REDACCIÓN Editor: Miguel Riera Director: Fernando Clemot Redactor Jefe: Jordi Gol Consejo de redacción: Álex Chico, Ginés S. Cutillas
Colaboradores nº 387:
4 El foyer
Breve, pero intenso
Iván Teruel, Carolina Cebrino, Aixa de la Cruz, Terence Dooley, Aitor Francos, Andrés García Cerdán, Rebeca García Nieto, Inés García-Albi, Alberto GarcíaTeresa, Ana Gorría, Eric Gras, Kiko Herrero, Yolanda Izard, Daniel López, MacArthur Foundation, Ricardo Martínez Llorca, Fran G. Matute, Eduardo Moga, Cristina Morales, NCMallory, Verónica Nieto, Gemma Pellicer, Bárbara Pérez de Espinosa Barrio, Ana Prieto Nadal, David Shankbone, Angel Talián, Silvia Terrón, Saturnino Valladares, Ana Vallés, José Antonio Vila, Rubén Vilanova, Manuel Vilas Ilustración de portada: Lorena Mateu © Maquetación y cubierta: Jordi Gol
15-36 aso El cielo r
5-14 los espejos de El salón
Dossier: renovadores del relato corto
Entrevista a Cristina Morales (5)
Rebeca García Nieto: El resurgir del relato corto (15)
Entrevista a Kiko Herrero (11)
Fran G. Matute: «Take Me Home, Country Roads» (16) Bárbara Pérez de Espinosa Barrio: Lucia Berlin, una vida en relatos (19) Eric Gras: Lydia Davis. Ideas, lenguaje, historias (22) Rebeca García Nieto: William H. Gass y Donald Barthelme (25) Aixa de la Cruz: George Saunders y la distopía del sueño americano (28) Yolanda Izard: Pequeñas subversiones: deconstrucción e impresionismo en los cuentos de Medardo Fraile (31) Verónica Nieto: Mapa del nuevo cuento latinoamericano (34)
37-38 res de perlas do Los pesca Microrrelato inédito de Iván Teruel
41-43 a oz human 39-40 Barba azul La v de Ana Vallés. Catorce Anas. El castillo Una falsa entrevista Poemas de Terence Dooley
44-50 ch n the Bea Einstein o
Saturnino Valladares. Aproximación a la correspondencia entre José Ángel Valente y los poetas de la Escuela de Barcelona (II): Jaime Gil de Biedma (44) Manuel Vilas. Recuerdo de un verano en el invierno (48)
Corrección: Cinta Moreso Galiana ISSN: 0211-3325/DL: B 38779 /1980
Eduardo Moga. Entre libros viejos (50)
Edita: Ediciones de Intervención Cultural S. L. C/Juan de la Cierva, 6. 08339 - Vilassar de Dalt (BCN) Tel. Admón., Redacción, Publicidad y Suscripciones: 937550832/937962631 www.revistaquimera.com redacciondequimera@gmail.com publicidad@revistaquimera.com pedidos@edic.es
51-53 er rante dés El holan
54-64 ú El ambig José Antonio Vila: Un gran mundo de Álvaro Pombo (54) Angel Talián: Fuera de tiempo de Antonio de Paco (55)
Ginés S. Cutillas. Un errabundo en Berlín
Jordi Gol: Fabián y el caos de Pedro Juan Gutiérrez (56) Ricardo Martínez Llorca: Pureza de Jonathan Franzen (57)
Imprime: Gráficas Gómez Boj
Gemma Pellicer: Materia oscura de Ángel Zapata (58)
Derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de este número, sea por medios mecánicos, químicos, fotomecánicos o electrónicos, sin la autorización del editor. Quimera no retribuye las colaboraciones. Los colaboradores aceptan que sus aportaciones aparezcan tanto en soporte impreso como en digital. La redacción no devuelve los originales no solicitados ni mantiene correspondencia sobre los mismos. La revista no comparte necesariamente las opiniones firmadas por sus colaboradores.
Eric Gras: Signor Hoffman de Eduardo Halfon (59) Ana Prieto Nadal: Chicas muertas de Selva Almada (60) Ana Gorría: La guerra según Santa Teresa de María Folguera (61) Aitor Francos: Nunca mejor dicho de Karlos Linazasoro (62) Alberto García-Teresa: Himnos craquelados de Jorge Riechmann (63) Andrés García cerdán: Papel ceniza de Trinidad Gan (64)
Esta revista ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
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65-66 de Quime daciones Recomen
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El Foyer
Breve, pero intenso El relato corto irrumpe de nuevo (si es que alguna vez se había ido) con fuerza en el panorama literario. El premio Nobel a Alice Munro lo confirma. Este género seminal, eclipsado por la omnipresencia de la novela —«¿Y para cuando una novela?», es la pregunta típica del periodista cultural al escritor de cuentos—, vuelve a hacerse un hueco entre la crítica y los lectores; hasta hace poco tiempo era, junto con el teatro, el terror de las editoriales. El dossier que presentamos, organizado por nuestra colaboradora habitual Rebeca García Nieto, reflexiona sobre la obra de algunos de los autores que más han contribuido a la reivindicación del género, tal y como explica su artículo introductorio. Así, Fran G. Matute nos adentra en la obra del misterioso Breece D’J Pancake, autor de la fascinante recopilación Trilobites y uno de los cuentistas más capacitados de su generación, cuya prometedora carrera se vio truncada por su temprano suicidio a los veintiséis años. Bárbara Pérez de Espinosa Barrio nos acerca a la escritura de Lucia Berlin, autora que ha sido comparada con Carver y anticipadora del realismo sucio. Gran admiradora de Berlin y una de las autoras más influyentes del relato en EE. UU., Lydia Davis —cuya obra Ni puedo ni quiero ha sido definida por The Boston Globe como el libro de relatos más revolucionario escrito por un escritor norteamericano en los últimos veinticinco años— posee un estilo propio, que Eric Gras describe en su artículo como a caballo entre la poesía y las matemáticas. Rebeca García Nieto establece una comparativa entre dos grandes del relato estadounidense, el exquisito William H. Gass, gourmet del lenguaje, y el posmoderno Donald Barthelme. Aixa de la Cruz muestra la forma en que George Saunders es capaz de disolver los límites entre géneros literarios en su obra Diez
de diciembre. El cuento hispanoamericano tiene también representación en este dossier de la mano de Medardo Fraile, con la capacidad de disidencia y subversión del género que le atribuye Yolanda Izard, y de un interesantísimo artículo de Verónica Nieto que analiza las características peculiares de algunos de los mejores cuentistas actuales en castellano. Como prólogo al dossier, contamos con una entrevista a la joven escritora Cristina Morales, que ha novelado en Malas palabras la vida de Santa Teresa; y una entrevista al galerista español afincado en París Kiko Herrero, finalista del prestigioso premio Goncourt 2014 con su novela Arde Madrid. En el apartado de creación podemos disfrutar de los microrrelatos de Iván Teruel y de la poesía de Terence Dooley traducida por el poeta Eduardo Moga. Ana Vallés, cofundadora de la compañía de teatro Matarile, desgrana las claves de su obra dramática en una falsa entrevista a sí misma. Saturnino Valladares nos ofrece su tercera entrega de artículos sobre la correspondencia de Ángel Valente con la escuela de Barcelona, centrándose esta vez en la figura corresponsal de Jaime Gil de Biedma. Manuel Vilas disecciona la actualidad cultural y literaria a través de sus andanzas en su último verano y Eduardo Moga realiza una reflexión otoñal sobre las ferias del libro viejo. Y para terminar, tras un artículo en el que Ginés S. Cutillas nos ofrece su particular visión literaria de Berlín, nuestras secciones habituales de reseñas y recomendaciones, bien nutridas en esta ocasión. Un número de alta temperatura para guarecernos del frío del invierno.
El relato corto irrumpe de nuevo (si es que alguna vez se había ido) con fuerza en el panorama literario. El premio Nobel a Alice Munro lo confirma. [...] El dossier que presentamos, organizado por nuestra colaboradora habitual, Rebeca García Nieto, reflexiona sobre la obra de algunos de los autores que más han contribuido a la reivindicación del género
Jordi Gol Jefe de Redacción de Quimera. Revista de literatura
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«Teresa me alienta a no callarme la boca» Entrevista a
Crisitina Morales
Daniel López Fotografías: Carolina Cebrino
.Cristina Morales
(1985) es una de las más destacadas voces en la nueva narrativa española. Textos suyos se encuentran en las más relevantes antologías sobre el género de autores de su generación. Tras la peculiar propuesta de su primera novela, Los combatientes (Caballo de Troya, 2013), la escritora acometió el encargo de reescribir la vida de la santa Teresa de Jesús en los años en que escribe su Libro de la vida. La encomienda de la editorial Lumen se ha convertido en Malas palabras, segunda novela de Cristina Morales publicada el año del quinto centenario del nacimiento de la santa. Me encuentro con la escritora en el Albaicín de Granada, su ciudad natal, para analizar su visión de la vida y obra de Teresa de Cepeda. Malas palabras es un libro que nace de un encargo de tu editorial. ¿Condiciona el encargo el proceso de escritura de esta obra?
Claro. El encargo es tan elemental como que se propone un tema, y en este caso se propuso hasta la voz: debía ser un libro escrito en primera persona. Y eso no fue una propuesta, fue una condición. Y fue algo problemático al principio porque yo era una desconocedora de la obra de Santa Teresa. Me tuve que poner prácticamente desde cero porque sí tenía el conocimiento académico, el del instituto y el colegio, pero eso, precisamente, se podía suplir leyéndola a ella y leyendo a sus glosadores. Sin embargo, el tema de la primera persona, de su voz, fue lo más complejo para mí por el hecho de que yo no podía hablar en primera persona como si fuera una escritora porque la escritora ya habló en primera persona. Es como si uno se pusiera a hacer de Cervantes. Eso, en un primer momento, me pareció incluso indecente, pero el encargo estaba servido y me lo tomé como un desafío. Finalmente,
encontré esa estilización de la voz de Santa Teresa, que si bien utiliza giros y sintaxis propios del siglo XVI, no es una imitación; es una lengua literaria nueva, la que yo encontré. Y desde el punto de vista de la creación, claro que el encargo marca sus reglas y supone un reto. Como decía Paco Umbral, los encargos son matrimonios de conveniencia y por eso salen bien. Al menos, yo creo que este ha salido bien. El libro se caracteriza, entre otras cosas, por la diversidad de textos que lo componen: confesionales, testimoniales, epistolares, libre discurrir de la conciencia, etc. ¿Cómo ha sido el proceso de ensamblaje para que todos confluyeran en la potente voz de Santa Teresa? Pues creo que ha sido exactamente al revés. Ha sido la primera persona, el hecho marcado por un encargo que era innegociable, la que ha ido propiciando el ensamblaje de todas estas
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herramientas que pasan por ella. Tanto en el discurso interior como en lo epistolar —que si no es primera es segunda persona— o lo confesional en su sentido más seglar y religioso, la primera persona buscaba este tipo de narrativas que para mí eran prácticamente desconocidas hasta este momento. Pero sí, la primera persona imponía este tipo de giros y no otros, como podría ser aferrarse más a lo argumental o a la trama. Para mí era mucho más importante ser exigente y coherente con la voz y la propuesta, centrarme más en el tema que en el discurrir lineal de la trama o el argumento. De hecho, uno de los grandes hallazgos de la novela es cómo has construido una primera persona de un personaje histórico que no suena a copia, sino que se acerca más a una recreación por la que se descubre casi a un personaje nuevo. Qué bueno esto que me dices del personaje porque, cuando me preguntan, a mí me cuesta mucho distinguir a mi Santa Teresa de Malas palabras de la Santa Teresa que yo he estudiado y que he conocido un poco más gracias a este estudio. Y en ese sentido, ¿cómo ha sido el proceso? ¿Cuánto hay de documentación para la construcción de esa voz y cuánto de ejercicio de creación por tu parte? Claro, todo lo que se cuenta en la novela es verdad, en el sentido de que el lapso de tiempo que trata está en el Libro de la vida, los hechos vitales de los que trata se consignan ahí: su llegada en Navidad a casa de Luisa de la Cerda, el encargo que le hace su confesor, la venida de María de Jesús, sus disquisiciones sobre la pobreza radical, el cambio de confesor, la entrega del manuscrito… Todo eso nos lo dice Santa Teresa en su Libro de la vida. Eso para mí era el andamio fundamental, que los hechos fueran históricos en cuan-
to nos los ha contado Teresa, porque podría no haber sido así. Así que creo que lo que yo hago es literatura sobre literatura, que en términos religiosos, por lo que ataña a nuestra santa, podríamos llamarlo interpretación. Algo que se me hacía indecente, tratar a la escritora como personaje, hacer a la escritora un personaje, a fin de cuentas me pareció a lo largo del proceso de documentación incluso necesario en términos antropológicos, etnográficos, hasta incluso diría de crítica literaria, porque yo hallaba en el proceso de documentación cosas que no me gustaban, no sólo leyéndola a ella sino
leyendo cómo otros la habían leído a ella. Y esto ocurre hasta hoy, la crítica literaria dice de Santa Teresa que su gracia está en su desaliño, en su gracia literaria, pasando mucho por alto algo tan fundamental como que ella escribe oralmente y no retóricamente, porque por ser mujer se le tenía vedado el acceso al latín, a la universidad y al seminario. Entonces, si por un lado es un juicio machista, por otro es un discurso extraliterario, y si no extraliterario, sí que la ningunea intelectualmente. Si yo quería rellenar algún hueco con Malas palabras sobre la vida de Santa Teresa, sin yo tener una especial pre-
El salón de los espejos
dilección hacia ella como escritora ni como figura histórica, me parecía que en lo que me corresponde, la parte que me toca como escritora, ese hueco de qué juicios se hace de las escritoras a lo largo de la historia sí quería rellenarlo. Hay un punto de la obra en que biografía y autobiografía se cruzan. La santa Teresa reflexiona en el libro sobre el sentido de su escritura, que parte de un encargo por parte de su confesor. Se establece una relación paralela con el encargo que tú recibes para ser la autora de la reescritura de su vida por la que parecen tuyas esas digresiones. ¿Hasta qué punto es cierto que las reflexiones de la santa son un palimpsesto de las de la escritora Cristina Morales? Sí, claro, lo han sido sin duda, y qué bien que tú lo hayas leído y lo hayas visto así. No sé si se alinearon los planetas o yo los alineé con un tirachinas, pero mi hermandad con Santa Teresa está precisamente en esto, en que a ella le hacen un encargo y a mí me hacen un encargo. Y a mí me sirve su encargo para reflexionar sobre mi encargo. O más bien al revés. Yo finalmente no quería dejar de hablar de mí, ni pretendía esconderme, quizá sí disfrazarme, ponerme un antifaz o un hábito. Pero no quería dejar de ser la Cristina Morales escritora. El desafío era este. Es difícil ponerse en el pellejo de una monja del siglo XVI. Es difícil y podría resultar ridículo. Lo que finalmente me funcionó, lo que me motivaba a sentarme cada mañana a la hora de escribir, era ver que sí tenía algo verdaderamente en común con esta persona de quinientos años atrás y que eso común tenía que ver con las restricciones a la hora de enfrentarse a la escritura, que no es un acto de libertad; no lo fue para ella hace quinientos años como no lo es para mí quinientos años después. Ella tenía unos tiranos, unas limitaciones legales y sociales, y yo he tenido a otros. Y esto me hace también
Entrevista a Cristina Morales
reflexionar en términos políticos a día de hoy, entender que no hemos mejorado en este sentido o, al menos, asumir que la libertad no ha aumentado o que hay un concepto de progreso. Lo que hay es una transformación de las limitaciones, una transformación de las libertades, pero la palabra que define al acto de escritura no es libertad. No lo es, desde luego, en el formato de una novela, no en el formato de un encargo; no es completamente libre. Se ponen otras cosas en valor, como antes yo te mencionaba: el reto, el desafío, es que uno se plantea caminar por caminos que nunca habría transitado. Pero sería mucho decir que yo escribo libremente, ni esta ni las anteriores. A algunos se les llena la boca con la libertad en la escritura; a mí me parece falaz. En relación con lo que me acabas de contar, tu Santa Teresa escribe en contra de sus propias limitaciones, en contra de la idea de la escritura como acto ególatra, y parece luchar por ir a través de su ejercicio a la esencia de las cosas, despojándola de artificio y centrándola en su receptor. Por supuesto, lo hemos apuntado antes. Ella, Teresa, y en este caso no te hablo de la Teresa de Cepeda de Malas palabras, sino de la Teresa mujer escritora que yo he conocido a través de la documentación, era una antirretórica. No sólo por convencimiento; era opuesta a esa idea de retórica que apunta que el lenguaje sirve para seducir y convencer y, por tanto, no tiene una función tan comunicativa como seductora. Teresa, en su época, ya habla de los retóricos. En su Libro de la vida y en sus cartas ya habla de ellos como de alguien de quien cuidarse porque no utilizan la palabra desnuda, utilizan la palabra con estos fines seductores. Ella no puede ser retórica porque no controla el lenguaje académico o el lenguaje canónico de la escritura de la época por ser mujer y no tener acceso a
la alta cultura. Pero aparte de esto que es circunstancial, histórico y evidente, ella hace de su capa un sayo. Santa Teresa convierte la oralidad, convierte esto que los malos críticos han llamado el desaliño, en desnudez, en una forma de crear; hace un género literario de eso. Hay que llamarlo de manera mayúscula. Y esta honestidad y desnudez tampoco me gustaría tomarlas como si fuera un boxeador cuando no está en guardia y no se protege. Desnudarse puede ser una forma de vestirse. Quiero quitarle inocencia. Mi Teresa de Cepeda en Malas palabras es lo que yo he entendido en Santa Teresa como un disfraz de no ser para ser. Yo rompo una lanza a favor del artificio. Totalmente, incluso más allá del personaje de la santa, se percibe ese impulso en el conjunto de la novela porque, teniendo en cuenta el personaje histórico, hubiera sido fácil caer en el costumbrismo. Por el contrario, organizas los materiales para darles un sentido tremendamente actual, sobre todo lo relacionado con las relaciones de género, el hecho de ser mujer o la sexualidad. ¿Cuánto y cómo están de presentes estás inquietudes en tu visión de la vida de Teresa de Jesús? Te repito lo de la inocencia. Nos creemos que lo hemos inventado todo nosotros. Hablas de la sexualidad y, claro, la sexualidad no pasa necesariamente por la penetración, ni por una relación, por supuesto, heterosexual. La sexualidad que yo he querido tratar en el libro incluso para mí era chocante. Yo no pensaba en la sexualidad del siglo XVI. Pensaba en las sátiras de Lope, en estas criadas a las que meten mano sus señores o el criado de su señor, esta visión así chistosa que no entra en la profundidad de las cosas. Pareciera que en el siglo XVI la sexualidad era eso. No estábamos allí y no sabemos cómo se lo montaba la gente, pero me parecía que yo pecaba de ingenua si convertía
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a Santa Teresa en lo que la ha convertido la iglesia, es decir, en una virgen. Por otro lado, y ya no pecando de ingenuidad sino de ser muy retorcidos, el siglo XIX, el XX y lo que llevamos de XXI han hecho un análisis del misticismo muy machista, apelando a la histeria de Santa Teresa o a la frigidez de la mujer porque era una monja y por eso tenía visiones eróticas. Y claro, eso existe hasta hoy, el argumento de que como hay falta de hombre y de pene esto es lo que pasa, que se te va la pinza. Pero lo que yo quería trasponer a la novela era cómo mi Teresa de Malas palabras crea una sexualidad que por supuesto no pasa por la penetración, no pasa por el pene, o si pasó no lo vamos a saber, pero esto no nos importa. Ella crea una nueva sexualidad en su relación con el propio cuerpo y también con los demás, que puede ser que originalmente pase por algo tan básico y tan basto como reivindicar que no se la viole, que era lo que ocurría. En la época de Santa Teresa eran mujeres paridoras, paridoras desde que se casaban hasta que se morían; se morían pariendo, que es lo que le sucedió a su madre que tenía un hijo casi cada año. Entonces, quería hablar de la sexualidad primero partiendo del rechazo a esa violencia. Desde luego, frente a los discursos hegemónicos sobre el cuerpo, tu Teresa de Cepeda plantea una relación con él desorbitada, donde el dolor físico es resultado de su aceptación desde niños como una expresión del deseo reprimido más que de cualquier otra cosa. Claro, sin duda. Es que además seríamos, antes he dicho inocentes, pero seríamos presentistas. En realidad lo que somos es unos presentistas que nos creemos que la monja de hace quinientos años era una mojigata y no sabía lo que era el mundo. Claro, no sólo lo sabía, sino que se lo construyó y lo expor-
tó. Imagino que te refieres también a las escenas del martirio en las que juega con su primo desde niños. [Afirmo su pregunta.] Ella nos confiesa en su Libro de la vida que ella tuvo, no dice amorío, pero dice que un primo le tenía «mucho amor y entonces mi padre decidió meterme en un convento de clausura». Yo no podía dejar de tener, aquí por detrás, el fantasma de Las sombras de Grey, porque no quería dejar de hablar de ello sin pecar de la frivolización que se plantea en ese libro. Para empezar porque la papeleta que nos intentan vender con Las sombras de Grey es que a una jovencita le encanta ser sodomizada por un señor que le saca diez o veinte años dueño de una empresa enorme y millonario. Es decir, que el sueño de Las sombras de Grey no es sólo clasista, sino que además es tremendamente machista, hecho a la medida de un hombre, además de un tipo de hombre muy concreto. Lo que es cierto es lo que tú bien apuntabas, el modo de relacionarse con el cuerpo y el dolor, encontrar placer en el dolor, incluso dar un paso previo, atreverse Teresa de Jesús a decir que «Dios me hiere. Dios, que es eminentemente algo bueno, me hace daño». El siguiente paso es «y además, me gusta». El atrevimiento, el primer paso, el gran desafío filosófico y teológico en ese momento es decir: «Dios, que es bueno, me hace daño». En su momento, los dominicos le decían: «Si te hace daño es el demonio porque Dios no puede hacer el mal». ¿Y cuáles son las herramientas a las que acudes y manejas para armar este discurso? A mí todo esto me tenía muy excitada y acudí a un libro magnífico que se llama Actas de los mártires, que recopilaron en su momento los primeros cristianos, los que sobrevivieron al martirio romano, que son las actas que se levantaban por el funcionario romano de turno y que
se tradujeron al español en los años cincuenta, publicadas por la Biblioteca de Autores Cristianos. ¡Y eso es un filón!, es para volverse loco. Es un libro extraño y, desde luego, desconocido a efectos literarios. Estas actas, que son diálogos y que yo he querido recoger en el libro, son muy explícitas con el castigo. Esta imaginación desorbitada la literaturizó de una manera loca, como no podía ser de otro modo, Terenci Moix en Nuestro virgen de los mártires. Eso es lo que yo estaba leyendo cuando llegó el encargo de Santa Teresa por parte de Lumen. Para escribirlo Terenci Moix tuvo que leer necesariamente estas Actas de los mártires traducidas al español. Terenci lo lleva a su terreno, creando a un noble romano de la época que se enamora de un cristiano y recrea estos diálogos de una manera muy jocosa. Esto forma parte de un impulso mío de querer desacralizar e incluir un referente literario carente. Me interesaba hacer explicita esa ideología judeocristiana que parece invisible. Estás hablando de la actualización y revisión de ideas del pasado, y en ese sentido, en la novela también parece que das una vuelta de tuerca al tópico literario del amor más allá de la muerte, llevándolo aún más lejos. Por supuesto, Teresa se quiere morir. Teresa nos declara en su obra que se quiere morir porque quiere alcanzar a Dios, por su amor. Como bien has dicho, le pongo un relieve crítico, en este caso no por una crítica hacia Teresa, sino porque hago que Teresa aplique este concepto de amor y muerte indisoluble a otro personaje que es su dueña Luisa de la Cerda. Teresa, finalmente, adopta una posición intelectual superior. Teresa tiene problemas con el voto de humildad, ella no lo declara pero yo lo declaro en Malas palabras. Ella va de maestra, va a enseñar la virtud o el cómo hacerse mejor cristiana,
El salón de los espejos
Entrevista a Cristina Morales
críticos sobre la sexualidad de las monjas de entonces y de las monjas ahora, que posiblemente no pasarían en la academia por estudios feministas, incluso no llegarían a pasar ni por críticos, pero que a mí me han parecido iluminadores porque desvelan toda esa hipocresía de la que te hablaba antes. Cómo una sociedad absolutamente judeocristiana y falsamente secularizada —para unas cosas sí y para otras no— se niega a tener una visión analítica de lo religioso y hace tabula rasa, entendiendo a curas y monjas como apartados del mundo, sin conciencia de lo que pasa, sin visión de la realidad, atribuyéndoles el misticismo. Y esto, claro, no es así. No me parecía de recibo acercarme a la Iglesia sin un punto de vista crítico, desde la propia Iglesia además.
cuando para su sorpresa descubre que una señora, una señorona, o sea una Medinaceli, riquísima, en ella ve que es capaz de subvertir ese tipo de amor que viene de la alta Edad Media, que nos viene del amor cortés. Fíjate, esta cosa escatológica, Teresa está enamorada de un muerto resucitado, pero su señora, su Luisa de la Cerda, también está enamorada de un muerto con el que duerme cada noche. Yo no quería bajo ningún concepto recrearme en los estereotipos renacentistas. No quería coger un personaje de Lope, eso no tendría sentido como escritora. Intento tener algo nuevo que decir, señalar lo que no ha sido señalado hasta el momento, e intento ser lo menos inocente posible, quitarle inocencia a estos personajes, la mayoría femeninos, porque creo que su tratamiento hasta ahora a mí me sangraba. En algunas de las cosas que me cuentas en relación a la sexualidad, al amor o al género se intuye un acervo de teoría feminista
y de postestructuralismo, de subvertir códigos hegemónicos y relaciones de poder en torno a estos temas. ¿Hasta qué punto ha sido está tu intención? Yo no he hecho un estudio académico, constante y serio sobre feminismo ni postestructuralismo. Van llegando las cosas a mí. Leo más pasquines y fanzines anarquistas que obras de pensamiento crítico. Leí en los años universitarios, pero ahora me he vuelto mucho más errática en las lecturas. Para Malas palabras en concreto sí que leí obras críticas sobre teología y teoría de la religión. La religiosa Teresa Forcades tiene un pequeño ensayo titulado La teología feminista en la historia que fue para mí un parapeto ideológico a la hora de empezar a escribir. También fue un referente ideológico el libro de otro religioso, carmelita descalzo precisamente, Juan Antonio Marcos, titulado Mística y subversiva: Teresa de Jesús, que defiende el carácter revolucionario del pensamiento teresiano. Leí también estudios críticos sobre cómo era la clausura entonces, estudios
Acercándonos a otros temas, en la parte final del libro escribes «que amor es libertad, no linaje». ¿Se podría entender como una crítica a la familia como prisión del amor frente a la libertad de ejercerlo? Claro que sí. Ayer precisamente lo hablaba con la poeta Erika Martínez. Cuando Teresa dice linaje está diciendo construcciones familiares, que funcionan como un mecanismo de control para empezar por el papel relegado de la mujer en ellas y seguir con cuestiones como el nombre, el apellido, el matrimonio concertado, la dote… La procreación Claro, claro… La sociedad gira en torno a ese hecho. Diría que la familia, la reproducción social, giraba en torno a la mujer. A mujer muerta, mujer puesta. Cuando la mujer moría con treinta y tres años, como ocurrió con su madre, a fuerza de un parto continuo durante años, se apuraba al marido viudo a casarse rápidamente con otra por necesidad, siendo la mujer como era el centro de la familia. Yo incluso diría que lo sigue siendo hoy. Teresa interpreta que
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Entrevista a Cristina Morales
el amor que le han vendido, el amor familiar, no es sino un modo de sometimiento, y el linaje quiere decir familia y quiere decir sociedad entera. Ser antilinaje en esa época significaba ser un antisistema, es atacar la jerarquía y los estamentos sociales. En ese sentido, tu libro de la vida de Teresa de Cepeda se podría considerar como un ejercicio crítico de la escritora hacia la familia, el papel de la mujer en la sociedad y la violencia a la que se le somete en el tiempo que le tocó vivir. No en vano Teresa se podría haber casado muy provechosamente y no lo hizo. Con respecto a esto que dices del linaje —la parturienta, la sistemáticamente mujer violada por su esposo—, yo quería llamar a esto violencia. Igual que Fray Bartolomé de las Casas decía que lo que se hacía en América contra los indios era violencia. Fray Bartolomé era un crítico del sistema colonial y Teresa es una crítica del sistema doméstico desde la metrópolis. En el momento en el que ella critica a la familia y a la Iglesia está criticando a la sociedad entera. Esto era para mí muy importante como escritora, y ahora lo sigue siendo. Yo te hablaba antes de señalamiento, y en concreto el señalar la violencia donde la hay. O sea, el hecho de que el marido cubriera a la esposa diariamente hace quinientos años, y no porque esas personas fueran analfabetas, y no porque fuera el Siglo de Oro y eso no existiera, no debe dejar de llamarse violencia. Creo que hay una necesidad acuciante de desprestigiar el mito fundacional del Estado español que es el Siglo de Oro, que no en vano se llama Siglo de Oro. Si eso es el Siglo de Oro es de chiste, porque ¿para quién? Alguna vez lo he dicho en otra entrevista: más bien se trató del Siglo de Hierro. El Siglo de Oro es el siglo del clímax de la Inquisición española, es el siglo de la quema de herejes, es el siglo del
El salón de los espejos
Concilio de Trento, de la Contrarreforma, claro, el siglo en el que el Imperio español se unifica y España se extiende; en ella nunca se pone el sol. Pero el mito fundacional que ha llegado hasta los libros de la E.S.O., y que es incuestionable, es un siglo de violencia indiscriminada empezando por las mujeres, siguiendo por los no cristianos y acabando por los indios. Y esto, sorprendentemente, sigue siendo intocable. Y desde luego esta visión de Teresa de la mujer masacrada en el ámbito de lo doméstico, privado y familiar no ha llegado al aula. Yo no tengo ni poder ni interés para crear una cátedra en un departamento sobre estos temas, pero creo en esta visión del hecho histórico firmemente y entonces acudo a la ficción para darle lugar. En ese sentido, y para finalizar, ¿cuánto de esa visión expresada en Malas palabras es propio de Santa Teresa, cuánto recuperas de esa visión silenciada y cuánto hay de ti en ella? Yo diría que mío es todo y de Santa Teresa también es todo. Yo me hago amiga de la Teresa que estudio en la medida en que la escribo. Basta leer con un poco de atención a Teresa y encontraremos las declaraciones explícitas de que los hombres nos cortan las alas, no basta ser mujer y una desgraciada… Esto lo dice Teresa, la estoy parafraseando. Podemos leer en Teresa sus llamadas a sus sobrinas para decir: «... dejaos de casamientos y meteos a monja». Claro, esto dicho así y desde una visión actual parece propio de una reaccionaria, de una mojigata; ¿con lo que hay en el mundo por ver cómo les puede decir a las chiquillas que se metan en un convento? Pero para ella el encerramiento era la libertad, y ella pronuncia la palabra libertad. Yo soy libre en una habitación, encerrándome, leyendo... lo que decía Virginia Woolf cuatrocientos años después. Esto que
está en Teresa, si bien yo no concibo en la actualidad que encerrarme es la libertad, no lo nombraría así, cómo no empatizar con ello. Cómo no ver que ella tiene que construirse un espacio porque está expulsada del mundo, porque cualquier pensamiento crítico en su época está absolutamente censurado y tiene que construirse el espacio, igual que se construye el amor, la sexualidad, e igual que se construye una orden religiosa aparte y hasta un género literario. Cómo no ver eso yo en mí, que me siento expulsada de tantos sitios, empezando por los lugares de ocio, expulsada del mundo laboral desde hace ya un par de años. Cómo no iban a resonar esas palabras de Teresa en mí, cómo no iba a darme ella un trampolín para escribir sobre mí. Finalmente, Teresa me alienta a ser crítica, Teresa me alienta a no callarme la boca. Y para mí, cuando se dio el encargo, fue un mundo, porque ¿qué se me había perdido a mí en una monja? Yo quería hablar de los okupas de Barcelona y al final he acabado hablando de la okupa que fue Santa Teresa, que ocupaba conventos por las noches para su orden. Entonces, este matrimonio de conveniencia como decía Paco Umbral se ha convertido en un idilio. Claro, vamos a hombros de gigantes, y qué suerte tengo que me puedo sentar en los hombros de Teresa para hablarnos al oído.
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Daniel López García (Sevilla, 1980) es periodista y escritor. Licenciado en Comunicación y Máster en Literatura General y Comparada por la Universidad de Sevilla, actualmente trabaja en su proyecto de tesis, centrado en el estudio comparado de la literatura dramática de mitad del siglo XX en EE. UU. y el teatro español actual. Ha participado en varios congresos internacionales de literatura como ponente, y colabora y ejerce la crítica literaria en medios como Revista de Letras, Quimera o La tormenta en un vaso, entre otros.
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Entrevista a Kiko Herrero
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Historias de un Madrid desmemoriado Entrevista a Kiko Herrero Silvia Terrón
.El pasado es un territorio conquistado pero huidizo cuya cartografía no deja de cambiar. Kiko Herrero, galerista español afincado en París desde hace treinta años, volcó en Arde Madrid historias que anclan su infancia y adolescencia, pero que también abren y reconstruyen el imaginario colectivo de una ciudad, desde el franquismo y la transición hasta la crisis, veteado de humor, luces y sombras. Escrito desde la distancia y en francés, este primer libro, que surgió como una necesidad vital, fue finalista al premio Goncourt a la primera novela en 2014 y llega ahora a España de la mano de Sexto Piso. ¿Recuerdas el primer texto que escribiste del libro? Fue hace unos cuatro años, cuando se estaba muriendo mi hermana e iba mucho a Madrid. Escribía e-mails a una amiga artista desde la estación o el aeropuerto, y en ellos estaba ya el germen del libro. ¿Cuál fue el principio de la madeja? Retratos cortos de personas que había casi olvidado, pero que recuperé al pasar más tiempo en la casa de mi infancia. La casa de repente se despertó; los cuartos, el pasillo tan largo que tiene... Me empecé a fijar, y cuando escribes te fijas, y cuando te fijas escribes.
Es un juego de espejos entre lo que recuerdas y lo que no. No tengo buena memoria, pero recuerdos bastante lejanos reaparecieron en esa época, con la tensión, y un recuerdo llama a otro y a otro. Lo que he escrito es apenas un veinte por ciento de lo que pensaba y quería escribir. Larra decía que merecía más la pena escribir no lo que se quería recordar, sino lo que se quería olvidar. Una vez algo está escrito está fuera de uno, nos permite abandonarlo al olvido. Sí, es como si ya lo hubieses digerido. ¿Estabas en ese proceso o querías en cambio, si no revivir, sí meterte más a fondo en el recuerdo? Ahora puedo analizarlo un poco mejor, iba escribiendo siguiendo el hilo de la memoria y sus dictados. La memoria próxima tiene muchos más matices, como si estuvieses charlando ahora mismo. Cuando recuerdo cosas antiguas vienen por puntos, es un cuadro puntillista. Te vienen sensaciones más que realidades porque en realidad no me acuerdo mucho del pasado y lo que está escrito es prácticamente inventado, transformado o exagerado. Cuanto más lejano más inventado y cuanto más cercano más real, un poco exagerado porque no puedo evitarlo, claro está.
La parte de la infancia también tiene que ver con una cierta mitología, con la visión que tienes del mundo de entonces, a medio camino entre la realidad y la fantasía. Has mantenido esa perspectiva a lo largo del libro. De niño no sabes las cosas que son importantes y las que no, la vida pasa y luego retrospectivamente te das cuenta de lo que ha sido importante, qué carácter tenía tu padre o madre comparado con otros. Cuando eres niño te imaginas más el mundo. El trabajo fue volver a encontrar esa parte de imaginación y contrastarla con la parte de realidad que el ser que soy hoy pueda tener. También juega un papel la leyenda de los recuerdos de familia. Somos una familia española con mucha gente y según se cuentan las historias cada uno tiene su versión, se van mezclando y va saliendo no una realidad sino una leyenda de lo que creímos o quisimos que fuese algo trascendental. Es la leyenda de mi pasado, reescrita muchas veces. Dicen que cuando recuerdas no recuerdas el momento original sino la última vez que lo recordaste. Todos tenemos recuerdos de infancia que sentimos como reales pero están basados en cosas que nos han contado, fotos que hemos visto. El primer capítulo, «La ballena» [la historia de una ballena muerta convertida
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en atracción de feria en Madrid], es exactamente eso. Terminé buscando la noticia por internet y ocurrió realmente, pero en los años cincuenta, así que es imposible que yo lo haya vivido. Mi padre lo contaba y de tanto imaginármelo tengo una imagen perfectamente real y construida. Podría dibujarte perfectamente cómo era el sitio, la vista, y es imposible que haya visto esta ballena que vino a Madrid en el 54. Esa escena para empezar la novela me recordaba el principio de La dolce vita de Fellini, con un Cristo que atraviesa Roma suspendido de un helicóptero, algo maravilloso y lejano que une a una ciudad, tan improbable como una ballena atravesando una meseta. Fellini es también alguien que vivía mucho de los recuerdos. Y de la mitología italiana, como yo puedo tener también influencia de la mitología castellana. Volviendo al presente, estableces un paralelismo entre la crisis en España y la peste medieval. Abenjaldún, un intelectual del medievo árabe, hace una descripción de Europa y de España que me pareció paralela a lo que estaba viendo: que de repente, de una época de prosperidad como la que parecía haber, venga una crisis y se vean familias en la calle… Como voy a España cada seis meses o así, veo las diferencias mucho más acusadas que si vives allí y las vas viendo y te vas adaptando a diario. Fue bastante impresionante la transformación súbita, las conversaciones que tenía la gente. Imagino que la época de fines del franquismo y comienzo de la democracia hay determinadas cosas que empiezan a ser posibles, y después si haces un paralelismo
con la época de la crisis, ves que cosas que crees impensables de repente se vuelven posibles, reales. Sí, impensables aunque eran bastante pensables… Pero en España había siempre una ceguera hacia delante, sin pensar y sin mirar; todo el mundo endeudándose y todos esos metros, puertos, túneles, aeropuertos, que decías: «Hay algo aquí que no puede seguir, algo se va a romper». Era una especie de locura generalizada, un optimismo exagerado. Cada vez que volvía me preguntaba qué producía España para que hubiera todo este dinero. Por supuesto no lo había, era todo prestado. En Francia no se puede decir que sean optimistas por naturaleza, pero al menos no hubo esa euforia. La crisis aquí se vive más tenue. Hablas en algún punto de esa época en España como una aceleración, como una carrera hacia delante sin preguntarse bien el sentido. Sin preguntarse qué es lo importante de lo que tenemos, qué tenemos que conservar del pasado y qué tenemos que cambiar. No se pensó muy bien, se quería seguir hacia delante y consumir, vivir, continuar, por lo menos en las ciudades. En la transición la preocupación era que no pasase nada y poder seguir hacia delante, y al fin y al cabo tampoco ha salido tan mal en muchos sentidos, pero durante muchos años no se ha pensado en lo que se estaba haciendo de una manera general ni hacia dónde íbamos ni qué representaban los partidos. Me doy cuenta de que mucha gente nos hacemos este tipo de preguntas: qué hicimos y qué no hicimos entonces. Por otra parte, es bastante típico en la historia que los hijos no se preocupen de los problemas de
sus padres sino de los de sus abuelos, porque creen que ahí está el problema y la solución. ¿Cómo de distinto hubiera sido si hubieras escrito sobre el mismo periodo en español y en España? Muy distinto. Escribí en francés y como lo que soy ahora, ni español ni francés, un poco las dos cosas, pero escribí más para los franceses, subrayando ciertas cosas que pueden no conocer o les pueden parecer más folclóricas. Ahora se ha traducido al español, algo que jamás hubiera imaginado, y quería cambiar muchas cosas porque los españoles conocen más lo que cuento. Aunque esté presente, quería evitar una visión muy política del franquismo y la transición. No quería hacer para los franceses lo que se espera de cualquier obra española sobre la época, hablando de lo que sufrimos. Eso ya lo sabemos, ya ha pasado y somos otros: cambiemos. ¿Crees que tu perspectiva es la que es por la distancia, temporal por una parte y geográfica por otra? En Arde Madrid hablo del pasado bastante antiguo, me pregunto mucho sobre lo que me queda de español. Y al buscar en el pasado comprendo también quién soy y por qué he actuado así, mis elecciones. He vivido casi treinta años en Francia, que es un país que tiene una tradición democrática más larga, con más perspectiva. Eso me ha hecho relativizar y darle más importancia a esta democracia, con todos los defectos que pueda tener y aunque tenga una parte de manipulación, no se puede vivir pensando así, porque puede conducir a situaciones trágicas, y porque también hay que darle valor a lo que tenemos.
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Entrevista a Kiko Herrero
vives y los demás te ven. Aquí en París no conozco casi a mis vecinos. También mencionabas que no eres ya capaz de reconocer el rostro de un español entre la gente. Reconozco en un segundo un grupo de franceses, pero con los españoles a veces me equivoco. Y cuando voy a España me doy cuenta también de que la gente se habla más, hay más alegría. París es una ciudad más siniestra, la gente va a trabajar con cara de estar hecha polvo. En España queda un poco más de humanidad, la transformación no ha sido total. Por otra parte, la miseria que veo aquí me parece más deshumanizada que la que se ve en general en España, es una miseria más profunda, una mayor soledad.
¿Cuál sería realmente el protagonista del libro: Madrid, tu familia, tú? Sería más bien Madrid. El narrador, que soy yo en parte (aunque empecé escribiendo en tercera persona), es el vector que habla de Madrid, de cada uno en su núcleo familiar y urbano. Hay muchas cosas que no me han ocurrido a mí, sino al protagonista; las puedo haber tomado de otra persona o imaginarme que me pudieran haber ocurrido, por lo que hablan de cualquier chico o chica de mi generación creciendo en ese entorno.
Quizá esa sea la diferencia entre la recepción del libro en Francia y en España, el reconocer historias propias, costumbristas. Me alegra, porque es difícil encontrar lo general cuando escribes. En un momento hablo de Tomasín, un vecino que mi madre siempre ponía como modelo («Mira Tomasín, como estudia...»). Mi primo me decía que él también tuvo un Tomasín, y muchos de nosotros tenemos el nuestro. También está esa manera de vivir con los vecinos, no es que vivas espiado, pero
Quizá en París es más aislamiento, gente que se siente al margen de una sociedad que atraviesan todos los días pero de la que saben que no forman parte. Eso es. Vas en metro y ves gente que son máquinas de trabajar, que están alienados, sienten que con ellos no se cuenta. Eso en España aún no lo veo tanto. Los lazos familiares están más presentes. Si ayudas a una señora por la calle piensas que podrías estar ayudando a tu tía abuela y eso, que era muy francés porque es mediterráneo, se ha perdido. Es la velocidad y la deshumanización del capitalismo o de las grandes aglomeraciones. Otra cosa que decías es que lo que más echabas de menos de Madrid no era la luz sino la sombra. Sí, cualquier español que viene a París dice que no hay sol, pero lo que falta son las sombras. ¿Has visto el día tan luminoso que hace hoy? Pues si miras tu sombra, los contornos siempre están di-
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fuminados. En la foto de la portada del libro ves el contraste: una línea negra que divide la imagen entre luz y sombra. Mirándola resume bien el libro. Salimos yo y mi hermana, yo en plena luz mirándome y mi hermana un poco abstraída y en la sombra. Si te fijas al final hay una basílica franquista que estaba en construcción entonces. Y se ven las grúas y la estructura del tejado. Está ya todo un poco en esa foto: los años sesenta, la infancia, la piscina de plástico, la terraza...
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roca, y no comprendía por ejemplo los paisajes del Loira, los encontraba completamente anodinos, tan suaves. Hay turistas franceses que dicen que para ir a la playa desde Madrid hay que cruzar una inmensidad de tierra toda igual. ¿Cómo pueden decir que es toda igual? Castilla, Salamanca, Toledo, con todos los matices que hay… pero hay que haber pasado tiempo allí para comprenderlo.
Leyéndote me venían también paralelismos pictóricos, bastante Velázquez en el sentido de pintar una atmósfera, de tener mucha gente dentro de un retrato, y también parte de Goya en la visión. Muchas gracias. Sí, Velázquez por las pinceladas que de cerca son pinceladas muy dispares, pero según te alejas aparece la realidad más pura, y Goya por los temas y la visión más trágica y cómica de la vida. Antes era más Goya, más exagerado, y ahora me identifico más con Velázquez. Aunque mi preferido sigue siendo Ribera, por el claroscuro, la dramatización, por su elección de mendigos para posar en lugar de santos: los extremos para acceder a lo sublime por lo grotesco.
Y en cuanto a música, ¿hay grupos que definan esa época para ti? Cuento en el libro que trabajé casi dos años en el Rockola, y allí venían a tocar los mejores grupos, pero resulta paradójico que nunca he escuchado rock o pop por propia iniciativa. Antes era muy antiamericano, y veía la música pop como una manera de infiltrar la cultura autóctona —y lo es, por cierto—, como la TV ahora, las series, el cine americano tampoco iba a verlo. Lo veía como una especie de enemigo, pero era algo que no podía decir, sobre todo en ese contexto. Sin embargo, me sentí bastante punk. Sin ser un punk con cresta, me identificaba con lo de no future y el color negro, con un toque de rojo. Por otra parte, escribí casi todo el libro escuchando las obras para piano de Frederic Mompou.
Y si piensas en colores, ¿cómo sería el proceso de esas décadas? ¿Habría un cambio de color de los sesenta en adelante? Siempre me he identificado con el amarillo, quizá porque era el color con el que jugaba al parchís. Identifico España con el amarillo y quizá más que en colores, es la tierra y la roca, comparado con Francia donde todo está cubierto de hierba y árboles enormes. Antes estaba —sigo estando, pero antes más aún— fascinado por un paisaje con tierra y
Hablas también de caminar a diario, desde tu casa a la galería. ¿Qué supone ese tiempo para ti? ¿Es ahí donde van madurando ideas? Es el tiempo del pensamiento. Ando mucho, que no quiere decir que piense mucho, porque puedo pensar muchas veces lo mismo. Cuento en un capítulo cómo siempre cojo la misma calle porque al fin y al cabo es la más corta, y si voy y vengo todos los días ya he hecho todos los recorridos posibles e imaginables, ya
me conozco todos los caminos. Cuando pasas por un sitio te vienen también las mismas ideas, que llaman a las mismas ideas. Una vez que lo he escrito es un pozo sin fondo, porque pienso que he pensado que he dicho que he pensado lo que estaba pensando, estoy pensando que he dicho lo que estaba pensando, he dicho que he pensado... y que cada día al pasar por ese puente tenga que pensar en todo esto... Pero cuando salgo del puente el capítulo pasa. ¿Qué fue lo que más te sorprendió de la recepción del libro? Que haya funcionado tan bien, que haya tenido dos páginas en Libération, una en Le Monde. No podía imaginar que fuese a publicar un libro y menos que se iba a agotar la primera edición, que lo iban a reimprimir, que se tradujera al español... ¿Qué proyectos tienes? Si estoy tranquilo tengo ganas y cantidad de cosas en mente, lo que pasa es que se me traspapelan, pierdo el hilo y me pregunto por qué quería escribir esto, y me pongo otra vez a pensar... Quizá, como le dije a un periodista de Libération, Philippe Lançon, este libro era una necesidad, y ahora no sé si tengo esa misma necesidad.
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Silvia Terrón (Madrid, 1980). Poeta, periodista y traductora. Dirige la revista literaria bilingüe (español-francés) Alba Paris, dedicada a la difusión de la literatura hispanoamericana en Francia. Coordina la sección de literatura de Spain Now!, temporada de cultura española contemporánea en Londres. Ha publicado La imposibilidad gravitatoria (Ediciones Torremozas, 2009), Doblez (Ediciones Liliputienses, 2014) y Las veces (La Isla de Siltolá, 2015).
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Rebeca García Nieto. El resurgir del relato corto
El resurgir del relato corto Rebeca García Nieto nTradicionalmente, el cuento ha estado situado un poco a trasmano: nunca ha gozado del prestigio de su hermana mayor, la novela, ni de su hermanastra, la poesía. Por suerte, las cosas están cambiando. El hecho de que ¡ya en enero! de 2013 The New York Times afirmarse que Diez de diciembre, de George Saunders, iba a ser el mejor libro del año o que Alice Munro fuese galardonada con el Premio Nobel ese mismo año sugiere que el género del relato corto está empezando a ocupar el lugar que le corresponde. Todo parece indicar que el benjamín está superando el complejo de inferioridad al que se vio abocado y se está sacudiendo de encima el sambenito de «literatura menor». Escribe Harold Bloom en su polémico canon del cuento que el relato breve se ha bifurcado en dos vertientes: la del cuento clásico, con final cerrado, representada por autores como Poe o Kafka, y la senda que parte de los cuentos de Chéjov, con final abierto, que fue seguida por autores como Raymond Carver. Como escribe Fran G. Matute en el artículo que abre el dossier, los relatos de Breece D’J Pancake (publicados en España por Alpha Decay con el título de Trilobites) coincidieron en la mesa de novedades con Catedral, de Carver, una de las obras cumbre del género. Gracias a ella, Carver pasó a la historia como el renovador oficial del cuento en los Estados Unidos; Pancake, en cambio, pese a haberse quedado a las puertas del Pulitzer, permanece sólo en el recuerdo de unos pocos. No sabemos adónde habría llegado Pancake si hubiera seguido escribiendo. Tal vez, de no haberse suicidado a los veintiséis, la historia oficial habría sido otra. Otra escritora que ha sido comparada con Carver y que sólo ahora está empezando a recibir el reconocimiento que merece es Lucia Berlin, a la que se dedica el siguiente artículo del dossier. Berlin se anticipó al realismo sucio y cuenta con la admiración de maestras del género como Lydia Davis, autora que protagoniza el artículo firmado por Eric Gras. Para The Boston Globe, el último libro de Davis, Ni puedo ni quiero, es el libro de relatos más revolucionario escrito por un escritor norteamericano en los últimos veinticinco años. En una entrevista publicada en The Believer, Davis dijo que un relato «tiene que tener un poco de narrativa… Es más plano, rítmicamente distinto de un poema, y menos elíptico». Este conato de definición es tan amplio como sus propios cuentos, en los que cabe Blanchot, Flaubert o Proust, a pesar de que algunos de ellos constan sólo de unas pocas palabras (de hecho, en algunos es más largo el título que el relato en sí). Quizá lo más característico de Davis sea su uso del lenguaje, a medio camino entre la poesía y las matemáticas. Algo pareci-
do ocurre con ese otro adorador de la palabra que es William H. Gass, cuyas frases tienen fama de ser tan deliciosas como el chocolate Godiva. Se ha dicho que Gass lleva a la práctica la teoría apuntada por Roland Barthes en El placer del texto. Para Barthes, la escritura es «la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra» y Gass es, sin duda, un alumno aventajado de esta ciencia. Otro de los autores que más ha contribuido a renovar el género del relato corto es Donald Barthelme, que aparece siempre en la alineación de escritores norteamericanos posmodernos junto a John Barth, Robert Coover o el propio Gass. Aunque, como veremos, existen muchas diferencias entre Barthelme y Gass, algunos relatos de estos autores siguen dando pie a múltiples interpretaciones, manteniendo ocupados a los críticos durante años, como ambicionaba James Joyce para su propia obra. Pero no todos los cuentos dejan una resonancia tan profunda en el lector. Decía Cortázar que hay muy pocos cuentos verdaderamente grandes. Un buen cuento ha de ser «incisivo, mordiente, sin dar cuartel desde las primeras frases». Para George Saunders, uno de los escritores de relatos cortos más respetados en la actualidad, un «relato es algo muy parecido a un chiste: todo tiene que estar al servicio de una intención, y al final o funciona o no. Es una tarea arriesgada». El artículo de Aixa de la Cruz habla de cómo en Diez de diciembre Saunders diluye las barreras entre géneros y registros literarios, aunando ciencia ficción y realismo con una coherencia de la que sólo hacen gala los más grandes. En el panorama nacional, destaca la figura de Medardo Fraile, que, como escribe Yolanda Izard en el artículo que le dedica, ha firmado «una de las obras más valientes, genuinas y fascinantes del siglo XX en el terreno del cuento». Izard aprecia en su obra cierta «voluntad de disidencia», y habla en su artículo de las «pequeñas subversiones» que pueden encontrarse en la obra de Fraile y de cómo este «deconstruye» el relato tradicional. Cierra el dossier un artículo dedicado al nuevo cuento latinoamericano firmado por Verónica Nieto. Como ella misma dice, en el mapa del cuento latinoamericano que ha trazado no están todos los autores, pero sí una muestra de los cuentistas más representativos del panorama latinoamericano actual. Lo mismo cabe decir de este dossier: la lista de autores que han contribuido a renovar el género del relato es larga. Nos hubiera gustado hablar también de Gombrowicz, Ozick, Schwob y otros tantos, pero el espacio manda. Sirva este dossier de homenaje a todos aquellos que han hecho que el cuento vuelva a ocupar el lugar que le corresponde, a la primera línea de la literatura.
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«Take Me Home, Country Roads» Fran G. Matute
.En 1983 se publicaron en la editorial Little, Brown and Company los doce cuentos que componen la narrativa completa de Breece D’J Pancake. Seis de ellos ya habían visto la luz a finales de los setenta, con escasa repercusión, en el prestigioso magacín The Atlantic Monthly; el resto era material inédito. La publicación de The Stories of Breece D’J Pancake, como se dio a conocer la colección (aquí retitulada Trilobites por la editorial Alpha Decay), coincidió en las mesas de novedades con una de las obras cumbre de la relatística del siglo XX: Catedral, de Raymond Carver. Gracias a ella, Carver terminaría de consagrarse como el renovador oficial del cuento en los Estados Unidos. El nombre de Pancake, en cambio, quedaría sólo en la memoria de unos pocos. Achacar el histórico oscurantismo de Pancake al enorme éxito obtenido por Carver sería, sin duda, pecar de ingenuo, por más que se puedan establecer no pocas analogías entre los escritos de uno y otro. Si bien es cierto que los cuentos de Pancake tuvieron en su momento una gran acogida crítica, con encendidas loas firmadas por escritores de renombre como Joyce Carol Oates o Kurt Vonnegut Jr., no fue hasta 2002, con la reedición de la colección, que su nombre trascendió los cenáculos literarios norteamericanos, dejando así de ser una suerte de escritor para escritores. Mientras tanto, Carver se había llevado toda la gloria. Al fin y al cabo era el único de los dos autores que estaba en disposición de defender su obra ante los medios: Pancake se había suicidado el ocho de abril de 1979, con tan sólo veintiséis años, de un tiro en la cabeza. The Stories of Breece D’J Pancake se quedó a las puertas de ganar el premio Pulitzer. Tres años antes, John Kennedy Toole, otro egregio suicidado, lo había conseguido a título póstumo con La conjura de los necios. Quizás se pensó que resultaba demasiado morboso volver a premiar a un finado. Nacido en 1952 en South Charleston (Virginia Occidental), Breece Dexter Pancake comenzó a desarrollar su talento como escritor durante su estancia en la Universidad de Virginia, donde participó en el programa de escritura creativa organizado por el también escritor John Casey, a quien le debemos la compilación póstuma de su obra. En la presentación que el mismo Casey firmó para la primera edición de los
cuentos de Pancake, se señala que una de las virtudes de su escritura reside en la poderosa conjunción que se da «entre el mundo físico y el de los afectos». Esto se deja ver de forma muy palpable en las doce historias que componen Trilobites, ya que todas transcurren en Virginia Occidental, el lugar donde Pancake se crió, y del que conocía a fondo su geología, su historia y su prehistoria, «no como un pasatiempo —afirmaba Casey— sino como una parte tan profundamente arraigada de sí mismo que hasta soñaba con esas tierras». Esta adscripción del escritor a un determinado territorio no es, desde luego, nueva dentro de la literatura norteamericana. William Faulkner se inventó el condado de Yoknapatawpha para hablar de su Mississippi natal, y Sherwood Anderson retrató la vida del Medio Oeste en el ficticio Winesburg, Ohio (1919). El sur de los Estados Unidos ha visto nacer a muchos escritores que han plasmado con fuerza en sus obras su particular idiosincrasia, construyendo así el llamado «gótico sureño», una poética que parece haber salpicado hoy día la narrativa de cualquier geografía abrupta: Daniel Woodrell se ha erigido como el cronista oficial de las montañas Ozark de Missouri; Donald Ray Pollock es el nuevo mesías del Medio Oeste más grotesco; el nombre de Craig Johnson está ya indisolublemente asociado al falso condado de Absaroka (Wyoming), cerca de las Montañas Rocosas; y existe un largo etcétera. Por más que la obra de Pancake haya sido escrita en otro tiempo, su literatura entronca directamente con esta tradición renovada. La exaltación del territorio en estas narrativas no es, desde luego, una mera cuestión estética. La vida en esas latitudes marca no sólo el ritmo de lo cotidiano sino que configura una manera de pensar, una forma de estar en el mundo. El aislamiento, el contacto con la naturaleza, el clima extremo son algunos de los elementos que impregnan sus historias, y todos ellos están presentes en los textos que conforman Trilobites. A la Virginia Occidental de Pancake se accede a través de carreteras comarcales. Se trata de una población rural (en algunos relatos se identifica con Rock Camp, en otros con Perkins), rodeada de bosques y montañas, y cruzada por un río. En ella encontraremos una mina, que dio esplendor co-
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mercial a la zona, algunos bares y talleres de coches, y poco más. Es en este paisaje en el que se suceden sus historias, y a él pertenecen sus personajes. En «Trilobites», el primer relato de la colección, se introduce ya la metáfora del fósil humano, del habitante que nacerá y morirá en esas tierras, que terminará formando parte de su sedimento. Esta idea de mimetismo del hombre con el entorno —tan presente, por ejemplo, en la obra de Cormac McCarthy— queda plasmada en «Quebrada», relato en el que la caza de una cierva embarazada saca a relucir el lado más salvaje de los protagonistas. Si de esta forma Pancake coloca al hombre a la altura de la bestia, en «Cazadores de zorros» propone el ejercicio contrario, presentando algunos pasajes escritos desde el punto de vista de una zarigüeya, otorgándole así al animal la misma entidad que al hombre, en un escorzo narrativo similar al realizado precisamente por McCarthy en su novela En la frontera (1994), en la que se dedicaban no pocas páginas a los pensamientos de una loba. Que la naturaleza sea parte indispensable de los textos de Pancake no implica que de su literatura se desprenda una visión panteísta de la realidad, como se podría esperar de un escritor como él, de profundas convicciones católicas.
Fran G. Matute. «Take Me Home, Country Roads»
De hecho, asociado al concepto de mimetismo subyace el de inmovilismo: el entorno hace así de jaula para el hombre, como se puede leer en el relato «Trilobites», en el que un joven de dieciocho años reflexiona sobre lo anterior. La sensación de estar atrapado en el lugar es un elemento común a todas las historias de Pancake. Los personajes son tan conscientes de ello que han llegado a encontrar incluso una justificación: «Todo el mundo va en busca de algo mejor. Cuando todo el mundo va en una dirección, es que ha llegado la hora de dar la vuelta», se dice en varias ocasiones. Quedarse en Virginia Occidental es así visto como un triunfo del individuo, que no se ha dejado aborregar por los cantos de sirena de la vida urbana y la prosperidad. Marcharse no es sólo una equivocación, es también una traición. En el relato final, titulado «El primer día de invierno», unos padres hablan orgullosos sobre uno de sus hijos que ha conseguido que las cosas le «vayan bien» fuera de allí. El hermano que en cambio ha permanecido fiel a la tierra y a la familia no puede seguir manteniendo a los padres, porque la granja no es capaz ya de proveer para todos. Los padres, ancianos, deberían marcharse a casa del hijo «próspero», pero este se niega a quedarse con ellos. En realidad, no hay forma de salir de Virginia Occidental. Y asumido lo anterior, uno ha de inventarse una vida, sobre todo si se es joven. En el ya citado «Cazadores de zorros», un chico mantiene una conversación con la camarera del pueblo, y le dice que está aburrido. La camarera le pregunta qué edad tiene, y el chico responde que dieciséis. «¿Y has tardado tanto tiempo en aburrirte?», le responde sorprendida. La lectura de Trilobites ofrece sensaciones muy similares a las de La última película (1966) de Larry McMurtry. Es fácil establecer paralelismos entre la Virginia Occidental que retrata Pancake y la Texas rural que refleja McMurtry en su novela, por muy diferentes que sean las geografías. Las historias pequeñas de sus habitantes, tan tozudos («El Broncas»), van desde el drama de una pareja que no puede tener hijos («La marca») al secretismo con el que tienen que vivir algunos su pasado, como ese quitanieves que espera que sus cerdos mueran de viejos, pues no parece ser capaz de sacrificarlos («Una y otra vez»). Pero por encima de todas ellas sobrevuela, casi invisible, el paso del tiempo que ata a jóvenes
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Fran G. Matute. «Take Me Home, Country Roads»
Se suele decir que los veintisiete años es la edad a la que hay que morir si lo que se quiere es ser una leyenda del rock. Pancake quedó fuera del llamado «club de los 27» por unos pocos meses. Una oportunidad perdida, sin duda. Pero Pancake no era un músico de rock, por más que le hubiera gustado. Veneraba al comprometido cantautor folk Phil Ochs, de quien fue buen amigo, en una relación similar a la que mantuvo Thomas Pynchon con el también músico Richard Fariña. Pero Pancake, ya lo sabemos, tan sólo era un escritor: uno que «cantó» a su manera sobre Virginia Occidental. En 1971, un joven cantante llamado John Denver grabó una canción titulada «Take Me Home, Country Roads», que fue un enorme éxito de ventas ese año. La canción pronto se convirtió en toda una sensación en Virginia Occidental, pues la letra era todo un cántico al territorio. En ella se decía que estar allí era «casi como estar en el cielo». No hace mucho, el ocho de marzo de 2014, el gobernador refrendó la ley por la que «Take Me Home, Country Roads» se convertía en el himno oficial del estado. Al margen de consideraciones musicales y de su indudable popularidad, muchos han sido los que han criticado la composición por no ofrecer una imagen realista de la zona. En la letra, por ejemplo, se hace mención al río Shenandoah y a las Blue Ridge Mountains, cuya conexión con Virginia Occidental es puramente tangencial. Con todo, el melifluo John Denver ha terminado erigiéndose como el trovador oficial de Virginia Occidental. Del mismo modo que Raymond Carver ha pasado a la historia como el renovador del relato norteamericano. Maldita mala suerte la de Breece D’J Pancake, por no haberse suicidado a los veintisiete.
y ancianos a una tierra sin salidas, a una tierra que no muta. No es fácil, de hecho, establecer la época en la que transcurren los relatos de Pancake. Una canción, un modelo de coche, una cuestión política tan aislada como puntual («El honor de los muertos»), son las únicas pistas que permiten contextualizar la narración. Sabremos por ellas que nos encontramos básicamente a finales de la década de 1960, y se trata de un dato descorazonador si tenemos en cuenta las vidas que muchos otros jóvenes norteamericanos estaban teniendo en plena era contracultural, no muy lejos de allí. Cobra aquí especial relevancia la particular relación que tienen los personajes de Pancake con el ocio. Lo que para la mayoría de jóvenes urbanitas de Estados Unidos no es más que un divertimento, un producto de consumo, para los habitantes de Virginia Occidental es toda una liturgia: reformar un Beatle del 58 o un Impala del 66 se convierte en la única misión posible. Se trabaja para ello, para conseguir dinero para los recambios, para poder pagar la gasolina («Mi salvación»). Todo es susceptible de ser reciclado, hasta las piezas del coche recién siniestrado en el que viajaban unas amigas («Cazadores de zorros»). Ir a un concierto es toda una odisea; el pinchadiscos es quien pone a estos jóvenes en contacto con el mundo exterior. Como se dice en el relato «De la leña seca»: «La verdad es que aquí apenas pasa algo»,
pero «tampoco hay nada que nos pueda hacer aún peores». Al final de todas las historias vence el día a día. Todo lo que se presenta en un principio como trascendente termina transformándose en banal. La jornada de caza, la huelga en la mina, nada es realmente relevante. Es toda una filosofía de vida, la del que espera a que las cosas cobren sentido por sí solas. Puede parecer incoherente este mensaje viniendo de un escritor curtido en los ámbitos universitarios, pero Pancake siempre hizo proselitismo de la cultura hillbilly. No hay por tanto ninguna impostura al sugerir que existe cierta belleza contemplativa en una serpiente muerta, atropellada por un camión en la carretera. Su piel seca cambia de color bajo el sol. Su cadáver pasará a formar parte del sustrato de la tierra, y el tiempo será el único que le otorgue valor: dentro de miles de años será un fósil, y sólo entonces tendrá interés. Será un objeto digno de estudio. Será un objeto venerado. Algo así debió pensar Pancake de su vida. Algo así parece haber pasado con sus doce únicos relatos.
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Fran G. Matute (Mérida, 1977) es profesor y crítico cultural. Dirige la web de crítica literaria Estado Crítico (www. criticoestado.es) y colabora habitualmente en Jot Down y El Cultural de El Mundo. Imparte el curso «The Sounds Of Silence: escuchando la música rock más allá de sus sonidos» en el Centro de Iniciativas Culturales de la Universidad de Sevilla (CICUS).
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Bárbara Pérez de Espinosa Barrio. Lucia Berlin, una vida en relatos
Lucia Berlin, una vida en relatos Bárbara Pérez de Espinosa Barrio
.Ante la avalancha de novedades la industria editorial ha de idear originales maniobras publicitarias. Hablar de joyas escondidas parece garantizar siempre portadas. Pero Lucia Berlin no fue descubierta de la nada como sí sucedió con la fotógrafa Vivian Maier. En ambos casos sus «descubridores» hicieron hincapié en sus insólitas vidas. Subrayan el alcoholismo y el nomadismo de Lucia como si de una Hunter S. Thompson se tratase. Pero esta podría haber vivido una gris existencia como ama de casa en Alabama y su obra continuaría teniendo la misma fuerza. Berlin se adentró en un submundo, el de los inmigrantes, los alcohólicos, los excluidos, y narró, anticipándose al realismo sucio, la cara menos amable de Estados Unidos. El territorio en el que se mueven sus cuentos es fundamentalmente masculino y ella incorpora ironía, experimentación estilística y un menor encorsetamiento que la diferencia de Carver. Tal vez su condición de escritora casi secreta le permitiera jugar con relatos de apenas unas líneas, frases incompletas o tormentas de reflexiones que no admiten categoría alguna. A través de sus setenta y siete relatos dejó no sólo un gran testamento literario sino una vibrante y dura biografía. Los medios se preguntan cómo se pudo pasar por alto el trabajo de esta autora sin llegar a plantearse que ellos fueron en gran parte responsables. Aunque comenzó a escribir en los sesenta y publicó historias en revistas tan prestigiosas como The Atlantic y The Noble Savage, capitaneada por Saul Bellow, su primer volumen, Angels Laundromat, vio la luz en 1981. Este libro despertó la inmediata admiración de una grande del género, Lydia Davis, quien encontró en Lucia una maestra, una inspiración. Sobran las similitudes afirmadas por la prensa con figuras como Lorrie Moore, George Saunders o incluso Carver. Es inútil englobarla en movimientos o generaciones, cuando si algo hizo Berlin fue vivir a su manera sin rendir cuentas a nadie. Nacida en Alaska en 1936, vivió una infancia nómada debido al trabajo de su padre. Sus primeros años los pasó en campamentos mineros a lo largo de la costa oeste, durante un breve periodo se mudó con su familia materna a El Paso
y de allí fue trasplantada a otra cultura, a otra religión, a otra clase social, a otro mundo al fin y al cabo. En Chile pasó gran parte de su adolescencia entre revoluciones incipientes, ritos católicos y bailes de la alta sociedad. Desde entonces Berlin se sintió próxima a la cultura latinoamericana y en sus relatos puede verse una mirada cercana y empática hacia a esa minoría creciente en Estados Unidos. Estudió en la Universidad de Nuevo México, en donde fue alumna de Ramón J. Sender. Tras un tumultuoso paso por México D. F., inició su etapa californiana. Divorciada tres veces antes de los cuarenta y madre de cuatro hijos, trabajó como telefonista, limpiadora, enfermera y, en la última parte de su vida, como profesora de escritura creativa. Tras su recuperación del alcoholismo comenzó a dar clases en la Universidad de Colorado. Sorprende ese giro del destino ya que afirmaba que en la enseñanza le pasaba lo mismo que en el matrimonio, perdía absolutamente el control. Esta autora que parecía escribir desde las vísceras se convirtió en una profesora querida y respetada, de quien sus alumnos decían que era como sus relatos: empática, honesta y cándida. Lucia Berlin podría ser uno de los personajes de Los viernes en Enrico’s, la novela póstuma de Don Carpenter. Falleció el mismo día de su cumpleaños en 2004. En su relato «Apuntes de la sala de urgencias. 1977», afirmaba su protagonista: «Una cosa sé de la muerte. Cuanto “mejor” es la persona, cuanto más cariñosa, feliz y comprensiva, menor es el vacío que deja su muerte». Su alcoholismo fue una de las escasas constantes a lo largo de varias décadas. Una adicción de la que escribió frecuentemente evitando así dar la espalda al problema que le impidió reengancharse a una clase media de la que, según las mentes biempensantes, no debería jamás haber salido. En su relato «Inmanejable», protagonizado por una madre alcohólica, escribe: En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados. La mujer palpó debajo del colchón; la botella de medio litro de vodka estaba vacía. Salió de la cama, se puso de pie. Temblaba tanto que tuvo que sen-
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tarse en el suelo. Respiraba agitadamente. Si no conseguía pronto algo para beber le darían convulsiones o delírium trémens. El truco está en aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella. Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación. Temblaba tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la estantería. Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor. Se levantó con esfuerzo.
Este es un claro ejemplo de la escritura de Berlin que de manera descarnada descubre sin remilgos las flaquezas de sus personajes. Ella misma se retrata en otras madres solteras que son invisibles a la sociedad y al sistema. Quién podría pensar que la chica de la limpieza escribía relatos y se los daba a leer a sus hijos aún pequeños. Hoy en día estos parecen dudar de sus propios recuerdos pero subrayan que su madre les repetía que lo que primaba era la historia. La botella y la literatura se convirtieron en sus vías de escape sin ambicionar nunca una carrera literaria. Era una escritora casi primitiva, pero también era una gran lectora. Amante de la obra de Thackeray, Flaubert o James Baldwin, respetaba sobre todo a Chéjov, de quien apreciaba que nunca intentara juzgar a sus personajes. Englobar a Berlin dentro de la literatura femenina es un intento demasiado simplista. Es tal vez la injustamente olvidada Grace Paley quien más se le asemeje. Al leer El titán, de Theodore Dreiser, criticó que este escribiera como un hombre de manera tan perceptible. Berlin entendía de sufrimientos, de vidas truncadas, de la compasión, de las debilidades, sin preocuparse del género. Dio voz a la basura blanca (white trash) que malvivía en pisos estatales y caravanas. Fue precursora de Vollman, Denis Johnson, Ray Pollock o Breece D’J Pancake. Berlin apreciaba las similitudes con Carver, no debidas a las mismas influencias literarias sino a una común querencia a asomarse continuamente al abismo. Pero Lucia no conta-
ba con un editor como Gordon Lish. El estilo de Carver se convirtió en su propia marca, dejando de sorprender a sus lectores con sus finales o giros. Sin embargo, ella, olvidada por el establishment, jugaba con palabras y tramas en la mesa de su cocina. Consiguió algo que parece imposible, bajo una falsa apariencia de sencillez y humor escondía una inteligente ironía y conducía al lector a lugares dolorosos sin que este opusiera resistencia alguna. Años más tarde su íntimo amigo Stephen Emerson encontró la fuerza necesaria para releer su correspondencia y los setenta y siete relatos que había escrito a lo largo de su vida. Sus cartas descubrían a la misma Lucia. Cada una de ellas era un relato en miniatura. Su correspondencia, al igual que sus cuentos, osciló entre periodos de silencio y productividad. Antes de su muerte, casi todos sus relatos estaban recogidos en tres recopilaciones: Homesick (1991, premiado con un American Book Award), So Long (1993) y Where I Live Now (1999). En 2013 Emerson, Gifford y Wolfe realizaron la selección final y presentaron el manuscrito en Nueva York, capital editorial de Estados Unidos, que siempre había dado la espalda a Berlin. Su publicación ha sido seguida del alborozo de la crítica, que no ha escatimado en sonoras comparaciones y elogios. Los relatos de Manual para mujeres de la limpieza están unidos por un fuerte hilo común. La sensibilidad de Berlin está presente en cada uno de ellos y esa unidad forma una involuntaria biografía. Se presenta a ella misma en todas sus facetas. Y no se avergüenza de la compañía de indios, enfermos, alcohólicos, chicanos o negros. Un mundo que parecía muy lejano en su adolescencia de niña bien «chilena». Aunque pocos de los cuarenta y tres relatos de este libro están contados por un narrador omnisciente, este parece ser el fiel reflejo de la primera persona. A veces comparten nombre, otros se esconden tras el anonimato, pero ninguno oculta la crudeza que les rodea. «No escribo palabras que no sean necesarias». En Manual para mujeres de la limpieza hay frases fragmentadas y palabras que sobreviven en solitario, y las emociones se potencian. Hay una constante a lo largo de estos relatos: la compasión preside cada uno de ellos. La encuentra en la brutalidad y en lo sórdido. Berlin, que acabó perteneciendo a una clase social que no era la suya, no deja traspirar resentimiento alguno. No hay rabia, rencor, sino una curiosidad innata
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Bárbara Pérez de Espinosa Barrio. Lucia Berlin, una vida en relatos
único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia.
y comprensión hacia el ser humano. También hay lugar para el dolor, profundamente físico y psicológico —«todo dolor es real», afirma en uno de sus relatos—. Se hermanaba con los que compartía botella en un callejón, en un autobús camino de su trabajo como limpiadora o con los jóvenes a los que enseñaba. Pero, sobre todo, existen en ellos grandes dosis de humor y sarcasmo. En el relato que da título a la recopilación Manual para mujeres de la limpieza (Alfaguara, 2016), Berlin escribía:
Creaba una sensación de intimidad con sus lectores que perciben sus historias como si de confidencias se tratasen. Las primeras dos frases de «Estrellas y santos» dicen: «Esperen. Déjenme explicar». La universalidad de Berlin la entronca con Submundo, de DeLillo, que sigue la estela de varios personajes en distintos periodos históricos. Así construye de manera silenciosa su biografía y su testamento literario. DeLillo y Berlin crean momentos de una soledad devastadora. Además de esa marcada nota intimista Lucia denunció por medio de su escritura problemas endémicos de la sociedad estadounidense. La brutalidad policial, el racismo o su vergonzoso sistema de salud. Retrata el albor de los movimientos revolucionarios chilenos con el candor de una joven que se niega a ver la realidad por el dolor que le produce. Presenta una verdad incómoda a su país de nacimiento, tal y como hizo más tarde Susan Meiselas por medio de sus fotografías. Lydia Davis describe a la perfección su manejo de la velocidad: «Parte de la chispa de la prosa de Lucia está en el ritmo: a veces fluido y tranquilo, equilibrado, espontáneo y fácil; y a veces entrecortado, telegráfico, veloz». Berlin quería encontrar el equilibrio entre la compasión y la distancia, el desapego que tiene el personal sanitario, como hacía su «mentor», el también médico Antón Chéjov, a quien homenajea en su relato «Punto de vista». Esta tardía recopilación descubre a una de las mejores escritoras de relatos del pasado siglo. Leerla es desconcertante y maravilloso, doloroso e inolvidable al mismo tiempo. ¿Qué diría Berlin hoy de su inesperado éxito? Tal vez, como susurraba en Lavandería Ángel, pensara: En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos.
A saber dónde, una señora en una partida de bridge hizo correr el rumor de que para poner a prueba la honestidad
Y tal vez la tinta con la que escribía sus relatos.
de una mujer de la limpieza hay que dejar un poco de cal-
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derilla, aquí y allá, en ceniceros de porcelana con rosas pin-
Bárbara Pérez de Espinosa Barrio es abogada y editora. Es licenciada
tadas a mano. Mi solución es añadir siempre algunos peni-
en Derecho y máster en Edición por la Universidad Complutense, y
ques, incluso una moneda de diez centavos… Creo que lo
máster en Derecho (LLM) por la Universidad de Harvard.
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Lydia Davis. Ideas, lenguaje, historias Eric Gras
.Lydia Davis no se considera una terapeuta del lenguaje, aunque sí disfruta jugando con la variedad de formas que hay a su disposición. «No veo por qué hay que escribir siempre del mismo modo», suele decir. La escritora estadounidense sabe que hay muchas y muy buenas formas de narración, formas que ofrecen una amplia variedad en sí mismas. Eso es, en parte, lo que la sitúa como una de las grandes renovadoras del relato corto, pues en esas historias de largos párrafos o de una sola línea muestra su capacidad para destilar un significado y para crear esos juegos de palabras que, a la postre, se han convertido en su marca, su estilo. Davis es una autora ecléctica y astuta, y lo es porque siempre encuentra el modo de narrar esas cosas que necesitamos saber, aunque no tengamos constancia de ello. A través de sus colecciones de relatos —Desglose, Sin apenas memoria, Samuel Johnson está indignado o más recientemente Ni quiero ni puedo— ofrece investigaciones meticulosas y honestas acerca de esas preocupaciones urgentes e infinitamente complejas de la naturaleza humana —¿Dónde dejé mi ropa? ¿Dónde estoy yo? ¿En qué lugar del mundo estoy yo?—. Es entonces cuando uno se pregunta cómo es posible decir tanto en tan poco, y decirlo tan bien. En cierta forma, al igual que hicieran Joyce o Beckett, la estadounidense rompe las reglas en cuanto a la estructura narrativa, la puntuación e, incluso, la gramática. Esa es su gracia, su arte: ese juego formal que lleva a cabo con el texto. Cada relato de Lydia Davis es distinto. Distinta es su estructura, distinta su extensión y su atmósfera, distinto el tono... Son comentarios, breves reflexiones, fragmentos de una realidad ordinaria. La escritora, con esa mirada metódica tan particular, no ha cesado en su empeño de analizar las posibilidades de ese género literario al que ha sido fiel desde sus inicios, profundizando en todas y cada una de sus vertientes: flash fiction, sudden fiction, short shorts, very shorts, prose poems, proems... ¿Y por qué esa atracción por lo breve cuando se sabe que, como a muchos de nosotros, a ella le entusiasma zambullirse de cuando en cuando en un novelón? Lydia Davis es consciente de que el relato corto le devuelve a uno a su vida con mayor rapidez. «A veces nos obsesionamos con la extensión y no vemos más allá», dice; de ahí que siempre
le haya interesado más aquello que pueda abarcarse en un espacio muy pequeño. ¿Es minimalista acaso? Davis es minimalista en el sentido en que lo es Samuel Beckett o Raymond Carver. Donde normalmente se esperaría elaboración y algún tipo de gesto hacia la verosimilitud, ella busca la sencillez, la austeridad, la economía y la mordacidad. Russell Edson fue, para Davis, la persona que le hizo ver las posibilidades del formato breve, allá por los años setenta. Este poeta en prosa estadounidense se une a la lista de predilectos junto a otros como Peter Altenberg, escritor vienés de principios del siglo XX que escribió unos relatos deliciosos sobre su propia vida en Viena y alrededores. «Desde aquel hallazgo he descubierto también los very short stories de A. L. Snijders (holandés), y hace muy poco a Peter Bischel (suizo). Otros dos escritores magníficos», comenta. No obstante, siempre se la asocia a Samuel Beckett, al que leyó con trece años y cuya aparente simpleza y nitidez la entusiasmó. Y ciertamente, Davis trabaja sobre la vida al igual que el premio Nobel, tomando cierta distancia de su contexto para poder interactuar con él, con un cuaderno siempre guardado en su bolso, anotando circunstancias o pasajes que ve y que oye. A la «fórmula breve» se le une, por tanto, la epopeya de lo cotidiano. Cuando uno lee los cuentos de Lydia Davis, lee la vida corriente. Ella describe situaciones, a priori, poco sustanciales: relaciones de pareja estancadas, rupturas, un hombre que orina y no levanta la tapa del inodoro, un viaje en coche, los vecinos, calcetines que se pierden en una habitación... Son temáticas humildes, en cuanto a contenido, que rayan en lo mundano, pero, como dice Jonathan Franzen, «ella tiene la sensibilidad para captar ese material tan evanescente que hay a nuestro alrededor». La capacidad por narrar situaciones livianas y ensalzar su grandeza oculta es digna de mención, algo que entronca también con su formación como traductora de Flaubert, es decir, la búsqueda de un lugar para lo banal en el realismo. Así, a través de esas situaciones livianas, permite que el lector reflexione y que asuma la responsabilidad de ser humanos y por consiguiente infinitamente falibles. Es inviable pensar en Lydia Davis como una simple auto-
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Eric Gras. Lydia Davis. Ideas, lenguaje, historias
Lydia Davis. Fotografía: John D. and Catherine T. MacArthur Foundation ©
ra. Ella, como tantos otros autores, es un camaleón y lo es por distintas vías; se apropia de distintas voces a través de la ficción pero realiza tal acción igualmente desde la traducción —a ella le atrae «la magia de transformarme en otro escritor, con otro estilo y otras ideas; disfruto con esa metamorfosis y esa evasión de mi persona»—. Eso responde a la incesante búsqueda personal que todos llevamos a cabo para averiguar quiénes somos y qué hacemos. «En mi opinión, el mayor tema de todos es la vida en sí misma: aquí estamos, en este mundo, por muy, pero que muy poco tiempo. ¡Qué gran misterio! La construcción de un yo y la posterior desaparición de ese mismo yo al final de nuestras vidas», reflexiona. Es en esa construcción del yo y su irremediable y
posterior desaparición donde su faceta de traductora destaca —para Davis la traducción es una manera de escribir, y para un escritor es una buena forma de practicar, «porque te dan un texto y debes encontrar un lenguaje equivalente en tu lengua materna; y no puedes evitar decir ciertas cosas», señala, para añadir que «vas aprendiendo a conocer cada vez mejor tu propia lengua»—. Sus preocupaciones temáticas como autora están ligadas a los autores que ha traducido, entre ellos Maurice Blanchot, Michel Leiris, el ya mencionado Gustave Flaubert y Proust. Así, en muchos de los cuentos de la norteamericana se escuchan ecos de Blanchot y Leiris en el interés por el uso de la lengua como un medio y un tema. Y sus historias tienen cierta influencia de Proust
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en ese intento de dar sentido al pensamiento y la memoria mediante el propio lenguaje, un lenguaje muy conciso pero que alcanza una gran profundidad. Por algo es, como la define Rick Moody, «la mejor estilista de la prosa en América». Los narradores de sus cuentos, sus protagonistas, suelen permanecer en la confusión. Son seres dubitativos que parecen ahogarse en su anodina vida, y te contagian, sientes hacia ellos cierta compasión, cierta empatía. Esos personajes tan peculiares son en su mayoría mujeres indecisas, abandonadas, mujeres débiles e inseguras, como la protagonista de la que es hasta la fecha su única novela El final de la historia (Alpha Decay), o el personaje central de su cuento «La profesora de universidad», una mujer vacilante que se repite a sí misma desde hace varios años que quiere casarse con un cowboy, aunque no sabe muy bien por qué. Es a través de esos personajes que uno se da cuenta de cómo la escritora norteamericana ha desarrollado desde sus inicios un maravilloso material para recrear historias propias de una existencia limitada, intrascendente, infinitesimal y corriente, como la nuestra. Si uno creyera que ya no le queda repertorio suficiente para asombrar al lector, en su último libro de relatos Ni quiero ni puedo eleva su virtuosismo literario hasta el punto de poder asegurar sin temor alguno que su trabajo redefine el significado de la brevedad. De las piezas de esta compilación se observa que no todas cuentan una historia. Algunas sí, y otras simplemente exponen una situación, una idea, un sentimiento, una paradoja, o algún disparate relacionado con la lengua. Pero no deja nada al azar, siempre establece reglas. No simpatiza con la escritura de libre asociación, por más que le guste escribir y escribir en su cuaderno todo aquello que le venga en mente, aunque eso mismo, que puede ser el comienzo de una historia, siempre lo escribe con sumo cuidado y lo revisa incesantemente, pues asegura que no puede escribir algo incompleto. Por tanto, cada texto surge de un intenso proceso previo en el que reta a su propia inteligencia y a la inteligencia del lector, un lector que sabe apreciar además otra de las facetas más aplaudidas de la escritora de Northampton, Massachussets, como es su humor. La ganadora del Man Booker International en 2013 es bastante sarcástica, aunque nunca flirtea con el mal gusto. Su humor es sutil, como lo demuestran esos retratos de la sociedad pequeño-burguesa, a la cual pertenece y de la que parece reírse, a pesar de exclamar: «¡No me río de la burguesía con tanta saña como Flaubert!». No se puede negar que Davis sí tiende a ver el lado cómico de cualquier acontecimiento o situación gracias a su estilo exacto, esencial. «Siempre estoy abierta al humor, lo disfruto, me interesa cómo mucha gente es capaz de experimentar el humor y
otras emociones más negativas al mismo tiempo». En ocasiones, escribe relatos cercanos a lo absurdo, como «Trabajo municipal», que forma parte de su libro Desglose, o de un humor negro, negrísimo, como «La criada», texto que comienza de forma magistral y contundente: «Sé que guapa no soy. Llevo el pelo, moreno, muy corto, y tengo tan poco que apenas si me oculta el cráneo. Mis pasos son atropellados y asimétricos, como si fuera coja de una pierna...», y que recuerda al comienzo de una de las obras más aplaudidas de Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía. Precisamente, el autor catalán, devoto confeso de Davis, siempre ha destacado su capacidad por percibir una vida donde risa y tragedia se complementan. Existen en su trabajo otros escritos que son puro divertimento, desternillantes incluso, entre los que bien podrían señalarse «Lo que ha de ponerse una anciana» —«Le ilusionaba llegar a vieja y ponerse ropa rara»— o «Las vacas». De su libro Samuel Johnson está indignado alguno se ha atrevido a afirmar que «es Montaigne en un humor minimalista». A pesar de que cree muy difícil ser gracioso a propósito, es algo que brota de su interior de forma natural, como asegura ella misma que sucedía con Flaubert e incluso con Proust —«¡Proust era gracioso!», exclama—. En definitiva, esa etiqueta que durante tantos años la ha perseguido de ser una «escritora para escritores» no tiene a día de hoy razón de ser. Muchas de sus piezas logran un perfecto equilibrio entre lo genuino del ingenio y la agudeza; posee, volviendo a Vila-Matas, una originalidad estética que entremezcla la comedia ligera con recuerdos o situaciones que, en más de una ocasión, sumergen al lector en una profunda congoja, y donde el grado de intimidad que se crea es brillante —como, por ejemplo, en «Las focas», relato que encontramos en Ni quiero ni puedo—. La narrativa de Davis combina humor, lenguaje y dificultad emocional, es una narrativa impregnada de aspectos de la alta cultura y banalidad; es impredecible, de una libertad argumental fuera de lo común. Su obra es una experimentación constante, una especie de juego intelectual que lleva al lector al límite, una rareza que dialoga con la propia literatura y con todas sus formas —desde los monólogos encolerizados a la escritura fragmentaria o la transcripción de pensamientos—. No tiende a racionalizar sus textos, los siente sin más, y disfruta describiendo con humor el proceso de escritura, la confusión, la lucha que supone. Es una especialista en construir ficciones, una autora a la que siempre acudir para vivir en la (sana) incoherencia.
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Eric Gras coordina desde 2007 el suplemento cultural del Periódico Mediterráneo. Es miembro de la Asociación Valenciana de Escritores y Críticos Literarios.
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Rebeca García Nieto. William H. Gass y Donald Barthelme: el chocolate Godiva y la selecta sopa casera
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William H. Gass y Donald Barthelme: el chocolate Godiva y la selecta sopa casera Rebeca García Nieto
.Alguien dijo que las frases de William Gass son dulces como el chocolate Godiva y sus giros tan deliciosos que rayan en lo lascivo; algunas obras de Donald Barthelme, en cambio, han sido descritas como «agregaciones de restos de comida en una sopa habitualmente precocinada»1. A primera vista, poco o nada tiene que ver el estilo de estos escritores; sus nombres, sin embargo, siempre aparecen uno al lado del otro, junto a los de John Barth y Robert Coover, en la alineación de escritores norteamericanos posmodernos. Los relatos de Coover son conocidos, entre otras cosas, por saltarse las tapias que separan los géneros. En Sesión de cine Coover se sirve del lenguaje cinematográfico para narrar: los dibujos animados conviven con los personajes literarios, algunos relatos pueden «verse» como un documental de viajes o como un cortometraje. En la obra de Gass son los muros que separan la poesía de la narrativa los que se vienen abajo. Para Gass, el relato «no es un esbozo de un personaje, ni una ratonera o una epifanía», sino «un poema injertado en un material más recio». El peso de la poesía es evidente en En el corazón del corazón del país, su colección de relatos más conocida. En «Carámbanos» se alude a algunos poemas de T. S. Eliot como «La tierra baldía» y «La canción de amor de J. Alfred Prufrock». El relato «El orden de los insectos» es, en cierto modo, una respuesta a las Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke, libro que el propio Gass tradujo al inglés. Si Rilke nos habla del orden angélico y muestra cómo se ve el mundo desde el punto de vista del ángel, Gass nos presenta el orden de los insectos, una visión completamente terrenal, a ras de suelo. En este relato, la protagonista es un ama de casa que ve cómo el orden del hogar del que es guardiana es transgredido por unos bichos negros que motean la alfombra del piso de abajo cada mañana. En contra de lo que cabría esperar, la mujer se siente fascinada por esos insectos, ya que, al fin y al cabo, son el único alicien1. Estética del relato posmoderno, Eloy Fernández Porta. Tesis doctoral.
te de una vida más bien anodina. También «En el corazón del corazón del país», relato que da título al volumen, puede leerse como un diálogo con «Navegando hacia Bizancio», de W. B. Yeats. En el poema de Yeats, un artista marcha hacia Bizancio en busca de la belleza. En el relato de Gass, en cierto modo el reverso, el negativo, de dicho poema, en lugar de en Bizancio, ciudad del arte, nos encontramos en B., una provinciana ciudad varada en los campos de Indiana. Gass se las ingenia para extraer poesía de los cables del tendido eléctrico o los datos del censo. Sin embargo, más que huir de sí mismo, como ocurre en el poema del irlandés, en el relato sucede lo contrario: el interior del melancólico poeta, que está haciendo un duelo por una ruptura amorosa, se superpone al mundo exterior cubriéndolo de una pátina de nostalgia. En ese sentido, el relato de Gass deja entrever al animal moribundo tanto o más que el propio poema. Al igual que Gass incluye datos objetivos para amueblar su Medio Oeste, Barthelme se sirve de descripciones de la meteorología y datos sociodemográficos para caracterizar su «Paraguay»: «Y un 60% son mestizos, gloria, orgullo, presente y futuro del Paraguay». No obstante, en cuanto uno se adentra en el relato se da cuenta de que «Este Paraguay no es el Paraguay que existe en nuestros mapas». Ya en «Florence Green tiene 81 años» encontramos una declaración de intenciones del autor: «Quiero ir a una parte donde todo es distinto. Una idea simple, perfecta. El viejo bebé pide nada menos que la total otredad». Uno de esos lugares totalmente otros, ajenos a todo, es este Paraguay de Barthelme. Para empezar, «En las tiendas más importantes se vende silencio (materiales amortiguadores), en bolsas de papel como el cemento. Del mismo modo, el suavizador del lenguaje, habitualmente considerado una decadencia de la práctica anterior, es de hecho una clara respuesta a la proliferación de superficies de choque y de estímulos». Destaca el apartado llamado «Terror», dedicado a «La creación de nuevos tipos de ansiedad… Todo el mundo en Paraguay tiene las
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mismas huellas digitales. Hay crímenes, pero se elige al azar a las personas que han de ser castigadas por ellos». Esta última frase muestra un aspecto diferenciador de la narrativa de Barthelme, el más político de los escritores posmodernos: «Paraguay» es una crítica al imperialismo americano en Latinoamérica. En esta línea puede leerse también «El levantamiento indio», uno de los relatos más antologados del autor. En este relato, Nueva York está sitiada por los pieles rojas. Los neoyorquinos se defienden levantando barricadas con los restos de la sociedad de consumo (dos ceniceros de cerámica, una sartén, botellas, floreros…). Algunos detalles, como el hecho de que se esté repartiendo heroína en los guetos y que los muertos sean principalmente niños, parecen alusiones veladas a la guerra de Vietnam, algo casi heroico por antipatriótico, teniendo en cuenta que Barthelme lo escribió en 1968. Pero, al margen de la intención política de los textos de Barthelme, hay una diferencia abismal en la estética de ambos autores. William Gass es un adorador de la palabra. No en vano, una de sus obras de no-ficción más conocidas, On being blue, es un delicioso ensayo, una investigación filosófico-literaria sobre la palabra blue y sus tintes melancólicos. En este libro, Gass se rinde, como Borges, al placer de la pura enumeración. Las listas de Gass contrastan con las toscas letanías de «El levantamiento indio», de Barthelme: «peltre, culebra, jerez Fad 6, servilleta, fenestración, corona, azul». En el prólogo que escribió para En el corazón del corazón del país, Gass describe la exasperante lentitud de su método de trabajo, el encuentro con la palabra tras «años de escrutinio en torno a esa herida verbal inicial». La búsqueda de la palabra de Barthelme es también exhaustiva, la diferencia es que este rebusca en el cubo de la basura. Ya desde la época en que dirigía el Museo de Arte Contemporáneo de Houston, Barthelme descubrió la belleza en la fealdad. De hecho, una de las exposiciones que coordinó se llamaba «New American Artifacts: The Ugly Show». En su obra literaria, Barthelme rinde culto a esta estética de lo feo. Trata las frases como si fueran artefactos, objetos materiales que se pueden reciclar para dar lugar a un nuevo artilugio. Un ejemplo lo encontramos en «El baile de la ópera de Viena», que reutiliza un par de frases extraídas de «La breve vida feliz de Francis Macomber», de Hemingway. Mientras que Gass está más cerca de Gertrude Stein, Barthelme se aproxima más a ese otro transformador del lenguaje, ese adorador de la fealdad, que fue Witold Gombrowicz. Si, como escribió Joanna Scott en The New York Times, las frases de Gass están hiladas de tal manera que desde cierta distancia parecen «una armonía, una obra de Strindberg», las de Barthelme, antiliterarias donde las haya, parecen sacadas de un manual: «Se utiliza gelatina
William H. Gass. NCMallory ©
electrolítica, que muestra una proporción de captura superior a la usada habitualmente, para paralizar a los animales». Esta frase, que aparece en su relato «Paraguay», representa el canon literario para Barthelme. Otra diferencia notable entre ambos autores la encontramos en el nivel desde donde escriben. En contraposición a la teoría del iceberg de Hemingway, que aboga por dotar de hondura a los textos a base de omisiones y alusiones veladas, los escritores posmodernos eligen quedarse en la superficie. «La montaña de cristal» de Barthelme parece estar escrito para contravenir esta teoría: «16. Tocando la superficie de la montaña uno siente frío. 17. Escudriñando el interior de la montaña, se ven centelleantes abismos azules y blancos […] 58. ¿Puede uno escalar una montaña de cristal, con considerables incomodidades personales, solamente para desencantar un símbolo?». Para Barthelme, los símbolos, las diferentes capas de significado, no son de fiar: «97. Me aproximé al símbolo, con todos sus niveles de significación, pero cuando lo toqué, se convirtió, simplemente, en una bella princesa». No desvelaremos aquí cómo acaba la princesa. Para Barthelme, la trama es lo de menos. Lo único importante es la superficie del relato; es decir, el lenguaje. William Gass, en cambio, se abisma en sus personajes. Ya el título En el corazón del corazón del país sugiere un grado de profundidad inusitado: los relatos que lo componen tienen lugar dentro de un interior, en el centro mismo del Medio Oeste. Parafraseando a su admirado Rilke, parece que los ojos de sus personajes «se han dado la vuelta y ahora miran hacia adentro». Jorge Segren, el protagonista de «El chico de Pedersen», uno de los relatos más famosos del autor, es un buen ejemplo de ello. Jorge se va ensimismando hasta aislarse por completo y habitar en una especie de mundo pa-
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Rebeca García Nieto. William H. Gass y Donald Barthelme: el chocolate Godiva y la selecta sopa casera
ralelo creado por las palabras. Como si siguiera a Wittgenstein a rajatabla, los bordes de su mundo son delimitados por los límites de su lenguaje. Da la impresión de que los personajes de Gass excavan dentro de sí mismos, y lo hacen con tal tesón que algunos acaban apareciendo en otro lugar. Pero los personajes de Gass no siempre son intrusos en sus propias entrañas; a veces lo son en los interiores de otros, como ocurre en «La señora Ruin», donde el narrador se adentra en las vidas de sus vecinos. Otra diferencia con Barthelme es la importancia que Gass concede a sus personajes. La señora Ruin es tan cruel que a veces parece no distinguir a sus hijos de las malas hierbas del jardín. La frialdad de Fender, el corredor de fincas que protagoniza «Carámbanos», es comparable a la de los témpanos que dan título al relato. En este se nos dice que las personas son como bienes inmuebles y Fender es una parte más del mobiliario, indistinguible del sillón en que se sienta. De hecho, como los carámbanos, parece pender de la casa en la que vive. Los personajes de Barthelme, en cambio, se nos presentan desde fuera. Así, en «Robert Kennedy saved from drowning» (relato que disgustaba a su amigo Gass —a diferencia de «El levantamiento indio», a entender de Gass el más logrado de los relatos de Barthelme—), se nos muestra a Robert Kennedy a través de una serie de viñetas (K. en su despacho; K. leyendo el periódico…) y a través de las descripciones de su secretaria, de un amigo… Pese a que el lector puede observar a K. desde distintos ángulos, el Kennedy que el lector recompone tras juntar estos trozos no acaba de ser de carne y hueso. A pesar de las diferencias que existen entre ellos, se percibe en ambos una intención de renovar el género del relato corto. Tal y como están ordenados los relatos de En el corazón del corazón del país, se aprecia un alejamiento gradual desde «El chico de Pedersen» (el relato que más se adapta —aparentemente— a los cánones tradicionales) hasta el relato que cierra el volumen, más cercano al posmodernismo. Uno de los personajes de «Florence Green tiene 81 años», de Barthelme, dice: «El objetivo de toda literatura es la creación de un extraño objeto cubierto de piel que te rompa el corazón». Se podría decir que ambos autores, aunque de un modo bien distinto, han alcanzado esta meta creando extraños artefactos cubiertos de una piel muy diferente a la tradicional. Sus relatos todavía, décadas después, siguen dando pie a múltiples interpretaciones. A día de hoy seguimos sin saber qué les pasó a los Pedersen, cuyo hijo apareció una noche en el pesebre de los Segren como una especie de ofrenda. Lo mismo sucede con «El globo», de Barthelme, que trata de un globo que se hincha una noche hasta ocupar Manhattan. El relato recoge las reacciones que produce en los neoyorquinos: los niños se lo pasan en grande jugando con él («pero
Donald Barthelme. Special Collections, University of Houston Libraries ©
el propósito no era entretener a los niños»); las autoridades quieren destruirlo; los adultos buscan un significado: para algunos, el globo es «una impostura, algo inferior al cielo que había estado ahí anteriormente, algo que se interpone entre la gente y su cielo». Al hablar de la acogida del globo por parte de la crítica parece aludir a la recepción de su propia obra: «La opinión crítica estaba dividida […] ¿Ha sido la unidad sacrificada en aras de una cualidad expansiva?». Finalmente el narrador asegura que el globo es «una revelación autobiográfica espontánea» relacionada con el malestar que le producía la ausencia de una mujer, la abstinencia sexual. En definitiva, el globo de Barthelme o la nieve, y el hombre de nieve, de «El chico de Pedersen», de Gass, podrían tener ocupados a los críticos durante trescientos años, como pretendía Joyce, algo que sólo pueden lograr los más grandes.
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Rebeca García Nieto (1977) es escritora y especialista en Psicología clínica. Ha publicado Historia de una mirada (Eutelequia, 2012) y Eric (Zut, 2015). Ha sido finalista del Premio Ateneo Ciudad de Valladolid 2011, del Azorín de Novela 2012 y del Premio Herralde de Novela 2013. Escribe regularmente en Quimera, Buensalvaje España y en el blog Estado Crítico.
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George Saunders y la distopía del sueño americano Aixa de la Cruz
.Cuando el prejuicio es un discurso social, ocurre a menudo que se supera en la teoría mucho antes que en la práctica. Es decir, España fue pionera en aprobar el matrimonio entre parejas del mismo sexo y las estadísticas suelen retratarnos como un país comparativamente gay friendly, pero una conversación aleatoria con personas aleatorias en un bar aleatorio presenta un panorama distinto. Hoy en día no hay gente homófoba, sólo hay padres que preferirían que sus hijos se decantaran por la opción más normal, porque los hará más felices; o adolescentes que no se sienten cómodas cambiándose en el gimnasio junto a esa chica que acaban de descubrir que es lesbiana, pero sin acritud. En el ámbito académico, un discurso recalcitrante que se manifiesta con la misma ambivalencia (está superado de cara al público, pero no en el día a día) es el del famoso binario alta cultura/baja cultura. Estudié un Máster en Literatura y Lingüística Inglesas con un itinerario que se inclinaba hacia los estudios culturales (materialismo cultural, análisis crítico del discurso, teoría pos-género) pero en el tribunal que evaluó mi tesina se produjo un debate encendido sobre si tenía o no validez mi investigación, dado que abordaba un tema tan prosaico como la serie de televisión Perdidos. Los prejuicios contra la literatura de género, que he visto bastante arraigados en el mundillo literario español, son herederos de esta mentalidad elitista que perdura en los departamentos de teoría de la literatura y también se manifiesta, por lo general, en petit comité, cuando ha terminado la charla sobre cuento fantástico a la que hemos acudido por los honorarios y al fin podemos decir la verdad: que eso de la ciencia ficción siempre será «menor», que con dragones y mazmorras no escribiremos La Gran Novela del Siglo. Es curioso que en estos casos, si mencionas a Poe, a Borges o a Cortázar como exponentes de aquello que acaban de denigrar, los lectores exquisitos ponen los ojos en blanco y esgrimen alguna tautología: no me compares, eso es literatura, no estamos hablando de lo mismo. Claro. El cuento de la criada de Margaret Atwood es un alegato feminista, Rebelión en la granja una alegoría política, como es alegórica la Biblia.
Pero Juego de tronos no es un estudio sobre el poder político. Juego de tronos es literatura de género, para frikis. Volviendo al ejemplo de la homofobia (me permito estos paralelismos porque el prejuicio es un esquema mental y, por tanto, un contenedor vacío; un algoritmo que funciona por defecto, independiente del contexto), a menudo me he preguntado cuál es la forma idónea de abordar la homosexualidad desde la literatura y, teniendo en cuenta que nos encontramos en este momento paradójico que describía al principio en el que el discurso público parece más avanzado que el privado, intuyo que el objetivo ya no es tanto la reivindicación como la normalización y que por ello, más que relatos de temática gay, necesitamos relatos sobre cualquier temática en los que aparezcan personajes que no sean, por necesidad, heterosexuales. Cuando el reto consiste en diluir las barreras entre géneros y registros literarios, se presenta un imperativo parecido. Hay que reivindicar la variedad como el estado de las cosas, y la vida es simultáneamente realista, fantástica y extraña. Desde una visión de conjunto, esto es lo que más celebro de 10 de diciembre, el libro que me descubrió a George Saunders: la enorme unidad que presenta a pesar de contener relatos de todo tipo, desde propuestas cercanas al realismo sucio (Saunders se declara discípulo de Carver, pero a menudo recuerda a un Donald Ray Pollock optimista) hasta cuentos de género negro y distopías. «Creo que uno debe sentirse de dos o tres formas distintas a la vez sobre una misma cosa», decía el autor en una entrevista, y en 10 de diciembre encontramos multitud de perspectivas y propuestas formales para tratar un mismo fenómeno: la América contemporánea, con sus diferencias socioeconómicas, su cultura del trabajo, su violencia estructural y su deuda pendiente con todos aquellos a los que prometió un sueño que no ha sido capaz de cumplir. En «Cachorro», la descripción idílica de unos maizales con la que comienza el texto nos sitúa en un entorno rural, «profundo», donde Saunders parodia a la típica familia de clase media —mujer que sólo existe en cuanto madre, hijos
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Aixa de la Cruz. George Saunders y la distopía del sueño americano
George Saunders. Fotografía: David Shankbone ©
sobreprotegidos, valores cristianos— al enfrentarla con su némesis, la white trash. El revés siniestro del sueño americano está representado por un niño con TDAH al que su madre ha atado a un árbol. Aunque en ningún momento se menciona explícitamente el Adderall, lo intuimos por sus efectos: «Las pastillas hacían que rechinara los dientes y que, de pronto, empezara a aporrear con los puños». La historia del Adderall, la de los adolescentes que acabaron drogándose en discotecas con el mismo medicamento que les recetaban cuando eran niños, es una metáfora elocuente sobre las tensiones de la sociedad americana en su eterna lucha entre el ideal libertario y el represivo. Giorgio Agamben utiliza la ambivalencia de la palabra sacer, que en latín significaba simultáneamente lo sagrado y lo execrable, para hablar de las contradicciones inherentes a las democracias occidentales. Que una misma droga sea terapéutica y legal, que un mismo acto se considere guerra preventiva o terrorismo… La inestabilidad del sistema es también la inestabilidad del punto de vista. En el relato de Saunders, accedemos a la racionalización de un mismo hecho (atar a un niño a un árbol, con una cadena, como si fuera un perro) desde dos perspectivas muy distintas. Para la madre de clase media, es un hecho aberrante, sin justificación alguna. «La hubiera zarandeado,
diciendo: ¡Idiota! ¡Esta es tu hija, tu hija! Eres una...». Pero para la madre white trash, es la idea del siglo. «Ayer había estado encerrado en casa, todo triste. Había acabado el día chillando en la cama, tan frustrado. Hoy estaba mirando las flores». En lugar de drogarlo y encerrarlo, ha conseguido que el pequeño Bob pase el día al aire libre, sin ponerse en peligro. Saunders cuestiona la supuesta superioridad moral de la madre de clase media que, ante lo que considera un claro caso de maltrato, en lugar de intervenir, se aleja. «Marie no iba a contribuir a una situación así ni en lo más mínimo. No iba a hacerlo y punto». Pero no sólo cuestiona al personaje, sino que, a través de esa referencia velada al TDAH y su medicación, traslada el cuestionamiento a la sociedad en conjunto. ¿Qué es más escandaloso? ¿Atar a un niño a un árbol o darle anfetaminas? Todos los cuentos de Saunders nos confrontan con algún dilema ético de estas características. En «Escapar de La Cabeza de Araña», donde saltamos del enclave realista al distópico, el narrador cumple condena en una prisión muy peculiar donde es sujeto de experimentación para una farmacéutica que ha patentado unas drogas futuristas capaces de inducir emociones tan complejas como el amor romántico o el ins-
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tinto suicida. En la primera parte del relato, los científicos que son sus carceleros le presentan a una mujer que, a priori, no le resulta particularmente atractiva. Tras inyectarle un suero específico, sin embargo, la cosa comienza a cambiar. Al principio se manifiesta el deseo físico, tan intenso que ambos pierden la vergüenza y se revuelcan en el sofá, ante la mirada atenta de los científicos. A continuación, el Verbasuel TM, estimulante de los centros lingüísticos, activa su locuacidad. La atracción sexual se hace verbo. Y entonces, el amor. «Cada aseveración, cada ajuste en la postura denotaba la misma verdad: nos conocíamos desde siempre, éramos almas gemelas, nos habíamos conocido y amado en vidas previas, y nos encontraríamos y nos amaríamos en muchas vidas futuras». A medida que los efectos de la droga remiten, sin embargo, el enamoramiento decae, escalonadamente, como en un matrimonio: «De pronto nos sentimos cohibidos. Pero aún nos amábamos. [...] Pronto, algo empezó a cambiar. Quiero decir, ella estaba bien. Una linda chica pálida. [...] Ella tenía que marcharse. Nos dimos la mano». Esta escena en la que el amor romántico muere como metanarrativa y se revela como un simple fenómeno químico, un viaje escalonado de ida y vuelta, es divertida y perturbadora al mismo tiempo. Tras un breve descanso, el protagonista repite el experimento con una mujer distinta y el resultado es igual. ¿Cómo es posible? «Pronto mi recuerdo del sabor perfecto de la boca de Heather estaba siendo sobrescrito por el presente sabor de la boca de Rachel». Las emociones son las mismas y sin embargo ahora Heather no es más que «una vasija sin valor». En la monogamia serial que impera en las sociedades modernas, parece decirnos Saunders, sustituimos a la pareja anterior por la siguiente como si cambiáramos una tarjeta de memoria de un ordenador a otro. En Vértigo, Hitchcock consideraba que lo re-implantable era el discurso. La mujer amada era un recipiente vacío en el que proyectar el deseo, y el deseo era independiente de la mujer, pero al menos emanaba del hombre, le pertenecía. A través del planteamiento biologicista, «Escapar de La Cabeza de Araña» da una vuelta de tuerca a dicho argumento, que se vuelve menos misógino, pero más desolador. Ya no hay agente activo y agente pasivo; simplemente, no hay agencia. Para terminar de ilustrar la variedad que caracteriza al libro, «Exhortación» se presenta como una circular de oficina, los consejos que un director de sección dirige a sus empleados para mejorar las estadísticas de rendimiento. Nos encontramos con el vocabulario típico de los manuales de motivación empresarial: voluntad, estado mental y energía positiva, superación, etc. Y para desarrollar los consejos, el trabajo se ilustra con metáforas tan variadas como «limpiar una estantería», «acarrear el cadáver de una foca» o «derri-
bar un muro a mazazos». En ningún momento se explicita el trabajo que realizan los empleados de la empresa en cuestión, pero debido a los cuestionamientos éticos a los que el director alude insistentemente y al imaginario que las metáforas elegidas evocan, comprendemos, poco a poco, que estamos leyendo un cuento sobre sicarios. La ambigüedad desaparece por completo cuando la circular se centra en la figura de Andy. El que fuera empleado del mes en octubre («¿Quizá fuera por el recién nacido? Si así fuera, Janice debería parir todas las semanas, ja ja») sufre ahora de una severa depresión. Su nombre y su hazaña han sido inscritos en la Sala de Descanso, pero el reconocimiento no contrarresta su desconsuelo. Es curioso que la depresión de Andy sea el indicio definitivo de que la empresa que emite la circular que estamos leyendo no es una empresa cualquiera. Como si el sistema de trabajo que ilustra Saunders en el relato —la típica organización piramidal, jerárquica, que también (y tan bien) parodiaba la serie de televisión The Office— no fuera motivo suficiente para explicar los síntomas que padece el personaje. El juego, evidentemente, consiste en eso: en mezclar lo anómalo y lo cotidiano para formularnos, de nuevo, una pregunta incómoda: ¿la violencia del relato emana del objeto particular de la empresa, o de la empresa como institución en sí? Comenzábamos hablando del binario «literatura de género/literatura» y de cómo Saunders integraba con gran naturalidad el relato realista y el de ciencia ficción en un proyecto completamente coherente. Tras los ejemplos descritos, vemos, además, de qué manera es importante esta estrategia en el marco de crítica social en el que se encuadra su obra. Porque hay elementos claramente distópicos en la América que retrata el autor; son distópicas las oficinas y los niños puestos de Adderall casi tanto como las drogas que nos vuelven locos de amor. La crónica más escrupulosa revela espacios de ruptura y extrañeza en los que lo real se tambalea. Para hablar de esos espacios, para entenderlos, a menudo es necesario situarse en un marco de ciencia ficción.
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Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De música ligera (451 Editores, 2009), ambas finalistas del Premio Euskadi de Literatura, y del libro de relatos Modelos animales (Salto de Página, 2015). También ha colaborado en diversas antologías de cuento como Última temporada (Lengua de Trapo, 2013), Bajo treinta (Salto de Página, 2013) y Best European Fiction 2015 (Dalkey Archive, 2014), selección en lengua inglesa de narradores europeos. Actualmente desarrolla su tesis doctoral en el Departamento de Filología Inglesa de la Universidad del País Vasco.
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Yolanda Izard. Pequeñas subversiones: deconstrucción e impresionismo en los cuentos de Medardo Fraile
Pequeñas subversiones: deconstrucción e impresionismo en los cuentos de Medardo Fraile Yolanda Izard
.«Un cuento me parece lo más fino y personal y lo menos manchado que puede hacer un escritor», escribió Medardo Fraile en la introducción de su primer libro de relatos, allá por 1954, titulado Cuentos con algún amor. Y añadía: «El cuento camina con soltura por el corazón y la metafísica. La realidad, en el cuento, se sirve de la fontanería para ser real más hondamente». Toda una temprana declaración de principios —un mundo personal, una apuesta por la hondura humana y una preocupación por la corrección y la calidad de la escritura— que mantendría vivos a lo largo de su carrera literaria hasta su muerte en 2013, y que ha configurado una de las obras más valientes, genuinas y fascinantes del siglo XX en el terreno del cuento. Autor de culto, considerado el verdadero padre del cuento contemporáneo, Medardo Fraile (Madrid, 1920 - Glasgow, 2013), aunque perteneciente a la generación del 50, demostró desde sus inicios que estaba hecho de una pasta diferente y que iba a dejar una impronta única en la literatura de su generación (que llega hasta la actual), saltándose las consignas del realismo social que todos ellos practicaban para pergeñar, cuento a cuento, una obra de ficción total, unitaria, basada sobre todo en el relato breve (y que fue reunida en 2004, en edición crítica de Ángel Zapata, bajo el título de Escritura y verdad. Cuentos completos, y a la que seguiría, en 2010, Antes del futuro imperfecto). Es más, si el cuento hoy en día ha adquirido una especificidad que lo diferencia claramente de la novela, es gracias a Medardo Fraile, quien hizo de él un género de tan potentes cualidades intrínsecas como para dejar de considerarse, como era común entonces, mero vehículo de acceso a la novela. De hecho, sólo escribió una —Autobiografía, reeditada recientemente por Menoscuarto con el título de Caballero de fortuna— con la intención de demostrar a sus amigos que podía hacerlo. Nunca dejó de cultivarlo,
ni siquiera cuando en 1964 abandonó España para vivir en Glasgow, donde fue profesor de español en su universidad y donde siguió publicando en su lengua materna. Una labor académica que nos ayuda a distinguir los ingredientes de su cocina literaria: trabaja, como él mismo señaló, «con la ternura (bien entendida), con la ironía, con el humor, con los colmillos (si viene el caso) y con las muchas verdades, mentiras y misterios, sospechados e insospechados, que hay en todos nosotros», además de con «la idea contenida y la perfección al expresarla». Y tiene muy claro desde el principio que todo ello cabe en la brevedad —«Si en la brevedad el verbo se hace carne, sale un cuento maravilloso», dijo—, que requiere de sus propias estructuras y no es un fenómeno de escalas, como señaló a propósito del cuento Andrés Neuman. Todo ello trufado de una voluntad de disidencia que intentaré desentrañar en estas páginas. Sus «pequeñas subversiones» funcionan a nivel de significante y de texto, deconstruyendo el relato tradicional, ofreciéndonos un mundo mínimo y dando voz a personajes sencillos, pero describiéndolos, a ellos y a los espacios en que se mueven —el patio de vecinos, un bar, el interior de una casa de barrio—, con frescas y osadas metáforas impresionistas. Medardo Fraile deconstruye el relato tradicional mostrando un pequeño fragmento de vida, adelgazando la anécdota hasta su mínima expresión: una pareja que repasa un álbum de cromos («El álbum»), un patio de vecinos que recoge los ruidos de sus habitantes («La tonta»), un caramelo de limón proustiano por su poder de evocación («El caramelo de limón»), un maestro de escuela que explica la Reconquista con golpes de tiza sobre la pizarra («Al-Andalus»), unas ancianas obsesionadas con la luz («Un juego de niñas»), una camisa que no fue a pescar junto al marinero («Una camisa»), un joven que no sabe cómo hablar a una
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Medardo Fraile en la Universidad de La Rioja
niña de un año («La presencia de Berta»), o un matrimonio que va al cine («Ojos inquietos»). Anécdotas todas banales, casi vulgares, pero que Medardo Fraile dota de un singular encanto, de una ternura y un lirismo que exceden la lectura literal gracias a esa historia secreta, esa oculta historia segunda —tan moderna— que habita entre líneas, bajo el iceberg de Hemingway, a la que se accede descodificando lo insinuado: las hojas del álbum de naturaleza están preñadas de intenciones amorosas y de desamor; el patio de vecinos oculta varias historias secretas que se concretan en una; tras el azoramiento del joven que desconoce cómo relacionarse con un bebé habita un desasosiego de amor; el sutil desencanto de la mujer que ha ido al cine, etc. Para Medardo Fraile, como cuenta en su relato «La mariposa», la maravilla, el milagro, está en «un día solamente humano, a ras del mundo». También la deconstrucción procede del modo como desliga de toda solemnidad sus historias, gracias a esos flecos de humor y de ironía —«En realidad no se comía mal en la cárcel, pero cada preso tenía pan y agua, porque el director cuidaba los detalles que dan a las celdas un aspecto cruel» («El preso»)— que las distancian del mero sentimentalismo y favorecen la emoción simbolizada frente a la patética y viva. Del mismo modo, son ajenas a todo tipo de adoctrinamiento aunque sin pérdida de algún que otro sentido ético subyacente. Otra pequeña disidencia que se permite nuestro autor tiene que ver con la construcción de sus personajes: anodinos y mediocres, inmaduros y poco importantes, pero iluminados
por la ternura, la bondad, un poso de melancolía y algún que otro conflicto que no llega nunca a tocar el drama: seres solitarios, ensimismados, entrañables y mansos. Tan buenas personas como Pascualín Torres («En vilo»), que «se esforzó a diario por no dar la nota discordante», y que «murió pronto, porque él sabía que una visita larga molesta, que hay que estar sólo el tiempo justo». Hablar de anécdotas y personajes triviales sin que resulten banales es desde luego labor de escritores avezados como Medardo Fraile, con una madura sensibilidad para adensar entre líneas sus significados, para dejar una estela, un eco, de hondura poética. Además, nuestro escritor se adelantó (recordemos que su primer libro es de 1954) al llamado realismo sucio de los años setenta, con Carver a la cabeza, quien escribiría: «Tanto en la poesía como en la narración breve, es posible hablar de lugares comunes y de cosas usadas comúnmente con un lenguaje claro, y dotar a esos objetos —una silla, la cortina de una ventana, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer— con los atributos de lo inmenso, con un poder renovado». De este modo, las historias de Medardo Fraile dan una vuelta de tuerca al realismo costumbrista, al chato realismo casposo y decimonónico tan españoles, y tanto sus ambientes modestos como sus personajes de andar por casa se nos presentan de la mano de un realismo interior, desde una perspectiva subjetiva que aborrece la grosera brocha gorda de las descripciones externas y objetivas para quedarse con su alma. Porque este realismo impresionista, tan transgresor, proviene de una también disidente concepción de la realidad, enten-
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Yolanda Izard. Pequeñas subversiones: deconstrucción e impresionismo en los cuentos de Medardo Fraile
dida a la manera de Sábato, es decir, no sólo de esa externa realidad de la que nos hablan la ciencia y la razón, sino también de la que procede de ese mundo oscuro de nuestro propio espíritu, de lo intangible, de lo poético. Su escritura se alimenta, por tanto, del simbolismo, del expresionismo, sin perder nunca la verdad humana, el registro de lo que es el hombre. No es fácil extrañar la realidad. Se necesita una mirada aguda que enfoque sus ángulos ocultos y que descubra en lo cotidiano lo que los demás no ven. Medardo Fraile caminó siempre por la narrativa con unas potentes antenas que percibían en lo común, en los espacios más usados y en los seres más simples, brillos velados o sombras desconocidas o asociaciones insólitas —«Se marcharon juntos, cogidos por los ojos» («Una camisa»)—. Estaba especialmente dotado para la observación, para el hallazgo sorprendente, para conectar territorios de un modo audaz e imprevisible. Es decir, para el extrañamiento, para el fogonazo repentino y cegador de las metáforas que pueblan las descripciones impresionistas como las que siguen, la primera de ellas de un parque —del cuento «Tregua»—; la segunda, de un personaje, Roque Macera: El cielo estaba alto y sin mancha, oscuro. Las estrellas parecían membrillos en otoño. Subía del parque un denso olor a pino caliente, soleado, crujiente de sol. Lejos, hondo, se oía una gramola. Los farolillos encendidos de las terrazas daban a la noche un aire aceitoso, susurrante, vano. La música, los murmullos, los ruidos, trataban con pereza de mover el aire. No cabía en la noche nada más, estallante, madura, oyéndose, bastándose a sí misma; toda mirándose a un espejo remoto. («Tregua») Roque Macera vivía solo. Era un hombrecillo con cara de úlcera consentida, con voz grave un poco nasal […] Olía a jabón como de casa de huéspedes y todo, menos los ojos, denotaba cierto ascetismo, cierto aguante para cualquier clase de vida. Los ojos, no. Los ojos estaban siempre como buscando algo que no recordaban ya, como inseguros, o torpes, o escamados, o niños, olisqueando sin atrevimiento. […] era buena persona, pero tenía estampa de hombre va-
vivifica y los dota de vida interior, de poder evocador y sugerencia, de sutiles y frescas conexiones sensoriales, como también ocurre en las siguientes descripciones: «El desván»: «El agua enjabonada en el depósito se oía con desmayo y fiebre de clavicordio o con frescor y fiereza de cascada». O, de «Nelson Street. Cul de sac»: «Sus andares bamboleantes, acompasados, de barcazas obedientes al ondular del agua». O de «Cloti»: «Las palabras de la señorita Palmira rebullían como abejas nodrizas y enamoradas alrededor de su boca». O de «La jaculatoria»: «La moto de Heliodoro Ruiz era como una moto de guerra, llena de polvo, dura, sin escrúpulos, pero en línea recta y sin prisa. Con un cajón en cada lado parecía burro aguador, viejo y sabio armatoste». En sus cuentos no hay espacios sino atmósferas, y la atmósfera es sin duda el alma de los lugares. Sus descripciones extrañadas se aproximan a lo que de connotativo y plurisignificativo tiene el lenguaje poético ofreciendo un significado múltiple bajo su superficie, a nivel de subconsciente, que es donde tienen lugar esas transformaciones que las metáforas impresionistas propician. Por ello, además de disfrute estilístico, dejan un eco, una luz. La obra de Medardo Fraile demanda, así, un buen y exigente lector que, como escribió Cortázar, distinga entre posesión y cocina literaria. Y que sepa, como Rimbaud, que la sinfonía se agita en la profundidad. Tras la aparente simplicidad de sus cuentos, sin duda hay un ímprobo trabajo de detalle, de orfebre minucioso, pues estamos con Fernando Aramburu en que «la sencillez, en literatura, es lugar adecuado para el acomodo de toda clase de sutilezas psicológicas o para ejercer el pensamiento profundo». Ese universo de criaturas ingenuas y dóciles, algo infantiles, tiernas siempre, esconde maravillosos tesoros en su hondura. Y es que Medardo Fraile siguió sin saberlo las recomendaciones de Augusto Monterroso: «No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos —como hacen tantos— para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia».
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cío, acorchado por ese liquen, como escama de lepra, que
Yolanda Izard Anaya (Béjar, 1959), licenciada en Filología Hispánica
va cubriendo y marcando a los solitarios.
y con estudios de Bellas Artes, es profesora de ELE en la Universi-
(«Roque Macera»)
dad Miguel de Cervantes e imparte en Valladolid su propio taller de escritura creativa. Ha publicado tres libros de poemas, dos ensayos y
Las descripciones impresionistas de Medardo Fraile sacuden, como vemos, los cimientos de la descripción huera del relato tradicional, sustituyéndola por una manera poética y resplandeciente de acercarse al mundo y de situar a sus personajes, de modo que reflejan, por encima de su simplicidad, un complejo sistema interior y emocional que los
las novelas Paisajes para evitar la noche, premio Cáceres de Novela, La mirada atenta, premio Carolina Coronado, y numerosos libros colectivos. Ha recibido el Premio Andrés Quintanilla de Poesía y en 2014 quedó seleccionada en el Premio Herralde de novela. Colabora de manera habitual en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, Revista de Letras, Subverso y Granite&Rainbow.
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Mapa del nuevo cuento latinoamericano Verónica Nieto
.Cuando a los escritores del boom latinoamericano se les preguntaba por su influencia más incuestionable, ellos contestaban: Faulkner. Si a los escritores del nuevo cuento latinoamericano les formuláramos una pregunta semejante, probablemente contestarían: Carver. Diríase que, en general, el fantasma del realismo norteamericano se cierne sobre Latinoamérica. ¿Se acuerdan del cuento fantástico, ese que remataba el final con una vuelta de tuerca y confería otra capa de sentido a lo que veníamos leyendo? Apenas se practica ya. El narrador prefiere susurrarnos su confesión, contarnos una anécdota, exponer su comprensión/incomprensión de lo que le rodea. Habla de literatura, de sí mismo como desfiguración. Toma la voz de la violencia social. A menudo se asemeja a un costumbrista del siglo XXI o, dicho de otra forma, despliega su talento para referirse a lo íntimo o lo banal. Pero por fortuna toda escritura es una lucha de influencias, un mestizaje. De modo que podemos hablar de realismo y sus variantes con marcado predominio de la primera persona como rasgo más o menos general, pero también de continuación del boom, de adoradores borgianos, de susurradores inquietantes, de autoficción, de metaficción, de narradores reflexivos o filosóficos, de narradores naíf, de fanáticos del cine y la carretera, de periodismo al destape, de suspense, de escritura del cuerpo o, también, de prosa con aires centroeuropeos. Despleguemos, pues, un mapa del estilo del nuevo cuento latinoamericano. Atendamos a las diferencias. (Huelga decir que no están todos, pero sí una muestra lo suficientemente representativa de las tendencias narrativas y editoriales: ocho mujeres/dieciséis varones.) La máquina Alberto Chimal (Siete, Salto de Página): Impecable prosa donde toda la literatura (y no exagero) se da cita y se reformula. Fantástico trabajo de recuperación y reapropiación siempre humorística de los textos míticos/sagrados/clásicos/históricos. No faltan reflejos a lo mejor de Borges y al
así llamado boom latinoamericano. Leer esta recopilación de los mejores cuentos de Chimal no tiene desperdicio: puro gozo, puro talento, pura belleza. A veces llegué a dudar si Chimal no es en realidad aquella máquina perfecta de hacer literatura con la que muchos sueñan. Narrador naíf Federico Falco (Elefante, El Cuervo): De prosa fresca con tono costumbrista, Falco destila cierto aire enrarecido y morboso desde sus comienzos, un elemento oscuro y a veces perverso que atrae como un imán. Por lo demás, digamos que es un alumno aventajado de Carver y que por lo general sitúa las escenas en pueblos del interior de Argentina, donde parece que no pasa nada. Luciano Lamberti (El asesino de chanchos, Nudista): Lamberti comparte con Falco el escenario y el influjo del realismo norteamericano pero utiliza de forma más marcada un narrador en primera persona al que podríamos llamar «naíf» y que deja que el inteligente sea el lector. Esto resulta en una prosa rápida que hilvana episodios sin detenerse a explicar sus causas. Al parecer este tipo de narrador está tomando fuerza en la narrativa argentina, pues resulta sumamente humorístico. Desparpajo y velocidad de la anécdota Margarita García Robayo (Cosas raras, Seix Barral): García Robayo derrocha desparpajo. De prosa sencilla y precisa, de tonalidad oral y fresca, nos sitúa en escenas in media res para contarnos poca cosa, pero con el suficiente sentido del humor y la sugerente sensualidad y la tentación de lo siempre sexual que enseguida nos atrapa. Juan Terranova (Música para rinocerontes, El Cuervo): Diríase de Terranova que enhebra anécdotas mediante la utilización de los diálogos, que maneja con mucha soltura y verosimilitud. Además de frecuentar la autoficción, su estilo es directo, sencillo, socarrón y divertido. Tiene la frescura de una conversación entre amigos y la rapidez del periodismo.
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Verónica Nieto. Mapa del nuevo cuento latinoamericano
tiva más cercana al cine de road movie. Colanzi nos habla de chicas ricas y destroyers que quieren dejar de ser las nenas de papá. Barrientos nos cuenta viajes por carreteras donde abundan (naturalmente) los coches, los bares de mala muerte y el despecho amoroso. Ambos comparten una prosa rápida, sencilla, directa, juvenil y sumamente visual.
Eduardo Halfon. Fotografía: Adriana Bianchedi ©
Suspense y perversidad Samanta Schweblin (Siete casas vacías, Páginas de espuma): Schweblin escribe como un cuchillo con el que nos amenaza constantemente. Desborda talento para el suspenso y lo inquietante. Leer a Schweblin es tener el corazón en la boca. Es intuir el peligro. En este caso, los cuentos están enlazados entre sí por diferentes elementos: un jardín, unas cajas, la desaparición de niños. Por lo general, asistimos a rutinas de lo más estrafalarias que atrapan nuestra morbosa curiosidad, pues sabe jugar con la perversidad del lector, a quien trata de cómplice. La carretera Liliana Colanzi (Vacaciones permanentes, El Cuervo) y Maximiliano Barrientos (Diario, El Cuervo) trabajan una narra-
La reflexión y la autoficción Alejandro Zambra (Mis documentos, Anagrama): De frase sencilla y por momentos casi aniñada, de respiración pausada, Zambra trabaja una autoficción llamémosla histórica o político-histórica, con reflexiones intimistas y atentas a las problemáticas de los chilenos de su generación: la revalorización del pasado de la dictadura y el análisis de las reacciones de los padres que vivieron como adultos durante esa dictadura. También aborda las relaciones de pareja y las relaciones personales en general. Carlos Labbé (Caracteres blancos, Periférica): Labbé destila una prosa poética a ratos, filosófica-meditativa, confesional-reflexiva a la manera de Piglia (si eso quiere decir algo). Abundan los sueños, las máquinas, la metaficción, la autoficción encubierta y sobre todo el imaginario borgiano. Rodrigo Hasbún (Cuatro, El Cuervo): El estilo de Hasbún es de períodos de inmersión lenta, de frases largas pero transparentes. Quizá lo emparentaría con una prosa filosófica aunque realista-costumbrista al tiempo, es decir, más relacionada con el realismo o sus variantes. A juzgar por estos cuatro cuentos, podríamos decir que a Hasbún le interesan los problemas de familia, las relaciones personales y sus consecuencias. También trabaja la autoficción y la metaficción. Eduardo Halfon (Signor Hoffman, Libros del Asteroide): Si de autoficción hablamos, Halfon es el exponente más aventajado. Signor Hoffman puede leerse como una novela de viajes, donde la problemática de la identidad judía y a la vez latinoamericana es quizá uno de sus intereses más claros. La prosa de Halfon es directa, sencilla y reflexiva, pues constantemente pone de manifiesto la relatividad de nuestras verdades.
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Verónica Nieto. Mapa del nuevo cuento latinoamericano
Juan Carlos Méndez Guédez (Ideogramas, Páginas de Espuma): La voz de Méndez Guédez es susurrante, sencilla pero directa y persistente. Hipnotiza sin aspavientos. Los cuentos de este volumen trabajan la autoficción en relación con la condición del inmigrante, algo no demasiado ficcionalizado en la tradición de la literatura escrita en español. Digamos que su prosa oscila entre el realismo norteamericano y el monólogo caribeño. Raros Guadalupe Nettel (El matrimonio de los peces rojos, Páginas de Espuma): Con una prosa contundente y aparentemente sencilla, Nettel va adentrándonos en situaciones que se van tornando inquietantes a pesar de tratarse de asuntos de lo más cotidianos. Un agradable aire de Alice Munro va soplando. Podríamos aventurar que sus intereses se centran en las relaciones de pareja, las relaciones familiares y la psicología propia de las mujeres y su relación con el cuerpo. En este caso, los animales funcionan como contrapunto y reflejo de las situaciones narradas. Patricio Pron (Trayéndolo todo de regreso a casa, El Cuervo): Digamos que su prosa, de períodos largos, de ironía soterrada, se acerca mucho más a lo vilamatiano-borgiano y a la literatura centroeuropea. Pron es un raro, un raro feliz. Trabaja la metaficción con maestría y notamos guiños, homenajes y conversaciones con diferentes escritores todo el tiempo, pues nunca menosprecia al lector, de quien espera un cómplice. Pareciera que su trabajo narrativo está bastante lejos del fantasma del realismo. Carlos Yushimito (Los bosques tienen sus propias puertas, Demipage): De prosa exuberante y elegante a un tiempo, Yushimito prefiere lo fantástico, lo onírico, lo metaliterario y los insertos. Resulta sumamente interesante que en algunos de sus cuentos, sobre todo aquellos que se acercan más a nouvelles, se perciba cierta hibridación de géneros y a la vez un elaborado reflejo del fondo en la forma, lo que realza un tratamiento de la estructura notable y original. Boom 2.0, microficción y el arte del monólogo Andrés Neuman (Hacerse el muerto, Páginas de Espuma): De prosa talentosa y eufónica, brillante y poética, Neuman lo practica todo: sigue la tradición del boom latinoamericano, sobre todo en su vertiente cronopia, es decir, la del absurdo, pero también desarrolla el monólogo humorístico con soltura y la poética del haiku o microficción. No suele transitar demasiado el realismo tal como solemos entenderlo. Isabel Mellado (El perro que comía silencio, Páginas de Espuma): Su prosa es corta y precisa, contundente y sorpren-
El cielo raso
dente, poética. Parece preferir la microficción, en la que no abunda la acción sino más bien la descripción de escenas. Mellado trabaja con las voces de los que no tienen voz: un espejo, instrumentos musicales, diferentes animales, etcétera. Andrea Jeftanovic (No aceptes caramelos de extraños, Comba): De prosa poética como una suave marea en vaivén, de aire cortazariano, Jeftanovic aborda mediante intensos monólogos las relaciones de pareja y las de padres e hijos. Profundiza en la temática del amor, el deseo instintivo, la sexualidad, pero también en la inocencia de esas voces de niñas y niños que caminan siempre por el filo de lo moralmente ambiguo. Pareciera que a Jeftanovic le interesa explorar los límites imprecisos, la perversidad inocente y las categorías desdibujadas. Antonio Ortuño (La Señora Rojo, Páginas de Espuma): Ortuño nos presenta a narradores marcadamente masculinos que se ven inmersos en situaciones de perdedor a través de monólogos que exponen la queja con una prosa bastante burlona. Diego Trelles Paz (Adormecer a los felices, Demipage): De prosa prolija, correcta, con tildes de oralidad que le otorgan frescura, Trelles Paz trabaja con bastante acierto el monólogo de personajes que generalmente son literatos de algún tipo: poetas, novelistas, aprendices, talleristas, etcétera. A vista de pájaro: otros libros de cuentos publicados Los cuentos de Wilmer Urrelo Zárate (Todo el mundo cumple sus sueños menos yo, El Cuervo) son noir y derrochan violencia. Inés Mendoza (El otro fuego, Páginas de Espuma) trabaja el monólogo y la tradición más cortazariana. Ernesto Escobar Ulloa (Salvo el poder, Comba), con prosa clásica y prolija, se adentra en situaciones políticas de todo tipo y en las injusticias o los también llamados «daños colaterales». Mariana Graciano (La visita, Demipage), mediante una prosa sencilla, oral y de frases cortas siempre en tiempo presente, trabaja con la mirada infantil para narrarnos escenas cortas de la vida cotidiana donde se inmiscuye cierta extrañeza apenas insinuada.
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Verónica Nieto (1978), nacida en Córdoba (Argentina) y afincada en Barcelona, es licenciada en Filología hispánica por la Universidad de Málaga y en Teoría de la literatura y Literatura comparada por la Universidad de Barcelona. Es autora de la novela La camarera de Artaud (Diputación de Valladolid, 2011), galardonada con el I Premio de Novela Villa del Libro y recientemente traducida al italiano (Valigie Rosse, 2015); de los cuentos Tangos en prosa (Agilice Digital, 2014), y de la novela Kapatov o el deseo (Balduque, 2015). En la actualidad compagina la actividad creativa con tareas de edición. También escribe en Rumiar la biblioteca, un blog de lecturas e impresiones literarias.
Los pescadores de perlas
Iván Teruel. Microrrelatos inéditos
Microrrelatos inéditos de Iván Teruel
El mundo no se acaba nunca El manotazo titubeante derriba otra mosca. ¿Ha visto señora McGuffin que este año eestos dipterios volapatadores están más le, le, lentos que de costumbre? La pequeña mano coge la mosca de las alas y dibuja una parábola temblorosa hasta colocarla en el montón donde se hallan el resto de insectos. ¿Será la hipanopia de la histo, to, ria que sub nierte nierte a la...? Ya ve señora Guffinmac que eesto es el fin. ¿Lo ve? La cabeza pelada tiembla, se inclina hacia un lado, unos ojos empañados miran atentamente el montón. El fin, fin, ¿lo ve señora Gufmacin? Se aveci, ci, na, el fin, fin, final de los tiempos. Los dedos índice y pulgar de la mano derecha forman una pinza inestable. La pinza va cogiendo de las alas diferentes moscas del montón y forma otro montón al lado. El fin, fin, final ¿oye? La cabeza es un metrónomo inclinado y nervioso: no deja de oscilar en su eje oblicuo. La mirada opaca se encharca de repente. ¿Por qué señora MucGaffin por qué eestos dirtemios voleadores están más le, le, lentos? ¿No ve que es el fin, fin, final de todo? La boca se abre, se estremece, y de la garganta sale un sonido agudo y resquebrajado, el cuerpo convertido en un balancín nervioso. La señora McGuffin se acerca al niño, lo envuelve en un abrazo, le da un beso en la frente. La señora McGuffin hace un esfuerzo ímprobo por dejar sus lágrimas en el borde de los párpados, construye un dique, traga saliva repetidas veces, aparta los dos montones de pipas de la mesa y le susurra al oído: las moscas no están más lentas, mi vida, eres tú, ¿oyes?, eres tú, que cada día estás más ágil, ¿oyes?, como papá, tesoro, cada día más ágil y fuerte. Así que no sufras, mi vida, no sufras, que el mundo no se va a acabar nunca.
Iván Teruel (Girona, 1980) es profesor de enseñanza secundaria. Ha publicado una edición crítica de la Historia oriental de las peregrinaciones de Mendes Pinto (Almuzara, 2009), el ensayo El Perú escindido (Irreverentes, 2012) y el conjunto de relatos El oscuro relieve del tiempo (Cal·lígraf, 2015).
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Iván Teruel. Microrrelatos inéditos
Los pescadores de perlas
El movimiento puro Hay un concepto, ¿oyes?, un concepto: el movimiento puro. El movimiento desprovisto de movimiento circundante. El movimiento aislado de todo aquello que lo entorpece. Pero, oye, el obstáculo del movimiento puro es el cúmulo de movimiento, ¿sabes?, no hay movimiento puro en la confusión. Bien, escucha. El movimiento puro es una sublimación del latido del mundo. Pero, no, joder, no puede haber lirismo en esto. Y otra cosa, verás. Cualquier movimiento es siempre curvo, así que necesita de las líneas rectas para aislarse. El movimiento puro, qué concepto, qué jodido concepto, ¿verdad? Pero, mira, oye, es algo así: la calle está vacía, vacía como si nunca nadie la hubiera habitado, ¿sí?, en esa calma tensa que antecede a lo inevitable, ¿oyes?, y entonces, de repente, una figura surge de una esquina, ¿oyes?, surge a esa nada asfaltada que es la calle, a las siete de la tarde, a esa hora en que la luz no aspira a quemar el contorno de las cosas, la luz madura, como quien dice, ¿lo entiendes?, la luz que perfila las formas, ¿me sigues?, y entonces la figura, una figura de muchacho adolescente, mira hacia los lados, hacia atrás, hacia arriba, y de pronto echa a correr. Y mira, ya tienes todos los elementos: un cuerpo en movimiento, las líneas rectas del cemento y el asfalto, la luz nítida. Y el chaval avanza de frente, ¿me oyes?, corriendo cada vez más deprisa, ¿entiendes?, y entonces el tiempo, porque esto también es una cuestión de tiempo, parece arquearse sobre cada uno de sus movimientos, cae sobre ellos y los vuelve más densos y limpios, como quien dice, y entonces, no sé cómo decirlo, entonces se puede ver la elasticidad de cada músculo, de cada fibra, se puede ver, ¿me oyes?, se puede ver la elasticidad de las fibras en la reverberación de cada zancada, y también el engranaje de las articulaciones, ¿sabes?, esférico y preciso. Pero no sólo eso, no, hablo de otra cosa, hablo de ver, incluso, el movimiento de la respiración, y el movimiento de la sangre, el latido de la sangre. Oh, Dios, qué belleza. Y las líneas rectas del asfalto y el cemento absorbiendo y amplificando esa prodigiosa sinfonía de formas, aunque no, joder, otra vez no, no puede haber lirismo en esto. Pero, mira, oye, a ver, es que el movimiento puro también aísla el sonido que lo acompaña, ¿sí?, la vibración de las fibras, el crujido engrasado de las articulaciones, la percusión de la sangre, ¿oyes?, ¿lo oyes?, otra sinfonía, otra prodigiosa sinfonía, pero otra sinfonía aislada. Y, a ver, a ver cómo lo digo, porque esto es importante, ¿me oyes?, más importante incluso, sí, porque esa armonía de sonidos es tan nítida, ¿me oyes?, tan nítida que incluso deja de escucharse, deja de escucharse porque queda engullida por algo que construye a su alrededor, algo igualmente descomunal: el silencio puro, ¿me oyes?, el silencio desprovisto de silencio circundante. Y cómo lo digo, cómo mierda lo digo, a ver, ese silencio puro es como un veneno para quien lo escucha, ¿oyes?, un veneno paralizante que se te mete en cada inserción del cuerpo, en cada oquedad, en cada tendón, en cada jodido tendón, en cada hueso del cuerpo, de la mano, del dedo índice, del dedo índice que envuelve el gatillo y que de repente es materia muerta, ¿oyes?, como el resto del cuerpo, ¿oyes?, una zona que ha dejado de existir, que no te pertenece y no responde, ni siquiera cuando le llega el estímulo de los ojos, la zona abultada debajo de la camiseta, a la altura del abdomen, de ese adolescente que cada vez corre más deprisa, con algo en su mano a punto de ser accionado, y que cada vez genera un silencio más intenso, un silencio que devora sus propios límites, un silencio que se expande con la misma voracidad con la que los agujeros negros engullen su propia galaxia, ese jodido silencio, ese jodido silencio que prefigura al otro, al que vino después y se desparramó un instante sobre las cosas para replegarse de inmediato porque no pudo con el eco, el eco de la explosión que lo construyó, ¿recuerdas?, el eco que sigue dinamitando nuestra conciencia cada noche desde entonces, ¿verdad?, cada una de nuestras noches, ¿no es cierto? Tú me hablas del otro silencio, del que vino después, y del eco que no nos deja vivir, pero fue el silencio puro, el jodido silencio que sólo yo alcancé a escuchar, el que en realidad nos hizo saltar por los aires.
Terence Dooley. Poemas
El castillo de Barba Azul
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Poemas de Terence Dooley Traducción de Eduardo Moga Los poemas «¿Qué hace un agujero?», «El lago» y «Hora muerta» pertenecen al libro Poemas, el resto forman parte del poemario Violetas de Siberia
¿Qué hace un agujero?
Hora muerta
Metí la mano en el bolsillo, algo difícil, y aún más difícil para los pobres de corazón, y recordé un agujero en la tela de este deshilachado par de pantalones de algodón, o de otro, que habían hecho las monedas, o en el que los talismanes se habían dado la vuelta una y otra vez, con la esperanza de superar un lastimoso cuarto de hora. ¿Es posible añorar un agujero, estar de duelo, incluso, por un agujero?
En el borde del cielo, un rosa sucio araña el permaverde: no es el amanecer, no es el ocaso; se ha hecho tarde, y más tarde aún en la estación de la culpa.
Hay un agujero en el tiempo por el que nos precipitamos. Si miráramos arriba, qué amenazantes figuras aparecerían recortadas contra el cielo, o qué vagos y sonrientes rostros a lo lejos, hasta que todo se desdibujase, como si, invisiblemente, el agujero se hubiera remendado con los años.
Si la vida fuera una llanura anodina, el correo llegaría galopando con noticias de las ciudades a una hora como esta, helada en la esfera del reloj. Ya habría llegado, y preparado el té, y leído las hojas; y la chaqueta verde reptando, con infinita lentitud, por la ventana cerrada.
El lago A veces los veo, a los del otro tiempo, como si hubieran cruzado a remo el lago, donde las palas pintan la luz. No son reconocibles hasta casi balbucear un nombre. ¿Qué podéis decir, qué habéis venido tan lejos a decirme de la orilla invisible, macilentos como estáis,
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lo diré pronto dijo el viento, pero nunca cuándo no dijo el viento, fingiendo aún era demasiado pronto, otra vez el viento sí es difícil de soportar
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o bien conservados, como una antigüedad pulida, de procedencia acreditada? ¿Soy quien digo ser, quien ha de saber y el que será la prueba? ¿De qué ha servido salir de la niebla con esas ingenuas e improbables palabras de amor si después os desvanecéis, y perdéis toda consistencia, y os disolvéis?
de dónde llama el pájaro escondido de aquí dice nadie no estoy cerca ni lejos regañando, a solas, inocente no desesperéis pues hijos del viento
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los juncos se menean
ensayando
He tirado ambos remos de la barca dentro de algunos años o hace algunos no importa
solo la pereza del mar hasta que el mar se retira
creía que el río era un lago, percibo que se acaba a mi espalda en el aire a no mucha distancia floto a pesar del peso muerto de la noche las estrellas horadan la quietud da igual
una vez dije, escucha qué silencioso está el mar como si el mar tuviera oídos esto es lo que recuerda el mar piedras, piedras qué sujeta el mar con las manos
susurran, cecean los peces de plata, los lepismas
sujeta una soga dorada de arena
se disuelven en la iridiscencia esperaba que esta
sujeta una soga plateada de lágrimas
niebla acuosa se dispersara
ensayando vi
y así es.
la fuente
vi
estruendo de estorninos en el fresno lo sé solo detrás de la ventana no hacen ruido silenciosos como el aire
entre dos mares mi casa está allí lejos como suele estar improbablemente blanca un sepulcro dorado porque qué es la vida sino esta distancia si vuelvo a ella porque es en ella donde trabajo libre de cuanto me retiene aquí ¿qué puede acontecer que no sea demasiado sino más bien menos?
si saliera a probar el manantial que adoro remontarían el vuelo harían oídos sordos y se irían volando yo espanto lo que amo
Terence Dooley ha publicado en numerosas revistas tanto sus propios poemas como las traducciones de poetas españoles, entre los cuales Eduardo Moga, Mercedes Cebrián, Pilar Adón, Javier Pérez Walias, Sara Torres y Mario Martín Gijón. Ha editado las cartas y ensayos de Penelope Fitzgerald y ha escrito postfacios para sus novelas, que Impedimenta ha editado en España. Las traducciones de Mercedes Cebrián de algunos de sus poemas aparecieron el año pasado en El Cuaderno.
La voz humana
Ana Vallés. Catorce Anas. Una falsa entrevista
Catorce Anas Una falsa entrevista Ana Vallés .Ana nº 1 Vivir en la calle Desengaño. Sé que hay una calle en Madrid con ese nombre, pero no me refiero a una calle real, concreta. Quizás lo que me gustaría sería interpretar un personaje que pudiera presentarse diciendo: «Vivo en la calle Desengaño». Ana nº 2 Theater will never die! Y sin embargo, qué cansancio a veces. Hacer teatro sigue siendo en España la mejor manera de que todo el mundo te considere interesante sin tener que prestarte ninguna atención, como si estuvieras continuamente fuera de lugar. El sufrimiento es siempre más interesante que la felicidad. Pero qué feliz fui ensayando La mer con los hombres de Truenos: Juan, Carlos, Mauricio, Pedro…1 Ana nº 3 Hoy en día no sé si interesa la creación artística en otros sectores culturales; tendría que preguntar a los artistas plásticos, a los músicos... En el teatro y la danza no interesa. No es que no tengamos apoyos (eso ha pasado históricamente); parece más que nunca que se nos aguanta, sin mirarnos, a ver si vamos desapareciendo poco a poco y sin dar la lata. Se nos trata como si no nos hubiéramos enterado de que los tiros 1. Truenos & Misterios, espectáculo de Matarile (2007) en el que participaron como intérpretes Juan Cejudo, Carlos Sarrió, Mauricio González, Pedro Pérez Bermúdez y Ana.
van por otro lado, que la creación está obsoleta y, nosotros, en consecuencia, estamos desfasados: la industria demanda otros productos: frescos, ligeros, juveniles, fáciles de publicitar y de clasificar. O directamente: teatro social. ¡Que se pueda contar de qué tratan! Una vez más: la palabrita. Ana nº 4 El maniqueísmo del teatro «social»: «Estos son los malos, estas son las víctimas, nosotros somos los enrollados. Tenemos el mismo discurso que tú». Podrían añadir: «Nosotros somos los que ganamos dinero diciendo lo que tú quieres oír, denunciando a los “malos” y solidarizándonos con las “víctimas”». O sea, lo de siempre, el discurso publicitario: «No tienes necesidad de pensar; ya pensamos nosotros por ti». Está claro que siempre que nos situamos ante alguien (como en el teatro) se pretende algún tipo de seducción: se espera un interés, se busca la comunicación, el entendimiento, la complicidad. Pero es terrible querer darle al público lo que espera (lo que se cree que espera), lo que le gusta (lo que se cree que le gusta), lo que funciona: programa de entretenimiento para indulgentes. Hay una especie de superioridad en ciertas obras al pasarnos por delante de las narices lo que ya sabemos o vemos todos los días, y no sólo en el llamado teatro social.
Ana nº 5 Hace unos meses, en el museo de Malmö, en Suecia, una obra mostraba dos mendigos reales. Se exhibían dos horas al día. Les pagaban quince euros por hora. Uno de los artículos que defendían esa exhibición argumentaba que en la calle ganaban una media de cuatro euros por hora y pasaban frío. El director artístico, Anders Carlson, manifestó: «Como artista yo puedo ofrecer un espacio en que la gente se pregunte por qué tolera tantas injusticias y se enfrenten a su propia moral». Dentro de la «gente» no parece que haya incluido a esas dos personas. Ante esta propuesta lo que me planteo es la insaciable capacidad del hombre blanco occidental (¿europeo?) para la utilización degradante de personas como objetos. No se pretende la empatía. No se busca entrar en relación. Sólo la mirada a los cuerpos cosificados en un contexto de ficción. Un cartel, antes de acceder a la sala, advertía: «Hoy usted no tiene que dar». Me sugiere una pregunta: ¿les permitirían la entrada al museo, a esos mendigos, un día cualquiera? O: ¿les permitirían ejercer la mendicidad en la puerta? Y ya que he empezado a plantear preguntas, me disparo: ¿no hubiera sido más coherente, con la propuesta de remover conciencias y plantear injusticias, haber suprimido la calefacción en esa sala o incluso refrigerarla para alcanzar las condiciones climatológicas adecua-
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Matarile Teatro. Staying Alive. Fotografía: Rubén Vilanova ©
das? Es de suponer que en el museo los mendigos se hayan tenido que despojar de algún abrigo o bufanda, para no pasarse las dos horas sudando. Ana nº 6 Dice Jean-Luc Nancy que la actual civilización está llegando a su fin y al agotamiento. Algo parecido a lo que dice Steiner hablando de su idea de Europa: esa sensación de final de una civilización (y unas ideologías), una sensación de muerte anunciada o acabamiento que nos ha situado en la apatía y en un gran cansancio generalizado (el cansancio de los pueblos). ¿Será que el eurocentrismo nos ha instalado en el pesimismo? En todo caso Nancy dice también que se hace necesario descubrir un nuevo lenguaje, una nueva manera de hablar sobre el significado de nuestras vidas. Y DidiHuberman habla de la necesidad de reaprender a ver y a hablar. «¿Se ríen, los filósofos optimistas? Y, sobre todo, ¿existen?»2 Ana nº 7 Quizás la crisis, en nuestra profesión, nos sitúa en la posibilidad de un cambio; quizás, quizás, algo esté empezando a cambiar. Como todo está regulado por el dinero, el mercado, etc., todo lo 2. Texto de El Cuello de la Jirafa, de Matarile (2015).
que se hace es igual; o, mejor dicho, todo da igual, todo se ha vuelto indiferente (lo que implica no reconocimiento). Lo único que nos diferencia o nos da reconocimiento es el dinero. Es el premio social; y de ahí derivan la intriga, la impostura, la banalidad. Nuestra profesión ahora mismo está convertida en una competición: todo se reduce a la venta, o sea, a ganar o perder. Quieras o no, desde el momento que pones en marcha un espectáculo estás lanzado a una competición. Decía Godard: «Soy más valiente con una imagen». Yo también soy más valiente cuando actúo. No tengo miedo. Y me siento más ligera. En una de las cartas previas que les escribí a los actores de El Cuello de la Jirafa escribí: «La fuerza necesaria para hacer teatro, ¿quién la tiene?». Bueno, yo sé que la tengo. Lo que dudo es que tenga la fuerza necesaria para la competición. Y no estoy segura de querer gastar muchas energías en eso. En ocasiones es necesario, saludable, legítimo, decir que no. No sólo individualmente. I would prefer not to, una vez más. La potencia del no. Ana nº 8 Quiero librarme del cabreo perpetuo y sin sentido. Librarme de la fascinación por lo actual, lo nuevo, lo original. Librarme del concepto de temporada que sirve tanto para la moda como para la exhibición teatral.
Por coherencia con mi desconfianza del lenguaje, reconozco y valoro a los silenciosos, esos que no suelen ir acompañados del discurso entre los dientes o debajo de la axila. Por lo general creo que en teatro se nos pide que hablemos demasiado y a menudo sucede que hay pocas cosas que decir y se dicen obviedades, o discursos predecibles. El silencio es maravilloso. (A veces pienso: que no hablen, voy a bajarles el volumen; lo veremos mejor.) Ana nº 9 Pienso que el teatro, muchas veces, nos da la espalda y se aleja. Nos deja palabras, casi siempre, siempre las mismas, o las mismas imágenes, o idéntica mezcla de imagen y palabra grabadas, day after day. Uno tiene a su disposición todas las posibilidades: los cuerpos, los objetos, los movimientos, las palabras, las improvisaciones… Todos los que se dedican al teatro las tienen. Pero lo que no tienen es el orden. Ahí está la clave: las posibilidades y el orden, la elección de la unidad teatral. No vale cualquier mezcla. «Y ahora discúlpame que tengo que hacer una sopa»3. Teatro de ensamblaje, montaje de piezas. Aceptando que esas piezas no están definidas, sino más bien en continua metamorfosis: «... se alimenta de la memoria y de las experiencias pero también de lo que va sucediendo mientras uno lo hace»4. Acercarme a la vida tal como es, aceptando lo difícil que es llegar a tener algo de conocimiento de las cosas (y las personas), lo tramposa que puede llegar a ser la imaginación, la facilidad con la que sustituimos continuamente lo real por la ficción. Y, sobre todo, nuestra habilidad para justificar estupideces y maquillar atrocidades propias y ajenas. 3. Textos de Teatro Invisible, Matarile (2013). 4. Íbidem.
La voz humana
Lo de siempre: no vemos lo que tenemos delante de las narices. Elegimos no verlo. No vernos. Ana nº 10 Reivindicamos continuamente la memoria pero esa memoria está siempre tamizada, seleccionada, maquillada. ¿Quién hablaba de los «maquilladores de cadáveres»? Cuando hablo de memoria hablo de pasado, hablo de historia, de lo que nos conforma. O quizás debamos admitir que lo recordado tiene siempre algo de antimemorialista. O que la memoria es inseparable del olvido y de la ficción. Descubrimos datos, intuimos otros, olvidamos muchos más. Pongamos por ejemplo un momento concreto de nuestro pasado, un momento del que ahora podamos decir que fue crucial para que seamos lo que somos ahora: ¿podemos asegurar qué sucedió en realidad en aquel tiempo, en aquellos años, o meses? ¿Nos reconocemos en algunas situaciones que aún recordamos, en elecciones o decisiones que tomamos? ¿Podemos explicarlas, justificarlas, comprenderlas? Ana nº 11 Mostrar la torpeza, la indecisión, la ignorancia, el tropiezo, eso quisiera. Los aciertos casuales, los débiles convencimientos, los momentos de valentía o de locura. Es difícil que uno pueda estar acertado sin interrupción. El teatro es una sucesión de finales. Es inevitable que haya un final. Lo sabes en cada función. Y también sabes que tras el final de cada función te vas a sentir triste. Simplemente porque se acaba. Ana nº 12 Admiro a los que son capaces de dormirse en cualquier situación. Me gustaría quedarme dormida en un debate sobre el futuro del teatro; quedarme dormida durante una cena, los pelos en el plato; deslizarme de la silla en una reunión sobre las cuentas de la compañía
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Ana Vallés. Catorce Anas. Una falsa entrevista
Matarile Teatro. Hombres bisagra. Fotografía: Rubén Vilanova ©
y quedarme dormida en el suelo, enroscada, como los gatos. Todavía no lo he conseguido nunca, pero me entreno concienzudamente: una cabezadita en un teatro con los ojos entornados; una cabezadita con los codos en la mesa, la mirada fija sobre una crítica de dos páginas y media… Sé que es cuestión de práctica, cuestión de tiempo. Ana nº 13 Interpreto a veces, en alguna mirada, en algún silencio, cierto reproche de egoísmo. Francamente, prefiero aburrirme sola. No significa que siempre esté en condiciones de aguantarme a mí misma, y reconozco que estoy expuesta a caer en el romanticismo y, lo que es peor, en la tentación de autocompadecerme. Pero no por eso me echo a los brazos de cualquiera o lloro en el primer hombro que se me ponga a tiro. Eso siempre resulta peligroso. Y sienta precedente. Quien te ha visto llorar o ha olido tu miedo, se adjudica a partir de ese momento un derecho de allanamiento de tu privacidad; el derecho a tener llave. De esos momentos de anulación o aniquilación suelo pasar a una felicidad casi vergonzosa y eso es difícil de asimilar por el testigo del derrumbe, que se cree ya indispensable. Hay días en que uno tiene las defensas bajas, eso es todo; no hay por qué alarmarse, montar una tragedia o
avisar a los bomberos. Es un problema de cansancio, uno se cansa y tiene que estarse quieto y dejar pasar el tiempo: perder el tiempo. Pero una cosa es que pierda el tiempo, voluntariamente — incluso, placenteramente—, y otra que me hagan perder el tiempo. Ana nº 14 No, me digo, no vayas por ahí; es sólo la atmósfera húmeda de la mañana de otoño, que reblandece el ánimo. Piensa, reacciona y piensa: no tanto qué te propones hacer hoy, para llevar el día, sino, más bien, CON QUIÉN quieres estar hoy. La cantidad y calidad de los abrazos.
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Ana Vallés desarrolla desde los años ochenta una actividad, como cofundadora de la compañía Matarile, en el ámbito de la dramaturgia y de la interpretación que ha de considerarse como central para las prácticas escénicas. Responsable también de haber levantado y gestionado espacios como los desaparecidos Teatro Galán y el Festival En Pé de Pedra, ha recibido reconocimientos a su trayectoria como, entre otros, el Premio del Público al Mejor Espectáculo del Festival Internacional Don Quijote de París 2009. En marzo del 2016, el Teatro Principal de Santiago acogerá una programación para conmemorar el trigésimo aniversario de la compañía con la puesta en escena de sus últimas obras: Teatro invisible, Staying Alive y El cuello de la jirafa, su más reciente producción.
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Aproximación a la correspondencia entre José Ángel Valente y los poetas de la Escuela de Barcelona (III):
Jaime Gil de Biedma Saturnino Valladares
.Jaime Gil de Biedma envió cartas a José Ángel Valente durante veintiocho años. En la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética de la Universidade de Santiago de Compostela se conservan seis epístolas de Gil de Biedma, escritas entre el 30 de noviembre de 1959 y el 12 de abril de 1988. Cinco de ellas fueron enviadas desde Barcelona, ciudad donde permaneció la mayor parte de su vida, y la otra, fechada el 18 de agosto de 1981, fue redactada en una clínica marbellí, donde el poeta estuvo ingresado dos semanas. Después de meses de pesquisa, en un amable mensaje electrónico, el trece de marzo de 2013, Carmen Balcells, albacea de Jaime Gil de Biedma, nos informó de que desconoce dónde están las cartas que el barcelonés recibió de Valente: Desgraciadamente es muy difícil localizar esa correspondencia de Valente a Gil de Biedma. Nosotros no la tenemos ni sabemos quién la tiene, porque los originales desaparecieron con un heredero del autor. Siento no poder ayudarle.
No obstante, sabemos de la existencia —y, en cierto modo, de parte del contenido— de esta correspondencia por las referencias internas que podemos leer en las cartas que escribió Jaime Gil de Biedma, conservadas en la Cátedra José Ángel Valente de Poesía e Estética. En la primera epístola, fechada en Barcelona el 30 de noviembre de 1959, el catalán escribe: «Hubiese deseado contestarte a vuelta de correo, pues es bien sabido que el impulso epistolar, cuando se trata de corresponder seria y extensamente a una carta seria y extensa como la tuya…» y algunos párrafos después: «Tu carta me llevó a releer “Le Rêve d’un curieux”». Del mismo modo, en una misiva enviada desde Barcelona el 18 de setiembre (1963), el autor de Las personas del verbo dice: «Me ha hecho reír tu descripción del ambiente que por aquí se respira: “resignación objetiva”, por lo exacta». La última referencia a una carta valenteana la encontramos el 18 de agosto de 1981, cuando Gil de Biedma afirma: «Tus afec-
tuosas líneas del mes de abril las llevo, entre mis papeles pendientes, desde entonces, sin renunciar a ponerte unas palabras de agradecimiento, pero sin encontrar jamás el momento, o el humor, para hacerlo». Las circunstancias vitales de José Ángel Valente y Jaime Gil de Biedma les impidieron compartir el tiempo que hubieran deseado, tal y como el barcelonés pronosticaba en su primera epístola: «Quiero escribirte largo, no obstante, porque me interesa la conversación contigo, y no creo que en el futuro inmediato tengamos demasiadas ocasiones para vernos y hablar». Casi veintidós años más tarde, el propio Gil de Biedma confirmaba la certeza de su vaticinio en una carta escrita en Marbella, el 18 de agosto de 1981: «No hemos hablado muchas veces el uno con el otro, en los veintitantos años que ambos llevamos de poetas “ejercientes”, pero las recuerdo todas, y es muy posible que el hilo del diálogo, en vez de perderse entre una y otra, se haya anudado entre tanto con la mutua lectura». Por tanto, su amistad se construyó no tanto sobre una proximidad física como sobre experiencias poéticas y ensayísticas compartidas. Una muestra evidente de lo dicho se contempla en la primera epístola de este estudio, cuando Gil de Biedma le envía el texto inédito que abrirá su poemario Moralidades y le dice a Valente: «Te agradecería me devolvieses la copia del artículo sobre Baudelaire». Del mismo modo, en la carta del 18 de setiembre [1963] cuando escribe: Ya que te interesaste por mi musings on Espronceda, te remito copia (se la enseñé también a Vicente A[leixandre]) de un artículo escrito hace dos años para un diccionario de literatura: aunque reducidas a la mínima expresión, están recogidas en él la mayor parte de mis ideas sobre el tema. Te agradecería que me la devolvieses después de leída, porque no tengo otra.
Además, a ambos poetas les unía también la admiración por la obra de poetas franceses e ingleses —a Baudelaire,
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Saturnino Valladares. Correspondencia entre José Ángel Valente y los poetas de la Escuela de Barcelona (III)
Mallarmé y Wystan Hugh Auden se les cita en la carta del 30 de noviembre de 1959— y, dentro de la literatura española, la consideración especial por la poesía de algunos autores del grupo poético del 27, como Cernuda, Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, a quienes también se nombra en este epistolario. La primera epístola es probablemente la más interesante de esta correspondencia, pues en ella Gil de Biedma traza algunas de las claves de la poética que practica en esos años, la cual participa del denominado «realismo social» —«se trata de […] que cada cual hable de la propia actitud realista y del por qué y el cómo ha llegado a ella»—, y del camino literario que ha decidido emprender. Asimismo, abundan en este primer texto las reflexiones sobre la poesía de algunos poetas extranjeros —Baudelaire, Mallarmé y Auden— y españoles, como su admirado Jorge Guillén, y sus «compañeros de viaje»: Carlos Barral, José Agustín Goytisolo, José Manuel Caballero Bonald y Josep Maria Castellet. Es, por tanto, la carta que condensa una mayor cantidad de confesiones poéticas, llegando a incluir un poema inédito —en aquel momento— que canta a «la más importante de las instituciones sentimentales» para Gil de Biedma —la amistad1— (Riera, 1988: 22), y en el que se nombra a José Ángel Valente y a otros miembros del grupo poético de los 50. Las misivas que siguen mantienen las líneas temáticas trazadas en la primera. En la segunda, por ejemplo, Gil de Biedma felicita a Valente por su «capacidad de criterio» en dos ensayos de publicación reciente, «La necesidad y la musa» y «Luis Cernuda y la poesía de la meditación»; en la tercera, se nombra a Espronceda, Vicente Aleixandre, Pere
Gimferrer y Gómez de la Serna; en la cuarta, se hace lo propio con Alfonso Costafreda; etc. Por el bache que provocó en su amistad, debe destacarse que en la primera carta de esta correspondencia el barcelonés comenta: «Mi libro sobre Guillén se terminó ya y en la actualidad se está componiendo, de manera que cuento con que salga dentro de un plazo no demasiado largo». Efectivamente, algunos meses después de esta epístola, en 1960, Gil de Biedma publicó un ensayo titulado Cántico: el mundo y la poesía de Jorge Guillén. Este libro propició un artículo valenteano que no agradó especialmente a Gil de Biedma. «De la lectura a la crítica y otras metamorfosis» —Ínsula, núm. 178 (septiembre de 1961), pág. 7— dice: Es evidente que Biedma no ha llegado —en el trabajo que comento, claro está— a unificar sus experiencias lectoras; esa «precipitación final» que todo estudio literario viene a ser, resulta aquí un poco precipitada e incompleta […] esta parte de exposición y valoración entusiasta del mundo de Cántico se produce dentro de un tipo de crítica fundamentalmente ahistórica […] las contradicciones de fondo resultan entonces flagrantes. Mientras en las últimas líneas de su estudio sigue Biedma afirmando la «excelsitud» de Cántico, en las primeras nos había anticipado que ya no le interesaba su lectura (Valente, 2008: 1 109-1 111).
Las últimas líneas del ensayo crítico son absolutamente demoledoras y feroces: No obstante, mientras pretende hablar con palabras de hoy, Biedma sigue juzgando con cánones de ayer. Si realmente
1. La amistad —en opinión de Javier Alfaya— es un tema recu-
hubiera puesto en duda la validez absoluta de esos cánones,
rrente en la obra del barcelonés: «Esa amistad, esa fraternidad y su
tendría que haber reescrito por entero su crítica de Cántico.
deterioro por la usura de los años recorre toda la poesía de Jaime
No lo ha hecho, sin embargo. Y es que tampoco la meta-
Gil y se convierte en uno de los motivos de amargura que rezuma
morfosis del ayer en hoy resulta siempre fácil. Tal es lo que
Poemas póstumos» (Gil de Biedma, 1981: 16).
parece ilustrar J. Gil de Biedma con el ejemplo de Guillén y
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Jaime Gil de Biedma Fotografía: Familia de Jaime Gil de Biedma ©
lo que sin duda hace patente con el suyo propio (Valente,
persona mejor dotada del grupo barcelonés. Luego tuve
2008: 1113).
ocasión de hablar despacio con Jaime de todo ese asunto (Rodríguez Fer, 2013).
Al parecer, este texto fue del gusto de Jorge Guillén, según demuestra una carta que el gallego le envía a este autor el 14 de julio 1963: Me alegra mucho que el artículo sobre el libro de Jaime Gil de Biedma fuese de su gusto. A mí me pareció que había una evidente injusticia o arbitrariedad en la aplicación de los argumentos del crítico, lo cual dañaba, por supuesto, el rigor y la coherencia del libro. Creí que merecía la pena poner eso de manifiesto tanto por la importancia del tema tratado como por venir ese trabajo de quien es para mí la
En un artículo posterior, Valente vuelve a referirse al extenso estudio que hizo Gil de Biedma sobre Cántico. En «Avatares de la crítica: modos y modismos» —Triunfo, núm. 481 (18 de diciembre de 1971), págs. 55-56—, responde a una airada carta que el filólogo italiano Oreste Macrì le ha enviado, molesto por el estudio que desarrolló sobre el Cántico de Jorge Guillén en «Cántico o la excepción de la normalidad», incluido por Valente en su libro Las palabras de la tribu. En su respuesta, el autor de A modo de esperanza explica que se ha producido «un doble movimiento de estima y desestima
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Saturnino Valladares. Correspondencia entre José Ángel Valente y los poetas de la Escuela de Barcelona (III)
con respecto a la evolución poética de Guillén en la monografía que sobre este escribió Jaime Gil de Biedma», y que su ensayo «Cántico o la excepción de la normalidad» prolonga a su modo «una conversación sobre el tema de Cántico iniciada con Gil de Biedma hace ya bastantes años. En este caso, como en tantos otros, la escritura no es más que una conversación sustituida» (Valente, 2008: 1 177-1 178). Esta conversación, tal y como cuenta Francisco Rico, se produjo en el bar Cristal City de Barcelona:
Ahora el muerto ha muerto de la peste negra. Jaime Gil de Biedma. Siempre pensó que yo no lo quería. Que no lo quería bastante, se entiende. Se equivocaba. La vida nos deja poco tiempo para vernos, para cruzarnos. Tuvimos una larga discusión una vez, hace ya muchos siglos, en un bar de Barcelona. Estaba por azar de testigo el que fue luego Francisco Rico, que era muy niño entonces, no tenía nombre todavía y tomaba en una mesa próxima harina lacteada. La discusión versaba sobre Jorge Guillén, al que había él dedicado un libro; sobre Alfonso Costafreda, al que había
Aquella noche Jaime y Valente estaban discutiendo mucho
dedicado él un resentimiento persistente; sobre la revista
sobre poesía. Era una polémica muy fuerte sobre Guillén.
Ínsula donde —entendía él— no lo estimaban como poeta.
Jaime ya estaba muy desencantado de Guillén y Valente no.
¿Inseguridad? ¿Suponía por mecanismo igual que uno no
Entonces Jaime explotó y le dijo: «Pues mira, butifarra», e
lo quería? ¿O confundía lo que él llamaba no querer con la
hizo una especie de corte de mangas. Jaime tenía una vena
resistencia instintiva a aceptar lo que un pequeño grupito
catalana ligera, pero muy consciente. Y le gustaba (Dal-
barcelonés consideraba escritura conveniente? (Valente,
mau, 2010: 176).
2008: 1 461).
José Ángel Valente escribió sobre el autor de Las personas del verbo en diferentes ocasiones y con diferentes motivos. En los años que comprenden esta correspondencia, de 1959 a 1988, escribió el artículo «Darío o la innovación» —en Ínsula, núm. 248-249, (julio-agosto de 1967), págs. 5 y 27—, donde analiza la poesía del barcelonés en los siguientes términos:
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BIBLIOGRAFÍA CITADA Dalmau, Miguel (2010): Jaime Gil de Biedma, Barcelona, Circe. Gil de Biedma, Jaime (1981): Antología poética, prólogo de Javier Alfaya, selec. de S. Mangini, Madrid, Alianza Editorial.
Gil de Biedma ha hecho con plena conciencia experimentos en lo que podríamos llamar poesía neodecadente. Aun-
Gil de Biedma, Jaime (2006): Las personas del verbo, prólogo
que algunos de sus modelos puedan estar entre los neoale-
de James Valender, Barcelona, Círculo de Lectores / Ga-
jandrinos del novecientos francés, como Toulet (al que, por
laxia Gutenberg.
cierto, ya había traducido en verso Enrique Díez Canedo) o en el mismo Apollinaire de «La Chanson du Mal Aimé», la retrasposición en castellano de esas formas de época vuelve
Riera, Carme (1988): La escuela de Barcelona, Barcelona, Editorial Anagrama.
a sonar con la entonación de la época española correspon-
Rodríguez Fer, Claudio (2013): «Epistolario Jorge Guillén
diente, el modernismo, y muy en particular el modernismo
/ José Ángel Valente», Perspectivas críticas para la edición de
rubeniano. En buena medida, el libro de Biedma A favor de
textos de literatura española, edición de Ermitas Penas, Santia-
Venus pertenece a una tradición erótica en la que abundó
go de Compostela, Universidade de Santiago de Compos-
hasta la saciedad Darío […] Se trata, en el caso de Biedma,
tela, 385-415.
de experimentos dirigidos por un escritor que conoce bien sus zonas de exploración. En otros casos, esas y otras for-
Valente, José Ángel (2008): Obras completas II. Ensayos,
mas de reaparición del novecientos llevan a escritores más
edición de Andrés Sánchez Robayna y recopilación e intro-
ingenuos o peor dotados a un tipo netamente regresivo de
ducción de Claudio Rodríguez Fer, Barcelona, Círculo de
poesía donde la ductilidad relativa del sonido oculta a du-
Lectores / Galaxia Gutenberg.
ras penas la ausencia de significación (Valente, 2008: 100).
El 10 de enero de 1990, dos días después de la muerte de Jaime Gil de Biedma, el diario ABC publicaba el artículo «Breve noticia final». En este interesantísimo texto, José Ángel Valente sintetiza su relación personal con el poeta barcelonés:
Saturnino Valladares (Lugo, 1978) es Doctor en Humanidades y Servicios culturales y trabaja como profesor de Lengua y Literatura española en la Universidade Federal do Amazonas (Brasil). Publicó cuatro libros de poesía: Las almendras amargas (Scio, 2000), Cenizas (Scio, 2000), Secretos del Fénix (Celya, 2010) y Los días azules (Celya, 2010).
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Recuerdo de un verano en el invierno Manuel Vilas
.Y ahora, en pleno invierno, permitid que os hable de mi último verano. No hay nada como recordar el verano cuando llega el frío. Cantaba el Dúo Dinámico: «... el final del verano llegó y tú partirás». No se le ha hecho justicia en España al Dúo Dinámico. Eran líquidos, juveniles y amaban el amor. El Dúo Dinámico es a los Beatles lo que Juan Benet a William Faulkner. Así que no es asunto baladí, tiene bárbaras repercusiones en el grave asunto del protagonismo cultural definitivo. Pasé mi verano en las playas de España. Estuve en las playas más famosas de Almería: en Mónsul y Genoveses; son playas que salen en las películas de Harrison Ford. También salen en la última cinta de David Trueba, la excelente Vivir es fácil con los ojos cerrados, que narra las peripecias de un profesor de inglés en la década de los sesenta del siglo pasado. Javier Cámara interpreta a un docente obsesionado con John Lennon. Almería y sus desiertos irreductibles a descripción literaria alguna han servido de cobijo estético y metafísico a escritores como Juan Goytisolo, José Ángel Valente o José María Merino. En verano, en las playas de Mónsul te puedes encontrar buceando a José María Merino, que es experto en barcos, peces y leyendas. A unos pocos kilómetros del Cabo de Gata vive el narrador Antonio Orejudo, en una estupenda casa con piscina. Orejudo me invitó a cenar en su casa, pero tenía todas las bebidas no alcohólicas caducadas. Mientras iba Orejudo a por un plato de jamón a la cocina, aprovechaba su ausencia para mirar la fecha de caducidad de la lata de Coca-Cola, que era de hace dos años. Está claro que Orejudo no bebe Coca-Cola. Yo sí. La historia de la literatura española se divide entre escritores que no beben Coca-Cola y los que sí. La caducidad es la gran superstición de nuestro tiempo. Millones de seres humanos en los supermercados de la tierra mirando el culo de los paquetes de lo que sea, intentan-
do encontrar la fecha de la verdad. Los escritores se mueren porque también tienen fecha de caducidad. Se murió Rafael Chirbes. Cuando se murió yo estaba en las playas de Almería. La gente se puso a alabar a Chirbes, y eso está bien. Escribí en un tuit esto: «Yo creo que los escritores agradecerían que las cosas bonitas se las digan en vida, y no cuando están muertos». Si te mueres en verano, la gente tiene excusa para no ir a tu entierro. Yo conocí a Chirbes en Gotemburgo, en una feria del libro. Subí con él en el ascensor del hotel. Me contó que había tenido que levantarse a las dos de la madrugada para venir a Gotemburgo, porque vivía en un pueblo de Alicante. Justo en aquel instante, en aquel ascensor, a Chirbes le quedaban cinco años de vida. ¿Cuántos me quedan a mí en este otro instante? Mi verano último dio mucho de sí. Estuve en el festival Celsius 232 de Avilés, allí coincidí con Fernando Marías, Raquel Lanseros, Carlos Salem, Yolanda Castaño, Jordi Carrión, Laura Fernández y Ricard Ruiz, entre otros. Fernando Marías se está convirtiendo en un Sam Peckinpah de nuestra literatura. Fernando Marías tiene devociones firmes y una de ellas es la película Grupo salvaje. Y también estuve en El Escorial. Allí me encontré a Carlos Marzal, que es un hombre que resplandece sin más. Es el gran resplandor humano: Carlos Marzal, enamorado también de la peckinpiana Grupo salvaje. Porque en esta vida o formas parte de un grupo salvaje o directamente ya te has muerto. Intervine en una mesa redonda con Marta Sanz, que es la escritora con la que todo el mundo quiere estar. Marta sonríe con humildad esperanzada, pero tras su sonrisa uno adivina un precipicio. Marta Sanz y Rafael Chirbes eran la versión literaria del precipicio español. Escuché a Luis Alberto de Cuenca charlar con Ignacio Elguero y Manuel de la Fuente sobre el pop y la literatura. Vi a un elegante Eloy Tizón, gobernador del cuento en
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Manuel Vilas. Recuerdo de un verano en el invierno
España, acompañado de su editor, el intrépido Juan Casamayor, viajero por el mundo. Y hasta hablé de Pablo Iglesias con Mercedes Cebrián. En San José del Cabo de Gata cené sardinas en pleno agosto con el editor Miguel Ángel Arcas, que ha editado un libro gordo de Max Aub sobre Buñuel, con los escritores Fernando Clemot, nuevo director de la veterana revista Quimera, y Ginés Cutillas, miembro de su Consejo de Redacción, y con los poetas Luis Muñoz y Ana Merino. Miguel Ángel Arcas recibe en el Cabo de Gata a escritores con ganas de tumbarse al sol y bañarse en la playa. Conoce todos los garitos de la zona. Y te hacen precio especial en las sardinas y en el calamar si vas con él. Acabé el verano en un cine de Madrid, viendo el documental sobre Amy Winehouse. Esa mujer era un golpe de calor cósmico, era un golpe de amor. Hay un momento en el documental en que sale Amy cantando esa orgía de negaciones que se llama «Rehab» con dos bailarines negros a su izquierda que parecen ángeles africanos. Vente a España, Amy. El verano en España pone el paraíso. El amor lo pones tú.
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Manuel Vilas (Barbastro, Huesca, 1962). Como narrador ha publicado, entre otros textos, las novelas Magia (DVD, 2004), España (DVD, 2008), Los inmortales (Alfaguara, 2012), El luminoso regalo (Alfaguara, 2013) y Setecientos millones de rinocerontes (Alfaguara, 2015), el libro de relatos Zeta (DVD, 2002) y el libro de viajes Wild Side España (Imagine ediciones, 2015), Premio Llanes de Viajes. Como poeta ha publicado El Cielo (DVD, 2000), Resurrección (Visor, 2005), XV Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma, Calor (Visor, 2008), VI Premio Fray Luis de León, Aire nuestro (2009), Gran Vilas (Visor, 2012), XXXIII Premio Ciudad de Melilla y El hundimiento (ViManuel Vilas Fotografía: Columna Villaroya ©
sor, 2015), Premio Generación del 27. Escribe habitualmente en ABC, Heraldo de Aragón y El Mundo y en diversas revistas de literatura.
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Eduardo Moga. Entre libros viejos
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Entre libros viejos Eduardo Moga
nTodos los años, otoñal, como la lluvia o el colirrojo real, llega a Barcelona la feria del libro antiguo y de ocasión. El año pasado no pude visitarla, porque no estaba en la ciudad cuando se celebró. Estos días me he resarcido de tan dolorosa ausencia recorriéndola topográficamente. Aunque no sé por qué digo esto como si fuera algo festivo o satisfactorio. Las ferias del libro viejo son, en realidad, fieras, y me hacen sufrir. Y no sólo por constatar que el destino de todos los libros —y de las esperanzas e ilusiones de quienes los escriben— consiste en amarillear y ser puestos en almoneda en cajones de mimbre, sino por la penosa apostura de la mayoría de libreros, la no menos lamentable facha de los que se acercan a husmear entre tanta celulosa muerta, y el insoportable olor a polvo, ceniza y vejez de casi todos los puestos. Pero cuando a alguien se le ha inoculado de niño el gusto o la inclinación por algo, como cuando se le ha aleccionado para que vaya a misa o crea que no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta, es muy difícil, si no imposible, arrancarle esa querencia de la cabeza. Así que, con algunos euros en el bolsillo y la siempre renacida (y habitualmente frustrada) confianza en encontrar algo que valga la pena (como las primeras ediciones de Manual de espumas, de Gerardo Diego, y de Descripción de la mentira, de Antonio Gamoneda, que les compré hace algunos años a sendos libreros inadvertidos por seis euros cada una), me lanzo a recorrer los tenderetes del Paseo de Gracia como si explorara las riberas del río Zambeze. Observo que el primero se sitúa muy cerca de una parada del autobús turístico de Barcelona, abarrotado de guiris que miran con indiferencia una mesa petitoria de Junts pel Sí, los redentores de la patria oprimida. Este año hay menos puestos en la feria que hace dos, aunque en algún sitio he leído que se ha invertido la caída y que hay dos expositores más que el año pasado. Tras un primer y demorado repaso, tengo la sensación de que el género es muy mediocre y, además, caro, incluso disparatado. Localizo, por ejemplo, una primera edición de Vía Áurea, de César González-Ruano (una de las malsanas obsesiones que me persiguen), que cotiza a doscientos euros. Ruano es un raro, sí, pero no es Saint-John Perse, y con doscientos euros comen hoy familias enteras en
España un mes. Recuerdo, además, que este libro ya estaba a la venta, en estas mismas estanterías, hace dos años: que no haya encontrado salida no ha llevado al librero a rebajarlo de precio. Como compensación, doy con otra primera edición de Ruano, su biografía de Mata-Hari, a un precio irrisorio: un euro y medio. Me interesa menos que su poesía, sus memorias y sus diarios, pero sigue siendo un Ruano. Doy también con una princeps de Jardín de Orfeo, de Antonio Colinas, a muy buen precio, pero dudo si lo tengo. Esto me pasa a menudo: ya no recuerdo bien lo que he comprado. Lo devuelvo a su sitio, en el rincón más sombrío de la tienda, donde suele estar la poesía, y me digo que lo comprobaré en casa y que, si me falta, volveré a por él. Es un error: cuando regreso, alguien ha cobrado ya la pieza. De todo el largo montón de libros de Visor en el que se encontraba, sólo ha desaparecido Jardín de Orfeo. En las ferias del libro, donde se juntan tantos lectores y practicantes o perpetradores de versos no es difícil coincidir con gente conocida. Este año distingo a José Corredor-Matheos, el autor del inolvidable Carta a Li Po, que habla, con mucha familiaridad, con uno de los librovejeros. También están los que no están. Hace dos temporadas, me di de bruces, para mi espanto, con un poeta canario afincado en Barcelona que estaba vendiendo los libros de uno de los libreros más aborrecibles de la feria, un individuo capaz de increparte por haber desplazado unos milímetros los volúmenes dispuestos en el estante. Pensé que Dios —o el diablo— los criaba y ellos se juntaban. Este año, por fortuna, el canario que gorjea pestes no se ha personado, pero el librero, malcarado como siempre, todavía está ahí. Divierten también las conversaciones que uno atrapa al vuelo: «¿Cómo se llamaba aquel libro de Antonio Gala? ¿Cien años de libertad ?», oigo preguntar en un stand. «No, coño, eso era de García Lorca». La segmentación del género aporta asimismo información significativa: en un puesto han abierto una sección de El Bulli, al lado de otra dedicada a Kant, y en otro han apilado la obra de Joan Brossa. Por todas partes, en fin, hay mucha literatura catalana. Será que los libreros comparten la esperanza de una nación por fin exonerada de sus cadenas y quieren celebrarlo con el público.
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Ginés S. Cutillas. Un errabundo en Berlín
El holandés errante
Un errabundo en Berlín Ginés S. Cutillas
.«Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas. Con la Maga hablábamos de patafísica hasta cansarnos, porque a ella también le ocurría (y nuestro encuentro era eso, y tantas cosas oscuras como el fósforo) caer de continuo en las excepciones, verse metida en casillas que no eran las de la gente, y esto sin despreciar a nadie, sin creernos Maldorores en liquidación ni Melmoths privilegiadamente errantes». Regresé a este párrafo del primer capítulo de Rayuela en el año 2003. En la edición de Cátedra, había una nota a pie de página para «Maldodores» y otra para «Melmoths». Conocía Los cantos de Maldoror de Lautréamont —del que todavía no se aclara si han encontrado algún retrato— pero no sabía nada del Melmoth al que allí se refería. Bautizada con el número treinta y seis, la nota explicaba que era una novela de un tal Charles Maturin, clérigo dublinés nacido en el siglo XVIII, que cuatro años antes de su muerte publicó la obra que lo habría de encumbrar: Melmoth el errabundo. La que se considera la última novela gótica que cierra la tradición caída ya en decadencia en 1820, año de su publicación, iniciada con El castillo de Otranto de Horace Walpole en 1765, y continuada con Vathek (William Beckford, 1787), Los misterios de Udolfo (Ann Radcliffe, 1794), Las aventuras de Caleb Williams (William Godwin, 1794), El Monje (M. G. Lewis, 1796) y Manuscrito encontrado en Zaragoza (Jan Potocki, 1804). La nota hablaba también de la influencia que tuvo esta obra en el Fausto de Goethe y en el héroe romántico byroniano, la misma influencia que llevó a Lautréamont a escribir sus cantos. Para cerrar el fragmento contaba que Wilde, en su exilio en París provocado por su acusación de sodomía, adoptó el nombre de Sebastián Melmoth, en honor a Maturin, quien era un antepasado suyo. Sumergido como estaba en la investigación sobre la obra y vida de Byron para mi primera novela, la curiosidad por Melmoth fue inmediata, y más aún cuando al documentarme descubrí que había influido en la concepción de los terrores psicológicos de Poe. Esa misma tarde la busqué en la librería y enseguida supe que tardaría en leerla debido a su grosor: 1043
páginas de aventuras —en la edición de Valdemar, 2001— de un hombre que negocia con el mismo diablo su inmortalidad, arrastrándola doscientos años en un intento desesperado de cedérsela a otra persona. En todo ese tiempo el personaje sufre toda clase de calamidades. Una novela así requería encontrar el momento preciso para enfrentarse a ella. En verano de 2008 encontré ese espacio. Un lustro después de comprarla y eludirla día tras día en la estantería de mi biblioteca, y cuando la vida, como en la historia de Maturin, había decidido tomar derroteros extraños para mí, resolví que era el momento de tomar un descanso y desaparecer una temporada. Sopesé que el sitio al que quería volver era Berlín y lo establecí como destino para mi escondite vital por varias razones: la primera porque estaría lejos de toda persona conocida, la segunda porque al no entender una palabra de alemán estaría como en una burbuja de silencio, necesaria para tomar las decisiones correctas antes de volver a España y reenfocar mi vida. Al hacer la maleta para estar dos meses fuera busqué libros que llevarme de mi biblioteca y supe que era el momento de leerla como se merecía, poco a poco, saboreando cada matiz de las desgracias que le ocurrirían al héroe romántico y maldito, con el que sin duda, en aquel momento me podía —quizá quería— reconocer. Una bajada a los infiernos en toda regla. Mi primer destino fue Kreuzberg, el barrio turco del Berlín Oeste. Alquilé una casa a una francesa que se iba de vacaciones todo el mes, en el número 36 de Wiener Straße —el mismo número que la nota al pie que me había descubierto a Melmolth—, justo enfrente del desangelado Görlitzer Park, del que no paraba de entrar y salir gente trapicheando con cannabis entre la abundante vegetación de las entradas. En su interior se levanta el local Gloria, que reúne la comunidad latinoamericana de Berlín a charlar al amparo de la sombra de la autora Samanta Schweblin, cómplice de su apertura. Me encontraba también a pocas manzanas del mercado turco de Maybachufer que ponen dos veces por semana a orillas del Spree. Mi plan para esos dos meses era sencillo: leer a Maturin y visitar tantos museos como pudiera. Escribía de diez de la
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noche hasta las cuatro de la madrugada, dormía, me levantaba sobre las doce, desayunaba los populares brunchs de Berlín mientras seleccionaba el museo a visitar ese día. Una vez elegido, iba andando hasta él en paseos que podían durar hasta dos horas, haciendo las paradas necesarias y estratégicas en las múltiples terrazas que me encontraba en el camino, siempre acompañado de mi libro y ocultando la portada a los escandalosos españoles con los que me pudiera cruzar. Una vez dentro del museo, me olvidaba del mundo exterior y me entregaba unas horas a sus pasillos. Cuando salía, deshacía el camino a casa, haciendo alguna parada para cenar algo —era más barato comer en la calle que comprar los ingredientes y cocinarlos— y sobre las diez llegaba a casa, cansado, feliz, tranquilo, y con seis horas por delante para volver a escribir hasta repetir el ciclo. De mi estancia en el barrio, recuerdo la tienda de ropa de una española con la que hablaba de Goethe y de Kant, de Schopenhauer y de Heine, justo en la entrada de mi amplio portal que daba a un jardín trasero lleno de bicicletas encadenadas a cualquier sitio. El estudio estaba cerca de Oranienstraße, donde se encuentra el mítico club SO36 —otra vez el 36—, que toma su nombre del código postal de la zona, centro de la contracultura punk de los seten-
ta frecuentado por Lou Reed, David Bowie (que vivía en el 155 de Hauptstraße, en Schöneberg) e Iggy Pop. Recuerdo los bistros abiertos a cualquier hora donde comprar cerveza —siempre en botella grande— para tomar tranquilamente por la calle como el que bebe un refresco, y también un garito rockero, el Tiki Heart, que agrupaba las buenas hamburguesas y los malcarados moteros que entraban en él, justo encima de una tienda de ropa para pin-ups. La propietaria del piso regresó y para el segundo mes tuve que llamar a un antiguo contacto, un actor alemán que se ganaba la vida cantando chanson française con un acordeonista ruso. Me consiguió una casa en Prenzlauer Berg, un barrio burgués de Berlín de tradición bohemia que tiene una de las calles comerciales más atractivas que conozco, llena de tiendas que venden las cosas más curiosas: Kastanienalle. El paisaje cambió drásticamente, las bicicletas encadenadas en los portales se convirtieron en cantidades ingentes de carritos de niños sin atar. Por la calle era normal ver parejas de veintitantos arrastrándolos con cara de felicidad y con una tranquilidad, digamos económica, poco habitual en España. La Isla de los Museos se encontraba más cerca ahora. Visité el Altes Museum, el Neues Museum —donde me encontré cara a cara con Nefertiti—, la Alte Nationalgalerie, el Bodemuseum, y cómo no, el Pergamon-
El holandés errante
museum. Me tumbaba en el césped justo delante de la catedral a leer, también en el del Tiergarten, en cualquier sitio que pudiera haber algo de hierba, aun sabiendo que podía estar encima de alguna tumba pues la mayoría de los parques de Berlín tiene lápidas agazapadas entre la maleza. Me sentaba en las escaleras de la ópera en Gendarmenmarkt, en medio de las dos catedrales casi gemelas enfrentadas, la alemana y la francesa, profana una, y calvinista y protestante la otra, a los pies de la estatua de Schiller —nunca entendí qué hacía un escritor presidiendo la entrada de la ópera, en lugar de Wagner o Händel, por ejemplo— y cerca de la casa donde vivió E. T. A. Hoffman, al lado de una tienda que vende chocolates de todo tipo y raleas, el Fassbender & Rausch Chocalatiers. En mi barrio encontré un bar en la plaza donde se levantaba la Wasserturm (torre de agua), llamado Anita Wronski, que convertí en mi oficina —aprendí tan sólo lo necesario para sobrevivir con los camareros: Hallo, Die Rechnung, Bitte, tschüss, Bitte ein Bier, Ein Großes Bier!–. Leía, escribía, visitaba museos. Andaba por la ciudad sin destino fijo, como Melmoth en su existencia, disfrutando cada momento consciente de que era una pausa sustentada irreal, que algún día acabaría, y que me volvería a encontrar otra vez en España, ya sin la novela, sin Melmoth y sin esa libertad de horarios para
Ginés S. Cutillas. Un errabundo en Berlín
deambular perdido; con toda la cruel realidad que clamaba decisiones a corto plazo. Algunas noches, para olvidarme de todo, me refugiaba en los clubs míticos de jazz de la ciudad, el A-Trane en el barrio de Charlottenburg, el B-Flat en Mitte… La noche de Berlín tiene tradición de jazz y cabaret, la noche de Berlín esconde almas perdidas. «¡Sálvame, sálvame! Un momento después, estaba yo encadenado otra vez a mi silla; habían encendido las hogueras, tocaban las campanas, se oía el canto de las letanías, mis pies abrasados se habían convertido en ceniza, mis músculos crujían, mi sangre y mis tuétanos siseaban, mi carne se consumía como el cuero que se encoge; los huesos de mis piernas eran dos palos negros, secos, inmóviles entre las llamas que ascendían y prendían en mi pelo... […] ¡Y nosotros ardíamos y ardíamos!...». He vuelto en varias ocasiones a Berlín. A veces solo, a veces acompañado, pero ya liberado, tal como concedió Balzac al personaje en su posterior Melmoth reconciliado. Para mí esta ciudad siempre representará la lectura de Melmoth el errabundo. Cada esquina rezuma este personaje, y no porque alguno de sus pasajes ocurrieran allí, en absoluto —ninguno de ellos, de hecho—, sino porque, durante los sesenta días que duró aquella estancia, fue mi única y silenciosa compañía en los largos y erráticos paseos a ninguna parte.
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Un gran mundo de Álvaro Pombo: reseña de José Antonio Vila
Melancólica belleza José Antonio Vila
nUna relectura de Middlemarch durante el verano de 2014 es el desencadenante de la evocación de la rutilante y alocada tía Elvira, muerta treinta años atrás, por parte de su sobrina, la innominada narradora de esta historia. Elvira fue una mujer que hizo de la celebridad mundana y del buen gusto una forma de arte y el sentido de su vida, una artista sin obra, o una artista cuya obra fue su propia y elegante vida, una dama siempre necesitada de «financiación», enérgica y excéntrica, capaz de crueldades sublimes, como hacer desenterrar a su propio hijo, fallecido antes que ella, para humillar a su nuera (a quien debía dinero), que pasó por tres matrimonios, deslumbró en los ambientes esnob de París, Buenos Aires, Madrid y Marbella con sus antigüedades, pamelas, boutiques, salones de té e invitados de postín, y para quien «todo se volvía escenario para ejercitarse y bailar al son de los crótalos». Como siempre en Álvaro Pombo, lo realista y lo simbólico se funden en un mismo registro, y si la novela de George Eliot se subtitula «un estudio de la vida de provincias», el mundo de la vida provincial sirve de nuevo, en efecto, como soporte sobre el que Pombo compone el universo narrativo de Un gran mundo. El espacio nuclear es el Muelle, un lugar que parece, como Letona había sido en otros de sus relatos, un trasunto de Santander y los pueblos de su alrededor en la época de las décadas anteriores y posteriores a la Guerra Civil; un sitio donde los apellidos todavía podían pesar más que el dinero, el pequeño mundo contrapuesto al gran mundo aludido en el título, y por el que tía Elvira, dotada de una «firme voluntad de extraterritorialidad», deambuló para escándalo, admiración y envidia de su familia. Lo mismo que el espacio geográfico funciona en un nivel simbólico, también lo hace el personaje de Elvira, «terca, ensimismada y, al contrario, dispersa, divertida», atrevida pero de temperamento en el fondo puritano, «metaestable», como la definirá posteriormente su sobrina, que viene a representar no pocos de los contradictorios rasgos de una muy concreta clase social, la alta burguesía cántabro-castellana «que incluye a la antigua aristocracia», un grupo social deslizándose por la pendiente de la historia, una vieja burguesía aún poderosa, aún festiva, pero ya tocada, probablemente consciente, a su pesar, de haber entrado en la fase de su acabamiento con la
Un gran mundo Álvaro Pombo Destino: Barcelona, 2015 272 págs.
España del desarrollismo, y cuya herencia no sería, al fin, muy distinta de la de la propia Elvira: unas viejas fotografías, unas memorias pretenciosas y algunos poemas ridículos. A partir del recuerdo de tía Elvira se tejen igualmente las historias de varios de sus familiares, y de los herederos de aquel «gran mundo» en descomposición, la de la amistad entre el nieto de Elvira, apodado el Aguilucho, y sus primas, la llamada Trainee y la narradora, los tres solterones y aún algo niños, incluso en su vejez. Si bien podría desearse una mayor nitidez en la delineación de los contornos de algunos de esos personajes, a través de las andanzas del trío emerge no obstante otro motivo habitual de las novelas de Pombo: la melancolía del distanciamiento del universo infantil y el paso hacia la vida adulta visto como un «aprendizaje de la decepción», por decirlo echando mano de un título de Azúa, la conciencia de la falta de sustancia, ese tema obsesivo en su obra, o «gratuidad general del mundo», como escribió en uno de sus poemas. La sobrina-narradora es el personaje en el que Pombo más claramente se proyecta, y su narración, distanciada pero profundamente subjetiva, es una marca de la casa, como lo es asimismo la forma de monólogo retrospectivo, mezcla de oralidad y escritura, que informa su personalísimo estilo. En mi opinión, Un gran mundo no alcanza el nivel de Donde las mujeres o El metro de platino iridiado y creo que es también inferior a la anterior Quédate con nosotros, Señor, porque atardece, pero supone un notable regreso al imaginario clásico de muchas de las mejores novelas de Álvaro Pombo, y proporcionará abundantes horas de feliz lectura a sus admiradores.
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El ambigú
Fuera de tiempo de Antonio de Paco: reseña de Angel Talián
Novela de novelas Angel Talián Fuera de tiempo Antonio de Paco Caballo de Troya: Barcelona, 2015 224 págs.
nAntonio de Paco acaba de publicar su primera novela en Caballo de Troya, Fuera de tiempo. Caballo de Troya, la mítica editorial de Bértolo, ya jubilado, ha encontrado una fórmula innovadora para seguir adelante. Desde el año pasado cambian de editor cada curso: el primer año Elvira Navarro; este curso en el que entramos, Alberto Olmos. Ha sido al final de su curso editorial que Elvira Navarro nos ha dado esta primera novela de Antonio de Paco, compuesta por dos nouvelles: «Restos» y «Off Time». En la primera, «Restos», Antonio de Paco nos lleva a su infancia valenciana de fútbol por la radio y de paellas de domingo, al tiempo que se adentra en una realidad familiar compleja, alternando la mirada del niño con la de aquel que se empeña en recordar, recorre las imágenes y las dibuja en su cabeza como el que vacía un álbum de fotos familiar sobre la mesa e intenta recomponer, crear una constelación de historias que diga algo de lo que fue. En la segunda, «Off Time», nos encontramos con el protagonista en nuestra época. Ha decidido emigrar y viajar a Inglaterra donde se instala en un pequeño pueblo a las afueras de Londres. Aquí encontramos un exilio no sólo literal sino también un exilio del tiempo. Un hombre que entra y sale del tiempo en un viaje que tiene mucho de reflexivo. Un intento de relatar los momentos en que la vida se detie-
ne y sin embargo continúa, los momentos en los que vivimos a la vez que observamos cómo y qué vivimos. Antonio de Paco utiliza un estilo propio, singular, que es difícil de encontrar en nuestra literatura. Cercano a las novelas en verso de Anne Carson, Fuera de tiempo —y sobre todo «Restos»— es una novela pero también es poesía y también es teatro. Con una forma visual casi de poema, el corte da ritmo a la lectura, que en la primera nouvelle avanza de forma vertiginosa. Su estilo también trae a la memoria la novela autobiográfica a la Didion y su fraseado corto y certero, sin adornos, sin adjetivación. Fuera de tiempo no sólo es un relato autobiográfico, es una relación intensa con las palabras, donde estas no sólo sirven para decir sino que son sometidas a la reflexión, convertidas en tema. Hay casi una relación corpórea con las palabras: lo que uno dice y cómo lo dice, lo que uno piensa, representado por palabras, palabras que son, que son cuerpo. Al mismo tiempo hay en el libro un minucioso análisis de los cuerpos, de su movimiento, de sus formas, de lo que dicen. Palabras que son cuerpo y cuerpos que son palabras. Fuera de tiempo es el relato de alguien que se para a mirar su vida, pero —lo que es más importante— es el relato de alguien que se da el permiso de parar. Es el relato de alguien que vive la imposibilidad de no estar solo, la imposibilidad de no tomar distancia y que asiste a los recuerdos de su propia vida desde el doble lugar del que los vive y el que los mira. Fuera de tiempo de Antonio de Paco es una novela para detenerse en el camino y leer y leerse.
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Fabián y el caos de Pedro Juan Gutiérrez: reseña de Jordi Gol
Disidencia y libertad Jordi Gol Fabián y el caos nLa literatura cubana está de moda. La distensión entre el gobierno de EE. UU. y el de la isla la ha puesto en el candelero, generando un foco de atención sobre cualquier manifestación que venga de Cuba. Y la literatura no ha permanecido al margen. A la aparición de nuevas voces como la de Wendy Guerra se suman los reconocimientos a los autores más consagrados, como la reciente concesión del premio Princesa de Asturias a Leonardo Padura, y la publicación en diarios y magazines de reportajes sobre el ayer y el hoy de las letras de la mayor de las Antillas. Este es el contexto en el que ha aparecido la nueva novela de Pedro Juan Gutiérrez. Pero quien crea que tan sólo es un producto más para aprovechar el tirón, se equivoca, porque nos hallamos, probablemente, ante la mejor novela del autor de la Trilogía sucia de La Habana. Una novela que sorprenderá a sus incondicionales porque, sin abandonar el estilo directo y duro que le ha dado renombre —la revista Granta lo calificó como realismo sucio caribeño—, y sin aparcar la tendencia a mostrar la parte más oscura y salvaje de la sociedad en la que ha vivido, se aleja en cierto sentido de sus ambientes tradicionales —las duras calles de Centro Habana— y de sus personajes marginales, al límite de lo legal, e incluso de lo social, dando voz a personajes de diferentes estratos sociales y culturales. Y lo hace recuperando unos no menos duros recuerdos de juventud en su Matanzas natal y ficcionalizándolos a través de dos personajes contrapuestos: el habitual Pedro Juan, alegre, inconformista, impulsivo, borracho, violento y follador; y su contrafigura Fabián, un chico tímido, apocado, homosexual, melómano y con gran talento para el piano que, hijo de unos padres acomodados (españoles emigrados), chocará con la maquinaria de la Revolución, incapaz de comprenderla y adaptarse a ella. Porque la Revolución (y sus consecuencias) es el verdadero protagonista del libro. Una maquinaria que en su ilusión de crear el hombre nuevo excluyó a quién no supo o pudo adaptarse. Y ese es el caso de Fabián, la sobreprotección de cuya madre lo convierte en un niño mimado y
Pedro Juan Gutiérrez Anagrama: Barcelona, 2015 240 págs. apocado, incapaz de adaptarse primero a la escuela y luego a la sociedad, y que vive en un mundo cerrado e inexpugnable de literatura y de música. Tras conseguir una plaza en el conservatorio, es expulsado a raíz de su relación con un jardinero de Varadero, inhabilitado para ejercer cualquier trabajo relacionado con la cultura —recordemos como fueron también hostigados por este motivo Lezama Lima o Virgilio Piñera— y enviado a la fábrica de carne (las escenas que la describen son escalofriantes) en la que encontrará a su antiguo compañero de estudios, Pedro Juan. Y en eso consiste, a mi juicio, el gran acierto de Pedro Juan Gutiérrez, en la confrontación de dos formas radicalmente distintas de disidencia al gran caos que da título a la novela para mejor explicar que cualquier oposición a la opresión del totalitarismo y de la burocracia resulta estéril. Pedro Juan opta por sumergirse en un mundo semilumpen de sexo desenfrenado y salvaje, alcohol y marginalidad, capeando el temporal revolucionario como buenamente puede, inadaptado a la manera de los marginales que describe El único y su propiedad, de Stirner. Fabián, sin embargo, optará por el aislamiento progresivo hasta sumergirse en un mundo totalmente desconectado de la realidad circundante. Pero mientras la actitud vital de Pedro Juan le permitirá sobrevivir malviviendo (como narra en sus obras más autobiográficas: Trilogía sucia, Animal tropical, Carne de perro, etc.) hasta la llegada de tiempos más propicios, la opción de Fabián no encuentra salida posible en el socialismo real y acabará en silenciosa tragedia. Pedro Juan Gutiérrez lo cuenta con su habitual estilo descarnado, sin concesiones, apenas jalonado por momentos de humor negro y por sarcásticas reflexiones sobre la autoridad, el gobierno y la burocracia. Una novela que ayuda, de forma nada maniquea —ni los propios protagonistas se escapan de la cruda mirada del autor—, a percibir la cara oculta del sueño igualitario socialista; pero, sobre todo, una reivindicación de la íntima libertad del ser humano.
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El ambigú
Pureza de Jonathan Franzen: reseña de Ricardo Martínez Llorca
Para no estar con quien pretende ser feliz Pureza
Ricardo Martínez Llorca
Jonathan Franzen (Traducción de Enrique de Hériz) Salamandra: Barcelona, 2015 679 págs. lín. Y una constante presencia del sexo y la cuestión del origen para conseguir dinero. Al margen de un asesinato cuya importancia en el desarrollo de la novela es menor; no así nLa imposibilidad absoluta de ser feliz en canal, todos y cada uno la neurosis obsesiva, patológica, del adolescente implicado. de los segundos de una vida, es el horizonte al que miran Porque la obra se centra en las reacciones de los personajes, las novelas de Jonathan Franzen (Western Springs, Illinois, en el conocimiento que Franzen tiene de la psicología hu1959). Aunque es en esta obra, Pureza, donde se constitu- mana y en su imaginación para crear a partir de ella. ye en el eje de la narración. Ser puro para ser feliz es lo Al igual que en Las correcciones o en Libertad, Franzen que parece indicar el título y las pretensiones vitales de los dedica la primera parte del libro a mostrar las piezas que personajes. Pero Pureza es el nombre de la protagonista, compondrán el peaje obligado para llegar a los rizos de una un nombre oculto bajo el seudónimo de Pip. Un detalle trama que atrapa al lector. Aunque en este caso la solvencia que sólo cabe interpretar en forma de metáfora: la pureza de Franzen no es del mismo calado que en las obras anterioque dará pie a la felicidad es algo que nos viene envasado res. El deseo por conocer la suerte de los personajes no toca bajo otra marca. O que se halla dentro de nosotros, pero tan hondo, un defecto que se puede calificar como tal al acostumbramos a llamarlo de otra manera. Tras setecientas tratarse de Franzen, y que perdonaríamos en cualquier otro páginas de lectura, no cabe extraer ninguna conclusión. autor. El listón de un trabajo sobre la idea de las familias Franzen, como los grandes novelistas, está lejos de aleccio- desgraciadas lo puso muy alto Tolstói, y el propio Franzen. nar. Aunque sí apunta a una resolución válida para su pro- La influencia del autor ruso es innegable, como demuestran tagonista. Y esta vendrá, como no podría ser de otra mane- las imposibilidades de las distintas formas de relación. «La ra, de las relaciones humanas. Sobre todo las de amor, pero gente feliz no miente», piensa uno de los personajes. Y todos no únicamente de ellas. mentimos. O esa convicción de no poder liberarse de los Las relaciones que Franzen describe se corresponden a conflictos. Tampoco de los autoengaños: «Un exhibicionista las de una época, la actual, y un espacio muy determinado. radical es alguien que ha falsificado su identidad», dice otro Configuran una trama sobre el retrato de una sociedad, la personaje. «Si estás con alguien que no puede ser feliz, te americana. Y la importancia que en esta sociedad americana conviene pensar qué vas a hacer», advierte un personaje. O se adjudica, sin reversión, a la familia. Pero Franzen no idea- ese flujo interior que lleva a pensar a Pip que lo que más liza. Franzen, al contrario, expone que si la familia verte- odia en su madre es el daño que ella le puede hacer. Y así es bra la sociedad, cada vértebra puede ser, a su vez, un hueso como este gran personaje, el mejor y más complejo, sobre el independiente. La familia de la que parte, en este caso, es que se sostienen los cabos con que termina por atar las subla de una madre sola y una hija, Pip, ya licenciada y alter- tramas, termina a la vez emporcado y puro. Porque Franzen mundista, que desea conocer quién fue su padre. Pip viaja sigue siendo hábil en la elaboración de una novela que tal a Bolivia para encontrarse con un alter ego de Julian Assange vez peque de exceso de páginas y de obsesión por el detalle, que la ayudará, en teoría, a comprender el mundo a través pero que permite ser leída con prontitud gracias a un estilo del conocimiento, siendo el conocimiento la acumulación que en apariencia es poco elaborado. Y esa sencillez carente de datos. Datos que llegan hasta la caída del muro de Ber- de misterio es un logro al alcance de muy pocos.
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Materia oscura de Ángel Zapata: reseña de Gemma Pellicer
Indecibles universos paralelos Gemma Pellicer nLa prosa diáfana que caracteriza el lenguaje claro y sencillo del último libro de narrativa breve de Ángel Zapata esconde, sin embargo, una enorme complejidad, como si hubiera apostado a sabiendas por un lector poco común, dispuesto a aventurarse por el reverso de unas historias de arriesgada y heterodoxa concepción. Ordenadas en cinco partes que guardan equilibrio entre sí, de unas diez páginas cada una, el autor parece brindarnos con ello un material absolutamente libérrimo bajo una envoltura formal, facilitándonos de ese modo su posible recepción. Nada más engañoso, pues esa quíntuple división de los diferentes microrrelatos, cuentos breves, aforismos, poemas en prosa y hasta microensayos que aparecen en sus páginas redunda en una fragmentación del sentido cuya disolución se ha propuesto alcanzar. El relato prólogo que encabeza el volumen, «Cosmogonía», constituye toda una declaración de intenciones, una especie de poética en donde el narrador protagonista discute con Dios (en realidad, una liebre) sin cortarse un pelo al afearle el absurdo de todo, ya se trate de la gratuidad del mundo creado, ya del mismo acto creador. Lo que viene a desembocar en la denuncia de nuestros miserables destinos de seres humanos, concebidos dentro de unos cauces demasiado estrechos. «Dios creó el mundo en un pispás porque no es capaz de encajar una crítica. Y lo hizo cabreadísimo, ya digo», afirma trasluciendo buenas dosis de humor que no eluden la crítica social. Son textos cuyo sentido discurre por debajo de la superficie; más que nihilistas —que también—, de un existencialismo acerado, por el cual diversos personajes andan a la fuga o incluso al tuntún, sin cálculo aparente, aunque al cabo el narrador o el propio personaje entonen una reflexión cargada de simbolismo («Adherido a su piel, como un légamo, lo combatido se reviste de una desnudez nueva, cegadora», pág. 63). El autor evita así que nos acerquemos a estos relatos como lo haríamos ante la narración convencional de un suceso, al quedarse demasiadas veces en eso: en mera descripción de unos hechos cuyo efecto suena a hueco, a vivencia rematadamente insulsa o banal. Por el contrario, estas piezas literarias exigen una lectura e interpretación distintas. Las citas de Valéry y Alejandra Pizarnik que preceden el conjunto dejarían ver a las claras el propósito de Zapata. «En el lenguaje auténtico la palabra tiene una función que consiste no en representar sino en
Materia oscura Ángel Zapata Páginas de Espuma: Madrid, 2015 96 págs.
destruir», afirma sin ambages el primero, mientras la segunda añade: «Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera». Se trataría, por tanto, de desautomatizar los sentidos configurados que constituyen la realidad circundante, a fin de atisbar algunos destellos de valor. Grosso modo, las piezas aquí reunidas son textos oníricos, dentro de la esfera del absurdo, más cerca de la sugestión y la evocación poética que de la peripecia narrada y el argumento convencional, al margen de que posean en su mayoría una trama y un desarrollo heterodoxo, a menudo grotesco; cuando no apuestan directamente por la contención poética de un surrealismo lorquiano, próximo al de Poeta en Nueva York. Parece como si Zapata se hubiera propuesto que experimentáramos una revelación, o varias, a partir de la constatación de la imagen metafórica como almacén de sentido, mientras procura desembarazarse, a través del revulsivo de sus letras, de la inapetencia y pasividad general que manifiestan sus personajes, para quienes incluso lo extraño ha pasado a formar parte de la insulsa normalidad. El tono del libro resulta no tanto melancólico como angustiado, a la manera de un canto o poema épico de corte desgarrador. De modo que el humor absurdo rastreable sobre todo al comienzo deriva poco a poco hacia una mordacidad creciente: «A primeros de abril, la estrella de Belén llegará a Stuttgart, en viaje de negocios» (pág. 39). Asimismo, los personajes de Zapata van adentrándose en unas historias disparatadas por las que deambulan sin nada que perder, dispuestos a abismarse en lo oscuro, a desasirse de todo lastre cuanto antes. En definitiva, un conjunto narrativo inspirado que bebe de las aguas puras del absurdo y el surrealismo, ambos muy presentes en sus libros de relatos anteriores: Las buenas intenciones y otros cuentos (2001) y La vida ausente (2006). Habrá que ver hacia dónde se encaminan sus pesquisas de escritor atento, consciente de un oficio que cultiva con toda la insatisfacción de que es capaz.
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El ambigú
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Signor Hoffman de Eduardo Halfon: reseña de Eric Gras
Nuestra vida en palabras Signor Hoffman
Eric Gras
Eduardo Halfon Libros del asteroide: Barcelona, 2015 152 págs.
nPara Eduardo Halfon la literatura o escritura es un proceso de encantamiento. Busca encandilar al lector, o mejor aún, quiere hechizarlo, sumirlo en esa búsqueda que todos y cada uno de nosotros realizamos con el paso de los años —ya sea de forma inconsciente o con total lucidez—. ¿Quiénes somos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué y para qué todo esto? A través de ese juego mágico de encantar que es la ficción, el guatemalteco teje historias que, de forma sorprendente y genuina, saltan de acá para allá, se entrecruzan y se mutan, de un libro a otro. Uno pudiera llegar a pensar que su forma de actuar, en la literatura, se basa en los ejercicios de prueba y error. Quizá su formación como ingeniero tenga algo que ver en ese método heurístico. Halfon sabe que tiene ante sí una gran historia, esa historia que dé sentido a todo su universo literario y, por ende, personal. Pero algo tan significativo y primordial no puede ser tomado a la ligera, de ahí que cada relato escrito, cada nota de esa partitura majestuosa que está componiendo, siga evolucionando de libro en libro. En Signor Hoffman (Libros del Asteroide), Eduardo Halfon sigue explorando su identidad, sigue ofreciendo exquisitas pinceladas de esa obra maestra que en su mente dibuja. Seis son los relatos o fragmentos que comprenden esta ¿novela? En ellos el protagonista sigue siendo el propio Halfon, continuando su juego autoficcional. No obstante, aquí va un punto más allá al coquetear con la distorsión total y absoluta de su apellido. En «El actor», Halfon se convierte en Hoffman. En teoría, este gesto es una simple equivocación, un error de pronunciación. ¿Es así realmente? En este relato esa errata por parte de un director de cine italiano es inconsciente. Sin embargo, en «Oh gueto mi amor» es el propio narrador/protagonista quien decide, en un momento determinado, presentarse como Hoffman. He aquí que brotan de nuevo los miedos e inseguridades sobre quiénes somos en realidad. ¿Un nombre y un apellido nos condicionan?
Para responder a ello Halfon sigue indagando en su pasado familiar, en su condición de desarraigado. Esa investigación tiene como objetivo conocer la historia real de su abuelo materno, una historia marcada por el horror de una guerra, por la supervivencia y el exilio, una historia ficcionada por el propio anciano —esa en la que el lenguaje (la palabra) sale victorioso frente a la barbarie—. Las dudas sobre sí mismo están muy presentes en este libro y aparecen de forma clara en el relato «Han vuelto las aves»: «¿Y de dónde es usted, pues?, me preguntó el niño y yo le dije con mi mejor acento guatemalteco que era guatemalteco, igual que él. Sonrió sin verme, incrédulo. No parece, susurró». O, en «Arena blanca, piedra negra», cuando el protagonista quiere viajar a Belice y en la oficina de inmigración le comunican que su pasaporte guatemalteco está caducado y, de pronto, se da cuenta de que posee otro pasaporte, el español. Halfon se encuentra desubicado, sigue enfundado en la piel de un camaleón o en un gabán de color rosa que, como ya sucediera en Monasterio, vuelve a ser su compañero más fiel. El escritor, de forma extremadamente sutil en cada texto, es fiel a su preocupación por la intolerancia, por la crueldad que el ser humano es capaz de desarrollar, por ese sentimiento de abandono y pérdida. Así, versa sobre el nazismo y las atrocidades de los campos de concentración, sobre la encrucijada de las cooperativas de café de comercio justo en Guatemala, sobre los desafíos de la migración centroamericana, sobre cómo sobrevivir a la muerte de un hijo, sobre la confinación de los judíos en Polonia... Halfon escribe varias historias, sus historias, la historia; porque eso es lo importante, nuestro legado, aquello que permanecerá. Esto queda patente a través del personaje de Madame Maroszek: «… lo importante, para alguien como Madame Maroszek, no era dónde escribimos nuestra historia, sino escribirla. Narrarla. Dar testimonio. Poner en palabras nuestra vida entera. Aunque tengamos que escribirla en papeles sueltos o en papeles robados». En definitiva, ser y estar, y que el mundo lo sepa.
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Chicas muertas de Selva Almada: reseña de Ana Prieto Nadal
Nuevos derroteros de la no ficción Ana Prieto Nadal nChicas muertas es una muestra más de la necesidad de confrontación con lo real que ha resurgido, en la última década, en todos los ámbitos de la cultura. Selva Almada (Entre Ríos, 1973), autora de las novelas El viento que arrasa y Ladrilleros, explora aquí los derroteros de la no ficción para abordar la cuestión del feminicidio. La escritora argentina, que rechaza la etiqueta del neorrealismo y afirma usar la realidad para transformarla en una poética, no pretende llevar a cabo una crónica policial o periodística ni un ensayo sobre la violencia de género, sino que emprende y relata una investigación sui géneris que alterna con recuerdos e impresiones personales. El motor de la narración y de la pesquisa es la precoz detección, por parte de la autora, de la violencia ejercida contra las mujeres de su entorno. El relato se remonta al dieciséis de noviembre de 1986, el día en que una joven Selva Almada oyó por la radio que Andrea Danne, una chica de diecinueve años de San José, pueblo de Entre Ríos, había sido asesinada mientras dormía. El seguimiento de este caso se alterna con otros dos: el de María Luisa Quevedo, violada y asesinada en 1983 en la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña, en la provincia del Chaco, y el de Sarita Mundín, desaparecida en 1988 y cuyos restos aparecieron a orillas del río Tcalamochita, en la ciudad de Villa Nueva, Córdoba. Además de documentar —con entrevistas a familiares, remisión a expedientes y consultas a expertos— estos tres casos de «adolescentes de provincia asesinadas en los años ochenta, tres muertes impunes ocurridas cuando todavía, en nuestro país, desconocíamos el término femicidio» (pág. 18), Almada intercala historias e informaciones sobre otras jóvenes maltratadas, violadas o asesinadas, y también anécdotas familiares o vecinales en que dominan la misoginia y la violencia de género. El punto de partida o detonante para romper a hablar, a escribir, es el caso de Andrea Danne, y de ahí se llega a las muertes de las otras jóvenes, también de clase trabajadora y de pueblos de interior. Hay una reconstrucción intermitente de los hechos, una voluntad de meterse en la piel de las víctimas, de rehacer sus pasos para promover la empatía y dar cuenta del horror. Una tarotista a la que acude —denominada la Se-
Chicas muertas Selva Almada Penguin Random House: Barcelona, 2015 192 págs.
ñora, que echa las cartas a las tres chicas muertas y se comunica con ellas gracias a algún tipo de extrasensorialidad— le habla a la escritora del personaje mitológico de La Huesera, que recoge huesos y resucita con su canto los esqueletos: «Tal vez esa sea tu misión: juntar los huesos de las chicas, armarlas, darles voz y después dejarlas correr libremente hacia donde sea que tengan que ir» (pág. 50). Sin llegar a ser costumbristas, las descripciones de algunos pueblos de la Argentina profunda —como San José, donde casi todos «vivían de algún modo del frigorífico» (pág. 64), esto es, trabajan en el matadero de reses, y donde existe una siniestra práctica conocida como «hacer un becerro»— recrean atmósferas preñadas de peligro e inminencia, y dan cuenta de la exposición de las mujeres a la violencia machista. Almada retrata la incompetencia y el desinterés judicial, así como el circo mediático que trata estas muertes de un modo novelesco, morboso e impúdico, y que rebaja la gravedad de los casos denominándolos crímenes pasionales. Podría compararse este relato, desprovisto de efectismos y pirotecnias verbales, con una tierra esquilmada, por cuanto se nos hurta el proceso de investigación, sus detalles y cronología; hay apenas pinceladas de viajes y esperas, visitas a casas de familiares y conocidos de las muertas, entrevistas a menudo fallidas, alusiones a expedientes, jueces y periodistas. El estilo contenido y austeramente poético de la narración, horadada por calculadas elipsis narrativas, se opone a la lógica espectacular de la sociedad. El énfasis está puesto en la consignación de una realidad invisible por naturalizada; en la mostración de un machismo ubicuo, agazapado pero ominoso, y en la denuncia de los mecanismos sociales y culturales que auspician la impunidad de estos crímenes.
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El ambigú
La guerra según Santa Teresa de María Folguera: reseña de Ana Gorría
La reliquia como campo de batalla Ana Gorría
La guerra según Santa Teresa María Folguera Continta me tienes: Madrid, 2015 62 págs.
nEl campo editorial dedicado a la última dramaturgia y a las prácticas escénicas estaba desatendido —con excepciones como Hiru—, hasta que han irrumpido con fuerza en el panorama editorial apuestas como las de Antígona Ediciones, La uña Rota o Continta me tienes. Estas editoriales subrayan la vigencia de lo escénico y ponen a disposición del lector documentos que permiten acercarse a su riqueza. La colección de artes escénicas de Continta me tienes ha abrigado, hasta ahora, textos de vital importancia como los de Romeo Castellucci o los ensayos de Angélica Liddell y de Óscar Cornago. Dentro de esta colección, Continta me tienes ha venido apostando desde hace años por la dramaturgia de Maria Folguera, actriz, directora y narradora además. El texto es introducido por la antropóloga Fernanda Moscoso, y en él se reflexiona sobre el carácter político del cuerpo como espacio censurado y sometido a una triple exclusión en el caso de Teresa: como mujer, como descendiente de conversos y como adscrita a una burguesía provinciana en una sociedad todavía estamental. La autora refiere sus fuentes, las directas: El libro de la vida o Las moradas. Pero también se alude a la lectura de Olvido García Valdés, a la serie Teresa, con guión de Carmen Martín Gaite y García de la Concha o a las recientes lecturas de Ray Loriga o Cristina Morales. Maria Folguera dispone un texto de tres personajes en acción y diez escenas en que las tres figuras se lanzan a jugar alrededor de la figura, la biografía y el cuerpo de Teresa en un espacio actual de tedio, rutina y desesperanza. La puesta en escena y el texto dramático se orientan a ¿qué podemos hacer hoy ante Santa Teresa? Los tres personajes, hastiados de la mecánica de lo cotidiano, se proponen llamar/invocar a Teresa con el propósito de preguntarle «si por fin es una»
y se abre un juego entre las tres personas dramáticas en donde el conflicto se subraya a partir de la lectura de Kristeva ante la santa en su condición de mujer varón. Como epílogo a la obra, la autora expone, a partir de Julia Kristeva y Catherine Clément, una visión sobre la representación femenina de la hagiografía atendiendo a las monjas de la edad media y moderna y su relación con el poder. Se presenta a través de tres figuras: Catalina de Siena, Teresa de Jesús y Margarita de Alacoque, y su distinta relación con el cuerpo, con sus luchas internas y su relación con el mundo. De manera anticlimática funciona la figura de Santa Margarita, una santa de quien las leyendas afirman que se comía los excrementos de los enfermos que cuidaba para alcanzar la mortificación. María Folguera presenta en esta obra una nueva visión sobre la santa en el año en que la efeméride se convierte en una máquina de textualidad, donde a las obras referidas por la autora hay que sumar producciones como La lengua en pedazos de Mayorga, o Ávila la vía. Teresa es Arte de Eduardo Scala. La visión sobre el cuerpo de la santa, que presenta la dramaturga como roto, disuelto y repartido, resulta una nueva perspectiva sobre uno de los mayores mitos y figuras de la literatura castellana y entronca con la propia poética dramática de la autora, que ya anteriormente se había ocupado del tema de la violencia contra el cuerpo femenino en Hilo debajo del agua o en El amor y el trabajo. Aquí, la violencia de las instituciones, de las lecturas, de la historia se muestra en el cuerpo de Teresa como un desgarro de la propia vida, de la biografía que en el juego de la acción dramática se revela como conflicto. Es este un documento que anima a acercarse a toda la producción de la autora, asistir a su crecimiento y subrayar tanto la exigencia de su producción como su coherencia a la hora de desarrollar su producción escénica.
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Nunca mejor dicho de Karlos Linazasoro: reseña de Aitor Francos
Por no saber matar Aitor Francos Nunca mejor dicho Karlos Linazasoro nMax Jacob alegaba que el reproche más grave que se le puede hacer a (Ilustración de David Schrigley) un poeta es el de preguntarle «qué significa», pues eso supoEd. Trea: Gijón, 2015 96 págs. ne que no ha sido capaz de emocionarnos. Karlos Linazasoro (Tolosa, 1962) tiene el brillante defecto de ser enormemente polivalente y de no pretender acuciarnos en sus aforismos de cierta duradera verdad. En la cartografía de Nunca mejor dicho a lo largo del libro varias definiciones de lo que para él es el el humor está tan presente que hasta tiene su punto cáustico aforismo. Tal vez la más acertada sea esta: «El aforismo es pay agudísimo. Detrás de cada apunte es perceptible un aire de recido al fútbol brasileiro: juega en corto, acaricia la pelota sólida naturalidad e ingenioso verbalismo, de magia contro- y dispara duro y ajustado». Hay citas de afinidades directas lada; son, en todo su propósito, balas certeras y encaminadas («Kafka es el mejor escritor que conozco, leído por supuesto a hacer pensar. No es del todo cierta una de las cosas que en euskera») y menciones encubiertas como esta que se basa escribe Linazasoro: «Un libro no envejece nunca: muere en en un título del Marqués de Sade: «La poca filosofía que sé el mismo momento en el que ve la luz». me la reservo para el tocador». Todos tocan de un modo Los aforismos de Nunca mejor dicho tienen todo el erotismo u otro la ironía: «He leído miles de libros. Ahora insulto de la inteligencia y la sencillez coherente y dirigida del que sabe con mucha más propiedad». A veces, cínico y de apariencia lo que quiere decir. Nos regala maravillas como esta: «Encon- insensible: «El único aparato eléctrico que contamina es la trar el camino es el mejor modo de perderse con seguridad». silla eléctrica». Desde la greguería y el apunte juanramoniaLinazasoro huye de pensamientos enmarañados y describe así no, a la nota al estilo preciosista de Vicente Núñez. Incluso esa tendencia suya a desanudar y simplificar las ideas: «A veces, también los hay que podrían haber sido escritos por Coll para escribir un aforismo es preciso tachar una novela». o Gila («Mi última voluntad: ser el primero en la lista de Desde el título, de un coloquialismo indudable, hay una los resucitados»). Variaciones de refranes («La experiencia provocación del lenguaje; y en el libro, más si cabe, a través te enseña a tropezar en piedras diferentes»), que se enmasde los saltos e intenciones cruzadas, los juegos de palabras caran bajo una nueva connotación. También caricaturas y («Antitaurino: intorerante.») y la paradoja. Aquí una de las humorismos a lo Gómez de la Serna («El pirómano nunca mejores: «Entre lo que pienso y lo que digo, dos obstáculos: tiene ideas de bombero»). Dos de los aforismos que más me lo que pienso que digo y lo que digo que pienso». Los aforis- gustan son sin duda estos: «Desgraciadamente, a mí las mumos de Linazasoro recuerdan, sobre todo por el tono lúdico, sas sólo me visitan cuando estoy escribiendo» y «Tener una a los del polaco S. Jerzy Lec y a los aerolitos de Ory, afilados e buena idea es como tener dos ideas al mismo tiempo». incisivos. Muchas veces se aprovecha de algo tan simple como Linazasoro es un poeta inclasificable y en ello estriba su cambiar letras y variar el sentido y la sonoridad de las palabras diferenciación; no es un poeta intimista, ni su tono es con(«Todas las noches el viejo historiador resucita la Toma de la fesional; tampoco puede decirse que su obra sea puramente Pastilla»). Muchos de ellos, publicados con anterioridad en irónica. Está cargado de sentido común y sentido del hueuskera, conservan, a pesar de la traducción, toda su esencia mor. Sus aforismos demuestran que se puede ser inteligente primaria. Que un aforismo en el que lo fundamental es el jue- y agudo, y a la vez divertido y fácil de leer. En Nunca mejor go del lenguaje supere la traducción es significativo y habla de dicho todos los aforismos están escritos desde la noción del la universalidad de las ideas de Linazasoro. límite, desde la conciencia de ese límite en el lenguaje. Tal A Linazasoro le gusta dar «una sensación de cajón de sas- vez por eso, la expresión directa y el tono coloquial se aúnan tre», que no de desorden. Porque la impresión es otra, una a la profundidad reflexiva, a la especulación filosófica y a contención y una sutileza máximas. El propio poeta dispara una poética en todo punto interrogativa.
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El ambigú
Himnos craquelados de Jorge Riechmann: reseña de Alberto García-Teresa
Conciencia y límites Alberto García-Teresa Himnos craquelados Jorge Riechmann Calambur: Madrid, 2015. 214 págs.
nDesde el vitalismo, el último poemario de Jorge Riechmann (Madrid, 1962) continúa desgranando la configuración ética y política del mundo y de los individuos que vivimos en él con un verso reposado y claro, buscando la precisión (aunque, a veces, emplea un registro más discursivo), ejecutado ocasionalmente desde el surrealismo. Parte de una posición de conciencia de la finitud, aunque el autor no se recrea en lo tanático, sino que ahonda en el vitalismo. Precisamente porque «la vida hemos de considerarla desde la perspectiva de la muerte», Riechmann exhorta a asumir la vulnerabilidad, el desamparo, la interdependencia y la ecodependencia. Esa finitud tiene también una dimensión ecológica, en cuanto límites reales del planeta que no pueden ser rebasados (lo cual contradice el principio básico del funcionamiento del capitalismo; crecer infinitamente en un planeta finito). El poeta apela a asumir el tiempo finito que tenemos, y lo hace a través de un carpe diem reformulado como un tomar conciencia de la vida, del presente, pero también de las consecuencias y de la responsabilidad de permitir que otros, ahora y en el futuro, puedan vivirlo a su vez. Al mismo tiempo, emplaza a un trabajo personal de revisión de aspectos individuales: el ego, el autoengaño, la soberbia… Todo remite a una aceptación de la humildad y de la compasión como mimbres fundamentales del conocimiento y de la socialización. En ese sentido, realiza una exaltación continua del aprendizaje, que requiere (de ahí su mención continua a ellas) paciencia, atención y reflexión. Anima a la duda y recela de sus propias certezas, en cuanto que pueden conllevar un inmovilismo y una acomodación intelectual. No en vano, varios poemas reflejan el proceso de razonamiento y de contradicción del autor. Manifiesta y explora la oposición entre vida digna y capitalismo: «Qué difícil vivir, conservando hebras de humanidad, dentro del sistema de la mercancía». Así, Riechmann presenta las contradicciones del sistema y expone las paradojas que
este genera para que el lector las resuelva (como, por ejemplo, la huida hacia delante con la que se intenta resolver la crisis ecosocial en la que estamos sumidos). Es decir, arroja el cuestionamiento al lector para que sea él quien enuncie la crítica; para que se replantee cómo funciona y cómo quiere que siga funcionando el mundo. Al respecto, le lanza preguntas retóricas y plasma las consecuencias de los actos y de los desarrollos lógicos del sistema para que él extraiga conclusiones. El poema, por tanto, resulta un estímulo, una invitación al replanteamiento (filosófico, ético, político). Por otro lado, en líneas generales, el autor hace más hincapié en la lírica en este volumen que en anteriores entregas. Igualmente, cobra mucha relevancia la presencia del paso del tiempo, que ya había aparecido en sus dos últimas publicaciones de manera puntual. Se recogen también diversas piezas escritas a partir de la muerte de amigos y compañeros y se incluyen varios poemas de amor, desarrollados desde una perspectiva vitalista pero ni autocomplaciente ni autoexcluyente de los conflictos sociales: ante las tensiones sociales y lo desalentador del contexto económico y ecológico, «dan ganas / de esconder la cabeza entre tus muslos / y no salir de tu alcoba nunca más // Lo malo es que si lo hiciéramos / pronto estarían llamándonos a la puerta / el gestor de residuos nucleares / y el arponero japonés». Con todo ello, Riechmann construye y propone una ética diferente para articular una sociedad radicalmente distinta, basada en el respeto y en la autorrealización (personal y social), y que nos permita garantizar la vida y la dignidad de todo (humano y no humano, presente y futuro). De este modo, Himnos craquelados se trata de un poemario por y para el vitalismo; denuncia y advertencia de quienes atentan contra él o de quienes lo impiden al igual que exhortación del mismo. Un libro, en definitiva, que nos arrima al abismo de vivir en este tiempo.
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Papel ceniza de Trinidad Gan: reseña de Andrés García Cerdán
Fulgor de belladona Andrés García Cerdán Pulir la superficie de la lente / como el viejo filósofo: / un poco
Papel ceniza
cada día, / por distinguir con ella / un único reflejo que traduzca lo vivo. // Sin glosa, sin paráfrasis. / Sin iluminación alguna.
La poeta granadina Trinidad Gan ha publicado no hace mucho el libro Papel ceniza (Valparaíso, 2015) para sumar un nuevo escalón a una trayectoria coherente y valiosísima. El título procede esta vez de unos versos del poeta José Ángel Valente: «y el corazón de agua que naufraga / en el papel ceniza del estanque». Comparto con ella esta predilección por la poesía del poeta de Orense. También la idea de que el poema viene a hablarnos al oído y a recuperar eso que también somos, que en verdad somos. Como digo, en Papel ceniza (2015), Trinidad consolida un recorrido poético jalonado ya por poemarios excelentes: Las señas del pirata (Cuadernos del Vigía, 1999), Fin de fuga (Visor, 2008) y Caja de fotos (Renacimiento, 2009). Sus apariciones poéticas y críticas asientan con solidez su voz para una poesía del siglo XXI que necesita de su ardor y su honestidad. En este nuevo libro, que dedica a las mujeres de su entorno más íntimo, encontramos una colección hermosa de poemas, devanados con esmero en seis hilos poéticos. Cada uno de los hilos de la madeja viene precedido por «apuntes» que son «transcripciones de un cuaderno perdido», «un cuaderno en llamas». ¿Quién se levanta para andar sonámbulo / y se entrega sin máscaras / a la aniquilación del fuego? / ¿Quién se quema y desgrana / este cuerpo de arena? / ¿Quién, sino tú, / aventa luego las cenizas / ¿de esta fragilidad?
El poema es fuego y sonambulismo y aniquilación y fragilidad y desgranamiento e infinito y abre las puertas de par en par. Cada uno de los hilos abiertos, que vertebran el libro, será un incendio. Trinidad Gan adelanta cada parte de este edificio ígneo con las palabras de Margarit, Kerouac, Cernuda, Javier Egea, Mark Strand, Ledo Ivo, Alejandra Pizarnik o Panero, desvelando en ellos una urdimbre poética asentada entre un discurso reflexivo —metapoético con frecuencia— y otro vivencial. El poema crece y desborda en las aguas del pensamiento y la vida, y es una sensualidad inteligente o una visión encarnada y sutil del propio lenguaje. Amanece. La luz, a cada aliento, / se impone a la metáfora
Trinidad Gan Valparaíso: Granada, 2015 98 págs. de sí misma. / («Postales en 3D»)
A esa experiencia la poeta llega con el esfuerzo y la complacencia de saberse palabra, de inventarse y reconocerse a sí misma en una ortografía afilada, esencial. Ortografías: Escribe niebla. / Atrévete a cercarla, a definirla. / Apaga los incendios con tan solo una coma / y habita en ese hueco no expresado. / Hunde las raíces del fuego, largas, / en la página nueva. / Enfréntate a tu abismo: que la vida, / la gente que es un trazo de tu cuerpo, / nunca se anote con su nombre justo, / no cuadre en tus palabras. // Y sigue el rastro de los dedos / que escriben el amor, a oscuras.
Es el quehacer del poeta un atrevimiento. En esta osadía la poeta nos conduce, trenzados por un nuevo hilo de Ariadna, por los pasadizos secretos y por las fuentes secretas y por la avaricia secreta del hallazgo, a la busca de las hondas raíces. «Atrévete a decir qué es manzana», pedía Rainer María Rilke. «Atrévete a saber», invitaba Immanuel Kant. «Atrévete a besar las aguas del poema, a escribir la niebla», nos dice Trinidad Gan. A este atrevimiento sucede una certeza. Las palabras no deben cuadrar ni entorpecer la vida. Los poemas han ser la vida también, «lecturas» de la vida de las que no se despierta: Junto a un verso preciso, con veneno, / colocas siempre el borde de tus labios / —cuánta lluvia de acónito / y belladona cae sobre amor y deseo, / qué oscura luna marca / nuestra íntima miseria—.
Veneno, el dulce veneno de los sueños que desentierran lo mejor de nosotros: Anoto a tientas signos (…) / puedes poner tus labios / en su borde impregnado de cicuta, / lamer una tras otra las palabras.
Envenénate en el poema, nos dice. Qué hermoso. Qué destreza venenosa en esta reflexión sobre el lugar que ocupa la escritura en nuestra vida. Dejo aquí estas palabras, consciente de sus límites. Que sean una invitación a las palabras de una poeta necesaria y de verdad.
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Recomendaciones de Quimera
Recomendaciones de Quimera Fiebre, Matías Candeira (Candaya, 2015) Matías Candeira ha sido en la última década uno de los más jóvenes referentes del cuento en España por lo que es lógico que esperáramos con atención su primera incursión en el mundo de la novela. Son estos pasos a menudo complicados pero Candeira ha conseguido una primera novela madura, llena de referentes y calidad, que rápidamente nos hace olvidar que se trata de una primera tentativa en el género. En Fiebre se filtran referentes de la mejor novela norteamericana de los últimos años pero caracterizados en todo momento por un estilo propio, denso, cuidado que lo pone a la altura de los mejores novelistas españoles del momento. En Fiebre podemos encontrar memoria, no-lugares, atmósferas fantásticas, relaciones familiares conflictivas, todo un universo lleno de sugerencias. Una auténtica biblia que nos dice por dónde puede circular el curso de la novela española más arriesgada de los próximos años. Más que recomendable. Todo es mentira. Y sin embargo, Xavier Blanco (Talentura, 2015) Interesante primer libro de microrrelatos de Xavier Blanco. El autor plantea en esta obra, organizada en seis partes, un juego de espejos entre lo que es mentira y verdad en la literatura, partiendo de la premisa de que en esta, a priori, nada es cierto. Visión hiriente del mundo que nos rodea, el más cotidiano y cercano, y por consiguiente el que más nos afecta. Gran apuesta de la editorial independiente Talentura que, poco a poco, se está haciendo con una gran nómina de microrrelatistas en español, en especial del grupo de Barcelona.
Constantinopla, Julio Camba (Renacimiento, 2015) El presente volumen recoge los artículos de un joven Julio Camba, en pleno auge de su carrera periodística, realizados como corresponsal en Constantinopla, en 1908, para el diario La Correspondencia de España. En ellos analiza con sagacidad e intuición los cambios políticos e institucionales derivados de la revolución de los Jóvenes Turcos. Pero, sobre todo, suponen una descripción de la ciudad, del país y de sus gentes, filtrada por la visión particular e intransferible del propio Camba, a través de la que se destacan los contrastes con la idiosincrasia de la España del momento. El volumen se completa con los artículos de «Un viaje al Perú» y un magnífico prólogo de José Miguel González Soriano que contextualiza estos artículos en su época y dentro del conjunto de la obra de Camba. La camisa del marido, Nélida Piñón (Alfaguara, 2015) La brasileña Nélida Piñón es una de las voces más indiscutibles de la narrativa iberoamericana. Premio Príncipe de Asturias (2005) y miembro de la Academia de Letras Brasileñas (y primera mujer en presidirla), su obra La república de los sueños (1984) es considerada por el también académico Antonio Maura como una de las novelas fundacionales de Brasil. En su libro La camisa del marido, Nélida Piñón ofrece una muestra de las características que definen su narrativa: emoción honda, profundidad y un lenguaje poético que se adentra en la memoria íntima de los personajes para alcanzar la universalidad. Por sus páginas pululan personajes humildes, familias (sobre todo narrando relaciones filiales y conyugales) y también personajes históricos o de ficción (como Camões o Sancho Panza) para ofrecer un fresco vívido y, por qué no, melancólico, de la realidad.
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FEBero de 2016 ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Philip K. Dick (Cátedra, 2015) La colección Letras Populares de Cátedra publica una nueva edición del clásico de la ciencia ficción ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, que sirvió de inspiración para la película de culto Blade Runner. La novela, más compleja argumentalmente que la película, sigue la peripecia, en un futuro cercano, de un cazarrecompensas mezquino y cobarde que está dispuesto a retirar androides a cambio de dinero para poder conseguir un animal natural. Con mucho más sentido del humor e ironía y menos solemnidad que su homólogo cinematográfico, Dick nos presenta un mundo postnuclear desasosegantemente parecido al nuestro, donde el consumo y la tecnología van sustituyendo los valores y las relaciones personales. El prólogo de Julián Díez (también editor y traductor del libro), contextualiza perfectamente la obra en la vida de su autor y en la trayectoria del género, y señala con acierto las principales diferencias con la película. Versiones y Subversiones, Max Aub (Cuadernos del Vigía, 2015) Obra Aparecida por primera vez en México en 1971. Aub juega una vez más al despiste con el tema de las autorías y se autoproclama antólogo de poetas supuestamente reales. Se divierte con los heterónimos, mezclando culturas y tradiciones. Incluso aparece como poeta antologado. En la segunda parte nos presenta textos auténticos de poetas reales tamizados por sus propias traducciones. Loable el magnífico trabajo que está realizando Cuadernos del Vigía para la recuperación de la obra de este genio denostado de la Literatura Española. Edición y prólogo a cargo de la poeta y profesora Xelo Candel Vila.
Recomendaciones de Quimera
La piel de la frontera, Francesc Serés, (Acantilado, 2015) Digámoslo desde el inicio: La piel de la frontera, de Francesc Serés, es una pequeña obra maestra. Y decimos pequeña por respetar las escenas mínimas que nos narra su autor. Tal vez una de sus virtudes sea esa: la de ser un libro exquisito, un ejemplo de orfebrería literaria, que nos embauca casi sin darnos cuenta. Todo ello a partir de historias sencillas, colaterales, y con una claridad y un dominio del idioma que hipnotiza. Una poética del espacio (Zaidín, Alcarrás, Bajo Cinca…) que trasporta al lector hasta un lugar donde no sucede nada en apariencia, aunque bajo esa geografía se esconda un significado inmenso. Un libro a medio camino entre varios géneros escrito por un narrador de pura cepa, ese tipo de narradores que saben explotar todas las posibilidades de la escritura. Un ejemplo, en fin, de alta, imprescindible literatura. Los allanadores, Carlos Pardo (Pre-Textos, 2015) Carlos Pardo ha ido tejiendo en estos ya casi veinte años una de las biografías más interesantes del mundo de las letras alternando cuatro libros de poesía con dos novelas (Vida de Pablo y El viaje a pie de Johann Sebastian), publicadas con éxito por la editorial Periférica. En Los allanadores, el autor también juega con éxito con todos los registros poéticos, creando una atmósfera íntima y llena de sugerencias. Algunos poemas tienen la fuerza de un clásico (sobriedad, uso excelso de metáforas desnudas) y otras nos sumergen en el mundo de lo convencional, de la actualidad, de situaciones cotidianas tratadas con acierto y riesgo. Resulta Los allanadores, en resumen, un volumen crucial para entender qué está pasando en el mundo de la nueva poesía española dentro de la cual Carlos Pardo parece erigirse como un clásico de lo nuevo, un referente imprescindible para entender por dónde van a ir los tiros dentro del panorama poético de estas últimas décadas.
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