Quimera Revista de Literatura | Número 378 | Mayo 2015

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REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas, Iván Humanes

Colaboradores nº 378:

5-14 s espejos e lo El salón d Entrevista a Gonzalo Suárez (5)

4 El foyer

Verne: al final de la aventura

Miguel Ángel del Arco, Xavier Borrell, Nacho Cabana, Agustín Calvo Galán, Eva Díaz Riobello, Carolina Figueras, Emili Gil, Juan Gómez Bárcena, Esteban Gutiérrez Gómez, Reinhard Huamán Mori, Ricardo Martínez Llorca, Inés Mendoza, Maurilio de Miguel, Eduardo Moga, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Gemma Pellicer, Ana Prieto Vidal, Marta Ribes, David Roas, Juan Romagnoli, Javier Salinas, Gonzalo Suárez, José Antonio Vila, Ruth Vilar, Ángel Zapata Ilustración de portada: Miquel Rof © Ilustraciones del dossier: Miquel Rof ©

15-36 aso El cielo r

Dossier: Verne Fernando clemot: Entrevista a Eduardo Martínez de Pisón (15) Emili Gil: Jules y Jules (20)

Entrevista a Nacho Cabana (10)

Eva Díaz Riobello: Georges Méliès, del cine a la Luna (22) Juan Jacinto Muñoz Rengel: Escritores de la imaginación (26) Javier Salinas: Julio Verne, siendo cerca, viendo lejos (28) Ángel Zapata: Verne con Lacan (29) David Roas: Cuando la ciencia era nuestra amiga (31) Juan Gómez Bárcena: Viaje a la infancia (32) Inés Mendoza: Verne fin de siècle (33) Fernando Clemot: Algunas geografías imaginarias y reales de Julio Verne (35)

s 41-42 s de perla pescadore s o L 0 37-4 reve Microrrelatos inéditos La vida b de Juan Romagnoli Miedo, de Esteban Gutiérrez Gómez

Maquetación y cubierta: Jordi Gol ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980 Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L.

50-52 errante és El holand

46-49 e Beach 5 -4 stein on th 3 4 in E a man La voz hu Miguel Ángel del Arco. Prohibido Los hampones de la literatura leer teatro, de Ruth Vilar

53-64 ú El ambig Iván Humanes: El secreto de Sócrates de Ricardo Rodríguez (53) Gemma Pellicer: En el año de Electra de Carmen Peire (54)

C/Juan de la Cierva, 6.

Carolina Figueras: Con el sol en la boca Matías Néspolo (55)

08339 - Vilassar de Dalt (BCN)

José Antonio Vila: Y el cielo era una bestia de Robert Juan-Cantavella (56)

Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631

Xavier Borrell: Los discípulos de Baco de Daniel García Giménez (57)

www.revistaquimera.com

Ruth Vilar: Un mundo propio de Graham Greene (58)

www.quimerarevista.wordpress.com

Ricardo Martínez Llorca: La verde luz de las estepas de Brigitte Reimann (59)

redacciondequimera@gmail.com

Ana Prieto Vidal: Araña, cisne, caballo de Menchu Gutiérrez (60)

publicidad@revistaquimera.com

Reinhard Huamán Mori: Canción del distraído de Vicente Valero (61)

pedidos@edicionesdeintervencioncultural.com

Fotomecánica: Tumar Autoedición S.L. Imprime: Trajecte S.A.

Álex Chico. Kaddish por un lenguaje no nacido

Eduardo Moga: El libro de los alfabetos de Christian T. Arjona (62) Maurilio de Miguel: Antología poética de George Herbert (63) Agustín Calvo: Grietas de Natalia Litvinova (64)

Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.

Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.

era 65-66 de Quim daciones Recomen


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El Foyer

Verne: Al final de la aventura Hacía muchos meses, quizá desde hace un año, que esta redacción estaba a vueltas con este dossier sobre Jules Verne. La mirada de nuestra revista está, en términos generales, centrada en la literatura del siglo XX y XXI pero a todos nos apetecía esta incursión en el mundo del escritor francés, tan influyente para la narrativa de la segunda mitad del siglo XIX. Tan decisivo para tantos de nosotros. En la base de las primeras lecturas de muchos de nosotros está Verne. Recordamos con dulce nostalgia la colección Historias Selección de la editorial Bruguera como la base de nuestras primeras lecturas, y a la larga, como nuestro primer amor por la literatura. Esta deuda con Verne es impagable pero no deberíamos asociar únicamente al autor francés con las lecturas de formación, con nuestro primeros encuentros con la maravilla de la literatura. Verne es mucho más. Representa la confianza irrefrenable de la sociedad de las décadas centrales del siglo XIX en el progreso humano, la aventura en mayúsculas, en su sentido más puro, la necesidad de ampliar el mundo más allá de las fronteras de Europa, la creación de un héroe que es pura acción, la inmutable voluntad de lograr un objetivo. Verne es también el escritor de las llamadas “novelas frías” (mas sombrías) de sus últimos años en que también pierde esa ilusión por el progreso humano. Verne es demasiadas cosas para que lo anclemos únicamente en nuestras lecturas de juventud. Sus múltiples facetas merecían una visita y una pequeña revisión.

En este viaje al mundo de Jules Verne nos han acompañado autores como Ángel Zapata, Juan Jacinto Muñoz Rengel, Javier Salinas, Inés Mendoza, David Roas o Juan Gómez Bárcena, que nos darán su visión personal sobre el autor y también otros como Emili Gil y Eva Díaz Riobello que nos proporcionarán una visión más concreta sobre temas como su relación con su editor, Jules Hetzel, o su influencia en la obra del cineasta Georges Méliès. El dossier se ve complementado con una entrevista a Eduardo Martínez de Pisón, uno de los mayores expertos españoles sobre el autor francés. Pero este número de mayo no es únicamente el dossier y lo complementan un relato de Esteban Gutiérrez Gómez, micros de Juan Romagnoli, un texto teatral de Ruth Vilar y un texto sobre las intrigas literarias de la España de principios del XX de Miguel Ángel del Arco. También Álex Chico nos llevará al horror de Auschwitz de la mano de autores que reflexionaron sobre la tragedia de los campos de concentración y exterminio. Dos estupendas entrevistas con Gonzalo Suárez y Nacho Cabana completan los contenidos de la revista de mayo. Un número plagado de reencuentros y de agradables sorpresas que esperamos sea de vuestro completo agrado.

Verne (...) Representa la confianza irrefrenable de la sociedad de las décadas centrales del siglo XIX en el progreso humano, la aventura en mayúsculas, en su sentido más puro, la necesidad de ampliar el mundo más allá de las fronteras de Europa, la creación de un héroe que es pura acción, la inmutable voluntad de lograr un objetivo.

Fernando Clemot Director de Quimera. Revista de literatura


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«Hoy la literatura es algo que amuebla la casa, que es lo que se reclama»

ENTREVISTA A

Gonzalo Suárez Por Ginés S. Cutillas y Jordi Gol Fotografías: Jordi Gol ©

.Son

las cuatro y media la tarde. Hemos quedado con Gonzalo Suárez en el hotel Presidente de Barcelona, en plena Diagonal, para entrevistarlo con motivo de la publicación de su última novela Con el cielo a cuestas, (Mondadori, 2015). Esa es la excusa. Nos sentamos en el bar. El camarero se acerca, el reputado director de cine y escritor pide un tinto para Jordi y un café para él. Cuando vuelve con la bandeja, le cambia a Jordi su vino por su café (reímos). Nos pide que le tuteemos, aunque apenas lo conseguimos.

¿Asturiano? Salí de Oviedo a los dos años. Nací durante la revolución minera. Con la guerra mi padre fue destinado a Valencia y ya no volví a Oviedo hasta que esta acabó. Primero a Navia, en la zona de Anleo, un pueblecito llamado Puñil, luego ya compramos una casa por Llanes, de donde soy hijo adoptivo, lo cual me hace mucha ilusión. Por lo que soy más de Llanes que de Oviedo. He sido varias veces jurado del Príncipe de Asturias. También estuve hace poco en el festival, y allí rodé

Oviedo Express, claro. Mi infancia fue itinerante durante la guerra y después de la guerra, hasta que me fui a París huyendo. Luego vine aquí, a Barcelona. Huyendo porque secuestró a su mujer, ¿no? Bueno, nos fugamos; no es que ella no quisiera ser secuestrada, pero a su padre, en ese momento, no le parecía bien (risas). Francisco Ayala afirmaba que el género literario más parecido al cine no era el teatro, sino la novela (hecha, como aquella,


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de fragmentos). Usted mismo afirmó sobre Epílogo: «He querido que la literatura confluyera con el cine en igualdad de condiciones, no como mero objeto de adaptación». ¿Cuáles son las relaciones entre cine y literatura en la obra de Gonzalo Suárez? Esta pregunta requiere un simposio de quince días al borde del mar. Las relaciones entre el cine y la literatura consisten, para empezar, en que el cine nunca se ha emancipado de la literatura, ni siquiera a nivel narrativo: todo el mundo pregunta de qué trata la película y te la cuenta, incluso los críticos. Por otro lado, también está el teatro: se retratan actores y acciones dentro de un contexto teatral. Lo que yo creo es que estamos demasiado obsesionados en dilucidar dónde acaba un género y comienza el otro. Me gustaría que algún día nos emancipáramos de esta pregunta, porque el cine no se ha emancipado ni tiene por qué emanciparse de la literatura, es una confluencia donde, por supuesto, lo que todavía se cuenta de las películas es la anécdota. Yo no he oído todavía que anden con sutilezas con la imagen, etc. Que por cierto, está un poco denostada, ¿no? Eso de la

imagen bella… La belleza está un poco penalizada, porque hay todavía en el cine una serie de rémoras, en las que se considera que una película hecha más a vuelapluma es más realista. El cine mudo siempre se ha considerado más veraz que el hablado, por ejemplo, cuando realmente el cine mudo nunca fue mudo, con la salvedad del cine centrado en el gag. Luego hubo una época en que el cine en blanco y negro era más auténtico que el cine en color; más tarde con el advenimiento de la Nouvelle Vague, la televisión, etc. con toda esa luz, era todo como más de verdad. El cine no tiene por qué dejar de ser literario. Seguirá siendo teatral y, además, gozará de aportaciones pictóricas, musicales… Lo que sí que es verdad es que el cine, como cualquier deriva de lo que llamamos realidad, es básicamente ―y esa es mi propuesta― ficción, es decir: mientras hablo, la realidad está en otro lado y mientras estamos aquí [el bar del hotel], encerrados en este contexto, lo real está pasando en otro lado. No me gusta enmarcar eso de la caza de la realidad. Yo creo que sólo partiendo de la ficción nos po-

demos acercar a la realidad porque no podemos inventar nada que no haya sido o no sea o no nos remita a la realidad, como es mi caso, incluso autobiográfico. Y eso es lo que hace que me sea muy difícil contestar a la pregunta estricta de cine o literatura, porque sólo entiendo que ambas disciplinas son una forma de salvaguardar, de intentar superar lo que es la vida a secas. Yo considero que si comenzamos a sopesar la vida, no hay quien la soporte. Si consideramos que somos una pelota que rueda en los espacios siderales… Vivimos como si la Tierra fuera plana, y no sólo plana, sino que estuviera al alcance de nuestra percepción. Hoy la literatura es algo que amuebla la casa, que es lo que se reclama. A mí lo que me gustaría sería que se abrieran las ventanas y volaran los papeles, porque si no me aburro, me ahogo; porque uno no sabe nunca si quiere huir o es que está buscando algo… ¿Búsqueda o huida? ¿Qué ha estado buscando en toda su obra, sus películas y libros? ¿Hay algún punto común, alguna filia a la que siempre vuelve o de la que siempre huye? Puede ser un poco como la huella dactilar. No es una cosa que se pretenda. Esto que llamamos el estilo forma parte de lo que podemos llamar la personalidad de uno, de su carácter. Yo lo que no sé es si busco o huyo, todavía no he sabido si estoy huyendo permanentemente o si estoy buscando. Una huida de la etiqueta… No de la etiqueta, de la realidad; de lo que supone nacer y morir, y de ver morir, y todo el entorno. La vida es un sitio bastante inhóspito. Me gusta volver a citar el libro de Stephen Crane, del que John Houston rodó La divisa roja del valor. Hay un mo-


El salón de los espejos

Entrevista a Gonzalo Suárez

mento en el que el protagonista, en una batalla de la Guerra de Secesión americana, entra en pánico y huye. Por tanto es un desertor y se le tacha de cobarde. A la siguiente oportunidad, se redime, vuelve a sentir pánico, pero en lugar de huir hacia atrás huye hacia delante. No hay diferencia, pero esta vez se convierte en un héroe. Me siento muy identificado con este personaje. ¿Qué nos puede contar de su experiencia con la Escuela de Barcelona? La experiencia fue muy positiva, pero tendría que contar también los antecedentes, la llegada a Barcelona, que tiene por cierto mucha relación con este libro [señala la novela Con el cielo a cuestas que está sobre la mesa]. En realidad, de la Escuela de Barcelona ―creo, aunque no lo revindico― he sido quizás el detonante, en el sentido de su ruptura con el llamado Realismo, el Naturalismo en boga, etc. Yo no era consciente, el origen quizá está en un libro llamado Fata Morgana… Me acuerdo que, en casa de Ricardo Bofill, con Joaquim Jordà, amigo mío íntimo y siempre admirado, fue donde se establecieron un poco las bases para hacer ese cine, del que yo había dado un ejemplo antes en dieciséis milímetros, con Ditirambo vela por nosotros. Fue una eclosión estupenda que, al menos, se salía de una órbita más triste y mezquina. Siempre he huido de grupos. Nunca me ha gustado sentirme identificado con ellos, prefiero aún hoy en día ir buscando que voy a hacer de mayor (risas). La llegada a Barcelona, la relación entre la Escuela de Cine de Barcelona y la de literatura: Jaime Gil de Biedma, Juan Goytisolo, Barral, etc. ¿Se ha mitificado todo aquello? Yo llegué como extranjero a Barcelona, aunque luego se ha convertido en la

ciudad de mi vida. Barcelona para mí es una identificación emocional. Realmente vinimos de París a cara y cruz: salió Barcelona como podía haber salido Madrid. Partiendo de una pensión de mala muerte en la calle Ciudad, de repente, me sentí acogido. Barcelona es la ciudad de mi vida, si fuera una mujer… Yo me he sentido seducido por París, pero siempre me he sentido allí extranjero. La conjunción asombrosa de ver cómo la ciudad te acoge… nunca me he sentido menos extranjero que en Barcelona, aunque siempre con ese punto de extrañeza. Vivía aquí al lado, en Amigó número setenta, sobreático, sobre el mercado. Ahí rodé El extraño caso del doctor Fausto. Se veía toda Barcelona. La terraza era más grande que el piso. Allí tuve mis cuatro hijos, escribí mis primeros libros. Allí fueron a verme, de la mano de Carmen Balcells, Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa; era el momento del Boom hispanoamericano, me puse de moda, había hablado de mí Max Aub. Total, que aquel momento, en aquel platillo volante sobre Barcelona, fue un momento de energía ex-

traordinaria. Lo estropeé queriendo hacer cine; por oscuras intencionalidades sexuales probablemente. Además, el cine aportaba algo que me relacionaba con el fútbol. Era una apetencia por la acción en contraposición de la escritura, que se hace en soledad. Este mismo hotel me cité con mi primer editor, es asombroso porque todo son flashes, es mentira el antes y el después, la ordenación narrativa, el orden cronológico de las cosas, todo es a bofetada limpia. Aquí al lado, en el bar Michigan jugaba con Modesto Cuixart al flipper. Se le reconocía como escritor a su llegada a Barcelona y de pronto el cine… Yo nunca había pensado hacer cine. De niño, aún tengo presente la biblioteca de mi padre, que se encargó de mi educación hasta los diez años. En el cine yo era espectador. Nunca he aprendido a hacer cine, lo que pasa que en un momento determinado, a través del fútbol y de Moratti, el presidente del Inter de aquel entonces, que pagó mis primeras películas, me obse-

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sioné con hacer cine, e hice un corto en dieciséis milímetros con el que me arruiné. Luego hice Fata Morgana, con Vicente Aranda, con el que acabé muy mal porque me prometió coproducir la película y luego la hizo él solo. Yo ya quería hacer cine para relacionarme con la gente y, además, el cine me aportaba unos aspectos de plasticidad y acción, de captación ―aunque fuera falsa― del instante: gestos, miradas, de luz, de profundidad… No tenía ni idea, no había hecho cine antes. Y eso dividió mucho a la crítica y mi prestigio inicial como escritor se extinguió. En aquel entonces parecía que sólo podías hacer cine o literatura, lo cual es absurdo, porque está todo comunicado. Explíquenos cómo se llega al cine a través del fútbol. Aprendí mucho en el fútbol. Trabajaba para el Inter. Por aquel entonces Helenio Herrera tenía un fichero de librero con todas las características de cada jugador. Yo no era un simple ojeador. Mi trabajo consistía en saber qué pasaba donde no estaba el balón. Tenías que anotar lo que hacían todos aquellos que estaban fuera de la jugada, lo cual te provocaba una especie de dislexia, acababas agotado. Era tremendo porque tenías que ver qué pasaba y ver qué pasaba donde no pasaba nada. La televisión no te lo ofrece. Aprendí bastante. Me siento abducido por el lugar donde no está ocurriendo algo, donde no está la jugada. Es otro tipo de captación del instante. Qué está pasando donde aparentemente no pasa nada, fuera de cuadro. ¿Se han adelantado los defensas, se han quedado atrás? La clave en el fútbol moderno era la búsqueda del espacio.

Ahora vuelve ese problema, tienes que conseguir los espacios. Toda esa estrategia creo que me sirvió de mucho. La clave no es tener los mejores jugadores, sino cómo conseguir sacar provecho de los que tienes. Atrasar a los extremos más de medio campo fue el éxito de entonces: si Corzo y Jair se atrasaban más de medio campo, tenía que ver qué hacían los otros equipos, observar qué hacían los defensas del equipo contrario. El balón al espacio, no al pie. Hay una clave que todavía perdura, nada pasa si no hay espacio, si no hay vacío. Aplicado al cine no sé cómo funciona (risas), pero aplicado a la narración, a la vida en general, es crear un espacio donde sucede algo que no depende de ti. Nada pasa sino en el instante. Me gusta aplicar eso a la literatura. Todo está relacionado: fútbol, cine, literatura, música, pintura…

La pintura también es importante en su obra. La revelación para mí de la pintura fue el Impresionismo y el Expresionismo donde, de repente, sobre la gran pintura de estudio, sobreviene un medio técnico —equivalente ahora al cine digital— que es la pintura de tubo. Antes de esto, había que preparar los colores. Siempre pongo como ejemplo La balsa de la Medusa, en la que Géricault buscaba muertos como modelos de estudio. De pronto, con la pintura de tubo los pintores salen a captar instantes, la pincelada predomina sobre el tema. Eso para mí es una revelación. Las pinceladas son la cadencia; en el cine me gustan ciertas cadencias que busco, que tiene una herencia del Impresionismo, de ir a captar la luz, el instante más allá del tema, no importa lo que cuenta la película; la forma, aunque en el fondo forma y contenido son lo mismo. El contexto no hace falta describirlo porque ya eres hijo del contexto, encontrar el espacio es la clave, en ese espacio vacío es donde puede ocurrir algo. Uno de los conceptos que articulan la novela Con el cielo a cuestas es el de la percepción de la realidad desde el interior del sujeto, ya sea el propio narrador-autor, ya sean los personajes que dibujan e incluso modifican la realidad a su alrededor. ¿La realidad sólo puede ser subjetiva? Pues sí: el emplazamiento de cámara que tenemos nada más nacer es totalmente subjetivo: es la mirada. El cine, más que imagen, es mirada; quién mira, lo cambia todo; aunque es verdad que luego existe el consenso sobre esa mirada. Sin embargo, este no es mi libro más subjetivo; aunque sí que ha heredado una perspectiva: París con unos referentes, tanto de la guerra de Argelia como personales. Pero yo creo


El salón de los espejos

Entrevista a Gonzalo Suárez

inevitable que la perspectiva sea desde el interior. Tenemos que vivir fuera de nosotros. Usted ha mencionado a menudo que sus obras nacen de un núcleo esencial que le permite abrir la obra sin perder el contacto con la realidad (¿Acaso como un work in progress?). ¿Cuál diría que es ese núcleo en Con el cielo a cuestas? Yo diría que parto de la ficción porque sólo ella puede llevarme a la realidad; si parto de la realidad, ésta sólo me aparta de la ficción. Si intento contar la realidad partiendo de ella misma, no puedo abarcarla; en cambio, partiendo de la ficción sí. Es el emplazamiento de cámara, es inevitable. Tú partes de una perspectiva. Otra cosa es ya que copies los referentes predominantes, pero la forma de verlo, el núcleo —se lo digo a los actores— es una especie de lámpara de acomodador que te conduce por sitios oscuros. Eso sería la realidad. Para mí la realidad no es un decorado, sino que tienes que ir iluminándola. El núcleo también está hecho de ritmos, como la música. Eso es lo que intento conseguir. En el prólogo habla de la memoria y la realidad de los recuerdos y su relación con los sueños. ¿Ha pretendido hacer del prólogo algo así como una guía de lectura de la novela? Sí que es un preámbulo, pero no pretendo nada con ello. Me ha ido saliendo así. Quería encauzar una novela en ese paisaje. Es una novela de mi pasado, que tenía la misma verosimilitud que un paisaje real, porque en la memoria da igual si algo ha sido real o ficticio. Lo ficticio y lo real ocupa el mismo sitio en la memoria cuando tienen intensidad. Esa es la clave de lo que se supone que hacemos los escritores.

te. Lo del lavabo no sé por qué salió, era una especie de prólogo. Hubo un tiempo que el lavabo era la única esperanza de oír una voz femenina que te llamara (risas).

Continuando con el prólogo, la voz que sale del lavabo ya estaba presente en su corto Ditirambo vela por nosotros (1966). ¿Qué importancia tiene este símbolo para que le haya movido a recuperarlo en esta novela? No tiene justificación ninguna. La voz del lavabo es posterior a París. El título original del libro era Pájaros muertos en París, pero Carmen Balcells pensó que era un título triste. A mí me gustaba mucho. En realidad hay coincidencias con Los pájaros de Hitchcock, pero también con Psicosis. La vi con mi mujer de estreno, aquí en Barcelona, en un cine pequeño que ya no existe. ¡Pasé un miedo! En ese momento me entró un pánico ontológico, terror… y cuando volvimos a casa además se apagó la luz en la escalera. Pasamos un miedo… un miedo psicológico. Pero nunca he puesto reminiscencias conscientemen-

La novela está poblada de seres alados: ángeles, pájaros vivos, muertos moribundos, disecados; quizá por ese título tentativo de Pájaros muertos en París. ¿De qué son símbolo o alegoría estos seres alados, estos pájaros? Eso sí que es herencia de la primera novela. Tienes razón, es como Oviedo Express, que empieza con un ángel. Por eso el título de Pájaros muertos en París. Era la relación con todos esos personajes que ya no están, pero que en su momento eran referentes. Juliette Greco, por ejemplo. La vi en Barcelona en el premio Moix que me dieron, allí la conocí. Ya nadie es el que fue. Todos estos que ya han desaparecido y otros tantos que tienen la sensación de que un día volaron sobre París, Barcelona… Es un ejercicio metafórico. Es una influencia hitchcockiana, ya no tanto por los que vuelan, sino también por los disecados. ¿Qué parte de realidad y ficción tiene la novela? ¿Es autobiográfica? Cuento historias que parecen que no son verdad y son más reales que la ficción. El personaje de Rida, con su nombre; el hombre que va a montar tuberías… todo tiene su parte de verdad, de historia vivida. Habría que hacer una autopsia (risas). La jefa de prensa de la editorial aparece en ese momento y nos dice que tienen otra entrevista para la radio y que deben irse. Nos intercambiamos libros y Gonzalo Suárez se marcha quejándose. «En la radio no hay vino ni hay nada», dice.

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Un paseo por la literatura negra y la narrativa audiovisual ENTREVISTA A

Nacho CABANA Por José Antonio Vila Fotografía: Marta Ribes ©

.En la actualidad eres conocido principalmente como autor de novela negra, gracias al éxito de La chica que llevaba una pistola en el tanga (Premio L’H Confidencial 2014). Sin embargo tienes una larga trayectoria como guionista de televisión y cine. ¿Cómo ha sido el tránsito de la narrativa audiovisual a la narrativa literaria? Yo empecé a hacer guiones de televisión hace veintitrés años. Entonces, en ficción televisiva en España estaba casi todo por hacer. Se habían producido muchas buenas series. Pero eran series que duraban trece episodios y luego no había una nueva temporada hasta dos

o tres años después, si es que la había. Era la época de Turno de oficio, Anillos de oro, Segunda enseñanza, etc. Yo empecé cuando lo hacía la televisión de largo recorrido, series pensadas para que duraran mucho tiempo, y ese tipo de series no se hacían en España, sólo estaba Farmacia de guardia. Esa fue la primera. Había un esfuerzo para que los sucesivos proyectos que íbamos creando fueran cada vez mejores. La primera fue Colegio mayor, luego Médico de familia, luego Compañeros, luego Más que amigos, luego Policías, y en ese tiempo El grupo, Periodistas, etc. Ese era el

esfuerzo que se hacía, al menos en la empresa en la que yo estaba, que era Globomedia. Es decir, que cada serie fuera más adulta, más ambiciosa en un sentido y otro. Y eso llevó una progresión en la creatividad a la hora de contar historias muy interesante, que en mi caso tuvo su punto álgido en Policías. Policías acabó en el 2002, después de ochenta y un episodios. Recordemos que Telecinco pasó de las «Mamá Chicho» a Periodistas gracias a Médico de familia. Es decir, Telecinco se dio cuenta en aquella época, el Telecinco del año 1993 o 1994, que era mejor tener


El salón de los espejos

un público de calidad que un público masivo. Con lo cual optó por buscar un público con mayor poder adquisitivo, urbano y más joven, con el que podían captar mejores anunciantes. Y la cosa fue bien durante muchos años. Las productoras podían planificar con suficiente antelación la grabación de las diferentes temporadas porque se sabía aproximadamente cuándo se iban a emitir. El espectador, por su parte, se habituó a consumir producto nacional a razón de unos veinticuatro episodios anuales. La crisis económica unida a otros factores ha hecho que la situación cambie drásticamente y sea mucho más difícil escribir para televisión historias que te llenen como creador de forma continuada. Por eso el desembarco masivo de guionistas en la novela. Y la novela de todo género. La mía es de género, negra, porque a mí me encantan las series policiacas. Pero en otros casos son novelas de época también… Cada uno va expandiendo sus tentáculos creativos hacia lo que le gusta. Y la novela lo bueno que tiene es que yo escribo y tú lo lees, tú escribes y yo lo leo. No hay una legión de gente en medio para fabricar el producto final. A lo que me refiero es que, aunque tú dirijas una película, tienes a un director de fotografía, a actores… condicionantes de producción que no tienes en la novela. En una novela puedes escribir: «En Marte, el senado intergaláctico recibe a miles de alienígenas de diferentes formas y colores». Y no pasa nada. Eso lo pones en un guión y en una frase te has cargado el presupuesto del cine español durante dos años (risas). Sin embargo, aparte de las circunstancias materiales de que tú hablas, se nota el saber hacer de la narración audiovisual en

Entrevista a Nacho Cabana

tu novela. Por ejemplo, en las escenas de acción, que son muy cinematográficas, la manera en que están narradas, o los diálogos, que también me han gustado mucho, y son muy cinematográficos en el sentido de que se caracteriza muy bien al personaje a través de sus palabras. ¿Es así la escritura de guiones una escuela excelente para la escritura de la novela? ¿Qué recursos te han servido de un formato al otro? Respecto a lo de los diálogos, el otro día me preguntó un amigo: «¿Qué opinas de las novelas dialogadas?». Esas novelas que son más diálogo que narración. Si el diálogo es bueno, da igual. El problema es cuando es malo. Pero es el mismo problema que tienes en una película o en una serie. Es decir, un diálogo sin subtexto, un diálogo en que un personaje le dice a otro lo que el otro ya sabe para que se entere el lector/espectador, o un diálogo en el que todos los personajes hablan igual es un mal diálogo lo pongas donde lo pongas. Sobre eso no hay ninguna duda. ¿Qué he usado yo en La chica que llevaba una pistola en el tanga? La estructura dramática de una serie. De hecho, la novela se podría dividir en secuencias muy fácilmente. Y he aplicado el criterio cinematográfico: cambio de espacio y/o cambio de tiempo, cambio de párrafo. No de capítulos, porque en realidad el libro no está dividido en capítulos pero tiene tres partes. Lo que sí he hecho (que en televisión o en cine no sería tan fácil de hacer) es jugar con la temporalidad y, sobre todo, con que a partir de un punto en la novela, a partir de la página cuarenta y nueve, digamos que acabo con lo que sería el primer acto de la película o novela, y luego me voy a otra ciudad, a otros personajes, a otra historia que aparentemente no tiene nada que ver con la primera. Esto en una película, en una narración

audiovisual, sería más complicado. Me aviento otras tantas páginas de algo que no se sabe, excepto por pequeños detalles, qué tiene que ver con lo que ha pasado en la primera parte. El gran reto es, en la segunda mitad del libro, unir las dos historias. Y eso sí es muy literario. En mi novela hay un trabajo bastante fuerte de idioma, de vocabulario. La primera parte, que se desarrolla en Madrid, está escrita en castellano de España; la segunda parte, que se desarrolla en DF, está escrita en chilango, en español mexicano del DF. Y luego ya al final, cuando se juntan las dos historias, según qué personaje hable, utilizo uno o el otro. Asumiendo el reto de que el lector mexicano tiene que entender el español de aquí y al revés. Y, bueno, yo creo que lo he conseguido bastante bien. Centrándonos en la cuestión del género negro. En tu novela están muy presentes temas de actualidad polémicos. Especialmente la explotación sexual de menores de edad y de emigrantes. ¿Piensas que el género negro es un buen vehículo para la crítica social? Sí, pero es como todo. Lo que pasa es que, si la crítica social existe, tiene que estar metida dentro de una historia y servir para algo dramáticamente dentro de la narración. En España hay una tendencia a que si una novela, película u obra de teatro, habla de un tema importante (el desempleo, la violencia doméstica, el acoso escolar…), entonces la novela, obra de teatro o película, es importante. Y eso no es cierto. Es decir, la calidad de una película o de un discurso literario no depende del tema que trata, depende de cómo está escrita o dirigida. Estoy harto de que, por ejemplo en los Goya, siempre gane el documental más políticamente correc-

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to, sea bueno, malo o regular. Y ese es un virus salvaje que tenemos en España. En la novela negra siempre hay un trasfondo social pero si no te sirve para algo en la historia, si no te vale como un elemento dramático dentro de tu estructura, no tiene sentido que lo metas. Si es sólo para ganarte el favor de aquellos a quienes les gustan los «grandes temas»… En mi caso, sí hablo de la prostitución infantil y de la trata de mujeres, pero lo he introducido como un elemento que define el conflicto de los personajes. No para denunciar esto. Para denunciar esto hay periodistas que han hecho libros magníficos, por ejemplo Lydia Cacho, que han hecho ensayos mejores que los que pueda hacer yo sobre el tema. Yo lo que hago es como «narcoexplotation», por decirlo de alguna forma (risas). Estas películas de los años sesenta y setenta que hablaban de la discriminación racial, el estatus de los afroamericanos en Estados Unidos, pero eran películas de acción de serie B. Pues ese es un poco el equiva-

lente. Yo hablo de todos estos temas en clave de acción y en clave de intriga. Si no, no los meto. Retomando lo que decías sobre el abuso de lo «políticamente correcto» en España, a mí como lector, me ha gustado mucho que introdujeras una cierta ambigüedad moral en los personajes protagonistas de la novela. Por ejemplo en los dos investigadores. Carlos, el protagonista masculino que investiga los casos de prostitución y abuso, tiene también una relación complicada sentimentalmente, y llega a ver la relación que mantiene con su pareja como una forma de prostitución en cierto modo, por la manera en que ella le dosifica el sexo. Y Carlos tiene una teoría que me gusta mucho: «En España, sin pagar, y por méritos propios, folla muy poca gente». (risas) Y la protagonista femenina, Violeta, la inspectora, aunque no queremos desvelar demasiado de la trama, tiene también una vida sexual compleja o «extraña». Son personajes que, a pesar de ser los protagonistas, los «buenos», están matizados y muy cir-

cunstanciados moralmente. ¿Es esta una cuestión que te preocupa narrativamente? Sí. Yo odio los personajes de una sola pieza: los personajes que son solamente buenos, o solamente malos, o solamente «el novio de», o «la novia de». He intentado que todos los personajes de la novela, menos uno, tengan algo que esconder o una algo que sólo sepan ellos. Hay un punto en la novela en que se habla de ese momento en que estás volviendo a casa, del trabajo o de una cena, y todo el mundo supone que estás volviendo a tu casa y nadie sabe dónde estás. Y dices, ¿ahí qué puedes hacer? Hombre, si estás casado evidentemente no (risas). Pero si no lo estás hay un momento de «ahora puedo hacer lo que quiera y nadie se va a enterar». ¿Qué es lo que hacen los personajes en ese momento de la madrugada? Violeta hace lo que hace (risas). Y Carlos digamos que se desfoga de la relación insatisfactoria que tiene con su chica. Siempre he intentado eso. Incluso Cristina, el sicario que tiene nombre de mujer, tampoco es un mal tipo. Es un wey con el que te tomarías una caña. Y el malo malísimo no aparece más que muerto. Hay un intento de que los que aparecen y tienen peso en la historia tengan siempre, no una doble moral, sino que sean personajes con volumen. ¿Crees que esta característica, que a mí me parece muy destacada de la tradición del género negro, de mostrar los grises morales de la naturaleza humana, es una de las razones por las cuales algunos autores «literarios» o de prestigio, se han interesado por este género, por los recursos que proporciona? Pienso en autores como Manolo Vázquez Montalbán, en los años setenta, o más recientemente Javier Marías, lo han reivindicado, cuando en otras épocas no


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ha estado tan bien visto. Cuando ha sido visto como un género popular o un género menor. Hombre, la novela negra tiene una gran ventaja: la gente que sólo quiere entretenerse leyendo un libro, se entretiene leyendo un libro y mientras va conociendo cosas que a lo mejor no conocería de otra forma. Entonces, en el caso de Javier Marías lo negro o lo policíaco en sus obras es una excusa para hacer su obra. Siempre es todo una excusa para hacer su obra (risas). Para estructurar su discurso. En el caso de Vázquez Montalbán sí hay más de eso, en la época en la que empezó a escribir…Lo mismo que El caso. En España no había ni libertad de prensa ni nada, y solamente El Caso mostraba la España que oficialmente no existía. Y Vázquez Montalbán, en una época ya muy posterior a esto, era un poco lo mismo. Conseguía de alguna forma que la gente que sólo quiere entretenerse leyendo descubriera cosas o mundos que no sabían ni que existieran. En el caso de Barcelona, por ejemplo, no sólo ya Vázquez Montalbán, González Ledesma introducía al lector que jamás hubiera pisado el barrio Chino en el corazón mismo del Chino. Eso al margen de la trama es fascinante. Y conseguía que la señora de Sarrià que estaba tan tranquila, con su libro en su casa, viera que a veinte minutos de ahí existía un mundo que desconocía. Y más en aquella época. Hoy en día es todo distinto, claro. Te pregunto por tus preferencias o gustos, y adoptando una cierta perspectiva histórica o de tradición, ¿qué autores son para ti de referencia en la novela negra, tanto nacionales como internacionales? Yo descubrí la novela negra gracias a una colección que se llamaba Club del misterio. No eran exactamente fascícu-

Entrevista a Nacho Cabana

los, sino como novelas pulp, que se publicaron en los primeros ochenta. Era una colección y cada semana salía una novela. Y ahí descubrí a muchos autores. Sobre todo a Chester Himes, que es el que me inició a mí en la novela negra. Chester Himes era un escritor de Harlem que creó un Harlem que no existía realmente, porque las escribía desde Alicante. Estuvo exiliado en París, y luego murió de hecho en un pueblo de Alicante, y está enterrado allí. Con Chester Himes descubrí la novela negra en cuanto a la creación de mundos, de universos, donde la trama, en este caso era importante, pero mucho más importante era la descripción de personajes y ambientes, en la que este hombre era un maestro. Incluso tiene una novela que se llama Un ciego con una pistola que prácticamente no tiene trama, no tiene una linealidad, excepto el total caos que va describiendo, pero tiene un sentido porque dice que Harlem es como un ciego que va disparando una pistola en un vagón de metro,

que puede matar a cualquiera. Aquello a mí me fascinó. Y luego ya fui descubriendo a Hammett y a los clásicos. De los españoles, González Ledesma me gusta muchísimo. Creo que me enamoré de Barcelona antes de enamorarme de Barcelona por González Ledesma (risas). Y de los que están ahora, me gusta bastante Alexis Ravelo. Creo que tiene una narrativa muy divertida, muy de Tarantino, y ubica sus novelas en esa Canarias suya, con personajes un tanto extremos pero siempre creíbles. Está muy bien. Retomando el hilo cinematográfico, ¿qué directores o películas son para ti de referencia en tu trabajo? ¿En mi trabajo? Te voy a hablar de series. A mí me fascina The Shield, una serie que acabó hace ya años. The Shield es una serie donde lo importante no es tanto la investigación, el quién-lo-hizo, sino los personajes. Es una serie de policías corruptos, en una comisaría de Los Ángeles, donde el comisario tam-

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Entrevista a Nacho Cabana

bién es corrupto. Es una serie terriblemente compleja a nivel de guión y que no juega al quién-lo-hizo. No me gusta en general el quién-lo-hizo. El juego lógico a lo Agatha Christie de «¿quién es el asesino?». The Shield, es lo contrario, es puro nervio. Con una estructura dramática complejísima. En la temporada cinco, por ejemplo, estaban cerrando tramas iniciadas en el capítulo uno de la primera temporada. Y tampoco me gusta nada la «novela de procedimiento». Ahora hay muchos policías y mossos d’esquadra que escriben, cuyas novelas pueden estar bien, mal o regular, pero tienen una tendencia a que prevalezca el procedimiento quién había en cada parte de la investigación sobre la propia trama. Yo prefiero lo contrario. Siempre preferiré, y eso ya lo he dicho en otra entrevista, un tiroteo a un atestado. Si en la realidad los policías nacionales de mi novela, Carlos y Violeta, hicieran lo que hacen aquí estaban destituidos, vamos, fuera del cuerpo a los cinco minutos (risas). Pero prefiero

el referente cinematográfico, televisivo, a la realidad. Por ejemplo, yo detesto The Wire, me aburre muchísimo. Me parece que… bueno, haz un documental si te interesa, pero no tiene conflicto dramático. Me encantó Breaking Bad, por supuesto. De hecho hay algo de Breaking Bad en la novela. En este personaje inocente, que se intenta hacer el héroe. Lo que pasa es que, a diferencia de Breaking Bad, a mi Pedro su incursión en el lado oscuro le sale mal porque no aprende a ser malo. Intenta salir de su mediocridad y ser un héroe, y la caga absolutamente. Y de las últimas series me fascina True Detective, que me parece magistral. Fargo me parece también magistral. Y otra que no tiene nada que ver, no es policial, y que se llama The Leftovers algo así como «las sobras». Me parece una serie muy extraña sobre cómo se recompone una sociedad tras una pérdida. Parte de un hecho sobrenatural. El mismo día desaparece el diez por ciento de la población del planeta súbitamente. La

historia se desarrolla dos o tres años después de esto, y muestra cómo esa pequeña comunidad se ha rehecho de esa pérdida. Aunque no hay explicación para la pérdida. Por eso es una serie que a mí me parece fascinante, buenísima. Ya para terminar, ¿qué es lo que podemos esperar de Nacho Cabana en el futuro? Narrativa audiovisual, otra novela negra… Estoy escribiendo otra novela, que por el momento me está quedando muy western. Es una suerte de continuación de La chica que llevaba una pistola en el tanga y se desarrolla en un pueblo cercano a Acapulco. Ya veré cómo lo hago para hacerla negra. Es muy negra, pero tiene una estructura de western en el sentido de que trata sobre una población amenazada y tal. De momento estoy con eso, y moviendo muchos proyectos de películas, series y demás. Tengo un proyecto de largo y a ver si me sale. Tengo muchas cosillas por ahí (risas).

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ENTREVISTA A

Eduardo MartÍnez De Pisón Por Fernando Clemot

Fotografía: Cervino ©

.Eduardo

Martínez de Pisón (Valladolid, 1937) es Catedrático Emérito de Geografía por la Universidad Autónoma de Madrid además de escritor y montañero. Un auténtico especialista en Geografía Física y amante apasionado de la obra de Jules Verne. Recientemente ha publicado con la editorial Fórcola La Tierra de Jules Verne (2014) y ha prologado la edición de esta misma editorial de la novela Claudius Bombarnac del autor francés. No podíamos encontrar un mejor partenaire para charlar sobre Verne y empezar a darle sentido a este dossier. ¿Cómo descubrió a Jules Verne? ¿Cómo surgió esta pasión? Sin duda fue hace muchos años, siendo adolescente. Dejó en mí un poso emocionante y al mismo tiempo cosmopolita, un «sabor a Verne» especial que me hizo volver a revivirlo intermitentemente con repetidas lecturas. Pero siendo geógrafo profesional encontré, no hace tanto, que había detrás otro Verne aún

más apasionante, el Verne gran divulgador de geografía. Esta relectura de adulto es la que ahora convive con la de la aventura, que nunca cesa. Está en Verne el testimonio de una época del mundo y de sus proyecciones futuras, el relato de las tierras conocidas y desconocidas para Verne no había límite tal como las vería un francés ilustrado e imaginativo de la segunda mitad del siglo XIX. Luego, es muy fácil apasionarse con Verne porque no es sólo instructivo, sino sobre todo muy divertido: sus personajes son estupendos, sus peripecias fenomenales y sus paisajes extraordinarios, sus historias son emocionantes e incluso sus símbolos, que tiene muchos, son culturalmente interesantes. Hace referencias constantes a su entorno cultural, que hoy hay que desvelar, pero eso también es entretenido. Es decir, pervive el novelista mago y se renueva con cuestiones de adulto. ¿Es imposible amar la cartografía y no amar a Jules Verne?

Creo que procedería contestar que no debería ser posible. Pero no puedo opinar por los demás. Lo que sí está claro es que no se puede amar a Verne sin acabar amando la cartografía, porque Verne nos lleva siempre con el mapa en la mano, el real o el inventado, de forma obligada o voluntaria, y nos suscita a mirar el mapa para seguirle cabalmente por toda la Tierra. No hay aventura de sus viajes que no requiera, en sí misma, el uso del mapa. Y al lector no le queda más alternativa que tirar del atlas si quiere seguir a sus personajes paisaje a paisaje, lugar a lugar, porque allí y no en otro sitio es donde aparece el asunto oportuno. Es en el collado de los Urales donde acecha el traidor o en el bosque de las Montañas Rocosas donde aparece el oso o en la estepa donde atacan los lobos, o en el desierto donde descarga la tormenta seca que envuelve a las caravanas. El lector de Verne es un navegante que perecería sin cartas en su camarote. La navegación de Hatteras hay que seguir-


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Fotografía: César Lucas ©

la por el dédalo de los archipiélagos árticos canal a canal y bahía a bahía con los mapas de sus exploradores. Uno aprende con el mapa de la misma novela y luego busca completarlo en el atlas detallado y finalmente recurre incluso a la cartoteca histórica donde guardan el mapa original del explorador que usó para su ruta el personaje de Verne. Siempre se ha dicho que el autor francés es un escritor cuyo entusiasmo por la técnica (e incluso por el Hombre) se va oscureciendo a medida que madura. ¿Qué factores cree que le hicieron desembocar en este pesimismo final? En realidad hay saltos, aunque sí se muestra esa tendencia en general. Podríamos decir que su primera obra es más ingenua o sencilla y luego se va haciendo más compleja. Pero desde su arranque Verne tiene ya escenas crueles que muestran la indecible maldad

de la que son capaces algunos hombres, y tardíamente reaparecen en él los rasgos de su más profunda inocencia y la creencia en la misma capacidad del hombre para el bien. Tal vez el balance final diría que abunda más la optimista ingenuidad en la primera fase y la meditabunda reflexión y hasta algún reproche en la segunda, pero con esa mezcla. Es, creo, un producto de la madurez y de la visión del entorno histórico que a todos nos toca vivir. No hay que confundir lo puramente verniano con lo que introdujo su hijo en las novelas de publicación póstuma, que no sólo modifica argumentos o tonos e ideologías de los personajes, sino que tiene menos voluntad de enseñanza de geografía. Hay alguna novela retocada de esta serie póstuma que es innecesariamente cruel y malévola y este no es el Verne verdadero. Nunca Verne, el auténtico Verne, fue antipático: si se rebasa este patrón de

medida inmediatamente sabemos lo que añadió su hijo. ¿Podemos considerar a Verne un buen geógrafo? ¿Qué informaciones tenía a su alcance y de dónde las obtenía? ¿A qué sociedades o instituciones pertenecía? Verne fue el mejor divulgador de geografía que ha existido y al que más se ha leído. Sin duda. Pero él no quiso ser geógrafo profesional, sino artista, literato, novelista, autor teatral. Como le gustaba la geografía y era responsable con su misión divulgadora en la colección de sus Viajes extraordinarios, estaba excelentemente informado. Se trasluce en sus novelas que recopilaba previamente toda la información geográfica y extendía el mapa de la acción. Esto no era difícil en Francia, con una tradición sólida de libros de viajes, de excelentes mapas incluso escolares, de enciclopedias, de revistas geográficas, de bibliotecas nutridas, de sociedades locales de geografía y de un entorno científico de primera entidad. No lejos andaban figuras tan excelentes como la del geógrafo Reclus, en cuyos libros se nutrió de abundante información. Era además un conocedor de primera línea de la historia de las exploraciones, con todo detalle. Incluso escribió amplios tomos sobre ella. Recibía en su gabinete los reconocidos mapas alemanes de la época y frecuentaba la Sociedad de Geografía de Francia, la Societé de Geographie, fundada en 1821 y fue miembro de ella. Entró en ella en 1865, con el arranque aproximadamente de sus Viajes extraordinarios y participó activamente en sus sesiones, y a tal institución legó sus manuscritos de Cinco semanas en globo y de Veinte mil leguas de viaje submarino.


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¿Qué tipo de relación y qué importancia cree que tuvo su editor, Jules Hetzel, en su carrera literaria? Pues fundamental. Hetzel le inclinó en esta dirección geográfica dentro de un programa editorial amplio, instructivo y recreativo. El lema vendría a ser algo así como «cada libro un país o un viaje». En suma, la obra completa de Verne a lo largo de los años sería una geografía universal novelada. Verne, en este sentido, es una pieza, la geográfica, en una industria editorial divulgativa y educativa. Lo que pasa es que Verne, como autor, fue mucho más que una simple pieza y creció como un magma que sobrepasó a su misma serie y a su editorial, convertida así en instrumento de su producción. Pero Hetzel es la clave del arranque, del mantenimiento y del sesgo de su obra. Además, hasta su condición de hombre retornado del exilio tiene que ver con muchas otras figuras del entorno de Verne, como el mismo Reclus, por las circunstancias históricas de Francia en aquel momento, lo que se reflejaría veladamente en algún personaje. ¿Qué valores humanos cree que transmiten las novelas de Verne? Muchos, porque toca casi todos los pecados y virtudes. Valentía, lealtad, saber, confianza en tal saber, deseo de mayor conocimiento, capacidad de remontar las dificultades, inocencia, ingenio, sentido del humor, desprendimiento, afán de libertad y de paz, cooperación, imaginación, voluntad, no arredrarse ante el sufrimiento, civilización. Y saber geografía y hacer los mapas bien hechos. Este Verne es de más calado instructivo que su capacidad inventiva de tipo técnico, tan celebrada. La vida es una prueba que debe superarse con

Entrevista a Eduardo Martínez de Pisón

sillones de lectores de todo el mundo sobre todo el mundo, que viajaron con él al fondo de los mares, a los polos inexplorados o al interior de la Tierra. Alguien dijo que Dante había escrito sobre el infierno, el purgatorio y el paraíso sin que le hubiera sido necesario estar previamente en ellos: la literatura no necesita la comprobación in situ de los hechos. Sí requiere, en cambio, información y ésta Verne la acumulaba con abundancia y rigor, a veces incluso muy pegada al relato del explorador que le servía de fuente, fuera en el Ártico o en el Orinoco. En alguna ocasión, como en La esfinge de los hielos, tomó en cambio como fuente otro relato literario, especialmente fantástico, en este caso de Poe, jugando como puro escritor entre libros, al margen del control de la ciencia. cualidades; el mundo también. A veces su plasmación conforma una verdadera utopía, como en la Ciudad-Francia de Los quinientos millones de la Begún; o una metáfora como en la recuperación de la civilización por parte de los náufragos de Dos años de vacaciones. Y también sus valores se manifiestan ante contrarios malévolos a los que se debe vencer. Se ha rumoreado siempre sobre las limitaciones de Verne como viajero en su vida real. ¿Cuánto viajó realmente? Sí viajó, pero no fue un viajero. Hizo sus periplos marinos, que no fueron pequeños; le entusiasmaba el mar y su hermano le ayudaba en este campo. Pero, como uno de sus personajes, el geógrafo Paganel, Verne había recorrido el mundo entero sin necesidad de salir de su sillón. Sabía así probablemente más de tal mundo que muchos viajeros. Y fue luego guía en miles de

¿Cuál sería su novela favorita de Verne y por qué? ¿Y las que menos le atraen? El Viaje al centro de la Tierra. Es mi novela por excelencia. De Verne, claro, y casi diría que en general en este tipo de temas. Tiene todo lo necesario y mucho más para haber logrado, como lo consiguió, un libro estupendo, memorable. Y corresponde al Verne de mejor temple, con menos discurso o lección moralizante, aunque sí como ejemplo de arrojo, rebosante de simpatía, y de geografía imaginaria. Es de esas novelas que a un autor le salen redondas, casi diría geniales, con los mismos ingredientes o recursos literarios que otras que no llegan a serlo. Respecto a lo segundo, la verdad es que me gustan todas o casi todas sus novelas, que no hay una en la que no disfrute, incluyendo sus cuentos cortos. Pondría ciertos reparos a El faro del fin del mundo, por ejemplo, por su

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gratuita crueldad; vamos a ver, lo cruel está presente en todo Verne, pero dosificado y necesario para la fuerza del argumento. Sin embargo, en esta novela tardía, publicada en 1905 con evidente entrada de la pluma de su hijo Michel, funciona por ello fuera de control y de manera prescindible. Eso no es Verne. ¿Cree que la obra de Verne sólo tiene sentido en un siglo donde todavía había espacios por descubrir, espacios por cartografiar? ¿Así es como se debe leer a Verne, desde la visión de un mundo incompleto y todavía con misterios? En parte es así, pero sólo en parte. Claro está, el verdadero Verne reside en su mundo contemporáneo y ahí es donde están los escenarios descritos, las circunstancias históricas, políticas, técnicas, culturales y geográficas, las costumbres, etc. Hasta sus fantasías futuras se han de entender en su futuro, no en el nuestro. Y su pasado inmediato era entonces vigente, como ciertas exploraciones de su época, que ahora son remotas en el tiempo. Pero Verne tiene un ingrediente básico intemporal, en las calidades de los personajes, en las peripecias, las aventuras, la tensión de los argumentos, la fuerza de la naturaleza, las relaciones humanas, las actitudes, el bien y el mal, el sentido del humor, etc. Y cuando hace aventuras imaginarias, como el viaje en un cometa, por ejemplo, eso puede ser de cualquier momento: hasta Gibraltar sigue con sus ingleses tal como aparece en la novela. Pero, claro está, en un planeta donde quedaban tierras por explorar en África, en el Far West, la Patagonia, las grutas, el Himalaya, muchas islas deshabitadas y, sobre, todo,

ambos polos, donde los exploradores eran necesarios y tenían mucho trabajo por delante, la perspectiva general del mundo era otra y, la de esas regiones concretas estaba abierta o bien a la fantasía o bien a la crónica del viajero. Y, siempre, cuando una región del Globo es desconocida para el geógrafo ese vacío puede llenarse más fácilmente con la ilusión.

son incluso malísimas o con desfiguraciones del original tan grandes que de Verne no queda sino el título. No quiero ser censor de un Verne ortodoxamente transcrito, pero esas películas responden a una minusvaloración o menosprecio de las novelas y de su supuesto público (que, para productor, guionista, director y actores, no pasaría de infantil).

Es usted un gran cinéfilo y las obras de Jules Verne han sido muy representadas en el cine, ¿cree que las películas basadas en las novelas de Verne respetan el paisaje que el autor ideó? ¿Cuáles cree que son cinematográficamente las más valiosas? Creo que he visto casi todas las importantes. Y en general me han defraudado. No son Verne. Aparte de la breve, famosa y divertida Viaje a la Luna de Georges Méliès, en 1902, tal vez la única que salvaría es Miguel Strogoff (que por cierto hace mucho que no la han vuelto a poner en la televisión, aunque creo que está localizable en youtube), quiero decir aquella versión de 1956, con Curd Jürgens y Geneviève Page. Strogoff es no sólo sus paisajes, su trama histórica y sus formidables aventuras, es la representación del arrojo, la lealtad, el sufrimiento y la superación del drama. Con él se cabalgaba de verdad por la estepa y en esa película quedaba transmitido. Con esto sería ya suficiente... La vuelta al mundo en ochenta días, con David Niven, Shirley MacLaine y Cantinflas, también de 1956, es otro buen ejemplo de versión cinematográfica y, aunque con numerosas salvedades respecto al original, destila buena voluntad en dar entidad al producto. Pero hay adaptaciones de varias novelas que

¿Qué puede encontrar el lector en La Tierra de Jules Verne? Es una mirada a la geografía que hay detrás del Verne novelista, la real y la imaginada, paisaje a paisaje, comentada de manera distendida, como un repaso cultural o como un viaje por sus paisajes principales. Hay, primero, una parte introductoria sobre la geografía en las obras de imaginación y luego otra parte, la más extensa, donde se recorren todos los escenarios vernianos mediante ejemplos suministrados por una selección expresiva de sus novelas. El resultado es la descripción de un planeta que podríamos llamar el «Planeta Verne», bastante parecido a la Tierra y que está también en un Sistema Solar literario, más o menos como el nuestro. Como la geografía de Verne se muestra a través de la aventura es ésta la que traza el guión: son las peripecias de los personajes de Verne por el océano, la selva, el desierto, las islas, el interior del Globo o de paseo por el espacio exterior las que van haciendo aparecer los lugares y sus cuadros naturales y humanos. Las relaciones con la historia, con la cultura, con la época completan el ensayo. Pero éste es la suma de los distintos componentes que armarían esa Tierra paralela a la nuestra.


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Entrevista a Eduardo Martínez de Pisón

difundir ese entusiasmo y contribuir a que se multiplicaran los lectores de Verne aún más de los muchos que ya existen.

Su ensayo parte desde un conocimiento amplísimo de la obra de Verne. ¿Ha leído todas sus obras? ¿Qué tipo de trabajo sobre los textos le ha obligado a hacer este ensayo. Muchas gracias. Hay vernólogos que saben mucho más que yo. Creo que he leído casi todo, digo casi, porque siempre surge un cuento, una obra de teatro o una geografía que no conocía. Pero lo que corresponde a esa geografía (hay muchas cosas de Verne que son otras cosas o que conceden menos interés a los paisajes) lo he querido cerrar. Realmente no he hecho un estudio; eso no es un estudio en el sentido académico: lo he pasado muy

bien leyendo tantas aventuras en el tono siempre grato de su autor, encontrando relaciones, reordenando todo por paisajes hasta conseguir dar con un libro de geografía verniana. Conste, pues, que quien más ha disfrutado con este libro he sido yo. Ha sido un libro hecho por iniciativa propia, por puro gusto, aunque incitado por mi editor, Javier Fórcola. Acaso corresponde a un capítulo de la llamada geografía cultural. En fin, espero contagiar al lector. Pero mi libro sólo es una guía geográfica: nada impide, al contrario, acudir a la fuente para entrar en el mundo de Verne a cuerpo limpio. Creo que esta obra es un libro entusiasta. Quisiera

Ha aparecido recientemente, también en Fórcola, Claudius Bombarnac, corresponsal del siglo XX, una de las novelas menos conocidas de Verne y prologada por usted. ¿Qué se puede descubrir en esta novela que no figura entre las más conocidas del autor? ¿En qué momento está escrita? Claudius Bombarnac se publicó inicialmente en 1892 como una propuesta audaz de enlace ferroviario entre Occidente y Oriente a través de China, por un itinerario nuevo que no recorría el imperio ruso (por Siberia y su transiberiano) ni el británico (por la India), sino que se extendía por un pasillo intermedio que sorteaba los grandes desiertos y cordilleras de Asia Central. Poco después se harían por esa franja los grandes descubrimientos arqueológicos de la antigua y abandonada Ruta de la Seda, por lo que este trayecto vendría a prever la recuperación del viejo camino interior euroasiático. El viaje es descriptivo y no está exento de intrigas, aventuras y personajes singulares. Se localiza en un momento de intensificación de las relaciones europeas con China y en el cual los mismos chinos buscan vertebrar su inmenso país con vía férreas. Tiene, por tanto este relato, aparte de ser una novela de trenes, un trasfondo geopolítico muy específico. Pese a que recientemente los chinos han puesto vías a algunos tramos de este itinerario, aún sigue en buena parte sin construirse, por lo que el «tren de Jules Verne» todavía es un trayecto imaginario.

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Emili Gil. Jules y Jules

Jules y Jules Emili Gil .Una vez descubierto el mundo de posibilidades que le había lebre fotógrafo Nadar) entre vasos de vino, pastís y absenta. abierto Poe, y mezcladas aquellas ideas con las propias (inteNadar habló del caso a Jules Hetzel, un editor que se grar la técnica y la ciencia a sus textos), además del esfuerzo había exiliado de Francia en 1851 como consecuencia del que implicaba la redacción, documentación e ingenio para golpe de estado bonapartista y que había regresado al proelaborar las tramas, sólo le hacía falta al autor un editor que mulgarse la amnistía del año 1859. Era también escritor y en confiase en él. Y lo encontró. Se llamaba también Jules, Pie- el año 1843 ya había formado una editorial al comprar un rre-Jules Hetzel concretamente. Es decir: tenía los nombres importante fondo de obras religiosas. de los dos Verne, el de su padre y el suyo. Hetzel mostró interés por conocer a Verne. Nadar práctiNadar (nombre artístico de Gaspard-Félix Tournachon) camente tuvo que arrastrar a su amigo de Nantes, que había hizo de eje de unión entre los dos Jules. Verne había escrito entrado en una fase de escepticismo total por su «novela de Cinq semaines en ballon (Cinco semanas en la ciencia». No era extraño, acorde a las globo, 1863) y, con el manuscrito había reiteradas respuestas negativas e indifevisitado ya quince editores que conocía rentes que había recibido de quince a través de las operetas y los vodevil que editores, quince. Hetzel, en cambio, lo había escrito hasta entonces. Ninguno escuchó, cogió el manuscrito y le dijo: de ellos le hizo caso. Hubo algunos que «Déjeme quince días para leerlo». Preni siquiera leyeron la novela (cosa que cisamente quince, como el número de sigue ocurriendo en la actualidad) y editores que lo habían desechado. Juhubo otros que no dijeron nada. «Este les Verne se jugaba su futuro literario a no es su campo» —le aseguró alguno. una carta. Había decidido que aquella «Usted lo que tiene que hacer es consería su última tentativa. Honorine le tinuar con el teatro, con un género había recomendado que dejase de ser menor, ya me entiende… Y continuar un crío, un soñador, y que dejase de viviendo. Quién sabe qué le deparará construir más allá de donde sólo había el futuro» —le aconsejó otro. ¿Género aire. Olvida tu libro, le había dicho. menor? Sí, hasta el mundo del arte y la A primeros de septiembre volvió al creación, al menos en su vertiente merdespacho de Hetzel. Verne estaba tan cantil, está infectado por el virus de la nervioso que al inicio de la reunión tuvo jerarquía. que ir con urgencia al lavabo, anécdota Jules Hetzel (1820-1910) por Félix Nadar Por otra parte Honorine, la esposa que años después recordaban riéndose de Jules Verne, cada día estaba más nerviosa debido a la los dos Jules. Lo que le dijo Hetzel fue lo siguiente: «Joven, falta de recursos de la pareja. Ambos eran hijos de famlias el problema no es el fondo, es la forma. Le falta dramatisburguesas y acomodadas y, ausente de apoyos, el escritor se mo. Vigile la unidad del relato, añada algún elemento nuevo sentía solo y abandonado. Sólo él creía en su proyecto lite- y, sobretodo, acción. Haga de esto una novela de verdad y rario. Se cuenta que la desesperación y la depresión lo con- le firmaré un contrato». Jules Verne consideró que la crítisumían y que estuvo a punto de quemar el manuscrito de ca era muy acertacada: era consciente de que Cinco semanas Cinq semaines en ballon y acabar así con toda su vocación lite- en globo estaba escrita con un estilo más bien periodístico, y raria. Es fácil suponer que explicó su desventura a su amigo probablemente sí le hacía falta algún toque más de ficción Gaspard-Félix Tournachon (nombre del posteriormente cé- literaria para hacerla digerible para el gran público. Se dio


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cuenta de que con aquel hombre podría entenderse. Así fue como consagró quince días (otra vez el quince) a reescribir, corregir, suprimir, reelaborar el manuscrito, olvidando casi la presencia de Honorine, de sus hijas y de su hijo Michel. En aquel sobreesfuerzo le iba la vida y sentía que estaba sembrando las bases de su futuro. Después de quince días entregó el nuevo original al editor y así el día veintitrés de octubre de 1862, Jules Hetzel no sólo se comprometió a publicar Cinq semaines en ballon sino que le ofreció un contrato casi vitalicio: tres libros al año durante veinte años. Verne lo firmó eufórico aunque aquel contrato soñado que con tanta alegria recibió sería también su condena, su cadena de esclavo. Robó horas al sueño. Dormía poco para tener tiempo para escribir para cumplir las cláusulas del contrato. Todos los que nos hemos dedicado alguna vez a alguna rama de la creación sabemos lo que implica dormir poco, comer también a veces poco, a deshoras o mal. Jules Verne no disfrutaba de la literatura sino que la sufría. Era como un alquimista entregado a su Gran Obra. Sabía lo que quería hacer y cómo pero no tenia ni tiempo ni perspectiva para recrearse y saborear los frutos y la satisfacción que le podía dar su éxito. Es lógico que se mostrara preocupado como lo muestra en cartas dirigidas a amigos, preguntándose, entre otras cosas, si el estilo que utilizaba en sus narraciones era o no el más apropiado. Estaba sumergido en su proyecto, literalmente enterrado por él. Se dijo de él, como llegó a decir Claude Roy, que en el planeta Tierra había seis continentes: «Euro-

pa, África, América, Asia, Oceanía y Jules Verne». Si contáramos la Antártida serían siete. En breve, con los Viajes extraordinarios el escritor nos concedió una excelsa obra para que disfrutáramos plenamente de ella, circunstancia que él sólo pudo hacer en contadas ocasiones. Es posible que por estos motivos reseñados, según algunos críticos, sus personajes pueden parecer algo simples a nivel psicológico. Verne creía firmemente que las personas no tenían gran interés, que lo que contaba realmente era el trabajo, las acciones que desarrollaban en relación con la Naturaleza y el Conocimiento (que para él eran una única cosa). Esos mismos críticos señalan también que consiguió redactar muchas páginas de un excelente lirismo, que transmiten pasiones auténticas y verdaderas, como fueron las descripciones de la isla de Crespo, o las ruinas de la Atlántida, en Vingt-mil lieues sous les mers (Veinte mil leguas de viaje submarino, 1869).

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Traducción del catalán de Laia Miralles Emili Gil i Pedreño (la Sénia, 1969), escritor, periodista y traductor. Autor de la novela Tenebra (2014) y de los libros Perfum de tenebres (2001) y Misteris fascinants (2002). Representante del Consell de la Joventut de Barcelona (1988). Secretario de la Associació de Joves Escriptors en Llengua Catalana. Coeditor de Lovecraft magazine. Coordinador del taller La Sènia. Com es fa una revista de por? y lector editorial. Se ha zambullido en la leyenda y los hechos paranormales de los Països Catalans. Actualmente sobrevive como puede.


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Georges Méliès, del cine a la Luna Eva Díaz Riobello

.En 1861 Julio Verne estaba lejos de sospechar la trascendencia que tendría su obra en la literatura de ciencia-ficción y en el imaginario de miles de lectores. Llevaba poco tiempo casado, había abandonado sus incursiones en el teatro y trataba de escribir en los escasos ratos libres que le dejaba su anodino trabajo como agente de Bolsa. Su sed de aventuras, sin embargo, le impulsó a emprender ese año un largo viaje que le llevaría a recorrer durante varios meses los parajes de Suecia, Noruega y Dinamarca. A partir de los mapas y notas que Verne recopiló en el transcurso de esta expedición escribiría, poco tiempo después, la novela Cinco semanas en globo, su primer éxito editorial. En agosto de 1861 nacía en París el primer y único hijo del escritor, Michel, mientras éste aún se encontraba viajando por tierras danesas. Y apenas unos meses después, en diciembre mismo año y misma ciudad, también nacería otro niño que convertiría las novelas de Verne en pura magia: Georges Méliès, el revolucionario del cine. Literatura llevada al cine No existe constancia de si los caminos de ambos visionarios llegaron a cruzarse en algún momento de sus vidas, más allá de la admiración que Méliès profesó siempre por las novelas de Julio Verne, muchas de las cuales llevó a la gran pantalla. Hoy en día, que un cineasta decida adaptar una novela suele implicar grandes beneficios para su autor, en concepto de dinero, fama y publicidad. Pero es poco probable que Verne se hubiera dejado impresionar por Méliès si le hubiese abordado con una oferta semejante. En primer lugar, él ya era famoso y rico. Y además, para cuando el director francés comenzó a rodar sus películas, el escritor ya era anciano, tenía mala salud y estaba cansado. De todas formas, si este encuentro hubiera tenido lugar, puede que la curiosidad natural de Verne por los adelantos tecnológicos le hubiera impulsado al menos a examinar por sí mismo aquel nuevo artefacto, el kinetógrafo, y a conocer al hombre que estaba revolucionando las posibilidades narrativas de este invento, con la introducción de trucos de

magia y efectos especiales en sus filmaciones. No pudo ser. Julio Verne murió en Amiens en 1905, apenas tres años después de que Méliès rodara la película que se considera su obra maestra: Viaje a la Luna, directamente inspirada por dos de las novelas más famosas del escritor francés: De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1870). Vidas paralelas de dos genios De haberse conocido, es bastante probable que Julio Verne y Georges Méliès se hubieran llevado bien. No les faltaban cosas en común: nacidos en el seno de familias burguesas, con buena posición económica, los dos manifestaron un talento y una vocación temprana para la literatura y el arte, aunque sus respectivos padres les presionaron para que continuasen el negocio familiar: Julio, un bufete de abogados y Georges, una fábrica de zapatos. Al final, la vocación se impuso y el teatro fue el primer lugar donde ambos genios comenzaron a dar rienda suelta a su imaginación: Verne, escribiendo comedias y operetas; Méliès, creando espectáculos de magia e ilusionismo. En 1895, cuando la carrera de Julio Verne ya había iniciado su declive, la de Georges Méliès daba un giro al asistir a la primera proyección pública del cinematógrafo de los hermanos Lumière, en el Boulevard des Capucines de París. Enseguida intuyó las posibilidades creativas de aquel nuevo invento e insistió en comprárselo a Antoine Lumière. Éste se negó, convencido de que sólo era una curiosidad científica sin ningún futuro comercial. Méliès no descansaría hasta adquirir un aparato similar del inventor inglés Robert W. Paul, que un año después mejoró y patentó bajo el nombre de «Kinetógrafo Robert Houdini» (1). La influencia de Verne en el cine de Méliès Entre 1896 y 1913, George Méliès dirigió cerca de 500 películas, la mayoría de ellas en su famoso estudio de cine de Montreuil. Aunque empezó rodando simples escenas documentales, imitando el estilo de los hermanos Lumière, su sólido bagaje literario y su gusto por contar historias pronto


Eva Díaz Riobello. Georges Méliès, del cine a la Luna

El cielo raso

Imagen 1: Ilustración de la Luna encarnada en la diosa Febe realizada por Émile-Antoine Bayard y Alphonse de Neuville para la novela Alrededor de la Luna, de Julio Verne. Imagen 2: La Luna dibujada con un rostro superpuesto por Bayard y De Neuville en la novela Alrededor de la Luna, de Verne.

le llevaría a adaptar a la gran pantalla fantasías sobrenaturales u oníricas, cuentos infantiles como Cenicienta (1899), Barbazul (1901), o episodios históricos (Juana de Arco, 1900) o clásicos de la literatura (Robinson Crusoe en 1902). Sin embargo, las obras de Julio Verne fueron una de las fuentes de inspiración más recurrentes de su filmografía y el complemento perfecto para la imaginación desbordante de Méliès. Así lo reconocía él mismo al explicar cómo había concebido su cinta más famosa: La idea de El viaje a la Luna me vino de un libro de Julio Verne titulado De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna. En esta obra los humanos no pueden aterrizar..., entonces yo imaginé, utilizando el proceso de Julio Verne (cañón y cohete) llegar a la Luna, para poder componer numerosas, originales y divertidas imágenes fantásticas fuera y en el interior de la Luna (2). Efectivamente, si en la novela de Verne los tripulantes de la bala disparada al espacio acaban atrapados en la órbita lunar, en la película de Méliès, los exploradores aterrizan en el satélite y entran en contacto con un grupo de selenitas belicosos. Al margen de esta alteración argumental, Méliès tomó numerosos elementos de la novela de Verne: no sólo copió la idea del cañón y la bala, así como el aterrizaje final de los astronautas en el mar, sino que también se inspiró en las ilustraciones del libro, realizadas por los artistas Émile-Antoine Bayard y Alphonse de Neuville, para la escenografía de su película. De hecho, la influencia de estas ilustraciones ya se hace patente en una de las primeras películas del director, rodada en 1898, La Luna a un metro, donde anticipa el tema del viaje espacial (3). De tres minutos de duración, el filme trata sobre un anciano astrónomo que tiene una visión en su observatorio, donde recibe la visita de una Luna animada que le sonríe y acaba transformándose en una dama, identificada como la diosa Febe. En esta película encontramos algunos elementos, presentes en la novela ilustrada de Verne, que desde entonces serán característicos de las ficciones cinematográficas de Méliès, como la mujer en la Luna o la imagen del rostro en un astro.

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Eva Díaz Riobello (Avilés, 1980)

Imagen 3: Grabado original de Alphonse de Neuville y Édouard

es licenciada en Periodismo y en

Riou para la novela Veinte mil leguas de viaje submarino.

Teoría de la Literatura y Literatura

Imagen 4: Fotograma de la película Veinte mil leguas bajo el mar, en la

Comparada. Ha publicado la anto-

que al final todo resulta ser un sueño del protagonista.

logía de cuentos Susurros en el tejado y una colección de microrrelatos, La aldea de F., con el colectivo Microlocas.

Una adaptación «libre» Dos años después del exitoso Viaje a la Luna, Georges Méliès volvería a inspirarse en Julio Verne en El viaje imposible (1905), donde un grupo de sabios viaja a bordo de un vehículo transformable por tierra, mar y espacio exterior, llegando incluso a indigestar al sol. La película, uno de los mayores éxitos de público y crítica de Méliès, bebe directamente de una obra de teatro fantástico en tres actos, Viaje a través de lo imposible (1882), que Julio Verne escribió en colaboración con Adolphe d’Ennery. En ella aparecen referencias a sus Viajes extraordinarios y también se mezclan en la trama personajes de sus novelas más famosas: De la Tierra a la Luna, Viaje al centro de la Tierra o incluso el capitán Nemo de Veinte mil leguas de viaje submarino (4). Esta última sería la siguiente novela de Verne que Méliès decidió adaptar al cine, sin duda seducido por las posibilidades argumentales que le ofrecían las profundidades subacuáticas. Bajo el título de Veinte mil leguas bajo el mar (1907), el cineasta nos ofrece su propia visión onírica de las criaturas que pueblan el océano: una corte de sirenas, ninfas y tritones bastante menos verosímil que la novela. Como el propio Méliès había reconocido, le gustaba partir de la idea original de Verne en sus adaptaciones para luego dejar volar su imaginación y modificarla a su antojo. Poco le importaba si la historia resultante no era creíble, pues al final siempre podía recurrir al truco de que todo había sido un sueño, o pesadilla, del protagonista. El último viaje extraordinario En 1912 Méliès se acercaba al final de su época dorada como cineasta. Había firmado un acuerdo con la compañía Pathé, que monopolizaba la distribución y comercialización de películas, y que le obligaba a rodar a un ritmo insostenible. Sin embargo, aún fue capaz de crear varios filmes fantásticos,


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Eva Díaz Riobello. Georges Méliès, del cine a la Luna

Imagen 5: Recreación del rodaje de Veinte mil leguas bajo el mar en la película La invención de Hugo, de Martin Scorsese (2011)..

Referncias Bibliográficas

Imagen 6: Decorado de la película A la conquista del Polo, presidido por el monstruo devorahombres fabricado por Méliès.

(1) Méliès G., Vida y obra de un pionero del cine. Casimiro Libros. Madrid, 2013. (2)(3) Delgado Leyva R., La pantalla futurista: del Viaje a la Luna de Georges Méliès a El hotel eléctrico de Segundo de Chomón. Ed. Cátedra. Madrid, 2012. (4)Angulo, J. Las veinte mil caras de Julio Verne. Una aproximación a las relaciones entre el cine y su obra. Festival de Cine de Huesca y Diputación de Huesca. Huesca, 2003.

entre ellos su último tributo a Verne: A la conquista del Polo (1912), una superproducción llena de efectos especiales, que narra las aventuras de una expedición en el Polo Norte. Allí, entre otros peligros, los viajeros se enfrentan a un monstruo devorador de hombres todo un prodigio mecánico de Méliès al que abaten a cañonazos. La película se basa libremente en la novela Las aventuras del capitán Hatteras (1864) y, junto con Viaje a la Luna y El viaje imposible, constituye el cierre de la trilogía de viajes fabulosos que el cineasta rodó inspirado por Julio Verne. También, en cierto modo, fue el canto de cisne de la carrera como director de Méliès. La cinta fue un fracaso comercial y, tras filmar algunos títulos más, en 1913 rompió su contrato con los hermanos Pathé. Arruinado y acosado por las deudas, Georges Méliès nunca más pudo volver a hacer películas. Tras la Primera Guerra Mundial y el posterior embargo de sus propiedades, desapareció de la vida pública durante más de una década. Hubiera sido un final triste para un personaje tan brillante, pero, como en las novelas de Verne, al final alguien acudió en su ayuda. En 1928 Léon Druhot, editor de la revista Ciné Journal, reconoció a un Méliès ya anciano en la estación de Montparnasse, donde trabajaba regentando un quiosco de juguetes, y lo rescató del olvido. A partir de este momento, la vanguardia cinematográfica francesa reivindicó la obra del cineasta francés, se recuperaron muchas de sus películas e incluso, en 1931, fue condecorado con la Legión de Honor por toda su trayectoria. Igual que los protagonistas del Viaje a la Luna, Méliès consiguió regresar de su particular exilio artístico y a su regreso fue aclamado por sus contemporáneos, recuperando así el lugar que le correspondía en el firmamento de los grandes nombres del cine.

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Taller de Méliès

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Escritores de la imaginación Juan Jacinto Muñoz Rengel

.Todos los escritores tienen por misión ensanchar el mundo. Pero la mitad de ellos se mantiene fiel al principio de hacerlo crecer hacia dentro, explorando las relaciones humanas y ampliando el ámbito de las pasiones, los hechos y la sensibilidad del espíritu. La otra mitad, en cambio, se expande hacia afuera, aumentando el número de cosas que lo habitan o produciendo incluso nuevos mundos de la nada. Implosión, explosión. A veces, dos de estos genios se encuentran gracias a una tortilla y una escalera. Fue una noche de invierno de 1849, cuando Jules Verne —presa de uno de los cólicos que lo abordan con frecuencia, porque su economía apenas le permite alimentarse— abandona repentinamente la tertulia de Madame Barreré y tropieza con un elegante y corpulento caballero que no cabe por las escaleras. El notable, sin resuello, se muestra impaciente, rezonga, relincha, le exige que se aparte a un lado y que se decida de una vez por la izquierda o la derecha. El joven Jules, mareado y famélico, no quiere acabar manchando su único traje, con el que acude a las veladas literarias y el cual se ve obligado además a compartir con un amigo. Se aferra al pasamano y se siente incapaz de seguir reprimiendo por más tiempo un comentario mordaz. —Tiene usted aspecto de haber cenado muy bien esta noche, señor. —A las mil maravillas —replica el otro, sin vacilar un instante—. He cenado nada menos que tortilla de tocino a la nantesina. —Las tortillas nantesinas son infames —responde el joven, envalentonado por la casualidad, pues era natural de la mismísima Nantes. —¿Sabe usted de tortillas? —Al desbordante caballero le había picado la curiosidad. —Por supuesto. Sobre todo sé comérmelas. Así comenzó la relación entre un escritor intrínseco, Alejandro Dumas, autor de la claustrofóbica novela El Conde de Montecristo, y otro extrínseco, el mayor visionario de las letras universales, Jules Verne, autor de las anchurosas Veinte mil leguas

de viaje submarino o De la Tierra a la Luna. Y desde ese momento en adelante, Dumas ejercería su deber como escritor consagrado y se convertiría en su mentor y protector en los distintos cenáculos, presentándole a las personas adecuadas. La carrera literaria de Verne había visto por fin su camino despejado. No obstante, en realidad, todo comenzó mucho antes. Todo empezó el día que, a sus tempranos once años, se escapó de casa para enrolarse en un barco con destino a la India, el Coralie, para regalarle un collar de perlas a su amada prima, Caroline. Cuando el buque mercante estaba a punto de emprender el viaje, su padre logró subir a bordo, lo obligó a bajar asiéndolo por las orejas y lo instó a que hiciese un juramento. —Júralo. Jura que nunca volverás a viajar más que en sueños. Así tuvo inicio, esa misma tarde, la exuberante vida de un soñador. Los grandes soñadores son insaciables devoradores de libros, son aquellos que se encierran en las bibliotecas de París pretendiendo leerlo todo, que pasan las noches en vela, que proyectan mundos desde cada rincón y también en la oscuridad de su alcoba, que se olvidan de comer y se provocan trastornos digestivos e incontinencia, espasmos y parálisis faciales, aquellos que anteponen por encima de todo lo demás su principal cometido: agregar cosas nuevas a este mundo, repoblarlo de máquinas y de inventos, de globos dirigibles y submarinos, de naves espaciales, transatlánticos y misiles guiados, de ascensores y rascacielos de cristal, de aparatos de fax, videoconferencias e internet, de trenes de alta velocidad y helicópteros soñados desde el siglo XIX, de criaturas extintas y de monstruos marinos, de ictiosaurios y plesiosaurios, de gigantes con cabeza de búfalo, ciudades flotantes, drones y hologramas. Si bien, pese a lo que pueda parecer, dentro del espectro de los escritores de la imaginación nuestro autor no era precisamente de los que se olvidaba por completo de la realidad. Porque Jules terminó incumpliendo la promesa que en su día le hizo a su padre.


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Juan Jacinto Muñoz Rengel. Escritores de la imaginación

Miquel Rof ©

Jules Verne acabó viajando, sí, viajó a Escocia, a Islandia, Noruega y Dinamarca, fondeó en Lisboa, en la ría de Vigo, en Tánger, en Cádiz, en Gibraltar, en Málaga, en Tetuán y en Argel, surcó el Mar del Norte y el Mar Báltico y visitó Estados Unidos. Conoció lugares, se relacionó con sus gentes y se documentó de manera concienzuda, haciendo que su método de trabajo partiera siempre de la investigación y de la base científica, para solo entonces zambullirse en las mieles de la fantasía proyectiva. Algo muy distinto a lo que hacía el otro célebre padre de la ciencia ficción. En 1904, Verne concedió en su casa del número 44 del Boulevard Longueville una entrevista al periodista Gordon Jones. —Algunos de mis amigos me han dicho que el trabajo de H. G. Wells se parece mucho al mío —declaró. Respondiendo a una de las preguntas, el visionario acababa de confesar unos segundos antes a su entrevistador la enorme atracción que sentía por la obra del inglés, por encima de la de todos sus contemporáneos. —Humildemente, comparto la opinión de sus amigos. —En cambio, yo creo que están todos equivocados — añadió a continuación—. Lo considero un escritor completamente imaginativo. —¿Es que usted no lo es? —rio el periodista, y se apresuró a dar un sorbo a la taza de té en el salón atestado de muebles y de libros. —Por supuesto que lo soy, pero nuestros métodos son del todo diferentes. Yo siempre he basado mis invenciones en algún descubrimiento real y me sirvo, para su puesta en escena, de técnicas y mecanismos extraídos de la ciencia y de la ingeniería actual. Las creaciones del señor Wells, por

el contrario, son de una época y un grado de conocimiento científico bastante más alejados del presente. Por no decir absolutamente más allá de los límites de lo posible. El entrevistador asintió con la cabeza. Estaba claro que podían convivir muchos grados de fantasía dentro de la literatura de la imaginación. Verne, después de todo, nunca había dejado de ser un cultivador de la ficción científica. Abrió de nuevo su cuaderno de notas, echó un último vistazo al enorme y oscuro globo terráqueo lleno de muescas que presidía la sala y anotó una última idea. En el aire vibraba un pitido proveniente de la cocina, aunque cualquiera habría podido pensar que procedía del despacho, de un receptor de fototelegramas. Existen al menos dos grandes categorías de escritores, esos tipos obsesionados con ampliar nuestra visión del mundo. Pero varios miles de subcategorías, casi tantas como individuos. Y mientras especialistas y académicos continúan esforzándose en clasificarlos, ellos, centrados y excéntricos, intimistas y expansivos, se entregan a la pormenorizada tarea de completar el catálogo de todo lo posible. Y también de todo lo imposible.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel (1974) es autor de las novelas El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), de la colección de microrrelatos El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), y de los libros de cuentos De mecánica y alquimia (Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año; Salto de Página, 2009) y 88 Mill Lane (Alhulia, 2006). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al ruso y al turco, y publicada en más de una docena de países.

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Javier Salinas. Julio Verne, siendo cerca, viendo lejos

Julio Verne, siendo cerca, viendo lejos Javier Salinas

nCuando yo era un niño, y estaba muy vivo, pensaba que todos los escritores estaban muertos. Y ahora que ya no soy tan niño, y empiezo a desaparecer, los escritores comienzan a nacer. De hecho los escritores están siempre naciendo, y siempre desapareciendo, como todo. Siempre desapareciendo y siempre naciendo. Sólo que el artista ve más a lo lejos, ve el futuro de tanto observar su presente. De tanto estarse quieto comienza a ver el movimiento de lo que le rodea, e incluso el suyo propio, el de su cuerpo constantemente rehaciéndose. Y de tanto ver el movimiento, comienza a ver la dirección y el destino. Un escritor o un artista, ve lejos desde su cerca, y desde el presente absoluto ve cómo será el siguiente presente que será el mañana. Es un suerte de pitonisa, en su templo de silencio de palabras, viendo lo que será pero sin poder cambiar nada. Un oráculo en una vieja isla olvidada al que ya nadie llama. Alguien que conoce la senda de lo que sucederá mañana. Un escritor funda lo que permanece, ve lejos y es el rey de los filósofos, es un don nadie, un hombre que pasea junto a un río o que por las noches prepara su cena en soledad. Un escritor es alguien que está ahí callado, encaramado en la torre de vigía de la vida y que conoce que su destino es una cita con la muerte, que vive todos los días con la conciencia de su mortalidad. ¿Quién seré yo cuando no sea yo, cuando me derrame sobre la nada? ¿Cuando la obra de la vida se acabe y se cierre esta pequeña novela que es mi existencia? Y que sobre esa conciencia de la fugacidad funda lo que permanece. ¿Y qué es lo que permanece? La mirada hacia el presente que no pasa, la construcción hacia lo profundo de nuestra existencia. Un escritor es alguien que muestra el camino hacia el río subterráneo de la sabiduría, hacia la fuente escondida que ilumina nuestro Ser. Y por eso no es que un libro nos haga viajar, sino que nos hace conocernos mejor. Es un viajero inmóvil, un submarino que no va a ninguna parte, un via-

Miquel Rof ©

je hacia la luna de nuestros sueños, una vuelta al mundo en un globo de inquietudes, un correo ruso que lleva un mensaje importante para la posteridad, alguien que habla del Norte y del Sur, alguien que cuenta lo que es a través de lo que llegará. En cada escritor hay un viajero del tiempo escondido. Alguien que ya ha estado allí y que ha visto y que ha regresado para contárnoslo. Un escritor es un mensajero de lo que vendrá y de lo que no pasa, un profeta en medio del desierto que habla de los ciervos. ¿Quién es el que ve? ¿Quién el sabe? ¿Quién el que nos regala el presente? ¿El que nos invita al viaje inmóvil que no cesa? Cuando yo era un niño todos los escritores estaban muertos, y ahora que ya el tiempo ha pasado para mí, cada vez todo está más vivo, y todo está naciendo.

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Javier Salinas, nació en Bilbao en 1972 y vive en Barcelona. Es autor de cinco novelas y dos libros de poemas. Ha obtenido algunos premios y muchos otros no. Tiene dos hijos y hasta hace nada un par de gatos. Es yogui. Es Géminis. Practica Taekwon-do y a su edad sigue yendo en bicicleta a todas partes. Su amigo Ricardo Menéndez Salmón se preocupa por él porque hace tiempo que no publica.


Ángel Zapata. Verne con Lacan

El cielo raso

VERNE CON LACAN Ángel Zapata

«Bendita tempestad la que nos ha traído a estas costas de las que nos habría alejado el buen tiempo» J. Verne. Viaje al centro de la Tierra.

.A Lacan le gustaban las máximas, le divertían, más bien; y la prueba es que nos ha legado un buen puñado de ellas, por más que se trate siempre de máximas profundamente equívocas. Con esto quiero decir que las máximas lacanianas («El Otro no existe» , «No hay relación sexual»…) pervierten el propósito del género, que es el de extractar y dejar acuñada una cierta sabiduría. En las antípodas de cualquier beneficio sapiencial, la ironía, la ambigüedad, cuando no la provocación directa al buen sentido, son los rasgos que distinguen a estos dichos de Lacan, dichos cuya función, lejos de orientarnos hacia el camino recto (el más desolador de todos los caminos), parecería cumplirse al confrontarnos con nuestra condición paradójica de seres hablantes, o —lo que es lo mismo— de seres radicalmente extraviados. En principio, pocas cosas habría más contrarias a esa exploración de las afueras del significado llevada a cabo por Lacan que la sensibilidad épica, esforzada, voluntarista y tónica, que recorre de punta a punta la narrativa de Jules Verne. Se ha dicho —lo ha dicho con acierto Fernando Savater— que el temple fundamental que anima a la novela de aventuras es la confianza del sujeto en sus propias posibilidades. Y esta confianza inspira la obra de Verne, sin duda alguna. En él se trata, además, de una confianza arquetípica —Verne es después de todo un mitólogo, su universo imaginal está regido por un Arché y bañado por las corrientes templadas del sentido—, como se trata también, y al mismo tiempo, de una confianza de época y de clase. En efecto: Verne asiste —en el transcurso de su vida— a la liquidación de los últimos restos de las sociedades tradicionales en buena parte de Europa (aun al precio de terribles convulsiones), y a la consolidación del proyecto histórico burgués, basado en la normalización, la burocratización, y el control económico y social a través de la tecnociencia capitalista. Hay, por ello, una confianza enérgica y porvenirista en la gran mayoría de los textos vernianos. Pero a la vez es cierto que esta fe en el porvenir no se desliza a la primera oportunidad

hacia lo acrítico o lo ingenuo, ni se degrada —sobre todo— en el espejismo de omnipotencia que amenaza sutilmente, desde sus mismos supuestos, al saber científico. Al igual que su época y su clase, Verne confía en las posibilidades del sujeto humano (lo que equivale a decir: del sujeto burgués). Y aun así se acredita una vez más de visionario, de contemporáneo avant la lettre, al no concebir la posibilidad como un mero boceto del hecho —de la realización que la cancelaría al consumarla—, sino como la esencia de lo humano mismo. El héroe verniano, pues, es menos un aventurero victorioso que un ser de posibilidades. O, dicho de otra manera: el héroe verniano es, ante todo y de forma incancelable, un ser de deseo. Entre las máximas lacanianas que tienen por tema el deseo, hay una muy conocida que sintetizaría ejemplarmente la posición de los héroes de Jules Verne. Me refiero a la máxima que dice: «No cedas respecto a tu deseo». Sobra señalar, de entrada, cómo el tono imperativo, casi oracular, del que se sirve Lacan, queda interiormente desactivado, subvertido incluso, por la desasosegante ambigüedad de la sentencia. ¿Qué dice la frase? Como mínimo dos cosas. La primera: «No cedas en tu deseo», es decir: no permitas que el otro desee por ti. La segunda: «No cedas ante tu deseo»; o lo que es lo mismo: no te dejes llevar a ese último extremo al que el deseo, por su misma naturaleza, te empuja. A despecho de su ambigüedad —y en virtud de ella— la vibrante frase de Lacan involucra una ética (y hasta una política) del deseo. Descarta por igual el camaleonismo nauseabundo del conformista pringoso y la nobleza ciega del insurrecto suicida. Ni Oblomov ni Antígona son deseantes. Que el deseo nos empuja más allá del objeto, que ningún objeto de la realidad sería capaz de colmarlo, que el deseo, en último término, desea «nada-de-lo-que-hay», desea la nada, es la sabiduría —esta sí— que nos invita no a renunciar a lo que deseamos (eso es innegociable), sino a sostenernos indefinidamente en la tensión y hasta el desgarro que derivan

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Ángel Zapata. Verne con Lacan

de no conseguirlo del todo, pues ese «todo» es otro nombre de la pulsión de muerte. Y a la inversa: que mi deseo no vaya a cumplirse —sino sólo a realizarse: a articularse dinámica y laboriosamente con la realidad— no puede ser nunca el pretexto de mala fe para que abdique de mis posibilidades en tanto sujeto, y me entregue como objeto al deseo del otro. Hatteras o Lidenbrock —por citar sólo dos entre los más singulares personajes vernianos— son en este sentido seres de deseo, figuras emblemáticas de esa conciencia a la vez jubilosa y desdichada que es propia del ser deseante. Ciertamente, a ninguno de ellos se le podría acusar de pusilanimidad. Y aun así, ni uno ni otro consiguen finalmente su objetivo. En el caso del capitán Hatteras, son sus compañeros de viaje (los arquetípicos «ayudantes del yo» quienes al pie del Polo Norte le impiden renunciar a la razón, y conquistar ese místico centro inaccesible que no puede alcanzarse más que al precio de desaparecer en él… Y esto sin menoscabo de que Hatteras, convaleciendo más tarde de su aventura en una casa de salud, siga caminando siempre, invariablemente, en dirección al Polo. Un caso por entero similar lo encontramos en Lidenbrock. En el memorable momento crítico de Viaje al centro de la Tierra, la expedición llega hasta ese punto extremo de lo posible —por decirlo con Bataille— en el que alcanzar la meta, la «Cosa» lacaniana, el Anillo de poder o el Grial sagrado, equivale a perderse a si mismo, a renunciar definitivamente al regreso. Y tal como ocurrió con Hatteras, también ahora el profesor Lidenbrock tiene un instante de vacilación: —¿Te das cuenta de que para llegar al centro de la Tierra no nos quedan más que 1 500 leguas?

Esta vez será Axel, pupilo del profesor, quien tome a su cargo el lugar del deseo, quien se erija en garante de que, más allá del fracaso o el éxito, la aventura prosiga: —¡Bah! —responde— No vale la pena hablar de ello. ¡En marcha! ¡Adelante!

Ya los griegos de la Antigüedad supieron que la felicidad es un atributo y un privilegio de los dioses, del que los mortales sólo podemos participar ocasionalmente, y en alguna medida. La aventura de Hatteras no tiene, desde luego, un final feliz. La de Lidenbrock tampoco, o si lo tiene es nada más que en parte. Los finales felices sólo entonan con las sesiones de cine parroquial, y alborozan a los cursis y a los memos. En la obra de Verne, ni una aventura ni otra cierran en falso lo posible con una apoteosis de violines y rosas. Lejos de ello, la tensión y el desgarro siguen abiertos,

Jules Verne en 1856

lo humano sigue abierto, la falta incancelable sigue abierta. «Que no falte la falta», sentenció Lacan. Ni ganadores ni perdedores (polaridad sintomática del discurso histérico), Hatteras y Lindenbrock son deseantes. Personajes vernianos que no ceden respecto a su deseo. Héroes que tienen el coraje de inflamarse de deseo y a la vez la inteligencia táctica de no consumirse estérilmente en él, de propiciar que dure, que un día —en el futuro— pase a otro, a otros, que arda en un incendio interminable. No renuncian a lo que desean. No permiten tampoco que su deseo se vea aniquilado (y ellos mismos con él) por la compulsión de conseguirlo todo. Su deseo es la tormenta que les ha conducido hasta la última orilla, sí. Y si allí se detienen (con júbilo, con rabia) no es por falta de arrojo. Es por fidelidad a lo imposible. Es porque les habita la audacia más extrema: porque desean desear.

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Ángel Zapata, es escritor y profesor de escritura creativa. Ha publicado La práctica del relato, Las buenas intenciones y otros cuentos, El vacío y el centro. Tres lecturas en torno al cuento breve, así como la traducción de André Breton y los datos fundamentales del surrealismo, de Michel Carrouges.


David Roas. Cuando la ciencia era nuestra amiga

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CUANDO LA CIENCIA ERA NUESTRA AMIGA David Roas

nComo muchos lectores de mi generación, yo descubrí a Julio Verne en la memorable colección Joyas Literarias Juveniles de la Editorial Bruguera (1970-1983): tebeos de muy pocas páginas que compendiaban las tramas de las principales novelas de aventuras de la literatura occidental. Resulta envidiable la habilidad de autores como José Antonio Vidal Sales (detrás de varios seudónimos), Víctor Mora o Miguel Cussó, capaces de comprimir un novelón de Dickens, Moby Dick o incluso El Quijote en menos de cuarenta páginas. Entre los doscientos setenta y dos títulos que componen las Joyas Literarias Juveniles, Verne es el autor más repetido, además de tener el honor de inaugurar la colección con su Miguel Strogoff, seguido, tres números después, por otro de sus clásicos: Veinte mil leguas de viaje submarino. Y así hasta cuarenta y nueve adaptaciones de sus novelas. No tengo ninguna duda de que, gracias a esta colección, muchos de nosotros empezamos a amar la literatura de la mano de autores como Verne, Dickens, Scott, Stevenson, May, Cooper, Defoe, London, Salgari, etc. Y ahí seguimos. ¿Qué tenía Verne de especial? Sin duda, el doble aliciente de la aventura y la ciencia. No me gusta volver la vista atrás, pero sería maravilloso poder recuperar el efecto de la primera lectura —primero en tebeo y luego en libro—de aquellas historias, atrapados por la increíble aventura de viajar a la luna en un cohete anacrónico (para nosotros, hijos del Apolo XI), de atravesar la gélida Siberia, de viajar por el fondo del mar, o, sobre todo, de llegar hasta el centro de la tierra. Aventuras que, en su mayoría, dependían de los avances científicos, lo que le da a Verne ese toque personal, ya muy imitado en su época, y que lo convierte en la primera encarnación del scientific romance, lo que más tarde se llamaría ciencia ficción. Una ciencia ficción todavía optimista pues no duda en los efectos beneficiosos del progreso y la tecnología. El desencanto lo aprendimos después con el Jekyll de Stevenson y los mad doctors de Wells, que traslucían una visión escéptica y pesimista de los poderes de la ciencia, pues sólo producían alienación y malestares. Quizá en una de las pocas novelas donde Verne deja fluir ese pesimismo moderno sea en París en el siglo XX, obra de juventud que nunca llegó a ver editada (se publicó en 1994) en la que retrata una sociedad hiperindustrializada donde la educación y la

tecnología están sometidas a la acumulación de dinero, donde ya no hay espacio para la literatura. Una obra donde también ejerce, como es habitual, de visionario al referirse al «telégrafo fotográfico», que permite «enviar a cualquier parte el facsímil de cualquier escritura, autógrafo o dibujo, y firmar letras de cambio o contratos a diez mil kilómetros de distancia». Pero, como decía, en las novelas de Verne no hay lugar para mad doctors, a excepción del misántropo y megalómano capitán Nemo (que, no lo olvidemos, lucha contra los desmanes del imperialismo), una anomalía frente a los Barbicane, Fogg, Aronnax, Grant, inventores felices y aventureros tenaces que, por encima de todo, confían en la ayuda de la ciencia para alcanzar sus objetivos. Ello explica también el excesivo didactismo de muchas de sus novelas (debían dejar claro al lector que la ciencia siempre será provechosa para la humanidad) y la obsesión por la explicación racional. Y es que Verne hizo muy pocas concesiones a lo fantástico (en algunos de sus cuentos y en El rayo verde). Él prefería ceñirse a lo real y lo posible dentro de los márgenes de la verosimilitud científica. Lo que le llevó incluso a racionalizar lo que no podía (debía) ser racionalizado: su novela La esfinge de los hielos se presenta como una continuación de La narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, en la que —desde la admiración reconocida por el escritor americano— propone una explicación perfectamente lógica a los terribles enigmas (fantásticos) planteados en la novela del escritor americano, lo que desvirtúa el efecto conseguido por éste. Un pecado de difícil absolución, pero disculpable dada, como decía, la obsesión racionalista de Verne: la ciencia podía explicarlo todo, la tecnología era nuestra mejor amiga.

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David Roas (Barcelona, 1965) es profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor del libro de microrrelatos Los dichos de un necio (1996;), la novela negra Celuloide sangriento (1996), el volumen de cuentos y microrrelatos Horrores cotidianos (2007) y el libro de crónicas humorísticas Meditaciones de un arponero (2008). En 2010 publicó el libro de cuentos Distorsiones. Algunas de sus narraciones han sido recogidas en antologías como Mutantes. Narrativa española de última generación (2007), Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual (2009) y Por favor, sea breve 2 (2009). En 2015 publicó Bienvenidos a Incaland © con Páginas de Espuma.

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Juan Gómez Bárcena. Viaje a la infancia

Viaje a la infancia Juan Gómez Bárcena

nA menudo juego a interrogar a mis amigos acerca de sus primeras lecturas; aquellas que les apasionaron en su infancia y que tal vez acabaron condicionando el tipo de lector en que llegarían a convertirse. En este inventario de autores lejanos y al mismo tiempo familiares hay un puñado de nombres que tienden a repetirse: Julio Verne es uno de ellos. Si toda novela cuenta un viaje físico o metafórico, las suyas llenaron nuestra infancia de viajes en el sentido más literal y magnífico de la palabra; desde los casquetes polares al centro incandescente de la Tierra; desde la altura sideral hasta las profundidades de los océanos. Recuerdo con especial claridad mi lectura de La vuelta al mundo en ochenta días cuando apenas tenía diez años, al principio decepcionado por sus divergencias con la adaptación de dibujos animados que veía al salir de clase, luego cada vez más fascinado por aquella sucesión de aventuras que me entretuvieron todo un verano. De ahí pasé a Wells y luego a Poe, y a Cortázar, y al realismo mágico, y aún hoy me pregunto si no está precisamente en Verne la semilla de mi futura fascinación por la narrativa fantástica. A lo largo de estos años he regresado algunas veces a las páginas de sus libros, pero cuando lo he hecho ha sido siempre no tanto para buscar a Miguel Strogoff o a Phileas Fogg como para recobrar mi infancia; resucitar al niño que devoró sus aventuras hace ya veinte años. Varios amigos me han confesado haber experimentado la misma sensación. Parece como si los Viajes extraordinarios conservaran su fascinación sobre nosotros, pero al mismo tiempo ese magnetismo tuviera algo caduco, pretérito; un vínculo que no pudiera traspasar las fronteras de la adolescencia. Diría que esa lejanía no está en el estilo, ni en los temas, sino en la visión del mundo que proyectan sus obras. Del mismo modo que un historiador no hace otra cosa que hablar de la sociedad de su propia época cada vez que intenta explicar una ruina, no se puede escribir sobre el futuro sin plasmar en ese porvenir hipotético una radiografía de nuestro presente. Por ese motivo, las obras de Julio Verne no hablan tanto de viajes y máquinas asombrosas como de una época dorada, en pleno positivismo decimonónico, en la cual aún se pensaba que esas mismas máquinas servirían para hacer más feliz al ser humano. Nosotros hemos crecido oyendo hablar de Auschwitz y de

la bomba atómica; sabemos que tras el batiscafo del capitán Nemo han surgido submarinos nucleares y que la llegada a la Luna no fue producto de una colaboración filantrópica sino una batalla más de la Guerra Fría. Mi generación sabe mejor que ninguna hasta qué punto una tecnología sofisticada puede no ofrecernos una vida mejor, y cómo sus beneficios a menudo van a parar a unas pocas manos. En nuestros sueños no hay espacio para grandes empresas científicas: sólo pesadillas como 1984 o La carretera, de las que no estamos seguros de poder despertar. Releer Veinte mil leguas de viaje submarino o De la Tierra a la Luna significa mucho más que regresar a una de nuestras lecturas de infancia. Es una forma de recobrar ese tiempo lejano en el que teníamos tantas esperanzas y confianza en el género humano como el propio Verne. Al fin y al cabo, nuestra infancia se parece un poco a ese optimismo desmedido que embargó a toda una generación, para más tarde alcanzar la mayoría de edad en las trincheras de las guerras mundiales. Y basta que uno de sus libros caiga en nuestras manos para creer por un momento lo que de hecho ya no creemos; que falta muy poco para que llegue ese horizonte fabuloso con el que Verne soñó.

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Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada e Historia por la Universidad Complutense de Madrid y en Filosofía por la UNED. Su libro de relatos Los que duermen (Salto de Página, 2012) fue considerado una de las mejores óperas primas del año por El Cultural, y recibió el Premio Tormenta al Mejor Autor Revelación. Como crítico, ha prologado y coordinado la antología de nueva narrativa española Bajo treinta (Salto de Página, 2013). Con sus obras ha obtenido entre otros galardones los Premios José Hierro de Relato (2003) y Poesía (2007) del Ayuntamiento de Santander, el Premio Internacional CRAPE de cuento (2008) o el Premio de Narrativa Ramón J. Sender (2009), y en 2008 resultó finalista del XII Premio Mario Vargas Llosa NH de libro de relatos. Como reconocimiento a su labor literaria ha sido becado por la Fundación Antonio Gala, la Fundación Caixa Galicia y el INJUVE, y disfrutó de una residencia en México DF patrocinada por el FONCA. Actualmente reside en Madrid, donde imparte talleres literarios. En 2014 publicó El cielo de Lima con la editorial Salto de Página que recibió el premio Ojo Crítico de RNE 2014.


Inés Mendoza. Verne fin de siècle

El cielo raso

VERNE FIN DE SIÈCLE Inés Mendoza

.A estas alturas, el «misterio Verne» es poco menos que un secreto a voces, sobre todo para quienes admiramos sin reservas la obra del célebre escritor francés. Y es que, tanto sus libros como ciertos datos de su biografía, reúnen indicios que derribarían la imagen de cándido «educador de la juventud» que tan cómodamente se le atribuye. Se entiende así que el descubrimiento de un componente subversivo en los Viajes extraordinarios no haya hecho sino acrecentar el enigma, luego de que especialistas como Jean Chesneaux o Miguel Salabert, entre otros, atestiguaran contenidos libertarios y románticos en las novelas del «burgués de Amiens». Puesto que una de las figuras de la epopeya verniana que mejor sintetiza ambas filosofías es el Capitán Nemo, arquetipo byroniano donde los haya, cabe preguntarse si el rector del Nautilus aún podría revelarnos a un Verne fin de siècle, precursor del Decadentismo simbolista ulterior. ¿Un Verne decadentista? ¿Es posible? Lo es, al menos si atendemos a ciertos detalles que chocan con su estampa de «autor edificante». Detalles como la terquedad inusual con que el escritor defendió la «biografía» del Capitán Nemo, cuya incorrección política hizo temblar a Hetzel, su editor, o como el romanticismo que acusa su obra, evidente toda vez que se conocen sus afinidades con Hugo, Poe, Musset o Hoffmann, predecesor de los divertidos «personajes-reloj» que recorren los Viajes Extraordinarios. Llegados a este punto, conviene recordar que el Decadentismo fue una especie de Romanticismo enragé, una generación de escritores «furiosos» con la sociedad que les tocó en suerte; a veces próximos —pensemos en Anatole Baju— a personalidades como la comunera Louise Michel. Y justamente un «romanticismo enragé» es lo que resulta de

la convergencia entre el Verne romántico y el libertario. Del primero, hay numerosas evidencias en sus Viajes Extraordinarios: la concepción de los mismos como «un paseo completo por el cosmos» destinado a narrar la «historia del universo»; la preocupación por la naturaleza o la mecanización del hombre que dejan traslucir, la «síntesis de contrarios» que anima sus argumentos (naturaleza y ciencia; «salvajismo» y civilización; pasado y futuro; mundo subterráneo y superficie, etc.). Respecto a su filiación libertaria, baste con señalar que Verne conocía la obra de Proudhon y trató a Kropotkin y a Reclus. Verdaderos indicios que arrojan una luz nueva sobre la crítica verniana al apego monetario, y que podrían explicar que el escritor pusiera en boca de Nemo frases como «¡Aquí no reconozco amos! ¡Aquí soy libre!», que se dirían consignas del individualismo libertario, y que armonizan con la bandera negra del Nautilus y la especie de esperanto que hablan sus tripulantes. Que la trilogía formada por Los hijos del Capitán Grant, Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla misteriosa, se publicara pocos años antes de que apareciera el Decadentismo francés, nos pone sobre la pista de las semejanzas entre el Nemo de Verne y el Des Esseintes del À rebours de Huysmans. Porque Nemo (Nadie) es mucho más que un consumado misántropo. Para empezar, y tal como su sucesor fin de siècle, el capitán del Nautilus rechaza la sociedad humana hasta aislarse y se rebela contra las convenciones. O lo que es igual: contra la «burguesía del alma», para decirlo con el autor de la «Biblia decadente». Los dos personajes hacen gala de rasgos satánicos, de donde se entiende que Nemo, verdadero ángel caído, habite las profundidades. Y por si esto fuera poco, ambos son privilegiados exponentes

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Miquel Rof © del dandismo y sus artificios; y ahí donde Huysmans nos muestra a Des Esseintes incrustando joyas en el caparazón de una tortuga o decorando su sala con un púlpito, Verne describe a un Nemo que toca el órgano y vive en un submarino que más bien parece un gabinete de las maravillas: muebles adornados en ébano o cobre, porcelana fina, divanes tapizados, arabescos, pinturas, esculturas clásicas y perlas exquisitas. Ya lo dijo Baudelaire: el dandismo «no es una inmoderada afición a la toilette y a la elegancia material», sino una poética de la rebeldía. Por eso el dandy se propone como un sujeto marginado, voluntariamente improductivo de cara a las necesidades de la sociedad utilitarista. Amén de su extravagancia, el dandy es un individuo cuya sola conducta escenifica la consigna «hacer temblar al burgués» que esgrimió el círculo literario Le Décadent liderado por Baju. No por nada algunos estudiosos consideran a Nemo un posible trasunto del superhombre de Nietzsche, cuya filosofía fue esencial para la cosmovisión decadentista. Y no por nada fue un escritor de este movimiento, el dandy Pierre Louÿs, quien calificó a Verne de «revolucionario subterráneo».

Rebelión, misantropía, satanismo, anacronismo y romanticismo: categorías que bien podrían resumir los postulados del decadentismo fin de siècle. ¿Significa eso que el romántico Verne fue un precursor de esta escuela? No nos corresponde a nosotros, sino a los especialistas, contestar a esta pregunta. Entretanto, mientras perdura el «misterio Verne», ese dandy llamado Nemo seguirá atravesando el tiempo y el espacio, para recordarnos que «no son nuevos continentes, sino hombres nuevos lo que el mundo necesita».

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Inés Mendoza es arquitecta y escritora. Nació en Venezuela, aunque vive en Madrid desde hace más de una década. Ha colaborado en medios nacionales e internacionales de prensa y en publicaciones especializadas de arquitectura. Imparte talleres en la Escuela de Escritores de Madrid y en instituciones como el Museo del Romanticismo de Madrid. Su trabajo como narradora ha sido galardonado en varios concursos nacionales e internacionales y recogido en antologías entre las que destaca Mar de pirañas, nuevas voces del microrrelato español (Menoscuarto, 2012). Su libro de relatos El Otro Fuego (Páginas de Espuma, 2010) fue elegido «libro de la semana» en julio de 2010 por el Fondo de Cultura Económica de Madrid.


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El cielo raso

Fernando Clemot. Algunas geografías imaginarias y reales de Julio Verne

algunas geografías imaginarias y reales de Julio Verne Fernando Clemot

.Mar de Lidenbrock (en Viaje al centro de la Tierra, 1864): Océano situado en las profundidades de la Tierra y descubierto por la expedición del profesor Otto Lidenbrock, de Hamburgo, en el año 1863. Sus aguas se hallan a unas trescientas cincuenta leguas (unos mil seiscientos kilómetros) hacia el sudeste de Islandia, bajo los montes Grampianos de Escocia. Sus aguas son dulces y abarcan una superficie similar a la del mar Mediterráneo. Sus playas son de arena fina y dorada, sembrada de caracolas y diminutas conchas, como en los primeros días de la Creación. Haces de luz blanquecina más brillantes que la luz de la luna iluminan el mar de Lidenbrock como resultado de un fenómeno electromagnético muy parecido al que produce la aurora boreal. Masas de de vapor de agua rodean el mar y de vez en cuando desencandenan lluvias torrenciales que tapan la vasta bóveda que cubre este océano. Los efectos de las distintas capas electrizadas de la atmósfera sobre las nubes dan lugar a un inusitado juego de luces que provoca una profunda melancolía. Cerca de Puerto Grauben se levanta un bosque alto y espeso de árboles cuyas copas parecen sombrillas, pero que en realidad son hongos blancos que alcanzan de diez a quince metros de altura y forman una masa tan densa que no deja entrar la luz. En el mar de Lidenbock el viajero asistirá a luchas sanguinarias entre plesiosaurios e ictosaurios, dos de las muchas especies de animales prehistóricos que pueblan este océano. (De Guía de los lugares imaginarios [Edición abreviada] Alberto Manguel y Gianni Guadaluppi. Alianza Editorial: Madrid, 2014). France-Ville y Stahlstadt (en Los quinientos millones de la Begún, 1879) Ciudades creadas en Estados Unidos por los doctores Sarra-

sin y Schultze a partir de los millones heredados por ambos tras la muerte de la Begún Gokool de Bengela. France-Ville y Stahlstadt («ciudad de acero») son ciudades antagónicas. En France-Ville (situada en el interior de California y fundada en 1872) el doctor Sarrasin ha realizado un cuidado trabajo de adaptación del hombre a su entorno. Ha tratado de crear la ciudad perfecta basada en modelos griegos y en algunas utopías del Renacimiento y el Racionalismo. En France-Ville las actitudes ociosas no se toleran y los ciudadanos deben comprometerse con las leyes de la ciudad y tener capacidad para desarrollar cualquier tipo de función intelectual. A partir de los cuatro años se adiestra a los niños en ejercicios físicos e intelectuales muy ambiciosos con el fin de obtener ciudadanos sanos y excepcionalmente formados. La limpieza es uno de los preceptos de la ciudad y de la vida de los ciudadanos. El agua corre en abundancia por las calles de la ciudad que están cubiertas de madera bituminada. Stalhstadt, por el contrario, está situada al sur de Oregón, a poco más de quince millas de la costa del Pacífico. El paisaje que rodea a la ciudad es un yermo desolado de cenizas, azufre y coque. No hay vegetación, ni pájaros o insectos y el aire está totalmente contaminado de vapores sulfurosos que salen de las minas de hierro, carbón y plomo y cuya extracción y trabajo es la ocupación casi única de los habitantes de Stahlstadt. La ciudad está hecha de varios círculos concéntricos de edificaciones y fue construida con casas prefabricadas transportadas desde Chicago entre los años 1872 y 1877. El alma pensante y líder de la ciudad es el doctor Schultze, de la Universidad de Jena, que reside en la llamada Torre del Toro, en el oscuro centro de la ciudad. La torre esconde un gigantesco cañón de trescientos mil kilogramos con que el profesor Schultze quiere destruir France-Ville. El trece de septiembre de 1877 el profesor muere durante un intento de bombardeo de la ciudad enemiga y, poco tiempo después, Stalhstadt se vacía.

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Con frecuencia se ha relacionado el militarismo racista de Schultze, una suerte de antecesor de la dictadura nazi, y la figura de Adolf Hitler. (De Guía de los lugares imaginarios (Edición abreviada) Alberto Manguel y Gianni Guadaluppi. Alianza Editorial: Madrid, 2014). Standard-Island y Milliard-City (en La isla de hélice, 1895) Milliard-City es la ciudad que hay sobre Standard-Island, una isla flotante artificial. «La isla es de acero, tiene forma oval y mide siete kilómetros de longitud por cinco de anchura. Sobre ella la ciudad ocupa quinientas hectáreas y tiene diez mil habitantes, todos ellos estadounidenses, y sus edificios están construidos con armadura metálica. Verne detalla no sólo los caracteres materiales de la isla y su ciudad sino sus elementos de gestión, policía, defensa, apoyo, economía, administración, programa de viaje, reglamento y actividades artísticas. Entre estas adquiere sentido la forzada presencia de los músicos en la ciudad… Y así dan conciertos exquisitos en cualquier lugar del oceáno rodeados por su silenciosa soledad. En ruta por el Pacífico el artefacto recibe sin daño alguno una tormenta». (De La Tierra de Jules Verne. Eduardo Martínez de Pisón. Fórcola Ediciones: Madrid, 2014) Túnel Arábigo (en Veinte mil leguas de viaje submarino, 1870) Pasaje sumergido que une el mar Rojo con el Mediterráneo. Sólo se puede recorrer de sur a norte debido a la fuerza de las corrientes. La entrada se encuentra a cincuenta metros por debajo del golfo de Suez y la salida en el golfo de Tinah o Pelusa, no muy lejos de la antigua ciudad de ese mismo nombre. Según el profesor Aronnax, de París, autor de Los misterios de las profundidades del vasto mar fue el capitán Nemo el que descubrió y utilizó el túnel por primera vez. El descubrimiento lo hizo cuando observó que las especies de peces

del mar Rojo eran las mismas que pueblan el Mediterráneo, y dedujo que alguna clase de comunicación debería haber entre ambos mares. Para demostrar su teoría, capturó unos cuantos peces en el golfo de Suez, los marcó con anillos y los devolvió a las aguas del mar. Meses más tarde, cerca de las costas de Siria, halló varios de estos ejemplares marcados. (De Guía de los lugares imaginarios (Edición abreviada) Alberto Manguel y Gianni Guadaluppi. Alianza Editorial: Madrid, 2014). Montes Jules Verne (Isla de Posesión, archipiélago de Crozet, océano Índico) Macizo montañoso del norte de la isla de Posesión (situada a la misma distancia dos mil doscientos kilómetros de la costa de Madagascar que de la Antártida). Rodean este macizo en forma de herradura y de unos diez kilómetros de longitud las bahías de la Hébe y Pétit Caporal y el pequeño valle de Le Jour de Repos. La mayor altura del macizo es de 789 metros sobre el nivel del mar, una de las mayores alturas de la isla. Recibió el nombre como homenaje al escritor durante la expedición que recorrió estos pagos en el año 1962. Cráter Jules Verne (Cara oculta de la Luna) Los primeras imágenes y cartografía de la cara oculta de la Luna las proporcionó la expedición de la sonda Luna 3 (noviembre de 1959), que orbitó durante catorce días por la cara oculta de nuestro satélite. Uno de sus cráteres recibió el nombre del insigne escritor que ya especuló con estas expediciones en sus obras De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1870). El cráter se halla a 39º Latitud Sur y 147º Longitud Este del satélite. Está rodeado por otros cráteres de menor tamaño como son los cráteres Roche, Koch, Pavlov o Pauli y cercano al cráter Gagarin, algo mayor que el Verne. Tiene un diámetro aproximado de unos cuarenta kilómetros y se halla cercano a los Mares Australe e Ingenii. La región donde se haya el volcán tiene una altitud baja respecto a la altitud superficial media del satélite.

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La vida breve

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Miedo Esteban Gutiérrez Gómez

.Siendo niña descubrí que me gustaba lanzar las hojas secas al arroyo. Disfrutaba corriendo por su margen, a la par, viendo cómo zigzagueaban entre las piedras, cómo giraban sobre sí mismas en los sumideros, cómo corrían veloces por las praderas. Me gustaba pararme junto a esas hojas cuando se enganchaban con alguna raíz y ver cómo el vaivén del agua las mecía y las mecía hasta que lograban desprenderse, minutos, horas después, y volvían a ser lanzadas a la corriente. Muchas veces he pensado que yo era una de esas hojas secas, que estaba a merced de los vaivenes del agua, que mi vida había consistido precisamente en eso: en dejarme llevar. A la primera bofetada juré que nunca más dejaría que lo hiciese. Aquella mañana salí detrás de él y, cuando vi que montaba en el coche y se marchaba a patrullar, cogí el primer autobús a la ciudad. Nada más arrancar empezó la angustia, el crepitar interno y la bola comenzó a alojarse de nuevo en mi estómago. Abrí la ventanilla y el aire fresco no me ofrecía ese aroma a libertad que yo pensaba que me invadiría. Deambulé por el mercado, por las galerías, bajé a la playa y paseé por la arena. El ir y venir de las olas me llamaba. Con los ojos perdidos en toda aquella masa marina, volví a recordar aquellas hojas que tiraba al río y que eran como astillas de mi alma. La angustia me impedía respirar, y eso me hizo tomar el camino de vuelta. Él ni siquiera se enteró de que había pasado todo el día fuera. Llegó, cenó las sobras de la noche anterior y se acostó sin mirarme, sin dirigirme una palabra, sin pensar siquiera en pedirme perdón.

Luego vendrían muchas bofetadas más. Todas con su justificación. Como si fuese suficiente cualquier descuido o un posible error para quitar poco a poco la estima propia de las personas, para humillarlas, para someterlas. Y eso cuando podría existir un motivo, que la mayoría de las veces ni existía. Yo estaba allí para eso, para que él pudiese pagar conmigo sus frustraciones. Solo conmigo, porque le amaba. Cuánta cobardía. Allí todos lo sabían, allí se sabía todo. Una «gran familia», decía el coronel. Una familia unida. Una puta cárcel era aquello. Y si dentro todo era asqueroso, fuera todo era malvado. Pero él se empeñó. Tenía que hacer méritos aún a costa de vivir sin vivir. Eso era lo peor, que lo sabían y nadie movía un dedo. Tenía que soportar las miradas asquerosas de los compañeros, a los que estaba segura que habría contado las veces que me sodomizaba con violencia tirándome del pelo como si fuese un animal o cuando hacía que me vistiese como una fulana para masturbarse sobre mi cuerpo mientras me arrancaba la ropa. Todo aquello no sería humillante si no fuera porque luego fumaba un cigarrillo orgulloso de sí mismo y se ponía a roncar sin siquiera preguntarse si yo no necesitaría también quedarme satisfecha. Y, en aquella «gran familia» que vivía en aquella gran casa cuartel, mis vecinas callaban cuando se oían arrastrar los muebles o el golpear de las sillas en el suelo o mis gemidos ahogados,

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por favor, por favor, no me pegues. Hasta los niños, que en aquellas celdas de casas dejan de serlo antes que otros niños que habitan otros lugares, debían saber lo que ocurría tras la puerta del piso primero número tres. Los niños, crueles, que se reían de mis hijos porque lo que soportábamos de la puerta de entrada para adentro era para reírse. En más de una ocasión, cuando venía bebido, empuñé aquel revólver que él no guardaba nunca en el armero y que metía por las noches bajo su almohada porque, en el fondo, como todos nosotros, estaba cagado de miedo. No sé qué pensaría que iba a ocurrir. La primera vez que lo sostuve en las manos pensé que pesaba mucho más de lo que aparentaba. Esa primera vez no estaba él delante, pero, si hubiese estado, le habría matado. Busqué por todos los rincones de la habitación hasta que di con él, adosado con un imán a los hierros de la ventana, dentro de una madriguera. Sí, todavía no tenía el miedo tan metido dentro, todavía no me dominaba aquella sensación de angustia. Le hubiese matado. Luego, cuando un extraño pensamiento obsesivo de deber me hizo someterme, ya era tarde y no tenía valor. No era, como yo me decía a mí misma, que fuese por los niños, o porque lo marcase el destino. Era porque me aterraba siquiera mirarle a los ojos. Sabía que para matarle tenía que hacer eso, tenía que clavar mis ojos en los suyos para ver apagarse toda aquella ira, para verle morir. Recuerdo pocas cosas. No podía oír nada, no había luz y la pared de la ventana había desaparecido. Olía a gasoil y a carne quemada. De algún lugar procedía un humo muy espeso que difuminaba la noche. Luego, poco a poco, llegaron a mis oídos los gritos y vi mis manos llenas de cal, y cristales en mis brazos. Parecía todo más grande porque ni la cama, ni el armario, ni la cómoda, ni las sillas que había en aquella habitación, estaban allí. Intenté respirar más fuerte, intenté coger aire por la boca, aunque fuese aire putrefacto. Intenté sentirme viva. Luego, cuando me moví volcando el cuerpo sobre mi brazo, un dolor imposible de describir me hizo perder la consciencia. Cuando desperté, alguien intentaba tirar de mi mano y tenía la sensación de que mi brazo no era mi brazo. Era una

especie de globo sin músculos ni venas, que estaba como dormido. Tiraban del brazo pero no de mí. Entonces, aun con los oídos taponados por la sangre, escuché lloros y gritos, y me di cuenta de que se trataba de un atentado. Me mantuvieron sedada casi una semana antes de dejar que fuese mi propio cerebro el que lograse poner en marcha todos los mecanismos de mi cuerpo. Por entonces no recordaba nada de lo contado anteriormente. Eso vino mucho más tarde, cuando alguna ventana volvió a abrirse y entraron esos recuerdos. Nada de nada. No sabía quién era, ni mi propio nombre. Pero no puedo olvidar una extraña sensación de felicidad. De felicidad boba, un estado de placidez mental, que no sé si atribuir a los sedantes y al resto de medicamentos o a que en esos momentos, en verdad, no sabía nada de mí, no recordaba cómo era mi vida. Me fueron diciendo que los niños estaban magullados pero a salvo, que pronto los vería; y yo no sabía qué decir. Me decían que él estaba vivo, algo más grave, pero estable, en aquel mismo hospital, y les miraba sin comprender qué significaban esas palabras. Me visitaban mujeres que me hablaban con confianza, de asuntos que debería conocer, y que no podía recordar. Me besaban y yo las besaba, me deseaban una pronta recuperación y yo, sin saber entonces por qué, sentía que no tenía ninguna prisa. La primera visita de mis hijos fue lo que me hizo ver que me estaba engañando a mí misma. Sí, los reconocí. Tenían las caritas llenas de motitas granate. Los cristales me dijeron, y les acaricié las mejillas llenas de sarpullidos y el pelo negro. Cuando se fueron las enfermeras, los atraje hacia mí con el brazo sano y besé sus ojos muchas veces. No podía hablar. Al principio pensaron que se trataba de algo físico, de un destrozo auditivo por la explosión, algo relacionado con las cuerdas vocales. Pero luego, después de realizar unas pruebas, descubrieron que estaba perfectamente. Me indicaron que no me preocupase, que sería algo psicológico y que de momento no era importante. Ahora creo que era premeditado, que algo me decía en el interior que me aislase, que no reconociese, que era mejor no saber. Antes no lo pensaba así, creía que era algo natural, pero no podía comparar porque aquella realidad que intentaba apoderarse de mi cabeza no era bienvenida.


La vida breve

Esteban Gutiérrez Gómez. Miedo

Aun así, el puzzle interno del cerebro se fue componiendo y llegaron los miedos. Miles y miles de miedos. Los médicos lo atribuían al efecto psicológico, a la conmoción sufrida, pero yo empezaba a saber. Ya había pasado por aquello. Los niños venían a verme y luego iban a ver a su padre. Me contaban, sin yo preguntar nada, que estaba dormido, con un respirador metido en la boca, y cables y tubos por todo el cuerpo. Las enfermeras me decían que se trataba de un coma inducido, que no me preocupase. Me invitaban a verlo, dos plantas por encima, muévase algo mujer, que le vendrá bien para el hombro, pero negaba con la cabeza con vehemencia y no insistían. Fue el joven doctor suplente el que me dijo la verdad. Él había sufrido un politraumatismo craneal que le había ocasionado una lesión cerebral y un aplastamiento cervical. Si se recuperaba, cosa improbable, no voy a mentirla, era muy posible que no pudiese moverse del cuello hacia abajo y no estaban seguros del efecto causado sobre su función intelectual. No mostré ningún signo de comprensión de lo que me decía, pero de haberlo hecho, hubiese saltado de alegría, hubiese besado a aquel doctor tan joven y hubiese vuelto a correr por la arena de la playa.

Recibí el alta médica y me enviaron a una casa cuartel cercana al hospital. Allí estábamos todos los que teníamos familiares heridos. Me enteré entonces del número de muertos y, claro que sí, claro que los conocía, claro que conocía a todos y cada uno de ellos, pero, la verdad, no me importaban nada. Lo había soñado, porque soñando era la única manera de ser libre, de perder a veces el pavor inserto en los huesos, había soñado que pasaba aquello, que todo saltaba por los aires, que todos allí desaparecían. Que los niños y yo regresábamos de un viaje familiar, de visitar a un pariente enfermo, cuando nos encontrábamos con el cuartel hecho trizas, ni una pared en pie, todo convertido en polvo y arena. Ninguna mirada socarrona más, ningún reproche que aguantar, ninguna risa velada. Todo se había esfumado y sentía que podía respirar. Era el sueño perfecto, era el sueño de las noches de borrachera y palos, el sueño que nacía de la más absoluta desesperación. Todo acababa, no solo él, sino también su entorno que permitía esas humillaciones, que sabía lo que ocurría tras la puerta y callaba, que se reía sin disimulo de unos niños que soportaban con incomprensión unas burlas crueles. Todo acababa y yo no hacía nada. Yo no tenía que hacer nada. Sólo cerrar los ojos y soñar.

Esa misma tarde me levanté de la cama y traté de caminar, muy despacio, con ayuda de los niños y del fisioterapeuta. Me di cuenta de que tenía que equilibrarme, volver a aprender a andar, incluso a sentarme. Tenía la sensación de que mi cuerpo se inclinaba hacia un lado. Me levanté y anduve unos pasos, pero tuve que volver a la cama. Y lloré, no sé muy bien por qué, pero lloré con rabia casi todo lo que quedaba de tarde y toda la noche. Tres días después, allí estaba, frente a aquel ser. Él, el Caimán. Con la cara enorme, hinchada, respirando por un artefacto mecánico de sonido cíclico y bajo una luz blanquísima que hacía que la sábana que lo cubría pareciese un sudario de seda. Allí estaba, y no sabía qué pensar. Allí, delante de mí, inmóvil, indefenso, y no se me quitaba el miedo, no dejaba de temblar. Temía que en cualquier momento abriese los ojos y me mirase con ese brillo asqueroso y feudal. Allí estaba, sin ser él en realidad, y todavía no podía soportar su presencia.

Un mes después acabé la rehabilitación del hombro. Físicamente estaba bien. La clavícula, fracturada por tres sitios, había generado unos callos óseos que me impedían hacer ciertos movimientos sin dolor, pero contuve las lágrimas cuando el rehabilitador giraba el hombro o me hacía mover la cabeza. Quería salir lo antes posible de allí, huir lejos, muy lejos, de aquel monstruo dormido. Accedieron al fin, quizá por los niños, a dejarme marchar para el pueblo extremeño donde residía mi familia. Debería someterme a revisiones psicológicas para intentar recuperar el habla, si bien no confiaban en que volviese a pronunciar una palabra. Me comentaban casos iguales al mío, generalmente producidos en niños, pero que no habían vuelto a hablar jamás. Aun así, acepté esas revisiones y nos marchamos de allí. Aquel ser, permanecía en el mismo estado vegetativo sin ningún avance. Como era víctima de un atentado terrorista, tenía garantizados los cuidados médicos de forma permanente durante el tiempo que hiciese falta.

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Esteban Gutiérrez Gómez. Miedo

Recibí algo de dinero como indemnización, y me entregaron un sobre que contenía un ascenso de rango del Caimán y una medalla al mérito militar. Que no me preocupase de nada, que sería atendido como se merecía, que entendían perfectamente que ahora lo importante eran los pequeños. Fui a despedirme de él con los niños. Tampoco ellos lloraron al darle un beso que yo le negué. Permanecía igual de hinchado, quizá la cara más amoratada. Tenía alguna llaga en el cuerpo que las enfermeras querían enseñarme y yo no quise ver, moviendo enérgicamente la cabeza. Los niños me miraron como diciendo que qué hacíamos ya allí y yo me preguntaba cómo era posible que todavía, viéndole indefenso como le veía, un látigo helado recorriese mi espina dorsal y una bola de barro inundase mi pecho. Estaba allí mirándole y me preguntaba hasta cuándo iba a durar todo eso, cuándo se acabaría todo. Estaba mirándole de pie, frente a él, y me daban ganas de sacarle el respirador de la garganta, de apagar todos aquellos aparatos y dejar la habitación en silencio, en completo silencio. Eso era lo que me decía la cabeza, que hasta que no estuviese en completo silencio, no dejaría de abandonarme el miedo. Le hubiese escupido a la cara o incluso algo peor, pero me limité a darme la vuelta e intentar olvidarlo para siempre. A los pocos meses decidí que residiría en una ciudad al borde del mar, lo más alejada del norte, en las antípodas de aquella otra ciudad en la que hibernaba aquel monstruo. Necesitaba poder dar un paseo diario por la arena de la playa, dejándome mojar los pies día tras día. Era lo único que me hacía sentir libre. Ni se me ocurría hablar con nadie, ni volver a mirar a un hombre a los ojos, ni volver a pensar en el amor. De vez en cuando, sin saber el motivo, volvían los ataques de ansiedad y el pánico. La psiquiatra lo achacaba al atentado, pero yo sabía por qué se producían. Poco a poco parecía que se iban espaciando más en el tiempo, hasta que me olvidé de ellos. Habían pasado seis años desde la explosión. Los niños eran ya unos muchachos, pillos pero de buen corazón, que estaban encantados con su nueva tierra y con amigos con los que no tenían que convivir porque las cárceles se habían acabado. Aprendí a valerme por mí misma, a usar la boca para ayudarme. Ya no sentía nada extraño al ver un unifor-

La vida breve

me militar, nada negativo. Era una simple indiferencia. Una agradable sensación de normalidad. Disfrutaba con los anocheceres, con el runrún de las terrazas, con el olor de las flores, con el pulso de la vida de la ciudad. Disfrutaba con mi trabajo en una tintorería, con mis compras de ropa de temporada, con los chismorreos en la peluquería de cada jueves. Me costaba exteriorizarlo, quizá ni se notaba, pero empezaba a disfrutar de la vida, empezaba a pensar que todo aquello, de verdad, había acabado. Celebrábamos la graduación del pequeño. Fue una ceremonia bonita, al estilo americano, con su banda sobre el pecho y su birrete. Era un veintiséis de junio muy caluroso y el anochecer se agradecía abriendo las ventanas al mundo. Hicimos muchas fotos y las estábamos viendo en la televisión. Habían venido algunos amigos de los niños. Se reían a carcajadas de cualquier cosa con tal de reírse. Sonó el teléfono y el mayor se levantó a cogerlo. Después de las fotos, llegaban los vídeos. Ahora se reían de las minifaldas estrechas y ajustadas de las chicas, muy, muy cortitas. Yo también sonreía al ver cómo las bajaban continuamente para evitar que subiesen más arriba de las nalgas. Estaban guapísimas. Pintadas y vestidas como chicas más mayores, como muñequitas que empiezan a querer gustar, a querer jugar al amor. De nuevo las carcajadas al verlos subir al escenario del salón de actos, andando como patos en busca del diploma. Todos nos reíamos. Carcajadas sonoras, rompedoras, francas, amigables. Carcajadas de felicidad. Solo cuando nos callamos, cuando cesó el estruendo, me fijé en los ojos de cristal del niño. Me tendía el auricular del teléfono, y pude escucharle decir, con voz entrecortada y gesto serio, mamá, llaman del hospital.

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Miedo es un relato de Esteban Gutiérrez Gómez, de su libro Mi marido es un mueble, de próxima publicación en 2015 por Lupercalia Ediciones. Esteban Gutiérrez Gómez ha publicado las novelas El laberinto de Noé (2008), El colibrí blanco (2009), La enfermedad del lado izquierdo (2011) y 13.0.0.0.0 (theREVOLUTIONisNOW) (2012).


Los pescadores de perlas

Juan Romagnoli. Microrrelatos inéditos

Microrrelatos inéditos de Juan Romagnoli Disloque El hombre camina por la vereda habitual, dirigiéndose a la estación de subterráneos que lo lleva a la oficina. Se detiene en el quiosco de la esquina para comprar el diario. Continúa, desciende las escaleras, cruza los molinetes, llega al andén. En un instante imposible se ve en una discoteca, agredido por las luces cambiantes y la música estridente. En otro salto, se encuentra solo bajo un cielo estrellado, en medio del campo húmedo. Alcanza a sentir el viento frío en el rostro. Ya está en un estadio de fútbol, en medio de una multitud que hiede y grita. Los cambios se suceden caóticos, vertiginosos. Desespera al ver su andén habitual y no poder detenerse. Tampoco lo logra en el coche de carrera que avanza velozmente, ni frente al rugido y los dientes del tigre en la sabana, ni caminando apacible por el centro comercial, ni al caer en paracaídas... Hasta que, por fin, una mano lo detiene con vigor, fijándolo en su andén. El titular de esa mano vigorosa, preocupado, dice: —Disculpe usted, se trató de un pequeño error y... —se interrumpe—. Como sea, ya fue subsanado. —Pero, ¿quién es usted? ¡Qué demonios está pasando! —exclama el hombre. —No sé cómo... esto nunca debió... —balbucea el titular de la mano vigorosa—; en fin, considéreme usted un espectro o lo que quiera, y disculpe, no volverá a ocurrir, se lo aseguro —dice antes de perderse de vista. Llega el tren. El hombre sube entre los cálidos apretujones de rutina. Piensa que aún puede llegar a tiempo a la oficina y salvar la asignación por puntualidad. Durante el viaje lee el diario. Asesino Se me apareció de improviso, en un callejón oscuro. Quedé paralizado. Exigió mi billetera y, como yo no llevaba dinero encima, me apuñaló en el vientre. Fui cayendo sobre él, mientras me revolvía el puñal. Alcancé a verle, en el cuello (quizás la última imagen que vería en este mundo), una cadenita con un signo de la paz en bronce. Para rematarlo, le hundí más el puñal en el vientre y volví a girarlo. Al fin se desplomó. Lo dejé desangrándose en el piso y me llevé la cadenita. Siempre me gustó ese signo. Amor imposible Durante el día, el ángel se acerca a la playa y espía las olas para ver si aparece su amada sirena. Durante la noche, ella se sienta en la playa a esperarlo, sin quitar la vista de la luna. Su amor es imposible: pertenecen a mitologías diferentes. Cita En una olvidada versión española de Las mil y una noches aparecía citado un texto de la segunda parte del Quijote. El hecho, en apariencia imposible, no tenía explicación fuera de la mera casualidad, hasta que Jorge Luis Borges refirió la cita en el prólogo de un libro, atribuyéndola a un exégeta medieval. Comprobado que el exégeta medieval jamás existió, hoy se cree que la cita imposible fue otra broma literaria de Borges. Vistanme despacio Hoy me vestí a las apuradas para no llegar tarde a la agencia. Y pasó lo habitual en estos casos: la camisa al revés, el pantalón sin planchar (además, olvidé el cinto), las medias con el talón en el empeine, los zapatos de distinto par, la corbata equivocada. Por supuesto, no me di cuenta de nada hasta que ya fue tarde. Me pasé todo el día sorprendiéndome de mis propias opiniones de trabajo. No proferí una sola con la cual pudiera estar de acuerdo.

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Juan Romagnoli. Microrrelatos inéditos

Los pescadores de perlas

Memoria hindú Su madre le pidió que fuera a comprar el pan. Al pasar el puente, vio que una chica se estaba ahogando en el río. La salvó y se quedaron charlando junto a un árbol. Le daba pena y era tan bella que, cuando caía el sol, la acompañó hasta su casa, en un pueblo vecino. Los padres de la chica estaban muy agradecidos; lo invitaron a cenar. Ella se llamaba Lili y se enamoraron perdidamente. Pronto quedó embarazada. Tuvieron tres hijos, una hipoteca y una camioneta vieja, en la que iba a trabajar todas las mañanas a la fábrica. Llegó a supervisor de planta antes de que sus hijos entraran en secundaria. Fueron muy felices, hasta que una enfermedad caprichosa se llevó a su Lili, y con ella, la mitad de su alma. Pero siguió adelante por sus hijos. El varón del medio fue el primero en casarse, y con el tiempo, los tres le dieron un total de once nietos. Cierta mañana se encontró en una calle de tierra, desconocida. Decidió seguirla, por ver a dónde llevaba. Caminó largo rato hasta llegar a un puente. A medida que avanzaba, fue recordando su casa de infancia y a su madre preparando el almuerzo en la cocina. A su derecha todavía estaba la panadería. Se detuvo y compró unos miñones, a modo de juego con sus recuerdos. Llegó a la casa y ahí estaba su madre, preguntándose por qué demoraba. Dejó el pan y se fue a jugar con sus amigos. En el pueblo, todos hablaban de una chica ahogada en el río. Acrobacia El trapecista, allá en lo más alto, hace una reverencia a ese público que no ha dejado de vitorearlo y se alista para su destreza de cierre. Los tamboriles redoblan. El clima se tensa. Al momento del salto, la respiración del público se contiene. Con los brazos y los ojos abiertos, el trapecista parece volar. Es su momento sublime. Quince metros más abajo, el cuerpo impacta contra el piso de concreto de la pista: Coyunturas dislocadas, huesos rotos, sangre por doquier. El público queda azorado. Un médico corre a constatar aquello que todos sospechan. Segundos después, con gesto austero, lo confirma. La multitud estalla en aplausos. Variaciones detectivescas I No sin asombro, me vi involucrado en la trama. Los indicios, uno tras otro, fueron apuntando hacia mí, hasta convertirme en el único sospechoso. Lamenté haber inventado un detective infalible. II El asesino se sentía acosado por el tenaz detective. Para ganar tiempo, desordenó las páginas de la novela. III Todo parecía indicar que el asesino quedaría libre por falta de pruebas. En el capítulo final se burló de mi impericia para crear buenos detectives. «Pero el escritor soy yo», le dije ofendido, y regresé a plantar pruebas incriminatorias en varios capítulos. IV Aquel autor ansiaba escribir largas novelas policiales, pero había creado un detective tan eficiente que sus intrigas nunca pasaban de microficciones. V El famoso escritor de intrigas policiales murió poco antes de terminar su última novela. El asesino quedó impune.

Juan Romagnoli. Nació en La Plata, Argentina, en 1962 y se crió en Mendoza. Reside en Buenos Aires. Sus microrrelatos, en Universos Ínfimos (Tres Fronteras Ediciones: Murcia, 2009), reeditado por Macedonia (Morón, 2011). #ElSueñodelaMariposa (Macedonia, Morón, 2013). Reúne textos en formato twitter de su cuenta @jromagnoli


La voz humana

Ruth Vilar. Prohibido leer teatro

Prohibido leer teatro Ruth Vilar

.Dramatis personae: LECTOR, CENSOR LITERARIO y CENSOR TEATRAL, TRES DRAMATURGOS JAMÁS REPRESENTADOS. El LECTOR ocupa un asiento altísimo – una especie de sillón de orejas con patas semejantes a las de una silla de juez de tenis– y, sencillamente, lee. No debe interpretar que lee, sino hacerlo de veras. Cuando alguien lee, convoca a su alrededor una atmósfera distinta, un silencio y un misterio, eco de cuanto sucede entre el LECTOR y las páginas; esa aura no se puede remedar. El LECTOR toma el volumen que corona la pila de libros que crece a su derecha y que se eleva hasta su propia altura; luego, concluida su lectura, lo deposita encima de otra pila, gemela de la primera, que se eleva a su izquierda. Maniobra con delicadeza para no desbaratar el equilibrio en el que ambas se mantienen. Este LECTOR, como cualquier otro, deja vagar a ratos la mirada por el horizonte para así deleitarse en una idea, en una imagen, en una palabra; también se ríe, resopla o murmura entre dientes a media lectura; y asiente entusiasta o niega con vehemencia. Nuestro LECTOR dialoga –ora calladamente, ora a voz en cuello– con el libro que se trae entre manos. Entran los CENSORES, uniformados y

simétricos, Dupont y Dupond de la cultura commeilfaut. El CENSOR TEATRAL lleva una gran lupa; el CENSOR LITERARIO, una minúscula libreta. Cada CENSOR se hace cargo de una columna y procede a inspeccionar los lomos de los ejemplares apilados, empezando por los de más abajo. Como los dos son bajitos y cortos de vista, pronto les quedan los títulos demasiado arriba para distinguirlos. Sacuden la cabeza, reprobadores. CENSOR LITERARIO: ¡Qué decadencia! CENSOR TEATRAL: ¡Qué desvergüenza! CENSOR L.: ¡Qué ruina de las letras! CENSOR T.: ¡Qué atropello de las tablas! CENSOR L. y T.: ¡Está leyendo teatro! CENSOR L.: Tan inocente que parecía, ahí en lo alto, como un gorrioncillo… CENSOR T.: No hay lector inocente. ¿Qué se le habría perdido, si no, entre tanta tinta? CENSOR L.: ¡Ya estamos! De ser por ti, ardían todos los libros. CENSOR T.: ¿Qué falta hacen, habiendo escenarios? Quien quiera historias, que se vaya a buscarlas al teatro. CENSOR L.: Si es que quiere teatro… ¿Y si quiere leer? CENSOR T.: Si tanto le apetece pasear los ojillos por los renglones, que lea cosas aptas para ser leídas.

CENSOR L.: Obras literarias. Novela, ensayo, poesía, cuento, miscelánea, cómic –si no queda más remedio–,… CENSOR T.: O no. O manuales de instrucciones. O prospectos médicos. O el reverso de las cajas de galletas. Que lea lo que se le antoje, pero… CENSOR L. y T.: ¡Que no lea teatro! CENSOR T.: ¡El teatro no se lee! CENSOR L.: Es que tampoco se entiende…Yo no saco nada en claro de eso de «Ser o no ser». ¿Qué significa? ¿Ser qué? ¿Ser quién? ¿Ser cuándo y dónde? ¿Por qué ser? ¿Por qué no ser? ¿Cómo va uno a escoger sino sabe de qué le están hablando? Se echa de menos un narrador omnisciente. Alguien omnisciente siempre lo saca a uno de un apuro. CENSOR T.: ¡Qué vas a entender tú! El teatro está escrito para sus iniciados. Es un criptograma, un jeroglífico. Un lectorcillo es incapaz de descifrarlo. Sólo un hombre de teatro puede convertirlo en materia viva inteligible. CENSOR L.: Pues éste tiene un aire como de estar entendiéndolo. Igual no es un lector… CENSOR T.:(Al LECTOR, haciendo altavoz con las manos.) ¿Es usted un hombre de teatro? (El LECTOR, absorto, no lo oye.)¡Usted, el del libro, escuche! (El LECTOR permanece inmutable.)¡Está en Babia!

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CENSOR L.:(Perspicaz.)Igual es el mismísimo director del teatro nacional de Babia. CENSOR T.: Igual de tanto leer, se te han secado los sesos; o igual tienes el día filantrópico. ¡Me importa un bledo! Ni tú ni un deus ex machina o libraréis del puro que se ha ganado a pulso. CENSOR L.:(Concediendo.) Las mismas leyes no escritas de la cultura que rigen aquí, bien regirán en Babia… CENSOR T.: El reglamento tácito es universal… CENSOR L.: …y el desconocimiento no exime de su cumplimiento. CENSOR L. y T.: ¡Queda categóricamente prohibido leer teatro! CENSOR L.: La prohibición es tajante… CENSOR T.: ...y su infracción,(Echa un vistazo al LECTOR.) flagrante.(Vuelven a prestar atención a las columnas de libros.)¿Hasta dónde has revisado? CENSOR L.: Hasta el metro ochenta. (El CENSOR T. lo mira con escepticismo burlón.) Yo mido metro ochenta. ¿Hasta dónde has llegado tú? CENSOR T.: Hasta los dos metros veinte. (El CENSOR T. le devuelve la mirada.) Me he puesto de puntillas. ¿Todo teatro? CENSOR L.: Sin excepción, me parece. CENSOR T.: Como aquí. CENSOR L.: Este atestado se nos va a comer la jornada entera. Y a mí me revuelve las tripas copiar semejantes nombres. CENSOR T.: Copiarlos es tarea tuya, lo mío es declamarlos. ¿Listo? CENSOR L.:(Lastimero, empuñando el lápiz.) Se merece un castigo ejemplar. CENSOR T.:(Se aclara la voz. Se regocija y canturrea:) ¡Le va a caer la pena del talión! CENSOR L.: Listo. CENSOR T.:(Dicta los autores empezando por el extremo inferior de la pila de los ya leídos. Va ascendiendo.) Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Menandro. CENSOR L.: Eso no es teatro. Es cultura clásica.(Apocado.) ¿Tú ves aquí un indicio de delito?

Collage de Pepa Pertejo ©

CENSOR T.: ¡Teatro, digo! Por más que esté en griego. Esquilo, Sófocles,… CENSOR L.:(Copia los nombres.)…Eurípides, Aristófanes, Menandro. CENSOR T.: Plauto, Terencio, Séneca. (Corta de raíz la tímida protesta del CENSOR L.)Por más que esté en latín. CENSOR L.: ¿Quiénes siguen? CENSOR T.: Diversos autores, en su mayoría anónimos. CENSOR L.: Esos mejor no los apunto, que no prueban nada… La literatura entera tiene diversos autores, renombrados o anónimos. CENSOR T.: Autos sacramentales, misterios y milagros. CENSOR L.:(Copia los nombres.)Diversos… anónimos. ¿Quiénes siguen? CENSOR T.: Maquiavelo. Ruzante. Marlowe, Kyd, Shakespeare. Shakespeare. Shakespeare. Shakespeare. Shakespeare. (Al CENSOR L., que copia al pie de la letra, le cuesta trabajo mantener el ritmo.)Molière, Racine. Lope de Rueda, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca. Cervantes. CENSOR L.: ¿Cervantes? CENSOR T.: Cervantes. CENSOR L.: ¡Protesto! CENSOR T.: El cerco de Numancia, La

gran sultana, los entremeses… CENSOR L.: ¡Cervantes, Cervantes! ¡Calla, por piedad, o ahora mismo me meso los cabellos! CENSOR T.: Déjate de aspavientos. ¿Qué te compunge? En dramaturgias se metió él solito. Mejor para el teatro. CENSOR L.: ¡Pero si era escritor! CENSOR T.: En la cuestión que nos ocupa,dramaturgo. CENSOR L.: ¡Escritor! CENSOR T.: ¡Dramaturgo! El LECTOR chista reclamando silencio. Ambos CENSORES se moderan, avergonzados. Siguen discutiendo sin levantar la voz. CENSOR L.: Escritor. CENSOR T.: Dramaturgo. Como Goldoni, Goethe, Schiller,Lessing. CENSOR L.:(Insidioso.)Cuando invocasa Goethe. ¿no te estarás refiriendo a su Fausto? CENSOR T.: Al mismo que viste y calza. CENSOR L.:¡Ja! Fausto NO es teatro. No en esencia. Goethe no escribió la obra para que la representasen, sino para que la leyeran. CENSOR T.: ¡Qué excusa tan manida! Que si closet dramas, que si dramas-degabinete, que si teatro-para-leer… ¡Injertos y adefesios! ¡Pamplinas, digo! Si


La voz humana

parece teatro, con sus personajes, sus escenas, su catarsis y su telón final, ¿qué narices es? ¿Verde y con asas? (El CENSOR L. rehúsa responder. El CENSOR T. insiste.) ¿Verde y con asas? CENSOR L.: Alcarraza. CENSOR T.: Alcarraza. Goethe. CENSOR L.: Pero la intención del autor… CENSOR T.:(Acusador.)¡Tú lo has leído! CENSOR L.:(Encogiéndose de hombros, reacio a reconocerlo abiertamente.)Psss. Goethe era un señor muy serio. Si él declaraba que consideraba literatura su Fausto, su testimonio debería bastarnos. CENSOR T.:(Escarneciéndolo.) Si él lo decía…¡Menuda excepción perentoria! No constituye ni un triste vacío legal. ¿Quién se creía Goethe para decidir que su obra dramática sí podía ser leída? ¿Qué sabía él de la naturaleza del texto teatral? ¿Qué saben los autorzuelos de tres al cuarto? ¿Qué saben los lectores testarudos? ¿Qué sabes tú? CENSOR L.: Poco. CENSOR T.: Nada. CENSOR L.:(Contrito.) Nada. ¿Goethe? CENSOR T.: Goethe. Victor Hugo. Büchner. Zorrilla. Pushkin, Gogol. Y álzame, que ya no llego. (El CENSOR L. se presta a que el CENSOR T. se le suba a hombros. Se mueven con tanta naturalidad como les permita su torpeza burocrática, se diríaque llevasen media vida haciéndolo –y aún lo hiciesen mal–. Se aproximan a la columna de libros y prosiguen con su labor.)Ibsen, Strindberg. Chéjov. Maeterlink.Wedekind. Wilde. Benavente, Valle-Inclán. CENSOR L.:(Entredientes.) Literatura. CENSOR T.: Jarry. (Le entra un vigoroso ataque de risa.) CENSOR L.: Estate quieto. Las carcajadas del CENSOR T. menoscaban el equilibrio del CENSOR L. y lo obligan a desplazarse en espiral por el escenario. A duras penas esquiva al LECTOR y sus torres de papel. Todo –CENSORES, LECTOR y libros– amenaza con derrumbarse en un instante. Inopinadamente, se sostiene. CENSOR T.:(El ataque de risa no ceja.)

Ruth Vilar. Prohibido leer teatro

¡Mierdra, mierdra y mierdra! CENSOR L.: ¡Eso digo yo! ¡Hasta aquí podíamos llegar! (El CENSOR L. se quita de encima bruscamente al CENSOR T., que sigue riéndose a pesar del porrazo.) ¿Qué tiene tanta gracia? CENSOR T.: Ubú. CENSOR L.: ¿Quién es ése y por qué yo no lo conozco? CENSOR T.: Porque vive en el teatro. CENSOR L.:(Vengativo, refiriéndose al LECTOR.) Detengámoslo de una vez, ¡no tiene ningún derecho a leer eso! CENSOR T.: Todavía te falta apuntar a Lorca, Brecht, Pirandello, Ionesco, Sartre, Genet, Beckett, Camus, Williams, Miller, O’Neill, Albee… CENSOR L.:(Cada nuevo dramaturgo se le clava en el cuerpo como un alfiler de vudú.) ¿No acabarás? CENSOR T.: Buero Vallejo, Müller, Pinter y Bernhard. CENSOR L.:(Completa la lista con cajas destempladas. Le ofrece los hombros al CENSOR T.) Pues ya estás subiendo y leyéndole sus derechos, que a éste se le ha acabado el libertinaje. CENSOR T.: ¡Todavía no! ¡Le queda más de medio siglo! ¡Teatro airado, documental, radical! ¡Teatro fragmentado, híbrido, posdramático! ¡Contemporáneos ya un dramaturgas! ¡Agravantes, agravantes, agravantes! Es mejor que esperemos acechantes hasta que se los haya leído todos.¡Ya veo la cadena perpetua cerniéndose sobre su cabeza! CENSOR L.: ¿Es… mejor? CENSOR T.: ¡Mejor que mejor! CENSOR L.:(Señala la torre de los libros sin leer.) ¿Hasta que no quede ni uno? CENSOR T.: ¡Un plan perfecto, lo sé! Tú siéntate aquí, en el peldaño más bajo, que mientras yo te deleito con una selección de piezas dramáticas. ¡Te vas a enterar de lo que son matices y fuerza expresiva! Literatura, bah… El CENSOR L.,dubitativo pero dócil, obedece. El CENSOR T., tras asegurarse de que su compañero está debidamente acomodado,

prorrumpe en voces apasionadas: interpreta un batiburrillo de La Orestíada, La vida es sueño, Fedra, Los bandidos, La señorita Julia, Trágico a la fuerza, Martes de Carnaval, Los días felices, y muchos más. A media fantochada, entran los TRES DRAMATURGOS JAMÁS REPRESENTADOS. Traen sendos libros. Contemplan con infinita gratitud al LECTOR y con justificados recelos a los CENSORES. Ni el CENSOR L., sentado de espaldas a ellos, ni mucho menos el CENSOR T., embebecido con su propio histrionismo, se percatan de su presencia. Sin virtuosismo ni melindres, como si ya lo tuviesen por costumbre, los DRAMATURGOS deslizan sus respectivos volúmenes bajo la pila pendiente de lectura. Luego se despiden del LECTOR con alguno de esos gestos sencillos que intercambia la gente que se conoce bien. El LECTOR alza la vista de la página, corresponde a su saludo y retoma la lectura. Los DRAMATURGOS salen –ojalá que de vuelta a sus escritorios–. El LECTOR y los CENSORES continúan con sus quehaceres, quién sabe si eternamente. OSCURO. NOTA DE LA AUTORA: Prohibido leer teatro, en cuanto pieza dramática, no puede ser leída. A los infractores se les impondrán sanciones severas. Por otra parte, las exigencias materiales que la obra plantea –abundantes libros apilados en dos columnas que deberán mantenerse en equilibrio mientras: a) los CENSORES en torre humana se pasean alrededor de la una, y b) los DRAMATURGOS, gente tradicionalmente inepta para los malabarismos, introducen sus volúmenes al pie de la otra– desaconsejan su puesta en escena. Así pues, Prohibido leer teatro es un texto teatral que simple y llanamente no existe.

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Ruth Vilar. Escritora, actriz y directora teatral. Miembro de la compañía Cos de Lletra (www. cosdelletra.blogspot.com) y autora del blog literario Las uñas negras (www.prospeccionespertejo.blogspot.com).

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Los hampones de la literatura Miguel Ángel del Arco

.Así se titula un librito de 1904, escrito por un tal Chiquiznaque, que señalaba imposturas, denunciaba falsos prestigios y vapuleaba a autores ya consagrados entonces como Azorín, Machado, Baroja, Maeztu, Juan Ramón Jiménez, Mariano de Cavia o Julio Camba. ¿Sería posible hoy algo semejante? En Los hampones de la literatura hay descalificaciones y denuncias, osadía y mala leche cultural. Se llama hampones a los escritores, a alguno se le dice que es «autor de jueguecitos florales», a otro «miope de inteligencia», y se reparten epítetos como sinvergüenza, inconsecuente, desdichado, golfo o gorrón. Un ejemplo, la descripción que se dedica a Azorín: «Es la imbecilidad ensamblada con la memez». Un hampón es para la RAE un valentón, alguien bravo, pero también un maleante y un haragán. Y si la docta y tres veces centenaria casa le saca los sinónimos, el tipo en cuestión resulta ser asimismo un delincuente y un malhechor, además de matón, golfo, perdonavidas y bravucón. ¿Hay gente así en las letras españolas? ¿Hay escritores que hayan hecho méritos, o los estén haciendo en su afán diario, para ser tildados de hampones? Es decir, que junten en sí mismos personalidad de bravucones por encima de sus capacidades y talentos artísticos. Y en caso afirmativo, donde se encontrarían con mayor facilidad: ¿entre los más leídos? ¿entre los que están o los que acaban en la Academia? ¿entre quienes dominan los resortes del mercado de modo que son reconocidos y envidiados? ¿O por el contrario es cualidad más propia de escritores emergentes y aspirantes a la gloria, o incluso de los que no logran publicar o lo hacen sin que nadie les presta atención alguna? Si hampones son los primeros es probable que se dediquen a conspirar para mantener posiciones y privilegios. Si

lo son los segundos, entonces se notará un componente de envidia y deseo de matar al padre y ocupar su plaza. Puede que intriguen para ascender. Es posible que haya quien señale con el dedo a un presunto hampón del segundo grupo, pero eso no tiene mérito. Sí lo tiene identificar y señalar a quien está cómodamente instalado en la primera división y adopta actitudes miserables. Aunque lo más seguro es que nadie se atreva a hacerlo. Pero que ningún crítico, periodista, bloguero o profesor se atreva a confeccionar la lista de hampones de hoy no quiere decir que no los haya. Probablemente algún lector enterado de los tejemanejes de la cultura española tenga en mente más de un nombre. Acaso ha tenido noticia reciente de algunos escándalos de plagios, ha oído de ciertos amaños en la consecución de un premio literario, tiene observada la existencia de grupos que conforman mafias y mafietas capaces de acaparar galardones, presencias en tertulias, colaboraciones y conferencias... ¿No es eso hamponismo? Pero eso queda para las comidillas de sobremesa, para las trastiendas de las presentaciones y eventos culturales. Es dudoso que alguien quiera convertirse en cazador de hampones, difícil que un crítico se atreva a delimitar los falsos y verdaderos talentos, imposible que un autor desenmascare a un colega. Hace cien años sí se atrevieron. Este librito del que nos ocupamos, tan provocador como incendiario, apareció en 1904. Declaraba en su prólogo que pretendía hacer justicia, denunciar falsos prestigios y destapar impostores; quería constituirse en un pendón de guerra para fustigar a los hampones de la literatura, fueran literatos más emergentes o consagrados. Se vendía a sesenta céntimos y a los libreros se lo quitaban de las manos. Quien escribió tal libelo


Miguel Ángel del Arco. Los hampones de la literatura

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Miguel Ángel del Arco es periodista y profesor de periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid. Ha sido reportero y redactor jefe de Cultura en los semanarios Tiempo y La Clave. Es autor de la novela El crimen de Julián el Guiñote, de los blogs Visióndeconjunto, Un cuento real y Crónicaynegra. Coautor del libro de cuentos Muelles de Madrid. Se doctoró con la tesis Periodismo y bohemia (alrededor de 1900). Los bohemios en la prensa del Madrid absurdo, brillante y hambriento de fin de siglo.

se escondió bajo el seudónimo Chiquiznaque y aún hoy no queda clara la identidad del autor o de los autores de Los hampones de la literatura. Libelo significa librillo y es un escrito breve donde se denigra o infama a alguien o algo. Este levantó ampollas y fue no solo leído, sino bebido, en tertulias y ateneos. Hoy se puede consultar en la Biblioteca Nacional. En apenas treinta páginas sacudía el polvo a escritores tan conocidos, entonces y hoy, como Unamuno, Galdós, Azorín o los hermanos Machado. Y lo hacía con un lenguaje ingenioso y faltón, pero bien informado. No es raro ni el atrevimiento ni la riqueza lingüística del librito, ya que en aquellos principios del siglo XX había mucho talento en las calles, en los cafés, en los periódicos y en la Corte de los Milagros que era la madrileña Puerta del Sol, como la bautizó Baroja. Había competencia e ingenio para faltar, para describir o para calificar. Las diferencias personales o estéticas se resolvían o con un duelo o con un cruce de improperios. En el primero, ganaba el más hábil o el más bruto o el que más suerte tenía; en el segundo, el que juntaba información valiosa o el de mejor verbo. Las tertulias duraban hasta la madrugada por el afán de polemizar y de saber, también porque nadie se atrevía a ausentarse el primero: era seguro que hablarían, y mal, en cuanto saliera por la puerta. Así que aguantaban. Por la Puerta del Sol pasaban todos los letraheridos de principios de siglo para buscarse la vida o para exhibirse. Era el epicentro político-social-literario-periodístico de la capital y de España, con sus corrillos, sus voceadores de periódicos y de novelas, sus filósofos cínicos, sus pícaros y sus desocupados. Rafael Cansinos Assens cuenta en La novela

de un literato que el autor de éxito no podía dejar de acudir allí porque sabía que, paseándose por ese kilómetro cero, le iban a llover elogios y palmaditas. Y tachaba de hampones de la literatura a todos los que, harapientos y muertos de hambre, perseguían a los triunfadores para pedirles unas monedas para un café y una media tostada a cambio de alabanzas y sonrisas. O les solicitaban ejemplares dedicados, como rendidos admiradores, para enseguida venderlos en las librerías de viejo. Pero para el autor o autores del librito en cuestión había hampones tanto entre quienes dedicaban ejemplares como entre quienes solicitaban dedicatorias. Chiquiznaque, el seudónimo elegido para ocultarse, es el nombre de un rufián que aparece en la cervantina Novela de Rinconete y Cortadillo y aquí se erige en «bandera de la rebeldía para fustigar a los hampones de la Literatura». No se libra el periodismo de sus dardos envenenados, porque en su declaración de intenciones flagelaba a las almas mediocres y melindres: «Quizás cuando estas páginas salgan impresas a la calle, la Prensa, esa gran alcahueta, crea que esta es una cuestión de subsistencias, y ponga en su editorial: ‘La mala leche de Madrid’. El público, el verdadero público, la clase neutra de los hombres cultos, nos juzgará. Para los imbéciles, para las multitudes que ríen con ‘El Rey del valor’ y lloran con ‘Mancha que limpia’ sentimos un desdén profundo y misericordioso». Señalaba en ese menosprecio la obra del primer Nobel español, José Echegaray, quien evidentemente es objeto de sus dardos. El inventario de los fustigados por Chiquiznaque es largo y probablemente esté lleno de filias y de fobias, pero todos son figuras en ciernes de la literatura y el periodismo. No le dolían prendas al autor de tan temerario panfleto

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para combinar, a veces con muy mala idea, lo personal con lo profesional, las características físicas o familiares, con el talento. Mezclaba el ingenio, el sarcasmo y las retorcidas intenciones. Las sospechas de plagio, la impostura, la falta de ideas, la simpleza de los argumentos, fueron los goznes sobre los que giraron sus denuncias y descalificaciones. Merece la pena traer aquí a algunos de los nombres vapuleados porque representaron el ambiente, la estética y las miserias y esplendores de aquel principio de siglo deprimido en lo político y lo social y bullicioso en lo literario. De Emilia Pardo Bazán escribe: «Es una gran protectora de sus paisanos. El número de gallegos que albergó bajo su techo no puede calcularse…» Y añade que «Tiene dos hijas, pero no tiene marido. Buenas gentes afirman que lo tuvo a mediados del siglo pasado. Ha escrito mucho sobre el amor, y últimamente hace la vida de una santa». Azorín queda malparado porque tras llamarlo memo e imbécil, se pregunta: «¿Por qué misteriosa concatenación de ideas el que lee a Martínez Ruiz piensa en Dickens, en Kipling, en Mark Twain?». El bohemio Alejandro Sawa, quien inspira a Valle Inclán para su Max Estrella de Luces de Bohemia, era un personaje conocido y considerado en aquellos años, aunque no tanto para este libelo: «No se laba (sic) la frente desde que Víctor Hugo le dio un beso en ella. Nosotros sabemos que tampoco se laba los Roberto Castrovido pies ¡ni aún para escribir, cochino!… tiene muchos perros pero no posee ni una sola perra». El periodista Mariano de Cavia era una celebridad, probablemente el de más prestigio. Pues de él escribe: «Cuando no está curda es el ser más imbécil de la tierra... Adora la belleza de los efebos y dice como Cristo: ¡dejad que los niños se acerquen a mí!….Es un gran filósofo y maneja la lengua con un arte extraordinario…Le dio un beso a Villaespesa y Villaespesa se lavó enseguida, ni Villaespesa es Sawa, ni Cavia tiene cosa alguna que ver con Víctor Hugo». De Antonio Machado: «Su alma es un corredor sombrío iluminado en el fondo. ¡Siempre a dos velas! Cultiva el mismo género que su hermano, pero viste bastante peor…Tiene un chaquet que le ha regalado de lástima la viuda de Verlaine y usa las botas con que Cornuti ha venido andando desde París a Madrid». Tampoco Unamuno se sale de rositas: «Unumunamonos todos. Que nuestras fuerzas sean una

sola: plenitud de plenitudes y todo plenitud. ¿Qué le parece a usted estos jueguecitos florales de palabras? Y aun dirá usted que estamos mudos». Apuesta directamente por el poeta Francisco Villaespesa como «la única figura literaria de este siglo. Ha dicho y hecho muchas tonterías; ha plagiado a los americanos, crió a sus pechos a R. Jiménez, para desplumarlo más tarde, pero con todo ha hecho algunos versos capaces de elevarle a tres codos sobre el nivel de Dante. Después de una larga ausencia ha vuelto a Madrid, el poco dinero que ha traído se los comerán en dos días Machado, Bargiela, Camba y algún otro». Con el periodista Julio Camba emplea directamente el insulto: «Para conocer su fiereza de anarquista convencido hay que verlo comer un cubierto de peseta en el restaurante Imperial. El pan que le sobra, se lo mete en el bolsillo… Es un carácter. Un carácter de sinvergüenza que no tiene fin». El desprecio por Echegaray queda demostrado en apenas cinco líneas: «Es un ingeniero para los literatos y es un literato para los ingenieros». De Silverio Lanza escribe: «Azorín y Baroja nos han asegurado que es un genio. La gente no lo comprende, solo lo han comprendido Azorín y Baroja. Por lo demás, vive en Getafe». Es cruel y no le preocupa entrar en el escarnio. De Manuel Bueno: «Bueno es Manolo, bueno, bueno por todas partes de sandeces lleno. Su prosa detestable nos apesta». Ni le importa tirar de ripio si se trata de zaherir. Sobre Ramón Pérez de Ayala: «Hace una prosa muy mala / el señor Pérez de Ayala. / Ya con La paz del sendero/ demostró ser majadero». Por su guadaña pasan grandes y pequeños. Ramiro de Maeztu: «Ha sido una Estrella fugaz en el cielo de nuestra literatura. Pasó. Él lo sabe, y para vengarse se come el papel impreso y vierte tonterías de impotente sobre el papel blanco». De los Álvarez Quintero dice que son «Los hermanos siameses de la literatura, tienen dos bocas y un solo estómago». Hay humor negro, descalificaciones personales y críticas discutibles. O no tenía nada que perder, o se lo podía permitir o era un osado iluminado. Afirma de Pío Baroja que, « afortunadamente nadie lo lee ya. Morirá de una pulmonía». Julio Burell era periodistas brillante autor de uno de los artículos más leídos y citados, Cristo en Fornos, luego minis-


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tro... Bien, en el librito se dice que: «Ha convencido a Gas- e independiente. Y quien para él cumple semejante perfil set de que es un genio, pero nada más que a Gasset. Tiene es el periodista Roberto Castrovido. Coincide con él otro los muebles a nombre de la criada, según malas lenguas los buen estudioso del fin de siglo, como Víctor Fuentes. Casdirectores del El Imparcial y El Gráfico lo llaman el brillante trovido fue nombrado en 1903 director de El País y de la escritor». revista Vida Nueva, donde escribieron buena parte de los Son ochenta y cuatro semblanzas de distinta duración, miembros de la generación del 98. Republicano, exiliado algunas unas líneas otras un párrafo, todas destilando bilis. en México tras la guerra civil. En el libro aparece también Un particular canon a la contra, con lo que habría que testar retratado: «lo mismo hace un artículo de fondo, que un quien no está en tan ácida lista. Juicios ad hominen tras cada telegrama de Fabra, que una decena de fajas con muy buenombre y cosecha de adjetivos nada piadosos. na letra. Él es quien ha concatenado en El País a una porJuan Ramón Jiménez tampoco es santo de su devoción, « ción de golfos que no comían.. y que siguen sin comer», en para muchos es un simple neurasténico. Para mi es un sim- referencia a los bohemios a quienes abrió las puertas del ple… simplemente». Ni Blasco Ibáñez, el autor español de periódico republicano. más éxito entonces: « Explota a El PuePara Javier Barreiro, que tiene bien blo de Valencia y traduce chabacanaestudiados a los personajes y los paisajes mente a Zola. Es diputado por sport. Por de esa época, tras Chiquiznaque está José sport se llenó de mierda en el ayuntaIribarne, poeta, libelista y bohemio que miento de Valencia… Es un sportman». se hacía llamar en las tertulias de aquel Tampoco Benito Pérez Galdós: «Tiene Madrid pintoresco, Zaratustra. Un ser un perro que se llama secretario. Su seindependiente que no escribía en los cretario se llama Ángel Guerra. Ha esperiódicos, sino en las hojas escandalotablecido su mercería literaria en Paseo sas que lanzaba, que además ilustraba de Areneros, donde trabaja como un él mismo con caricaturas de personajes buen mercachifle doce horas al día». de actualidad. Irónico, rodeado de una Una abundante cosecha de descripcorte de bohemios que lo admiraban, le ciones, interpretaciones, maldades e encantaba meterse con los consagrados, insultos floridos. Un aleatorio reparto buscarles motes, desenmascararlos. Bade adjetivos, odios, desprecios y algún rreiro afirma que Cansinos viene a decir contado aplauso. Todo un muestrario en La novela de un literato que Chiquiznade impertinencias. El resultado fue un que es Zaratustra. Pero no lo dice. divertimento con mucha mala leche, El autor de Los hampones de la literaNovela que recrea la persona de Iribarne una denuncia, la jugarreta de un destrotura hizo un ejercicio refinado nada cayer o la de un mal nacido. O acaso fue sual y muy justiciero. Su intención ya la una bocanada de viento fresco. dejó clara en el prólogo: rebeldía para desenmascarar imLo cierto es que el autor conoce bien la materia de la que posturas, para fustigar a los complacientes. Y para no dejar habla, más allá de los insultos en ocasiones mezquinos. Ello títere con cabeza. Como colofón, en la penúltima página, hace suponer que fue alguien muy introducido en el mundo la treinta y dos, avisaba de que algunas de las semblanzas literario y periodístico del Madrid de entre siglos. ¿Hampón no eran suyas. Las marcadas con asterisco y aclaraba: «las también? Los estudiosos del Modernismo y de la bohemia hemos robado», para añadir: «esta es una declaración que no se ponen de acuerdo a la hora de mostrar su identidad. nos honra». Él mismo parece contribuir a la confusión al hablar en el La pregunta tal vez no sea si hay hoy hampones en la liteprólogo de «tres enamorados de la verdad y del arte» como ratura española de hoy, la cuestión es si hace falta un Chiquizlos autores. naque que se atreva a remover sus previsibles y planas aguas. Una tesis señala a un prestigioso periodista, otra a un El mismo Chiquiznaque, es decir, posiblemente Roberto poeta bohemio aficionado a los libelos. Castrovido, o puede que José Iribarne, publicó más tarde, Para José Esteban, el escritor y editor que más sabe de en 1907, otro librito de parecido estilo e intención, Los hambohemia y bohemios, el autor que se escondía bajo el nom- pones de la política. También se puede consultar en la Bibliobre de Chiquiznaque, quien repartía mandobles sobre tan- teca Nacional. Si se hiciera hoy no es exagerado afirmar que to hombre de letras, debía ser alguien informado, atrevido llenaría varios tomos.

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Kaddish por un lenguaje no nacido Texto y fotografías de Álex Chico ©

.Releo las notas que tomé durante mi viaje a Polonia en el verano de 2013. Están recogidas en uno de los diarios de viaje, el decimoquinto, dedicado casi íntegramente a diferentes ciudades polacas. Varsovia, sobre todo. También Cracovia, Poznań o Wrocław. Busco las páginas que hacen referencia a mi visita a Auschwitz, pero no encuentro más que una frase tomada poco antes de regresar a Cracovia. Una frase escueta, informativa, testimonial, garabateada en el trayecto de vuelta en autobús. Días más tarde, cuando ya había dejado Polonia y me encontraba en Berlín, estuve escribiendo bastante rato en una terraza del barrio de Prenzlauer Berg. Notas tomadas a modo de síntesis, de resumen. Una de ellas dice: «El primer día de agosto, miércoles, estuve en Auschwitz, pero de eso ya hablaré más adelante». Sin embargo, por más que he revisado aquellas notas y los diarios inmediatamente posteriores, nunca hablé de Auschwitz. Ni los días que siguieron a mi visita, aquella mañana de agosto, ni más tarde. La historia se quedó en suspenso, postergada. Como si formara parte de un recuerdo intraducible. Era una historia real que no encontraba las palabras justas para traerla de vuelta. Tal vez esa haya sido la lección más importante

que podía extraer, la enseñanza a la que parecía destinado desde el inicio: a pesar del tiempo, de los años trascurridos desde su liberación en 1945, a pesar de su extensa bibliografía y de sus reinterpretaciones, Auschwitz sigue siendo una lucha contra el lenguaje. Ignoro si existe idioma capaz de soportarlo, si alguna vez podremos hablar de una literatura propia de los lager o si Adorno estaba en lo cierto y escribir poesía después de Auschwitz no sea más que un acto de barbarie. Ignoro todo eso y, sin embargo, tengo la sensación de que ya no queda otra forma de afrontarlo si no es a través de la escritura. Odette Elina lo explica muy bien en las palabras preliminares que abren su libro Sin flores ni coronas: «No me arrepiento de haber escrito estas notas al volver del campo de concentración, pues, a la larga, los recuerdos se deforman o se dramatizan, y se alejan siempre de la verdad». Miro una de las fotos que tomé en el campo y me doy cuenta de que Elina tenía razón: los recuerdos se deforman y se dramatizan. En la fotografía que conservo se ve a una multitud de adolescentes siguiendo el curso de las vías. Todos, o casi todos, llevan banderas de Israel. Todos, o casi todos, dejan velas entre las vigas de madera y el hierro. La mayoría de los lemas expresan una idea parecida. Vuestra muerte no fue en vano. Vuestra muerte es nuestra fuerza. Vuestra muerte. Y la frase se vuelve a quedar a medias, interrumpida, como la Historia. Porque son proclamas que se construyen con un único fin: dar con un soporte moral que sirva como coartada. Visto con perspectiva, descubro que esa fue una de las imágenes más terribles que me encontré aquella mañana. La búsqueda patológica de mártires que justifiquen una acción, cualquier acción. El amparo histórico, la excusa. La constatación de que, en el fondo, no hemos aprendido nada, y que, por mucho que creamos lo contrario, la Historia está condenada a repetirse. ¿Cómo explicar, pues, lo que sucedió? ¿Cómo salvar lo intraducible? Quizás resulte más cómodo saber que no se sabe nada, porque así nos ahorramos muchas explicaciones. Sin embargo, si nos aferramos a esa idea, el precio que pagamos es demasiado alto: la destrucción de un recuerdo nos aniquila, nos extermina lentamente y nos convierte en una


El holandés errante

caravana de sombras desmemoriadas, vacías, inanes. Imre Kertész lo explica en su Kaddish por el hijo no nacido: «a decir verdad, sí quiero recordar, claro que sí, quiera o no quiera, no puedo hacer otra cosa si escribo, recuerdo y debo recordar aunque no sepa por qué, por el saber sin duda, pues el recuerdo es saber». Por eso, todo lo que vi aquella mañana en Auschwitz debe tener una explicación. Debe tener una explicación el vagón que, ya inmóvil, reposa sobre la vía, las alambradas de púas antes eléctricas, la inmensa puerta de entrada que da inicio a un no retorno, la extensión verde acotada por árboles, la fisonomía en ruinas de los crematorios, los cinco o seis peldaños que parecen seguir cavando más allá de la tierra, aunque se hayan topado con las piedras. Debe tener una explicación, porque la única forma de combatir la barbarie es no dejando que se ampare en lo inexplicable. El camino que separa Auschwitz I de Auschwitz II-Birkenau es relativamente corto. En uno y otro se agolpan pesadas cargas de turistas. Han llegado hasta allí con viajes organizados y tienen el tiempo justo para desplazarse entre barracones, museos y torres de vigilancia. Tienen razón quienes opinan que el campo corre el riesgo de convertirse en un

Álex Chico. Kaddish por un lenguaje no nacido

gran centro turístico. Sorprende e inquieta esa capacidad de la industria, la poderosa maquinaria que mercantiliza el dolor y rentabiliza el sufrimiento para convertirlo en un parque temático de la infamia. También eso tiene una explicación: el sistema capitalista asegura su supervivencia si es capaz de despojarnos de aquello que nos identifica como seres humanos. Si nos aparta de la reflexión y de la memoria. Visitar Auschwitz, Dachau, Mauthausen o cualquier campo de concentración requiere un acercamiento distinto, un recorrido desprovisto de rumbo fijo, de itinerario. Un camino seguido casi al azar y no, como ocurre ahora, sujeto a los vicios del mercado. Cuando a Primo Levi le preguntaron si había vuelto a Auschwitz después de la liberación, respondió significativamente lo que sigue: «el gobierno polaco lo ha trasformado en una especie de monumento nacional […] Hay un museo en el que se exponen miserables trofeos: toneladas de cabellos humanos, centenares de miles de gafas, peines, brochas de afeitar, muñecas, zapatos de niños; pero no deja de ser un museo, algo estático, ordenado, manipulado. El campo entero me pareció un museo». Una idea que se suma a las múltiples voces críticas que cuestionan el tratamiento del campo en la actualidad, su forma de llegar

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al mayor público posible, aun a costa de que se pierda por el camino su condición original. Hago mía la pregunta de Georges Didi-Huberman: ¿es necesario simplificar para trasmitir, mentir para decir la verdad? Por la tarde, la afluencia de visitantes disminuye, al menos ese primer día de agosto. Las hordas de turistas desaparecen justo en el único momento del día en el que visitar los campos es gratuito. La visita, entonces, se trasforma en algo diferente, como si nos convirtiera a los ya escasos viajeros en un pasaje de Kertész: una suma de seres enfrascados en una conversación privada, una triste mancha en el lienzo de un paisajista, mientras se sacuden los fundamentos de la armonía y de la naturaleza. Surge así el asombro de quien ya está cansado de asombrarse, como escribió Primo Levi. El campo se extiende y acaba perdiéndose en la lejanía. Es, al decir de Félix Grande, una grieta abierta en el muro de la Historia. Pensé en las palabras de una reclusa, R. Kagan, ante la ejecución de cuatro prisioneras: «debo verlo todo y procurar recordarlo». Y pensé también en lo que dejó escrito Muñoz Molina sobre la doble angustia de Primo Levi: la de no rendirse al olvido y la de no poder soportar el recuerdo. Vuelvo a Kertész: «querría huir, pero algo me retiene […] como si la corriente sucia de mis recuerdos quisiera salirse de su cauce oculto y arrastrarme». En realidad, me digo ahora, no es más que la culpabilidad del superviviente, la extraña opresión de la vergüenza. Su salvación también les condena. Empujados a escribir para reconstruir sus vidas, aunque implique un esfuerzo violento traer de vuelta recuerdos que

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parecen extraídos de una encarnación anterior. Aunque estén convencidos de que nadie iba a creerles. De nuevo, el lenguaje no nacido, porque el idioma heredado no basta. El léxico es ya distinto. «Invierno», «dolor», «cansancio», «miedo» pierden su significado, su sustancia, se destruyen. Son eufemismos. En nuestras lenguas, nos recordó Primo Levi, no existen palabras para expresar esta ofensa. La locura geométrica de los lager exige una narración diferente, una narración febril, en esa especie de inquietante coherencia que surge del delirio. Una escritura que sirva para cavar fosas en el aire, que dé por fin sepultura al humo que continúa oscureciendo al mundo. Porque Auschwitz ya no se encuentra en unas cuantas hectáreas de una población polaca. Forma parte del aire que respiramos, como un cielo opaco que espera el momento oportuno para caer sobre nosotros. Por la noche ya no queda nadie. Oświęcim, más conocida por su topónimo alemán, se queda prácticamente vacía. El último autobús de línea vuelve a Cracovia. En el camino de regreso, intentas escribir algo que resuma lo que has visto. Aún no sabes que tendrá que pasar cierto tiempo para desarrollar tus apuntes. Las imágenes se agolpan, se superponen y dan inicio al recuerdo. A la extraña fisonomía de la memoria. Los raíles, las torres de vigilancia, la alambrada de púas, los pabellones, todo eso va quedando atrás lentamente. Se esconden tras una pesada cortina de humo y ceniza. Ahora es lo que más recuerdas y lo que guardas con mayor consistencia, aunque permanezca anudado en el aire y a ti te resulte una atmósfera inabarcable. Signifique lo que signifique.

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El secreto de Sócrates de Ricardo Rodríguez: reseña de Iván Humanes

El secreto de Sócrates Iván Humanes El secreto de Sócrates Ricardo Rodríguez Piel de Zapa: Vilassar de Mar, 2014 448 págs.

n¿Es necesaria una revolución? ¿Aunque sea individualista y simbólica? ¿Un héroe cotidiano que nos muestre el camino de la superación de esta abulia patológica y colectiva en la que nos movemos? Ricardo Rodríguez, con su nueva novela, nos muestra el camino, imperioso, del héroe moderno. Sócrates, su protagonista, es un hombre gris que ha construido una vida sobre la base del conformismo. Y será Diógenes, su compañero en la aventura, quien espoleará la necesidad de asombrar al mundo, de dar ese gran golpe que nadie espera y que servirá para sacudir conciencias. Y un revolucionario auténtico y actual tiene que proponer una manera diferente de hacer las cosas: no son pocos los embaucadores que pretenden esa heroicidad, falsos profetas que pescan en río revuelto. Así pues, Rodríguez consigue una novela que se nos muestra como necesaria, reflejo de nuestro tiempo. En la disyuntiva de seguir aceptando su existencia como un gris administrativo, «un tipo sin aspiraciones que sigue los pasos de los días hasta la tumba, igual que otros cuantos millones de tipos en miles de ciudades distintas, sin dejar la menor huella en la memoria de sus contemporáneos», o asombrar al mundo, Sócrates debe dar el gran paso. El secreto de Sócrates contiene todos los elementos para convertirse en esa novela agitadora que estábamos esperando. Y el autor la construye de forma sólida, sirviéndose del humor y de la profundidad de la idea. Sócrates debe cumplir con su destino de filósofo, pese a que él no sea consciente de que lo es. Ello sirve de disparadero para que la filosofía y sus filósofos más conocidos desfilen en sus páginas; a veces convertidos en personajes, otras como excusa para contribuir a la formación de Sócrates y proporcionar al lector un friso histórico. Y la mayor virtud de la novela de Ricardo

Rodríguez es, precisamente, no dejar el tono de ficción a un lado y convertir su obra en un compendio filosófico. Todo lo contrario: el concepto filosófico es el motor ficcional, sin perder el atractivo narrativo y sin abandonar, a la vez, el pensamiento. Y a la vez es una broma para encontrar a Sócrates, el gran personaje. Porque ésta, ante todo, es una novela de personajes. De personajes construidos con detalle; a veces con detalles grotescos, que sirven a ese fin último de hacer algo grande, que haga que todos se queden boquiabiertos. Sócrates se busca en los demás personajes, que le completarán con sus puntos de vista en el intento de encontrar esa afirmación de Diógenes que le descubre que él es un filósofo, consiguiendo que ese viaje de conocimiento sirva, también, para retratar a nuestra sociedad. Con Diógenes, el autor consigue el contrapunto necesario de Sócrates, la acción añadida a su letargo, el impulso enérgico que hace que Sócrates se deje llevar y se replantee su insignificancia; en el fondo, la locura y la desinhibición que parece que necesiten los hombres de nuestro tiempo para convertir el pensamiento en acción. A ello hay que sumar el trabajo del autor por encontrar un tono preciso a la historia; la escritura está moldeada perfectamente y la lectura es fluida, importándole al autor la descripción de un hecho por diferentes voces y haciendo cómplice al lector, construyendo una novela coral que deja en carne viva la complejidad (¿apatía congénita?) de nuestro mundo. Y es que, como apunta Rodríguez, «las verdaderas revoluciones sólo pueden comenzar cuando pierden la paciencia los que jamás pensaron en la revolución, el día en que las personas corrientes dejan de soportar sus existencias corrientes».

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En el año de Electra de Carmen Peire: reseña de Gemma Pellicer

Las cuentas del futuro Gemma Pellicer En el año de Electra

nTras la publicación de dos libros de relatos, Carmen Peire nos ofrece ahora una novela corta en la que, desde el título, apela a la obra casi homónima de Galdós y al símbolo que la encabeza, acaso una forma de alertar al lector de que nos hallamos en un momento histórico no menos candente. Electra, la pieza del autor canario, estrenada en 1901 con éxito de público y gran revuelo político, contraponía la España religiosa y caciquil con otra liberal y librepensadora mediante el conflicto de su protagonista, impelida por su padre espiritual a ingresar en un convento en lugar de asumir su destino de mujer enamorada, y que solo recuperaba las riendas de su vida tras aparecérsele en clausura el espectro de su madre, que la persuadía de su regreso al mundo. En fin, la obra levantó una enorme expectación al basarse la trama en un hecho real acontecido un año antes (el caso Ubao), en donde la progenitora de una joven de buena familia había llevado a los Tribunales el ingreso de su hija en un convento, de lo que hacía responsable a su mentor espiritual, acusando además a la orden religiosa de querer apoderarse de la dote que le correspondía. Un siglo después, esta nouvelle de Carmen Peire llena de misterio, con visos teatrales, nos presenta a unos personajes enfrentados a su destino durante la última década del siglo XX, escindidos entre un pasado colectivo que les pesa y un futuro incierto que precisan conquistar. Si en la obra de Galdós se ponían en juego dos futuros posibles a través de la figura de una novicia seducida por la religión, en lo que venía a ser un ejercicio de libertad mal entendido por parte de la joven; en estas nuevas páginas una muchacha busca su identidad intentando resolver una serie de engaños familiares para encarar el futuro desde la asunción de su historia verdadera. La narración se divide en cuatro partes correspondientes a los nombres y personajes que desempeñan un papel decisivo en la trama: Efraín, Electra, Isabel e Inés, emparentados entre sí por lazos más fuertes de lo que ellos mismos sospechan. Escrita en un estilo diáfano, con escenas dialogadas y monólogos interiores para comunicarle al lector sus

Carmen Peire Ediciones Evohé: Madrid, 2014 128 págs.

pensamientos respectivos, En el año de Electra no parece, por su pericia, el primer acercamiento de la autora a un nuevo género; antes bien, su estructura posee una trabazón fruto de una indudable madurez y oficio. Inés, la protagonista de este drama, nacida de padres españoles en el exilio, visita a Efraín en su casa porque desea hacerle unas preguntas sobre el origen de su familia. El hombre, ya jubilado, vive parapetado tras los libros y la escritura con la única compañía de Isabel, la criada que lo atiende y cuida mientras se dedica a escribir la historia de España a partir de sucesos que rastrea en diversos recortes de periódico. Inés desea recabar información sobre su padre, tras descubrir que era hijo de un republicano con el que su interlocutor había trabajado de joven. Al cabo, su búsqueda la enfrenta al pasado familiar, poniendo en entredicho el comportamiento de su familia carnal, sobre todo la figura de la abuela, y enalteciendo el proceder de quienes fueron sus parientes adoptivos, algunos de procedencia humilde, de conducta mucho más noble. Una vez descubierta su verdadera identidad, la joven sabrá reconocer en Isabel y Efraín a dos amigos leales. Por su parte, este último recupera el sentido de su escritura, logrando reconstruir la historia de la muchacha a partir de unos cuantos cabos sueltos que anuda desde su imaginación deslumbrada. Carmen Peire añade un eslabón más a una añeja tradición, mostrando una Electra moderna a través de una muchacha que descubre la importancia de las relaciones elegidas libremente (aquí simbolizada por la España exiliada que representa la chica), en contraposición con aquellas heredadas o impuestas por la sangre (el país de procedencia); así como la necesidad de labrarse un destino propio capaz de superar un pasado engañoso, dispuesta a hacer frente con esperanza y nuevos bríos esa entelequia llamada futuro.

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Con el sol en la boca de Matías Néspolo: reseña de Carolina Figueras

EL HIELO ARDE EN LA BOCA Carolina Figueras Con el sol en la boca Matías Néspolo Libros del Lince: Barcelona, 2015 249 págs.

nDespués del grato sabor de boca que dejó su primera novela Siete maneras de matar a un gato, de 2009, se ha hecho esperar la segunda novela de Matías Néspolo, aunque visto el resultado esta espera ha valido la pena y realza todas las cualidades del narrador argentino que ya se adivinaban en aquella primera incursión en el género. Con el sol en la boca cuenta la historia de tres jóvenes universitarios en los que empieza a calar un hartazgo por todo lo que les rodea. Uno de ellos, el Tano Castiglione, necesita librarse imperiosamente de la desazón que le persigue. El Tano es un chico de hielo, que vaga por la historia intentando llenar el vacío que tiene dentro. Tiene un frío del alma, que no consigue calmar, hasta que se embarca en un viaje al pasado, a sus raíces y a las de su familia a través de una herencia que le servirá de amarre y referencia. En ese viaje descubrirá las huellas de una historia turbia e inasumible que debería haber permanecido oculta, tal y como su padre quería. Ese viaje a través del esfuerzo físico, la soledad, la inconsciencia, la impotencia, el miedo y el dolor, lo llevará a descubrir que el pasado no muere incluso cuando no se conoce. Comprobará, finalmente, que el viaje en el que se ha embarcado no tiene final. El autor divide el libro en tres partes. En la primera, descubres el hartazgo mencionado anteriormente como la razón que te lleva a huir de todo lo que te rodea. La convulsión, un clima agotador, la sed. Hace muchas referencias jugando con el título del libro entre aquello el frío, el vacío, y aquello que te abrasa. El hielo seco que se agota tan rápido como las posibilidades de tener una buena vida. Cosquillean esos trozos solidos de agua hasta morderlos, pero nunca llegan a saciar porque el hielo que devoran es como el sol, porque les quemala lengua, la garganta. Con el sol en la boca arrastran su vida hasta la desesperación. En la segunda parte se presentan los problemas causados por remover el pasado, lo vivido por sus padres y las consecuen-

cias de lo que ellos callan y como de alguna forma ese silencio, es abierto y sacado a mordiscos por sus hijos. En la superficie, Néspolo narra una historia argentina: la guerrilla previa al golpe de estado de Videla; la corrupción de la dictadura; la imposibilidadde reconciliarse con el pasado.Todo muy local, muy particular. Pero en manos de Matías Néspolo adquiere un vuelo que convierte esta historia en algo que concierne a todos en cualquier rincón del mundo porque de lo que se trata es de contar de qué manera también en todos los cambios, como hoy en día, no somos capaces de librarnos de la desdicha que, en todo tiempo y lugar, atiza nuestra existencia. En la tercera parte del libroel Tano recupera su voz ya que antes la había perdido para permitirnos conocerlo mejor a través de la mirada de la gente que lo conoce; de su hermano con el que tiene una relación inexistente a causa de las experiencias que vivieron de niños; de su chica, Verónica que es como una hiedra venenosa enroscada en su vida, asfixiándolo a su antojo; de su amigo Movie que vivió la corrupción y las guerrillas y de su otro amigo, El Negro Brizuela, con quien planea fugarse para empezar de nuevo. El Tano viaja con un poemario de César Vallejo en el bolsillo trasero de sus pantalones, que actúacomo un mantra curador e incluso visionario en sus momentos bajos. La poesía como clarividencia o método para tocar de pies en el suelo resulta un recurso brillante. El autor menciona también a otros poetas que sirven a los protagonistas como amuletos de su vida, entre ellos Xavier Villaurrutia y Olga Orozco. Matías Néspolo ha escrito una novela llena de recuerdos vividos por él mismo, ya que él sintió esa misma sed de fuga que persigue a sus personajes, ese mismo vacío por las desapariciones en la dictadura, las traiciones y las culpas. Sus personajes representan a muchos, por eso no saben quiénes son, ellos son tantos, somos todos, tantos como otros nos piensan y nos creen.

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Y el cielo era una bestia de Robert Juan-Cantavella: reseña de José Antonio Vila

La literatura como aventura José Antonio Vila Y el cielo era una bestia Robert Juan-Cantavella Anagrama: Barcelona, 2014 376 págs.

nCon la llegada del criptozóologo Sigurd Mutt al sanatorio Vulturó, en los Pirineos catalanes, comienza el nuevo libro de Robert Juan-Cantavella. La ambientación debe tanto a La montaña mágica y a la novela policial de regusto antañón como a la atmósfera opresiva de la narración gótica. «Aquí podría filmarse una de esas películas de terror modernas», dice uno de los personajes. Aires que se combinan con la parodia costumbrista en las escenas situadas en el pueblo de Vor y la enemistad de sus habitantes con los vecinos del balneario: una irónica vuelta de tuerca al tópico de las venganzas rurales, con sus equívocos en torno a la identidad de los asesinos y también de los asesinados. La intriga se articula sobre el hallazgo de un manuscrito misterioso (recurso tradicional de la literatura de género y recuerdo del goce de la lectura infantil), donde se entrecruzan los relatos de las vidas de Benito Pérez Galdós, José Echegaray, Juanito Santa Cruz (personaje de Fortunata y Jacinta), y Columba de Iona o Columbkill, santo guerrero y peregrino cristiano, un personaje histórico, que ya literaturizó Pierre Michon, pero que parece un cruce estrambótico entre San Patricio, Conan el Bárbaro y John Constantine (¡peleó con el monstruo del Lago Ness!). Un escrito autocontradictorio de resonancias borgianas en el que la ciencia aparece como posibilidad fantástica de lo real. A este laberinto textual se le añaden los enredos que la pintoresca fauna del balneario se trae entre manos: el Rubio, un timador que finge ser policía, y su acólito, el niño tonto Iván; la reclusa Olimpia Sanderson; Tod Volta, un esnob fanático de la estrategia militar; la señorita Elvira Caballero, erudita y pedante; y, por encima de ellos, el fantasma de la ausencia de Carla Belaire, amor verdadero de Sigurd y antigua colega del extravagante científico. Sobreponerse a la pérdida de la inocencia, la ilusión de una juventud cristalizada en el recuerdo de un amor perdido, es a la postre el

tema principal del libro, y quizá del mismo modo se perfile la idea del arte, la literatura y el conocimiento como formas de vida y aventura, algo que inequívocamente remite al imaginario de Roberto Bolaño. Es una novela rara, intrigante, ambiciosa y compleja, por momentos muy divertida. No es perfecta: la facilidad de Cantavella para la escritura y su imaginación desbordante son al tiempo la cara y la cruz de su obra. Son cualidades que le permiten hacer verosímil lo absurdo (¡sociedades ocultistas que torpedean las carreras de los académicos!), pero en ocasiones son escollos que entorpecen el ritmo narrativo de la historia: la trama se dispersa y ramifica en demasiadas direcciones, y deviene endemoniadamente caótica en los momentos más confusos (abundan los detalles algo superfluos en esas historias intercaladas); y hay una sobreabundancia de personajes secundarios. No obstante, la fascinación con el juguete del lenguaje sigue proporcionándole resultados interesantes. Y la depuración narrativa que se hace patente en esta última novela es un notable salto adelante respecto a sus inicios más experimentales con Proust Fiction y El Dorado: pese a su originalidad e innegables virtudes literarias, eran libros en que tal vez pesara demasiado el influjo de las lecturas de Julián Ríos y Juan Goytisolo. Cantavella ha crecido incorporando nuevas fuentes a su ya rico caudal: esta vez abarcan, además de las mencionadas previamente, el referente clásico de la narración basada en el relato dialogado (los Cuentos de Canterbury, el Decamerón, el Quijote…) hasta el empacho tonificante de los más recientes narradores posmodernos americanos (Foster Wallace, Danielewski), pasando por el perspectivismo de Henry James. Y el cielo era una bestia confirma que Robert Juan-Cantavella es la voz más original de su generación, acaso la mejor. Pero lo mejor es que, seguramente, lo mejor está todavía por llegar.

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Los discípulos de Baco de Daniel García Giménez: reseña de Xavier Borrell

discípulos de Baco Xavier Borrell Los discípulos de Baco Daniel García Giménez Plataforma Editorial: Barcelona, 2015 368 págs.

nLa investigación sobre los asesinatos de varias personas relacionadas con el mundo del vino llega a manos de una agente de los Mossos d’Esquadra dispuesta a desenmascarar a todos los implicados. El encuentro con un confidente la embarcará en una carrera que está obligada a ganar sin conocer quiénes son sus oponentes. Enigmas encriptados en códigos QR marcan el recorrido de una botella de vino y de los diferentes personajes por un buen puñado de escenarios históricos y localizaciones actuales. Los discípulos de Baco es híbrida, una novela negra con pinceladas históricas ambientada en el mundo del vino, que entronca mucho con las historias de aventuras y enigmas. Pasado y presente se fusionan en un thriller a la española. Acción, mitos, muertes, un secreto oculto y contextos históricos de gran alcance convierten la narración en un título a tener en cuenta por los lectores que disfrutan desde los thrillers históricos de Pérez Reverte hasta las tramas negras de Víctor del Árbol. El ritmo de la narración es muy alto y el texto ágil, de manera que al lector le resulta difícil abandonar las páginas. Hay multitud de escenarios y acción abundante, en la línea de autores como Albert Sánchez Piñol. El lenguaje es directo y muy trabajado: agresivo unas veces y al límite otras, entronca con el de Lorenzo Silva, acompañado de un humor irónico y socarrón, parodia de unos personajes que no son héroes ni pretenden aparentarlo, en un estilo cercano al de Eduardo Mendoza. Daniel García Giménez es licenciado en Historia y Documentación. En la actualidad dirige la Biblioteca Singuerlín – Salvador Cabré de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) para Diputación de Barcelona y es consultor de documentación en la Universitat Oberta de Catalunya. El autor domina bien la información histórica y construye con ella una trama

compleja que puede recordar a Umberto Eco, tanto por su estructura en El péndulo de Foucault como por el rigor de la documentación histórica en El nombre de la rosa. A todo esto se añaden contenidos y tramas muy actuales, con referencias al uso de las nuevas tecnologías, de manera contextualizada e inteligible para cualquier lector, hecho que constata la actualidad del texto y su vinculación con lectores más jóvenes de novela adulta. Además, tanto la trama como la narración tienen altos componentes visuales, casi cinematográficos. La estructura de la novela hace que pueda leerse de manera lineal o convertirse fácilmente en un relato hipertextual adaptado a nuevos lenguajes narrativos y soportes digitales. Por la composición de los capítulos, la novela podría leerse desordenada y se entendería igualmente, a modo de un rompecabezas versátil en el que las piezas encajan en diferentes posiciones, en caso de considerarse oportuno, mediante la participación activa del lector. Por la historia circulan un mosaico coral de personajes, un mafioso ruso, una arqueóloga furtiva, el archivero de la catedral de Barcelona, una espía rubia, un antiguo oficial nazi, un sicario de mirada tierna, una red social exclusiva y un enólogo crápula, que cruzan sus caminos con el objetivo de descubrir el secreto oculto en una botella de vino centenaria. Los discípulos de Baco es la historia de ese secreto a través de los momentos en los que ha cambiado de manos en los últimos doscientos años. Un poder que, como la misma esencia del vino, es dual y, por tanto, capaz de catapultar o destruir a quien pone en práctica su legado. Es un relato de sensaciones intensas, acción, violencia, humor negro, historia y pasión por el vino como ingeniería popular al servicio del placer, donde todos los personajes son tan malos como humanos. Filosofía del vino transmitida a ritmo trepidante.

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Un mundo propio de Graham Greene: reseña de Ruth Vilar

LOS DOMINIOS DE GREENE Ruth Vilar

Un mundo propio Graham Greene (Traductora: Eugenia Vázquez Nacarino) La uÑa RoTa: Segovia, 2014 160 págs.

nEl pasado otoño La uÑa RoTa celebró su decimoctavo aniversario publicando por primera vez en España Un mundo propio –A World of My Own–, el brevísimo volumen póstumo con el que Graham Greene remató su vasta obra literaria. En Un mundo propio Graham Greene compone una antología de sus sueños. De hecho, dedicó los últimos meses de su vida a rescatarlos de entre las más de ochocientas páginas de diarios de sueños que había registrado durante casi veinticinco años. Los escogió, los agrupó por temas recurrentes y añadió comentarios o aclaraciones a ciertos pasajes. Al fin, le entregó a su compañera, Yvonne Cloetta, este texto: un testamento literario honesto y sin pretensiones, una autobiografía poco convencional pero más indudable que las memorias al uso, una puerta accesible por la que asomarnos a su exuberante Mundo Propio. Ya en su primera juventud el escritor había anotado metódicamente los sueños a petición de su psicoanalista. Casi medio siglo después, retomó la tarea. Una lógica interna inquebrantable, ajena al orden del Mundo Común, rige estos relatos oníricos, en los que el detalle alcanza una intensidad y una precisión extraordinarias. En ellos se desvanece la causalidad y se arremolinan el hado, la alquimia y la nimiedad. Emoción y revelación –que van de la felicidad inexplicable a la muerte– se agolpan en una sucesión de experiencias despojadas de pompa y grandilocuencia. La más deliciosa ironía impregna sus páginas. Por ellas desfilan los grandes acontecimientos y personajes de la historia, y se los describe y trata sin alharacas ni protocolo. El propio Graham Greene interviene decisiva o tangencialmente y se codea con insignes autores –siempre muertos, por alguna razón insospechada los escritores vivos jamás penetraron en su Mundo–, reyes, pontífices, actores...

A quien raramente sueñe, Un mundo propio se le antojará una serie de cuentos de raras concisión y brillantez, cuyo sentido último permanece inaprensible. Al soñador, en cambio, lo maravillará la capacidad de Graham Greene para modelar esa materia prima, intangible e incoherente, en narraciones exactas, apasionantes, conmovedoras, cosmopolitas, humorísticas, cultas, trascendentes y aun impúdicas. Sea como sea, este ramillete de piezas le depara a cada lector un placer cierto y simple. Eugenia Vázquez Nacarino firma la traducción, que aúna sencillez y claridad y nos entrega las imágenes con su viveza de primera mano. Que la aparente desnudez literaria de esta pequeña obra no nos mueva a equívoco. Estos sueños guardan una estrecha relación con el resto de la producción de su autor: «Algunos de mis relatos breves partieron de recuerdos de mi Mundo Propio. En ‘Sueño de una tierra extraña’ sólo añadí el sonido de un disparo. En ‘La raíz de todo mal’, no cambié nada cuando me desperté, con una sonrisa de satisfacción, recién llegado de mi Mundo Propio al Mundo Común». Aquí y allá descubrimos semillas –símbolos u obsesiones– que germinaron en textos más extensos; es el caso de este invitado indeseado y fugaz de El tercer hombre–: «Me encontraba en una habitación donde había un loro suelto que de pronto voló hasta el techo. Me aterran los pájaros, igual que a mi madre. No soporto el tacto de las plumas. No me puedo quedar aquí. […] el loro se lanzó en picado tras de mí y casi me rozó la cara». En su brevedad, Un mundo propio abarca los extensos dominios de Graham Greene, el paisaje inmaterial –fantástico, espiritual y personal– que constituye el verdadero territorio del escritor.

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La verde luz de las estepas de Brigitte Reimann: reseña de Ricardo Martínez Llorca

La probabilidad de un juicio propio La verde luz de las estepas Brigitte Reimann (Traducción de Ibon Zubaiur) Errata Naturae: Madrid, 2015 204 págs.

nEn verano de 1964, la escritora Brigitte Reimann (Burg, 1933 – Berlín Este, 1973), recibe el encargo de desplazarse, junto a una delegación de la República Democrática Alemana, a Kazajistán y Rusia. En apenas diez días debe registrar y dar fe de los avances del imperio soviético, en una época en que aún parecía estar en condiciones de disputar el trono mundial a Estados Unidos. El reportaje obedecería, en buena medida, a criterios propagandísticos. Reimann cuenta con la ventaja de ser mujer en un mundo construido sobre cimientos masculinos, lo que le permitirá afrontar una nueva forma de ver y entender, sin necesidad de entrar en disputas. Sus anfitriones la llevarán de la mano, junto al resto de la delegación de la que forma parte, por nuevas ciudades y complejos industriales mastodónticos, donde la riqueza que se roba a la naturaleza se antoja infinita. Los males consecuentes de esta sobreexplotación, como la polución, el aniquilamiento ecológico o el caos que será consecuente con la imposición de una forma de vida no innata al lugar, todavía no han entrado en el debate, no se cuestionan. Leer el libro de Reimann a fecha de hoy provoca un extrañamiento que baila de la aceptación de la realidad histórica reciente a la incredulidad de una distancia en la que cuesta reconocer ningún proyecto de sociedad. Ese extrañamiento es sugerente, incómodo y de una valía documental incalculable. Más aún cuando uno comprueba en las fotografías que acompañan al texto un mundo demasiado real para la tensión onírica con que se visualiza ahora esa época. Sin embargo, Reinmann es mucho más que una periodista al uso. Reinmann es una observadora innata escondida tras la fragilidad de su cojera y su atractivo. Al tiempo que le deslumbran las magnitudes de las medidas científicas, certifica que en la solemnidad, que entiende hiperbólica, de

Ricardo Martínez Llorca una sociedad construida a la fuerza, cabe la burla recatada. Sus juicios serán independientes, consciente de que si por algún lugar se esconde el inmundo fregado de cada día, este no es ajeno a ninguna otra fórmula social. Hay sobriedad en su estilo, para facilitar así la distancia con lo que le atrae o repele: le parecerán románticos los panaderos y absurdas las cifras de producción que tratan de hacerla entender con un lenguaje alejado de lo divulgativo. Le entusiasmarán los encuentros personales, porque no reniega de ser subjetiva, como reconoce al confesar que le gusta la gente que ríe sin freno. Y también confiesa lo complejo que le resulta asimilar que dentro del fenómeno por el que la pasean exista tanta gente que se pase un tercio de la vida –si es que ciertas formas de existencia pueden llamarse vida– sin alegría, sin ambición. Y reconoce que la buena gente sería buena en cualquier otra circunstancia. En definitiva, Reinmann no esconde sus emociones y presta atención a lo que nos hace diferentes a todos, ya que cuesta asimilar que el único objetivo del día a día sea el cumplimiento; presencia los avances tecnológicos como impresionantes pero con carencias, cuestionándose dónde quedó la imaginación en las trazas de una sociedad que la obligan a contemplar a ráfagas. Porque apenas le permiten detenerse. Todo el programa de su viaje funciona con agenda, y esa agenda tiene por objeto el alarde industrial, al que identifican con el progreso. Detrás de la fanfarria, Reinmann, como mirando por el agujero de la pared, considera que este fenómeno de gente desplazada a Siberia, ha creado, a su vez, una nueva epopeya de colonizadores, una futura leyenda, algo que será parte de la memoria que uno necesita beber. Reimann, como se comprueba en las páginas finales de su diario, no publicadas en su momento, pertenece a las aves limpias que, sea como sea, encuentran un resquicio para el vuelo. Volar es vivir con dignidad, saber que no todo está podrido, expresar la decepción y el asombro. Y escribir un libro de viajes que parecía no estar programado para emocionarnos. Y, sin embargo, emociona.

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Araña, cisne, caballo de Menchu Gutiérrez: reseña de Ana Prieto Vidal

VIAJE A LA SEMILLA Ana Prieto Vidal Araña, cisne, caballo nEn su nuevo libro de prosas poéticas, Menchu Gutiérrez ofrece una suerte de bestiario íntimo, proteico y metamórfico, que ilumina regiones insondables del ser humano. La narración está dividida en tres partes: un suerte de prólogo —«padre»— en que se alternan las acciones de un granjero en el calor de un establo y las del padre de la narradora en una gran ciudad, entre las frías luces, el charol de los coches y los rascacielos de cristal; el cuerpo del relato, titulado precisamente «araña, cisne, caballo», a lo largo de cuyas escenas —encabezadas por epígrafes entre paréntesis, casi como si el nombre fuera un atentado contra la esencia, innecesaria herida en la corteza magmática de la vida y del silencio— la narradora se borra y alterna la primera persona gramatical con la tercera para aludirse en forma de mujer, hombre, animal y, sobre todo, híbrido; y un epílogo —«madre»— en que, a través de mecanismos de zoom narrativo, la narradora, que ha recuperado la voz y el punto de vista, atestigua una perturbadora escena a través del ojo de una cerradura. La narración, descentrada y libérrima, principia con la evocación de un establo o pesebre, que lleva asociada la idea del nacimiento: un ternero es expulsado del útero materno y, ya desprotegido del líquido amniótico, «tiene algo de mármol animal, de promesa» (pág. 11). A partir de aquí los animales y las transformaciones se suceden; acaso como un ojo ciego que todo lo urde, a la merced del azar y sus ventoleras, una araña segrega hilos que son itinerarios y trampas a la vez, puentes entre la vida y la muerte. Transitan por estas páginas ciervos con pesadas coronas; cuervos como funámbulos; caballos brillantes como madera encerada; focas amaestradas que «vagan con sus harapos de agua por un desierto interminable» (pág. 59). Una cabra guardiana sabe de las personas lo que éstas no imaginan. Una mujer se transforma en ave entre barrotes de bambú y constata que su nuevo pico la defiende del «sufrimiento de la sensualidad» (pág. 23). La mujer anguila siente el empuje del desove y se pregunta cómo y cuándo ha sido fecundada. El dinosaurio «grazna todavía cargado de tierra» (pág. 44) su muerte anunciada. Componen la banda sonora los grillos —con su «sistema de riego sonoro» (pág. 98)—, los pájaros que, amotinados,

Menchu Gutiérrez Ediciones Siruela: Madrid, 2014 136 págs. trinan a la puerta del manicomio o de la cárcel, y el ulular del búho, «transcripción musical de la noche» (pág. 83). Los seres que pueblan el relato se hunden en el recuerdo orgánico de la animalidad, espesa y caliente, y todos, también, están siendo incubados por la muerte. Experimentan miedo, expiación, sensualidad perdida —el antiguo sexo de la mujer se comprime bajo un plumón anaranjado—, amor imposible —el de un murciélago por un ibis, transposición metafórica del hombre y la mujer—, abandono —la piel mudada del escorpión remite al amante que dejó su vieja funda para segregar nueva piel y nuevas máscaras— y lección de muerte —un zorro disecado tras una vitrina; el bosque como un osario—. Todas las evocaciones se conciben como reviviscencias del pasado animal, o de una unidad o sustancia primigenia de la que hubiéramos sido arrancados. Como si en cada ser vivo, plural, inestable y versátil, anidaran en potencia todas las formas animales, efectivas y virtuales: especies catalogadas lo mismo que monstruos e híbridos —basiliscos, grifos o quimeras, seres complejos y capaces de sumar virtudes nunca antes reunidas en un solo animal—. Un nuevo dedo de marfil, ornamental y defensivo a la vez, le impide a la mujer escribir una carta, y una pata de cabra que le ha salido en sustitución del pie la hace cojear por la calle. De cada una de las metamorfosis queda algún vestigio: «un dedo humano al final de una garra, algunas escamas en la frente, una púa en mitad de la espalda, un fragmento de conciencia» (pág. 90). Ávida de metáforas y sentido, la narradora dice caminar por la telaraña con una barra de funámbulo hecha de palabras. En la prosa extraordinariamente sensitiva y onírica de Menchu Gutiérrez, las palabras, fulgurantes vectores de la intuición poética, desentumecen y vivifican con imágenes animales la memoria de la especie, trazando un palpitante dédalo entre el nacimiento y la muerte, entre el pesebre y el osario, entre la placenta y las cenizas.

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Canción del distraído de Vicente Valero: reseña de Reinhard Huamán Mori

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Datos bibliográficos Reinhard Huamán Mori Canción del distraído Vicente Valero Vaso Roto Editorial: Madrid, 2015 160 págs.

nUna de las temáticas por las que transita la poesía de Vicente Valero es, sin duda, la de la búsqueda, esa intensa y constante indagación que la voz poética realiza con el fin de dar sentido a todo aquello que configura y representa su peculiar mundo íntimo. Así lo advertimos en mayor y menor medida en cada uno de sus poemarios; empero, es en Canción del distraído, su séptima entrega, donde profundiza en esta exploración, mostrándose mucho más reveladora tanto para el lector como para el propio poeta. La gran particularidad de este libro es su estructura: está compuesto por poemas ya publicados, provenientes de títulos anteriores que, para esta ocasión, Valero ha revisado y organizado sin seguir una pauta cronológica específica. Fuera de su contexto original los poemas conviven entre sí creando una nueva y coherente atmósfera, muy distinta de aquella de la que provenían previamente. Ello, sumado a un puñado de inéditos (entre los que se encuentra la serie «Junio en casa del doctor Char»), conforman un autónomo, inteligente y sólido volumen de poesía que se desmarca del formato clásico de la antología al uso. Canción del distraído se inicia con un verso más que revelador: «Hasta mirar significa aquí partirse en dos, desmoronarse», que da cuenta del medio por el que la voz aprehende la realidad y la representa: la contemplación. En estos poemas la observación no está exenta de distracción, de deleitación y de asombro. Cuando ello ocurre hay dos realidades: la realidad física, corroborable y la realidad interior, guiada por nuestras percepciones y emociones. Si la primera es objetiva, la segunda es subjetiva y, por ende, está regida por nuestro subconsciente. He ahí que la distracción genera más de un plano sensorial, enriquecido por un lenguaje preciso y límpido, otro de los puntos fuertes del ibicenco. En uno de los poemas de «Taller de paisajistas» leemos uno de los versos que fortalecen su credo: «Somos lo que miramos», y en ello hay mucha verdad. La búsqueda, entonces, se gesta principalmente en un estado de distracción, de embelesamiento. El poema «El encuentro»

tiene un sugestivo comienzo: «Después de todo, y sin quererlo, yo habré visto». A lo largo del libro encontraremos referencias similares a modo de confesiones, anécdotas o meditaciones en «voz alta». La imagen de fondo siempre será la naturaleza: ella es la principal fuente donde saciar la sed. De hecho, el paisaje predominante es siempre el mediterráneo, con sus bosques penetrados por la diáfana luz que todo lo invade. Al fin y al cabo, esa gran intensidad de color tiene un peso especial en su retina, como le sucede también a la vasta tradición literaria que ha poetizado esta geografía: «Hay arena y sal en la sangre. Hay olas que fueron ya cantadas por Homero y que no voy ahora a pretender cantar. Hay un barco otomano y una sirena siciliana. Hay columnas dóricas, ánforas fenicias». Para Vicente Valero la naturaleza es una invitación al misterio. Lo comprobamos en sus mejores poemas como «Una iniciación», «El río» o «La subida», en donde también apreciamos otro de sus motivos recurrentes: el deambular sin rumbo fijo por una escenografía sugerente y apacible. El yo está en constante movimiento, desplazándose de un lugar a otro bajo el escrutinio de todo aquello que puebla su campo visual: animales silvestres, árboles, incluso el clima incide en sus inmanentes reflexiones. «Caminar / es solo una manera de buscarnos», apunta en uno de sus versos. Asimismo, resulta difícil hallarle un acompañante, ya que el viaje se efectúa en solitario, siempre de afuera hacia adentro, porque es en nosotros mismos donde naufragamos y reflotamos cíclicamente. Hay mucha sabiduría y conocimiento en este libro y eso es lo que lo diferencia de la mayoría, no solo porque reúne lo mejor de Valero, sino porque estos poemas han cobrado una nueva vida al verse reactualizados y vigorizados con este nuevo giro. Ya desde Teoría solar, publicado en 1992, se aprecia la evolución de su poesía, que encuentra grandes momentos en Vigilia en Cabo Sur, Días del bosque y, sobre todo, en El libro de los trazados, de 2005. No soy propenso a las exageraciones ni a la alabanza gratuita, pero en un país como la actual España, cuya vertiginosa sobreproducción editorial no va de la mano con su realidad sociocultural ni económica, no resulta un error afirmar que Canción del distraído, por su intensidad y madurez, es uno de los puntos álgidos de la poesía española de las últimas dos décadas. Y ello, en esta sociedad banal y exorbitantemente superficial —a decir de Lipovetsky— es un gran triunfo que todos debemos celebrar.

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El libro de los alfabetos de Christian T. Arjona: reseña de Eduardo Moga

CONSTRUCCIÓN Y SOLEDAD Eduardo Moga

nEl libro de los alfabetos, de Christian T. Arjona (Montgat, 1977), es una obra votiva, un homenaje a seis escritores: Baruch Spinoza, Miguel de Molinos, Fédor Dostoievski, Friedrich Nietzsche, Ezra Pound y James Joyce, aunque, en realidad, a lo que Arjona homenajea es al lenguaje. Se trata de un artefacto insólito: trabado y hermético en su forma, pero abierto a los cuatro vientos de la significación. El trabajo estructural se constata desde la primera línea, una cita de Spinoza: «El orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas». El poeta persigue ese ordo et connexio rerum con todas sus fuerzas. El libro de los alfabetos se compone de seis partes, cada una con veinticuatro epígrafes: seis tetrahexaedros, pues, que, sumados, integran un poliedro de ciento cuarenta y cuatro caras. Cada uno de los veinticuatro epígrafes se dedica a un mismo asunto, aunque su contenido varíe en cada capítulo. El quinto, por ejemplo, trata de la rosa; el vigésimo, la condena sufrida por cada escritor; el vigésimo tercero, su muerte. A su vez, cada uno de los epígrafes se identifica con un número árabe y un signo alfabético: para el judío Spinoza, se usa el alfabeto hebreo; para el místico Molinos, el tibetano; para el ruso Dostoievski, el cirílico; para Nietzsche, que habló de Homero, Sócrates y Dioniso, el griego; para Pound, traductor de las analectas de Confucio, ideogramas chinos; para el celta Joyce, caracteres rúnicos. Y tras ellos, El libro de los alfabetos incorpora un brevísimo relato policiaco –y metaliterario–, «La desaparición del Dr. Nulla», un personaje al que se encomienda el análisis del propio libro, y cuya conclusión no es sino una reivindicación de la literatura como realidad autónoma, como acto cuya comprensión no requiere inteligencia, sino simple y extática aceptación. Este vasto entramado recuerda a la máquina luliana de la verdad y al laberinto multidimensional de Rayuela, pero el afán unitivo de Arjona, que se manifiesta con tan escrupulosa pujanza, y que tan característico es de los poetas existenciales, se proyecta también en el contenido de los epígrafes, que son versículos, o lacónicos poemas en prosa. En muchos se expresa la identificación de la naturaleza y el lenguaje: el cosmos es verbo; los fenómenos de la realidad son, como querían los estructuralistas, fe-

El libro de los alfabetos Christian T. Arjona Libros del Innombrable: Zaragoza 2014 77 págs.

nómenos del habla. Más aún: no hay más ser que el lenguaje, donde encuentra su casa todo lo existente: «escribo (…) con signos que se mueven. Si escribo “hombre”, el pincel camina; si digo “árbol”, la tinta echa raíces; si digo “sol”, arde la página», dice Arjona en «Paisajes del exilio». Esta busca acuciosa de una totalidad en la que el hombre se adentra mediante la palabra obedece a un lacerante sentimiento de soledad. Los seis autores elegidos, en cuya selección se reconocen dos de las principales influencias del poeta, la filosofía y la mística, son ejemplos de creadores solitarios, cuya soledad se plasmó en episodios atroces; y también autores condenados, de cuyas condenas Arjona deja constancia en epígrafes desolados: Spinoza fue excomulgado; Molinos, declarado hereje; Dostoievski, condenado a muerte por el zar; Nietzsche, ingresado en un manicomio; Pound, encerrado en una jaula y tenido por loco; y Joyce, perseguido con saña por la censura. Pero El libro de los alfabetos no transmite pesadumbre, sino, por el contrario, alegría, luz. Los versículos del libro se engarzan como animales brincantes, como relámpagos multicolores. Su escritura políglota ofrece una dimensión, no solo visual, sino pictórica. Las metáforas se agrupan como realidades autónomas: como floraciones. La mano transcribe al ojo en su persecución incesante del detalle revelador, del matiz encendido, de la palabra exacta. Pero lo visual, con ser neurálgico, es sólo un apartado de una concepción material de la escritura. El lenguaje es, para Arjona, una materia moldeable, una pasta en cuyo interior duermen álgebras y fulguraciones, a cuyo descubrimiento se aplica con el punzón de una percepción diestra y una retórica educada. El ritmo, a veces próximo al haiku, otras veces enumerativo, encauza la visión y su metamorfosis lingüística, como en este pasaje resuelto con una elegantísima aliteración: «Dejar que la luciente bruma diluya las siluetas, oír el agua, paciente hiedra, sus dedos punteando el leve laúd del alba».

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Antología poética de George Herbert: reseña de Maurilio de Miguel

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MANUAL PARA DEVOTOS DE NO IMPORTA QUÉ ALTAR

Antología poética George Herbert Animal Sospechoso: Barcelona, 2014 176 págs.

nNo hay más religión en el mundo que la de los adictos, sean fervorosos cristianos, islámicos o judíos, creyentes en dioses de ultratumba o del más acá. He ahí la tesis a partir de la cual resulta posible la lectura contemporánea del clérigo británico que nos ocupa, tan sujeto al mester de clerecía que dictaba su tiempo como al cambio de guardia y al becerro de oro. La erótica del poder, la drogodependencia, la querencia hacia el dinero... Si cambiara el sujeto del canto que Herbert entona, seguiríamos teniendo en esta antología todo un manual para uso y disfrute de almas entregadas a la devoción incondicional. Se dice que el romanticismo, en estado puro, se enamora del amor y su necesidad más que de seres humanos. Por idénticos motivos, la sed de trascendencia gobierna en la grafía de George Herbert. Claro está que se conduce en consonancia con la ortodoxia cristiana que le aporta contexto histórico. Pero, ante todo, responde al hombre que inventaría a Dios, en caso de que no existiera. Así hay que entender su lírica doctrinal, concerniente a la necedad de los pecados capitales que enumera el catecismo, lo mismo que el sentido panteísta de su devoción. George Herbert abunda en alegorías y de metáforas, características ambas de la tópica teológica. Sobre el particular defiende y hace valer su verso, actualizando las tradiciones prehumanistas que meditan, antes de darse a la loa y la alabanza. En todo caso, viene a ser cultivando la fábula y la parábola como el poeta marca las diferencias. Y eso al tratar, por ejemplo, con voluntad de estilo y exposición emocional asuntos como el de la paz, la esperanza e incluso el tiempo. Se prefiere al George Herbert que aísla en su laboratorio literario la virtud, mejor que al poeta que espía pecados todavía no cometidos, frustraciones de ángel caído y azote mortificador. «Reconozco, señor, mis faltas y mis pecados. No me atormentes más». Hasta aquí llega George Herbert inventariando fantasmas.

Maurilio de Miguel «Tanto me castigaste, que en mi pecado me quemé», «Hazme, señor, tuyo. Que sienta tu victoria», «Concédeme, señor, que con ingenio pueda siempre mirarte: sólo mirarte; pues amarte, ¿quién puede sino un ángel?». Puede escocer la sensibilidad del lector moderno, en ocasiones, la humildad un punto autodestructiva con la que George Hebert establece relación feudal de siervo hacia su dios. No hay duda. Pero, junto a su carne doliente, también se alinean formidables oraciones, destinadas a celebrar la armonía del creyente en el mundo que habita. Un mundo que le permite mirar al cielo y exclamar: «En este pecho que tú templas suena mejor la música», «un acorde concédeme, señor, en tu concierto». Es más, puestos a incidir en la exploración moderna que el clérigo inyecta a su zozobra espiritual, sorprende cómo encomienda a su alma la relación con el Altísimo. Lo hace en nombre de un alma necesariamente femenina que ansía reposar en el «costado de mi amado». No pertenece George Hebert a la estirpe de los visionarios y místicos con que la poesía religiosa ha rivalizado con la de ascendencia puramente erótica. No sería exacto, sin embargo, tampoco, considerarle en las filas del ascetismo. La suya fue una tercera vía, en la transición del siglo XVI al XVII que le vio escribir, codo a codo con pensadores seculares, como los celebrados John Donne y Francis Bacon. Apenas cuarenta años vivió George Herbert, educado en el prestigioso Trinity College, con destino a la oratoria en Cambridge. La poética de las homilías, por aquella época, conocía el látigo clerical hacia la feligresía más que reflexión alguna. Voces posteriores como la de Elliot y Coleridge se reconocieron lectores incondicionales de Herbert, ponderando tanto sus formas como su fondo. No hay sino que recorrer esta antología de página en página, a fin de poder contrastar opiniones con ellos, desde la distancia en el tiempo que acorta el paladar para la poesía de temática imperecedera. En George Herbert hay pasión, tanto en sentido religioso como humano.

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Grietas de Natalia Litvinova: reseña de Agustín Calvo Galán

CONSTRUCCIÓN Y SOLEDAD Agustín Calvo Galán

Grietas Natalia Litvinova Amargord: Madrid, 2014 92 págs.

nLa editorial madrileña Amargord cuenta con varias colecciones de poesía en las que se está poniendo el acento en traer poesía latinoamericana actual hacia España. En especial, a través de las colecciones Transatlántica y Candela. Esta última –dirigida por Concha García- está dedicada a la poesía escrita por mujeres y viene publicando a autoras del otro lado del Atlántico, algunas poco conocidas o difundidas en España. No es el caso de Natalia Litvinova (Gómel, Bielorrusia, 1986), que ya había llegado a las librerías españolas con Esteparia (Ártese quien pueda, 2013) y Todo ajeno (Vaso Roto, 2013) y que ahora publica Grietas en la colección Candela y con prólogo del insigne Juan Carlos Mestre. Afincada en Argentina desde los diez años, Litvinova recorre en Grietas no solo los espacios por cicatrizar de una infancia dividida en dos países y dos lenguas, sino también la descarnada vivencia en un mundo cada vez más desnaturalizado, simbolizada por un cuerpo herido. Su labor de puente entre dos culturas tan distantes como la latina y la eslava la convierten en una testigo excepcional no solo de las contradicciones de la globalización –que abre las fronteras a los productos y los capitales, pero los cierra a las personas– sino también de la transformaciones o las renuncias que cada individuo debe acometer para sobrevivir honestamente ante los acelerados cambios del mundo actual. Por otra parte, su capacitación como traductora, más allá de ser un puente cultural o permitir una necesaria comunicación o transvase entre dos lenguas, se convierte aquí, en su poesía, en una interesante apuesta por la interpretación personal de la realidad; así se permite decir: «No pertenezco al mundo sino a la caída» (pág. 17) o «Volver en ruso no es lo mismo que en castellano» (pág. 22). Efectivamente, el idioma, las lenguas en las que se comunica Litvinova se hacen muy presentes no solo como elementos

de su indivisible identidad sino también como motivos para reflexionar, de una manera muy original, sobre la comunicación entre las personas más que entre culturas, naciones o colectividades. En este sentido, podemos descubrir estupendos versos que ahondan en su personalidad poliédrica o en la ampliación de su acento individual, por encima de identidades nacionales o étnicas: «A veces uno es el otro. / Tan otro que es uno» (pág. 52) o «Amo cuando la noche se equivoca y regala / a otro mi sueño» (pág. 53), que nos devuelven los ecos del «Yo soy otro» de Rimbaud. Es de esta manera como la poeta localiza su posición el mundo, desde la complejidad de su individualidad; superando así, –gracias a la creación poética, tan difícil de traducir de un idioma a otro– cualquier prejuicio impuesto por sus orígenes o su lugar de residencia. Además, tras Grietas, el libro incluye dos «series» más de poemas: en la titulada Cartas de la locura, Litvinova construye un puñado de composiciones sobre una historia de amor que se ha desarrollado con apariencia clásica y epistolar, pero en la que la poeta explora a través de un cierto lirismo los caminos del deseo no resuelto y la locura. De nuevo la poesía y la escritura, la comunicación, la ayudan a superar cualquier dolor o ausencia. Escribe: «Puedo escribirte. / Tanto que la tinta se asusta. / Y se vuelve.» (pág. 72) Mientras, en la serie titulada Balbuceo de la noche Litvinova nos presenta unos poemas más cortos, depurados y desnudos, en los que nos realza los contrastes entre la soledad y la compañía, la luz y la oscuridad: la noche como cobijo inseguro para el cuerpo o como desequilibrio para los sentidos. Al fin, al leer a Litvinova nos adentramos en las grietas –estupendamente trazadas– de su experiencia personal y en su comprensión no resolutiva de las dobleces de la realidad que nos ha tocado vivir.

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Mayo 2015

Recomendaciones de Quimera

Recomendaciones de Quimera Doble Dos, Gonzálo Suárez (Random House Mondadori, 2015) Cuarenta y un años después se vuelve a reeditar Doble Dos (publicado originalmente por Planeta en 1974), de Gonzalo Suárez, un thriller de espías tan atípico y surrealista como intenso, que cuenta con personajes secundarios tan sorprendentes como Franco, Carrero Blanco o Eisenhower. La obra suscitó el entusiasmo de Sam Peckinpah, que escribió un guión sobre esta novela con el propio Suárez en Hollywood, y de Ray Bradbury, que la definió como el Fahrenheit 451 de la política-ficción. Julio Cortázar, admirador de la obra, dijo sobre ella: «Esta danza de muerte nos obliga a pensar en eso que nos rodea cotidianamente, el absurdo en el horror. Franco en persona, que sabía de estas cosas, se encargará de cerrarnos el libro en plena cara, como cerró en plena cara de España el libro de la historia».

Cosas que decidir mientras se hace la cena, Maite Nuñez (Base Editorial, 2015) Cosas que decidir mientras se hace la cena es el primer libro de la escritora catalana Maite Núñez. Después de adjudicarse algunos premios literarios de largo recorrido en nuestro país como el Luis del Val o el Hucha de Oro, entre otros, se estrena finalmente con este volumen de relatos. Los cuentos de Núñez están escritos con un estilo sobrio, sin afectaciones. Pero si sus textos destacan es sobre todo por la perspicacia con la que su autora observa la cotidianidad y por su habilidad para impregnar los textos de una emotividad honesta. La colección está atravesada también por un relámpago de sentido del humor que estalla en «Reciclaje», uno de los mejores y más breves cuentos del volumen.

La vida equivocada, Luisgé Martín (Anagrama, 2015) ¿Es suficiente soñar con el éxito para alcanzarlo? Sobre esta premisa dibuja Luisgé Martín la vida de dos singulares personajes que sueñan con la gloria y acaban abocados al fracaso. En ambos se dan las condiciones para el triunfo, pero la pasión megalómana desbordada, en el caso de Elías (el padre) y la crisis identitaria de Max (el hijo) les llevan por un camino de lujo y excesos que los hunde irremisiblemente. Narrada sobre la falsilla de la investigación biográfica, con eficacia, pulso narrativo y un punto de morbo sexual, las peripecias de los personajes atrapan al lector desde el comienzo hasta un final sorprendente.

Y todo a media luz, Maurizio de Giovanni (Lumen, 2015) En ​ la traducción española se aleja algo el título del original (Vipera) pero, pese a ello, ​no deja ​ de ser una excepcional noticia la llegada de una n​ueva novela de Maurizio de Giovanni y su comisario Ricciardi a nuestras librerías. La resolución del asesinato de una prostituta en el Nápoles del Bienio Negro es el sensacional contexto en el que se desarrolla un delicado y sugerente noir. Los lectores ávidos de una novela negra de calidad no encontrarán muchos mejores banquetes que este.

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Recomendaciones de Quimera

Mayo de 2015 El gran misterio de Bow, Israel Zangwill (Ardicia editorial, 2015) Excelente rescate de esta novela de Zangwill (1864-1926) por Ardicia editorial. Tras los elementos típicos del relato policiaco: un asesinato, un cuadro de personajes sospechosos y la indagación oportuna, Zangwill construye «otra cosa». Y ahí reside el gran mérito que convierte esta novela en diferente. El humor sarcástico que destilan sus páginas construye un fresco de personajes creíbles, alejados de la frialdad de la narración habitual de los relatos de misterio, consiguiendo añadir al suspense propio de toda obra detectivesca de «cuarto cerrado» la ruptura atractiva de todos sus tópicos; estimulando aún más el interés del lector sobre los hechos. Y si además tenemos la aprobación de Borges, no podemos pedir más: «Una de las soluciones más brillantes al juego del cuento policial», dijo de esta novela el argentino. Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, Roberto Arlt (Editorial Drácena, 2015) Ensayo previo a la publicación de la primera gran novela de Arlt, El juguete rabioso, Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires constituyen un texto vigente donde Arlt teje el desenmascaramiento de la Sociedad Teosófica y de Madame Blavatsky. Ni veinte años contaba Arlt cuando lo publicó. Imprescindible para conocer las inquietudes de Arlt y seguir escarbando en la formación de un clásico de la literatura argentina. Con esta edición profusamente anotada, Drácena se estrena en librerías con el propósito de recuperar textos del siglo XX olvidados o traspuestos, arriesgados.

Libro de la vida, Santa Teresa de Jesús (Lumen, 2015) De forma oportuna y hermosamente encuadernada y maquetada resurge reeditada por Lumen esta joya de la literatura del siglo XVI. La mejor Santa Teresa, junto con la de Las moradas, nos muestra la sensualidad y el afecto literario de una de las mejores plumas del Siglo de Oro. De esta estupenda edición sólo desencaja algo el prólogo, totalmente prescindible. Pese a ello, una estupenda iniciativa y una más que recomendable lectura. Epistolario entre Max Aub y Vicente Aleixandre, Edición de Xelo Candel Vila (Renacimiento, 2015) Este epistolario recupera sesenta y cuatro cartas que Vicente Aleixandre y Max Aub intercambiaron entre el veinte de febrero de 1958 y el trece de junio de 1971, constatando que entre los autores exiliados y los que quedaron en la península hubo un contacto fructífero. Uno de los proyectos más importantes que ambos autores iniciaron fue la publicación de la revista Los Sesenta, en cuyo consejo de redacción figuraban, además, Damáso Alonso, Rafael Alberti, Jorge Guillén y Bernardo Giner de los Ríos. Ambos colaboraron, como se aprecia en las cartas, en revistas como Cuadernos Americanos, Excelsior, Ínsula, Revista de la Universidad de México o Papeles de Son Armadans; compartieron impresiones sobre la poesía de los autores más jóvenes e intercambiaron reflexiones sobre autores de diverso signo.

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