bastante socorrida, pero ahora que pienso no recuerdo haberla utilizado jamás en ningún contexto hablado desde que tengo edad de razón. Mala señal para una expresión valorativa, pues en este caso el uso define el significado, y la ausencia del mismo señala el sayonara a cierto tipo social. Nos hemos quedado sin dandismo, eso es todo. Podemos imaginar que algunos nombres sin intensión carezcan además de extensión, como los tecnicismos científicos que sirven para hablar de entidades abstractas mientras sigamos creyendo en su existencia y medición empírica. Ahora bien, ¿qué quiere decir que términos de comparación pierdan su referencia? Quizá sea posible imaginar un mundo sin flogisto o sin materia oscura. Uno sin antiguos y modernos, sin analíticos y continentales, sin poqueros y gafapastas; aunque una realidad no atravesada por dicotomías normativas, todo hay que decirlo, apenas resulta habitable. La pérdida de un epíteto como dandi es, por tanto, algo peor que la peor escena de Bambi. Marca el final de una larga distinción social. El trágico destino semántico de lo dandi quizá se entienda mejor viendo la evolución que tuvieron dos vocablos igualmente cargados de malafollá, sus antónimos por definición: lo cursi y lo hortera. La cursilería, acuñada para referir a la decadencia gaditana de mediados del siglo XIX, cuyo origen se remonta a la independencia de las colonias hispanas
de ultramar, entendida entonces como mucho querer y poco poder, o según define el Diccionario de voces gaditanas (1857) de Adolfo de Castro: «Persona que quiere ser elegante sin tener las condiciones para ello, bien por faltarle medios pecuniarios, bien por carecer de gusto», nada tiene que ver con el color rosita y los sentimientos betuminosos hoy asociados a los cursis. A su vez El Hortera (1843) de Antonio Flores, primera acepción literaria del término que controlo, también retrata cosas distintas: un mozo de tienda con determinadas aspiraciones sociales, el equivalente nacional del parvenu o del new money, un individuo juzgado poco menos que advenedizo en una sociedad inmovilista como la española, más próximo en su connotación peyorativa al emprendasaurio contemporáneo, insulto que recuerdo haber hallado en el Twitter de Eudald Espulga, antes que los calzones hasta los sobacos que vienen a la mente cuando queremos imaginar el atuendo propio del hortera. Ambos vocablos mudaron bastante de sentido, trocaron el significar posiciones específicas dentro del campo social (cursi = hijodalgo decadente; hortera = trepa tonto), empezaron a designar cuestiones puramente decorativas, volviéndose dos estrategias distintivas –quizá opuestas– del mal gusto universal. El dandi, por contra, sigue igual. Prácticamente designa lo mismo hoy que ayer. Las cosas que no merece la pena nombrar suelen, por lo común, llamarse como toda la vida. Quizá el dandismo constituya, como pensamos nosotros, un mecanismo de distinción aristocrática típicamente novecentista que recurre a la sagacidad como herramienta de provocación, una opción elitista que resulta inviable cuando la cultura y la educación se extienden a las capas bajas de la sociedad. Entre dos nacidos en familias bien, dos herederos de grandes fortunas, dos creadores originales como Paris Hilton y el conde de Lautréamont, sólo median varias décadas de educación obligatoria, tolerancia cum indiferencia y progreso
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cultural democrático que hacen imposible que los mismos gestos que jodieron la marrana a los burgueses del siglo XIX vuelvan a ofender a nuestros conservadores actuales. Entiéndase correctamente, la distinción elitista resulta especialmente perentoria entre la clase media alta, como sabía bien el Tom Wolfe de Radical Chic, cuyo desdén hacia el simple burgués es directamente proporcional a la falta de interés por la vieja casta de nobles, o como indica acerca de la remodelación de las tascas donde se reunían los intelectuales el aclamado Robert de Montesquiou: «Estos salones han sido redecorados al estilo Luis XVI, y no han ganado nada con este cambio. Hoy, encontramos en ellos a marquesas que son auténticos zoquetes, mucho menos interesantes que las jarras de cerveza de antaño». 2. Contra el pies ligeros Escribir un artículo sobre el dandismo sin enunciar alguna boutade sería como mirar el porno siguiendo motivos ocultos de carácter estético, un despropósito en toda regla, así que ahí tienen una, para que luego vayan diciendo: el mejor libro sobre el dandi es Gödel, Escher, Bach, el libro de Douglas Hofstadter sobre los vericuetos del razonamiento formalizado autoreferencial, ilustrado con variados ejemplos musicales y pictóricos, incluido un pasaje sobre la traducción de Crimen y castigo que mola mogollón. Los capítulos están precedidos por diálogos entre Aquiles y la Tortuga, siguiendo el modelo de Lewis Carroll, que consiste en formular paradojas gracias a los vacíos lógicos de nuestro ambiguo lenguaje natural. En el diálogo «Contracrostipunctus», la Tortuga cuenta el pulso que tiene desde hace años con su amigo el Cangrejo, quien una vez dijo haber comprado el mejor fonógrafo jamás hecho, uno (llamémosle x) capaz de reproducir cualquier grabación, cosa que la tortuga demostró que era falso mediante una canción titulada «No puedo ser escuchado mediante el fonógrafo x», que según parece destrozaba el fonógrafo nada más pincharla. Así comienza una competición por encontrar mejores fonógrafos que resistan las canciones de destrucción masiva previas y por encontrar canciones todavía más explosivas. Un regressus ad infinitum que finaliza con una lección sobre la capacidad de asimilación de ciertos sistemas estáticos también
válida para comprender la dialéctica entre ruptura y canon cultural: Es simplemente un hecho inherente a los tocadiscos el que no puedan hacer todo lo que uno podría desear que ellos fueran capaces de hacer. ¡Si existe un defecto en alguna parte no está en Ellos, sino en sus expectativas de lo que ellos deberían ser capaces de hacer! Y el Cangrejo estaba lleno de tales expectativas no realistas.
Y aquí viene la moraleja para la cuestión del dandismo: también nosotros andamos mirando hacia atrás como cangrejos, denunciando las limitaciones del espíritu antiburgués del dandi, del flâneur y del romántico en general, quienes paseaban tortugas –sin prisa pero sin pausa– por las calles de Paris, como si la lentitud pudiera terminar con el frenesí de la producción capitalista, como si la pereza no pudiera también venderse y masificarse, cuando en verdad ni ellos ni nosotros, ni el Cangrejo ni la Tortuga, sabemos demasiado bien cómo acabar con esta carrera hacia el precipicio, la competición de la competencia que avanza siempre con pies ligeros. O como pensara Jean Floressas des Esseintes, el protagonista de À rebours, al descubrir que su tortuga engarzada en cantidad de piedras preciosas estaba literalmente muerta: Acostumbrada sin duda a una existencia sedentaria, a una vida sencilla y tranquila bajo la protección de su caparazón, no había podido soportar el lujo tan deslumbrante que se le había impuesto, la rutilante capa con la que había sido vestida, las joyas incrustadas que decoraban su concha como si fuera un copón sagrado.
Ahora en serio: el motivo de la tortuga, manifestación de la revolución anticapitalista conservadora que el dandismo también encarna –casi todos los representantes del movimiento suscribieron eventualmente ideologías reaccionarias, tal que el liberalismo monárquico del vizconde de Chateaubriand, el heroísmo autoritario de Thomas Carlyle, el onanismo apolítico de Jean Lorrain o el catolicismo descubierto por Joris-Karl Huysmans–, debería estudiarse con tremenda
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atención. Y es que, como toda hipótesis general, la nuestra también estaría sometida a la amenaza de la falsación empírica. Conviene evitarlas siempre, las generalizaciones, las tipologías y las categorías absolutas, porque luego se pueden hacer chistes como ese sobre la raza aria que corría en la Alemania del III Reich: para ser ario tienes que ser rubio como Hitler, alto como Goebbels, fuerte como Goering. Y del mismo modo podría decirse que para ser dandi hay que suscribir la monarquía como Lord Byron, la heroicidad como Benjamin Disraeli, el onanismo como Eduardo Zamacois, el catolicismo como Oscar Wilde o el onanismo como. Mejor sería afirmar que las lealtades políticas del dandismo fueron movedizas conforme la posibilidad de destacar oscilaba entre la izquierda y la derecha. «La revolución también fue una cuestión de moda, un debate entre la seda y el paño», señalaba Honoré de Balzac, olvidando sin duda que Maximilien Robespierre y Benjamin Constant llevaban la misma corbata de doble lazo. Charles Baudelaire, el mismo que cogió su fusil en 1848 presto a fusilar a su padre legal, el general Jacques Aupick, escribía en sus últimos Journaux intimes un delicioso entremés sobre conversión política y cinismo solitario: En cuanto a mí, que a veces siento en mí el ridículo del profeta, ya sé que nunca encontraré la caridad de un médico. Perdido en este vil mundo, avasallado por las masas, soy como un hombre cansado cuyos ojos no ven atrás, en los años profundos, más que desengaños y amarguras, y ante sí un huracán que nada nuevo contiene, ni enseñanza, ni dolor. La tarde que este hombre roba al destino algunas horas de placer, mecido en su digestión, olvidado –dentro de lo posible– del pasado, contento por el presente y resignado al porvenir, embriagado de su sangre fría y de su dandismo, ufano de no estar tan bajo como los que pasan, se dice mientras contempla el humo de su cigarrillo: «¿Qué me importa dónde van estas conciencias?».
3. Quosque tandem, Villena En cierto modo sería necio por mi parte terminar esta reflexión sin incluir un poquito de gimnasia intelectual contra algún oponente cierto o imaginario entre los analistas
dossier: Ernesto Castro. Un Hércules sin empleo
españoles vivos del dandismo, ya que los duelos «a la primera sangre» fueron el pasatiempo universitario de tantos jóvenes del siglo XIX, nuestros cien años preferidos, y además nuestra lectura entra claramente en confrontación con cierta forma de teorizar sobre lo dandi. Si tuviera que escoger oponente, armas y campo, diría que Luis Antonio de Villena, el curso Teoría Política 101 y la Antigüedad prometen –en ese orden– una victoria rápida e indolora. En Corsarios de guante amarillo Villena plantea una teoría general del dandismo que atribuye sobre su objeto de estudio un conjunto de perfecciones y propiedades normativas de modo que puestos ante cualquier disyunción excluyente (v. gr.: ¿dandi se nace o se hace?) la respuesta está dada de antemano. Bien se rechaza por inapropiada la dicotomía, bien termina ganando el preferido de Villena, quien además despeja las fundadas sospechas de esnobismo, estupidez o fatuidad que puedan llegar a planear sobre algunas figuras del movimiento subrayando que «el dandi vive para el reino terrenal y para la diferencia», entre otras cosas. Afirmación ciertamente gratuita, tanto como mentar a Jacques Derrida para resolver el teorema de Fermat, pero no obstante válida una vez aceptamos como petitio principii que dandismo es sinónimo de buen gusto en general original. Descripción adecuada a costa de juzgar a estos sujetos por sus intenciones, sin lugar a dudas prometeicas, en lugar de ceñirnos a sus dichos y hechos, muchas veces caricaturas y estereotipos de sí mismos. Estas premisas abstractas, sumadas a la ausencia de distinción entre crítica literaria ponderada y declaración estética individual, llevan hasta querer emparentar dandismo y disidencia mediante afirmaciones desmesuradas, como que Catalina o Alcibíades también ostentan el título dandesco que Villena concede, una concesión seguramente extraída de un retrato de Ezequiel García escrito por Julián del Casal, donde resuenan las palabras de Plutarco sobre el efebo griego: Pues con estos cuidados y estos discursos, con esta prudencia y esta habilidad en manejar los negocios, reunía un desarreglado lujo en su método de vida, en el beber y en desordenados amores; grande disolución y mucha afeminación
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en trajes de diversos colores, que afectadamente arrastraba por la plaza; una opulencia insultante en todo; lechos muelles en las galeras para dormir más regaladamente, no puestos sobre las tablas, sino colgados de fajas; y un escudo que se hizo de oro, en el que no puso ninguna de las insignias usadas por los Atenienses, sino un Eros armado del rayo.
Que Alcibíades en persona aparezca rodeado de músicos, borracho hasta decir basta, pidiendo meterse entre las sábanas de Sócrates, violando todas las distancias que mantiene el dandismo finisecular, caracterizado por su estoicismo personalista, quizás pueda leerse como un gazapo del Banquete de Platón, quien calumnia bastante a los referentes del fenómeno a estudiar. Lo increíble es que Villena intente unificar aquello que la historia política disgregó: el bando de la plebe romana y los treinta tiranos atenienses, la democracia que Catilina suscribía y la restauración que Alcibíades permitió. Los únicos mores que Catalina atacaba eran los privilegios hereditarios; los únicos tempora que buscaba modificar estaban bastante corruptos; aquella famosa patientia, según dicen abusó de ella, sentaba su trasero entre los senadores. Villena sostiene que Catalina era dandesco porque una vez «fracasada la conjura, da batalla y, viéndolo todo perdido, orgulloso el ánimo, entra entre filas enemigas» y perece «atravesado de heridas». Menudo «suicidio en dandi». El relato de su muerte, igual que la descripción de su personalidad, vienen de la pluma de Cicerón y de Salustio, escritores reaccionarios ambos, cuyos textos debieran tomarse cum grano salis, como suele hacerse cuando los latinos hablan, desde una posición de superioridad, sobre los vencidos de la Historia, sean estos seguidores de Cartago, Espartaco o Catalina. Y hasta aquí llegan nuestros ejercicios de gimnasia intelectual.
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plin, Marlene Dietrich o Fred Astaire: «mi propia indumentaria, quizás elegante, pero exagerada y excéntrica, con broches, corbatas raras, anillos múltiples, y alguna vez toques de maquillaje». La divergencia existente entre los atuendos llevados por Antonio de Hoyos y Vinent (overol de seda azul cuando tocaba desfilar en nuestra guerra civil) y Theophile Gautier (chaleco rojizo satinado cuando Victor Hugo estrenaba Hernani en Paris), sustentan la variedad del repertorio estilístico. A esto apelaba Jules Barbey d’Aurevilly cuando llamaba uno de los nuestros a Lord Spencer a pesar de llevar «una levita que sólo tenía un faldón, si bien la cortó y la convirtió en una nueva prenda, que después ha llevado su nombre. Un día –¿podrá creerse esto?– los dandis incluso tuvieron la ocurrencia del traje raído». Sin embargo, yo continúo pensando que entre las herencias genuinas del dandismo ocupan una posición especial los fraques de charol, el sombrero de copa y llevar siempre guantes, una aportación duradera a nuestra concepción intuitiva de la pedantería elegante, seguida de lejos por las sugerencias de Thomas Carlyle sobre los pantalones ajustados («No hay excusa posible que pueda permitir a un hombre de gusto delicado la exuberancia del trasero de un hotentote»), ahora puestos de moda por la vanguardia sociocultural llamada gafapasta. En cuanto a la estética del gentleman, Beau Brummel en solitario la inaugura, rebajando la gradación de colorines del vestuario, metiendo durante la Regencia cierto sentido del recato en la obscena nobleza británica, luego imitada por la burguesía. O según reza el dictum de Edward Bulwer-Lytton: Las invenciones en el vestir deberían asemejarse a la defi-
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nición de Adison sobre la buena escritura, que consiste en «los refinamientos que son naturales sin ser obvios».
Ernesto Castro (Madrid, 1990) todavía aprende. Estudia (sobre
4. Advertencia para gafapastas No quisiera pretender que tengo la razón conmigo. Hay aspectos del dandismo sujetos todavía a una legítima controversia analítica. Los trajes del siglo XIX, por ejemplo, ¿son inherentes o adventicios a este tipo social? El propio Villena desde luego se vestía en los 70 contra el evening dress de Charles Cha-
todo) filosofía analítica. Ha escrito en solitario Contra la postmodernidad (Alpha Decay, 2011). Y en compañía, Bizarro (Delirio, 2010), Red-Acciones (Caslon Libros, 2011), El arte de la indignación (Delirio, 2012), Humanismo-Animalismo (Arena Libros, 2012) e Indignación y rebeldía (Abada, 2013). Tiene un blog: http://castracastro. blogspot.com.es
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Javier Sáez de Ibarra. Entre mensajes
ENTRE MENSAJES Javier Sáez de Ibarra Política de la visión Del mismo modo que las relaciones de poder producen formas estéticas, a la inversa, las expresiones culturales constituyen modos de ver, de hacer visible, de representar, de simbolizar poder o contrapoder. Todo acto estético, en tanto que configuración de la experiencia, por su potencialidad de producir modos de ver, de sentir, de existir, es, por tanto, político. Rogelio López Cuenca Uno no puede ver que no puede ver lo que no puede ver. Miguel Cereceda
.Un padre muy responsable vuelve a su casa a las ocho y media, después de atender responsablemente sus asuntos de empleado en su empresa, salgo a las ocho y media del trabajo a las ocho y media salgo del trabajo que horas son estas
y sin haberse concedido siquiera un rato para tomarse ni siquiera una cerveza, con sus compañeros –amigos– del trabajo. salgo a las ocho y media del trabajo sin tomarme siquiera una cerveza tengo derecho creo yo Las ocho y media era la hora en que los niños (dos) eran bañados por su madre –la cual había vuelto, también responsablemente, de su trabajo un tiempo antes, con tiempo para recogerlos de las actividades extraescolares que el colegio programaba para los niños (y la madre, en este caso)–, tarea anterior a darles una cena frugal y acostarlos temprano, que mañana madrugan. ni siquiera tengo un rato para mí ni siquiera un rato para mí es necesario uno se vuelve loco... ni siquiera tengo un rato para mí ni siquiera un rato para mí es necesario una se vuelve loca...
–Ya era hora –le dice la mujer. –¿Ya empiezas? ¡No me jodas! ¡No te imaginas el tráfico que había! –¡Siempre hay tráfico! –¡Siempre dices lo mismo! –Nunca estás a la hora de bañar a los chicos. –Nunca puedes esperar a que no estén para tus recriminaciones. –Te encanta poner excusas. –Te encanta atacarme delante de ellos. –Si sabes cuál es la hora del baño. Y he tenido que hacer yo los deberes con ellos. –Si sabes que no puedo llegar antes. Y he tenido que ir a la farmacia –le dice el hombre.
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no me entiende hace lo que le da la gana no me entiende hace lo que le da la gana no me en
La casa está ahora tranquila. Han cenado los niños, han cenado también ellos. Se han recostado los padres en el salón ante el televisor; ella en el sofá, él en su sillón. Veían una película. La tele da ahora anuncios. una pareja se besa por la colonia un hombre conduce un automóvil una muchacha sonríe al sentir la frescura de un desodorante un anciano asegura que esa clínica es estupenda unos niños saltan y ríen después de tomar unos copos de cereales un joven mira con suficiencia tras un afeitado una pareja de jóvenes varones brindan y beben sus vasos de cerveza espumosa...
–Ni siquiera tengo tiempo al salir del trabajo de tomarme unas cervezas con los compañeros –dice él. un hombre maduro conduce un automóvil por unos riscos peligrosos que él toma a considerable velocidad gracias a un dispositivo especial que ayuda a orientar las ruedas incluso en los trazados más difíciles aun mojados por la lluvia de cualquier camino que pudiera emprenderse, date el gusto, incluso en otros países de paisajes desolados y cultura menos desarrollada...
–Los compañeros –responde ella, apenas estirando un poco las piernas en el sofá. una chica dice que la depilación con esa crema se vuelve mucho más suave...
–Los amigos del trabajo –insiste él. escenas de una nueva película de acción se suceden mientras una voz indica que no se recuerda nada tan espectacular desde hace años...
–¿Qué quiere decir «amigos»? –pregunta ella, ni siquiera risueña. una jovencita se pone gotas de un perfume en el cuello y sale de su casa y se encuentra con gente por la calle que la mira al pasar y la hace sonreír y moverse grácilmente entre ellos...
Los anuncios de la tele presentan ahora una playa de arena finísima y mar azul turquesa bajo un sol radiante, por la que una pareja de novios felices caminan, se persiguen, se dan la mano un momento y terminan besándose. La parte erótica del anuncio se ensombrece ante las letras que anuncian un destino turístico o el nombre de una agencia de viajes... –Podíamos irnos este verano a Canarias –dice él. Ella no dice nada. sólo piensa en gastar no se da cuenta de las necesidades de la casa ni de los niños hace lo... ni siquiera tengo un rato para mí lo merezco trabajo hasta las ocho uno se vuelve loco... no piensa en mí hace lo que le da la gana no piensa en mí no sabe cómo estoy no se ocupa...
–Me duele (un poco) la cabeza. pero ni siquiera tengo un rato para mí cuando trabajo hasta las ocho uno se vuelve loco...
La vida breve
Javier Sáez de Ibarra. Entre mensajes
–Una cerveza. Los lunes, o los jueves. –Puedes tomarte una cerveza en casa. Sale menos caro. –No te digo los viernes, porque no. Todavía no viene la película. la televisión habla de que es mejor comprar la ropa en un establecimiento, habla de que es más conveniente hacerse con esa fragancia, habla de que uno no conduce si no conduce un coche como ese, habla de que el que lo escucha se merece una propiedad en la costa, habla de que si el que escucha se acerca a la jubilación no debe esperar más para asegurar que su ancianidad será confortable, y no...
–Lo de tomarse la cerveza en casa es típico de gente mayor, ¿lo sabías? Ella esboza la sonrisa, y luego la realiza. la gente joven sonríe la gente mayor sonríe la gente joven es feliz la gente mayor sabe que fue
–Tu hijo mayor pronuncia mal la «f». nunca sale nadie que pronuncie mal nunca sale nadie que se sienta culpable nunca sale nadie inteligente y podrá seguir siéndolo solo los tontos no se organizan bien y luego les falta la
–Te lo decía yo. pensión la salud el chalet en la costa el dinero para pagarse un capricho pero la vida no es así pero la vida es así pero la vida no es así pero la vida es así pero la vida
–Acertaste. –¿No es increíble? qué ironía qué ironía qué ironía la gente sonríe la gente salta la gente se saluda la gente sube la gente conduce la gente hace y ya
Vuelve la película. –Oye, esta peli la hemos visto, ¿no?... Sí, que ella le es infiel. –Esta es otra. –No, es la misma: que ella le es infiel y le hacen chantaje los de otra empresa, que son unos mafiosos. –No me la cuentes. –Pero ¿no te acuerdas? La hemos visto no hace tanto. –Sshhhh... –Nunca te acuerdas de nada. nunca te acuerdas de nada esta mujer se pirra por las películas para ella es su evasión para mí podría serlo quedar un rato con mis amigos siquiera una cerveza no creo que importe mucho luego vengo y me ocupo de... siempre tiene que criticar las películas si es una excusa para estar juntos un rato tranquilos qué tiempo tengo yo para estar sola con él no pasamos nada juntos ni se da cuenta de que estoy ni dos horas al día que convivencia es esa...
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–¿Qué me dices de lo de la cerveza?... ¿Eh?... Esta peli es un coñazo... ¿Eh? Los lunes, o los jueves... ¿dos días?... Se quedan algunos... –Los lunes y jueves. –Cuestión de media hora, tres cuartos. qué quiere este qué puedo hacer tendré que organizarme le pido lo mismo pero no quiero él quiere serán cervezas y luego que yo podría estar con mis amigas hay películas que no vemos sitios a los que no vamos una se da un gusto así es equitativo es justo, lógico, necesario lo acepta lo acepta se lo traga se lo traga ¿lo acepta? ¿lo acepta? ¿se lo traga? ¿se lo traga?
Interrumpen la película. El avance informativo indica que las bolsas fluctúan, Gobierno y Oposición han tenido una sesión «tensa» en que ha habido insultos, nuevo asesinato de una mujer por su ex pareja, que trató de suicidarse, la hambruna azota el continente olvidado, más noticias después de la medianoche (al día siguiente, por tanto). ¡otra vez! la bolsa se insultan los políticos una mujer ha sido acuchillada por su ex marido en presencia de su hijo y su padre el culpable trató de matarse arrojándose con el coche por un puente con esta ya son cincuenta y... hambre luego. ya está aquí el corte es que no se aguanta la bolsa como últimamente los políticos supongo que significa que puedo hacer lo que me parezca si tengo cuidado de no volver tarde creo que lo ha entendido.
–Me voy a la cama. No aguanto los anuncios. –Quédate un rato. –Además ya la hemos visto. Quédate tú si te apetece. no quería ceder ella y tengo que ponerme burro para que acepte quedarme un rato una miseria de tiempo con ellos y encima tengo que ceder cuando otros lo sacan más fácilmente yo por qué me voy a quedar ahora si ya la hemos visto es absurdo estoy cansado mañana estoy roto... por lo menos que haga algo ya que se va así por lo menos ya que no escucha este hombre que ayude por lo menos digo yo que si quieres que te den tienes que ofrecer algo a cambio y no tener todo el tiempo que pelear cada cosa que le pido que hay que forzarlo a todo...
–Mira a ver a los niños. –Yo recojo la cena, los miras tú, ¿eh?
Javier Sáez de Ibarra (Vitoria, 1961). Ha publicado el poemario Motivos (2006) y los libros de
es justo es justo es justo
cuentos El lector de Spinoza (Páginas de Es-
qué ha conseguido qué ha conseguido qué ha conseguido
puma, 2004) y Propuesta imposible (Páginas de Espuma, 2008). Relatos suyos han apareci-
–¿No te dolía la cabeza? –¡Ah!, menos mal.
do en las antologías de cuentistas más recientes y han sido traducidos al inglés. Además su obra Mirar al agua. Cuentos plásticos (Páginas
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entonces es eso lo que quería oír es eso lo que quería oír es eso...
de Espuma, 2009) obtuvo el I Premio Interna-
menos mal menos mal menos mal...
cional de Narrativa Breve Ribera del Duero.
Los pescadores de perlas
Juan Jacinto Muñoz Rengel. Microrrelatos inéditos
Juan Jacinto Muñoz Rengel Microrrelatos inéditos
Mal hecho Cuando era apenas un bebé, lo dejaba llorar en su cuna hasta que se quedaba sin voz y le decía que ella no había querido tenerlo. Mientras lo vestía para ir al colegio, con una ropita clara y delicada que no le permitiría jugar con los demás niños, le decía que ella en realidad siempre había deseado una hija. Cuando lo castigaba por haber manchado la ropa, desgastado los pantalones a la altura de las rodillas, le decía que ojalá hubiese tenido un crío menos torpe y menos inútil, que pudiera convertirse en un hombre hecho y derecho capaz de protegerla. Al entrar en el instituto le dijo que nunca llegaría a nada. Cuando inició sus estudios en la universidad, auguró que sus fantasías los acabarían arrastrando a la ruina, que ella sólo quería un hombre de verdad que pudiera mantenerla en sus años de vejez, y no un parásito. El día que se licenció le susurró al oído que era un tarado con la cabeza llena de pájaros. Cuando al fin encontró un buen trabajo, le dijo que ahora seguro que se dejaría engañar por una cualquiera, por la primera que pasase, y que la terminaría abandonando a su suerte después de todo lo que ella había hecho por él. La noche que la estranguló, le dijo que era un pelele sin personalidad ni carácter, que ni siquiera tenía fuerzas para apretar un cuello como era debido.
Penitencia Nadie en el pueblo podría a estas alturas tener miedo a los fantasmas, sobre todo desde que los muertos por mano ajena tomaron la costumbre de permanecer en este mundo mortificando a sus verdugos. Hace tiempo que ningún vecino se inmuta cuando Norman entra en la tienda a comprar algo, acompañado por su difunta madre envenenada. Ni siquiera los niños se asustan al ver al Viejo Salivas, escoltado por las ánimas magulladas de tres jóvenes con la ropa a medio arrancar; y si los lugareños procuramos evitarlo es sólo para demostrar nuestro rechazo a semejante pervertido. En cambio, si bien el bueno y atormentado de Horacio no despierta otra cosa que simpatía, e incluso cierta admiración, nunca ninguno de nosotros se atrevería a relacionarse con él. Como tampoco nadie visitaría jamás su casa, esa casa día y noche atravesada por lamentos venidos de las profundidades del infierno, envuelta en ese insoportable hedor a miasmas. Nadie, al fin y al cabo, lo invitaría bajo ninguna circunstancia a un bautizo, a una boda o a celebración alguna, por temor a que Horacio, el pobre Horacio, el matarife, apareciera seguido por las sombras espectrales de su millar de cerdos degollados y su millar de reses con los ojos virados y los cráneos abiertos.
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Los mitos Cuentan que en aquel estrecho istmo nació una vez un niño tan inmenso que con su surgimiento escindió en dos los continentes, sus primeros pasos originaron mares y sus primeras caídas hicieron elíptica la órbita de la tierra. Cuentan que la gigantesca criatura acabó muriendo poco después, aplastada bajo la fuerza de su propio peso. Lo que la leyenda nunca cuenta –a pesar de que tuvo que ser una experiencia sobrecogedora no sólo para su madre o la matrona, sino para todos los habitantes sin excepción en millas a la redonda– es lo difícil y pasmoso que debió de ser el parto.
Hasta los tuétanos Hacía rato que la estaba esperando, sentado a oscuras al otro lado de la puerta. Por fin, se oyó la llave girar en la cerradura. Ella sintió que algo se le abalanzaba encima, desgarrándole la blusa. Se dejaron caer contra el aparador y al encender la luz el jarrón fue a parar al suelo saltando en pedazos. Él comenzó a arrancarle la piel desde el cuello y los hombros. Ella hundió sus uñas en los músculos de su pecho, le abrió la caja torácica y le agarró el corazón. Sin separarse el uno del otro, avanzaron hasta el dormitorio, dejando el piso de cualquier manera: un rastro de vesículas y riñones esparcidos por el suelo, los intestinos ovillados en un sillón, un juego de pulmones colgados a horcajadas sobre el respaldo. Mañana habría tiempo de ordenarlo todo. Cada vez más desnudos se tumbaron en la cama, mordiéndose los dientes sin labios. En posición horizontal, las costillas de uno encajaron a la perfección en las del otro. Y, haciendo girar las vértebras lumbares, como si sus cóccix quisieran llegar a unirse, comenzaron a entrechocar una y otra vez el insondable vacío de sus pelvis.
Degeneración Necesitaba utilizar el túntubo y cada vez era más frecuente que lo perdiera de vista y no fuese capaz de encontrarlo. Se ajustó las maclas y miró alrededor. Probablemente estaría debajo de los cojines, o se habría colado entre los recovecos del mósar. Llamaba así al sofá, mósar, porque hacía tiempo que había olvidado su verdadero nombre. O quizás algunos días lo llamaba de otra forma y tampoco lo recordaba. Necesitaba el dichoso túntubo para subir el volumen de aquel televisor que parecía haberse vuelto taciturno con los años. Tenía que estar debajo de los malditos jinotes, seguro. O quinina debajo del mósar, empopo lo negro, al fondo. Trató de agacharse, ampero sintió un súbito mareo. Era prácticamente impósimil que doblara el esquinabro, a su edad, y aperpetado por la arterosis, las mánculas y térridos ósculos. Y así sus tardes se irían abisinando nífugas, en anchos piénagos pesos, cada vez más nínguas, durante tras y tras témporo, y luego las mañanas, tras témporo, tras témporo, hastafo tragárselo y ocustrinarlo todo, levantiscando sin piétata el ala oscuro, negro. Negro.
Los pescadores de perlas
Juan Jacinto Muñoz Rengel. Microrrelatos inéditos
Democracia new age –No se preocupe. La disfrazaremos de promesa –susurró el político. –¿Está seguro? –dudó el sacerdote–. ¿No cree que sería mejor hacerlo aquí, como siempre, en la oscuridad? El político no prestó atención a las reservas del prelado y comenzó a disfrazar a la niña de promesa. Le puso en el pelo un gran lazo rosa de promesa. La vistió con ropita de promesa, con una faldita corta y esperanzadora, con unos zapatitos tan coquetos que harían suspirar al más escéptico. Luego sacaron al escenario a la tierna chiquilla, apenas prepúber. Y ante la mirada de un auditorio de miles de asistentes, en tanto que el sacerdote negaba con la cabeza y decía que no, que así no se hacían las cosas, que no era la costumbre, el político la violó, la sodomizó, la golpeó, la pateo cuando quedó tendida en el suelo, casi la asfixió con su miembro desnudo mientras estaba inconsciente y escupió varias veces sobre su cara. El público, enfervorizado, se levantó y rompió en un aplauso.
Next TV En el escenario, aquel pobre desgraciado sin el menor asomo de talento parecía intentar desafinar todas las notas. Sudaba copiosamente bajo el calor de los focos, moviendo el cuerpo de forma extraña, como si lo asaltaran todo tipo de tics. Por supuesto, la lluvia de tomates y hortalizas no tardó en darle alcance. El volumen de las carcajadas alcanzó su cénit y las cámaras del techo se giraron hacia el público. En las gradas, hombres y mujeres de todas las edades batían sus mandíbulas hasta desencajarlas, se golpeaban el muslo con el puño, y lloraban y moqueaban cuando una patata acertaba de lleno en el rostro del debutante. Entonces, de improviso, desde el fondo del estudio surgió una afilada hoja de acero que barrió todo el auditorio: amputando extremidades, cercenando cabezas que caían rodando escalones abajo, escindiendo en dos por el tronco los cuerpos de los concurrentes. Hasta acabar despedazando también al malogrado aspirante. En el estudio se hizo el silencio, apenas se podía oír algún débil gemido. No obstante, en unos pocos salones del planeta, al otro lado de sus enormes pantallas murales de altísima resolución, estallaban ahora las risas enardecidas de los selectos integrantes del nuevo primer mundo.
Juan Jacinto Muñoz Rengel (1974) es autor de la colección de microrrelatos El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), de las novelas El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), y de los libros de cuentos De mecánica y alquimia (Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año; Salto de Página, 2009) y 88 Mill Lane (Alhulia, 2006). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al ruso y al turco, y publicada en más de una decena de países.
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Antonio Méndez Rubio Poemas inéditos
Pasión
Rubor
De que ha visto la tierra oscurecerse sin ruido, despacio bajo el cielo nocturno, su falta de huellas da fe.
Cúmulo de una vez por todas rompiéndose, por partes, lo da todo por una imagen con vida.
Arabesco
Resonancia No sabe lo que leyó (leyó sin luz), no sabe si hacia el final de aquel camino iba a haber algún árbol.
Y cada nuevo dibujo de alguna nube, alrededor del mundo, pulsa una forma nueva de apartar esa nube de sí, busca una breve tregua, prueba suerte.
El castillo de Barba Azul
Antonio Méndez Rubio. Poemas inéditos
Antonio Méndez Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967) es poeta y ensayista. Trabaja como profesor de Teoría de la Comunicación en la Universidad de Valencia. Ha recibido premios como el Hiperión por El fin del mundo (1995) o el Premio Ojo Crítico de Radio Nacional de España por su poemario Por más señas (2005). Sus títulos entre 1995 y 2005 se recogieron en Todo en el aire (2008). Se han publicado dos antologías parciales de su obra tituladas Historia del daño (2006) e Historia del cielo (2012). Otros libros suyos: Para no ver el fondo (2007), Razón de más (2008), Extra (2010), Cuerpo a cuerpo (2010) o Siempre y cuando (2011). Vaso Roto Ediciones acaba de editar en España y México su poemario Va verdad (2013). Es autor de los ensayos sobre poética y sociedad: Poesía y utopía (1999), Poesía sin mundo (2004), La destrucción de la forma (2008) y Ullanesca (2012).
Limbo
Ángel temprano avisando de nada: de eso a nadie se le llena la boca.
Rapto
La mano que no llega hasta la mano que más quiere alcanzar se abre contra el aire en ofrenda.
Embeleso Oye cómo frases que se vuelven reales por la noche se pueden ver ahora obligadas a decir que no.
Tregua Aun en más silencio que quien viene de empezar a sufrir, sin miedo al mundo.
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Entrevista a Ángel Alonso Por Iván Humanes .Ángel Alonso (Carenas, Zaragoza, 1942). Director de teatro, realizador de televisión, dramaturgo, guionista, escritor… Fundador del Villarroel Teatre. Premio Nacional de Teatro, Premio Ciutat de Barcelona, Premio TV Europea al mejor programa infantil o récord Guiness en el 98 al espectáculo teatral visto por el mayor número de espectadores en el mundo. Los premios y las representaciones que reconocen su extensa trayectoria son incontables, con él repasamos algunos de los momentos importantes de su carrera y miramos al futuro. Con esperanza. Se cumplen cincuenta años de tu primer estreno, que fue en el 64: El deseo atrapado por la cola… De Picasso [risas]. ¿Cómo era el momento creativo de la época? ¿Por qué Picasso y esta obra? Bueno, porque éramos más radicales que nadie y esa obra es imposible de montar: no la acabamos. Ahora estoy releyendo la biografía de Camus y resulta que en el 41, en la guerra, también hubo una lectura con Sartre, Camus, que no se llegó a acabar, en casa de los Gallimard [risas]. Era una especie de disparate. Imaginar lo que era aquello ahora es imposible. Nosotros nunca pensamos en el teatro como profesión: se llegaba al teatro porque te gustaba, porque era un medio de expresión asequible para los que no teníamos nada, porque era una forma de ser antinose-
qué, porque se jodía mucho, porque nos divertíamos… Y éramos grupos naturales, no profesionales. Éramos unos amigos y se creaban unas afinidades y unos hábitos; todos teníamos nuestro trabajo y luego teníamos un lugar abandonado, la Peña Cultural Barcelonesa, y allí nos juntábamos para ensayar, con un grave problema: no teníamos maestros. El rechazo al sistema era total. No queríamos saber nada del teatro convencional que se hacía, era como si inventáramos el teatro con todo lo grave que eso representa. En 1980 estrenas Inquisición, de Fernando Arrabal. Ese es un momento importante para ti. Arrabal en nuestra generación era una especie de icono de la transgresión. Conocíamos sus textos y a través de Ángel Berenguer me llega Inquisición, lo leo, veo una teatralidad que parecía que los demás no veían y lo montamos. Yo venía de montajes menos espectaculares, pero en esta obra todo sumaba: el texto, los actores, la coreografía, la música… Recuerdo que le pasé el texto a Joan de Sagarra y me dijo: «Que no te pase nada». Era un texto muy transgresor, creo que de los mejores que he montado y, para sorpresa de todos, se convirtió en un éxito. Viene Arrabal y le gusta mucho y allí comenzamos una relación cordial, de simpatía, que se va prolongando. He tenido todas las variables posibles: palos de público y éxito de críticas, palos de crítica y éxi-
tos de público… Y entre los éxitos y la satisfacción personal se encuentra Inquisición. En este momento Arrabal es el dramaturgo más representado, pero entonces sería más complicado ver que Inquisición se trataba de una obra que era necesario representar… Es uno de los más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Pero los textos de Arrabal son más minoritarios ahora que entonces. El teatro siempre es una relación de calidades: de espectáculo y de público. Entendiendo por calidad lo que uno quiera. El público de aquellos años era mucho más «interesante» que ahora: ahora hay un público al que le gusta todo, que aplaude todo. He visto en la misma sala pitos, pateos, había una sinceridad; hoy en día hay un formalismo vergonzoso. Veo espectáculos que no dan unos mínimos y luego llegan unos parabienes… La crítica era mucho más radical. Había una relación y una potencia que no se da ahora, el público de los años setenta era un gran público. De hecho en el 72 fundáis la sala Villarroel y ganáis por ello el Premio Nacional. Bueno, los premios… Cuando fundamos la Villarroel, cuatro compañeros, dijimos que ofrecíamos un teatro para los que no tenían teatro. En Barcelona no había ningún teatro. Creamos al empresario de teatro, que no era un señor que capitalizaba (no tenía-
Entrevista a Ángel Alonso
La voz humana
mos capital); éramos gente de teatro. Anteriormente hubo una experiencia muy interesante, la del Capsa, que duró poco, y luego nos quedamos nosotros solos. Éramos una cooperativa y durante siete años no cobramos nada, nada. Fueron años fantásticos. La sala abrió una puerta a un movimiento muy potente de teatro y, en mi opinión, desde el 70 hasta el 84, se hace el mejor teatro que se ha hecho nunca en España. Hagamos referencia a El planeta imaginari. Fuiste director, realizador, tuviste la idea… ¿Cómo en ese momento se plantea la posibilidad de hacer un programa infantil de televisión con esas características: alusiones a Magritte, Picasso, Miró, Julio Verne, etc.? El teatro catalán actual en principio no viene de una profesión normalizada, viene del teatro independiente. Llega luego un movimiento comercial que nos obliga a tomar postura, cuando aparecen las campañas de teatro de las escuelas de La Caixa, que alquilaban un teatro en los pueblos y los niños de los colegios iban allí y hacíamos las funciones. Lo positivo era que nos obligaba a dejar de trabajar, y hubo una primera ruptura profesional: los que apostamos por el teatro y dejamos el trabajo convencional. Estuvieron Comediants, Tricicle, La Fura… Nosotros hicimos un espectáculo titulado Jocs que repetimos durante dos o tres campañas, y donde comencé a conectar con el mundo infantil. Eso además hay que relacionarlo con una corriente de pensamiento donde las personas son personas, la edad no hace a los niños, son diferentes pero con respeto. Cuando en televisión me ofrecieron la posibilidad de hacer un programa infantil típico yo no quise, insistí en que no me apetecía hacer algo así. Comenzamos por fin con un
presupuesto vergonzoso para tratarse de televisión. Nuestras posibilidades eran pocas, pero en aquel tiempo Catalunya era una sociedad civil muy fuerte y mi planteamiento era aprovechar toda la creatividad de la sociedad civil: grupos de títeres, cómics, coleccionistas privados…, trasladar toda la creatividad. No teníamos ni para decorados, pero recuerdo que acababan de estrenar Superman y que me había gustado la imagen de cuando iba al Polo Norte, donde había unos cristales enormes, y me dije: éste es el decorado. Reproducimos los paralepípedos, quitábamos y componíamos con el mismo material, cambiábamos el decorado, era una especie de puzle, elegimos Debussy como música… El programa era muy innovador, grabamos dos y en el equipo nadie entendía nada, pero seguimos. Inesperadamente tuvo una audiencia impensada. Ganó el Premio Europa, y de la televisión catalana pasó a la programación nacional. Allí pedí experimentar más, me dijeron que no porque el programa estaba muy asentado, así que dejé al equipo. Y de ahí ya salió La bola de cristal. Nos lo pasamos muy bien. Las soluciones eran muy artesanales. El programa que se llevó el premio era sobre Miró, recuerdo que se escapaba una mancha de color del estudio de Miró, que reproducimos, y que iba recorriendo y vistiendo todo de azul; lo hacíamos con imanes. Pero claro, tenías las primeras épocas de La Cubana, tenías a La Fura del Baus, había una riqueza, una vivacidad de la sociedad civil muy importante que fue la que hizo El planeta imaginari. Con Ivá montaste las entregas de Historias de la puta mili. Todo es lo mismo. En mi vida profesional hay dos facetas muy diferenciadas. En primer lugar, cuando hago teatro
por encargo y me dicen que voy a un teatro de primera división y que tengo que llenarlo. Ahí lo que busco es profesionalizarme al máximo, de ahí viene La extraña pareja, o también Amadeus, en el Tívoli. Es cuando todo lo que yo sé lo aplico de la mejor manera posible con más o menos suerte. Pero luego hay otra parte donde aprendo, donde me planteo problemas que no se resuelven de una forma convencional: el tiempo de Arrabal, por ejemplo, no tiene que ver con el tiempo convencional, el espacio, los personajes. También es el caso de Genet. O del cómic, que me interesa mucho. Antes de Ivá hago dos espectáculos con el lenguaje del cómic: Sex Light y Freaks. Y leo entonces una entrevista al Tricicle donde decían que lo más difícil en teatro era hacer reír (los que hacemos comedia tenemos la sensación de ser poco valorados, o mal valorados por los intelectuales que están enganchados a la tragedia y al drama). Hablo con Ramón, con Ivá, y se lo digo, y pongo una escena suya que, para mi sorpresa, se convierte en el momento más hilarante que he visto en el teatro y el más crítico a la vez: era la forma en que un soldado enseñaba a matar. Humor que también hay en Arrabal, otro tipo de humor más complejo y tenso. ¿Por qué no hacerlo?, me dije. Todavía no había nacido el fenómeno Makinavaja. Voy a Ramón y se lo planteo. No encontré ningún tipo de ayuda, hipotequé mi piso y pagué la producción. El día del estreno fue inolvidable, estrenamos en el teatro más grande que había en Catalunya, los amigos de Focus llevaron a invitados para que al menos hubiera alguien. Entonces empieza a venir gente y gente y se llena el teatro, hay problemas en la taquilla… Teníamos el teatro lleno, gente en los pasillos… Estuvimos cinco años con la obra, fue
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Entrevista a Ángel Alonso
un fenómeno. Ivá es una de las personas que mejor dialoga de todas de las que he tratado en la comedia, aunque no forma parte del grupo elitista de la cultura y está tratado como el apestado de turno. Pero los diálogos de Ivá están a la altura de los mejores. Es muy bueno. Tenía mucha lucidez para ver el lado borde de la realidad. Aparte de la amistad, tenía una mirada que no he conocido. Él y la de Arrabal. Las dos miradas más críticas y lúdicas sobre una realidad que todos vemos de forma alienada son la de Ivá y la de Arrabal. Y luego el éxito con La extraña pareja, cinco años en el Borràs, récord de público. Para mí la obra más transgresora que he montado ha sido esta. Aquí te lo perdonan todo menos un éxito con una comedia: al acertar comercialmente pasas de ser una especie de personaje de la contracultura a convertirte en un apestado. Me gusta el teatro popular, soy más de ese teatro que no de la línea de la élite, aunque cuando quiero aprender tengo que hacer trabajos de la élite. Arrabal, volviendo a él, es un aprendizaje, es una propuesta, una teatralidad, un reto importante… El cómic… Lenguajes que no son del acervo establecido, pero con los que aprendes. ¿Tiene esperanza en el teatro por venir? ¿En la creación? El momento socioprofesional que estamos viviendo me recuerda al de los sesenta, estamos en una fase de decadencia muy parecida a los pre-setenta. Hay que cambiar la piel, como se cambió en los setenta, cuando se acabó con aquella especie de establishment y nació la contracultura en teatro y cine. Todo eran alternativas a un modelo que estaba acabado. Claro, luego eso se ha codificado y treinta años después forma parte del star system. No hay vuelta
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Maria Rosa, de Àngel Guimerà (TNC, 2004) - Pilar Aymerich ©
atrás. Lo de ahora no es una cuestión de voluntad: no hay más remedio. Estoy viendo que hay gente con ganas, con talento. Mi generación fue cojonuda hasta que llegamos al poder, se acaba en el 85. Recuerdo que en las asambleas en las salas votamos que ellas nunca pertenecerían a ningún grupo que aceptara cobrar más entrada de lo que valía el cine. Pero aquellos individuos, cuando llegan las autonomías, acaban de directores generales, con un gran despacho, ¡y ni siquiera te reciben! Pasas de la oposición al poder. Entonces se acaba todo. De momento, y es una opinión personal, no parece apreciarse ese cambio. Hay un conformismo en las formas literarias, una evidente falta de riesgo. Mira: cuando estás moviéndote no te das cuenta de que te mueves. Nosotros no éramos conscientes de nada. Nos divertíamos. Imagínate una especie de comuna de trabajo: Mariscal, Nazario, Ocaña, Barceló, nosotros… Estábamos viviendo allí. Y los apuntes corrían. Nos juntábamos en la Rambla para pasárnoslo bien. Y sí que había una cosa: era muy grupal, colectivo. Ahora es todo muy individualista y desconfiado. Estoy seguro de que ahora hay un Boadella en teatro, un Arrabal escribiendo textos… en algún lugar.
Porque siempre ha sido así. Y dentro de cinco o diez años saldrá alguien, un escritor, lo que sea, habrá una generación que se codificará. Esta crisis general, la conciencia de crisis, se instala en los colectivos y en los individuos. Sí, entonces el teatro era bueno, pero ¿cuántos se quedaron en el camino? ¿Fueron los mejores los que salieron? Por regla natural en estos momentos se están creando las grandes plumas, los grandes directores, músicos que dentro de seis o siete años crearán corrientes, mucho más minoritarias (los ismos murieron con los media); pero saldrán unos movimientos interesantísimos. Entre mis objetivos, entonces, estaba no crear signo. Porque el signo es peligroso y se codifica. Claro, cuando eres Peter Brook, o Bob Wilson, que llevas el signo hasta las últimas consecuencias y no sólo te instalas en él sino que lo depuras arriesgando, es otra cosa; lo malo es cuando te instalas en el signo, la instalación en el signo es la muerte del signo. También es normal que cuando aciertes digas; «yo me instalo aquí», y que lleguen «extrañas parejas». Pero yo alternaba La extraña pareja con obras en las que perdí mucho dinero, de investigación pura. El estatus codificado da miedo. Y mis obras se parecen poco las unas a las otras. Son muy eclécticas todas.
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Einstein on the Beach
Javier Sáez de Ibarra. A contraluz. Una mirada oblicua a Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón
A CONTRALUZ Una mirada oblicua a Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón Javier Sáez de Ibarra
.Quienes sostienen la superstición de que el contenido de un texto literario se reduce a o identifica con la forma; que el decir es, en último término, sintaxis y, en consecuencia, un autor es su voz, deberán justificar cómo un mismo estilo puede presentar en una misma obra tesis significativamente contradictorias. El extraordinario libro de relatos de Eloy Tizón Técnicas de iluminación (Páginas de Espuma: Madrid, 2013) resulta, a mi modo de ver, el ejemplo perfecto. Si algo es reconocible en él con una primera lectura es la particularidad de su voz, su estilo personal, envolvente e hipnótico, que descubrimos en las primeras y casi prologantes primeras líneas y no nos deja hasta las últimas, después de haber ido recalando en diez relatos que se suceden como otras tantas detenciones en otras tantas ensenadas en las que respirar, sentir y meditar tranquilos (más o menos tranquilos, hasta que la emoción –emociones– nos estremece). En el libro se recoge la idea del fractal: un fenómeno de la naturaleza por el que una figura que se hace visible en un nivel, desde una línea ondulada a reverberaciones complejísimas, se repite en todos los demás niveles a los que podemos dirigir nuestra observación. De modo que esa línea ondulada se conforma por muchas otras pequeñas ondas, que a su vez son todas y cada una también formadas por otras menores, etc., y lo mismo con las incontables reverberaciones. El título de la obra de Tizón alude a técnicas que son cada uno de los cuentos, los cuales arrojan luz sobre concretas experiencias humanas. A su vez, cada uno está cuajado de metáforas y símiles que actúan como focos que, designando un objeto, nos lo revelan de nuevo («Sobre los raíles descendía la ducha eléctrica de los focos»; «los muertos caminaban por el cielo»; «pasó a mi lado rabiosamente, mirando a través de mí»; «éramos transparentes el uno para el otro, como maletas volcadas»). El libro de cuentos, ya de por sí plural, se unifica en una pretensión de revelar nuestra vida por la entidad
iluminadora de cada relato, luz levantada a su vez por otras luminarias menores y brillantes. Y es aquí indispensable recordar la poética que subyace a todo esto; frente a la idea del realismo de Stendhal, la narración como espejo que afronta toda la realidad (hasta la más desagradable), la del relato como luz –práctica que, por ejemplo, encontramos en Felisberto Hernández–, esto es, como condición de posibilidad misma de la visión de la realidad. El texto literario, en este planeamiento, no copia la cosa sino que accede a ella; no repite el modelo sino que crea uno. En una oportunidad, Eloy Tizón comparó su escritura con una sonda enviada a un planeta desconocido para registrar su superficie; sonda que avanza a tientas (vale decir a ciegas, y ahí una paradoja), pero que en ese tentar progresivo va dando a conocer a otros unos datos que descubren lo ignorado. No sólo la prodigalidad de metáforas y comparaciones nos habla en el texto; a lo largo de muchas páginas una voz narradora que parece desatarse por el deseo apenas contenido de una escritura automática construye el relato volcando impresiones, intuición, observaciones, sentencias, aforismos, sugerencias. De la primitiva fuerza del automatismo ha descargado –uno imagina– lo incorrecto, lo banal o lo falso, de manera que brilla acierto tras acierto una genialidad en estado de gracia, de inspiración y hondura, como si algunas cosas que nos importan y algunas formas de vida que llevamos se le hubieran revelado al oído y ahora él (hablo del autor) tuviera que entregárnoslas. Se dice en el cuento «El cielo en casa» (¿Correcto?): «Hablar es una forma de desesperación»; también el Zaratustra nietzscheano juzgaba su propia predicación como flaqueza, que sólo podía justificarse como piedad por quien podrá escucharla. Hablar es una forma de esperanza. Y de bondad. Este libro, yo, que conozco a Eloy Tizón pero no su vida, puedo pensar que es autobiográfico. No porque sepa traspo-
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ner un pasaje o una anécdota de los relatos a un acontecimiento de su vida, sino porque en el libro se muestra la agonía de la transición –inapelable– de una forma de existencia a otra, como luego examinaré. Y también, me parece a mí, porque la amplitud de los detalles de la vida cotidiana que nos brinda (cómo asistimos a una boda, cómo viajamos, cómo echamos de menos algo, qué soñamos, cómo encajamos un trastorno, cómo un dolor, cuándo pensamos en Dios); esos detalles que han nacido de una observación sólo posible por ojos muy sensibles nos descubren (a imagen de la sonda esa en el planeta ignoto) en qué ha estado ocupado Eloy Tizón durante un largo tiempo, a qué ha consagrado horas de su vida. Y el paso del tiempo, ¿no es ya expresión de una ética?, y la ética ¿no es en definitiva la más precisa definición de nuestra vida? La primera pieza de Técnicas de iluminación: «Fotosíntesis», que lleva como nota introductoria: «(acompañando a Robert Walser)», conecta con lo que a mí me parece lo más llamativo en el estreno de Tizón como autor de cuentos con su libro Velocidad de los jardines: su paradigmática e inolvidable plasmación de la vida adolescente-juvenil, que se registra allí en dos grandes relatos (entre ellos el del título del libro). Y conecta, creo, porque quizá Robert Walser es en importante medida un autor adolescente (aunque sin proponérselo, a diferencia del consabido ejemplo de Gombrowicz). El relato, más que una anécdota, registra el espíritu del autor austriaco. Pueden escogerse citas casi al azar: «Uno es inconformista, asiente ante la verdad, no le queda más remedio, por algo uno tiene como oficio ser medio escribiente medio charlatán de verbena». Y: «Uno se siente más cómodo y protegido en las afueras de la felicidad»; también: «Puesto que toda elección conlleva una renuncia (o muchas), es preferible no elegir, no rechazar». Y por último: «Es hora de pensar menos, por tanto, y de pasar a la acción», si bien «tanto afanarse de aquí para allá es en vano, tanto zarandearse no tiene ningún propósito, es un desperdicio completo de tiempo y de espacio. Mejor vivir tranquilo, con su moneda de plata en el bolsillo del chaleco». Son muestras de ese espíritu egoistón y estomagante de Walser que Tizón abraza con maestría en su relato, el cual concluye: «Sin embargo, en el instante de morir, con nuestro último aliento, todos comprendemos que sin sospecharlo nuestros pies han tejido un tapiz». Nuestros pies, no nosotros. El cuento inicial abre una perspectiva sobre la vida humana, enuncia una tesis que se prodiga en los argumentos de los que le siguen, y donde la dimensión del viaje o, a veces, de la traslación (que en Walser es un ir y venir juvenil, ligero, inconsecuente, trágico) se convierte en un camino de ida, unidireccional, más consciente quizá de qué se escapa que de adónde se dirige. Así «Merecía ser domingo» representa la radiografía medular de la huida de una familia hasta la expectativa de un
acontecimiento que no se concreta; «Ciudad dormitorio», la de una joven, testigo del trasladarse de muchos, que finalmente, en la tesitura de enfrentarse o escapar de un compromiso impuesto, y cuando la decisión y la presencia se vuelven incompatibles, opta por la desaparición; «La calidad del aire» es el modelo del cuento que recae también en lo que yo llamaría el «idealismo de la salida»: un hombre arroja a una alcantarilla su cartera y sus llaves, se des-identifica, y los pasos (esos del tapiz) lo conducen a la terraza de un bar, seguido ya milagrosamente por una mujer y en espera de muchedumbres de excluidos. Por último, el lugar de esa alternativa-fuga lo constituye nada menos que un lugar inexistente, en el relato «Volver a Oz». En definitiva, el vagabundeo del joven veloz de los jardines, vertiginoso de posibilidades, se vuelve paso circunspecto del demente de Herisau y, asimismo, escapada hacia el deseo que recala no se sabe hacia dónde o más allá del arcoíris. Y hago un alto aquí para mitigar mi aspereza. Así que manifiesto que todo cuanto se dice en estos cuentos es verdadero, y que sin esa verdad el mundo sería irrespirable, y la crisis nacida de la ambición, eterna, aunque mejoremos, coincido también en que quien mata al joven desgracia la mitad de su corazón. Además, estos relatos alcanzan una belleza que es imposible parafrasear, pues vive sólo en el placer de la lectura, y cala en la memoria, donde Eloy Tizón nos los ha dejado para siempre. Ahora bien, sucede que en el cuento «Manchas solares» se produce un vuelco. Creo. El personaje desesperado por el abandono de su amada que reflexiona: «Nada tiene explicación. Es todo muy confuso. Este universo es incomprensible, te lo digo yo»; y, seguidamente: «Crees que conoces a alguien, te parece que sí, estás bastante seguro, no del todo aunque sí lo suficiente, pero un día el espejismo se acaba»; dice también: «Lo que ella te pide es que la perdones. Ha venido a hacer las paces. Te lo dice arrepentida, con lágrimas en los ojos…», «La abrazas, qué más da, allá en medio de la escalera. El olor de Karina, su pelo, su olor subjuntivo y su sonrisa que empieza a escapársele por una esquina del labio. // De modo que tú la perdonas, claro está, qué otra cosa puedes hacer». Ya, eso, me parece a mí, ya esa experiencia, ahora, esa resolución, está del otro lado de la adolescencia, y de la juventud, de la que partimos. Ya no se trata de escapar del modo más virginal, burbujeante e idiota posible. El protagonista de este relato es antiwalseriano. Donde esta voz declaró: «La felicidad sobreviene y es una crisis, una catástrofe, un rayo que calcina un árbol, una enfermedad fulminante para la cual no hay antídoto. La felicidad es un lugar solitario. La felicidad y los rayos, mejor cuanto más lejos»; la del hombre que se deja reconciliar concluye en la actitud diametralmente contraria: «Pero entonces qué sentido tiene sufrir tanto y hacer sufrir a
Einstein on the Beach
Javier Sáez de Ibarra. A contraluz. Una mirada oblicua a Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón
los demás y no ser felices pudiendo serlo y todo eso. Tanta infelicidad, para qué. Son enigmas que no caben en la cabeza, de tan disparatados que son». Además, en un relato sólo unas páginas anterior, «Los horarios cambiados», las maletas de una pareja que son sus propias vidas de separarse y partir, reunirse y recomenzar, hacerse o deshacerse, esas maletas que comparecen ante sus dueños en un mismo salón, con ellos como testigos, no son ya útiles para el viaje, sino para la inmovilidad. Y el cuento concluye así: «Aunque nos queríamos, entre Tricia y yo se abría un espacio en blanco, un fulgor frío, escaso de deseo. En medio de la claridad salina de aquel témpano no había nada. Era el desierto desnudo. Sólo había una maleta. // Una maleta vacía. // Y nos quedamos muy quietos». En el relato walseriano, en cambio, leemos: «Ella me pidió que permaneciese a su lado, juntos para siempre, pero uno tuvo que marcharse, no le quedó más remedio. No fue fácil resistir la tentación, escapar sin hacer ruido al amanecer de la tibia madriguera llevando los zapatos en una mano y el remordimiento en la otra» [la cursiva es mía]. Y sigue así: «reclamado por la urgencia de sus vagabundeces y trotamundismos». Sí, realmente es todo muy confuso, este universo es incomprensible, crees que conoces a alguien, etcétera. La salida, entendida como evasión, está clausurada en la segunda parte del libro –llamémosla así, porque aquí casi cinco cuentos replican a los otros tanto iniciales–, no porque idealmente no exista ya (precisamente es en la idealidad donde la mayor de las veces busca su asiento), sino porque no comparece, no puede comparecer (salvo que uno salga a hurtadillas con los zapatos en la mano) cuando el peso del otro, incluso el vacío que media ante él, hasta volverse horroroso, adquiere toda la fuerza de la verdad. Ni tampoco cuando uno ama locamente (y la palabra es doble aquí) a otra persona, como en «El cielo en casa», o cuando uno cae rendido, casi de rodillas –aunque esa no sea la postura final–, asistiendo a la boda de una compañera, también alocadilla y franca, que ha decidido irse así «flotando hacia el futuro y la vida» para su dicha, lo que revela, de rebote, la propia inconsistencia; pues «También nosotros éramos –de repente nos dimos cuenta– los restos de una fiesta, ceniceros rebosantes de colillas apagadas, vasos a medio consumir, historias a medio acabar», etc., en «Alrededor de la boda». El otro, el amor –sobre todo el amor y su sombra: el desamor, como una y otra vez se nos recuerda en estos textos–, la soledad o la propia vida («Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde», dijo Gil de Biedma) son confusos, en efecto, son incognoscibles, también insoportables, obligan a elegir (y a rechazar, por tanto); sin embargo, no se resuelven con una salida, ni se atienden quedándose quieto con una moneda de oro en el chaleco (lo de la mone-
dita a buen recaudo daría para otro sarcasmo, en estos tiempos); quiero decir, no se disuelven de un plumazo, con la huida que les pone punto final, sino que es precisamente en el tiempo donde se tienen forzosamente que resolver, porque el tiempo mismo nos empuja y nos obliga a decidir, aun cuando rehusemos hacerlo. Y aún queda lo más grave. «Nautilus», el último cuento del libro, empieza: «Se encontraba participando en un congreso de científicos en las afueras de Estocolmo cuando una llamada arrancó a Almeyda del primer sueño para comunicarle que su hijo había muerto en Madrid». Tampoco, aquí, cabe una salida, ni siquiera de madrugada. La muerte puede ser una obsesión o una charlatanería de verbena para un adolescente, pero no para un adulto. Sólo un adulto (y no se trata de cronología), es mi opinión, sólo un adulto puede soportar ese peso; incluso, acaso, la madurez llega, de golpe, en el momento y por el momento en que se comprende –con el tuétano– la fragilidad esencial de la vida (Heidegger). La salida, el viaje, la unidireccionalidad que se proyectan casi temáticamente en medio libro, me parece a mí, ya digo, se quiebran en el otro medio. La velocidad imprimida en el principio (y que viene de antes) ha acabado por remansarse, por ralentizar su carrera, por detenerla, a causa de la necesidad misma de la biología humana, y del tiempo de la existencia, y detenerse para, por un rato, darse la posibilidad de calibrar, ponderar, ver, soportar lo recorrido. No es una teoría lo que emerge entonces: los personajes, por lo general, no asisten a un deslumbramiento revelador, a una epifanía (acaso los tres chicos de la boda); en este sentido, tan en la oscuridad se hallan a los diecisiete como a los cuarenta y cinco (los tres chicos se quedan tumbados, indolentes); la revelación es para el lector, quien ahora siente más que sabe la seriedad y la formidable complejidad de la vida. «La vida, sin adjetivo», como dice maravillosamente Eloy Tizón en una línea de este libro. Si es «autobiográfica» esta obra y, diría, si es también una biografía ofrendada a los dichosos lectores para consultar en ella nuestros destinos, a la luz de estos cuentos, se debe a que su literatura realiza el prodigio de mostrar esa tensión extrema y esa ruptura profunda de dos modos de existencia que, finalmente, se volverán incompatibles o, al menos, no coexistentes. La velocidad y la luz, la adolescencia y la madurez, los pies y los ojos. Luz, madurez, ojos no pueden renunciar a velocidad, juventud, pies (ya lo he dicho), han de provenir de ellos y, en este sentido, no los traicionan; pero sí van más allá de los espejismos. En mi opinión, esta obra de Eloy Tizón, uno de los libros más importantes –y no sólo de cuentos– de nuestros días merece ser mirado, contemplado incluso, con los ojos, y los pies, y la velocidad y el ansia de los jóvenes y la conciencia de la vida de que dispongamos cada uno en estos momentos.
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Hospital Cínico de Diego Prado: reseña de Rubén Castillo Gallego
Aleph sanitario Rubén Castillo Gallego Hospital Cínico
nEncontrar una buena historia no requiere desplazamientos en el espacio ni en el tiempo. A veces, basta pasear los ojos por aquello que nos rodea y ejercitarse en la profundidad de la mirada. De ahí que resulten tan chocantes esos fabuladores que se obstinan en ambientar sus historias en el siglo XIX o que sitúan a sus personajes por New York, Helsinki o Kinshasa, creyendo que si los dejan en Albacete y en 2013 su novela no va a funcionar o seducir. Chocantes y, desde luego, equivocados, porque las grandes creaciones del espíritu humano siempre se han producido cuando el genio mira a su alrededor, reflexiona, fantasea y construye sobre él su obra. Wallace Stevens lo dejó consignado en uno de sus aforismos: «La imaginación aplicada al mundo entero resulta insípida si se la compara con la imaginación aplicada a un detalle». Me parece que es rigurosamente cierto. Diego Prado, menorquín nacido en 1970 pero que reside en Hospitalet de Llobregat desde hace más de una década, acaba de publicar en el sello Sloper una novela que secunda ese principio rector. Se llama Hospital cínico y se impone a sí misma unas estrictas limitaciones temporales (un día) y espaciales (un centro sanitario), casi al modo en que los preceptistas aristotélicos se aferraban al canon de las tres unidades. La única ruptura que el autor se autoriza consiste en olvidarse de la unidad de acción (la siempre polémica y difusa unidad de acción) y multiplicar, como no podía ser de otro modo, los personajes e historias que esa gran colmena hospitalaria cobija. Para otorgarle mayor solidez y mayor cercanía a su narración, Diego Prado estipula que, desde dentro, uno de los protagonistas se convierta en espectador y escriba, en auditor y cronista, en ojo y mano. Una suerte de topo narrativo que sirve de conexión entre los personajes y los lectores. Se trata de un auxiliar de archivo que, lejos de sentirse satisfecho con la vida monótona que lleva a cuestas, arrastrando su carrito por los pasillos interminables del centro, se dedica a ir componiendo en sus ratos libres una novela. Para ello utiliza sus dotes de observación y elige con cuidado a aquellas personas del entorno que más adecuadamente podrán ser los actores
Diego Prado Sloper: Palma de Mallorca, 2013 214 págs.
de su obra: un anciano escritor de mediana fama, Gaspar Manaport, que se encuentra internado para tratarse de un cáncer y que erosiona sus pulmones con los últimos cigarrillos, que consume a escondidas en la terraza; el petulante doctor Fermín Cojosa, jefe de Cirugía Menor, que no acepta su mediocridad y que trata de camuflarla mediante la invención de una estrafalaria vacuna, de la que espera dinero y fama; Alejandro, el Sandrucas, un mendigo filósofo que perdió a su familia en un accidente y que vive obsesionado con la idea de donar su cuerpo a la ciencia; Luis, un simpático y algo desconcertante camillero que durante sus guardias nocturnas ve figuras extrañas (sobre todo, el espectro de una monja cubana que, al parecer, trabajó en el hospital y se dedicó a practicar la eutanasia con enfermos terminales); el padre Ivo, sacerdote de setenta y siete años que trabaja en el centro y que, atacado por tentaciones carnales de lo más insidiosas, solicita reiteradamente el traslado a una pequeña parroquia rural, donde no tenga que cruzarse con doctoras de pechos firmes y enfermeras con piercings tentadores; o, para no alargar la enumeración, la doctora Montserrat Castillejos, una hipocondríaca que, después de haber mantenido una relación sexual de lo más turbadora con un camionero, está atravesando una etapa personal muy delicada. Establecido ese elenco de la obra, introduzcan en escena a la ministra de Sanidad (que acude al centro para ser sometida a una pequeña intervención quirúrgica) y añadan un apagón generalizado en Barcelona, que deja sin luz el hospital durante bastante tiempo. Y no, no teman: no les he contado absolutamente nada de la novela, que es ingeniosa, hábil, lírica y brusca según las páginas, firme y coherente. Diego Prado demuestra buen pulso para personajes y acciones, que sostiene con vigor. Y Sloper, timoneada por Román Piña Valls, se marca otro tanto de calidad con la publicación. Ténganla en cuenta.
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Agua dura de Sergi Bellver: reseña de Marina P. de Cabo
El ambigú
Flores terribles Marina P. de Cabo Agua dura Sergi Bellver Ediciones del Viento: La Coruña, 2013 124 págs.
nEn la dificultad de vivir,
en los límites de la civilización, en la tierra árida y estéril, en el boquear del hombre sumido en la devastación con la que la sucesión de minutos oxida el mundo: en tal terreno impracticable, los dedos de Sergi Bellver (Barcelona, 1971) escarban y encuentran la belleza con la que se construye Agua dura, su primer libro publicado. Asentados en el realismo sucio y rindiendo cierto homenaje a la narrativa gótica y al onirismo, las historias y los personajes de Bellver se sitúan en periferias geográficas y anímicas; en ellas, los vivos acaban por confundirse con los muertos, lo cotidiano con lo sobrenatural, la materia orgánica con la carne en descomposición. En los doce relatos que conforman el volumen, la belleza que hallo surge del hielo que lo extermina todo, de la miseria de unas manos frías, de la soledad abismal de no ser más que individuo, del crepúsculo que anuncia el fin, de la insondable disgregación de la muerte. Se trata de narraciones destinadas a tipos duros que mantienen intacta la pureza de corazón. Tres referencias literarias acuden de manera inevitable a la mente: Cormac McCarthy, Joseph Conrad, Mircea Cărtărescu. Sus personajes están marcados a fuego por el desarraigo, la aridez, el silencio, la omisión, el desamparo. En su piel y en su mirada se detectan las marcas del pasado: heridas que no acaban de cicatrizar. En la tentativa por desasirse de sus raíces, acaban por enredarse en ellas, por convertirse en rehenes de un pretérito espectral que alcanza a contaminar el presente. Todo hombre está solo, todo hogar es páramo, parece notificarnos cada una de las palabras del autor. La ignición del sol en el desierto y la gelidez del Círculo Polar: ambos abrasan. Y los dos se encuentran contenidos, en
discordancia perpetua, en cada individuo, en el interior del cual también lidian el instinto animal y la esencia sacra, la bestia y el dios. Agua dura se ordena en tres partes. Si la contemplación casi mística de ese yermo referenciado caracteriza dos de ellas, los cuentos que componen la restante suponen una ruptura respecto al tempo y al ambiente. En ellos, la voz narrativa adquiere un registro que recuerda al lenguaje denotativo del periodismo, mediante el que engasta realidad y ficción en una suerte de crónicas apócrifas que en ocasiones presentan rasgos humorísticos. Contemplan la excepción, el acontecimiento. El lector recuerda a Orson Welles retransmitiendo por radio una invasión alienígena. El ritmo adquiere mayor agilidad y ligereza, y el estilo se despoja de la densidad enrarecida que representa al resto de relatos. No se abandona la crudeza, pero ya no se huye de la civilización, sino que se da una inmersión en lo urbano, creando un espejismo de búsqueda recíproca, de evasión del solipsismo. Las imágenes y situaciones son igualmente hermosas y conservan la evocación, cierta extrañeza, el desvío: la posibilidad de la literatura. Las ficciones de Bellver se desarrollan en muy diversos emplazamientos: Islandia, Rusia, Brasil, Gran Bretaña, Holanda. El paisaje, lejos de constituirse en mero decorado, es reflejo del alma y la psicología de los personajes, y se convierte así en uno de los puntales de su escritura. Sergi Bellver ejerce de editor, periodista cultural y profesor de narrativa. Ha colaborado en el suplemento Cultura/s de La Vanguardia y en las revistas Qué Leer, Tiempo y Quimera, entre otras. Como escritor, ha participado en diversas antologías de relatos, es autor de guiones para cortometrajes, y sus cuentos y poemas han sido publicados en diferentes revistas. Es uno de los generadores de Nuevo Drama, movimiento que reniega del artificio superficial y defiende el regreso a la literatura como vínculo directo entre palabra y experiencia vital. A esta corriente se adscribe manifiestamente su libro.
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Fisuras en el aire de Araceli Esteves: reseña de Gemma Pellicer
Vidas extrañas Gemma Pellicer
Fisuras en el aire Araceli Esteves Eugenio Cano editor: Madrid, 2013 144 págs.
nCon este primer libro,
Araceli Esteves irrumpe en el mundo del microrrelato, aunque no somos pocos los que frecuentamos su blog, El pasado que me espera, dedicado íntegramente al género. En el prólogo, Flavia Company nos advierte que «trabaja con gran acierto un humor particular, de carácter sintético; una fantástica capacidad de observación y una no menos fantástica capacidad de fabulación»; atributos necesarios –sobre todo, los dos últimos– en cualquier narrador que se precie, habida cuenta de que el cultivo del micro no debe limitarse, como a veces ocurre en los concursos, a ofrecer una exhibición de ingenio y humor. Aun cuando sea frecuente encontrar en estas piezas la comicidad y el absurdo propio de ciertas situaciones cotidianas, tampoco resulta extraño ver cómo emerge en ellas lo sorprendente, en un vuelco inesperado de la realidad, si bien la autora introduce sus fisuras con un temple y una sorna que harán disfrutar al lector. No en balde, posee una rara habilidad para alternar en sus piezas lo real y lo fantástico como si habitaran un territorio común, sin posibilidad alguna de disociarlos. El título, asimismo, da cuenta de la naturaleza de su contenido: un conjunto de microrrelatos acerca de los más diversos temas, entre los que destacan las relaciones de pareja, el trabajo, la madre, el paso y el peso del tiempo y, en general, el sinsentido de la vida; sujetos a una variedad de tonos y tratamientos. Así, aparecen escritos ya en primera persona ya en tercera, con un sesgo irónico, trágico o dramático; lo que redunda en la capacidad proteica del género, de naturaleza profundamente versátil, cualidad que los críticos no han dejado de señalar. La extensión media de los textos suele abarcar una página, aunque sobresalgan los de mayor concisión y desnudez, con un punto de laconismo; en mi opinión, los textos más logrados, ya que cuanto más concisa se muestra la autora
en su escritura, más agudas y afiladas se tornan sus tramas. Así pues, destacan piezas como «El pasado que me espera», «Motín», o «Nuestra casa», donde se describe, a partir de la sucesión de una serie de oraciones negativas, lo que para la narradora todavía constituye su hogar, aun cuando su experiencia se empeñe en demostrarle justo lo contrario. En otro texto, «Amantis», se alude de forma simultánea, en feliz correspondencia, a la figura del hombre menguante y a la descripción sutil de un orgasmo femenino. Y en «Amor fugaz», de corte irónico, la pasión que nace con el sol y se pone de improviso con las primeras sombras del atardecer. Mientras que en «El terrible drama de Rodrigo», uno de los más disparatados del conjunto, nos relata la biografía cruel de un amnésico, del que afirma al final: «Cuando llegaron los niños del colegio, rompió a llorar. Él, que ni siquiera tenía ojos» (pág. 56). Junto a los microrrelatos citados, de tono sucinto y elíptico, despuntan también otros de mayor desarrollo narrativo: «Náufrago con suerte», «La nueva casa», «Fisura», «Pequeñas miserias» o «Viaje interestelar», por ejemplo. De igual modo, la autora homenajea a clásicos de la narrativa brevísima como Max Aub y sus crímenes ejemplares, o Chuang Tzu, con su pieza maestra protagonizada por una mariposa, a partir de la elaboración de variaciones de estos mismos motivos. Hacia el final del libro se intuye el inicio de una senda hipnótica y poderosa en estos relatos, cobrando la elipsis, el ingenio y el laconismo un papel creciente, y dotando a sus creaciones de un halo de misterio. En definitiva, los micros de Araceli Esteves combinan la utopía y el humor, así como la crítica social y el absurdo, en un acercamiento a la realidad, a través de la concisión, que no puede dejar indiferente al lector interesado.
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El consejero de Cormac McCarthy: reseña de Miguel Alcázar
El ambigú
Malos consejeros Miguel Alcázar El consejero Cormac McCarthy (Traductor: Luis Murillo Fort) Mondadori: Barcelona, 2013 133 págs.
nMenuda se ha montado. Cormac McCarthy (autor ganador de los premios más prestigiosos de Estados Unidos –suyos son el Pulitzer, el National Book Award y el PEN/Faulkner–, novelista distinguido por Harold Bloom como uno de los mejores de su generación y recurrente candidato al Nobel de Literatura) ha escrito un guion cinematográfico que, si atendemos a los críticos literarios de medio mundo, resulta ser basura. Las especulaciones sobre la razón de tan mal texto por parte de un autor tan ejemplar, propagadas en papel y en digital estos últimos meses, varían: desde las que insinúan una acuciada ansia monetaria en el ya octogenario autor hasta las que achacan tal error en su producción a un supuesto analfabetismo cinematográfico y, si bien no es asunto mío debatir todos estos juicios de valor, sí es cierto que al escribir mi primera reseña para esta revista me asaltan ciertas dudas: ¿de verdad es tan mala la última obra de este portentoso escritor, tan alabado en las últimas décadas dentro y fuera de su país? ¿Realmente merece tal escarnio consensuado? ¿Es ésta, tal y como se afirma, una pieza tan dispar dentro de una producción literaria que cualquier escritor actual querría ver rubricada con su nombre y apellidos? El consejero es una tragedia griega adaptada a nuestro tiempo: las páginas que tienen lugar antes de la aparición de los créditos cumplen la misma función situacional que un prólogo en el teatro clásico; las largas conversaciones del consejero con otros personajes; la de los episodios dramáticos (repletos de agones o manifestaciones de las ideas morales del héroe trágico a través de la dialéctica); y el final –predeterminado, que no cliché– es equivalente al éxodo en el que el protagonista se percata del error de su hybris, sufre el pathos y es castigado por los dioses (esa Malkina, digna sucesora del guerrero Marte y deudora de otros hipnóticos y malévolos personajes –el juez Holden, Anton
Chigurh– de su creador). Este aprovechamiento del clásico descenso a los infiernos no es nuevo en la obra de McCarthy, pues ya sentó los cimientos de la sobresaliente No es país para viejos, novela con la que El consejero guarda numerosas similitudes tanto argumentales (básicamente nos encontramos ante la misma historia moralista de punible ambición desmedida) como formales (la importancia del perspectivismo, la simultaneidad de distintas líneas narrativas o la cinematográfica cualidad de sus pasajes descriptivos). De hecho, la que posteriormente fuera adaptada a la gran pantalla por los hermanos Coen (con mucha mejor fortuna, todo hay que decirlo, que la escogida por un cada vez más prosaico Ridley Scott) no es la única obra cuyos rasgos compartidos demuestran que El consejero es puro McCarthy, ya que en este guion cinematográfico están presentes la simbólica y surrealista violencia de Hijo de Dios, la estructura fragmentaria de Suttree, el tono ominoso y bíblico de Meridiano de sangre, el trágico romanticismo de la trilogía de la frontera, la desesperanzada visión del ser humano contemporáneo de La carretera y los maravillosos diálogos de la teatral El Sunset Limited (con sus correspondientes monólogos entre nihilistas y ultracristianos, tan salpicados de frases poéticamente lapidarias). Se podría esgrimir que tantas semejanzas convierten El consejero en una obra menor dentro del corpus mccarthiano debido a su falta de innovación imaginativa, aunque estos parecidos también evidencian que éste es un texto cuyas bondades requieren nuestra más seria atención por retomarse en él temas, situaciones, personajes y recursos estilísticos de algunas de las mejores novelas norteamericanas de los últimos treinta años. Por ello, uno no puede más que sumarse a las pocas voces críticas que han salido a la defensa de este guion cinematográfico (pienso en Robert Saladrigas desde Cultura/s o José María Guelbenzu desde Babelia) e invitar al amante de la literatura del escritor de Rhode Island a que se zambulla de nuevo en un oscuro cuento de hadas de estremecedora moraleja y propósito descarnadamente crítico para con nuestras lacras éticas contemporáneas. Si al finalizar su lectura se descubre a sí mismo habiendo disfrutado de este trágico y catártico relato, se reafirmará en lo importante de no prestar una atención desmedida a determinados críticos literarios, tan dispuestos siempre a ejercer de fastidiosos y nocivos consejeros culturales.
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Habitaciones exiguas de James Purdy: reseña de Beatriz García Guirado
¿Quién es James Purdy? Beatriz García Guirado nCuando la verdad nos desagrada tendemos a ignorarla, pretendiendo que a fuerza de no hablar de ella acabe disipándose. Pero la «verdad» nos sigue como nuestra sombra y sólo una sociedad infantil tiene la vana ilusión de que, como le ocurrió a Peter Pan, un día pueda perderla. James Purdy es esa sombra. Seguramente su nombre les suene vagamente, aunque fue elogiado por escritores de la talla de Jonathan Franzen, Gore Vidal o Paul Bowles como uno de los grandes autores de ficción norteamericanos, cuya obra revela tan crudamente la esencia del ser humano y las contradicciones de la sociedad estadounidense que pasó de ser difícil de ignorar a ser ignorada por completo. Y, para deleite de sus lectores, este autor «inmoral» según sus detractores, nunca cambió una coma para evitar su descrédito. ¿Cuál fue su pecado? Escribir sobre hombres que aman a otros hombres y que se niegan ese amor. Si bien Purdy empleó la homosexualidad no para hacer apología de ésta, sino como metáfora de la incapacidad del ser humano para asumir sus propios sentimientos y sobrellevar el vacío. A menudo es una homosexualidad latente, que se entrevé solo en la forma en que los personajes se niegan, siendo Habitaciones exiguas (Narrow Rooms, 1976) su novela más explícitamente homoerótica, como si todos los protagonistas de sus obras fueran el mismo y hubieran emprendido un viaje desde la negación a la aceptación declarada de su condición, no así de sus emociones. Los arquetipos se repiten obsesivamente; son muchachos inocentes corrompidos por una sociedad caótica, escritores fracasados, mujeres añosas de una belleza caduca, insertos todos en ciudades y pueblos alienantes que ya encontramos en sus primeras obras –63: Dream Paradise (1953) y Malcolm (1959) – y, de forma hiperbólica, en Habitaciones exiguas. Imaginen un pueblo de montaña en algún lugar de Virginia, como un decorado de cartón piedra donde unos personajes brumosos se buscan desesperadamente en el otro, a través del dolor, como si dominando y dañando pretendieran despertar una identidad dormida. La auto-negación y la consecuente disociación entre lo que sentimos y cómo obramos son las paredes maestras en las que se sustenta una de las obras más emocionalmente incómodas y arriesgadas de la literatura norteamericana de la postguerra de Vietnam. En ella Purdy presenta a Sidney
Habitaciones exiguas James Purdy (Traductor: Marcelo Coen) Piel de Zapa: Vilassar de Dalt (Barcelona), 2013 181 págs.
Deslakes, un hombre que acaba de salir de prisión tras cumplir condena por el asesinato de su amante y, de vuelta a su hogar, debe enfrentarse a la verdad a través de la tormentosa relación con Roy Sturtevant, «el lardero», cuyo odio hacia Deslakes es tan grande como su pasión. Y aquí es donde empiezan las contradicciones de una novela compleja aun en su aparente simplicidad, donde los sentimientos se ocultan bajo una piel bañada en saliva y desgarros, con escenas de una sexualidad violenta, que es la única forma que tienen los protagonistas de reconciliarse con ellos mismos. No obstante la subjetividad profunda de la narración, que nos obliga a dolernos con ellos, poco o nada sabemos de sus cuerpos, de sus rostros. A veces los conocemos solo por sus sobrenombres: Sidney es «la estrella del futbol» y Roy es «el lardero» o «el afilador de tijeras», mientras que el resto de personajes insisten en que se guarde silencio. Contrariamente a otros autores que describieron sin ambages la crisis de la sociedad norteamericana (como Raymond Carver), para Purdy el realismo es una pátina bajo la que subyace un «imposible». La literatura, dice el autor, jamás logrará reflejar toda la realidad. Y sin embargo, hay grietas en las paredes de estas habitaciones desnudas. Mediante un trabajo de diálogos soberbio y un lirismo refinado, que muestra la destreza de James Purdy como dramaturgo y poeta, consigue combinar el hablar hosco de los personajes con un estilo florido, incluso shakespeariano, que convierte la novela en una ópera en prosa, en un aria, como subraya uno de sus personajes. Esta teatralidad, unida a un humor negro que denota la influencia de autores como Hawthorne y Melville, le hizo granjearse su fama como escritor satírico –The Nephew (1961) y The Cabot Wright Begins (1965) son los máximos exponentes–, pero el clamor fue breve. Tal vez quien mejor defina la esencia de James Purdy sea Gore Vidal, cuando dice que «estilo» es saber quién eres, qué quieres decir y que lo demás te importe un bledo.
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Espíritu festivo de Robertson Davies: reseña de David Aliaga
El ambigú
El guionista de los Monty Python que no fue David Aliaga
Espíritu festivo Robertson Davies (Traductora: Concha Cardeñoso) Libros del Asteroide: Barcelona, 2013 312 págs.
nSi esto no fuese una página de Quimera y yo no fuese un joven con ínfulas de crítico sesudo y respetable diría que los cuentos de fantasmas de Robertson Davies son cachondísimos, al estilo del partido de fútbol entre filósofos griegos y alemanes que rodaron los Monty Python. Pero esta reseña se encuentra al abrigo del logotipo de Quimera y yo llevo algunos meses dejándome crecer la barba para mesármela en público gesto de profundísima reflexión, así que será más apropiado comenzar sentenciando que las narraciones que integran Espíritu festivo constituyen una jocosa y tierna actualización encomiástica de la literatura de terror del siglo XIX. El autor canadiense reúne en este volumen dieciocho historias escritas a partir de 1963 que narró de viva voz en las fiestas navideñas que se organizaban entre el profesorado de la Universidad de Toronto, recuperando la costumbre británica según la cual los padres explican fantasmagorías a sus hijos junto a la lumbre. Cabe la precaución de leerlos, tal como lo manifiesta Davies en el prólogo, como un homenaje a la tradición popular tanto como a los narradores que encumbraron el género y sin olvidar que no fueron concebidos para ser editados sino como disfrute para el personal del Massey College. En el silencio nocturno de los corredores y despachos en los que se aparecen antiguos alumnos y profesores, resuenan ecos de Le Fanu, Dickens..., y de Oscar Wilde, aunque no lo cite. Sin embargo, aunque su sustrato se halle en la literatura de hace dos siglos, Davies es un autor anclado en el XX. Sentí la tentación de comenzar esta reseña afirmando que los cuentos de Davies se habían escrito antes de que él naciese. Ya me entienden. Pero lo cierto es que hubiese sido una metáfora imprecisa, porque si bien el libro está sembrado de guiños al XIX y toma prestados sus tópicos, su prosa se fundamenta en una sintaxis que suena contemporánea y en un empleo austero y preciso de los términos, renegando del engolamiento salvo cuando desea prender
una vara de incienso para que la habitación adquiera aroma dickensiano. Además de que traslada el imaginario fantasmal del terror al humor (aunque eso también lo encontramos en El fantasma de Canterville, por ejemplo. ¡Cómo no menciona a Wilde en el prólogo!). Y es que, aunque los relatos comiencen con la justificación del pudoroso escritor racionalista que va a describir hechos sobrenaturales, o mendigando la fe del lector, lo hacen con sorna. Pese a situar a sus espíritus en escenarios propios del horror decimonónico, el contexto sirve como elemento paródico que acentúa el sentido del humor fino y socarrón que exhibe el canadiense, mofándose de sí mismo, de críticos y escritores, de catedráticos…, hecho que cobra mayor fuerza si el lector lleva a cabo el ejercicio de situarse como uno más de los oyentes –escritores, críticos, catedráticos– que escucharon a Davies interpretarlos. De lo contrario, la experiencia se verá perjudicada por los constantes guiños al auditorio original. El motivo festivo que da origen al título del recopilatorio se evidencia en el lugar preponderante que el humor ocupa en ellos. Son textos escritos para divertir. Así encontramos al maternal espíritu de la reina Victoria, a un doctorando que se suicidó después de que le suspendiesen su tesis y que desde entonces ha redactado investigaciones en todos los campos del saber, a un Satanás deprimido porque su padre no lo ha invitado jamás a volver a casa por Navidad…, en cada caso interactuando con una voz narrativa que fundamenta su verosimilitud en su deje de espontaneidad y en la complicidad de los oyentes predispuestos a dejarse embaucar por su tono de cuentacuentos. Con todo, sería demasiado osado juzgar que Davies no tenía otra pretensión que la de ofrecer a sus colegas la oportunidad de prorrumpir en unas cuantas carcajadas. En piezas como «La reina se divierte», «El gato que fue a Trinity» o «Cuando Satán vuelva a casa por Navidad», además de dar pinceladas ácidas a un retrato fugaz de los entornos universitario y literario, evidencia un profundo conocimiento de la tradición y el siglo que homenajea. Espíritu festivo es una delicatessen para los lectores que hemos crecido entre las páginas de los autores británicos del XIX, tan aficionados a lo esotérico (o riéndonos con The Monty Python’s Flying Circus).
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Cine XXI. Directores y direcciones de Hilario J. Rodríguez y Carlos Tejeda: reseña de Iván Humanes
El cine y sus derivas Iván Humanes Cine XXI. Directores y direcciones Hilario J. Rodríguez y Carlos Tejeda (coordinadores) Cátedra: Madrid, 2013 624 págs.
nA partir de la premisa
de incluir a directores vivos y en activo y a directores fallecidos (después del 1 de enero de 2000) o inactivos (siempre que sus obras todavía tuvieran relevancia), los coordinadores Hilario J. Rodríguez y Carlos Tejeda reúnen en este diccionario más de ochocientas voces. El lector se prestaría a equívoco si creyera que es un ejercicio objetivo o informativo sobre la carrera de los directores contenidos. Cine XXI es una obra reflexiva escrita por treinta y tres autores que no tienen necesariamente vinculación académica. Ello es, precisamente, el punto fuerte del diccionario; de esta forma se genera una obra apartada de una estética concreta o del pensamiento único, capaz de ser leída linealmente sin la necesidad de ser utilizada exclusivamente como fuente de consulta. Es en las reflexiones de los participantes donde se establece el interés del lector, alejadas de la falta de nervio de las definiciones objetivas y estableciendo esa complicidad con el lector que es tan complicada de conseguir en obras de esta envergadura. Así podemos leer en la entrada de Spielberg, realizada por Fernando R. Genovés: «Ahora bien, los films de Spielberg podrán ser tachados de tiernos y candorosos, de almibarados y barbilampiños, pero jamás de ingenuos e inocentes. Spielberg es un avispado profesional con voluntad de atrapar a incautos en su red fílmica, fina y hábilmente tejida. Representa el epítome del cine manipulador de sentimientos y propulsor de mensajes muy explícitos». O en la entrada de Wes Craven, escrita por Joaquín Vallet Rodrigo: «Craven siempre ha mostrado una despreocupación técnica (cuando no, directamente, una desidia) más propia de un amateur que de un profesional. De igual manera, la simpleza de sus argumentos y el enfoque de los mismos han respondido siempre a las líneas de un discreto
aficionado al que le puede más su interés por los momentos de impacto que por construir una estructura sólida y coherente». Ese ejercicio evaluativo es el gran pilar del libro: no establecer un mecanismo canónico o academicista, sino abrir la lectura a cualquier espectador y hacerlo desde el disfrute de la reflexión, sin tampoco limitar la compilación a directores de largometrajes, abriéndola a directores de cortos, documentalistas o videoartistas. Además de los directores obvios y conocidos, en Cine XXI se incluyen directores poco conocidos como Abderrahmane Sissako, Idrissa Ouedraogo, Adam Curtis, Mia Hansen-Love, Lisandro Alonso, Lucrecia Martel, Albertina Carri, Juan Luis Ruiz o Andrés Duque, por citar algunos, sin que se estudie toda la filmografía de los que se incluyen, sino aquellas películas más significativas, dando referencia del resto. Para tener un enfoque total de cada uno de los directores contenidos, las voces en el libro se complementan con una selección bibliográfica y de consulta con la referencia de páginas web que rematan la información. Suponemos que esta obra tendrá su continuación en el futuro, que en nuevas ediciones se incorporarán nuevas voces y se evaluarán, incluso, algunas de las que aparecen. Un índice con cada uno de los directores contenidos también puede ser una mejora para una obra que tiene visos de constituir un libro permanente y de referencia. En suma, una recopilación imprescindible en la que la calidad de los participantes y las opiniones vertidas seguro que estimulará el debate del canon cinematográfico y ampliarán las miras y visionados de los lectores que se acerquen al diccionario de manera abierta. Y esa es la valía de esta obra: posicionar el cine en este siglo y discutir (disfrutar también) su deriva.
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Caza con hurones de Esther Ramón: reseña de Raúl Quinto
El ambigú
(De)construcción del ojo Raúl Quinto Caza con hurones Esther Ramón Icaria: Barcelona, 2013 80 págs.
nAl
abrir el último libro de Esther Ramón (Madrid, 1970) nos encontramos la siguiente cita de Marosa di Giorgio: «Corrían los conejos del alba; e iban en fila. / Todos eran blancos». Un instante detenido, cazado, dotado de unos límites y un sentido por la mirada, y que deja de ser tiempo y naturaleza para convertirse en estética. La mirada reduce lo que ve a los valores y coordenadas de su entendimiento, la mirada estética transforma la naturaleza en arte, en artificio: la línea de conejos blancos contrasta con la luz del alba, esta estampa es un cuadro. Podríamos decir que la mirada estética tiene sus servidumbres y que humaniza lo que ve en los límites admitidos por la belleza y el arte, y que esa es otra forma de dominio sobre la naturaleza. Caza con hurones discute sobre esto. Los poemas son construcciones del ojo: el color, las sombras y el movimiento natural se coagulan en la retina y se plasman en formas de belleza posibles, y reconocibles. El ojo busca la belleza pero es el mismo ojo el que crea la belleza. Esa es la caza y Esther Ramón se interroga sobre ello: «Los rastros están dentro del ojo, / en los nervios del color / plantamos trampas» (pág.17). A través de esa paradoja y siendo consciente de ella, los poemas pretenden mirar los ciclos y rituales de la naturaleza y de la animalidad para re-descubrir una relación más íntima y antigua del hombre con aquello a lo que una vez perteneció y que parece haber sido desterrado por la civilización. Hay en esto si no una conciencia ecológica sí al menos un intento de re-conocer lo ancestral y de reconstruir los nexos rotos. Se pretende escribir sobre eso, y para ello hace falta no tanto otro idioma como otro enfoque, una mezcla de humildad, veneración y crueldad: «deberías inclinarte / para es-
cribir» (pág.13) dice. De esta forma se reconoce que somos lo que vemos, por mucho velo estético que parezca alejarnos, o precisamente a través de él; el cazador y su presa participan del mismo juego, son lo mismo, como se aprecia de manera más obvia en los poemas de las páginas 22, 39, 53 ó 70. Y esto nos puede servir para hablar de poesía o también de nuestro propio papel en el mundo. Si somos lo que vemos y esa mirada está limitada por la alambrada de la Historia (o del arte) habrá que romper dicho límite. Habrá que subvertir aquello que el ojo, el uso o la costumbre determina: el arte, pero sobre todo la vida (no es de extrañar entonces algunas referencias veladas a las vanguardias históricas o al propio Marcel Duchamp). Ese afán de búsqueda de otra mirada conformaría otra caza dentro de la caza, sobre todo a partir de la segunda parte del libro. Se busca acabar contactando con lo que siempre hemos sido y que hoy tanto nos cuesta asumir: una parte más, tan valiosa y tan ínfima, del largo ciclo de muerte, vida y crueldad de la naturaleza; de esa belleza que va incluso más allá del propio concepto de belleza con el que contaminamos lo que miramos. Una evolución hacia el origen solicitan estos poemas, para acabar «descreando» (pág. 69) y esa es la caza a la que Esther Ramón quiere sumarnos. Lo propone, aunque eso no quiere decir que regresemos de la cacería con otra mirada, pues los poemas siguen, las más de las veces, atravesados por esa mirada estética de la que parece querer despojarse. Puede ser. Pero la caza está ahí, y todo el libro está recorrido por un aire común: la perplejidad ante el conocimiento de un secreto compartido entre la tierra y tú mismo. Probablemente se trate sólo de eso.
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Pobreza de Víktor Gómez: reseña de Agustín Calvo Galán
Compromiso y creatividad Agustín Calvo Galán Pobreza nSe va imponiendo, lentamente, una renovación no sólo estética sino también ética en el panorama poético nacional. Una parte de dicha renovación viene desde abajo, desde una poesía honesta y de base, en contraposición a una poesía encumbrada y esclerotizada, que basa su pervivencia en el nepotismo institucionalizado. El poeta Víktor Gómez, conocido por su activismo divulgador, nos propone en su libro Pobreza, recientemente aparecido, una regeneración creativa muy estimulante. Las dos secciones que componen el libro tienen títulos nominativos, o mejor dicho, una parte, la primera y más extensa, no tiene nombre («Aún sin nombre» es su título) y la otra lleva el nombre de una persona: «Jana». «Aún sin nombre» es la posibilidad, sin definiciones; es el largo recorrido existencial que ha llevado al poeta hasta el despojamiento de todo convencionalismo literario y, también, hasta la creación de un discurso poético de raíz social, adoptando la estrategia del esfuerzo y la reflexión, que convierte Pobreza, frente al pensamiento único impuesto actualmente, en una propuesta diferente para decir y transformar la realidad. Así, el poeta puede preguntarse «¿Qué pobreza es esta que ni sabe afuera de la página qué nombre tiene lo posible?» (pág. 15), donde «afuera de la página» ha sido legiblemente tachado. La segunda parte, «Jana», se escribe en un momento determinado: de madrugada en madrugada, y comienza con un «Ahora» que nos lleva a un presente en la plenitud del amor que es, a su vez, la única eternidad posible, así como a la asunción del error como una forma de acción, descrita de una forma muy gráfica en el verso «he cerrado los ojos y secriob a tnientas» (pág. 105). Pero el verdadero interrogante que plantea una escritura en libertad, sin nombre aún, sin el dress code que los necios aconsejan para entrar en poesía, se plantea en este libro como búsqueda capaz de superar una realidad social y cultural cada vez más alienante. Asimismo, Pobreza no sólo cuestiona los convencionalismos de la comunicación –o, tal vez, de la incomunicación–, sino que pugna también por reorientar las prioridades vitales y culturas del propio poeta hacia un renacido compromiso humanista; y, como no podía ser de otra manera, manifiesta la necesidad de rescatar, desde la creatividad, las palabras alguna vez dichas con buenas intenciones pero que, a menudo, han sido desvalorizadas con estereotipos ingenuos o evidentes.
Víktor Gómez Calambur: Madrid, 2013 134 págs.
Por tanto, Pobreza es un libro para la rebelión personal y colectiva, pues Víktor Gómez asalta las palabras en la placidez de su significado y las enfrenta a la paz violenta del lenguaje monocorde del mercantilismo; entre otras cosas, gracias a la intensidad lírica de su discurso hiriente y bello, «si no sangra / el poema / se pudre» (pág. 14), que busca lectores comprometidos, capaces de adentrarse en las debilidades autodestructivas de un sistema imperante que se sirve del lenguaje y la simbología para que todo lo feo y desagradable se pueda maquillar impunemente, pues se ha conseguido convertir a la estética en la definición de la ética. Es así como este libro explora y propone la posibilidad de reconvertir la ética en la mejor estética admisible; desenmascarando, por añadidura, las contradicciones ideológicas impuestas por una poesía acomodada en el desprestigio de los premios y la indiferencia social. Por otro lado, los poemas de Pobreza están escritos desde la dificultad, desde la construcción de contrarios y negaciones, en los que las dobleces de la realidad se cuelan como cuñas, no entre paréntesis o entre comas, sino directamente en el interior de las frases, haciendo que cohabiten palabras de campos semánticos diferentes para crear nuevas e inesperadas relaciones, nexos sorprendentes e ideas aún desconocidas, aún sin nombre. Además, ahondando en una experimentación que le conecta con autores de culto como Juan Eduardo Cirlot, el poeta explora una sintaxis llevada al límite, al filo de lo comprensible, usando fórmulas innovadoras y apelando siempre a la inteligencia del lector, pues es consciente de que la aprehensión de la densidad de significados que propone va unida, de manera inextricable, a las aportaciones de cada lectura. Al fin, Víktor Gómez crea su poesía desde el cuestionamiento de la obra individual y desde la apropiación de las palabras de otros autores; de esta manera las citas se van intercalando en el transcurso del libro y no es hasta el final del mismo cuando se nos dan las oportunas referencias. Por tanto, Pobreza es una obra fértil y compleja, llena de hallazgos y, en cierta forma, se nos propone como obra felizmente colectiva.
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El falso techo de Erika Martínez: reseña de Francisco José Martínez Morán
El ambigú
Más allá de lo estable Francisco José Martínez Morán El falso techo Erika Martínez Pre-Textos: Valencia, 2013 59 págs.
nNos quieren hacer creer (y dejemos a un lado el ellos y el nosotros implícitos, no son por ahora asunto del debate) que lo permanente, lo quieto y estable y razonable, es lo natural; pretenden convencernos de que la verdad no tiene más que un solo rostro, monolítico y unívoco; persiguen la grisura de un estatismo sin preguntas ni dudas, la hegemonía de un lenguaje viciado y turbio, malogrado desde el cimiento; barnizan de racionalismo sus convicciones de amianto, hasta cegar con ladrillo y cal cualquier ventana a la comprensión. Pero sabemos (y esa intuición es la que nos define) que toda arquitectura, por férreamente que haya sido levantada, necesita para existir, desde los fondos hasta los estucos, una tramoya de andamios, corredores y escapes que la rebaje a la dimensión humana: por encima de los techos, al otro lado del límite frío, queda hueco para la reflexión. En ese territorio vertical de lo fijo, el vacío de la fisura constituye y delimita una zona habitable, un entorno de aire limpio por el que aún cruza la luz. El falso techo (Pre-Textos, 2013), espléndido segundo poemario de Erika Martínez, abre algunas de esas brechas imprescindibles. La colección se divide en tres secciones. «Primer techo» contiene algunos textos más que memorables. Así, el sordo terror de «El hombre del falso techo» (pág. 16) supone el centro de todo el libro: «Un hombre horizontal / habita el falso techo de mi casa. [...] Se acomoda, gana terreno, / consigue que sea yo quien se esconde». Todos los elementos del poemario están ya presentes en esta miniatura abiertamente kafkiana: la búsqueda de un espacio propio, la herencia inmanejable y la memoria distorsionada, la constancia tozuda de una yerma perplejidad. La asfixia de este poema venía dada, a su vez, por «La casa encima» (pág. 11), que abre el poemario: «Tantos siglos removiendo esta tierra / que atravesó el ganado / y alimentó al ganado y a los hombres / que regaron esta tierra / con el curso negro de su sangre [...] / por el bien de un país en el que no creían [...]». La genealogía aquí descrita es bronca, en absoluto materia de epopeya; no sirve como bandera o himno;
y aunque resuena un eco de Ángel González («Para que yo me llame...»), algunas generaciones y desencantos y rendiciones más tarde, apenas queda rastro de gloria íntima. El abandono y su descarada constancia son abrumadores. Tierra infértil sobre la que sólo se puede edificar inercia, finalidad del mundo (y en concreto, de este país) puesta en entredicho sin tapujos. ¿Dónde queda el destino cuando las perspectivas son las de «Habitación con vistas» (pág. 22): «[...] Voy a construir una habitación / con vistas al sótano: / hueco de casa, vida que no»? Sin duda, llevamos el rumbo adecuado para terminar siendo miembros «de una generación perdida» (pág. 12). «Segundo techo» trama, por su parte, una potentísima alegoría de aviones y aeropuertos (nótese el contraste del no-lugar con la búsqueda infructuosa de la casa respirable): los técnicos de equipaje y sus uniformes en «Carga y descarga» (pág. 25), la maniobra confusa de «Fondo de ventana» (pág. 28), el gélido mecanismo alimentario de «Lo sublime» (pág. 29), el pavoroso vértigo que producen las muñecas rusas de «Los dueños de las cajas» (pág. 30) o la magníficamente desvelada polisemia de las bandejas de los arcos de seguridad, tan simbólicos en nuestras nuevas democracias, de «Urna» (pág. 31). «Tercer techo» se abre con una excelente poética, «Decir» (pág. 41), en la que se empiezan a desleír el recuerdo y la utilidad al mismo paso que el amor: «Las palabras se me resisten [...]. Las palabras que no digo tiemblan. // Escribir es hacerle cosquillas / a las raíces de las cosas». Esa visión desvalida, traslúcida y abocada al borrado será hilo conductor de la última parte del libro. Las firmezas se van difuminando y así, leemos en «Fondo del pasillo» (pág. 48): «[...] No abras la puerta / o me desvaneceré / como las fotografías / que revelaba mi padre / en el cuarto oscuro, / al fondo del pasillo» y en «Hombre que camina» (pág. 45): «[...] no es tu belleza ni tus imperfecciones, / amor es lo que el tiempo / deshace contigo». Todo desemboca en el olvido heredado, casi genético, de «Porque no alcanzo» (pág. 57): «[...] Yo supe lo que era importante. / ¿Y dónde estás ahora / que tengo que pedírtelo? / Estoy cansada. Ven, / alcánzame esa silla». El falso techo, en definitiva, es uno de los pocos imprescindibles de los últimos meses: un libro que durará en la retina por su exacta calidad de atestado y oráculo.
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Una copa de Haendel de José María Jurado: reseña de Rafael Mammos
DESCRIPCIÓN DE UN REFLEJO Rafael Mammos Una copa de Haendel José María Jurado La Isla de Siltolá: Sevilla, 2013 64 págs.
nUna copa de Haendel
es un poemario refrescante por lo que tiene de extraño, es decir: de ajeno. No hay confesiones personales, y las pocas experiencias directas que se adivinan están filtradas por la forma. Sólo algunos poemas finales se refieren a la infancia, pero gracias al preciosismo de sus versos, el lector recibe la idea de una infancia genérica más que un recuerdo biográfico. En ese sentido, el libro pertenece a la técnica antes que a la imaginación. Curiosamente, ese extrañamiento y, por así decirlo, esa preponderancia del artificio sobre el contenido del mensaje, hace de Una copa de Haendel un poemario original, aunque su espíritu no busque ser rompedor. José María Jurado se deleita con las figuras, los colores, las abstracciones. Hay algo de cuadro rococó en cada poema: «Rubias como la nieve, / con guirnaldas de flores en el pelo / y cintas de Moldavia, / bajo los altos techos estucados / y el dorado fulgor de las cristalerías, / las princesas de Austria / bailan en los espejos, / caderas de champán, ojos de escarcha». Los delicados cuadros de Jurado muestran fascinación por el detalle, muchas veces subrayado por vocablos remotos: «Ciprés y palisandro, / potrillo de madera taraceada, / clavijero de dientes y cabeza partida, / brida y freno del llanto». Hay también ejemplos de divertimento poético, como «Calendario perpetuo», en el que el autor se propone encajar todos los meses del año en sólo catorce versos; o en «Chejoviana», una suerte de centón hecho de títulos y referencias al escritor ruso. Otros textos que pueden considerarse centrales en el libro tienen también este elemento de juego refinado. El arte por el arte, o más bien de técnica, es una máxima implícita: la mayoría de los poemas se miran a sí mismos, de espaldas a la realidad. No hay referentes al mundo, sino a la representación del mundo. Pero Una copa de Haendel es a veces
lo suficientemente sólido como para levantar un mundo propio en sus páginas. «Diana», por ejemplo, tan excelso y exaltado, podría compararse a un objeto de cristal tras el aparador de una tienda de antigüedades: «Elástica, / con el arco de plata y el carcaj / irisado de estrellas / disparas a la noche venatoria, / señora del abismo, / cazadora / de los ciervos azules de Orión». En el poema, la diosa pasa como una estrella fugaz: está lejos y es hermosa, y no todos invertirán tiempo en esperarla. El poema quizás más representativo del tono general es «El juego de los abalorios» (el título hace referencia a una novela de Hesse). Esta «catarata / de letras que levitan y descienden» concluye con toda una declaración de principios: «Lluvia fugaz de luces y sonidos, / tornasol de pavesas y cenizas / se posan suavemente como nieve / sobre el papel vacío y deslumbrado. / Nada sobre la nada del poema». Efectivamente, decir que Una copa de Haendel trata sobre nada puede ser apropiado. No porque sea irrelevante, sino porque, por voluntad del autor, los poemas tratan de sí mismos: son la descripción de un reflejo. El énfasis está puesto en la construcción de ciertas imágenes y en la combinación lograda de ciertas palabras. Las numerosas citas a otras obras y autores a lo largo del libro actúan en este mismo sentido: Jurado busca la realidad en la literatura. El poema que cierra el libro, «La Quencia», contiene un giro digno de mención: «tu padre te ha ungido / con su mano suave y poderosa, / como la mano de Virgilio». Estos versos parecen referirse al padre y, sin embargo, este acaba convirtiéndose en el término comparado: la escritura (la mano) de Virgilio es tan firme y piadosa como la de un padre sobre su hijo. La literatura desbanca, o desborda, al recuerdo. El mundo es sencillo, el poema no.
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Entrevista a David Brieva y Luci Romero, de la Librería Bartleby
Entrevista a David Brieva y Luci Romero Librería Bartleby (Valencia) Por Ginés S. Cutillas
¿Cómo nace la idea de crear una librería especializada en libros, cómics y vino? ¿Cómo llegasteis a la conclusión de que teníais que montar Bartleby? D.B.: La idea nace de un interés común y de una amalgama entre nuestros gustos y nuestras formaciones: Luci respira literatura, yo exudo tinta de cómic, y el vino es un gran complemento para desarrollar nuestra vocación de gestores culturales. A la conclusión de montar la librería llegamos muy pronto, lo que hacía falta era echarle un par de Bartlebys. L.R.: Como bien apunta David, al interés común, a las ganas de crear un proyecto y emprender, se unía la ilusión de cada uno por dedicarnos a algo que nos encanta, como son, en este caso, los libros y los cómics. ¿Por qué el nombre de Bartleby? L.R.: A mí desde siempre me ha gustado Melville, y el personaje de Bartleby creo que es uno de los más fascinantes de la literatura. Se merecía un home-
naje, así que lo adoptamos, seguro que hubiese preferido no hacerlo, pero no le quedó más remedio... ¿Posible competencia? ¿Qué os distingue del resto? D.B.: Nos gusta definirnos como librería y espacio cultural; es un modelo poco extendido y la competencia llega desde diferentes campos, pero siempre es positiva si lo que se busca es un circuito cultural. Creo que hay dos factores especialmente diferenciadores: la inclusión del cómic en igualdad de condiciones con los libros y la amplia variedad de nuestras actividades culturales, que no tienen por qué estar necesariamente relacionadas con la literatura. L.R.: Por la noche organizamos timbas de póker... Ups, eso no se podía decir [risas]. ¿Qué tipo de actividades programáis en la librería?
L.R.: Desde que abrimos, el abanico de actividades es amplio y la librería acoge todo tipo de actividades: presentaciones de libros y cómics, conciertos acústicos, proyecciones de webseries y cortometrajes, recitales de poesía, cuentacuentos y talleres infantiles, clubs de lectura, exposiciones mensuales y, ahora, también teatro, que era algo que ambos queríamos hacer desde el principio. Estrenamos durante el mes de enero y la experiencia durará prácticamente todo el año: una vez al mes se representará la misma obra a cargo de diferentes actores, todo un reto, y gracias a Nacho López Murria y a CanallaCo Teatro. D.B.: Todo aquello que huela a cultura y nos guste es susceptible de ser bartlebyzado. ¿Qué tipo de clientes tenéis? D.B.: Tremendamente variado. Nuestros clientes habituales se van perfilan-
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Entrevista a David Brieva y Luci Romero, de la Librería Bartleby
do mayormente en función de nuestra selección literaria y comiquera, que mimamos mucho, pero el resultado, debido a la variedad de las actividades que desarrollamos, es muy ecléctico. Nos gusta llamar a las puertas de gente con inquietudes culturales que no sean obligatoriamente literarias, y luego dejar miguitas de pan en el camino hasta Bartleby. L.R.: Ya decía yo, ahora lo entiendo todo: no era normal que se nos fuese el presupuesto en barras de pan [risas]. ¿Cómo influye el estar en Ruzafa, un barrio un poco separado del centro comercial de la ciudad, y que ahora parece estar poniéndose de moda? L.R.: Ruzafa era nuestra idea inicial, teníamos claro que este era el barrio donde queríamos abrir Bartleby. Yo he vivido en el barrio y es maravilloso ver cómo va creciendo en contenido cultural. Encuentras propuestas muy
interesantes, es un hervidero de arte y cultura, y queríamos contribuir a ese crecimiento y formar parte de algo en lo que creemos. Y bueno, no está tan lejos del centro, en pocos minutos llegas a él. Creo que lo importante es que el barrio atrae a gente de toda la ciudad, con propuestas interesantes como Russafart, Ruzafa Escénica, la diversidad en los modelos de negocio cultural, etc. Es un barrio que está apostando fuerte, y se nota. D.B.: Me encanta el barrio, trabajo en él, vivo en él, ocupo mi ocio en él… ¡Dios mío, qué alguien me ayude! ¿Qué gente interesante ha pasado por ahí y qué ha aportado? D.B.: En nuestros siete meses de historia ha pasado por Bartleby muchísima gente interesante, estamos muy contentos con lo bien que han respondido siempre a nuestras ideas, y aún nos sorprendemos de la cantidad de propuestas literarias y culturales que nos llegan.
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Todos nos han aportado algo, aunque guardo especial recuerdo de la visita de Joaquín Reyes, que nos dio notoriedad y fue un despiporre total, y en general de las múltiples de los sobresalientes creadores de fanzines, por la tremenda energía y pasión que transmiten y de la que me nutro antes de dejar sus cadáveres secos en el almacén. L.R.: La verdad es que cada una de las personas que ha confiado en Bartleby como espacio para desarrollar sus proyectos culturales nos ha aportado algo. Una de nuestras primeras presentaciones fue la de Librerías, de Jordi Carrión, que nos aportó una visión enriquecedora de la que guardamos un buen recuerdo. También disfrutamos muchísimo con la fiesta que montamos para presentar el cómic Piscina Molitor, de Impedimenta, con música en directo y buena compañía. Quiero pensar que irá en aumento, no hemos hecho nada más que empezar.
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El apuntador
Andrés Catalán. Un cadaver a los postres
UN CADAVER A LOS POSTRES Andrés Catalán nTodo el mundo recordará la escena
de la tragedia escocesa de Shakespeare en la que el fantasma de Banquo, destinado a engendrar un linaje de reyes y por ello mismo asesinado por su antiguo amigo y aliado, se aparece –poniéndolo todo perdido de ectoplasma– en el banquete del acto tercero. Sólo visible para un Macbeth atormentado por la culpa, su muda presencia basta para acabar con una reunión –que tampoco es que se anunciara excesivamente jaranera–, tal y como lo anuncia la terrible Lady Macbeth: «You have displac’d the mirth; broke the good meeting / with most admir’d disorder» [Habéis desterrado a la alegría; puesto fin a la reunión / con un trastorno digno de admirarse]. De este episodio procede la expresión inglesa «the ghost at the feast», que podemos encontrarnos en ocasiones en las variantes «the skeleton at the feast» o «the specter at the feast». Ser eso, «un fantasma en el banquete», viene a convertirte en esa persona cuya presencia basta para dar al traste con cualquier alborozado encuentro: una comida familiar, una recepción, un cumpleaños, una noche de copas; te convierte, dicho en castellano, en un inevitable aguafiestas, en un cenizo de cuidado. No conocía la expresión y me la encontré hace poco en un poema del norteamericano Robert Frost. Como sucede la mayor parte de ocasiones en poesía, el autor juega con el significado literal y figurado de la expresión, haciendo imposible (nunca digas imposible: haciendo extremadamente difícil) la traducción: optar por «aguafiestas» donde había un fantasma y un banquete es perder demasiado significado (¡y demasiadas sílabas!) y lo contrario daría una dimensión paranormal al poema que este no tiene. «No human specter at the feast / can scant or hurry her the least. / She takes her time to take her fill». Como se trata de Frost, el granjero Frost, nuestra protagonista es una gallina, una pularda tragaldabas y bastante finolis: ni un fantasma de hombre o bestia, ningún entrometido, podría apresurarla o escatimarle nada del alimento al que aplica su total atención. El problema, claro, consiste en mantener el juego con la expresión sin perder el significado. Y aquí es donde el anecdótico problema de traductor me sirve para hablar de traducción y de entrometimientos. Uno menor
(o no) es el de mi pareja que, acuciada por mis quejas ante los imposibles juegos de palabras de Frost, sugirió «convidado de piedra», cosa que jamás se me habría ocurrido. No es lo mismo (un convidado de piedra es alguien que en una reunión no participa de ella, mas no tiene por qué arruinar el encuentro), pero conserva el origen libresco (el Burlador de Tirso), el aspecto fantasmal (se trata de la estatua de piedra de un muerto), festivo (se le invita a una cena) y permite conservar el juego de palabras: «Ningún convidado de piedra a su banquete / podría escatimar o apresurarla lo más mínimo. / Se toma su tiempo en llenarse el buche». Y es que se me ocurre que, de alguna manera, todo traductor es eso, un fantasma aguafiestas, una presencia hostil e indeseada en el texto que traduce. Si resulta demasiado visible hará fracasar irremediablemente la fiesta del poema, provocando que el lector huya despavorido como los invitados de Macbeth o dando pie a exabruptos nada cariñosos por su parte dedicados a la madre del editor. Lo peliagudo es sin embargo que no hay más remedio que hacer de fantasma, que pringar de ectoplasma la página que reconviertes a tu idioma. Más aún si se trata de un poema, si hace falta que de alguna manera el texto vibre con un aliento, con una longitud de onda perceptiblemente auténtica que una traducción aséptica y fielísima al original no permitiría en ningún caso. En ese equilibro, entre el ser aburridamente invisible y el convertirte –como el título de esa hilarante película– en «un cadáver a los postres», se encuentra, supongo, el secreto de un poema bien traducido. Lo ideal sería, claro, pasar absolutamente desapercibido a la vez que infundes vida a las palabras, lo cual a veces no es posible ni de lejos. Pero that’s the way the cookie crumbles o, en la ¿única? traducción posible de tan sugerente expresión anglosajona: es lo que hay.
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Andrés Catalán es poeta y traductor. Su último libro es Ahora solo bebo té (Pre-textos, 2014). Ha traducido a autores como James Merrill o Stephen Dunn y pronto aparecerá en Trea su traducción de El sol tras el bosque, de Robert Hass.
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El altillo. Eduardo Moga
Los papeles de Brighton nHay personas que llevan la literatura consigo. Pueden dedicarse a
de la librería, si es que la librería tiene fondo, y, por fin, desmuchas cosas, pero nunca abandonan el consuelo de la lec- aparecerá, fulminado irremisiblemente por el horror de todo tura, el cuidado y el amor por la palabra y, también, el gusto editor: la devolución. Entonces, en el caso de que uno todavía por la edición elegante y rigurosa. Una de esas personas es tenga interés en comprarlo, solo podrá encargarlo, esto es, Juan Luis Calbarro, que ha sido crítico de arte y es, desde lo mismo que hará, desde el principio, con los libros de Los hace varios años, portavoz de UPyD en las Islas Baleares, pero papeles de Brighton, con la desventaja de que tardará semanas que mantiene una multiforme trayectoria literaria, siempre o meses en recibirlo, si es que llegan a enviárselo, mientras al amparo de una concepción de la literatura alejada de la que estos, remitidos por la misma plataforma digital en que alharaca y el oropel y de toda sumisión a los fastos, a menu- se publican, estarán en su buzón en pocos días. En dos o tres do vacíos, cuando no estúpidos, de la sociedad letraherida. meses de existencia, Los papeles de Brighton ya han alumbrado Autor de plaquettes y de dos espléndidos poemarios, Sazón de cuatro volúmenes: Siete sonetos piadosos, del reverendo padre los barrancos (2006) y Museos naturales (2013), de biografías Carlos Juliá Braun, con un breve proemio del muy ilustrísiy ensayos literarios, como Apuntes sobre la mo y reverendísimo archimandrita católico ideología en la obra de César Vallejo (2013), y greco-melquita de Sfakiá (Creta), Arkadios de compendios de críticas de arte y artícuGonzález, en cuya portada se reproduce el los políticos, ha dirigido también una revisrostro del Éxtasis de Santa Teresa, de Bernini, ta literaria, Perenquén, la brevedad de cuya que quizá justificaría su remisión al no mevida no desmiente una calidad sin fisuras y nos ilustre ministro del Interior español, el una inverosímil belleza. Calbarro vive ahora cual ha declarado públicamente que Santa en Brighton, a donde lo han llevado cuitas Teresa intercede en el cielo por España en familiares y un constante espíritu de exploestos tiempos recios, hermanándose así, en ración, y en la ciudad de Sussex, empujado especulaciones ultraterrenas, con otro próquizá por la melancolía de las brumas o el cer de la intelligentsia internacional, el precarácter espartano de los ingleses, ha decisidente de Venezuela, Nicolás Maduro, que dido crear una editorial. Con no demasiado manifestó estar convencido de que Chávez atrevimiento, pero, sin duda, con irreprohabía persuadido al Espíritu Santo para que chable precisión geográfica, la ha bautizanombraran Papa a un cardenal argentino; do como Los papeles de Brighton. Los riesgos Diez artistas mallorquines, una recopilación de Eduardo Moga de un negocio así, dedicado sobre todo a la críticas de arte del propio Juan Luis Calbapublicación de poesía y ensayo, y que más rro; Poesía incompleta, de Julio Marinas, un probablemente conducen a la quiebra que a la gloria, dismi- volumen recopilatorio de la obra de este autor zamorano, tan nuyen gracias a un modelo de gestión nuevo, consistente en sugerente como poco conocido; y Aguapié, de Luis Ingelmo, la edición digital a demanda, que reduce los costes de impre- uno de los mejores traductores españoles actuales de literatusión y suprime los de almacenamiento y distribución. Tiene ra en lengua inglesa, pero también un narrador y un poeta de el inconveniente de que el libro no existe en librerías, y, por fuste, que sabe aunar lo metafísico y lo cotidiano, a Borges y lo tanto, de que nadie lo comprará por encontrarlo en los a Bukowski. Pronto a aparecer está asimismo Bajo las sábanas, estantes de novedades, sino por que sepa antes de su apari- de Carlos Jover, un desgarrado y, a ratos, hermosamente sucio ción. Ahí entra en juego, con un protagonismo decisivo, la libro de no sabemos muy bien qué, si poemas o relatos, o amactividad de publicidad y promoción que pongan en marcha bas cosas, o ninguna. Todos estos libros constituyen apuestas tanto la editorial como el autor. Ciertamente, los libros de Los por una literatura anómala, agresiva en su contenido y en sus papeles de Brighton no se verán en librerías, pero tampoco se formas, pero ultimada a la sombra de un dignísimo recato, ven apenas los publicados según el modelo tradicional; y, si porque nada que valga la pena se hace con vociferación, y lo hacen, es en un puñado de ellas y durante un tiempo bre- asumida por un editor que hace lo que siempre deberían havísimo. Luego, con suerte, quedará un ejemplar en el fondo cer los editores: descubrir, atreverse, desconcertar.
El altillo
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Vida de musgo. Lara Moreno
El tercer acto
Vueltas en la jaula nPara ser un musgo hay demasiado ajetreo en este espacio vital. Claro
Belgrado, de Rabee Jaber, Democracia, de Pablo Gutiérrez. Paque no soy un musgo. Soy como un musgo. Algo verde casi san los días como semanas enteras y las semanas como ondas fluorescente que rebrota en los zócalos, en las tejas, con suer- expansivas y así los meses pasan y serán años. te en alguna piedra o algún tronco de árbol. No un musgo tal ¿Es una cuestión de principios o de falta de tiempo? Es una cual, sino la idea de un musgo. cuestión integral de asuntos vitales, de posicionamiento ante las Si no me esfuerzo por ser sincera esto puede resultar muy responsabilidades, de malabarismos de procrastinación. Quizá aburrido. Así que un, dos, tres: desafío de honestidad. Se es una cuestión de pura incapacidad. En realidad, en el fondo supone que soy escritora. Ya se sabe, esa gente que escribe. de mi musgo corazón, yo no quiero escribir nada de esto. Es Técnicamente, esa gente que piensa cosas y luego las escribe. decir, sé que estaría muy bien hacerlo, que debería hacerlo, Incluso que siente cosas y luego las escribe. Lo mejor: que que quizá incluso habría alguien a quien le interesara mucho, imagina, y luego escribe. ¿Qué escribo yo últimamente? Tic, alguien que lo disfrutara. Sé que si cogiera las riendas de mi tac, tic, tac, nada. oficio todo esto me posicionaría derechita como un clavo en Me asomo escéptica y ansiosa a las redes la arena, tiesa como un clavo oxidándose en sociales y veo cómo mis contemporáneos me la orilla, hasta la siguiente marea lamedora. llevan una ventaja abisal sobre estos asunPero no lo hago. Porque incluso escribir esta tos. Dejemos el proceso creativo a un lado, columna me hace de algún modo sufrir. por ahora. Centrémonos en las filas del Yo últimamente no escribo. Y eso es un pensamiento. No sé quién y no sé cuántos agujero en el alma. Una carcoma. Una llaga y también aquel de más allá publican consfresca y caliente. tantemente sus relucientes artículos sobre Necesito recuperar mi pantano creativo. esos hirvientes temas comprometidos que a Esa historia que a nadie le interesa y yo quietodos nos competen. Es decir, es gente que ro contar. Esos personajes contra los que de entre toda su cotidianeidad saca tiempo combatir. Ese páramo por el que avanzar a para informarse de lo que ocurre y para penciegas a niebla a radiante lluvia a noche a vesar sobre ello y, con el corazón en la mano, ces la luz al fondo, lejana pero no lo suficienescribe reportajes, ensayos, críticas y crónitemente inaccesible. Avanzar. Quiero poseer cas sobre esto y lo otro y así ayuda al resto a un escritorio de nuevo. Una condena. Enceentender el mundo. No soy capaz de hacer rrarme en el mundo paralelo de la ficción, Lara Moreno algo así. ¿Acaso no me interesa, por poner de la gestión de la memoria, de la metamorun ejemplo, un tema tan bestial como la refosis del sentimiento. Escribir. forma del aborto, que me afecta como afectan los puñales claMientras eso no ocurra, todo lo demás será un bloqueo. vados entre los omoplatos? Vamos, claro que sí. Siento ganas Un esfuerzo templado de obligación. Una ironía. de vomitar. Pero no soy capaz de escribir sobre ello. En otro No he sido fiel a la verdad: últimamente, a veces escribo. orden de cosas: acabo de regresar de un viaje total. Ese tipo A veces me dejo llevar por la fiebre. En esos momentos laxos de viaje que incumbe a la mente, al currículum y al corazón. de lo cotidiano, cuando como un animal encerrado uno da Estoy recién llegada de Cartagena de Indias, Colombia, a don- vueltas por su propia casa por su propia vida por su propia de he ido a participar en el Hay Festival. Ha sido mi primera jaula, en esos momentos de perplejidad, agarro un cuaderno vez en Colombia y vengo herida de Caribe y de encuentro de tapas forradas de tela, amarillo viento, y con una letra cada cultural. Sería más que una crónica lo que podría sacar de ahí; vez más violenta e ilegible, letra de dedos smartphone, escribo sería quizá un evangelio de acontecimientos. Y sin embargo frases en segunda persona del singular, dulces y dolorosas frano lo hago. No sé por qué. Por último, en mi escritorio (esto ses para ella, escribo sobre la cómoda o sobre la encimera o es una desviación, porque yo en estos momentos no tengo un sobre mis rodillas en el autobús, siempre con el tiempo justo, escritorio propio) esperan varios libros sobre los que quiero poemas de amor para mi pequeña hija, los poemas de amor hablar: Tiempo de encierro, de Doménico Chiappe, Los drusos de más sinceros y más tristes que nunca imaginé que escribiría.
Vida de musgo
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El tercer acto
La tercera orilla. Andrea Jeftanovic
Artistas crueles
transformar mínimamente la realidad. Como dice Ovejero, la crueldad ataca el núcleo de nuestros hábitos intelectuales, de las rutinas de nuestros corazones, de nuestras certezas, e introduce preguntas incómodas «en casa». Es un proyecto que busca desmantelar las narrativas conformistas, porque quizás no hay nada La crueldad es un sentimiento contemporáneo, quizás, lamentablemenmás cruel que aceptar y no arriesgarse a cambiar un sistema o n te, el sentimiento que más ha predominado en nuestra época una ideología dañina. histórica. Recuerdo haber leído una entrevista al director de La crueldad es una ética y una poética. En este tipo de obras, cine austriaco Michael Haneke donde se le preguntaba por muchas veces, domina el exceso de lo dionisíaco, lo animal. En qué siempre filmaba ficciones tan duras, a lo que él respondía: narrativa es un modo de construir frases, de armar las escenas, «Mucha gente me pregunta por qué me fascina el lado oscuro de perfilar psicológicamente a los protagonistas. El autor cruel de los seres humanos, y la verdad es que no es así. Ese aspecto no castiga, no juzga ni culpa a los personajes, los deja ser en su de la humanidad no me interesa particularmente. Pero cuan- riesgo. Generalmente se atraviesa la frontera del buen gusto, de do trato de ser realista, al retratar a los seres humanos siempre lo decente, de la moral dominante. Los libros crueles son libros me encuentro con esos elementos. La realidad tiene un lado incómodos, a veces debemos detenernos en sus páginas y respirar oscuro. No me queda otro remedio que lidiar con esas cosas». o alejarnos unos días para poder sobrellevarlos. Por cierto, cada Haneke presentaba en su más reciente película, Amour, la his- uno de nosotros debe tener un umbral de tolerancia diferente. toria de una pareja mayor que se enfrenta a la enfermedad Otro dilema que se nos presenta es cuando la crueldad no terminal de uno de ellos y que tras meses de cuidado desen- viene de «los malos». Es decir, cuando viene de los niños, de las cadena un acto cruel pero, al mismo tiempo, mujeres, de los enfermos, de los marginales. Y, cargado de dulzura. en ese sentido, usar estos personajes «débiles» Yo soy una escritora y lectora/espectadora tiene un espíritu revolucionario para cambiar «cruel». Lo confirmé después de leer el maglas jerarquías, las injusticias. Pienso en algunas nífico ensayo La ética de la crueldad, de José obras recientes que me llevan a este terreno Ovejero. Lo sospechaba desde que tengo una más inquietante. Pienso en la niña que, con sus natural inclinación hacia el cine de David celos manipuladores, transforma al dedicado Lynch, la pintura de Caravaggio, de Francis educador de párvulos en un paria social en la Bacon o de Lucian Freud. O bien cuando cinta La cacería, de Thomas Vinterberg. Tamhe visto con fascinación las performances bién en la novela No me ignores del chileno Nicocorporales de la serbia Marina Abramovic, la lás Poblete que construye a un hombre común cubana Ana Mendieta, de la dramaturga esy corriente que es en realidad un descarnado pañola Angélica Liddell y tantos más. O bien asesino en serie. O bien, en el título de la argendesde que leí El gran cuaderno de Agota Kristina Ana Arzoumanian, La mujer de ellos, en que tof y encontré una indiscutible lección de la la protagonista, una mujer servicial y atenta con crueldad por parte de un par de hermanos su padre, esposo e hijo, realiza un ritual inspigemelos que creaban estrategias para evadir rado en el relato de la heroína bíblica Judith y y reproducir la crueldad de la sociedad en la decapita a los suyos. Hace muy poco me llegó a Andrea Jeftanovic que les tocaba vivir. las manos la crónica de guerra de Los bosnios de No me gusta lo cruel por lo cruel y, por Velibor Colic, y Lacra (2012), del chileno Marsupuesto, no creo que sólo sean valiosas las obras que se adhie- celo Leonart. Me costó leer Los bosnios porque en cada «polaroid» ren a esta línea. Al leer el ensayo de Ovejero, encontré reflexio- de la guerra no había un milímetro de ficción. Y Lacra, porque nes que superan la maniquea argumentación de la morbosidad llega muy lejos con esa paradoja insostenible de «las muertes buecomo único móvil de atracción por este arte. Quizás la crueldad nas» y «las muertes malas» al recrear un accidente automovilístico en el arte es un tipo de emoción estética que está ligada a la que afecta a un grupo de ciudadanos y líderes políticos que han tragedia clásica, porque nos muestra sin piedad el irrevocable negado insistentemente los crímenes de la dictadura. destino de sus personajes. Hay en estas obras algo de esas caNo hay que olvidarse de que están la violencia y la crueldad tarsis, de ese monstruo que encarna algún otro y nos redime «sufridas» por los personajes, ya sea en pintura, cine o literatura, de todas nuestras imperfecciones. La crueldad artística no es que luego, se desplazan, por ende, al que lee o mira. Un padeun proyecto superficial e individual, se inspira, en parte, en la cimiento que no debiera ser gratuito sino una oportunidad de concepción filosófica del Marqués de Sade, que sostiene que experimentar una ética y una estética que convendría que remelos males que sufren unos son el precio del bienestar de otros. cieran nuestro sentido crítico para no aceptar que las cosas sigan En otras palabras, para que unos nazcan, progresen y sobrevi- tal como están. Por estos motivos, la crueldad en el arte, no en la van otros han de morir y someterse. Y por eso sus ideas, jun- vida, puede ser una energía optimista contra el escepticismo y la to con el escándalo, sin duda, instalan un intrínseco deseo de pasividad: una fuerza renovadora e idealista.
La tercera orilla
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