REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Juan Vico
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Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes, Jordi Gol
Onetti, veinte años después
5-7 s espejos e lo El salón d
Mateo de Paz y Juan Gracia Armendáriz: Onetti, cuando aún importa (8)
Entrevista a Chantal Maillard
Antonio Muñoz Molina: La España de Onetti (9) Ricardo Menéndez Salmón: Donde el aire es más puro (11) Juan Gracia Armendáriz: La vida breve y el trago largo (13) Marta Sanz: Lecciones de claridad (16)
Colaboradores nº 366: Marta Agudo, Miguel Alcázar, Juan Pedro Aparicio, Agustín Calvo Galán, Alberto de Casso, Rubén Castillo Gallego, Ernesto Castro, Jordi Doce, Bernabé Fernández, Aitor Francos, Francisco J. Garcerá Román, Juan Gracia Armendáriz, Ana Gorría, Carlos Jiménez Arribas, Albert Lladó, Martín López-Vega, Chantal Maillard, Raúl Manrique Girón, Luis María Marina, Mario Martín, Ricardo Martínez Llorca, Javier MateosPérez, Ricardo Menéndez Salmón, Isabel Mercadé, Eduardo Moga, Antonio Muñoz Molina, Dolly Onetti, Mateo de Paz, Gemma Pellicer, Claudio Fabián Pérez Míguez, Javier Pérez Walias, Ernesto Pérez Zúñiga, Miquel Rof, Anna Rossell, Marta Sanz, Miguel Serrano Larraz, Margarida Vale de Gato, José Antonio Vila, Eduardo Vilas, María Zaragoza.
8-34 aso El cielo r Dossier. Juan Carlos Onetti
Ernesto Pérez Zúñiga: Los onettianos (18) Mateo de Paz: Escribir y leer en la cama: notas en un diario (21) Carlos Jiménez Arribas: Las necesidades secretas (25) Javier Mateos-Pérez: La cara b. El Onetti periodista (28) Eduardo Vilas: Yo soy Pagliacci (30) Claudio Fabián Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón: La llegada a España (32)
42-44 mana La voz hu l u z 40-41 A de Barba Entrevista a El castillo s la r 38-39 e p ores de d a sc e Alberto de Casso p s Poemas de Lo 35-37 e v re Margarida Vale de Gato Microrrelatos inéditos La vida b
Relato inédito de María Zaragoza
de Juan Pedro Aparicio
Pintura de portada: Susana Pozo © Fotografía: Antonio Alonso © Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/D. L. B. 28332/1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631
0 -5 5 4 ach on the Be Einstein
Agustín Calvo Galán: Almada Negreiros en España (45) Eduardo Moga: Esta casa es contigo (48)
51-62 ú El ambig José Antonio Vila: El francotirador paciente de Arturo Pérez-Reverte (51) Gemma Pellicer: Bulevar de Javier Sáez de Ibarra (52) Rubén Castillo Gallego: Los monos insomnes de José Óscar López (53) Ernesto Castro: Lionel Asbo. El estado de Inglaterra de Martin Amis (54) Miguel Alcázar: Detrás del volcán de Malcolm Lowry (55)
www.revistaquimera.com www.quimerarevista.wordpress.com redaccionquimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com
Ricardo Martínez Llorca: Shackleton, el indomable de Javier Cacho (56)
Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A.
Javier Pérez Walias: Baile de máscaras de José Manuel Díez (60)
Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.
Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Anna Rossell: El Anticristo de Joseph Roth (57) Isabel Mercadé: Escritos en la corteza de los árboles de Julia Uceda (58) Marta Agudo: Cantos : & : Ucronías de Miguel Ángel Muñoz Sanjuán (59)
Francisco J. Garcerá Román: Hueco. Mundo solo de Xelo Candel Vila (61) Aitor Francos: Relámpagos de Ramón Eder (62)
63-66 acto El tercer
Columnas de Martín López-Vega, Miguel Serrano Larraz, Albert Lladó y Jordi Doce
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El Foyer
Onetti, veinte años después
nRecuerdo que descubrí a Onetti en segundo de carrera, lectura obligatoria de Hispanoamericanas, y el primer libro que leí fue Para esta noche, que rondaba por casa en una tronada edición de bolsillo de Bruguera que debió comprar mi hermano. Tras esa primera lectura también leí Juntacadáveres, El pozo, El astillero y alguna edición de sus Cuentos completos. Debíamos estar en cuarto de carrera cuando se publicó Cuando ya no importe, su última obra, ya con ochenta y cuatro años pero con una lucidez literaria envidiable. Onetti murió al año siguiente, ahora hace veinte. Como lector, y no soy el único en esta cruzada, siempre me pareció que Onetti había sido un autor insuficientemente valorado pese a rivalizar o superar en cualidades a cualquiera de los grandes escritores del boom, del realismo mágico o de la literatura argentina o mexicana del momento (Borges, Cortázar, Rulfo, Fuentes, etc.). Quizá el problema de Onetti fue que quedó fuera de casi todos los clichés editoriales, más arraigado en otras estéticas y tradiciones (como le pudo pasar a Carpentier, Roa Bastos o Miguel Ángel Asturias), por lo que le tocó navegar entre aguas y los reconocimientos de su obra inmensa y original llegaron tarde y de forma apresurada. Se cumple en este mes de mayo el vigésimo aniversario de la muerte del genial escritor uruguayo y desde Quimera hemos tratado de rendir un pequeño homenaje a uno de los mejores narradores en lengua española. El dossier de este mes, coordinado por Mateo de Paz y Juan Gracia Armendáriz, está consagrado a un Onetti revisitado por algunas de las plumas más
certeras de nuestra literatura actual (Antonio Muñoz Molina, Ricardo Menéndez Salmón, Juan Gracia Armendáriz, Marta Sanz, Ernesto Pérez Zúñiga, Mateo de Paz, Carlos Jiménez Arribas, Javier Mateos-Pérez, Eduardo Vilas, así como Claudio Pérez y Raúl Manrique, quienes entrevistan a su viuda, Dolly Onetti). Agradecemos a Mateo y a Juan este estupendo dossier, a la altura de la figura en la que profundiza. El monográfico del número de mayo se ve acompañado de otros materiales de tanto interés como las entrevistas a Chantal Maillard y a Alberto de Casso, o las colaboraciones en los apartados de creación de María Zaragoza (relato), Juan Pedro Aparicio (microrrelatos), Margarida Vale de Gato (poemas traducidos por Luis María Marina) y, en la sección de ensayo, Agustín Calvo Galán y Eduardo Moga (con sendos artículos sobre la relación entre Almada Negreiros y España y sobre el poeta Fernando Beltrán). También queremos destacar la entrada como columnistas en «El tercer acto» de Miguel Serrano Larraz y Albert Lladó, dos incorporaciones que nos ilusionan mucho, así como la onettiana portada de Susana Pozo. Contenidos suficientes para cerrar un número (el del primer aniversario de este equipo al frente de la revista) que nos hace sentir orgullosos. Hace un año, cuando comenzamos esta andadura, creo que aspirábamos a conseguir una revista bastante parecida a la que el lector tiene ahora mismo en sus manos.
Se cumple en este mes de mayo el vigésimo aniversario de la muerte del genial escritor uruguayo y desde Quimera hemos tratado de rendir un pequeño homenaje a uno de los mejores narradores en lengua española.
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Fernando Clemot Director de Quimera. Revista de Literatura
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«India es el extravío necesario» Entrevista a Chantal Maillard Por Mario Martín Fotografía: Bernabé Fernández ©
.Las
más de ochocientas páginas de India (Pre-Textos, 2014) son prueba suficiente de la importancia del subcontinente asiático en la obra de Chantal Maillard. La autora de poemarios como Matar a Platón (Premio Nacional de Poesía, 2004) o Hilos (Premio Nacional de la Crítica, 2007), diarios como Filosofía en los días críticos (2001), Husos (2006) o Bélgica (2011) y ensayos como Contra el
arte y otras imposturas, lleva a cabo en India un abordaje multigenérico de su experiencia en India y el largo diálogo que ha mantenido con su cultura desde su primer viaje, en 1987, en el que reflexiona sobre una alteridad cada vez más amenazada. ¿Cómo y por qué surge el proyecto de India? Mi interés por India, por su cultura, su
pensamiento, su arte, sus territorios, comenzó a principios de los años ochenta y, de una manera u otra, siguió interesándome hasta la fecha. Con Adiós a la India creí que cerraría el tema y, aunque no fue así, en aquel momento pensamos que sería bueno reunir en un volumen mis escritos en torno a ese continente. El lector encontrará en él cuatro voces: autobiográfica, ensayística, poética y crí-
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tica. Cada una de ellas responde a una forma de dialogar con esa compleja realidad, de modo que entre todas forman un prisma cuyas facetas vivenciales y teóricas la reflejan a mi entender mejor que una sola. No quisiera dar la impresión de pretender mostrar una India más «real» que cualquier otra. Casi todos los que viajamos a ese continente a lo largo de las últimas décadas del XX fuimos allí influenciados, lo quisiésemos o no, por la construcción que el imaginario colectivo europeo había diseñado durante el siglo XIX y los inicios del XX. Se necesita tiempo para desprenderse de esa imagen. Y aun así, no parece que resulte del todo posible, pues al final descubres que los caminos entre culturas son de ida y vuelta, que los cruces y las simbiosis son ley de vida y que los indios terminaron interpretando su cultura de acuerdo con nuestras interpretaciones, que resultaron ser una amalgama de nociones neoplatónicas y gnósticas (cuando no directamente teosóficas) con elementos propios del vedanta. India es ante todo un itinerario personal. En ese itinerario hay, como en cualquier otro, sea donde sea que transcurra, fascinación, expectativas, y también desencanto. El desencanto no es más que la otra cara de la misma moneda. En el encuentro con lo otro, fascinación y decepción, son los dos extremos de la fase ingenua. La fase crítica (ecuánime) es más compleja. Tanto Bélgica como India tienen poco que ver con libros de viajes en el sentido habitual. Más que lo que la viajera ve, importa lo que sucede dentro de ella y al final, el destino del viaje es «llegar a uno mismo», seguramente la meta más difícil. ¿Cómo definirías lo que distingue y lo que une las búsquedas que motivaron uno y otro viaje? Dices bien, no son libros de viaje. Son fragmentos, como decía, de un itinerario vital, un itinerario que puede
convertirse en viaje si logra contemplarse como tal. En mi caso, tanto Bélgica como India, más que lugares, son hitos en el camino. Bélgica es origen y término y, por lo tanto, lugar de reencuentro; es la infancia hacia la que todos volvemos la mirada en algún momento para reconocernos o, también, para recuperarnos. Volver sobre los propios pasos, interrogar a la niña o al niño que fuimos es importante, sobre todo si hubo exilio. India es todo lo contrario, es un lugar de pérdida. Tan importante o más que el anterior, es el extravío necesario. Sin esa pérdida nos paralizamos en los moldes de la repetición, los parámetros aprendidos, sus conocimientos, sus creencias. En el ensayo Salvar las fronteras distingues entre viajar y trasladarse, que sería lo que hacen la mayoría de los turistas, que no llevan a cabo sino un ritual de visitación de lo ya conocido y que acarrean consigo opiniones y prejuicios, cambiándolos simplemente de lugar. Resulta sorprendente que en una época en la que tantos escritores han vivido en los países más lejanos, tengamos tan pocas obras literarias que como la tuya se enfrenten realmente a la otredad de su entorno. ¿Te atreverías a dar alguna pauta para quienes se atrevan a intentar «desprenderse de sus hábitos de reconocimiento» para «alisar el tejido de la mente y volver a plegarlo de otra manera»? Cuando emprendí viaje a India la primera vez, me di una consigna: lo que te encuentres allí, me dije, sea lo que sea, siempre será distinto de lo que te imaginas. Sigo pensando que es una buena manera de ir hacia lo otro. Aun así, al igual que es imposible evitar ver con los propios ojos, también lo es interpretar una realidad cualquiera de otro modo que con los propios códigos. Por lo que lo diferente acaba siendo casi siempre más de lo mismo. Cambiar de parámetros, alisar
el tejido, requiere tiempo. Hay que demorarse. No fui a los ghats de cremación hasta pasado un mes de estar en Benarés. Y no porque aquello me impusiese más respeto que todo lo demás, sino porque quería acostumbrarme a estar allí antes de ir. Era una cuestión de tempo, de ritmo vital. Cuando me acerqué, me pareció tan natural como cualquier otra cosa. Tu mirada hacia muchos aspectos de la realidad india oscila entre la empatía y el rechazo. Un buen ejemplo es el río Ganges donde se celebran los funerales. En los poemas de El río llegabas a dar voz a los cadáveres flotantes. En cambio, en la sección «48 ghats» de los Diarios indios, hay una descripción muy llamativa de cómo una perra negra devora un feto y cómo los indios miran con indiferencia una escena que repugnaría a nuestra sensibilidad. Uno recuerda la afirmación de Kipling, «East is East, and West is West, and never the twain shall meet», y se pregunta hasta qué punto es posible una síntesis de ambas culturas o si se trata de una oposición que nos fuerza a optar por una u otra. Mi rechazo nunca tuvo que ver con la manera en que allí se contempla la muerte, más bien todo lo contrario. No es indiferencia, sino más bien nodiferencia lo que encontré en la mirada del indio ante los que rodea la desaparición y en sus rituales funerarios. Ésta fue para mí una de las grandes enseñanzas de Benarés. Lo antinatural es nuestra manera de enfrentarnos a ello ocultando una realidad que nos pertenece y que no podemos soslayar sin hipocresía. En Benarés comprendí que nada muere salvo el individuo y esto, nuestra individualidad, es una creencia a la que tenemos por costumbre fortalecer de mil maneras. Nuestra «sensibilidad» y nuestra repugnancia al respecto no son sino formas del miedo, estrategias defensivas contra todo lo
El salón de los espejos
Entrevista a Chantal Maillard
que pudiese sacudir nuestros cimientos. El ansia de inmortalidad personal crece al par que la creencia en la realidad substancial del individuo. No somos tan importantes.
fragmentos o consolidaciones vibrátiles de diversa modulación. Si me identifico con Kālī es porque ella es la fuerza que tan a menudo me falta para evitar creerme mi personaje.
El concepto indio de rasa sorprende por su concepción del placer estético, frente a la visión intelectualizada de las artes que predomina en Occidente. ¿Qué puede aportarnos la estética india? Alguna respuesta a incógnitas a las que nuestros filósofos no lograron dar respuesta satisfactoria; la que atañe a ese extraño placer que obtenemos de la representación, por ejemplo. ¿Por qué nos atrae tanto la ficción? ¿Por qué nos deleitamos ante las escenas trágicas? ¿Qué es lo que convierte lo trágico en una emoción placentera? En Cachemira, entre los siglos VIII y XI, hubo toda una serie de pensadores que trataron el tema sistemáticamente. Tenían como punto de arranque el Tratado de la Dramaturgia de Bharata, que data del siglo II. Entre todos fueron confeccionando una teoría de las emociones, o de las categorías estéticas, que a mi entender tiene todavía mucho que enseñarnos.
En el libro Adiós a la India y más aún en la serie de artículos «La India globalizada. ¿Quién gana y quién pierde?», adviertes del riesgo de desaparición de esos modos de vivir y convivir en equilibrio, o de un riesgo quizás peor, el de su degradación en folclore, en producto turístico que, como dices,
En varios momentos de tu libro y, sobre todo, en «Las lágrimas de Kālī», aparece esta diosa de la destrucción. ¿Podrías explicarnos tu interés, casi diría fascinación, por esta figura? Kālī aparece reiteradamente, en efecto, a lo largo del libro, tanto en los ensayos como en los diarios, e incluso en los poemas. Es una figura demasiado compleja para definirla en pocas palabras. Ella es el aspecto destructivo de la Diosa, ciertamente, pero lo que destruye, en realidad, es la ignorancia, y ésta consiste en la ilusión de creernos distintos del brahman, soplo primordial o energía cósmica, para definirlo de alguna manera, del que no seríamos sino
resulta «suficientemente exótico como para atraer pero lo suficientemente común para no inquietar». ¿Crees que es inevitable o habría algún modo de preservar esas formas de experiencia? No soy muy optimista al respecto. No es cuestión de convertir lo tradicional en una panacea: el ser humano nunca vivió en el paraíso. Pero el mercado global es muy poderoso, y sus estrategias trabajan en sentido contrario a cualquier vía de unificación. El sistema de producción necesita individuos que
quieran diferenciarse, y esto es lo que procura. Cuanto más diferencias, más rivalidad y más necesidad de adquirir cosas que nos distingan de los demás. Y cuanto más distinciones, más guerras. La transformación de los modos de vida en folclore no es más que una de las etapas de la degradación. Consideremos las artes, por ejemplo. Cuando la etnología empezó a adquirir importancia, en el XIX, convertimos en público, para nosotros, lo que en otras culturas pertenecía a un ámbito privado. Transformados en «arte», desvirtuados (eliminada su «virtud»: su poder) los objetos rituales y cotidianos vinieron a ser piezas de museos, la danza abandonó los templos para situarse en los escenarios. Este fue el primer paso. El segundo fue rediseñar el proceso de espectacularización en el marco del mercado global de modo que el objeto ritual se transformase no ya en objeto de contemplación sino en objeto de consumo. Y esto es más grave, porque cuando todo objeto se convierte en producto, a los sujetos no les queda otra que convertirse en consumidores, y esto les convierte a su vez en producto de quienes detentan el capital. Éste es el círculo en el que estamos ahora atrapados. Hemos superado ya el momento de convertir los modos tradicionales de vida en productos exóticos. El exotismo formó parte de la construcción decimonónica del «Oriente», que tenía su dosis de ingenuidad. Lo que corresponde a nuestra época es su transformación en producto cultural para su consumo a gran escala. Lo único que podemos hacer para evitarlo, a nivel personal, es tomar conciencia de ello y, en la medida de lo posible, neutralizar el mecanismo del ansia.
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Mario Martín Gijón es escritor y crítico. Recientemente ha publicado el poemario Rendicción (Amargord, 2013) y la novela Un día en la vida del inmortal Mathieu (Irreverentes, 2013).
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dossier: Mateo de Paz y Juan Gracia Armendáriz. Onetti, cuando aún importa
Onetti, cuando aún importa Mateo de Paz y Juan Gracia Armendáriz
nLa idea de elaborar este dossier
sobre Juan Carlos Onetti nació sobre la barra de un bar nada onettiano: ruido de máquinas tragaperras, gritos y cabezas de gambas en un suelo cubierto de serrín. Nada de la atmósfera estadiza de las cantinas de Santa María. Se diría que aquella noche la gente estaba más contenta que de costumbre. En el televisor, Iker Casillas volvía a detener un balón imposible. Pero en la mesa, ya no éramos dos, sino tres. A nuestro lado, Onetti se desperezaba y de pronto nos descubrimos hablando con cansino acento uruguayo. Como caído del cielo, lo vimos dentro de nosotros, moviendo los dedos de la mano con su pereza canónica, mirándonos, acaso displicente, tras los cristales cuadrados de las gafas de pasta. Una servilleta llegó en nuestra ayuda y en ella apuntamos ideas, nombres de posibles colaboradores, ángulos de acercamiento a las obras, influencias, confluencias, adversidades. Volvimos a abrir sus libros, nunca cerrados del todo, y comprobamos sin asombro que parecían escritos anteayer. Literatura a la contra, donde la belleza –sí, belleza, no se asusten–, maestría verbal, tristeza y ternura, volvían a envolvernos como cuando teníamos veinte años. También ese humor negro y paródico, que era marca del autor, y en consecuencia de los habitantes de Santa María. Con la cautela mórbida del que se acerca al lugar del crimen, fuimos de nuevo «onettizados». Habíamos leído «Me duelen las ventanas», el preámbulo que Dolly Onetti había escrito para abrir las Obras completas del escritor en la editorial Galaxia Gutenberg, y nos habíamos sentido identificados con el nombre que Dolly utiliza para definir a los lectores que visitan su casa y su obra, lo elogian sinceramente y lo recuerdan: «El Club de los Fanáticos». El criterio utilizado para adjudicar las colaboraciones fue sencillo: escriba usted sobre lo que más le interese. Y
muy onettiano: por puro placer. Corríamos el riesgo de que los temas se repitieran, pero el azar y la riqueza de su mundo literario corrieron parejas a la elección inopinada de cada lector. Como la vida misma. Cumplidos veinte años de su muerte había que pulsar su vigencia, su recepción, cómo se proyecta su gran sombra de mandril sobre distintas generaciones. Autores nacidos en distintas décadas, desde Antonio Muñoz Molina a Ricardo Menéndez Salmón, Marta Sanz, Ernesto Pérez Zúñiga, Carlos Jiménez Arribas y Javier Mateos-Pérez, aportan la visión de tres generaciones de autores españoles a quienes Onetti hipnotizó con su mirada de búho insomne. Es un homenaje, pero también una incursión iluminada por la luz de una antorcha que trata de iluminar los múltiples recovecos de una obra tan rara como adictiva. No faltan reflexiones en torno a sus novelas, relatos y obra periodística, todas ellas escritas desde la experiencia lectora y la memoria personal, y exentas de la jerigonza académica. Gracias a la generosidad de Claudio Pérez Mínguez y Raúl Manrique Girón reproducimos una entrevista inédita a Dolly Onetti, donde rememora la generosa acogida que Onetti recibió en España, gracias a las gestiones de Félix Grande –que ya conversa con su amigo, allí donde esté–, y Luis Rosales, entre otros poetas y escritores vinculados a la revista Cuadernos Hispanoamericanos. Gracias, también, al Centro de Arte Moderno de Madrid, que facilitó el material gráfico, y que este año dedica al autor un amplio y ambicioso programa de actividades. Y, por supuesto, a Quimera. Revista de Literatura, especialmente a Fernando Clemot y Juan Vico, por abrir este espacio a Juan Carlos Onetti. Porque aún importa. Cojan la antorcha y asómense al pozo.
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dossier: Antonio Muñoz Molina. En la España de Onetti
El cielo raso
EN LA ESPAÑA DE ONETTI Antonio Muñoz Molina
.Cuando estoy en Madrid paso casi a diario cerca de un portal en la Avenida de América donde hay una placa en recuerdo de Juan Carlos Onetti, que vivió en ese edificio durante la mayor parte de su exilio en España. Y al pasar por allí me acuerdo de la emoción de empujar esa puerta por primera vez hace ya mucho tiempo, en noviembre de 1990, para encontrarme con aquel escritor que para mí era un maestro y una leyenda. Por entonces Onetti llevaba quince años viviendo en España, y aunque la imagen que ha quedado de él es la de un recluso algo huraño lo cierto es que su presencia en nuestro país fue mucho más activa y visible de lo que ahora parece. La España que apenas salía de la dictadura de Franco fue enseguida tierra de asilo para los fugitivos de las dictaduras de América Latina. Onetti, encarcelado por los militares uruguayos y muy enfermo, salió del país gracias a las gestiones eficaces y generosas de diplomáticos españoles, y cuando llegó aquí, acompañado de Dolly, su esposa, los dos fueron cálidamente acogidos por un grupo de amigos españoles en el que destacaban Luis Rosales y Félix Grande, entonces responsables de la revista Cuadernos Hispanoamericanos. España es un país de mala memoria y de estereotipos perezosos. De Luis Rosales ha quedado un recuerdo más bien sombrío, como de figura del franquismo cultural, pero alguna vez habrá que revisar su poesía y sus ensayos, y también habrá que reconocer su resolución de abrir Cuadernos Hispanoamericanos a lo mejor de lo que se estaba escribiendo en los sesenta y los setenta en América Latina. Y Rosales, con la ayuda de Félix Grande, tuvo un papel definitivo en la difusión entre nosotros de la obra siempre minoritaria de Onetti. El número monográfico que le dedicaron los Cuadernos es de una amplitud monumental, una herramienta toda-
vía imprescindible para cualquiera que desee aproximarse a Onetti. Pero hubo algo más: Rosales y Grande conspiraron, en el sentido noble de la palabra, que también lo tiene, para que a Onetti se le concediera el premio Cervantes en 1980. Y no se trataba sólo de un reconocimiento literario, el más sustancial recibido hasta entonces para ese escritor que siendo de los mejores se mantuvo siempre en la periferia de la celebridad y de los focos del boom. A Onetti, escritor exiliado, con más de setenta años, sin fuentes de ingresos, el premio Cervantes literalmente le resolvió la vida, dándole una seguridad económica que no había conocido nunca. Ese piso en la Avenida de América, en el que todavía estarán sus estanterías con novelas policiales en ediciones baratas de Bruguera, fue el primer domicilio que tuvo en propiedad. Cuando salió de Uruguay, enfermo y traumatizado por la persecución política, Onetti pensaba que ya no escribiría más. Pero en España terminó una serie de cuentos breves y asombrosos, y publicó la última de sus grandes novelas, Dejemos hablar al viento. Y es preciso recordar también que escribió regularmente para los periódicos, en el mismo estilo como desganado e irónico que había usado en sus colaboraciones antiguas en Marcha. Onetti vivía retirado, pero en modo alguno permaneció callado o huraño. Cuando no escribía artículos mandaba cartas a los periódicos, muchas de ellas memorables. Recuerdo una en particular en la que reflexionaba sobre la obsesión de los obispos españoles por los asuntos sexuales. ¿Cómo era que esos virtuosos señores opinaban con tanta autoridad sobre asuntos de los que, por su voto riguroso, carecían de información, y desde luego de experiencia?
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Antonio Muñoz Molina. En la España de Onetti
Como escritor que aprendió y aprende tanto de él, como ciudadano español, me da alegría que Onetti fuera bien acogido en mi país y tuviera en él una presencia tan asidua. Y también agradezco, y quiero que no se olvide, la atención y la generosidad con la que leyó a bastantes de los que éramos entonces escritores jóvenes. Fue generoso, y también fue valiente. Todo se olvida muy rápido, así que habrá poca gente que se acuerde de la agresividad con que algunos de nosotros éramos tratados por algunos figurones de las generaciones anteriores y por sus acólitos en los medios. La tensión llegó al máximo cuando le dieron el premio Nobel de Literatura a Camilo José Cela, en 1989. Que no nos sumáramos con la debida vehemencia al coro de la adulación nacional se tomaba como un síntoma de envidia. En España las adhesiones tienden, por fatalidad gramatical, a convertirse en inquebrantables. Que escritores como Javier Marías, Julio Llamazares o yo mismo mostráramos nuestra distancia hacia Cela, o al menos no mostráramos la reverencia debida, era considerado una agresión. El propio Cela llegó a llamar a algún periódico para exigir –metafóricamente, supongo– la cabeza de alguno de aquellos jovenzuelos que al parecer escribíamos traduciendo del inglés y además, horror, usando ordenadores. Cuando Julio Llamazares publicó un artículo titulado «El arzobispo de Manila» –en algún momento Cela había asegurado que le gustaría ocupar ese cargo– la furia de los inquisidores y los rasgadores de vestiduras se desbordó. En España la chulería siempre es prestigiosa, y suele recibir el apoyo de la cobardía. Quien salió en defensa de
Llamazares fue Juan Carlos Onetti: el exiliado de minoritario prestigio alzó la voz para llevarle la contraria al premio Nobel. Escribió un artículo defendiendo la categoría de escritor de Julio y su derecho a expresar sus opiniones. Y lo mismo hizo conmigo, en alguna otra ocasión. Una de las grandes alegrías literarias de mi vida la recibí, años antes de conocerlo en persona, cuando Félix Grande me llamó por teléfono para recomendarle una novela mía que acababa de leer. La juventud no le despertaba recelo, como a otros viejos, sino simpatía, y una voluntad firme de aliento: era consciente de lo frágil que es el talento que empieza, y se interesaba por él y lo apoyaba tan instintivamente como celebraba la belleza joven, que es siempre el milagro central en su literatura, lo hermoso no vulnerado, lo posible, lo no escrito todavía, lo que existe en el relámpago de imaginación del que saldrá una historia. En Onetti había, en su escritura y en sus opiniones, una integridad radical. La había ejercido en Montevideo y en Buenos Aires, y siguió ejerciéndola en su destierro español. Cada vez que paso por la acera de la Avenida de América, junto al portal de su casa, siento su presencia tutelar. No he dejado de leerlo desde que tenía veinte años.
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Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1956), académico de número de la Real Academia Española desde 1996, donde ocupa la silla u, en 2013 fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias de las Letras. De entre sus novelas, alabada por el público y la crítica, destacan Beatus Ille, El invierno en Lisboa, Beltenebros, El jinete polaco, Plenilunio o La noche de los tiempos.
dossier: Ricardo Menéndez Salmón. Donde el aire es más puro
El cielo raso
DONDE EL AIRE ES MÁS PURO Ricardo Menéndez Salmón
.El deslumbramiento
El territorio
Es siempre la absurda costumbre de dar más importancia
Más allá de mi padre y mi abuelo desconocido, hasta el ini-
a las personas que a los sentimientos. No encuentro otra
maginable principio detrás de mi lomo, atravesando terro-
palabra. Quiero decir: más importancia al instrumento que
res y las breves formas de la esperanza, sangres y placentas;
a la música.
yo aquí muerto, cúspide momentánea y última de una teoJuan Carlos Onetti, El pozo
ría de Brausenes muertos. Juan Carlos Onetti, La vida breve
1939 fue un pésimo año para la libertad y un gran año para la literatura. Dos tipos bajos y con bigote tuvieDe todas las comunidades lectoras que ron la culpa de lo primero; un hombre de existen en el mundo, quizá ninguna tan treinta años, feo y con gafas, que se ganaba fiel como la de los santamarianos, homel jornal como periodista, fue el responsabres y mujeres que, religiosamente, coble de lo segundo. Mientras Franco enviamulgan de Onetti como de un dulce ba a España a las mazmorras de la Historia maná llovido del cielo. Porque Onetti, y Hitler devoraba sin piedad el corazón a qué negarlo, es adictivo. Como Poe, de Centroeuropa, una pequeña editorial, como Dostoievski, como Faulkner, la liteEdiciones Signo, radicada en un país que, ratura de Onetti recuerda al reclamo de hasta entonces, apenas había nutrido al aquel célebre desodorante: «No te abanmundo de futbolistas, publicaba El pozo, la dona». Onetti es infeccioso; una vez su liprimera novela de Juan Carlos Onetti. teratura nos ha picado, el veneno se lleva El pozo apareció en diciembre, verano en la sangre toda la vida, generando ese en Uruguay, impreso en papel de fideo, tipo de fidelidades que aseguran la auténcon una cartulina por tapa y un falso tica talla de un escritor. Porque hay escridibujo de Picasso, debido a la mano de tores que, admirados a los veinte años, a Casto Canel, como ilustración de por- El pozo, Ediciones Signo: Montevideo, 1939 los treinta nos parecen mediocres y a los tada. De los quinientos ejemplares que (Colección Museo del Escritor, Madrid) cuarenta nos resultan aburridos. No es el se imprimieron, todavía en 1951 Onetti caso de Onetti. Una vez onettiano, para pondría a disposición de la revista Núsiempre onettiano. Su filosofía del hommero un centenar de ellos para su distribución. Un «éxito», bre es tan madura, tan poco coyuntural, tan poco deudora de pues, no muy distinto al de La metamorfosis de Kafka, ese otro modas o ideologías, que ser onettiano es como ser platónico: deslumbramiento. algo que compromete no sólo el modo de pensar, sino tamUn año después de la aparición de La náusea y tres años bién el modo de ser. Pues, al fin y al cabo, además del goce antes de la publicación de El extranjero, un montevideano estético que produce la lectura, ¿qué otra cosa buscamos en ignorante de la literatura que se estaba haciendo en la de- los libros si no aquellas constantes que nos definen? solada Europa rompía con el canon sudamericano. Para la 1950 marca el nacimiento de un nuevo territorio en el historia privada del escritor queda, una vez más, la ceguera mapa del mundo. Quizá algún día París y Londres desapade los contemporáneos; para la historia colectiva de la litera- rezcan por culpa de la locura de los seres humanos, pero tura, acaba de amanecer uno de sus más grandes hijos. Santa María nunca morirá. Como el mar de las Sirtes, como
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dossier: Ricardo Menéndez Salmón. Donde el aire es más puro
Yoknapatawpha o como Comala, un lugar llamado Santa María forma ya parte del patrimonio intangible de la humanidad. Vagamente esbozada en una escena de Tiempo de abrazar, novela que Onetti perdió o abandonó allá por 1934, Santa María nace para asombro de los lectores en La vida breve, una de las obras mayores de la literatura en español de todos los tiempos. La ciudad, como el propio escritor confesó a Ramón Chao en el impagable Un posible Onetti, es un vago trasunto de «Entre Ríos, del río Paraná y su barranco, con sus dos balsas que lo unían con Santa Fe», y por ella pululan, incómodos a veces, turbadores siempre, llenos de la espantosa lucidez que regala la inteligencia, los tres más singulares, trágicos e inolvidables caracteres onettianos: el dios Brausen, el médico Díaz Grey y el macró Juntacadáveres, también llamado Larsen. La cumbre
la comunión irrenunciable de su ética y su estética. Para los libros de texto, a menudo tan avaros con ciertas almas, queda una hermosa anécdota. En 1963 la William Faulkner Foundation eligió El astillero como la mejor novela escrita por un uruguayo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El 8 de abril de ese mismo año, un Onetti emocionado escribe a sus benefactores: «Desde hace muchos años, desde que descubrí las primeras obras de Faulkner, he tenido por él una gran admiración literaria y un profundo sentido de amistad por alguien que fue siempre desconocido en el terreno personal». La literatura como comunión, como vaso comunicante, como diálogo entre gigantes. Maestro y discípulo, rey y delfín, alfa y omega de un modo de concebir el mundo y –con él, en él y para él– al hombre. El canon Y ellos estaban mudos y mirándose, a través del tiempo que no puede ser
Él, alguno, hecho un montón en el
medido ni separado, del que senti-
tope de la noche helada, tratando
mos correr junto a nuestra sangre.
de no ser, de convertir su soledad
Estaban inmóviles y permanentes.
en ausencia.
Juan Carlos Onetti, Los adioses
Juan Carlos Onetti, El astillero
En cierta ocasión me pidieron tres consejos para quienes desearan escribir. Bajo el poco prometedor rótulo de El último que di fue que leyeran a los la Compañía General Fabril Editomaestros, que eso hacía a uno humilde ra, con sede en la ciudad de Buenos y situaba a cada cual en el lugar que realAires, Onetti publica en 1961 la que mente ocupa. No en vano, el derecho a para muchos constituye su obra maesdemoler estatuas sagradas hay que gatra, El astillero. A riesgo de que se me nárselo en la página. En estos tiempos acuse de exageración, me atreveré a El astillero, Compañía General Fabril de declaraciones gruesas y blogosferas, ir un paso más allá. El astillero no sólo Editora: Buenos Aires, 1960 (Colección cuando hay tanto ruido en la literatura y es la obra maestra de Onetti, sino el Museo del Escritor, Madrid) tan poca nuez que llevarse a la boca, relibro más hermoso escrito en español leer a Onetti pone a muchos mediocres que yo jamás haya leído. Quintaesencia de la Weltanschauung onettiana, El astille- en su sitio y al de Montevideo en el suyo. Arriba, donde el aire es más puro. ro, esa investigación sobre el hastío y la inapetencia, sitúa a Onetti en un lugar de privilegio que sólo unos pocos elegidos alcanzaron en el segundo Siglo de Oro de nuestras letras: el Ricardo Menéndez Salmón. Nacido en Gijón, en 1971, es autor de Carpentier de Los pasos perdidos, Rulfo en Pedro Páramo, Borges diez novelas, dos colecciones de relatos y un libro de viajes. Su obra en los relatos de El Aleph, el Roa Bastos deYo el Supremo. está traducida en Alemania, Francia, Holanda, Italia, Portugal y TurDe ese fracaso perpetuo que es la literatura, condenada quía. En la actualidad reside en Bamberg (Baviera), donde disfruta a no alcanzar nunca aquello que quiere expresar, Onetti se del premio a la Excelencia Artística concedido por la Internationales remontó en El astillero hasta recoger en páginas inolvidables Künstlerhaus Villa Concordia.
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dossier: Juan Gracia Armendáriz. La vida breve y el trago largo
El cielo raso
La vida breve y el trago largo Juan Gracia Armendáriz
.El día en que murió Juan Carlos Onetti acabábamos de mudarnos
visado por unos lectores que lo admiraban y querían como a Hilarión Eslava, calle madrileña con nombre de músico a un familiar raro y genial a quien era mejor no molestar. navarro, donde vivieron Benito Pérez Galdós, Pablo Neruda Cuando entonces –expresión umbraliana que adoptó y, al parecer, César González Ruano. No hay documentos Onetti para titular su novela–, mis compañeros de generaque acrediten un improbable encuentro entre el malévolo ción buscaban sus modelos en el realismo sucio. Raymond sablista de los periódicos y la maquinaria lírica chilena. Nos Carver deslumbraba con su minimalismo expresivo. Años rodeaba un vecindario fantasmal en una casa corcovada, a la antes, los modelos habían sido Borges y Cortázar. Y anteriorque un obús disparado desde la Ciudad mente, Thomas Bernhard. Lo malo no Universitaria partió en dos. La Guerra era la angustiosa parquedad expresiva Civil le proporcionó una arquitectura de Carver, esa sorda atmósfera de catásdesgarrada en ángulos cubistas. La estrofe inminente, sino la anorexia semáncalera aconsejaba subirla y bajarla muy tica y la anemia formal de algunos imitasobrio. dores. También Borges había fecundado Exhaustos por el transporte de nueslas facultades de petulantes borgianos, tra biblioteca, nos disponíamos a abrir y Cortázar había sembrado las aulas de una botella de vino y comer unos bochicas con vocación de Maga. Había que cadillos sobre unas cajas de cartón que andarse con cuidado. Como algunas pesaban como familias de demonios. A mujeres, los grandes escritores son soles falta de televisor, encendí la radio. Enque abrasan. Yo era onettiano; impostatonces, una voz femenina dio la noticia. do, pero onettiano. Al fin y al cabo, no Ella dio un grito. Se diría que acababa compartía su infinita tristeza, su pereza de morir su abuelo. Y el mío. Empecé sin límites, su visión melancólica, su lena dar vueltas por la habitación, tropetitud de boa, pero qué manjar literario y zando con sillas de plástico y perchas vital me proporcionaba la lectura de sus de alambre verde. Onetti, muerto en libros. Qué conmoción. Llegar a Onetti el transistor, y embalsamado en nuesexigía escalar a Faulkner, o una vez escaLa vida breve, Editorial Sudamericana: tras cajas de cartón. Hacía tiempo que lado Faulkner regresar a Onetti, tomar Buenos Aires, 1950 (Colección Museo estábamos «onettizados», gracias a la luego los ásperos senderos de Juan Bedel Escritor, Madrid) recomendación de Francisco J. Satué, y net, hundirse en James Joyce o perderaquella noche, mes de mayo, hacía un se en la floresta sintáctica de Sánchez calor saharaui. Anonadados por la noticia, acudimos a un Ferlosio. Leía y escribía a contracorriente. Tras el inevitable bar asturiano donde solíamos marearnos de alcohol, litera- deslumbramiento producido por Cien años de soledad, La ciutura y alguna que otra trifulca protagonizada por estudian- dad y los perros y Rayuela, escuché el eco de dos nombres, dos tes. Sentados en el velador, y sin que nadie nos hubiera con- mudos, dos tímidos, dos juanes: Rulfo y Onetti. En la librevocado, estaban dos onettianos: el poeta Miguel Galanes y ría Fuentetaja adquirí un ejemplar editado por Edhasa de el novelista Francisco J. Satué, quien al día siguiente escri- La vida breve. No era consciente de la trascendencia de esa biría la necrológica de Onetti para el periódico El Mundo. compra. Su lectura me abrió las puertas de una percepción No hablamos de él. Bebimos con esa pesadumbre que la literaria que ya no se cerrarían. El escritor novel no enconinsistencia transforma en la modalidad madrileña de un trará en ella hombres muy viejos con alas muy grandes, ni el funeral irlandés. Quiero pensar que a Onetti, de apellido voseo jazzístico de Cortázar, ni símbolos que se acuñan en la gaélico –O´Nety– le hubiese gustado ese homenaje impro- página como exlibris: el tigre, la espada, el laberinto… En su
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Onetti en la casa de Lagomar, Uruguay, fotografiado por su nieto Carlos Esteban Onetti (Colección Museo del Escritor)
gran novela el lector encontrará un apartamento asfixiado por la humedad, un hombre al borde de la ruina moral y económica, un poblado de suizos, médicos perversos, mujeres gordas, mujeres sin un pecho, mujeres asesinadas, prostitutas ajadas, bebedores sin sueño, tóxicos insomnios, la necesidad de huir por los agujeros negros de la imaginación. Albergo la sospecha de que la influencia de Onetti en los escritores españoles disminuye en proporción inversa a la juventud de los mismos. Si a principios de los años noventa cierto compañero de doctorado se proponía realizar su tesis sobre su obra periodística, mucho me temo que entre las lecturas de los más jóvenes, Onetti es tierra ignota en contraste con la excitación que suele causar el desembarco del último joven novelista nacido, pongamos por caso, en Nebraska. La obra de Onetti posee ingredientes tan atractivos como actuales. Onetti es urbano, o más bien suburbial, escribe sobre los márgenes, la atmósfera «crapulosa» –en palabras de Mario Vargas Llosa–, envuelve al lector en el humo de la derrota sin paliativos. La ternura y la perversión –mezcla canónica en el mundo onettiano– conmueven y desasosiegan. No falta bebida, no faltan drogas, pero no hay rock and roll, internet o Facebook. No encontrará el lector primerizo elementos folk ni fantásticos, aunque sí fantasmales, que se incorporarán al imaginario y sensibilidad del lector. Su obra es vocacionalmente europea, como lo es, en general, la literatura rioplatense. La atmósfera onettiana es la bruma de una resaca sin tregua, exuda una densidad oleaginosa que hipnotiza, realzada por un manejo del lenguaje que hace de sus obras un objeto verbal tan persuasivo y adictivo como la morfina. Onetti es droga dura. Pero lo cierto es que en su obra se muestra una épica de la derrota que casa muy mal con un mundo literario que exige el éxito y la fama sin retrasos. Quizá, por ello, como apuntaba Rodrigo
Fresán en una brillante conferencia pronunciada en La Casa de América, «Nadie quiere ser Onetti». Y sin embargo… Sin embargo, su escritura posee la textura dialogada de sus amados escritores de novela negra. Se adelantó muchos años al éxito de que goza hoy el género. Su obra ofrece algunos de los ingredientes que planean en el horizonte de expectativas de muchos escritores jóvenes y no tan jóvenes: marginación, crímenes, derrota, sexo, negrura, hombres temibles que dicen frases terribles: «Voy a cambiarte la mirada». Las obras de Onetti no forman parte del canon literario de los más jóvenes, y sospecho que ello obedece a razones o prejuicios formales irradiados por las exigencias editoriales, las modas, los tiempos entre costuras de algunos talleres de escritura y los manuales al uso. Ya saben: ojo con el exceso de adjetivos, cuidado con los adverbios inverosímiles, las comparaciones ociosas, las metáforas excesivas, la sintaxis arborescente, cuidad la trama, no os demoréis en las descripciones, analizad la caracterización de los personajes, planead la estructura de la novela como si del guión de un telefilme se tratase… En fin, todo eso. No, no encontrarán nada parecido, porque Onetti era libre, profundamente libre, cuando escribía, y lejos de ser un cínico, una fiera del circo literario, un ogro extemporáneo de las letras o una vedete cultural, se acomodó en su cama para beber, fumar y escribir sin más disciplina que la pasión y el convencimiento empecinado en su propia ética y estética. Hay otro aspecto que podría hacerlo atractivo a ojos del escritor en ciernes. Me refiero a su obligada posición de outsider, de segundón en todos los premios a los que se presentó, su exilio interior y exterior, su encamamiento exento de las imposturas propias del martirologio de los malditos. Toda la belleza que era capaz de volcar en esos arrebatos pasionales de escritura tiene un reverso en una lenta, parsimoniosa destrucción. Los rasgos biográficos, formales y temáticos de su obra lo auparían al dudoso privilegio de ser un escritor de culto, tan admirado como poco leído. No podemos permitirnos ese falso lujo. Onetti amedrenta porque no se adivina en él ninguna doblez, más allá del atildamiento desgarbado de un caballero nacido a principios del siglo pasado, mudo, oculto, insomne, mujeriego, alcohólico, mordaz, que en las reuniones de escritores prefería seguir los regates de un futbolista en la pantalla del televisor que los debates intelectuales de sus interlocutores. Aunque voraz lector, descreía de teorías y elaborados constructos ficcionales. Su talento no necesitaba de esas muletas que los mortales usamos a modo de discurso justificatorio. «Yo no soy un intelectual, sólo un hombre que lee y escribe», dijo en cierta ocasión.
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Pero volvamos a La vida breve. La yuxtaposición de planos narrativos y voces traman un mundo imaginario. Trama sobre trama. Metaliteraura, sí, pero exenta de guiños dirigidos a los más listos de la clase. Brausen, narrador de la historia, debe escribir en un caluroso apartamento un guión cinematográfico que le salvaría de la ruina económica. Reflexiona sobre Gertrudis, que yace con un pecho recién amputado. Percibe movimientos en el apartamento contiguo, al que se ha trasladado a vivir una prostituta. En esa atmósfera angustiosa, de cielo bajo, propenso a las jaquecas y al mal humor, comienza la lenta huida de Brausen: la construcción de una ficción paralela –el otro lado del tabique–, de la que emergen Díaz Grey, el médico morfinómano, la promiscua Queca, la pobre Mami, Stein, una colonia de suizos y, al fin, una vez traspasado el tabique, Santa María. Brausen mezcla elementos vividos y los funde en el caldero pervertido de su imaginación. Es el propio acto creativo –literario– el eje central de La vida breve, donde el fragmentarismo de la narración superpone planos y perspectivas que le otorgan un carácter de desconcertante ambigüedad. Onetti nos instala en la mente de un novelista ensimismado, al que la realidad lo empuja al aislamiento del mundo real para crear otro, paradójicamente, no menos amable que aquél del que huye. La imaginación de Onetti-Brausen es tan implacable como el apartamento donde gime Gertrudis y se respira el aire turbio de un mutuo desamor. La huida imaginaria de Brausen es una trampa, pero es una huida, al fin y al cabo. Si la novela del siglo veinte dinamitó, una por una, todas las convenciones formales de la novela decimonónica, las obras de Onetti parecen escritas anteayer. Su modernidad radica, entre otros aspectos, en su aparente desprecio por la trama –aparente, digo, porque era un compositor minucioso de estructuras–, en la formación de planos temporales donde realidad y ficción se abrazan y repelen. Todo ello exige la participación del lector, porque el autor lo respeta. La metaficción que pone en marcha en La vida breve es un juego, sí, pero un juego muy serio, aunque no falten, como en la vida y declaraciones del propio Onetti, el humor y la ironía, a veces ácida, en contrapunto al mundo lóbrego, irrespirable que nos brinda en el brillo color ámbar de un vaso de whisky. Onetti otorga al personaje el poder de pergeñar el delirio de una ciudad sonámbula. Brausen es consciente de que sus sueños cobran consistencia mientras Gertrudis llora, dormida. Deberá buscar la salvación en la habitación de la Queca. En esa habitación oye los suspiros de su mujer que sufre en sueños. Brausen se hace pasar por Arce para gozar de la ilusión de no tener pasado y se encarna en Díez Grey. Se diría que se adentra en sí mismo como por el espacio irreal de un bodegón: objetos inútiles, abandonados, limones que chupan la luz, vasos en cuyo vidrio puede adivinarse la circunferencia aceitosa
dossier: Juan Gracia Armendáriz. La vida breve y el trago largo
Onetti en el cuarto de su casa de Avenida de América, 31, Madrid, escribiendo. Foto: Dolly Onetti (Colección Museo del Escritor)
del alcohol… Absorto en esa atmósfera estadiza que contagian los objetos posee a la Queca. El crimen resulta inevitable en la lógica endemoniada del relato, como también lo es, «lógicamente», que la mano que ejecuta su deseo sea una mano que los alcanza desde la realidad. El juego de espejos es eficaz no tanto por la fidelidad de lo que reflejan como por la intensidad verbal con que lo hacen. Una intensidad contagiosa, advierto. Las penúltimas imágenes que tenemos de Onetti, tomadas por una cámara casi obscena para filmar una entrevista, nos muestran un hombre que no parece tal sino un ojo globuloso, una bebida amarga, la cabeza descomunal en proporción a un cuerpo sin un átomo de masa muscular, un pijama, una barba de vagabundo. Sí, da miedo. Mucho. Pero ese hombre que murió una tarde asfixiante de mayo en un «Mundo loco» –frase con que arranca la novela–, nos ofrece páginas donde su impronta verbal, de una potencia cegadora, muestra el reverso de la condición humana, a la que no pocas veces salva gracias a la piedad y a la compasión que siente por sus personajes. Léase, a modo de ejemplo, el recuerdo que Brausen rememora en palabras de Stein y que cierra el capítulo siete, titulado «Naturaleza muerta», y agradezcan que haya existido un autor capaz de elevar la literatura a tal grado de belleza, sordidez y ternura. Fue hace veinte años. Al fin y al cabo, todos morimos de una grave enfermedad llamada vida.
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Juan Gracia Armendáriz (Pamplona, 1965) es doctor en Ciencias de la Información. Es autor de un poemario, un libro de relatos, una novela breve y dos colecciones de microrrelatos. Su obra ha sido incluida en diversas antologías. Su novela La línea Plimsoll (Castalia, Premio Tiflos) ha sido traducida al inglés. Diario del hombre pálido y Piel roja son sus últimas obras, ambas publicadas por Demipage. Es columnista de Diario de Navarra.
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LECCIONES DE CLARIDAD Marta Sanz
.A finales de noviembre del año pasado leí en El Cultural un artículo de Ignacio Echevarría que me interesó mucho. Se titulaba «Claridad» y en él se desmenuzaban dicotomías y asociaciones que sirven para leer, entender y valorar los textos: claridad frente a turbiedad; la falacia de que lo claro nunca es complejo; la idea de Theodor W. Adorno de que «lo específico, lo que no está acogido al esquematismo, parece una desconsideración, una señal de hosquedad»; el prejuicio contra la poesía sencilla y la tendencia ultra-interpretativa de las academias y de los exegetas órficos hacia la poesía oscura… Al leer «Claridad» me vino a la cabeza una entrevista que el escritor mexicano Emiliano Monge concedió a esta misma publicación cuando le dieron el premio Jaén por su novela El cielo árido. Como ya comenté en otro lugar, en la entrevista Monge hablaba de la oscuridad a la que aspira la literatura frente al orden y la claridad inmanentes al lenguaje. En esta declaración hay un zarpazo hacia los presupuestos de la mística, la inefabilidad, el lenguaje insuficiente y la crítica posmoderna. También contra una modalidad de la pereza que no tiene que ver con los pensamientos del simpático Lafargue. Onetti, Borges y mis alumnos Todo esto viene a cuento –muy a cuento– de Onetti. De su prosa, sus personajes y sus voces narrativas. De la dificultad que encuentro, no como lectora pero sí como docente, cuando procuro que mis alumnos entiendan y disfruten de los textos onettianos. A mis alumnos les cuesta entender a Borges no por la densidad de su prosa, su relieve o peso específico, sino por la sutileza paródica y el carácter intelectual de su propuesta. Les faltan referentes, de modo que Borges funciona como pretexto para enseñar otros temas tirando de los hilos de la tela de araña intertextual. Borges es un escritor claro pero no simple. Ideológicamente sus textos están marcados desde dentro, más allá de las simpatías o antipatías ¿extraliterarias? que despierte un personaje tan controvertido –por no decir otra cosa–. Onetti tampoco es un escritor simple, pero desde luego no es un escritor claro. Aparentemente. Leo con mis alumnos un fragmento de El astillero que es novela fundacional en mi vocación literaria. La leí en quinto de
carrera y, después de cerrar su última página, casi todo lo demás se desdibujó: las fabulaciones mágicas de García Márquez; las polifonías de Vargas Llosa; las ficciones pre-posmodernas de Borges; los selváticos instrumentos musicales de Carpentier; el amor sartriano, fou y objetualizado de Juan Pablo Castel por María Iribarne; los noemas y clémisos de un Cortázar que jugaba a la rayuela… No reniego de todas esas satisfacciones: no comparto las últimas iconoclastias contra Cortázar o contra cualquier escritor que cumpla un aniversario, los golpes en el pecho, el alarido epatante o el gritito escandalizado, la falta de humildad y la inconsciencia respecto a la propia estatura. Pero, después de leer El astillero, todo se empequeñeció ante el deslumbramiento que a los veinte años sentí con Onetti. Mis alumnos ahora tienen veinte años y se aproximan a la novela de Onetti como alguien sin hambre al que colocan delante de un enorme pavo duro y le dan para que lo corte un cuchillito de plástico. Existe una imposibilidad manifiesta de hincarle el diente para disfrutar de la carne por mucho que me empeñe en contagiar un estado casi de trance hipnótico por la palabra. Mis alumnos me ven como a una loca y vuelven a sus textos de ciento treinta caracteres. A sus microrrelatos. A sus haikus. A su paradójica capacidad para la lectura extensiva y a su mala predisposición hacia la lectura intensiva. Para desentrañar lo que queda bajo lo obvio. Detrás. Por encima. El mundo ha cambiado mucho –tal vez a mejor– mientras me doy cuenta de que mis pulgares no se desarrollan y adquieren esa esbelta agilidad requerida para escribir mensajes largos pulsando la pantalla de un smartphone. Leer como un buzo Algo ha cambiado en la manera de leer y Onetti es uno de los autores en los que se pone de manifiesto ese cambio radical de paradigma. En Borges queda la posibilidad de la lectura hipertextual y fragmentaria, pero Onetti exige tomarse un tiempo largo y lento, predisponerse hacia la experiencia de la angustia, vestirse el traje de buzo para rescatar a los ahogados que se enredan en las algas al fondo de una laguna de agua negra. Debajo del lodo queda la promesa de la luz. O quizá no. Quizá no haya nada y los lectores asumen ese
dossier: Marta Sanz. Lecciones de claridad
El cielo raso
Gafas de Juan Carlos Onetti (Colección Museo del Escritor. Centro de Arte Moderno, Madrid)
riesgo: el de que no sólo no haya ni una sola compensación, sino el de que además la lectura pueda encerrar un daño. Al abrir los ojos es factible esa percepción del horror de la que nunca son víctimas quienes mantienen los ojos cerraditos o entornados como en aquella novela tan rara de Peter Handke –otro que tal baila– que se titulaba El chino del dolor. ¿Se siguen publicando novelas así? Cada vez menos. Cada vez con mayor dificultad. ¿Importan esas pérdidas? Creo que sí. Con El astillero los lectores entendemos la oscuridad a la que se refiere Monge y esa indisolubilidad de fondo y forma que atañe a la idiosincrasia de los textos literarios. También de los filosóficos: Adorno apuntó aquello de que no se puede expresar un pensamiento complejo con una estructura lingüística simple. A lo mejor es que estamos asistiendo a la descomposición en el aire del pensamiento complejo. A lo mejor es que el pensamiento crítico, esa mirada incómoda que se sitúa en los márgenes del mainstream, se diluye como fantasmagoría… La simplificación de la complejidad, las no siempre bienintencionadas didactizaciones, las demagogias autoinmunes de la cultura, desde un punto de vista semántico, nos llevan a contar otra cosa: quizá más interesante –porque hay complejidades que son una filfa–, pero indefectiblemente otra. No existen las versiones adaptadas. Ni de El Astillero. Ni de El árbol de la ciencia. Ni de La verdad sobre el caso Savolta. Se pierde demasiado por el camino y de ahí la eterna dificultad de la traducción y de la adaptación del texto literario al cine: el resultado, a veces felizmente, es distinto del original.
decisión heroica. Parece que los personajes llevan sobre los hombros un peso y que sus movimientos son amagos imposibles bajo el agua. La metáfora del sumergimiento se relaciona con cierta sordera de Larsen, de Gálvez, de Kuntz, que subraya la incomunicación característica de buena parte de las novelas de la segunda mitad del siglo XX. El destino, siempre erróneo, es una aventura hacia el interior del fracaso: el de Larsen que pretende darle sentido a toda su vida a partir de un solo punto que es una mentira, una ficción, un espejismo empresarial y romántico: tanto su compromiso laboral con Petrus –momia, enterramiento, catafalco, cuerpo que se convertirá en polvo al contacto con la luz–, como su obcecado amor por Angélica Inés, la heredera caballuna que sueña unos sueños más locos que los de la mismísima Susana San Juan, podrían ser ancla mítica y heroica salvación. Y, sin embargo, todo tiene que ver con la putrefacción del cuerpo y de las cosas. Con la muerte. Y con el daño o la felicidad que nos auto-infligimos con las propias mentiras. En El Astillero hay una reflexión no muy complaciente sobre los efectos de las ficciones y sobre el costurón que incardina vida y literatura. La propuesta de Onetti hoy es contrapunto, memoria y urgencia: exigente y triste, constituye el testimonio de una forma de pensar la verdad, el tiempo y la palabra propia de una especie en extinción. La historia de Larsen no podía ser contada con un lenguaje ni dulce ni melifluo, sino con uno turbio y asfixiante. Recóndito. Fundacional. Que exige, desde dentro y desde fuera del texto, el compromiso de todos nosotros, los lectores, con la literatura y con la realidad de la que ésta nace y a la que es devuelta. Esa es la lección de claridad de Juan Carlos Onetti. Su muro transparente.
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Marta Sanz (Madrid, 1967) es autora de novelas, poemarios y ensayos. Ha obtenido los premios Ojo crítico y Vargas Llosa NH de relatos, y ha sido finalista del Nadal. Sus libros más recientes son el ensayo sobre
Existencialismo demodé El astillero es una de esas novelas donde comprobamos que, entre el ser y la nada, lo que nos queda es la náusea de vivir. Una de esas alegrías que la literatura ya no se puede permitir si quiere ser tolerada en el mercado de abastos. Una parábola sobre los sueños irrealizables donde la acción se convierte en
cultura No tan incendiario (Periférica), el poemario Vintage (Bartleby) y la novela Daniela Astor y la caja negra (Anagrama) galardonada con los premios Tigre Juan, Cálamo-Otra mirada y Estado Crítico 2013. En mayo de 2014, Anagrama rescata su novela autobiográfica La lección de anatomía, en una nueva versión corregida y ampliada. Colabora habitualmente en El Cultural, El Confidencial, Mercurio y El Viajero.
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LOS ONETTIANOS
dossier: Marta Sanz. Lecciones de claridad
Ernesto Pérez Zúñiga
Onetti sentado en su cama, ya vestido para ir a recibir el Premio Cervantes. Foto: Dolly Onetti (Colección Museo del Escritor)
Para Francisco Raya
.Vivíamos en Granada y estábamos saliendo de la adolescencia. Una buena parte de nuestra vida giraba en torno a los libros de Onetti, aunque quizá es más exacto precisar que giraba «dentro» de sus novelas. La primera que yo compré, en la librería más cercana al instituto donde estudiaba, fue Dejemos hablar al viento, atraído por su título. Onetti no aparecía en los libros de la escuela pero impuso su poder literario sobre los demás autores con suma facilidad. Los onettianos no sabíamos todavía que lo éramos pero, casi sin querer, empezamos a movernos como sus personajes. Nos afectó primero en la forma de andar. Estudiábamos quizá el último curso del bachillerato o la selectividad y aparcábamos los apuntes en un tiempo concreto de la noche, cuando el silencio nos rodeaba y la luz seguía encendida. Era un momento de máxima concentración cuando abríamos alguna de las novelas que nos habíamos intercambiado: Juntacadáveres, Los adioses. Las leíamos
sin orden y sin atender a su fecha de publicación. El autor, supimos, estaba vivo y, al parecer, en Madrid, un lugar que nos resultaba más inaccesible que Santa María, porque nosotros visitábamos la ciudad de Onetti cada noche. Esa fue la segunda gran influencia: la manera de estar en la madrugada. En el primer año de facultad ya nos sabíamos decididamente onettianos. En esta conciencia radicaba nuestro desafío y nuestro talismán para caminar por los inhóspitos pasillos del mundo nuevo. Allí y en los bares de la ciudad nos rodeaban compañeros de otras órdenes: rockers, mods, heavys, hippies, pijos. Todos ellos se caracterizaban por una manera de vestir y un código ético. Eran grupos numerosos y evidentes. Nosotros éramos dos, tres a veces, cuatro en las mejores épocas; discretos pero firmes, convencidos de nuestra mejor categoría. Vestíamos como Larsen y mirábamos la vida como Díaz Grey.
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Entendíamos chaqueta, fular y sombrero como vestimenta natural. Pero, más importante que cualquier prenda, eran las botas con tacón de madera. Resultaba imprescindible sentirlas a las cuatro de la mañana, de regreso a casa, en calles vacías e iluminadas por las farolas, para imaginarse a Larsen en Santa María, taconeando, poniendo un paso detrás de otro y que estos incluyeran el sonido de un golpe: el tiempo de la literatura y de la vida, simultáneos, el aviso del péndulo sobre las aceras nocturnas de Granada. Habíamos aprendido muy temprano la dicha de la infelicidad y de la escisión. En los bares, contentos de ser cómplices y no ser comprendidos, disfrutábamos de largas horas de barra en que las muchachas no se iban a acercar a nosotros. Era fundamental beber lento y degustando cierto desprecio del placer y del licor, asumir como inevitable la sospecha de los demás, que no encontraban en nosotros una conversación habitual. De la mente a la boca bajaba la música de una página recién leída. Éramos los onettianos, nos sabíamos onétticamente desdichados, en efecto, todo lo que nos rodeaba era un juego, divertido o no según la calidad de la farsa. Habíamos leído El astillero. Fracasar era un goce inevitable para nosotros, conscientes, iniciados, y más duro para todos aquellos que se habían reunido en el mismo bar sin atreverse a leer «Bienvenido, Bob». Y, por eso, había una empatía con cada debilidad ajena, una comprensión del solitario o del nervioso, condicionada a que no quisiera lucrarse con el papel que le había tocado en el reparto y, desde luego, a que no lo representara con fanatismo. Enamorarse, no ser correspondido, regresar a casa sobre el paso sonoro de las botas bien enceradas, dejar atrás a los amigos deportistas que abrazaban a las chicas deseadas en silencio por nosotros (ellas nos miraban como al loco del tango), constituían hechos literarios y, por tanto, hermosos. Como a Nerval, nos arrastraba el sol de la melancolía, pero no lo sentíamos tan negro como él, digamos que tenía un radiante color gris-Onetti. Nos creaba su lenguaje. Nos daba el ritmo de la imagina-
dossier: Ernesto Pérez Zúñiga. Los onettianos
ción; esas ganas de estar solos en las aceras después de haber dejado rotas todas nuestras expectativas en el suelo de un bar, como cáscaras de huevo. Taconeaba la manera en que Onetti construye su frase, pausada, sinuosa y larga, tenuamente tambaleante. Dirigía nuestros pasos una sintaxis rica y conocida (como las calles de Granada), dispuesta a mostrar presencias o ausencias inesperadas en portales, plazas y, cómo no, al fondo del callejón. Onetti adjetivaba nuestra mirada en los antros vibrantes de humo. Había que apartarlo para encontrar también el sustantivo preciso y despiadado que definía a los clientes más habituales. La ternura se encarnaba en el verbo. Estribaba en los modos mentales de la acción: comprender, simpatizar con los defectos comunes, saberlos propios, mirar lo oscuro con cierta preferencia y descubrir que, también allí o sobre todo, trataban de conjugarse los tiempos del amor. Había en nosotros, muchachos sin veinte años, una brújula de personalidades ajenas. Al norte del pensamiento, Díaz Grey iba a proponer cualquier juicio sobre el mundo a través de nuestra boca. Al sur, el viejo Petrus movía su cabeza negándolo todo. Al este, Angélica Inés señalaba que quería seguir viviendo en los ojos de aquella compañera de facultad, tímida, lánguida, siempre sola en la cafetería. Al oeste, Larsen se seguía marchando en la barcaza del río. Teníamos algo de Quijotes con chándal, todavía un día por semana, que jugábamos al fútbol o al baloncesto al final del siglo XX, o estudiábamos latín, hebreo, probábamos cómo nos sentaban los diferentes licores en el café favorito donde escuchábamos jazz, y luego nos agarrábamos a un libro de Onetti hasta el amanecer. Como el melancólico hidalgo, nos dejábamos llenar por sus personajes y, después de dormir el día, cuando nos maqueábamos para volver al bar, sabíamos que éramos distintos, quizá mejores que los rockers o los mods, decididamente mejores que los pijos, porque aquellos seres de ficción habitaban en nosotros y nos iban a indicar un gesto, una frase precisa, una tristeza luminosa. Los onettianos teníamos nuestra ciudad propia, Santa María, que se encajaba en la nuestra durante los días de
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dossier: Ernesto Pérez Zúñiga. Los onettianos
lluvia. La estatua de Brausen había aterrizado en la plaza de Bib-Rambla para coronar la fuente donde pena, bajo el agua, el círculo de atlantes. Las tiendas con más penumbra se llamaban colmados. Una atmósfera prostibularia se instauraba en cualquier bareto con barra de zinc. El río sonaba en alguna parte, amplio y definitivo, y algún día nos sacaría de aquella tierra. Santa María, ciudad invisible, alineaba los portales de sus edificios con la entradas de nuestras casas. Yo llamaba al timbre de mi mejor amigo, onettiano sin remedio, y lo esperaba con El astillero en la mano, que intercambiaría con él por un Cuando entonces, antes de comenzar nuestro paseo por la ciudad fundida, que sonaba mejor en el silencio, cuando los tacones de nuestras botas intercambiaban sus golpes de reloj. En otros lugares habría personas como nosotros, también creadas por la escritura de Onetti. En Granada, probablemente. En Montevideo, seguro en Buenos Aires, indudable que alguna patearía el puerto diminuto de Gibraltar; en Madrid, allí debía de estar la mayoría, cerca del escritor. Y, aunque sabíamos que aún vivía, lo preferíamos impreciso, quizá porque no podíamos encajarlo dentro de nuestro mundo de ficción. La realidad que aceptábamos era su escritura, su imaginación encarnada en palabras, no el Onetti físico (y mítico) que las soñaba en su cuarto de la Avenida de América. Sin embargo, recibimos la publicación de Cuando ya no importe como algunos amigos el último disco de los Rolling. O de Nirvana. O de qué se yo. No habíamos leído todavía La vida breve y, por tanto, desconocíamos el Génesis. En 1950 Onetti había inventado a Brausen, y este había inventado Santa María y a sus habitantes. Nosotros los conocimos cuarenta años después, cuando también ellos habían olvidado que eran seres de ficción, algo que sabían muy bien al principio, cuando erigieron la estatua en la ciudad con la plaqueta que decía: «Brausen, fundador». Los onettianos, en los 90, pasábamos bajo la estatua como un ciudadano más, sintiendo que era verdadera. Y, sin embargo, los personajes de Santa María, hijos conscientes de su invento, nos habían inventado a nosotros, sin intención por supuesto, a fuerza de nuestras lecturas, pero me gusta pensar que acaso estaban dejando correr la circunstancia de que ellos mismos eran fruto de una ocurrencia.
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El viejo truco divino obraba de nuevo con fluidez y desapercibido. Alguien había escrito nuestros torpes pasos en el Paraíso, como Cervantes la casa solariega donde Alonso Quijano estaba creando dentro de sí al caballero don Quijote, página a página, instante a instante en líneas impresas de novelas de caballería. El hidalgo manchego, a lomos de su rocín, iba a decidir cada una de sus acciones según los fantásticos héroes de las aventuras recibidas. Yelmo de Mambrino, arcaica armadura, el personaje desfilaba por la llanura manchega, como los onettianos por las calles de la provinciana Granada, chaqueta y fular, botas de Larsen. No hay magia mayor. Algunos escritores son capaces de inventar universos tan poderosos que estos, existentes sólo en la fusión de conciencias que implica la lectura, crean habitantes dentro de los lectores: brumosas personalidades que se activan para influir en nuestros comportamientos y decisiones en cualquier momento de la vida. Somos los otros, como quería Rimbaud, y también hijos de entremezcladas imaginaciones. Las corrientes de nuestros actos crean una realidad acompañada de todo lo que hicieron y pensaron nuestras ficciones favoritas. Los onettianos, veinte años atrás, no éramos conscientes de este engranaje del mundo. Simplemente disfrutábamos de vivir impulsados por el aire mentiroso y lúcido de Santa María. Caminaríamos una madrugada más insistiendo en escuchar el lento taconeo de Larsen. No tendríamos una Harley Davidson, un descapotable, aros en las orejas ni el estómago tatuado, nunca un Lacoste: sólo libros en las manos. Cuando se habían quedado en casa, invisibles seguían hablando desde dentro.
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Ernesto Pérez Zúñiga (1971) nació en Madrid, ciudad en la que reside, y se formó en Granada, desde la infancia hasta la universidad, donde estudió Filología Hispánica. Como narrador es autor del conjunto de relatos Las botas de siete leguas y otras maneras de morir (2002) y de las novelas Santo Diablo (2004), El segundo círculo (Premio Internacional de novela Luis Berenguer, 2007), El juego del mono (2011), y La fuga del maestro Tartini (Premio Torrente Ballester, 2013). Entre sus libros de poemas destacan: Calles para un pez luna (Premio de Arte Joven de la Comunidad de Madrid, 2002), Cuadernos del hábito oscuro (2007) y Siete caminos para Beatriz (2014).
leyendo el libro Los dossier:Onetti Ernesto Pérez Zúñiga. Losautoonettianos nautas de la cosmopista, de Julio
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Cortázar y Carol Dunlop, en su cama. Foto: Dolly Onetti (Colección Museo del Escritor)
ESCRIBIR Y LEER EN LA CAMA: NOTAS EN UN DIARIO Mateo de Paz .Sábado La razón de escribir hoy aquí, tumbado en la cama, es mi amistad con Juan Gracia Armendáriz. La primera vez que charlamos, hace ya varios años, salió el nombre de Juan Carlos Onetti varias veces seguidas y por diversos motivos. Uno de ellos fue la creación de una lista de las cien mejores novelas breves de menos de cien páginas que habíamos leído para nuestra embriaguez de lectores. Allí aparecieron El pozo y Los adioses, pero también Para una tumba sin nombre y La cara de la desgracia. Esta última nouvelle, más cuento que no-
vela, lleva una dedicatoria que siempre me ha resultado intrigante: «Para Dorotea Muhr, ignorado perro de la dicha». Alguien debería publicar una antología con las dedicatorias más extrañas y acompañadas del correspondiente estudio biográfico de relación entre los contrayentes de igual forma que también se debería publicar una antología de las fajas que rodean y ayudan al libro para demostrarle al lector que hay poca relación entre la frase del crítico y el contenido literario.
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Domingo Desde la cama veo que en mi mesa de trabajo hay una lupa. Miro en el diccionario del teléfono móvil si, como pienso, lupa deriva de lupus, es decir, de lobo. Compruebo que no, que a pesar de que se le acerca mucho, se trata de un galicismo. El término lupa proviene del francés loupe, y significa «lente de aumento, generalmente con un mango»: regarder à la loupe. Esta lupa me sirve para leer la letra pequeña, diminuta, minúscula a veces, de los escritores que admiro, una letra que camina por mi mesa de trabajo y por mi cama escondida entre las líneas. En cierto modo parece una metáfora de la lectura: la lupa cuya extensión sirve para que el punto de vista cambie constantemente a medida que la acercas o la alejas. Sábado Hoy en día sería muy difícil que Onetti consiguiera editor, ni aun siendo amigo. El discurso empleado por Eladio Linacero en El pozo, un escritor que escribe que escribe, sería rechazado de inmediato por la ortodoxia política y cultural: «He leído que la inteligencia de las mujeres termina de crecer a los veinte o veinticinco años. No sé nada de la inteligencia de las mujeres y tampoco me interesa. Pero el espíritu de las muchachas termina a esa edad, más o menos. Pero muere siempre; terminan siendo todas iguales, con un sentido práctico hediondo, con sus necesidades materiales y un deseo ciego y oscuro de parir un hijo. Piénsese en esto y se sabrá por qué no hay grandes artistas mujeres. Y si uno se casa con una muchacha y un día se despierta al lado de una mujer, es posible que comprenda, sin asco, el alma de los violadores de niñas y el cariño baboso de los viejos que esperan con chocolatines en las esquinas de los liceos». La novela fue publicada cuando el autor contaba con treinta años y era, por lo tanto, un escritor joven e impetuoso que hacía gimnasia y todavía no se había colocado las gafas de pasta, marca de su estilo. Sin embargo, la primera redacción de la novela data de una década atrás. ¿Se puede escribir La vida breve con veinte años? Con esa edad uno solamente puede aspirar a escribir una novela cuyo trasfondo es la prohibición de fumar los sábados y los domingos, y si uno se olvida de hacer acopio de cigarrillos el viernes por la tarde para pasar el largo fin de semana sin estancos abiertos ni máquinas expendedoras –y solamente tiene veinte años– y se sienta a escribir, el mal humor solo puede desencadenar una novela como El pozo. Pero hay aquí una forma de mirar que estará en el Onetti posterior de las gafas, en ese escritor que tiene el impulso de proteger la juventud y atacar la vejez. Domingo No veo a Onetti conectado a las redes sociales todas las horas del día, vendiéndonos sus libros, ideando chistes, colgando
fotografías de gatos o de lo que se dispone a comer en tal o cual restaurante. A lo sumo lo veo con una cuenta de correo electrónico abierta para comunicarse con los pocos amigos seleccionados. Las cartas de Onetti deben ser voluminosas. No entiendo que no se incluyeran en las Obras completas que Galaxia Gutenberg fue publicando en el centenario de su nacimiento, hace ahora cinco años. Sábado Algunas veces tomo decisiones equivocadas. Algunas veces me gusta equivocarme para comprender que, por ejemplo, regresar cinco años después al mismo lugar del origen, al mismo territorio del que partí aquella vez ––o me echaron–– puede llevarme a encontrar una respuesta a escribir en la cama. Incluso a pesar de decidir quedarme con lo poco que tengo, las Obras completas de Onetti, su fotografía del revólver y la lupa de mi escritorio, y renunciar a la aventura despiadada del dossier para Quimera, la aventura que podría hacerme ver que sigo vivo en la escritura, pienso aún que la decisión equivocada también me satisface y me ayuda a seguir tumbado en la cama y va a estar ahí presente, toda mi vida, o acaso solamente esa media década que representa el regreso de Larsen a Santa María de Brausen. En mi mesa de trabajo, junto a la lupa y junto a una imagen de Onetti, tengo un ejemplar de El astillero. Esta es la única edición crítica de Onetti que hay en las editoriales universitarias españolas. ¿Cómo es posible que un autor tan importante, que ha influido tanto en los escritores del boom, disponga solamente de ese libro filológico? ¿Por la relativa dificultad de su lectura? ¿Por la pereza, es decir, porque la universidad española no está preparada para él? ¿O fue por su trifulca con el arzobispo de Manila cuando el uruguayo defendió a los jóvenes escritores que se hicieron los suecos y no se sumaron a la celebración de su injusto premio literario? Esto último sería darle un poder a quien no lo tiene, doce años después de muerto. Domingo En El astillero Larsen (o Juntacadáveres) regresa a Santa María cinco años después de haber sido expulsado de una página discutida y apasionante para sobrevivir y vengarse de todo, de todos, o morir en el intento, solo, fracasado y estúpido, tirado en el lodo de la orilla del río. Cinco años parece que no son nada, pero en cinco años pueden haber sucedido muchas cosas. Porque Larsen regresa a Santa María dispuesto a hacerse un hombre, a hacerse con un astillero que se derrumba, que Gálvez y Kunz están vendiendo por piezas a los rusos, y que es, en definitiva, una alegoría de su propia existencia.
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Onetti en la habitación del Hotel Cuzco, primera residencia de J.C. y Dolly Onetti en Madrid. Foto: Dolly Onetti (Colección Museo del Escritor)
Sábado Cuando pienso en Onetti, pienso en su codo derecho y en sus gafas de pasta; pienso en el codo derecho de Onetti que absorbió sin remedio tantas y tantas novelas policiales como botellas de vino o de whisky tragó sorbo a sorbo, con pereza y mudez, encerrado en los cuartos sombríos de pensiones baratas, o en aquel piso madrileño de la Avenida de América que yo no pude visitar, mientras otros escritores hacían vida literaria en los congresos y se apoyaban en él para escribir. Es curioso que el codo derecho de Onetti, incluso en la vejez más diligente, no se viese nunca afectado por los rigores del tiempo –al contrario, fue ganando oficio con los años, hasta ese diario-novela, que pudo ser póstumo, titulado despiadadamente para mí Cuando ya no importe, pero cuando ya no importe qué–, sino que el daño físico, la enfermedad del tiempo sobre el cuerpo de los perdedores, que al final somos todos, incidiese sobre una pierna mermada y los problemas hepáticos que lo arrastraron hacia aquella última visita al hospital. Entonces sí puedo decir, en este diario cuya insincera sinceridad me fatiga, diría Gombrowicz, que el autor se siente al fin justificado, que ha cumplido su destino de escritor, un hombre apoyado en su codo derecho y en sus gafas de pasta, y que acabó escribiendo para sí mismo, como esa cita borgiana que encabeza el libro de 1993: «Mientras escribo me siento justificado; pienso: estoy cumpliendo con mi destino de escritor, más allá de lo que mi escritura pueda valer. Y si me dijeran que todo lo que yo escribo será olvidado, no creo
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que recibiría esa noticia con alegría, con satisfacción, pero seguiría escribiendo, ¿para quién?, para nadie, para mí mismo». En efecto, Onetti supo leer y escribir como pocos, apropiarse de las tramas y de los sentimientos humanos, del amor y del rechazo que sentimos hacia la tragedia –La cara de la desgracia, la culpa y responsabilidad de pagar un crimen que no hemos cometido––, del pozo en que caemos, ese astillero en ruinas que se derrumba a cada instante para albergarnos en una tumba que no tiene nombre porque esa tumba sin nombre somos nosotros mismos. Pienso en Onetti, sí, pero también pienso en sus gafas de pasta, en su forma de mirar las cosas, de sentirlas a través de los cristales cuadrados, de desdoblarse muchas veces en narradores imposibles que cuentan la misma historia desde lugares distintos. Como en «Bienvenido, Bob», donde, repentinamente, el narrador queda situado fuera del relato que él mismo cuenta, observando la escena desde arriba, como si estuviera en lo alto de una escalera, junto a la ventana o una puerta, viendo y sintiendo al personaje con el que antes hablaba silencioso y ausente, fumando solo en la penumbra. «No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos». Como Bob, que desde siempre esperó a Roberto como quien espera lo que ha de venir tarde o temprano, el J.C. Onetti del deporte y El pozo esperó al Juan Carlos Onetti de la cama también en un notable y tenaz equilibrio entre el codo derecho y las gafas de pasta. Lunes Ayer, domingo, no pude escribir nada y hoy, lunes, no he ido a trabajar. Estoy enfermo, fatigado, pero con deseo de leer. No me resulta difícil leer aquí, en la cama –me he acostumbrado desde niño–, como tampoco me parece nada extraño escuchar a los vecinos al otro lado de la pared, las conversaciones y los ruidos, los jadeos y la cadena del retrete que empuja las aguas: Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito de hielo y fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía. Cuando su voz, sus pasos, la bata de entrecasa y los brazos gruesos que yo le suponía pasaban de la cocina al dormitorio, un hombre repetía monosílabos, asintiendo, sin abandonarse por entero a la burla. El calor que la mujer iba hendiendo
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se reagrupaba entonces, eliminaba las fisuras y se apoyaba con pesadez en todas las habitaciones, en los huecos de las escaleras, en los rincones del edificio. (Primera página de La vida breve)
Onetti escuchaba también con su oído prodigioso el deseo y la necesidad de los hombres en aferrarse al naufragio y al abatimiento, yendo y viniendo sin ninguna torpeza, letra a letra, del codo derecho a las gafas de pasta, y viceversa, por las calles, las casas y los cuartos de ese mundo imaginario y maldito de Santa María, escrito por él, pero creado por Brausen: «Hay en esta ciudad un cementerio marino más hermoso que el poema», escribe en las hojas finales de Cuando ya no importe, su único diario. Sábado Una cosa es la forma como Larsen se ve en El astillero, otra es como lo ven los demás y otra bien distinta es como le gustaría que lo vieran. El narrador de Onetti no es uno sólo –yo lo caracterizo subjetivamente–, sino un narrador colectivo que no existe en los manuales, un narrador que construye las historias a medida que se centra, concentra y dirige el relato, organiza la trama. Su gracia reside en esa lupa de aumento que enseña la realidad de la novela, y que, como el Gran Hermano de Orwell, está en todos los lugares por donde caminan, como un flâneur, sus personajes: Son muchos los que aseguran haberlo visto en aquel mediodía de fines de otoño. Algunos insisten en su actitud de resucitado, en los modos con que, exageradamente, casi en caricatura, intentó reproducir la pereza, la ironía, el atenuado desdén de las posturas y las expresiones de cinco años antes; recuerdan su afán por ser descubierto e identificado, el par de dedos ansioso, listo para subir hasta el ala del sombrero frente a cualquier síntoma de saludo, a cualquier ojo que insinuara la sorpresa del reencuentro. Otros, al revés, siguen viéndolo apático y procaz, acodado en la mesa, el cigarrillo en la boca, paralelo a la humedad de la avenida Artigas, mirando las caras que entraban, sin otro propósito que la contabilidad sentimental de lealtades y desvíos; registrando unas y otros con la misma fácil, breve sonrisa, con las contracciones involuntarias de la boca.
Domingo Releyendo La vida breve (1950) me doy cuenta de las relaciones que hay con 1984 (1949). A Díaz Grey lo sigue –y persigue– la voz múltiple y colectiva de Brausen, de igual forma que a Winston Smith lo acosa la mirada de Dios. Santa María
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es un lugar bíblico y sin posibilidad de evasión, una penitencia cuya única salida nos lleva hacia la muerte. De hecho es la enfermedad de la muerte –el cáncer maldito– lo que hace que Brausen imagine y construya el espacio en el que luego pulularán los personajes posteriores: Díaz Grey, Elena Sala, la Queca, el hombre cuyo aspecto perverso («lo único oscuro, lo único que parecía construido con materia dura en el rostro») tiene el honor de reclamar el fracaso, porque Onetti trata constantemente este tema en sus textos: el fracaso existencial constituye el desenlace fatal del hombre, su trágico destino. Sábado Onetti no conservó nada más que mil libros en su biblioteca, con una estantería reservada a los relatos policiales. Pero curiosamente mantuvo allí la gran obra de Orwell. Lo sé porque Claudio Pérez M., quien posee el archivo de su biblioteca, me lo dijo. Por lo tanto, no resulta desacertada la idea de que lo pudiera leer, pues si él era algo, aparte de escritor, fue lector antes que nada. ¿Brausen y el Gran Hermano? Sí, Brausen, el creador de Santa María que escapa, a través de la ficción, del cáncer de mama de Gertrudis, es el Gran hermano que todo lo vigila. En este sentido, la obra de Onetti se vuelve profundamente política, una obra narrativa que expresa el totalitarismo y el control de la persona. Domingo En mi mesa de trabajo también tengo una fotografía de Onetti. Es una imagen en blanco y negro en la que el escritor aparece encañonando al objetivo con un revólver de color plata y de juguete. Está viejo, vestido de blanco y tumbado o recostado en la cama. No sonríe. Mira serio, con sus ojos pasmados simplemente, sin las gafas de pasta, como en aquella de El pozo, su primer pasaporte, que tantas novelas y cuentos narraron, dos viejas lupas sobre una nariz deforme, una nariz sobre una mandíbula torcida también debido, casi seguro, al desgaste de pasar tanto tiempo de vida sobre el colchón, diez años, mostrándole el peso al codo que le servía de muleta y escritorio, su fracaso y su desdicha; el codo sobre el que apoyarse en la lectura y la escritura cuando le asaltaba con obsesión una idea, o le sucedían las dudas, rabiosas, dispersas y aplastantes hasta terminar la última novela con una frase lapidaria que es, en efecto, su epitafio: «La losa no protege totalmente de la lluvia y, además, como ya fue escrito, lloverá siempre».
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Mateo de Paz (Bilbao, 1973) es licenciado en Filología Hispánica por la UNED, donde obtuvo el Premio Fin de Carrera. En la actualidad es profesor de instituto y de Hotel Kafka en Madrid.
dossier: Carlos Jiménez Arribas. Las necesidades secretas
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Las necesidades secretas: evolucionismo y creacionismo en la narrativa de Onetti Carlos Jiménez Arribas
.Es conocido el debate entre evolucionismo y creacionismo: la evidencia científica de un proceso de cambio en la adaptación de la vida sobre la Tierra hasta dar con el homo sapiens, por un lado; y por otro, la creencia en un ser supremo y omnisciente que habría creado al ser humano a su imagen y semejanza. Darwin y el Tea Party, ciencia y religión. Podría ser fructífero adaptar ambos términos al ciclo de narraciones ubicadas en Santa María en la obra de Juan Carlos Onetti. Plantearse si el ciclo sanmariano es resultado de una evolución progresiva en la narrativa del escritor uruguayo, o bien se encuentra todo sometido desde muy temprano a su vasto poder de creación. Junto al manuscrito de Juntacadáveres se conserva un plano de la imaginada ciudad, con la situación y el nombre de varios edificios y calles. Es el mapa de un microcosmos que se ubica como una membrana sutil entre lo conocido y lo que queda por conocer, entre realidad y ficción. Como el territorio que crea Faulkner, o el de García Márquez, el de Juan Benet o el de Luis Mateo Díez, Santa María es el espacio mítico que tiene sobre todo la función de tejer un manto de familiaridad, un colchón fenomenológico de cosas, paisajes y personajes sobre el que asentar el devenir de lo narrado. En su primera novela, El pozo (1939), el autor marca un terreno ideológico fuera de la ideología, se muestra escéptico tanto con el imperialismo yanqui como con la revolución bolchevique. Aunque Onetti quiso acudir a la defensa de la República española al igual que tantos intelectuales de la época, y aunque en su día intentó visitar la Unión Soviética, el protagonista de El pozo, Eladio Linacero, deja muy clara su equidistancia para con las cosas del César, llámese Hitler, Stalin o Roosevelt. Hay ahí un primer atisbo de la necesidad futura, a partir de los años 50, de dejar atrás el siglo y encerrarse en Santa María para dedicarse por completo a las cosas de Dios. El ágora de la plaza de Santa María, o uno de los bares-
restaurante en ella ubicados, permite comenzar la narración con un aire de calma dominical quebrada por la llegada del forastero, casi como en una película del oeste. Y sea quien sea quien elija Onetti para darnos el punto de vista, el narrador acabará sobrepasado por la narración, pues es la supuesta normalidad de esa calma lo que el relato viene a quebrantar. El médico que narra el buñueliano entierro de Para una tumba sin nombre (1959) tiene el privilegio de ver cómo los hechos le vienen solos desde una de las perspectivas, la del ayudante del sepulturero. Su relato busca ser científico, pero parece difícil que lo sea con un macho cabrío, pobre chivo expiatorio, en el asiento de atrás del coche. El mismo narrador se ocupa de contarnos los sucesos de «Historia del caballero de la Rosa y de la Virgen encinta que vino de Liliput» (1956), pero allí sucumbe a la vez que el lector, aunque dotado de menos recursos compasivos que nosotros, a la desgarradora verdad de un chasco transmutado en floral epifanía, una victoria inesperada de los protagonistas a expensas del cinismo del narrador. En relatos más largos, caso de la novela Juantacadáveres, el punto de vista va pasando de unos a otros como un testigo incómodo, y la narración, más demorada, no depende tanto de un final epifánico, sino que busca sobre todo la proyección del universo sanmariano como fondo de luces y sombras de la peripecia del personaje. Y como morada de su creador. Porque la diversidad de puntos de vista en los relatos de Santa María sirve para confirmar detrás de todos ellos la existencia de un creador. Cada narración resuena profundamente, verosímilmente, con la voz de quien habla; parece única, pero esta constelación de planetas no viene sino a confirmar la existencia de un universo mayor que los abarca. La situación que tienen, además, no es lineal al uso de las sagas, por ejemplo. Como buen planisferio, en la obra de Onetti no hay cronología sino equidistancia.
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Aunque pasan seis años entre la publicación de una y otra, es el futuro de Para una tumba sin nombre (1959) lo que alumbra con su potente luz el pasado de Juntacadáveres (1964). Entre ambas se ha publicado El astillero (1961). Y hay un detalle en la primera frase de esa novela que podría ayudar a decantarse al lector por el polo evolucionista: «Hace cinco años, cuando el Gobernador decidió expulsar a Larsen (o Juntacadáveres) de la provincia, alguien profetizó, en broma e improvisando, su retorno, la prolongación del reinado de cien días». ¿A qué se debe el paréntesis, la especificación de quién es Larsen? Onetti está rebautizando a su héroe tras haberlo creado en Tierra de nadie, una novela de 1940 anterior al ciclo de Santa María, dándole entrada solemne en el universo sanmariano. Juntacadáveres se interrumpió en su redacción para escribir El astillero. Larsen le reclamaba un pasado a Onetti, esa nebulosa formada por elipsis y sugerencias que suele alimentar la biografía no explícita de los personajes en la ficción. Esto apunta hacia el evolucionismo. Pero el creador sintió que el castigador de Juntacadáveres tenía que morir antes en una novela más a su medida para que su final se proyectara como un sol negro sobre la aventura del prostíbulo, el falansterio canalla que la sociedad sanmariana levanta al borde del río como un sueño prohibido. Y esto ya es creacionismo. Las indicaciones dispersas al inicio de El astillero apuntan a un final cierto, a la conclusión de un ciclo, el lector sabe que Larsen morirá en ese libro, aunque el autor juegue con dos finales posibles en la conclusión de la novela. ¿Por qué escribirlo antes de la aventura del prostíbulo? ¿Por qué interrumpir una novela de acción, en la que al fin y al cabo pasan cosas, hay varias tramas, varios personajes que se disputan la centralidad y hacen avanzar el relato con sus actos, para ponerse a escribir una historia crepuscular en la que no sucede nada y el protagonista tiene que inventarse el trabajo, el sueldo, las conversaciones con sus subordinados y con su superior a modo de justificación de su existencia en la novela?
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El creador necesita hacer mortal a su criatura para que lo creado tenga verosimilitud de mundo. Una cosa llama la atención desde las primeras páginas en El astillero: la condición itinerante del relato, la cantidad de verbos de desplazamiento que jalonan la escritura, el deambular de Larsen. Es más una odisea que un combate épico, y es también la mezcla de ambos, de Aquiles y Ulises, en el antihéroe Junta. Unas páginas antes Onetti le ha concedido a Larsen el dudoso privilegio que otorga a sus protagonistas, una sensación tremendamente física de vida, de presencia sobre el mundo. Es una descripción previa a la caída. Sucede con el joven alto en «El caballero de la rosa», visto por uno de los narradores en la plenitud de su ciclo vital. Le pasa lo mismo al joven Malabia en Para una tumba sin nombre en una de sus entrevistas con el médico. Y le es concedido a Larsen en la novela que narra su final. Emplazado en un entorno apocalíptico digno de una civilización en ruinas, muy parecido a ese mundo que filma Tarkovski en Stalker, pero de metafísica opuesta, cercado por la humedad y la maquinaria derelicta, Larsen asienta los pies en la dudosa tierra de la ficción y durante un instante nos comunica esa densidad de lo más cierto, la pura sensación de su estructura ósea. Hay una poética en las reflexiones de este Larsen otoñal, un manifiesto narrativo de urgencia que sirve para justificar el aliento creacionista con el que Onetti infunde vigor a ese mundo tan precario que nos narra. La poética de la precariedad justifica la narrativa del vacío, que es en realidad una narrativa de la cornucopia decadentista: «en todas las casas, en él mismo, existía una zona de sosiego y penumbra, un sumidero, donde se refugiaban para tratar de sobrevivir los sucesos que la vida iba imponiendo». Pero esa imposición de la vida, una definición perfecta del evolucionismo, es falsa. Ese emplazamiento explica que la narrativa de Onetti, si evoluciona, lo hace desde una idea total, una visión cenital del mundo en el que las hormigas que son los personajes, «los insectos tardos y chatos», se afanan en su devenir conmovedor e inútil. La visión es también microscópica en la
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Juan Carlos Onetti en la terraza de su casa de Avenida de América, 31, Madrid, ca. 1985. Foto: Dolly Onetti (Colección Museo del Escritor)
mirada que disecciona las facciones de sus personajes y les da el momento de plenitud en el velorio con la descripción de su máscara fúnebre, cuando adquieren para su creador su verdadera y digna esencia. Es una visión que ya está contenida y concebida en La vida breve, si no antes, pues su protagonista, Juan María Brausen, recuerda en su encierro entre cuatro paredes, impotente y voyeur, al Adán de Onetti, Eladio Linacero en El pozo. Su Eva es la Queca, la puta que guarda todos los personajes en su cubil, ellos, los presentes, pidiendo a voces que alguien cuente su historia. Y Onetti es el facilitador, el gran creador que acoge todo y a todos en su seno y que le alquila la oficina a Brausen, ahora bajo el nombre de Arce. Porque siguiendo los designios del gran creacionista, Brausen ha de morir, dejar su identidad y su trabajo para dignificarse. El puesto que tenía en la agencia era el del mayor esclavo del capitalismo: el publicista, el demiurgo prostituido, el Prometeo que vendió el fuego sagrado al dios Mamón. Morir en vida para renacer en obra. La vida breve evoca en su título el adagio latino, ars longa, vita breve, y busca funda-
mentar en esa brevedad la perennidad de la obra. A partir de entonces la carrera contra el reloj del dios será imaginar los suficientes recuerdos para dar densidad y fondo al fresco que ha creado, una ciudad de provincia en la que Díaz Grey, el narrador que, a su vez, ha creado Brausen, se define a sí mismo como «un hombre sin recuerdos». No es Stalker, es Blade Runner. Quién no se imagina este final: sobre el fondo de una pampa planetaria, aparece Onetti fumando en el asiento del copiloto de un descapotable que conduce uno de sus personajes, Junta, una inmolada Lolita, el mismo Brausen. «Me abandono contra el respaldo del asiento, contra el hombro de la muchacha, e imagino estar alejándome de una pequeña ciudad formada por casas de citas». Atrás queda Santa María-Gomorra. Una voz en off se pregunta si al volante va un humano o un replicante. Y él mismo se contesta: «Qué tanto da, carajo. Vos pisale, ¡pisale!».
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Carlos Jiménez Arribas (Madrid, 1966) ha publicado poesía, diario de viaje y relato, y traducido a autores de habla inglesa.
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La cara b. El Onetti periodista Javier Mateos-Pérez
.Las relaciones entre el periodismo y la literatura están entrelazadas. A lo largo de la historia se han dado concomitancias e influencias mutuas: si resulta obvio el ascendente de la literatura en la construcción del texto periodístico, no es de menor obviedad la presencia del periodismo en la creación literaria. En ocasiones, incluso, la figura del escritor y del periodista convergen en la misma persona. Éste fue el caso del autor uruguayo Juan Carlos Onetti, quien recurrió al periodismo como medio de subsistencia, confesionario y fuente de inspiración a lo largo de su vida. Onetti trabajó como periodista en distintos medios –las revistas Marcha, Vea y Lea e Ímpetu, el diario Acción, las agencias de noticias Reuters y Efe, entre otros–, donde acumuló un notable contingente de artículos en los que dejó plasmado su pensamiento sobre la realidad, la política, la sociedad o la literatura. Los estudios publicados sobre la producción de Onetti apenas se han detenido en el análisis de sus artículos periodísticos más que como apoyo de referencia a otros temas de su narrativa o desde el punto de vista anecdótico. Han existido, eso sí, algunas excepciones, como la de Ángel Rama, que relaciona sus artículos con la Generación Crítica (19391969); Ángela Dellepiane, que utiliza sus textos periodísticos como inicio para su trabajo sobre el humor y lo grotesco en la ficción de Onetti; Hugo Verani, que establece conexiones entre la producción periodística y la narrativa anterior a El pozo (1939); y Sonia Mattalía, que analiza los artículos periodísticos del autor durante la primera etapa. Juan Carlos Onetti Borges (1909-1994) se inicia en el periodismo, según reconoció él mismo, publicando La Tijera de Colón (1928) en compañía de dos amigos. La publicación, amateur, se concibió sin más afán que el de divertir a sus creadores y la posibilidad de sacar unos pesos a través de los avisos. La revista pretendía convertirse en un reflejo insolente de los sucesos de Villa Colón, zona residencial del noroeste de Montevideo, lugar entonces para el recreo de las familias acomodadas, poblada por quintas, viñedos y chacras. Este experimento apenas dura siete números, sin embargo se vislumbra el trazo de Onetti en la confección de notas sociales, misceláneas y comentarios sarcásticos que
pretendían mostrar usos y costumbres de la sociedad que le rodeaba. Entre 1930 y 1934, durante su primera estancia en Buenos Aires, publica algunas crónicas sobre cine en Crítica, estimulado por su director, Conrado Nalé Roxlo. Pero su tarea de periodista se profesionaliza definitivamente al integrarse en el mítico semanario Marcha, fundado en 1939 por Carlos Quijano. En un artículo de 1968, el propio Onetti rememora aquellos comienzos: La culpa la tuvo Quijano. […] En la época heroica del semanario (1939-1940), el suscrito cumplía holgadamente sus tareas de secretario de redacción con sólo dedicarle más de venticuatro horas diarias. A Quijano se le ocurrió, haciendo numeritos, que yo destinara el tiempo de holganza a pergeñar una columna de alacrano literario, nacionalista y antiimperialista, claro.
Onetti vivió al fondo del local de la calle Rincón, en una habitación atestada que hacía las veces de redacción, alcoba, cocina y escritorio. En poco tiempo pasó de colaborador y encargado de la sección literaria a ser el secretario de redacción en el semanario (1939 y 1941). En esos años, el escritor madura su concepción de la literatura y desarrolla una columna de crítico profesional: «La piedra en el charco», firmada bajo el seudónimo de Periquito el aguador. La columna queda enmarcada por una intencionalidad crítica y su autor por una actitud irreverente y provocadora. La vocación parlante de los periquitos es bien conocida, y el acervo popular ha señalado su capacidad de aguar fiestas, de atreverse a hablar cuando conviene guardar silencio. La piedra está destinada a alterar la superficie del charco cultural charrúa. Pero todo sin excesos. Se trata de camuflarse como un francotirador solitario, insolente y crítico, pero con el cinismo necesario para no confiar demasiado en el poder de la letra impresa para cambiar las tornas. Un repaso de los artículos de esta sección permite establecer dos temas centrales: una reflexión sobre qué es la literatura y la posición ética del escritor frente a su oficio. En relación a la literatura, ésta aparece enfrentada al oficia-
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lismo cultural, como el producto de un trabajo individual que busca ser colectivo. Mientras que el escritor emerge con oficio, con profesionalidad, como un hombre que admite virilmente su sino, un empecinado que elige el bolígrafo, la libreta, un tema y le es fiel a lo largo de su producción. El estilo del periquito es el del hombre de la calle. No se trata de un intelectual, ni de un filósofo, está desencantado de la política y raya lo antisocial. Confía, un poco en abstracto, en las posiciones revolucionarias y encuentra en las letras un medio de expresión para sus aspiraciones. Escribe de manera fragmentada, con cierto tono didáctico, caricaturesco, minando los textos de lunfardo, conformando una escritura coloquial y urbana. También asume Onetti, con el nombre de Groucho Marx, la sección de «Cartas al director». Incluso se dice que, además de todas sus extenuantes labores en la redacción y edición, escribía cuentos y textos breves con el fin de llenar los espacios vacíos de cada cierre. En 1941, el autor abandona su puesto de secretario de redacción en Marcha por desavenencias con Quijano, y pasa a trabajar en la agencia Reuters. Aunque no se desvinculará totalmente del semanario hasta 1974, cuando éste es clausurado y detenidos los integrantes del jurado –Onetti entre ellos– que premia el cuento «El guardaespaldas» de Nelson Marra, calificado de «pornográfico» por la censura. Antes de ese encierro, Onetti se faja como periodista en la oficina de Reuters en Buenos Aires. No tarda en ser ascendido a secretario de redacción. Su biógrafo, Carlos María Domínguez, señala que Onetti era conocido como un jefe responsable y silencioso que leía y corregía los cables del teletipo salidos desde el frente de guerra. «El inicial temor de los empleados dio paso al reconocimiento de una casi enfermiza timidez y de un humor fino y corrosivo que no todos entendían ni toleraban». Esta profesionalidad habla de un periodista de raza que conoce y domina todos los mecanismos del oficio. Años después, el propio Onetti rememora aquel estimulante periodo informativo: «durante años fui secretario de Reuters en Montevideo y Buenos Aires. Eran, para mí y creo que para todo periodista, años de nervios y entusiasmo». Tras desempeñarse sucesivamente como secretario de redacción de la revista Vea y Lea, y posteriormente como redactor jefe en Ímpetu, regresa, en 1955, a Montevideo, llamado por Luis Batlle, donde comienza una colaboración literaria en el diario Acción. El expresidente uruguayo, Julio María Sanguinetti, describe al Onetti de esa época: «Aparecía en la redacción con su abrigo cruzado y su sombrero gris tipo borsalino, enor-
dossier: Javier Mateos-Pérez. La cara b. El Onetti periodista
me. Había una leyenda sobre ese sombrero, por un agujero que tenía, de cuando el diario lo envió a Bolivia en un episodio político, con una elección y una revolución de por medio. Hubo un ataque y una esquirla le pasó por arriba de la cabeza». En el periódico, entre 1956 y 1968, publica una serie de artículos firmados ya con su nombre. En ellos va construyendo una mitología propia en la cual va ubicando a escritores, europeos y americanos, a quienes rinde homenaje con reflexiones que permiten observar una lectura sagaz y afinada. En ellos crea una serie de referentes propicios para la identificación: Faulkner, Hemingway, Proust, Joyce, Nabokov, Sartre, Camus y otros marginales, como Céline o Arlt, se convierten en los autores fetiches a los que Onetti dedica sus pequeños ensayos. En 1975, exiliado ya en Madrid, donde vivirá sus últimos años recluido en su apartamento de la Avenida de América, Onetti vuelve a recurrir al periodismo. Considerado una figura consagrada en el mundo de las letras, escribe un artículo mensual para la agencia Efe, «Confesiones y reflexiones», donde dispara con un revólver de plástico proyectiles cargados con sorna, ironía, humor, erudición y también altas dosis de acidez y egocentrismo. Trata temas heterogéneos aunque muchos de ellos resultan reiterativos. En 1985, harto de la esclavitud de las fechas de entrega, abandona el compromiso y espacia sus colaboraciones en la prensa española manteniendo sus cavilaciones en la misma línea. Aunque desempeñó el oficio con rigor y dominó los recursos y habilidades del periodismo, no fue Onetti un periodista al uso. Ejerció la profesión sin regularidad prolongada. Apenas abandonó la redacción para encontrar noticias, para investigar, para entrevistarse con voces anónimas o con vidas ajenas. Su carácter huraño, poco dado a las relaciones sociales y su personalidad esquiva, tampoco ayudaron. Para Onetti el trabajo periodístico fue, al margen de la literatura, el más soportable de los que conoció. Durante mucho tiempo el periodismo le valió como método de supervivencia. Moldeó su vida profesional, lo utilizó para ejercitarse, enriqueció su universo de ficción y se sirvió de él para llevar a cabo una extensa confesión pública que puede leerse, quizá, como el envés de su producción literaria.
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Javier Mateos-Pérez es doctor en Periodismo, profesor y académico de la Universidad de Chile. Compagina su actividad docente con la investigación científica sobre televisión y cine. En este ámbito ha publicado sus principales trabajos académicos en revistas científicas. Ha escrito libros, relatos, cuentos y artículos publicados en distintos medios de comunicación, editoriales y culturales.
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Yo soy pagliacci Eduardo Vilas
.Una persona más inteligente, más sabia y más erudita que yo, o puede que fuese yo mismo, pues no he encontrado en Google ninguna referencia que lo refute, dijo una vez: «No hay nada en este mundo ni en lo otros que merezca la pena hacerse y que no se pueda hacer sin salir de la cama». Me reitero en esta anónima afirmación porque no recuerdo en la historia moderna de la literatura en español, ni en toda la historia de la literatura escrita en esta lengua, un autor que haya desconcertado tanto a la crítica de ambos lados del Atlántico en casi todos los idiomas, y que esté menos consensuado por la mayoría de los eruditos que han estudiado su obra, y que impresione tanto y tan profundamente a todos sus lectores, como Juan Carlos Onetti. Si uno pudiera no pensar y aceptase los preceptos de sus mayores, Onetti sería uno de los más grandes escritores de su generación, una de las más originales voces de su siglo, un genio irrepetible, el gran existencialista de nuestras letras. Pero se han dicho tantas veces estas mismas palabras sobre tantos novelistas que ya son un error para siempre, pues ya no dicen nada, se digan de quien se digan. Por otra parte y como todo el mundo sabe, en España toda literatura que no haya sido pulida por la señora de la limpieza se denomina existencialista. Mi infeliz y desabrida imaginación ha conseguido reunir tres tristes y extravagantes ideas sobre la obra y la figura de Juan Carlos Onetti: La primera es que debería prohibirse la polisemia en los adjetivos. La segunda, que Juan Carlos Onetti aceptaba ser y que tenía la capacidad de convertirse y comportarse como la idea que tuviera de él la persona con quien estuviera hablando. Algo así lo incapacita como existencialista, y puede demostrarse con sus propias palabras ya que lo que le acontece a él en su vida, le ocurre exactamente lo mismo a su obra: ¿Qué habré escrito yo? ¿Diez libros? A unos les gusta el primero, a otros el tercero, el quinto a algunos y el décimo también tiene sus admiradores. Yo les doy la razón a todos y así tengo diez veces más admiradores de los que tendría de haber tomado una decisión.
De lo que se deducen los tres puntos de la tercera. En primer lugar se equivocan los que consideran a Onetti como faulkneriano, como proustiano o como celinista. Onetti, a diferencia de Faulkner, Proust o Céline, prefería tener una idea que tener razón. Esto no implica, se tenga la idea que se tenga de Juan Carlos Onetti, que todos estén equivocados en sus tesis, estudios, conferencias y afirmaciones. Ninguno de ellos se equivoca cuando dicen que Onetti nació el 1 de julio de 1909, que falleció el 30 de mayo de 1994, que pasó los últimos cinco años de su vida en la cama, que su primera novela fue El pozo y que no necesitaba las orejas para sostenerse las gafas. En segundo lugar queda irreductiblemente demostrado que el último premio Nobel de nuestras letras se equivoca al afirmar que «Juan Carlos Onetti estaba desprovisto de las armas necesarias para enfrentarse a la vida día a día, y que el ostracismo en el que se refugió en vida es el ostracismo que late en todas sus obras y en el corazón de todos sus personajes». ¿Podría un hombre bajo el pesado caparazón del ostracismo haberse casado cuatro veces? Para empezar se casó con su prima a la edad de veintiún años para divorciarse dos años después y casarse con su cuñada. La cuñada tampoco funcionó. En 1945 se casó con una compañera de trabajo neerlandesa pero la tercera boda no tardó en traer el tercer divorcio. Fue encarcelado primero e ingresado en un hospital psiquiátrico poco después. Pero jamás se dio por vencido. En 1955 volvió a casarse por cuarta vez. Esta vez con Dorothea Muhr (Dolly). Argentina de origen alemán con la que vivió para siempre. ¿Podría un hombre desprovisto de las armas necesarias para enfrentarse al día a día de la vida haber trabajado en los mejores periódicos y las agencias más importantes –Reuters, por poner un solo ejemplo–, sin haber terminado la secundaria y escribir mientras tanto algunas de las novelas y de los relatos más desconcertantes del siglo pasado teniendo siempre las manos ocupadas, con un cigarrillo en una y un whisky en la otra? Envejecer en una vida como la de Juan Carlos Onetti sería imposible sin una capacidad titánica y altamente cualificada para ejercer la condescendencia sobre todos los seres humanos de este mundo. Nadie podría llegar a viejo en la
dossier: Eduardo Vilas. Yo soy Pagliacci
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se ha prometido amor eterno, ella cambia de opinión y lo abandona. Él sufre. Ella es mala. Ella le envía fotos en las que aparece desnuda y obscena. Él sufre mucho al ver las fotos, y se suicida. Yo se lo conté a cinco conocidos como si lo hubiese leído en la prensa. Qué gilipollas, dijeron cuatro. No jodas, dijo otro de ellos. Si los cinco recibieran como un regalo de Navidad las fotos de sus ex novias, se las mostrarían los unos a los otros. Mucho mejor que yo lo explica Henry Bergson en La risa, un libro en el que no se nombra a Onetti, pero se explica muy bien el mecanismo de su escritura y las posiciones de los lectores: Intente, por un momento, interesarse por todo lo que se dice y lo que se hace, actúe, en su imaginación, con los que actúan, sienta con los que sienten, lleve, en definitiva, su simpatía a su máximo esplendor: como por arte de magia verá que los objetos más ligeros ganan peso, mientras una coloración severa tiñe todas las cosas de una naturaleza trágica. Ahora desapéguese de esa misma cosa, asista a la vida como espectador indiferente: muchos dramas se volverán comedia.
También me contaron un chiste que me recordó a Onetti, con el que tal vez, debería haber empezado. Para hacerme entender. Onetti leyendo su discurso en el acto de entrega del Premio Cervantes, en la Universidad de Alcalá de Henares (Colección Museo
Un hombre va al médico y le dice que está deprimido, que
del Escritor)
la vida es dura y cruel, dice que se siente solo en un mundo amenazador, que cada vez son más los días en los que no
vida de Juan Carlos Onetti sin poseer un sentido del humor capaz de mover montañas. Es difícil afirmar que Juan Carlos Onetti fue un gran escritor humorístico sin parecer sospechoso de imbecilidad, pero ahí está. En todos sus cuentos y en todas sus novelas. Para ver a Onetti como el gran humorista que es hay que contar la trama de cualquiera de sus obras. De sus cuentos o sus novelas. No importa que nuestro interlocutor las haya leído o no. Es una prueba muy fácil de hacer. Para esta prueba elegí uno de los cuentos más crueles, conocidos, estudiados y debatidos de Onetti, en el que, en una pareja que
consigue ni ponerse en pie ni salir de la cama. El médico le contesta que el tratamiento es bien sencillo. El gran payaso
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Pagliacci está en la ciudad. Vaya a verlo. Eso le animará. El hombre rompe a llorar. Pero doctor, dice. Yo soy Pagliacci.
Eduardo Vilas (San Sebastián, 1970) publicó en 1997 la novela Lo malo del talento. Ha participado en diversas antologías, como El amor no es un cuento, Artículos de Larra y Tic-Tac. Ha publicado Libro de Ciencias y El Pájaro de Fuego (Narval, 2011). Editor de Revista de Letras, ha colaborado en medios como La Modificación, Minerva, Qué Leer y El Crítico, de la que fue coordinador.
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dossier: Claudio Fabián Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón. La llegada a España
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LA LLEGADA A ESPAÑA Fragmento del libro Con Onetti. Diálogos con Dolly Onetti, de Claudio Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón, de próxima publicación por Del Centro Editores (Madrid).
Claudio Fabián Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón Cuando liberaran a Juan luego de encarcelarlo por formar parte del jurado del concurso del periódico Marcha que premió un cuento que la dictadura consideró político y pornográfico, ¿vuelven a la casa de la calle Bompland en Montevideo? Sí. Juan se quedó en casa, no volvió a trabajar. Le habían dado licencia por enfermedad. Lo que tenía realmente era una depresión por lo mal que lo había pasado esos tres meses. El viajar le iba a hacer muy bien, por eso fue a recibir el premio a Roma. Pero cuando volvió se armó un gran escándalo, porque le dijeron cómo se había ido de viaje con licencia médica, y que de ninguna manera tendría que haberlo hecho. Que de ahora en adelante se debía quedar en su casa. Era casi como un arresto domiciliario. Ese fue el hecho que lo decidió a irse. Dijo basta. Por otra parte tampoco quería volver a trabajar y hacer la vida de antes. Su Uruguay estaba hecho pedazos, Luis Batlle y la libertad maravillosa, toda esa paz hermosa que se vivía allí, lo culto que era el ambiente, sus amigos, todo había desaparecido. Todos teníamos miedo. Veíamos una chanchita y nos temblaban las rodillas, porque no se sabía lo que te podía pasar. Tengo un caso cercano, terrible, el de la sobrina de Paco Espínola. Cuando nosotros nos casamos fuimos de luna de miel a la casa de su hermana, en Flores, en la playa. Éramos muy amigos de ella e íbamos a quedarnos muchas veces. Tenía una hija, que cuando era niña y yo tenía
treinta años, bailaba y jugaba con ella. Ella se casó con un hombre que era un simple profesor de primaria. Resulta que porque su nombre estaba en una agenda de teléfonos de alguien, lo llevaron preso. Se volvió loco. Ella iba continuamente a Buenos Aires buscando medicinas especiales. Un día él le dijo, cuando estaban caminando por el jardín donde estaba internado, «Silvia ¿tenés hambre?», sacó una bolsa de plástico, la llenó de tierra, se la ofreció, y le dijo: «Comé». Cuando vuelve a Uruguay del viaje a Italia viajan a Buenos Aires para que Juan trabaje sobre un cuento de Borges, ¿no? Sí, sobre el cuento de Borges «El muerto». Lo llamaron desde Buenos Aires y decidimos ir. ¿Cuando van hacia allá ya sabían que iban a dejar Uruguay? Casi, casi. Porque llegamos a Buenos Aires, y Juan estuvo trabajando en el guión de una película sobre ese cuento de Borges. Me dijo, andate al Uruguay, armá dos valijas y nos vamos. No lo tenía planeado, surgió en el momento. No tenía ánimo para volver a Uruguay. ¿Él asesoraba en el guión de esa película? Sí, Juan me dijo que tenía mucho interés en ver si estaban respetando el lenguaje. Yo no se cuál fue el resultado porque nunca vi la película. Y de ahí directamente tomamos el avión y vinimos a España. Era la segunda vez, por-
que en el año anterior, en el 74, habíamos hecho otro viaje por un mes. En el 74 todavía no había ocurrido el golpe de estado. Vinimos a España, conocimos a Luis Rosales, conocimos a toda esta gente. Juan dio la conferencia más corta de la historia y volvimos a casa, y después de eso vino todo el horror del que ya hablamos. Viajamos invitados por el Instituto de Cultura Hispánica gracias a la amistad que Juan hizo con toda esta gente. A Félix Grande ya lo habíamos conocido en Uruguay porque había viajado para ver a Juan. ¿Esa conferencia es la que antes de darla cambió varias veces la fecha? Sí, porque estaba aterrorizado. Juan en Uruguay nunca dio una conferencia, jamás. Era un tipo que escribía y punto. Ese Onetti así no existía. Lo pasó tan mal, tan mal. Nos pusieron un coche grande para que Juan viajara cómodo y nos llevaron al sur. Nunca vi a alguien aprovechar menos un viaje tan maravilloso. Llegábamos a Granada, por ejemplo, y él se metía a leer en el hotel, y estaba tres días ahí, tres días en Sevilla... Cuando deciden venir a España ¿lo hacen con algún apoyo? No, pero le habían hablado de la posibilidad de una beca a través del Instituto de Cultura Hispánica. La gente de ahí, que ya conocíamos, lo apreciaban mucho a Juan y por eso le comentaron esta posibilidad.
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Onetti recibiendo por teléfono la noticia de que se le ha concedido el Premio Cervantes, en su casa de Avenida de América, 31, con Dolly a su lado, Madrid, 1980 (Colección Museo del Escritor)
¿Ellos hicieron mucha presión cuando él estuvo preso? Sí, mucha. Félix Grande especialmente. Cuando llegaron estuvieron en el hotel Cuzco... Sí, aprovecharon un congreso en donde lo incluyeron a Juan. Estuvimos mucho tiempo en ese hotel. El hotel era muy bueno pero a Juan no le iban los hoteles. Lo que él quería era que le dieran un trabajo fijo. En ese momento, el presidente del Instituto era el Duque de Cádiz. Rosales nos decía que la beca ya estaba dada pero que tenía que firmarla el Duque. Juan estaba nervioso, pensó que no se la iban a dar o que podría haber problemas. Lo trataban de distraer. Lo invitaban a cenar. Me acuerdo que en las comidas, con el Duque de Cádiz al lado mío, yo no sabía qué decirle. ¿Finalmente le dan la beca? Sí, eran 30 000 pesetas por mes durante un año. Y pagábamos 15 000 por el piso de Avenida de América. Vivíamos con 15 000, que estaba bien.
Después del hotel estuvieron en los Apartamentos Galileo poco tiempo... Sí, en la calle Galileo. En ese momento yo trabajé un mes como secretaria medio día en pleno julio. No estaba acostumbrada al verano de Madrid. Me acuerdo que cuando cruzaba la calle y tomaba el metro me moría del calor. Estaban muy contentos conmigo y cuando les dije que tenía que irme me contestaron: está muy bien, se hace un dinerito para tomar unas estupendas vacaciones. No podía decir nada, porque era verdad. Ahí vino el problema de dónde lo llevaba a Juan de vacaciones, hacía un calor espantoso. Todo el mundo se había ido. Juan era muy amigo de Guido Castillo y su hijo mayor, Álvaro. Guido tenía cuatro hijos: el mencionado Álvaro, Fernando, Biche y Jimena, que era preciosa. Me acuerdo que Juan, en los Apartamentos Galileo, persiguió a Jimena por los pasillos con una hipodérmica. Yo decía qué va a pensar la gente si los ve. La otra gritando como una loca. Juan hacía cada cosa... Al no poder resolver el tema de
las vacaciones, me senté en el borde de la acera y me puse a llorar, vino Álvaro y me preguntó qué me pasaba. Entonces le conté el problema y me dijo que él tenía un amigo –en realidad no era un amigo, sino que lo había visto en un cóctel– que tenía casa en el mar. Era José María Álvarez. Álvaro lo llamó y él encantado de tener a Onetti en su casa. Yo había sacado un billete de avión, creo que a Sevilla y de ahí nos fuimos en un taxi a Cartagena, que es donde estaba la casa de Álvarez. Juan me lo dejó todo a mí. Cada vez que pasábamos por un pueblito, él decía: «Paremos, vamos a tomar algo». Llegó haciendo eses. Y cuando llegamos, Juan le dijo a Álvarez: «¿Vamos a tomar un whisky?», y este le respondió: «No, ven, que en casa yo tengo». Lo pasamos genial con ellos. Simpatiquísimos. Lo atendieron muy bien a Juan. Les gustaba mucho el cine americano. Había una biblioteca impresionante. Álvarez estaba traduciendo unos poemas del inglés al español, y entonces me pedía ayuda para eso. Tenían cuatro perros
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dossier: Claudio Fabián Pérez Míguez y Raúl Manrique Girón. La llegada a España
muy disciplinados. Uno se llamaba Borges. La mujer de Álvarez de entonces, porque se divorciaron poco después, los llevaba a la cocina y se quedaba cada uno en un rincón, sentaditos, ella les ponía la comida en frente y nadie tocaba nada. Entonces decía «ahora» e iban a comer. ¿La beca lo obligaba a ir personalmente al Instituto? Sí, iba a veces con ganas y a veces sin. Sabes lo que era Juan. ¿Que hacía ahí? Bueno, hablaba con Luis Rosales. Salíamos a comer juntos. De trabajo no hacía nada en el Instituto, porque en realidad la beca era para que escribiera. Nada más que eso. Pero como lo querían mucho, les gustaba que fuera. ¿A Tena lo había conocido porque había sido embajador en Uruguay? Sí, Tena era muy amigo de Guido Castillo, desde los tiempos en que era embajador. Tenía una prestancia fantástica. Era muy buen mozo. Después del Hotel Cuzco, y los mencionados Apartamentos Galileo, ¿van a un piso en la calle Ríos Rosas? Sí, Paca Aguirre me ayudó a buscar algo. Bueno, en realidad, lo buscó ella. Si yo lo hubiera visto bien no lo hubiera alquilado. Era una especie de nido de amor, constaba de un enorme bar, una cocina con una pileta que se tapaba constantemente, yo tenía que estar con baldes de agua. Le escribía a mi madre contándole las historias de la cocina y ella se mataba de risa. El calefón estaba por explotar, llamamos a un técnico y nos dijo que era muy peligroso. El colchón era horroroso. Y además, oíamos roncar al tipo de al lado a través de la pared. Yo le dije a Juan que no podíamos seguir ahí. La que nos lo alquilaba, cuando le dijimos que
nos queríamos ir, nos respondió que entonces teníamos que salir cada vez que ella llevara a alguien a conocer el piso, porque si había dos personas ahí adentro se hacía agobiante. El piso era minúsculo. Cuando traía a alguien, lo llevaba a Juan a dar la vuelta a la manzana. Al final consiguió alquilarlo y nos fuimos.
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desastroso, oscuro, lleno de empapelados, tan triste. Bueno, en realidad, también en el de doña Carmen había una habitación china, con pagodas por todos lados, yo saqué todo y pintamos de blanco. Con la terraza me enloquecí. Pensé: «Acá pongo todas mis ganas de tener una casa con jardín».
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Claudio Fabián Pérez Míguez. Nació en Bue-
Después a Avenida de América... Sí.
nos Aires, en 1966. Estudió Derecho, y en 1995 cofundó el Centro de Arte Moderno en la ciudad de Quilmes, que en el año 2003 se
A los seis meses de haber llegado ya estaban en Avenida de América... Sí, más o menos.
trasladó a Madrid. Dirigió durante cinco años la revista Brújula, dedicada al arte y la literatura. Si bien anteriormente había editado algunos libros, en el año 2006 cofunda en Madrid y
¿Como conseguís el piso? Había cinco personas antes que nosotros que fueron eliminados todos, por la casera de turno, doña Carmen. Yo no podía creerlo, estaba contentísima porque el piso me encantaba. Además, ese lugar le hizo un bien a Juan, y ahí vivió hasta su muerte, se puede decir.
desde entonces dirige el sello editorial Del Centro Editores, que pretende desarrollar una original propuesta: publicación de textos inéditos o recuperados, en forma artesanal y tirajes pequeños, únicos, firmados y numerados. Ha comisariado un gran número de exposiciones, entre ellas las monográficas sobre escritores como Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti o Julio Cortázar. Es coautor de los libros Juan
Es graciosa la historia de la firma del contrato. Sí. Recién había muerto Franco. Yo no podía abrir ni una cuenta bancaria. Juan no iba a ir a firmar nada, eso estaba establecido. Pero ellos no lo sabían así que yo fui dos veces. Una vez para hablarles y decirles que queríamos alquilarlo y la segunda vez para firmar el contrato. Entonces ahí me dijeron: «¿Dónde está el jefe de familia?». Y salvé la situación con una suerte enorme. Como pensé que iba a haber problemas, se me ocurrió llevar el número especial de Cuadernos Hispanoamericanos en homenaje a Juan, que él llamaba «el ladrillo». En ese libro aparece Juan fotografiado con Rosales, con Tena, con mucha gente importante. Eso me salvó, ya que por supuesto ellos no sabían quién era. Antes de encontrar ese piso se me gastó el dedo hablando por teléfono. Todo lo que veía era tan
Carlos Onetti. Ensayo Iconográfico, Dedicado a Onetti, Álbum de Jacobo Sureda, y autor de En torno a Isla Negra. Imágenes de ausencia, Interiores y otros. Se ha dedicado también a la fotografía y ha realizado diversas exposiciones en Argentina, España, Italia y otros países. Raúl Manrique Girón. Nació en Quilmes, Buenos Aires, en 1967. Estudió Artes Plásticas y Agronomía. En 1995, cofundó el Centro de Arte Moderno en la ciudad de Quilmes, que en el año 2003 se trasladó a Madrid y que sigue dirigiendo en la actualidad. En Argentina ha desarrollado una extensa tarea docente. Ha comisariado un gran número de exposiciones, entre las que destacan las monográficas sobre escritores como Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti o Julio Cortázar. Es coautor de los libros Juan Carlos Onetti. Ensayo Iconográfico, Dedicado a Onetti, Álbum de Jacobo Sureda, entre otros. Como artista plástico ha realizado diversas exposiciones en Argentina, España, Italia y otros países.
María Zaragoza. El instinto de las hormigas
La vida breve
EL INSTINTO DE LAS HORMIGAS María Zaragoza
.Cuando éramos pequeños vivíamos en una de esas comunidades en mitad del campo que se construían alrededor de un molino de aceite o una fábrica de harinas. Era esa época en la que los padres tenían muchos hijos y en mi casa éramos cinco hermanos, tres primos, dos tías que mataban cerdos sin problemas éticos, sus maridos que trabajaban con padre en la fábrica, mi madre que hacía las mejores morcillas del universo y todos los animales del mundo. En todos los animales del mundo se incluían los que nosotros criábamos y los que íbamos descubriendo que se colaban para poder alimentarse con lo que les sobraba a las gallinas o para comerse alguna, como la época que tuvimos zorro. Aunque lo más normal era jugar con las lagartijas, los escarabajos, negros y bonitos como joyas, y los sapos; asustarse con las culebras que a veces salían a plantarnos cara y observar a las hormigas. A mí me gustaban siempre que no me subieran por las piernas o intentasen robarme el bocadillo. No éramos la única casa de la zona, aunque sin duda estábamos situados en el mejor sitio, lo que viene a ser entre las dos casas más interesantes. Los dueños de la fábrica tenían una ostentosa mansión de campo llena de criados que iban y venían a todas horas, ruidosa, molesta y limpia, justo a nuestra derecha. Supongo que ahí había siempre algo que mirar. Sin embargo la que más nos fascinaba a los niños era la que se situaba a nuestra izquierda y que, al contrario que la otra, no nos interesaba por lo que podíamos ver, sino precisamente por lo que no veíamos y podíamos imaginar. La casa de la izquierda era una casa más semejante a la nuestra, con paredes de cal viva, tejados de teja roja, ventanas pequeñas y cuadradas. La única diferencia es que en el patio jamás se veía un animal, nadie se asomaba a esas ventanas que estaban cubiertas con pesados cortinajes, ningún niño jugaba en el jardín delantero lleno de higueras que nadie parecía cuidar y cuyos frutos mi madre nos prohibía recoger. Durante el curso, tener que hacer un par de kilómetros diarios campo a través para llegar
a la escuela nos impedía prestar mucha atención a la casa muerta, como la llamábamos. Pero al llegar el verano, con el pegajoso calor que nos aplanaba los cerebros hasta tumbarnos durante interminables horas a mirar las hormigas traer y llevar lo que iban consiguiendo a sus hormigueros, nos iba creciendo el interés por los misterios que podría guardar la casa muerta. Si le preguntábamos a madre o a algunas de las tías, se encogían de hombros y ponían esa cara que ponen las madres y las tías cuando quieren fingir que no saben de qué les estás hablando aunque lo sepan perfectamente. Con los hombres adultos no hablábamos del tema, por supuesto; es más, apenas hablábamos de ningún tema, y esa cosa maravillosa que tienen cuando eres niño todos los secretos de los mayores, nos hacía cosquillas en el estómago hasta que volvíamos a las hormigas y a su trajín de ir y venir. Lo único que sabíamos a ciencia cierta eran dos cosas. La primera era que la casa estaba habitada, porque sólo por la noche, pero ya era algo, se escuchaban jadeos y sonidos extraños como metálicos y rítmicos, como los que se dice siempre que hacen los fantasmas. Eso nos llevó en un momento a pensar que quizá la casa estaba encantada y que los habitantes eran muertos vivientes atrapados entre sus ventanas de pesados cortinajes. Pero desestimamos esa posibilidad cuando se les escapó el perro. Era un perro raro que apareció un día en nuestro patio y que se entretuvo en espantar a las gallinas hasta que mi madre, más espantada que ellas, trajo a mi padre de la fábrica y este lo enganchó por la correa y se dirigió a la casa muerta. De entrada nunca habíamos visto un perro como ese. Todos los perros de la zona se parecían un poco entre ellos y pertenecían a dos clases: los semejantes a los pointers o los semejantes a los galgos. Y ambos eran para cazar. El perro de nuestro patio era como un galgo, pero también parecía más grande, y estaba cubierto por una melena lisa de color gris brillante que arrastraba por el suelo. Era como un galgo disfrazado con los vestidos de alta costura de las revistas que de vez en
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cuando mangábamos a alguien en el cole. Aunque lo que más llamó nuestra atención es que nuestra madre y tías, que eran capaces de coger un cerdo sin problemas y arrastrarlo a la matanza entre todas, no se atrevieran a tocar al perro disfrazado, que tuvieran que llamar a mi padre y que mi padre supiera que el galgo mutante pertenecía a la casa muerta. Mi primo Antonio y yo lo vimos acercarse y tocar la campanilla. Después, con una emoción que nos hizo cogernos de la mano, observamos cómo la puerta se abría, pero desde nuestro observatorio en el cuarto de las niñas sólo distinguimos un brazo blanco y largo de mujer, acabado en una mano llena de anillos, que agarraba la correa y pasaba al perro al interior. Y nada más, salvo ver a mi padre colorado, con un gesto que jamás le habíamos conocido, volver a la fábrica sin mirar atrás. La segunda cosa que sabíamos y que también tenía que ver con que la casa estaba habitada, era que escuchamos a las mujeres de nuestra casa, mientras cogían huevos, comentar algunas cosas. La tía Enriqueta, la madre de Antonio que era el mayor y mi primo favorito, decía que era una vergüenza que esa se hubiera venido a vivir a la zona. Que no era cristiano. –Por lo menos no molesta –decía mi madre–. No hace ruido y nunca sale de día. –Pero lo que no puedo entender –continuaba en su indignación la tía Enriqueta–, es que los señores, con lo miserables que son que hasta inundan los hormigueros para robarle la comida a las hormigas cuando la sacan y con ello alimentar a sus gallinas, hayan gastado sus buenos cuartos en hacerle una casa y traérsela con ese perro de ciudad y todo. Y aquí lo más sorprendente y lo que nos dejó a Antonio y a mí con la boca abierta en la rama de la higuera donde nos habíamos encaramado, era que la tía Enriqueta criticase a los señores, esos que parecían dioses sobre los que jamás se podía decir una mala palabra. Los tres hermanos solteros que habían construido la fábrica de harinas, les daban trabajo y techo, con lo que no había que ponerlos en duda. Dedujimos pues que en la casa muerta vivía una mujer. Cuando no teníamos nada que hacer y el tedio nos empujaba al río a bañarnos o a cazar saltamontes, todos los niños de la casa imaginábamos quién sería la mujer misteriosa que sólo salía de noche. El primo Antonio creía que
era algo que había visto en una película que le había dado mucho miedo: un vampiro, un ser que sale de noche y se alimenta de la sangre de la gente. Como casi tenía trece años, no poníamos en duda su opinión, aunque pronto salieron ideas alternativas como que era una hermana deforme de los señores a la que tenían que proteger y cuidar pero de la que se avergonzaban, que era una asesina que la policía estaba buscando y que la tenían escondida por amor, y hasta que era la hija secreta de alguno de los señoritos quemada en un trágico incendio en la ciudad y que se había venido al campo lejos de las miradas curiosas de los vecinos. Las historias iban cobrando densidad y detalles de todo tipo, hasta que en ocasiones todo se mezclaba y los señoritos tenían una hermana de otro padre a la que debían proteger y esconder, que tras un incendio había quedado deforme y loca, y al final se alimentaba sólo de la sangre de los incautos que su perro disfrazado lograba cazar cuando se escapaba. Cuando somos niños, fabular es lo más importante. Aquel agosto Antonio cumplía los trece años y su padre, que rara vez hablaba con él, le dijo que ya era un hombrecito y que le iba a hacer un regalo que nunca podría olvidar. Lo llamativo fue la palidez que sobrevino al rostro de la tía Enriqueta, que se abstuvo de contrariar a su marido pese a todo. Lo que no sospechábamos era que esa palidez y ese gesto de desaprobación tenían que ver con que el tío pensaba llevar al primo Antonio a la casa muerta. Cuando dijo «te voy a llevar a la casa», acompañando las palabras de un palmeo de espalda y una sonrisa de padre orgulloso, todos nos miramos los unos a los otros con una mezcla de temor y envidia. Incluso Antonio que estuvo haciéndose el chulo toda la tarde en el río y pavoneándose como si fuera a entrar en el secreto de la gente grande, tenía un poso de miedo en la pupila que no se podía quitar. –¿Te da miedo? –le pregunté cuando nos quedamos a solas. –¿Qué dices, niña? Por fin voy a saber lo que se esconde ahí dentro –dijo, y a mí me hirió su tono de superioridad. Por suerte me pasó la mano por la cara con ternura y me prometió contarme lo que viera en la casa. Llegó la noche y el tío llegó de la fábrica, se dio un baño y metió a Antonio en su cuarto para que se pusiera apañado. –¿No querrás ir con esa pinta de espantajo? –dijo.
María Zaragoza. El instinto de las hormigas
La vida breve
Antonio se lavó bien y se puso la ropa de los domingos. La verdad es que estaba guapo. Cuando salieron por la puerta, todos los primos nos arremolinamos en pijama contra la ventana de la habitación de las chicas, que era la que mejor vista tenía. Vimos al tío repetir la llamada a la campanilla que ya le vimos hacer a padre, y de nuevo la misma mano blanca cubierta de anillos que invitaba a pasar. Luego desaparecieron todos y la puerta se cerró. En ese instante y creo que antes no, sentí un miedo horrible por Antonio, como si yo sospechara que le iba a pasar algo malo que los demás no podían ni imaginarse. Pero no podía compartir ese temor con los niños. En falta de Antonio yo era la mayor, y era mi responsabilidad que permaneciesen tranquilos. Incluso cuando mi madre subió y nos repartió en las camas con un deje de enfado en la voz por vernos despiertos tan tarde, mantuve la compostura y me acosté como los demás, dirigiendo miradas de cuando en cuando a la ventana abierta. No sé cómo los niños pudieron dormir. Yo lo intentaba, pero no podía. Era una de esas noches en las que los mosquitos parecen haber anidado dentro del cerebro y no dejan ni dormir ni apenas respirar. Y en la que el corazón parece un caballo loco y te manda a la cabeza imágenes horribles de lo que le podían estar haciendo al primo Antonio en esa casa. No parecía que su padre le fuese a llevar a nada malo, pero nunca se sabía. Quizá la vecina era una bruja que los tenía encantados y les obligaba a hacer sacrificios humanos de sus propios hijos. Y además, si no era malo, ¿a qué venía la cara de alarma de la tía Enriqueta? No sé cuánto tiempo pasó. A mí se me hizo eterno. Creí que la noche no se terminaría nunca, que ya no volvería a salir el sol. Que no volveríamos a ver a Antonio. Pero de repente escuché el crujido de la puerta principal y unos pasos en el pasillo, leves, como esforzándose en no hacer ruido. Y después un arrastrarse de otros pies, los que reconocí como los del primo Antonio porque en silencio se reconocen siempre los pasos de los que se quiere. Esperé un poco más con el corazón a punto de salírseme por la boca, hasta que escuché al tío acostarse y a Antonio meterse en el baño. Después, muy despacio, salí de la cama sin hacer ruido, me dirigí al cuarto de los chicos y me metí en la cama del primo, como había hecho miles de veces cuando no podía dormir o tenía alguna confidencia que hacerle. Al poco rato llegó él y sin dar la luz ni encender una vela,
se encaminó a su cama donde le pegué tal susto que no sé cómo no se le escapó un grito. Me reí bajito de su cara de espanto que intuía en la penumbra. Lo que no esperaba era que se enfadase. –¿Qué haces aquí? Anda, vete. Sal de mi cama, mocosa, deberías estar durmiendo. –¿Y tú no? ¿Te libras porque es tu cumpleaños? –dije obedeciendo. –Porque soy mayor. Ahora ya soy mayor. Me fijé en que parecía cansado y mientras se metía en la cama decidí interrogarle. –¿Qué te ha pasado? ¿Quién es esa mujer? ¿Está quemada? ¿Tiene una verruga en la nariz y pelos saliendo de ella? ¿Se sube en una escoba? ¿Come niños? –No. Nada de eso. –¿Entonces? Antonio, prometiste contármelo todo. –Mañana te lo cuento, te lo prometo. Déjame dormir. –Pero, ¿qué es ella? Entonces suspiró con resignación y me soltó: –Lo que ya te dije, un vampiro, es un vampiro. Y tuve que marcharme. Dijera lo que dijese, Antonio no cumplió su promesa. Jamás me contó lo que le pasó en esa casa a la que después volvió muchas veces. Se puso a trabajar, dejó la escuela, nos fuimos distanciando. Cada vez hubo más secretos entre nosotros hasta que mi inocencia se murió lo bastante para saber que la habitante de esa casa no era ni un vampiro ni una quemada ni una bruja. Al contrario, quizá era más bien como la hormiga reina que, cuando el hormiguero se inunda, tiene alas para volar lo suficiente y construir un hormiguero nuevo lejos del agua.
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María Zaragoza (Madrid, 1982). Es autora de los libros de relatos Ensayos sobre un personaje incompleto (TAU, 2000) y Realidades de humo (Belaqva, 2007), adaptado al cómic junto al ilustrador Dídac Pla en Cuna de cuervos (Parramón, 2009), y del que en estos momentos el director Jacko Loustaunau está realizando un largometraje en México. También es autora de las novelas Tiempos gemelos (Belaqva, 2008), Dicen que estás muerta (Premio Ateneo Joven de Sevilla, Algaida, 2010) y Los alemanes se vuelan la cabeza por amor (Premio Ateneo Ciudad de Valladolid, Algaida, 2012), así como de la nouvelle Constanza Barbazul (Sigue Leyendo, 2011). Es becaria de la tercera promoción de la Fundación Antonio Gala para jóvenes creadores.
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Juan Pedro Aparicio Microrrelatos inéditos Ilustración: Miquel Rof ©
Femme fatale (Para Lola, con todo el odio del que puede ser capaz un hombre enamorado) El número seis se repetía acaso demasiado en su teléfono como para que no tuviera algún vínculo con el Diablo. Me mostró lo que yo más deseaba ver. Me dejó tocarlo. Me dejó acariciarlo. En la entrada había como una mariposita muy delicada y tierna: la besé. Me dejó entrar. Nunca jamás pude salir de aquel infierno.
Croquetas –Recuerdo ahora –dijo lord Linslade– el caso de aquel juez que tuvo que ocuparse del suceso más extraordinario jamás ocurrido en los ambientes de la alta cocina londinense, si se me permite hablar así. Y precisamente una de las protagonistas era compatriota de nuestro querido embajador de España, dueña con su marido de un restaurante en la mejor zona de Kensington; según parece, una cocinera extraordinaria. El marido, un galés educado en Francia, admiraba sus dotes culinarias pero discutía con ella los nombres de los platos. Si él, para bautizarlos, abusaba de lo poético y hasta de lo celestial, ella se inclinaba por lo más áspero y prosaico; uno de sus platos, por ejemplo, tenía el imposible nombre, y se lo digo en español, de atascaburras. El galés, por lo visto, era además muy posesivo. Un buen día mató a dos clientes del restaurante en un ataque de celos. No a uno, sino a dos. ¿Habían ido a la cama con ella? ¿Le habían dirigido palabras obscenas? Nada de eso, simplemente la habían mirado fijamente mientras manipulaba la masa de las croquetas. El juez, un buen juez inglés, antes de dictar sentencia, se acercó al restaurante y entró en la cocina. Lo hizo más de un día, hasta que pudo ver con su propios ojos cómo la española daba forma entre sus manos a la masa de las croquetas, unas manos blancas, finas y sensuales que envolvían suavemente los blandos cilindros hasta que tomaban la consistencia adecuada, primero uno, luego otro, y lo hacía con un mimo y una delectación muy especiales… El juez se sintió tan turbado que cualquiera podría pensar que eso iba a librar al marido de una larga condena; pero ocurrió lo contrario, la sentencia fue lo más dura que permitía la ley. Y ya, con el marido a buen recaudo, el juez se convirtió en el mejor cliente del restaurante. Siempre pedía croquetas. (Del libro London Calling, de próxima aparición)
Los pescadores de perlas
Juan Pedro Aparicio. Microrrelatos inéditos
El Despertar David, un chico tímido y callado, se cayó de la motocicleta y quedó en coma. Los médicos, al cabo de un tiempo de tenerlo en el hospital, aconsejaron que volviera a casa, pues sólo cabía esperar que el ambiente familiar consiguiera el milagro de recuperarlo. Pero pasaban los días y no mejoraba, de modo que a su alrededor había ido creciendo un ambiente de gran desesperanza. Luisa, una compañera de colegio, de apenas quince años, acudía a visitarlo. A solas con él, le leía algunas páginas de libros y le hablaba. Su voz, muy animosa, parecía negar la existencia de la tragedia, recuperando para la casa un cierto aire de normalidad. Uno de esos días, precisamente aquel en el que Luisa estaba más desanimada por el escaso fruto de su empeño, acarició a David largamente la frente en un gesto que acaso fuera el de una inevitable despedida. Le pareció notar entonces que la sábana se movía como empujada por el diminuto mástil de un circo. Alegre y confusa, y también asustada, gritó para que vinieran los padres del chico. –¡Se mueve, se ha movido, lo he visto!. -¿Cómo que se mueve? ¡No se mueve –dijo el padre, entre irritado y frustrado–. Soy partidario de desconectarlo y que deje ya de sufrir –añadió abatido. –¡No, no lo haga! –le suplicó Luisa. Volvió al día siguiente y repitió sus caricias, y al otro y al otro, siempre sin resultado. Al cuarto, se atrevió por fin a meter su mano debajo de la sábana y comprobó, no sin gran turbación, que lo que tocaba estaba muy vivo, ¡muy vivo y gozoso! Pero, ¿cómo decírselo a sus padres? (continuará).
Juan Pedro Aparicio (León, 1941). Recibió el Premio Castilla y León de las Letras en 2012 en reconocimiento al conjunto de su carrera. Fue Premio Nadal en 1988 por Retratos de ambigú. Su libro La vida en blanco recibió en 2006 el Premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España en el año anterior. Ha cultivado, además de la novela y el relato corto, el ensayo, el artículo periodístico, el microrrelato y el libro de viajes.
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Margarida Vale de Gato Poemas Traducción de Luis María Marina Del consumo del deseo ¿cómo saber si es este el esfuerzo que pide a la carne el asombro del mundo, o si es pretensión del arte olvidar a la puerta la noche entera la llave para acoger ardorosamente el imprevisto el amor la rapiña en el ansia excitada de lo que somos entonces capaces de intentar? ¿si es este el afanoso abandono al inquieto instante o si antes nos engaña la evasión? Tan tenue la frontera entre la fuga y la oferta. Tú estás del otro lado y yo no sé cómo llegar pues si excavo un túnel bajo el mar puede haber mayor exhumación antes de ti: cuanto sepultó el pasado — ruinas de otros, el mudo lodo imposible de dragar; y el dilatarse el curso y no cumplirse nuestro encuentro. De mal grado la gran apnea, el inmenso hálito, se cruzan los destrozos y cerrado el túnel busca y serpentea debía haber intentado el vuelo mas nunca hallé el equilibrio; debía haber optado por el arrobo pero no sabía oración alguna; no tenía palabras para salvar el signo que consagra y exonera; solo tenía este cuerpo para entrar y un tacto insolente para abrir.
Rua do Cardal à Graça aquí de Graça con Sol a las altas ventanas de una casa y calle sin historia ha subido hora a hora a los cristales y a un cielo de impostora claridad el silbo estridente del afilador uncido como los pájaros a la promesa de la Primavera cómo quisiera tener navajas sin filo para entregarle pero tan ajeno me es el orgullo como extranjero el sentido de la memoria, de más tangibles contornos quiero pienso a veces esta espera aunque poco pese —y aun presienta que por eso adulce la existencia. Y yo aquí ahora en este instante sopeso si vale o no el deseo de emprender en el golfo que dista entre esto y lo que será —de lo banal a lo ideal, simple evidencia— o lo que de mí podrías reconocer si algún día me volvieses a ver.
Margarida Vale de Gato nació en Vendas Novas (Alentejo, Portugal) en 1973. Es Licenciada en Literatura y Cultura Norteamericana y da clases en la Universidad de Lisboa. Ha traducido a numerosos autores ingleses y franceses. Su primer libro, Mulher ao Mar (Mariposa Azual, 2010), al que pertenecen estos poemas , fue la revelación de una voz personalísima, descarnada y absolutamente contemporánea.
El castillo de Barba Azul
Margarida Vale de Gato. Poemas
Émulos ¿Fue amor aquello que ensayamos o tacto tácito? —los dos carentes y sin mañana, súbditos del presente; fue común ardid cuando follamos. ¿Fue circo o cerco, gesto o estilo el acto de abrazarnos? Fue candor tener juntos sexo con amor en un clima de aparato y de sigilo. Bien mirado nadie se engañó pues no hubo nada más —solo placebo y cierto exceso acelerando la líbido. Y yo, dicharachera, injusta he quebrado el pacto de que nada fuese dicho y cuanto quise tocar en estado líquido.
Con pasión e hipocondría
Deslocalización de la primavera
Nos confortamos con historias secundarias, evitamos el roce por el riesgo de contagio; por más que preservemos la franqueza pasó el período ya de la frontal alegría: estamos bien, gracias, aunque antes del principio —entretanto admitimos no saber, y mientras esto queda indefinido, ni con guantes, pinzas de parafina, hurgamos más, temiendo ver crecer un quiste en el incisivo sitio donde creímos sin tacto que menos dolía
la despedida de septiembre, el diagnóstico de octubre son esta vez pretexto para una remota melancolía apenas; son grullas que no gritan en este calendario por completo extemporáneo; y nosotros somos el mes de mayo, migrantes pájaros que no temen ya a los días breves; que deslumbradamente sus plumas lucen; envés de ceniza, pátina de plata —ventaja de la luna que rueda y dura ahora más que el sol— y el tiempo así es amor que no se aceda, que aguanta en la reserva
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ENTREVISTA A ALBERTO DE CASSO Por Ana Gorría
.Alberto
de Casso (Madrid, 1963). Premio Escena Contemporánea, Lope de Vega y Calderón de la Barca, entre otros. La fragmentación, la violencia, la exclusión social, el desprecio al de fuera, la crueldad o el humor son algunos de los motivos que planean en su obra. La fragmentación y la discontinuidad son uno de los rasgos que hasta ahora caracterizan su escritura dramática. ¿Considera que estos rasgos tienen consecuencias éticas en la exposición de los conflictos? Es verdad que en algunas de mis obras he sentido la necesidad de alterar el curso lineal del tiempo. Especialmente en Los Viernes del Hotel Luna Caribe, Devastación e Y mi voz quemadura. No por enfrentarme a alguna convención largamente establecida en el teatro, la del tiempo lineal, la de contar las cosas por el principio, seguir por el medio y acabar por el final, para claridad y comodidad del espectador, ni tampoco por el placer gratuito de experimentar con el tiempo. Las dislocaciones temporales afectan también a la naturaleza de los personajes y de la historia que se quiere contar, a la recepción de la misma. El primer autor en hacer esto muy bien es John Priestley con la obra El tiempo y los Conway, obra que vi de niño y dejó una honda huella en mí. Si uno anticipa acontecimientos que deberían ir al final, e invierte la línea lógica de la intriga teatral, la pregunta ya no es qué va a pasar después, sino por qué tuvo que ocurrir eso y no otra cosa, pregunta que en algunas ocasiones hace
más intensa, interesante y compleja la recepción de una obra teatral. En Los viernes del Hotel Luna Caribe, que cuenta las ilusiones frustradas de tres inmigrantes cubanas, el último acto es el acto cero. Las mujeres cubanas todavía no se han ido del país y mantienen sus sueños intactos, sueños que ya saben los espectadores que se han roto, pero que podían no haberse truncado, y ese final resulta más impactante, pues en ese momento saben mucho más los espectadores o lectores que los personajes, y les obligo a los primeros a mirarles desde su pasado, y al mismo tiempo desde un futuro indigno que los personajes desconocen por completo y ni siquiera imaginan que podía ser tan innoble. ¿Qué lugar ocupan la violencia y la exclusión social (o su posibilidad) en su propuesta dramática? Hace poco, hablando con mi amigo César López Llera, le decía que el teatro que me interesa de verdad es aquel en que la violencia patente o larvada haría que los personajes, si tuvieran un martillo a mano, se abrieran la cabeza a golpes sin dudarlo, aunque su educación, prejuicios, cultura y sensibilidad no les permita ni siquiera llamarse estúpidos. Ese es el teatro de Shakespeare, de Calderón, de Ibsen, Strindberg, Chéjov, y más claramente el de ValleInclan, Lorca, Mamet o Pinter. Alguna vez me han reprochado que en alguna de mis obras la violencia resulta excesiva y atosigante y, desde luego, siempre la he evitado como mero juego trucu-
lento y he huido de la frivolización y celebración obscena y efectista de cierto cine actual. En Y mi voz quemadura decidí, no tanto por autocensurarme, sino en beneficio de la historia, suavizar las escenas de tortura y centrarme más en lo que esto suponía de rutina entre siniestra, funcionarial y desganada de los torturadores de las dictaduras del cono sur, para que cualquier espectador pudiera identificarse también desganadamente con los torturadores, ver su lado humano y sentirse torturador en potencia, si llegara a alcanzar las mismas condiciones de impunidad. Con respecto al tema de la exclusión y el desprecio al de fuera, suele estar presente en casi todos mis dramas, pues en la mayoría suele aparecer encarnado en un personaje extranjero que reclama su lugar y su derecho a vivir en un país que le niega hasta el más elemental de los derechos, como es caminar por las calles libremente sin que los españolitos respetables le miren por encima del hombro, como a un delincuente o un apestado. La familia, o el análisis de las relaciones familiares, es una constante en su dramaturgia, en obras como Devastación o El cuerpo oculto. ¿Considera que estos conflictos pueden servir a la comunidad? La familia tiene un peso especial en mis obras desde Harmattan hasta las obras que has citado, incluyendo La seducción del eunuco. No me gustaría caer en el tópico renuente de la familia disfuncional que tan de moda está en el cine independiente y que, en el tea-
La voz humana
tro, sin embargo, ha estado de moda siempre… pues más familia disfuncional que la de Melibea, Hamlet, La vida es sueño, Las galas del difunto o La casa de Bernarda Alba, o cualquier familia de cualquier obra de Ibsen, Chéjov o Tolcachir, no existe. El tema de la familia no se agota, dada la riqueza de roles, alianzas y funciones, frente a las obras que hablan exclusivamente de los conflictos de pareja, que hace tiempo están agotados como asunto dramático. En Devastación, obra que se cuenta retrospectivamente, el conflicto de la familia es un conflicto clásico. Se habla de una devastación exterior. Un huracán que derriba la casa de una familia sureña de origen irlandés y una devastación interior. Un padre está profundamente enamorado de su hija y este amor insensato y desmesurado hace que eclipse al resto, y al mismo tiempo le va anulando ante el resto de los miembros de la familia, mientras su hija, una adolescente joven, agresiva e inestable, alimenta de forma inquietante esta pasión que parece no conocer límites.
Entrevista a Alberto de Casso
En El cuerpo oculto, uno de los mayores desafíos de la escritura dramática es la propuesta corporeizada de pensamientos y emociones ante el espectador. ¿Cuál es la escritura escénica ideal de una obra tan compleja y exacta? Sí, precisamente El cuerpo oculto es una de mis obras más extrañas, acaso porque la escribí a vuelapluma en la playa a lo largo de una semana, dejando que la mano escribiera antes que la cabeza. Y es la obra en donde he tenido menos conciencia de la trama, los temas, la estructura, los diálogos y los personajes. Es una pieza en la que no planifiqué nada de antemano. En esta pieza uso voces internas y externas, más propias acaso de la novela o el cuento, que como bien señalas dan cuerpo a los pensamientos o que reflejan algo a medio camino entre los pensamientos caóticos y culpables de los personajes y los diálogos directos. Las voces están superpuestas y las acciones ocurren de forma simultánea. Es una obra que, por su tema y su violencia, pues el punto de vista que adopto es el de un raptor obsesionado por una vecina
adolescente, todavía me incomoda. Gerardo Vera hizo una bella puesta de lectura dramatizada en semimontaje, sin atenuar su violencia, con un elenco de magníficos actores en el CDN, hace cuatro años. Su obra Raquel y Rachid se construye escénicamente con la cuarta pared. ¿Cuál es el lugar ideal del espectador en esta obra para usted? No sabría decir si es en la obra en donde la cuarta pared tenga un protagonismo especial, ya que eso depende más de las decisiones del director, que en este caso he sido yo. Creo que la cuarta pared es un recurso muy socorrido para el teatro pobre. Cuando hicimos la obra en la sala Lagrada, dados los pocos medios y dinero que teníamos, si usábamos bien la cuarta pared nos podíamos ahorrar muchos euros en escenografía y atrezo. Y aproveché la cuarta pared para que uno de los personajes esté casi toda la mitad del segundo acto dando la espalda al público. Con respecto a la posición o punto de vista del espectador, me propuse crear para
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nuestro recién nacido grupo Antagonía una obra en donde estuviese muy marcado el antagonismo entre los personajes. Raquel y Rachid es una tragicomedia que habla de la amistad difícil y tormentosa entre una joven profesora de español y un alumno marroquí maduro a lo largo de una tarde de compartir confidencias y la sana o malsana curiosidad de querer saber demasiado sobre el otro o sobre el diferente. El destino trágico y la hybris atraviesan la mayoría de sus obras, por ejemplo en personajes como la Sophie de Devastación o la niña de El cuerpo oculto. ¿De qué manera reconceptualiza la tragedia para traerla al presente? Mis personajes, a pesar de estar muy alejados de los héroes de la tragedia griega, creo que participan a veces de su desmesura y arrogancia o de la noción de hybris que enuncias, de ese no saber aceptar las limitaciones y correcciones que les impone la vida. Las protagonistas femeninas de estas dos obras que citas, la Sophie de Devastación y la niña de El cuerpo oculto, padecen el amor intolerable, incestuoso en un caso y criminal en el otro, de dos personajes adultos que están poseídos por una atracción ciega y destructiva, que no saben controlar y que les acaba aniquilando. Y ya desde hace tiempo he tratado de que el humor sea un ingrediente indispensable en mis obras y que nazca del propio drama o del dolor con la máxima naturalidad posible. La ambientación de obras como Harmattan, Y mi voz quemadura o Devasta-
ción sucede en espacios indefinidos o referidos como muy lejanos respecto a España. ¿Qué suma a los conflictos el contexto global de la obra de Alberto de Casso? La verdad es que algunas de mis obras, como las que citas, y alguna otra, como La novia póstuma, están vagamente ambientadas en Estados Unidos, país en el que nunca he estado, o en África, en donde sí he vivido cuatro años de mi vida. El alejar el conflicto del país en el que uno vive o dejar el lugar como un ámbito indefinido hace que se dispare la imaginación, evita mirarse el ombligo más de la cuenta y, sobre todo, te ayuda a orillar el costumbrismo. Con respecto a Y mi voz quemadura, aunque las primeras palabras de la obra señalan que la acción ocurre en un país real, demasiado cruel para parecer imaginario, todo apunta a la Argentina de los veinte mil o treinta mil desaparecidos. Sin embargo evité situarla allí, no por un pretencioso prurito de universalidad, sino por respeto hacia el tema del terrorismo de Estado que planteaba. Pues aunque traté de informarme con rigor, cualquiera de los que conocieron aquella atroz dictadura de forma directa o indirecta, saben mucho más de lo que yo podía contar en mi obra. Y me parecía indecente hablarles de sus sufrimientos y del horror que vivieron desde mi visión limitada o documental del asunto.
ñola tanto como autor como espectador? Debo decir que los premios, en mi trayectoria de autor, me han dado especialmente satisfacciones económicas y poco más, pues algunas de mis obras premiadas con premios supuestamente prestigiosos como el Lope de Vega, el Escena Contemporánea o el Alejandro Casona, no he conseguido que me las editen ni con ese aval, a pesar de mandarlas a todas las editoriales de este país que editan teatro. Cuando me dieron el premio Lope de Vega, Mario Gas me prometió que haría mi obra en El Español y luego se olvidó olímpicamente del asunto. Puedo estar agradecido al premio Calderón de la Barca, que es el que tuvo más repercusión, pues hasta me sacaron en los periódicos. Con el premio Escena Contemporánea estoy agradecido por el hecho de que un miembro del jurado le hizo llegar la obra a Gerardo Vera y me la estrenó en una serie de lecturas dramatizadas que, por desgracia, no verían más de cien personas. Y los festivales, sinceramente, no los sigo y no sé muy bien la repercusión que tienen o han tenido en el enriquecimiento de nuestro teatro. Creo que el CDN con Ernesto Caballero al frente va por el buen camino al potenciar la autoría española actual.
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Ana Gorría. Ha publicado textos en medios como Público, Escritura e Imagen, Ínsula, Primer acto o Sesión no numerada, sobre
En diciembre del 2009 le fue otorgado el Premio del Festival Escena Contemporánea ex aequo con Agustina Muñoz. ¿Cuál considera que ha sido el impacto de este festival en la comunidad dramática espa-
poesía, teatro y ficción audiovisual. Ha realizado labores de comisariado, como en la exposición Gesto sin fin, para el Museo de América, y se ha formado como investigadora en el CSIC.
Einstein on the Beach
Agustín Calvo Galán. Almada Negreiros en España
ALMADA NEGREIROS EN ESPAÑA Agustín Calvo Galán
.El viajero que llegue al Aeropuerto de Lisboa y quiera ir hasta el centro de la ciudad en el metro podrá disfrutar, en el largo pasillo que comunica el hall de llegadas con la estación del suburbano, si las prisas no se lo impiden y desde el 2012, de las reproducciones sobre azulejos de las caricaturas que José Sobral de Almada Negreiros (nacido en 1893 en la entonces colonia portuguesa de Santo Tomé y Príncipe y fallecido en Lisboa en 1970) dedicó a diferentes personalidades de la cultura portuguesa1. Este ejemplo de la presencia en espacios públicos lisboetas de la obra de Almada le anunciará su importancia no sólo a nivel literario y artístico sino, más aún, su presencia en la iconografía cultural contemporánea y en el imaginario colectivo de los portugueses. Si, como dice Eduardo Lourenço2, la modernidad portuguesa –en referencia a la generación de artistas y escritores que encabezaron las vanguardias a principios de siglo XX– deseó no sólo ser invención y creación de una nueva sensibilidad y visión de la realidad, sino también una metamorfosis total de la imagen, del ser y del destino de Portugal, la figura de Almada Negreiros resulta clave para entender esa formidable modernización cultural lusitana, así como la capacidad de las vanguardias para aunar diferentes artes y/o disciplinas con el objetivo ético y estético común de la renovación. En realidad, los lectores españoles suelen llegar a Almada Negreiros a través del conocimiento del gigante de las letras portuguesas, el –justamente– omnipresente Fernando Pessoa; es decir, por su amistad con él, por la estrecha colaboración que mantuvieron durante años y, sobre todo, por los conocidísimos retratos que realizó de Pessoa tras su fallecimiento, que contribuyeron a rescatar, primero, la obra de su amigo, y a forjar, después, la imagen del poeta también como icono cultural, en gran medida, gracias a su personal estética vanguardista.
Fueron precisamente sus caricaturas (expuestas por primera vez en los salones de la Escuela Internacional de Lisboa en 1913) las que propiciaron los primeros contactos entre ambos. Y sería, al fin, su famoso retrato, interpretando el rostro de Pessoa de una manera esquemática pero muy efectiva, la ilustración que aparecería, el 6 de diciembre de 1935. en el Diário de Lisboa junto a la noticia de la muerte del genio lisboeta. Será también Almada Negrerios quien, a partir de la descripción física que hace Pessoa de sus heterónimos, elabore retratos de estos, de nuevo interviniendo activamente en el imaginario colectivo y en el reconocimiento de las creaciones de su amigo3. Con todo ello, el viajero español que acaba de llegar a Lisboa ya puede comenzar a formarse una idea de la importancia que los portugueses siguen dando al polifacético Almada4. Además, habituado a ese lugar común de que las dos naciones ibéricas han vivido siempre de espaldas, suele desconocer las intensas relaciones culturales que tuvieron lugar a principio del siglo XX entre Portugal y España –sin duda, la Guerra Civil y la posterior persistencia de dictaduras a ambos lados de la frontera dificultó que aquellos intercambios continuaran con normalidad–, y seguramente le sorprenderá saber que Almada Negreiros vivió en Madrid entre 1927 y 1932. Con el auspicio del matrimonio Delaunay (que había estado recorriendo la Península Ibérica durante los años de la Gran Guerra, tomando contacto con gran parte de la intelectualidad y de la vanguardia española y portuguesa), en 1919 ya había realizado una primera estancia en el extranjero, residiendo un año y medio en París. Sin embargo, parece que más allá de tomar el pulso a la efervescencia cultural del París de la época, que marcaría para siempre su 3. Poesía, números 7 y 8: «Fernando Pessoa en palabras y en imágenes», reedición de mayo de 1995, selección de textos, traducción y notas de José Antonio Llardent, págs. 18 y 19.
1. El Metro de Lisboa ya había usado con anterioridad la obra de
4. Sobre la generación en torno a Pessoa y las vanguardias de prin-
Almada Negreiros para decorar la estación de Saldanha, donde se
cipios del siglo XX en Portugal, remito al lector al contextualiza-
reprodujeron algunas de sus frases y dibujos.
dor artículo de Fernando Clemot, »De Orpheu a Presença, la entrada
2. Eduardo Lourenço, O labirinto da saudade, Dom Quixote: Lisboa,
de Portugal en la modernidad», en Quimera. Revista de Literatura, nº
1992, pág. 79.
355: Barcelona, junio de 2013, págs. 10-13.
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Almada Negreiros por Vitoriano Braga, ca. 1915
desarrollo artístico, y le haría profundizar en un cubismo de superposición de planos, Almada Negreiros tuvo una supervivencia difícil en la capital francesa. Caso muy diferente fue el de su estancia en Madrid. Dos fueron los mentores españoles que propiciaron su desembarco en la capital: por un lado Ramón Gómez de la Serna, quien en 1925 había acudido a Lisboa a un homenaje que le habían dedicado diferentes escritores portugueses, entre ellos Almada Negreiros; y, por otro lado, el pintor cubista Daniel Vázquez Díaz, quien había expuesto sus obras en la capital portuguesa durante aquellos años veinte y había mantenido una intensa relación con la intelectualidad lisboeta del momento. Será Gómez de la Serna quien presente, un mes antes de su llegada, a su amigo portugués a la sociedad literaria madrileña con el ilustrativo artículo «Alma de Almada»5, donde dirá: «Almada Negreiros es el ser impar en medio de la pintura y de la literatura portuguesa, sobre las que salta de trapecio en trapecio». Será también él quien le introduzca, con el entusiasmo que le caracterizaba, en la tertulia de la Sagrada Cripta del Pombo, a la que acudirá el portugués con una carpeta llena de dibujos. Allí se gestará su primera exposición en España en un salón de la Unión Iberoamericana en Madrid. Pero no se limitó su estancia española a la capital; también lo encontramos en Barcelona, en 1927, participando con obra gráfica en una exposición colectiva en las Galerías Dalmau; y en 1930 en la capital guipuzcoana, presentando su obra en la Exposición de Arquitectura y Pinturas Modernas de San Sebastián. Además, en Madrid no sólo se relacionó con escritores; sus inquietudes de artista total le llevaron a frecuentar otras tertulias como la de los arquitectos, donde tomó contacto con la llamada generación de 1925, introductora del racionalismo arquitectónico en España, especialmente con García Mercadal, Luis Lacasa y Rivas Eulate. Si, por un lado, la relación con los literatos le abrió las puertas a publicar tanto poemas como ilustraciones de portada o interior en infinidad de revistas literarias de la época (La Gaceta Literaria,
Revista de Occidente, Nuevo Mundo, La Farsa, Nueva España o Blanco y Negro), así como en el diario El Sol, el contacto con los arquitectos le llevará a publicar en la revista Arquitectura dos anuncios publicitarios diseñados por él, y a participar en la decoración mural de las fachadas de algunos edificios públicos de la capital, como el teatro Muñoz Seca o los cines Barceló y San Carlos. Todo ello desaparecido por la tan española piqueta especulativa; aunque de los paneles murales del San Carlos se recuperaron, en 1973, los que se habían conservado ocultos en los sótano del cine. También realizó la decoración mural de la Fundación del Amo, residencia de estudiantes situada en la Ciudad Universitaria, y que desapareció por completo al ser frente de guerra en la defensa de Madrid durante la Guerra Cívil6. Hemos mencionado hasta ahora su actividad como poeta y como artista plástico, falta un tercer aspecto fundamental
5. Ramón Gómez de la Serna, «Alma de Almada», en La Gaceta
6. Juan Manuel Bonet, Diccionario de las vanguardias en España 1907-
Literaria, nº3: Madrid, febrero de 1927, pág. 3.
1936, Alianza: Madrid, 2007, págs. 41 y 42.
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en la obra de Almada Negreiros: el teatro, considerado por él mismo como el mejor escaparate de las artes plásticas y la literatura, y donde su labor polifacética y experimental tomaba auténtica forma unitaria. Sería en alguna de las tertulias madrileñas donde entró en contacto con Federico García Lorca, quien –según el estudioso del teatro portugués Vítor Pavão dos Santos7– le habría dicho: «Te doy treinta años para que te entiendan», en referencia a las obras de teatro que por aquel entonces estaba escribiendo, farsas simbólicas con tintes surrealistas, y que pretendía destinar a la escena española: El Uno, tragedia de la Unidad, así como Se desea mujer y S.O.S. Desgraciadamente, ninguna se llegó a representar en aquella época en Madrid. De las obras de teatro escritas en sus años madrileños cabe destacar O Público em Cena (1931), cuya conexión, desde el título, con El Público de Lorca, evidencian el esfuerzo renovador de ambos, con influencias
Agustín Calvo Galán. Almada Negreiros en España
de raíz pirandelliana, sobre las artes escénicas de la época, pues las dos obras buscan la interacción entre actores y espectadores. En definitiva, Almada vivió en España un momento cultural e histórico de gran trascendencia, que marcaría su obra tanto a nivel literario como artístico, que lo singularizaría dentro de las vanguardias y que le serviría, posteriormente, para afianzar y articular su trabajo artístico, en gran medida, en colaboración con la arquitectura. En 1932 regresó a Lisboa y su trayectoria continuó incansable, irónica y renovadora, sobreviviendo a la mayoría de las personalidades de su generación. El lector, de vuelta a España, tras comprobar su importancia en la cultura portuguesa, sus notables aportaciones en todos los ámbitos en los que intervino, y su relación con la cultura española –aunque la mayor parte de las obras que realizó para espacios públicos en Madrid hayan desaparecido irremediablemente–, se verá tristemente sorprendido por la flaca bibliografía que de Alamada Negreiros existe en español. Dispone, por un lado, del monográfico que la revista Poesía le dedicó (nº 41, 1994), también del catálogo de la exposición sobre su obra gráfica que se celebró en la Fundación Juan March de Madrid en 1983, así como la edición y traducción de Alberto Virella del poema La escena del odio (Hiperión, 1995), y la traducción de Sonia Ayerra y David Santaisabel del bildungsroman Nombre de guerra (El olivo azul, 2008). Deseará el viajero, no puede ser de otra manera, antes de partir hacia un nuevo horizonte, que la obra del portugués sea más traducida y mejor conocida en el país que los acogió durante cinco intensos y trascendentales años.
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Agustín Calvo Galán (Barcelona, 1968) Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Barcelona. Ha publicado, entre otros, los libros de poesía: Poemas para el entreacto (Jirones de azul, 2007), A la vendimia en Portugal (Amargord, 2009), Proyecto desvelos (Babilonia, 2012) y GPS (Amargord, 2014). Su poesía visual ha sido recogida en diferentes antologías como Poesía visual española (Calambur, 2007) y Esencial Visual (Instituto Cervantes de Fez, Marruecos, 2008). Además, ha realizado exposiciones de sus
7. Vítor Pavão dos Santos, «O homem de teatro en Almada», Progra-
poemas visuales, entre las últimas: Proyecto Desvelos, Ex!poesía y
ma de la Exposición, Ed. Sommer Ribeiro: Madrid, 1983-1984.
10 años de poesía visual.
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ESTA CASA ES CONTIGO (SOBRE LA POESÍA DE FERNANDO BELTRÁN) Eduardo Moga
.Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) suscribe el célebre dicho whitmaniano –y no en vano Walt Whitman es uno de sus poetas tutelares– de que quien toca este libro, toca a un hombre; en su caso, quien lee sus poemas, lee a un hombre: sus poemas se escriviven, como afirma, con uno de sus característicos juegos de palabras, en la nota prologal a Donde nadie me llama (2011), su obra completa hasta el momento; y en ese mismo pórtico, remacha: «Al decir mi vida, quiero decir mi poesía». Beltrán se sitúa en la estela de la poesía impura, ajena a la abstracción culturalista, que se sumerge en los miedos, miserias y contradicciones del ser humano, y chapotea en el fango diario de la vida cotidiana. Esta poesía entrometida, que se inmiscuye doliente, críticamente, en el mundo, surgió, con la virulencia de un meteoro, en Aquelarre en Madrid, publicado en 1983, pero escrito en 1980, cuando, al amparo de las libertades recién recobradas en España y de una reacción general contra el esteticismo novísimo, se cultivan las visiones hormigueantes, veristas y sucias, de la ciudad y sus conflictos: es el tiempo en que publican Eduardo Haro Ibars y Leopoldo María Panero, entre otros, y el peruano Yulino Dávila entrega una fascinante descripción del Madrid psicodélico y postdictatorial en Hebras de Malasaña. Aquelarre en Madrid se inscribe en esta corriente, con su gramática esguinzada, sus quebraduras sintácticas y sus ecos surreales. Sus visiones, reticulares, como si se formaran por la conjunción de una multitud de ocelos, sugieren desarticulación, o, mejor, una articulación
distinta, que reúne los fragmentos captados por una percepción discontinua y los traduce de inmediato a lenguaje, o, dicho con más precisión, a espasmo verbal, con toda su inconexión y su sinsentido, pero cuya acumulación sirve para alzar un muro silábico, una tramoya lingüística de desgarros y esperanzas. El detonante de este proceso paradójico, en el que la coherencia se alcanza mediante la dispersión, es el alcohol: Aquelarre en Madrid es un libro etílico, cuyos delirios brotan de las barras de los bares –tan importantes en la poesía de Beltrán– y se desvanecen en los empedrados madrileños, desdibujados por las brumas de la noche. A la poesía a borbotones de Aquelarre en Madrid sigue Ojos de agua (1984), en el que asoma otro de los lados de una poesía multifacetada, aunque unánime en su canto de lo real: el cosmos de los afectos, la intimidad más recóndita y vulnerable. Ojos de agua es una rememoración de la infancia, plena de melancolía, rezumante de sentimiento. Pero señalar el carácter sentimental de esta evocación no alberga ninguna intención peyorativa; antes bien, la exposición de los sentimientos sustenta un análisis de la interioridad, del cañamazo de emociones que contribuyen al ejercicio, más aún, a la construcción de la inteligencia, una pesquisa íntima que no condesciende a la efusión ni a la banalidad, sino que desanuda las hebras del placer y del dolor, de la incertidumbre y la alegría, y las sujeta al escrutinio del pensamiento, sin privarlas por ello de su envoltura de enigma, de su penumbra individual. Los
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sentimientos son esenciales en la obra de Beltrán, y no es casual que, en la cubierta de Donde nadie me llama, aparezca una figura protegida por un paraguas sobre el que llueven corazones; tampoco que uno de sus poemarios fundamentales se titule El corazón no muere. En Ojos de agua se prolonga el tono surreal, pero más moderado; la sintaxis, el fraseo, abandonan la tajante brevedad de los añicos y, remansados, se amplifican. En su decurso, bullen las imágenes certeras, a menudo de aire aforístico: «memoria es esa foto que no se enseña a nadie». Un nuevo salto se produce en Gran Vía (1990): Beltrán abandona los paisajes interiores y se vuelca otra vez en la descripción de la ciudad, Madrid, y lo hace bajo la advocación de una de sus calles más representativas. Su narración contiene frecuentes enumeraciones del mundo turbulento que puebla la avenida, e inflexiones suavemente épicas. Gran Vía forma una suerte de bilogía con Aquelarre en Madrid, de la que constituye el flanco más austero y figurativo: éste es nocturno y fracturado; aquel, diurno y documental. Sin embargo, poco después de la aparición de esta nueva crónica urbana, estalló la primera guerra del Golfo y, en 1991, Beltrán publicó El gallo de Bagdad, un breve e intenso alegato contra el conflicto, y contra todos los conflictos, en el que leemos este «Teletipo», con otra de sus paronomasias características: «El enemigo / será borrado en breve / de la paz de la tierra». Los poemas de El gallo de Bagdad revelan el permanente interés social de
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la obra de Beltrán. Fueron escritos en once días, y ello nos descubre otro de los rasgos que singularizan su propuesta. En su poesía, cada libro responde a un impulso: la vida en la ciudad, el recuerdo de la niñez, la guerra del Golfo, la muerte del padre –como veremos–, la vivencia del amor. Los versos no son el producto de un oficio anodino o un hábito esforzado, sino el fruto de una experiencia raigal, que se manifiesta imperiosamente; y nunca se desligan de la vida, sino que constituyen más vida: otra manifestación del pálpito de lo existente. Por eso incorporan siempre un hálito maravilloso, un asombro desnudo –y a veces indignado, como en El gallo de Bagdad– ante el prodigio y el misterio de la realidad. En Amor ciego (1994) se coagula otro de los grandes temas de Beltrán: el amor. Afronta en él las dos caras del sentimiento: es exaltación –el abrazo con la amada es también el abrazo con el mundo–, pero es, simultáneamente, adentramiento, recolección, goce de una soledad binaria. Su erotismo no es nunca explícito, sino indirecto: repara en la ropa –escotes, faldas, blusas, medias– y en la condición huidiza del objeto del deseo, en su materialidad espectral, que solo concede la tregua de una posesión fugaz. Esta busca del otro –de cuanto mitigue el aislamiento del yo– se reitera, transformada, en Bar adentro, publicado en 1997, pero que incluye poemas escritos desde 1982, donde se enmarca, otra vez, en el cosmos miasmático de los bares y sus nieblas etílicas. Ahí se produce el descubrimiento, la dubitación
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Foto: Juan Martínez
de los inicios y, con suerte, el encuentro. La depuración, la concisión expresiva, halla aquí delicados contrapuntos en las paradojas –o parajodas, como diría Cabrera Infante–, definitorias desde siempre de lo amoroso, y en las estructuras paralelísticas, que evitan el deshilachamiento discursivo y la cartilaginosidad verbal. En 1999, Beltrán publica La semana fantástica, donde las preocupaciones cívicas se desarrollan, de nuevo, en un paisaje urbano. El título es el lema publicitario de unos grandes almacenes: el poeta no vacila en apropiarse de eslóganes promocionales, de fragmentos de noticias o de frases hechas para urdir sus composiciones, reeditando una vieja técnica de vanguardia y subrayando, con amarga ironía, el contraste entre los enunciados felices de las empresas e instituciones y la desdichada realidad de los pueblos y las personas. En poemas extensos y, a menudo, narrativos –aunque no desaparezcan las anomalías gramaticales, como la omisión de los signos de puntuación y los sustantivos con función adjetival– superpone espacios, registros y voces, como en el que da título al libro, donde lo que se ve en un viaje en autobús de Cibeles a Sol se mezcla con las imágenes de las matanzas en Ruanda. Tras Parque de invierno (2001), una elegía al padre, cuya estremecedora sequedad no oculta las aristas de una relación en la que se mezclaban el amor y el odio, Beltrán publica, en 2006, su último y acaso mejor poemario, El corazón no muere, «su particular libro del desasosiego, una volcánica constatación del desamparo del ser humano», en palabras del prologuista de Donde nadie me llama, Leopoldo Sánchez Torre. Vuelve el impulso vanguardista, una fluencia impetuosa y resquebrajada, con un lúcido acento existencial, que atiende a las inclemencias de la vida, al peso de la edad –esto es, del paso del tiempo– y, en suma, al inexorable acercarse de la muerte. Quizá por ello es su volumen más recogido, más inclinado al ensimismamiento, más atento a los vaivenes lacerados de la conciencia. Los poemas resultan tentativos e indagadores: se sabe menos a qué están dedicados, salvo a la deambulación del espíritu por el mundo y sus absurdos, y por sus propios páramos interiores. Pero no importa esta ignorancia: los mejores poemas son aquellos que no aclaran nada, más aún, son aquellos que lo confunden todo. El amor se hace también presente con fuerza; de hecho, es uno de sus temas principales, casi una obsesión, como si se tratara de un bálsamo contra las devastaciones del tiempo. Los poemas constituyen un diálogo espeso, trabado, pero también ramificante, entre el adentro y el afuera, entre la subjetividad del poeta y la objetividad de lo real, si es que hay
una realidad objetiva. En muchos comparecen los motivos habituales de la poesía de Fernando Beltrán: las bufandas, los paraguas, la lluvia, los grifos, los trenes, el mar: símbolos de las geografías húmedas en las que se ha criado, pero también del tránsito fluido y fugaz de lo existente; símbolos de lo pequeño y lo inmediato, de lo doméstico e inesencial, pero imprescindible para conformar la casa del ser; símbolos, en fin, de los espacios claroscuros en los que conviven el bien y el mal, la luz y la sombra, la realidad y el deseo: las hebras con las que está tramado el hombre.
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Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es licenciado en Derecho y licenciado y doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Ha publicado los poemarios Ángel mortal (1994), La luz oída (Premio Adonáis, 1995), El barro en la mirada (1998), Unánime fuego (1999 y 2007), El corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Soliloquio para dos (2006), Los haikús del tren (2007), Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2011 y 2012) e Insumisión (2013). Ha traducido a Ramon Llull, Frank O’Hara, Évariste Parny, Charles Bukowski, Carl Sandburg, Richard Aldington, Tess Gallagher, Arthur Rimbaud, Billy Collins y William Faulkner, entre otros autores. Es autor de los compendios de ensayos De asuntos literarios (2004) y Lecturas nómadas (2007). Recientemente ha publicado también el libro de crónicas La pasión de escribil [Relato de tres viajes a Hispanoamérica] (2013). Codirigió la colección de poesía de DVD ediciones desde 2003 hasta 2012. Reside en Londres.
El francotirador paciente de Arturo Pérez-Reverte: reseña de José Antonio Vila
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Forajidos con aerosoles José Antonio Vila El francotirador paciente Arturo Pérez-Reverte Alfaguara: Madrid, 2013 312 págs.
nTras una fatigosa novela histórica, El asedio (2009), y un logrado ejercicio más conscientemente literario en El tango de la guardia vieja (2012), ambiciosa estructuralmente y en su reconstrucción de época, con El francotirador paciente (2013) Arturo Pérez-Reverte parece haber querido fundir los dos elementos de los que se ha alimentado lo mejor de su obra. De un lado, la ética de los hombres de acción que encontramos en los episodios más notables de Las aventuras del capitán Alatriste, o en Territorio comanche (1994) y El pintor de batallas (2006), sus incursiones en la barbarie de la guerra, y que deben tanto a la narrativa de Conrad como a la épica cinematográfica del western. Por el otro, la incorporación de temas cultos que dio tan buenos frutos en thrillers como La tabla de Flandes (1990) o El club Dumas (1993). El imaginario de las películas del oeste es ahora más visible que nunca, pues el submundo de los grafiteros que refleja la novela se construye sobre la analogía constante del pistolero o forajido, individuos al margen de la ley pero con sus propios códigos de honor y para quienes la reputación lo es todo. La búsqueda de Sniper, misterioso y legendario pintor callejero, por parte de la especialista en grafiti Lex, en principio por razones profesionales y según se descubre más adelante por razones personales también, proporciona el argumento de un relato centrado en el universo de ese arte efímero y difícil de delimitar donde los haya. Sniper, de ideología agresiva e idolatrado por sus seguidores, se aparece como un redentor nihilista con afanes justicieros: «El único arte posible […] tiene que ver con la estupidez humana. Convertir un arte para estúpidos en un arte donde serlo no salga gratis. Elevar la estupidez, lo absurdo de nuestro tiempo, a obra maestra». Siendo así que la historia se diría una original mezcla de las temáticas de El club de la lucha, Bouvard y Pécuchet y La obra maestra desconocida. En esta novela la idea
del mercado del arte sirve de metonimia de la sociedad entera, pueril, esnob y superficial, o como la define Lex, «una inmensa, innecesaria y absurda tienda». En contraste con ese sistema mercantilizado se yergue la persecución de la autenticidad que representan los artistas urbanos y sus aerosoles; aunque la frontera entre la legalidad y lo ilegal, estar dentro del sistema o fuera de él, es el espacio en que se ponen a prueba esos ideales y donde se perfila el acecho constante del mercado omnívoro que todo lo fagocita, de ahí la integridad a ultranza de Sniper y su prestigio: «Si es legal no es grafiti». En cuanto al desarrollo de la trama, el golpe de efecto del final sorprendente se había resuelto en ocasiones anteriores con mayor pericia, lo que parece indicar que la astuta gradación de la intriga, crucial en todo relato que participe de ingredientes policíacos o detectivescos, y un aspecto en el que Pérez-Reverte ha destacado como pocos, no ha sido llevada a cabo con toda la habilidad acostumbrada, cosa que deja un regusto algo amargo en una novela por lo general satisfactoria. A pesar de eso, los mejores momentos son aquellos en que se realza la ambigüedad moral de los personajes protagonistas, bien sea en su venganza contra un sistema injusto o llevando a término una vendetta personal. La híper-actualidad de los referentes (grafiti, arte urbano, su difusión a través de redes sociales o circuitos de arte conceptual) no debe hacer olvidar que lo que late en el corazón de la novela es la enésima variación de la vieja historia de Pat Garrett y Billy El Niño. Puesta al servicio esta vez de un relato en que se plantean interesantes problemas estéticos, la definición del concepto de arte, la a menudo imposible distinción entre el arte verdadero y el simulacro, y que contiene igualmente sus dosis de crítica social, sin parábolas morales o didactismo simplista, como corresponde a toda buena novela.
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Bulevar de Javier Sáez de Ibarra: reseña de Gemma Pellicer
El fondo de la superficie Gemma Pellicer Bulevar n¿Puede escribirse una prosa narrativa sostenida en el puro argumento, sin aderezos, aparentemente desnuda; que huya «de la metáfora en todas sus manifestaciones»? Se trataría, en todo caso, de un ejercicio de contención, aun cuando el autor sepa que el poder asociativo de la palabra es la base misma de lo literario. Semejante propósito, desgranado en la «Defensa» que encabeza los diecisiete relatos de este libro, parece haber servido de estímulo a Javier Sáez de Ibarra: abordar unas historias al margen de los mecanismos retóricos propios de la ficción narrativa. ¿Pero es posible un lenguaje literario que sea sólo denotativo? Acaso un ejemplo extremo sea «Enciclopedia occidental», donde se limita a reproducir una lista de boda interminable en una escalada hacia el absurdo de efecto hilarante, en la que cada obsequio que se añade resulta más ridículo y prescindible que el anterior. Y, sin embargo, las distintas narraciones que desfilan por este muestrario lo hacen desde un lenguaje por momentos connotativo, capaz de ofrecernos un mosaico vivísimo del acontecer humano, no menos cotidiano en su peripecia, silencios y sobreentendidos, ni lacónico o fragmentario en sus finales abruptos, como si el cuento optara por replegarse tras haber esparcido su dosis oportuna de emoción. En «Permiso», el primer relato, un operario va a recoger a una mujer a la que corteja y, anticipándose a la cita, la observa en su trabajo, agazapado. De hecho, la espía convirtiéndose en un intruso, momento en que el relato concluye. El cuento había arrancado poco antes con el protagonista desenvolviéndose en su faena, irrumpiendo esta vez en la esfera privada de su jefe, quien no duda en llamarle la atención. En manos del lector se deja, pues, la asociación de ambas escenas concatenadas, para que sea él mismo quien saque conclusiones. Este procedimiento de mostrar sin inmiscuirse apenas está presente en varios relatos, en la estela de Cheever o Carver. Así, en «El señor Remáser», por ejemplo, donde dos hombres comparten habitación en un hospital sin que, aparentemente, suceda nada extraño. Cristóbal recibe las visitas y atenciones de sus familiares y amigos; en cambio, Esteban, solo y abatido, parece dispuesto a morir mientras escucha música gospel por todo consuelo. Nada más se cuenta, ni falta que hace. Pero quizás el relato que yo prefiera sea
Javier Sáez de Ibarra Páginas de Espuma: Madrid, 2013 244 págs.
«La reina», con la batalla que entablan un padre y su hijo a lo largo de una serie de jugadas de ajedrez; interrumpidas de golpe por la boda del joven a la que el padre no acude, pues «si la Reina es la pieza más valiosa […], no importa lo que hagas con ella. Gana el Rey que se mantiene en pie hasta el final». Mientras que en «Sacar al perro», la relación de una chica con el chucho que lleva a pasear condiciona, a su vez, la evolución de la que inicia con su amante. Otro de los cuentos que prefiero es «Fuerza», un ejemplo de contención narrativa donde lo que se silencia pesa más que lo relatado. O «Termina primero», en que la ausencia de culpa empuja a unos chicos inconscientes a poner en la picota al profesor, que será quien aparezca como único responsable, con el beneplácito del director de la escuela. Además, Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una serie de experimentos formales de otro orden en varios cuentos. No sólo construye y deconstruye el armazón del volumen barajando sus partes y explicitando ampliaciones posteriores, sino que varios de ellos son tanteos en sentido estricto: así ocurre en «Manda aquí», donde la forma condiciona el contenido, tal como desvelan las notas a pie de página; en «Una historia reciente», un ready made capaz de otorgar nuevos sentidos a la re-contextualización de las páginas de un libro de texto, o en «Actividades de refuerzo», tan vinculados los dos últimos, junto al relato de cierre, con su trabajo de profesor. «Bulevar», el cuento que da nombre al volumen, podría leerse como una poética en la que, frente a lo que pudiera parecer, Marcos ha aprendido a escribir de forma velada, a ser él mismo misterioso. En resumidas cuentas, el experimento que se plantea el autor resulta sugerente en conjunto, si bien no siempre se cumple a rajatabla las premisas de que parte.
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Los monos insomnes de José Óscar López: reseña de Rubén Castillo Gallego
Doce fábulas sin moraleja Rubén Castillo Gallego Los monos insomnes José Óscar López Chiado Editorial: Madrid, 2013 desde sus páginas son tan eficaces como perturbadoras, y 171 págs. nos colocan en una posición de incomodidad reflexiva. Sirva como ilustración un simple acercamiento a algunos de los protagonistas de estas páginas: ese actor porno ya fallecido, llamado John Holmes, que sale del purgatorio después de una estancia de veinticinco años y que se dispone a viajar Hace ya unos cuantos años (de todo hace ya unos cuantos años), hacia el cielo al volante de su coche; un lector voraz que acan yo dirigía un programa en una emisora de radio de la capi- ba secuestrando por pura rabia a la imperita autora de un tal murciana. Hablaba de libros, de autores, de editoriales, libro malogrado, a la que pretende reconducir; un escritor de concursos, de cualquier detalle que estuviese relaciona- de cierto talento que vive en el año 2036 y que provoca exdo con el mundo de la literatura. Y como disponía de carta traños cataclismos mundiales a causa del léxico que emplea blanca para llevar a los invitados que quisiera y para enfocar en sus obras; un actor en paro que se ve acosado por inaudisu contenido de la forma que considerara más conveniente, tas llamadas de teléfono, en las cuales cree descubrir a unos un día tuve una idea más bien peculiar: dedicar un progra- monos que se esfuerzan por comunicarse con un lenguaje ma entero a recomendar libros para el verano. Lo peculiar casi humano... Todos ellos se verán incluidos en historias deno residía, como es lógico, en ese manido tópico, sino en lirantes, en modo alguno previsibles, en las que el lector exel hecho de que quería recomendar libros que no existieran. perimentará la sensación de que es sacado de sus casillas (en Para darle un mayor aire de verosimilitud recabé la ayuda el más literal y en el más metafórico de los sentidos), con de dos o tres escritores amigos que, alocados y febriles, se gallinas que se ponen a hablar de un modo sorprendente pusieron a la tarea de inventar novelas, poemarios, autores y (y recitando fragmentos de Platón, para más inri), viajeros editoriales, que luego comentaron en el programa con per- estelares que viajan de planeta en planeta para fecundarfecta dicción apolínea. José Óscar López era uno de ellos; los, sabios que miran nubes y que recuerdan la atmósfera y cumplió su cometido con tan disparatada pirotecnia de de ciertas páginas de Miguel Espinosa (en especial, las de imaginación (llegó a permitirse la recomendación de una Escuela de mandarines) o mujeres que llaman a tu puerta con novela china de más de dos mil páginas, si no me falla la un traje aislante que las asemeja a astronautas o androides. memoria, cuyo argumento ficticio resumió para los oyentes) Pero de todas esas extrañezas surge un dibujo magnético, que siempre me falta tiempo, cuando publica algún libro, que atrapa y cautiva con sus tentáculos de niebla. Resulta para hacerme con él y devorar sus páginas. De una persona fácil advertirlo a las pocas páginas de empezar el tomo. tan creativa y chispeante se puede esperar cualquier locura De las doce narraciones que componen este volumen, fantástica. francamente recomendable, siento una especial predilecEn esta ocasión el libro que ha publicado se titula Los mo- ción –no lo habré de negar– por la titulada Para engañar a nos insomnes, y lo lanza al mercado el sello Chiado Editorial: la muerte, que fluye y avanza con una estructura de cinta de una docena de historias de muy complicada clasificación Moebius, tan complicada de construir como gratificante a la que ha sido definida por el poeta Juan de Dios García con hora de leer, y que demuestra la maestría técnica y literaria un original y oportuno marbete: «uno de los libros de rela- de José Óscar López. Creo que de este autor podemos espetos fundacionales del esquizorrealismo hispánico». Y es que, rar, en los años venideros, interesantes libros. Será cuestión ciertamente, las propuestas que José Óscar López nos lanza de no perderle de vista.
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Lionel Asbo. El estado de Inglaterra de Martin Amis: reseña de Ernesto Castro
Esta guerra de clases no ha terminado Ernesto Castro nSi el modo que tenemos de comprender la realidad está marcado por nuestra posición de clase, cosa que está dicha con cierta solemnidad en cualquier tríptico de marxismo para dummies, entonces escribir sobre alguien de distinto estrato social requiere –si queremos evitar el estereotipo– capacidad para ponerse en el lugar ajeno. Martin Amis (1949) no tiene edad para recibir lecciones de empatía y su última novela en castellano, Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, lo deja claro. Una sátira del lumpen vuelto nuevo rico, una ilustración del dictum de Gilles Lipovetsky, según el cual los marginados del sistema –si es que existe un sistema– no quieren hacer la revolución, sino formar parte del mismo y vivir la dolce vita: este sería el contenido aproximado de Lionel Asbo, una roman à clef escrita desde los fortines de la distinción aristocrática. Pues Martin Amis no es un cualquiera. Heredero de una familia de buenos narradores, es un lugar común decir que Kingsley Amis (1922-1995) poseía mayor penetración psicológica que su hijo cuando tocaba delinear tipos sociales complejos en sus relatos; no por más dicho pierde su verdad. Véase incluso antiguos puntazos del mismo autor, bastaría recordar la célebre Dinero (Anagrama, 1988) para constatar hasta qué límite consigue volverse una caricatura de sí mismo quien limita su crítica de la sociedad inglesa a indicar que los pobres que ganan la lotería no saben comer langosta en sitios caros. O en palabras de Theo Tait en The Guardian: «Debe ser difícil para Martin Amis el nunca saber del todo si es un tesoro nacional o una vergüenza». Esta sería la nuez de Lionel Asbo: el homónimo protagonista, cuyo apellido forman las siglas de la Anti-social Behavior Orden, la ley que a los tres años penó su primer crimen, vive en Diston y dedica sus ratos libres a instruir a su sobrino Desmond en los sagrados principios de la adolescencia (básicamente sexo & peleas) mientras alimenta a sus pit bulls con Tabasco; es el jefe del hampa local. Desmond, quien a la sazón se zumba a su abuelita junto a la chimenea, apunta a futuro working class hero porque acude a clase, apenas consume porno lésbico y parece querer escapar de la trampa del pobre, que consiste en convertir su situación en distinción estética. Desmond ter-
Lionel Asbo. El estado de Inglaterra Martin Amis (Traductor: Jesús Zulaika) Anagrama: Barcelona, 2014 360 págs. mina encarnando el contrapunto intelectual de la narración. Todo Moriarty necesita su Paradise. Martin Amis compone con estos mimbres un relato de ascenso y caída del lumpen. Lo de menos son los detalles narrativos, pues uno nota que toda la carne está puesta en el asador del estilo: cómo hablan y cómo piensan los chavs. Hay que decir que el retrato es pan comido, máxime para un escritor de su talla, aunque esté bien hecho a costa de perder tensión en el relato. Enredándonos en diálogos lamentables sobre AQMF (Abuelas Que Me Follaría), intercalando reflexiones en primera persona especialmente sobresalientes que nos sitúan en el contexto a través del punto de vista de Desmond, Martin Amis nos lleva de la mano hasta la confirmación de nuestros prejuicios clasistas. No sería tanto política cuanto formal mi lectura de Lionel Asbo, el sí, pero no que quisiera ponerle a Martin Amis. Nadie duda que su forma de componer desborde el esquematismo de otras aproximaciones folletinescas al desclasado; sus antiguas novelas dan buena cuenta de ello. Pero los anillos en los dedos siempre pesan, la principal competencia del escritor británico es él mismo treinta años más joven. Entonces tenía a su favor un factor que parece ausente en Lionel Asbo: eso que los cursis llaman humanidad. Si llegamos a aprender algo leyendo libros como Chavs, el ensayo de Owen Jones sobre las clases bajas en UK, o simplemente sobreviviendo a nuestro contexto, es que tras la pobreza o la bisutería, bajo los chándales baratos también sigue habiendo gente, gente con historias personales. Martin Amis retrata triunfalmente una sociedad donde comer langosta todavía significa algo, donde los cuarteles de la distinción clasista siguen firmes y en sus puestos; el estereotipo compete en este caso a quien mira de esta forma a los demás. Así pues, El estado de Inglaterra es un juicio del propio autor (y su clase social) in absentia.
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Detrás del volcán de Malcolm Lowry: reseña de Miguel Alcázar
El ambigú
Detrás de la edición Miguel Alcázar Detrás del volcán Malcolm Lowry (Traductora: Raquel Morillo) Gallo Nero: Madrid, 2013 120 págs.
nSegún se recoge en Jaime Salinas: el oficio de editor, el ya mítico editor de Alfaguara consideraba su figura profesional como «una especie de go-between, de intermediario, entre el escritor y el lector», parecer este con el que estaría muy de acuerdo el sufrido Jonathan Cape después de encontrarse allá por 1945 en la difícil tesitura de servir de interlocutor entre William Plomer, el lector profesional que en su informe editorial había menospreciado la novela Bajo el volcán, y el autor de esta, un Malcolm Lowry cuyo ego artístico solo era de magnitud comparable a su talento como narrador. De estas peliagudas relaciones editoriales da buena cuenta Detrás del volcán, librito epistolar publicado por Gallo Nero que alberga valiosísima correspondencia sobre el difícil tránsito que Bajo el volcán sufrió en su metamorfosis de manuscrito de autor primerizo a celebrada obra maestra del siglo XX. Tras un explicativo prólogo de Patricio Pron, el volumen epistolar arranca como terminan la mayoría de las (des) aventuras literarias, es decir, con una desoladora carta de tu agente literario explicándote que le va a ser imposible encontrar un editor para tu manuscrito. En este caso no es así y dicha epístola es el origen de un periplo editorial con escala principal (¡74 páginas de 114!) en la misiva que el propio Lowry envió a Cape después de que este, aconsejado por Plomer, le pidiera efectuar numerosas y sustanciales modificaciones a Bajo el volcán, novela a la que el escritor estadounidense había dedicado nada más y nada menos que once años de su atormentada existencia. Del mismo modo que su admirado James Joyce «desplegaba una red protectora sobre las palabras» a la hora de corregir (según Joyce en París o el arte de vender el Ulises, otro libro de la siempre interesante Gallo Nero), Lowry se muestra en estas páginas dispuesto a defender su obra con la vehemencia que caracteriza a los discursos etílicos de un alcohólico: con delirios de
grandeza (compara constantemente su «catedral churrigueresca mexicana» con las magnum opus de autores de la talla de Proust, Beethoven o el mismísimo Shakespeare), tirando de insultos y exabruptos (Lowry hace gala de un sarcasmo feroz a expensas de Plomer, a quien califica de «bromista» y acusa de haber leído su manuscrito «demasiado creativamente») pero también con zalamería (no tiene reparos en confesarle a Cape la supuesta influencia de otros autores del catálogo de su editorial en su manuscrito) y, lo más importante, con una pasión desbordada hacia el «proyecto de carácter espiritual» que es Bajo el volcán, una novela oscura y densa que sin duda necesita de cierta fe lectora y en cuya defensa un Lowry evangelizador estaba dispuesto a dejarse la piel, sabiéndose un escritor de raza pero también un autor desesperado que se jugaba su futura gloria literaria en una carta que debía persuadir a dos grandes profesionales del mundo de la edición. Entrevistado por Marguerite Duras, el también lector editorial Raymond Queneau compartía su escepticismo respecto a «que se pueda juzgar la calidad absoluta de un original», apuntalando que un manuscrito «se valora desde un punto de vista particular, el del editor». Parece que William Plomer –quien por cierto nunca accedió a que su informe de lectura se publicara– no contempló esta premisa en su lectura del manuscrito de Bajo el volcán, ya que sin duda la novela encajaba dentro del catálogo de un Jonathan Cape que después de recibir la extensa carta de Lowry optó por publicar la novela tal y como reclamaba su autor. Y, ¿saben? Uno que se alegra de ello, ya que sin este pequeño desliz profesional por parte de Plomer nosotros no podríamos disfrutar de un libro como Detrás del volcán, veraz testimonio sobre la compleja relación entre escritor, editor y lector y muy válida muestra de la ansiedad e inseguridad que acompañan a cualquier creador ante la recepción de su trabajo, especialmente si uno ha pretendido con su obra algo tan ambicioso y complicado como «decir algo nuevo sobre el fuego del infierno».
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Shackleton, el indomable de Javier Cacho: reseña de Ricardo Martínez Llorca
El otro Hércules Ricardo Martínez Llorca Shackleton, el indomable Javier Cacho Fórcola: Madrid, 2013 508 págs.
nEn una entrevista que concedió mientras preparaba la expedición del Endurance a la Antártida, Ernest Shackleton (Kilkea, Irlanda, 1874-Islas Georgias del Sur, 1922) describe los criterios con que se rige a la hora de elegir a los hombres que le acompañarán en una de las mayores hazañas de supervivencia de la historia del hombre: por orden riguroso, su prioridad era el optimismo, seguido de la paciencia; a continuación colocaba la fuerza física, después el idealismo y, por último, el valor. Y luego explicaba que todo hombre es o puede ser valeroso, pero que el optimismo contrarresta la desilusión, la impaciencia lleva al desastre y la fortaleza física no basta para neutralizar las desdichas del ánimo. Al margen del análisis psicológico sobre la tesitura del hombre que pasa por apuros, lo que hace Shackleton, en buena medida, es buscar a Hércules. O transformarse él mismo en Hércules, en un tipo cuya fuerza radica no tanto en su musculatura como en su certeza de la amistad, la lealtad, la bondad, la desesperación entendida como la necesidad de luchar contra el destino que parecen haber escrito para nosotros los dioses. Y la convicción de que la victoria no es derrotar al adversario, sino mantener la dignidad en la lucha. Con este espíritu es como Shackelton protagoniza un episodio de la exploración que transforma la epopeya en una de las bellas artes. Atrapados en el hielo, con su barco, el Endurance, destrozado y devorado por el océano Antártico, un grupo de hombres se dispone a regresar a casa. Para ello cuentan con unos botes que deben arrastrar, el equipamiento básico, algunos perros y trineos y, sobre todo, un capitán capaz de transmitir la convicción de que ni siquiera la muerte es una derrota, de que si nos caemos es para aprender mejor que nos podemos levantar. Shackleton se nos presenta, en esta biografía escrita por Javier Cacho (Madrid, 1952), como un hombre poderoso, obstinado, puro, un tipo de principios, gran lector, muy religioso, generoso, sincero hasta la hecatombe, testarudo, consciente de su
propia fuerza, sabedor de que hay algo especial dentro de él y, por encima de todo, pasional, muy pasional. El debate que nos deja la lectura de este Shackleton, el indomable, se refiere a la cualidad y el tono de la ambición del explorador irlandés. Para presentarnos o volver a introducir en nuestras vidas a alguien que mereció no salir de ellas, Javier Cacho recurre a una estrategia sencilla, a una presentación cronológica de la vida del protagonista. No hay vaivenes temporales, como tampoco alardes prosísticos. Se trata, en definitiva, de convertirse en un buen divulgador. Anteriormente lo había hecho con el duelo entre Scott y Amundsen (Amundsen-Scott, duelo en la Antártida. La carrera al Polo Sur, Fórcola, 2011), en un programa como escritor que rinde tributo a su propia experiencia científica en la Antártida. Y para cumplir con su proyecto, se embarca en un minucioso estudio documental. Y pasa a ser exhaustivo cuando los personajes participan de las rutas antárticas. Y siempre manteniendo la distancia del narrador que reconoce, pero que no pretende transmitir la emoción con su estilo, dado que la emoción ya la puso Shackleton con su actuación sobre la Tierra. Una actuación que nos lleva a plantearnos la necesidad de este libro. Se trata, al parecer de Javier Cacho, no ya de reivindicar una épica, un lugar donde el sufrimiento físico y el terror, donde pasar hambre, sed, frío y sentir la mugre en la piel alcanzan cotas que bailan de un lado a otro del umbral de lo hermoso, sino de mostrarnos que hay un mundo que ha desaparecido que merece la pena leer. A la espera de que nos llegue la gran obra, posiblemente en forma de película, sobre Shackleton, no está de sobra pasar unas horas en su compañía a través de trabajos como el de Javier Cacho.
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El Anticristo de Joseph Roth: reseña de Anna Rossell
El ambigú
Una premonición de actualidad Anna Rossell
El Anticristo Joseph Roth (Traductor : José Luis Gil Aristu) Capitan Swing: Madrid, 2013 224 págs.
nIncreíble, por clarividente, este ensayo del austríaco Joseph Roth (Brody, Galitzia, 1894 – París, 1939), escritor y periodista prolífico y brillante, que es hoy aún de rabiosa actualidad. Publicado en 1934, fruto de una poderosa capacidad de observación de los signos de los tiempos, el autor nos brinda una magnífica reflexión sobre los males que amenazan al género humano con el cataclismo universal. Roth, quien ya en 1923 –fecha en que se comenzó a publicar por entregas su novela Das Spinnennetz (La tela de araña) en el diario Arbeiterzeitung– sorprendió al mundo con la lúcida profecía anunciadora del fatídico nazismo, sigue en su Anticristo dando muestras de la misma agudeza premonitoria. Él, que reprochó a la Neue Sachlichkeit (Nueva objetividad) construir una literatura sólo con los puros hechos, muestra cuál es su concepción de la literatura yendo más allá: no sólo describiendo, sino interpretando los acontecimientos. Roth, nacido judío pero convertido al catolicismo, revela en este libro, a pesar de su juventud, una portentosa experiencia y madurez. Si bien, como ya se echa de ver en el título, El Anticristo está escrito desde la perspectiva de la fe de su autor, éste dota a su ensayo de un registro metafórico, que le otorga la validez universal de un clásico. A pesar de que elude a conciencia nombres de países y de personas, Roth no renuncia a escribir con meridiana claridad sobre aquello a que se refiere; al lector no le queda duda alguna. Llevado por una profunda convicción religiosa en el sentido más genuino de la palabra, Roth llama Anticristo a cualquier actitud ambiciosa, hipócrita, explotadora y dominada por el prejuicio. Estructuradas en doce capítulos, por sus páginas desfilan, inconfundibles, todos y cada uno de los fenómenos de la emergente modernidad que sentó los pilares del pasado siglo XX: la rutilante superficialidad de la industria cine-
matográfica de Hollywood, la nueva arquitectura, el socialismo soviético, el sionismo, el antisionismo, el ascenso del nazismo, la dialéctica de la democracia y la manipulación de masas. Roth no deja títere con cabeza. Así llama nuevo hombre a «aquél en quien ha comenzado a actuar el Anticristo» y detecta tal actuación en la pasión embriagadora por la riqueza material y en la frivolidad que se respira por doquier en los EE.UU., en los desmanes de los especuladores del capitalismo codicioso, incapaz de producir felicidad; en la ciega cicatería materialista de la URSS, en la connivencia por interés del Vaticano con los poderes fácticos del mundo. En definitiva, Roth llama Anticristo a las amenazas que ve proyectarse en la modernidad emergente y a la desespiritualización general que se impone por doquier. Adelantado a su tiempo, El Anticristo es, más allá de todo esto, un alegato contra la expoliación de la Tierra, una advertencia que ve en el desequilibrio ecológico y la deshumanización –consecuencia inmediata de la explotación petrolífera y la fabricación de armas químicas–, la vorágine que lleva a la definitiva catástrofe. Con un lenguaje tan plástico como el de una película expresionista, Roth describe la excavadora como un monstruo, una máquina infernal de destrucción. Su admonición acusatoria de que en un extremo del mundo tres hombres estampan una firma y en el otro miles se ven sumidos en la miseria es, en nuestro mundo globalizado, de la más descarnada actualidad. Sarcástico, se despacha a gusto con todo lo que le parece denunciable, incluyendo a sus propios jefes en el periódico Frankfurter Zeitung, Benno Reifenberg primero y Friedrich Sieburg después, del que Roth era en aquellos años corresponsal en el extranjero. Cabe destacar también la interesante reflexión que aborda el autor sobre el fenómeno del cine, en su opinión uno de los primeros y más esenciales síntomas desespiritualizadores, al que dedica varios capítulos y que ejerce en cierto modo de hilo conductor en todo el ensayo.
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Escritos en la corteza de los árboles de Julia Uceda: reseña de Isabel Mercadé
Sobre conocimiento y lenguaje Isabel Mercadé nSi la preocupación por la insuficiencia del lenguaje o, mejor dicho, la creencia de que sólo la poesía era susceptible de poner en palabras ciertas experiencias, es anterior al siglo XX, la conciencia de su falibilidad, a partir de los llamados filósofos de la sospecha, se extremó hasta ocupar el centro del quehacer filosófico y literario del siglo pasado. En poesía no fueron pocos quienes, abandonando toda ilusión, toda fe en el poder de la retórica, de las imágenes y las metáforas, optaron por el balbuceo, por seleccionar apenas unas cuantas palabras simples, insertas entre líneas vacías o amplias pausas silenciosas, intentando así que ambos, palabras y silencio, resultaran de algún modo significativos. Otros, en cambio, en lo que podría parecer una búsqueda inútil, destinada al fracaso, intentaron explicar esa desconfianza con los mismos medios de los que recelaban. En cualquier caso, la certeza de que el lenguaje es lo único con lo que el ser humano cuenta y, tal vez, la esperanza de que en algún inopinado hallazgo se obtenga un remoto atisbo de significado, es lo que hace que el intento, siguiendo la máxima de Beckett, continúe produciéndose, o que, en términos lacanianos, «no cese de no escribirse». Es por ese territorio por donde transita el último poemario de Julia Uceda (1925). Testigo privilegiado de un siglo, su desconfianza en el lenguaje remitiría sobre todo a los presupuestos de Nietzsche, a quien evoca en el espléndido «Álbum», poema cargado de referencias históricas, mitológicas y culturales que alude por un lado, no tanto a la falibilidad del lenguaje, sino a la falacia de quienes lo utilizan, desde una posición de poder, manipulado y, en consecuencia, pervertido, y por otro a un pasado remoto, a un tiempo en el que tal vez las palabras dijeran algo que se acercara a un modo de verdad. Es inevitable tras su lectura, aunque no se encuentren aludidos entre todas esas referencias, recordar a W. Benjamin y su ángel de la historia, aquel que no ve en la misma una cadena de acontecimientos, sino “una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar», así como a Pasolini y su «yo soy una fuerza del pasado». Porque si nuestro lenguaje está tan pervertido, si no quedan «palabras vivas», si «todas están chupadas, babeadas», sólo en el rastreo de ese lenguaje primigenio, sagrado, escrito
Escritos en la corteza de los árboles Julia Uceda Fundación José Manuel Lara: Sevilla, 2013 89 págs.
en la corteza de los árboles –pues ¿qué hay más sagrado que un árbol?– cabe la posibilidad de redención. Pero para realizar ese rastreo, es necesario el coraje, coraje cuya ausencia lamentaba Uceda en su artículo «Fingiendo no ver nada» y que amplifica y al que dota de mayor complejidad y trascendencia en el poema «Animal miedoso». En ese mismo poema, como en tantos otros, las imágenes aluden también al tiempo no primigenio, pero sí mítico, de la cultura griega, quienes inventaron, como afirma la misma Uceda, todas las palabras. Esas alusiones no explícitas, por ejemplo las de «Bocetos», que contienen también ciertos ecos de Fray Luis de León, «para acordar la música estrellada / los números del ser y su color», crean un universo simbólico personal que, según afirma también Uceda en el prólogo, siguiendo los presupuestos junguianos, todo poeta compone, y se inscribe por tanto en el inconsciente colectivo que concierne igualmente al lector. Pero no todas las referencias están veladas o implícitas. Algunas son bien explícitas –como en «Shirayuki», donde la imaginería del manga japonés inscrita en el título crea una más que efectiva tensión con las imágenes creadas por la autora: «enfermedades de muchedumbres / de los que no hablan derecho / de los que muerden letras y sonidos»–, y recorren todos los intentos que ha realizado el ser humano por acercarse a eso que llamamos conocimiento. Uceda acude a los libros sapienciales de todas las tradiciones, a la filosofía oriental y la occidental, a los poetas y a los músicos, a los antiguos y a los modernos, pero aun así la pregunta inaugural del primer poema: «¿dónde / estaba yo antes de estar aquí? / … / ¿Y por qué los mayores / evitan responderle?», continúa en el último, «Torpeza», sin respuesta. Y es entonces, al final, cuando entendemos la cita de Madeleine Peyroux con que Uceda abre el libro: «Así que estoy bien. Estoy bien. Ya he estado sola antes».
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Cantos : & : Ucronías de Miguel Ángel Muñoz Sanjuán: reseña de Marta Agudo
Fuera del tiempo Marta Agudo Cantos : & : Ucronías Miguel Ángel Muñoz Sanjuán Calambur: Madrid, 2013 90 págs.
nNo exagero si digo que de las siete últimas presentaciones de libros de poesía contemporánea española a las que he asistido cinco de ellas han comenzado de la misma manera: ensalzando lo que de varapalo contra el lenguaje tradicional, la gramática domadora o la semántica al uso propone ese nuevo título. Siento tener que sumarme a la lista, pero la diferencia es clara: en el caso que nos ocupa esta carga sediciosa es absolutamente cierta. En Cantos : & : Ucronías, de Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, culminan los diferentes leitmotivs que ya tratara en lo que cabe entender como una trilogía –Las fronteras (2001), Cartas consulares (2007) y Los dialectos del éxodo (2007)–, gracias a una propuesta inteligente y anclada en el deseo de experimentar con todos los resortes semánticos del lenguaje (la dedicatoria a José Miguel Ullán –maestro en tantas cosas– es toda una declaración de intenciones). De la unión de los dos ciclos que componen el libro: «ciclo cóncavo» y «ciclo convexo», se obtiene una circunferencia que podría apuntar a un estadio superior de conocimiento donde la dispersión reordenaría sus variantes. No quiero decir con ello –ni mucho menos– que estemos ante un libro religioso, pero a lo largo de sus páginas sí se advierte una espiritualidad que conecta con propuestas alternativas al cristianismo a través, por ejemplo, de la mención de los rishis, algo que conecta de nuevo con el deseo de revulsión de lo cotidiano que vendría respaldado, en este ámbito, por el homenaje a Cirlot, descubridor de tantas creencias y símbolos. Pero ¿qué son estas ucronías, estas especulaciones sobre ese instante concreto –conocido como «Punto Jonba», dice la Wikipedia– a partir del cual lo que acontece en la realidad se separa de lo imaginable (por ejemplo, que Franco hubiera muerto nada más ganar la Guerra Civil)? A partir de ese instante, en ese «no tiempo», nace el canto, la palabra que anhela nombrar lo que no acontece como correlato de esa
misma búsqueda lingüística, de aquello que se busca decir, de aquello, quizá, que uno hubiera deseado ser pero nunca alcanzó. Son vidas posibles para las que el lenguaje del poeta resulta insuficiente, y tal vez sea esa la causa principal por la que se vale de una serie de signos diacríticos y de puntuación que singularizan notablemente este volumen. Esta presencia de lo semiótico apunta a varios planos de lectura. Uno de ellos podría desprenderse de los plurales utilizados en el título, los cuales, dada la indeterminación que otorgan, tendrían su correlato en la amplificación de imágenes e ideas que se vertebran –a modo de conjunción copulativa las más de las veces– en cada poema y que permite cerciorarnos de que cada hecho apunta a lo ilimitable. Valga como ejemplo el poema «5»: ≈ È Ç È ≈ [minotauro] Crin de la vigilia: tumba del minotauro que fugó un verbo en las sienes: ojos alzando cuidadas tumbas: sórdida pausa del pudor transpirado en vidrio: escalera de los cuerpos enterrados sin su olvido: mirada ciega de un rostro sin sueños: muerte cotidiana: marcas de sangre: recuerdo sacrificado en las venas de las espadas de los portadores de la noche: gotas que pueblan de úlceras las arterias de vivirnos en el sueño: –Esta es la carga –dijo él–.
Los dos plurales del título apuntarían así a una concretización de un concepto abstracto que, en su proceso de «fijación», no duda en valerse de la metáfora visionaria que ya empleara en sus anteriores libros Muñoz Sanjuán y que dotan al texto de una singular eficacia. Pero volvamos a los signos y al arte de la epigrafía que remite al citado Zhao Mingcheng. Si en Cartas consulares Muñoz Sanjuán hablaba de sus «dedos» como «carnosos […] buriles» con que tallar la madera, aquí es la piedra la que queda labrada y marca la necesaria recepción visual del libro. En suma, estamos ante una inteligente búsqueda de nuevas formas de significar, ante un posicionamiento personal en la tradición sobre la que Muñoz Sanjuán reescribe su «sangre verde», su «oscilante túnel del inferno», su «hermoso espejo sin bordes».
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Baile de máscaras de José Manuel Díez: reseña de Javier Pérez Walias
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Para mirar adentro Javier Pérez Walias Baile de máscaras n«La virtud no es gritar, es ser oído». Así comienza uno de los treinta y nueve poemas que conforman Baile de máscaras (Premio Hiperión de Poesía, 2013), de José Manuel Díez (Zafra, 1978). El poeta sitúa al lector ante una crónica contra el olvido, un vasto territorio de variaciones temáticas y estilísticas, una poesía que arriesga en su compromiso formal y ético. Búsqueda y conciencia poéticas que logran colocarnos frente a «los mil semblantes» de una sociedad paralizada en la autocomplacencia de su estrangulamiento moral. Poesía construida con gran variedad de registros y voces: irónica, referencial –lindando con cierto «realismo sucio»–, simbólica, barroca por distorsionada, romántica, surrealista con «dentaduras de nadie sonriendo en un vaso». Estos ecos reverberan entre las máscaras que el poeta ha ido poniendo sobre su rostro. Poesía, la de Díez, libre de especulación, que se inclina del lado de la música de las ideas y se alimenta en la ancestral danza de lo comunal. Ya de entrada, sorprende cómo lo pictórico, lo musical, lo histórico, lo real, lo soñado y lo sentimental se articulan, en referencias reales o de ficción, en metáforas sutiles o en elipsis dilatadas, creando una atmósfera de conjunto muy personal. Todo ello queda fijado en una estructura caleidoscópica: a través de rostros que son nombres, y nombres que son circunstancias, sentimientos, seres humanos. El segedano recrea una peculiar historiografía, ajustando con oficio su ecualizador lingüístico para alumbrar un poemario polifónico. Las páginas nos devuelven una imagen, en alta resolución, del otro como animal social, con su boca cerrada por el exilio, el olvido y la muerte; entreabierta por la mueca del sufrimiento; o abierta, de par en par, por la carcajada o el amor. El tráfago de esta danza universal pide a gritos la complicidad del lector, que debe tomar partido, al tiempo que las páginas le regalan un yo casi olvidado y el aire de una lírica fresca y saludable. José Manuel Díez ha escrito un libro próximo a lo fractal –interactivo– por emocional y arquitectónico, por reticular, por lo copioso de sus referencias multiculturales, pero en el soporte más táctil: el libro de papel. Baile de máscaras es un hipertexto que crece desde el inveterado juego de la mirada, aunque alberga una estremecedora complejidad en su significación.
José Manuel Díez Hiperión: Madrid, 2013 78 págs.
Tras las pupilas hundidas de las máscaras, se oculta la visión solidaria del poeta y aparecen los mil rostros que han bailado junto a él. Emerge otra realidad, unívoca e infinita, dichosa e infeliz, mientras nos aguardan personajes, fechas, lugares, encuentros, «terrible siempre la muerte, la imposible alegría», la soledad, los anhelos, el rechazo de un progreso demoledor, la denuncia de la barbarie, o, al cabo, el gozo de los sentidos al escribir, al leer un manojo de versos. «El baile y sus múltiples máscaras» es la escalera de caracol hacia la identidad del individuo, porque, como asevera el propio José Manuel Díez, lo que nos salva de la anorexia en el pensar es «cerrar los ojos para mirar adentro». Este Baile es un friso de tipos singulares –poetas, teólogos, «una joven que tiene la sonrisa más bella de la tierra», exploradores, cineastas, músicos, «una gitanilla que huele a calle pobre», pintores, periodistas, prostitutas, jardineros…–, acercándonos sus voces y sus vidas. Voces, en primera o segunda persona, que se modulan en la escritura cabal del poeta, en la lectura del que observa. Todo un rosario de hechos que transcurre entre 1257 y 2011, en liceos, bibliotecas, plazas, estudios, calles e islas. Pero en este deambular las personas dialogan, gesticulan, se aman y se odian, intercambian sus papeles con nosotros y nos regalan una visión cosmogónica del mundo. Nos hallamos ante una poética preñada de sensibilidad, rigurosa y vigente, que versa sobre lo importante: el ostracismo del tiempo y la memoria, la felicidad o el sufrimiento. Un lirismo contenido atraviesa el devenir de este Baile de máscaras, como equilibrio de reflexión y expresión, como alambique de belleza, que encuentra su fuego en la mirada, en la introspección, en el desdoblamiento, para mostrarnos que otra realidad también forma parte de la miseria y la grandeza espiritual del hombre. José Manuel Díez se hace oír lúcidamente entre nosotros sin apenas levantar la voz.
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Hueco. Mundo solo de Xelo Candel Vila: reseña de Francisco J. Garcerá Román
El hueco que nos contiene Francisco J. Garcerá Román Hueco. Mundo solo Xelo Candel Vila Renacimiento: Sevilla, 2013 77 págs.
nLa editorial Renacimiento a través de su colección «Calle del aire» nos ofrece el nuevo poemario de Xelo Candel Vila: Hueco. Mundo solo. Actualmente profesora de Literatura Española en la Universitat de València, como poeta ha publicado Los comediantes (1993), A destiempo (Premio Miguel Labordeta, 2002), donde ya anunciaría profética que «el tiempo del vacío ha llegado», y La arena (Torremozas, 2007), libro en el que a través de la invocación, la herida y el canto, esbozaría todo un mapa por las geografías de la enfermedad materna que le alentaría hasta la creencia única «en la palabra / que le lleva hasta el origen». Y en estas dos direcciones se enmarca este nuevo poemario cuya clave fundamental, anunciada en el mismo título, se encuentra en la cita de Federico García Lorca que abre el libro: «Lo importante es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura. Alba no. Fábula inerte». Xelo Candel Vila se introduce en la notable tradición de autores que, como Edmond Jabès, Ricardo Defarges, Luis Vidales, Roberto Juarroz, Cioran, Rafael Alberti o María Victoria Atencia, se han preguntado acerca de una figura tan anodina en apariencia y en realidad tan feroz como la del hueco, ese tiempo del vacío que ya aparece certero en «Hechura», el poema que abre la primera parte del libro («Hueco»). Un hueco que se define en la ceniza que el aire delimita como una «sombra interminable» («En el aire»). Se dan cita en este espacio tanto el miedo como el dolor materializado en la palabra («Abismo») y en «la voz deshabitada» («Vacío»), también la memoria y sus trayectos: «Regresar es ver el dolor al otro
lado. […] Irse es olvidar lo que no se recuerda» («Meditación sobre la caída»), o el «Mundo propio» que forma el individuo: «La realidad que vive en la sombra / no es menos real que otras tantas / de palabras, rumores y arenas». En el espacio de la nada, el tiempo del vacío se constituye en «El instante» como una temporalidad extraña a los períodos marcados por el hombre. La comprensión de este nuevo estado de percepción, como «Un despertar apenas», prepara la aparición de la luz, en «La luz en el cristal» y «Todo es nada», como un elemento propio del descubrimiento: «He aquí todo cuanto sé». La segunda parte del poemario, «Mundo solo», elabora una visión desencantada del mundo circundante: «La realidad, un camino cerrado» («Nada es real»); «Desconoce el alba que le fue prometida» («Madrugada sin palomas»); «Dadme una verdad para que yo respire» («Incertidumbre»). Esta visión desarropada de la realidad lleva al inevitable conocimiento de un «Hueco mundo» donde el hombre habita y donde sólo cabe creer en «la breve gravedad del miedo» («Vana fe»). En «Desembocadura», la tercera sección, aparece la reflexión ineludible sobre el origen de la palabra en ese mismo espacio del hueco: «La muerte se extiende en la palabra, la pérdida habita en ella» («La palabra») y ante este nuevo saber necesario de una «palabra precisa», se pregunta: «Qué puede a eso responder el dolor» («Contemplación del verbo»). En «Alba no. Fábula inerte», parte final del libro, a través de los territorios surcados por el hueco y por el vacío, el yo poético alcanza por último una claridad dolorosa, «La fe es una piel y el dolor que nos inventa» («A ciegas»), y descubre inmisericorde que, pese a la trayectoria vital, «sorprendería saber / cuánto mundo quedó conmigo» («Fábula») y que ante el acecho de la nada, al final sólo permanecerá la «Casa deshabitada»: «Ningún reloj marcará el silencio / cuando la arena desaparezca».
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Relámpagos de Ramón Eder: reseña de Aitor Francos
El ambigú
Concisión poética Aitor Francos Relámpagos Ramón Eder Cuadernos del Vigía, 2013 72 págs.
nEl aforismo es el género de lo que no se escribe, pues no se escribe con intención de ser aforismo. Lo que se desvanece en el propósito del detalle y del apunte genial. El género de lo indefinible, que busca una conciencia en el mundo. Me quedo con una prudente explicación de Vila-Matas, extraída de un artículo suyo publicado en Babelia: «Uno, en cualquier caso, cree saber qué no es un aforismo». Como le sucedía a Lichtenberg, quienes escriben aforismos no saben que los escriben o no al menos hasta que otros se los señalan. Recuerdo mi sorpresa, por la calidad, al descubrir, hace unas pocas semanas, en una vieja edición recopilatoria de las obras de Somerset Maugham, su libro Carnet de escritor. Y es que uno se ha ido acostumbrando a encontrar muchas publicaciones de aforismos que son cuadernos de notas, libros de escritor que parecen descuidados, o reunidos desordenadamente con notas apresuradas. Lo de Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952), a decir verdad, es una causa excepcional. Ha cogido la rutina de escribir, casi en exclusiva, libros de aforismos. Y de reubicar el género sin una pretensión directa de hacerlo. Éste Relámpagos sale apenas un año después de El cuaderno francés y de la reunión en la editorial Renacimiento de los precedentes (La vida ondulante). Son los suyos aforismos letales, eléctricos, de una inmediatez extraordinaria. Un brillo espontáneo y fulminante. Relámpagos, en definitiva, es una forma de capitularlos, como otros los llamaron greguerías, o electrones (en el caso de Carlos Marzal). Relámpagos porque nos hacen comprender al instante y nos iluminan la percepción en la tiniebla. Y es que Eder conjuga la mirada irónica y la indagación interior, las paradojas de la identidad y la búsqueda a tientas de un vértigo imaginativo, tajante y armónico. La circularidad de su atención, que es plural y polimorfa, permite que sus observaciones se cristalicen con un talante celebratorio y existencial. Gusta además Eder de requiebros lingüísticos
(«Mejor ser profundamente superficial que superficialmente profundo», pág. 21), de divagaciones optimistas y de metáforas divertidas («Un gato gordo es un monstruo feliz», pág. 44). Tras el deslumbramiento, sus máximas, pues así podemos denominarlas, se afirman no como una realidad a medio hacer, sino con la rotundidad de algo definitivo («Ningún aforismo debería acabar con puntos suspensivos»), una epifanía poética, en la que la idea se muestra con la precisión deseada, de un modo brusco y decisivo. Relámpagos es un viaje interior en el que el sujeto hace de la reflexión su pretensión de vida. Para Eder la definición del aforismo es la noción de lo equilibrado, una inquietud entre la forma y su revelación al mundo. El libro es de un humanismo escéptico y complejo, manifiestamente impregnado de nihilismo («De poco sirve la inteligencia cuando uno está triste», pág. 35). Leer a Ramón Eder es (como sucede con Ramón Andrés) tocar extremos. Queda grabado, evoca y trasciende. Es tan obvio y claro lo que piensa que no se puede rebatir. «Leer ciertos libros mejora nuestra biografía» (pág. 38), o «La libertad consiste en elegir dónde queremos perderla» (pág. 64), constituyen dos inmejorables ejemplos de ello. Hay en todo su universo lírico, incluyendo Relámpagos, una escritura guiada por el espíritu de contradicción, cuya veta irracionalista nos invita a una búsqueda de apariencias y certezas. Y un estilo moldeable, hijo de la sorpresa y de lo inesperado. Lo escribía Joseph Joubert: «Concisión poética. Lo propio del poeta es ser breve, es decir, perfecto, absolutus, como decían los latinos. Todo exceso es defecto». La diferencia es que un escritor prolífico (entiéndase aquí por cualquiera que no escriba sólo aforismos) acepta lo que un escritor estilizado y sucinto como Eder descarta. Él lo dice más ingeniosamente: «La citabilidad es la cualidad principal de todo escritor de aforismos» (pág. 32).
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El tercer acto
Secretos a veces. Martín López-Vega
CIUDADANOS DEL FIN DEL MUNDO nLos negacionistas del cambio climático pueden estar de enhorabue-
ciento veinte millones de hectáreas; ya en los 90, cada uno na: parece que no llegará el fin del mundo que los agoreros de nosotros generaba, directa o indirectamente, más del domedioambientalistas llevaban un par de décadas predicien- ble de nuestro propio peso en basura, ¡diariamente!; unas do. Claro que el nuevo escenario no es mucho más halagüe- 27 000 especies se extinguen al año; etc, etc, etc. El libro ño: no habrá un fin del mundo espectacular, un teatral gesto de Buell, por cierto, es de 2003; antes de que estallase esta último: ni un bang ni un whimper. Lo que habrá será una otra crisis que ahora parece la única, y que los cretinos que larga agonía cuyo final desconocemos. Pero no sé por qué dirigen el planeta parecen haber creado para acelerar justo uso el futuro: en esa agonía es en la que estamos. antes de estrellarnos todos contra ¿qué muro? Si uno da en leer el libro de Frederick Buell From ApoCuando nace un niño en cualquier lugar del mundo, su calypse to Way of Life. Environmental Crisis in the American Cen- cuerpo es ya tóxico –como lo son los nuestros; envenenando tury (Routledge), que debiera ser lectura obligatoria no diré el planeta no hemos hecho más que envenenarnos a nosotros en todas las escuelas del mundo (que también), pero sí al mismos. Y eso ocurre hoy; ya no hace falta pensar en qué plamenos en todos los parlamentos, se le pondrá un nudo en neta dejaremos a nuestros hijos. A estas alturas, ya sabemos la garganta en más de un párrafo, y probaque no les legaremos la Tierra azul que el blemente le costará seguir leyendo más allá primer astronauta vio desde el espacio. Cada de la página setenta y cuatro sin pararse a vez que bebemos un sorbo de agua, cada vez pensar en lo que está ocurriendo y en cuál que comemos un plato de nuestra comida es el mejor modo, si es que hay alguno, de favorita, intimamos con todo el veneno que vivirlo. Dice ahí Buell, traduzco, que «Inhemos lanzado ahí afuera, si es que todavía cluso una breve lista de las crisis medioampodemos hablar de un afuera y un adentro. bientales actuales es sin remedio bastante Leo, en el último número de la revista larga. Debe incluir al menos una crisis enerOrion, la carta de una lectora. Habla de su gética (y también de otros recursos); una pueblo, Fishers Island, cuenta: «En la pricrisis de residuos; una crisis de espacios mera noche cálida del verano, salimos a la abiertos; una crisis de humedales; una crisis lluvia para contemplar la migración de las de producción alimentaria; una crisis de disalamandras moteadas». Envenenada la tieversidad de cultivos; una crisis forestal; una rra en la que excavan sus madrigueras, envecrisis del suelo; una crisis oceánica; una crinenadas las charcas a las que se dirigen para sis de agua potable; una crisis de biodiverdepositar sus huevos, envenenadas ellas, Martín López-Vega sidad; una crisis de lluvia ácida; una crisis siguen siendo para personas como esta lecdel agujero de la capa de ozono; una crisis tora un antídoto contra el veneno de la mide calentamiento global; una crisis de toxicidad del medio rada. Pero ese no es antídoto suficiente, hélas... ambiente; una crisis de enfermedades globales; una crisis El apocalipsis hubiera sido demasiado fácil: la humanidad de superplobación; y una crisis de crecimiento o desarrollo. siempre ha sido muy aficionada al chimpún. Pero no parece Muchas de estas crisis son, a su vez, plurales». Por si dicho así que vaya a ser así esta vez. Toca aprender a vivir en el munno les parece lo suficientemente alarmante, algunas cifras: do tóxico que hemos creado, y evitar que las cosas empeoentre 1950 y 1990 se destruyó la mitad de los bosques tro- ren. Sólo parece posible reduciendo la velocidad; pero a ver picales de la Tierra; para cuando nosotros muramos, a este quién le dice a los pilotos del dinero que frenen. Una buena ritmo habrá desaparecido también el 70% de los arrecifes revolución estaría muy bien, quién lo duda; pero ya no sé de coral del planeta, donde vive el 25% de los animales ma- si llegará a tiempo. Mientras la esperamos, qué menos que rinos; contaminamos aproximadamente la mitad del agua pensar en la intimidad constante que tenemos con cuanto que utilizamos, y el agua potable escasea tanto que en algu- nos rodea, con humildad y responsabilidad. Y preguntarnos nos lugares los niños, a falta de agua, beben Coca-Cola, y ya entre todos: pero ¿a dónde vamos tan rápido? La Tierra, ya se imaginarán que muchos considerarán a esos niños privi- se sabe, es redonda: no hay abismo último por el que caer. legiados; de 1970 a 1990, los desiertos del mundo crecieron Esta esfera es a un tiempo nuestra jaula y nuestra rueda.
Secretos a veces
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Epifanías. Miguel Serrano Larraz
Epifanías nNos creemos escritores del siglo XXI, pero es posible que seamos personalidades distintas y traza un imposible posmoderno. simples lectores del siglo XIX, lectores que anotan al mar- La fábula se pierde por eso, por fábula, por regeneraciogen con paciencia. Nuestras notas apresuradas tratan de nista. Galdós también ensayó, a su modo, por convenienabarcar o de desentrañar La muerte de Iván Ilich, Crimen y cia, por instinto, un monólogo interior que en ocasiones castigo, Bouvard y Pécuchet. Las imágenes en las que creemos se acerca al flujo de conciencia. Supo que los estados altese forjaron ahí, y todavía humean. El capital que maneja- rados de conciencia nos acercan a algo. Es verdad, fue un mos, las monedas que nos ensucian los dedos, el sofá de leer. escritor burgués. No como nosotros, que sudamos cada maTambién, por supuesto, el capital simbólico, si es que eso sig- ñana en la fábrica y miramos al exterior (o a nuestro pasado nifica algo. Las jerarquías. La tradición. Las rancias estirpes reciente) con melancolía. Hoy se hace difícil leer a Galdós monárquicas. El papel. sin pensar de vez en cuando en Marx. Hace años que creo que Clarín pudo haPero yo quería llegar a la epifanía. El ber sido nuestro Hoffmann, nuestro Maudesprecio por Galdós mastica una y otra vez passant, incluso nuestro Poe. No le faltó sus Episodios nacionales, pero no llega a atratalento, ni neurosis, pero le sobró razón, gantarse. En Trafalgar hay una imagen de estuvo a punto de desatarse y nunca se desala que ya nunca conseguiré desprenderme. tó. Pudo haber sido un genio inaprensible, Tal vez la literatura sea eso. El protagonista desbordante, y se quedó en el autor de La y narrador, Gabriel, todavía recuerda, en Regenta y de algunos relatos extraordinarios su vejez, «el placer entusiasta que me cauque rozan la cara pero no dañan. Tuvimos saba la vista de los barcos de guerra, cuanque conformarnos con Ros de Olano en esdo se fondeaban frente a Cádiz o en San pera de que viniera alguien a colonizarnos. Fernando». Los niños jugaban a las batallas Es frecuente encontrar el adjetivo «demarítimas con pólvora y pequeñas naves de cimonónico» para criticar una novela o injuguete. A los catorce años Gabriel tendrá Ednodio Quintero © por fin su oportunidad. Sube a bordo del cluso una forma de ver el mundo. Después, casi con lástima, se menciona a Galdós. Santísima Trinidad, «el barco más grande Galdós, las migajas de ese desprecio por el Miguel Serrano Larraz del mundo», y todo le maravilla y le dessiglo XIX. El narrador omnisciente, dicen, lumbra. Su euforia vital alcanza al lector, ya no nos sirve: fíjense, por ejemplo, en Galdós. Como si le salpica. Pero entonces, justo antes del combate contra empujar a Galdós o escupirle encima fuese un signo de mo- los ingleses, lo colocan en fila junto a marinerillos de leva y dernidad y no todo lo contrario, una tradición de siglos, una grumetes. Del fondo de la bodega surgen algunos sacos de tradición putrefacta. Pero Galdós, claro, no es un narrador arena que hay que vaciar sobre cubierta. Cuando Gabriel omnisciente, no así. Un pequeño detalle que algunos púgi- pregunta por el propósito de cubrir todo de arena, alguien les pasan por alto. A lo mejor habría que leerlo, leerlo bien, le responde con indiferencia: «Es para la sangre». Para emantes de continuar. Pero no hay tiempo, no queda tiempo papar la sangre. para casi nada. Galdós es un narrador cervantino que muCuando recuerdo esa imagen, algo que sucede con cierta chas veces no sabe cómo contar, y se arriesga. Pienso en frecuencia, también yo hundo los pies en la arena. Leyendo Rafael Chirbes, pero también en el extraño comienzo de El las noticias, por ejemplo. O cuando me reúno con mis amiamigo Manso, en el narrador colectivo que se intuye a veces gos, con antiguos compañeros de trabajo o del colegio, con en Fortunata y Jacinta y en una novela crepuscular sobre la la familia. Pienso en el serrín que cubría el suelo de algunos identidad y sobre la identidad nacional, El caballero encanta- bares de mi juventud. Pienso: «sí, ya está aquí, ya se acerca, do, de 1909 (nada menos), en la que el protagonista adopta ya están esparciendo arena sobre la cubierta».
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Albert Lladó. Una tarde en... la biblioteca
El tercer acto
Shhh… nJosep Maria Espinàs, un caso único en el mundo, lleva casi cua- pués del ruido estremecedor del día, que seguir escribiendo renta años publicando una columna todos los días. Una vez es atacar, de cuajo, esa orden, dogmática y afásica, que pademe explicó que lo que le propusieron en realidad era hacer ció el niño que ya no somos del todo. un artículo quincenal: «Yo no quería, a principios de semana, Miro de reojo a la adolescente y su carpeta, que es un escucomenzar a sufrir pensando qué escribiría». Con la columna do y una pancarta, al ejecutivo encorbatado que gana tiempo diaria, afirma, se pone el cerebro en marcha. Ponerse en mar- hasta que abran la sauna de la esquina. Al estudiante que pasa cha es, también, mirar con premeditación y alevosía. las páginas pensando en el partido del domingo. Al viudo que El que escribe conoce los peligros de la procrastinación. teme la bajada de persianas definitiva. Por eso esta columna, tal vez trimestral, será móvil, buscando Un ascensor, una tráquea de vidrio, nos lleva a la sección cada vez un refugio diferente. Cualquier exde fotografía. Se escuchan los suaves chascusa es buena para sortear excusas. Por eso quidos de un móvil que vibra. Alguien que se estas líneas se escriben ahora en una biblioaleja. Cruje la goma de la zapatilla deportiva. teca del Eixample barcelonés. En el piso de arriba están arrugando folios. –Shhhhhhhhhh, shhhhhhhhhh –insistía El plástico de los bolígrafos son palillos de con violencia aquella mujer con gafas a lo batería que van improvisando la banda soUn, dos, tres. nora, el ronroneo, de unos apuntes que se Recuerdo la biblioteca de mi infancia resisten a ser memorizados a la primera. como un tanatorio mudo con olor a barra En la cuarta planta hay una cristalera que de pegamento (Proust tenía magdalena, y hace de pared, y que muestra las balconeras nosotros barras de pegamento). Era, pues, de una extraña iglesia y los pisos, y sus entrael lugar de tortura –patrocinado por una ñas, que observamos desde nuestra particucaja de ahorros– en el que hacer los debelar Ventana indiscreta. Una ciudad que se nos res de Ciencias Sociales. Allí aprendí, claescapa. A través de un contrapicado clásico, ro, la urgencia del encargo. La presión de vemos a los padres de familia que arrastran, entregar un texto (en este caso, un collage como árboles en medio de una tormenta, a Meritxell Gutiérrez © sus hijos a la salida del colegio. Las terrazas nada picassiano) con el calendario en la nuca. También eso a lo que llaman trabajo están atendidas por chinos que ofrecen paalbert lladó en equipo (temprano te enseñan a asociar tatas bravas. Las motos, indomesticables, son comunidad y producción). Teníamos, qué las avispas negras de la selvática calle Urgell. sé yo, once o doce años. La primavera había quedado esconFrente a la pantalla transparente hay un par de esteladas. dida detrás de la estantería, e Ikea era aún una premonición Y la lona que anuncia, con tipografía clara, la verdadera pasin fundamento. Allí, sí, entendí que las onomatopeyas eran tria de la oferta y la demanda. Una mujer registra las basuras, imposiciones con gesto de saliva seca. indefectiblemente ordenadas en tres cubos; uno amarillo, el Las bibliotecas se han transformado radicalmente. Son otro verde y el tercero azul. El parchís fue una lección, invoespacios de lectura, pero también de debate, prescripción, luntaria, del pobre que un día seríamos. exposición y tertulia. Seamos justos: pocas cosas se han reinEl tipo que tengo justo al lado, que espía este texto, se ventado en este país de fariseos como lo han hecho las biblio- estira como un delfín lesionado. Suspira. Sigue escribiendo tecas públicas. Son, posiblemente, las únicas ágoras que aún él también en un extraño teclado. Tal vez es un columnista. plantan cara al abismo generacional. Ya nadie nos pide que callemos. Somos nosotros los que Hay en la biblioteca Agustí Centelles unas mesas rojas, de llevamos el silencio tan adentro. diseño, frente a un sofá que serpentea. He ojeado el último –Shhhhhhhhhh, shhhhhhhhhh –decimos, bien alto, número de Quimera, he subido y bajado escaleras por esta mientras nos giramos. urbe de Escher, hasta que abro el ordenador convencido, desY reímos. Vengativos.
UNA TARDE EN... LA BIBLIOTECA
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El tercer acto
Arenas movedizas. Jordi Doce
LA CIUDAD SECRETA nSiempre me han fascinado esas callejas o tramos de calles que, sin
a convertirla en materia de sueño está relacionado, en el saberse el porqué, aparecen envueltas en un aire sombrío, fondo, con su negativa a hablar inglés: ciudad sin cafés ni incluso maléfico, como si el tiempo cotidiano hubiera deci- terrazas, sin calles que pudieran caminarse cómodamente, dido evitarlas y todo en ellas latiera sin fuerza, con esa cal- sin el espesor o la espesura históricos de su rival europea, ma helada de los personajes de cuentos de hadas que han Nueva York volvía inservible la sintaxis divagante de Nadja o sido víctimas de un hechizo y duermen a caballo entre dos El amor loco, todo ese largo y delicado sondeo verbal que era mundos. Son espacios donde abundan los locales abando- una de las marcas de la casa. nados, que nadie quiere, donde los portales son de otro siEl escritor inglés Iain Sinclair, fascinado con la ciudad de glo y hasta los árboles tienen un aspecto desastrado que se Londres, lleva años trabajando junto con su amigo el biógratrasmite a su sombra como un miasma. Es algo inexplicable, fo Peter Ackroyd en la dirección establecida por Breton, dique se acepta sin más como parte de una rutina de la que so- bujando una carta mágica de la ciudad inglesa que recupere mos, por lo común, espectadores pasivos. los distintos estratos de su historia. El autor Todos conocemos, en nuestro barrio, esa de Lights Out for the Territory (que lleva un esquina funesta donde cada dos años se subtítulo significativo: «Nueve excursiones cuelga un cartel de traspaso y se inaugura por la historia secreta de Londres») practica un comercio condenado antes incluso de lo que él mismo, tomando el término de Guy abrir, porque todos hemos interiorizado Debord, otro heredero del surrealismo que de manera inconsciente la maldición que buscó en las ciudades fuentes o manantiales lo aqueja, todos sabemos que allí ningún renovadores, ha denominado psicogeografía: negocio tiene futuro –que, por no tener, «Las iglesias son sólo uno de los sistemas de no tiene ni pasado, pues no logramos reenergías, o unidades de conexión, que hay en cordar cuáles lo precedieron. el interior de una ciudad. También están los Se trata, desde luego, de un conociviejos hospitales, los palacios de justicia, los miento supersticioso, un resto de pensamercados, las prisiones, los conventos […]. miento mágico que sigue haciendo mella Cada iglesia es un recinto de fuerza, un blanen nuestras percepciones y maneja con co de todas las miradas, un lugar elevado que pulso discreto la sala de máquinas de la ejerce una influencia inadvertida en la marimaginación, pero la misma intensidad o cha de los acontecimientos». Sus excursiones Jordi Doce insistencia con que lo hace resulta sospeproponen otra forma –transversal, oblicua– chosa; es como si la propia superficie de las calles se resis- de conocer una ciudad: siguiendo el río subterráneo de las tiera a ser ordenada o jerarquizada racionalmente, como si viejas rutas ganaderas, o haciendo a pie, a lo largo de varios algo de esa magia más bien antipática persistiera por debajo días (¡hablamos de Londres!), el curso quebrado de una líde las líneas del mapa. Esto es algo que los surrealistas, tan nea de autobús. amantes de los cafés como de perder el rumbo por las calles Ahora sabemos que estos imanes bretonianos de los que de París, sabían muy bien. Los paseos y encuentros de André habla Iain Sinclair también actúan en lugares sin apenas hisBreton en Nadja, por ejemplo, son el testimonio de un zaho- toria, en los barrios o calles de nuevo cuño donde se instalarí empeñado en pulsar las fuentes de energía de la ciudad, ron nuestros padres. Los concibo en el extremo de una red imanes que van asociados, para él, al ir y venir de esa mujer de arterias que fluye por debajo de la ciudad, una tela de fatal con la que entabla una relación a medio camino entre araña cuyos hilos, si suben a la superficie, tienen el poder de la fascinación y el escrúpulo. Breton creía que esta energía alumbrar o envilecer los lugares que tocan. Y me doy cuenta se vinculaba a la antigüedad del lugar, a los estratos de his- de que, en mi caso, gran parte del interés o la excitación de toria y de vivencias que se acumulan con el tiempo, y por vivir en la ciudad depende forzosamente de localizar y ordeeso nunca tuvo ojos (ni oídos) para Nueva York. Su rechazo nar con precisión tales lugares.
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